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X Congreso Argentino de Antropología Social Buenos Aires, 29 de Noviembre al 02 de Diciembre del 2011 Grupo de Trabajo: GT 39 – Antropología de las Moralidades Título del Trabajo: Sobre la orientación moral del comportamiento y los usos prácticos de las orientaciones morales. Fernando Alberto Balbi (UBA / CONICET) X Congreso Argentino de Antropología Social – Facultad de Filosofía y Letras – UBA – Buenos Aires, Argentina 1

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BalbiLa orientación moral del comportamiento

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X Congreso Argentino de Antropología Social

Buenos Aires, 29 de Noviembre al 02 de Diciembre del 2011

Grupo de Trabajo:

GT 39 – Antropología de las Moralidades

Título del Trabajo: Sobre la orientación moral del comportamiento y los usos prácticos de

las orientaciones morales.

Fernando Alberto Balbi (UBA / CONICET)

X Congreso Argentino de Antropología Social – Facultad de Filosofía y Letras – UBA – Buenos Aires, Argentina 1

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1- Una de las muchas dificultades que restringen nuestra capacidad de analizar

adecuadamente los hechos sociales es la tendencia —profundamente arraigada en

el pensamiento llamado ‘occidental’ en tanto se trata de un pensamiento burgués— a

tratar aquello que se considera del orden de la ‘moralidad’ o la ‘moral’ como opuesto

a lo que sería del dominio del ‘comportamiento interesado’ o ‘pragmático’, tendencia

denotada frecuentemente por contrastes tales como los trazados entre ‘moral /

pragmática’, ‘moral / razón’, ‘valor / interés’, ‘desinterés / interés’, ‘altruismo /

egoísmo’, etc. Buena parte de la historia de las ciencias sociales y de la filosofía

moderna, de hecho, podría ser escrita en términos de la diversidad de posiciones

factibles en torno de esta oposición, incluyendo aquellas que niegan radicalmente la

posibilidad de la existencia de una de las formas de comportamiento que ella

supone. Incluso nuestro vocabulario hace difícil eludir este proceder.

Las formas más pobres de esta distinción son las que asumen, más o menos

explícita y conscientemente, que se trata de un hecho, un dato de la realidad. Ello

conduce, al tratamiento de comportamientos, relaciones sociales y aún instituciones

particulares como enteramente fundadas en uno de los polos: esto es, como

puramente ‘morales’ o, mucho más frecuentemente, como meramente regidas por el

‘interés’ o la ‘racionalidad’ en el sentido estrecho de una racionalidad respecto a

fines y, consecuentemente, como ‘amorales’ o aún ‘inmorales’. Ejemplos de la

segunda opción son la economía neoclásica y sus derivaciones (la antropología

económica ‘formalista’, los enfoques ‘transaccionistas’ desarrollados hacia la década

de 1960), la ortodoxia vigente en ciencia política y, claro está, los teóricos de la

acción racional. El mismo tipo de opción conceptual se encuentra arraigada como un

supuesto en muchos estudios desarrollados desde la segunda mitad de la década de

1970 que tratan el comportamiento en términos de las nociones de ‘discurso’,

‘retórica’ o ‘narrativas’, donde se afirma o se asume que los postulados morales

verbalizados —valores, máximas, ejemplos estandarizados, reglas explícitas, etc.—

son meros recursos retóricos con cuyos sentidos los actores juegan

estratégicamente (cf., por ejemplo, Herzfeld 1988).

Todos estos enfoques resultan inaceptables en tanto parámetros para el

análisis etnográfico de la vida social porque suponen establecer a priori una

explicación del comportamiento de los sujetos y obliteran la posibilidad de atender

seriamente a las perspectivas nativas. En efecto, si se entiende a la perspectiva

etnográfica como una mirada analítica que trata de aprehender una porción del

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mundo social a través de un análisis centrado estratégicamente en las perspectivas

de los actores y que apunta a integrarlas coherentemente a sus productos finales,

los textos etnográficos (cf. Balbi 2007, 2010), resulta imperativo rechazar este tipo

de perspectivas por cuanto comportan, inevitablemente, abordar el análisis del

comportamiento habiendo decidido de antemano su sentido.

Sin embargo, la tendencia a tratar a la moral y el interés como diametralmente

opuestos puede presentarse de maneras mucho más sutiles que no atribuyen al

mundo lo que es producto de nuestra propia mirada. Entre muchos ejemplos

destaca, sin lugar a dudas, la distinción trazada por Max Weber (1996) entre el

comportamiento ‘racional con respecto a fines’ y el ‘racional con respecto a valores’.

Weber distinguió entre ambos como parte de un esquema típico-ideal (que, además,

comprende otros dos tipos), advirtió claramente que sólo en casos excepcionales la

acción social podía estar orientada de modo exclusivo en los términos de uno sus

tipos ideales y, que yo sepa, nunca olvidó esto en el curso de sus análisis (cosa,

que, en cambio suelen hacer quienes se proponen explícitamente valerse de su

método). El problema aquí es menos evidente y atañe al núcleo del procedimiento

seguido por Weber. En efecto, la tipología separa radicalmente ambas modalidades

de comportamiento a nivel conceptual asumiendo que, a fines analíticos, es posible y

conveniente distinguirlas plenamente; y, aunque sólo se las haya separado

heurísticamente para luego reunirlas en el análisis del comportamiento efectivo, esa

línea divisoria se torna en el elemento central de la comprensión de éste. El

resultado es que resulta imposible dar cuenta plenamente de las diversas formas en

que, en la práctica, ‘fines’ y ‘valores’, intereses y moral, se presentan articulados en

la conducta de los sujetos, donde muchas veces son indistinguibles: pues, una vez

separados analíticamente (operación que, cabe recordarlo, implica también

oponerlos), ya no podemos volver a reunirlos satisfactoriamente. Este procedimiento

—aunque es legítimo en el contexto de la empresa sociológica weberiana— resulta,

así, inaceptable en términos de una concepción de la etnografía que pretenda

atender seriamente a las perspectivas de los actores.

