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HONORE DE BALZAC Esplendores y miserias de las cortesanas

Balzac Honore de - Esplendores Y Miserias de Las Cortesanas

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HONORE DE BALZAC

Esplendores y miserias de las cortesanas

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Esplendores y miserias de las cortesanas (Splendeurs et miseres des courtisanes), continuación de Ilusiones perdidas, consta de cuatro partes que se publicaron independientemente en el curso de casi diez años, entre 1838 y 1847. El título general de la obra no corresponde a la totalidad de su contenido, y se le ocurrió a Balzac cuando la novela terminaba con el suicidio de Esther; luego, el tema de la vida galante quedaría rebasado por la prolongación del libro (cuyas partes no se reunieron en un volumen hasta 1855, una vez ya muerto el escritor), y así la más trepidante de las creaciones balzaquianas lleva un título algo impropio, pero sugestivamente folletinesco que no le va mal. Ha transcurrido algún tiempo desde el fin de Ilusiones perdidas, y de nuevo encontramos a Lucien en París y en pie de guerra. Ya no se acuerda de la literatura, ahora quiere triunfar por el engaño, ha perdido las ilusiones, pero no el afán de conquista social. Persigue una boda aristocrática y un título de nobleza, lo cual significa mucho dinero, ya que sin una gran fortuna para invertir en deslumbramientos, nada de lo que se propone estará a su alcance. Aunque sus aspiraciones —ser marqués por gracia real y emparentar con unos duques— nos suenan casi anticuadas, a lo Antiguo Régimen por imprevisoras, pues seguimos en la Restauración y reina Carlos X, pero ya por tan poco tiempo... Junto a él, otra vez la coartada del amor puro, un doble de Coralie, Esther, cortesana por tradición familiar. Porque a este ambicioso no le basta su ambición, también se empeña en tener sentimientos y en ser feliz aunque sea de un modo clandestino, y estas debilidades serán la causa de su derrota. Como le falta voluntad y energía para renunciar a algo, está condenado al amor dividido: de un lado, la belleza, la voluptuosidad, el amor propiamente dicho e inconfesable; de otro, el apellido, la estirpe, la posición, la fortuna, la seguridad. Ambos incompatibles y ambos presentes, haciendo de él un doble falsario del bolsillo y del corazón. Esther, la prostituta regenerada por el amor sincero y sacrificado, es un mito que la posteridad identifica con el personaje de La dama de las camelias, de Dumas hijo. Su función en la obra es despertar nuestras simpatías, y en la primera parte del libro se derrochan esfuerzos para que nos conmovamos. Es bellísima y patética, enamorada hasta la suprema abnegación, pero en esa extraña Magdalena al gusto romántico no se acierta a mezclar en sus justas proporciones la inocencia y el vicio, y su figura tiende a hacerse convencional. Esther, al igual que su amante, superpone una vida deseada a otra vivida que quisiera olvidar, pero uno y otro recaen en un pasado del que no

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consiguen liberarse (aunque cuando Esther, empujada por su amor, recupera las antiguas mañas de su oficio y olvida por un rato sus aires de Margarita Gautier, volviendo a ser, por así decirlo, tunanta, se hace más interesante y recobra vida novelesca). Lucien ha ido de los ideales a la corrupción, Esther, al revés, de la corrupción a la pureza, pero para acabar regresando a «los países impuros». A los dos, al adonis de carácter débil y a la cortesana sentimental, les maneja un hombre de temple fortísimo, Vautrin, a quien no tardamos en reconocer bajo los hábitos de Carlos Herrera, el bien nombrado; porque Balzac le describe incansablemente como un ser férreo: «mano de hierro», «corazón de acero», «naturaleza de bronce», «voluntad de hierro», «nervios de solidez metálica», «seré como una barra de hierro», etc. Falsario también por partida doble o triple —como Esther y Lucien—, y además sacrilego, un criminal capaz de todo, la energía y la reciedumbre personificadas. Los personajes de Balzac llevan una avidez insaciable en la masa de la sangre, pero incluso entre ellos Vautrin es un caso único. Su peligrosa vitalidad (estaba «consumido por una fibre de vida») hace su grandeza, es «innoble y grande», deja tan admirado al propio novelista como a nosotros, y los contrastes que Balzac le infunde (va a ser «como una madre» para Lucien, y se describe a sí mismo como «medio mujer») acaban de perfilarle como un titán maligno y arrebatador. Un salvaje dotado de infinitas dotes de seducción, diabólico en el arte de tentar por el halago y por la fuerza. No hay hechura balzaquiana más viva, ni tampoco más terrible. La erudición le presenta como un derivado de Vidocq —primero presidiario y más tarde jefe de la policía—, pero Vautrin está muy por encima de cualquier modelo: pone en práctica el principio de que «la realidad es la idea», y efectivamente la realidad parece doblegarse ante su ímpetu incontenible. Nada puede detener a ese Napoleón del crimen, ansioso de dominio universal, que da a sus servidores el nombre de continentes. Su única debilidad es Lucien, que despierta en él un amor que podemos medir en las trágicas escenas de la Conserjería; amor paterno u homosexual, hondísimo en cualquier caso, que resume una redención imaginaria por la belleza, por ese simulacro de ángel al que domina y sirve a la vez. Asombroso trío que se moverá en un ambiente distinto del de Ilusiones perdidas, que era la novela del París visible, de las apariencias, aunque de escasa solidez, el París que sólo existía como manifestación exterior, por la pluma o por la palabra (periodismo, teatro, literatura, política). Ésta es en cambio la novela de lo escondido, de los misterios, porque ninguno de sus protagonistas puede mostrarse tal cual es, y hay que fingir. Es el París de las tinieblas, indecible y crapuloso, y la acción transcurre engañando y

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simulando sin cesar, ocultándose. El libro empieza significativamente en un baile de máscaras, y a partir de ahí todo se desarrolla entre manejos secretos. Al baile de máscaras suceden las páginas sobre la prostitución del barrio próximo al Palais-Royal, un «mundo fantástico» descrito como una visión nocturna y alucinada, una fantasmagoría que se expresa por metáforas, porque «aquí nada es real»; Esther oculta en un pensionado, luego recluida en una casa que alberga sus amores secretos, para convertirse una noche, en pleno bosque, al claro de luna, en la bella desconocida que deslumhra a Nucingen, y acabar enclaustrada de nuevo en otro escondrijo. Esther, la eterna reclusa, desde el burdel al palacete, prisionera de su condición de objeto carnal. El final de la primera parte se publicó en 1843—, en otras palabras, es posterior al terremoto que un año antes había sacudido la literatura novelesca: la aparición de Los misterios de París, de Eugéne Sue. El éxito inaudito de esta obra —muy burda, pero infalible en sus recetas para impresionar al gran público—, dejó boquiabiertos, no sin envidia y rencor, a todos sus rivales, y Balzac, lanzado por la pendiente de los enigmas, los va a hacer cada vez más tenebrosos y chillones. Competirá con Sue en su mismo terreno, si se trata de efectismos, los suyos serán tan melodramáticos como el que más, si al lector le gustan las emociones fuertes, no podrá quejarse. Cuando Nucingen pide ayuda para encontrar a aquella esquiva beldad, Balzac da entrada en la novela a todo un repertorio de peligrosos indeseables puestos al servicio de la ley, ya que trabajan para la policía secreta. Peyrade, Contenson, Corentin, este último con rasgos del histórico Fouché, más sus múltiples sicarios, son otro aspecto de la actividad subterránea de París, otro poder misterioso que contrapesará las andanzas de la banda de Vautrin. Entre ellos se va a librar un despiadado combate (con episodios tan truculentos como el de la hija de Peyrade), y penetramos así en una variante narrativa que bien podríamos llamar, valga el anacronismo, una historia de gángsters. Balzac ve que muchos millares de lectores se interesan por el París maldito, y se dispone a ofrecerles, según sus propios términos, «la poesía del terror»: el hampa, la prostitución, el turbio mundillo de los confidentes, de los chivatos y hombres de la vida airada que apenas se distinguen de los criminales, y que gozan de protección en las altas esferas. Parias sociales, entretenidas, presidiarios, soplones, que rondan la inmensa fortuna de otro ladrón, pero éste de alto bordo y honorable, el banquero Nucingen. Lo que el amor cuesta a los viejos pasa a ser una carrera de atrocidades digna de la

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serie negra: asesinatos, secuestros, orgías, sacrilegios, chantajes, trata de blancas, estafas, suicidios... El embrollo es colosal, toda la panoplia de la novela de folletín con su impaciente atropellamiento de peripecias que no da respiro al lector; y tal como exigen las leyes del género, los contrastes han de ser muy abultados; no puede haber términos medios que gradúen la ambientación: o la alta nobleza o la escoria social, los bajos fondos o los círculos más estrictos de la aristocracia, el inframundo o el faubourg Saint-Germain. El faubourg —que se ve exageradamente con una óptica de advenedizo—, en Balzac es un lugar hermético, como hermética es la sociedad de los facinerosos y hampones; son esferas cerradas dentro de París, y su incomunicación con los demás se hace patente en las hablas particulares que les caracterizan. En el faubourg, por ejemplo, se cultivan giros arcaicos que la alta nobleza conservaba amorosamente como signos distintivos, diferenciales, y que Balzac reproduce (el que emplea en una ocasión el duque de Chaulieu reaparecerá en las novelas de Proust). Y en los ambientes canallas son incontables los vocabularios enigmáticos, las hablas secretas, de las que cualquier traductor sólo puede dar una vaga aproximación; Corentin y los suyos se entienden entre sí con un lenguaje casi cifrado, como Vautrin y los que le sirven usan un argot de presidio, para no hablar de las locuciones pintorescas y achuladas de las entretenidas, o de la jerigonza profesional de los hombres de leyes. A todo ello hay que añadir la lengua común deformada por la imitación de un idioma extranjero: el falso inglés que habla Peyrade cuando va disfrazado, o el corrompido francés a la española que emplea el supuesto Carlos Herrera. Pero nada iguala a la jerga germánica de Nucingen (tortura del lector, después de haberlo sido de los traductores), también en el fondo un lenguaje secreto, pero involuntario, y que es casi el más impenetrable de todos. Es el lenguaje del dinero, que Balzac reproduce laboriosamente hasta extremos que van desde el cómico despiste (cuando conversa a solas con su cajero, compatriota suyo, los dos usan la misma jerga, lo cual es absurdo, ya que es de suponer que hablarían en alemán) hasta inesperados quiebros de tono: al escribir una carta Nucingen emplea un francés correcto, pero entonces no reconocemos su voz, el personaje pierde identidad. La lengua tiende, pues, a utilizarse en circuito cerrado, y ello hace que el conjunto tenga un aire de algarabía babélica, y que Balzac aluda en cierto momento a «un texto indescifrable». El París que describe está compuesto por ámbitos particulares muy distintos que parecen desconectados lingüísticamente entre sí, aunque las necesidades de la vida común los interrelacionen. El lenguaje, a escala individual y de cada uno de esos

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círculos, sirve más que de comunicación, de defensa, de atrincheramiento, su objeto es marcar distancias, ocultar y engañar. La lengua estalla en códigos secretos, pervierte sus fines naturales y pasa a ser un arma de lucha defensiva, una alambrada social, cuando no una trampa. El libro pinta el estrepitoso choque de esos mundos que conviven mirándose recelosamente entre el miedo, el odio y el desdén; la vida galante y la nobleza, los bandidos y los millonarios, la policía y la magistratura, y concluye en una batalla de truhanes que se aniquilan unos a otros. Por el momento, Vautrin y sus aliados parecen llevar las de perder, sus planes se desbaratan irremisiblemente; como ellos mismos dicen, comentando los hechos en términos de ajedrez, pierden la reina, aunque matan a sus enemigos las dos torres. Los eufemismos disimulan, claro está, muertes verdaderas. A la intriga ha sucedido la violencia total. La tercera parte, Adonde llevan los malos caminos, quizás aún sea más emocionante que la anterior, pero aquí la acción es casi meramente sicológica, hay muy poco movimiento, y todo transcurre entre cuatro paredes; cuatro paredes que encierran, y que pueden ser las del coche celular, las del edificio de la Conserjería —Palacio de Justicia que también sirve de prisión parisiense—, las de una celda o calabozo, o las del despacho de un juez de instrucción, que efectúa los interrogatorios de los detenidos. Porque toda esta parte es exclusivamente policíaca y carcelaria, y no tardará en contársenos una situación arquetípica de novela detectivesca, un problema de «recinto cerrado». Policíaca por la investigación que se lleva a cabo, pero de unas características insólitas que invierten el proceso y el sentido habitual de un relato detectivesco. En primer lugar ya sabemos que los protagonistas son culpables, no hay, pues, sorpresa en este aspecto, y en segundo lugar simpatizamos con ellos. Es decir, que se busca una verdad que el lector ya conoce, y en el fondo lo que deseamos es que esta verdad no se descubra. Se acabará descubriendo por un exceso de celo que se equipara a una torpeza, pero este «error» no tarda en repararse, y los hechos se ocultarán. La moral sale malparada, pero el lector suspira aliviado. Balzac se muestra habilísimo manejando este caso tan irregular, y de él extrae la tensión novelesca que el mismo desarrollo de la historia le impide tener por otras vías más ortodoxas. Gracias al novelista, nos identificamos con los héroes, que no son precisamente ejemplares, y de ahí nuestro temor cuando parece que sus planes se van a estropear, y nuestra admiración por Vautrin cuando finge de un modo magistral ante el juez que le interroga (y la angustia que compartimos con él previendo que Lucien no estará a la altura de las circunstancias); pero al. mismo tiempo es inevitable que un cierto

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sentido moral nos haga reprobar conductas tan ruines, y no sólo sufrimos por los protagonistas, sino que además nos desazona desear su triunfo. De este modo, la turbadora ambigüedad de los personajes —objetivamente malos, pero subjetivamente atractivos— pasa de la novela al lector, quien experimenta también la disociación de verse implicado en un dilema muy confuso. Lucien y su mentor no tienen nada de recomendables, pero sus enemigos de la policía son aún más odiosos, la víctima, Nucingen, es un desaprensivo que no inspira ninguna compasión, y ahora la misma magistratura no va a hacer un papel demasiado brillante en la persona del juez Camusot, dominado por su ambiciosa mujer, que es hijo del antiguo protector de Coralie (el destino de los Camusot es ser cautelosamente marrulleros y tontos). Las pesquisas de esta tercera parte complican aún más el pavoroso lío de falsas identidades en el que nos hemos estado debatiendo. La variedad de falsarios que aparece en la novela es infinita, todo el mundo se sirve de máscaras, hay un vertiginoso transformismo de los nombres, la indumentaria, el maquillaje, el habla, toda la novela es un carnaval lleno de seres trucados. Cuántos disfraces, camuflamientos, suplantaciones de personalidad, nombres ficticios, acentos imitados, apariencias engañosas que encubren lo inconfesable; lo inconfesable que suele ser el mal, pero que en algunas ocasiones, como en el caso de Esther, es el bien, para hacer aún más intrincado el laberinto de la novela. Esta parece desembocar ya en un término previsible y lógico, como creemos ver por una cierta simetría que da la sensación de que Balzac se dispone a cerrar el círculo del drama: Lucien es detenido en una carretera, tras su nuevo fracaso, de manera semejante a como Vautrin le salvó de la muerte; y al entrar en su celda cree reconocer el mismo escenario de su primer cuarto en París. También Vautrin ha vuelto a sus orígenes, a su medio natural, la prisión, y Esther abandona este mundo como tiempo atrás Coralie. Todo parece volver de antes, hemos dado la vuelta completa, se acerca el final. No obstante, como también ocurría al término de Ilusiones perdidas, el escritor no se conforma con dar por resuelto el asunto. Cuando todo parecía irremediable —nada mas irremediable, judicialmente hablando, que una confesión firmada— hace intervenir a un Deus ex machina personificado por las grandes damas del faubourg («a la vez madres y amantes», como no podía ser menos tratándose de Lucien), que han escrito al joven cartas imprudentes y apasionadas. Y se repite lo de Ilusiones perdidas, el papel protagonista no tiene la última palabra, se destruye, una decisión enérgica puede rehacer una vida condenada por un trozo de papel. Aunque ya es

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demasiado tarde para Lucien, culpable, más que de sus desórdenes y su repetida actividad rufianesca, del imperdonable pecado de ser débil, de tener «alma de mujer». Aventurero un poco pelele, ahora sus flaquezas cristalizan en mito, y la muerte coronará la transformación. Impresionante muerte la suya, sobre la que hay que citar las frases que le dedicó Oscar Wilde: «Una de las mayores desgracias de mi vida es la muerte de Lucien de Rubempré, y nunca he podido superar por entero el dolor que me causó; me atormenta aun en mis momentos de placer, recuerdo esta muerte cuando río.» Pero su desaparición no rubrica ningún final, y la moraleja del libro, si así puede llamarse, se confiará al «hombre de bronce» que ha quedado solo, como un indomable genio de la rebeldía, ante el mundo. La última encarnación de Vautrin recompone en la medida de lo posible los destrozos de las tres primeras partes; a la violencia sucede una cierta frialdad de tono, mientras «el general del presidio» calcula sus jugadas, encargándose de restaurar una apariencia de orden; se llega así a una serie de pactos secretos entre la sociedad y el criminal. La Justicia olvida lo que sabe y no le interesa saber, indulta, se deja engañar, y Vautrin, después de haber perdido la baza mayor y más dolorosa, la vida de su protegido, gana en todos los tableros, y el que se define repetidamente como «el mal social» pasa a ser el jefe de policía. Le vemos hacer las paces con el mundo, pero la maniobra, que es complicadísima, contiene tantos elementos subversivos, que las soluciones que acaban apaciguando ese drama múltiple son más inquietantes que las antiguas amenazas. Vautrin impone una vez más, y con la bendición del propio rey de Francia, su sentido del poder sin límites, su afán de omnipotencia, lo que habría que llamar su real gana. Engaña a unos y a otros, escarnece la ley, salva in extremis a un condenado a muerte, obliga a reconocer al faubourg que las damas más nobles y altivas escriben incendiarias cartas de amor que harían ruborizar a las prostitutas; y consigue el indulto y ocupar el puesto del principal de sus perseguidores, de quien tomará cumplida venganza, ahora en nombre de la ley. Esta última transformación del antiguo forzado se inspira en la biografía de Vidocq, pero Balzac pone en este episodio una acidez que están muy lejos de sugerir las memorias del famoso ex presidiario que llegó a jefe de la policía. Aquí el escritor no sólo se muestra realista y pragmático, de un cruel individualismo que sólo exalta la indómita energía de los más fuertes, los únicos que triunfan, sino que además hace gala de cinismo; el tema del argot se explícita de maneras muy curiosas («la alta sociedad tiene su argot, pero este argot se llama estilo»), y el de la homosexualidad de Vautrin se exhibe ya sin rebozo en diversos pasajes de una cruda insolencia.

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Por tercera vez en las novelas en que interviene Vautrin, asistimos a una escena culminante en el cementerio del Père Lachaise; primero Rastignac desafiaba a París, luego Lucien reconocía su derrota, y ahora el hombre fuerte desfallece de dolor, pero en seguida baja a la ciudad para rematar su obra de venganza. Al menos esto era lo previsto al final del libro, que debía terminar con un duelo en el que mataba a Corentin; Balzac renunció a este desenlace, y la última imagen que nos ofrece de Vautrin es la de un pacífico jubilado. Es de veras la paz, pero sólo después de una existencia fulgurante que Balzac resume lapidariamente en una expresión de la que unos años más tarde se acordaría Baudelaire: «la poesía del mal». CARLOS PUJOL

A S. A. el príncipe Alfonso Serafino di Porcia: Permitidme que encabece con vuestro nombre una obra esencialmente parisiense y meditada en vuestra casa estos últimos días. ¿Acaso no es natural ofreceros las flores de retórica crecidas en vuestro jardín, regadas con las añoranzas que me ha hecho conocer la nostalgia, y que vos habéis dulcificado cuando erraba bajo los boschetti cuyos olmos me recordaban los Campos Elíseos? Quizá pueda así pagar el crimen de haber soñado con París frente al Duomo, de haber suspirado por nuestras fangosas calles pisando las baldosas tan limpias y tan elegantes de Porta Renza. Cuando tenga varios libros que publicar que puedan ser dedicados a milanesas, tendré la dicha de encontrar nombres ya caros a vuestros antiguos cuentistas italianos entre las personas a las que estimamos, y a las que os ruego hagáis presente el recuerdo de vuestro sinceramente afectuoso, DE BALZAC. Julio de 1838.

PRIMERA PARTE DE QUÉ MODO AMAN LAS RAMERAS

En 1824, en el último baile de la Ópera, muchas máscaras se impresionaron ante la belleza de un joven que paseaba por los pasillos y por el salón con ese aire de las personas que buscan a una mujer retenida en su hogar por circunstancias imprevistas. El secreto de su andar, unas veces indolente y otras apresurado, no lo conocen más que las viejas y algunos de esos notables personajes dados a callejear. En este inmenso encuentro la muchedumbre observa poco a la muchedumbre, los intereses están exaltados y el propio Ocio está en actividad. El joven dandy se hallaba hasta tal punto absorto en su inquieta búsqueda, que no se daba cuenta de su

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éxito: no oía ni advertía las exclamaciones burlonamente entusiasmadas de ciertas máscaras, las admiraciones serias, las mordaces cuchufletas o las más dulces palabras. Aunque su belleza lo clasificaba entre esos personajes excepcionales que acuden al baile de la Ópera en busca de una aventura, y que la esperan como se esperaba la suerte en la ruleta cuando vivía FrascatiJ, parecía burguesamente seguro de su velada; debía de ser el héroe de uno de esos misterios de tres personajes que componen el baile de máscaras de la ópera, conocidos tan sólo por los mismos que representan en él un papel; porque para las mujeres que acuden para poder decir: He visto, para los provincianos, para los jóvenes sin experiencia y para los extranjeros, la ópera debe de ser entonces el palacio de la fatiga y del aburrimiento. Para éstos, esa multitud negra, lenta y apresurada, que va, viene, serpentea, gira, sube y baja, y no puede compararse sino a una masa de hormigas en un montón de madera, no es más inteligible que la Bolsa para un campesino bretón que ignora la existencia del Gran Libro. En París, con raras excepciones, los hombres no se ponen disfraces: un varón vestido de dominó parecería ridículo. En esto se manifiesta el genio de la nación. La gente que quiere ocultar su felicidad puede ir al baile de la Ópera sin acudir a él, y las máscaras absolutamente obligadas a entrar, salen de allí en seguida. Constituye un espectáculo divertidísimo la aglomeración que se forma en la puerta, desde que comienza el baile, entre el alud de gente que huye de allí y los que se disponen a entrar, los hombres con máscaras son maridos celosos que van a espiar a sus mujeres, o bien maridos afortunados que no desean ser espiados por ellas, situaciones ambas que resultan igualmente cómicas. Al joven, sin que él lo advirtiera, le seguía una máscara asesina, baja y rechoncha, que rodaba sobre sí misma como un tonel. Para cualquier asiduo de la Ópera aquel dominó ocultaba a un administrador, un agente de cambio, un banquero, un notario o un burgués cualquiera, receloso ante una infidelidad. Efectivamente, en la alta sociedad, nadie suele buscar testimonios humillantes. Varias máscaras habían señalado ya, riendo, a este personaje monstruoso, otras le habían interpelado, unos jóvenes se habían burlado de él, pero su solidez y su aplomo expresaban un acentuado desdén hacia estas manifestaciones que no parecían tener ninguna importancia para él; iba por el camino que le trazaba el joven, como un jabalí perseguido que no se preocupa de las balas que silban a sus oídos, ni de la jauría que ladra tras de él. Aunque a primera vista el placer y la inquietud se muestren con un mismo atuendo, el ilustre vestido negro veneciano, y que todo sea confusión en el baile de la Ópera, los diferentes círculos que cpmponen la sociedad parisiense acaban por encontrarse, se reconocen y se observan. Para unos pocos iniciados hay nociones tan

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precisas que pueden leer como si se tratara de una novela divertida en ese libro de magia de los intereses. Para los asiduos, pues, aquel hombre no podía considerarse afortunado, ya que en tal caso llevaría alguna de las señales convenidas —roja, blanca o verde— que anuncian las delicias preparadas con larga antelación. ¿Se trataba acaso de alguna venganza? Al ver aquella máscara que seguía tan de cerca a un hombre afortunado, algunos ociosos volvían a contemplar el bello rostro sobre el cual había puesto su divina aureola el placer. El joven despertaba interés: cada vez suscitaba mayor curiosidad. En él, por otra parte, todo mostraba las huellas de una vida elegante. Según una ley fatal de nuestra época, hay poca diferencia, física o moral, entre el más distinguido y mejor educado de los hijos de un duque y par y aquel encantador muchacho que antes se había visto oprimido entre las garras de hierro de la miseria, en pleno París. La belleza y la juventud podían disimular en él profundos abismos, como entre muchos otros jóvenes que aspiran a desempeñar sus pretensiones, y que cada día se juegan el todo por el todo brindando sacrificios al dios más cortejado en esta villa real, el Azar. No obstante, su compostura y sus ademanes eran irreprochables, y pisaba el suelo clásico del salón con el aplomo de un asiduo de la Ópera. ¿Hay alguien que no haya observado que ahí, como en cualquier otra zona de París, se da un modo de obrar que pone de manifiesto lo que uno es, lo que uno hace, de dónde viene y lo que quiere? —¡Qué joven tan apuesto! Aquí está permitido volverse para verle —dijo una máscara, en quien los asiduos del baile reconocían a una mujer respetable. —¿No se acuerda usted de él? —le contestó el hombre que le daba el brazo —la señora Du Châtelet se lo presentó... —¡Cómo! ¿Es aquel hijo de boticario de quien ella se enamoriscó, y que se hizo periodista, el amante de la señorita Coralie? —Creía que había caído demasiado bajo para poder alguna vez recuperarse, y no comprendo cómo puede volver a aparecer en el mundo de París —dijo el conde Sixte du Châtelet. —Tiene un aire de príncipe —dijo la máscara—, y seguramente no le viene de aquella actriz con la que vivía; mi prima supo descubrirlo, pero no fue capaz de pulirlo; quisiera conocer a la amante de este Sargine; dígame algo de su vida que me permita intrigarle. Esta pareja, que cuchicheando seguía al joven, fue entonces objeto de una cuidadosa observación por parte de la máscara de anchas espaldas.

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—Querido señor Chardon —dijo el prefecto de la Charente cogiendo al dandy por el brazo—, permítame que le presente a alguien que quiere reanudar con usted sus relaciones... —Querido conde Châtelet —repuso el joven—, esta persona me ha mostrado qué ridículo es el nombre que me da usted. Una ordenanza real me ha restituido el de mis antepasados maternos, los Rubempré. Aunque los periódicos hayan publicado este hecho, se refiere a un personaje tan insignificante que no me sonrojo al recordarlo a mis amigos, a mis enemigos y a los indiferentes: clasifíquese usted donde quiera, pero estoy seguro que no desaprobará en lo más mínimo una medida que me aconsejó su esposa cuando todavía era la señora de Bargeton. —Esta bonita mordacidad, que hizo sonreír a la marquesa, provocó un nervioso estremecimiento en el prefecto de la Charente. —Dígale usted —añadió Lucien —que ahora llevo de gules, con un toro furioso de plata en un prado de sino pie. —Furioso de dinero —dijo Châtelet. —La señora marquesa le explicará, si no lo sabe usted ya, por qué razón este viejo escudo es algo mejor que la llave de chambelán y las abejas de oro del Imperio que hay en el suyo, para desesperación de la señora Châtelet, que antes de casarse era una Négrepelisse de Espard... —dijo con viveza Lucien. —Puesto que me ha reconocido, he de renunciar a intrigarle, y no sabría decirle hasta qué punto es usted quien me intriga a mí —le dijo en voz baja la marquesa de Espard, asombrada por la impertinencia y el aplomo adquiridos por el hombre a quien antaño había despreciado. —Permítame pues, señora, conservar la única oportunidad que tengo de ser objeto de sus pensamientos, permaneciendo en esta misteriosa penumbra —dijo con la sonrisa de un hombre que no quiere comprometer una felicidad segura. La marquesa no pudo reprimir un pequeño ademán seco al sentirse —según una expresión inglesa— cortada por la precisión de Lucien. —Le doy mi enhorabuena por su cambio de posición —dijo el conde de Châtelet a Lucien. —En cuanto a mí, la recibo tal como me la da usted —replicó Lucien, saludando a la marquesa con una gracia sin límites. —¡El muy presuntuoso! —dijo el conde en voz baja a la señora de Espard—. Ha terminado por conquistar a sus antepasados. —En los jóvenes, la presunción, cuando se deja caer sobre nosotros, es casi siempre la señal que anuncia una ventana de muy altos vuelos; entre vosotros, en cambio, anuncia la mala fortuna. Por esto quisiera conocer a la que, de entre nuestras amigas, ha tomado bajo su protección a este

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hermoso pájaro; quizá tenga oportunidad de divertirme esta noche. El billete anónimo que he recibido es, sin duda, el gesto de maldad de alguna rival, porque habla de este joven; seguramente le habrán dictado esa impertinencia que exhibe; vigílelo. Voy a tomar el brazo del duque de Navarreins, ya sabrá encontrarme. En el momento en que la señora de Espard iba a abordar a su pariente, la máscara misteriosa se colocó entre ella y el duque y le dijo al oído: —Lucien le ama a usted, él es el autor del billete; el prefecto de usted es su mayor enemigo, por eso no podía extenderse en explicaciones delante de él. El desconocido se alejó, dejando a la señora de Espard doblemente sorprendida. La marquesa no conocía a nadie capaz de desempeñar aquel papel y temió una trampa. Se sentó en un rincón disimulado. El conde Sixte du Châtelet, a quien Lucien había suprimido el ambicioso du con una afectación que hacía pensar en una venganza largamente madurada, siguió a cierta distancia a aquel magnífico dandy, y pronto encontró a un joven con quien creyó poder hablar con toda franqueza. —¿Qué hay, Rastignac? ¿Ha visto usted a Lucien? Ha cambiado de piel. —Si yo fuera tan guapo mozo como él, todavía sería más rico que él —respondió el elegante, con un tono ligero de fina burla. —No —le dijo al oído la gruesa máscara, devolviéndole la burla al ciento por uno por la manera con que acentuó el monosílabo. Rastignac, que no encajaba fácilmente los insultos, pareció herido por el rayo, y se dejó conducir hacia el vano de una ventana por una mano de hierro de la que le fue imposible liberarse. —Pollito salido del gallinero de mamá Vauquer, que desfallecía ante la idea de hacerse con los millones del viejo Taillefer cuando lo más duro del trabajo ya estaba hecho, sepa usted, para su seguridad personal, que si no se comporta con Lucien como si se tratara de un hermanó amantísimo, está usted a nuestra merced y nosotros en la impunidad. Silencio y lealtad: de no ser así iré a desbaratar su juego. Lucien de Rubempré está protegido por el poder más grande de hoy, por la Iglesia. Escoja entre la vida y la muerte. ¿Cuál es su respuesta? Rastignac sintió vértigo, como si, habiéndose dormido en medio de un bosque, se despertara junto a una leona hambrienta. Tuvo miedo, pero nadie era testigo de ello: en tales ocasiones los hombres más valerosos se abandonan al miedo. —Sólo él puede saber... y puede atreverse... —dijo como hablándose a sí mismo. La máscara le apretó la mano para que no terminara la frase: —Actúe pues como si se tratara de él —le dijo.

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Rastignac obró entonces como un millonario asaltado en pleno camino por un bandolero: se rindió. —Mi apreciado conde —dijo a Châtelet volviendo a su lado—, si tiene interés de conservar su posición, trate a Lucien de Rubempré como a alguien que algún día ha de estar en una situación mucho más alta que la de usted. La máscara hizo un ademán imperceptible de satisfacción y volvió a situarse tras los pasos de Lucien. —Querido amigo, ha cambiado usted muy rápidamente de opinión acerca de él —dijo el prefecto, justamente sorprendido. —Tan rápidamente como los que están con el Centro y votan por la Derecha —replicó Rastignac al diputado-prefecto que, desde hacía pocos días, negaba su voto al Ministerio. —¿Acaso hay opiniones hoy en día? No, no hay más que intereses —dijo Des Lupeaulx, que los escuchaba—. ¿De qué se trata? —Del señor de Rubempré, que Rastignac quiere hacerme pasar por un personaje —dijo el diputado al secretario general. —Querido conde —re spondió Des Lupeaulx con aire grave—, el señor de Rubempré es un joven de méritos elevados, y cuenta con tan sólidos apoyos que me sentiría muy feliz si pudiera volver a entablar relaciones con él. —Allí lo tienen, a punto de caer en medio del avispero 4e las víctimas de la época —dijo Rastignac. Los tres interlocutores se volvieron hacia un rincón donde estaban algunos talentos, de mayor o menor celebridad, y varios elegantes. Esos señores intercambiaron sus observaciones, sus agudezas y sus murmuraciones, intentando así divertirse y pasar una velada agradable. En este grupo de composición tan singular se hallaban personas con quienes Lucien había tenido relaciones en las que la corrección aparente se mezclaba con la maldad de los propósitos y de los hechos ocultos. —¡Qué hay, Lucien, hijo mío, encanto! Veo que estás arreglado, remendado. ¿De dónde venimos? Hemos podido recuperar nuestro puesto gracias a los regalos enviados desde el camarín de Florine. ¡Bravo muchacho! —le dijo Blondet, soltando el brazo de Finot y apretando contra su pecho a Lucien, después de cogerlo con toda familiaridad por el talle. Andoche Finot era el propietario de una revista para la que Lucien había trabajado casi gratuitamente y que Blondet enriquecía con su colaboración, con la sapiencia de sus consejos y con la hondura de sus ideas. Finot y Blondet personificaban a Bertrand y Ratón, con la salvedad de que el gato de LaJFontaine acabo dándose cuenta de que era engañado, y que, aunque

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fuera consciente del engaño, Blondet seguía al servicio de Finot. Este brillante condotiero de la pluma, efectivamente, había de seguir siendo esclavo durante mucho tiempo. Finot ocultaba una brutal fuerza de voluntad bajo una apariencia de torpeza, bajo una cascara de impertinente necedad refregada de agudeza, de modo análogo a como una rebanada de pan de un albañil es refregada de ajo. Sabía almacenar lo que iba espigando —ya fueran ideas o escudos —a través de los campos de la vida disipada que lleva la gente de letras y la gente mezclada en asuntos políticos. Para desgracia suya, Blondet había puesto su fuerza a sueldo de los vicios y de la pereza de Finot. La necesidad siempre le sorprendía; formaba parte del pobre clan de esa gente insigne que puede hacer cualquier cosa para la suerte de los demás y que en cambio no puede hacer nada para la suya propia, de esos Aladinos que se dejan quitar su lámpara de las manos. Estos consejeros admirables demuestran perspicacia y agudeza de ingenio cuando no les acucia el interés personal. En ellos lo que actúa no es el brazo, sino la cabeza. De ahí lo deshilvanado de sus costumbres y la reprobación de que son objeto por parte de los espíritus inferiores. Blondet compartía sus haberes con el compañero a quien había herido el día antes; era capaz de cenar, beber y acostarse con uno al que iba a degollar el día siguiente. Sus divertidas paradojas lo justificaban todo. Tomaba a toda la gente a broma y, consiguientemente, tampoco quería ser tomado en serio. Era joven, se le apreciaba, era célebre y feliz, y no se preocupaba, como hacía Finot, por reunir la riqueza que necesita un hombre maduro. Lucien necesitaba en aquel momento para cortar a Blondet, como acababa de cortar a la señora de Espard y a Châtelet una clase de valentía que es quizá la más difícil. Desgraciadamente, los placeres de la vanidad eran en él un estorbo para la práctica del orgullo, que sin duda alguna es el principio de muchas cosas grandes. Su vanidad había triunfado en el encuentro anterior: se había mostrado rico, dichoso y desdeñoso con dos personas que le habían despreciado a él en otros tiempos, cuando era pobre y miserable; pero, ¿acaso puede un poeta romper, como si fuera un diplomático achacoso, con dos pretendidos amigos que le han acogido cuando ha estado en la miseria en cuya casa ha recibido hospedaje en los momentos de apuro? Finot, Blondet y él se habían envilecido juntos y habían tomado parte en orgias que no sólo engullían el dinero de sus acreedores. Como hacen los soldados que no saben emplear oportunamente su valor, Lucien actuó entonces de una manera muy habitual en París: se comprometió de nuevo aceptando la mano que le tendía Finot y no rechazando la lisonja de Blondet. Todo el, que ha mojado su pan en el plato del periodismo, o lo moja todavía, está cogido por la cruel necesidad de saludar a los seres que

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desprecia, de sonreír a su mejor enemigo, de pactar t con las bajezas más hediondas o de ensuciarse las manos pagando a sus agresores con su misma moneda. Uno se acostumbra a ver cómo se hace el daño y a tolerarlo; se empieza apro— bándolo y se termina cometiéndolo. A la larga, el alma, manchada incesantemente por transacciones vergonzosas y reiteradas, se rebaja, se oxidan los resortes de las ideas nobles, y los goznes de la trivialidad se desgastan y giran por sí solos. Los Alcestes se convierten en Filintos, los caracteres se reblandecen, los talentos se vuelven bastardos y desaparece la fe en las grandes obras. Aquel que quería enorgullecerse con sus páginas se desgasta en tristes artículos que, tarde o temprano, manifestarán su indignidad a su conciencia. Todos llegan, como Lousteau o como Vernou, para elevarse al rango de gran escritor, pero resultan a la postre folicularios impotentes. Por esto son tan estimables las personas cuyo carácter está a la altura de su talento, los D'Arthez que saben caminar con seguridad entre los escollos de la vida literaria. Lucien no supo qué responder a las zalamerías de Blondet, cuyo talento ejercía sobre él, por otra parte, una seducción irresistible; Blondet conservaba el ascendiente del corruptor sobre el discípulo y, además, gozaba de una buena situación mundana gracias a sus relaciones con la condesa de Montcornet. —¿Ha heredado usted de algún tío? —le dijo Finot con aire burlón. —He puesto, como usted, a los tontos en un papel cuadriculado— le respondió Lucien en el mismo tono. —¿Acaso tiene el caballero una revista o algún periódico? —repuso Andoche Finot con la impertinente suficiencia que manifiestan los explotadores para con sus explotados. —Tengo algo mejor —replicó Lucien, quien, al sentir herida su vanidad por la superioridad fingida por el redactor-jefe, recobró el sentimiento de nueva posición. —¿Qué tiene pues, querido amigo?... —Tengo un partido. —¿Existe el Partido Lucien? —dijo Vernou, sonriendo. —Finot, ahí te ves, relegado por este muchacho; te lo había predicho. Lucien tiene talento, y tú no le has cuidado, sino que lo has molido. Arrepiéntete, pedazo de alcornoque —repuso Blondet. Con su peculiar agudeza, Blondet vislumbró no pocos secretos en el acento, en los ademanes y en el aire de Lucien; con estas palabras supo, pues, al tiempo que aflojaba, volver a apretar la cadenilla de la brida. Quería saber los motivos del regreso de Lucien a París, sus proyectos y sus medios de existencia.

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—¡De rodillas ante una superioridad que no alcanzarás nunca, por muy Finot que seas! —dijo—. ¡Admite al caballero, en este mismo momento, entre los hombres fuertes a quienes pertenece el porvenir; es de los nuestros! Con ese ingenio y esa belleza, ¿no debe acaso llegar por tus quibuscumque viis? ¡Ahí está con su excelente armadura de Milán, con su potente daga medio desenvainada y enarbolando su pendón! ¡Voto a Dios, Lucien!, ¿dónde has robado esta preciosa armilla? Sólo el amor sabe encontrar telas como ésta. ¿Tendremos un domicilio? En estos momentos necesito conocer las direcciones de mis amigos, no sé dónde ir a dormir. Finot me ha echado de su casa por esta noche, con el vulgar pretexto de haber tenido buena suerte... —Amigo mío —respondió Lucien—, he puesto en práctica un axioma con el cual se tiene la seguridad de vivir tranquilo: Fuge, late, tace!2 Ahí les dejo. —Pero yo no dejo que te vayas sin satisfacer una deuda sagrada que tienes para conmigo: aquella cena, ¿te acuerdas? —dijo Blondet, que daba en el blanco casi con un exceso de puntería y que sabía cómo arreglárselas cuando se encontraba sin dinero. —¿Qué cena? —dijo Lucien con un gesto de impaciencia. —¿Ya no te acuerdas? He aquí en qué reconozco la prosperidad de un amigo: en que ya no tiene memoria. —Sabe bien lo que nos debe, respondo de sus sentimientos —repuso Finot, siguiendo la broma de Blondet. —Rastignac —dijo Blondet, cogiendo al joven elegante por el brazo en el instante en que llegaba al extremo del salón, cerca de la columna junto a la cual se hallaban los supuestos amigos—, se trata de una cena: será uno de los nuestros... A menos que el caballero —añadió con seguridad, señalando a Lucien— siga negándose a cumplir una deuda de honor; bien puede hacerlo. —Él señor de Rubempré es incapaz de hacerlo, lo aseguro —dijo Rastignac, que no pensaba en absoluto en ninguna mixtificación. —Aquí está Bixiou —exclamó Blondet—, nos acompañará: no hay fiesta completa sin su presencia. Sin él el vino de Champaña se me hace pastoso, y lo encuentro todo insípido, incluso el picante de los epigramas. —Amigos míos —dijo Bixiou—, veo que estáis reunidos en torno a la maravilla del día. Nuestro querido Lucien repite las Metamorfosis de Qvidio. Así como los dioses se transformaban en asombrosas legumbres y en otras cosas para seducir a las mujeres, él ha convertido el "cardo" en caballero para seducir. ¿A quién? ¡A Carlos X! Amiguito —dijo a Lucien, cogiéndole por un botón de su chaqueta—, un periodista que asciende a la categoría de gran señor merece una buena cencerrada. Si estuviera en su lugar —dijo el

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implacable satírico, indicando a Finot y Vernou—, me metería contigo en su pequeño periódico; les rendirías un centenar de francos, con diez columnas de frases ingeniosas. —Bixiou —dijo Blondet—, un anfitrión es sagrado veinticuatro horas antes de la fiesta y doce horas después de ella: nuestro ilustre amigo nos invita a cenar. —¡Vaya, vaya! —repuso Bixiou—. Pero, ¿hay algo más necesario que salvar un gran nombre del olvido, o proporcionar a la indigente aristocracia una persona de talento? Lucien, cuentas con el aprecio de la Prensa, de la que constituías el mejor florón, y nosotros te apoyaremos. ¡Finot, un breve artículo de primera página! ¡Blondet, una soflama insidiosa en la cuarta página de tu diario! ¡Anunciemos la aparición del libro más bello de la época, El arquero de Carlos IX! ¡Supliquemos a Dauriat que nos entregue pronto Las Margaritas, esos divinos sonetos del Petrarca francés! ¡Elevemos a nuestro amigo al solio de papel sellado que hace y deshace las reputaciones! —Si querías cenar —dijo Lucien a Blondet para deshacerse de aquella pandilla que amenazaba con ir en aumento—, me parece que no tenías por qué emplear la hipérbole y la parábola con un viejo amigo, como si se tratara de un memo. Hasta mañana,por la noche en el Lointier —añadió rápidamente al ver que se acercaba una mujer, hacia la cual se apresuró a dirigirse. —¡Oh, oh, oh! —exclamó Bixiou en tres tonos distintos y con aire burlón, como si reconociera bajo la máscara a la persona hacia la cual se dirigía Lucien—. Esto merece una confirmación. Con esto, siguió a la pareja, se adelantó a ella, la observó con perspicacia y regresó a su sitio con gran satisfacción por parte de todos aquellos envidiosos que deseaban saber de dónde provenía el cambio de fortuna de Lucien. —Amigos míos, conocéis desde hace tiempo la fuente de la fortuna del señor de Rubempré —les dijo Bixiou—; es la que fue el rat de Des Lupeaulx. Una de las perversiones olvidadas ya, pero que eran habituales a comienzos de este siglo, es la de los rats. El término de rat, que hoy en día ya ha envejecido, se aplicaba a las niñas de diez a once años, comparsas de los teatros, especialmente de la Ópera, que en manos de los crapulosos eran iniciadas en el aprendizaje del vicio y de la infamia. Un rat era una especie de paje infernal, un píllete hembra a quien se perdonaban las malas pasadas. El rat podía tomarlo todo; había que desconfiar de él como de un peligroso animal. Introducía en la vida un elemento de jocosidad, como antaño los Scapin, Sganarelle y Frontín en la antigua comedia. Un rat era

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demasiado caro: no proporcionaba honor, ganancia ni placer; la moda de los rats se extinguió tan completamente, que hoy en día muy poca gente conocía este detalle íntimo de la vida refinada anterior a la Restauración, hasta que algunos escritores se apoderaron del tema del rat como si se tratara de una novedad. —¿Cómo es eso? —dijo Blondet—. ¿Después de haber matado a Coralie, nos quita ahora a la Torpille? Al oír este nombre, la máscara de formas atléticas dejó escapar un ademán que no pudo retener del todo y que fue sorprendido por Rastignac. —¡No es posible! —contestó Finot—, La Torpille no tiene ni un céntimo que dar; Nathan me ha dicho que ha pedido mil francos prestados a Florine. —¡Oh, caballeros, caballeros!... —dijo Rastignac, intentando defender a Lucien frente a tan odiosas acusaciones. —¿Qué pasa? —exclamó Vernou—. ¿Tan gazmoño es el antiguo gigolo de Coralie? —Estos mil francos —dijo Bixiou— me demuestran que nuestro amigo Lucien vive con la Torpille... —¡Qué pérdida irreparable para la élite de las letras, de la ciencia, del arte y de la política! —dijo Blondet—. La Torpille es la única ramera que tiene madera de cortesana; no está estropeada por la instrucción, no sabe leer ni escribir: nos habría comprendido. Con ella habríamos proporcionado a nuestra época una de esas magníficas figuras asgasianas que caracterizan los grandes siglos. Observen cómo la Dubarry destacó oportunamente en el siglo dieciocho, Ninon de Lenclos en el diecisiete, Marion de Lorme en el dieciséis, Imperia en el quince y Flora durante la república romana, a la que dejó su herencia, ¡qué le permitió pagar la deuda pública! ¿Qué serían Horacio sin Lidia, Tibulo sin Delia, Catulo sin Lesbia, Propercio sin Cintia y Demetrio sin Lamia, que constituyen el motivo de su actual celebridad? —Blondet adopta un tono demasiado propio de los Débats hablando de Demetrio en el salón de la Ópera —dijo Bixiou al oído de su vecino. —Y sin todas estas reinas, ¿qué sería del imperio de los cesares? —seguía diciendo Blondet— Lais y Ródope son Grecia y Egipto. Todas son, por otra parte, la poesía de los siglos en que vivieron. Una tal poesía, que faltó a Napoleón! (porque la viuda de su Grande Armée es un chiste de cuartel), no faltó en cambio a la Revolución, que tuvo a la señora Tallien. Actualmente en Francia, donde el trono está en cuestión, hay sin duda alguna un trono vacante. Entre todos nosotros podríamos proclamar una reina. ¡Yo podría dar a la Torpille una tía, ya que su madre murió demasiado ostensiblemente en el campo del deshonor; Du Tillet le habría pagado un palacio, Lousteau un coche, Rastignac unos criados, Des Lupeaulx un cocinero, Finot habría

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corrido con los gastos de sombrerería —Finot no pudo reprimir un gesto al recibir esta sátira a quemarropa—, Vernou le habría puesto anuncios y Bixiou se encargaría de sus frases ingeniosas! La aristocracia entonces vendría a divertirse a casa de nuestra Ninon, donde habríamos convocado a los artistas bajo la amenaza de mortíferos artículos. Ninon II exhibiría una impertinencia solemne y un lujo aplastante. Demostraría tener opiniones. En su casa se habría leído alguna obra maestra de arte dramático prohibida, que se habría hecho ex profeso para la ocasión si hubiera sido preciso. No sería liberal; toda cortesana es por definición monárquica. ¡Ah, qué pérdida! ¡Debería abrazar a su siglo entero y se limita a hacer el amor con un jovencito! ¡Lucien hará de ella un perro de caza! —Ninguna de las potencias femeninas que has nombrado ha chapoteado en la calle —dijo Finot—, mientras que este precioso rat ha rodado en el fango. —Así se ha embellecido y ha florecido —repuso Vernou—, como la semilla del lirio germinando del estiércol. De ahí su superioridad. ¿Acaso no hay que haber pasado por todo para ser capaz de crear la risa y la alegría que todo lo abarcan? —Tiene razón —dijo Lousteau, que hasta entonces había estado observando sin decir palabra—, la Torpille sabe reír y hace reír. Esta sabiduría de los grandes autores y de los grandes actores es propia de los que han penetrado todas las profundidades sociales. A la edad de dieciocho años esta muchacha conoció ya la mayor opulencia, la más mezquina miseria y los hombres de todas las categorías. Tiene como una varita mágica con la que desencadena los apetitos brutales violentamente reprimidos en los hombres que aún tienen corazón ocupándose de política o de ciencia, de literatura o de arte. No hay otra mujer en París que pueda decir, como hace ella, al Animal que llevamos dentro: "¡sal de ahí!"... Entonces el Animal sale de su guarida para refocilarse en los excesos; esta mujer exalta los placeres de la mesa, de la bebida y del tabaco. En fin, es la sal cantada por Rabelais que, esparcida sobre la Materia, la anima y la eleva hasta las regiones esplendorosas del Arte; su vestido despliega unas inauditas maravillas, sus dedos dejan caer oportunamente las joyas que llevan, como su boca las sonrisas; sabe dar a todas las cosas el tono que precisan; su jerga está llena de rasgos picantes; posee el secreto de las onomatopeyas más vivaces y más turbadoras; tiene... —Estás perdiendo cien sueldos de folletín —dijo Bixiou, interrumpiendo a Lousteau—. La Torpille es infinitamente mejor que todo eso: vosotros habéis sido más o menos sus amantes, pero ninguno de vosotros puede decir que

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ella ha sido querida vuestra; ella os puede coger siempre, vosotros en cambio nunca la cogeréis. Forzáis su puerta, vais a pedirle un favor... —¡Oh!, es más generosa que un jefe de bandoleros a quien vayan bien las cosas, y más abnegada que el mejor compañero de colegio —dijo Blondet—; se le pueden confiar dinero y secretos. Pero lo que me movía a elegirla reina es su borbónica indiferencia hacia los favoritos caídos en desgracia. —Es como su madre, demasiado cara —dijo Des Lupeaulx—. La Bella Holandesa habría engullido los ingresos de un arzobispo de Toledo; llegó ya a tragarse a dos notarios... —Y dio de comer a Máxime de Trailles cuando era paje —añadió Bixiou. —La Torpille es demasiado cara, como Rafael, como Cáreme, como Taglioni, como Lawrence, como Boule, tan cara como todos los artistas geniales... —repuso Blondet... —Esther jamás ha tenido este aspecto de mujer respetable —dijo entonces Rastignac, señalando la máscara a quien Lucien daba el brazo—. Apuesto a que se trata de la señora de Sérizy. —No hay ninguna duda —repuso Du Châtelet—, y así se explica la suerte del señor de Rubempré. —¡Ah! La Iglesia sabe elegir a sus levitas; será un hermoso secretario de embajada —dijo Des Lupeaulx. —Tanto más —repuso Rastignac —cuanto que Lucien es un hombre de talento. Estos caballeros han podido comprobarlo más de una vez —añadió, dirigiendo su mirada a Blondet, Finot y Lousteau. —Sí, el muchacho está hecho para llegar lejos —dijo Lousteau, a punto de estallar de envidia—, mayormente por cuanto posee eso que llamamos independencia de ideas. —Tú eres quien le ha formado —dijo Vernou. —¡Pues bien! —intervino Bixiou, mirando a Des Lupeaulx—. Invoco los recuerdos del señor secretario general y relator; aquella máscara es la Torpille, me apuesto una cena... —Acepto la apuesta —dijo Châtelet, lleno de interés por saber la verdad. —Vamos, Des Lupeaulx —dijo Finot—, a ver si reconoce las orejas del que fue su rat. —No es necesario cometer ningún crimen de lesa máscara —repuso Bixiou—; la Torpille y Lucien van a volver hacia nosotros cuando lleguen al extremo del salón, y me comprometo entonces a demostraros que es ella. —Así que ha vuelto nuestro amigo Lucien —dijo Nathan, uniéndose al grupo—; creía que se habría retirado en el Angoumois para el resto de sus días. ¿Ha descubierto quizás algún secreto contra los ingleses?

