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Augusto Roa Bastos - El Trueno Entre Las Hojas

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  • Todos los cuentos de El trueno entre las hojas reflejan una misma y gran tragedia: la de unacomunidad natural, obviamente paraguaya, en la que el primitivo orden mgico de las cosas yde la vida es quebrado por la llegada de la civilizacin. Y sus frutos: violencia, degradacin,esclavitud.

    La lucha contra estos factores, pese a la miseria y el envilecimiento de quien la emprende, noexcluir nunca la esperanza: eso era lo que nadie, ni siquiera la muerte, iba a poder destruir.

    Porque lo mejor de cada uno tiene que reunirse y sobrevivir de alguna manera en lo mejor delos dems a travs del temor, del odio, las dificultades y la misma muerte.

  • Augusto Roa Bastos

    El trueno entre las hojasePub r1.3

    Ninguno 19.08.13

  • Ttulo original: El trueno entre las hojasAugusto Roa Bastos, 1953Diseo de portada: NingunoFotograma de la pelcula El trueno entre las hojas, de Armando Bo.

    Editor digital: NingunoePub base r1.0

  • A Hrib Campos Cervera,muerto lejos de su tierra.

  • El trueno cae y se queda entre las hojas. Los animales comen las hojas y se ponenviolentos. Los hombres comen los animales y se ponen violentos. La tierra se come a loshombres y empieza a rugir como el trueno.

    De una leyenda aborigen

  • CarpincherosLa primera noche que Margaret vio a los carpincheros fue la noche de San Juan.

    Por el ro bajaban flotando llameantes islotes. Los tres habitantes de la casa blanca corrieron haciael talud para contemplar el extraordinario espectculo.

    Las fogotas brotaban del agua misma. A travs de ellas aparecieron los carpincheros.Parecan seres de cobre o de barro cocido, parecan figuras de humo que pasaban ingrvidas a flor

    de agua. Las chatas y negras embarcaciones hechas con la mitad de un trozo excavado apenas se vean.Era una flotilla entera de cachiveos. Se deslizaron silenciosamente por entre el crepitar de las llamas,arrugando la chispeante membrana del ro.

    Cada cachiveo tena los mismos tripulantes: dos hombres bogando con largas tacuaras, una mujersentada en el plan, con la pequea olla delante. A proa y a popa, los perros expectantes e inmviles,tan inmviles como la mujer que echaba humo del cigarro sin sacarlo en ningn momento de la boca.Todas parecan viejas, de tan arrugadas y flacas. A travs de sus guiapos colgaban sus flccidasmamas o emergan sus agudas paletillas.

    Slo los hombres se erguan duros y fuertes. Eran los nicos que se movan. Producan lasensacin de andar sobre el agua entre los islotes de fuego. En ciertos momentos, la ilusin eraperfecta. Sus cuerpos elsticos, sin ms vestimenta que la baticola de trapo arrollada en torno de susriones sobre la que se hamacaba el machete desnudo, iban y venan alternadamente sobre los bordesdel cachiveo para impulsarlo con los botadores. Mientras el de babor, cargndose con todo el peso desu cuerpo sobre el botador hundido en el agua, retroceda hacia popa, el de estribor con su tacuararecogida avanzaba hacia proa para repetir la misma operacin que su compaero de boga. El vaivn delos tripulantes segua as a lo largo de toda la fila sin que ninguna embarcacin sufriera la ms leveoscilacin, el ms ligero desvo. Era un pequeo prodigio de equilibrio.

    Iban silenciosos. Parecan mudos, como si la voz formara apenas parte de su vida errabunda ymontaraz. En algn momento levantaron sus caras, tal vez extraados tambin de los tres seres deharina que desde lo alto de la barranca verbeante los miraban pasar. Alguno que otro perro ladr.Alguna que otra palabra gutural e incomprensible anduvo de uno a otro cachiveo, como un pedazo delengua atada a un sonido secreto.

    El agua arda. El banco de arena era un inmenso carbunclo encendido al rojo vivo. Las sombras delos carpincheros resbalaron velozmente sobre l. Pronto los ltimos carpincheros se esfumaron en elrecodo del ro. Haban aparecido y desaparecido como en una alucinacin.

    Margaret qued fascinada. Su vocecita estaba ronca cuando pregunt:Son indios esos hombres, pap?No, Gretchen; son los vagabundos del ro, los gitanos del agua respondi el mecnico alemn.Y qu hacen?Cazan carpinchos.Para qu?Para alimentarse de su carne y vender el cuero.De dnde vienen?Oh, Pppchen, nunca se sabe!

  • Hacia dnde van?No tienen rumbo fijo. Siguen el curso de los ros. Nacen, viven y mueren en sus cachiveos.Y cuando mueren, Vati, dnde les dan sepultura?En el agua, como a los marineros en alta mar la voz de Eugen tembl un poco.En el ro, Vati?En el ro, Gretchen. El ro es su casa y su tumba.La nia qued un instante en silencio. De tan finos y rubios, sus cabellos parecan de leche, de

    azcar, al resplandor de las fogatas. En esa cabecita lunada, el misterio de los carpincheros se revolvaen todas direcciones. Con voz tensa volvi a preguntar:

    Y el fuego, Vati?Son las fogatas de San Juan explic pacientemente el inmigrante a su hija.Las hogueras de San Juan?Los habitantes de San Juan de Borja las encienden esta noche sobre el agua en homenaje a su

    patrono.Cmo sobre el agua? sigui exigiendo Margaret.No sobre el agua misma, Gretchen. Sobre los camalotes. Son como balsas flotantes. Las

    acumulan en gran cantidad, las cargan con brazas de paja y ramazones secas, les pegan fuego y lashacen zarpar. Alguna vez iremos a San Juan de Borja a verlo hacer.

    Durante un buen trecho, el ro brillaba como una serpiente de fuego cada de la noche mitolgica.As se estaba representando probablemente Margaret el ro lleno de fogueras.Y los carpincheros arrastran esos fuegos con sus canoas?No, Gretchen; bajan solos en la correntada. Los carpincheros slo traen sus canoas a que los

    fuegos del Santo chamusquen su madera para darles suerte y tener una buena cacera durante todo elao. Es una vieja costumbre.

    Cmo lo sabes, Vati? la curiosidad de la nia era inagotable. Sus ocho aos de vida estabanconmovidos hasta la raz.

    Oh, Gretchen! la reprendi Ilse suavemente. Por qu preguntas tanto?Cmo lo sabes, Vati? insisti Margaret sin hacer caso.Los peones de la fbrica me informaron. Ellos conocen y quieren mucho a los carpincheros.Por qu?Porque los peones son como esclavos en la fbrica. Y los carpincheros son libres en el ro. Los

    carpincheros son como las sombras vagabundas de los esclavos cautivos en el ingenio, en loscaaverales, en las mquinas Eugen se haba ido exaltando poco a poco. Hombres prisioneros deotros hombres. Los carpincheros son los nicos que andan en libertad. Por eso los peones los quieren ylos envidian un poco.

    Ja dijo solamente la nia, pensativa.Desde entonces la fantasa de Margaret qued totalmente ocupada por los carpincheros. Haban

    nacido del fuego delante de sus ojos. Las hogueras del agua los haban trado. Y se haban perdido enmedio de la noche como fantasmas de cobre, como ingrvidos personajes de humo.

    La explicacin de su padre no la satisfizo del todo, salvo tal vez en un solo punto: en que loshombres del ro eran seres envidiables. Para ella eran, adems, seres hermosos, adorables.

  • Poco despus, Eugen cumpli su promesa y la llev a conocer San Juan de Borja, donde el ro pasapor el pueblo lamiendo los cimientos de la vieja capilla y el ranchero escalonado en sus riberas.Margaret lo observ todo con sus ojillos vidos y curiosos, pero dud que all nacieran las fogatas quetraan a los carpincheros.

    Tortur su imaginacin e invent una teora. Les dio un nombre ms acorde con su misteriosoorigen. Los llam hombres de la luna. Estaba firmemente convencida de que ellos procedan delplido planeta de la noche por su color, por su silencio, por su extrao destino.

    Los ros bajan de la luna se deca. Si los ros son su camino conclua con lgica fantstica, es seguro que ellos son los Hombres de la Luna.

    Por un tiempo lo supo ella solamente. Ilse y Eugen quedaron al margen de su secreto.

    No haca mucho que haban arribado al ingenio azucarero de Tebikuary del Guair. Llegarondirectamente desde Alemania, poco despus de finalizada la primera guerra mundial.

    A ellos, que venan de las ruinas, del hambre, del horror, Tebikuary Costa se les antoj alcomienzo un lugar propicio. El ro verde, los palmares de humo baados por el viento norte, esafbrica rstica, casi primitiva, los ranchos, los caaverales amarillos, parecan suspendidosirrealmente en la verberacin del sol como en una inmensa telaraa de fiebre polvorienta. Slo mstarde iban a descubrir todo el horror que encerraba tambin esa telaraa donde la gente, el tiempo, loselementos, estaban presos en su nervadura seca y rojiza alimentada con la clorofila de la sangre. Perolos Plexnies arribaron al ingenio en un momento de calma relativa. Ellos no queran ms que olvidar.Olvidar y recomenzar.

    Este sitio es bueno dijo Eugenio apretando los puos y tragando el aire a bocanadas llenas, elda que llegaron. Ms que conviccin, haba esperanza en su voz, en su gesto.

    Tiene que ser bueno corrobor simplemente Ilse. Su marchita belleza de campesina bvaraestaba manchada de tierra en el rostro, ajada de tenaces recuerdos.

    Margaret pareca menos una nia viva que una mueca de porcelana, menudita, silenciosa, con susojos de ail lavado y sus cabellos de lacia plata brillante. Traa su vestidito de franela tan sucio comosus zapatos remendados. Lleg aupada en los recios y tatuados brazos de Eugen, de cuya cara huesudagoteaba el sudor sobre las rodillas de su hija.

    En los primeros das habitaron un galpn de hierros viejos en los fondos de la fbrica. Coman ydorman entre la ortiga y la herrumbre. Pero el inmigrante alemn era tambin un excelente mecnicotornero, de modo que en seguida lo pusieron al frente del taller de reparaciones. La administracin lesasign entonces la casa blanca con techo de cinc que estaba situada en ese solitario recodo del ro.

    En la casa blanca haba muerto asesinado el primer testaferro de Simn Bonav, dueo del ingenio.Uno de los peones previno al mecnico alemn:

    No te decuida-ke, don Oiguen. En lasnima en pena de Eulogio Penayo, el mulato asesinado,ko alguna noche anda por el Oga-mrt. Nojotro solemo or su lamentacin.

    Eugen Plexnies no era supersticioso. Tom la advertencia con un poco de sorna y la transmiti aIlse, que tampoco lo era. Pero entre los dos se cuidaron muy bien de que Margaret sospechara siquierael siniestro episodio acaecido all haca algunos aos.

    Como si lo intuyera, sin embargo, Margaret al principio, ms an que en el galpn de hierros

  • viejos, se mostraba temerosa y triste. Sobre todo por las tardes, al caer la noche. Los chillidos de losmonos en la ribera boscosa la hacan temblar. Corra a refugiarse en los brazos de su madre.

    Estn del otro lado, Gretchen la consolaba Ilse. No pueden cruzar el ro. Son monitoschicos, de felpa, parecidos a juguetes. No hacen dao.

    Y cundo tendr uno? peda entonces Margaret, ms animada.Se lo encargaremos a los hacheros de la fbrica o a los pescadores.Pero siempre tena miedo y estaba triste. Entonces fue cuando vio a los carpincheros entre las

    fogatas, la noche de San Juan. Un cambio extraordinario se oper en ella de improviso. Peda que lallevaran a la alta barranca de piedra caliza que caa abruptamente sobre el agua. Desde all se divisabael banco de arena de la orilla opuesta, que cambiaba de color con la cada de la luz. Era un hermosoespectculo. Pero Margaret se fijaba en las curvas del ro. Se vea que guardaba con ansiedad apenasdisimulada el paso de los carpincheros.