2- Anteriormente he sugerido (cf. Balbi, 2007) que una alternativa conveniente —al

menos para la Antropología Social— para evitar ingresar a este laberinto sin salida

es la de asumir un punto de partida propiamente etnográfico, comenzando por

atender al comportamiento, donde la distinción entre intereses y moral no es

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evidente ni siquiera para los propios actores, en lugar de encarar nuestro trabajo

postulándola como un a priori conceptual. Así, deberíamos preguntarnos cómo es

posible que las personas sean regularmente capaces de conformarse a patrones de

comportamiento que aparecen como moralmente adecuados para quienes las

rodean y para ellas mismas y, al mismo tiempo, consigan realizar intereses y metas

propios, sean estos ‘individuales’ o ‘grupales’. En el plano de la forma en que el

comportamiento es producido subjetivamente —importa, aquí, no confundir la

producción del comportamiento con su posterior evaluación pública—, la

identificación entre valores morales e intereses es posible, y que, de hecho, se da en

gran parte del comportamiento humano, a través de las innumerables formas en

que, una y otra vez, confundimos sutilmente lo que nos conviene hacer con lo que

nos parece correcto hacer (cf. Balbi, 2007: cap. I). Si se opta por un abordaje

propiamente etnográfico, pues, se hace imperativo tanto dar cuenta a nivel teórico

de las condiciones de posibilidad de esa asimilación entre moral e interés (esto es,

de sus condiciones, fundamentos y mecanismos) como establecer etnográficamente

las formas en que ello sucede en medios sociales particulares.

Desde el punto de vista teórico, si entendemos como dotado de un carácter

‘moral’ a cualquier comportamiento o relación social que sea postulado por un

conjunto o categoría de actores como simultáneamente ‘obligatorio’, en tanto

sancionado socialmente, y ‘deseable’ (cf. Balbi 2007) y si consideramos como

‘interesado’ a todo comportamiento dirigido a la concreción de metas que los actores

consideran como relevantes para sí o para sus grupos de referencia, el rumbo que

encuentro más promisorio para dar cuenta de las condiciones de posibilidad de la

asimilación entre ambos consiste en centrar nuestra atención en las relaciones entre

moral y cognición. Se trata, para decirlo más llanamente, de atender al hecho que la

moral es, en lo esencial, un fenómeno del orden cognitivo. Este camino no es para

nada novedoso y, en la tradición de las ciencias sociales, remite fundamentalmente

a los trabajos de Emile Durkheim (cf. 1951, 1992, 1994). En otra tradición, donde

filosofía y psicología se imbrican una con la otra, el tratamiento de la moral en

términos de su estrecha vinculación con el conocimiento también encuentra un

lejano antecedente en los trabajos de John Dewey (1922) y se extiende hasta la

actualidad, destacando particularmente la propuesta de Mark Johnson (1996) en el

sentido de fundar las teorías ‘normativas’ de la filosofía moral en los hallazgos

‘empíricos’ de las investigaciones en psicología moral.

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Desde el punto de vista del problema que he enunciado, este tipo de

aproximación abre una vía clave para superar la contraposición folk entre moral y

comportamiento interesado al poner en el centro del análisis al hecho de que los

sujetos perciben y entienden el mundo que los rodea en términos que ya se

encuentran cargados de connotaciones morales y, por ende, producen su propio

comportamiento en términos que siempre son moralmente informados. Lejos de

consistir en la aplicación deductiva de reglas o de principios abstractos para

determinar el deber ser del comportamiento —imagen que no permite pensarla como

implicada en la inmediatez de la acción—, la moral es una parte integral del

entendimiento y el razonamiento humano y, por ende, de la acción, en la medida en

que se funda en el aparato conceptual humano (cf. Johnson 1996). Así, la moral se

encuentra directamente implicada en nuestra percepción, en el sentido de que los

hechos se nos presentan —habitualmente, aunque no siempre—como si estuviesen

dotados de un sentido moral determinado pues los aprehendemos en base a

estructuras conceptuales que, lejos de ser opcionales, se nos imponen, y que

delimitan las formas en que percibimos el mundo en que operamos; del mismo

modo, nuestro entendimiento (tanto a nivel tácito como a nivel explícito) del mundo

que nos rodea se produce en términos de dichas estructuras y, por ende, comporta

una carga de sentido moral; asimismo, las características de dicho aparato

conceptual establecen los límites dentro de los cuales se desarrollan nuestros

razonamientos acerca de cómo deberíamos comportarnos y de cómo hemos de

juzgar el comportamiento ajeno (cf. ibíd.:63); y, finalmente, las explicaciones

respecto del comportamiento propio y/o ajeno que elaboramos ex post facto se

conforman en base a las mismas estructuras y, en consecuencia, se ven también

atravesadas por connotaciones morales que, hasta cierto punto, se nos imponen

(tanto si las ofrecemos a los demás como a nosotros mismos; tanto si creemos en

ellas como si las desplegamos instrumentalmente, de manera retórica).