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—Ha hecho lo que tú no harás por ahora —respondió Rastignac—, ha pagado todas sus deudas. La gruesa máscara movió la cabeza en señal de asentimiento. —Cuando un joven a su edad se vuelve atinado, lo que hace en realidad es desatinarse: pierde su audacia, se convierte en rentista —repuso Nathan. —¡Oh!, éste será siempre un gran señor, y siempre habrá en él un nivel intelectual que le colocará por encima de muchos hombres supuestamente superiores —contestó Rastignac. En aquel momento los periodistas, los dandys, los ociosos, todos, en suma, observaban, con la mirada de un tratante que observa un caballo en venta, el delicioso objeto de su apuesta. Estos jueces, envejecidos con la experiencia de las depravaciones parisienses, todos de espíritu superior y cada uno a título distinto, por igual corrorrtpidos, por igual corruptores, entregados todos ellos a desenfrenadas ambiciones, acostumbrados a suponerlo, a adivinarlo todo, fijaban intensamente su mirada, en una mujer enmascarada, en una mujer que sólo ellos podían identificar. Ellos y algunos asiduos del baile de la Ópera eran los únicos capaces de reconocer la redondez de las formas, las peculiaridades del porte y del andar, el balanceo de la cintura y la erección de la cabeza, es decir, lo más fácil de captar para ellos aunque fuera lo más inasible a una mirada vulgar, bajo el largo manto del dominó negro, bajo la capucha y bajo la esclavina, que hacen irreconocibles a las mujeres. Pese a tan amorfo recubrimiento, pudieron percibir el más emocionante de todos los espectáculos, el que ofrece una mujer animada por un auténtico amor. Ya se tratara de la Torpille, de la duquesa de Maufrigneuse o de la señora Sérizy, el grado ínfimo o el superior de la escala social, aquella criatura era una asombrosa creación, el destello de luz de los sueños felices. Tanto aquellos jóvenes envejecidos como aquellos ancianos de aire juvenil, experimentaron una impresión tan intensa, que envidiaron a Lucien el privilegio sublime de aquella metamorfosis de la mujer en diosa. La enmascarada estaba allí como si estuviera a solas con Lucien; para aquella mujer no existían ni las diez mil personas, ni una atmósfera cargada y llena de polvo; no; se hallaba bajo la cúpula celeste de los Amores, como las madonas de Rafael bajo su óvalo dorado. No percibía el roce con los demás, la llama de su mirada partía de los dos agujeros del antifaz para unirse con los ojos de Lucien, y el estremecimiento de todo su cuerpo parecía tener como principio los propios ademanes de su amigo. ¿De dónde procede esta llama que irradia de una mujer enamorada y la destaca de entre las demás? ¿De dónde procede esta ligereza de sílfide que parece cambiar las leyes de la gravedad? ¿Es acaso el alma que huye? ¿Tiene la felicidad propiedades físicas? Bajo el dominó se traicionaban la ingenuidad

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de una virgen y los encantos de la infancia. Aunque andaban separados, aquellos dos seres semejaban esos grupos de Flora y Céfiro cogidos por el talle, que revelan la pericia de ¡os más hábiles escultores; pero era más que escultura —la mayor entre las artes—, Lucien y su bello dominó recordaban aquellos ángeles portadores de flores o pájaros que el pincel de Gian-Bellini ha puesto bajo las imágenes de la Virgen madre; Lucien y aquella mujer pertenecían a la Fantasía, que está por encima del Arte como la causa está por encima del efecto. Cuando la mujer, abstraída de cuanto la rodeaba, estuvo a un paso del grupo, Bixiou gritó: "¿Esther?" La desgraciada volvió rápidamente la cabeza, como hace el que oye su nombre, reconoció al malicioso y bajó la cabeza como un agonizante que acaba de exhalar el último suspiro. Se oyó una risa estridente, y el grupo se precipitó hacia la muchedumbre como una banda de ratones espantados que desde la orilla de un camino regresan a sus madrigueras. Sólo Rastignac no se alejó más de lo que debía para no parecer que huía de la mirada fulminante de Lucien, y pudo admirar dos pesares igualmente profundos, aunque velados: el de la pobre Torpille, abatida como por el rayo, y el de la máscara ininteligible, única persona del grupo que había permanecido allí. Esther dijo una palabra al oído de Lucien en el instante mismo en que sus rodillas flaqueaban, y Lucien desapareció haciendo que se apoyara en su brazo. Rastignac siguió con la mirada a aquella bonita pareja mientras quedaba abismado en sus reflexiones. —¿De dónde ha sacado este nombre de Torpille? —le preguntó una voz sombría que le llegó hasta las entrañas, porque había abandonado todo intento de ocultarse. —No hay duda, es él, se ha vuelto a escapar... —dijo Rastignac, aparte. —Cállate, si no quieres que te degüelle —respondió la máscara, adoptando otra voz—. Estoy satisfecho de ti, has mantenido tu palabra, y por esto tienes más de un brazo a tu servicio. A partir de ahora, sé mudo como una tumba; y antes de callarte, contesta a mi pregunta. —¡Está bien! Esta muchacha es tan atractiva que habría sido capaz de turbar al mismo emperador Napoleón, e incluso a alguien aún más difícil de seducir: ¡a ti! —contestó Rastignac mientras se alejaba.

—Un momento —dijo la máscara—. Voy a mostrarte que no debes haberme visto jamás en ninguna parte. Se quitó la máscara. Rastignac vaciló breves instantes al ver que no tenia nada del personaje repugnante a quien había conocido tiempo atrás en la Casa Vauquer.

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—El diablo le ha permitido cambiar todo su aspecto, excepto los ojos, que son difíciles de olvidar —le dijo. La mano de hierro le apretó el brazo para recomendarle un silencio eterno. A las tres de la madrugada, Des Lupeaulx y Finot encontraron al apuesto Rastignac en el mismo lugar, apoyado en la columna donde le había dejado la terrible máscara. Rastignac se había confesado a sí mismo, había sido sacerdote y penitente, juez y parte. Se dejó conducir al restaurante para comer y regresó a su casa achispado, aunque taciturno. La calle de Langlade, así como las adyacentes, desdora el Palais-Royal y la calle de Rivoli. Esta parte de uno de los barrios más refinados de París conservará por mucho tiempo la señal de suciedad dejada por los montones de inmundicias del viejo París, donde hubo en otro tiempo unos molinos. Aquellas calles estrechas, oscuras y llenas de lodo, donde se ejercen actividades equívocas, adquieren por la noche una fisonomía misteriosa y llena de contrastes. Cualquier persona que no conozca el París nocturno, viniendo de la parte iluminada de la calle Saint-Honoré, de la calle Neuve-des-Petits-Champs y de la calle Richelieu, donde se agolpa una incesante muchedumbre y donde relucen las obras maestras de la Industria, la Moda y las Artes, se siente embargada por un terror mezclado de tristeza al verse en medio de esta red de callejuelas que rodea aquella zona de luz cuyo resplandor se refleja en el cielo. A los torrentes de luz de gas sucede una sombra espesa. De tarde en tarde un pálido farol deja caer su resplandor incierto y nebuloso, que no llega a alumbrar ciertas callejas negras. Los viandantes son escasos y andan de prisa. Las tiendas están cerradas, y las que están abiertas tienen mal carácter: un figón sucio y sombrío, lencerías que venden agua de colonia. Un frío malsano deja una capa de humedad sobre los hombros de los viandantes. Pasan pocos coches. Hay rincones siniestros, entre los que destacan la calle de Langlade, la salida del pasaje de Saint-Guillaume y algunas esquinas. El consejo municipal no ha podido aún tomar ninguna medida para sanear esta gran leprosería, ya que la prostitución ha establecido en ella desde hace tiempo su cuartel general. Quizá sea bueno para el mundo de París, en definitiva, que estas callejuelas conserven su aspecto de suciedad. Si se pasa por estos lugares durante el día, no se puede adivinar el aspecto que adquieren por la noche; se ven surcados por seres extraños que no pertenecen a ningún mundo; las paredes se ven flanqueadas por formas blancas y medio desnudas, las sombras parecen animadas. Entre los muros y los viandantes se deslizan tocados que andan y hablan. Algunas puertas entreabietas se ponen a reír a carcajadas. Los oídos recogen palabras de esas que, según pretende Rabelais, se han helado para luego fundirse. Se oyen estribillos que surgen

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del pavimento. El ruido no es informe, quiere decir alguna cosa: cuando es bronco, se trata de una voz; pero si se asemeja a un canto, ya no tiene nada de humano, se parece a un silbido. A menudo se oyen pitidos. Por último, los taconazos de las botas tienen un no sé qué de provocador y burlesco. El conjunto produce vértigo. Las condiciones atmosféricas están invertidas: en invierno se tiene calor, en verano frío. Pero cualquiera que sea el tiempo que hace, esta extraña naturaleza siempre ofrece el mismo espectáculo: el espectáculo del mundo de fantasía de Hoffmann el berlinés. Para la mentalidad matemática de un cajero es irreal el recuerdo de lo visto cuando se ha atravesado el estrecho que lleva al barrio decente, con sus viandantes, tiendas y quinqués. La administración o la política moderna, más desdeñosa o más vergonzosa que las reinas y los reyes de antaño, que no tenían escrúpulos en tratar con cortesanas, no se atreve a enfrentarse directamente con esta plaga de las capitales. No hay duda de que las medidas cambiarán con el tiempo, y las que afectan a los individuos y a su libertad son delicadas; pero quizás habría que mostrar amplitud de miras y valentía en cuanto se refiere a las combinaciones puramente materiales, como las del aire, la luz y los locales. Puede que los moralistas, los artistas y los prudentes administradores echen de menos las antiguas Galerías de Madera del Palacio Real, donde se estacionaban esas ovejas que van siempre tras las huellas de los paseantes; y, ¿acaso no es mejor que los paseantes vayan adonde están ellas? ¿Qué ha ocurrido? Actualmente las partes más esplendorosas de los bulevares, esos lugares de ensueño para ir de paseo, no son recomendables por la noche para las familias. La policía no ha sabido aprovechar los recursos que ofrecen, a este respecto, algunos pasajes, para salvar la vía pública. La muchacha hundida por los efectos de una palabra en el baile de la Ópera vivía, desde hacía uno o dos meses, en la calle de Langlade, en una casa de vil apariencia. Este edificio, adosado a una casa enorme, mal enyesado, de poca profundidad y de altura prodigiosa, recibe toda la luz por la parte delantera y se asemeja bastante a una vara de cacatúa. En cada piso hay un apartamiento con dos habitaciones. Se accede a ellos por una estrecha escalera pegada a la pared y extrañamente iluminada por unos bastidores que señalan exteriormente su recorrido, y en los que cada planta es indicada por un plomo, lo cual constituye una de las particularidades más horrorosas de París. La tienda y el entresuelo pertenecían entonces a un hojalatero, el propietario vivía en el primero y los otros cuatro pisos los ocupaban unas modistillas muy decentes que recibían por parte del propietario y de la portera un trato muy considerado y complaciente, acorde con lo difícil que resulta alquilar una casa de características y de situación tan singulares. El

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destino de este barrio se comprende por la existencia de una cantidad considerable de casas como ésta, que no sirven para el comercio y que sólo pueden ser explotadas por industrias desautorizadas, precarias o carentes de dignidad. A las tres de la tarde, la portera, que había visto regresar a las dos de la madrugada a la señorita Esther en muy mal estado y acompañada por un joven, acababa de deliberar con la modistilla que vivía en el piso superior, la cual, antes de tomar un coche para dirigirse a algún lugar de diversión, le había expresado su inquietud a propósito de Esther: no había oído ningún ruido en su piso. Seguramente Esther dormía aún, pero aquel sueño era sospechoso. La portera sentía no poder ir a averiguar lo que pasaba en el cuarto piso, donde vivía la señorita Esther, puesto que no podía abandonar su garita. En el mismo instante en que se decidía a dejar en manos del hijo del hojalatero la guardia de su garita, que era una especie de nicho habilitado en un entrante de la pared, se detuvo un coche de punto. Se apeó un hombre tapado de pies a cabeza por una capa, con el propósito evidente de ocultar su atuendo o su calidad, y preguntó por la señorita Esther. La portera quedó entonces plenamente tranquilizada, y le pareció que el silencio y la calma de la reclusa quedaban claramente justificados. Cuando el visitante pasaba por los escalones qué están encima de la garita, la portera pudo advertir que en sus zapatos llevaba hebillas de plata y creyó ver la franja negra de la faja de una sotana; bajó y preguntó al cochero, que le respondió callando, de modo que la portera acabó de comprender. El sacerdote llamó y no tuvo respuesta alguna, oyó unos débiles suspiros y forzó la puerta con el hombro, con un vigor que sin duda le confería la caridad, pero que en cualquier otra persona hubiera parecido ser cuestión de hábito. Se precipitó hacia la segunda habitación y vio a la pobre Esther arrodillada o, mejor dicho, desplomada, con las manos juntas, ante una Virgen de yeso pintado. La muchacha estaba agonizando. La presencia de un braserillo con carbón ya consumido indicaba lo que había ocurrido durante aquella terrible mañana. La capucha y la esclavina del dominó estaban en el suelo. La cama estaba deshecha. La pobre criatura, herida mortalmente en el corazón, lo había dispuesto todo, sin duda, a su regreso de la Ópera. De la cera derretida que llenaba la arandela del candelero emergía una mecha; era indicio de la medida en que Esther había estado absorbida por sus últimas reflexiones. Un pañuelo empapado de lágrimas probaba la sinceridad de aquel desespero, propio de una Magdalena, cuyo modelo clásico era el de la cortesana impía. Aquel arrepentimiento absoluto hizo sonreír al sacerdote. Esther, poco hábil para la muerte, había dejado la puerta abierta sin pensar que el aire de las dos habitaciones requería una mayor cantidad de carbón para hacerse irrepirable; el vapor solamente la

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había aturdido; el aire fresco procedente de la escalera le devolvió gradualmente el sentido de sus males. El sacerdote se quedó en pie, absorto en una sombría meditación, sin ser afectado por la belleza divina de la muchacha, y examinaba sus primeros movimientos como si se tratara de algún animal. Su mirada se desplazaba desde aquel cuerpo desmoronado hacia objetos indiferentes con aparente indiferencia. Contempló el mobiliario de la habitación, cuyo suelo de baldosas rojas, gastadas y frías, no quedaba del todo tapado por una alfombra fea y usada. Una cama de madera pintada, modelo antiguo envuelta con cortinas de calicó amarillo con rosetones encarnados; una única butaca y dos sillas también de madera pintada, y cubiertas con el mismo calicó de las cortinas; un empapelado de fondo gris estampado con flores, aunque ennegrecido por el tiempo y grasiento; una mesa tallada de caoba; la chimenea llena de utensilios de cocina de la clase más ordinaria, dos haces de leña empezados, un marco de piedra con abalorios dispersos y entremezclados con joyas y tijeras; un ovillo sucio, guantes blancos y perfumados, un delicioso sombrero tirado sobre una cacerola, un chal de Terneaux tapando la ventana, un elegante vestido colgado de un clavo, un pequeño.canapé sin cojines; unos horrendos chanclos rotos y unos graciosos zapatitos, unos borceguíes que despertarían la envidia de una reina, platos de porcelana ordinaria desportillados con restos de la última comida y con cubiertos de metal blanco, que es la vajilla de los pobres de París; una canasta llena de patatas y ropa blanca para lavar, con un gorro ligero de gasa encima; un feo armario de luna abierto y vacío, sobre cuyos estantes podían verse las papeletas del Monte de Piedad: tal era el conjunto de objetos lúgubres y alegres, míseros y ricos, que sorprendían a quien los miraba. ¿Era aquel espectáculo singular lo que hacía meditar al sacerdote, aquellos vestigios de lujo en aquellos recipientes, aquel ajuar tan apropiado a la vida bohemia de aquella muchacha abatida entre sus ropas deshechas como un caballo muerto entre sus arneses, bajo la vara rota del carruaje y enredado con las riendas? ¿Pensaba siquiera que aquella criatura descarriada tenía que ser muy desinteresada para consentir en aunar una tal pobreza con el amor de un joven rico? ¿Atribuía acaso el desorden del mobiliario al desorden de la vida? ¿Qué sentía? ¿Piedad, espanto? ¿Se conmovía su caridad? Cualquiera que le hubiese visto con los brazos cruzados, la frente inquieta, los labios crispados y la mirada áspera, habría creído que alimentaba sentimientos sombríos y rencorosos, reflexiones contradictorias y proyectos siniestros. Era, sin duda, insensible a la deliciosa redondez de unos senos apretados bajo el peso del cuerpo encorvado, y a las formas atractivas de la Venus acurrucada que se marcaban bajo el negro de la falda, tan

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completamente doblada sobre sí misma se hallaba la agonizante; el abandono de aquella cabeza que, desde atrás, ofrecía a la mirada la blancura de su nuca, tierna y flexible, y los hermosos hombros de un cuerpo audazmente desarrollado, no le conmovían; no levantaba a Esther, ni parecía oír las desgarradoras aspiraciones que indicaban el retorno a la vida: fue preciso un sollozo horrible y la espantosa mirada que le lanzó la joven para que se dignara levantarla y depositarla sobre la cama con una facilidad que ponía de manifiesto una fuerza prodigiosa. —¡Lucien! —dijo ella en un murmullo. —El amor regresa, la mujer no está lejos —dijo el sacerdote con cierta amargura. La víctima de las depravaciones parisienses vio entonces el atuendo de su salvador y dijo, con la sonrisa del niño que puede tocar con su mano el objeto ansiado: —¡Así que no.me moriré sin haberme reconciliado con el cielo! —Podrá expiar sus faltas —dijo el sacerdote, mojándole la frente con agua y haciéndole aspirar el vinagre de una vinagrera que encontró en un rincón. —Siento como si la vida, en lugar de abandonarme, afluyera a mí —dijo tras recibir los cuidados del sacerdote y expresándole su gratitud con gestos de la mayor naturalidad. Aquella atractiva pantomima, que las propias Gracias hubieran representado para seducir, justificaba plenamente el sobrenombre de la singular muchacha1. —¿Se siente mejor? —preguntó el eclesiástico, dándole a beber un vaso de agua azucarada. El hombre parecía muy hecho a tales insólitas situaciones, sabía todo lo que debe hacerse. Estaba allí como en su casa. Este privilegio de estar en todas partes como en la propia casa sólo es patrimonio de los reyes, las rameras y los ladrones. —Cuando se haya repuesto del todo —dijo aquel sacerdote singular— me dirá las razones que le han llevado a cometer su último, crimen, este suicidio frustrado. —Mi historia es muy sencilla, padre —respondió la joven—. Hace tres meses vivía en medio del desorden en que nací. Era la última de las criaturas y la más infame; ahora soy tan sólo la más desgraciada de todas ellas. Permítame que me abstenga de contarle nada de mi pobre madre, que murió asesinada... —Por un capitán, en una casa de mala nota —dijo el sacerdote, interrumpiendo a su penitente—. Conozco el origen de usted, y si hay algún caso de persona de su sexo a la que pueda excusarse de llevar una vida

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vergonzosa, sin duda alguna es el suyo, puesto que no ha tenido ningún buen ejemplo. —¡Ayi, no he sido bautizada ni he recibido las enseñanzas de ninguna religión. —Así pues, todo tiene aún arreglo —repuso el sacerdote—, con tal que su fe y su arrepentimiento sean sinceros y no tengan segunda intención. —Lucien y Dios llenan mi corazón —dijo ella con conmovedora ingenuidad. —Habría podido decir Dios y Lucien —replicó el sacerdote con una sonrisa—. Me ha recordado usted el objeto de mi visita. No omita nada de cuanto se refiere a este joven. —¿Viene usted de su parte? —preguntó con una expresión de amor que hubiera enternecido a cualquier otro sacerdote—. ¡Oh! Se ha figurado lo ocurrido. —No —contestó—, no es su muerte, sino su vida lo que es motivo de inquietud. Vamos, explíqueme sus relaciones con él. —En una palabra —dijo ella. La pobre muchacha temblaba ante el tono brusco del eclesiástico, aunque su reacción era la de una mujer que desde hace tiempo no se sorprende por la brutalidad. —Lucien es Lucien —añadió—, el más hermoso de los jóvenes y el mejor de los seres vivos; si usted le conoce, mi amor ha de parecerle del todo natural. Le conocí por casualidad, hace tres meses, en la Porte-Saint-Martin, donde había ido un día de descanso; teníamos un día por semana en casa de la señora Meynardie, donde entonces estaba yo. Al día siguiente, como puede comprender, me fui de allí sin permiso. El amor había irrumpido en mi corazón, y me había transformado hasta tal punto que al regresar del teatro no me reconocía ya a mí misma: sentía horror de mí. Lucien jamás ha sabido nada de eso. En vez de decirle dónde estaba, le di la dirección de esta casa, en la cual vivía entonces una de mis amigas, que tuvo la generosidad de cedérmela. Le juro por lo más sagrado... —No se debe jurar. —¿Acaso es jurar dar su palabra sagrada? Bien, desde aquel día he trabajado en este cuarto, como una desesperada, haciendo camisas de veintiocho sueldos para vivir de un trabajo honrado. Durante un mes no he comido más que patatas para poder ser buena y digna de Lucien, que me quiere y me respeta como la más virtuosa de las mujeres. Hice una declaración ante la policía, en la debida forma, para recobrar mis derechos, y estoy sometida a dos años de vigilancia. La inscripción en esos registros infamantes están siempre dispuestos a hacerla; en cambio, para tachar un nombre ponen unas dificultades exageradas. Lo único que pedía al cielo era

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que protegiera mi resolución. Tendré diecinueve años el mes de abril; a esta edad se puede ya salir a flote— Me da la sensación de haber nacido hace tan sólo tres meses... Cada mañana he estado rezando a Dios para pedirle que no permitiera jamás que Lucien descubriera mi vida anterior. Compré esta Virgen que ahí ve; le dirigía plegarias a mi modo, puesto que no sé ninguna oración; no sé leer ni escribir, nunca he entrado en ninguna iglesia, y salvo en las procesiones, por curiosidad, jamás he visto a Dios. —¿Qué le dice a la Virgen? —Le hablo como a Lucien, con arrebatos de esos que le hacen llorar. —¿Llora? —De alegría —dijo en seguida—. ¡Pobrecito mío! Nos entendemos tan bien, que tenemos una sola alma. ¡Es tan amable, tan cariñoso, tan dulce de corazón, de espíritu y de ademán!... Dice que es poeta, pero yo digo que es dios... ¡Oh, perdón!, pero ustedes los sacerdotes no saben lo que es el amor. Sólo nosotras conocemos bastante a los hombres para apreciar lo que vale Lucien. Un hombre como Lucien es tan poco frecuente como una mujer sin pecado; cuando se le conoce, no se puede amar más que a él, ahí está. Pero un ser como él necesita su igual. Quisiera ser digna de ser amada por mi Lucien. De ahí viene mi desgracia. Ayer, en la Ópera, me reconocieron unos jóvenes que tienen tanto corazón como piedad tienen los tigres; creo que aún sería más fácil entenderse con un tigre que con ellos. El velo de inocencia que tenía cayó; sus risas me partieron la cabeza y el corazón. No crea que me ha salvado, me moriré de pena. —¿Su velo de inocencia?... —dijo el sacerdote—. ¿Trató entonces a Lucien con todo rigor? —¿Cómo me hace, usted que le conoce, padre, una pregunta como ésta? —contestó con una esplendorosa sonrisa—. No se resiste a un dios. —No blasfeme —dijo el eclesiástico con voz suave—. Nadie puede parecerse a Dios; la exageración es perjudicial para un verdadero amor; no tenía usted hacia su ídolo un amor puro y verdadero. Si hubiera experimentado el cambio del que se enorgullece, habría usted adquirido las virtudes que constituyen el patrimonio de la adolescencia, conocería las delicias de la castidad y la delicadeza del pudor, que son las dos glorias de la jovencita. Usted no ama de verdad. Esther hizo un ademán de espanto que vio el sacerdote, pero que no conmovió la impasibilidad del confesor. —Sí, lo quiere por usted y no por él, por los placeres temporales que la cautivan, pero no por el amor en sí mismo; así es como lo ha poseído; no está agitada por ese temblor sagrado que inspiran los seres en quienes Dios pone el sello de las perfecciones más adorables: ¿ha pensado usted que lo

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degrada con las impurezas de su pasado, que iba a corromper a un inocente con las horrendas delicias que han merecido el sobrenombre que lleva, con su resonancia de gloria y de infamia? Ha sido usted inconsecuente consigo misma y con la pasión de un día... —¡De un día! —repitió, alzando la mirada. —¿Qué calificativo hay que dar a un amor que no es eterno, que no nos une, hasta en el más allá, con la persona a quien queremos? —¡Ah! ¡Quiero ser católica! —exclamó la muchacha, con un grito tan sordo y violento que habría arrancado la gracia del Salvador. —¿Acaso podía ser la mujer de Lucien de Rubempré una muchacha que no ha recibido ni el bautismo de la Iglesia ni el de la ciencia, que no sabe leer, escribir ni rezar, que no puede dar un paso sin que las losas del suelo se alcen para acusarla, notable tan sólo por el privilegio efímero de una belleza que la enfermedad le arrebatará quizá mañana mismo; acaso puede ser su esposa este ser envilecido y degradado, y consciente de su degradación... (si fuera más inconsciente y menos amante, la cosa sería menos grave...), la presa futura del suicidio y del infierno? Cada frase era un puñalada que penetraba hasta el fondo de su corazón. A cada frase los sollozos crecientes y las abundantes lágrimas de la desesperada muchacha atestiguaban la fuerza con que la luz se abría paso simultáneamente en su inteligencia, pura como la de un salvaje, en su alma por fin despierta, en aquella naturaleza en la que la depravación había sedimentado una capa de fango helado que empezaba entonces a derretirse al calor de la fe. —¡Por qué no habré muerto! —era el único pensamiento que expresaba de entre todas las ideas que, a borbotones, afluían a su cerebro causándole estragos. —Hija mía —dijo el juez terrible—, hay un amor que no se declara a los hombres, y cuya confidencia reciben los ángeles con sonrisas de felicidad. —¿Cuál es? —El amor sin esperanza, cuando inspira la vida, cuando conduce a ésta por la senda de la abnegación, cuando ennoblece todos los actos con el propósito de alcanzar una perfección ideal. Sí, los ángeles aprueban un tal amor, que lleva al conocimiento de Dios. Perfeccionarse sin cesar para hacerse digno del ser amado, dedicarle mil sacrificios secretos, adorarle desde lejos, dar la propia sangre gota a gota, sacrificarle el amor propio, no dejarse llevar con él ni por el orgullo ni por la cólera, ocultarle incluso los celos atroces que pueda despertar, darle todo cuanto desea, aunque sea en perjuicio, querer lo que él quiere, tener siempre el rostro vuelto hacia él para seguirle sin que él lo sepa; un amor así la religión se lo hubiera perdonado,

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porque no ofende las leyes humanas ni las divinas y lleva por una senda muy distinta que el de sus sucias voluptuosidades. Al oír esta sentencia horrible cifrada en unas palabras (¡y qué palabras!, ¡con qué acento fueron pronunciadas!), Esther sintió una legítima desconfianza. Aquellas palabras fueron como un trueno que descubre la inminencia de la tormenta. Miró al sacerdote y sintió que se le removían las entrañas, como le ocurre a cualquiera, por valiente que sea, ante un peligro inminente y repentino. Ninguna mirada hubiera sido capaz de descubrir lo que pasaba en el interior de aquel hombre; pero incluso para los más valientes habría habido más motivos de temor que de esperanza en el aspecto que ofrecían sus ojos, que habían sido claros y amarillentos como los de los tigres, y en los cuales las austeridades y las privaciones habían dejado un velo parecido al que se forma en el horizonte en plena canícula: la tierra es cálida y luminosa, pero la niebla la hace indistinta, borrosa y casi invisible. Su rostro oliváceo y tostado por el sol estaba surcado por una gravedad muy española y por unas profundas arrugas que, debido a las infinitas cicatrices producidas por una horrible viruela, había adquirido un aspecto repugnante de roderas deformadas. La dureza de su fisonomía resaltaba aún más por el hecho de estar enmarcada por una vieja peluca, propia del sacerdote que ha dejado de ser cuidadoso de su persona, una peluca repelada de color negro que con la luz adquiría irisaciones rojizas. Su tórax de atleta, sus manos de antiguo soldado, la anchura de su pecho y sus fuertes espaldas eran propios de aquellas cariátides esculpidas en ciertos palacios na medievales italianos que recuerdan imperfectamente las que hay en la fachada del teatro de la Porte-Saint-Martin. No hacía falta mucha clarividencia para pensar que lo que le había empujado al seno de la Iglesia eran pasiones muy violentas o accidentes poco comunes; era indudable que sólo bajo los efectos de golpes muy fuertes había llegado a cambiar, en caso de que sea posible que cambie una naturaleza como la suya. Las mujeres que han llevado una vida como la que Esther acababa de repudiar con tanta violencia, llegan a sentir una indiferencia absoluta por las formas exteriores ¡de los hombres..Se parecen a los críticos literarios de hoy, que, en ciertos aspectos, pueden comparárseles, y que llegan a una profunda despreocupación por las fórmulas artísticas: han leído tantas obras, han visto pasar tantas de ellas, se han acostumbrado tanto a las páginas escritas, han tenido que sufrir tantos desenlaces, han visto tantos dramas, han hecho tantos artículos sin decir lo que pensaban, traicionando tan a menudo la causa del arte en aras de sus amistades o enemistades, que llegan a sentir asco por todo y sin embargo continúan juzgando. Hace falta un milagro para que tales escritores produzcan una obra, así como el amor

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puro y noble requiere otro milagro para brotar del corazón de una cortesana. El tono y los modales de aquel sacerdote, que parecía haber salido de un cuadro de Zurbarán, se le figuraron tan hostiles a la pobre muchacha, que no se sintió amparada bajo un cuidado solícito, sino objeto de un plan preestablecido. En la incertidumbre de no saber si se hallaba ante la marrullería del interés personal o ante la unción de la caridad, ya que hay que estar alerta para poder reconocer la falsedad que procede de los supuestos amigos, se sintió como entre las garras de un pájaro monstruoso y feroz que se hubiera abatido sobre ella después de haber planeado un buen rato, y, presa de espanto, dijo con voz alarmada las siguientes palabras: —¡Creía que los sacerdotes tenían la misión de consolar, y usted me está asesinando! Ante esta exclamación de la inocencia, el eclesiástico dejó escapar un ademán, e hizo una pausa; antes de responder, se concentró en sí mismo. Durante aquellos instantes, los dos personajes, reunidos en circunstancias tan singulares, se observaron mutuamente a hurtadillas. El sacerdote comprendió a la joven sin que la joven pudiera comprender al sacerdote. Seguramente renunció a algún designio que amenazaba a la pobre Esther, y reemprendió el curso primitivo de sus ideas. —Somos los médicos de las almas —dijo con voz suave— y sabemos qué remedios convienen a sus enfermedades. —Hay que perdonar muchas cosas a la miseria —dijo Esther. Creyó que se había equivocado; entonces se deslizó hasta el suelo, se postró a los pies del hombre, besó su sotana con profunda humildad y levantó hacia él sus ojos bañados en lágrimas. —Yo creía haber hecho mucho —dijo. —Escuche, hija mía, su fatal reputación ha sumido en el dolor a la familia de Lucien; temen, y no sin cierta justificación, que le arrastre a una vida de disipación, a un mundo desquiciado... —Es cierto, fui yo quien le llevé al baile para intrigarle. —Es lo bastante hermosa como para que él quiera triunfar en usted a los ojos del mundo, mostrarla con orgullo y exhibirla como una especie de caballo de parada. ¡Y si no gastara más que dinero!... Pero gastará además su tiempo, sus energías; perderá la afición para el espléndido destino que se le ha preparado. En vez de ser algún día embajador, rico, admirado y lleno de gloria, no habrá sido más que el amante de una mujer impura, como tantos y tantos disolutos que han ahogado sus talentos en el fango de París. En cuanto a usted, habría vuelto más adelante a su modo de vida anterior, tras haber formado parte por unos instantes del mundo de la elegancia,

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porque no hay en usted la fuerza que proporciona la buena educación para resistir el vicio y pensar en el porvenir. Si no ha podido romper con la gente que la ha avergonzado esta madrugada en la Ópera, menos aún hubiera podido romper con sus compañeras. Los verdaderos amigos de Lucien, alarmados por el amor que le inspira usted, han seguido sus pasos y se han enterado de todo. Llenos de espanto, me han mandado a usted para sondear sus disposiciones y para decidir su suerte; y aunque tengan el poder suficiente para quitar cualquier dificultad del camino de este joven, son misericordiosos. Sépalo, hija mía: una persona que goza del amor de Lucien tiene derecho a todos sus respetos, como un verdadero cristiano adora el lodo que irradia, por casualidad, luz divina. He venido como portavoz del pensamiento benefactor; si la hubiera encontrado en la perversión más completa, llena dé descaro y de astucia, corrompida hasta el tuétano y sorda a la voz del arrepentimiento, la hubiera abandonado en manos de su cólera. Aquí tiene esta liberación civil y política, tan difícil de obtener, que la Policía, con razón, no cede fácilmente, en interés de la propia Sociedad, y cuyo deseo ha expresado usted con el anhelo de un arrepentimiento sincero —dijo el sacerdote, sacando de su cintura un papel administrativo, a juzgar por su aspecto—. Ayer fue usted descubierta, y esta carta de aviso está fechada hoy: fíjese si son poderosos los que se interesan por Lucien. Al ver aquel documento, el temblor convulsivo que producen las alegrías inesperadas agitó a Esther de una manera tan ingenua, que sus labios se iluminaron con una sonrisa fija que le daba un aire estúpido. El sacerdote se detuvo, contempló a la muchacha para ver si sería capaz, al hallarse privada de la fuerza horrible que la gente corrompida saca de su misma corrupción y al volver a su primitivo ser, frágil y delicado, de resistir tantas impresiones. Si hubiera seguido siendo una cortesana engañosa, Esther habría podido fingir; pero había vuelto a la inocencia y a la verdad, y podía morir como puede perder la vista un ciego operado bajo el efecto de una claridad demasiado intensa. El hombre penetró entonces hasta el fondo en la naturaleza humana, pero guardó una tranquilidad terrible por su fijeza. Las rameras son seres esencialmente movedizos, que sin motivo pasan de la desconfianza más alelada a la más absoluta confianza. En este aspecto están por debajo de los animales. Son extremosas en todo, en sus alegrías como en sus depresiones, en su religión como en su irreligión, y casi todas se volverían locas si la mortalidad que les es peculiar no las diezmara y si la suerte azarosa no elevara de vez en cuando a algunas de ellas por encima del fangal en que viven. Para llegar hasta el fondo de las calamidades de esta horrible vida, habría que ver hasta dónde puede llegar por el camino de la locura sin quedar prendida en ella, admirando el violento éxtasis de la

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Torpille en las rodillas del sacerdote. La pobre muchacha miraba el papel con una expresión olvidada por Dante, que superaba las invenciones de su Injierno. La reacción estalló al mismo tiempo que los sollozos. Esther se levantó, echó sus brazos alrededor del cuello de aquel hombre, apoyó la cabeza contra su pecho, derramó lágrimas sobre él, besó la basta tela que cubría aquel corazón de acero y pareció que quería penetrarlo. Cogió al sacerdote y le cubrió las manos de besos; puso en obra todas las zalamerías de sus caricias, aunque en un santo arrebato de gratitud le aplicó los más dulces calificativos, y le pidió miles de veces, con las expresiones más almibaradas y en tonos diferentes, que le diera el papel; le envolvió de ternura y le cubrió con su mirada tan resueltamente que le cogió indefenso; acabó, finalmente, apaciguando su ira. El sacerdote se dio cuenta de cómo había merecido su sobrenombre; comprendió cuán difícil era resistir a aquel ser cautivador, y adivinó de repente el amor de Lucien y lo que debió de haber seducido en él al poeta. Semejante pasión oculta, entre otros muchos encantos, un anzuelo que prende sobre todo el alma elevada de los artistas. Tales pasiones, incomprensibles para la muchedumbre, se explican perfectamente por la sed de un bello ideal que distingue a los seres creadores. ¿No se hace uno semejante de algún modo a los ángeles encargados de promover los buenos sentimientos de los pecadores, no se convierte uno en creador, si llega a purificar a un ser como éste? ¡Qué atrayente resulta la tarea de hacer concordar la belleza moral con la belleza física! ¡Qué satisfacción para el orgullo si se consigue! ¡Qué tarea tan hermosa la que no tiene más instrumento que el amor! Tales concordancias, ilustradas por el ejemplo de Aristóteles, de Sócrates, de Platón, de Alcibíades, de Cetego, de Pompeyo, y tan horrendas a los ojos de la gente vulgar, se fundan en los mismos sentimientos que movieron a Luis XIV a edificar Versalles y que empujan a los hombres a toda clase de empresas ruinosas: transformar las miasmas de un pantano en un cúmulo de perfumes rodeado de surtidores; poner un estanque en lo alto de una colina, como hizo el "príncipe de Cohti en Nointel, o el paisaje de Suiza en Cassan, como el recaudador general Bergeret. En suma, es la irrupción del Arte en la Moral. El sacerdote, avergonzado de haber cedido a la ternura, rechazó bruscamente a Esther, la cual se sentó, avergonzada también, al oír que le decía: —Nunca deja usted de ser una cortesana. Y guardó fríamente la carta en su cintura. Esther se quedó mirando fijamente el lugar de la cintura donde estaba el papel, como un niño que tiene en la mente un solo deseo.

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—Hija mía —añadió el sacerdote tras una pausa—, su madre era judía; usted, aunque no recibió el bautismo, tampoco fue llevada a la sinagoga: está en los limbos religiosos, donde están los niños pequeños... —¡Los niños pequeños! —repitió la muchacha con voz conmovida.—...de un modo semejante a como figura en las fichas de la policía, en tanto que número apartado de los seres que forman la sociedad —dijo el sacerdote, prosiguiendo impasible—. Si el amor le hizo creer, hace tres meses, que nacía usted de nuevo, ahora debe de sentirse como si hubiera vuelto a la infancia. Debe pues comportarse como si fuera una niña; ha de transformarse enteramente, y yo voy a encargarme de que no se parezca ya más a la que ha sido. Primero de todo, olvidará a Lucien. Con estas palabras se le partió el corazón a la pobre muchacha; alzó la mirada hacia el sacerdote e hizo con la cabeza un signo de denegación; no tuvo fuerzas para hablar, al hallar de nuevo al verdugo en la persona del redentor. —Por lo menos renunciará a verle —continuó—. La llevaré a una casa religiosa donde reciben educación las jóvenes de las mejores familias; allí se hará católica, será instruida en la práctica de los ejercicios cristianos y aprenderá la religión; de allí podrá salir una joven cumplida, casta, pura y bien educada, si... Levantó el dedo, haciendo una pausa. —Si se siente con fuerzas para dejar aquí a la Torpille —continuó. —¡Ah! —exclamó la pobre muchacha, que había escuchado cada una de sus palabras como si fuera la nota de una música a cuyo son se estuvieran abriendo lentamente las puertas del paraíso—. ¡Ah, ojalá fuera posible derramar aquí toda mi sangre y tomar otra nueva!...

—Escúcheme. La muchacha se calló. —Su futuro depende de su capacidad de olvido. Piense en la enormidad de sus obligaciones: la menor palabra, el menor gesto que dejara entrever a la Torpille, mataría a la esposa de Lucien; una simple palabra pronunciada en sueños, un pensamiento involuntario, una mirada deshonesta, un gesto cualquiera de impaciencia, el recuerdo de alguna inmoralidad, cualquier omisión, cualquier signo que revele lo que usted sabe o lo que, para desgracia suya, se ha sabido acerca de usted... —¡Sí, oh, sí padre —dijo la muchacha con una exaltación de santa—, todo será dulce y llevadero! Caminar con zapatos de hierro candente y sonreír, llevar un corsé lleno de púas y conservar la gracia de una bailarina, comer pan espolvoreado con ceniza, beber ajenjo...

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Volvió a caer de rodillas, estalló en sollozos, besó los zapatos del sacerdote y los regó con sus lágrimas, le abrazó las piernas y se apretó contra ellas, murmurando palabras insensatas en medio de los sollozos que le provocaba la alegría. Sus hermosos y admirables cabellos rubios se soltaron y formaron como una alfombra a los pies de aquel mensajero celestial cuya mirada le pareció sombría y dura cuando le miró, al levantarse. —¿En qué le he ofendido? —dijo la muchacha, muy asustada—. He oído hablar dé una mujer como yo que lavó con perfumes los pies de Jesucristo. Por desgracia, la virtud me ha hecho tan pobre que solamente puedo ofrecerle mis lágrimas. —¿Es que no me ha oído? —contestó con voz cruel—. Le he dicho que ha de ser capaz de salir de la casa adonde la llevaré transformada, física y moralmente, hasta tal punto que ninguno ni ninguna de quienes la conocieron en otro tiempo pueda reconocerla ni hacerle volver la cabeza llamándola por su nombre. El amor todavía no le ha dado fuerza suficiente para enterrar a la prostituta de manera que no pueda reaparecer jamás, y ésta aún reaparece incluso en los gestos de adoración a Dios. —¿No le ha enviado él hacia mí? —Si durante el período de educación Lucien llegara a verla, todo estaría perdido —repuso—. Piénselo bien. —¿Quién le consolará? —¿De qué le consolaba usted? —preguntó el sacerdote con una voz, que por vez primera desde el comienzo de esta escena, delataba un temblor nervioso. —No sé, a menudo estaba triste al llegar. —¿Triste? —repuso el sacerdote—. ¿Dijo alguna vez por qué lo estaba? —Nunca —contestó ella. —Estaba triste por amar a una mujer como usted —exclamó. —¡Sí! Debía de estarlo! —dijo con profunda humildad—, soy el ser más despreciable de mi sexo, y no podía hallar gracia a sus ojos más que por la fuerza de mi amor. —Este amor ha de darle fuerzas para obedecerme ciegamente. Si la llevara ahora mismo a la casa donde recibirá educación, todos dirían a Lucien que usted se ha marchado, hoy domingo, con un cura; en tal caso, podría ponerse tras su pista. Dentro de ocho días, la portera, al ver que no he vuelto, me tomará por lo que no soy. Así pues, dentro de ocho días, al atardecer, a las siete, saldrá usted furtivamente y cogerá un coche de punto que la esperará en la parte de abajo de la calle de los Frondeurs. Durante estos ocho días, evite a Lucien; busque pretextos, prohíbale que venga, y, si

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viene, suba al piso de alguna amiga; yo sabré si le ha vuelto a ver y, en tal caso, todo habrá terminado: ni siquiera regresaré. Estos ocho días le bastan para prepararse unas cuantas prendas decentes y para librarse definitivamente de su aspecto de prostituta —dijo mientras depositaba una bolsa sobre el marco de la chimenea—. En su aspecto, en su ropa se nota ese no sé qué tan conocido de los parisienses que les indica su condición. ¿No ha visto nunca por las calles, por los bulevares, a ninguna joven modesta y virtuosa caminando en compañía de su madre?... —¡Oh, sí, por desgracia mía! La visión de una madre con su hija es uno de los mayores suplicios para nosotras, nos remueve los remordimientos que tenemos ocultos en los pliegues de nuestros corazones y que nos devoran... Sé demasiado bien lo que me falta. —Pues bien, ya sabe cómo tiene que estar el próximo domingo —dijo el sacerdote, levantándose. —¡Oh! —exclamó ella—, enséñeme una verdadera oración antes de marcharse, para que pueda rogar a Dios. Era conmovedor ver al sacerdote haciendo repetir a la muchacha el Avemaria y el Padrenuestro. —¡Es muy hermoso! —dijo Esther cuando logró repetir sin ninguna falta estas dos magníficas expresiones populares de la fe católica—. ¿Cómo se llama usted? —preguntó al sacerdote cuando le dijo adiós. —Carlos Herrera, soy español y me expulsaron de mi país. Esther le tomó la mano y se la besó. No era ya una cortesana, sino un ángel que se levantaba después de una caída. En un establecimiento famoso por la educación aristocrática y religiosa que en él se da, un lunes por la mañana, a primeros del mes de marzo de este año, las pensionistas vieron aumentar su agraciado grupo con una recién llegada cuya belleza triunfó inapelablemente, no sólo sobre cada una de sus compañeras, sino incluso sobre cada uno de los encantos particulares que en ellas parecían haber llegado a la perfección. En Francia es muy poco frecuente, por no decir imposible, encontrar las treinta famosas perfecciones descritas en versos persas grabados, según dicen, en las paredes del serrallo, y que son necesarias para que una mujer sea hermosa. En Francia no abunda la perfección de conjunto, y en cambio hay detalles encantadores. La armonía del conjunto, que la escultura intenta reproducir y que ha reproducido en algunas escasas composiciones, tales como la Diana y la Venus Calipigia, es un privilegio de Grecia y de Asia Menor. Esther procedía de esta cuna de la humanidad, la patria de la belleza: su madre era judía. Los judíos, aunque tantas veces degenerados por su contacto con los demás pueblos, ofrecen entre sus numerosas tribus ciertos filones en los

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que se ha conservado el tipo sublime de las beldades asiáticas. Cuando no son de una fealdad repelente, tienen el esplendoroso aspecto de las figuras armenias. Esther se hubiera llevado el premio del serrallo, puesto que poseía los treinta encantos fundidos armoniosamente. En vez de haber afectado al acabado de las formas o al frescor de la envoltura, su vida irregular le había comunicado ese no sé qué de la mujer, ese no sé qué que se manifiesta en el momento en que ya ha pasado la piel suave y tersa de la fruta verde y aún no ha llegado el tono cálido de la edad madura, en que todavía se conserva algo de la flor. Si su vida disoluta hubiera durado tan sólo unos días más, habría empezado a perder esbeltez. Para un fisiólogo debe de ser digno de consideración la exuberancia de salud y la perfección corporal de un ser como aquél, en quien la voluptuosidad hacía las veces de pensamiento. Por una casualidad poco frecuente, por no decir imposible en muchachas muy jóvenes, sus manos, que tenían una nobleza incomparable, eran blandas, transparentes y blancas como las de una mujer encinta de su segundo hijo. Tenía los pies y los cabellos exactamente iguales a los de la duquesa de Berri, tan justamente famosos, cabellos que no podían ser tocados por la mano de ningún barbero, por lo abundantes; eran tan largos que al caer al suelo formaban anillos, ya que Esther tenía la estatura mediana que permite manejar a las mujeres como si fueran juguetes, cogerlas, dejarlas, volverlas a coger y llevarlas sin fatiga. Su piel, fina como el papel de China, tenía un color cálido de ámbar matizado por venas rojas, relucía sin sequedad y era suave sin ser húmeda. Esther, que era nerviosa en demasía, aunque aparentemente delicada, atraía repentinamente la atención por un rasgo destacable íen las figuras mejor dibujadas por el lápiz de Rafael, ya que Rafael es el pintor que ha estudiado más y que mejor ha reproducido la belleza judía. Este rasgo maravilloso era el que producía la profundidad del arco bajo el cual se movía el ojo, como si rebasara su propio marco, y cuya curva semejaba por su nitidez la arista de alguna bóveda. Cuando la! juventud reviste con sus tonos puros y diáfanos este hermoso ¡so arco coronado de pestañas a modo de raíces perdidas, [ cuando la luz, al deslizarse en el surco circular de abajo, adquiere una tonalidad rosa pálido, se reúnen allí tesoros de ternura capaces de saciar a un amante y bellezas bastantes para hacer desesperar a un pintor. Estos pliegues luminosos en que la sombra adquiere matices dorados, este tejido que tiene la consistencia de un nervio y la flexibilidad de la más; delicada de las membranas, constituyen el último esfuerzo de la naturaleza. El ojo en reposo parece, allí dentro, un huevo jflo milagroso puesto en un nido de hebras de seda. Pero más tarde, cuando las pasiones hayan difuminado estos contornos tan perfilados, cuando los dolores hayan arrugado esta red de

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fibrillas, esta maravilla adquirirá una horrible melancolía. Los orígenes de Esther se adivinaban en el corte original de sus ojos, de párpados turcos, cuyo color era un gris pizarra que con la luz adquiría el tono azulado de las alas negras de los cuervos. Sólo la ternura excesiva de su mirada podía moderar su esplendor. Únicamente las razas procedentes de los desiertos poseen en los ojos el poder de la seducción universal, ya que una mujer en cuanto tal siempre fascina a alguien. Sus ojos guardan seguramente algo del infinito que han contemplado. ¿Acaso la naturaleza, siempre previsora, ha provisto sus retinas de algún tapiz reflector que les permite resistir los espejismos de los arenales, los torrentes del sol y el ardiente cobalto del éter? ¿O quizás ocurra que los seres humanos asimilan, como los demás, algo de los ambientes |lo en los que se desarrollan y conservan durante siglos las pro— ¡piedades que hacen suyas? Esta gran solución al problema de las razas radica quizás en la misma pregunta. Los instintos son hechos vivos que tienen por causa necesidades. Las variedades animales son el resultado de la ejercitación de tales instintos. Para convencerse de esta verdad, que es objeto de tan afanosa búsqueda, basta hacer extensiva a los rebaños de hombres la observación hecha recientemente sobre los rebaños de ovejas españolas e inglesas, las cuales en los prados de las llanuras donde abunda la hierba pacen apretujadas unas contra otras, y en cambio se dispersan en las montañas donde la hierba escasea. Si se saca de sus respectivos países a ambas especies de ovejas y se las lleva a Suiza o a Francia, las ovejas de montaña seguirán paciendo separadas, aunque se hallen en un prado bajo y espeso, mientras que las del llano lo harán juntas aun cuando estén en un monte. El paso de varias generaciones apenas modifica los instintos adquiridos y transmitidos. A cien años de distancia resurge el espíritu de la montaña en los corderos refractarios, análogamente a como el Oriente, después de mil ochocientos años de destierro, brillaba en los ojos y en la figura de Esther. Su mirada no ejercía una fascinación terrible, sino que irradiaba una calidez suave, despertaba la ternura sin asombro, y las voluntades más inquebrantables se fundían bajo su llama. Esther había vencido al odio, había asombrado a los depravados de París, y su mirada y la suavidad de su piel la habían hecho merecedora del terrible sobrenombre que acababa de empujarla hasta el borde mismo de la tumba. Todo en ella armonizaba con esas características de la peri de las ardientes arenas. Tenía la frente firme, de perfil altivo. Su nariz, como la de los árabes, era fina y delgada, de ventanas ovaladas, bien puestas y realzadas en los bordes. Su boca roja y fresca era como una rosa sin marchitar, y no conservaba ninguna huella de las orgías vividas. La barbilla, que parecía estar modelada por un escultor enamorado que hubiera pulido su perfil, era

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blanca como la leche. Un solo detalle, al que no había conseguido poner remedio, revelaba su condición de cortesana sumida en la pobreza: sus uñas estropeadas, que requerían mucho tiempo para recuperar una forma elegante, hasta tal punto se habían deformado a causa de las faenas más vulgares de la casa. Las jóvenes pensionistas empezaron por envidiar tales milagros de la belleza, pero terminaron por admirarlos. No pasó la primera semana sin que hubieran tomado afecto por la ingenua Esther, pues sintieron interés por la secreta desgracia de una muchacha de dieciocho años que no sabía leer ni escribir, para quien la ciencia y la instrucción eran nuevas, y que iba a proporcionar al arzobispo el honor de haber convertido a una judía al catolicismo, y al convento la fiesta de su bautismo. Le perdonaron su belleza en la medida en que se sentían superiores a ella por la educación. Esther adquirió pronto los ademanes, la suavidad de voz, el porte y las actitudes de aquellas muchachas tan distinguidas; por fin volvió a encontrar su primera naturaleza. La transformación fue tan completa que, con ocasión de su primera visita, Herrera se sorprendió, pese a que parecía que nada en el mundo pudiera sorprenderle, y las superioras le felicitaron por su pupila. Aquellas mujeres jamás habían encontrado, a lo largo de su actividad docente, ningún carácter tan amable, dulzura tan cristiana, modestia tan auténtica ni deseo tan grande de aprender. Cuando una muchacha ha sufrido los males que habían pesado sobre la pobre pensionista y espera una recompensa como la que el español ofrecía a Esther, no es extraño que lleve a cabo tales milagros, semejantes a los de los primeros tiempos de la Iglesia, que repitieron los jesuítas en el Paraguay. —Es edificante —dijo la superiora, besándola en la frente. Esta frase, esencialmente católica, lo dice todo. Durante las horas de recreo, Esther interrogaba con discreción a sus compañeras sobre las cosas más simples del mundo, que para ella significaban lo que para un niño los primeros descubrimientos acerca de la vida. Cuando supo que iría vestida de blanco el día de su bautismo y de su primera comunión, que llevaría una cinta de raso blanco, lazos blancos, zapatos blancos y guantes blancos, y en la cabeza un tocado de lacitos blancos, se deshizo en llanto en medio de sus asombradas compañeras. Era lo contrario de la escena de Jefté en la montaña. La cortesana que había en ella temió ser comprendida, de modo que atribuyó aquella horrible melancolía a la alegría que el espectáculo le producía por anticipado. Puesto que los hábitos que abandonaba distaban tanto de los hábitos que adquiría como distan el estado salvaje de la civilización, manifestaba Esther la gracia, la ingenuidad y la profundidad que distinguen a la maravillosa heroína de Los puritanos de América. Sin que ella misma lo supiera, tenía también en el

