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Sociología de la guerra y filosofía de la paz. por carlos astrada El texto que reproducimos, hay que analizarlo en el contexto histórico de los prolegómenos del congreso Mundial de Filosofía del año1949 realizado en la ciudad de Mendoza. En dicha convocatoria se dio cita los más granado de la intelectualidad filosófica de la época, llamando la atención que tan ilustres pensadores no ahondaran en el fenómeno de la guerra, dado que hacía poco tiempo habían padecido -y sobrevivido- a una de las más grandes conflagraciones en la historia de la humanidad. El trabajo aquí presentado tiene la originalidad de haber brindado una respuesta a dicho fenómeno -con un ajustadísimo rigor intelectual-, de carácter universal y desde la perspectiva de un momento histórico nacional, pletórico de cambios y transformaciones políticas y sociales, que marcaron en forma indeleble la historia y la vida argentinas. A poco de comenzar su lectura -y a pesar del tiempo y las vicisitudes vividas- se constata que el pensamiento de este brillante filósofo argentino, puede seguir iluminando las ideas para analizar un fenómeno, que los “señores” que la gobiernan, persisten en presentar como ineludible. Carlos Astrada (1894 - 1970) Nació en Córdoba el 26 de febrero de 1894. Estudió en el Colegio Nacional de Monserrat e ingresó luego en la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la Universidad Nacional de Córdoba de la que no llegó a egresar. Colaboró en el movimiento de la Reforma Universitaria y fue orador oficial en 1919 y 1932. Durante los años 1920 y 1921 fue profesor de Psicología en el Colegio Nacional de La Plata. Regresó a Córdoba y fue Director de Publicaciones de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales hasta 1927. En 1926 la Universidad Nacional de Córdoba resolvió llamar a concurso para perfeccionar en el exterior los estudios de filosofía. Astrada gana la beca y, al año siguiente, viaja a Europa donde permanecerá hasta 1931. Estudió en la Universidad de Colonia con Max Scheler y Nicolai Hartmann; en Friburgo con Edmund Husserl y Martin Heidegger; en Bonn con Friedrich Behn y, en Francfort con Kart Reinhardt y Walter F. Otto. Al regresar de Europa se le impide ejercer la docencia en Córdoba. Se radica en Rosario, Provincia de Santa Fe, donde obtiene por concurso la Dirección de Cursos y Conferencias en el Instituto Social de la Universidad Nacional de Rosario. En 1933 aparece su primer libro, El juego existencial. En 1936 es nombrado profesor adjunto de Historia de la Filosofía Moderna y Contemporánea en la Universidad de Buenos Aires. Aparece su segundo libro, Idealismo fenomenológico y metafísica existencial, trabajo cuyo aporte fue destacado por Jean Wahl. En 1937 obtiene la cátedra de Ética en la Universidad Nacional de La Plata. Ejerció ambas cátedras por espacio de una década. En 1938 con La ética formal y los valores, accede al Premio Nacional de Filosofía. En 1942 aparece El juego metafísico donde retoma la concepción lúdica de su primer libro. En Temporalidad (1943) reúne ensayos escritos durante tres décadas. Este libro constituye la primera concepción existencial en el plano estético y moral. Destaca también el aporte de Nietzsche a la filosofía de la vida, la ruptura con el platonismo y la génesis existencial de los valores. En la última

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Sociología de la guerra y filosofía de la paz. por carlos astrada El texto que reproducimos, hay que analizarlo en el contexto histórico de los prolegómenos del congreso Mundial de Filosofía del año1949 realizado en la ciudad de Mendoza. En dicha convocatoria se dio cita los más granado de la intelectualidad filosófica de la época, llamando la atención que tan ilustres pensadores no ahondaran en el fenómeno de la guerra, dado que hacía poco tiempo habían padecido -y sobrevivido- a una de las más grandes conflagraciones en la historia de la humanidad. El trabajo aquí presentado tiene la originalidad de haber brindado una respuesta a dicho fenómeno -con un ajustadísimo rigor intelectual-, de carácter universal y desde la perspectiva de un momento histórico nacional, pletórico de cambios y transformaciones políticas y sociales, que marcaron en forma indeleble la historia y la vida argentinas. A poco de comenzar su lectura -y a pesar del tiempo y las vicisitudes vividas- se constata que el pensamiento de este brillante filósofo argentino, puede seguir iluminando las ideas para analizar un fenómeno, que los “señores” que la gobiernan, persisten en presentar como ineludible. Carlos Astrada (1894 - 1970) Nació en Córdoba el 26 de febrero de 1894. Estudió en el Colegio Nacional de Monserrat e ingresó luego en la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la Universidad Nacional de Córdoba de la que no llegó a egresar. Colaboró en el movimiento de la Reforma Universitaria y fue orador oficial en 1919 y 1932. Durante los años 1920 y 1921 fue profesor de Psicología en el Colegio Nacional de La Plata. Regresó a Córdoba y fue Director de Publicaciones de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales hasta 1927. En 1926 la Universidad Nacional de Córdoba resolvió llamar a concurso para perfeccionar en el exterior los estudios de filosofía. Astrada gana la beca y, al año siguiente, viaja a Europa donde permanecerá hasta 1931. Estudió en la Universidad de Colonia con Max Scheler y Nicolai Hartmann; en Friburgo con Edmund Husserl y Martin Heidegger; en Bonn con Friedrich Behn y, en Francfort con Kart Reinhardt y Walter F. Otto. Al regresar de Europa se le impide ejercer la docencia en Córdoba. Se radica en Rosario, Provincia de Santa Fe, donde obtiene por concurso la Dirección de Cursos y Conferencias en el Instituto Social de la Universidad Nacional de Rosario. En 1933 aparece su primer libro, El juego existencial. En 1936 es nombrado profesor adjunto de Historia de la Filosofía Moderna y Contemporánea en la Universidad de Buenos Aires. Aparece su segundo libro, Idealismo fenomenológico y metafísica existencial, trabajo cuyo aporte fue destacado por Jean Wahl. En 1937 obtiene la cátedra de Ética en la Universidad Nacional de La Plata. Ejerció ambas cátedras por espacio de una década. En 1938 con La ética formal y los valores, accede al Premio Nacional de Filosofía. En 1942 aparece El juego metafísico donde retoma la concepción lúdica de su primer libro. En Temporalidad (1943) reúne ensayos escritos durante tres décadas. Este libro constituye la primera concepción existencial en el plano estético y moral. Destaca también el aporte de Nietzsche a la filosofía de la vida, la ruptura con el platonismo y la génesis existencial de los valores. En la última