En este sentido, la moral —vale decir, una u otra moral históricamente dada,

socialmente situada— es constitutiva de todo el comportamiento humano. Así surge,

de hecho, de la evidencia acumulada a lo largo de la historia de las ciencias

sociales, así como de los aportes teóricos de Durkheim (cf. 1951, 1992, 1994) y de

Weber (1990, 1996), que permiten asumir que todo comportamiento, relación social

y estructura institucional comportan y/o suscitan evaluaciones morales, aunque éstas

no necesariamente sean explícitas. También Dewey, desde algún lugar entre los

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campos de la filosofía y la psicología, señalaba la omnipresencia de la moral en la

vida humana y la caracterizaba como un proceso continuo vinculado con el

aprendizaje del significado de la conducta y con su orientación:

The foremost conclusion is that morals has to do with all activity into which

alternative possibilities enter. For wherever they enter a difference between

better and worse arises... The better is the good; the best is not better than

the good but is simply the discovered good. (Dewey, 1922:278)

(...) When we observe that morals is at home wherever considerations of

the worse and better are involved, we are committed to noting that morality is

a continuing process not a fixed achievement. Morals means growth of

conduct in meaning; at least it means that kind of expansion in meaning

which is consequent upon observations of the conditions and outcome of

conduct. It is all one with growing. Growing and growth are the sane fact

expanded in actuality or telescoped in thought. In the largest sense of the

word, morals is education. It is learning the meaning of what we are about

and employing that meaning in action. (ibíd.:280)

Desde este punto de vista, no se aprecia necesidad alguna de pensar el

comportamiento ‘interesado’ como conceptualmente antitético en relación con la

‘moral’. De hecho, los actores intentan realizar sus ‘fines’ y concretar sus ‘intereses’

(sean estos ‘individuales’ o ‘grupales’) en términos morales pues así los conciben y,

lo que es más, así los perciben desde un primer momento: en tanto elemento

constitutivo del aparato conceptual humano, la moral es también un elemento

constitutivo de la orientación de la conducta humana en función de los ‘intereses’ de

los actores, se encuentra entre las condiciones iniciales de su concepción y es una

parte integral de los medios de su realización. Así, por ejemplo, anteriormente he

examinado la ubicuidad y la eficacia que presentan los valores morales cuando se

encuentran fuertemente legitimados y sustentados por sanciones, lo cual hace

posible que se tornen, simultáneamente y de manera inextricable, en principios de

orientación del comportamiento y en medios a través de los cuales éste se despliega

(cf. Balbi, 2007).

Más ampliamente, Raymond Firth entendía que las opciones que hacen los

seres humanos en su comportamiento “poseen continuidad y forman un sistema”,

tanto en el sentido de que se encadenan cronológicamente y “en la secuencia de la

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acción”, como en el de que “a nivel conceptual se eslabonan en función de los

valores, en función de una serie de cualidades asignadas a las relaciones

involucradas en la acción” (1976:142 y 143). Lejos de ser un asunto de arbitrio

individual, el establecimiento de tales valores era, para Firth, un fenómeno social:

La opción, conducta y valores de cualquier individuo están condicionados

por otras personas... Por su existencia misma, esas personas constituyen

elementos importantes en la apreciación global que hace un individuo de su

propia posición individual; luego, a las relaciones mantenidas con ellas se les

atribuye cualidades específicas —valores—. Esto se debe en parte a que las

acciones de los demás dan sentido al sistema conceptual y simbólico del

individuo... Cuento menor sea el aislamiento en que actúe un individuo, tanto

mayor deberá ser su adaptación a las elecciones -o expectativas de

elección- de los demás. (ibíd.:143)

Por su parte, Dewey sugería que la moral supone un condicionamiento social de la

conducta, una ‘saturación social’ de la vida que alcanza incluso al medio físico y que

no sólo informa el significado de la conducta sino también su carácter instrumental;

vale la pena citar extensamente su razonamiento:

Our thoughts of our own actions are saturated with the ideas that others

entertain about them, ideas which have been expressed not only in explicit

instruction but still more effectively in reaction to our acts.

Liability is the beginning of responsibility. We are held accountable by

others for the consequences of our acts. (Dewey, 1922:315)

(...) Gradually Persons learn by dramatic imitation to hold themselves

accountable, and liability becomes a voluntary deliberate acknowledgment

that deeds are our own, that their consequences come from us.

These two facts, that moral judgment and moral responsibility are the work

wrought in us by the social environment, signify that all morality is social; not

because we ought to take into account the effect of our acts upon the welfare

of others, but because of facts. Others do take account of what we do, and

they respond accordingly to our acts. Their responses actually do affect the

meaning of what we do. The significance thus contributed is as inevitable as

is the effect of interaction with the physical environment. In fact as civilization

advances the physical environment gets itself more and more humanized, for

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the meaning of physical energies and events becomes involved with the part

they play in human activities. Our conduct is socially conditioned whether we

perceive the fact or not.

(...) When we begin to forecast consequences, the consequences that most

stand out are those which will proceed from other people. The resistance and

the cooperation of others is the central fact in the furtherance or failure of our

schemes. Connections with our fellows furnish both the opportunities for

action and the instrumentalities by which we take advantage of opportunity...

This social saturation is, I repeat, a matter of fact, not of what should be, not

of what is desirable or undesirable. It does not guarantee the rightness of

goodness of an act; there is no excuse for thinking of evil action as

individualistic and right action as social. Deliberate unscrupulous pursuit of

self-interest is as much conditioned upon social opportunities, training and

assistance as is the course of action prompted by a beaming benevolence.

The difference lies in the quality and degree of the perception of ties and

interdependencies; in the use to which they are put. (ibíd.:316 y 317)

En suma, el sentido moral es una parte integral del sentido, incluyendo el de los

comportamientos ‘interesados’; y todo ello es producido socialmente —lo que

implica, desde luego, que la moral es siempre una moral socialmente situada,

históricamente dada, y que el propio comportamiento en que ella se despliega le es

constitutivo, que la reproduce y la re-produce, la transforma—.1 Dicho de otra

manera, todo el proceso por el cual los seres humanos llegamos a representarnos

(más o menos explícitamente) determinadas metas como relevantes para nosotros o

para nuestros grupos de referencia e intentamos (más o menos deliberadamente)

realizarlas se encuentra atravesado por preferencias socialmente inducidas que nos

llevan a representarnos determinadas alternativas de comportamiento como

simultáneamente ‘obligatorias’ y ‘deseables’.