    El ro se deslizaba suavemente con sus islas de camalotes y sus raigones negros aureolados deespuma. El canto del guaiming sonaba en la espesura como una ignota campana sumergida en laselva. Margaret ya no estaba triste ni temerosa. Acab celebrando con risas y palmoteos el saltoplateado de los peces o las vertiginosas cadas del martn-pescador que se zambulla en busca de supresa. Pareca completamente adaptada al medio, y su secreta impaciencia era tan intensa que separeca a la felicidad.

    Cuando esto sucedi, Eugen dijo con una profunda inflexin en la voz:Ves, Ilse? Yo saba que este lugar es bueno.S, Eugen; es bueno porque permite rer a nuestra hijita.En la alta barranca abrazaron y besaron a Margaret, mientras la noche, como un gran ptalo negro

    cargado de aromas, de silencio, de lucirnagas, lo devoraba todo menos el espejo tembloroso del aguay el fuego blanco y dormido del arenal.

    Miren, ahora se parece a un grosser queso flotando en el agua! coment Margaret rindose.Ilse pens en los grandes quesos de leche de yegua de su aldea. Eugen, en cierto banco de hielo en

    que su barco haba encallado una noche cerca del Shager-Rak, durante la guerra, persiguiendo a unsubmarino ingls.

    Por la maana venan las lavanderas. Sus voces y sus golpes suban del fondo de la barranca.Margaret sala con su madre a verlas trabajar. La leja manchaba el agua verde con un largo cordnceniza que bajaba en la correntada a lo largo de la orilla en herradura. Enfrente, el banco de arenareverberaba bajo el sol. Se vea cruzar sobre l la sombra de los pjaros. Una maana vieron tendidoen la playa un yacar de escamosa cola y lomo dentado.

    Un dragn, mam! grit Margaret, pero ya no senta miedo.No, Gretchen. Es un cocodrilo.Qu lindo! Parece hecho de piedra y de alga.Otra vez un venadito lleg saltando por entre el pajonal hasta muy cerca de la casa. Cuando

    Margaret corri hacia l llamndolo, huy trmulo y flexible, dejando en los ojos celestes de laalemanita un regusto de ternura salvaje, como si hubiera visto saltar por el campo un corazn dehierba dorada, el fugitivo corazn de la selva. Otra vez fue un guacamayo de irisado cuerpo granate,pecho ndigo y verde, alas azules, larga cola roja y azul y ganchudo pico de cuerno; un arco iris de

  • pluma y ronco graznido posado en la rama de un timb. Otra vez una vbora de coral que Eugen matcon el machete entre los yuyos del potrero. As Margaret fue descubriendo la vida y el peligro en elmundo de hojas, tierno, spero, insondable, que la rodeaba por todas partes. Empez a amar su ruido,su color, su misterio, porque en l perciba adems la invisible presencia de los carpincheros.

    En las noches de verano, despus de cenar, los tres moradores del casern blanco salan a sentarseen la barranca. Se quedaban all tomando el fresco hasta que los mosquitos y jejenes se volvaninsoportables. Ilse cantaba a media voz canciones de su aldea natal, que el chapoteo de la correntadaentre las piedras desdibujaba tenuemente o mechaba de hiatos trmulos, como si la voz sonara encanutillos de agua. Eugen, fatigado por el trabajo del taller, se tenda sobre el pasto con las manosdebajo de la nuca. Miraba hacia arriba recordando su antiguo y perdido oficio de marino, dejando quela inmensa espiral del cielo verdinegro, cuajado de enruladas virutas brillantes como su torno, se leestancara al fondo de los ojos. Pero no poda anular la preocupacin que lo trabajaba sin descanso. Lasuerte de los hombres en el ingenio, en cuyos pechos oprimidos se estaba incubando la rebelin.Eugen pensaba en los esclavos del ingenio. La cabecita platinada de Margaret soaba, en cambio, conlos hombres libres del ro, con sus fabulosos Hombres de la Luna. Esperaba cada noche verlos bajarpor el ro.

    Los carpincheros aparecieron dos o tres veces ms en el curso de ese ao. A la luz de la luna, msque al fulgor de las hogueras, cobraban su verdadera substancia mitolgica en el corazn de Margaret.

    Una noche desembarcaron en la arena, encendieron pequeas fogatas para asar su racin depescado y despus de comer se entregaron a una extraa y rtmica danza, al son de un instrumentoparecido a un arco pequeo. Una de sus puntas penetraba en un porongo partido por la mitad y forradoen tirante cuero de carpincho. El tocador se pasaba la cuerda del arco por los dientes y le arrancaba unzumbido sordo y profundo como si a cada boqueada vomitara en la percusin el trueno acumulado ensu estmago. Tum-tu-tum Tam-ta-tam Ta-tam Tu-tum T-tam Tam-ta-tam Arcadas deritmo caliente en la cuerda del gualambau, en el tambor de porongo, en la dentadura del tocador.Sonaban sus costillas, su piel de cobre, su estmago de viento, el porongo parchado de cuero ytemblor, con su tutano de msica profunda parecida a la noche del ro, que haca hamacar los pieschatos, los cuerpos de sombra en el humo blanco del arenal.

    Tum-tu-tum Tam-ta-tam Tu-tum Ta-tam Tu-tummmmLa respiracin de Margaret se acompasaba con el zumbido del gualambau. Se senta atada

    misteriosamente a ese latido cadencioso encajonado en las barrancas.Ces la msica, El hilvn negro de los cachiveos se puso en movimiento con su bogadores de

    largas tacuaras que parecan andar sobre el agua, que se fueron alejando sobre carriles de espuma cadavez ms queda hasta desvanecerse en la tiniebia azul y rayada de lucirnagas.

    Los esperaba siempre. Cada vez con impaciencia ms desordenada. Siempre saba cundo iban aaparecer y se llenaba de una extraa agitacin, antes de que el primer cachiveo bordeara el recodo a lolejos, en el hondo cauce del ro.

    Ah vienen! la vocecita de Margaret surga rota por la emocin.El canturreo gangoso o el silencio de Ilse se interrumpa. Eugen se incorporaba asustado.Cmo lo sabes, Gretchen?No s. Los siento venir. Son los Hombres de la LunaEra infalible. Un rato despus, los cachiveos pasaban peinando la cabellera de cometa verde del

  • ro. El corazn le palpitaba fuertemente a Margaret. Sus ojitos encandilados rodaban en las estelas deseda lquida hasta que el ltimo de los cachiveos desapareca en el otro recodo detrs del brilloespectral del banco de arena rodo por los pequeos crteres de sombra.

    En esas noches la pequea Margaret hubiera querido quedarse en la barranca hasta el amanecerporque los sigilosos vagabundos del ro podan volver a remontar la corriente en cualquier momento.

    No quiero ir a dormir, no quiero entrar todava! No me gusta la casa blanca! Quieroquedarme aqu, aqu! gimoteaba.

    La ltima vez se aferr a los hierbajos de la barranca. Tuvieron literalmente que arrancarla de all.Entonces Margaret sufri un feo ataque de nervios que la hizo llorar y retorcerse convulsivamentedurante toda lo noche. Slo la claridad del alba la pudo calmar.

    Despus durmi casi veinticuatro horas con un sueo inerte, pesado.El espectculo de los carpincheros dijo Ilse a su marido est enfermando a Margaret.No saldremos ms a la barranca decidi l, sordamente preocupado.Ser mejor, Eugen convino Ilse.

    Margaret no volvi a ver a los Hombres de la Luna en los meses que siguieron. Una noche los oypasar en la garganta del ro. Ya estaba acostada en su catrecito. Llor en silencio, contenidamente.Tema que su llanto la delatara. El ladrido de los perros se apag en la noche profunda, el tenue rumorde los cachiveos araados de olitas fosfricas. Margaret los tena delante de los ojos. Se cubri lacabeza con las cobijas. De pronto dej de llorar y se sinti extraamente tranquila porque en unesfuerzo de imaginacin se vio viajando con los carpincheros, sentadita, inmvil, en uno de loscachiveos. Se durmi pensando en ellos y so con ellos, con su vida nmada y brava deslizndosesin trmino por callejones de agua en la selva.

    Con el da su pena recomenz. Nada peor que la prohibicin de salir a la barranca poda haberlesucedido. Volvi a estar triste y silenciosa. Andaba por la casa como una sombra, humillada y huraa.Lleg a detestar en secreto todo lo que la rodeaba: el ingenio en que trabajaba su padre, el sitiosombro que habitaban, la vivienda de paredes encaladas y ruinosas, su pieza, cuya ventana daba haciala barranca, pero a travs de la cual no poda divisar a sus deidades acuticas cuando ella solaescuchaba en la noche el roce de los cachiveos sobre el ro.

    A pesar de todo, Margaret fue mejorando lentamente, hasta que ella misma crey que habaolvidado a los Hombres de la Luna. La casa blanca pareci reflotar con la dicha plcida de sus tresmoradores como un tmpano tibio en la noche del trpico.

    Para celebrarlo, Eugen agreg otro tatuaje a los que ya tena en su pellejo de ex marino. En elpecho, sobre el corazn, junto a dos anclas en cruz, dibuj con tinta azul el rostro de Margaret. Salibastante parecido.

    Ya no te podrs borrar de aqu, Gretchen. Tengo tu foto bajo la piel.Ella rea feliz y abrazaba cariosa al papito.

    As lleg otra vez la noche de San Juan. La noche de las fogatas sobre el agua.Eugen, Ilse y Margaret se hallaban cenando en la cocina cuando los primeros islotes

  • incandescentes empezaban a bajar por el ro. El errabundo fulgor que suba de la garganta rocosa lesdor el rostro. Se miraron los tres, serios, indecisos, reflexivos. Eugen por fin sonri y dijo:

    S, Gretchen. Esta noche iremos a la barranca a ver pasar las hogueras.En ese mismo momento lleg hasta ellos el aullido de un animal mezclado al grito angustioso de

    un hombre. El aullido salvaje volvi a orse con un timbre metlico indescriptible: se pareca almaullido de un gato rabioso, a una ua de acero rasgando sbitamente una hoja de vidrio.

    Salieron corriendo los tres hacia la barranca. Al resplandor de las fogatas vieron sobre el arenal aun carpinchero luchando contra un bulto alargado y flexible que daba saltos prodigiosos como unabola de plata peluda disparada en espiral a su alrededor.

    Es un tigre del agua! murmur Eugen, horrorizado.Mein Gott! gimi Ilse.El carpinchero lanzaba desesperados machetazos a diestro y siniestro, pero el lobo-pe, rpido

    como la luz, tornaba inofensivo el vuelo decapitador del machete.Los otros carpincheros estaban desembarcando ya tambin en el arenal, pero era evidente que no

    conseguiran llegar a tiempo para acorralar y liquidar entre todos a la fiera. Se oan las lamentacionesde las mujeres, los gritos de coraje de los hombres, el jadeante ladrar de los perros.

    El duelo tremendo dur poco, contados segundos a lo ms. El carpinchero tena ya un canalsangriento desde la nuez hasta la boca del estmago. El lobo-pe segua saltando a su alrededor conagilidad increble. Se vea su lustrosa pelambre manchada por la sangre del carpinchero. Ahora era unbulto rojizo, un tizn alado de larga cola nebulosa, cimbrndose a un lado y otro en sus furiosasacometidas, tejiendo su danza mortal en torno al hombre oscuro. Una vez ms salt a su garganta yqued pegado a su pecho porque el brazo del carpinchero tambin haba conseguido cerrarse sobre lhundindole el machete en el lomo hasta el mango, de tal modo que la hoja debi hincarse en su pechocomo un clavo que los funda a los dos. El grito de muerte del hombre y el alarido metlico de la fierarayaron juntos el tmpano del ro. Juntos empezaron a chorrear los borbotones de sus sangres. Por unsegundo ms, el carpinchero y el lobo-pe quedaron erguidos en ese extrao abrazo como sisimplemente hubieran estado acaricindose en una amistad profunda, domstica, comprensiva. Luegose desplomaron pesadamente, uno encima del otro, sobre la arena, entre los destellos oscilantes.Despus de algunos instantes el animal qued inerte. Los brazos y las piernas del hombre an semovan en un ansia crispada de vivir. Un carpinchero desclav de un tirn al lobo-pe del pecho delhombre, lo degoll y arroj al ro con furia su cabeza de agudo hocico y atroces colmillos. Los demsempezaron a rodear al moribundo.