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parte expone temas rilkeanos y es el primero en sostener el carácter anticristiano de su poesía. “´Temporalidad´ es, tal vez, la obra que más me ha definido en el plano personal.” En 1945 publicó Nietzsche. Profeta de una edad trágica, que en 1961 aparece reformulado y ampliado bajo el título de Nietzsche y la crisis del irracionalismo. En 1947 fue nombrado Director del Instituto de Filosofía en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires y, Profesor Titular de Gnoseología y Metafísica. Por aquellos años fundó y dirigió los Cuadernos de Filosofía, en los que colaboraron filósofos europeos y argentinos de primera línea. En 1948 publicó El mito gaucho en el que establecía una antinomia entre nacionalismo y defensa de lo nacional. Participa en 1949 en el Primer Congreso Nacional de Filosofía realizado en Mendoza. Aparece su libro Martin Heidegger que en 1970 reaparece ampliado bajo el título de Martin Heidegger. De la analítica ontológica a la dimensión dialéctica. En 1952 vuelve a Europa y dicta conferencias en las universidades de Roma, Turín, y Friburgo y Heidelberg. Se entrevista con Heidegger en Friburgo. Ese mismo año aparece Existencialismo y crisis de la filosofía. En 1956 publica Hegel y la dialéctica. Este libro constituye el intento de exponer la teoría hegeliana y sus vínculos con las estructuras concretas de la vida histórica. Muestra también la proyección y prospección de la dialéctica hacia el materialismo histórico. Se “retira” de sus cátedras en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Ese mismo año, inicia su tercer viaje a Europa invitado por la Universidad de Moscú. Disertó en la Academia de Ciencias de la ex URSS y en el Instituto Marx-Engels-Lenin. En 1957 publicó El marxismo y las escatologías, donde expone las diversas concepciones de la historia, tomando al marxismo como piedra de toque. Viaja a China en 1960 y dicta conferencias en Pekín y Shangai. Se entrevista con Mao Tsé-tung. El resumen de esas conversaciones quedó plasmado en dos trabajos: “Convivencia con Mao Tsé-tung en el diálogo” y “Mao Tsé-tung y la Revolución Cultural” También aparece Humanismo y dialéctica de la libertad. En 1961 en Dialéctica y positivismo lógico, aborda el problema de la dialéctica desde el punto de vista de la crítica del empirismo lógico. La cuestión de la praxis a partir del concepto fenomenológico y desde la posición dialéctica fue tratada en Fenomenología y praxis (1967). También planteó en La génesis de la dialéctica (1968) el problema de los orígenes de la misma en los pensadores presocráticos destacando la prioridad del pensamiento lógico y ontológico sobre las tardías divagaciones teosóficas. En Dialéctica e historia (1969) explica de manera amplia y documentada las ideas de razón y libertad. Analiza críticamente el pensamiento de Marcuse y el significado de la Comuna de Mayo, en el París de 1968. Por esos años, junto a Alfredo Llanos, dirige la serie filosófica “Paideuma” donde aparecen publicadas obras de Kant, Aristóteles, Schelling y Krueger entre otros. Carlos Astrada fue uno de los autores más prolíficos del espectro cultural argentino entre los años ´30 y los ´70. Incursionó en los temas más densos del pensamiento filosófico -la dialéctica, el idealismo alemán, Marx, Nietzsche y la fenomenología contemporánea- como así también en el ensayo y la crítica, con la misma solvencia y honestidad intelectual. Murió en Buenos Aires el 23 de diciembre de 1970. Sociología de la guerra y filosofía de la paz.

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Sobre las ruinas de una cultura milenaria y el clamor de pueblos atribulados por la destrucción de sus valores humanos, de sus ciudades y de sus monumentos y tesoros artísticos, en esta hora indecisa del mundo, la humanidad oscila de nuevo en el fiel de las decisiones. La voz admonitoria de la razón se levanta otra vez en un inmenso desierto de cruces para indicar a los hombres el camino de la vida y de la convivencia pacífica, de la solidaridad creadora de bienes y de valores y único clima para la progresión del espíritu en su parábola orbital sin ocaso; el pensamiento, tornando a acariciar el viejo e irrealizado ensueño de la “paz perpetua”, se enfrenta acucioso y desazonado a las arduas cuestiones de la paz reconstructiva y de la amenaza de una nueva guerra como a la más dramática alternativa de vida o muerte que se cierne sobre el destino de una civilización. La Argentina, con si situación espiritual y materialmente privilegiada, atenta al acontecer continental y mundial, necesita, por encima de parcialidades ideológicas, hoy más que nunca, directivas ideales y una actitud lúcida e inequívoca frente a los problemas de la guerra y de la paz y a la misión de sus fuerzas armadas, en consonancia con su ideal político y programación de la tarea que le imponen la fidelidad a sus esencias históricas y su propio desenvolvimiento. Tenemos que encarar la guerra como hecho histórico y, a la vez, como fenómeno vinculado a la cultura y su destino, y hacerlo a la luz de los principios, vale decir desde un punto de vista filosófico que nos permita ceñir con estrictez conceptual, en sus dimensiones fundamentales, el problema que ella entraña. Ante todo, debemos denunciar como contrario a la razón y a conocimiento y conclusiones avalados por la ciencia y la filosofía esa exaltación casi frenética y hasta diríamos morbosa de la guerra por parte de equívocas ideologías y posturas románticas que, invocando presuntos principios y razones morales, quieren ver en ella un estímulo para el florecimiento de las virtudes viriles y la única oportunidad propicia para el culto del heroísmo, el fortalecimiento de los lazos que unen al hombre a su comunidad nacional y la vigorización biológica y moral de los pueblos. Como hecho histórico que ha acompañado la mutación de los grupos humanos, ¿qué parte, qué influjo positivo ha tenido la guerra en la génesis de las grandes unidades culturales? Las conclusiones ciertas de la ciencia etnológica, acerca de la vida de los pueblos primitivos, nos dicen que los hombres, algunos miles de años ante del comienzo de la sociedad política, vivieron dentro de regímenes esencialmente pacíficos, en los que no existían jefes guerreros que ejercieran de modo permanente su poder y autoridad; no ataba a estas comunidades primitivas otro lazo que el de la sangre, no conociendo ellas separaciones de clases. Pero tampoco estas comunidades llegaron a poseer una alta cultura. Esta, así se afirma en consecuencia, sólo podía surgir sobre la base del sacrificio de la existencia pacífica. Y efectivamente, con la aparición del Estado fuerte y guerrero y la jefatura bélica permanente ha comenzado, en el mundo, toda clase alta cultura como también toda religión instauradora. De modo que, históricamente, la guerra y la violencia han allanado el camino a todas las culturas importantes y han creado naciones. De aquí se ha concluido que sin guerras, no hay verdadera cultura, y que sin ella tampoco hay progreso cultural alguno ni pueden lograr expansión y apogeo las diversas formas de la cultura espiritual: teogonías, religiones de fundadores y reformadores, arte, filosofía. No cabe negar, pues, que es verdad que toda alta cultura ha nacido como secuencia histórica de las ordenaciones traídas a la vida por la acción guerrera del Estado fuerte. Pero, el hecho de que el alumbramiento de las grandes culturas haya tenido lugar mediante la obstétrica de la violencia bélica no nos permite derivar de él la conclusión, fundamentalmente falsa, de que cuando se presente ese factor se seguirá siempre y necesariamente el mismo efecto. Porque haya sido así