1 He abordado el problema de la producción social de la moral en: Balbi (2007)

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3- El abordaje de la moral en términos que priorizan el análisis de su estrecha

relación con la cognición conduce naturalmente a pensarla como una ‘dimensión’ (en

el sentido de un ‘aspecto’ o ‘componente’) de los hechos sociales antes que como

una ‘esfera’ o un ‘dominio’ de la vida social: si la moral es constitutiva de todo

comportamiento humano, entonces, tal como lo intuyera Durkheim, todos los hechos

sociales son portadores de una dimensión moral. En palabras de Dewey:

(...) The recognition that conduct covers every act that is judged with

reference to better and worse and that the need of this judgment is

potentially coextensive with all portions of conduct, saves us from the

mistake which makes morality a separate department of life. (1922:279)

Si, pues, la moral o moralidad es inseparable del comportamiento, cabe dudar que

ganemos algo tratándola como un dominio per se. Sin embargo, ese es el tipo de

tratamiento que ha predominado en el pensamiento social, conduciendo

invariablemente a la reificación de la moral o moralidad puesto que supone

examinarla como si se tratara de un segmento diferenciado de los hechos sociales,

susceptible de ser analizado primero en sí mismo para luego plantear el problema de

las formas en que se ‘entrecruza’ o ‘intersecta’ con otros ‘dominios’, ‘campos’, etc.

Como he mostrado en otro contexto (cf. Balbi 2007: cap. I), la reificación de los

factores morales como parte de ‘estructuras’ o ‘sistemas’ morales —o, más

ampliamente, ‘simbólicos’ o ‘culturales’— cuya existencia se da por supuesta y,

luego, se torna explicativa en virtud de su propia intangibilidad, conduce siempre a

análisis que, en mayor o menor medida, resultan ahistóricos y esencialistas. En

cambio, la adopción de la perspectiva que propongo permite eludir —al menos hasta

cierto punto— las dificultades que resultan del procedimiento, largamente

naturalizado, consistente en diseccionar por adelantado el mundo social para luego

preguntarse por la forma en que sus ‘porciones’ se interrelacionan. Por el contrario,

al tratar a la ‘moral’ o ‘moralidad’ como una dimensión analíticamente diferenciable

de todos y cada uno de los hechos sociales, la sistematicidad que se advierte en las

formas en que se presentan los factores que asociamos a esos términos puede ser

explicada en función de la sistematicidad de los propios hechos sociales; y, además,

esto puede ser analizado etnográficamente, apelando a recursos sociológicos, sin

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necesidad de recurrir a los actos de fe en que se sustentan los análisis que optan

por el camino de la reificación.

4- Entiendo que esta perspectiva, que aquí apenas esbozo, nos equipa mejor para

atender en el curso de la etnografía a las diversas formas en que se presenta en la

práctica la relación entre ‘moral’ e ‘interés’, a las múltiples maneras en que ambos se

articulan en la producción subjetiva del comportamiento.2 Por otra parte,

evidentemente, el enfoque que propongo comporta sus propios problemas, que no

puedo abordar aquí pero que cabe, al menos, enumerar en la forma de una

incompleta serie de preguntas para las cuales —debo confesarlo— carezco de

respuestas claras: ¿Cómo están conformados los recursos cognitivos que sostienen

el entendimiento y el razonamiento moral?; ¿son de carácter ‘metafórico’ (cf.

Johnson 1996), revisten la forma de ‘esquemas’ (cf. Brewer 1999:729), tienen una

estructura de tipo ‘coneccionista’ (cf. McClelland 1999; Bloch 1998: primera parte) o

suponen una combinación de éstos y otros tipos de recursos cognitivos (Brewer

1999:730)? ¿Acaso, la dimensión moral de la percepción, el conocimiento y la acción

debe ser pensada como estructurada por ‘modelos culturales’, tanto ‘mentales’ como

‘instituidos’ en el mundo social (cf. Shore 1996; Casson 1999)? ¿Cómo se relacionan

entre sí el entendimiento moral ‘intuitivo’ y el ‘reflexivo’ (cf. Sperber 1997)?; y, más

específicamente, ¿cómo se vinculan las percepciones moralmente informadas y el

entendimiento moral implícito con el razonamiento, los juicios y las argumentaciones

morales? ¿Cómo deberíamos dar cuenta de la historicidad de la moral, esto es, de

su naturaleza socialmente situada, de su naturaleza cambiante?: ¿como el producto

de disputas en torno de la producción del sentido de los hechos sociales?; ¿como el

efecto de incesantes ‘negociaciones’ intersubjetivas?; ¿como el correlato del

carácter inherentemente procesual y ‘experimental’ de toda moral (cf. Dewey 1922;

Johnson 1996)?; ¿como el producto del despliegue de nuestras capacidades

‘metacognitivas’ (cf. Moses y Baird 1999) o, más particularmente, de un tratamiento

reflexivo de los conceptos y razonamientos morales fundado en nuestras

‘habilidades meta-representacionales’ (cf. Sperber 1997, 2000)?; ¿como un efecto

de la naturaleza ‘imaginativa’ del pensamiento humano (cf. Lakoff 1990) o, más

específicamente, de nuestra ‘imaginación moral’ (cf. Johnson 1996)?; ¿como un

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correlato inevitable de los procesos, a la vez psicológicos y sociales, que resultan en

la producción del significado en tanto elemento inmanente a los contextos

relacionales del involucramiento práctico de las personas en su entorno vital (cf.

Ingold 2002)?; etc. Y aún: ¿es realmente posible dar cuenta de la íntima relación

entre moral y percepción en términos de la mediación de estructuras conceptuales o

cabría, en cambio, pensar la moral como una forma específica de ‘conocimiento

incorporado’ desarrollada a través de formas de ‘aprendizaje situado’ (cf. Lave 1991;

Cantwell Smith 1999) e inseparable de las ‘prácticas’ (cf. Ingold 2002; Marchand

2010; Downey 2010)?