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corazón un amor que la atormentaba, un amor extraño, un deseo más violento en ella, que lo conocía todo, que en una virgen que no sabe nada, aunque ambos deseos tengan la misma causa y el mismo objeto. Durante los primeros meses todo contribuía a relegar sus recuerdos al olvido: la novedad de una vida recluida, las sorpresas de la enseñanza, los trabajos que aprendía, la práctica de la religión, el fervor de su santa resolución, la dulzura de los afectos que inspiraba, el ejercicio de las facultades de una inteligencia despertada, e incluso los esfuerzos que había de desplegar para dominar sus recuerdos; tenía tanto que olvidar como que aprender. Hay en nosotros varias memorias; el cuerpo y el espíritu tienen cada uno la suya; y la nostalgia, por ejemplo, es una enfermedad de la memoria física. Durante el tercer mes la violencia de esta alma virgen, que volaba con las alas desplegadas hacia el paraíso, resultó no dominada, sino entorpecida por una sorda resistencia cuyas causas desconocía la propia Esther. Como las ovejas de Escocia, quiso pacer aparte de las demás; no podía vencer los instintos desarrollados por la vida licenciosa. ¿Sentía la llamada de las calles llenas de barro del París que había dejado? ¿Acaso se aferraban a ella por lazos olvidados las cadenas rotas de sus horribles costumbres y las sentía como sienten los viejos soldados —según dicen los médicos— los miembros que perdieron en la batalla? ¿Habían quizá penetrado hasta el tuétano de la muchacha los vicios y sus excesos, hasta el punto que las aguas sagradas no llegaban a alcanzar el demonio que se ocultba allí? ¿Era preciso que contemplara a aquel por quien estaba realizando esfuerzos auténticamente angélicos? ¿Era esto preciso para ella, a quien Dios había de perdonar que mezclara el amor humano con el amor divino? El uno había llevado al otro. ¿Acaso se producía en su interior un desplazamiento de la fuerza vital que acarreaba ciertos sufrimientos inevitables? Todo es dudoso y oscuro en una situación que la ciencia no se ha dignado examinar por considerar que el tema es demasiado inmoral y comprometedor, como si el médico y el escritor, el sacerdote y el político no estuvieran por encima de cualquier sospecha. Sin embargo, un médico tuvo la valentía de emprender unos estudios que dejó inacabados por culpa de la muerte. Quizá la negra melancolía que afectó a Esther y que oscurecía su feliz existencia participara de todas aquellas causas; y ella, al no ser capaz de adivinarlas, sufriría quizá como los enfermos que no conocen la medicina ni la cirugía. El hecho era extraño. La alimentación sana y abundante que había sustituido a su anterior y detestable régimen alimenticio no sustentaba a Esther. Una vida pura y regular, repartida entre trabajos moderados y ratos de recreo, en lugar de aquella otra vida desordenada, en que los placeres eran tan horrendos como las desdichas, quebrantaba a la joven pensionista. El reposo aliviador y las

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noches tranquilas, en sustitución de las fatigas abrumadoras y de las más crueles excitaciones, provocaban una fiebre cuyos síntomas escapaban a la exploración y a la observación de la enfermera. En suma, el bien y la felicidad que sucedían al mal y al infortunio, la seguridad que reemplazaba al desasosiego, resultaban tan funestos a Esther cuanto hubieran sido para sus compañeras los desórdenes de su vida anterior. En la corrupción la habían implantado y en ella se había desarrollado. Su patria infernal todavía ejercía su imperio, pese a las órdenes soberanas de una voluntad absoluta. Lo que odiaba era para ella la vida, mientras que lo que amaba la conducía a la muerte. Tenía una fe tan ardiente, que su piedad enaltecía el alma. Le gustaba rezar. Había abierto su alma a los resplandores de la religión verdadera, que recibía sin esfuerzos ni dudas. Su director espiritual estaba muy satisfecho; pero su cuerpo contrariaba continuamente a su alma. En cierta ocasión se sacaron algunas carpas de un estanque cenagoso para ponerlas en un pilón de mármol, con aguas claras, con objeto de satisfacer un deseo de la señora de Maintenon, que les daba de comer las migas de la mesa real. Las carpas desmejoraban. Los animales pueden ser abnegados, pero el hombre jamás les contagiará la lepra de la adulación. Un cortesano hizo notar aquella muda oposición que tenía lugar en Versalles. "Son como yo —respondió aquella insólita reina—, echan de menos sus turbios lodazales." Estas palabras expresan toda la historia de Esther. De vez en cuando, la joven se sentía impulsada a correr por los espléndidos jardines del convento, corría apresuradamente de árbol en árbol, se tiraba desesperadamente en los rincones oscuros, ¿en busca de qué? No lo sabía, pero sucumbía al demonio, coqueteaba con los árboles y les decía palabras que no llegaba a pronunciar. A veces se deslizaba a lo largo de las paredes, por la noche, como una culebra, con los hombros desnudos, sin chai. A menudo, en la capilla, durante los oficios, se quedaba con los ojos fijos en el crucifijo; todas la admiraban, los ojos se le inundaban de lágrimas; pero su llanto era de rabia; en lugar de las imágenes santas que quería ver, se alzaban ante su imaginación, desbreñadas, furiosas y brutales, aquellas noches suyas llameantes durante las cuales dirigía ella las orgías como en el Conservatorio dirige Haheneck una sinfonía de Beethoven. aquellas noches llenas de risas y de lascivia, entrecortadas por movimientos nerviosos, por risas inextinguibles. Por fuera era dulce como una virgen unida a este mundo sólo por su figura femenina; por dentro en cambio se agitaba una imperial Mesalina. Ella era la única que conocía el secreto de esta lucha entre el demonio y el ángel; cuando la superiora le regañaba por llevar un peinado más presumido de lo que permitía la regla, lo cambiaba con una encantadora y presta obediencia, y hubiera estado dispuesta a cortarse el

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cabello si la madre se lo hubiera ordenado. Aquella nostalgia tenía una gracia conmovedora, tratándose de una muchacha que prefería morir que regresar al mundo de la impureza. Se volvió pálida, se transformó y adelgazó. La superiora redujo sus tareas y la tomó bajo su custodia para interrogarla. Esther era feliz, se sentía muy a gusto entre sus compañeras; no se sentía atacada en ninguna parte vital, pero su vitalidad estaba esencialmente en peligro. No echaba nada de menos ni deseaba nada. La superiora, sorprendida por las respuestas de la pensionista, no sabía qué pensar al verla poseída de aquella devoradora languidez. Se llamó al médico cuando pareció que el estado de la joven era grave, pero aquel médico desconocía la vida anterior de Esther y no podía sospecharla; halló por todas partes la vida, el sufrimiento no aparecía por ningún lado. Las respuestas de la enferma desarticulaban todas las hipótesis. Quedaba aún una manera de aclarar las dudas del sabio, que había concebido una idea horrible y persistía en ella; pero Esther se negó obstinadamente a prestarse al examen del médico. Ante este peligro, la superiora apeló al padre Herrera. El español llegó, advirtió la gravedad del estado en que se hallaba Esther y conversó un rato a solas con el doctor. Después de aquella confidencia, el hombre de ciencia declaró al hombre de fe que el único remedio era un viaje a Italia. El padre no quiso que Esther emprendiera el viaje antes de su bautismo y su primera comunión. —¿Cuánto tiempo falta? —preguntó el médico. —Un mes —contestó la superiora. —Ya habrá muerto —repuso el doctor. —Sí, pero en estado de gracia, y se salvará —dijo el sacerdote. Lo religioso domina en España a lo político, lo civil y lo vital; el médico, pues, no contestó nada al español y se volvió hacia la superiora; pero el terrible clérigo le cogió entonces por el brazo para detenerle. —¡Ni una palabra, caballero! —dijo. El médico, aun cuando era religioso y monárquico, dirigió a Esther una mirada llena de piedad y ternura. Aquella muchacha era hermosa como un lirio inclinado sobre su tallo. —¡Sea pues lo que Dios quiera! —exclamó al salir. El mismo día de esta consulta, Esther fue conducida por su protector al Rocher de Canéale, ya que el deseo de salvarla había sugerido al sacerdote los más insólitos expedientes; hizo la prueba de dos maneras: con una cena excelente que pudiera recordar a la muchacha alguna de sus orgías, y con la Ópera, que le ofrecería algunas imágenes mundanas. Fue precisa su aplastante autoridad para decidir a la joven santa a tamañas profanaciones. Herrera se disfrazó de militar, de un modo tan completo que Esther apenas

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le reconocía; tuvo la precaución de hacer que su acompañante se pusiera un velo, y la llevó a un palco donde pudiera permanecer oculta a las miradas. Este paliativo, que no entrañaba ningún peligro para una inocencia recuperada de un modo tan completo, pronto se mostró insuficiente. La pensionista sintió repugnancia por las cenas de su protector y una aversión religiosa por el teatro, y se sumió de nuevo en la melancolía. "Se muere de amor por Lucien", se dijo Herrera, que quiso medir la profundidad de su alma para saber todo cuanto podía exigírsele. Llegó un momento en que aquella pobre muchacha sólo se aguantaba por una fuerza moral, y el cuerpo estaba a punto de ceder. El sacerdote calibró este momento con la horrenda sagacidad práctica que antaño ponían en obra los verdugos en su trabajo. Encontró a su pupila en el jardín, sentada en un banco, a lo largo de un emparrado que recibía las caricias del sol de abril; parecía tener frío y buscar allí un poco de calor; sus compañeras contemplaban con interés su palidez de hierba marchitada, su mirada de gacela agonizante y su postura melancólica. Esther se levantó y fue hacia el español con un movimiento que mostraba cuán poca vida quedaba en ella y también cuán poco gusto por la vida. Aquella pobre gitana, aquella salvaje golondrina herida despertó por segunda vez la piedad de Carlos Herrera. El sombrío ministro de Dios, a quien éste no debía de utilizar más que para la realización de sus venganzas, acogió a la enferma con una sonrisa que expresaba tanto la tristeza como la dulzura, tanto la venganza como la caridad. Esther, que durante su período de vida casi monacal se había acostumbrado a la meditación y a replegarse en sí misma, experimentó por segunda vez un sentimiento de desconfianza hacia su protector; pero, como la vez anterior, la palabra de éste la tranquilizó. —Dígame, hija mía —le decía el sacerdote—, ¿por qué no me ha hablado jamás de Lucien? —Le había prometido a usted —respondió, estremeciéndose de pies a cabeza con un movimiento convulsivo—, le había jurado que no volvería a pronunciar este nombre. —Sin embargo, no ha dejado de pensar en él. —Ésta ha sido mi única falta, padre. Pienso en él a todas horas, y cuando usted ha aparecido hace un momento estaba pronunciando interiormente este nombre. —¿Es su ausencia lo que la abate? Esther no contestó y se limitó a inclinar la cabeza como hacen los enfermos que sienten ya el aire del sepulcro. —¿Volverle a ver?... —dijo él. —Sería volver a vivir —respondió.

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—¿Piensa usted en él sólo en espíritu? —¡Ah, padre, el amor no admite esta separación! —¡Hija de raza maldita! Lo he hecho todo para salvarte; ahora voy a devolverte a tu destino: le volverás a ver. —¿Por que ofende usted mi felicidad? ¿Acaso no puedo amar a Lucien y practicar la virtud, a la que quiero tanto como a él? ¿No estoy dispuesta a morir aquí por ella, como estaría dispuesta a morir por él? ¿No estoy a punto de morir por ambos fanatismos, por la virtud qué me hace digna de él que me ha echado en brazos de la virtud? Sí, estoy dispuesta a morir sin volverle a ver y a vivir en cuanto le vea. Dios me juzgará. Había recuperado sus colores, su palidez había adquirido un matiz dorado. Esther volvió a resplandecer por unos momentos. —En cuanto haya sido lavada en las aguas del bautismo, al día siguiente, volverá a ver a Lucien; y si se cree usted capaz de vivir virtuosamente viviendo para él, no se separarán ya más. El sacerdote tuvo que sostener a Esther, porque sus rodillas se doblaron. La pobre muchacha se desplomaba como si la tierra cediera bajo sus pies. El clérigo la sentó sobre el banco; cuando recuperó el habla, le dijo: —¿Por qué no hoy mismo? —¿Quiere sustraer a Monseñor el triunfo de su bautismo y de su conversión? Está demasiado cerca de Lucien para no estar lejos de Dios. —¡Sí, ya no pensaba en nada! —Nunca será de ninguna religión —dijo el sacerdote con un gesto de profuna ironía. —Dios es bueno —repuso ella— y lee en mi corazón. Vencido por la deliciosa ingenuidad que estallaba en la voz, en la mirada, en los ademanes y en la actitud de Esther, Herrera le besó la frente por vez primera. —Los libertinos te habían aplicado un calificativo adecuado: tú seducirás a Dios Padre. Todavía algunos días, es preciso; después seréis libres los dos. —¡Los dos! —repitió la muchacha en un arrobamiento de alegría. Esta escena sorprendió a las pensionistas y a las superioras, que la habían contemplado desde lejos, y les hizo creer que habían asistido a alguna operación mágica al comparar a la Esther de entonces con la de antes. La joven, transformada, del todo, vivía de nuevo. Volvió a mostrarse en su auténtica naturaleza de amor, amable, coqueta, zalamera y alegre; en definitiva, pareció resucitar. Herrera vivía en la calle Cassette, cerca de la iglesia de Saint-Sulpice, a la que se hallaba adscrito. Esta iglesia, de estilo duro y seco, cuadraba a este español, cuya religiosidad se emparentaba con la de los dominicos. Era una

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víctima de la astuta política de Fernando VII; atentaba contra la causa constitucional, sabiendo que esta entrega sólo podría ser recompensada cuando fuera restablecido el Rey netto. Carlos Herrera se había dado en cuerpo y alma a la camarilla en el momento en que las Cortes parecía que no iban a ser derrocadas. Aquel comportamiento anunciaba, según la gente, un alma superior. La expedición del duque de Angulema había tenido ya lugar, reinaba de nuevo Fernando VII, pero Carlos Herrera no iba a reclamar el pago a sus servicios a Madrid. Protegido de la curiosidad por un silencio diplomático, dio como justificación de su estancia en París su gran afecto hacia Lucien de Rubempré, el cual había ya conseguido, gracias a este afecto, el decreto real referente a su cambio de apellido. Herrera vivía desuna manera muy oscura, como suelen hacerlo tradicionalmente los sacerdotes dedicados a misiones secretas. Cumplía sus deberes religiosos en Saint-Sulpice y no salía más que para sus ocupaciones, siempre de noche y fén algún vehículo. Le ocupaba una gran parte de su jornada la siesta española, que sitúa el descanso entre las dos comidas, llenando así las horas en que París está activo y tumultuoso. El cigarro español desempeñaba también su papel, consumiendo tanto tiempo como tabaco. La pereza es una careta ¿en igual medida que la gravedad, que también es pereza. Herrera vivía en un ala del edificio, en el segundo piso, y Lucien ocupaba la otra ala. Las dos viviendas estaban a la vez separadas y unidas por una gran sala de recepción, cuya magnificencia y cuyo estilo antiguo se adecuaban tanto al grave clérigo como al joven poeta. El patio de la casa era sombrío. Le daban sombra unos árboles altos y espesos. El silencio y la discreción se dan cita en las habitaciones elegidas por los sacerdotes. La de Herrera puede describirse en dos palabras: era una celda. La de Lucien, resplandeciente de lujo y provista de muchas comodidades, reunía todo cuanto exige la vida elegante de un dandy, poeta, escritor, ambicioso, vicioso, lleno a la vez de orgullo y de vanidad, descuidado pero amante del orden, ejemplo de uno de esos genios incompletos que tienen cierta potencia para desear y para concebir —que quizás es lo mismo—, pero carecen de fuerza para hacer. Lucien y Herrera formaban, entre los dos, un político. Ahí radicaba, seguramente, el secreto de su unión. Los viejos, en los que la actividad vital se ha desplazado para trasladarse a la esfera de los intereses, sienten a menudo necesidad de una bonita máquina, de un actor joven y apasionado, para realizar sus proyectos. Richelieu buscó demasiado tarde alguna hermosa y blanca figura con bigotes para echarla a las mujeres a quienes debía divertir. Se vio obligado a desterrar a la madre de su señor y a espantar a la reina, tras haber intentado hacerse querer por ambas inútilmente, ya que no es de los que gustan a las reinas. En una vida

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ambiciosa, se haga lo que se haga, es obligado tropezar con una mujer en el momento en que menos se espera un tal encuentro. Por po— ¡deroso que sea un gran político, necesita una mujer para oponer a la mujer, como los holandeses desgastan el diamante con el diamante. Roma, en su época de esplendor, obedecía a esta necesidad. Obsérvese también cómo la vida de Mazarino, cardenal italiano, tuvo un carácter de dominación muy otro que la de Richelieu, cardenal francés. Richelieu halló una oposición entre los grandes señores, y contra ella empleó el hacha; falleció en la flor de su poder, desgastado por este duelo para el cual sólo contaba con un capuchino como ayudante. Mazarino fue rechazado por la Burguesía y por la Nobleza unidas, armadas, a veces victoriosas, que hicieron huir a la realeza; pero el servidor de Ana de Austria no cortó ninguna cabeza, supo vencer a Francia entera y formó a Luis XIV, que completó la obra de Richelieu ahogando a la nobleza con cordones dorados en el gran serrallo de Versalles. Una vez muerta la señora de Pompadour, Choiseul estuvo perdido. ¿Se había empapado Herrera de estas elevadas doctrinas? ¿Se había hecho a sí mismo justicia antes de lo que lo hiciera Richelieu? ¿Había hallado en Lucien un Cinq-Mars, aunque un Cinq-Mars fiel? Nadie podía responder a tales preguntas ni medir la ambición de aquel español, como tampoco podía preverse su fin. Estas preguntas, que se hacían los que pudieron echar una mirada sobre aquella unión, mantenida tanto tiempo en secreto, apuntaban a un misterio horrible que Lucien sólo conocía desde hacía unos pocos días. Carlos era ambicioso por dos: esto era lo que mostraba su conducta a la gente que le conocía, y que creía que Lucien era el hijo natural del sacerdote. Quince meses después de su aparición en la Ópera, que le lanzó demasiado pronto en medio de un mundo en el que el clérigo no quería verle antes de haber terminado de armarlo contra el mundo, Lucien tenía tres hermosos caballos en su caballeriza, una berlina para las noches, un cabriolé y un til— buri para las mañanas. Comía fuera de casa. Las previsiones de Herrera se habían cumplido: la disipación se había apoderado de su pupilo; pero había creído necesario desviarle del insensato amor que el joven guardaba en su corazón por Esther. Después de haber gastado unos cuarenta mil francos aproximadamente, cada locura había devuelto a Lucien más ansiosamente a la Torpille, y la buscaba con obstinación; al no encontrarla, era para él, cada vez más, lo que es la presa para el cazador. ¿Podía Herrera comprender lo que es el amor de un poeta? Cuando este sentimiento se ha apoderado, en uno de estos grandes hombres pequeños, de la cabeza, cuando ha inflamado el corazón y penetrado los sentidos, el poeta se hace tan superior a la humanidad por el

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amor como lo era ya por la potencia de su fantasía. Debe a un capricho del engendramiento intelectual la rara facultad de expresar la naturaleza por medio de imágenes en las que imprime a la vez el sentimiento y la idea, y confiere a su amor las alas de su espíritu: siente y retrata, actúa y medita, multiplica sus sensaciones con el pensamiento, triplica la felicidad presente mediante la aspiración al futuro y la memoria del pasado; y mezcla en todo ello los exquisitos goces del alma que lo convierten en el príncipe de los artistas. La pasión de un poeta se transforma entonces en un gran poema que muchas veces rebasa las proporciones humanas. ¿No sitúa entonces el poeta a su amante a una altura en que las mujeres habitualmente no quieren verse situadas? Convierte a una rústica moza en princesa, como el sublime caballero de la Mancha. Emplea para sí mismo la varita con la que transforma en seres maravillosos todas las cosas, y engrandece así la voluptuosidad mediante el majestuoso mundo del ideal. Por esto un tal amor es un modelo de pasión: tiene un exceso de todo, en sus esperanzas, en sus desesperanzas, en sus cóleras, en sus melancolías, en sus alegrías; vuela, salta, se desliza, y no se parece a ninguna de las agitaciones que experimentan los comunes mortales; frente al amor burgués es como el torrente eterno de los Alpes comparado con los riachuelos de ¡as llanuras. Estos bellos genios son tan a menudo incomprendidos, que se consumen en falsas esperanzas; se desgastan en busca de sus amantes ideales, y mueren casi siempre como hermosos insectos engalanados para las fiestas del amor por la más poética de las naturalezas, y que terminan aplastados, vírgenes aún, bajo la planta de algún caminante; pero hay otro peligro: cuando encuentran la forma que responde a su espíritu, que a menudo es una panadera, hacen como Rafael, < hacen como el hermoso insecto, mueren junto a la Fornarina. Lucien estaba en este estadio. Su natural poético, necesariamente extremoso en todo, tanto en lo bueno como en lo malo, había adivinado al ángel que había en el interior de aquella muchacha, restregada de corrupción más que corrompida: siempre la veía blanca, alada, pura y misteriosa, tal como ella se había hecho para él, adivinando que él la quería así. Hacia finales del mes de mayo de 1825, Lucien había perdido toda su vivacidad; no salía, cenaba con Herrera, estaba meditabundo, trabajaba, leía la colección de tratados diplomáticos, se quedaba sentado a la turca en un diván y fumaba tres o cuatro hukás cada día. Su groom se pasaba más tiempo limpiando los tubos de este bonito instrumento y perfumándolos, que cepillando el pelo de los caballos y enjaezándolos con rosas para los paseos por el Bosque de Bolonia. El día en que el español se dio cuenta de la palidez de la frente de Lucien, en que advirtió las huellas de la enfermedad

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en las locuras del amor reprimido, deseó ir hasta el fondo de aquel corazón de hombre sobre el cual había asentado su existencia. Un bello atardecer en que Lucien, sentado en una butaca, contemplaba maquinalmente la puesta del sol a través de los árboles del jardín, corriendo sobre ella el velo del humo perfumado de su tabaco en exhalaciones regulares y prolongadas, como suelen hacer los fumadores preocupados, sus ensueños se disiparon al oír un profundo suspiro. Se volvió y vio al sacerdote de pie, con los brazos cruzados. —¿Estabas ahí? —dijo el poeta. —Desde hace un buen rato —respondió el clérigo—. Mis pensamientos han seguido la extensión de los tuyos... Lucien comprendió. —Nunca me he tenido por una naturaleza de bronce, como la tuya. La vida es para mí, alternativamente, un paraíso y un infierno; pero cuando, por casualidad, no es ni una cosa ni otra, me aburre, y yo me aburro... —¿Cómo puede uno aburrirse teniendo unas esperanzas tan magníficas delante de sí? —Cuando no se cree en tales esperanzas, o cuando están demasiado veladas... —¡No digas tonterías!... —dijo el sacerdote—. Es mucho más propio de tu dignidad y de la mía que me abras tu corazón. Hay entre nosotros algo que jamás debiera haber: ¡un secreto! Este secreto dura desde hace dieciséis meses. Amas a una mujer. —¿Qué más...? —Una muchacha inmunda, llamada la Torpille... —Sí, ¿y qué? —Hijo mío, te había permitido que tomaras una amante, pero una mujer de la corte, joven, hermosa, influyente, por lo menos condesa. Había elegido para ti a la señora de Espard, para hacer de ella sin escrúpulos un instrumento de fortuna; porque nunca te habría pervertido el corazón, te lo habría dejado libre... Amar a una prostituta de la más baja ralea cuando no se tiene, como tienen los reyes, poder para ennoblecerla, es un error muy grave. —¿Soy acaso el primero que ha renunciado a la ambición para seguir la pendiente de un amor desenfrenado? —¡Bien! —exclamó el sacerdote mientras recogía el bocchetino del houka, que Lucien había dejado caer, y se lo devolvía—. Comprendo adonde quieres ir a parar. ¿No se pueden conciliar la ambición y el amor? Hijo mío, tienes en el viejo Herrera a una madre cuya entrega es total y absoluta... —Lo sé, amigo mío —dijo Lucien, dándole la mano.

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—Has deseado los juguetes de la riqueza, y ya los tienes. Has querido brillar, y te he llevado por el camino del poder; beso manos muy sucias para hacerte medrar, y medrarás. Dentro de un tiempo ya no te faltará nada de lo que gusta a los hombres y a las mujeres. Aunque viril por tu espíritu, eres afeminado por tus caprichos: he pensado cualquier cosa de ti, y te lo perdono todo. No tienes más que hablar para satisfacer tus pasiones de un día. He engrandecido tu vida poniendo en ella lo que produce la adoración de la mayoría, el sello de la política y del poder. Llegarás a ser tan grande como ahora eres pequeño; pero no hay que romper el volante con el que acuñamos la moneda. Te lo permito todo menos las faltas que frustrarían tu porvenir. Si bien te abro las puertas de los salones del faubourg Saint-Germain, te prohibo que te revuelques en los arroyos. Lucien, seré como una barra de hierro en interés tuyo, sufriré cualquier cosa de ti y para ti. Así pues, he convertido tu falta de tacto para el juego de la vida en un refinamiento de jugador habilidoso... —Lucien alzó la cabeza con un movimiento brusco y furioso—. ¡Me he llevado a la Torpille! —¿Tú? —exclamó Lucien. En un arranque de ira animal, el poeta se levantó, tiró a la cara del sacerdote el bocchetino de oro y piedras preciosas, y le empujó con la suficiente brusquedad para hacer caer a aquel atleta. —Yo —dijo el español, levantándose, sin perder su terrible gravedad. Se le había caído la peluca negra. Un cráneo pulido como la cabeza de un muerto hizo recuperar a aquel hombre su auténtica fisonomía: era espantosa. Lucien permaneció en el diván, con los brazos colgantes, abrumado y mirando al clérigo con un aire estúpido. —Me la he llevado —siguió el sacerdote. —¿Qué has hecho con ella? Te la llevaste el día siguiente al baile de máscaras... —Sí, el día después de haber visto cómo insultaban a un ser que te pertenecía unos tipos que no quisiera que... —Unos tipos —dijo Lucien, interrumpiéndole—, di mejor unos monstruos; comparados con ellos, los que van a la guillotina son unos ángeles. ¿Sabes lo que la pobre Torpille ha hecho por tres de ellos? Uno fue durante dos meses su amante: ella era pobre y se buscaba su sustento en el arroyo; él no tenía ni un céntimo, estaba en una situación parecida a la mía cuando me encontraste; el individuo en cuestión se levantaba por la noche, se iba al armario donde ella guardaba los restos de su cena, y se los comía. Esther acabó descubriendo este tejemaneje; se mostró comprensiva con lo que tenía aquello de humillante, y tenía buen cuidado de dejarle unos restos copiosos; se sentía dichosa al hacerlo; esto sólo me lo ha revelado a mí, en

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su coche de punto, al regreso de la Ópera. El segundo había robado, y antes de que se descubriera el robo, ella le prestó la cantidad, que pudo restituir, sin acordarse luego nunca más de devolverla a la pobre muchacha. En cuanto al tercero, le hizo hacer fortuna prestándose a una farsa propia del genio de Fígaro; simuló ser su esposa y se hizo amante de un personaje todopoderoso, a quien hizo creer que era la más candida de las burguesas. A uno la vida, al otro el honor, al último la fortuna, y ¡qué queda hoy de todo esto! Y mira de qué manera le pagan. —¿Quieres que mueran? —dijo Herrera con los ojos humedecidos. —¡Vamos, en seguida con ésas! Te conozco... —No, has de saberlo todo, furioso poeta —dijo el sacerdote—. La Torpille ya no existe... Lucien se abalanzó con tal ímpetu sobre Herrera para agarrarle por la garganta, que de haber sido otro le habría derribado; pero el brazo del español retuvo al poeta. —Escúchame —dijo fríamente—. He hecho de ella una mujer casta, pura, bien educada, religiosa, una mujer respetable, en suma; la he puesto en el camino de la instrucción; puede, debe convertirse, bajo el imperio de tu amor, en una Ninón, una Marion de Lorme o una Dubarry, como decía aquel periodista en la Opera. La reconocerás como tu amante o permanecerás tras el velo de tu creación, lo cual sería más prudente. Cualquiera de estas dos alternativas te proporcionará provecho y orgullo, placer y progreso; pero si llegas a ser tan gran político como eres gran poeta, Esther no ha de ser para ti más que una amante, pues más tarde puede sacarnos de apuro: vale su peso en oro. Bebe, pero no te embriagues. Si yo no hubiera tomado las riendas de tu pasión, ¿en qué situación te hallarías hoy? Habrías rodado, junto a la Torpille, en el fango de las miserias de las que te saqué. Toma, lee —dijo Herrera con la misma sencillez de Talma en Manlio, que él jamás había leído. ""Un papel cayó sobre las rodillas del poeta, sacándole del extático estado de sorpresa en que le había sumido esta aterradora respuesta; lo cogió y leyó la primera carta escrita por la señorita Esther.

AL REVERENDO PADRE CARLOS HERRERA "Apreciado protector: Puede usted apreciar cómo antepongo el agradecimiento al amor, viendo que utilizo la facultad de expresar mis pensamientos, por vez primera, para atestiguarle mi gratitud, en lugar de dedicarla a describir un amor que Lucien quizás haya olvidado. Pero a usted, ser divino, le diré lo que no me atrevería a decirle a él, que, para mi dicha, sigue todavía ligado a la tierra. La ceremonia de ayer infundió en mí los

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tesoros de la gracia, de modo que dejo entre sus manos mi destino. Aunque tenga que morir permaneciendo lejos de mi amado, moriré purificada como la Magdalena, y mi alma será para él la rival de su ángel de la guarda. ¿Podré alguna vez olvidar la fiesta de ayer? ¿Cómo podría desear abandonar el trono glorioso al que ascendí? Ayer lavé todas mis lacras en el agua del bautismo, y recibí el cuerpo sagrado de nuestro Salvador; me convertí en uno de sus tabernáculos. En aquel momento oí los cantos de los ángeles, no era más que una mujer, nacía a una vida de luminosidad, en medio de las aclamaciones de la tierra, admirada por el mundo, en una nube de incienso y de plegarias que embargaba, y engalanada como una virgen para un esposo celestial. Sintiéndome digna de Lucien, cosa que jamás esperaba, he abjurado de todo amor impuro y no quiero seguir más camino que el de la virtud. Si mi cuerpo es más débil que mi espíritu, que perezca. Sea usted el arbitro de mis destinos, y si muero, diga a Lucien que he muerto por él naciendo a Dios. "Hoy, domingo por la noche." Lucien alzó sus ojos llenos de lágrimas, hacia el clérigo. —Ya conoces el piso de la gruesa Carolina Bellefeuille, en la calle Taitbout —siguió el español—. Esta muchacha, a quien acababa de abandonar su magistrado, se hallaba en un espantoso estado de miseria, podían detenerla; he mandado comprar su domicilio, en bloque, y ella se ha ido con sus trapitos a otra parte. Esther, ese ángel que quería subir al cielo, está allí y te espera. En aquel momento Lucien oyó piafar a sus caballos en el patio, y no se sintió con fuerzas para expresar su admiración por una abnegación que sólo él podía apreciar; se echó en brazos del hombre al que acababa de ultrajar, y le dio reparación con una simple mirada y con la muda efusión de sus sentimientos; a continuación bajó las escaleras, dio a su tigre la dirección de Esther, y los caballos partieron como si la pasión de su amo animara sus extremidades. A la mañana siguiente, un hombre que por su indumentaria podía ser confundido con un policía disfrazado, se paseaba por la calle Taitbout, delante de una casa, como si esperase que alguien saliera; su modo de andar revelaba su agitación. Es frecuente encontrarse en París con paseantes apasionados como aquél, auténticos gendarmes que vigilan a algún guardia nacional refractario, agentes que toman sus medidas para proceder a un arresto, acreedores pensando qué infamia pueden desencadenar contra un deudor suyo que se ha encerrado en su casa, amantes o maridos celosos o suspicaces, amigos apostados al servicio de amigos; pero no es frecuente hallar un rostro iluminado por los salvajes y

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ásperos pensamientos que se adivinaban en el del sombrío atleta que deambulaba bajo las ventanas de la señorita Esther, con la pensativa precipitación de un oso enjaulado. Hacia mediodía se abrió una ventana por la que se vio salir la mano de una criada, que abrió las persianas rellenas de cojines. Unos instantes más tarde, Esther se asomó en déshabillé para respirar el aire fresco, apoyada en Lucien; quien los viera podía tomarlos por el original de una dulzona viñeta inglesa. Esther vio en seguida los ojos.de basilisco del sacerdote español, y la pobre muchacha dio un grito de espanto, como si la hubiera herido una bala. —Ahí está el terrible sacerdote —dijo, mostrándoselo a Lucien. —¡Él! —dijo éste con una sonrisa—. Es tan sacerdote como tú... —¿Qué es, pues? —dijo ella, asustada. —Es un viejo barbián que sólo cree en el diablo —dijo Lucien. Si se hubiera tratado de un ser menos entregado que Esther, esta claridad que Lucien acababa de proyectar sobre los secretos del falso clérigo hubiera podido ser la perdición del joven. Al trasladarse de la ventana de su habitación hacia el comedor, donde acababan de servirles el desayuno, los dos amantes encontraron a Carlos Herrera. —¿Qué vienes a hacer aquí? —le preguntó Lucien con brusquedad. —Vengo a bendeciros —contestó el audaz personaje, deteniendo a la pareja y obligándola a permanecer en el saloncito del piso—. Escuchadme, amiguitos. Divertíos bien, sed felices, está muy bien. La felicidad a cualquier precio, ésta es mi doctrina. Pero tú —dijo a Esther—, tú a quien he sacado del fango, a quien he enjabonado el cuerpo y el alma, no tengas la pretensión de interponerte en el camino de Lucien... En cuanto a ti, pequeño —siguió tras una pausa, mirando a Lucien—, ya no eres tan poeta como para abandonarte a otra Coralie. Ahora estamos haciendo prosa. ¿Qué puede llegar a ser el amante de Esther? Nada. ¿Puede Esther convertirse en la señora de Rubempré? No. Así pues, pequeña —dijo, poniendo su mano sobre la de Esther, que se estremeció como si la hubiera tocado alguna serpiente—, el mundo ha de ignorar que usted existe; el mundo ha de ignorar sobre todo que una cierta señorita Esther ama a Lucien y que Lucien está prendado de ella... Este piso será su prisión, pequeña. Si quiere salir (cosa que exigirá su salud), se paseará durante la noche, durante las horas en que no pueda ser vista, porque la belleza, la juventud y la distinción que ha adquirido en el convento serían advertidas en seguida en París. Si un día alguien, sea quien sea —dijo con acento terrible unido a una terrible mirada—, llegara a saber que Lucien es su amante o que usted es la amante de él, ese día sería el penúltimo de su vida. Se ha logrado para este jovencito una ordenanza que le permite llevar el nombre y las armas de sus

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antepasados maternos. ¡Pero esto no es todo! El título de marqués no se nos ha restituido; y para recuperarlo, tiene que casarse con la hija de alguna buena familia, en cuyo beneficio el rey nos otorgará esta gracia. Esta unión abrirá a Lucien las puertas de la corte. Este niño, de quien he sabido hacer un hombre, será primero secretario de embajada; más tarde será ministro en alguna pequeña corte de Alemania, y con la ayuda de Dios, o con la mía (que es más eficaz), irá a ocupar algún día un puesto en los bancos de los pares... —O en los jergones de los presidiarios... —dijo Lucien, interrumpiéndole. —¡Cállate! —exclamó Carlos, tapando con su gran mano la boca de Lucien—. ¡Un secreto como éste a una mujer!... —le murmuró al oído. —¿Esther, una mujer?... —exclamó el autor de Las Margaritas. —Ya vuelves a salir con sonetos —dijo el español—. ¡O con pamplinas! Todos los ángeles de esta especie vuelven a ser mujeres, tarde o temprano; y la mujer pasa siempre por momentos en que es a la vez simio y niño: dos seres que nos matan cuando quieren reír. Esther, cariño —dijo a la pobre pensionista asustada—, le he encontrado como criada un ser que me pertenece como si fuera hija mía. Como cocinera tendrá a una mulata, lo cual da tono a una casa. Con Europa y Asia podrá vivir aquí con un billete de mil francos al mes para todos los gastos, como una reina... de teatro. Europa ha sido costurera, modista y comparsa. Asia ha servido a un milord goloso. Estas dos criaturas serán para usted como dos hadas.

Al ver a Lucien tan amilanado ante aquel personaje, que por lo menos era culpable de un sacrilegio, aquella mujer, consagrada por su amor, sintió entonces un terror profundo en el fondo de su corazón. Sin contestar, arrastró a Lucien hacia la habitación, y le dijo: —¿Es acaso el diablo? —¡Es algo mucho peor... para mí! —dijo con viveza—. Pero si me quieres, procura imitar la abnegación de este hombre y obedécele, bajo pena de muerte... —¿De muerte?... —dijo con un espanto creciente. —De muerte —repitió Lucien—. ¡Ah, pequeña! Ninguna muerte sería comparable a la que me esperaría si... Esther palideció al oír estas palabras, y se sintió desfallecer. —¿Qué pasa? —les dijo gritando aquel falsario sacrilego—. ¿Todavía no habéis deshojado todas vuestras margaritas? Esther y Lucien volvieron, y la pobre muchacha dijo, sin atreverse a mirar al hombre misterioso: —Será usted obedecido como se obedece a Dios.

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—¡Bien! —respondió—. Podrá ser muy feliz durante algún tiempo, y... no necesitará más que la ropa interior y algún traje de noche, resultará muy económico. Los dos amantes se dirigieron hacia el comedor; pero el protector de Lucien hizo un ademán para detener a la hermosa pareja, que se detuvo. —Le acabo de hablar de su servidumbre, voy a presentársela. El español tocó dos veces la campanilla. Aparecieron las dos mujeres, a las que él denominaba Europa y Asia, y entonces se adivinó fácilmente el motivo de tales apodos. Asia, que parecía haber nacido en la isla de Java, ofrecía el espantoso espectáculo de uno de esos rostros cobrizos peculiares de los malayos, aplanado como una tabla, en el que la nariz parece haber sido hundida por una presión violenta. La extraña disposición de los huesos maxilares daba a la parte inferior de su cara una cierta semejanza con el rostro de los monos superiores. La frente, aunque deprimida, no carecía de una cierta inteligencia producida por el hábito de la astucia. Sus dos ojuelos ardientes conservaban la tranquilidad de los ojos de los tigres, pero nunca miraban cara a cara. Asia parecía temer que su aspecto asustara a los que la rodeaban. Sus labios, de un azul pálido, dejaban entrever unos dientes de blancura resplandeciente, aunque entrecruzados. Aquella ñsonomía animal expresaba, en conjunto, la ruindad. Los cabellos, relucientes y grasientos, como la piel de la cara, formaban dos franjas negras rodeadas por un pañuelo exótico. Las orejas, demasiado bonitas, llevaban como adorno dos enormes perlas oscuras. Asia, con su figura pequeña, corta y rechoncha, recordaba las sombras borrosas que los chinos se dedican a proyectar en sus pantallas, o quizá, mejor, esos ídolos hindúes cuyo modelo parece que no ha de existir y que sin embargo los viajeros acaban encontrando. Viendo a aquel monstruo con un delantal blanco encima de un vestido de paño, Esther sintió un estremecimiento. —¡Asia! —dijo el español; la mujer levantó la cabeza hacia él con un movimiento sólo comparable al de un perro al mirar a su amo—. Ésta es tu señora... Y señaló a Esther, en bata, con el dedo. Asia contempló a la joven hada con una expresión casi dolorosa; pero al mismo tiempo dirigió a Lucien un resplandor casi apagado por entre sus apretadas pestañas, como la chispa de un incendio; el muchacho, que llevaba una magnífica bata abierta, una camisa de frisa y unos pantalones rojos, y en la cabeza un gorro turco, ofrecía una imagen divina. El genio italiano puede inventar a Ótelo, y el genio inglés puede llevarlo a escena, pero sólo la naturaleza tiene el derecho de ser en una única mirada más esplendorosa y más completa que

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Inglaterra e Italia en la expresión de los celos. Esther, que captó esta mirada, cogió al español por el brazo y le clavó las uñas como hiciera un gato que temiese caer en un precipicio sin fondo. El español dijo tres o cuatro palabras en lengua desconocida a aquel monstruo asiático, que se arrodilló arrastrándose hasta los pies de Esther, y los besó. —No es una cocinera —dijo el español a Esther—, sino un cocinero que haría enloquecer de envidia a Careme. Asia sabe hacer de todo en cuanto a cocinar. Le preparará un simple plato de judías que le hará dudar si no han bajado los ángeles para condimentarlas con hierbas del cielo. Irá todas las mañanas ella misma al mercado y se peleará como el demonio que es para conseguir las cosas al mejor precio; agotará a los curiosos por su discreción. Como habrá que fingir que usted ha estado en la India, Asia le ayudará mucho a hacer verosímil esta historia, porque es una de estas parisienses que nacen para ser del país del que quieren ser; pero no creo que deba usted pasar por extranjera... —Europa, ¿tú qué dices?... Europa formaba un perfecto contraste con Asia, ya que era la doncella más amable que onrose hubiera podido jamás desear como adversario en el teatro. Europa era esbelta, tenía un aire aturdido, una carita de comadreja y la nariz retorcida; ofrecía a la mirada una figura cansada por las corrupciones parisienses, la figura descolorida de una muchacha alimentada con manzanas crudas, linfática y correosa, blanda y tenaz. Avanzando uno de sus pies y con las manos en los bolsillos de su delantal, se agitaba aun permaneciendo inmóvil, tan grande era su animación. Era a un tiempo modistilla y comparsa, y, pese a su juventud, debía haber hecho ya muchos oficios. Su perversión no tenía límites: podía haber robado a sus propios padres y haber rozado los banquillos de la policía correccional. Asia inspiraba un gran temor; pero se la adivinaba en un instante de pies a cabeza, descendía en línea directa de Locusta. Europa, por el contrario, inspiraba una inquietud que no podía por menos de aumentar a medida que se utilizaban sus servicios; su corrupción parecía no tener límites; como dice el pueblo, era una de ésas que "la saben muy larga". —La señora podría ser de Valenciennes —dijo Europa con una vocecita cortante—; yo soy de allí. ¡Querrá el señor —dijo en tono pedante a Lucien— decirnos qué nombre piensa dar a la señora? —Señora Van Bogseck —respondió el español, dando en seguida la vuelta al nombre de Esther—. La señora es una judía procedente de Holanda, viuda de un negociante y afectada por una enfermedad del hígado contraída en Java... Sin demasiada fortuna, para no excitar la curiosidad..

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—Tiene tan sólo con qué vivir, seis mil francos de renta, y nos quejaremos de su tacañería —dijo Europa. —Esto es —dijo el español, inclinando la cabeza—. ¡Endiabladas farsantes! —siguió, con una voz terrible, al sorprender en ambas unas miradas que no le gustaron—. ¿Sabéis lo que os he dicho? Vais a servir a una reina, le debéis el respeto debido a una reina, la cuidaréis como se cuida una venganza, y le tendréis tanta abnegación como a mí. Nadie en el mundo, ni el portero, ni los vecinos, ni el dueño, han de saber lo que pasa aquí. A vosotras os toca neutralizar todas las curiosidades, si llegan a despertarse. Y la señora —añadió, poniendo su ancha mano velluda sobre el brazo de Esther—, la señora no ha de cometer ni la más ligera imprudencia; si fuera preciso se lo impediríais, aunque... siempre con el mayor respeto. Europa, tú estarás en contacto con el exterior para el guardarropa de la señora, y cuidarás de no gastar demasiado. En fin, que nadie, ni siquiera la gente más insignificante, ponga los pies en el piso. Entre las dos tenéis que conseguirlo. —Mi pequeña joya —dijo a Esther—, cuando desee salir por la noche en coche, se lo dirá a Europa, que sabe adonde ha de ir a buscar a su gente, pues tendrá para usted un criado, y a mi estilo, como estas dos esclavas. Esther y Lucien no sabían qué decir, escuchando al español y miraban a las dos extrañas mujeres a las que daba órdenes. ¿A qué secreto debía la sumisión y la entrega grabadas en aquellos dos rostros, el uno tan traviesamente picaro y el otro tan profundamente cruel? Adivinó los pensamientos de Esther y Lucien, que parecían embotados como lo habrían estado seguramente Pablo y Virginia ante la visión de dos horribles serpientes, y les dijo con su buena voz al oído: —Podéis contar con ellas como conmigo mismo; no tengáis secretos con ellas, esto las halagará. Vete a servir, mi querida Asia —dijo a la cocinera—; y tú, preciosa, pon un cubierto de más —le dijo a Europa—; lo menos que puede hacer esta pareja es dar de comer a papá. Cuando las dos mujeres hubieron cerrado la puerta, y en cuanto el español oyó como Europa andaba de un lado para otro, dijo a Lucien y a la joven, abriendo su ancha mano: —¡Las tengo cogidas! Las palabras y el ademán hacían estremecer. —¿Dónde las has encontrado? —exclamó Lucien. —¡Ah, diablo! —respondió el hombre—. No he ido a buscarlas a los pies de un trono. Europa ha salido del fango y tiene miedo de volver a él... Amenazadlas con el señor cura cuando no os den satisfacción, y las veréis

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temblar como ratones que oyen hablar de un gato. Soy un domador de fieras —añadió sonriendo. —¡Me da usted la impresión de ser un demonio! —exclamó graciosamente Esther, apretándose contra Lucien. —Hija mía, intenté darla al cielo; pero la pecadora arrepentida será siempre una mixtificación para la Iglesia; si apareciera alguna, volvería a convertirse en cortesana en el paraíso... Con todo esto ha conseguido hacerse olvidar y convertirse en una mujer respetable; porque allí ha aprendido lo que nunca habría podido aprender en el mundo infame en que vivía... No me debe nada —dijo al observar en el rostro de Esther una expresión deliciosa de agradecimiento—, lo he hecho todo por él... —Señaló a Lucien.— Es usted cortesana, seguirá siendo cortesana y morirá siendo cortesana; porque, pese a las cautivadoras teorías de los criadores de animales, uno no puede llegar a ser, aquí abajo, más que lo que ya es. Tiene razón el hombre de los bultos en la cabeza1; tú tienes el bulto del amor. El español era, como puede verse, fatalista, como Napo" león, Mahoma y muchos grandes políticos. Es extraño que casi todos los hombres de acción se inclinen hacia la Fatalidad, así como la mayoría de pensadores se inclinan hacia la Providencia. —No sé lo que soy, verdaderamente —respondió Esther con una dulzura angelical—; pero amo a Lucien y moriré adorándole. —Venga a comer —dijo bruscamente el español—, y niegue a Dios que Lucien no se case demasiado pronto, porque entonces ya no lo vería nunca más. —Su casamiento sería mi muerte —dijo ella. Dejó pasar primero al falso sacerdote, para poderse alzar hasta el oído de Lucien sin ser vista. —¿Es voluntad tuya —preguntó— que permanezca bajo el poder de este hombre, que me hace guardar por esas dos hienas? Lucien inclinó la cabeza. La pobre muchacha reprimió su tristeza y pareció alegre; pero se sintió terriblemente oprimida. Fue preciso más de un año de cuidados constantes y abnegados para que llegara a acostumbrarse a aquellas dos horribles criaturas, a las que Carlos Herrera llamaba los dos perros guardianes. La conducta de Lucien desde su regreso a París estuvo marcada por el cuño de una política tan profunda que debía excitar, y efectivamente excitó, la envidia de todos sus antiguos amigos, contra los cuales no ejerció más venganza que la de hacerles rabiar con sus éxitos, con su porte irreprochable y por su manera de distanciarse de la gente. Aquel poeta tan expansivo, tan comunicativo, pasó a ser frío y reservado. De Marsay, a quien

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la juventud parisiense habia adoptado como prototipo, no mostraba ni en su manera de hablar ni en sus acciones mayor mesura que la que mostraba Lucien. En cuanto al ingenio, el periodista ya había hecho sus demostraciones en otro tiempo. De Marsay, a quien mucha gente se complacía en comparar con Lucien, dando preferencia al poeta, tuvo la mezquindad de molestarse por ello. Lucien, que gozaba del favor de quienes ejercían secretamente el poder, abandonó hasta tal punto toda ambición de gloria literaria, que permaneció indiferente al éxito de su novela, publicada de nuevo bajo el verdadero título de El arquero de Carlos IX, y al revuelo que produjo su colección de sonetos titulada Las Margaritas, que Dauriat vendió en sólo una semana. —Se trata de un éxito póstumo —contestó riendo a la señorita Des Touches, que lo elogiaba. El terrible español mantenía con brazo de hierro a su protegido en la senda que lleva a los políticos pacientes, a la larga, a cosechar los honores y las ventajas de la victoria.