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en el pasado no es una razón para que siga siendo lo mismo, con una especie de regularidad legal, en todo el futuro del decurso histórico. Pretenderlo, sería erigir, en este orden, en ley del acontecer, en una constante de la evolución histórica, sugestiones empíricas, la mera existencia de los hechos. Es cierto que la guerra en la Polis griega fue un fenómeno normal y permanente; las treguas temporarias, a plazo, no eran nada más que un recurso astuto del estadista. Fue, sin duda, esta comprobación -lección de hierro de los hechos-- lo que hizo decir a Platón: “Todas las comunidades estatales se hallan en permanente estado de guerra. Lo que llamamos paz, es sólo un concepto, mientras, en realidad, la naturaleza mantiene a todos los Estados entre sí en una guerra no declarada, pero eterna”. También en Roma, la guerra fue una manifestación casi cotidiana. De aquí que la ciudad antigua representase el más alto desarrollo y perfeccionamiento de la técnica militar y guerrera de su época. “A un ejército de hoplitas o a una legión romana -nos dice Max Weber- no podía ser opuesta ninguna clase pareja de formación”. Las guerras antiguas eran guerras adquisitivas, de caza de hombres en vista al material humano que exigía el mercado de esclavos; por ellas se enriquecían las ciudades, mientras que para la clase privilegiada de los ciudadanos eran onerosas las épocas de una paz de larga duración. La guerra, practicada por Estados fuertes y guerreros, trajo a la vida, dijimos, las grandes unidades culturales y las naciones; aún más, merced a la guerra éstas se pudieron mantener en su ser y adquirir fisonomía propia. Vale decir que, en estos casos, mediante la guerra se llegaba a decisiones históricas de gran trascendencia. Tales fueron la guerra decisoria que termino con la victoria de los griegos contra los persas, la cual aportó los fundamentos y determinó los rasgos perdurables de la cultura y la humanidad occidentales, y la epilogó con la victoria de Roma sobre Cartago, que aseguró la pervivencia de esta cultura y la forma de vida occidental dentro de la estructura y ordenación política del imperio romano. Pero, como lo ha hecho notar Scheler, “en la historia de toda civilización y de toda cultura hay no sólo una mutación de los fines sino también una mutación de las fuentes”. Esto es innegable particularmente respecto al fenómeno de guerra. Si las guerras antiguas, entre ejércitos limitados en números y sujetos a una técnica restrictivamente bélica, fueron creadoras de cultura o decisorias con relación al destino y progresión de culturas determinadas, las guerras modernas entre pueblos enteros casi siempre han destruido o arruinado la cultura, es decir, los valores cuya conservación e incremento dependen del factor hombre, las fuerzas que están al servicio de la cultura como también los bienes que constituyen la base material y de organización de las estructuras y contenidos culturales. Y esta destrucción y calamidad han afectado tanto a los vencedores como a los vencidos. Todo esto, que es la contraparte de un muy relativo valor histórico de la guerra con relación a la génesis y desarrollo de la cultura, podemos documentarlo con el desastroso balance de la guerra 1914 - 1918, y de la que acaba de terminar (por lo menos en el terreno militar), que son las dos guerras modernas que mejor podemos valorar porque nos es dable abarcarlas en todos sus aspectos desde el ángulo visual de nuestra actual perspectiva histórica. Estas comprobaciones nos dicen que la guerra ha cambiado de sentido y de carácter, teniendo hoy consecuencias que rebasan totalmente el marco bélico de las guerras antiguas. Ya no es una guerra que, como consecuencia de divergentes y opuestas direcciones espirituales y vitales, se dirime entre verdaderas comunidades culturales, sino lucha de exterminio y primacía mediante la más compleja maquinaria bélica, forjada a designio por la técnica, entre dominios estatales y constelaciones políticas de poder movidos por intereses económicos y la tendencia imperialista a la conquista de mercados. En este tipo de guerra, a base de máquinas, la lucha no es sólo el choque de ejércitos, sino que sus efectos destructores y mortíferos alcanzan a la

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población civil (pasiva en teoría), también incluida en la movilización total, alcanza a las ciudades y monumentos artísticos. Para apreciar en todo su devastador alcance la guerra técnica moderna, pensemos en el efecto del empleo de la bomba atómica, en la guerra que ha reducido las más bellas ciudades del continente europeo y algunas del Japón a un informe montón de ruinas. Pensemos sobre todo -¡y no podemos hacerlo sin que recorra nuestro espíritu un escalofrío de espanto!- en el efecto aniquilador de la vida humana sobre el planeta que tendrá la aplicación o mejor las aplicaciones, como instrumento, más que bélico, de muerte total, de la energía proveniente de la desintegración atómica en una guerra futura, no descartada hasta ahora, a la que ciertamente no sobrevivirán los monopolios específicamente humanos: el arte y sus obras, la ciencia y su organización, la religión y sus cultos y confesiones, la política y sus realizaciones estatales, etc., ni tampoco siquiera sobrevivirá el hombre como especie. Encarado en sí mismo el fenómeno de la guerra y ante el hecho de su realidad histórica, se pregunta el filósofo Kart Jaspers si en el hombre no hay algo que es como “una oscura y ciega voluntad para la guerra... algo que es como una voluntad para la muerte como voluntad de aniquilamiento y autosacrificio”. Y hasta llega a suponer que en hombre “dormita algo que de tiempo en tiempo retorna cuando la visión de la guerra real ha sido sensorialmente olvidada”. He aquí el suelo, la base subjetiva antropológica en que enraíza el hecho de la guerra de su posibilidad; pero planteando el problema en el terreno filosófico y contemplando la guerra en función de la esencia misma del hombre, podemos preguntarnos