5- He sugerido que, en tanto es un elemento constitutivo del aparato conceptual

humano, la moral también lo es de la orientación de la conducta en función de los

‘intereses’ de los actores; ello significa, primero, que la moral es el punto de partida

de las formas en que dichos intereses son concebidos porque los sujetos perciben y

entienden el mundo que los rodea en términos que ya se encuentran cargados de

connotaciones morales y, segundo, que es también una parte integral de los medios

de su realización porque los términos de que disponen los sujetos para producir su

propio comportamiento (los conceptos que emplean, las formas en que se

estructuran sus razonamientos, su capacidad de reflexionar respecto de la conducta

propia y ajena, etc.) están ya moralmente informados.

Así, pues, todo comportamiento es —al menos potencialmente, en teoría— a la

vez ‘moral’ y ‘pragmático’, cosa que, sin embargo, no significa que todos los

comportamientos concretos sean igualmente morales y pragmáticos. En efecto, si

bien la moral entra en el comportamiento a la vez, e inseparablemente, como uno de

sus fundamentos y como parte de sus recursos (cf. Balbi 2007), no lo hace siempre

en las mismas ‘proporciones’. La medida en que la moral orienta efectivamente

nuestro comportamiento es variable, y también lo es el punto hasta el cual nos

servimos ‘instrumentalmente’ de ella para lograr nuestros cometidos, pero ni lo uno

ni lo otro dependen de nuestra mera voluntad. Al contrario, tales medidas varían en

función de las condiciones sociales en que las orientaciones morales han sido

producidas y de aquellas en que son aplicadas; o bien —lo que, hasta cierto punto,

es decir lo mismo—, varían en función de las condiciones sociales que han llevado a

2 Este enfoque permite también minimizar la incidencia del problema de los ‘inner states’, que afecta

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los actores a concebir ciertos intereses y de aquellas en que tratan de concretarlos.

Dedicaré lo que resta de esta ponencia a esbozar algunos de los factores que

pueden incidir sobre esas variaciones, considerando brevemente algunos materiales

etnográficos.

6- En el curso de mi trabajo sobre el lugar ocupado por el concepto de lealtad3 en la

praxis política de los peronistas (cf. Balbi 2007)4 pude comprobar que éste, sus

opuestos (los de traición y deslealtad) y sus derivados (leal, traidor, etc.) eran

recursos clave desplegados por los actores para posicionarse en términos moral y,

por ende, políticamente positivos y para atacar a sus rivales colocándolos en

posiciones moral y políticamente negativas. Durante los años que duró mi trabajo,

entre fines de la década de 1990 y comienzos de la primera de este siglo, me

encontré crecientemente sorprendido por la eficacia de esos ‘usos’ del ‘universo

conceptual de la lealtad’ (denotada, ante todo, por el hecho de que, una vez

introducidas en la interacción, las apelaciones al mismo se tornaban

sistemáticamente en elementos centrales de ésta), así como por su muy escasa

variedad que, a su vez, revelaba que los sentidos asociados al concepto de lealtad

eran sistemáticamente los mismos, como si no hubiera disputas al respecto. En

efecto, la lealtad aparecía con casi total regularidad en las palabras y las acciones

de los actores siendo considerada: como una virtud de carácter moral propia de todo

auténtico peronista; como una cualidad inherente a las personas, que se tiene o no

se tiene; como el fundamento último de las relaciones entre compañeros, la

conducción política y la unidad de propósitos de los hombres y mujeres del

peronismo; como asimétrica, en el sentido de que la lealtad del conductor

engendraría la de sus seguidores y no al contrario; entre otras ideas. En todos los

casos que mis fuentes exhibían, los usos ‘pragmáticos’ de la lealtad se ajustaban

estrechamente a estos sentidos ‘canónicos’: los actores denotaban su lealtad (para

con sus jefes políticos, agrupaciones, compañeros, el Partido, etc.) mediante una

paleta limitada de declaraciones verbales y recursos no verbales, incluyendo

complejas puestas en escena fuertemente estandarizadas (tanto aparentemente

descontextualizadas como sujetas a un calendario de conmemoraciones

particularmente al análisis etnográfico de la moral. Véase: Balbi (2007). 3 En la exposición de los casos me valgo de las itálicas para señalar las expresiones de los actores. 4 Por razones de espacio, no incluiré referencias detalladas, remitiendo al lector al volumen citado.

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‘ritualizadas’) que históricamente los rivales políticos del peronismo han tendido a

considerar como formas de ‘obsecuencia’; y usaban recursos similares e igualmente

limitados para acusar a sus rivales de ser traidores o, más veladamente, desleales.

Por el contrario, no fui capaz de encontrar caso alguno en que un sujeto o grupo se

posicionara implicando —y mucho menos, afirmándolo explícitamente— su propia

condición de desleal o traidor y presentándola como algo positivo, ni tampoco

intentos de descalificar a los rivales atribuyéndole a su presunta lealtad un valor

negativo (lo más cercano a esto eran descalificaciones que suponían acusar a

alguien de no tener otra virtud que la de ser leal, como las que en su momento

fueron levantadas en contra de Héctor Cámpora). Más sorprendente aún me

resultaba la constatación de que los usos contemporáneos del universo conceptual

de la lealtad, así como los sentidos que denotaban, eran casi idénticos a los que

revelaban las fuentes primarias y secundarias sobre las décadas formativas del

peronismo.

El panorama que exhibían mis materiales era, entonces, el de la existencia de

un cierto ‘universo conceptual’ centrado en un valor moral sobre cuyos sentidos no

parecía haber disputa y que aparentemente casi no habían experimentado cambios

desde la década de 1940 (la principal excepción se relacionaba con la muerte de

Juan Domingo Perón, que conllevó ciertos cambios en el sentido de las

manifestaciones de lealtad hacia él, las cuales, sin embargo, continuaban siendo

centrales) y que se integraban en un repertorio de ‘usos’ políticos ‘pragmáticos’ o

‘interesados’ sumamente pobre. Todo ello me resultaba sorprendente al punto de

parecerme imposible, pues los antropólogos de mi generación estamos más bien

preparados para a esperar disputas por el sentido, una polisemia generalizada y una

creatividad ‘práctica’ ilimitada que, rutinariamente, se supone asociada a la ‘agencia’.