    Ilse tena el rostro cubierto con las manos. El espanto estrangulaba sus gemidos. Eugen estabargido y plido con los puos hundidos en el vientre. Slo Margaret haba contemplado la lucha conexpresin impasible y ausente. Sus ojos secos y brillantes miraban hada abajo con absoluta fijeza en lainmovilidad de la inconsciencia o del vrtigo. Solamente el ritmo de su respiracin era ms agitado.Por un misterioso pacto con las deidades del ro, el horror la haba respetado. En el talud calizoiluminado por las fogatas que bogaban a la deriva, ella misma era una pequea deidad casi incorprea,irreal.

    Los carpincheros parecan no saber qu hacer. Algunos de ellos levantaron sus caras hacia la casade los Plexnies y la sealaron con gestos y palabras ininteligibles. Era la nica vivienda en esos

  • parajes desiertos. Deliberaron. Por fin se decidieron. Cargaron al herido y lo pusieron en un cachiveo.Toda la flotilla cruz el ro. Volvieron a desembarcar y treparon por la barranca.

    Margaret, inmvil, vea subir hacia ella, cada vez ms prximos, a los Hombres de la Luna. Veasubir sus rostros oscuros y aindiados. Los ojos chicos bajo el cabello hirsuto y duro como crin negra.En cada ojo haba una hoguera chica. Venan subiendo las caras angulosas con pmulos de piedraverde, los torsos cobrizos y sarmentosos, las manos inmensas, los pies crneos y chatos. En mediosuba el muerto que ya era de tierra. Detrs suban las mujeres harapientas, flacas y tetudas. Suban,trepaban, reptaban hacia arriba como sombras pegadas a la resplandeciente barranca. Con ellos subanlas chispas de las fogatas, suban voces guturales, el llanto de iguana herida de alguna mujer, subanladridos de los que iban brotando los perros, suba un hedor de plantas acuticas, de pescadospodridos, de catinga de carpincho, de sudor

    Suban, subanVamos, Gretchen!Ilse la arrastr de las manos.Eugen trajo el farol de la cocina cuando los carpincheros llegaron a la casa. Sac al corredor un

    catre de trama de cuero y orden con gestos que lo pusieran en l. Despus sali coriendo hacia laenfermera por ver si an poda traer algn auxilio a la vctima. Ya desde el alambrado grit:

    Vuelvo en seguida, Ilse! Prepara agua caliente y recipientes limpios!Ilse va a la cocina, mareada, asustada. Se le escucha manejarse a ciegas en la penumbra roja.

    Suenan cacharros sobre la hornalla.El destello humoso del farol arroja contra las paredes las sombras movedizas de los carpincheros

    inmviles, silenciosos. Hasta el llanto de iguana ha cesado. Se oye gotear la sangre en el suelo. Atravs de los cuerpos coriceos, Margaret ve el pie enorme del carpinchero tendido en el catre. Seacerca un poco ms. Ahora ve el otro pie. Son como dos chapas callosas, sin dedos casi, sin taln,cruzados por las hondas hendiduras de roldana que el borde filoso del cachiveo ha cavado all enleguas y leguas, en aos y aos de un vagabundo destino por los callejones fluviales. Margaret piensaque esos pies ya no andarn sobre el agua y se llena de tristeza. Cierra los ojos. Ve el ro cabrilleante,como tatuado de lucirnagas. El olor almizclado, el recio aroma montaraz de los carpincheros hahenchido la casa, lucha contra la tenebrosa presencia de la muerte, alza en vilo el pequeo, el livianocorazn de Margaret. Lo aspira con ansias. Es el olor salvaje de la libertad y de la vida. De la memoriade Margaret se estn borrando en este momento muchas cosas. Su voluntad se endurece en torno a unpensamiento fijo y tenso que siente crecer dentro de ella. Ese sentimiento la empuja. Se acerca a uncarpinchero alto y viejo, el ms viejo de todos, tal vez el jefe. Su mano se tiende hacia la gran manooscura y queda asida a ella como una diminuta mariposa blanca posada en una piedra del ro. Lashogueras siguen bajando sobre el agua. La sangre gotea sobre el piso. Los carpincheros van saliendo.Durante un momento sus pies callosos raspan la tierra del patio rumbo a la barranca con un rajido decarapachos veloces y rtmicos. Se van alejando. Cesa el rumor. Vuelve a orse el desage del muertosolo, abandonado en el corredor. No hay nadie.

    Ilse sale de la cocina. El miedo, el pavor, el terror, la paralizan por un instante como un bao decal viva que agrieta sus carnes y le quema hasta la voz. Despus llama con un grito blanco, desledo,que se estrella en vano contra las paredes blancas y agrietadas:

    Margaret, Gretchen!

  • Corre hacia la barranca. El hilvn de los cachiveos est doblando el codo entre las fogatas. Losdestellos muestran todava por un momento, antes de perderse en las tinieblas, los cabellos de leche deMargaret. Va como una luna chica, en uno de los cachiveos negros.

    Gretchen, mein herzchen!Ilse vuelve corriendo a la casa. Un resto de instintiva esperanza la arrastra. Tal vez no; tal vez no

    se ha ido.Gretchen, Gretchen! su grito agrio y seco tiene ya la desmemoriada insistencia de la

    locura.Llega en el momento en que el carpinchero muerto se levanta del catre convertido en un mulato

    gigantesco. Lo oye rer y llorar. Lo ve andar como un ciego, golpendose contra las paredes. Buscauna salida. No la encuentra. La muerte tal vez lo acorrala todava. Suena su risa. Suenan sus huesoscontra la tapia. Suena su llanto quejumbroso.

    Ilse huye, huye de nuevo hacia el ro, hacia el talud. Las hogueras rojas bajan por el agua.Gretchen, Gretchen!Un trueno sordo le responde ahora. Surge del ro, llena toda la caja acstica del ro ardiendo bajo

    el cielo negro. Es el gualambau de los carpincheros. Ilse se aproxima imantada por ese latido siniestroque ya llena ahora toda la noche. Dentro de l est Gretchen, dentro de l tiembla el pequeo coraznde su Gretchen Mira hacia abajo desde la barranca. Ve muchos cuerpos, los cuerpos sin cara demuchas sombras que se han reunido a danzar en el arenal a comps del tambor de porongo.

    Tum-tu-tum Tam-ta-tam Ta-tam Tu-tum Tam-ta-tamSe hamacan los pies chatos y los cuerpos de sombra entre el humo blanco del arenal.Dientes inmensos de tierra, de fuego, de viento, mascan la cuerda de agua del gualambau y le

    hacen vomitar sus arcadas de trueno caliente sobre la sien de harina de Ilse.Tum-tu-tum Tam-ta-tam Tum-tu-tummmEn el tambor de porongo el redoble rtmico y sordo se va apagando poco a poco, se va haciendo

    cada vez ms lento y tenue, lento y tenue. El ltimo se oye apenas como una gota de sangre cayendosobre el suelo.

  • El viejo seor obispoLa seorita Teresa, hermana del Obispo, tard un poco ms que otras veces en disponer la cena. Perolos infalibles huspedes tambin se estaban retrasando. La mesa puc ya estaba puesta como siempreesperndolos: seis platos de loza desportillada, a cada lado, sobre la madera gastada, desnuda demantel, y junto a ellos una cuchara de alpaca, un vaso de barro cocido para el agua y una naranja. En lacabecera, que era el sitio de Monseor, faltaba el vaso. l nunca beba en las comidas. Y apenascoma.

    Los movimientos de la seorita Teresa eran lentos pero seguros y suaves. Negaban su edad, suvista disminuida, sus ya dbiles fuerzas. Una indefinible preocupacin, pena casi, oscuropresentimiento, trabajaba su semblante. Se aproxim a la puerta de la habitacin contigua y escuchdurante algunos instantes con todos sus sentidos volcados hacia el interior del cuarto en tinieblas. Ensu catre de tijera se hallaba acostado all el Obispo, sin movimiento, sin palabra, desde haca variashoras. Eso suceda raramente. El anciano no sola refugiarse en el lecho sino por enfermedad, y almedioda an estaba bien. A ella le pareci conveniente no interrumpir su reposo. Esperaba que selevantara para la cena, pero el Obispo segua en silencio y a oscuras.

    Cmo se siente, Pa? pregunt en la puerta con un hilillo de voz. Al no obtener respuestainsisti. No necesita nada, Monseor? Un t de verbena y zarzaparrilla bien caliente?

    El viento de ese fro anochecer de julio ululaba en el agujero del techo de la sala donde faltabanvarias tejas. La seorita Teresa no pudo percibir otro sonido. Pens que su hermano dormaprofundamente. Pero el otro pensamiento que senta en el corazn como una puntada volvi a hacerlebajar los prpados. Somos un grano de polvo en el dorso de tu mano, Dios mo.

    Se apart de la puerta con esfuerzo. Hizo un nuevo viaje a la cocina y regres con la fuente demandiocas, cuyo vapor le pona nebuloso el rostro. Delante de cada plato, sobre un pedazo de hoja debanana, deposit un trozo humeante de mandioca y tambin cuatro o cinco bolitas doradas y oscurasde chichar que fue sacando de un saquito de cuero grasiento. Ahora slo faltaba la gran sopera delocro con so-pir. Siempre la traa cuando ya todos se hallaban alrededor de la mesa y el Obispo sedispona a rezar el Benedic, Domine.

    Se agach y apart un poco los pesados escaos que haba a los costados de la mesa; luegotambin el silln de cuero de la cabecera. Este ltimo gesto fue casi reverente. Slo entoncescontempl su obra con los brazos cruzados sobre el pecho. Pero evidentemente miraba ms all de lamesa preparada para la diaria cena con los mendigos. La luz de la lmpara haca parecer ms oscurosu vestido enterizo de sarga y ms encorvada y vieja su delgada figura. Slo el rostro baado derecuerdos pareca inalterable, sin edad. Un rostro moreno que el cabello crespo y blanco haca an msmoreno, crepuscularmente sensitivo y extasiado, semejante a un alma sin peso suspendida en elvacilante destello.

    El viento segua zumbando en la falla del techo. Sus remolinos se colaban a veces hasta abajo yhacan parpadear el mechero. Uno de ellos amenaz ahogarlo del todo. La seorita Teresa se sustrajo asu ensimismamiento y protegi la boca del tubo con sus manos flacas y apergaminadas. Surgi unacolumnita de humo. Pero en seguida, la llama plida en forma de media luna se rehizo en el interior dela combadura del vidrio, y la mesa y parte de la habitacin derruida y vaca volvieron a emerger en el

  • crculo que alcanzaba a iluminar. El olor del querosn se mezcl por un momento al aroma clido dela mandioca y a la fragancia fra y dorada de las naranjas. La seorita Teresa retrajo un poco ms lalmpara. En el tenue ruedo de luz se vea ahora el armonio. Era pequeo y estaba destapado. Sus teclasamarillentas parecan temblequear a cada oscilacin del mechero. Despus de la cena, el Obispotocaba en l y cantaba con sus hermanos mendigos, mientras la seorita Teresa lavaba los platos en lacocina y lloraba mansamente en un estado muy semejante al de la gracia.