si esa ciega voluntad que dormita a veces, pero que siempre está latente en el hombre, es un oscuro impulso, una ciega voluntad para la guerra o simplemente in instinto, un impulso para otra cosa que sólo por las circunstancias históricas se ha canalizado y encontrado satisfacción en la guerra. Si suponemos que existe en el hombre una ciega voluntad para la guerra, que de tiempo en tiempo, tras un período de sorda latencia, se torna operante, aniquiladora, como una de esas erupciones volcánicas que incuban su fuerza destructora en la entraña telúrica, entonces, la idea de la paz perpetua, fundamentada y exaltada filosóficamente por Kant, no es más que un sueño, que una bella pero vana utopía. Partiendo de la comprobación de la ineficacia de la idea de la paz perpetua, adhieren expresa o tácitamente a aquel supuestos filósofos y pensadores tan eminentes como Hegel, Nietzsche, Heinrich von Treitzschke, etc. También en la larga inoperancia, mejor en la impotencia -supuesta demostrada- de esta idea se apoyan los militaristas de convicción y sentimiento para negar todo valor a la misma y propugnar la necesidad de la guerra. Así, para Hegel, por la guerra, expresión de la soberanía exterior de los Estados, “es mantenida la salud ética de los pueblos, como la fuerza del viento preserva al mar de la putrefacción, a la cual lo reduciría una perpetua quietud”. Y Nietzsche, en su Zarathustra, bajo el título “De la guerra y los pueblos guerreros” nos dice exhortativamente: “Debéis amar la paz como medio para nuevas guerras. Y la tregua corta mejor que la larga. Yo no os aconsejo para el trabajo, sino para la lucha. No os aconsejo para la paz, sino para la victoria”. Y agrega: “La guerra y el valor han hecho más grandes cosas que el amor al prójimo”. Y Heinrich von Treitzschke, en su Política, afirma, preconizando la guerra: “La guerra es el único remedio para pueblos enfermos”. A su vez, el militarismo de convicción y sentimiento, con von Moltke, encarnación del espíritu militar, nos dirá: “La paz perpetua es un sueño, y ni siquiera un bello sueño”. Pero sabemos que frente al militarismo ideológico está otra clase de militarismo que, a diferencia del primero, afirma el valor de la guerra y de las formas e instituciones militares no en sí mismas, sino como un instrumento político indispensable para defender y mantener, cuando las circunstancias históricas lo requieran, y con fines de conservación del patrimonio nacional, la soberanía exterior del Estado y su forma interior.

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La guerra, como ciega voluntad para la destrucción y la muerte, no yace en la naturaleza humana, no pertenece a la esencia del hombre, sino que consustancial con ésta es un instinto, una tendencia hacia el poder y la lucha en general; hacia la lucha, pero no la especie particular de lucha que llamamos guerra. Este impulso del hombre hacia la lucha y autoafirmación puede apuntar, en función de lo vital y espiritual, en otras direcciones y expresarse frente a fenómenos, o a situaciones que solicitan su esfuerzo para vencer las resistencias que se oponen a sus designios; son direcciones que constituyen otras tantas metas para la actividad específicamente humana. Esta tendencia instintiva hacia el poder, ínsita en la naturaleza del hombre -tan profunda y sutilmente analizada y exhibida en sus diversas manifestaciones por Nietzsche bajo el nombre de voluntad de poderío- puede ejercitarse, por ejemplo, ya frente a los propios procesos vitales, en vista al dominio y sublimación de los instintos, pasiones e inclinaciones naturales conduciendo, en ese sentido, a una ascética, que asegura la vigencia y hasta el imperio de los contenidos espirituales de la vida y de los ideales morales, los que logran encarnación ejemplar en el santo, en el asceta del pensamiento, en el mártir de la ciencia (tipo de santo laico), en el reformador religioso; ya frente a los hombres y grupos sociales como impulso hacia el señorío, como tendencia al dominio y correlativamente al sometimiento de los débiles o de las clases sociales económica y moralmente impotentes; ya frente a la naturaleza, orgánica en primer término y anorgánica después, mediante el trabajo y la técnica, que encadenan, dirigen y aprovechan, en beneficio de la especia, las fuerzas naturales. En esta dirección de la ciencia aplicada y de la técnica, aquel impulso ha transformado prácticamente el planeta entero en el mundo circundante del hombre de cualquier latitud, haciendo, además, posible, al acortar distancias mediante la facilidad de las comunicaciones de toda índole, la convivencia humana en diversas formas. En la tendencia o impulso hacia el poderío, y su encauzamiento parcial por la vía histórica de la guerra, podemos distinguir, con Max Scheler, por lo menos tres distintas leyes en la nueva línea de la evolución que va de la fuerza al poderío. Así, por la primera ley de la dirección evolutiva, vemos que las primeras guerras fueron de exterminio, después vinieron las de esclavización, para disponer del cuerpo del hombre y su capacidad de rendimiento en beneficio de los señores, de los amos, luego las de anexión y contribución, que marcan el comienzo de las guerras por la hegemonía económica. La segunda ley de dirección nos muestra que del poder ejercido sobre los hombres la línea de la evolución va a la afirmación del poder y dominio sobre las cosas; y la tercera comprueba la existencia de una línea evolutiva que va del poder sobre la naturaleza orgánica, utilización de las plantas y animales, al poder y dominio sobre la naturaleza anorgánica, que define la etapa de industrialización, característica del alto capitalismo en la actual fase de su desarrollo. Como vemos, la línea evolutiva, conforme a sus leyes de dirección, conduce de la fuerza y la violencia al poderío; del poder físico, primero, al poder espiritual luego, del poder sobre los hombres al poder sobre la naturaleza (orgánica, en primer lugar, y anorgánica, después). En consecuencia, cabe establecer, según Scheler, que mientras más altas son las formas del ser sustraídas al impulso de poder, tanto más bajas son las formas del ser contra las que ese impulso se vuelve (como es el dominio de las fuerzas de la naturaleza anorgánica). De modo que la lucha entre hombre y hombre y entre grupos humanos, constituidos en unidades nacionales, va siendo cada vez más cosa del pasado, como cabe también esperar que vaya desapareciendo la lucha entre constelaciones de intereses económicos o ideologías por la supremacía hegemónica, frente a la lucha colectiva y de cooperación que, sobreponiéndose a recaídas y claudicaciones, libra la humanidad civilizada contra la naturaleza infrahumana y sus fuerzas, desencadenadas o en latente acecho, que ofrecen su resistencia bruta a los esfuerzos y empresas del hombre.