Tardíamente, sin embargo, advertí que todo ello se correlacionaba claramente con

otro detalle que hasta ese momento me parecía extraño. Durante años, siguiendo

otro procedimiento establecido en nuestra disciplina, había procurado exégesis

‘nativas’ del concepto de lealtad y los otros que se le asocian, transitando en vano

fuentes documentales y estudios publicados (que abarcaban toda la historia del

peronismo hasta el momento mismo de mi trabajo), esperando sin suerte que los

actores con que trataba las desarrollaran por su cuenta, e incluso fracasando

reiteradamente en mis intentos de inducirlos a que lo hicieran: Todo lo que había

encontrado, de hecho, eran unos pocos pasajes de discursos y de textos firmados

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por Perón que esbozaban los sentidos del concepto que he denominado ‘canónicos’,

su sistemática reiteración casi textual en los dichos o escritos de Eva Perón y de

innumerables dirigentes y militantes de todos los tiempos, y una curiosa forma de

‘uso’ del concepto que bauticé como ‘pseudo-exégesis’, donde uno u otro peronista

empezaba a hablar de la lealtad proponiéndose examinar su significado pero se

limitaba a reiterar las fórmulas convencionales, usándolas para posicionarse en la

coyuntura política. Así las cosas, yo estaba convencido de que las exégesis existían

y de que era yo quien no sabía encontrarlas. Sólo hacia el final de mi investigación

advertir —inspirado por algunas observaciones de Fredrik Barth— que lo que ocurría

era que los peronistas, sencillamente, no elaboraban discursivamente los sentidos

de la lealtad. Esto me condujo a investigar cómo aprendían lo que el concepto

significaba, descubriendo que lo hacían en la práctica, de maneras ‘tácitas’ que

abarcaban a la mera experiencia de los usos del concepto en la vida cotidiana de los

peronistas y, muy especialmente, al conocimiento de una serie de ‘ejemplares de

lealtad’, historias estandarizadas que proporcionaban ejemplos paradigmáticos de

lealtad (sobre la relación entre Perón y el pueblo, sobre las relaciones de Evita con

Perón y el pueblo, y sobre los militantes de la Resistencia); advertí, asimismo, que

este aprendizaje se desarrollaba en un largo plazo, comenzando a veces con los

primeros pasos de los actores en la militancia política y, en muchos casos, aún

antes, en el seno de familias peronistas. Los peronistas, en suma, sabían qué era la

lealtad —qué implicaba el concepto y, también, cómo usarlo— sin necesidad de

contar más que con algunas fórmulas estereotipadas para hablar al respecto. Este

estado de cosas hacía que carecieran de estímulos para desarrollar exégesis del

concepto y aún de los medios necesarios para hacerlo, que los sentidos del mismo

variaran escasamente y que sus usos prácticos, interesados, se ajustaran a unos

pocos procedimientos que, al ser sumamente eficaces, desalentaban ulteriores

resignificaciones del concepto (consideraciones que cabe extender a los demás

términos mencionados: traición, deslealtad, etc.). Finalmente, todo este cuadro era

coherente con otro rasgo saliente revelado por mis materiales: el hecho de que los

sentidos canónicos de la lealtad condicionaban fuertemente la praxis política de los

peronistas, especialmente en la medida en que aparecían como fundamentos de

ciertas formas de ‘confianza’ que estructuraban las relaciones entre los actores. Esto

se reflejaba, por ejemplo, en las exigencias de alineamiento estricto en que los

dirigentes pretendían basar sus liderazgos, en su preferencia por la fuerte

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personalización de las relaciones ‘verticales’, y en las dificultades que los dirigentes

encontraban para recomponer lazos entre sectores internos después de presuntos

hechos de traición, que daban lugar a que su militancia se resistiera a cooperar con

quienes, desde su punto de vista, ya habían revelado que carecían de la cualidad de

ser leales.

7- Mi trabajo sobre los correlatos morales de los conflictos desarrollados en una

cooperativa de pescadores en el área del Delta del Paraná en la provincia de Entre

Ríos hacia mediados de la década de 1980 (cf. Balbi 2000; Boivin, Rosato y Balbi

1999) ofrece un interesante contraste con los hechos que acabo de sintetizar.5 Se

trataba de una organización integrada por pescadores artesanales que se valían

predominantemente del trabajo propio y de otros miembros de sus unidades

domésticas y empleaban sus propias herramientas (redes, canoas con motores

dentro de borda, etc.) para desarrollar, cada uno por su cuenta, las tareas de captura

del pescado, y que se agrupaban como cooperativa para concentrar su producción y

venderla a comerciantes conocidos como ‘acopiadores’. Este término abarcaba a

empresarios que ocupaban distintas posiciones en el proceso productivo, incluyendo

a los que llamaré ‘acopiadores extralocales’, que contaban con camiones térmicos y

otros insumos necesarios para colocar los productos en comercios minoristas del

NOA y el NEA, y a otros que denominaré ‘acopiadores locales’, quienes se limitaban

a concentrar la producción de numerosos pescadores independientes para

revenderla a los extralocales o, sencillamente, actuaban en su nombre, como sus

socios. Si bien la cooperativa había sido creada con el objetivo declarado de

posibilitar que los pescadores colocaran directamente su producción en los centros

de consumo, en la práctica competía con los acopiadores locales en su rol de

intermediarios, abasteciendo a los acopiadores extralocales en base a la asociación

voluntaria —y teóricamente libre— de un grupo de pescadores que oscilaba entre las

dos y tres decenas, y que sumaba a esto la compra de los productos de pescadores

no socios cuando necesitaba ampliar su oferta. El trasfondo de esta situación eran

las relaciones de ‘intercambio desigual’ que suponían la extracción del plusvalor de

los pescadores por los acopiadores en forma de productos, las cuales constituían el

rasgo central del proceso productivo.