    En el umbral de los noventa aos, no era mucho lo que le restaba al Obispo en bienes terrenales:esa casa en ruinas (regalo de una ta en su ordenacin sacerdotal), comida ahora menos por las goterasque por las hipotecas, esa mesa larga donde cenaba con los once limosneros del atrio de la Recoleta, laparva vajilla, los escaos, algunas sillas desvencijadas, el silln frailero, los dos catres, el suyo y el desu hermana. En las paredes desnudas y hmedas slo quedaban albeando bajo vidrio, en sus marcoscarcomidos, los ttulos cannicos de Monseor, los que haba trado a su regreso de Roma. Gordosmedallones de lacre amarillo con la Tiara y las llaves sellaban esos pergaminos. Parecan vientrecitosde rana, pequeos corazones disecados en latn pontificio. Junto a una grieta de la pared, por donde enlas siestas trridas del verano entraban y salan escurridizas lagartijas, blanqueaba tambin el pauelode la ordenacin cuajado en simtricos pliegues dentro de otro marco vidriado. Setenta aos atrs, esacinta de seda litrgica haba maniatado al seminarista paraguayo, an adolescente, tumbado sobre laslosas de San Juan de Letrn, para recibir las rdenes. Era el primer estudiante americano queregresaba del Po Latino. Su vocacin y su inteligencia haban entusiasmado a sus mentores.

    Questo fandullo sta falto in legno di Santo dijo uno de ellos, sin soar siquiera el infiernoforestal de donde la madera del camb paraguayo proceda.

    El Pontfice reinante le honr con el ttulo de camarero privado.Crea ya tenerlo todo. El prtico por donde sala para el cumplimiento de su ministerio era grave y

    majestuoso, puesto que era la misma Puerta de San Pedro.Despus de doce aos de ausencia, el joven sacerdote regres y encontr que su pueblo estaba

    maniatado y apersogado con tiras oscuras arrancadas a su propia piel por el cuchillo de capataces ycapangas y por el sable de los tiranuelos de turno, castrenses o no. Nacido en los das terribles de laGuerra Grande, el horror habla formado parte del aire natural de su niez. Tena esa visin para el ladode adentro de los ojos. Por eso no la haba percibido. Y fue a Roma siendo todava un nio.

    Pero a su vuelta, s, a su vuelta vio la realidad tal como era. De las alfombras del Vaticano a sutierra roja y violenta, cuyas tolvaneras parecan de humo de sangre, la transicin fue brusca yreveladora. Slo entonces comprendi en toda su magnitud el drama de los suyos. Y se empe, yaque no poda remediarlo radicalmente, por lo menos en suavizar sus heridas. Amaba a los desvalidos yoprimidos. Senta que eran sus nicos hermanos y que estaba definitivamente unido a ellos por laconsanguinidad de la esperanza. Saba, adems, que slo en medio del infortunio la santidad esposible, y que el verdadero templo de Cristo es el corazn de los martirizados. Por eso mismo odiaba alos ricos y poderosos como puede odiar un hombre justo y puro: con piedad irremediable, lo que noimpeda que los juzgara con implacable severidad.

    Fund un peridico para combatir con ideas cristianas a los seores feudales, terratenientes,estancieros y a sus testaferros polticos adueados del poder. Le empastelaron en poco tiempo el

  • peridico. Un strapa de letras lo desafi a duelo. El altivo curita le devolvi el billete de desafo, conestas lneas escritas al dorso: Mi religin es de vida, no de muerte. No quiero matar a nadie. Noquiero que nadie me mate a m. Emplee su caballeresco coraje en favor de las mujeres, ancianos ynios que en estos momentos mueren de hambre en su feudo.

    Fue la irrisin de todos. Lo empezaron a llamar despectivamente Pa Kange-at (Padre Huesos-duros).

    No se dobleg sino que redobl sus esfuerzos. Nada poda arredrarlo. Se meti en los yerbales yobrajes, en los caaverales y desiertos, franque esteros y picadas, y lleg hasta la regin siniestradonde el horno acuoso de los aguaceros madura en la carne de los chococus las rosas purulentas de lalepra.

    El polvo, la muerte, el sol de fuego, su rebelde esperanza le pusieron en la cabeza un solideoencarnado.

    Ya era el Obispo de los pobres, su nica dicesis honoraria y real. Nunca iba a tener ms quesa. l mismo haba renunciado sistemticamente a todas las oportunidades que se le presentaron paraoptar al silln arzobispal que le corresponda por derecho propio. El clero temblaba secretamente deverlo sentado en l, porque lo saban inflexible con la salacidad y la corrupcin. Sus dedos no dejabanel misal para barajar los naipes mugrientos del truco o del monte; sus labios no iban del borde delcliz a los jarros de aguardiente o de caa de los boliches de campaa; su cuerpo no se desvesta de losornamentos para desnudarse en la concupiscencia o la lujuria. La castidad estaba incrustada en susriones como un hacha. Y como no poda hacer hijos con su sangre de hombre, los pari con su sudory su amor. Todos los pobres fueron sus hijos.

    Por eso era el Pa, che Pa, or Pa marangat, ore Obispo-mi.

    Despus de un cuartelazo triunfante, conocedor de su prestigio entre la gente del pueblo, elpresidente de facto lo hizo llamar a su presencia y falsamente ntimo y cordial, le pidi:

    Monseor, frmeme esta Carta Pastoral. Necesitamos pacificar espiritualmente el pas. (LaCarta trataba de justificar con argumentos de iglesia unos desalojos en masa que la revolucinestaba consumando en tierras del presidente de facto).

    Pacificar el pas? pregunt mordaz el Obispo. Ya lo estn consiguiendo a balazos. Cuandonuestro pas sea un inmenso cementerio, todo estar muy tranquilo.

    Djese de bromear, Monseor colmille an el jefe del gobierno, y frmeme esto. Como laCuria est acfala, usted es el nico que puede hacerlo ahora.

    Yo soy el titular de la Dicesis. AdemsLo pondremos, en seguida al frente de la Iglesia le interrumpi.La Iglesia no es una comisara replic imperturbable el Obispo. Pero aunque yo fuera el

    diocesano no firmara jams ese sacrlego pedazo de papel.El personaje se puso irritado y corajudo. Con la mano de dedos cortones y gruesos, llenos de

    anillos amelosados, descarg un puetazo sobre el enorme escritorio labrado de la Presidencia, ybarbot:

    Carajo, que se estn poniendo exigentes los curas! Yo puedo reventarlo a usted, si quieremacanear!

  • No har nada que ya no est previsto por Dios dijo impasible el prelado.Sali del saln blanco, alto y erguido, sin volver la cabeza, sin bajar los ojos. Nadie se atrevi a

    estorbarle el paso. El brillo de las bayonetas palaciegas reverberaba sobre el tornasol de su gastada yzurcida sotana. En determinado momento no se oy ms que el crujido de sus zapatos descendiendolas escalinatas de mrmol.

    Desde entonces el Obispo de los pobres tuvo que soportar la incesante hostilidad oficial de losgobiernos que se fueron sucediendo en la inacabable lucha de facciones que chupaba la vida del pas.

    Acab de caer cuando durante una insurreccin popular, abortada en sangre, la casa del Obispo seconvirti en refugio clandestino de los cabecillas revolucionarios y, por ltimo, en puesto sanitariosubrepticio. El Obispo y la seorita Teresa atendan a los heridos. Dos de ellos murieron casi al final.Esa noche, a la luz de la luna, el propio Obispo cav un hoyo entre los naranjos y las tacuaras de lahuerta y all los enterr despus de rezarles un responso, arrodillado con su hermana sobre la tierrarecin removida, mientras las balas perdidas silbaban su canto ciego de suind entre las hojas.

    Cuando termin la contienda, el general vencedor volvi a hacerle traer a su presencia, en palacio,como quince aos antes el presidente de faci. Esta vez lo condujo un piquete policial como a un reocomn. Al verlo entrar en el despacho, el general le increp:

    Ya no se puede confiar ni en los obispos. Usted debi cumplir con su deber denunciando a esossucios traidores de la patria.

    La tirana no es la patria, seor general dijo el Obispo. Los oprimidos tienen derecho a larebelin. Yo cumplo con mi deber de sacerdote y de ciudadano ayudndolos.

    Usted no es ms que un perro tonsurado! le grit muy cerca del rostro, casi escupindolo, elgeneralote enfurecido.

    Un perro subversivo! ratific con el mismo furor el jefe de polica secreta, un mestizopequeo, hinchado por la ira como un sapo de cobre con moteaduras vinosas.

    Lo dejaron ir tambin esta vez. Pero desde entonces qued virtualmente prisionero en su casa,como un juez que sustituye al rehn en el calabozo. Por haber querido servir al mismo tiempo a Dios ya los hombres con idntica honradez, tena que acabar emparedado. Sus mtodos, evidentemente,haban resultado falibles.

    Tal vez me equivoqu confes el anciano a unos campesinos que vinieron de su pueblo natal asaludarle con ocasin de sus Bodas de Oro sacerdotales; tal vez en lugar del amor deb ensearles elodio y a responder con la violencia a la violencia. Tambin Cristo empuara ahora el fusil. Pero ltiene las manos clavadas en la cruz por amor. Por eso no me arrepiento de mi error. Y les digo: algnda los pobres estarn arriba, y entonces el hermano no odiar al hermano. Y ser para siempre.

    La autoridad civil y la eclesistica, en connivencia de mutuos intereses y temores comunes, lofueron acorralando y terminaron por taparlo. Su ilustre presencia era un fulgor demasiado vivo ymolesto. Su rada sotana befaba el fausto prelaticio que floreca en rojo y oro sobre la oscura miseriade una ciudad, de un pueblo harapiento. La austera pobreza del Obispo quemaba las manos de quienesaviesamente negociaban con lo temporal y lo eterno, con el alma y el cuerpo de la repblica.

    Lo desposeyeron del ms nfimo cargo. Como nico privilegio le dejaron las dispensas paracelebrar en su casa el Santo Sacrificio.

    Pero el Obispo sigui albergando y ayudando sin cesar a fugitivos de todos los bandos, a

  • necesitados de toda especie. Alberg y ayud a parientes, amigos y aun a enemigos, cuya recompensa,con escasas excepciones, no fue ms que el robo, la difamacin y, en el mejor de los casos, laingratitud y el olvido.

    Ya viejos y desamparados del todo, el Obispo y la seorita Teresa tuvieron que ir vendiendo lo queles restaba para comer y dar de comer. Cuando el Obispo vendi su gran escritorio de guayacn, ellavendi sus ltimos lujos pobres: una peineta con incrustaciones de crislito, un anillo, un collar decuentas de coral, una mantilla de andut. Cuando el Obispo vendi su cama de palisandro, ella ya notuvo nada que vender. Slo le quedaron al Obispo el altar porttil y el pequeo armonio. Por ellossuba incorpreo y viviente hacia lo alto en el roco sagrado y mellizo de la oracin y de la msica; alalba, ayudado por su hermana que tambin haca de monaguillo; en las noches, acompaado por elcoro de los mendigos de la Recoleta. Venan todas las noches. Eran los nicos parientes pobres y fielesque la vida haba dejado a los dos ancianos. Haca cinco aos que venan.

    Eran once y entre los once juntaban muchos siglos de un oscuro destino amontonados durante elda en el claro Portal de las nimas.

    Con uno ms dijo una vez Pa Poli, uno de los pordioseros seramos doce como los SantosApstoles.

    Y tal vez, Pa Poli le respondi la seorita Teresa mirndolo con una sonrisa, como si ellasupiese ya quin iba a completar en el atrio el nmero bblicamente cabalstico soado por el exsacristn.