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Por último, y en nexo intrínseco con las leyes de dirección señaladas, hay una ley, que asimismo informa la marcha de la evolución, de la historia política, la de la creciente espiritualización del impulso de poderío y, correlativamente, de potencialización de la conducción espiritual. Por consiguiente, la línea evolutiva conduce de la potencia física al poder político y al del prestigio y, en ulteriores etapas, del pseudo “derecho de la fuerza” a la “fuerza del derecho”; del Estado de poder al Estado tutelar y a las instituciones de previsión dirigidas. Respecto a estas leyes, que indican la dirección de la marcha evolutiva, es necesario hacer notar que no se pretende que ellas traduzcan literal y fielmente una sucesión de frases de la historia real, tan llena de hechos que constituyen verdaderos intersticios, lagunas, en la estructura legal o interrupciones en la continuidad legal de la línea con que nos representamos la ley. Sin duda, no se puede establecer una ley acerca de las fases por que debe pasar la humanidad, después de las cuales tiene que quedar instaurada la paz. No obstante, ateniéndose, en un sentido mucho más general, a esas recónditas leyes de la dirección de la marcha de la evolución humana y anímica, cabe considerar verosímil la cesación de la guerra, desde luego en una época mucho más remota en el futuro que lo que se imagina un pacifismo cegatón, y sobre todo el ingenuo y superficial pacifismo de tipo positivista y progresista. En cambio la ley, formulada por el conocido sociólogo von Wiese, de la “disminución de la fuerza”, no es convincente, desde que los hechos se encargan de evidenciar que tanto intensiva como también extensivamente la magnitud de la fuerza tiende a aumentar (en realidad ha aumentado) en cada nueva guerra, arrebatando en su furor ígneo siempre mayores partes de la humanidad, mayor número de pueblos, más amplias constelaciones raciales, políticas, ideológicas. Lo ha demostrado la guerra que acaba de terminar y, por desgracia, quizá lo demuestre más acabadamente la que ya se está incubando en la entraña dolorida de esta época crucial. Los escépticos frente a la idea, a la concepción de que la paz perpetua entre los hombres puede llegar a ser realidad, los que incluso niegan el valor de este ideal, sostienen que si ya, según ellos, una tregua demasiado prolongada embota las energías, las iniciativas vitales de una época, de una sociedad, del hombre individual; si ese paréntesis de paz relaja las fuerzas creadoras, predisponiendo a la molicie, tanto más una humanidad definitivamente sin guerra y antiguerrera caería en la postración, en el enervamiento de sus impulsos ascendentes, en la decadencia biológica. Cuando, en tal infundado supuesto, los pueblos, como consecuencia de una larga era de paz, llegasen a experimentar un aminoramiento de sus valores vitales en conjunto, llegasen a afeminarse, a sentirse lánguidos, fatigados en el cuerpo y en el alma, adormecidos en la comodidad, en el lujo y en los más bajos apetitos utilitarios, entonces, en tal estado, la guerra vendría a ser, según frase de Hegel, el “baño de acero” de los pueblos. En la presunta razón que asistiría a este argumento, el militarismo ideológico quiere apoyar su idea de que la guerra y las formas militares de vida fortifican biológicamente a los pueblos. Esta opinión es a todas luces errónea, puesto que sabemos perfectamente que la guerra siega las promociones más jóvenes y más fuertes, excluyéndolas de la función reproductiva, y deja a los biológicamente incapaces. En cambio, un pueblo puede adquirir capacidad, desarrollar y fortificar sus cualidades, incrementar sus posibilidades físicas y morales, conquistar y asegurar su salud biológica merced a la paz, si sabe extraer de ella sus dones, disfrutarla sin sensualismo, tornándola fecunda mediante la consecución de fines valiosos con relación a su propio destino. Para lograrlo, elevando su nivel de vida, bastan una buena higiene, cultivar los deportes y mantener al cuerpo entrenado por los ejercicios, combatir enérgicamente las enfermedades sociales y de la raza, practicar tanto desde el punto de vista cualitativo como cuantitativo una sana y equilibrada política demográfica, realizar una política social igualmente enérgica con relación a

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los problemas de la vivienda, de las condiciones de trabajo, etc. He aquí un magnífico programa de lucha en medio de la paz para una comunidad nacional como la nuestra, pacifista por imperativo de su tradición histórica, que ha cifrado su ideal ético y jurídico en la paz interna sobre la base de la justicia social, y en la paz internacional por obra de su convivencia amistosa con todos los pueblos y particularmente con los pueblos hermanos del continente, de nuestra misma estirpe. La Argentina ha venido librando la batalla de la paz, con fines internos civilizadores, conquista e incorporación a la labor productiva de la colectividad de extensos territorios y zonas demográficamente desérticas dentro de nuestro propio país. En esta lucha nuestras instituciones armadas, para honor suyo, han jugado un papel decisivo; han formado y seguirán formando en la vanguardia de la abnegada batalla por la conquista de nuestras fronteras terrestres y marítimas y el imperio sobre ellas y dentro de ellas de la soberanía del Estado argentino. Ha sido y es una empresa de argentinización de las regiones del norte y australes del país, a las que no llegaba la acción civil y colonizadora del Estado por su impotencia expansiva, imputable en gran parte a la escasa densidad demográfica, y también a la falta de aptitud para las iniciativas riesgosas de índole particular, que hubieran podido suplir la falta de estímulo e incitación por parte del poder público. La primera batalla fue contra la extensión, por la conquista del desierto y de nuestra frontera terrestre. Nuestro ejército cumplió en ella más, mucho más que una función meramente militar; tuvo una misión eminentemente civilizadora, entregando a la labor de poblar y a la explotación productiva, para incremento de la riqueza y de la economía argentina, inmensas y fértiles regiones. Nuestro ejército llegó hasta donde no llegó la política por sus propios medios. Hasta el último fortín, adentrado en el desierto, llevó él el espíritu de las instituciones y las posibilidades de vida civilizada: instrucción, profilaxis, normas de convivencia, protección de intereses, etc., vale decir posibilidades de vida argentina sobre un ámbito geográfico enormemente dilatado. Acerca de esta obra civilizadora de nuestro ejército, haciéndole merecida justicia, nos ha dicho Homero M. Guglielmini, en su meduloso ensayo La Frontera Argentina enunciando una verdad: “ … el ejército… iba dilatando los lindes de la comarca argentina, y adelantando su mojones en el inmenso espacio del desierto. El