5 Nuevamente, evitaré introducir referencias detalladas a los textos citados.

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Cada socio entregaba sus productos a la cooperativa, la cual los revendía y

retenía apenas un pequeño porcentaje fijo para gastos operativos (mantenimiento

del local, pago de sueldos de sus empleados, etc.). Ahora bien, la institución estaba

integrada por pescadores cuyas unidades productivas presentaban variados niveles

de reproducción, desde la deficitaria (el caso de aquellos que frecuentemente

obtenían por sus productos menos dinero de lo que les costaba reponer sus

condiciones de trabajo y mantener a sus grupos domésticos) hasta la ampliada (el

caso de los que ganaban lo suficiente para reinvertir en ampliaciones de sus

unidades de producción, reuniendo más metros de red, comprando nuevas canoas

y, quizás, contratando peones, y/o para invertir en gastos domésticos, mejorando

sus viviendas, financiando la educación de sus hijos, etc.). Los intereses de todos los

socios coincidían hasta cierto punto pero distaban mucho de ser homogéneos,

tendiendo a diferenciarse de acuerdo a los niveles de reproducción de sus unidades

productivas y domésticas, especialmente en dos aspectos. El primero era la política

comercial de la institución, donde existían las posibilidades alternativas de restringir

la venta al comprador (o los compradores) que pagaran los mejores precios y de

priorizar la colocación de los productos aunque ello supusiera aceptar precios

menores; dependiendo de los precios del pescado y el volumen de la demanda,

cada una de tales alternativas convenían más a los pescadores más exitosos o a los

menos prósperos. El segundo, refería al destino a dar a los excedentes (el modesto

superávit que la cooperativa acumulaba ocasionalmente) y a los fondos que

ingresaban mediante créditos y subsidios provistos por organismos públicos y

ONGs, los cuales podían ser empleados para adquirir bienes de capital de uso

común (un freezer, un camión, etc.), que favorecían a los pescadores más

prósperos, o para subsidiar la compra de herramientas por los socios más humildes.

Esta diferenciación de intereses se combinaba con otros factores tales como,

por ejemplo, los tipos y la densidad de las relaciones personales que atravesaban la

institución (omito aquí los detalles a fines de abreviar la exposición) dando lugar a la

conformación de grupos cambiantes que disputaban por el control de la cooperativa,

en una incesante sucesión de conflictos marcados por las apelaciones a un ‘universo

conceptual’ conformado por conceptos de fuerte carga moral que remitían al ideario

cooperativista: solidaridad, democracia, igualdad, excedentes, etc. Se trata, en

efecto, de vocablos centrales en la doctrina cooperativista (aunque, es claro, todos

ellos son empleados en múltiples contextos en nuestro medio social) y, por lo que

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aquí interesa, eran mentados siempre por los socios asumiendo que se los entendía

tal cual los mismos aparecían en dicha doctrina, en los instrumentos jurídicos que

regulan el cooperativismo en nuestro país y en el estatuto de la institución. Sin

embargo, los sentidos que se les atribuían variaban claramente según quiénes los

emplearan y en qué contexto lo hicieran y, de hecho, sus ‘verdaderos’ significados

eran objeto de reiteradas disputas. Para dar un solo ejemplo, la igualdad que la

cooperativa debía impulsar podía ser entendida: como la igualdad de todos los

pescadores (en la versión de quienes, en cierto momento, promovían que la

institución se asociara con las autoridades locales para modificar la modalidad del

control estatal de la pesca y controlar a los copiadores); como la igualdad entre

todos los socios, en el sentido de su acceso homogéneo a los recursos de la

institución (desde el punto de vista de quienes querían comprar un freezer para la

venta minorista de los productos de los asociados); o como la igualdad entre todos

ellos pero en el sentido, muy diferente, de promover la igualación de sus condiciones

materiales usando los recursos compartidos en favor de los más pobres (opción

sostenida por quienes impulsaban la entrega de subsidios a los pescadores que

tenían pocos metros de red, botes en mal estado, etc.). Las diferentes versiones de

estos conceptos se imponían alternadamente según el poder relativo de los grupos

que las sostenían dentro de la cooperativa —el cual oscilaba en un juego de alianzas

dinámico y complejo—, conduciendo a la consagración temporal, efímera, de una u

otra como versiones doctrinaria, legal y estatutariamente ‘correctas’ que eran

sostenidas oficialmente por la institución y pasaban a consagrar explícitamente las

políticas implementadas efectivamente por el Consejo de Administración; en algunos

casos, incluso, se tornaban en el fundamento explícito de sanciones más o menos

formales que eran aplicadas por quienes controlaban la institución a socios que se

oponían en los hechos a sus resoluciones.

Por otro lado, los sentidos atribuidos a los conceptos mencionados no eran

totalmente elásticos, ni tampoco lo eran los cursos de acción impulsados por quienes

en uno u otro momento controlaban la cooperativa. Por ejemplo, la institución

pagaba sistemáticamente a los no socios precios superiores a los pagados por los

acopiadores locales, puesto que se asumía que su papel era el de combatir la

explotación de los pescadores por aquellos, tarea que exigía la solidaridad entre

todos los pescadores; y si no había una plena igualdad en el trato dado a socios y no

socios, ello sólo sucedía porque los segundos no se decidían a sumarse a la causa

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que la institución encarnaba. Ejemplos como este revelan que los conceptos

atribuidos a la doctrina cooperativista operaban como valores morales que

orientaban el comportamiento de los actores.