Luicen tomó un piso de soltero en Beaudenord, en el muelle Malaquais, con objeto de estar más cerca de la calle Taitbout, y su consejero se instaló en tres habitaciones de la misma casa, en el cuarto piso. Lucien no tenía más que un caballo de silla y de cabriolé, un criado y un palafrenero. Cuando no estaba invitado, cenaba en casa de Esther. Carlos Herrera vigilaba tan bien al personal en el muelle Malaquais, que Lucien no llegaba a gastar en total diez mil francos al año. A Esther le bastaban diez mil francos, gracias a la entrega constante e inexplicable de Europa y Asia. Lucien tomaba, por otra parte, las mayores precauciones para ir a la calle Taitbout o para salir de allí. Iba siempre en coche de punto, con las cortinas corridas, y hacía entrar siempre el coche. Ni su pasión por Esther ni la existencia de la casa de la calle Taitbout, totalmente ignoradas por el mundo, fueron obstáculos para ninguna de sus relaciones o empresas; jamás se le escapó ninguna palabra indiscreta sobre este asunto delicado. Los errores de esta clase que había cometido con Coralie, con ocasión de su primera estancia en París, le habían dado experiencia. Su vida adoptó esa regularidad de buen tono bajo la cual pueden ocultarse tantos misterios: frecuentaba la alta sociedad cada noche, hasta la una; se le podía encontrar en su casa todas las mañanas de diez a una; luego se iba al Bosque de Bolonia y de visitas hasta las cinco. Pocas veces se le veía ir a pie, de este modo evitaba encontrarse con sus antiguos conocidos. Cuando le saludaba algún periodista o alguno de sus antiguos compañeros, respondía inclinando cortésmente la cabeza, de manera que fuese imposible ofenderse, pero dejando entrever un profundo

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desprecio que cercenaba la familiaridad francesa. Así se libró en poco tiempo de la gente a quien no deseaba haber conocido. Debido a viejos rencores, no gustaba de ir a visitar a la señora de Espard, que le había invitado varias veces a su casa; si se encontraba con ella en casa de la duquesa de Maufrigneuse o de la señorita Des Touches, en casa de la condesa de Montcornet o en otra parte, manifestaba hacia ella una cortesía exquisita. Este rencor, compartido por la señora de Espard, obligaba a Lucien a ser prudente, pues ya se verá como el joven lo había avivado al permitirse una venganza que, por lo demás, le valió una fuerte reprimenda de parte de Carlos Herrera. —No eres aún bastante poderoso para vengarte de quien quieras —le había dicho el español—. Cuando se está de camino, bajo un sol ardiente, uno no se puede parar para coger la flor más bonita... Había demasiado porvenir y demasiada superioridad auténtica en Lucien para que los jóvenes, ofendidos o resentidos por la inexplicable fortuna que había tenido a su regreso a París, no estuvieran deseosos de hacerle cualquier mala pasada. Lucien, que no ignoraba que tenía muchos enemigos, tampoco desconocía las malas disposiciones que abrigaban muchos de sus amigos. Por esto el sacerdote ponía en guardia, de un modo tan admirable, a su hijo adoptivo contra lo traicionero del mundo y contra las imprudencias fatales tan propias de la juventud. Lucien tenía la obligación de explicar cada noche al clérigo los acontecimientos más insignificantes del día, y cada noche lo hacía. Gracias a los consejos de aquel mentor, esquivaba la curiosidad del mundo, que es la más hábil. Protegido por una seriedad británica y acuartelado tras los reductos que alza la circunspección de los diplomáticos, no dejaba que nadie se tomara el derecho ni la oportunidad de echar una mirada a sus asuntos. Su hermosa y joven figura había terminado siendo, en el mundo, impasible como la de una princesa en una ceremonia. Hacia mediados del año 1829, se trató de su boda con la hija mayor de la duquesa de Grandlieu, que entonces tenía nada menos que cuatro hijas para situar. Nadie dudaba de que el rey, con ocasión de tal enlace, concedería a Lucien el favor de darle el título de marqués. Esta boda iba a decidir la suerte política de Lucien, quien seguramente sería nombrado ministro en alguna corte de Alemania. Sobre todo desde hacía tres años, la vida de Lucien había sido de una honestidad inatacable; De Marsay había dicho acerca de él estas singulares palabras: —Este muchacho ha de tener detrás suyo a alguien muy poderoso. Lucien se había convertido en casi un personaje. Su pasión por Esther le había ayudado en gran medida a desempeñar su papel de persona seria. Una costumbre de esta especie protege a los ambiciosos de muchas

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tonterías; al no estar atraídos por ninguna mujer, no dejan que prevalezca lo físico sobre lo moral. Respecto a la felicidad de que gozaba Lucien, era la realización misma de los sueños de los poetas bohemios, en ayunas y sin un céntimo. Esther, el ideal de la cortesana enamorada, le recordaba a Coralie, la actriz con la que había vivido durante un año, pero al mismo tiempo la superaba plenamente. Todas las mujeres enamoradas y entregadas prometen la reclusión, el incógnito, la vida de la perla en el fondo del mar; pero en la mayoría de ellas se trata de uno de esos encantadores caprichos que constituyen el tema de una conversación, una prueba de amor que sueñan en dar, pero que nunca dan; Esther, en cambio, que acababa siempre de vivir su primera felicidad, que a cada instante se sentía bajo la primera mirada ardiente de Lucien, no tuvo a lo largo de cuatro años ni un solo impulso de curiosidad. Empleaba toda su mente en adaptarse a los términos del programa trazado por la mano fatal del español. Es más, incluso en la cima de las más embriagadoras delicias, nunca abusó del poder ilimitado que adquieren las mujeres amadas cuando renace el deseo en el amante, para hacer preguntas sobre Herrera, el cual, por otra parte, seguía produciéndole espanto: no se atrevía a pensar en él. Los beneficios de aquel inexplicable personaje, a quien sin duda alguna Esther debía tanto su gracia de pensionista como sus maneras de mujer respetable y su regeneración, parecían a la pobre muchacha el preludio de la condenación. "Algún día pagaré todo esto", se decía con terror. Durante las noches de buen tiempo, salía en un coche de alquiler. Con una celeridad que seguramente le había impuesto el sacerdote, iba a pasear por alguno de esos encantadores bosques que rodean París, al de Bolonia, al de Vincennes, Romainville o Ville-d’Avray, a menudo con Lucien y a veces sola con Europa. Se paseaba sin ningún miedo porque iba acompañada, cuando iba sin Lucien, por un fornido lacayo que vestía como el más elegante de los lacayos, que iba armado con un auténtico puñal y cuya fisonomía y vigorosa musculatura eran las de un temible atleta. Este guardián estaba provisto, según la moda inglesa, de un bastón muy largo con el que se puede hacer frente a varios atacantes a la vez. De acuerdo con una urden dada por el clérigo. Esther nunca había dicho una palabra a este lacayo. Cuando la señora quería regresar, Europa daba un grito; el cazador daba un silbido al cochero, que siempre permanecía a una distancia conveniente. Cuando Lucien se paseaba con Esther, Europa y el lacayo se quedaban a cien pasos de distancia, como los pajes infernales de que hablan Las mil y 0 una noches, y que un encantador da a sus protegidos. Los parisiense, y sobre todo las parisienses, ignoran los encantos de un paseo por el bosque en plena noche cuando el tiempo es bueno. El silencio, los efectos de la luna y

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la soledad producen el mismo efecto sedante que los baños. Habitualmente Esther salía a las diez, se paseaba de doce a una y regresaba a las dos y media. Nunca se levantaba antes de las once. Se bañaba y procedía a esa toilette minuciosa que desconocen la mayor parte de mujeres de París, porque exige demasiado tiempo, y que sólo practican las cortesanas, las mujeres galantes y las grandes señoras, las cuales pueden disponer para sí del día entero. Siempre acababa de arreglarse cuando llegaba Lucien, y se ofrecía cada vez a sus miradas como una flor recién abierta. Su única preocupación era la felicidad de su poeta; era suya como una cosa suya, es decir, le dejaba la más completa libertad. Nunca dirigía ninguna mirada más allá de la esfera que ella irradiaba; el cura se lo había recomendado especialmente, porque, según el plan de aquel profundo político, Lucien debía desenvolverse a su gusto. La felicidad no tiene historia, y los cuentistas de todos los países lo han comprendido tan bien, que terminan todas las aventuras de amor con esta simple frase: Y vivieron felices. Por esto, sólo es posible explicar las condiciones materiales de aquella felicidad realmente fabulosa que se desarrollaba en pleno París. Fue la felicidad en su forma más hermosa, un poema, una sinfonía de cuatro años. Las mujeres dirán: "¡Es mucho!" Pero ni Esther ni Lucien dijeron: "¡Es demasiado!" Por último, la fórmula Y vivieron felices fue en su caso aún más explícita que en los cuentos de hadas, ya que no tuvieron hijos. Así, Lucien pudo galantear por el mundo, abandonarse a sus caprichos de poeta y, hay que decirlo también, a las necesidades de su posición. Durante el período en que se abría lentamente camino, prestó algunos servicios secretos a ciertos políticos cooperando en sus actividades. En esto actuó con una gran discreción. Cultivó mucho el ambiente de la señora de Sérizy, con la cual, según se comentaba en los salones, estaba en los mejores términos. La señora de Sérizy había quitado Lucien a la duquesa de Maufrigneuse, de quien se decía que había perdido su afición por él... expresión mediante la cual las mujeres se vengan de una felicidad envidiada. Lucien estaba, por así decirlo, bajo el amparo del arzobispado y en la intimidad de algunas mujeres amigas del arzobispo de París. Era modesto y discreto, y esperaba pacientemente. Puede decirse, pues, que la exclamación de De Marsay, que se había casado entonces y obligaba a su mujer a llevar la vida que llevaba Esther, contenía más que una mera observación. Pero los peligros subterráneos de la postura de Lucien se pondrán de manifiesto suficientemente en el curso de esta historia. En estas circunstancias, una hermosa noche de agosto, el barón de Nucingen regresaba a París de la finca de un banquero extranjero establecido en Francia, en cuya casa había cenado. La finca está a ocho

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leguas de París, en plena región de Brie1. Como que el cochero del barón se había jactado de poder llevar allí a su amo y de llevarle también de regreso con sus caballos, se tomó la libertad de ir lentamente cuando cayó la noche. Al entrar en el Bosque de Bolonia la situación de los animales, de la servidumbre y del amo era la siguiente. El cochero, que había sido abrevado con liberalidad en él cuarto de servicio del ilustre autócrata del Cambio, estaba completamente borracho y dormía, sosteniendo sin embargo las riendas, como si quisiera engañar a los transeúntes. El criado, que iba detrás sentado, roncaba como un trompo de Alemania, que es el país de las pequeñas figuras de madera tallada, de los grandes Reinganum y de los trompos. El barón quería pensar; pero a partir del puente de Gournay le había cerrado los ojos la suave somnolencia de la digestión. Por la soltura de las riendas, los caballos comprendieron cuál era el estado del cochero; oyeron el sonido continuo de bajo que emitía el criado, que iba detrás, de vigía, y se vieron convertidos en dueños. Aprovecharon aquel rato de libertad para andar a su antojo. Como si fueran esclavos inteligentes, dieron oportunidad a los ladrones de asaltar a uno de los capitalistas más ricos de Francia, al más hábil de los que se ha dado en llamar, con gran energía, los Lobos Cervales. Finalmente, convertidos ya en dueños y atraídos por esta curiosidad que todo el mundo ha podido observar en los caballos domésticos, se detuvieron en un claro cualquiera del bosque, delante de otros caballos, a los que dijeron seguramente, en el lenguaje de los caballos: "¿A quién pertenecéis? ¿Qué hacéis? ¿Sois dichosos?" Cuando la calesa dejó de moverse, el barón, adormecido, despertó. De momento creyó que no había abandonado aún el parque de su colega; pero en seguida fue sorprendido por una visión celestial que le halló desprovisto de su arma habitual, el cálculo. Hacía un claro de luna tan espléndido, que se podía leer cualquier cosa, incluso un periódico de la tarde. En el silencio del bosque y en aquella nítida claridad, el barón vio a una mujer sola que contemplaba el singular espectáculo que ofrecía la calesa adormecida, mientras subía a un coche de alquiler. Al ver a aquel ángel, el barón de Nucingen se sintió como iluminado por una luz interior. Al sentirse admirada, la joven bajó su velo con un ademán de espanto. El lacayo profirió un grito ronco cuyo significado comprendió muy bien el cochero, ya que el coche partió como una flecha. El viejo banquero sintió una terrible emoción: la sangre, que le subía de los pies, llenaba de fuego su cabeza, y su cabeza devolvía llamas a su corazón; se le oprimió la garganta. El pobre temió una indigestión, pero, pese a tal aprensión, se puso bruscamente en pie. —¡A doto calobe! ¡Maltido gochero, no de tuermas! —chilló—. ¡Cien vrangos si algansas esde goche!

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Al oír aquellas palabras, cien francos, el cochero se despertó, y el criado de atrás las oyó seguramente en medio de sus sueños. El barón repitió la orden, el cochero puso los caballos a todo galope, y consiguió alcanzar, a la altura de la barrera del Tróne, un coche parecido al que Nucingen había visto con la divina desconocida, pero en cuyo interior se repantigaba el encargado de alguna tienda importante, junto a una mujer decente de la calle Vivienne1. Esta equivocación dejó consternado al barón. —5"» hupiera draito a Chorche —pronuncíese George— en lugar te di, betaso te prudo, él hupiera sapito algansar esta muquer —dijo al criado mientras los consumeros registraban el coche. —¡Eh, señor barón! El diablo estaba detrás, lo juraría, en forma de lacayo, y me ha cambiado este coche por el suyo. —El tiaplo no exisde —dijo el barón. El barón de Nucingen aparentaba entonces sesenta años, las mujeres le eran ya totalmente indiferentes, y, con mayor motivo, la suya propia. Se vanagloriaba de no haber conocido jamás el amor que hace cometer locuras. Consideraba una suerte haber acabado ya con las mujeres, de las que decía, sin ¡miramiento alguno, que la más angelical de todas no valía lo que costaba, aun cuando se entregara gratis. Se fingía tan ¡totalmente hastiado, que había dejado de comprar, por un par de billetes de mil francos al mes, el placer de dejarse engañar. Desde su palco de la Ópera, su mirada fría se sumergía tranquilamente en el cuerpo de baile. De aquel temible enjambre de muchachas viejas y de ancianas jóvenes, la flor y nata de los placeres parisienses, no partía ninguna mirada en dirección al palco donde estaba el capitalista. Amor natural, amor postizo y amor propio, amor de decoro y de vanidad; amor-gusto, amor decente y conyugal, amor excéntrico, el barón lo había comprado todo, lo había conocido todo, salvo el auténtico amor. Este amor acababa de abatirse sobre él como un águila sobre su presa, como él mismo se abatía sobre Gentz, el confidente de S. A. el príncipe de Metternich. Son de sobra conocidas las tonterías que aquel viejo diplomático hizo por Fanny Elssler, cuyos ensayos le tenían más ocupado que los altos intereses europeos. La mujer que acababa de trastornar a aquella caja reforzada de hierro, cuyo nombre era Nucingen, se le había aparecido ,; como una de esas mujeres únicas en una generación. No es seguro que la amante del Ticiano, que la Monna Lisa de Leonardo da Vinci o la Fornarina de Rafael fuesen tan hermosas como la sublime Esther, en cuya persona ni siquiera el ojo más adiestrado del parisiense más observador hubiera podido reconocer el menor vestigio que recordara a la cortesana. Por esto impresionó al barón principalmente el aire de mujer noble e importante que tenía Esther en el más alto grado, ella que vivía

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envuelta en el lujo, la elegancia y el amor. El amor dichoso es el santo óleo de las mujeres: todas se hacen entonces altivas como emperatrices. Durante ocho noches seguidas, el barón fue al bosque de Vincennes, luego al de Bolonia, luego a los de Ville-d'Avray, después al bosque de Meudon, y finalmente por todos los alrededores de París, sin poder encontrar a Esther. Aquella sublime figura judía, de la que decía que era una vicitra te la Piplia, estaba siempre presente ante sus ojos. A los quince días, perdió el apetito. Delphine de Nucingen y su hija Augusta, a quien la baronesa empezaba a mostrar en público, al principio no se dieron cuenta del cambio operado en el barón. La madre y la hija sólo veían al señor de Nucingen por la mañana, durante el desayuno, y por la noche durante la cena, cuando todos cenaban en casa, lo cual únicamente ocurría los días en que Delphine tenía invitados. Pero al cabo de dos meses, poseído por una fiebre de impaciencia y por un estado parecido al que provoca la nostalgia, el barón, sorprendido por la impotencia de los millones, adelgazó y pareció tan gravemente afectado que Delphine empezó a abrigar la secreta esperanza de enviudar. Se puso a compadecer con bastante hipocresía a su marido con preguntas; él contestó como lo hacen los ingleses enfermos de spleen: apenas contestó nada. Delphine de Nucingen ofrecía una gran cena cada domingo. Había adoptado aquel día para la recepción después de observar que, en el gran mundo, nadie iba a los espectáculos, de modo que resultaba un día sin ocupación. La invasión de las clases mercantiles o burguesas ha hecho que el domingo sea tan estúpido en París como es aburrido en Londres. La baronesa invitó [ pues al ilustre Desplein a cenar, para poderle hacer una consulta sin que lo supiera el enfermo, puesto que Nucingen afirmaba que se encontraba perfectamente. Keller, Rastignac, De Marsay, Du Tillet, todos los amigos de la casa, habían hecho comprender a la baronesa que un hombre como Nucingen no debía morir de improviso; sus inmensos negocios reclamaban ciertas precauciones, era absolutamente necesario saber a qué atenerse. Se rogó a estos señores que asistieran a la cena, así como al conde de Gondreville, el suegro de Francpis Keller, el caballero de Espard, Des Lupeaulx, el doctor Bianchon, el discípulo más querido de Desplein, Beaudenord y su esposa, el conde y la condesa de Montcornet, Blondet, la señorita Des Touches y Conti; por último, Lucien de Rubempré, por quien Rastignac, desde hacía cinco años, había concebido la más firme amistad; pero por orden, como se dice en los bandos. —No nos libraremos fácilmente de ése —dijo Blondet a Rastignac cuando vio entrar en el salón a Lucien, más apuesto que nunca y vestido de un modo encantador. —Vale más hacerse amigo de él, es de temer —dijo Rastignac.

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—¿Él? —dijo De Marsay—. No considero de temer más que a la gente cuya situación está clara, y la suya no es que— sea inatacable: hasta ahora ha estado, simplemente, inatacada. ¡Vamos a ver! ¿De qué vive? ¿De dónde procede su fortuna? Estoy seguro de que tendrá por los sesenta mil francos de deudas. —Ha encontrado en un sacerdote español un protector muy rico que le ayuda mucho —respondió Rastignac. —Se casa con la señorita de Grandlieu, la mayor —dijo la señorita Des Touches. —Sí —añadió el caballero de Espard—, pero le piden que adquiera una finca con una renta de treinta mil francos para asegurar la fortuna que ha de reconocer a su futura esposa, para lo cual necesita un millón, y esto no se encuentra a los pies de ningún español. —Es caro, porque Clotilde es muy fea —dijo la baronesa. La señora de Nucingen se daba tono llamando por su nombre de pila a la señorita de Grandlieu, como si ella, que se apellidaba Goriot, frecuentara aquella sociedad. —No —replicó Du Tillet—, la hija de una duquesa nunca es fea para nosotros, sobre todo si aporta el titulo de marqués y un cargo diplomático; pero el mayor obstáculo para este enlace es el amor desenfrenado de la señora dé Sérizy por Lucien, a quien debe dar mucho dinero. —No me extraña ver a Lucien tan serio; la señora de Sérizy no le dará precisamente un millón para que se case con la señorita de Grandlieu. Seguramente no debe saber cómo salir del apuro —prosiguió De Marsay. —Sí, pero la señorita de Grandlieu le adora —dijo la condesa de Montcornet—, y con la ayuda de esta jovencita quizá logre mejores condiciones. —¿Qué hará con su hermana y con su cuñado de Angulema? —preguntó el caballero de Espard. —Su hermana es rica —contestó Rastignac—, y él siempre la llama señora Séchard de Marsac. —Tendrá muchas dificultades, pero la verdad es que es un guapo mozo —dijo Bianchon, mientras se levantaba para saludar a Lucien. —Hola, mi querido amigo —dijo Rastignac, dando a Lucien un cálido apretón de manos. De Marsay saludó fríamente, después de haberle saludado Lucien primero. Antes de la cena, Desplein y Bianchon, que examinaban al barón de Nucingen mientras bromeaban con él, se dieron cuenta de que su enfermedad tenía causas enteramente morales; pero nadie pudo sospecharlas, de tan imposible como parecía que pudiera estar enamorado aquel profundo político de la Bolsa. Cuando Bianchon, a quien sólo en el

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amor le parecía posible hallar una explicación del estado patológico del banquero, lo comunicó brevemente a Delphine de Nucingen, ésta sonrió, expresando en su sonrisa la seguridad de la esposa que desde hace tiempo sabe muy bien a qué atenerse respecto a su marido. No obstante, después de la cena, los íntimos de la casa rodearon al banquero y quisieron dilucidar aquel caso extraordinario en cuanto oyeron a Bianchon decir que Nucingen debía de estar enamorado. —¿Sabe usted, barón —le dijo De Marsay—, que ha adelgazado considerablemente? Se sospecha que ha violado usted las leyes de la naturaleza financiera. —¡Nunga! —dijo el barón. —Sí, hombre —repuso De Marsay—. Hay quien se atreve a insinuar que está usted enamorado. —Es fertat —contestó lastimosamente Nucingen—. Esdoy susbiranto bor aleo tesgonotsito. —¿Usted enamorado, usted?... ¡Es un presuntuoso! —dijo el caballero de Espard. —Esdar enamorato a mi etat, ya sé gue es lo más rití-gulo gue buete oírtse; bero, jgué guieren usdetesf Es tsierdo! —¿Es de alguna dama del gran mundo? —preguntó Lucien. —El barón —dijo De Marsay— tan sólo puede adelgazar así si se trata de algún amor sin esperanza, puesto que tiene dinero suficiente para comprar a todas las mujeres que quieran o puedan venderse. —No la gonozgo en apsoludo —respondió el barón—. Y se lo bueto tecir, ahora gue la señora te Nutsinken esdá en el salón. Hasda ahora nunga he sapito gué es el amor. ¿El amor? Greo gue ess atelcatsar. —¿Dónde encontró usted a esta joven inocente? —preguntó Rastignac. —En goche, a metianoche, en el posgue te Finsennes. —¿Su descripción? —dijo De Marsay. —Un tsomprero te casa planga, un pesdito rossa, un chal plango, un pelo dampién plango... ¡una vicura realmende pí-pliga! Unos ocos te vueco, una dez oriendal. —¡Usted soñaba! —dijo Lucien, sonriendo. —Es fertat, tormía gomo un drongo... gomo un drongo —dijo, como si volviera en sí —, bor gue era polpiento te señar en la vinga te mi amico... —¿Estaba sola? —dijo Du Tillet, interrumpiendo al lince. —Sí —dijo el barón con un tono doliente—, salpo gon un griato tedrás tel goche y una sirpienda... —Lucien parece conocerla —exclamó Rastignac al observar que el amante de Esther sonreía.

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—¿Quién no conoce a las mujeres capaces de ir, a medianoche, a una cita con Nucingen? —dijo Lucien, haciendo una pirueta verbal. —No era ninguna mujer de las que frecuentan el gran mundo —dijo el caballero de Espard—, porque el barón hubiera reconocido al criado. —No la he pisdo en nincún lato —repuso el barón—, y hase guarenda tías gue la manto pusgar bor la bolitsia, gue no gonsigne hallarla. —Vale más que le cueste algunos centenares de miles de francos que la vida, y a su edad una pasión sin alimento es peligrosa —dijo Desplein—, puede costar la vida. —Sí —respodió Nucingen a Desplein—, lo gue yo gomo no me abropecha, el aire me barese mordal. ¡Poy al posgue te Finzmnes, a per el lucar tonte la fi!... ¡Sí, ésda es mi fita! No he botito ogubarme tel úldimo embrésdido: me he remv-dito a mis goléeos gue dienen bietat te mí... Taría un millón bara gonotser a esda muquer; saltría cananto, borgue ahora ya no poy a la Polsa... Brecunten a Di Düet. —Sí —respondió Du Tillet—, no tiene ninguna afición por los negocios, está transformándose, esto es señal de muerte. —Señal te amor —corrigió Nucingen—; bara mí es lo mismo. La ingenuidad del anciano, que había dejado de ser Lobo Cerval, y que por primera vez en su vida percibía algo más santo y más sagrado que el oro, conmovió a aquella hueste de gente que estaba de vuelta de todo; unos intercambiaron sonrisas, otros contemplaron a Nucingen expresando con ¿su fisonomía esta misma idea: "¡Que un hombre tan fuerte llegue a este extremo!"... Luego todos regresaron al salón hablando del acontecimiento. Era, efectivamente, un acontecimiento capaz de producir la mayor sensación. La señora de Nucingen se puso a reír cuando Lucien le hizo saber el secreto del banquero; pero al oír las burlas de su mujer, el barón la cogió por el brazo y se la llevó hasta el marco de una ventana. —Señora —le dijo en voz baja—, ¿agaso he denito camas una sola balapra te purla hacia sus basiones, bara gue ahora se purle así te las mías? Una puena esbosa ayutaría a su marito a salir te aburos, en lucar te parlarse te él, gomo hase usdet... Por la descripción del viejo banquero, Lucien había reconocido a su Esther. Se había molestado porqué su sonrisa no había pasado inadvertida; aprovechó el momento de conversación general que se produce mientras se sirve el café para desaparecer. —¿Qué se ha hecho del señor de Rubempré? —dijo la baronesa de Nucingen. —Es fiel a su lema: Quid me continebit? —respondió Rastignac.

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—Que significa: ¿Qué puede retenerme? O también: Soy indomable, como prefieran —añadió De Marsay. —Cuando el señor barón hablaba de su desconocida, Lucien ha dejado escapar una sonrisa que me inclina a creer que no le es desconocida —dijo Horace Bianchon, sin saber el peligro de una observación tan anodina. "¡Pien!", se dijo a sí mismo el Lobo Cerval. Como todos los enfermos desesperados, aceptaba cualquier cosa que pareciera abrirle una esperanza, y se prometió hacer vigilar a Lucien por gente que no fuera la de Louchard, el más hábil de todos los Guardias del Comercio de París, a quien se había dirigido desde hacía quince días.

Antes de ir a casa de Esther, Lucien tenía que ir a la mansión de los Grandlieu, a pasar un par de horas; aquellos ratos hacían de la señorita Clotilde-Frédérique de Grandlieu la muchacha más feliz del faubourg Saint-Germain. La prudencia que caracterizaba la conducta del ambicioso joven le aconsejó que informara en seguida a Carlos Herrera del efecto producido por la sonrisa que se había dibujado en su rostro al oír la descripción de Esther hecha por el barón de Nucingen. El amor del barón por Esther y su iniciativa de lanzar a la policía en busca de su desconocida eran, por otra parte, acontecimientos de suficiente importancia para que se los comunicara cuanto antes a quien había buscado bajo la sotana el asilo que antaño los criminales hallaban en el interior de las iglesias. Entre la calle de Saint-Lazare, donde vivía en aquel tiempo el banquero, y la calle de Saint-Dominique, donde está la casa de los Grandlieu, se situaba aproximadamente su domicilio del muelle Malaquais. Lucien encontró a su terrible amigo entretenido con su breviario, es decir, curando una pipa antes de acostarse. Aquel personaje, extraño más que extranjero, había acabado renunciando a los cigarros españoles, por parecerle demasiado suaves. —Esto se pone serio —contestó el español cuando Lucien se lo hubo contado todo —. El barón, que se sirve ya de Louchard para buscar a la pequeña, tendrá sin duda la ocurrencia de mandar a un sabueso que siga tus pasos; todo se descubriría. Entre esta noche y mañana por la mañana quizá no tendré tiempo para preparar las barajas para la partida que voy a jugar contra ese barón. Ante todo voy a demostrarle la impotencia de la policía. Cuando nuestro Lobo Cerval haya perdido toda esperanza de encontrar a su oveja, me encargaré de vendérsela, al precio que vale para él... —¿Vender a Esther?... —exclamó Lucien, cuyo primer impulso era siempre excelente. —¿Acaso olvidas nuestra situación? —exclamó Carlos Herrera.

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Lucien bajó la cabeza. —¡Sin dinero —siguió el español— y con una deuda de sesenta mil francos! Si quieres casarte con Clotilde de Grand-lieu, tienes que comprar una finca de un millón para asegurar la viudedad de aquel adefesio. ¡Perfectamente! Esther es una presa tras la cual voy a hacer correr a ese Lovo Cerval para aligerarlo de un millón. Esto me atañe a mí... —Esther no querrá jamás... —Esto me atañe a mí. —Se va a morir... —Esto atañe a las pompas fúnebres. Y en definitiva, ¿qué?... —gritó aquel salvaje, cortando en seco las elegías de Lucien con el ademán que adoptó—. ¿Cuántos generales ¡no murieron en la flor de la edad por el emperador Napoleón? —preguntó a Lucien tras un momento de silencio—. ¡Mujeres hay muchas! En 1821, para ti Coralie no tenía igual, y sin embargo más tarde encontraste a Esther. Después de esta muchacha, vendrá... ¿sabes quién?... ¡La mujer desconocida! De todas las mujeres, la rilas hermosa, y la buscarás en la capital donde el yerno del duque de Grandlieu sea ministro y representante del rey de Francia... Y además, dime, caballerete, ¿va a morir Esther por eso? ¿Acaso el marido de la señorita de Grandlieu va a poder conservar a Esther? Déjame hacer a mí, no tienes por qué preocuparte de todo: me atañe a mí. De momento prescindirás de Esther por una o dos semanas, y no te acercarás en absoluto a la calle Taitbout. Venga, vete a arrullar a tu tabla de salvación y juega bien tu papel; pásale a Clotilde la carta incendiaria que has escrito esta mañana y tráeme de su parte alguna respuesta cálida. Esta muchacha se desahoga de sus privaciones mediante la escritura: ¡eso me va! A Esther la encontrarás algo triste, pero dile que obedezca. Se trata de nuestra librea de virtud, nuestra casaca de honestidad, la mampara detrás de la cual los grandes ocultan todas sus infamias... Se trata de mi hermoso yo, de ti, que debes quedar siempre por encima de toda sospecha. El azar nos ha hecho mejor servicio que mi imaginación, que, desde hacía un par de meses, trabajaba en el vacío. Mientras lanzaba estas terribles afirmaciones, una tras otra, como pistoletazos, Carlos Herrera se iba vistiendo y se disponía a salir. —Tu alegría es patente —exclamó Lucien—, nunca has querido a la pobre Esther, y ahora ves llegar con fruición el instante en que te librarás de ella. —Nunca te has cansado de amarla, ¿no es cierto?... Pues bien, yo nunca me he cansado de execrarla. Pero, ¿no he obrado siempre como si sintiera un sincero afecto por esta muchacha? ¿No he tenido su vida entre mis manos, a través de Asia? Unas cuantas setas malas en un guisado, y todo estaba terminado... Sin embargo, la señorita Esther existe todavía... ¡y es feliz!... ¿Sabes por qué? ¡Porque la quieres! No seas niño. Hace cuatro años que esperamos una casualidad, a nuestro favor o en contra nuestra. Ahora,

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pues, hemos de desplegar algo más que talento para mondar el fruto que nos echa el azar. Esta suerte de ruleta tiene, como todo, su parte buena y su parte mala. ¿Sabes en qué estaba pensando cuando has entrado? —No... —Pensaba en convertirme, como hice ya en Barcelona, en el heredero de alguna vieja beata, con la ayuda de Asia... —¿Un crimen?... —No tenía otro recurso para asegurar tu felicidad. Los acreedores se agitan. ¿Qué habría sido de ti, perseguido por alguaciles, y expulsado de la mansión de los Grandlieu? Habría llegado para ti el plazo de vencimiento del diablo. Carlos Herrera describió con un ademán el suicidio de un hombre que se tira al agua, y a continuación fijó en Lucien su mirada, una de esas miradas fijas y penetrantes que hacen entrar la voluntad de los hombres fuertes en el alma de los débiles. Aquella mirada fascinadora, que relajó todo residuo de resistencia, anunciaba el establecimiento entre Lucien y su consejero no sólo de ciertos secretos de vida y muerte, sino también ciertos sentimientos que se elevaban tan por encima de los sentimientos ordinarios como se elevaba aquel hombre por encima de la bajeza de su posición. Aquel personaje a la vez vil y poderoso, oscuro y célebre, obligado a vivir fuera del mundo, donde la ley le impedía volver a entrar nunca más, agotado por el vicio y por furiosos refrenamientos, aunque provisto de una fuerza de espíritu que le roía por dentro; aquel personaje, consumido principalmente por un ansia febril de vivir, revivía en el cuerpo elegante de Lucien, cuya alma había llegado a ser la suya. Se hacía representar en la vida social por aquel poeta, a quien comunicaba su firmeza y su voluntad férrea. Para él Lucien era más que un hijo, más que una mujer amada, más que una familia y más que su propia vida: era su venganza; y como las almas fuertes sienten más apego a un sentimiento que a la vida, lo había unido a sí con lazos indisolubles. Tras haber comprado la vida de Lucien en el instante en que el poeta desesperado estaba a punto de suicidarse le propuso uno de esos pactos infernales que sólo se ven en las novelas, pero que son del todo posibles, como lo han demostrado en la audiencia tantos y tantos famosos dramas judiciales. Proporcionando a Lucien todos los placeres de la vida parisiense y demostrándole que aún podía forjarse un porvenir brillante, le había convertido en objeto suyo. Por otra parte, cuanto tuviera que ver con su segundo yo no le costaba ningún sacrificio a aquel extraño ser. Pese a su fuerza, era tan débil frente a los caprichos de su protegido, que había acabado confiándole sus secretos. Quizá la complicidad puramente moral

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era un lazo más entre ambos. Desde el día en que fue ocultada la Torpille, Lucien sabía sobre qué base horrible descansaba su felicidad. La sotana de sacerdote español ocultaba a Jacques Collin, una de las celebridades del mundo del presidio, que diez años antes vivía, con el respetable y burgués nombre de Vautrin, en la Casa Vauquer, donde habían vivido como pensionistas Rastignac y Bianchon. Jacques Collin, apodado el Engañamuertes, se escapó del presidio de Rochefort al poco de ingresar en él, y siguió el ejemplo dado por el famoso conde de Sainte-Hélène, aunque modificando todo lo que podía tener de vicioso la audaz acción de Coignard1. Hacerse pasar por persona honrada y seguir viviendo como un presidiario es una conjunción demasiado contradictoria para que no se produzca un desenlace fatal, sobre todo en París; situándose en el seno de una familia, el peligro se multiplica. Además, para estar realmente a salvo de toda investigación, ¿no hay que situarse a una altura mayor que la que ocupan los asuntos ordinarios de la vida? Un hombre de mundo está sometido a ciertos riesgos que casi nunca pesan sobre quienes no tienen contacto con el mundo. Por esto la sotana es el disfraz más seguro, si puede ir acompañado de una vida ejemplar, solitaria y sin acción. "Así pues, seré cura", se dijo a sí mismo aquel muerto civil, que quería revivir bajo una forma social y satisfacer unas pasiones tan extrañas como su propia persona. La guerra civil que la constitución de 1812 provocó en España, donde se hallaba aquel enérgico ser, le ofreció la oportunidad de matar secretamente en una emboscada al auténtico Carlos Herrera. Este sacerdote, bastardo de un gran señor, que no sabía qué mujer le había dado a luz y que había sido abandonado por su padre, debía ir a Francia a realizar una misión política encomendada por el rey Fernando VII, bajo la recomendación de algún obispo. Este obispo, única persona interesada por Carlos Herrera, murió durante el viaje que llevaba a éste hijo pródigo de la Iglesia de Cádiz a Francia, pasando por Madrid, Jacques Collin, satisfecho de haber encontrado al personaje buscado, en las condiciones oportunas, se hizo algunas heridas en la espalda para borrar la marca fatal que llevaba, y cambió su rostro mediante reactivos químicos. Transformándose así ante el propio cadáver del sacerdote antes de destruirlo, pudo incluso darse una cierta semejanza con su sosias. Para completar la metamorfosis, que era casi tan maravillosa como la de aquel cuento árabe en que el derviche ha conseguido el poder de entrar, él que ya es viejo, en el cuerpo de un joven mediante unas palabras mágicas, el presidiario, que ya sabía hablar español, aprendió todo el latín que puede saber un sacerdote andaluz. Collin, que había sido banquero en los tres presidios en que había estado, se había llevado la suma confiada a su conocida probidad y forzada

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honradez, ya que entre socios de esta ralea los errores se pagan a navajazos. Añadió a este dinero la suma entregada por el obispo a Carlos Herrera. Antes de salir de España, se apoderó del tesoro de una beata de Barcelona, a quien dio la absolución prometiéndole que restituiría la parte de su fortuna que provenía de un asesinato cometido por ella. Jacques Collin, provisto de importantes recomendaciones para desempeñar una misión secreta en París, transformado en cura y resuelto a no echar a perder este nuevo carácter que había revestido, se estaba abandonando a la suerte de su nueva existencia, cuando he aquí que encuentra a Lucien en el camino de Angulema a París. Le pareció al falso sacerdote que el muchacho podría ser un maravilloso instrumento de poder; le salvó del suicidio diciéndole: " Entregúese a un hombre de Dios como se entrega uno al diablo, y tendrá usted oportunidad de forjarse un nuevo destino. Vivirá como en un sueño, y su peor pesadilla será esa muerte a cuyo encuentro iba usted tan decididamente..." La alianza de aquellos dos seres, que habían de fundirse en uno solo, se estableció sobre este sólido razonamiento, que Carlos Herrera se encargó, además, de consolidar mediante una complicidad hábilmente administrada. Era un genio de la corrupción, y destruyó la honradez de Lucien sumergiéndole en crueles necesidades de las cuales le libraba a cambio de su consentimiento tácito a toda una serie de infamias que cometía el sacerdote y que permitían que Lucien apareciera siempre puro, leal y noble ante los ojos del mundo. Lucien representaba el brillo social a cuya sombra quería vivir el falsario. "Yo soy el autor, y tú serás el drama; si tú fracasas, me silbarán a mí", le dijo el día en que le reveló el sacrilegio de su disfraz. Carlos le fue confesando paulatinamente sus secretos, de manera que. la infamia de sus confidencias guardara proporción con los progresos y con las necesidades de Lucien. Siguiendo esta pauta, Engañamuertes no reveló su último secreto hasta que el hábito de los placeres parisienses, los éxitos y la vanidad satisfecha no hubieron puesto del todo bajo sus garras, en cuerpo y alma, al hábil poeta. Mientras l|ue Rastignac, tentado hacía tiempo por aquel demonio, se había resistido, Lucien sucumbió porque se vio envuelto en más hábiles maniobras, más comprometido, y vencido, principalmente, por la dicha de haber conquistado una eminente situación social. El Mal, cuya configuración poética se llama Diablo, empleó con aquel hombre medio mujer sus artimañas más seductoras, y M al comienzo le exigió poco dándole mucho. El principal argumento de Carlos fue el secreto eterno, el secreto prometido por Tartufo a Elmire. Las pruebas reiteradas de una absoluta abnegación, parecida a la de Zaida por Mahoma, llevaron a su culminación aquella inmunda operación, la conquista de Lucien por un Jacques Collin. En aquel momento, no sólo

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Esther y Lucien se habían gastado todos los fondos confiados a la honradez del banquero de presidio, que se exponía por ellos a terribles represalias, sino que además el dandy, el falsario y la cortesana tenían deudas. En el instante en que Lucien estaba a punto de alcanzar el éxito, el más pequeño guijarro en medio del camino podía hacer demoronarse el fabuloso edificio de aquella fortuna construida con tanta audacia. En el baile de la Ópera, Rastignac había reconocido al Vautrin de la Casa Vauquer, pero sabía que corría peligro de muerte en caso de indiscreción; por eso en las miradas que dirigía el amante de la señora de Nucingen a Lucien el miedo se mezclaba con las expresiones de amistad. En el instante de peligro, Rastignac habría proporcionado con la mayor alegría un coche para llevar a Engañamnertes al patíbulo. Puede ahora adivinarse la sombria satisfacción que sintió Carlos al enterarse del enamoramiento del barón de Nucingen y al intuir repentinamente el partido que podía sacar de la pobre Esther un hombre de su temple. —Venga —dijo a Lucien—, el diablo protege a su capellán. —Estás fumando sobre un polvorín. —Incedo per ignes —respondió Carlos, sonriendo—. Es mi oficio.

La casa de Grandlieu se dividió en dos ramas a mediados del pasado siglo: por un lado la casa ducal, condenada a extinguirse porque el actual duque no ha tenido más que hijas; por otro los vizcondes de Grandlieu, que han de heredar el título y las armas de la rama principal. Las armas de la rama ducal son de gules, con tres hachas de oro formando un haz, con el famoso lema CAVEO NON TIMEO, que resume toda la historia de esta casa. El escudo de los vizcondes está cuartelado con el de Navarreins, que es de gules, con el has almenado de oro, y la divisa GRANDS FAITS, GRAND LIEU (grandes hechos, gran lugar) inscrita sobre el casco de caballero. La actual vizcondesa, viuda desde 1813, tiene un hijo y una hija. Pese a que regresó de la emigración casi en la ruina, pudo recuperar una considerable fortuna gracias a la fidelidad de un procurador, de Derville. A su vuelta en 1804, el duque y la duquesa de Grandlieu fueron objeto de ciertas lisonjas por parte del Emperador; Napoleón, que los tuvo en su corte, les devolvió todo lo que había pertenecido a la casa de Grandlieu, que representaba una renta de cerca de cuarenta mil libras. De todos los grandes señores del faubourg Saint-Germain que se dejaron seducir por Napoleón, el duque y la duquesa (una Ajuda de la rama primogénita, emparentada con los Braganza) fueron los únicos que no renegaron del Emperador ni de sus beneficios. Luis XVIII mostró deferencia hacia una tal fidelidad en los momentos en que todo el faubourg Saint-Germain se lo

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echaba en cara a los Grandlieu; pero con esto quizá Luis XVIII quisiera tan sólo molestar a MONSIEUR. Se juzgaba probable la boda del joven vizconde de Grandlieu con Marie-Athénais, la hija menor del duque, que entonces tenía nueve años de edad. Sabine, la penúltima de sus hijas, casó con el barón Du Guénic después de la Revolución de Julio. Joséphine, la tercera, se convirtió en la señora de Ajuda-Pinto cuando el marqués perdió a su primera esposa, la señorita de Rochefide (alias Rochegude). La mayor se había hecho monja en 1822. La segunda, la señorita Clotilde-Frédérique, estaba en aquellos momentos, a la edad de veintisiete años, profundamente enamorada de Lucien de Rubempré. No es preciso preguntarse si la mansión del duque de Grandlieu, una de las más bellas de la calle de Saint-Dominique, ejercía o no fascinación sobre la mente de Lucien; cada vez que se abría su inmensa puerta para dar paso a su cabriolé, experimentaba aquella sensación de vanidad satisfecha de la que habló Mirabeau. "Aunque mi padre no haya sido más que un boticario del Houmeau, yo tengo acceso a esta casa..." Esto era lo que pensaba. Sin duda, habría cometido muchos más crímenes que los inducidos por su alianza con el falsario, sólo para conservar el derecho a subir por las gradas de la escalinata, y oír cómo le anunciaban en el gran salón al estilo de Luis XIV sobre el modelo de los de Versalles, donde se reunía la élite, la crema de París: " ¡El señor de Rubempré!" La noble portuguesa, que era una de las mujeres menos aficionadas a salir de su casa, vivía rodeada casi a todas horas por sus vecinos los Chaulieu, los Navarreins, los Lenoncourt. A menudo iban a visitarla, yendo o viniendo de la Ópera, la atractiva baronesa de Macumer (de la casa de Chaulieu), la duquesa de Maufrigneuse, la señora de Espard, la señora de Camps y la señorita Des Touches, emparentada con los Grandlieu de Bretaña. El vizconde de Grandlieu, el duque de Rhétoré, el marqués de Chaulieu, el que había de ser algún día duque de Lenoncourt-Chaulieu, su esposa Madeleine de Mortsauf, nieta del duque de Lenoncourt, el marqués de Ajuda-Pinto, el príncipe de Blamont-Chauvry, el marqués de Beauséant, el vidamo de Pamiers, los Vandenesse, el viejo príncipe de Cadignan y su hijo el duque de Maufrigneuse eran los asiduos de aquel salón inmenso donde se respiraban los aires de la corte, donde las maneras, el tono y el ingenio armonizaban con la nobleza de los dueños, cuyo gran porte aristocrático había hecho finalmente olvidar su servidumbre napoleónica. La vieja duquesa de Uxelles, madre de la duquesa de Maufrigneuse, era el oráculo del salón, en el cual la señora de Sérizy nunca había conseguido hacerse admitir, pese a que pertenecía a la familia de Ronquerolles.

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Lucien había sido introducido en aquel ambiente por la señora de Maufrigneuse, que había hecho actuar con este propósito a su madre, la cual anduvo loca durante un par de años por él, y el seductor poeta se mantenía allí gracias a la influencia del Arzobispado de París. Sin embargo, no fue admitido antes de haber logrado la disposición que le devolvió el nombre y las armas de la casa de Rubempré. El duque de Rhétoré, el caballero de Espard y otros, envidiosos de Lucien, indisponían periódicamente contra él al duque de Grandlieu, contándole anécdotas de su vida anterior; pero le sostuvieron la devota duquesa, que estaba rodeada ya por las cumbres de la Iglesia, y Clotilde de Grandlieu. Lucien atribuía estas enemistades a su aventura con la prima de la señora de Espard, la señora de Bargeton, que llegó a ser condesa Châtelet. Luego sintió la necesidad de hacerse adoptar por una familia tan poderosa como aquélla y, empujado por su consejero íntimo a seducir a Clotilde, Lucien desplegó la valentía de los nuevos ricos: acudió allí cinco de los siete días de la semana, se tragó sin pestañear las culebras de la envidia, sostuvo las miradas impertinentes y respondió con agudezas a las burlas. Su asiduidad, el encanto de sus maneras y su complacencia acabaron neutralizando los escrúpulos y reduciendo los obstáculos. Lucien seguía en óptimas relaciones con la duquesa de Maufrigneuse, cuyas ardientes cartas, escritas en los momentos de su apasionamiento por el joven, guardaba cuidadosamente Carlos Herrera; era el ídolo de la señora de Sérizy y gozaba de la simpatía de la señorita Des Touches. Satisfecho por verse admitido en estas tres casas, aprendió de su protector a guardar la más estricta discreción en cuanto a sus relaciones. —Uno no puede dedicarse a varias casas a la vez —le decía su consejero íntimo—. Quien va a todas partes no despierta interés en ningún sitio. Los grandes no protegen más que a los que rivalizan con sus muebles, a quienes ven cada día y saben convertirse en algo necesario para ellos, como el diván sobre el cual se sienta uno. Acostumbrado a ver en el salón de los Grandlieu su campo de batalla, Lucien reservaba su ingenio, sus ocurrencias, las noticias y sus gracias de cortesano para los ratos que pasaba allí por las noches. Se mostraba insinuante y cariñoso, y advertido por Clotilde de los escollos que debía evitar, halagaba las pequeñas pasiones del señor de Grandlieu. Tras un período en que había envidiado la felicidad de la duquesa de Maufrigneuse, Clotilde se enamoró perdidamente de Lucien. Comprendiendo las ventajas que podía tener una aliaza como aquélla, Lucien desempeñó su papel de enamorado como lo hubiera hecho Armand, el último de los jóvenes grandes intérpretes de la Comedia Francesa.

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Escribía a Clotilde unas cartas que, sin ninguna duda, eran obras maestras de primer orden en el aspecto literario, y ella le contestaba poniendo todos sus esfuerzos en la expresión sobre el papel de su apasionado amor, ya que únicamente podía amar de aquella manera. Lucien iba a misa a Santo Tomás de Aquino cada domingo, se hacía pasar por un ferviente católico y se entregaba a prédicas monárquicas o religiosas que causaban un excelente.efecto. Escribía, por otra parte, artículos excesivamente notables en los periódicos afectos a la Congregación, sin querer recibir por ellos ningún pago y poniendo como firma una simple L. Hizo folletos políticos, a petición del rey Carlos X o del Arzobispado, sin exigir la menor recompensa. "El rey —decía— ha hecho ya tanto por mí, que le debo mi sangre." En relación con ello, hacía unos días queestaba en trámite la propuesta de introducir a Lucien en el gabinete del primer ministro en calidad de secretario particular; pero la señora de Espard movilizó a tanta gente en contra de Lucien, que el dócil instrumento de Carlos X1 dudaba antes de tomar esta decisión. No sólo no estaba clara la posición de Lucien e incierta la fuente de sus ingresos; ocurría además que tanto la curiosidad benévola como la maliciosa iban inquiriendo más y más y descubriendo mayor número de puntos débiles en la coraza de aquel ambicioso. Clotilde de Grandlieu servía de espía inocente a su padre y a su madre. Unos días antes, había cogido a Lucien para hablar con él junto al marco de una ventana y participarle las objeciones de su familia. "Tenga usted una finca de un millón, y de este modo obtendrá mi mano; ésta ha sido la respuesta de mi madre", le había dicho Clotilde. —¡Más adelante te preguntarán de dónde procede tu dinero! —le había advertido Carlos a Lucien, cuando éste le transmitió aquellas palabras. —Mi cuñado debe de haber hecho fortuna —había hecho notar Lucien—; tendremos en él a un editor responsable. —Ya sólo nos falta el millón —había exclamado Carlos—; lo pensaré. Para explicar adecuadamente la posición de Lucien en la mansión, de los Grandlieu, hay que señalar que jamás había cenado allí. Ni Clotilde, ni la duquesa de Uxelles, ni la señora de Maufrigneuse, que se mostró siempre muy bien dispuesta hacia Lucien, pudieron arrancar al anciano duque aquel favor, tal era la desconfianza que conservaba el noble por el que él llamaba señor de Rubempré. Este matiz, advertido por toda la sociedad de aquel salón, hería muy sensiblemente el amor propio de Lucien, que se sentía únicamente tolerado. El mundo tiene derecho a ser exigente: ¡se le engaña tan a menudo! Ser en París una figura destacada sin poseer ni una fortuna ni una actividad reconocidas, es una posición que, por muchos artificios que se empleen, no puede sostenerse mucho tiempo. Lucien, al elevar su rango, iba

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dando una significación cada vez más apremiante a la pregunta: "¿De qué vive?" se había visto obligado a decir en casa de la señora de Sérizy, a quien debía el apoyo del procurador general Grandville y el de un ministro de Estado, el conde Octave de Bauvan, presidente de un tribunal soberano: "Me estoy endeudando considerablemente." Cuando entraba en el patio de la mansión donde se hallaba la legitimación de sus vanidades, se decía a sí mismo amargamente, pensando en las reflexiones de Engañamuertes: "¡Siento que todo cruje bajo mis pies!" ¡Amaba a Esther y quería por mujer a la señorita de Grandlieu! ¡Qué extraña situación! Había que vender a una para tener a la otra. Sólo un hombre podía realizar aquella transacción sin que se viera afectado el honor de Lucien, y este hombre era el falso español: ¿no era cierto que se debían recíprocamente discreción, tanto el uno como el otro? No es frecuente hallarse ligado a pactos de esta especie, en los que uno es a la vez el dominador y el dominado. Lucien ahuyentó las nubes que oscurecían su frente, y entró alegre y radiante en los salones de la mansión de los Grandlieu. En aquel momento las ventanas estabas abiertas, la fragancia del jardín llenaba el salón y la jardinera colocada en su centro ofrecía el espectáculo de una hermosa pirámide de flores. La duquesa, sentada en un rincón, en un sofá, conversaba con la duquesa de Chaulieu. Varias mujeres componían un conjunto notable por la diversidad de expresiones con la que manifestaban fingidos sufrimientos. En el mundo nadie se interesa por una desgracia o un sufrimiento, todo queda en palabras. Los hombres se paseaban por el salón o por el jardín. Clotilde y Joséphine estaban atareadas alrededor de la mesa del té. El vidamo de Pamiers, el duque de Grandlieu, el marqués de Ajuda-Pinto y el duque de Maufrigneuse jugaban el whist en un rincón. Cuando fue anunciado Lucien, éste cruzó el salón, fue a saludar a la duquesa, y se interesó por la aflicción que se leía en su rostro. —La señora de Chaulieu acaba de recibir una horrible noticia: su yerno el barón de Macumer, el exduque de Soria, acaba de morir. El joven duque de Soria y su esposa, que habían ido a Chantepleurs a cuidar a su hermano, han contado por carta esta triste noticia. Louíse se encuentra en un estado lastimoso. —Una mujer no suele encontrar a dos personas en la vida que la quieran como la quería su marido —dijo Madeleine de Mortsauf. —Será una viuda rica —repuso la duquesa de Uxelles, mirando a Lucien, cuyo rostro permaneció impasible. —Pobre Louise —dijo la señora de Espard—, la compadezco.