polvo cómico y disgregado de la pampa, se solidificaba en piedra. Del suelo hollado por el soldado, brotaba el fortín; el fortín se convertía poco a poco en caserío, del caserío germinaba el pueblo, y acaso el pueblo se transformaba al fin en la gran ciudad moderna, con fábricas y usinas, humos y granjas, carreteras, escuelas y barcos”. Y aún hoy en esas lejanas zonas ya incorporadas a nuestra civilización política, cumple el ejército, centinela de avanzado en las fronteras de la patria, una función civilizadora y tutelar sobre vidas e intereses, protegiendo con su asesoramiento y asistencia a los pobladores y colonos, velando por la estabilidad de las incipientes instituciones educativas, sanitarias y de la administración civil en general, allí establecidas. Pero, conquistada y asegurada la frontera terrestre, queda todavía una enorme labor por cumplir, y en ésta son las fuerzas de la marina argentina las que han recogido la antorcha civilizadora para librar otra gran batalla en medio de la paz. Se trata de algo vital para el destino de ser nacional: la afirmación integral de nuestra soberanía. Es la batalla por la conquista de la frontera marítima. Sin la jurisdicción y soberanía sobre esta frontera no cabe hablar de seguridad política y total independencia de la Argentina. Recordemos siempre, que los pueblos grandes en la historia y con verdadera personalidad nacional, conquistaron antes esa frontera móvil y tuvieron una misión marítima. Nuestro país, por su situación geográfica y su natural desarrollo industrial y económico, está sin duda llamado también a tener un destino marítimo, mediante el cual pueda realizar sus posibilidades de vida, afirmando su personalidad en la comunicación y convivencia con los

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pueblos del propio ámbito continental y con los de los demás continentes. En esta dirección, nos impone ya el destino, nuestra vocación para la grandeza histórica, como tarea, el hacer efectiva la incuestionable soberanía Argentina sobre la Antártida, una de las grandes realidades del futuro. Esta dilatada región del extremo austral aún casi inexplorada -todo un continente de 14.000.000 KM2, que ocupa el cuarto lugar después de Asia, América y África y de más extensión que Europa y Oceanía-, con sus posibilidades industriales y de explotación de su riqueza natural, está en el camino de las legítimas aspiraciones argentinas, en el rumbo y trazo de las líneas centrífugas que indican la proyección del desarrollo de una Argentina grande y soberana. Trazar esas líneas sobre la pampa oceánica, sobre su oleaje bravío, es la misión y responsabilidad de nuestras fuerzas navales, en la conquista de los mares del sur, de la ruta hacia un continente que integrará en el porvenir el patrimonio territorial argentino. Si parejo esfuerzo, en lo que sólo atañe a nosotros, a nuestra comunidad argentina, que aspira a trazar firmemente sus líneas estructurales y constructivas dentro de sus fronteras geográficas y políticas, ha sido y es posible merced a la paz, es porque ésta, lejos de debilitar biológicamente a los pueblos entraña para ellos incitaciones vitales, posibilidades de superación y fortalecimiento. Se arguye contra la paz, que en su clima no pueden florecer las virtudes heroicas, que la humanidad ha tenido siempre en tan alta estima. Precisamente el problema que se ha planteado, entre otros el psicólogo y filósofo William James, al hacer la crítica del pacifismo, sobre todo en su aspecto utilitario, es saber cómo pueden estas virtudes conservarse y pervivir sin guerra, sin la ocasión que ésta brinda al hombre, al soldado, de desafiar, exaltando su valor y desprecio de la muerte, el peligro en medio de la acción bélica. Pero si el heroísmo humano no tiene su origen en la guerra tampoco puede dejar él de florecer cuando ésta haya desaparecido. No está dicho que el héroe militar sea el más alto modelo para el hombre. Hay otras formas de heroísmo, otras vidas heroicas que se imponen a éste y solicitan su admiración y hasta su amor con suprema ejemplaridad. Por ejemplo, tenemos así, como lo señala Max Scheler, el genio del corazón, el de la bondad o el hombre esencial y ejemplarmente bueno, que es una acabada expresión de heroísmo humano. El genio del corazón es el que tiene una amplitud de influjo más grande, mayor que la del héroe, aunque en éste la floración magnífica del valor que arrostra la muerte sea, sin duda, más intensa y patética. Asimismo el área de influjo del genio es más vasta que la del héroe. Esto lo reconoce un estadista guerrero de la talla de Federico el Grande, prístina encarnación del temperamento militar, cuando, en carta a Voltaire, escribe: “El nombre de Aristóteles es mencionado más a menudo en las escuelas que el de Alejandro… En consecuencia, cuando maestros de la estirpe humana como Ud. aspiran a la gloria, su expectativa a ser cumplida, mientras nosotros nos vemos a menudo defraudados en nuestras esperanzas porque sólo trabajamos para nuestros contemporáneos, en tanto que ustedes lo hacen para todas las épocas”. Si la guerra, como ciego impulso para la muerte no está en la esencia de la naturaleza humana, entonces podemos legítimamente considerar que la paz perpetua, la posibilidad de su advenimiento, no está excluida de la esencia del hombre. Prueba suficiente de ello es que los hombres han vivido durante miles de años sobre el planeta sin guerra y sin Estado. Además, las mencionadas leyes acerca del rumbo que sigue la evolución nos muestran que la paz perpetua puede retornar y el Estado señorial puede transformarse en Estado de previsión tutelar y en Estado de cultura. La paz perpetua no es una vana utopía, un sueño irrealizable, sino un verdadero ideal, el ideal absoluto y altamente valioso para toda política consciente de su finalidad. Porque la paz perpetua es un valor positivo incondicionado, ella implica un deber ser y, según la idea, debe ser. Por consiguiente, su advenimiento es posible en la historia humana, aunque no se lo puede esperar en una época previsible, determinada. Teniendo en cuenta que las leyes de