    Al ltimo toque de la Oracin se ponan lentamente en pie. En la vibrante y reposada penumbra delatrio, sus gibosas espaldas se despegaban de las paredes como glandes verrugas parsitas. Sedespegaban en medio de un acre tufo a orn, a tabaco, a alimentos rancios y podridos. Toses y gemidosrecorran toda la fila mientras en las pestaas de piedra del campanario las palomas zureabanenloquecidas por la gara de clamorosas partculas. Sombra color amandau keramb de sonido. Consu trueno verdoso de hierro avev, la torre creca en el crepsculo sobre los mendigos. Ellos sentan supeso y se levantaban. Cuando el fragor se pona sooliento, las rejas del prtico comenzaban achirriar. El sacristn los ahuyentaba con secas palmadas y sus ojos bizcos caan sobre ellos, torcidos,apremiantes.

    Epac, Mara. Vambora, Vos, eh, vos deca Juan Rapai, un viejo mulato del Matto-Grosso, que tena las motas como granos de piching sucio. Gargajeaba, escupa por centsima vez, yse levantaba. Junto a l su mujer, Mara Teong, la sordomuda, se ergua rgida catalptica conmiradas inmviles de ciega o de muerta.

    Toro Ting y Julin Machete, embarcadizos, abandonados para siempre en ese muelle de arcadasy losas pulidas, sin agua, proferan desdentados juramentos contra una chata cargada de yerba del AltoParaguay, que nunca atracaba y que probablemente no atracara jams, a pesar de la fija obsesin delos nufragos.

    Pa Pol, ex sacristn de esa misma iglesia, se golpeaba el pecho a tongazos y rezaba el Credo conacento litrgico.

    Canuto Pys-pe-trompo, el campanero descalabrado treinta aos atrs en una cada dentro de esamisma torre, se estremeca en un pequeo llanto onomatopyico y sonmbulo y se cubra con lasmanos el hachazo de la cabeza.

    A, a, yau chochi, kirikiri, taguat Tupa gualambau An an

  • Siempre lloraba de felicidad o de desdicha a esa hora en que su antigua novia, la campana mayor,su itap-amb-keran, le araaba el seso con sus trmulas uas de bronce. Era hermosa y cruel, separeca al tiempo y estaba demasiado alta, nube en forma de angu boca abajo chorreando temblor.Ya nunca podra llegar hasta ella. Y lo que caa de ella hasta l era apenas el curuv de las caricias quedaba al otro campanero, mientras doblaba grave y retumbante por los vivos y los muertos.

    Angelo, el napolitano de larga barba blanca, herrumbrada por su saliva, con tabaco, probaba susmonedas en las encas, vido y goloso. Se haba comido hasta los dientes, o se los haba chupadodesledos en caa.

    Corpo di Cristo per la Madona nkelo chico chico! se levantaba poco a poco,acezante. Despus cantaba, y en su gangoso estribillo de borracho palpitaba un golfo distante de aguasmarinas como un sorbo de cielo en el buche de un pjaro apelechado.

    Petrona Cambuch, prostituta, de rodillas y con su cara llena de arrugas pegada al hmedo muro,oraba un momento ms mientras se extingua el rumor, como si de ese instante fugitivo y secretodependiera la salvacin de su alma.

    Evaristo akurut, con suaves y lunticos tirones, se arrancaba de la nariz invisibles gusanos queluego, cautelosamente, aplastaba con los pies.

    Karak, antiguo sepulturero de la Recoleta, ola su nudoso bastn de guayabo, de extremo aextremo, lo golpeaba levemente contra la pared como si sacudiera un fmur para limpiarlo de tierra, yse levantaba.

    El ltimo en hacerlo, si as puede decirse, era Pitog, cuya voz semejaba al chillido de un pjarode mal agero al filtrarse por sus labios partidos. De all le vena el nombre y su fama funesta.Chillido de Pitog era muerte segura o desgracia para quien al pasar por el Portal de las nimas looyese al toque de la Oracin.

    Juii, juiiii, jululuiiiii! grazn esta vez y se levant. La fila de pordioseros seestremeci. Evaristo akurut lo mir con sus ojos legaosos y dej de arrancarse los gusanos dehumo de la nariz. La plazoleta estaba desierta y ventosa, con slo el remolino de la hojarasca sobre laslajas azules de sombra.

    A pesar de su cabeza enorme, Pitog era el ms pequeo de todos, no el ms joven. No tenapiernas. La explosin de una granada durante una revolucin se las haba volado dejndole unos cortosmuones que l acolchaba con trozos de goma de neumtico atados con alambre. Las palmadasestrbicas del sacristn lo arrancaban de la pared. Se levantaba trastabillando; es decir, trataba deponerse vertical, en una breve danza de tronco mocho, sobre sus races chotas.

    El mulato Juan Rapai, remolcando de la mano a su mujer, punteaba, y la tropa macilenta se ponaen marcha. Atravesaban el arco ms pequeo hacia el mojinete de la iglesia, y cruzaban el cementerio.Pitog se largaba a caminar sobre sus grandes manos escamosas. El sacristn lo empujaba con elrastrillo de las rejas al acabar de cerrar, para hacerlo ir ms pronto. Despus, avanzaba escoltando alos dems un poco retrasado, hundido hasta las ingles en las lajas, en el pedregullo de los senderos, enel pastizal canoso por el vaho que empezaba a manar de all como una respiracin enterrada. Laspiernas ausentes de Pitog iran chapoteando por lo bajo en rostros y huesos apagados. A ras delcamposanto huan los ltimos gorriones y la noche tiernamente naca. La lechosa claridad morada quean flotaba entre los cipreses y panteones destea poco a poco las sombras esculidas de los

  • pordioseros. La ltima en borrarse era la de Pitog, cuya cabezota de porongo lanoso iba rodandoentre las cruces y las lpidas.

    Media hora despus llegaban a casa del Obispo.

    Esa noche el fro y el viento los demor ms que otras veces. Pero no mucho. Despus fueronllegando como siempre uno tras otro en el orden de costumbre. Sobre sus pobres lomos de hueso ytrapo la carga del tiempo. Y el agua de la vida, que probablemente nunca haba sido clara para ningunode ellos y que ahora ya era espesa como caldo de albaal o jugo de culebras muertas, entorpeca susrodillas, sus muones o sus muletas de viejos mendigos.

    Entraron por el portn del que slo quedaban las pilastras de ladrillo ungidas de amapolas yjazmines de lluvia.

    Ave Mara Pursima! clam contra el viento roncamente la voz de Juan Rapai.La seorita Teresa les abri la puerta.Sin pecado concebida!Hubo un sordo crepitar de voces y plaidos entre el vozarrn de los embarcadizos y el chillido de

    agera sin labio de Pitog.Maite-pa, seorita Teresa. Jha Monseor? Cmo vai?Juan Rapai no poda hablar sin mezclar su poco de espaol, guaran y portugus.Est enfermo. Est acostado, hermano Juan de Dios.Enfermo Monseor? inquiri Pa Poli con su inevitable tono de sacrista. Y agreg en

    seguida: No molestarlo, pues, al Monseor, dejarlo tranquilo, que descanse Shsss! conmina sus cofrades, moviendo sus manos insistentemente de arriba abajo. Silencio, ms silencio! SuSeora duerme. Tenemos nik che pakuera que respetar el sueo de Monseor

    Mara Teong miraba con sus ojos vacos hacia la pieza oscura donde dorma el Obispo.Pasen, hermanos rog la seorita Teresa. Hace mucho fro. Les voy a servir la cena.Los mendigos rodearon la mesa, medio hurfanos, silenciosos, cada uno en su lugar de costumbre.

    La seorita Teresa fue a la cocina a traer la comida. Todos quedaron inmviles, menos Evaristoakurut, que continuaba tironendose de la nariz sus invisibles gusanos, y Angelo, el napolitano, queoscilaba sobre su plato como un viejo chivo, blanco y hambriento.

    El olor de los mendigos llenaba el sombro y derruido aposento.La seorita Teresa volvi de la cocina con la olla humeante. Se puso junto a la cabecera y rez el

    Benedic. Dijo simplemente: Bendice, oh Seor, estos alimentos. Y sigui despus con el PadreNuestro y la Salve. Rez con uncin tierna y nostlgica, como si en lugar de dispensar piedad ellafuese quien realmente la necesitara de esos menesterosos.

    Se sentaron y les sirvi como siempre, despus de ayudar a Pitog a trepar y acomodarse en susitio sobre el escao. La seorita Teresa no ocup el suyo, que era el primero a la derecha de lacabecera, sino que permaneci all de pie con los ojos bajos y los brazos cruzados sobre el pecho. Elsonido de las cucharas y el zangoloteo de las bocas sin dientes fue lo nico que se oy durante un rato.El vapor del locro suba por las caras provectas y las alisaba en una expresin dormida, o se escapabade las bocas como el aliento visible de un hambre irremediable.

    Fue en ese momento cuando empez a sonar el armonio. Nadie haba visto salir al Obispo de su

  • habitacin a oscuras, salvo tal vez Mara Teong, que no dej en ningn instante de mirar hacia all,furtivamente, con sus miradas muertas.

    A los primeros acordes, todos los mendigos, todos, incluso los que no oan, giraron sus rostros yvieron al Obispo sentado delante del armonio. La seorita Teresa tambin lo vio y sus ojos se llenaronde lgrimas.

    La magra silueta del Obispo se mova levemente en la penumbra al comps de los pies que hacanaccionar los fuelles. El solideo rojo y las guardas rojas de la sotana se destacaban ntidamente sobre lacabellera blanca y la tela oscura. Ya no pareca encorvado, ni enfermo, ni anciano. Pero el Obisposiempre se pona as cuando se sentaba al armonio y empezaba a ejecutar. Sobre todo ahora. La msicaremodelaba en la sombra, apenas besada por la lmpara, su imagen venerable y le daba una aparienciainmaterial.

    La voz del armonio fluy plenamente, ms pura y poderosa que nunca, pero al mismo tiempo mssuave y distante. Era la introduccin del Ms cerca oh Dios de ti, el cntico predilecto del Obispo parael acompaamiento de coro por los mendigos, que se acostumbraba cantar al final. Los primeros eransiempre el Punge hingua y el Tantum Ergo. Pero ahora inexplicablemente haba invertido el orden. Lavoz del Obispo tambin se dej or. Se introdujo en la msica y vibr en medio de ella dulcemente, sinvejez. Era una voz que recordaba cosas vividas, sueos y esperanzas que por fin se materializaban enuna paz exttica, llena de bondad, de comprensin y de perdn; un clamor de la sangre, un clamor delespritu que vena de lejos y ya no poda morir. Los mendigos dejaron de comer y se fueron acercandoal armonio como obedeciendo a un llamamiento secreto e irresistible. Y los que tenan voz empezarona cantar con el Obispo.

    En medio del cntico la seorita Teresa recordaba las palabras del hermano. Ignoraba cuntotiempo haca que l le haba recomendado:

    Dles toda mi ropa, hermana. Ellos la santificarn con sus cuerpos ms puros que el mo. Slo lepido, hermana Teresa, que deje el solideo y la sotana que traje de Roma. Me los pondr el da de mimuerte

    Hasta el filo de la medianoche el Obispo sigui tocando incansablemente el armonio. Y losmendigos cantaban con l.

    Despus la msica fue suavizndose y afinndose poco a poco hasta ser otra vez silencio. Habacesado el viento y la noche deba estar maravillosamente despejada. Por el agujero del techo se veanbrillar las estrellas. El cielo era un profundo ojo azul entre las tejas rotas.

    El Obispo se levant, abraz a los once mendigos y a su hermana, los bes a cada uno en la frente,sin agregar ms palabra, y volvi a su pieza, alto, magro y erguido, tan silenciosamente como habasalido durante la cena. La seorita Teresa lo mir desaparecer en la oscuridad de su habitacin. Nadadijo pero sinti que algo inexplicable haba estado sucediendo todo el tiempo.