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La marquesa de Espard adoptó el aire reflexivo de las mujeres rebosantes de alma y de corazón. Aunque Sabine de Grandlieu tuviera sólo diez años, alzó hacia su madre una mirada inteligente, casi burlona, que su madre fustigó con la expresión fulminante de su rostro. Esto es lo que se dice educar bien a los hijos. —Si mi hija resiste este golpe —dijo la señora de Chaulieu con un tono altamente maternal—, su porvenir me preocupará. Louise es muy imaginativa. —No sé de dónde han sacado nuestras hijas esta manera de ser —dijo la anciana duquesa de Uxelles. —Es difícil conciliar hoy en día el corazón y los intereses —replicó un viejo cardenal. Lucien, que no tenía nada que decir, se dirigió hacia la mesa del té para cumplimentar a las señoritas de Grandlieu. Cuando el poeta estuvo a pocos pasos del grupo de mujeres, la marquesa se inclinó para poder hablar al oído de la duquesa de Grandlieu. —¿Cree entonces que este muchacho quiere mucho a su Clotilde? —le preguntó. No puede apreciarse la perfidia que presuponía aquella pregunta sin haber hecho antes un retrato de Clotilde. Esta joven, de veintisiete años de edad, estaba en aquellos momentos de pie. Su postura permitía a la marquesa de Espard abrazar con la mirada el talle seco y delgado de Clotilde, que semejaba un espárrago. El busto de la pobre muchacha era tan liso que ni siquiera admitía la utilización de lo que las modistas llaman "el truco". Clotilde, que, por añadidura, sabía que su nombre tenía anzuelo suficiente, lejos de molestarse en disimular aquel defecto, lo subrayaba heroicamente. Con sus vestidos muy ceñidos lograba reproducir el efecto del trazo rígido y neto que los escultores de la Edad Media intentaron imprimir en las estatuillas cuyo perfil destaca sobre el fondo oscuro de las hornacinas, en las catedrales. Clotilde medía cinco pies y cuatro pulgadas. Puede decirse, si se acepta una expresión familiar que por lo menos resulta gráfica, que era toda piernas. Una desproporción como aquélla daba a su busto un cierto aspecto de deformidad. Con su tez morena, sus cabellos negros y gruesos, las cejas muy pobladas, los ojos ardientes y enmarcados en órbitas sombreadas que los resaltaban y con su cara arqueada como un cuarto creciente y dominada por una frente prominente, era como la caricatura de su madre, una de las mujeres más hermosas de Portugal. La naturaleza se complace en estos juegos. En muchas familias se encuentra a alguna hermana de sorprendente belleza cuyos rasgos, en el hermano, son de una fealdad total, aunque los dos se parezcan. En su boca, excesivamente

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hundida, Clotilde tenía una expresión estereotipada de desdén. Por esta razón sus labios, más que cualquier otra parte de su rostro, denunciaban los secretos anhelos de su corazón, porque los sentimientos les imprimían una expresión encantadora, tanto más notable cuanto que sus mejillas, demasiado oscuras para sonrojarse, y sus ojos negros, siempre duros, nunca expresaban nada. Pese a tantas desventajas, pese a su prestancia de tabla, debía a su educación y a su raza un cierto aire de grandeza, un porte altivo, en una palabra, eso que se llama tan acertadamente el no sé qué, quizás a causa de la franqueza de su manera de vestir, que delataba en ella a la hija de buena casa. Sacaba partido de sus cabellos, cuya fuerza, cuya abundancia y cuya longitud eran una prenda de hermosura. Su voz, cultivada por ella, tenía encanto. Cantaba maravillosamente. Clotilde era exactamente la persona de quien se dice: "Tiene unos bonitos ojos", o bien: "Tiene un carácter muy agradable." En cierta ocasión le respondió a alguien que le llamó "Su Gracia", siguiendo la costumbre inglesa: "Llámeme usted Su Delgadez." —¿Por qué no habrían de amar a mi pobre Clotilde? —contestó la duquesa a la marquesa—. ¿Sabe usted lo que me decía ayer? "Si me aman por ambición, me encargaré de que me amen por mí misma." Tiene talento y es ambiciosa, y hay hombres a quienes gustan estas cualidades. En cuanto a él, mi querida amiga, es hermoso como un sueño; y si puede recuperar las tierras de Rubempré, el rey le devolverá, en atención a nosotros, el título de marqués... Después de todo, su madre es la última Rubempré... —Pobre muchacho, ¿de dónde sacará un millón? —dijo la marquesa. —Esto no nos incumbe —replicó la duquesa—; pero lo cierto es que es incapaz de robarlo... Y ni que decir tiene que jamás entregaríamos a Clotilde a un intrigante o a una mala persona, aunque fuera muy guapo, aunque fuera poeta y joven como el señor de Rubempré. —Llega usted tarde —dijo Clotilde a Lucien, sonriendo con gracia infinita. —Sí, estaba invitado a cenar. —Frecuenta usted mucho los ambientes mundanos desde hace unos días —dijo, ocultando bajo una sonrisa sus celos y sus inquietudes. —¿Los ambientes mundanos?... —replicó Lucien—. ¡Oh, no! Simplemente, por el más puro azar he estado cenando toda la semana en casa de algún banquero, hoy con los Nucingen, ayer con Du Tillet y anteayer con los Keller... Lucien, como puede verse, había sabido adquirir el tono de impertinencia ingeniosa característico de los grandes señores. —Tiene usted muchos enemigos —le dijo Clotilde, ofreciéndole (¡y con qué gracia!) una taza de té—. Han venido a decir a mi padre que tiene usted una

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deuda de sesenta mil francos, y que dentro de poco se irá a Sainte-Pélagie a pasar unas vacaciones. Y si supiera lo que para mí representan todas estas calumnias... Todo esto recae sobre mí. No me refiero a lo que yo misma sufro (mi padre me lanza miradas que me crucifican), sino de lo que usted sufriría si hubiera un ápice de cierto en ello... —No se preocupe en absoluto de estas necedades, ámeme como yo la amo y déme un plazo de algunos meses—, respondió Lucien, dejando su taza vacía en la bandeja de plata cincelada. —No se acerque a mi padre, le diría alguna impertinencia; y como usted no la toleraría, estaríamos perdidos... Esa pérfida marquesa de Espard le ha dicho que la madre de usted había hecho de comadrona y que su hermana era planchadora... —Hemos vivido en la más profunda miseria —contestó Lucien, cuyos ojos se humedecieron—. Esto no son calumnias, sino murmuraciones de buena ley. Hoy en día mi hermana es más que millonaria, y mi madre murió hace un par de años... Estas informaciones estaban reservadas para el momento en que estuviera a punto de alcanzar el éxito. —Pero, ¿qué le ha hecho a la señora de Espard? —Cometí la imprudencia de contar, en casa de la señora de Sérizy y delante de los señores de Bauvan y de Grandville, la historia del proceso que había iniciado para lograr la incapacitación de su marido el marqués de Espard, que yo sabía por Bianchon. La presión del señor de Grandville, apoyado por Bauvan y Sérizy, hizo cambiar de opinión al ministro de Justicia. Uno y otro se echaron atrás ante la Gaceta de los Tribunales, ante el escándafo, y la marquesa se pilló los dedos respecto al juicio que puso término a aquel terrible asunto. Si por un lado el señor de Sérizy cometió una indiscreción que ha hecho de la marquesa una enemiga mortal mía, por otro he ganado con ello su protección, la del procurador general y la del conde Octave de Bauvan, a quien la señora de Sérizy advirtió el peligro en que me habían implicado al dejar traslucir la fuente de donde procedían sus informaciones. El señor marqués de Espard cometió la torpeza de ir a visitarme, considerando que aquel infame proceso se había ganado gracias a mí. —Voy a conseguir que nos veamos libres de la señora de Espard —dijo Clotilde. —¿Y de qué manera? —exclamó Lucien. —Mi madre invitará a sus hijos, que son encantadores y que ya están ahora bastante crecidos. El padre y los dos hijos cantarán las alabanzas de usted, y estamos seguros de no ver nunca más a su madre...

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—¡Oh, Clotilde, es usted adorable! Si no la quisiera por usted misma la querría por su ingenio. —No es ingenio —dijo, concentrando todo su amor en sus labios—. Adiós. Esté algunos días sin venir. Cuando me vea en Santo Tomás de Aquino con un pañuelo rosa, será que mi padre habrá cambiado de humor. En el respaldo de la butaca donde está usted sentado encontrará una respuesta, que quizá le consuele de nuestra separación... Ponga en mi pañuelo la carta que trae para mí... Aquella joven tenía obviamente más de veintisiete años. Lucien tomó un coche de punto en la calle de la Planche, lo dejó en los bulevares, tomó otro en la Madeleine y le indicó la calle Taitbout, mandándole entrar en el patio interior. Al entrar en la casa de Esther, a las once, la encontró bañada en lágrimas, aunque ataviada como siempre para recibirle. Esperaba a su Lucien tendida en el diván de raso blanco bordado con flores amarillas, vestida con una deliciosa bata de muselina de Indias, con nudos de lazos de color cereza, sin corsé, con los cabellos sencillamente recogidos sobre su cabeza y, en los pies, unas bonitas zapatillas de terciopelo forradas de raso rojo; las velas estaban encendidas y el narguilé preparado, pero ella no había fumado del suyo, que quedaba sin encender, constituyendo así un indicio de su situación. Al oír que se abrían las puertas, se secó las lágrimas, saltó como una gacela y rodeó a Lucien con sus brazos como una tela empujada por el viento se enreda en las ramas de un árbol. —Separados —dijo ella—, ¿es cierto?... —¡Bah! Sólo por algunos días —respondió Lucien. Esther soltó a Lucien y se desplomó sobre el diván como si estuviera muerta. En tales situaciones la mayoría de mujeres parlotean como loros. ¡Ah, os quieren!... Después de cinco años, parecen estar en el primer día de su felicidad, no pueden abandonaros, están sublimes de indignación, de desespero, de amor, de rabia, de enojo, de terror, de pena, de ¡presentimiento... En suma, se muestran tan hermosas como luna escena de Shakespeare. Pero, sabedlo bien, estas mujeres no aman de verdad. Cuando están tal como dicen estar, cuando decididamente aman de verdad, hacen lo que hizo Esther, lo que hacen los niños, lo que hace el auténtico amor; Esther no decía una sola palabra, sino que estaba tendida con el rostro hundido en los cojinetes, y lloraba a lágrima viva. Lucien, por su parte, se esforzaba por levantar a Esther y le hablaba. —Pero, pequeña, no estamos separados... ¿Así es como te tomas una ausencia, después de cuatro años de felicidad? —"¿Qué habré hecho yo a todas estas muchachas?", se dijo a sí mismo, acordándose de que Coralie también le había amado con una pasión como aquélla. —¡Ay, señorito, es usted muy guapo! —dijo Europa.

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Los sentidos tienen su hermoso ideal. Cuando a aquella hermosura tan seductora se unen la dulzura de carácter y la poesía que distinguían a Lucien, puede concebirse la loca pasión de estos seres tan altamente sensibles a los dones naturales externos y tan ingenuos en su admiración. Esther sollozaba suavemente; se había quedado en una actitud que dejaba traslucir un extremado dolor. —Vamos, tonta —dijo Lucien—, ¿no te han dicho que se trata de mi vida?... Al oír aquellas palabras, pronunciadas a propósito por Lucien, Esther se alzó como un animal salvaje, y sus cabellos sueltos enmarcaron su rostro sublime a modo de follaje. Fijó su mirada en Lucien. —¡De tu vida!... —exclamó, levantando los brazos y dejándolos caer con un gesto propio de las muchachas cuando están en peligro—. Sí, es cierto, la carta de aquel salvaje habla de cosas graves. Sacó de su cintura un papel muy basto, pero vio a Europa y le dijo: "Déjanos, anda." Cuando Europa hubo cerrado la puerta, prosiguió: —Toma, esto es lo que me ha escrito —y tendió a Lucien una carta que Carlos acababa de mandarle y que Lucien leyó en voz alta. "Se irá mañana a las cinco de la mañana, la conducirán a la casa de un guarda forestal, en lo más hondo del bosque de Saint-Germain, donde ocupará una habitación que está en el primer piso. No salga de esta habitación hasta que yo se lo permita; no le faltará nada. El guarda y su mujer son gente segura. No escriba a Lucien. No se asome a la ventana durante el día; por la noche, en cambio, podrá pasearse en compañía del guarda si es que tiene ganas de estirar las piernas. Durante el trayecto lleve las cortinas cerradas: se trata de la vida de Lucien. "Lucien irá esta noche a despedirse: queme este papel delante de él..." Lucien quemó inmediatamente la carta con la llama de una vela. —Escucha, Lucien mío —dijo Esther tras haber oído la lectura de la carta como un criminal su sentencia de muerte—, no te diré que te amo, sería una tontería... Hace ahora cinco años que me parece que amarte es tan natural como respirar, como vivir... El mismo día en que comenzó mi felicidad bajo la protección de este ser inexplicable, que me colocó aquí como una bestezuela curiosa en una jaula, supe que tenías que casarte algún día. El matrimonio es un elemento necesario de tu destino, y Dios me guarde de obstaculizar los caminos de tu fortuna. Este enlace es mi muerte. Pero no te molestaré; no haré como las grisetas que se suicidan con un hornillo de carbón; tuve bastante con una vez, y una vez y no más, como Santo Tomás. No, me iré muy lejos, fuera de Francia. Asia conoce algunos secretos de su país, y me ha prometido que me enseñaría a morir tranquilamente. Basta con pincharse, y ¡todo listo! No te pido más que una cosa, ángel mío

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adorado: que no me engañes. La vida me ha dado lo que me podía dar: desde el día en que te vi por vez primera, en 1824, hasta hoy, he tenido más felicidad que la que cabe en diez vidas juntas de diez mujeres felices. De modo que debes tomarme como lo que soy: una mujer tan fuerte como débil. Dime: "Me caso." No te pido más que un adiós muy tierno, y nunca más volverás a oír hablar de mí... Se produjo un momento de silencio después de esta declaración, cuya sinceridad sólo era comparable con la ingenuidad de los ademanes y del tono que la acompañaban. —¿Se trata de tu boda? —dijo, hundiendo una de sus miradas fascinadoras y brillantes como la hoja de un puñal en los ojos azules de Lucien. —Hace dieciocho meses que nos ocupamos de mi boda y todavía no está acordada —respondió Lucien—, ni sé cuándo podrá acordarse; pero no se trata de esto, cariño... Se trata del padre, de mí, de ti..., estamos seriamente amenazados... Nucingen te ha visto... —Sí —dijo ella—, en Vincennes, ¿me reconoció?... —No —contestó Lucien—, pero ha perdido el tino por ti. Después de la cena, cuando te describía al hablar de vuestro encuentro, dejé escapar involuntariamente una sonrisa imprudente, porque estoy en medio del mundo como un salvaje en medio de las trampas de una tribu enemiga. Carlos, que siempre me alivia de la molestia de pensar, considera que esta situación es peligrosa; se encarga de desviar a Nucingen en caso de que éste decida hacernos espiar, y es muy capaz de hacerlo. Habló ya de la impotencia de la policía. Has provocado un incendio en una vieja chimenea llena de hollín... —¿Y qué quiere hacer tu español? —dijo Esther con mucha dulzura. —No lo sé, me ha dicho que duerma con los ojos abiertos —respondió Lucien, sin atreverse a mirar a Esther. —Si es así, obedezco con la sumisión canina de siempre —dijo Esther, cogiendo a Lucien por el brazo y llevándole hacia su habitación, mientras le decía—: ¿Cenaste bien en casa de ese infame Nucingen, Lucien mío? —El arte culinario de Asia me impide apreciar ninguna otra comida, por famoso que sea el cocinero de la casa donde cene; pero Caréme había hecho la cena como todos los domingos. Lucien comparaba involuntariamente a Esther con Clotilde. La amante era tan hermosa, tan perennemente encantadora, que no había permitido todavía que se le acercara el monstruo que devora a los amores más robustos: ¡la saciedad! "¡Qué lástima —pensaba—, encontrar a la mujer de uno en dos tomos!; por un lado, la poesía, la voluptuosidad, el amor, la entrega, la belleza, la gracia..." Esther fisgaba como lo hacen las mujeres

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antes de acostarse, iba de un lado para otro, mariposeaba cantando. Daba la impresión de un colibrí. "...¡por otro, la nobleza del nombre, la raza, los honores, el rango, la ciencia mundana!... ¡Y no hay manera de retiñirías en una sola persona!", exclamó Lucien. Al día siguiente, a las siete, al despertarse en aquella encantadora habitación ro.sa y blanca, el poeta vio que estaba solo. Llamó, y en seguida acudió la sorprendente Europa. —¿Qué quiere el señor? —¡Esther! —La señora se ha marchado a las cinco menos cuarto. De acuerdo con las órdenes del señor cura, he recibido un nuevo rostro, con los portes pagados. —¿Una mujer?... —No, señor, una inglesa... una de esas mujeres que van de camino, por la noche, y tenemos órdenes de tratarla como si fuera la señora; ¿qué quiere hacer el señor con este adefesio?... Pobre señora, cómo ha llorado al subir al coche... En fin, "¡hay que hacerlo!... (ha dicho). He dejado a mi pobre gatito durmiendo (me ha dicho, secándose las lágrimas); Europa, si me hubiera mirado o si hubiera pronunciado mi nombre, me habría quedado, aunque hubiera tenido que morir con él..." Mire, señor, tengo tanto cariño por la señora que no el he enseñado a su sustituía; muchas camareras lo hubieran hecho, sólo para ponerla triste. —¿Está bien? —Está todo lo bien que puede estar una mujer de ocasión, pero no tendrá dificultad en desempeñar su papel, si el señor pone de su parte lo que debe —dijo Europa mientras iba a buscar a la falsa Esther. La noche anterior, antes de acostarse, el todopoderoso banquero había dado a su ayuda de cámara las órdenes oportunas, y éste, a las siete de la mañana, introducía al célebre Louchard, el más habilidoso de todos los guardias de comercio, en un pequeño salón, adonde acudió el barón en bata y zapatillas... —¿Se ha purlado usdet te mí? —dijo a modo de respuesta a los saludos del guardia. —No podía ir de otra manera, señor barón. Tengo apego a mi cargo, y tuve ya el honor de decirle que no podía mezclarme con un asunto ajeno a mis funciones. ¿Qué le prometí? Ponerle en relación con el que me parece el más capaz de todos mis agentes para servirle a usted. Pero el señor barón conoce muy bien las demarcaciones que existen entre los individuos de los diversos oficios... Cuando se edifica una casa, no se puede encargar a un carpintero lo que corresponde a un cerrajero. Pues bien, hay dos policías: la Policía PolíJ£f tica y la Policía Judicial. Los agentes de la Policia Judicial} nunca se mezclan con los asuntos de la Policía Política, y viceversa. Si se

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dirigiera usted al jefe de la Policía Política, éste necesitaría una autorización del ministro para tomar el asunto de usted entre sus manos, y seguramente no se atrevería usted a referirlo al director general de la Policía del Reino. Cualquier agente que investigara por su cuenta, correría el riesgo de perder su puesto. Ahora bien, la Policía Judicial es tan circunspecta como la Policía Política. Y nadie, ni en el Ministerio del Interior ni en la prefectura, actúa más que en interés del Estado o en interés de la Justicia. Trátese de una conspiración o de un crimen, ¡ah, Dios mío!, todos los jefes van a ponerse en tal caso en seguida a las órdenes de usted; pero comprenda, señor barón, que tiene muchas otras cosas que hacer antes que ocuparse de los cincuenta mil amoríos que hay en París. Por lo que a nosotros respecta, nuestra única misión es la detención de los deudores; en cuanto se trata de alguna otra cosa, nos exponemos tremendamente en caso de burlar la tranquilidad de quienquiera que sea. Le he mandado a uno dejos míos, pero diciéndole que no respondía de él; le ha mandado buscar a una mujer en París, y Contenson le ha birlado a usted un billete de mil sin molestarse siquiera. Buscar en París a una mujer de quien se sospecha que va al bosque de Vincennes y cuyas señas se parecen a las de todas las bellas mujeres de la ciudad, es algo así como buscar una aguja en un pajar. —¿Gondanson (Contenson) —dijo el barón— no botía tecirme la fertat en lucar te pirlarme un pillede te mil vrangos? —Escúcheme, señor barón —dijo Louchard—, déme usted mil escudos y voy a darle... a venderle un consejo. —¿Mil esgutos bor un gonsejo? —Yo no me dejo engañar, señor barón —respondió Louchard—. Usted está enamorado, quiere descubrir el objeto de su pasión, por el cual está usted adelgazando como un bacalao al sol. Me ha dicho su ayuda de cámara que ayer vinieron a verle dos médicos y le hallaron en muy grave estado; yo soy el único que puede colocarle entre las manos de un hombre hábil... ¿Demonio! ¡Cómo si su vida no valiera mil escudos!... —¡Tícame el nompre te esde hompre hápil, y güende gon mi generositat! Louchard cogió su sombrero, saludó y se dirigió hacia la puerta. —¡Tiaplo te hompre! —exclamó Nucingen—. ¡Fenca... denca!... —Tenga en cuenta —dijo Louchard antes de tomar el dinero— que le vendo pura y simplemente una información. Le daré el nombre y la dirección del único hombre capaz de servirle, pero es un maestro... —¡Fede a baseo! —exclamó Nucingen—. Sólo el nompre te Varschild jale mil esgutos, y aun, guanto esdá firmato al bie te un pillede... ¡Ovrezgo mil vrangos!

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Louchard, que era bajito y socarrón, y que nunca había podido conseguir ningún cargo de procurador, de notario, de ujier ni de procurador, miró de soslayo al barón de una manera significativa. —Para usted, son mil escudos o nada; los recuperará en pocos segundos en la Bolsa —le dijo. —¡Ovrezgo mil vrangos!... —repitió el barón. —¡Usted regatearía hasta una mina de oro! —dijo Louchard mientras saludaba y se retiraba. —Dentré la tireksión bor un pillede te guiniendos vrangos —gritó el barón, y mandó seguidamente a su ayuda de cámara que llamara a su secretario. Turcaret ya no existe. Hoy en día tanto el más grande como el más pequeño de los banqueros ejerce su astucia en las cosas más ínfimas: regatea las obras de arte, la beneficencia y el amor, y regatearía incluso una absolución al papa. Oyendo hablar a Louchard, Nucingen había pensado en un destello que Contenson, siendo como era el brazo derecho de Louchard, debería conocer también la dirección de aquel maestro del espionaje. Contenson soltaría por quinientos francos lo que Louchard quería vender por mil escudos. Esta rápida maniobra demuestra con todo vigor que, aun cuando el corazón de aquel hombre había sido invadido por el amor, su cabeza seguía siendo la de un Lobo Cerval. —Faya usdet mismo —dijo el barón a su secretario— a gasa te Gondanson, el esbía te Luchart, el cuartia tel gomercio, bero faya en gabriolé, tebrisa, y dráicalo en sequita. ¡Le esbero! Base bor la buerda tel cartín. Aguí diene la Ilafe; es mecor gue natie fea a esde hompre en mi gasa. Hácalo endrar en el begueño bapellón tel cartín. Brogure hacer doto esdo gon hapilitat. Recibió varias visitas de gente que iba a hablarle de negocios; pero esperaba a Contenson y soñaba con Esther, pensando que dentro de poco volvería a ver a la mujer a quien debía el haber vivido unas emociones inesperadas. Los despidió a todos con expresiones vagas, con promesas ambiguas. Contenson le parecía el personaje más importante de París, y miraba al jardín constantemente. Por último, después de dar la orden de cerrar su puerta, mandó que le sirvieran el desayuno en el pabellón que se hallaba en uno de los ángulos del jardín. La conducta y los titubeos del banquero más taimado, más clarividente y más político de París parecían inexplicables a sus empleados. —¿Qué tendrá el patrón? —decía un agente de cambio a uno de sus oficinistas. —No se sabe, parece que su estado de salud es inquietante; ayer la señora baronesa reunió a los doctores Desplein y Bianchon... Un día unos extranjeros fueron a ver a Newton en el momento mismo en que estaba atareado curando a uno de sus perros, una perra llamada

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Beauty, que le echó a perder, como es sabido, un trabajo inmenso; no le dijo más que: "¡Ah, Beauty, no sabes lo que acabas de destruir...!" Los extranjeros se fueron, respetando los trabajos del gran hombre. En todas las vidas de grandes personajes se encuentra alguna perra Beauty. Cuando el mariscal de Richelieu fue a saludar a Luis XVTdespués de la toma de Mahón, uno de los hechos de armas más importantes del siglo dieciocho, el rey le dijo: "¿Sabe ya la gran noticia?... ¡El pobre Lansmatt ha muerto!" Lansmatt era un portero que estaba al corriente de las intrigas del rey. Los banqueros de París no supieron nunca lo que debieron a Contenson. Este espía fue el causante de que Nucingen dejara sin concluir un asunto importantísimo, que quedó de esta manera en manos de los demás banqueros. Cada día el Lobo Cerval podía encañonar una fortuna con la artillería de la Especulación, pero el Hombre que había en él estaba a las órdenes de la Felicidad. El famoso banquero estaba tomando el té, y mordisqueaba unas tostadas con mantequilla, con muy escaso apetito, cuando oyó que un coche se paraba ante la pequeña puerta de su jardín. Poco después el secretario de Nucingen le presentó a Contenson,. a quien había encontrado, tras laboriosas búsquedas, en un café cerca de Sainte-Pélagie, donde el agente desayunaba con la propina proveniente de un deudor que se hallaba en la cárcel, beneficiándose de ciertas deferencias que cuestan dinero. Contenson, como se ve, era todo un poema, un poema parisiense. Por su aspecto hubierais visto en seguida que el Fígaro de Beaumarchais, el Mascarille de Molière, los Frontín de Marivaux y los Lafleur de Dancourt, todas estas expresiones de la audacia picaresca, de la astucia al acecho y de la estratagema que renace de sus propias cenizas, no eran más que mediocridades al lado de aquel coloso del ingenio y de la miseria. Cuando se encuentra en París a un tipo, no es simplemente un hombre, ¡es todo un espectáculo! Si se pone tres veces a cocer en un horno un busto de yeso, se obtiene algo con apariencia de bronce florentino; pues bien, los chispazos de innumerables desgracias y las presiones de la necesidad habían bronceado el rostro de Contenson como si hubiera estado tres veces al calor de un horno. Sus arrugas, apretadísimas, no podían ya desfruncirse, formaban pliegues eternos, de fondo blanco. Aquella figura amarilla era toda arrugas. Su cráneo, parecido al de Voltaire, tenía la insensibilidad de la cabeza de un muerto, y, de no ser por algunos cabellos que tenía por atrás, podía dudarse de si se trataba de un hombre vivo. Bajo una frente inmóvil se agitaban unos ojos de chino, inexpresivos, parecidos a los que se exponen, envueltos en cristal, en algunas tiendas orientales; eran unos ojos artificiales que se hacían pasar por vivos, y cuya expresión era inmutable. Su nariz, roma

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como la de la muerte, desafiaba el destino, y su boca, apretada como la de un avaro, siempre estaba abierta y sin embargo era discreta, como la hendidura de un buzón de cartas. Contenson, aquel hombrecillo delgado y enjutó, era apacible como un salvaje, sus manos eran curtidas, y mantenía una actitud diogénica de descuido que jamás es capaz de plegarse a las formas del respeto, Qué comentarios de su vida y de sus costumbres estaban grabados en sus ropas, para quienes saben leer y descifrar un atuendo! ¡Qué pantalones, sobre todo!... Eran unos pantalones negros y relucientes como la tela con la que están hechas las togas de los abogados... Su chaleco era del Temple, de lana y con bordados. El traje era de un negro rojizo. Todo estaba cepillado, casi limpio. Llevaba un reloj de cadena. Se le veía una camisa de percal amarillo, plisada, con una aguja prendida que llevaba un diamante falso. El cuello de terciopelo parecía un collar sobre el que rebosaban los pliegues rojizos de una carne cobriza. Su sombrero de seda relucía como el raso, pero se habría podido sacar de él grasa para un par de farolillos si se hubiera puesto a hervir. No basta con enumerar los accesorios, habría que saber describir la pretensión excesiva que Contenson sabía imprimirles. Había una cierta coquetería en el cuello del traje y en el brillo reciente de sus botas, cuyas suelas estaban medio abiertas, que no puede describirse exactamente con ninguna expresión. Puede decirse, por último, para describir de algún modo aquella mescolanza de tonos diversos, que una persona de mediana inteligencia habría podido comprender que, si en lugar de tratarse de un soplón hubiera sido un ladrón, todos sus andrajos, en lugar de provocar la sonrisa, habrían hecho estremecer de horror. Viendo el traje, un observador cualquiera habría dicho: "He aquí a un nombre indeseable; bebe, juega, tiene vicios, pero no se emborracha, no hace trampa, no es ladrón ni asesino." Contenson era efectivamente indefinible hasta que acudía a la mente la palabra "espía" Aquel hombre había ejercido tantos oficios desconocidos cuantos pueda haber conocido. La fina sonrisa de sus pálidos labios, el parpadeo de sus ojos verdosos y la ligera mueca de su nariz achatada revelaban la agudeza de su ingenio. Tenía una cara de hojalata, y su alma debía de ser como la cara. Los gestos de su fisonomía eran muecas motivadas por la corrección en los modales, más que expresión de sus movimientos interiores. Su aspecto sería temible si no fuera cómico. Contenson, que era uno de los productos más curiosos de la espuma que sobrenada a los borboteos de la tina parisiense, en la que todo está en fermentación, alardeaba sobre todo de ser filósofo. Decía, sin amargura: "¡Tengo mucho talento, pero es como si nada, es como si fuera cretino!" Y se condenaba a sí mismo en lugar de acusar a los demás. Es difícil encontrar a muchos espías que tengan menos

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hiél que Contenson. "Las circunstancias están en contra nuestra —repetía a sus jefes—; podríamos ser cristal de roca y no somos más que granos de arena, eso es todo." Su cinismo en el vestir tenía un sentido, puesto que tenía por su atuendo habitual el apego que puede tener un actor teatral por el suyo; tenía una gran habilidad para disfrazarse y maquillarse; hubiera podido dar lecciones a Frédérick Lemaître, ya que podía hacerse el dandy cuando quería. En otros tiempos, durante su juventud, debió de pertenecer a la sociedad poco refinada de las personas de origen humilde. Mostraba una profunda antipatía por la Policía Judicial, debido a que había pertenecido durante el Imperio a la policía de Fouché, a quien consideraba un gran hombre. Desde que fue suprimido el ministerio de la Policía, se había dedicado, como mal menor, a la delincuencia comercial; pero su reconocida capacidad y su finura hacían de él un instrumento precioso, y los jefes, desconocidos, de la Policía Política habían conservado su nombre en sus listas. Contenson, igual que sus compañeros, no era más que uno de los comparsas del drama cuyos papeles principales pertenecían a sus jefes cuando se trataba de algún trabajo político. —Redírese —dijo Nucingen a su secretario con un gesto. "¿Por qué este hombre está en una mansión y yo en un cuartucho...? —se preguntaba Contenson—. Ha engañado tres veces a sus acreedores, ha robado... Yo en cambio jamás he tomado un céntimo... Tengo más talento que él... —Gondanson, begueño —dijo el barón—, me ha ropato usdet un pillede te mil vrangos... —Mi parienta debía dinero a Dios y al diablo... —¿Dienes una guerita? —exclamó Nucingen, mirando a Contenson con admiración y envidia a la vez. —No tengo más que sesenta y seis años —contestó Contenson, a quien el vicio, para fatal ejemplo, había conservado joven. —¿Y gué haze? —Me ayuda —dijo Contenson—. Cuando uno es ladrón y le quiere una mujer honrada, o ella se hace ladrona o uno se vuelve honrado. Yo he seguido haciendo de chivato. —¿Necesidas tinero? —preguntó Nucingen. —Siempre —respondió Contenson con una sonrisa—; mi estado natural es desear dinero, como el de usted es ganarlo; podemos llegar a un acuerdo: recoja usted dinero para mí, que yo me encargaré de gastarlo. Usted será el pozo y yo seré el cubo... —¿Guieres cañar un pillede te guiniendos vrangos?

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—¡Bonita pregunta! Pero, ¡alto ahí!... Seguramente que no va usted a ofrecérmelos simplemente para compensar la injusticia que la fortuna ha cometido en contra mía... —Mira, lo añato al pillede te mil gue me has pirlato, gon lo gue serán mil guiniendos los gue de toy. —Bueno, me da los mil francos que he cogido y añade otros quinientos francos... —Eksagdamende —dijo Nucingen, moviendo la cabeza. —Lo cual significa que siguen siendo tan sólo quinientos francos —dijo Contenson imperturbablemente. —¿Guiniendos vrangos gue tar?... —dijo el barón. —¡Quinientos francos que tomar! Bien, y ¿a cambio de qué el señor barón piensa darme este dinero? —Me han ticho gue hay en Barís un hompre gapaz te tesguprir a la muguer gue yo guiero, y gue dú sapes su tireksión... Es tecir, un maesdro en esbionague. —Es cierto. —¡Pien! Bues tame la tireksión y de toy los guiniendos vrangos. —¿A verlos? —respondió rápidamente Contenson. —Aguí los dienes —contestó el barón sacando un billete de su bolsillo. —Pues démelos —dijo Contenson, tendiendo la mano. —Fenca, fenca, jamos a fer al hompre, y de lo toy, borgue así botrias fenferme muchas tireksiones a esde brecio. Contenson se echó a reír. —Por cierto que tiene usted derceho a pensar esto de mí —dijo con un tono de autoacusación—. Cuanto más canallesco es nuestro estado, tanta más probidad nos es necesaria. Pero, ve usted, señor barón, ponga seiscientos francos y le daré un buen consejo. —Tame, y gonfía en mi guenerositat... —Me expongo —dijo Contenson—, pero voy a jugar fuerte. En punto a policía, hay que irse bajo tierra. Usted dice: vamos, ¡adelante!... Usted es rico y cree que todo se inclina ante el dinero. El dinero, efectivamente, es algo. Pero con Do dinero, como dicen los dos o tres hombres fuertes de nuestra partida, no se logran más que hombres. ¡Y hay cosas en las que no se suele pensar y que no pueden comprarse!... A la > suerte no se la puede sobornar. Por eso en buena ley no se procede de esta manera. ¿Quiere usted que no le vean conmigo en un coche? Alguien nos vería. La suerte igual puede estar en favor que en contra de uno. —¿Es cierdo? —dijo el barón.

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—¡Y tanto, señor! Fue una herradura encontrada por la calle lo que permitió al prefecto de policía descubrir la máquina infernal. A lo que iba: si fuéramos en coche de punto esta noche a la casa del señor de Saint-Germain, lo mismo que podría importarle a usted que le vieran yendo hacia allí, le importaría a él que le vieran entrar a usted en su casa. —Es fertat —dijo el barón. —¡Ah! Es el fuerte entre los fuertes, el segundo del célebre Corentin, el brazo derecho de Fouché, de quien algunos dicen que es hijo natural, de cuando era cura; pero eso son (tonterías: Fouché sabía ser cura, como supo ser ministro. Pues a este hombre, ve usted, no le hará trabajar por menos de diez billetes de mil francos... piénseselo... Eso sí, el trabajo se lo hará, y bien hecho. Ni visto ni oído, como se suele decir. Tendré que avisar al señor de Saint-Germain, y él le dará una cita en algún lugar donde nadie pueda ver ni oír nada, porque investigando por cuenta de particulares se arriesga mucho. Pero, ¿qué le vamos a hacer?... Es muy buen hombre, una joya, que ha sido objeto de importantes persecuciones, y además ¡por haber salvado a Francia!... ¡Como yo, y corno todos los que la han salvado! —¡Pueno! Esgrípeme guando y tónde bodré fer a esda joya —dijo el barón, sonriendo. —Entonces... ¿no me unta el carro el señor barón? —dijo Contenson en un tono a la vez humilde y amenazador. —Jean —gritó el barón a su jardinero—, fede a betir feinde vrangos a Cor que y algánsamelos... —Si el señor barón no tiene más informaciones que las que me dijo, dudo sin embargo de que el maestro pueda serle de utilidad. —¡Denco odras! —respondió el barón en un tono astuto. —Tengo el honor de despedirme del señor barón —dijo Contenson, tomando la moneda de veinte francos—, y tendré el honor de venir a decir a Georges en qué lugar deberá personarse el señor esta noche, porque es mejor no escribir nunca nada. —"Es gurioso lo lisdos gue son esdos intifituos —pensó el barón—; en los atsundos te la bolicía ogurre lo mismo gue gon doto lo temas. Al dejar al barón, Contenson se dirigió tranquilamente de la calle Saint-Lazare a la calle Saint-Honoré, hasta el café David; miró a través de los cristales y vio a un anciano conocido allí por el tío Canquoèlle. El café David, sito en la esquina de la calle de la Monnaie con la de Saint-Honoré, gozó durante los primeros treinta años del siglo de una especie de celebridad, circunscrita al barrio llamado de los Bourdonnais. En él.se reunían los viejos negociantes retirados o los grandes comerciantes aún en activo: los Camusot, los Lebas, los Pillerault, los Popinot y algunos

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propietarios como el viejo Molineux. De vez en cuando se veía al tío Guillaume, que iba hasta allí desde la calle del Colombier. Se hablaba de política, pero con discreción, porque el café David era de tendencia liberal. Se contaban las habladurías del barrio; es muy grande la necesidad que sienten los hombres de burlarse unos de otros. Aquel café, como cualquier café, tenía un personaje original, el tío Canquoèlle, que concurría a él desde el año 1811, y que parecía armonizar tan bien con la gente respetable que allí se reunía, que todo el mundo hablaba tranquilamente de política en su presencia. Algunas veces aquel buen hombre, que era motivo de frecuentes bromas por parte de los asiduos al establecimiento, desaparecía por un mes o dos; pero sus ausencias se atribuían siempre a sus achaques o a su vejez, ya que desde 1811 parecía haber rebasado los sesenta años, y no extrañaban a nadie. —¿Qué se ha hecho del tío Canquoèlle? —preguntaba la gente a la mujer del mostrador. —Siempre pienso —contestaba— que un buen día nos enteraremos de su muerte por los Petites-Affiches. Con su manera de pronunciar, el tío Canquoèlle certificaba constantemente su origen. Su nombre provenía de una pequeña propiedad situada en el departamento de Vaucluse, que era su lugar de origen, y que se llamaba Les Canquoèlles, palabra que significa abejorro en algunas provincias. Se había acabado diciendo Canquoèlle en lugar de De Canquoèlles, sin que el hombre se ofendiera por ello, ya que decía que la nobleza había muerto en 1793; por otra parte, el feudo de Les Canquoèlles no le pertenecía, porque era el hijo menor de una rama segundona. Hoy en día el atuendo del tío Canquoèlle parecería muy extraño, pero entre 1811 y 1820 no sorprendía a nadie. Aquel viejo llevaba unos zapatos con hebillas de acero, medias de seda con rayas circulares blancas y azules alternadas, unos calzones de tela de seda sin lustre, con hebillas ovaladas semejantes a las de los zapatos por su hechura. Completaban su vestimenta un chaleco blanco con bordados, un viejo traje de una tela verdosa y castaña, con botones metálicos, y una camisa con chorrera. En medio de la chorrera brillaba un medallón de oro que llevaba un pequeño templo hecho con cabellos, una de esas encantadoras pequeneces sentimentales que tranquilizan a los hombres, de un modo parecido a como un espantapájaros ahuyenta a los gorriones. La mayoría de los hombres, como los animales, se asustan y se tranquilizan por cosas nimias. El calzón del tío Canquoèlle se aguantaba mediante una hebilla que lo mantenía apretado por encima del abdomen, siguiendo la moda del pasado siglo. Del cinturón colgaban paralelamente dos cadenas de acero compuestas por varias cadenillas y con una serie de colgantes en su

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extremo. Su corbata blanca se aguantaba por detrás mediante una pequeña hebilla de oro. Por último, su cabeza blanca y empolvada iba adornada, todavía en 1816, con el tricornio municipal que llevaba también el señor Try, presidente del Tribunal. El tío Canquoèlle había cambiado no hacía mucho aquel sombrero, al que tenía tanto aprecio (creyó deber aquel sacrificio a su tiempo), por ese innoble sombrero redondo contra el cual nadie se atreve a reaccionar. En la espalda del traje, una pequeña coleta con un lazo dejaba una marca circular en la que la mugre desaparecía bajo una fina capa de polvo. Atendiendo al rasgo distintivo de su cara, constituido por una nariz bulbosa y encarnada, digna de figurar en un plato de trufas, podía suponerse que aquel viejo papa-moscas tenía un carácter fácil, simple y bonachón; pero esta suposición era errónea, y había caído en la trampa todo el café David, cuyos clientes nunca habían examinado la frente observadora, la boca sardónica y la mirada fría de aquel viejo mecido por los vicios y tranquilo como un Vitelio cuyo vientre imperial reapareciera, por así decirlo, palingenésicamente. En 1816 un joven viajante de comercio llamado Gaudissart, asiduo del café David, se emborrachó de once a doce de la noche con un oficial de media paga. Tuvo la imprudencia de hablar de una conspiración tramada contra los Borbones, que parecía muy importante y que estaba a punto de estallar. En el café no se veía más que al tío Canquoèlle, que parecía dormir, dos camareros medio dormidos y la mujer del mostrador. Antes de veinticuatro horas Gaudissart fue detenido: la conspiración se había descubierto. Dos hombres murieron en el patíbulo. Ni Gaudissart ni nadie sospechó jamás que el bueno de Canquoèlle hubiera dado el soplo. Los dos mozos fueron despedidos, todos se vigilaron recíprocamente durante un año, y creció el temor general por la policía, incluso por parte del tío Canquoèlle, el cual decía que iba a abandonar el café David, tal era el horror que le inspiraba la policia. Contenson entró en el café y pidió una copa de aguardiente; no miró al tío Canquoèlle, que estaba leyendo los periódicos; cuando hubo bebido la copa de aguardiente, tomó la moneda del barón y llamó al mozo dando tres golpes secos sobre la mesa. La mujer del mostrador y el camarero examinaron la moneda con un cuidado que a Contenson se le antojaba injurioso; pero su desconfianza estaba justificada por la sorpresa que causaba a todos los asiduos el aspecto de Contenson. "¿Este oro es producto de un robo o de un asesinato?..." Ésta era la pregunta que se hacían algunas mentes sólidas y clarividentes que miraban a Contenson por debajo de sus gafas, fingiendo que leían el periódico. Contenson, que lo veía todo y jamás se sorprendía de nada, se limpió desdeñosamente los labios con un pañuelo que sólo tenía tres zurcidos, cogió el cambio y se lo metió en el bolsillo, cuyo forro, que había

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sido blanco en otro tiempo, entonces era tan negro como la tela del pantalón, tras lo cual se marchó sin dejar ni un céntimo para el camarero. —¡Vaya carne de horca! —dijo el tío Canquoèlle a su vecino el señor Pillerault. —¡Bah! —respondió, dirigiéndose a todos el señor Camusot, el único que no había mostrado la más mínima sorpresa—. Es Contenson, el brazo derecho de Louchard, nuestro guardia del comercio. Estarán buscando a alguien del barrio... Un cuarto de hora más tarde el tío Canquoèlle se levantó, cogió su paraguas y se marchó tranquilamente. Sin duda alguna, es necesario explicar qué terrible y profundo personaje se ocultaba bajo el vestido del tío Canquoèlle, como el padre Carols disimulaba a Vautrin. Este meridional, nacido en Canquoèlle, la única propiedad de su familia, la cual, por cierto, era bastante respetable, se llamaba Peyrade. Pertenecía efectivamente a la rama segundona de la casa de La Peyrade, una familia antigua, aunque pobre, del Comtat, que posee aún la pequeña propiedad de La Peyrade. Era el séptimo hijo y se fue a pie a París, con dos escudos de seis libras en el bolsillo, en 1772, a la edad de diesiete años, impulsado por los vicios de un temperamento fogoso, por el deseo brutal de mejorar de posición que atrae a tantísimos meridionales hacia la capital en cuanto comprenden que la casa paterna no podrá jamás proporcionarles las rentas que necesitan para satisfacer sus pasiones. Toda la juventud de Peyrade se resume en el hecho de que en 1782 era el confidente, el héroe, de la jefatura superior de Policía, donde gozó de un gran aprecio por parte de los señores Lenoir y D'Albert, los dos últimos tenientes generales. La Revolución no tuvo policía, no la necesitó. El espionaje, que se convirtió en una actividad muy generalizada, se llamó entonces civismo. El Directorio, que fue un gobierno algo más regular que el del Comité de Salvación Pública, se vio obligado a reorganizar una policía, y el Primer Cónsul completó su reconstitución mediante la prefectura de policía y el ministerio de la Policía general. Peyrade, el hombre de las tradiciones, eligió y organizó el personal con la colaboración de un individuo llamado Corentin, mucho más hábil que el propio Peyrade, aunque más joven, que no puso de manifiesto su genialidad más que en los sótanos de la comisaría. En 1808 los enormes servicios que prestó Peyrade fueron recompensados con el nombramiento para el alto cargo de comisario general de la policía de Amberes. La idea de Napoleón era que aquella especie de prefectura equivalía a un ministerio de la policía encargado de vigilar Holanda. A la vuelta de la campaña de 1809, Peyrade fue destituido de su cargo en Amberes por una orden del gabinete del

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Emperador, fue llevado en diligencia a París entre dos gendarmes y encerrado en la Force. Dos meses más tarde salió de la cárcel bajo la fianza de su amigo Corentin, tras haber sufrido, sin embargo, tres interrogatorios de seis horas cada uno en la prefectura de policía. ¿Debía acaso Peyrade su caída en desgracia a la actividad milagrosa con la que secundó a Fouché en la defensa de las costas francesas cuando fueron atacadas por lo que se dio en llamar la expedición de Walcheren, y en la que el duque de Otranto desplegó una pericia que alarmó al Emperador? En aquellos momentos se consideró plausible esta explicación; hoy en día, que todo el mundo sabe lo que pasó en el Consejo de ministros convocado por Cambacérés, es cosa cierta. Fulminados por la noticia de la intentona inglesa, como réplica a la expedición de Boulogne llevada a cabo por Napoleón, y sorprendidos en ausencia del amo, que estaba entonces replegado en la isla de Lobau, donde toda Europa lo creía perdido, los ministros no supieron qué decisión tomar. El sentir general se inclinaba por enviar un correo al Emperador; Fouché fue el único que se atrevió a trazar un plan de campaña que, además, puso en ejecución. "Actúe como le parezca —le dijo Carríbacérés—; por mi parte, como tengo apego a mi vida, voy a mandarle un informe al Emperador." Ya se sabe a qué absurdo pretexto se acogió el Emperador, a su regreso, en pleno Consejo de Estado, para hacer caer a su ministro y castigarle por haber salvado a Francia sin él. Desde aquel día Napoleón añadió a la enemistad que le profesaba el príncipe de Talleyrand la del duque de Otranto, figuras que eran los dos únicos grandes políticos debidos a la Revolución y que quizás hubieran podido salvar al Emperador en 1813. Para apartar a Peyrade se empleó el vulgar pretexto de la concusión: había favorecido el contrabando repartiéndose algunos beneficios con algunos grandes comerciantes. Aquel trato era duro para quien había recibido el bastón de comisario general a cambio de importantes servicios. Aquel hombre, que había madurado en el ejercicio de los negocios, poseía los secretos de todos los gobiernos desde el año 1775, año de su ingreso en la jefatura superior de Policía. El Emperador, que se creía lo bastante hábil como para formar a la gente en función de sus necesidades, no tuvo en cuenta ninguna de las recomendaciqnes que se le hicieron más tarde a favor de un hombre que era considerado como uno de los más seguros, hábiles e inteligentes de entre esos genios desconocidos que están encargados de velar por la seguridad de los estados. Creyó que podría substituir a Peyrade por Contenson; pero Contenson estaba entonces absorbido por Corentin en provecho suyo. Peyrade, que era un libertino glotón, se sintió tanto más afectado cuanto que con relación a las mujeres estaba en la situación de un

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pastelero a quien le gustaran los pasteles. Sus hábitos viciosos se habían convertido en él en su propia naturaleza: ya no podía prescindir de buenos ágapes, del juego, de esa vida de gran señor sin fastos a la que se entregan todos los individuos de gran vitalidad, los cuales suelen convertir en necesidad ciertas exorbitantes diversiones. Luego había vivido a lo grande, sin tener que figurar, puesto que nadie contaba nunca con él ni con Corentin, su amigo. Era un cínico ingenioso que, vivía a gusto de esta manera; era un filósofo. En definitiva, ningún espía, cualquiera que sea el nivel que ocupe en la maquinaria policíaca, puede dedicarse a ninguna de las profesiones que se dicen honradas o liberales; en esto es igual que un presidiario. Una vez marcados, una vez matriculados, los espías y los condenados tienen un carácter indeleble, como los diáconos. Hay seres a quienes el estado social imprime fatales destinos. Para desgracia suya, Peyrade se había enamoricado de una linda muchachita, una niña de la que él estaba convencido que era una hija que le había dado una famosa actriz, a la cual prestó un servicio por el que le estuvo reconocida durante tres meses. Peyrade, que hizo regresar a su niña de Amberes, se encontró pues sin recursos en París, con una ayuda anual de mil doscientos francos otorgada por la prefectura de policía al antiguo alumno de Lenoir. Se fue a vivir a la calle de los Moineaux, en un cuarto piso, en una pequeña vivienda de cinco habitaciones que le costaba doscientos cincuenta francos. Si hay hombre capaz de sentir la utilidad y la dulzura de la amistad, ¿no será acaso el leproso moral al que la muchedumbre llama espía, el pueblo chivato y la administración agente? Peyrade y Corentin eran amigos como Orestes y Pílades. Peyrade había formado a Corentin como Vien formó a David; pero el alumno superó pronto al maestro. Juntos habían hecho más de una expedición. (Véase UN ASUNTO TENEBROSO.) Peyrade, feliz por haber intuido la capacidad de Corentin, le había lanzado al ejercicio de la carrera preparándole un triunfo. Obligó a su alumno a servirse de una amante que le desdeñaba, a modo de anzuelo para pescar a un hombre. (Véase Los CHUANES.) Y Corentin tenía entonces apenas veinticinco años... Corentin, que seguía en aquel puesto de general cuyo capitán general es el ministro de la policía, había conservado durante el mandato del duque de Rovigo el puesto eminente que había ocupado en tiempos del dque de Otranto. En aquella época tanto daba la Policía general como la Policía judicial. Con motivo de cualquier asunto importante, los presupuestos se fijaban con ayuda de los tres, cuatro o cinco agentes de talla. El ministro, en cuanto se enteraba de alguna conspiración, en cuanto se le advertía que se estaba fraguando alguna maquinación, fuera como fuera, decía a uno de los coroneles de la policía: "¿Qué necesitan para llegar a tal resultado?"