En este caso encontramos, entonces, valores morales sometidos a ‘usos’

prácticos sumamente variados que suponían disputas sobre sus sentidos y

resignificaciones lo bastante importantes como para involucrar sentidos claramente

incompatibles entre sí. Por otro lado, esos ‘usos’ eran, en cierto sentido limitados en

cuanto a su eficacia, que dependía del establecimiento de relaciones de poder y

alianzas que permitieran sostenerlos y de la imposición deliberada de sanciones

institucionales. Al mismo tiempo, algunos sentidos mínimos aparecían

sistemáticamente asociados a esos conceptos de maneras más estables,

condicionando las relaciones entre los actores aunque dejando un amplio margen de

maniobra para su resignificación. Al contrario del caso de la lealtad, donde los

sentidos asociados al concepto estaban poco elaborados discursivamente y

cambiaban poco, aquí los socios debatían expresamente sobre lo que suponía para

la cooperativa ser democrática y solidaria, promover la igualdad, etc. porque los usos

‘pragmáticos’ de esos conceptos requerían, justamente, explicitar e imponer los

sentidos que se les atribuían, hecho que conducía a la escasa consolidación de los

mismos. Por otra parte, si en el caso de la lealtad la exigua elaboración discursiva, la

relativa falta de variedad de los usos del concepto y su elevada eficacia se fundaban

en un aprendizaje de sus sentidos desarrollado tácitamente, a través de la práctica y

de ejemplares en un proceso de socialización prolongada, en el contexto de la

cooperativa, al contrario, la profusa elaboración discursiva de los conceptos, las

amplias variaciones en sus usos y eficacia limitada e institucionalmente mediada de

éstos encontraban sus raíces en un proceso de socialización de características

diametralmente opuestas: pues los socios se incorporaban a la cooperativa, en

general, siendo adultos (de hecho, la institución había estado inactiva durante el

período de la última dictadura), debiendo adaptarse rápidamente a un medio donde

una serie de términos de uso común revestían sentidos explicitados discursivamente

y socialmente específicos (relacionados, en particular, con las formalidades de la

organización cooperativa, la posición de la institución en el proceso productivo, la

dinámica de su diferenciación interna y de los conflictos allí desarrollados, etc.); y,

además, esta misma dinámica impedía sistemáticamente el establecimiento de

acuerdos duraderos y exhaustivos sobre los sentidos de esos conceptos, de modo

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que tampoco se trataba de que los hombres que se incorporaban a la institución

pudieran socializarse en un marco caracterizado por consensos extendidos.

Finalmente, sin embargo, la relativa consolidación de un ‘núcleo’ de sentidos

mínimos aparecía asociada a un hecho social en el cual, en cambio, los actores se

socializaban de una manera más prolongada y más ‘práctica’: el intercambio

desigual, la subordinación común a todos los pescadores en relación con todos los

acopiadores, eje sobre el cual se montaba la estructura del proceso productivo

pesquero desde la década de 1960. A este eje se asociaban ciertos sentidos

mínimos que orientaban el comportamiento de los socios de maneras restringidas en

sus alcances pero claramente eficaces.

8- Una rápida comparación entre los casos que acabo de delinear sugiere dos

posibles ejes para dar cuenta de la relatividad de las medidas en que el

comportamiento es orientado moralmente y las orientaciones morales son

movilizadas pragmáticamente. En primer lugar, la consolidación relativamente firme

de los sentidos asociados a determinados valores morales —que resulta de

condiciones sociales, históricamente dadas— parece suponer una mayor incidencia

de estos sobre la orientación del comportamiento y, consecuentemente, que sus

usos ‘interesados’ potencialmente eficaces sean poco variados al verse limitados por

las posibilidades ofrecidas por aquellos sentidos, pero también que sean más

inmediatamente eficaces porque evocan connotaciones morales fuertemente

asociadas a los recursos cognitivos de los actores que conllevan sanciones de

manera más o menos directa. Al contrario, cuando —habida cuenta de determinadas

condiciones sociales— los sentidos asociados a ciertos valores están más

indefinidos y son más disputados, su capacidad de orientar el comportamiento

parece más limitada y sus usos ‘pragmáticos’ parecen tender a ser más variados

porque están menos constreñidos cognitivamente pero, a la vez, su eficacia relativa

parece depender más de mediaciones tales como el establecimiento de sanciones

institucionalizadas porque no comportan inmediatamente el respaldo de

orientaciones morales claras. Y, en segundo término, cuanto más las orientaciones

morales revisten un carácter ‘intuitivo’ (en el sentido de implícito, no reflexivo; cf.

Sperber 1997) o, para expresarlo de otra manera, cuanto menos verbalizadas y

elaboradas discursivamente están, mayor parece ser su incidencia sobre la

orientación del comportamiento (por el mismo hecho de que permanece tácita);

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consecuentemente, sus usos ‘interesados’ parecen ser menos variables y, así, el

tempo o frecuencia con que sus sentidos varían parece ser menos marcado porque

se ven menos sometidas a ‘revaloraciones prácticas’ (cf. Sahlins 1988) susceptibles

de alterarlos. Por el contrario, en la medida en que las orientaciones morales toman

una forma más ‘reflexiva’ (cf. Sperber 1997), estando más verbalizadas, menor

parece ser su incidencia en la orientación del comportamiento ya que los actores

disponen de mayores recursos discursivos para su entendimiento y razonamiento al

respecto; asimismo, esto parece derivar en usos ‘pragmáticos’ más creativos y

variados que someten sus sentidos a mayores revaloraciones prácticas y, así, los

hacen más inestables y variados.

El carácter más o menos reflexivo y la mayor o menor consolidación de las

orientaciones morales del comportamiento son apenas dos de los múltiples factores

que inciden en las medidas en que los seres humanos establecemos y llevamos

adelante nuestros fines. En cualquier caso, nuestros intereses son tan morales en su

orientación y realización como interesado es el despliegue de nuestro entendimiento

y de nuestros razonamientos morales.

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