    Los mendigos empezaron a marcharse uno tras otro. Ellos tambin se haban vuelto parcos ymisteriosos. Los ojos de Mara Teong estaban ahora empaados con algo semejante a la sombra deun inexpresable pensamiento. La seorita Teresa lo descifr sin esfuerzo. Petrona Cambuch, laanciana ramera de Aregu, se sinti por fin purificada hasta los huesos. Al salir se prostern ante lapuerta de la habitacin en tinieblas y su cabellera se desparram sobre el piso como un pequeochorro de ceniza. La ltima partcula de culpa estaba consumida en esa llama seca, en ese gesto, en esa

  • despedida. Era otra vez un ser sin mancha, liviano y sonriente. Se levant y sali.El ltimo en salir fue Pitog. Su chillido de pjaro de mal agero estaba mudo en el tajo de su

    boca. Y su mirada era de llovizna. Se alej hamacndose sobre los muones. Durante algunosinstantes se oy el frote de sus acolchados de goma sobre los ladrillos hmedos.

    Despus hasta ese sonido desapareci. Por la puerta abierta entraba el fro puro de la noche, elsilencio, el aroma de los jazmines. La seorita Teresa no volvi a cerrarla.

    Despus tom la lmpara y entr al cuarto de su hermano. El viejo seor Obispo dorma ya, peroen el gran sueo, No le toc la frente porque saba que estaba helada.

    Se arrodill junto al catre y or largamente en medio de un llanto silencioso, hasta que la lmparase fue quedando cada vez ms plida. Amaneca.

    La seorita Teresa se ech sobre la cabeza su manto negro y sali a la calle. Tena que conseguirun atad para su hermano. No pensaba en honras fnebres, en los paramentos violetas y dorados de laliturgia romana, en grandes y sonoros responsos, en solemnes comitivas, en discursos, en carrozas ycaballos de un negro resplandeciente portando innumerables coronas. Su hermano necesitaba ahoramucho menos que eso. Slo las cuatro tablas lisas para que su cuerpo pudiera dormir en paz en latierra oscura. Su alma ya estaba fundida en la luz, en el canto de los pjaros, en la celeste calma deluniverso como una gota de fuego de Dios pens ella disuelta en un infinito cntaro de oro. A esohaba sonado el armonio en la noche en medio del coro de los mendigos. As ella siempre se imaginla muerte de su hermano.

    Pero las cuatro tablas lisas eran difciles de conseguir. Anduvo mucho, golpe muchas puertas,habl con bastante gente, antiguos conocidos, amigos, parientes que el Obispo haba educado, vestido,alimentado. Slo cosech ambiguas frases: Pobre Monseor!, Quin iba a decir que tambin al le iba a tocar la muerte, a esa reliquia de la Iglesia!. Los ms apenas se dignaron preguntarcundo iba a ser el entierro y prometer su asistencia.

    Lleg hasta la Curia. En la portera del palacio eclesistico la atendi un cura alto y joven delabios gruesos y expresin replegada y sinuosa, que haca esfuerzos por ponerse a tono con lasituacin sin que se notara demasiado su incomodidad.

    Oh, lo sentimos mucho, qu duda cabe! le dijo con una genuflexin mientras se sobaba lasmanos blancas y velludas. Pero estamos muy pobres, muy pobres! recalc. Por nuestra cuentacorrern las exequias. Oh, eso s! Todo ser de primera. Misa de cuerpo presente revestida. Losornamentos, las luces trataba de abultar con los gestos la enumeracin. Se designar unorador sagrado para la alocucin fnebre. Ir el coro de la Catedral. Pero el fretro, imposible,seorita Teresa! casi a su odo, como si tuviera vergenza de decirlo, los belfos carnosos ehipcritas musitaron: Apenas tenemos qu comer! Se da cuenta?

    Slo le restaba un lugar: el atrio de la Recoleta, el Portal de las nimas.Lleg hasta l a pie desde el centro. Los mendigos la rodearon. No fue necesario que hablara. Ellos

    comprendieron en el acto lo que la seorita Teresa vena a contarles.Muri nuestro Padre, o man ore Obispo santo-m, muri, muri! clamaron las

    voces roncas.Ella slo dijo despus de un instante:

  • Quisiera que me ayuden a vender el armonio para comprar el cajn.Vos quer vender o armonio de Monseor? salt angustiado Juan Rapai.Ser como enterrarlo en su instrumento, que l quera tanto explic simplemente la seorita

    Teresa. Todo era muy simple ahora. Como la vida y la muerte.Mara Teong asenta con sus gestos convulsos, sin expresin.Claro convino Pa Poli cruzando los dedos. Ser como enterrar a Su Seora en el armonio.La seorita Teresa volvi a salir del Portal, esta vez acompaada por todos los mendigos.Bajo el fulgor fro del medioda, el pequeo armonio negro sali en hombros de los pordioseros.

    Los vecinos intrigados miraron pasar la extraa caravana parecida a un montn de hormigasavanzando fatigosamente con su carga bajo el sol.

    De la misma manera lleg la caja negra parecida al armonio. La seorita Teresa vena delante. Sumanto estaba blanco de tierra. En sus ojos viejos ya no haba lgrimas. Slo una gran paz. Su rostrobrillaba en medio de esa paz. Y ni siquiera la desolacin poda empaarlo. Apenas se distingua ya delos pordioseros que cargaban el cajn vaco.

    La calle, el patio, la casa, estaban llenos de gente silenciosa, gente humilde, gente del pueblo, queabri paso respetuosamente a los que llegaban.

    Unas mujeres ayudaron a la seorita Teresa a poner el cuerpo del Obispo en el tosco atad. Altransportarlo del catre el solideo rojo se desliz de la cabeza y cay al suelo. Pitog fue quien lolevant con sus grandes manos corochas. Lo bes cerrando los ojos y despus lo alcanz a PetronaCambuch. sta lo bes de la misma manera y lo pas a Juan Rapai, y ste, despus de besarloigualmente, a otro, y ste a otro y a otro. As el solideo del Obispo viaj por todas las manos y fuerozado por todos los labios como un luminoso casquete de sangre endurecida, de pensamiento rojo, deespritu con forma de burbuja de prpura, pulido por la devocin y el cario de la gente sencilla, labuena gente del buen Dios, hecho tambin de tierra y sufrimiento. Despus volvi a coronar lacabellera blanca, la cabeza ferrada de tenue neblina del Obispo difunto.

    Entre todos lo llevaron a enterrar. La tarde dorada pesaba sobre el pobre cajn. La sombra de losrboles. La altsima cpula del cielo.

    Y los pies descalzos del pueblo batan el polvo caminando lentamente junto al viejo amigo muertoque pareca dormido.

  • El ojo de la muerteNo asegur al caballo en uno de los horcones del boliche donde ya haba otros, sino en un chircaltupido que estaba enfrente. Las peripecias de la huida le obligaban a ser en todo momento cauteloso.

    El malacara pareca barcino en la luna. Se intern entre las chircas hasta donde lo pudiera dejarbien oculto. La fatiga, quiz la desesperanza, funda al jinete y a la cabalgadura en un mismo trancosooliento. Slo la instintiva necesidad de sigilo distingua al hombre de la bestia.

    Desmont, desanud el cabestro y lo at a la mata de un caraguat. Los cocoteros cercanosarrojaban columnas de sombra quieta sobre ellos. Le afloj la cincha, removi el apero para que elaire fresco entrara hasta el lomo bajo las jergas y le sac el freno para que pudiera pastar a gusto.Despus se acerc y junt su rostro al hocico del animal que cabece dos o tres veces como sicomprendiera. Le friccion suavemente las orejas, el canto tibio de la nariz. Ms abajo del ojoizquierdo del animal sinti una raya viscosa. Retir la mano hmeda, pegadiza. Pens que sera unpoco de baba, espesa por la rumia. Al vadear el arroyo haba bebido mucho. No le dio importancia. Nopens en eso. Lo importante era ahora que los dos tenan un respiro hasta el alba.

    Se dirigi al boliche. Una raja de luz sala por la puerta del rancho. En una larga tacuara, amarradaa un poste, manchaba levemente el viento de la noche un trapo blanco: el bandern del expendio deCleto Noguera. Caa y barajas. Terer y trasnochadores orilleros siempre dispuestos para una buenapierna.

    Empuj la puerta y entr. Un golpe de viento hizo parpadear el candil. En el movimiento de lallama humosa las caras tambin parecieron ondear cuando se volvieron hacia el recin llegado. Cesel rumoreo incoherente de los que comentaban para adentro sus ligas. Ces el orejeo decidor de losnaipes sucios y deshilachados. Hasta que alguien irrumpi jovialmente:

    Pero si es Tim Aldama! Apese pues el kuimba. Aqu est el truco esperndolo desde hace unao.

    Haca un ao que duraba la huida.La faena recomenz con risas y tallas acerca del arribeo.Tim Aldama se acerc a la mesa redonda y se sent en la punta de un escao.Seguro que Tim aadi, apretando un envido, el que lo haba reconocido trae las

    espuelas forradas de plata saguas. Ay, cump? l va a los rodeos y saca pir-pir a talonazo limpiode los redomones que doma.

    Y si no apunt otro, de las carreras y los gallos. Tim es un gen apostador. Tiene ojos dekavur.

    Y es un truquero de ley dijo zalamero alguien ms. Se acuerdan de la otra vez? Nos solt atodos. Kariay pojhi ko koa.

    Se llev mi treinta y ocho largo record con cierta bronca un arriero bajito y bizco,rascndose vagamente la barriga hacia el lugar del revlver.

    Y a m me pel el pauelo de seda y el cuchillo solingen.La conspiracin del arrieraje se iba cerrando alrededor del arribeo suertudo. Alguien, quizs el

    mismo Cleto Noguera, le alcanz un jarro. Aldama bebi con ansias. La caa le escoci el pescuezo yle hizo cerrar los ojos mientras los dems lo seguan afilndolo para la esperada revancha.

  • Y a m casi me llev la guaina. Si no hubiera sido por los treinta y tres de mano que ligu, elcatre se habra quedado vaco y yo andara a estas horas durmiendo con las manos entre las piernas,enfermo de tembo t.

    Una carcajada general core la chuscada obscena. El mismo Aldama se ri. Pero en seguida, casiserio, levant el cargo.

    No, Bentez. No juego por mujer. Yo tengo mi guaina en mi valle. Soy gen padre de familia.Un poco jugador noms chicane uno.Y cuando se presenta la ocasin, no le saco el bulto a la baraja. Cada uno trae su signo.As me gusta adul el que haba hablado primero alcanzndole nuevamente el jarro. Tim

    Aldama es de los hombres que saben morir en su ley. As tiene que ser el macho de verd.El elogio resbal sobre Tim sin tocarlo. Empezaba a ponerse ausente. El otro insisti:Hacemos una mesa de seis, Tim?No. Voy a mironear un poco noms.Pero lo dijo sin pensar en lo que deca. Su rostro ya estaba opaco por el recuerdo. Recordaba ahora

    algo que haba olvidado haca mucho tiempo. Tal vez fue la alusin a las barajas, eso que l mismohaba dicho respecto a los signos de cada vino. Tal vez lo que dijo el otro con respecto a eso de moriren su ley. El hecho fue que lo record en ese momento y no en otros que acababa de pasar y en loscuales tambin ese recuerdo hubiera podido surgir y envolverlo en su humo invisible hasta ponerlo deespaldas contra la fiera realidad que lo persegua sin descanso. Por ejemplo, cuando huyendo de lacomisin que casi lo tena acorralado, el malaca haba rodado al saltar una zanja incrustando la cabezaen una maraa espinosa.

    La cada del caballo result en realidad una providencial zancadilla a la muerte. La violencia delgolpe los aplast a los dos durante un momento en la espesura dnde se haban hundido, mientras losotros pasaban de largo sin verlos. Desde la flexible hamaca de ramas y hojas a la que l haba sidoarrojado, vea an al caballo incorporarse renqueando y maltrecho, mientras el galope de la partida sedesvaneca en el monte.