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Corentin o Contenson respondían, tras un meditado examen: "Veinte, treinta, cuarenta mil francos." Luego, una vez dada la orden de emprender aquel asunto, los medios y los hombres necesarios eran elegidos por Corentin o por el agente de quien se tratara. La Policía judicial actuaba también así para descubrir los crímenes con el famoso Vidocq. La Policía política, así como la Policía judicial, escogía a sus hombres primordialmente entre los agentes conocidos, matriculados, entre los habituales, que son como soldados de una fuerza secreta que es imprescindible para los gobiernos, pese a las declamaciones de los filántropos y de los moralistas miopes. El exceso de confianza que se daba a los dos o tres generales del temple de Peyrade y de Corentin implicaba en ellos el derecho a emplear a personas desconocidas, con la condición, sin embargo, de rendir cuentas al ministro en los casos graves. La experiencia y la penetración de Peyrade tenían un enorme valor a los ojos de Corentin, el cual, una vez hubo pasado la tormenta del 1810, hizo uso de su viejo amigo, le consultó siempre y subvino con prodigalidad a sus necesidades. Corentin halló la manera de entregar cerca de mil francos mensuales a Peyrade. Éste, por su parte, prestó grandes servicios a Corentin. En 1816, a propósito del descubrimiento de la conspiración en la que había de tomar parte el bonapartista Gaudissart, Corentin probó de hacer que fuera reintegrado Peyrade a la Policía General del Reino; pero alguna influencia desconocida mantuvo apartado a Peyrade. He aquí la razón de ello. Por su afán de hacerse imprescindibles, Peyrade, Corentin y Contenson, instigados por el duque de Otranto, habían organizado por cuenta de Luis XVIII una Contrapolicía, en la que trabajaron Contenson y los agentes de primera talla. Luis XVIII falleció, llevándose unos secretos que seguirán siendo secretos hasta para los historiadores mejor informados. La pugna de la Policía General del Reino y la Contrapolicía del Rey dio lugar a ciertos terribles asuntos cuyos secretos a veces permanecieron ocultos por obra del cadalso. No es éste lugar indicado ni ocasión oportuna para entrar en detalles a este respecto, porque las Escenas de la vida parisiense no son Escenas de la vida política; basta con indicar cuáles eran los medios de subsistencia del llamado tío Canquéolle del café David y por qué hilos estaba unido al poder terrible y enigmático de la policía. Entre 1817 y 1822, a Corentin, Contenson, Peyrade y sus agentes se les encargó a menudo la misión de espiar al propio ministro. Esto puede explicar la razón por la cual el ministerio se negó a emplear a Peyrade y a Contenson, sobre los cuales Corentin, sin que ellos lo supieran, dirigió las sospechas de los ministros, con objeto de utilizar a su amigo cuando su reintegración le pareció imposible. Los ministros entonces sintieron más confianza por Corentin, y le encargaron que vigilara a Pyrade,

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lo cual hizo reír a Luis XVIII. Corentin y Peyrade quedaban entonces convertidos en los dueños del terreno. Contenson, que había estado durante mucho— tiempo ligado a Peyrade, seguía a su servicio. Se había puesto al servicio de los guardias del comercio por orden de Corentin y de Peyrade. En efecto, a consecuencia de esa suerte de pasión que inspira toda profesión que se ejerce con amor, estos dos generales gustaban de situar a sus más hábiles soldados en todos los puntos en que pudieran abundar las informaciones. Por otra parte, los vicios de Contenson, sus depravadas costumbres, que le habían hecho caer más bajo que sus dos amigos, exigían tanto dinero que necesitaba trabajar mucho. Sin cometer ninguna indiscreción, Contenson había dicho a Louchard que conocía al único hombre capaz de dar satisfacción al barón de Nucingen. Peyrade era, en efecto, el único agente que podía investigar impunemente por cuenta de un particular. Una vez muerto Luis XVIII, Peyrade perdió no sólo su importancia, sino también las ventajas de su posición de Espía Ordinario de Su Majestad. Se creyó indispensable y continuó con el mismo tren de vida. Las mujeres, las comilonas y el Círculo de Extranjeros habían mantenido alejado de todo espíritu de ahorro a un individuo que gozaba, como todos los hombres hechos para el vicio, de una constitución de hierro. Pero entre 1826 y 1829, cerca ya de los setenta y cuatro años, empezaba a encasquillarse, como él decía. De año en año sus ingresos habían ido disminuyendo. Asistía a los funerales de la policía, veía con lástima como el gobierno de Carlos X abandonaba las buenas tradiciones. La Cámara, sesión tras sesión, iba recortando los subsidios necesarios para la existencia de la policía, por odio hacia tal medio de gobierno y por el prejuicio de moralizar a dicha institución. "Es como querer cocinar con guantes blancos", decía Pey-rade a Corentin. Corentin y Peyrade preveían 1830 desde 1822. Conocían el profundo rencor que Luis XVIII abrigaba contra su sucesor, lo cual explica su abandono con respecto a la rama segundona, sin la que su reinado y su política serían un enigma completo. Al hacerse más viejo, había crecido el amor de Peyrade hacia su hija natural. Por ella adoptó cierto tono burgués, pues quiso casar a su Lydie con algún hombre respetable. Por eso, desde hacía sobre todo tres años, quería colocarse en la prefectura de policía o en la Dirección de la policía general del Reino, es decir, en algún cargo ostensible, confesable. Había finalmente inventado un puesto cuya necesidad se echaría de ver más tarde o más temprano,.según decía a Corentin. Se trataba de crear, en la prefectura de policía, una oficina llamada de información, que sería un intermediario entre la policía de París propiamente dicha, la Policía judicial y la Policía del Reino, y cuyo objeto sería dar a la Dirección general los medios para sacar

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provecho de todas estas fuerzas diseminadas. Peyrade era el único que podía ser, a su edad, después de cincuenta y nueve años de discreción, el eslabón que uniría las tres policías, una especie de archivero a quien pudieran dirigirse la Política y la Justicia para aclarar ciertos casos. Peyrade esperaba encontrar así, con la ayuda de Corentin, la ocasión de descubrir alguna dote y algún marido para su pequeña Lydie. Corentin había hablado ya de este asunto con el director general de la policía del Reino, sin mencionar a Peyrade, y el director general, un meridional, consideraba necesario que la proposición llegara de la prefectura. Cuando Contenson dio tres golpes con su moneda de oro sobre el velador del café —señal que significaba: "Tengo que hablar con usted"—, el decano de los sabuesos de la policía estaba meditando el siguiente problema: "¿Qué persona podría influir sobre el actual prefecto de la policía? ¿Qué interés podría moverle?" Y tenía el aspecto de un imbécil mientras parecía estudiar su Courrier français. "¡Nuestro pobre Fouché —pensaba mientras iba caminando por la calle Saint-Honoré—, aquel gran hombre, ha muerto! ¡Nuestros intermediarios con Luis XVIII han caído en desgracia! Por otra parte, como me decía ayer Corentin, ya nadie confía en la agilidad e inteligencia de un septuagenario... ¡Ah! ¿Por qué me he dado a cenar en el restaurante de Céry, a beber vinos exquisitos... a agasajar a la vieja Godichon... y a jugar en cuanto tengo algún dinero? Para garantizarse una posición, no basta con ser ingenioso, como dice Corentin, hay que tener también cierto comedimiento. El bueno del señor Lenoir acertó cuál sería mi suerte cuando me predijo, a propósito del asunto del collar: "¡Nunca llegará a ninguna parte!", cuando supo que no me había quedado bajo la cama de Oliva." Si bien el venerable tío Canquoèlle (le llamaban tío Canquoèlle en su casa) había permanecido en la calle de los Moineaux, en el cuarto piso, cierto es que había encontrado en la disposición del local algunas singularidades que favorecían el ejercicio de sus terribles funciones. Su casa, situada en la esquina de la calle Saint-Roch, no lindaba por uno de los lados con ninguna casa vecina. Como estaba dividida en dos partes por medio de la escalera, había en cada piso dos habitaciones completamente aisladas. Estas dos habitaciones daban a la calle Saint-Roch. Encima del cuarto piso había las buhardillas, una de las cuales servía de cocina y la otra era la habitación de la única sirvienta del tío Canquoèlle, una flamenca llamada Katt, que había criado a Lydie. El tío Canquoèlle había instalado su dormitorio en la primera de las dos habitaciones separadas, y su gabinete en la segunda. Un grueso tabique aislaba dicho gabinete por la parte del fondo. La ventana, que daba a la calle de los Moineaux, estaba frente a una pared de rinconera sin ningún

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vano. Como les separaba de la escalera toda la anchura de la habitación de Peyrade, los dos amigos no temían ser vistos ni oídos mientras hablaban de sus negocios en aquel gabinete hecho a propósito para su horrible oficio. Por precaución, Peyrade había colocado un grueso de paja y una alfombra muy espesa en la habitación de la flamenca, con el pretexto de contentar al ama de cría de su pequeña. Además, había condenado la chimenea a la inactividad, y utilizaba una estufa cuya tubería daba, por la pared exterior, a la calle Saint-Roch. Por último, había puesto en el suelo del cuarto varias alfombras con objeto de que no llegara ningún sonido a los inquilinos del piso de abajo. Mostrando su pericia en cuestiones de espionaje, sondeaba cada semana el tabique, el techo y el suelo, y les daba un repaso como si quisiera terminar con todos los chinches que pudieran ocultarse en ellos. La certidumbre de no tener allí ningún testigo, ni visual ni auditivo, había movido a Corentin a elegir aquel gabinete como sala de deliberación, cuando no deliberaba en su propia casa. Nadie conocía el domicilio de Corentin, salvo el director general de la Policía del Reino y Peyrade, y en él recibía a las personas elegidas por el ministerio o por palacio como intermediarios en circunstancias graves; en cambio nunca iba a su casa ningún agente ni ningún subordinado, y las combinaciones del oficio las fraguaba en casa de Peyrade. En aquel cuarto de aspecto trivial se tramaron ciertos planes y se tomaron resoluciones que proporcionarían datos para elaborar extraños anales o insólitos dramas si las paredes hablaran. Entre 1816 y 1826 fueron sometidos a la criba del análisis enormes intereses. Allí se descubrieron en sus gérmenes los acontecimientos que habían de pesar sobre la nación. Allí Peyrade y Corentin, tan previsores como Belart, el procurador general, pero más instruidos que él, comentaban ya entre sí a partir de 1819: "Si Luis XVIII no quiere descargar tal golpe o tal otro, ni deshacerse de tal príncipe, ¿será que odia a su hermano? ¿Querrá legarle una revolución?" La puerta de Peyrade tenía una pizarra en la que a veces se veían extrañas marcas y cifras escritas con tiza. Aquella suerte de álgebra infernal tenía significados muy claros para los iniciados. Frente a la mezquindad de las habitaciones de Peyrade, la parte de la casa destinada a Lydie se componía de una antesala, de un pequeño salón, de un dormitorio y de un tocador... La puerta de Lydie, como la de la habitación de Peyrade, se componía de una chapa de cuádruple espesor, colocada entre dos fuertes tableros de roble, y estaba provista de unas cerraduras y de un sistema de goznes tales que resultaba tan resistente como la puerta de una cárcel. Por eso, aunque la casa fuera de pasadizo y careciera de portero, Lydie podía vivir allí sin tener nada que temer. El comedor, el saloncito y la habitación, cuyas ventanas tenían todas jardines aéreos, exhibían una pulcritud flamenca y lujosa. La

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nodriza flamenca había estado siempre junto a Lydie, a quien llamaba hija suya. Las dos iban a la iglesia con regularidad, gracias a lo cual se había forjado una opinión excelente sobre el tío Canquoèlle el dueño de la tienda de comestibles de la esquina de la calle de los Moineaux y de la calle Neuve-Saint-Roch, que era monárquico; su familia y sus mozos, junto con la cocina de la casa, ocupaban el primer piso y el entresuelo. En el segundo piso vivía el propietario, y el tercero estaba arrendado a un lapidario desde hacía veinte años. Cada uno de los inquilinos tenía la llave de la puerta de la escalera. La tendera recibía muy complacida las cartas y paquetes dirigidos a las tres familias, ya que la tienda estaba provista de un buzón. Sin estos detalles, los extranjeros y los que conocen París no habrían podido comprender el misterio y la tranquilidad, el abandono y la seguridad que convertían aquella casa en una excepción dentro de la ciudad. Pasada la medianoche, el tío Canquoèlle podía urdir todas las maquinaciones que quisiera, recibir a espías y ministros, mujeres y jóvenes, sin que se enterara absolutamente nadie. Peyrade era considerado el mejor de los hombres; la flamenca le había dicho a la cocinera del tendero: " ¡Sería incapaz de matar una mosca!" No escatimaba nada a su hija, la cual, después de haber aprendido música con Schmuke, era capaz de componer. Sabía utilizar la sepia, pintar al gouache y a la acuarela. Peyrade cenaba todos los domingos con su hija. Este día el hombre hacía exclusivamente de padre. Lydie, que era religiosa sin ser beata, cumplía el precepto pascual y confesaba una vez al mes. No obstante, se permitía ir de vez en cuando a algún espectáculo. Se paseaba por las Tullerías cuando hacía buen tiempo. Estos eran todos su placeres, ya que su vida era de lo más sedentaria. Lydie, que adoraba a su padre, ignoraba sus siniestras habilidades y la ocupación tenebrosa a la que se dedicaba. Ningún deseo había enturbiado la vida pura de aquella niña tan pura. Era esbelta y hermosa como su madre, tenía una voz deliciosa y una cara s finísima enmarcada por preciosos cabellos rubios, y se parecía a aquellos ángeles más místicos que reales que algunos ¡pintores primitivos colocaron en el fondo de sus Sagradas ¡Familias. Cuando favorecía a alguien con una mirada de sus ojos azules, parecía verter sobre él un rayo del cielo. Su casta manera de vestir, sin las exageraciones de ninguna moda, desprendía un encantador perfume de burguesía. Imaginaos a un viejo Satanás padre de un ángel, refrescándose con su divino contacto, y os haréis una idea de Peyrade y su hija. Si alguno hubiera ensuciado aquel diamante, el padre, para hundirlo, se hubiera inventado una de esas trampas formidables en las que se vieron cogidos durante la Restauración algunos desgraciados que pagaron con su cabeza. Mil escudos anuales bastaban a Lydie y a Katt, a quien ella llamaba su doncella.

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Al entrar por la parte alta de la calle de los Moineaux, Peyrade vio a Contenson; pasó delante de él, subió primero, oyendo las pisadas de su agente en la escalera, y le hizo pasar antes de que la flamenca se asomara a la puerta de la cocina. Una campanilla que partía de una puerta con claraboya situada en el tercer piso, donde vivía el lapidario, permitía avisar a los inquilinos del tercero y del cuarto cuando subía alguien que iba a sus casas. No hace falta decir que, a partir de medianoche, Peyrade acolchaba el badajo de la campanilla. —¿Qué es lo que corre tanta prisa, Filósofo? Filósofo era el sobrenombre que Peyrade daba merecidamente a Contenson, aquel Epicteto de los soplones. El nombre de Contenson disimulaba, por desgracia, uno de los nombres de más solera de la feudalidad normanda. (Véase LOS HERMANOS DE LA CONSOLACIÓN.) —Algo hay; como unos diez mil. —¿De qué se trata? ¿De política? —No, ¡una tontería! El barón de Nucingen, sabe usted, aquel viejo ladrón patentado, relincha tras una mujer que vio en el bosque de Vincennes, y si no se la encontramos se va a morir de amor... Ayer varios médicos tuvieron una consulta, según me ha dicho su ayuda de cámara... Ya le he sustraído mil francos, bajo el pretexto de buscar a la princesita. Y Contenson contó el encuentro de Nucingen con Esther, añadiendo que el barón tenía algunas informaciones nuevas. —Bien —dijo Peyrade—, encontraremos a esta Dulcinea; dile al barón que vaya en coche esta misma noche a los Campos Elíseos, a la avenida Gabriel esquina calle Marigny. Peyrade despidió a Contenson y llamó a la puerta de su hija del modo convenido para que le abriera. Entró alegremente, puesto que la suerte acababa de concederle un medio para obtener por fin el cargo que deseaba. Se hundió en una magnífica butaca "a lo Voltaire" tras haber besado a Lydie en la frente, y le dijo: —¿Me tocarás alguna cosa? Lydie tocó una pieza de piano escrita por Beethoven. —Lo has hecho muy bien, hijita —dijo, cogiendo á su hija entre sus rodillas—. ¿Sabes que tenemos ya veintiún años? Hay que casarse, porque nuestro padre tiene ya más de setenta... —Soy feliz aquí —contestó. —¿No quieres a nadie más que a mí, que soy tan feo y tan viejo? —preguntó Peyrade. —Pero, ¿a quién quiere que ame? —Hoy comeré contigo, guapa, díselo a Katt. Pienso que deberíamos establecernos, yo debería tomar algún cargo y buscarte un marido digno de ti... Algún joven bueno, de talento, de quien algún día puedas sentirte orgullosa...

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—Hasta ahora sólo he visto a uno que me haya gustado como marido. —¿Has visto a uno?... —Sí, en las Tullerías —repuso Lydie—; paseaba dándole el brazo a la condesa de Sérizy. —¿Cómo se llama? —¡Lucien de Rubempré!... Estaba sentada bajo un tilo con Katt, sin pensar en nada. A mi lado había dos señoras que dijeron: "Ahí viene la señora de Sérizy con el guapo Lucien de Rubempré." Yo miré entonces la pareja de la que hablaban aquellas dos damas. "¡Ay, querida (dijo entonces la otra), hay mujeres que son muy dichosas! A ésta le toleran cualquier cosa porque es una Ronquerolles y porque su marido tiene el poder." "Sí, pero, amiga mía (contestó la otra señora), Lucien le cuesta caro..." ¿Qué quiere decir esto, papá? —Son tonterías de las que dice la gente de mundo —respondió Peyrade a su hija, con un aire bondadoso—. Quizás hacían alusión a algún hecho político. —En fin, usted me ha preguntado y yo le respondo. Si quiere usted casarme, búsqueme un marido que se parezca a aquel joven... —Mira, niña —respondió el padre—, la belleza, entre los hombres, no es siempre un signo de bondad. Los jóvenes con un físico agradable no encuentran ninguna dificultad al comienzo de su vida, y por esto no desarrollan ninguno de sus talentos, se corrompen con los anticipos que el mundo les da y más tarde hay que pagarles los intereses de sus cualidades... Quisiera encontrar para, ti lo que los burgueses, los ricos y los imbéciles dejan sin recursos ni protección... —¿Quién sería, padre? —Un hombre de talento desconocido... Pero, bueno, hija mía, tengo la posibilidad de rebuscar por todos los desvanes de París y dar satisfacción a tu programa ofreciendo a tu elección algún hombre tan hermoso como el pillo de quien me hablas, pero con un porvenir, uno de esos hombres destinados a la gloria y a la fortuna... ¡Ya no pensaba que debo tener un rebaño de sobrinos, y entre tantos puede que haya alguno digno de ti!... ¡Voy a escribir o hacer escribir a Provenza! Cosa curiosa: en aquel mismo instante, un joven, muerto de hambre y de cansancio, un sobrino del tío Canquoèlle, llegaba a París por la Barriere de Italie en busca de su tío, procedente del departamento de Vaucluse, de donde había llegado andando. Según los sueños de la familia, para la cual el destino de aquel tío era un enigma, Peyrade ofrecía muchas esperanzas: ¡creían que había regresado de las Indias con varios millones! Estimulado por aquellas fantasías, este resobrino, llamado Théodose, había emprendido un viaje de circunnavegación en busca del tío mitológico.

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Después de haber saboreado las delicias de su paternidad durante algunas horas, Peyrade, con el cabello lavado y teñido (los polvos formaban parte de su disfraz), vestido con una gruesa levita de tela abotonada hasta el cuello, cubierto con una capa negra, calzando gruesas botas de suela resistente y provisto de una tarjeta particular, caminaba lentamente por la avenida Gabriel, donde Contenson, disfrazado de vieja vendedora ambulante, se encontró con él delante de los jardines del Elíseo-Bourbon. —Señor Saint-Germain —le dijo Contenson, llamando a su antiguo jefe por su nombre de guerra—, me ha dado usted a ganar quinientas leandras; pero estoy aquí para advertirle que el condenado barón, antes de dármelas, se fue a recoger informaciones a la casa (la prefectura). —Seguramente te necesitaré —contestó Peyrade—. Mírame los números 7, 10 y 21, podremos emplear a esos hombres sin que nadie lo advierta, ni la policía ni la prefectura. Contenson volvió a colocarse cerca del coche en el que el señor de Nucingen esperaba a Peyrade. —Soy el señor de Saint-Germain —dijo el meridional al barón, alzándose hasta la altura de la portezuela. —¡Bues, supa aguí gonmico! —respondió el barón, dando al cochero la orden de ir hacia el Arco de Triunfo de la Estrella. —¿Ha ido usted a la prefectura, señor barón? Esto no está nada bien... ¿Puede saberse lo que ha dicho al señor prefecto, y lo que él le ha respondido? —preguntó Peyrade. —Andes te tar guiniendos vrangos a un billo gomo Gondanson, güeña esdar securo te gue los hapía canato... He ticho simblemende al brevegdo te bolicía gue teseapa emblear a un aquende llamato Beyrat en el eksdranquero bara una misión teligata, y si botía boner en él una gonviansa ilimidata... El brevegdo me ha goudesdato gue usdet ess uno te los hompres más hápiles y más honratos. Esdo es doto. —¿Querrá decirme el señor barón de qué se trata, ahora que ya sabe mi verdadero nombre?... Después de explicar con gran extensión y palabrería, en una horrenda jerga de judío polaco, su encuentro con Esther, el grito del criado que se hallaba tras el coche y sus inútiles esfuerzos por encontrarla, terminó contando lo que había ocurrido la noche antes en su casa: la sonrisa que escapó a Lucien de Rubempfé y la sospecha abrigada por Bianchon y algunos dandys de que pudiera haber alguna relación entre la desconocida y aquel joven. —Escuche, señor barón, primero me entregará diez mil francos por adelantado para los gastos, ya que para usted, en este asunto, lo importante es vivir; y como que su vida es una fábrica de negocios, no hay que

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descuidar nada que nos pueda llevar hasta esta mujer. ¡Ah, está bien cogido! —Sí, esdoy goquito... —Si se necesita más, señor barón, ya se lo diré; confíe en mí —siguió Peyrade—. No soy un espía, como podría usted creer... En 1807 era comisario general de la policía de Amberes, y ahora que Luis XVIII ha muerto, puedo decirle que durante siete años he dirigido su contrapolicía... Por eso, conmigo no se regatea. Comprenda usted, señor barón, que no se puede hacer el presupuesto de las conciencias que hay que comprar antes de haber estudiado el asunto. No se preocupe, conseguiré lo que usted quiere. No crea que me dará satisfacción con una cantidad cualquiera, quiero algo más como recompensa... —¡Gon dal te gue no sea un reino!... —dijo el barón. —Para usted es una nimiedad. —¡Esdo me va! —¿Conoce usted a los Keller? —Los gonosgo mucho. —Frangois Keller es el yerno del conde de Gondreville, y el conde de Gondreville cenó ayer en casa de usted con su yerno. —Guien tiaplo buete haperle ticho... —exclamó el barón—. Será Corque, gue siembre hapla. Peyrade se echó a reír. El banquero concibió entonces extrañas sospechas sobre su criado al observar aquella risa. —El conde de Gondreville está en muy buena posición para conseguirme un puesto que deseo en la prefectura de policía, y sobre cuya creación llegará a manos del prefecto una memoria en menos de cuarenta y ocho horas —prosiguió Peyrade—. Pida para mí este puesto, haga que el conde de Gondreville se ocupe de este asunto con interés, y me sentiré recompensado por el servicio que voy a prestarle. No quiero más que su palabra, ya que si faltara a ella, llegaría usted a maldecir el día en que nació... palabra de Peyrade... —Le toy mi balapra te honor te hacer doto lo bosiple... —Si yo por usted no hiciera más que lo posible, no bas—. taría. —¡Pien! Bues akduaré gon vranguesa. —Con franqueza... Eso es lo que quiero —dijo Peyrade—, y la franqueza es el único regalo algo nuevo que podamos hacernos entre nosotros. —Gon vranguesa —repitió el barón—. ¿Tónte guiere usdet gue le teje? —Al otro lado del puente de Luis XVI. —Al bumde te la Gámara —dijo el barón a su lacayo, que se acercó a la portezuela. "Bor fin poy a dener a la tesgonocita...", se dijo a sí mismo el barón mientras se alejaba.

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"Qué cosa tan curiosa —pensaba Peyrade mientras regresaba andando al Palacio Real, donde se proponía triplicar los diez mil francos para reunir una dote para Lydie—. Hete aquí que me veo obligado a meter la nariz en los asuntillos del joven cuya mirada ha embrujado a mi hija. Seguramente será uno de estos individuos a quienes las mujeres se les dan fáciles", pensó para sí, empleando una expresión del lenguaje particular que se había fraguado para su propio uso, y en la que sus observaciones se resumían mediante palabras en las que era violada frecuentemente la gramática, pero que, por eso mismo, resultaban enérgicas y pintorescas. Al volver a su casa, el barón de Nucingen no se parecía al que era antes; sorprendió a su mujer y a todos mostrándoles una cara colorada y alegre; estaba animado. —¡Qué vayan con cuidado nuestros accionistas! —dijo Du Tillet a Rastignac. En aquel momento se estaba sirviendo el té en el saloncito de Delphine de Nucingen, al regreso de la Ópera. —Sí —replicó sonriendo el barón, que había captado la broma de su colega—, siendo canas te hacer necosios... —¿Has visto acaso a tu desconocida? —preguntó la señora de Nucingen. —No —contestó—, no denco más gue la esberansa te engondrarla. —¿Alguna vez la esposa es objeto de tanto amor?... —exclamó la señora de Nucingen, sintiendo un poco de celos o fingiendo sentirlos. —Cuando la tenga usted —dijo Du Tillet al barón—, llévenos a cenar algún día con ella, pues tengo gran curiosidad por examinar a la belleza que ha sido capaz de rejuvenecerle en tal medida. —Es una opra maesdra te la greacián —respondió el viejo banquero. —Va a dar ocasión de que le agarren como si fuera un chiquillo —dijo Rastignac al oído de Delphine. —¡Bah! Gana bastante dinero para... —Para restituir una parte, ¿no es eso?... —dijo Du Tillet, interrumpiendo a la baronesa. Nucingen se paseaba por el salón como si sus piernas le molestaran. —Éste es el momento de hacerle pagar sus últimas deudas —dijo Rastignac a la baronesa, al oído. En aquel mismo instante, Carlos, que se había personado en la calle Taitbout para dar sus últimas órdenes a Europa, que tenía que desempeñar el principal papel de la farsa ideada para engañar al barón de Nucingen, se marchaba de allí henchido de esperanza. Lucien le acompañó hasta el bulevar; el joven estaba inquieto de ver a aquel medio demonio disfrazado con tal perfección que sólo le había reconocido por la voz.

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—¿Dónde diablo has encontrado a una mujer más bella que Esther? —preguntó a su corruptor. —Hijo mío, esto no se encuentra en París. Una tez de esta clase no se fabrica en Francia. —Aún estoy algo aturdido... ¡Ni siquiera la Venus Calipigia está tan bien hecha! Uno haría cualquier cosa por ella... Pero, ¿de dónde la has sacado? —Es la muchacha más guapa de Londres. En un rapto de celos, y bajo los efectos de la ginebra... mató a su amante. El amante era un indeseable cuya muerte alivió a la policía de Londres, y han mandado a la chica a París por algún tiempo para que el asunto caiga en el olvido... La pájara tiene muy buena educación. Es hija de un ministro y habla el francés como si fuera su lengua materna; no sabe lo que hace aquí, ni podrá jamás saberlo. Le han dicho que si te gustaba podría chuparte muchos millones, pero que eras celoso como un moro; se le ha asignado el plan de vida de Esther. No sabe tu nombre. —¿Y si a Nucingen le gustara más ella que Esther?... —¡Vaya, por fin has venido a lo mío!... —exclamó Carlos—. ¡Ahora tienes miedo de que no se cumpla lo que hace un tiempo tanto te espantaba! Estáte tranquilo. Esta chica rubia y blanca tiene ojos azules; es todo lo contrario de la hermosa judía, y sólo los ojos de Esther pueden causar impacto en un viejo tan podrido como Nucingen. Y si se tratara de un adefesio, no tendría sentido que la ocultaras, ¡qué demonios! Cuando esta muñeca haya cumplido su misión, la enviaré, en compañía de alguna persona segura, a Roma o a Madrid, a que desate pasiones. —Ya que la tenemos por poco tiempo —dijo Lucien—, me vuelvo con ella... —Ve, hijo mío, diviértete... Mañana tendrás un día más. Yo espero a alguien a quien he encargado de enterarse de lo que ocurre en casa del barón de Nucingen. —¿Quién? —La amante de su ayuda de cámara; porque, claro, hay que saber en todo momento lo que ocurre en casa del enemigo. A medianoche, Paccard, el criado de Esther, se encontró con Carlos en el puente des Arts, el lugar de París más indicado para hablar sin que se entere nadie. Mientras hablaban, el criado miraba hacia un lado y su amo hacia el otro. —El barón ha ido esta mañana a la prefectura de policía, entre las cuatro y las cinco —dijo el criado—, y esta tarde se ha jactado de encontrar a la mujer a quien vio en el bosque de Vincenes, se la han prometido... —¡Nos espiarán! —dijo Carlos—. Pero ¿quién? —Han utilizado ya a Louchard, el guardia del comercio.

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—Sería un juego de niños —repuso Carlos—. No tenemos que temer más que la brigada de seguridad y la policía judicial; ¡y mientras ésta no se ponga en acción, nosotros sí que podemos ponernos manos a la obra!... —¡Hay algo más! —¿Qué? —Los amigos del prado... Ayer vi a La Pouraille... Dejó fiambres a un matrimonio y tiene diez mil machacantes de cinco leandras... ¡de oro! —Le cogerán —dijo Jacques Collin—; se trata del asesinato de la calle Boucher. —¿Qué órdenes hay? —dijo Paccard, con el mismo aire respetuoso que debía de tener un mariscal recibiendo las consignas de boca del propio Luis XVIII. —Saldréis todas las noches a las diez —respondió Carlos—, iréis a buena marcha hasta el bosque de Vincennes y a lor Meudon y de Ville-d'Avray; si alguien os observa o va tras de vosotros, déjale, hazte el encontradizo, muéstrate hablador y corruptible. Habla de los celos de Rubempré, que está loco por la señora y que, sobre todo, no quiere que se sepa en el mundo que existe una mujer de esta clase... —¡Bien! ¿Hace falta ir armado?... —¡Nunca! —dijo Carlos prestamente—. ¿Un arma? ¿De qué iba a servir más que para hacer desgracias? No hagas uso en ningún caso de tu puñal de caza. Cuando se pueden quebrar las piernas de un hombre, por fuerte que sea, con la llave que te enseñé... cuando puede uno hacer frente a tres cabos de varas armados con la certeza de haber derribado a dos de ellos antes de que hayan apresado el arma, ¿qué hay que temer? ¿Acaso no tienes tu bastón?... —Cierto —dijo el lacayo. A Paccard le atribuían los calificativos de Vieja Guardia, de Perillán, el hombre de corva de hierro, de brazo de acero, de patillas italianas, de melenas de artista, con barba de zapador, de cara pálida e impasible como la de Contenson; su fogosidad no se manifestaba al exterior, y tenía una apostura de tambor mayor que alejaba toda sospecha. Los evadidos de Poissy o de Melun no tienen aquella fatuidad seria y aquella convicción de su propio valer. Giafar del Arum-al-Raschild del Presidio, le manifestaba la misma admiración amistosa que Peyrade sentía por Corentin. Aquel coloso, lleno de cicatrices, sin demasiado pecho y sin demasiada carne sobre los huesos, andaba con paso grave con sus largas piernas. La derecha nunca se movía sin que el ojo derecho hubiera examinado las circunstancias externas con esa plácida rapidez que caracteriza al ladrón y al espía. El ojo izquierdo imitaba al derecho. ¡Un paso, una mirada! Paccard, por su

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delgadez y agilidad, y por estar siempre dispuesto a todo, habría sido perfecto, según Jacques, de no ser por el íntimo enemigo que para él era el licor de los fuertes; poseía la pericia indispensable para el hombre que está en guerra contra la sociedad. El amo, sin embargo, había logrado convencer al esclavo de que debía mantener cierta compostura, bebiendo únicamente de noche. Al volver a casa, Paccard absorbía el oro líquido que le escanciaba en pequeñas dosis una muchacha pecosa y de voluminoso vientre, procedente de Dantzick. —Estaremos ojo avizor —dijo Paccard, volviéndose a poner su espléndido sombrero de plumas, tras haber saludado al que llamaba su confesor. Éstos fueron los hechos que llevaron a tres hombres, a Jacques Collin, Peyrade y Corentin, cada uno de los cuales era, en su propio terreno, invencible, a enfrentarse en un mismo campo de batalla y a desplegar su ingenio en una lucha en la que cada cual combatía por su propia pasión o por sus intereses. Fue uno de esos combates inadvertidos pero terribles, en los que el gasto de talento, de odio, de irritaciones, de avances y retrocesos, y de astucia, es tan considerable como el que se precisa para reunir una fortuna. Todo se mantuvo en secreto, tanto los hombres como los medios, por parte de Peyrade, que fue secundado por su amigo Corentin en esta expedición, que representaba una nimiedad para ellos. La historia, pues, no nos cuenta nada de este asunto, como tampoco nos cuenta nada de las verdaderas causas de muchas revoluciones. Pero he aquí los resultados. Cinco días después de la entrevista del señor de Nucingen con Peyrade en los Campos Elíseos, una mañana, un hombre de unos cincuenta años, con un rostro de ese color de albayalde que confiere la vida mundana a la tez de los diplomáticos, vestido con un traje de paño azul, de cierta elegancia, que le daba casi el aspecto de un ministro de Estado, se apeó de un espléndido cabriolé dejando las riendas a su criado. Preguntó si podía ver al barón de Nucingen al criado que estaba sentado en el banquillo del peristilo, el cual le abrió respetuosamente la magnífica puerta de espejos. —¿El nombre del señor?... —dijo el criado. —Dígale al señor barón que vengo de la avenida Gabriel —contestó Corentin—. Si está con gente, guárdese mucho de decir este nombre en voz alta, a menos que quiera correr el riesgo de ser despedido de esta casa. Un minuto más tarde volvió el lacayo, que condujo a Corentin al gabinete del barón, pasando por las habitaciones interiores. Corentin y el barón intercambiaron sendas miradas impenetrables, y se saludaron con toda corrección. —Señor barón —dijo Corentin—, vengo en nombre de Peyrade... —Pien —dijo el barón mientras iba a cerrar los cerrojos de las dos puertas.

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—La amante del señor de Rubempré vive en la calle Taitbout, en el antiguo piso de la señorita de Bellefeuille, la examante del señor de Grandville, el procurador general. —¡Ah, dan cerga te gasa! —exclamó el barón—. ¡Qué gurioso! —Se comprende muy bien que haya perdido usted la cabeza por esta espléndida mujer, me ha dado mucho gusto verla —prosiguió Corentin—. Lucien está tan celoso de ella, que le prohibe dejarse ver; y ella le quiere mucho, ya que en los cuatro años que lleva viviendo con el mobiliario de la Bellefeuille y en sus mismas condiciones, jamás los vecinos, los porteros, ni los inquilinos de la casa han podido verla en absoluto. Sólo se pasea por las noches. Cuando sale, el coche lleva las cortinas tiradas y la señora el velo puesto. Lucien tiene, además de los celos, otras razones para ocultar a esta mujer: tiene que casarse con Clotilde de Grandlieu, y es en este momento el favorito íntimo de la señora de Sérizy. Como es natural, quiere conservar tanto a su amante suntuaria como a su prometida. De modo que es usted dueño de la situación, porque Lucien sacrificará su placer a sus intereses y a su vanidad. Usted es rico, y se trata probablemente de su postrera felicidad: sea usted generoso. Conseguirá lo que desea por mediación de la criada. Déle usted diez mil francos y le esconderá en la habitación de su ama; por lo que conseguirá, ¡bien lo vale! Ninguna figura retórica puede describir la dicción brusca, tajante y absoluta de Corentin; el barón lo acusaba con un gesto de asombro expresión que desde hacía tiempo no se dibujaba nunca sobre su rostro impasible. —Vengo a pedirle cinco mil francos para mi amigo, que ha perdido cinco de los billetes que usted le dio... ¡un ligero contratiempo! —prosiguió Corentin, en el tono del que da una orden—. Peyrade conoce París demasiado bien, y para no ponerse en evidencia no era cuestión de escatimar: ha contado con usted. Pero esto no es lo más importante —dijo Corentin, dominándose, con objeto de quitar toda gravedad a la petición de dinero—. Si no quiere ser desgraciado en sus últimos días, consígale a Peyrade el puesto que le pidió, que usted puede conseguir con facilidad. El director general de la policía del Reino debió de recibir ayer una nota a este respecto. Ahora basta con hacer que Gondreville hable de ello con el prefecto de policía. Pues bien, dígale a Malin, conde de Gondreville, que se trata de complacer a uno de los que le libraron de los Simeuse, y se moverá... —Aguí diene, señor —dijo el barón, tomando cinco billetes de mil francos y entregándolos a Corentin. —La camarera se entiende con un criado que se llama Paccard y vive en la calle de Provence, en casa de un carrocero, y que se alquila como servidor para los que quieren dárselas de príncipes. Puede usted llegar hasta la

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camarera de la señora Van-Bogseck a través de Paccard, un tuno piamontés que tiene mucha afición al vermouth. Esta confidencia, que Corentin soltó con elegancia a modo de postdata, era obviamente el precio de los cinco mil francos. El barón intentaba descubrir a qué raza pertenecía Corentin, que a su mirada perspicaz más que un espía parecía el director de algún servicio de espionaje; pero el sabueso siguió siendo para él como una inscripción a la que falten por lo menos los tres cuartos de las letras para un arqueólogo. —¿Gomo se llama la gamarera? —preguntó. —Eugénie —contestó Corentin, que saludó al barón y se fue. El barón de Nucingen, henchido de alegría, abandonó sus negocios y sus despachos y subió a sus habitaciones con el estado de ánimo de un muchacho de veinte años ante la inminencia de una primera cita con una primera amante. El barón cogió todos los billetes de mil francos de su caja particular, que representaban una cantidad —¡cincuenta y cinco mil francos!— con la que hubiera podido hacer la felicidad de todo un pueblo, y se los puso en el bolsillo de su traje para tenerlos a mano. Pero la prodigalidad de los millonarios sólo puede compararse con su avidez por la ganancia. En cuanto se trata de un capricho o una pasión, el dinero ya no es nada para los Cresos: efectivamente, es más difícil para ellos tener caprichos que tener oro. Un placer es la mayor rareza de tales vidas ahitas, colmadas por las emociones que proporcionan las grandes operaciones de la especulación, que tienen embotados sus corazones. Ejemplo. Uno de los mayores capitalistas de París, conocido ya por sus extravagancias, se cruza cierto día en los bulevares con una muchachíta obrera excesivamente bonita. Esta griseta, que iba en compañía de su madre, daba el brazo a un joven, de indumentaria bastante ambigua, que meneaba las caderas con mucha fanfarronería. En el primer encuentro, el millonario se enamora de la parisiense; la sigue hasta su casa, y entra; hace que le cuenten aquella vida, mezcla de bailes en el Mabile, de días sin pan, de espectáculos y de trabajo; se toma interés por ella y deja cinco billetes de mil francos bajo una moneda de cinco francos: una generosidad deshonrada. Al día siguiente, un célebre tapicero llamado Braschon se pone a las órdenes de la griseta, le amuebla un piso que ella elige y en el que se gasta unos veinte mil francos. La obrera se entrega a fabulosas esperanzas: hace vestir adecuadamente a su madre y alardea de poder colocar a su exnovio en las oficinas de una compañía de seguros. Espera... un día, dos...; luego... una semana, dos... Se considera obligada a ser fiel, contrae deudas. El capitalista, mientras, había tenido que irse a Holanda y había olvidado a la obrera; ni una sola vez fue al Paraíso que había hecho construir para ella, y la muchacha cayó en lo más bajo que

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es posible caer en París. Nucingen no jugaba, Nucingen no protegía las artes, Nucingen no tenía ninguna clase de caprichos; por eso quiso satisfacer su pasión por Esther con una ceguera con la que Carlos Herrera contaba. Después del desayuno, el barón mandó llamar a Georges, su ayuda de cámara, y le ordenó que fuera a la calle Taitbout a rogar a la señorita Eugénie, la camarera de la señora Van-Bogseck, que pasara por su despacho para un asunto importante. —La jiquilarás —añadió— y la harás supir a mi hapidación ticiéntole gue ha hecho vorduna. Georges tuvo grandes dificultades para lograr que Europa-Eugénie se decidiera a ir. La señora, le dijo, jamás le permitía que saliera; podía ser despedida, etc. Así que Georges destacó sus propios méritos al oído del barón, quien le dio diez luises. —Si la señora sale esta noche sin ella —dijo Georges a su amo, cuyos ojos brillaban como carbones ardiendo—, vendrá aquí sobre las diez. —¡Píen! Fentras a jesdirme a las nuefe... y a beinarme; guiero esdar lo mejor bosiple... Greo gue brondo esdaré gon mi amata, si no, el tinero no sería ya el Uñero... Entre las doce y la una el barón se hizo teñir los cabellos y las patillas. A las nueve el barón, que había tomado un baño antes de la comida, se acicaló como un novio, se perfumó y se puso hecho un Adonis. La señora de Nucingen, que fue informada de tal metamorfosis, se dio el gusto de ver a su marido. —¡Dios mío —dijo—, serás ridículo!... Ponte una corbata de raso negro en lugar de esa corbata blanca que destaca aún más la dureza de tus patillas; además, hace Imperio, hace vejestorio, parece que te des el aire de un antiguo consejero del Parlamento. Quítate esos botones de diamantes, que valen cada uno cien mil francos; esa mona te los pediría y no serías capaz de negárselos; y para darlos a una cualquiera, más vale que me los ponga yo de pendientes. El pobre financiero, vencido por la justeza de las observaciones que le hacía su mujer, le obedecía rezongando. —¡Ritígulo, ritígulo!... Yo nunga te he ficho gue esdujieras ritígula guanto de gombonías lo mecor gue botías bara du señorido te Rasdiñag. —¡Claro que nunca has podido encontrarme ridícula! ¿Acaso soy mujer que haga semejantes faltas de ortografía en cuanto al vestir? ¡Vamos a ver, date la vuelta!... Abróchate el traje hasta arriba, como el duque de Maufrigneuse, dejando los dos últimos ojales de arriba. En fin, procura rejuvenecerte algo. —Señor —dijo Georges—, aquí está la señorita Eugénie. —Atiós... —exclamó el banquero.

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Acompañó a su mujer hasta pasados los límites de sus respectivas habitaciones, para estar seguro de que no escucharía la conversación. Al regresar cogió a Europa por la mano y la llevó hasta su habitación con una especie de respeto irónico: —Paya, hica mía, es usdet muy velís bor esdar al serjisio te la muquer más hermosa tel uniferso... Dentrá lo gue usdet guiera si guiere haplar en mi japor y tefenter mis indereses. —Eso no lo haría ni por diez mil francos —exclamó Europa—. Comprenda usted, señor barón, ante todo soy una muchacha honrada... —Sí. Ya giiendo gon bacar su honratet. Eso es lo gue en el munio tel gomercio se llama la guriositat. —Y es no es todo —dijo Europa—. Si el señor no gusta a la señora, y hay razones para que así sea, se enfada, me despide, y resulta que mi trabajo me da mil francos al año. —El gabidal te mil vrangos ess te feinde mil vrangos; si se los toy, no Vierte usdet nata. —A fe mía, si se lo toma usted de esta manera, compadre —dijo Europa—, la cosa cambia mucho. ¿Dónde están?...

—Aguí esdán —respondió el barón, enseñando uno a uno los billetes de banco. Contempló el fulgor que cada uno de los billetes hacía saltar de los ojos de Europa, que revelaba la concupiscencia que él había imaginado. —Me paga usted el puesto; pero, y la honradez y la conciencia?... —dijo Europa, levantando su semblante astuto y lanzando al barón una mirada a la vez seria y burlona. —La gonciensia no jale dando gomo el buesdo; bero, boncamos cingo mil vrangos más —dijo el barón, y añadió cinco billetes de mil francos. —No, veinte mil francos por la conciencia y cinco mil por el puesto; si lo pierdo... —Gomo usdet guiera... —dijo mientras añadía los cinco billetes—. Bero, bara canarios, dienes gue esgonterme en el guardo te du ama turande la noche, guanto esdará sola... —Si me garantiza que nunca dirá usted quién le ha introducido, lo acepto. Pero le advierto una cosa: la señora es fuerte como un toro, quiere al señor de Rubempré con locura, y aunque le diera usted un millón al contado no le haría cometer una infidelidad... Será una tontería, pero es así cuando le da por querer a uno, es peor que una mujer honrada. Cuando se va de paseo con el señor por el bosque, el señor no suele quedarse en casa al regreso; esta noche ha salido, de modo que puedo esconderle en mi cuarto. Si la

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señora regresa sola, iré a buscarle a usted; usted se quedará en el salón y yo no cerraré la puerta de la habitación; lo demás... ¡lo demás es cosa suya!... ¡Prepárese! —De taré los feinticingo mil vrangos en el salón... gondandes y sonandes. —¡Vaya! —dijo Europa—. ¡Qué poco desconfiado es usted!... Usted lo pase bien... —Dentrás muchas ogasiones te sisarme... Llecaremos a gonocernos pien... —Bien, venga usted a Ja calle Taitbout a medianoche; pero lleve usted treinta mil francos. La honradez de una camarera, como los coches de punto, resulta más cara después de las doce de la noche. —Bor bruténcia de taré un pono tel Pango... —No, no —dijo Europa—, han de ser billetes; si no, las cosas no van... A la una de la mañana el barón de Nucingen, escondido en la buhardilla donde dormía Europa, era presa de la ansiedad que siente un hombre afortunado. Vivía; la sangre parecía hervirle en los dedos de los pies y su cabeza iba a estallar como una máquina de vapor demasiado calentada. " ¡Moralmende cozapa bor más te cien mil esgustos!", le decía luego a Du Tillet, cuando le contaba esta aventura. Escuchaba los más ligeros ruidos que venían de la calle, y a las dos de la mañana oyó el coche de su amante desde el bulevar. Cuando la enorme puerta giró sobre sus goznes, su corazón palpitaba con tal fuerza que parecía que iba a alzar la seda del chaleco: por fin iba a ver de nuevo la celestial y ardiente cara de Esther. Su corazón acusó el ruido del estribo y el de la portezuela al cerrarse. La espera del supremo instante le producía mayor agitación que si estuviera en juego su fortuna entera. —¡Ahí —exclamó—, ¡esdo es jifir! Es ingluso fijir temasiato, no foy a ser gabás te haser nata te nata. —La señora está sola, baje usted —djo Europa dejándose ver—. ¡Sobre todo, no haga ruido, pedazo de elefante! —¡Petazo te elevande! —repitió el barón, riendo y andando como si estuviera descalzo sobre barras de hierro al rojo vivo. Europa iba delante, con una palmatoria en la mano. —Doma, güéndalos —dijo el barón, entregando a Europa los billetes cuando llegaron al salón. Europa tomó los treinta billetes con seriedad y salió, dejando encerrado al banquero. Nucingen se fue derecho a la habitación, donde halló a la hermosa inglesa, que le dijo: —¿Eres tú, Lucien?... —No, cuaba —exclamó Nucingen, sin ser capaz de terminar la frase.

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Se quedó helado al ver a una mujer que era absolutamente lo contrario de Esther: rubia en lugar de morena, débil en lugar de la fuerza que él había admirado, una suave noche de Bretaña en vez del resplandor del sol de Arabia.

—¿Qué es eso, de dónde viene usted?... ¿Quién es usted?... ¿Qué quiere? —exclamó la inglesa, tocando la campanilla sin que la campanilla sonara. —He inudilizato las gambanillas, bero no denca mieto... foy a marcharme —dijo—. ¡Dreinda mil vrangos echatos a berter! ¿Es usdet realmente la amande tel señor Lisien te Ripembré? —Hay algo de eso, sobrinito mío —dijo la inglesa, que hablaba bien el francés—. Bero, guien eres dú? —preguntó, imitando el modo de pronunciar de Nucingen. —¡Un hompre encanasto!... —contestó lastimosamente. —¿Encañato bor dener una muquer ponida? —prosiguió ella en tono burlón. —Bermídame gue mañana le mante un recalo, en regüerto tel paran te Nitsinguen. —¡No denco el cusdo!... —dijo la mujer, desternillándose de risa—. Pero tu regalo será bien recibido, mi querido allanador de morada. —¿Ya lo gonocerá? Atiós, señora. Es usdet poggado ti gartenale; bero no soy máss gue un bopre panguero te más te sesenda años, y usdet me ha hecho gombrenter el boter gue diene sopre mi la muquer a guien guiero, buesdo gue su pelleza soprehumana no ha botito hacérmela olpitar... —Garampa, ser bonido lo gue me esdá ticiendo —respondió la inglesa. —Aún no lo es dando gomo la gue me lo insbira... —Hablaba usted de dreinda mil francos... ¿A quién se los ha dado usted? —A la sinjerqüenza te su gamarera... La inglesa tocó la campanilla; Europa no estaba muy lejos. —¡Oh! —exclamó Europa—. ¡Un hombre en la habitación de la señora, y no es el señor!... ¡Qué horror! —¿Es cierto que le ha dado a usted treinta mil francos para que lo introdujera? —No, señora; entre las dos no los valemos... Y Europa se puso a dar gritos de alarma con tanta fuerza que el banquero, asustado, se fue a la puerta, desde donde Europa le echó escaleras abajo. —¡Granuja —le echó en cara—, denunciarme a mi ama! ¡Al ladrón!... ¡Al ladrón!

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El enamorado barón, al borde de la desesperación, pudo llegar sin más afrentas hasta su coche, que le aguardaba en el bulevar; pero ya no sabía a qué espía encomendarse. —¿Acaso la señora quiere arrebatarme mis ganancias?... —dijo Europa, volviendo hecha una furia al cuarto de la inglesa. —No conozco las costumbres de Francia —dijo ésta. —Pues, si quiero, no tengo más que decirle al señor dos palabras y mañana mismo está usted de patitas en la calle —contestó Europa con insolencia. —Esde temonio te gomar era —dijo el barón a Georges al preguntarle éste si estaba contento— me ha pirlato drexuda mil vrangos..., ¡bero es gulba mía, nata más gue mía!... —Así que no le ha servido de nada ponerse hecho un pimpollo. ¡Demonio! No le aconsejo al señor que se tome las pastillas para nada... —Chorch, me muero te tesesberación... Denco vrío... denco el gorasón helato... Nata te Esder, amico mío. Georges era siempre el amigo de su señor en las grandes ocasiones. Dos días después de esta escena, que contada por la joven Europa resultaba aún más cómica gracias a su mímica, Carlos comía a solas con Lucien. —Es preciso, hijo mío, que ni la policía ni nadie meta las narices en nuestros asuntos —le dijo en voz baja mientras encendía su cigarro con el de Lucien—. Es peligroso. He encontrado un medio audaz pero infalible de hacer que el barón y sus agentes se estén quietos. Vas a ir a casa de la señora de Sérizy, y serás complaciente con ella. En el curso de la conversación le dirás que para hacer un favor a Rastignac, el cual está harto desde hace tiempo de la señora de Nucingen, consientes en servirle de tapadera para ocultar a una amante. El señor de Nucingen, que se ha enamorado perdidamente de la mujer que Rastignac oculta (esto la hará reír), te hace espiar por la policía; con eso, tú, que eres inocente de las marrullerías de tu compatriota, corres el peligro de comprometer tus intereses ante los Grandlieu. Rogarás a la condesa que obtenga el apoyo de su marido, que es ministro de Estado, para ir a la prefectura de policía. Cuando estés allí, delante del señor prefecto, preséntale tus agravios, pero con el tono del político que pronto ha de entrar a formar parte en la inmensa maquinaria del gobierno para ser una de sus principales piezas. Serás comprensivo con la policía, como buen estadista, y mostrarás tu admiración por ella y por el prefecto. Ya se sabe que incluso las máquinas más perfectas manchan de grasa y sufren ligeros contratiempos. Enfádate sólo en la medida justa. Naturalmente, no tienes nada contra el señor prefecto; pero compromételo a que vigile a su gente y compadécelo por tener que

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reprender a sus subordinados. Cuanto más suave y untuoso seas, tanto más duro será el pretexto contra sus agentes. Entonces estaremos tranquilos y podremos hacer volver a Esther, que debe de estar bramando como los ciervos en el bosque. El prefecto de entonces era un antiguo magistrado. Los antiguos magistrados resultan demasiado jóvenes como prefectos de policía. Imbuidos de Derecho y a horcajadas sobre la legalidad, su mano no suele tener esa ligereza para la arbitrariedad que requieren a menudo las circunstancias críticas, en las que la actuación de la prefectura tiene que parecerse a la de un bombero encargado de apagar un incendio. En presencia del vicepresidente del Consejo de Estado, el prefecto reconoció que la policía tiene más incovenientes que los que de verdad tiene, lamentó sus abusos, y se acordó entonces de la visita que le había hecho el barón de Nucingen y de la información que había solicitado a propósito de Peyrade. El prefecto, tras prometer que reprimiría los excesos a los que se entregaban sus agentes, agradeció a Lucien que se hubiera dirigido directamente a él, le prometió guardar el secreto y dio muestras de comprender toda aquella intriga. El ministro de Estado y el prefecto cambiaron hermosas frases sobre la libertad individual, sobre la inviolabilidad del domicilio, y el señor de Sérzy hizo observar al prefecto que, si bien los altos intereses del reino exigían a veces la práctica de ilegalidades secretas, el crimen, a su vez, comenzaba con la aplicación de los resortes del Estado en aras del interés privado. Al día siguiente, cuando Peyrade se dirigía hacia su entrañable café David, donde disfrutaba del espectáculo de los burgueses del mismo modo que un artista viendo cómo crecen las flores, un gendarme vestido de paisano se acercó a él por la calle. —Iba a su casa —le dijo al oído—, tengo orden de llevarle a la prefectura. Peyrade cogió un coche de punto junto con el gendarme, sin hacer la más mínima observación. El prefecto de policía trató a Peyrade como si hubiera sido el último de los cabos de varas de un presidio, paseándose por la avenida del jardincillo de la prefectura de policía que, en aquel entonces, estaba situada junto al muelle de los Orfévres. —No sin razón fue usted apartado de la administración en 1809, señor mío... ¿No sabe usted a qué nos está usted exponiendo y a qué se expone usted mismo?... La reprimenda terminó con una fulminación. El prefecto anunció inflexiblemente al pobre Peyrade que no sólo quedaba suprimido su subsidio anual, sino que además él sería objeto de una vigilancia especial. El anciano recibió esta ducha de agua fría con la mayor tranqulidad del mundo. No hay

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nada tan inmóvil e impasible como un ser fulminado. Peyrade había perdido todo su dinero jugando. El padre de Lydie, que contaba con su puesto, se veía sin más recursos que las limosnas de su amigo Corentin. —He sido yo también prefecto de policía y le doy toda la razón —dijo con calma el anciano al funcionario, que había adoptado una postura propia de su majestad judicial, y que tuvo entonces un significativo sobresalto—. Pero permítame, sin que quiera excusarme con ello, que le haga observar que no me conoce en absoluto —prosiguió Peyrade, echando una sutil mirada al prefecto—. Sus palabras, si se dirigen al antiguo comisario general de policía de Holanda, son demasiado duras; y si van destinadas a un simple sabueso, no son bastante severas. Sólo le pido, señor prefecto —añadió Peyrade tras una pausa, viendo que el prefecto guardaba silencio—, que recuerde lo que voy a tener el honor de decirle. Sin mezclarme en nada de su actuación ni de mi justificación, tendrá usted ocasión de comprobar que en este asunto se está engañando a alguien; en estos momentos el engañado es un servidor de usted; más adelante será usted mismo. Se despidió del prefecto, que había adoptado un aire meditabundo para ocultar su sorpresa. Volvió a su casa con los miembros deshechos y embargado por una ira profunda contra el barón de Nucingen. Sólo aquel burdo financiero podía haber descubierto un secreto que estaba encerrado en las cabezas de Contenson, Peyrade y Corentin. El anciano acusó al banquero de querer eximirse del pago convenido, una vez alcanzado su objetivo. Una única entrevista le había bastado para adivinar las astucias del más astuto de los banqueros. "Liquida con todo el mundo, incluso con nosotros, pero me vengaré", se decía a sí mismo el pobre hombre. "Nunca he pedido nada a Corentin, pero ahora voy a pedirle que me ayude a vengarme de este zopenco. ¡Maldito barón! Verás cómo las gasto cuando te encuentres, un día, con tu hija deshonrada... Pero, ¿sentirá algún amor por su hija?" El mismo día en que se produjo aquella catástrofe que hacía derrumbarse sus esperanzas, el anciano parecía haber envejecido diez años. Hablando con su amigo Corentin, unía a sus agravios las lágrimas que le producía la perspectiva del sombrío porvenir que dejaba a su hija, que era su ídolo, su perla, su ofrenda a Dios. —Seguiremos este asunto —le decía Corentin—. Hay que saber primero si el barón es tu delator. ¿Fuimos prudentes apoyándonos en Gondrevílle?... Este viejo Sabelotodo nos debe demasiadas cosas para que no intente hundirnos; por eso hago vigilar a su yerno Keller, que no sabe ni palabra de política, y que es muy capaz de meterse en cualquier conspiración que pretenda derrocar a la rama primogénita en provecho de la secundona...