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dirección de la marcha evolutiva no expresan fases reales del concreto devenir histórica, la paz perpetua es verosímil por una deducción a partir de la evolución de la vida humana misma. Pero su entrada concreta en la historia real no es objeto de un saber, de un conocimiento, sino de una expectativa, de una idea, en sentido metafísico; idea que es, a la vez, un principio regulativo y una meta a que se encamina el acontecer histórico-espiritual de la humanidad. Más, al afirmar que la paz perpetua yace en la esencia de la naturaleza del hombre, no se da por sentado ninguna de las diferentes clases de pacifismo, que han sido propugnadas y defendidas doctrinariamente y en el terreno de la prédica de inspiración religiosa o moral o jurídica o utilitaria. Afirmar la “paz perpetua”, como el ideal más alto, como valor absoluto y absolutamente deseable, no es adherir indiscriminadamente al pacifismo, anclar por inercia sentimental o desidia inquisitiva en algunas de sus módicas fórmulas. No es plegarse dogmáticamente o proclamar como panacea salvadora a una de entre las múltiples formas que él reviste -computando sólo las principales y típicas que, en cuanto a su origen histórico doctrinario y real, al ethos que las informa y a su significación intrínseca, son esencialmente distintas-, la mayoría de las cuales se erigen sobre endebles fundamentos o fáciles e ingenuas ilusiones. En primer lugar tenemos que desechar, por su inconsistente base y estrecho enfoque del problema, el pacifismo económico liberal de tipo positivista, del libre cambio, de la supuesta libre iniciativa, cuñada en el laissez faire, laissez passer, tesis que reposa en un utilitarismo axiológico, en un sistema de valores materiales y consecutivos, y encontró su más decidido propugnador en el filósofo inglés Herbert Spencer. Esta posición fue una mercancía más, manufacturada y difundida por la concepción mercantilista finisecular. Spencer, desde el punto de vista del positivismo sociológico y conforme a su esquema harto simplista, establece una sucesión de fases reales como etapas de la concreta evolución histórica que conducirían al advenimiento, a la consecución de la paz perpetua. Según Spencer, estas fases serían las siguientes: del Status (situación de orden establecido de hecho) al Contractus, de una edad teológico-guerrera a una pacífica, positivista industrial. Pero aquí, entre otros errores que radican en crasas confusiones o en el desconocimiento de determinados factores, se confunde los cambios de forma y mutaciones de la guerra misma con una serie sucesiva de estadios conducentes a su cesación, tal como la mutación que va de la guerra de exterminio a la guerra de esclavización, de ésta a la que se epiloga con el triunfo y el éxito de una capa baja, servil; como el cambio que se opera de la de la guerra agresiva o preventiva a la guerra defensiva; el de la guerra de botín y caza, como medio de alimentación de un pueblo, a la guerra de poder político y hasta lo que reconoce una motivación económica y la de conquista de mercados; también se confunde con estadios que llevan a la paz las transformaciones mismas que la guerra experimenta según la clase técnica de sus armas. El error fundamental del positivismo, en este respecto, consiste en no ver que la transformación de la guerra en relación con la cultura total de cada época no es absolutamente su cesación, que la vía seguida por este cambio no es el camino que lleva a la “paz perpetua”. Los positivistas, como Spencer, no sólo confunden la diferenciación cada vez más clara entre distintas clases de guerra, es decir, entre guerra y guerra, con un progreso en el camino de la paz como tal, sino que desconocen el papel que en ella juegan causas extra-económicas, como las que inciden en la guerra por diferencias y odios sociales, en la guerra por el prestigio de poder político, en la guerra de revancha, movida por el amor propio nacional lesionado, etc. El pacifismo económico del liberalismo, de sello positivista, desconoce todo esto porque para él cesarán necesariamente todas las guerras cuando se inaugure la era del perfecto libre cambio… para gloria y pervivencia de la burguesía y del mercantilismo! En pareja unilateralidad de criterio incurren también el marxismo, por una parte, al imputar exclusivamente a los encontrados y opuestos intereses del

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capitalismo la guerra de 1914-1918 (en la que jugaron importante papel el miedo y los celos nacionales incontrolados) y la que acaba de terminar, y el positivismo liberal, por la otra, al achacar toda la causa de ambas al nacionalismo y a la exacerbación de los sentimientos nacionales, siendo así por el contrario, que la última guerra, más que entre naciones rivales, se libró entre constelaciones políticas e ideológicas, sobre la base de recursos técnicos y económicos. Pero es el caso también -y esto igualmente invalida el unilateral argumento del positivismo- que hubo guerras muchos siglos entes de hubiese naciones, y que aún podría haber guerras de razas y guerras de clases aunque todas las naciones hubieran desaparecido. Es cierto que durante todo el siglo XIX prevalecieron las guerras entre naciones, pero en el futuro, absorbidas éstas por núcleos ideológicos o raciales o económicos más amplios, pueden tener lugar guerras enteramente de otro carácter, por ejemplo, guerras de razas, con la lucha entre la raza blanca y la amarilla, o entre blancos y negros, tal como lo ha pronosticado Lothrop Stoddard, fundando su tesis en el innegable hecho histórico del “oleaje ascendente de los pueblos de color”, título de su conocido libro, en el que elucida la posibilidad, la amenaza más probable dentro del transcurso del siglo XX, de una rebelión de estos pueblos contra la supremacía universal (hoy ya cuestionable) de la raza blanca; guerras entre continentes enteros una secuela quizá de la anterior posibilidad, la que para el ojo avizor, ya se insinúa en el presente; guerras de clases a empeñarse entre el comunismo euroasiático y el capitalismo occidental, representado hoy por los núcleos plutocráticos extra-europeos, la más dramática e inquietante sombra que oscurece el horizonte de una humanidad sangrante y mutilada. Esta lucha, pronosticada y analizada en sus motivaciones histórico-culturales por Spengler, tendrá por campo de batalla toda Europa, si es que, como ya la situación parece indicarlo, con cierta seguridad, ese escenario apocalíptico no se ha desplazado de hecho al oriente, pudiendo asumir la lucha en el sector occidental, con una Europa militarmente ocupada por Rusia, el carácter de una guerra transatlántica con las armas secretas más mortíferas y destructoras. Otra forma de pacifismo, que se nos presenta como completamente anacrónica, como un espectro del pasado, pero que tuvo realidad histórica, es el pacifismo imperialista del Estado ecuménico, cuya expresión máxima fue la pacificación universal impuesta por Roma y que cristalizó en la paz romana, sinónimo de paz proclamada por el fuerte e impuesta a los débiles. En esta línea de la paz de dominio está también el intento napoleónico y la forma particular del imperialismo mercantilista anglosajón, ya permitido, cuya garra predatoria, que se hizo sentir durante el siglo XIX, alcanzó también hasta nosotros arrebatándonos las Malvinas y dejándonos esa herida, hasta ahora abierta, en el flanco atlántico de la patria. El pacifismo jurídico, influyente aún en nuestros días, vigente como desideratum, en muchas conciencias, es otra forma, de noble cuño sin duda, pero casi inoperante del ideal pacifista. Nacido del jusnaturalismo moderno y de su aplicación al derecho de gentes con Grocio y Pafendorf, encontró ulteriores y más enérgicas formulaciones en la doctrina, de Kant, de la “paz perpetua” y en los generosos ensueños del socialismo utópico. Esta forma de pacifismo aspira a sustituir la última ratio de los Estados por un supremo tribunal internacional, que resuelva todos los diferendos y conflictos entre naciones. Expresiones prácticas de ésta posición las tenemos en la Corte Internacional de La Haya, en la extinta Liga de las Naciones de Ginebra y finalmente en la flamante UN, ensayo este último de dudosa operancia y probablemente condenado al mismo fracaso que el anterior. Representante apasionado del pacifismo jurídico es nuestro Juan Bautista Alberdi, que escribió El Crimen de la Guerra, libro endeble de doctrina, pero generoso de inspiración y con acertadas e incisivas observaciones sobre la guerra y la lucha por el poder político en Sud América. Su posición juridicista se presenta mezclada con postulados del pacifismo económico liberal o burgués; de aquí que él nos diga: “La