    Pero no fue el mpetu secreto de la rodada sino esa trivial referencia a las barajas la que habaarrancado del fondo de l las palabras de la vieja que ahora recordaba como si acabara de orlas.

    Fue en una funcin patronal de Santa Clara. Todava no se haba juntado con Anuncia; todavaPoil no haba nacido.

    Una tribu de gitanos haba acampado en las afueras del pueblo. Era un espectculo musitado,extrao, nunca visto, el de esa gente extraa ataviada con andrajos de vivos colores. Su extraoidioma. Las largas trenzas de las mujeres. Las sonrisas misteriosas de los hombres. Las criaturas queparecan no conocer el llanto.

    Tim Aldama, rodeado de compinches, vena de ganar en las carreras. Al pasar delante de losgitanos, les ofreci unas demostraciones acrobticas con su parejero y, por ltimo, lo hizo bailar unapolca sinuosa y flexible. Dos razas se miraban frente a frente en la insinuacin de un duelo hecho deflores, sonrisas y augurios sobre el verde paisaje y la luz rojiza del atardecer. La juventud haca ligeroe indiferente el cuerpo de Tim Aldama. El ritmo del caballo le cantaba en las espuelas; un ritmo quel contena con sus manos huesudas y fuertes. Los gitanos slo tenan su noche y sus distancias; su

  • miseria rapaz. De all se arranc una vieja gorda que se aproxim y detuvo de las riendas al parejerodel rumboso jinete. Los ojos oscuros y los ojos verdes se encontraron:

    Qu quiere, yar?Decirte tu destino, muchacho.Mi destino lo hago yo, abuela. No es as acaso con todos?Sin embargo, no sabes una cosa.Qu cosa?Cundo vas a morir.Ah, para eso falta mucho. Se muere en el da sealado. No en la vspera.Pero ese da lo puedes saberCmo?Quieres saberlo?S. Para sacarle la lengua al diablo.Tiene un precio.Tim Aldama sac del bolsillo varios billetes, los arrug en su puo y los baj hasta la mano de la

    vieja convertidos en un solo y retorcido cigarro gris. Las risas hombrunas estallaron en torno aldadivoso. La gitana gorda atrap el cigarro y lo hizo desaparecer en su seno. La tribu mirabaimpasible.

    No morirs, muchacho, hasta que el ojo de tu caballo cambie de color.De ste, abuela? el rostro cetrino de Tim planeaba sobre ella como un cuervo.Del que montes en ese momento. Y entonces, tal vez, tal vez puedas conjurar el peligro si te

    quedas quieto, si no huyes. Pero, eso no es seguro.Bueno, abuela; gracias por el aviso. Cuando llegue el momento me acordar de usted y el

    parejero de Tim Aldama volvi a encabezar la tropa de jinetes bulliciosos, marcando en el polvo consus remos finos y flexibles el ritmo de una polca, apagando con el polvo la agera de la gitana.

    Despus haban sucedido muchas cosas.Aquella trenza en que haba herido a un hombre por una apuesta estafada, la muerte del herido

    unos das despus, la persecucin, esta misma partida de truco en que l ahora estaba envueltoofreciendo a esos hombres ms que una revancha una restitucin casi postuma, eran solamente lasltimas circunstancias, no los ltimos episodios, de un destino que, salvo aquella casual eindescifrable adivinanza de la vieja gitana, le haba negado constantemente sus confidencias y favores.De tal modo que l haba venido avanzando, huyendo como un ciego, en medio de una cerrazn cadavez ms espesa.

    Esos mismos hombres que le estaban simblicamente exterminando sobre el poncho mugriento deltruco se le antojaban sombras de hombres que l no conoca. Saba sus nombres, los ignoraba a ellos.Y el hecho mismo de que ellos no le mencionaran el crimen ni la huida, los haca an mssospechosos. Ellos deberan saberlo, pero simulaban una perfecta ignorancia para que la emboscadajovial diera sus frutos. Se dio cuenta de que esos hombres estaban ah para que ciertas cosas secumplieran.

  • No pudo evitarlo. Las suertes del truco le arrebataron en la decreciente noche todo lo que l a suvez haba arrebatado a aquellos hombres un ao atrs, en ese mismo pueblo de Cang, el primero enque haba pernoctado al comienzo de su huida.

    El pauelo de seda, el cinturn con balera, el treinta y ocho cao largo, el solingen con cabo deasta de ciervo, herrumbrado y desafilado, las nazarenas de plata, todo estaba nuevamente en poder desus dueos.

    Despus comenz a perder a entregar sus propias cosas; una tras otra, sin laboriosos titubeos.Al contrario, era una minuciosa delicia; un hecho simple, complicado tan slo por su significado. Eracomo si l mismo hubiera estado despojndose de estorbos, podndose de brotes superfluos.

    El alba le sorprendi sin nada ms que la camisa puesta y la bombacha de lia rotosa. Tuvo quesalir de all atajndosela con las manos. El cinturn y los zapatones haban quedado en el ltimo pozo.

    Cleto Noguera cerr sobre l las puertas del boliche. En su borrachera, en el mareo ominoso que loapretaba hacia abajo pero que tambin lo empujaba, l sinti que esas puertas se cerraban sobre ldejndolo, no en el campo inmenso lleno de luz rosada, de viento, de libertad. Sinti que lo encerrabanen una picada oscura por la que no tena ms remedio que avanzar.

    Entre las chircas arranc un trozo de ysyp y se lo anud alrededor de la bombacha que se ledeslizaba a cada momento sobre las escuetas caderas.

    El malacara estaba echado entre los yuyos. Cuando lo vio venir, movi hacia l la cabeza y la dejinclinada hacia el lado izquierdo. Tim Aldama lo palme tiernamente. El caballo se levant; lagrupa, despus las patas delanteras. Ya estaba repuesto, listo para reanudar la fuga interminable. TimAldama volvi a juntar su rostro al hocico del animal, como lo hiciera a la noche, antes de dejarlo paraentrar al boliche. Tambin el animal volvi a cabecear dos o tres veces, como si correspondiera.

    Fue entonces cuando se fij. El ojo izquierdo del malacara haba cambiado de color: tena un vagomatiz azulado tendiendo al gris ceniza, y estaba hmedo, como con sangre. No reflejaba nada. Mirabacomo muerto, El otro ojo continuaba oscuro, vivo, brillante. El alba chispeaba en l con tenues astillasdoradas.

    La agera de la gitana cay sobre l. Sinti un fragor, le pareci ver un cielo oscuro lleno deviento y agua, vio un inmenso machete arrugado que vena volando desde el fondo de ese cielo negro,entre relmpagos deslumbradores, que lo buscaba, que caa sobre l con ira ciega y torva, inevitable.

    Ya no pudo pensar en nada ms que en la inminencia de esa revelacin que le aturda los odos.Toda posibilidad de justificar los hechos simples haba huido de l. Por ejemplo, que el cambio decolor del ojo de su caballo se deba simplemente a una espina de karaguat que se haba incrustado enl cuando rodara en la zanja. Para l, el ojo tuerto del caballo era el ojo insondable de la muerte.

    La vieja de colorinches le haba dicho tambin:Y entonces tal vez, tal vez puedas conjurar el peligro si te quedas quieto, si no huyes. Pero,

    eso no es seguro.Tampoco poda ya recordarlo. Y ech a correr por el campo en el rosado amanecer.

    Los cuadrilleros del ferrocarril, que hacan avanzar la zorra moviendo rtmicamente las palancas

  • de los pedales, vieron venir por el campo a un hombre que les haca desde lejos con los brazosdesesperadas seales. Pareca un nufrago en medio de la alta maciega. Detuvieron la marcha y loesperaron. Apenas pudo llegar al terrapln. Se desplom sin poder trepar hasta el riel. Entonces loscuadrilleros lo subieron a pulso a la zorra y prosiguieron su marcha haca el sur, Deban llegar esanoche a Encarnacin.

    El hombre pareca un cadver. Flaco, consumido, plido. Probablemente haca varios das que nocoma ni beba. Tena los pies llagados y las carnes desgarradas por las espinas. De su ropa norestaban sino tiras de lo que deba haber sido una camisa y una bombacha vieja sujeta con un trozo debejuco en lugar de cinto.

    Por el camino reaccion y pareci reanimarse un poco, pero no habl en ningn momento. Losojos mortecinos miraban algo que ellos no vean. Pidi con seas que detuvieran la zorra o que lahicieran avanzar ms velozmente. Su gesto ansioso fue ambiguo. Los cuadrilleros supusieron que eraun loco, pero no podan abandonarlo a una muerte segura al borde de la va, en ese descampadoinmenso, con la tormenta que se vena encima. El cielo hacia el sur estaba encapotado y negro con unacalota gigante que pareca de hierro fundido. El hombre volvi a insistir en el gesto. Algo le urgasordamente. Los cuadrilleros, sin dejar de remar en la zorra, le alcanzaron una cantimplora con agua yun trozo de tabaco torcido. El hombre los rechaz con un gesto. Daba la impresin de que habaperdido la memoria de esas cosas.

    La zorra entr en los arrabales de Encarnacin en el momento en que el cicln que arras la ciudadcomenzaba a desatarse.

    El hombre salt gilmente de la zorra y se encamin hacia las casas cuyos techos empezaban avolar en medio del fragor del viento y de la tromba enredada de camalotes y raigones que subaarrancada del Paran. Avanzaba impvido, sin una vacilacin, como un sonmbulo en medio de supesadilla, hacia el centro tenebroso del vrtice.

    Negro, con tinieblas viscosas de cielo destripado, verde de agua, ceniciento de vrtigo, blancocomo plomo derretido proyectado por una centrfuga, el viento chicoteaba la atmsfera con susgrandes colas de kuriyes trenzadas y masticaba la tierra, la selva, la ciudad, con su furiosa dentadurade aire, de trueno sulfrico. Entre los machetones arrugados de las chapas de cinc volaban pedazos decasas, pedazos de carretas, pedazos humanos salpicando agua o sangre. Planeaban zumbando,bureando a inmensa, a fantstica velocidad sobre el hombre que iba dormido, que haba pasado sintransicin de una magia a otra magia, que an segua avanzando, que avanz unos pasos ms hasta queel vientre verdoso y mercurial de la tormenta lo chup hacia adentro para parirlo del otro lado, en lamuerte.

  • Mano CruelLo despertaron el sol y el gran ruido que llenaba la plaza. Parpade asombrado. Se restreg los ojoscon las manos. Crspulo Gauto no lo quera creer, pero era verdad: la plaza solitaria, en uno de cuyosbancos se haba tendido a dormir muerto de cansancio a la noche, estaba en la maana atascada degente, resonante con el rumor de la multitud, con el sonido de las bandas, con el repique de lascampanas. Le pareci que las campanas repicaban sobre l. No solamente el sol, tambin las banderasencendan las calles, los edificios, que parecan moverse, avanzar, bajo las franjas tricoloresondeantes. Empez a temer que hubiera dormido varios das seguidos. Pero en seguida iba a encontrarque no haban sido das sino aos.

    Record haber entrevisto confusamente al dormirse la mole de un edificio entre las hojas, con unaplazoleta delante bordeada de una gradera semicircular. Ahora vea, entre la gente, que era unaiglesia. Las campanas atronaban all. Comprob con estupor que se haba dormido poco menos que enel atrio de la Catedral de Asuncin. Sospech que durante el sueo el oleaje de la multitud hubieraarrastrado el banco hasta all. Pero comprob tambin que si l estaba extraado por todo lo que vea,la gente no estaba menos extraada de verlo all a l, en esa actitud y con esa facha. Pasabanmirndolo algunos con sorna, otros sonrindose y dndose con el codo. Uno, ms decidido, le dijo:

    Levantate na. Vamoal Tedeum.Lleno de vergenza y de sorda irritacin, Crspulo Gauto se levant con sus radas bombachas, su

    blusa de sarga y sus remendadas alpargatas y se mezcl a la multitud vestida de fiesta. Se aproximan ms al atrio. En medio de apretujones, consigui trepar algunas gradas. Desde all se divisaba bientodo el atrio donde montaban guardia algunos soldados en uniforme de gala a lo largo de una alfombraroja extendida desde la puerta mayor hasta la calle. All el sitio estaba despejado de gente. De prontolos soldados se pusieron rgidos, como si los hubiera tocado una descarga elctrica, y presentaron susarmas. Una banda arranc con una briosa introduccin. Crspulo Gauto estaba un poco asustado, peroel espectculo prometa ser interesante. Nunca en su vida, llena de tumbos y azarosas corridas, habavisto un Tedum. Era la oportunidad.