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Mañana sabré lo que ocurre con Nucingen, si ha visto ya a su amante y de dónde procede este golpe bajo... No te desesperes. Para empezar, el prefecto no aguantará mucho en su puesto... El momento está preñado de revoluciones, y las revoluciones son nuestras aguas turbias. Se oyó un silbido peculiar, procedente de la calle. —Es Contenson —dijo Peyrade, colocando una luz en la ventana— que tiene algo de interés personal para mí. Un momento después comparecía el fiel Contenson ante los dos gnomos de la policía, reverenciados por él como dos genios. —¿Qué hay? —dijo Corentin. —¡Hay novedades! Salía del 1131, donde lo había perdido todo. ¿A quién veo bajo las arcadas?... ¡A Georges! El barón acababa de despedirle por sospechar que se había ido de la lengua. —Eso es el efecto de una sonrisa que se me escapó —dijo Peyrade. —¡Vaya! ¡Cuántos desastres motivados por sonrisas!... —exclamó Corentin. —Sin contar los que provocan los golpes de látigo —dijo Peyrade, aludiendo al asunto Simeuse (véase UN ASUNTO TENEBROSO)—. Pero, vamos a ver, Contenson, ¿qué es lo que ocurre? —Esto es lo que ocurre —repuso Contenson—. He hecho cantar a Georges llenándolo de vasos de todos colores hasta dejarlo borracho perdido; por lo que a mí respecta, debo de ser una especie de alambique. Nuestro barón fue a la calle Taitbout después de atiborrarse de pastillas afrodisíacas. Allí ha encontrado a la mujer que ya sabéis. Pero ahí está la broma: ¡la inglesa no es su tesconocita!... Y se gastó treinta mil francos para sobornar a la camarera. Se cree grande porque hace pequeñeces con grandes capitales; dadle la vuelta a la frase y encontraréis el planteamiento del problema que resuelve el genio. El barón regresó en un estado lamentable. Al día siguiente, Georges, para hacer méritos, dijo a su amo: "¿Por qué utiliza el señor gente de tan baja ralea? Si el señor quisiera poner su confianza en mí, encontraría a su desconocida; la descripción que el señor me ha hecho de ella me basta, pondré todo París patas arriba." "¡Ve (dijo el barón), te recompensaré si lo consigues!" Georges me ha contado todo esto mezclado con detalles de lo más descabellado. Pero... ¡ya estamos acostumbrados a oír cualquier cosa! Al día siguiente el barón recibió una carta anónima que decía algo así: "El señor de Nucingen se muere de amor por una desconocida y se ha gastado ya mucho dinero inútilmente; si se aviene a presentarse esta misma noche, a las doce, al extremo del puente de Neuilly, y subir al coche detrás del cual estará el criado del bosque de Vincennes, dejándose tapar los ojos con un pañuelo, podrá ver a la que ama... Como su fortuna puede infundirle sospechas acerca de la pureza de intenciones de

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los que así proceden, el señor barón puede llevar consigo a su fiel Georges. No habrá, por otra parte, nadie dentro del coche." El barón se presenta al lugar indicado con Georges, sin decirle nada. Los dos se dejan tapar los ojos y se dejan cubrir la cabeza con un velo. El barón reconoce al criado. Dos horas más tarde, el coche, que parecía de los del tiempo de Luis XVIII (¡qué Dios le tenga en su gloria!, ¡él sí que entendía en asuntos de policía!), se para en medio de un bosque. El barón, a quien alguien quitó el pañuelo, vio a su desconocida en el interior de un coche parado, el cual... ¡zas!... desapareció en seguida. El coche en que iba (estilo Luis XVIII) le llevó de regreso a Neuilly, donde le esperaba el suyo. En la mano de Georges habían dejado un billete que decía: "¿Cuántos billetes de mil francos está dispuesto a soltar el barón para que le pongan en relación con la desconocida?" Georges entrega el billete a su amo, y el barón, convencido de que Georges se entiende conmigo o con usted, señor Peyrade, con el fin de explotarle a él, pone a Georges de patitas en la calle. ¡Vaya un banquero imbécil! No tenía que despedir a Georges antes de haberse agosdato gon la tesconocita. —¿Ha visto Georges a la mujer?... —dijo Corentin. —Sí —dijo Contenson. —¿Y cómo es? —exclamó Peyrade. —¡Oh! —replicó Contenson—. No me ha dicho más que eso: ¡una hermosura resplandeciente!... —Nos están dando el esquinazo unos tíos más hábiles que nosotros —exclamó Peyrade—. Esos pájaros van a venderle esta mujer muy cara al barón. —¡Ya, mein Herr!1 —contestó Contenson—. Por eso, al saber que le habían dado un rapapolvo en la prefectura, he hecho cantar a Georges. —Quisiera saber quién me la ha jugado —exclamó Pey-rade—. ¡Mediríamos nuestras fuerzas! —Hay que estar al acecho —dijo Contenson. —Tiene razón —dijo Peyrade—; deslicémonos por todos los agujeros, escuchemos, esperemos... —Vamos a estudiar esta versión —exclamó Corentin—; por de pronto, no tengo nada que hacer. ¡Pórtate bien, tú, Peyrade! Siempre hay que obedecer al señor prefecto... —El señor de Nucingen es fácil de desangrar —hizo observar Contenson—, tiene demasiados billetes de mil francos en las venas... —¡Y pensar que tenía la dote de Lydie al alcance de la mano! —dijo Peyrade al oído de Corentin.

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—Contenson, vamonos, dejemos dormir a nuestro tío Peyrade... ¡Hasta mañana! —Señor mío —dijo Contenson a Corentin en el umbral—, ¡qué curioso intercambio iba a hacer este hombre!... ¡Vaya! ¡Casar a su hija con el precio de...! Vamos, con este argumento podría hacerse una bonita obra dramática, moral incluso, que se titularía La dote de una joven. —¡Ah, qué bien organizados estáis vosotros!... ¡Qué orejas tienes!... —dijo Corentin a Contenson—. Decididamente, la Naturaleza Social provee a todas las especies de las cualidades necesarias para los servicios que espera de ellas. ¡La Sociedad es una segunda Naturaleza! —Es muy filosófico lo que está usted diciendo —exclamó Contenson—; seguro que un profesor sacaría de ello una teoría. —Procura estar al corriente —repuso Corentin, sonriendo mientras caminaba con el espía por las calles— de todo cuanto ocurra en casa del barón de Nucingen, a propósito de la desconocida... sin entrar en detalles... no cometas trapacerías... —¡Se mira si sale humo por las chimeneas! —dijo Contenson. —Un hombre como el barón de Nucingen no puede ser feliz de incógnito —repuso Corentin—. Y por otra parte, nosotros, que jugamos con los seres humanos, ¡no debemos nunca convertirnos en sus juguetes! —¡Diablo! Sería como si el reo se entretuviera cortando el cuello del verdugo —exclamó Contenson. —Siempre tienes un chiste a punto —respondió Corentin, dejando escapar una sonrisa que formó unas ligeras arrugas en su máscara de yeso. El asunto era excesivamente importante por sí mismo, al margen de sus resultados. Si él barón no había traicionado a Peyrade, ¿quién había tenido interés en ver al prefecto de policía? Para Corentin se trataba de saber si entre los suyos no había algún traidor. Al acostarse pensaba lo mismo que Peyrade: "¿Quién habrá ido a quejarse al prefecto?... ¿A quién pertenece esa mujer?" De este modo, pese a ignorarse mutuamente, Jacques Collin, Peyrade y Corentin se iban aproximando entre sí sin saberlo; y la pobre Esther, Nucingen y Lucien iban a verse necesariamente envueltos en la lucha que había comenzado ya y que iba a ser terrible debido al amor propio que caracteriza a los hombres de la policía. Gracias a la habilidad de Europa, pudo saldarse la parte más amenazadora de la deuda de sesenta mil francos que pesaba sobre Esther y sobre Lucien. La confianza de los acreedores no se resintió siquiera. Lucien y su corruptor pudieron respirar por unos instantes. Como dos fieras acosadas que beben furtivamente de alguna charca, pudieron seguir bordeando los precipicios

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cerca de los cuales el hombre fuerte conducía al débil, ya fuera a la horca o a la fortuna. —Ahora —dijo Carlos a su protegido— nos jugamos el todo por el todo; afortunadamente, las cartas las tenemos marcadas, y los jugadores son muy jóvenes. Durante algún tiempo Lucien frecuentó asiduamente a la señora de Sérizy, por orden de su terrible mentor. Efectivamente, había que evitar la sospecha de que Lucien mantuviera a alguna amante. Por otra parte, encontró una compensación en el gozo de sentirse objeto de amor y en la animación de una vida mundana. Obediente a la señorita Clotilde de Grand-lieu, no la veía más que en el Bosque de Bolonia o en los Campos Elíseos. La mañana siguiente del día en que Esther fue encerrada en la casa del guarda, el personaje terrible y para ella problemático que la amedrentaba fue a proponerle que firmara en blanco tres papeles sellados en los que figuraban las siguientes comprometedoras palabras: Aceptado por sesenta mil francos en el primero; Aceptado por ciento veinte mil francos en el segundo, y Aceptado por ciento veinte mil francos en el tercero. En total, trescientos mil francos en letras. Poniendo. vale por, no hacéis más que un simple billete. La palabra aceptado constituye la letra de cambio y os somete a la prisión por deudas. Esta palabra hace incurrir a quien la firma imprudentemente en la pena de cinco años de cárcel, pena que el tribunal correccional no dicta casi nunca y que la audiencia aplica a los criminales. La ley de prisión por deudas es un recibo de los tiempos de la barbarie que reúne en sí la estupidez y el mérito inestimable de ser inútil, puesto que jamás afecta a los granujas. (Véase ILUSIONES PERDIDAS.) —Se trata de sacar de apuros a Lucien —dijo el español a Esther—. Tenemos una deuda de sesenta mil francos, y con estos trescientos mil quizá nos libremos de ella. Tras haber antedatado en seis meses las letras de cambio, Carlos las hizo extender a nombre de Esther por un hombre incomprendido por parte de la policía correccional, cuyas aventuras, pese al escándalo que provocaron, cayeron pronto en el olvido, se perdieron y fueron cubiertas por el alboroto de la gran sinfonía de julio de 1830. Este joven, que es uno de los más audaces caballeros de industria, e hijo de un escribano de Boulogne, cerca de París, se llama Georges-Marie Destourny. Su padre, obligado por las circunstancias poco prósperas a vender su cargo, dejó a su hijo, hacia 1824, sin ningún recurso, tras haberle dado una brillante educación, ese delirio que cometen tantos pequeños burgueses con sus hijos. A los veintitrés años, el joven y brillante alumno de

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derecho había renegado ya de su padre escribiendo así su nombre en sus tarjetas:

GÉORGIS D'ESTOURNY

Estas tarjetas daban al personaje un olor de aristocracia. Este lechuguino tuvo la audacia de adquirir un tílburi, un groom y de frecuentar los clubs. Todo se aclara con pocas palabras: hacía negocios en la Bolsa con el dinero de las mujeres mantenidas de las cuales era el confidente. Por último sucumbió ante la policía correccional, ante la que compareció acusado de jugar con cartas demasiado afortunadas. Tenía cómplices: jóvenes corrompidos por él, secuaces suyos ligados a él por la gratitud y muchachos que compartían su elegancia y sus créditos. Al verse obligado a huir, desdeñó el pago de sus diferencias en la Bolsa. Todo París, el París de los Lobos Cervales y de los clubs, de los bulevares y de los industriales, se estremecía aún con aquel asunto. En su época de esplendor, Georges d'Estourny, que era guapo y sobre todo muy cordial, generoso como el jefe de una banda de bandoleros, había protegido a la Torpille durante algunos meses. El falso español basó sus especulaciones en el trato que había tenido. Esther con este famoso estafador; el trato con tales individuos es frecuente entre las mujeres de su especie. Georges d'Estourny, cuya ambición se había enardecido con el éxito, había tomado bajo su protección a un hombre llegado a París desde una lejana provincia en busca de negocios, a quien el partido liberal quería indemnizar de las condenas arrostradas valerosamente en el curso de la lucha de la prensa contra el gobierno de Carlos X, cuya persecución se había frenado en los tiempos del ministerio Martig-nac. En aquella ocasión se había indultado al caballero Cérizet, aquel gerente responsable apodado Valiente-Cérizet. Cérizet, bajo el patrocinio formal de las lumbreras de la Izquierda, fundó una casa que a la vez participaba de una agencia de negocios, de un Banco y de una gestoría. Era una de estas casas que constituyen el equivalente, en el comercio, de esas criadas para todo que se anuncian en los periódicos. Cérizet estuvo muy contento de relacionarse con Georges d'Estourny, que lo educó. Esther, en virtud de la anécdota acerca de Ninon, podía hacerse pasar por la fiel depositaría de una porción de la fortuna de Georges d'Estourny. Carlos Herrera se hizo dueño de los valores que había creado gracias a un endoso en blanco firmado Georges d'Estourny. Este papel falso no ofrecía ningún

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peligro, dado que o bien la señorita Esther o bien otra persona a cuenta suya podía o debía pagarlo. Informado acerca de la casa Cérizet, Carlos adivinó en él a uno de esos oscuros personajes decididos a hacer fortuna, aunque... legalmente. Cérizet, el auténtico depositario de D'Estourny, estaba provisto de cantidades importantes, invertidas entonces en la Bolsa, en valores que estaban en alza, lo cual permitía a Cérizet dárselas de banquero. Todo esto se hace en París: se desprecia a un hombre, pero no su dinero. Carlos se personó en casa de Cérizet con la intención de trabajarlo a su manera, ya que por casualidad resultaba ser dueño de todos los secretos del digno socio de D'Estourny. Valiente-Cérizet vivía en un entresuelo de la calle Gros-Chenet, y Carlos, que se hizo anunciar misteriosamente como alguien que iba de parte de Georges d'Estourny, sorprendió en el rostro del supuesto banquero la palidez producida por dicha presentación. Carlos vio, en un modesto gabinete, a un hombrecillo de escasos cabellos rubios, en quien reconoció al Judas de David Séchard, según la descripción que del mismo le había hecho Lucien. —¿Podemos hablar aquí sin miedo a que nos escuchen? —dijo el español, que se había transformado súbitamente en inglés pelirrojo, con gafas azules, limpio y pulido como un puritano yendo a la iglesia. —¿Por qué razón, caballero? —dijo Cérizet—. ¿Quién es usted? —El señor William Barker, acreedor del señor D'Estourny; y voy a demostrarle la necesidad de cerrar las puertas, ya que usted lo desea. Sabemos, señor mío, cuáles han sido sus relaciones con los Petit-Claud, los Cointet y los Séchard de Angulema... Al oír aquellas palabras, Cérizet se precipitó hacia la puerta para cerrarla, volvió a otra puerta que daba a un dormitorio y corrió el cerrojo; a continuación dijo al desconocido: —¡Más bajo, caballero! —Examinó al falso inglés, diciéndole—: ¿Qué quiere usted de mí?... —¡Dios mío! —repuso William Barker—, en este mundo cada uno va a la suya. Usted tiene los fondos del bueno de D'Estourny... Tranquilícese, no vengo a pedírselos; pero, después de mucho apremiarle, este granuja (que, dicho sea entre nosotros, merecería ir al patíbulo) me entregó estos valores diciendo que podía haber alguna posibilidad de hacerlos efectivos; y como yo no quiero demandarle en mi nombre, me dijo que usted no me negaría el suyo. Cérizet miró la letra de cambio y dijo: —Pero si ya no está en Francfort...

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—Lo sé —respondió Barker—, pero podía haber estado allí todavía en la fecha de esta operación... —Pero es que yo no quiero hacerme responsable... —dijo Cérizet. —No le pido este sacrificio —contestó Barker—; usted puede encargarse de recibirlos, los salda, y yo me encargaré del cobro. —Me sorprende que D'Estourny tenga tan poca confianza en mí —añadió Cérizet. —En su caso —respondió Barker— no se le puede acusar de haber puesto sus huevos en muchos nidos distintos. —¿Acaso cree usted...? —preguntó el pequeño negociante, devolviendo al falso inglés las letras de cambio aceptadas y en regla.—...¿Si creo que conservará bien sus fondos? —dijo Barker—. ¡Ya lo creo! ¡Están ya sobre el tapete verde de la Bolsa...! —Mi interés estriba en... —En perderlos ostensiblemente —dijo Barker. —¡Caballero...! —exclamó Cérizet. —Mire usted, querido señor Cérizet —dijo fríamente Barker, interrumpiendo a Cérizet—, me haría usted un favor si me facilitara este cobro. Tenga la amabilidad de escribirme una carta en la que diga que usted me entrega estos valores aceptados a cuenta de D'Estourny, y que el demandante tendrá que considerar al portador de la letra como a su propietario. —¿Hará el favor de decirme sus nombres? —¡Nada de nombres! —respondió el capitalista inglés—. Ponga: El portador de esta letra y de los valores... Recibirá usted buen pago por este, favor... —¿Y de qué manera?... —dijo Cérizet. —Con sólo una palabra. Permanecerá usted en Francia, ¿verdad? —Sí, señor. —¡Pues bien! Georges d'Estourny nunca regresará. —¿Y por qué? —Hay por lo menos cinco personas, que yo sepa, que le asesinarían, y él lo sabe muy bien. —Así no me extraña que me pida lo que le haria falta para irse a las Indias —exclamó Cérizet—. Por desgracia me obligó a invertirlo todo en los fondos públicos. Ya estamos en deuda con la casa Du Tillet. Yo vivo al día. —¡Saque usted, pues, sus cartas del juego! —¡Ah, si lo hubiera sabido antes! —exclamó Cérizet—. Me ha fallado la suerte... —Una última palabra —dijo Barker—: ¡discreción! De esto es usted perfectamente capaz; pero también se necesita fidelidad, y esto ya no es quizá tan seguro. Nos volveremos a ver, y haré que se enriquezca. Después de haber introducido en aquella alma de fango una esperanza que tenía que asegurar su discreción durante mucho tiempo, Carlos,

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caracterizado de nuevo como Barker, fue a ver a un escribano con quién podía contar, para encargarle que lograra un enjuiciamiento definitivo en contra de Esther. —Esto se pagará bien —dijo al escribano—, es un asunto de honor y se quiere que todo esté en regla. Barker hizo que un abogado representara a la señorita Esther ante el Tribunal del Comercio, para que los enjuiciamientos fueran contradictorios. El escribano, a quien se había pedido que obrara con dilicadeza, puso en sobre cerrado todas las actas del sumario y fue él mismo a embargar el mobiliario, en la calle Taitbout, donde le recibió Europa. Una vez hecha la denuncia, Esther cayó manifiestamente bajo la amenaza de prisión por deudas por la cantidad declarada de más de trescientos mil francos. En esto Carlos no tuvo que hacer ningún gran esfuerzo de inventiva. Un tal vodevil de deudas falsas se representa muy a menudo en París. Existen ciertos sub-Gobstck, ciertos Gigonnet que, a cambio de una recompensa, se prestan a estos retruécanos, ya que aún bromean a propósito de tan horrendas maniobras. En Francia todo se hace en son de burla, incluso los crímenes. De modo que se pone precio, ya sea a parientes recalcitrantes, ya sea a ciertas pasiones dispuestas a regatear pero que, ante una flagrante necesidad o por miedo a un supuesto deshonor, sueltan en seguida la pasta. Máxime de Trailles había empleado este sistema muchas veces, remedando las comedias del antiguo repertorio. Carlos Herrera, esta vez, queriendo salvar el honor de su hábito y el de Lucien, había recurrido sin exponerse a un documento falsificado, aunque por aquel entonces la costumbre de emplear falsificaciones se había generalizado tanto que la Justicia había llegado a conmoverse. Dicen que en los alrededores del Palacio Real existe una Bolsa de falsificaciones donde, por tres francos, puede adquirirse una firma. Antes de iniciar el asunto de aquellos cien mil escudos destinados a servir de centinelas en la puerta del dormitorio, Carlos se propuso hacer pagar otros cien mil francos al señor de Nucingen. He aquí de qué manera. Siguiendo sus órdenes, Asia se hizo pasar ante el enamorado barón por una vieja que estaba al corriente de los asuntos de la hermosa desconocida. Hasta la fecha, los autores costumbristas han descrito a muchos usureros; pero han olvidado a las usureras, a las madame La Ressource, de hoy, a esos tan curiosos personajes que actualmente reciben la decente denominación de prenderas, y cuyo papel podía representar la feroz Asia, que tenía dos establecimientos, uno en el Temple y el otro en la calle Saint-Marc, ambos regentados por mujeres de su confianza.

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—Te meterás en la envoltura de la señora de Saint-Estève —le dijo, y quiso examinarla una vez disfrazada. La falsa alcahueta se presentó con un vestido de tela adamascada, estampada con flores, que parecía la de una cortina arrancada de algún camarín; se cubría con un chal de cachemira viejo y gastado, invendible, de esos que agotan su existencia sobre los hombros de mujeres como la que representaba. Llevaba un cuello con puntas preciosas, pero deshilachadas, y un sombrero horrible; llevaba zapatos de piel de Irlanda, a cuyos bordes la carne de sus pies hacía el efecto de unos burletes de seda negra. —¡Y la hebilla del cinturón! —dijo, mostrando una pieza de orfebrería muy sospechosa que comprimía su vientre de cocinera—. ¡Eh, vaya estilo! Y la cintura... ¡con qué gracia me afea! ¡Oh, mama Rorro me ha vestido muy lindamente! —Primero has de ser melosa —le dijo Carlos—, casi temerosa, y desconfiada como una gatita; sobre todo, haz que el barón se avergüence de haber echado mano de la policía sin que ésta te haya molestado a ti para nada. Por último, dale a entender, en la práctica, en términos más o menos claros, que desafías a todas las policías del mundo a que descubran dónde está su belleza. Oculta bien tus trazas... Cuando el barón te conceda la libertad de darle palmadas en la barriga llamándole "¡Depravadote!", entonces adopta una actitud insolente y trátale como a un lacayo. Nucingen, amenazado con no ver nunca más a la mediadora si procedía a la más leve vigilancia, tenía que ver a Asia yendo a pie hasta las inmediaciones de la Bolsa, misteriosamente, a un entresuelo miserable de la calle Neuve-Saint-Marc. ¡Cuántas veces han sido holladas aquellas calles mugrientas por enamorados millonarios, y con qué fruición! Las piedras lo saben. La señora de Saint-Estève, llevando al barón de esperanza en desesperanza, en dosis sabiamente estudiadas, logró, que éste deseara enterarse de cuanto concernía a la desconocida a cualquier precio... Entretanto el escribano proseguía sus gestiones a buena marcha, puesto que, al no toparse con ninguna resistencia por parte de Esther, actuaba de acuerdo con los plazos legales sin perder un solo día. Lucien, acompañado por su consejero, visitó cinco o seis veces a la prisionera en Saint-Germain. El feroz cerebro de estas maquinaciones había considerado necesarios tales encuentros para impedir que Esther desmejorara, ya que su belleza se había convertido en capital. En el momento de marchar de la casa del guarda, llevó a Lucien y a la pobre cortesana al borde de un camino desierto, a un lugar desde donde se veía París y donde nadie podía oírles. Los tres se sentaron, de cara al sol naciente, bajo el tronco de un álamo derribado, ante aquel paisaje, que es

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uno de los más espléndidos del mundo y abarca el lecho del Sena, Montmartre, París, Saint-Denis. —Hijos míos, vuestro sueño ha terminado —dijo Herrera—. Tú, pequeña, nunca más verás a Lucien; y si lo ves, lo habrás conocido hate cinco años, sólo durante unos días. —Mi muerte ha llegado ya —dijo Esther sin derramar una sola lágrima. —Bueno, hace cinco años que estás enferma —repuso Herrera—. Suponte que estás tísica y muérete sin aburrirnos con tus elegías. Pero ahora verás que aún puedes vivir, ¡y muy bien!... Déjanos, Lucien, ve a coger sonetos —le dijo, señalándole un campo a algunos pasos de distancia. Lucien dirigió a Esther una mirada mendigante, una de esas miradas propias de los hombres débiles y ávidos que tienen mucha ternura en el corazón y mucha cobardía en el ánimo. Esther le contestó con un movimiento de cabeza que significaba: "Voy a escuchar al verdugo para saber cómo he de poner el cuello bajo el filo del hacha, y tendré la valentía de morir bien." El gesto fue tan dulce y al mismo tiempo apuntaba tales horrores, que el poeta lloró; Esther corrió hacia él, lo apretó entre sus brazos, bebió sus lágrimas y le dijo: —¡Tranquilízate! Fue una de esas palabras que se expresan con el gesto, con la mirada y con la voz del delirio. Carlos se puso a explicar claramente, sin ambigüedades, y muchas veces con expresiones terriblemente descarnadas, la crítica situación de Lucien, su posición en la casa de Grand-lieu, la espléndida vida que le esperaba en caso de triunfar y, por último, la necesidad por parte de Esther de sacrificarse a tan maravilloso porvenir. —¿Qué hay que hacer? —exclamó la muchacha, fanatizada. —Obedecerme ciegamente —dijo Carlos—. ¿De qué puede usted quejarse? De usted misma dependerá el labrarse un futuro dichoso. Va a convertirse usted en lo que ahora son Tullía, Florine, Mariette y la Val Noble, sus antiguas amigas, es decir, en la querida de un hombre rico por quien no sentirá ningún amor. Una vez liquidados nuestros asuntos, su enamorado es lo bastante rico para hacerla feliz... —¡Feliz!... —dijo levantando los ojos al cielo. —Ha gozado usted de cuatro años de paraíso —prosiguió—. ¿Acaso no puede vivirse con semejantes recuerdos?... —Le obedeceré —contestó Esther, secándose una lágrima—. ¡No se inquiete por lo demás! Usted lo ha dicho, mi amor es una enfermedad mortal.

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—Aún no he terminado —repuso Carlos—; debe conservarse hermosa. A los veintidós años y medio, está usted en el punto culminante de su belleza gracias a su felicidad. En fin, vuelva a ser de nuevo la Torpille. Sea usted traviesa, malgastadora y astuta, no tenga piedad con el millonario del que le hago entrega. ¡Escúcheme!... Este individuo es un ladrón de grandes Bolsas, no ha tenido piedad por mucha gente, ha engordado con los dineros de la viuda y del huérfano; ¡usted será la Venganza de sus víctimas!... Asia vendrá a recogerla en un coche de punto, y esta misma noche estará de nuevo en París. Si deja usted entrever la relación que ha tenido con Lucien durante cuatro años, será como si le disparara un tiro en la cabeza. Le pregur.carán dónde ha estado; contestará que se la llevó de viaje un inglés exageradamente celoso. En otros tiempos demostró usted mucho ingenio para bromear, procure recuperar todo aquel ingenio... ¿Habéis visto alguna vez una cometa radiante, una de esas mariposas gigantes de la infancia, recubierta de papel dorado, planeando por el cielo?... Los niños se distraen un momento, alguien corta el hilo y el meteoro cae con una espantosa velocidad. Lo mismo le ocurrió a Esther oyendo a Carlos.

SEGUNDA PARTE LO QUE EL AMOR CUESTA A LOS VIEJOS

Desde hacía ocho días Nucingen iba, casi a diario, a regatear la entrega de su amada a la tienda de la calle Neuve-Saint-Marc. Allí Asia, a veces bajo el nombre de Saint-Estève y a veces bajo el de señora Rorro, presumía entre los más hermosos atavíos que han llegado a aquella horrible situación en que los vestidos ya no son vestidos, pero no son todavía andrajos. El marco estaba en armonía con el aspecto que aquella mujer adoptaba, ya que tales tiendas son una de las más siniestras peculiaridades de París. Allí pueden verse los despojos que la Muerte ha dejado con sus manos descarnadas, y puede oírse el estertor de un pecho atacado por la tisis; se adivina también la agonía de la miseria bajo un traje de brocado de oro. Las horrendas disputas entre el Lujo y el Hambre están allí escritas sobre ligeros encajes. Uno puede encontrar la fisonomía de una reina bajo un turbante con plumas cuya postura recuerda —restablece casi— el rostro ausente. ¡Es lo repugnante dentro de lo hermoso! El látigo de Juvenal, agitado por las manos oficiales del perito tasador, desparrama los manguitos gastados, la peletería mustia de las cortesanas arruinadas. Es un estercolero de flores en el cual destacan, acá y allá, algunas rosas recién cogidas y pronto desechadas, y sobre el cual está siempre acurrucada una vieja, la prima hermana de la Usura, la Ocasión que pintan calva, desdentada y dispuesta a

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vender el contenido, pues el continente está ya acostumbrada a comprarlo: compra o vende tanto a la mujer sin el vestido como el vestido sin la mujer. Asia se encontraba en su elemento, como el cabo de varas en el presidio o como el buitre, con el pico ensangrentado, sobre un cadáver; su aspecto era más espantoso que el de los salvajes horrores que hacen estremecerse a los transeúntes cuando a veces encuentran sorprendidos alguno de sus más remotos y sentidos recuerdos expuesto en algún sucio escaparate, tras el cual hace muecas alguna auténtica Saint-Estève retirada. De irritación en irritación, de diez mil francos en diez mil francos, el banquero había llegado a ofrecer sesenta mil francos a la señora de Saint-Estève, que le respondió con una mueca de repulsa que hubiera hecho perder la paciencia a un macaco. Después de una noche agitada, después de haber reconocido cuánto desorden había introducido Esther en su mente y tras haber conseguido unas ganancias inesperadas en la Bolsa, se presentó una mañana con la intención de soltar los cien mil francos que Asia le pedía; pero antes quería sonsacarle muchísimas informaciones. —¿Por fin te decides, chungón? —le dijo Asia, dándole palmadas en el hombro. La familiaridad más deshonrosa es el primer tributo que esta clase de mujeres imponen a las pasiones desenfrenadas o a las desgracias que se entregan en sus manos; nunca se alzan a la altura del cliente, sino que le obligan a sentarse junto a ellas sobre su montón de basura. Como puede observarse, Asia obedecía admirablemente a su dueño. —Pien lo jale —dijo Nucingen. —Y no sales perdiendo —respondió Asia—. Ha habido mujeres que se han vendido más caras que ésta, relativamente. ¡Es que hay mujeres y mujeres! De Marsay dio por Coralie sesenta mil francos. La que tú quieres ha costado cien! mil francos de primera mano; pero para ti, te das cuenta, viejo verde, es un asunto de conveniencia. —Bero, ¿tónte esdá? —¡Oh, ya la verás! Tú y yo somos iguales: ¡dadme, dadme!... ¡Ah, amiguito, tu pasión ha cometido locuras! Esta clase de jovencitas no son nada razonables. La princesa es ahora lo que decimos un dondiego de noche... —Un tontieco... —Vamos, no te hagas el babieca... Tiene a Louchard sobre su pista; yo le he prestado cincuenta mil francos... —Feindicingo, serán —exclamó el banquero. —Demonio, veinticinco por cincuenta, esto cae por su propio peso —respondió Asia—. Seamos justos, ¡esta mujer es la honradez misma! Ya no le quedaba más que su persona, y me dijo: "Querida señora Saint-Estève,

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estoy en apuros y sólo usted puede hacerme este favor.; présteme veinte mil francos, se los hipotecaré sobre mi corazón..." ¡Oh, tiene corazón noble!... Sólo yo sé dónde está. Una indiscreción me costaría los veinte mil francos... Antes vivía en la calle Taitbout. Antes de irse de allí... (Sus muebles fueron embargados... ya se sabe, los gastos. ¡Esos golfos de los alguaciles!... ¡Ya lo sabe usted, que entiende mucho en Bolsa y cosas así!) Pues no fue tonta, alquiló por un par de meses su piso a una inglesa, una espléndida mujer que tenía de amante a Rubempré, y él tenía tantos celos que la sacaba de paseo por las noches... Pero como iban a llevarse los muebles, la inglesa se marchó; además era muy cara para un pipiólo como Lucien... —Hace usdet te pango —dijo Nucingen. —En especie —dijo Asia—. Hago préstamos a las mujeres guapas; y esto rinde, porque se cuenta con dos valores a la vez. Asia gustaba de acentuar el papel de esas mujeres, que son muy ásperas, pero más zalameras y dulces que la malaya, y que justifican su comercio con motivos de gran elevación. Asia fingía haber perdido todas sus ilusiones, decía que había perdido a sus cinco amantes y a sus hijos; se lamentaba de ser víctima de todo el mundo, a pesar de su experiencia. De vez en cuando enseñaba papeletas del Monte de Piedad como prueba de lo mal que iba su negocio. Fingió estar en apuros y con deudas. En suma, actuó con tanta ingenuidad que el barón acabó por creer en el personaje que representaba. —¡Pueno! Si sueldo los cien mil, tónte la jeré? —dijo con el tono del que está dispuesto a cualquier sacrificio. —Verás, gordo, vas a venir hoy, al anochecer, en tu coche por ejemplo, ante el Gimnasio. Aquél es el camino —dijo Asia—. Te pararás en la esquina de la calle Sainte-Barbe. Yo estaré allí de guardia; nos iremos en busca de mi hipoteca de pelo negro... ¡Oh, tiene unos cabellos preciosos mi hipoteca! Cuando se quita la peineta, Esther queda a cubierto como si estuviera bajo un pabellón. Pero me parece que aunque entiendas de números, de todo lo demás estás hecho un babieca; te aconsejo que escondas bien a la pequeña, porque te la meten en Sainte-Pélagie, sin chistar, al día siguiente, si la encuentran... y... la están buscando. —¿No se botrían reguberar las ledras? —dijo el incorregible Lobo Cerval. —Las tiene el alguacil... pero no hay tu tía. La chiquilla duvo una pasión y se gastó todo un fondo que ahora le reclaman. ¡Maldita sea! Un corazón de veintidós años es muy juguetón. —Pien, pien, yo arreciaré eso —dijo Nucingen, adop tando un aire de lince—. No hace váida tecir gue seré su brodegdor. —¡Oye, tontaina! Te advierto que es cosa tuya hacerte querer por ella, y tienes bastante dinero para comprar un amor fingido que valga lo que uno

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verdadero. Yo te pongo a tu princesa entre las manos; lo demás ya no es asunto mío... Eso sí, está acostumbrada al lujo y a las mayores atenciones. ¡Ah, hijo mío! Es una mujer bien... De no ser así, ¿crees que le habría dado quince mil francos? —¡Muy pien! Ticho esdá. ¡Hasda la noche! El barón volvió a proceder al acicalamiento nupcial que ya una vez había llevado a cabo; pero esta vez la certeza del éxito le hizo duplicar la dosis de las pildoras. A las nueve encontró a la mujer en la cita y la hizo subir a su coche. —¿Atonte? —dijo el barón. —¿Adonde? —dijo Asia—. A la calle de la Perle, en el Marais, que es una dirección muy oportuna, porque tu perla está en el charco1, pero tú vas a lavarla. Al llegar allí, la falsa señora Saint-Estève dijo a Nucingen con una desagradable sonrisa: —Vamos a caminar un poco, no soy tan tonta como para haber dado la verdadera dirección. —Biensas en doto —respondió Nucingen. —Es mi oficio —replicó la mujer. Asia llevó a Nucingen a la calle Barbette, donde fue introducido en el cuarto piso de una casa amueblada, propiedad de un tapicero del barrio. Al ver a Esther con ropas de trabajadora y haciendo un bordado, en una habitación pobremente amueblada, el millonario palideció. Al cabo de un cuarto de hora, durante el cual Asia pareció cuchichear con Esther, el anciano apenas podía hablar aún. —Señorida —dijo por fin a la pobre muchacha—, ¿dentro usdet la pontat te acebdarme gomo brodegdor?... —Es preciso que así sea, señor —dijo Esther, de cuyos ojos brotaron dos gruesas lágrimas. —No llore. Guiero hacerla la más velís te las maqueres... Téjese únigamende amar bor mí, jera. —Hija mía, el señor es razonable, sabe muy bien que tiene más de sesenta y seis años, y será indulgente. En fin, ángel mío, es un padre lo que te he encontrado... —Hay que hablarle así —dijo Asia al oído del banquero, descontento ante aquellas palabras—. No se cogen las golondrinas disparando con la pistola. Venga por aquí —añadió, llevándose a Nucingen al cuarto de al lado—. Ya sabe cuáles son nuestros acuerdos, angelito. Nucingen sacó del bolsillo de su traje una cartera y corito los cien mil francos, que Carlos esperaba con gran impaciencia, oculto en un gabinete, donde la cocinera se los llevó en seguida.

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—Aquí tenemos cien mil francos que nuestro hombre invierte en Asia, ahora vamos a hacerle invertir en Europa —dijo Carlos a su confidente cuando estuvieron en el rellano. Desapareció tras haber dado instrucciones a la malaya, que regresó al piso donde Esther lloraba derramando abundantes lágrimas. La joven, como un criminal condenado a muerte, se había hecho la ilusión de un desenlace novelesco y, sin embargo, había llegado la hora fatal. —Hijos míos —dijo Asia—, ¿adonde vais a ir?... Porque el barón de Nucingen... Esther miró al famoso banquero con un gesto de asombro perfectamente fingido. —Sí, mi be güeña, soy el paran te Nisinquen... —El barón de Nucingen no puede, no debe permanecer en una pocilga como ésta. ¡Escúcheme!... Su antigua doncella Eugénie... —¡Echénie! Te la galle Daidboud... —exclamó el barón. —Pues sí, la encargada del mobiliario —repuso Asia— que alquiló la casa a la inglesa... —¡Ah, gombrenio! —dijo el barón. —La antigua doncella de la señora —prosiguió respetuosamente Asia, señalando a Esther— les recibirá muy bien esta noche, y jamás se le ocurrirá al guardia del comercio ir a buscarla a su antiguo piso y del que se fue hace tres meses... —¡Bervegdo, bervegdo! —exclamó el barón—. Atemáss, yo gonosgo a los cuartias tel gomercio, y sé lo gué hay gue tecirles bara gue tesabarezgan... —Con Eugénie tendrá una buena pieza —dijo Asia—, yo fui quien se la proporcionó a la señora... —Ya la gonosgo —exclamó el millonario, riendo—. Échenle me pirló dreinda mil vrangos... —Esther dio tal muestra de horror, que cualquier hombre de corazón le habría confiado su fortuna—. ¡Oh, vué gulba mía! —añadió el barón—. Ipa dras te usdet... —Y contó el equívoco a que había dado lugar el alquiler del piso a una inglesa. —¡Vaya! ¿Ve usted, señora? —dijo Asia—. Eugénie no le ha dicho nada de todo esto, ¡la muy astuta! Pero la señora ya está acostumbrada a esa muchacha —dijo al barón—; consérvela usted, a pesar de todo. —Asia volvió a tomar a Nucingen aparte y le dijo—: Con quinientos francos mensuales para Eugénie, que sabe muy bien lo que se hace, estará usted enterado de todo lo que haga la señora, désela usted de doncella. Eugénie estará tanto más de su parte cuanto que ya le ha sableado a usted... No hay nada que ate tanto una mujer a un hombre como el hecho de haberle

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sableado. Pero téngala bien cogida: lo hace todo por dinero, aquella muchacha, ¡es de alivio!... —¿Y dú? —Yo —dijo Asia —recupero mi dinero. Nucingen, aquel ser tan penetrante, tenía una venda sobre los ojos; se dejó llevar como un niño. La visión de aquella candida y adorable Esther, secándose los ojos y pasando los puntos de su labor con el aire de respetabilidad de una joven virgen, evocaba en el anciano enamorado las sensaciones que había experimentado en el bosque de Vincennes: ¡habría dado entonces la llave de su caja fuerte! Se sentía joven, su corazón rebosaba adoración, y esperaba que Asia se marchara para poder postrarse de hinojos ante aquella madonna de Rafael. Un tal estallido súbito de la infancia en el corazón de un Lobo Cerval, de un anciano, es un fenómeno social de los que la fisiología puede explicar más fácilmente, la adolescencia y sus ilusiones sublimes, comprimida bajo el peso de los negocios, ahogada por continuos cálculos y por las continuas preocupaciones que impone el afán por los millones, reaparece, brota y florece como una semilla olvidada cuyos efectos, cuya esplendorosa germinación obedece al azar, a un sol que surge, que brilla tardíamente. El barón, que a los doce años era ya empleado en la antigua casa de Aldrig-ger en Estrasburgo, no había puesto jamás los pies en el mundo de los sentimientos. Por eso permanecía ante su ídolo sintiendo que en su cerebro se entrechocaban centenares de palabras, sin que sus labios pudieran pronunciar ninguna. Entonces obedeció a un deseo brutal en el que reaparecía el hombre de sesenta y seis años. —¿Guiere usdet jenir a la galle Daidboud?... —dijo. —Donde usted quiera, señor —contestó Esther, levantándose. —¡Tonte usdet guiera! —repitió entusiasmado—. Ess usdet un ánquel fenito tel cielo, a guien guiero como si vuera un covencido, aungue en realitat denco gopellos crises... —Bien puede decir blancos, son de un negro demasiado bonito para no ser más que grises —dijo Asia. —¡Fede, asguerosa fente tora te garne humana! ¡Ya dienes du tinero, no papees más sopre esda vlor te amor! —gritó el banquero, desquitándose mediante este salvaje dicterio de todas las insolencias que había tenido que soportar. —¡Viejo sinvergüenza! ¡Me pagarás este insulto!... —le dijo Asia, amenazándole con un ademán de pescadera que le hizo encogerse de hombros—. Entre la boca de la botella y la del bebedor, hay espacio para una víbora: ¡ahí estaré yo!... gritó, excitada por el desprecio de Nucingen.

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Los millonarios, cuyo dinero guarda el Banco de Francia, cuyas mansiones defienden escuadras de lacayos y cuya persona goza, en las calles, de la protección de un veloz coche con caballos ingleses, no temen ninguna desgracia; por eso el barón miró fríamente de reojo a Asia, con la expresión de quien acaba de entregar cien mil francos. Su aplomo tuvo un efecto inmediato. Asia inició su retirada, refunfuñando hasta la escalera; su lenguaje era demasiado revolucionario: ¡hablaba incluso de patíbulo! —¿Qué le ha dicho usted?... —preguntó la virgen del bordado—; es una buena mujer. —La ha fentito a usdet, le ha ropato... —Cuando una está en la miseria —respondió con un aire capaz de partir el corazón a un diplomático—, ¿quién tiene dinero o atenciones para una?... —¡Bopre begueña! —dijo Nucingen—. ¡No se esdé ni un minudo más aguí! Nucingen ofreció su brazo a Esther, se la llevó tal como iba y la hizo subir al coche, quizá con más respeto que habría podido mostrar por la hermosa duquesa de Maufrigneuse. —Dentrá usdet un pello jesduario, el más ponido te Baris —le decía Nucingen por el camino—. Le roteará el luco máss maravilloso... Nincuna reina será más riga gue usdet. Será resbedata gomo una nofia en Alemania: guiero gue sea lipre... No llore. Esgúcheme... La guiero realmende gon un amor buró. Gata una te sus lacrimas me barde el gorazón... —¿Se puede amar con verdadero amor a una mujer a quien se compra?... —preguntó la muchacha con una voz deliciosa. —Cose pien vue fentito bor sus hermanos a gausa te su quendilesa. Esdo esdá en la Piplia. A temas, en Oriende se gombra a las muqueres lequídimas. Una vez en la calle Taitbout, Esther no pudo volver a ver el marco de su felicidad sin ser afectada por recuerdos muy dolorosos. Se quedó sobre un diván, inmóvil, secando sus lágrimas una a una, sin oír ni una sola de las tonterías que le farfullaba el banquero, que se había arrodillado; le dejó que siguiera en aquella postura, le abandonaba las manos cuando él se las cogía, aunque ignorando, por así decir, de qué sexo era el ser que le calentaba los pies, pues Nucingen los había encontrado fríos. Esta escena de lágrimas ardientes derramadas sobre la cabeza del barón, y de pies helados que él le calentaba, duró desde la doce de la noche hasta las dos de la madrugada. —Echénie —dijo finalmente el barón, llamando a Europa—, mire usdet te gue su ama se agüesde... —¡No! —exclamó Esther, poniéndose bruscamente de pie como un caballo espantado—. ¡Aquí de ningún modo!...

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—Mire, señor, conozco a la señora, es dulce y buena como un cordero —dijo Europa al banquero—; pero no hay que contrariarla; hay que cogerla siempre al sesgo... ¡Ha sido tan desgraciada aquí! ¿Ve usted?... El mobiliario está muy usado. Déjele hacer su voluntad. Sea bueno y póngale una casa bien bonita. Quizá cuando lo vea todo nuevo a su alrededor se sienta desorientada, y a lo mejor le encontrará a usted mejor de lo que es y mostrará una dulzura angelical. ¡Oh, no hay otra como la señora! Puede estar orgulloso de su magnífica adquisición: un buen corazón, una gran amabilidad, un fino empeine, una piel de rosa... ¡Ah!, y un ingenio con el que haría reír a un condenado a muerte... Es fácil sentir apego por la señora... ¡Y qué bien sabe vestirse!... En definitiva, aunque sea cara, bien lo vale. Aquí todos sus vestidos han sido embargados, de modo que su guardarropa está anticuado de tres meses. ¡La señora es tan buena, ve usted, que yo la quiero, es mi ama! Pero sea usted justo: ¡que una mujer como ella tenga que verse entre muebles embargados!... ¿Y a causa de quién? A causa de un sinvergüenza que la ha hundido... ¡Pobre señora! Ya no es la misma. —Esder, Esder... —decía el barón—, agüesdese, ánquel mío. Si soy yo guien le ta mieto, me guetaré en esde ganábé... —exclamó el barón, enardecido por el más puro amor, viendo que Esther no paraba de llorar. —Bueno —contestó Esther, cogiendo la mano del barón y besándosela con un sentimiento de gratitud que puso en los ojos de aquel Lobo Cerval algo muy parecido a una lágrima—, se lo agradeceré en el alma... Y se apresuró hacia su habitación, donde se encerró. "Hay aleo ineksbligable en doto esdo... —decía para sí el barón, agitado por las pildoras—. ¿Gué tiran en mi gasa?... —Se levantó y miró por la ventana—: Mi goche sique esdanto ahí... ¡Brondo será te tía!... —Se paseó por la habitación—: ¡Te gué moto se purlaría te mí la señora te Nuchinquen si llecara a saper gomo he basato la noche!... —Incomodado por lo ridículo de su situación, fue a pegar la oreja a la puerta de la habitación—: ¡Esder!... —Ninguna respuesta—. ¡Tios mío! Aún llora...", dijo para sí, volviendo a acostarse al canapé. Unos diez minutos después del alba, el barón de Nucingen, que había podido finalmente conciliar un mal sueño en una postura incómoda sobre el diván, despertó sobresaltado a las voces de Europa, en medio de uno de esos sueños cuyas rápidas complicaciones constituyen uno de los problemas sin solución de la fisiología médica. —¡Ay, Dios mío, señora! —gritó Europa—. ¡Señora! ¡Los soldados, la policía, la Justicia! Quieren detenerla... En el instante en que Esther abrió la puerta y apareció, medio envuelta en su bata, en zapatillas, con el pelo desordenado, capaz de llevar a la

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condenación, por su belleza; al arcángel Rafael, la puerta del salón dio paso a un alud de basura humana que se precipitó, sobre sus diez patas, hacia aquella celestial muchacha que parecía un ángel de alguna ¡pintura religiosa flamenca. Se destacó un hombre. Contenson, el horrible Contenson, puso su mano sobre el hombro húmedo de Esther. —¿Es usted la señorita Esther Van...? —dijo. Europa con un buen revés en la mejilla de Contenson y un golpe seco en las piernas, derribó al agente. —¡Atrás! —gritó—. ¡Nadie toca a mí ama! —¡Me ha roto la pierna! —gritaba Contenson al levantarse—. ¡Me las pagarán...! De aquella masa de cinco esbirros vestidos de esbirros, que no se habían quitado los horrendos sombreros que llevaban sobre sus cabezas, más horrendas aún, y que exhibían unas caras venosas de madera de caoba con ojos bizqueantes y bocas retorcidas, se destacó Louchard, que vestía con más decoro que sus hombres, aunque conservaba también su sombrero puesto, y que mostraba una cara dulzona y chispeante. —Señorita, queda usted detenida —dijo a Esther—. En cuanto a usted, hija mía —dijo a Europa—, toda rebeldía recibirá su castigo y toda resistencia es inútil. Estas palabras fueron reforzadas por el ruido de los fusiles, cuyas culatas golpearon las baldosas del comedor y de la antesala, anunciando así que la guardia acompañaba y apoyaba al guardia. —¿Y por qué me detienen? —preguntó Esther con toda inocencia. —¿Y sus pequeñas deudas?... —contestó Louchard. —¡Ah, es cierto! —exclamó Esther—. Déjenme vestir. —Desgraciadamente, señorita, debo cercionarme de si tiene usted algún medio de evasión en su habitación —dijo Louchard. Todo esto ocurrió tan de prisa, que el barón no había tenido todavía tiempo de intervenir. —¡Gué! ¡Soy ahora una fentetora te garne humana, paran te Nichinquen!... —exclamó la terrible Asia, deslizándose por entre los esbirros hasta el diván, donde fingió descubrir al banquero. —¡Invame! —exclamó el barón, irguiéndose con toda su majestad financiera. Se interpuso entre Esther y Louchard, el cual se descubrió al oír la exclamación de Contenson: —¡El señor barón de Nucingen!... A un gesto de Louchard, los esbirros salieron del piso mientras se descubrían todos con respeto. Sólo se quedó Contenson.