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paz internacional será para ellas (las naciones) el pan, el vestido, el bienestar y el aire de cada día”. También tenemos el “pacifismo cristiano”, que es un semi-pacifismo, representado principalmente por la Iglesia católica romana, y el que reposa en principios dogmáticos, jusnaturalistas y éticos. Sus partidarios aspiran a hacer del Papa un juez político universal. La suprema autoridad de la Iglesia y la doctrina católica sólo relativamente han propugnado este pacifismo cuando él respondía a las conveniencias de su amplio círculo de intereses. Esto se explica, en parte, porque un pacifismo cristiano de carácter positivo no es posible desde que tal posición está en desacuerdo con el dogma de la caída y el pecado original, y también con la doctrina de Tomás de Aquino, recomendada o semi-oficializada por la Iglesia, que defiende la “guerra justa”, considerando tal la defensa. Después de cada catástrofe, particularmente de las dos últimas guerras, se ha fortificado la posición de la Iglesia católica con relación a la política universal y sus problemas inmediatos, pero ello no ha acontecido en virtud del poder espiritual dimanante de sus ideas eclesiásticas, sino por la coincidencia de su ideología y de sus intereses políticos eclesiásticos con las inclinaciones pacifistas de la burguesía occidental, inclinaciones y amor a la paz nacidos del miedo, del pánico ante la amenaza de terribles luchas de clases sobre las ruinas dejadas por la guerra. Otra forma de pacifismo, o también como la anterior, de semi-pacifismo, es la del comunismo ruso, que cree encaminarse y alcanzar la paz perpetua por la supresión del Estado clasista y mediante la dictadura del proletariado. En consecuencia justifica toda guerra que conduzca a tal fin. De aquí la afirmación de Marx: “La guerra de los sometidos contra sus opresores es la única guerra justa en la historia”. De la validez y eficacia de ésta concepción, que ejerce un enorme influjo sobre millones de hombres, dirá la historia venidera, y lo dirá, quizás, a través de terribles luchas y desgarramientos sociales. En fin tenemos una forma de pacifismo, espiritualmente relevante y de alta jerarquía moral, en el pacifismo de la cultura, que se remonta a la concepción cosmopolita de la escuela estoica. Idea de estirpe filosófica, que fructificó merced al enraizamiento de la doctrina de la Sloa sobre el suelo abonado por el derecho romano, ve el camino hacia la “paz perpetua” en el entendimiento y colaboración intelectual de las inteligencias, de los espíritus, de las elites de todos los países; la ve en la educación, en la tarea formativa, en una reforma de la vida individual y social por una humanización pedagógica de sus contenidos y direcciones convivenciales y culturales. A pesar del indiscutible y alto valor de ésta posición, es evidente que ella, por sí sola, por más que realice totalmente el programa trazado y una intensa tarea de esclarecimiento sobre las sombrías consecuencias y lastres de la guerra, no puede conducir a la “paz perpetua”, porque desconoce los factores reales de la infra-estructura social. Y por último, tenemos una forma nueva de pacifismo que, valorando las enseñanzas de la experiencia histórica y enfocando con sentido realista el problema de su propia supervivencia, que hoy se plantea a la humanidad civilizada, afirma la paz como el valor más alto, y, por lo mismo reconoce implícitamente que la “paz perpetua” como expectativa metafísica del hombre, es un ideal cuya posibilidad de realización está dada (es decir, cabe deducirla) por la evolución misma de la vida humana sobre el planeta. Esta forma de pacifismo, la más reciente, la más generosa y humana, que recoge y repristina en su postulación los desiderata del pacifismo jurídico y del pacifismo de la cultura, está representada por la posición proclamada hoy por la República Argentina frente a un mundo desgarrado y convulso. No lucha de clases ni pugna suicida de dos imperialismos, sino la tercera posición, cifrada en la convivencia justa de las clasas y conciliación, si no renuncia, de los intereses y aspiraciones hegemónicos. Paz internacional sobre la base de la paz interna de cada pueblo; paz interna de los pueblos sobre la base de la justicia social; justicia social basada, a su vea, en una integral democracia de los bienes, que conduzca a la armonía y

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colaboración de las clases. Sólo sobre cimientos de la justicia social se puede construir un mundo nuevo; sin ellos, ninguno, ni siquiera mantenerse tambaleante y sobrevivir este viejo y maltraído mundo. Pacificación de los espíritus y cooperación entre las ideas y valores culturales de todos los pueblos; imperio del derecho y respeto de las normas éticas sobre el incuestionable fundamento del respeto a la personalidad humana, de la afirmación del hombre como un fin en sí. Tales son los principios programáticos y medulares de la posición argentina, de la verdad argentina. Porque, con relación al arduo problema, hay que reconocer y proclamar que la verdad, la buena nueva, es argentina, nacida en la entraña del alma argentina, pero es una verdad para todos los pueblos, si éstos se resuelven a elegir el camino de la verdad, el que lleva a la “paz perpetua”, que es el camino de la vida. El otro camino conduce a la guerra y a la destrucción. Pero, nosotros, argentinos, vigoroso retoño de la humanidad latina, condenamos la guerra y, con Virgilio -poeta de una civilización-, que hasta en la naturaleza conjugada con el esfuerzo creador del hombre y la belleza exaltó la paz, decimos, en execración de la matanza inútil: Bella hórrida bella (Eneida, lib. VI); y con sus mismas palabras preguntamos al mundo -pregunta que es una incitación-: “¡a qué conducen tan grandes luchas? ¡por qué no concretar eterna paz?” (Eneida, lib. IV).