    Por las gradas, sobre la alfombra roja, empezaron a subir los imponentes seores enlevitados de lacomitiva. Al arribeo Crspulo Gauto se le antoj ver gente de otro planeta. Los amplios abdmenes,las, gruesas caras mofletudas como vaciadas ya en un histrico gesto de piedra, bajo los altsimos yrelucientes sombreros de copa, aadieron un matiz singular a su asombro. Esos zapatos tan brillantescomo los sombreros, que se iban arrastrando sobre la alfombra roja, eran impresionantes. CrspuloGauto sinti que los pulgares se le retorcan con una picazn inentendible de codicia dentro de lasalpargatas rotosas.

    Los seores mofletudos y serios, vestidos de negro, no eran pocos. Primero fue una fila, despusotra y otra. En la cuarta fila, casi en el centro, vio a su antiguo amigote ms mofletudo e imponenteque los otros.

    Y entonces su asombro se desbord y lo arrastr como una creciente hacia atrs en los aos, en losazares, en los recuerdos.

    Lo primero que vio fue una calesita de pueblo, en su pueblo, en Paraguay, apretado suavemente

  • por la sombra azul de los cerros, bajo el cielo azul lleno de luz, vaco de nubes.Se vio de muchacho, encargado de la calesita. Cobraba las subidas, daba vueltas al malacate y

    atenda el gangoso fongrafo, en las horas de funcin. Por la noche, rendido y con hambre, todavatena que aceitar los bujes, frotar los coches y caballitos hasta dejarlos lustrosos, barrer y dejar todolimpio para poder cerrar la carpa y luego tenderse a dormir en uno de los cochecitos. Era cobrador,caballo de malacate, sereno, todo. El dueo, un viejo desalmado y avaro, no le daba respiro. Slocuando la catarata le tap en poco tiempo los dos ojos, el viejo le propuso trabajar a medias.

    En ese tiempo haba llegado el otro, un muchachn moreno y fornido, casi de su misma edad.Vena de otro pueblo. Lleg con una guitarra. Le dijo:

    Aqu hay mucho trabajo para uno solo. Podramo asociarnos. Yo toco y canto, mientras vo tevole el malacate. Ese fongrafo ya no da ms. Y, por otro lado, el trabajo entre do es ms mejor. Nosva a ir lindo. Nosotro nacimo luego para socios.

    Lo envolvi desde el principio. El socio cantaba bastante bonito con su ancha voz retumbante.Adems tena kaa-v. Con los chicos, el mujero aument alrededor de la calesita los das de funcin.No se poda decir sino que venan a or cantar al morocho simptico. Sin apurarse (al hembraje deca hay que vichearlo bien primero), eligi entre todas no a la ms linda: la eligi a Juanita, laniera tesava conchavada en la casa de don Pedro Bveda, el comerciante ms fuerte del pueblo. Lamorocha bizca traa al chico, el hijo nico del comerciante, todos los sbados y domingos a la calesita.Sin que nadie se diera cuenta, el cantor encandil a la bizquita. Una tarde (en realidad ya era denoche), le dijo al socio:

    Llvate al cro de don Pedro al montecito del arroyo. No te muevas hasta que yo vaya. Voy aquedarme un rato con sta y seal a la bizca que miraba asustada en dos direcciones.

    Bueno y esto? protest tmidamente Crspulo, mostrando con un gesto la calesita ya casidesierta.

    No te quebrantes por eso. Yo voy a cerrar. Llvalo al chico, te digo.Crspulo Gauto carg en brazos al hijo del comerciante y lo llev hacia el arroyo, pensando con

    cierta envidia en la fiesta del socio con la bizca dentro de la carpa cerrada de la calesita. Niremotamente se le ocurri que el socio estaba matando en ese momento dos pjaros de un tiro. Elchico se durmi pronto entre los culantrillos del arroyo.

    El otro lleg como despus de dos horas silbando alegremente. Crspulo, deprimido y achicado, lepregunt:

    Y qu tal te ju?A m? Por qu? la inocencia del socio era perfecta.Con la bizca, pues insinu Crspulo ms humillado todava.Ah Bien noms. Eso dur un momentito. Ahora hay algo m importante que la tesava. El

    asunto se est poniendo lindo y se restregaba las manos con verdadera satisfaccin.Qu es? pregunt Crspulo sin pizca de malicia.Don Pedro Bveda anda buscando como loco a su hijoAll est le interrumpi Crspulo en un brinco. Me dijiste que lo trajera aqu, mientras te

  • entendas con la niera. Vamos a llevarlo en seguida.No te apure na, vyro.Por qu? No te entiendo.Don Pedro est ofreciendo plata a quien le encuentre a su hijo. Ahora mismo vas a ir a su casaY le llevo al chico volvi a interrumpir Crspulo, cada vez ms asustado.No seas apurado, te digo, tavyrn. Si le llevamo el chico en seguida, no va a dar una propina

    noms. Pero a don Pedro Bveda le podemos sacar mucha plata. No entend pik? Ahora mismo levas a ir a decir que un desconocido te manda para que le digas que l tiene escondido el chico y quepide tanto para soltarlo

    Mbaevicharamo! Nunca voy a hacer eso!Te vas a embromar entonces, vyro. La bizca ya le dijo al patrn que un hombre la atropell en la

    oscuridad, que la golpe con un palo en la cabeza y que despus de arrancarle al chico a tirones, ech acorrer sin que pudiera ver quin era. Yo le ense muy bien cmo tiene que declarar en el juzgado.Adems le puse el chichn en la cabeza. Si no hacs lo que te digo, te va a ir mal, Crspulo. No sea navyro Es la oportunidad para hacernos de un poco de plata. Total, don Pedro tiene de sobra. No lo vaa sentir.

    La voz del socio se hizo insinuante sin dejar de ser amenazadora. Crspulo Gauto pareca unamosca en una tela de araa, hipnotizado por los ojos, por la voz del socio que no dejaba de sonrer consus dientes blancos y grandes en la oscuridad.

    El golpe tuvo xito. Un xito parcial. Una regular cantidad de dinero de don Pedro Bveda lleg amanos del autor del atraco. A Crspulo Gauto lo llevaron al juzgado, preso por sospechas de extorsiny tentativa de rapto. Le haban visto entregar el dinero a un desconocido en la noche. El pobreCrspulo tena petrificada la lengua por el miedo, por la vergenza, por la malfica fascinacin de susocio. No pudo declarar. Nadie supo quin era el cmplice, el desconocido que le ayud a estafar adon Pedro y que recibi el dinero montado en un caballo sobre el cual huy en la oscuridad dejando alchico en los brazos de Crspulo.

    Cuando volvi de la crcel de Asuncin donde purg un ao de prisin preventiva, el socio eradueo de la calesita. La haba comprado con la plata del rapto. Lo recibi muy amable. Realmenteemocionado le dijo abrazndolo:

    Aqu est tu puesto, Crspulo. Lo genos amigos se deben ayudar en la desgracia.Y Crspulo Gauto volvi a empuar el malacate de la calesita, pero ya no a medias como antes con

    el viejo. Slo por las malas fritangas que coma, por alguno que otro trago que de tarde en tarde seechaba al gaote. Hubiera querido emborracharse, sin embargo, hasta morir.

    As conoci a Mano Cruel. Ya para entonces le haban dado este nombre en el pueblo. l estabaorondo, orgulloso con el mote que le pareca la consagracin popular de sus mritos. Lo sac de lasmesas del monte, del truco, de las ruedas de guaripola, de las partidas de billar, en las que si habaalguno que perda o que pagaba nunca era, claro est, Mano Cruel, por una notable coincidencia que sehizo su rasgo ms caracterstico. Pero l tena sus encantos, sus chistes, su simpata fresca ycampechana. Con eso equilibraba la situacin.

    Y nadie se lo tomaba a mal. Al contrario, las reuniones sin Mano Cruel parecan velorios.

  • Y fue en un velorio, en el velorio de don Simen Balmaceda, el rico hacendado caapuqueo,cuando Crspulo Gauto le vio hacer a Mano Cruel algo increble.

    Corran alrededor del muerto la botella de caa y la guampa del terer para los hombres y el matedulce con leche y hut de coco para las mujeres, cuando el finado don Simen empez a increpartorrencialmente a la concurrencia, sin moverse de su sitio entre las velas, sin levantar la cabeza, sinmover siquiera los labios para dar paso a las palabras hinchadas por el enojo de ultratumba. Todo elmundo reconoci la voz ronca e iracunda del viejo hacendado. Ahora sala an ms ronca e iracundapor la muerte. Los increpaba e insultaba por la irreverencia de estar all festejando su cadver con elpretexto de unas lgrimas hipcritas que en realidad no mojaban los ojos de nadie.

    Infelices, miserables, ladrones! bram el muerto. Creen ustedes que porque yo estoy conlas tripas fras, bien reventado y muerto, no escucho vuestra risa, vuestros chistes indecentes, vuestrasmaldiciones alrededor de mi teongu? Fuera de aqu, chanchos asquerosos, malagradecidos!

    Todos huyeron despavorecidos, menos uno. Al lado del furioso cadver slo Mano Cruel quedtranquilo e impvido como si no hubiera odo nada. Su desmesurado coraje hizo ms vergonzosa lafuga de los dems.

    Y pareci tambin apaciguar, tranquilizar poco a poco al inmenso estanciero muerto que volvi aparecerse a un muerto. Crspulo Gauto y algunos otros hicieron de tripas corazn y regresaroncautelosamente al velorio. Mano Cruel no se haba movido de su sitio. Una vaga sonrisa le jugueteabaen la boca grande y carnosa. El nico que pareca haberse movido un poco era el finado: tena abiertala boca y una mano cada al costado. La expresin del rostro fofo y plido era monstruosa: denotaba eltremendo esfuerzo que haba agotado al cadver en la filpica pstuma. Doa Tomasa de Balmaceda,la viuda, estaba enloqueciendo. Las dems mujeres no estaban mejor que ella. Los hombres iban yvenan del yuyal y se paraban en la puerta, rgidos y silenciosos, esperando a cada momento que elmuerto volviera a insultarlos.

    A la madrugada, Mano Cruel y Crspulo Gauto se retiraron del velorio. Mano Cruel no habaperdido su buen humor.

    Qu te parece, Crspulo, la leccin que les di a esos sinvergenzas? Venir a burlarse de unpobre muerto en su mismo velorio, slo porque era un rico miserable y malagelta! No sabenrespet!

    Pero entonces el que habl no era el el muerto sino sino?Yo concluy Mano Cruel la frase tartamuda de Crspulo. Quin pic quera entonce que

    juera, vyro? No te dite cuenta?No Mano. Era nic propiamente vo la voz del finado don Simen.No sabe acaso que puedo remedar cualquier voz de cristiano o de animal?Ahora pod remedar hasta la voz de los muertos. ManoS, pero me cobr el trabajito meti la mano en el bolsillo y sac la dentadura postiza de don

    Simen, llena de dientes de oro, y tambin el grueso anillo amelonado con un diamante, que habasido el orgullo del difunto.

    Ante los idiotizados ojos de Crspulo, la dentadura y el anillo, fnebres y radiantes, parecan en lasmanos de M