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—¿Va a pagar el señor barón?... —preguntó el guardia, con el sombrero en la mano. —Foy a bacar —contestó—, bero denco gue saper te gué se drada. —Trescientos doce mil francos y algunos céntimos, con todos los gastos liquidados; pero la detención no está incluida. —¡Dresciendos mil vrangos! —exclamó el barón—. Ess un tesperdar temasiato garó bara un hompre gue ha pasato la noche sopre un ganabé —añadió al oído de Europa. —¿Es este hombre el barón de Nucingen? —dijo Europa a Louchard, acompañando su expresión de duda con un gesto que le habría envidiado la señorita Dupont, la última confidenta del Théâtre-Français. —Sí, señorita —dijo Louchard. —Sí —contestó Contenson. —Resbonto te ella —dijo el barón, cuyo pundonor había herido la duda de Europa—, téjenme tecirle unas balapras. Esther y su viejo enamorado entraron en la habitación, y Louchard creyó necesario pegar el oído a la cerradura. —La guiero más gue a mi fita, Esder; bero ¿bor gué tar a sus agreetores un tinero gue esdaría mecor en el polsillo te usdet? Faya a la gárcel: le carandizo gue reguberaré los sien mil esgutos gon cien mil vrangos, y guetarán bara usdet tosciendos mil vrangos... —Este sistema es inútil —le gritó Louchard—. El acreedor no está, como usted, enamorado de la señorita... ¿comprende usted? Lo quiere todo, y más, desde que sabe que está usted prendado de ella. —¡Impécil! —dijo Nucingen a Louchard, abriendo la puerta e introduciéndole en la habitación—, no sapes lo gue tices. A di de toy el feinde bor ciendo, si acebdas el necocio... —Imposible, señor barón. —¡Cómo, señor! ¿Tendría usted estómago—dijo Europa, terciando— para dejar que mi ama fuera a la cárcel?... Pero, ¿quiere usted mis prendas, mis ahorros? Tómelos, señora, tengo cuarenta mil francos. —¡Ay, pobre amiga mía! —exclamó Esther—, no te conocía —dijo apretándola entre sus brazos. Europa estalló en sollozos. —Focaré —dijo lastimosamente el barón, sacando un carnet del cual extrajo uno de esos papelitos cuadrados e impresos que los bancos dan a los banqueros y que basta rellenar con cifras y letras para convertir en talones al portador. —No se moleste, señor barón —dijo Louchard—; tengo órdenes de no recibir el pago si no es en oro o en plata. Siendo usted, me contentaré con billetes de banco. —¡Enséñatme los dídulos! —exclamó el barón. Contenson le presentó tres carpetas forradas de azul; el barón las cogió, mirando a Contenson, y dijo a éste al oído: "Haprías sólito cananto si me hupieras atferdito."

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—¿Acaso sabía que estaba usted aquí, señor barón? —contestó el espía, sin preocuparse de si Louchard le oiría o no—. Ha salido usted perdiendo al retirarme su confianza. Le están sableando —añadió aquel profundo filósofo, encogiéndose de hombros. "Es jertat", dijo el barón para sí. —¡Ah, mi begueña —exclamó al ver las letras de cambio y dirigiéndose a Esther—, es usdet fígdima te un faliende sinvergüenza, te un esdavator! —¡Sí, por desgracia! —dijo la pobre Esther—. Pero me quería mucho... —Si lo hupiera sapito, hupiese inderbuesto regurso. —Pierde usted la cabeza, señor barón —dijo Louchard—; hay un tercer portador. —Sí —asintió—, hay un dercer bordator... ¡Serisé! ¡Un hompre te la obositión! —¿Tendrá la bondad el señor barón de escribir una nota a su cajero? —dijo Louchard, sonriendo—; voy a mandar allí a Contenson y despediré a mi gente. El tiempo pasa, y pronto todo el mundo sabría... —¡Fede, Gondanson.... —gritó Nucingen—. Mi gajero fife en la esguina te la galle te Madurins y te l'Argate. Aguí dienen una nodo boro gue faya a fer a Ti Dilet o a los Keller en gaso te gue no dencamos los mil esgutos, ya gue nuesdro tinero esdá doto en el pango... Físdase usdet, ánquel mío —dijo a Esther—, esdá usdet lipre. Las piejos son máss belicrosas gue las cófenes... —exclamó mirando a Asia. —Voy a dar de reír al acreedor —le dijo Asia—, y me dará con qué entretenerme hoy. Sin rengor, señor parán... —añadió la Saint-Estève con una desagradable reverencia. Louchard tomó los títulos de manos del barón y se quedó a solas con él en el salón, adonde llegó media hora más tarde, el cajero acompañado de Contenson. Esther salió con un atuendo encantador, aunque improvisado. Cuando Louchard hubo contado la suma, el barón quiso examinar los títulos; pero Esther se apoderó de ellos con un ademán felino y los llevó a su escritorio. —¿Qué da usted para la canalla?... —dijo Contenson a Nucingen. —No han denito usdetes muchos miramiendos —dijo el barón. —¡Y mi pierna!... —exclamó Contenson. —Luchart, le tará usdet cien vrangos a Gondanson tel gampio tel pillede te mil... —¡Es una muquer muy hermosa! —decía el cajero al barón de Nucingen al salir de la calle Taitbout—, bero güesda muy gara al señor parón.

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—Cuárteme el segredo —dijo el barón, que había pedido también a Contenson y a Louchard que le guardaran el secreto. Louchard se marchó seguido por Contenson; pero en el bulevar, Asia, que los vigilaba, detuvo al guardia del comercio. El escribano y el acreedor está ahí en un coche, están sedientos —le dijo— ¡y tienen con qué untar el carro! Mientras Louchard contaba el dinero, Contenson pudo examinar a los clientes. Vio los ojos de Carlos, distinguió la configuración de la frente bajo su peluca, y la peluca le pareció sospechosa; tomó el número del coche de punto, mostrándose totalmente ajeno a lo que pasaba; Asia y Europa le tenían muy intrigado. Pensaba que el barón era víctima de gente extraordinariamente hábil, tanto más cuanto que Louchard, al pedirle ayuda, había mostrado una discreción extraña. La zancadilla de Europa, por otra parte, no había afectado a Contenson únicamente en la tibia. "Este golpe no me augura nada bueno", había pensado al levantarse. Carlos despidió al escribano después de recompensarle generosamente, y gritó al cochero: —¡A las escaleras del Palacio Real! "¡Vaya con el tunante! —dijo para sí Contenson al oír la orden—. ¡Aquí hay gato encerrado!... Carlos llegó al Palacio Real con una rapidez que no hacía temer que le siguieran. Cruzó de prisa las galerías y tomó otro coche de punto en la plaza del Château-d'Eau, diciendo: —Pasaje de la Ópera, por la parte de la calle Pinon. Un cuarto de hora más tarde entraba en la calle Taitbout. Al verle, Esther le dijo: —¡Aquí están estos endiablados papeles! Carlos tomó los títulos y los examinó; a continuación fue a quemarlos en la cocina. —¡Ya hemos dado el golpe! —exclamó, enseñándole el paquete de los trescientos diez mil francos que sacó del bolsillo de su levita—. Esto y los cien mil francos sonsacados por Asia nos permiten ya actuar. —¡Dios mío! ¡Dios mío! —exclamó la pobre Esther. —Pero, imbécil —dijo el feroz calculador—, conviértete ostensiblemente en la querida de Nucingen y podrás ver a Lucien, que es amigo de Lucingen; ¡no te prohibo que tengas una pasión por él! Esther vislumbró una débil claridad en su tenebrosa vida, y dio un respiro. —Europa, hija mía —dijo Carlos, llevándose a esta mujer a un rincón del gabinete en que nadie podía escuchar la conversación—. Europa, estoy contento de ti.

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Europa levantó la cabeza y miró al hombre con una expresión que transformó de tal manera su rostro ajado, que Asia, que presenciaba la escena desde la puerta, llegó a preguntarse si el interés por el cual Carlos tenía cogida a Europa sería superior en profundidad al interés por el cual ella misma se sentía ligada a él. —Esto no es todo, hija mía. Cuatrocientos mil francos no son nada para mí... Paccard te entregará la factura de una vajilla de plata que asciende a treinta mil francos, y sobre la cual se han cobrado algunos anticipos; pero nuestro orfebre Biddin ha hecho algunos gastos. El mobiliario que nos embargó será puesto a subasta seguramente mañana. Vete a ver a Biddin, que vive en la calle de LArbre-Sec, te dará recibos del Monte de Piedad por valor de diez mil francos. ¿Comprendes? Esther ha encargado una vajilla de plata y no la ha pagado, ha dejado la liquidación pendiente, de modo que le presentarán una pequeña denuncia por estafa. Entonces habrá que dar treinta mil francos al orfebre y diez mil francos al Monte de Piedad para recuperar la cubertería. Total: cuarenta y tres mil francos, gastos incluidos. Esta cubertería no es de plata de ley, por lo que el barón se la renovará y por este lado podremos sablearle algunos billetes más de mil francos. ¿A cuánto pueden subir los gastos de modista por dos años? —A seis mil francos —respondió Europa. —Pues bien, si la señora Auguste quiere cobrar y conservar el ejercicio, tendrá que hacer una cuenta de treinta mil francos desde hace cuatro años. Haremos el mismo acuerdo con la dueña de la tienda de modas. El joyero Samuel Frisch, el judío de la calle Saint-Avoie, te prestará recibos, tenemos que deberle veinticinco mil francos, y habremos sacado seis mil francos por nuestras joyas del Monte de Piedad. Devolveremos las joyas al joyero, de las cuales la mitad serán piedras falsas; de todos modos el barón no las mirará. Por último, le harás escupir ciento cincuenta mil francos a nuestro primo en el plazo de ocho días. —La señora tendría que ayudarme un poco —respondió Europa—; dígale usted algo, porque se queda como atontada y me obliga a desplegar más ingenio que tres autores para una sola obra. —Si Esther cae en la gazmoñería, avísame —dijo Carlos—. Nucingen le debe un coche con sus caballos, y ella querrá elegirlo y comprarlo todo ella misma. Iréis a la tienda del vendedor de caballos y del carrocero de la casa donde vive Paccard. Allí hay unos caballos admirables, muy caros, que cojearán al cabo de un mes, y entonces los cambiaremos. —Podríamos sacar seis mil francos mediante una cuenta de perfumista —dijo Europa.

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—¡Oh! —dijo, moviendo la cabeza—, hay que ir despacio, de concesión en concesión. Por ahora Nucingen sólo ha introducido el brazo en el asunto y tenemos que conseguir hacerle meter la cabeza. Necesito, además de todo esto, quinientos mil francos. —Podrá conseguirlos —contestó Europa—. Al llegar a los seiscientos mil, la señora se enternecerá por ese gordo imbécil, y le pedirá cuatrocientos mil para quererle adecuadamente. —Escucha esto, hija mía —dijo Carlos—. El día en que yo recoja los últimos cien mil francos, tú recibirás veinte mil. —¿De qué podrán servirme? —exclamó Europa, dejando caer sus brazos con el ademán de la gente a quienes la existencia les parece imposible. —Podrás volver a Valenciennes, comprarte una hermosa tienda y convertirte en una mujer honrada, si quieres; hay gustos para todo, y Paccard sueña en algo así, a veces. Él no tiene nada en el bolsillo y casi nada sobre la conciencia, de modo que podréis llegar a un arreglo —contestó Carlos. —¡Volver a Valenciennes!... ¡Ni pensarlo, señor! —exclamó Europa, asustada. Europa, que había nacido en Valenciennes y era hija de unos tejedores muy pobres, empezó a trabajar a los siete años en una fábrica de hilados en la que la Industria moderna había abusado de sus fuerzas físicas y el Vicio la había depravado antes de tiempo. A los doce años estaba ya corrompida y a los trece era madre, y mantenía relaciones con seres profundamente degradados. Con ocasión de un asesinato, había comparecido como testigo ante la sala de lo criminal. Vencida por un residuo de probidad y por el terror que produce la Justicia (tenía en aquel entonces dieciséis años), hizo que con su testimonio condenaran al acusado a veinte años de trabajos forzados. El criminal, que era uno de esos reincidentes cuyas organizaciones se fundan en el temor a tremendas represalias, había dicho en plena Audiencia a la muchacha: "Dentro de diez años, Prudence (Europa se llamaba Prudence Servien), volveré para ajustarte las cuentas, aun a riesgo de que me apiolen." El presidente de la Audiencia procuró tranquilizar a Prudence Servien prometiéndole el apoyo y el interés de la justicia; sin embargo, la pobre muchacha fue presa de un terror tan grande, que enfermó y tuvo que permanecer en un hospital durante cerca de un año. La Justicia es un ente de razón encarnado por una serie de individuos que se renuevan sin cesar y cuyas buenas intenciones y recuerdos son, igual que ellos, excesivamente efímeros. Las fiscalías y los tribunales no pueden prevenir nada en cuestión de crímenes: su misión es aceptarlos una vez consumados. En este contexto una policía preventiva sería un beneficio para

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cualquier país; pero la palabra policía asusta actualmente a los legisladores, que ya no saben distinguir entre estos términos: gobernar, administrar, legislar. El legislador tiende; a absorberlo todo en el Estado, como si pudiera actuar. El condenado no iba a dejar de pensar en. su víctima, y consumaría su venganza cuando ya la Justicia no se acordaría del uno ni de la otra. Prudence, que instintivamente comprendió el peligro que corría, aun sin hacerse de él una idea demasiado precisa, se marchó de Valenciennes y se fue a París, a la edad de diecisiete años, para esconderse. Tuvo cuatro oficios, el mejor de los cuatro fue el de comparsa en un pequeño teatro. Paccard se encontró con ello, y a él le contó sus desgracias. Paccard, el brazo derecho de Jacques Collin, habló de Prudence a su amo; y cuando el amo tuvo necesidad de un esclavo, dijo a Prudence: " Si te avienes a servirme como se serviría al diablo, te libraré de Durut." Durut era el presidiario, la espada de Damocles colgada sobre la cabeza de Prudence Servien. Sin conocer estos detalles, muchos críticos habrían considerado algo desorbitada la fidelidad de Europa, y nadie habría podido comprender el impacto espectacular que provocaron las subsiguientes palabras de Carlos. —Sí, hija mía, podrás volver a Valenciennes... Toma, lee. —Y le dio el periódico del día anterior, señalándole con el dedo el artículo siguiente: TOULON—. Ayer tuvo lugar la ejecución de Jean-Francois Durut... Desde primera hora de la mañana, la guarnición, etc. Prudence dejó caer el periódico; sus piernas no resistieron el peso de su cuerpo; tras leer aquello recobraba la vida, ya que, según decía, ni siquiera podía apreciar el gusto, del pan desde que había recibido la amenaza de Durut. —Ya lo ves, he cumplido mi palabra. Han hecho falta cuatro años para hacer caer la cabeza de Durut atrayéndole a una trampa... Pues bien, ayúdame a redondear mi obra y te verás dueña de una pequeña tienda en tu tierra, con veinte mil francos en la mano y desposada con Paccard, que tiene mi autorización para adoptar la virtud como paga del retiro.

Europa volvió a coger el periódico y leyó con mirada fulgurante todos los detalles que suelen dar los periódicos sobre la ejecución de los condenados desde hace veinte años, sin saciarse: el marco impresionante, el sacerdote que siempre logra convertir al reo, el viejo criminal que exhorta a sus antiguos compinches, los fusiles apuntando, los condenados! de rodillas; y a continuación, las triviales reflexiones que no cambian nada del régimen de los presidios, donde hormiguean los crímenes por millares. —Hay que hacer volver a Asia a casa —dijo Carlos.

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Asia se adelantó, sin comprender nada de la comedia que parecía representar Europa. —Para hacerla volver aquí de cocinera, empezaréis por servir al barón una cena tal que jamás haya probado otra igual —añadió—; luego le diréis que Asia ha perdido todo su dinero en el juego y que ha vuelto a su trabajo. No necesitaremos recadero: Paccard será cochero, porque los cocheros no se mueven de su asiento, de modo que son menos accesibles y no será un objetivo tan fácil para los espías. La señora le hará llevar una peluca empolvada y un tricornio de fieltro galoneado; con esto ya cambiará bastante, y además lo haré maquillar. —¿Vamos a tener criados con nosotros? —preguntó Asia desconfiadamente. —Tendremos a gente honrada —respondió Carlos. —¡Gente sin carácter! —replicó la mulata. —Si el barón alquila una mansión, Paccard tiene un amigo que puede hacer de portero —prosiguió Carlos—. No necesitaremos más que un lacayo y una pinche: a dos extraños podréis vigilarlos bien... En el momento en que Carlos iba a salir, apareció Paccard. —Quédese aquí, hay gente en la calle —dijo el criado. Estas palabras tan sencillas provocaron el espanto. Carlos subió a la habitación de Europa y se quedó allí hasta que Paccard volvió a buscarle con un coche de alquiler que entró en la casa. Carlos corrió las cortinas y el coche partió a toda velocidad, sin que fuera posible de ningún modo que lo persiguieran. Una vez llegado al faubourg Saint-Antoine, se apeó a unos pocos pasos de una parada de coches de punto, hasta donde fue andando, y volvió al muelle Malaquais, librándose así de la mirada de los curiosos. —Toma, muchacho —dijo a Lucien, enseñándole cuatrocientos billetes de mil francos—; aquí tienes, espero, un anticipo sobre el precio de las tierras de Rubempré. Vamos a arriesgar cien mil, Acaban de lanzar los ómnibus, y los parisienses se volverán locos con esta novedad, de modo que hablemos triplicado los fondos dentro de tres meses. Ya conozco el truco: van a dar unos dividendos espléndidos sobre el capital para inflar las acciones. Es la repetición de una idea de Nucingen. Al recuperar la tierra de Rubempré no lo pagaremos todo al contado. Irás a ver a Des Lupeaulx y le rogarás que te recomiende él mismo a un procurador muy astuto llamado Desroches, a quien irás a visitar a su estudio; le dirás que vaya a Rubempré a estudiar el terreno, y le prometerás veinte mil francos de honorarios si consigue constituirte treinta mil libras de renta comprando tierras por valor de ochocientos mil francos alrededor del castillo. —¡Tú siempre adelante, adelante!

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—¡Siempre! Nada de bromas ahora. Vete a invertir cien mil escudos en títulos del Tesoro, para no desperdiciar los intereses; puedes dejárselos a Desroches, es tan honrado como taimado... Una vez hecho esto, corre a Angulema y logra que tu hermana y tu cuñado acepten hacer suya una pequeña mentira oficiosa. Tus familiares pueden decir que te han dado seiscientos mil francos para facilitar tu boda con Clotilde de Grandlieu, eso no es deshonroso. —¡Estamos salvados! —exclamó Lucien, deslumbrado. —¡Tú sí! —repuso Carlos—. Aunque no debes cantar victoria hasta que salgas de Santo Tomás de Aquino con Clotilde por esposa... —¿Qué es lo que temes? —dijo Lucien, lleno de un aparente interés por su consejero. —Tengo a algunos curiosos tras mis huellas... Tengo que adoptar el aire de un auténtico cura, lo cual es muy molesto. Y el demonio ya no seguirá protegiéndome por el mero hecho de verme con un breviario bajo el brazo. En este mismo momento el barón de Nucingen, que se iba del brazo de su cajero, franqueaba la puerta de su residencia. —Denco mucho mieto —dijo al entrar— te haper hecho un necocio muy malo... ¡Pah, ya nos reguberaremos! —Lo malo bara el señor paran es gue se ha gorrito la jos —respondió el bueno del teutón, preocupado sólo del decoro. —Sí, mi amande didular tepe te esdar en una siduación tigna te mí —respondió este Luis XIV de los negocios. Seguro de conseguir a Esther tarde o temprano, el barón volvió a ser el gran financiero que era antes. Hasta tal punto volvió a coger las riendas de sus negocios, que su cajero, al encontrarle la mañana siguiente a las seis en su despacho comprobando unos valores, se frotó las manos. —Tecititamendet el señor parón ha reguberado la noche basata —dijo con una sonrisa de alemán, medio avispada y medio necia. Aun cuando la gente rica al estilo del barón de Nucingen tiene más ocasión que los demás de perder dinero, tiene tambien más ocasiones de ganarlo, incluso cuando están entregándose a sus desvaríos. Aunque la política financiera de la Casa Nucingen se explica en otra parte, no es baldío hacer notar que fortunas tan considerables como la suya no se consiguen, no se constituyen, no se amplían y no se conservan, en el torbellino de las revoluciones comerciales, políticas e industriales de nuestra época, sin que se produzcan enormes pérdidas de capitales o, si se quiere, fuertes imposiciones que repercuten sobre las fortunas particulares. Son muy escasos los nuevos valores que se añaden al tesoro común de la tierra. Todo nuevo acaparamiento representa una nueva desigualdad en el reparto

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general. El estado devuelve lo que pide; en cambio, lo que una casa Nucingen coge, se lo queda para sí. Estos golpes de mano escabullen las leyes por la misma razón que habría hecho de Federico II un Jacques Collin, un bandolero, si en lugar de operar mediante batallas para conquistar provincias enteras, hubiera trabajado en el contrabando o sobre valores mobiliarios. Forzar a los estados europeos a tomar empréstitos al veinte o al diez por ciento, hacerse con este diez o veinte por ciento con los capitales del público, sangrar las industrias apoderándose de las materias primas y tender al fundador de una empresa una cuerda para mantenerlo a flote hasta haber recuperado su negocio que hacía agua, en suma, todas estas batallas del franco son lo que constituye la alta política del dinero. Es cierto que el banquero, como el conquistador, corre sus riesgos; pero hay tan poca gente en condiciones de librar tales combates, que las ovejas no intervienen en ellos para nada. Estas grandes gestas se libran entre pastores. Además, como que los ejecutados (término corriente en la jerga de la Bolsa) son culpables de haber querido ganar demasiado, suscitan generalmente muy escaso interés las desgracias provocadas por las combinaciones de los Nucingen. Que un especulador se salte la tapa de los sesos, que un agente de cambio ponga los pies en polvorosa, que un notario se lleve los ahorros de cien familias; —lo cual es más grave que matar a un hombre— o que un banquero haga liquidación, son catástrofes que en París se olvidan en pocos meses y que pronto quedan sumergidas por la agitación casi oceánica de esta gran urbe. Las colosales fortunas de los Jacques Coeur, de los Médicis, de los Ango de Dieppe, de los Auffredi de La Rochelle, de los Fugger, de los Tiépolo o de los Córner fueron antaño lealmente conquistadas mediante privilegios cuya existencia se debía al hecho de ignorar el origen de todos los productos exóticos; pero actualmente los conocimientos geográficos han penetrado tanto en las masas y la competencia ha limitado tanto los beneficios, ¡que las fortunas se acumulan rápidamente: o bien son consecuencia de un azar y de un descubrimiento, o resultado de un robo legal. El pequeño comercio, pervertido por ejemplos escandalosos, ha respondido, sobre todo en los últimos diez años, a la perfidia de las concepciones del gran comercio mediante odiosos atentados a las materias primas. Donde se practica la química, ya no se bebe vino; de ahí que la industria vinícola esté sucumbiendo. Se vende sal falsificada para burlar al fisco. Los tribunales están alarmados ante esta falta general de probidad. Por último, el comercio francés despierta las sospechas de todo el mundo, y la propia Inglaterra se desmoraliza también. En nuestro país el mal viene de la ley política. La Carta ha proclamado el reinado del dinero, de modo que el éxito se convierte entonces en la razón suprema de un mundo ateo. La

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corrupción de las altas esferas, pese a sus resultados resplandecientes con el oro y sus sustanciosas justificaciones, es mucho más repugnante que las corrupciones viles y casi personales de las esferas inferiores, de las que algunos detalles sirven de elemento cómico —aunque terrible, si se quiere— de este episodio. El gobierno, que se asusta ante toda idea nueva, ha desterrado del escenario teatral todos los elementos de la comicidad actual. La burguesía, menos liberal que Luis XIV, tiembla ante la perspectiva de ver sus Bodas de Fígaro, prohibe la representación del Tartufo político y seguramente no dejaría que actualmente se representara Turcaret, porque Turcaret se ha convertido en el soberano. Así pues, la comedia se narra y el libro se convierte en el arma, menos rápida pero más segura, de los poetas. Durante aquella mañana, en medio de las idas y venidas de las audiencias, de las órdenes dictadas y de las entrevistas de unos pocos minutos, que hacen que el despacho de Nucingen se asemeje a una especie de sala de los Pasos Perdidos financiera, uno de sus agentes de cambio le anunció la desaparición de un miembro de la compañía, uno de los más hábiles y más ricos, Jacques Falleix, hermano de Martin Falleix y sucesor de Jules Desmarets. Jacques Falleix era el agente de cambio titular de la casa Nucingen. De acuerdo con Du Tillet y con los Keller, el barón había tramado la ruina de este hombre tan fríamente como si se tratara de matar un cordero pascual. —No botía acuandar —dijo tranquilamente el barón. Jacques Falleix había prestado muy grandes servicios al agiotaje. Durante una crisis, algunos meses antes, había salvado la nave maniobrando con audacia. Pero pedir gratitud a los Lobos Cervales, ¿no es acaso como querer enternecer en pleno invierno a los lobos de Ucrania? —Pobre hombre —contestó el agente de cambio—; se esperaba tan poco este desenlace, que le había puesto en la calle Saint-Georges una casita a su querida; se ha gastado ciento cincuenta mil francos en pinturas y mobiliario. ¡Quería tanto a la señora de Val-Noble!... Y ahora la mujer tendrá que dejar todo eso... —¡Píen, pien! —exclamó Nucingen—. Es güesdión te rebarar las bértitas te esda noche... ¿No ha bacato nata? —preguntó al agente de cambio. —¡Vamos! —respondió el agente—. ¿Cuál de entre los comerciantes habría sido tan grosero cómo para no fiar a Jacques Falleix? Parece ser que tiene una bodega maravillosa. A propósito, la casa está en venta, él pensaba comprarla. El arrendamiento está a su nombre. ¡Qué barbaridad! La cubertería, el mobiliario, los vinos, el coche y los caballos, todo recibirá un valor de subasta, y ¿qué van a cobrar los acreedores?

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—Fenca mañana —dijo Nucingen—, hapré ito a jer doto esdo, y si no se teglara la guiepra, gue se arrecie el asunr do amisdosamende; le engarcaré a usdet gue bonca un brecio razonaple a esde mobiliario, domanto el arriento... —Esto es muy factible—;dijo el agente de cambio—. Vaya allí esta mañana y enontrará a uno de los socios de Falleix con los proveedores, que quieren conseguir un privilegio; pero la Val-Noble tiene sus facturas a nombre de Falleix. El barón de Nucingen mandó inmediatamente a uno de sus empleados al notario; Jacques Falleix le había hablado de esta casa, que a lo sumo valía sesenta mil francos, y quería ser inmediatamente su propietario, para ejercer el privilegio sobre los alquileres. El cajero (hombre honrado) fue a enterarse de si su amo perdía algo con la quiebra de Falleix. —Al gondrario, mi puen Volfgang, joy a reguberar cien mil vrangos. —¡Ah! ¿Y cómo? —Bues, me guetaré gon la gasida gue ese bopre tiaplo te Valleix le brebarapa a su guerita teste hace un año. Lo gonsequiré doto ovreciento cingüenda mil vrangos a los agreetores, y mi nodario Gardot va a recipir insdruksiones bara la gasa, ya gue el brobiedario esdá en aburos... Yo ya esdapa al gorriende, bero úldimamende no sé tónte denía la gapesa. Brondo mi tifina Esder fifirá en un balado... Valleix me llevó una ves: ess una maravilla, y esdá muy cerga te aguí. Me va gomo anillo al teto. La quiebra de Falleix obligaba al barón a ir a la Bolsa; pero le fue imposible irse de la calle Saint-Lazare sin pasar por la calle Taitbout; ya sufría por no haber visto a Esther desde hacía algunas horas, le habría gustado tenerla junto a sí. El beneficio que pensaba sacar de los despojos de su agente de cambio le resarciría de la pérdida de los cuatrocientos mil francos que llevaba ya gastados. Feliz de poder anunciar a su ánquel el traslado de la calle Taitbout a la calle Saint-Georges, donde le esperaba un fertatero balado, donde sus recuerdos no se opondrían ya a su felicidad, Nucingen caminaba rejuvenecido, abrigando sueños de juventud, y el pavimento le parecía suave bajo sus pies. A la vuelta de la calle de Trois-Frères, en medio de sus ensueños y en medio de la calzada, el barón vio acercársele a Europa con una expresión de trastorno. —¡Atonte fas? —dijo. —¡Ah, señor! Iba a su casa... Tenía usted mucha razón ayer. Ahora me doy cuenta de que la pobre señora debería dejarse encerrar en la cárcel por algunos días. Pero, ¿qué entienden las mujeres de finanzas? Cuando los acreedores de la señora supieron que había vuelto a su casa, se

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abalanzaron sobre nosotros como sobre una presa... Ayer por la tarde, a las siete, señor, colocaron unos horribles anuncios que dicen que el sábado su mobiliario se pondrá a la venta... Pero eso no es todo... La señora, que es toda corazón, ha querido entretanto hacer un favor a aquel monstruo, ya sabe usted. —¿Gué monsdruo? —Pues aquel a quien amaba, a ese D'Estourny. ¡Oh, era encantador! Le gustaba jugar, ya está todo dicho. —Jucapa gon las gardas margatas... —¿Y usted, qué?... —dijo Europa—. ¿Qué hace usted en la Bolsa? Un día, para evitar que Georges se saltara la tapa de los sesos (¡vaya usted a creer!), llevó al Monte de Piedad toda su cubertería y sus joyas, que aún no estaban pagadas. Al enterarse de que había entregado algo a un acreedor, todos fueron y le cantaron las cuarenta... La amenazaban con la cárcel... Imagínese usted a su ángel en un trago como éste... ¿No hay acaso como para que se le pongan los pelos de punta? Rompió en sollozos y habló incluso de que se echaría al río... ¡Y es muy capaz de ir! —¡Si ahora foy a feria, atiós Polsa! —exclamó Nucingen—. Y es imbosiple gue no joya, borgtie allí cañaré mucho tinero para ella... pede a galmarla: bacará sus teutas; iré a feria a las guadro. Pero Ichénie, tile gue me ame un bogo... —¡Cómo un poco! ¡Mucho le ama a usted!... Mire, señor, no hay como la generosidad para ganarse el corazón de una mujer... Seguramente que se ahorraría usted quizás unos cien mil francos dejando que se la llevaran a la cárcel. Pero nunca habría logrado usted su corazón... ¿Sabe usted lo que me decía? "Eugénie, se ha portado maravillosamente, con toda generosidad... ¡Es una persona excelente!" —¿Ha ticho eso, Ichénie? —exclamó el barón. —Sí, señor, a una servidora. —Doma, aguí dienes tiez luises... —Gracias... Pero en estos momentos está llorando desde ayer todo lo que santa Magdalena hubiera llorado durante un mes... La que usted ama está al borde de la desesperación, y a causa de unas deudas que no son suyas, por añadidura. ¡Oh, los hombres! Engañan tanto a las mujeres como éstas engañan a los viejos, ¡vamos! —Dotas son icual!... ¡Gombromederse!... Nunga hay gue gombromederse... Gue no firme nata más. Esda fez baco, bero si fuelfe a boner su firma en álcún sidio... me... —¿Qué haría usted? —dijo Europa en actitud de desafío.

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—¡Dios mío! No denco nincún boter sopre ella... Foy a liprarla te dotas sus goncojas... Pede, fede a gonsolarla, y a tecirle gue tendro te un mes fifirá en un begueño balado. —Señor barón, ha hecho usted unas inversiones que rinden muchos intereses en el corazón de una mujer. Mire usted, le encuentro rejuvenecido, yo que no soy más que sirvienta, y que he visto a menudo este mismo fenómeno... Es la felicidad... y la felicidad se refleja de un modo u otro... Si tiene algunos gastos, no lo lamente... ya verá lo que rinde. Además, ya se lo he dicho a la señora: sería la peor de las peores, una arrastrada, si no le mostrara a usted amor, porque la está usted salvando de un verdadero infierno... Cuando ya no tenga preocupaciones, se dará usted cuenta de quién es. Entre nosotros, ahora puedo contárselo, aquella noche que lloraba tanto... ¡qué quiere usted!... siempre se siente apego por el hombre que va a mantenerla a una... y no se atrevía a decirle todo esto... quería huir. —¡Huir! —exclamó el barón, asustado por la idea—. ¡Lásdima te Polsa! Fede, no foy a endrar... Bero haz gue se asome a la fendana... su imaquen me tara ánimos... Esther sonrió al señor de Nucingen cuando éste pasó por delante de la casa; se marchó de allí pesadamente, diciéndose a sí mismo: "¿Es un ánquel!" Obsérvese de qué manera había procedido Europa para lograr este resultado inverosímil. Hacia las dos y media Esther se acababa de vestir como cuando esperaba a Lucien, estaba deliciosa; viéndola así, Prudence le dijo, mirando a la ventana: "¡Ahí está el señor!" La pobre muchacha se abalanzó creyendo que vería a Lucien, y se encontró con Nucingen. —¡Oh, qué daño me haces! —dijo ella. —No había otra manera de lograr que hiciera usted como si se tomara interés por un pobre anciano que va a pagar sus deudas —respondió Europa—, porque por fin las pagará todas. —¿Qué deudas? —exclamó la muchacha, que no pensaba más que en retener a su amor, arrancado de su lado por unas manos terribles. —Las que el señor Carlos le hizo a la señora. —¡Cómo! ¡Pero si eran ya cerca de cuatrocientos cincuenta mil francos! —exclamó Esther. —Todavía quedan ciento cincuenta mil francos; pero el barón se lo ha tomado muy bien... va a sacarla de aquí y a instalarla en un begueño balado... ¡La verdad, no puede usted quejarse!... Si yo estuviera en el lugar de usted, dado que lo tiene usted muy bien ogido, después de haber dado satisfacción a Carlos, intentaría conseguir del viejo una casa y algunas rentas. La señora es sin ninguna duda la mujer más hermosa que jamás haya visto, y la más atractiva; pero ¡la fealdad llega tan de prisa! Yo tuve belleza y lozanía, y ahora ya lo ve... Tengo veintitrés años, casi la misma

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edad que la señora y parezco diez años más vieja. Basta una enfermedad... A lo que iba: cuando se posee una casa en París y una renta, no hay miedo a terminar en la calle. Esther ya no escuchaba a Europa-Eugénie-Prudence Servien. La voluntad de un hombre poseído por el genio de la corrupción estaba hundiendo en el fuego a Esther con la misma fuerza con que la había sacado de él. Los que conocen el amor en su dimensión infinita saben que no se pueden experimentar sus goces sin aceptar el peso de sus virtudes. Después de la escena del tugurio de la calle Langlade, Esther había olvidado por completo su vida anterior. Hasta entonces había vivido muy virtuosamente, enclaustrada en su pasión. El hábil corruptor, para no hallar obstáculos, tenía el talento de disponerlo todo dé tal manera que la pobre muchacha, movida por su abnegación, no tuviera más remedio que dar su consentimiento a las bribonadas que le proponía. Esta habilidad, reveladora de la superioridad del corruptor, explicaba el éxito con que había sometido a Lucien. El procedimiento consistía en crear terribles necesidades, cavar la mina, rellenarla de pólvora, y, en el momento crítico, decir al cómplice: "Haz un signo con la cabeza y todo saltará." En otro tiempo Esther, imbuida de la moral propia de las cortesanas, consideraba tan naturales todos esos agasajos, que valoraba a sus rivales en proporción" al gasto al que eran capaces de obligar a un hombre. Las fortunas derrochadas son los distintivos de estas mujeres. Carlos no se había equivocado al contar con los recuerdos de Esther. Aquellas astucias y estratagemas, empleadas una y mil veces tanto por parte de esas mujeres como por parte de los corruptores, no impresionaban a Esther. Sólo afectaba a la pobre muchacha la degradación en que iba a caer. Amaba a Lucien y se convertía en la querida titular del barón de Nucingen: ahí radicaba para ella todo el asunto. Que el falso español se embolsara el dinero conseguido con sus prendas, que Lucien edificara su fortuna con las piedras del sepulcro de Esther, que una sola noche de placer costara más o menos billetes de mil francos al anciano banquero o que Europa consiguiera de éste algunos centenares de miles de francos empleando trucos más o menos ingeniosos, nada de todo esto preocupaba a la enamorada muchacha. Otro era el cáncer que le roía el corazón. Durante cinco años se había mantenido pura como un ángel. Amaba, era feliz y no había cometido la menor infidelidad. Este amor hermoso y puro iba a ser manchado. En su mente no se formaba el contraste entre su hermosa vida pasada y su futuro inmundo. No había en ella cálculo ni poesía, sino que se limitaba a experimentar un sentimiento indefinible pero infinitamente poderoso: de blanca, pasaba a ser negra; de pura, pasaba a ser impura; de noble, pasaba a ser vil. Su propia voluntad la

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había llevado a tener que asumir aquella contradicción, pero no le parecía soportable la mancha moral. Por eso, cuando el barón la había. amenazado con su amor, se le había ocurrido la idea de echarse por la ventana. En suma, amaba a Lucien de un modo absoluto, de un modo tal que es muy poco frecuente en el amor que las mujeres tributan a los hombres. Las mujeres que dicen querer, y que a menudo creen querer muchísimo, bailan y coquetean con otros hombres, se engalanan para los demás y van en busca de miradas codiciosas; en cambio, Esther había llevado a efecto los milagros del amor sin ningún sacrificio. Había amado a Lucien durante seis años del modo como aman las actrices y cortesanas que, después de revolcarse en el fango y en la impureza, ansian la nobleza y la abnegación del amor verdadero, y son capaces entonces de vivirlo en exclusividad (¿no habría que inventarse alguna palabra para designar una actitud como ésta, que tan raramente se pone en práctica?). Los pueblos de la Antigüedad, como Grecia, Roma y el Oriente han se— w cuestrado siempre a la mujer; la mujer que ama tendría que secuestrarse siempre a sí misma. Es fácil comprender que al abandonar el palacio fantástico en que se había desarrollado aquella fiesta, aquel poema, para penetrar en el begueño balado de un frío anciano, Esther se sintiera sobrecogida por una especie de enfermedad moral. Como había sido empujada por una mano de hierro, se había ido sumergiendo en —la infamia hasta medio cuerpo antes de poder reflexionar; pero desde hacía un par de días se había dado a reflexionar y sentía en su corazón un frío mortal. Al oír aquellas palabras: "terminar en la calle", se levantó bruscamente y dijo: —¿Terminar en la calle?... No, antes acabar en el Sena... —¿En el Sena?... ¿Y el señor Lucien?... —dijo Europa. Bastaron estas palabras para que Esther volviera a sentarse en su sillón, donde permaneció con la mirada fija en una roseta de la alfombra, conteniendo el llanto. A las cuatro, el barón de Nucingen encontró a su ángel sumido en ese mar de reflexiones y de resoluciones sobre el que flotan los espíritus hembras y del cual sólo emergen mediante ciertos balbuceos incomprensibles para quienes no han navegado sobre sus olas. —T esfrunza el ceño..., hermosa mía —le dijo el barón, sentándose a su lado—. Ya no dentrá más teutas..., me arreclaré gon Ichénie y tendro te un mes se marchará usdet te esde biso y se insaculará en un begueño balacio... ¡Oh, gué mano dan hermosa! Téjemela goquer. —Esther dejó que le cogiera la mano como perro que da su patita—. ¡Ahí, me ta usdet la mano, bero no el gorazón, y es el gorazón lo que yo guiero...

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Lo dijo con tal autenticidad de expresión, que la pobre Esther volvió su mirada hacia el anciano con una expresión ide piedad que casi le volvió loco. Los enamorados, como los mártires, se sienten hermanados en los suplicios. No hay nada en el mundo mejor para entenderse que dos dolores semejantes. —¡Pobre hombre! —dijo Esther—. Me ama. Al oír estas palabras, que interpretó mal, el barón palideció, su sangre chispeó en sus venas; le parecía respirar el aire celestial. A su edad, los millonarios pagan una sensación como aquélla con todo el oro que les pueda pedir una mujer. —La guiero dando gomo a mi hija... —dijo—, y siendo aguí —prosiguió, poniéndose la mano en el corazón— gue lo únigo gue guiero es feria veliz. —Si no quisiera usted ser más que un padre para mí, le querría a usted mucho, jamás le abandonaría, y podría darse cuenta de que no soy una mujer mala, ni venal, ni interesada, como aparento en estos momentos... —Ha gomedito usdet begueñas loguras —repuso el barón— gomo dotas las muqueres hermosas, eso es doto. No haplemos más te esdo. Mi oficio es cañar tinero bara usdet... Sea veliz: gonsiendo en ser su batre turande alcunos tías, ya endiento gue diene usdet gue agosdumprarse a mi bopre osamenda. —¿De veras? —exclamó, levantándose y sentándose sobre las rodillas de Nucingen, pasándole el brazo tras el cuello y apretándose contra él. —Te feras —contestó él, esforzándose por sonreír. Le besó en la frente y creyó en una transacción imposible: permanecer pura y ver a Lucien... Acarició con tanta destreza al banquero, que reapareció en ella la Torpille. Embrujó al viejo, que le prometió seguir comportándose como un padre durante cuarenta días. Estos cuarenta días eran necesarios para la adquisición y el arreglo de la casa de la calle Saint-Georges. Cuando estaba ya en la calle, de vuelta hacia su casa, el barón pensaba: "¡Soy un papiega!" Efectivamente, mientras que en su presencia se achicaba como un niño, al alejarse de ella se revestía de nuevo su piel de Lobo Cerval, igual como el jugador que volvía a amar a Angélica cuando se quedaba sin un chavo. "Metió millón y esdar dotafía gon ésdas, eso es ser muy dondo; suerde gue natie saprá nata", se decía veinte días después. Y tomaba muy firmes resoluciones respecto a una mujer que le había costado tan cara; pero cuando volvía a estar en presencia de Esther, dedicaba todo el tiempo que pasaba con ella a restañar la brutalidad de sus primeros gestos. Al cabo de un mes le decía: —No bueto ser el Batre Ederno.

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Hacia finales del mes de diciembre de 1829, justo antes de instalar a Esther en la pequeña mansión de la calle de Saint-Georges, el barón rogó a Du Tillet que llevara allí a Florine para que comprobara si todo estaba de acuerdo con la fortuna de Nucingen, y si los artistas encargados de hacer que la pajarera resultara digna del ave que tenía que cobijar habían cumplido con su cometido. Todos los hallazgos del lujo anteriores a la revolución de 1830 se daban cita en aquella casa hasta hacer de ella un prototipo de buen gusto. El arquitecto Grindot consideraba que era su obra maestra como decorador. La escalinata de mármol, los estucos, los tapizados y los dorados, distribuidos con sobriedad, los menores detalles y los grandes efectos superaban todo cuanto se conserva en París del siglo de Luis XV. —Éste es mi sueño: ¡esto y la virtud! —dijo Florine, sonriendo—. Y ¿para quién haces todo este gasto? —preguntó a Nucingen—. ¿Se trata de alguna virgen que ha caído del cielo? —Es una muquer gue juelje a supir al cielo —respondió el barón. —Es una manera, para ti, de hacerte el Júpiter —repuso la actriz—. Y ¿cuándo se la podrá ver? —¡Oh! El día en que se celebre el estreno de la casa —dijo Du Tillet. —Teste hueco, no será andes te ese tía... —dijo el barón. —Habrá que cepillarse, pulirse, engalanarse —prosiguió Florine—. ¡Vaya! ¡Todas las mujeres se pondrán muy exigentes con sus modistas y peluqueros para esa velada!... ¿Y cuándo será?... —Yo no soy el tueño. —¡Vaya una mujer!... —exclamó Florine—. ¡Cuánto me gustaría conocerla!... —Y a mí —añadió ingenuamente el barón. —¿Así que casa, mujer y muebles, todo será nuevo? —También lo será el banquero —dijo Du Tillet—; mi querido amigo me parece muy rejuvenecido. —Le hará falta volver a sus veinte años, al menos por unos instantes —dijo Florine. Durante los primeros días de 1830 todo el mundo en París hablaba de la pasión de Nucingen y del lujo desenfrenado de su casa. El pobre barón, puesto en evidencia y ridículizado, fue presa de una ira fácil de comprender y concibió una voluntad de financiero que se armonizaba con la furiosa pasión que abrigaba en el corazón. Deseaba, con ocasión del estreno de la casa, poder desprenderse de sus ropas de padre noble y cobrar el precio de tantos sacrificios. Como la Torpille siempre le vencía, decidió tratar el asunto de su casamiento por correspondencia, con objeto de obtener por parte de

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ella un compromiso quirógrafo. Los banqueros no creen más que en las letras de cambio. Así pues, el Lobo Cerval se levantó un día muy temprano, a comienzos del mencionado año, se encerró en su despacho y se puso a escribir la siguiente carta, escrita en buen francés, ya que, aun cuando lo pronunciara mal, lo escribía muy bien. "Estimada Esther, flor de mis pensamientos y única felicidad de mi vida, cuando le dije que la amaba como a mi hija, la engañaba a usted y me engañaba a mí mismo. Sólo quería expresarle la santidad de mis sentimientos, que no se parecen a los que suelen experimentar los hombres, primeramente porque soy ya un anciano y luego porque jamás había vivido el amor. La quiero tanto, que aunque me costara mi fortuna entera, no por ello dejaría de amarla. Sea usted justa. La mayoría de los hombres no habrían visto en usted a un ángel, como he visto yo: jamás he tenido en cuenta su pasado. La amo a la vez como a mi hija Augusta, que es mi única hija, y como querría a mi mujer si ella hubiera sido capaz de amarme. Suponiendo que la felicidad sea la única absolución de un anciano enamorado, piense por un momento en el ridículo papel que estoy desempeñando. La he convertido a usted en el consuelo y en la alegría de mis últimos días. Ya sabe que hasta el día de mi muerte será usted todo lo feliz que pueda serlo una mujer, y que después de mi muerte será lo bastante rica como para despertar la envidia de muchas mujeres. De todos los negocios que hago desde que tuve la dicha de hablarle, una parte es para usted, tiene usted una cuenta abierta en la casa Nucingen. Dentro de unos pocos días va a entrar usted en una mansión que será suya, tarde o temprano, si es de su agrado. ¿Seguirá viendo en mí a su padre cuando me reciba en ella, o seré por fin feliz?... Perdóneme que le escriba con tanta claridad; pero cuando estoy cerca de usted, pierdo el valor y siento con demasiada fuerza que es usted mi dueña y señora. No tengo intención de ofenderla, sólo quiero decirle cuánto sufro y lo cruel que resulta, a mi edad, la espera, cuando cada día que pasa me arrebata algunas esperanzas y algunos placeres más. La delicadeza de mi comportamiento es, por otra parte, una garantía de la sinceridad de mis intenciones. ¿He actuado alguna vez como un acreedor? Usted es como una ciudadela, y yo ya no soy ningún joven. A mis quejas responde usted que se trata de su vida misma, y me lo hace creer cuando la escucho; pero luego quedo sumido en un profundo pesar y en unas dudas que nos deshonran a ambos. Siempre me ha parecido usted tan buena y cándida como hermosa; pero parece empeñarse en destruir mis convicciones. Juzgúelo usted misma. Me dice que tiene una pasión en el alma, una pasión despiadada, y se niega a darme el nombre de aquel a quien ama... ¿Le parece natural? Ha convertido a un hombre

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bastante fuerte en un hombre de una debilidad inaudita... ¿Se da cuenta hasta dónde he llegado? ¿Verme obligado a preguntarle qué porvenir le reserva usted a mi pasión después de cinco meses? Aún tengo que saber qué papel me tocará desempeñar en la inauguración de su palacete. El dinero no es nada para mí cuando se trata de usted; no voy a hacer la tontería de exhibir ante usted tal desprecio para destacar el mérito que representa; pero, si bien mi amor no tiene límites, mi fortuna sí los tiene, y mi único interés por ella radica en usted. Pues bien, si dándole todo cuanto poseo pudiera lograr su afecto, preferiría tener su amor, aunque fuera pobre, que ser rico pero desdeñado por usted. Me ha transformado tanto, mi querida Esther, que nadie me reconoce: he pagado diez mil francos por un cuadro de Joseph Bridau, porque usted me dijo que era un talento incomprendido. En fin, a todos los pobres a quienes encuentro les doy cinco francos en nombre de usted. Pues bien, ¿qué pide el pobre anciano que se siente deudor de usted cada vez que le hace usted el honor de aceptar la más pequeña nimiedad?... Tan sólo quiere una esperanza, ¡y qué esperanza, Dios mío! ¿No es acaso la certeza de no recibir de usted más que lo que mi pasión reclamará? El fuego de mi corazón fomenta sus crueles engaños. Heme aquí dispuesto a aceptar todas las condiciones que pueda usted poner a mi felicidad, a mis escasos placeres; pero por lo menos dígame que el día en que tome posesión de su casa, aceptará usted el corazón y la servidumbre del que, para el resto de sus días, se considerará su esclavo. "Fréderic de Nucingen." —¡Oh, ya estoy harta de ese saco de billetes! —exclamó Esther, que volvía a ser cortesana.

Cogió papel de carta y escribió tantas veces como cabía en él la famosa frase: Quédese con mi oso, que se ha hecho proverbial en honor de Scribe. Un cuarto de hora después, llena de remordimiento, Esther escribió la siguiente carta:

"Señor barón: "No dé ninguna importancia a la carta que le he mandado y que era fruto de un retorno momentáneo a mi loca juventud; perdone, pues, a una muchacha que debiera ser una esclava. Nunca había sentido tanto la bajeza de mi condición como desde el día en que fui entregada a usted. Usted ha pagado, me debo a usted. No hay nada tan sagrado como las deudas del deshonor. No tengo derecho a liquidar echándome al Sena. Siempre se puede pagar una deuda en esta repugnante moneda que sólo es buena por un lado, de

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modo que me hallará usted a sus órdenes. Quiero pagar en una sola noche todas las sumas que están hipotecadas sobre aquel instante fatal, y tengo la certidumbre de que una hora conmigo vale millones, con tanto mayor motivo cuanto que será la única, y la última. Después ya habré cumplido y podré abandonar la vida. Una mujer honesta tiene alguna posibilidad de recuperarse tras una caída; nosotras, en cambio, caemos demasiado bajo. De modo que mi decisión está tomada con tal firmeza, que le ruego conserve esta carta como testimonio de los motivos de la muerte de la que, por un día, se reconoce "Su humilde servidora, "Esther."

Después de mandar esta carta, Esther sintió haberla escrito. Diez minutos más tarde, escribía una tercera carta, cuyo texto era el siguiente:

"Perdóneme, estimado barón, vuelvo a ser yo. No quise burlarme de usted ni herirle; sólo quiero que reflexione en esta cosa tan sencilla: si seguimos juntos manteniendo las relaciones de padre a hija, tendrá usted un goce tenue, pero duradero; en cambio, si exige la ejecución del contrato, tendrá que llorarme. No quiero molestarle ya más: el día en que usted elija el placer en lugar de la felicidad, será el último de mi vida. "Su hija, "Esther."

Al recibir la primera carta, el barón fue presa de una de esas iras frías que pueden dar al traste con los millonarios; se miró a un espejo y tocó el timbre. —¡Un paño te bies!... —dijo a su nuevo ayuda de cámara. Mientras estaba tomándose el baño de pies, llegó la segunda carta; la leyó y perdió el conocimiento. Lo llevaron a su cama. Cuando el financiero volvió en sí, la señora de Nucingen estaba sentada a los pies de la cama. —¡Esta muchacha tiene razón! —le dijo—. ¿Por qué quieres comprar el amor?... ¿Acaso es una mercancía que pueda encontrarse en el mercado? A ver la carta que le has mandado. El barón le dio varios borradores que había hecho, y la señora de Nucingen los leyó sonriendo. Llegó la tercera carta. —¡Es una muchacha sorprendente! —exclamó la baronesa tras haber leído esta última carta. —¿Gué tepo hacer? —preguntó el barón a su esposa. —Esperar.

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—¡Esberar!—replicó—. Za naduraleza es imblagaple... —Mira, amigo mío —dijo la baronesa—, me estás resultando una excelente persona y voy a darte un buen consejo. —¡Eres una puena muquer! —dijo—. Gómprate lo gue guieras, ya de lo bacará... —Lo que te ha ocurrido al recibir las cartas emociona más a una mujer que todos los millones que se pueda uno gastar en ellas, o que todas las cartas que se le puedan enviar, por hermosas que sean; procura que se entere indirectamente de ello, y... ¡probablemente la consigas! Y... no tengas ningún escrúpulo, que no se morirá por eso —dijo, mirando de arriba abajo a su marido. La señora de Nucingen ignoraba por completo lo que es una muchacha de la vida. "¡Gué inquenio diene la señora te Nisinquen!", pensó el barón al quedarse solo. Pero cuanto más admiraba la finura del consejo que le acababa de dar la baronesa, tanto más difícil le parecía llevarlo a la práctica; no sólo se sentía estúpido, sino que se lo repetía a sí mismo. La estupidez de la gente de dinero, aunque sea casi pro verbial, no es, sin embargo, más que relativa. Con las facultades de nuestro espíritu ocurre lo que con las aptitudes del cuerpo. La fuerza del bailarín reside en sus pies, la del herrero en el brazo; el mozo de cuerda se ejercita para llevar paquetes, el cantante adiestra su laringe y el pianista se refuerza la muñeca. El banquero se acostumbra a combinar los negocios, a examinarlos, a mover unos y otros intereses —como un sainetista que mueve y combina las diferentes situaciones y personajes—. Así como al matemático no se le puede exigir la imaginación del poeta, tampoco al barón de Nucingen se le puede pedir ingenio en la conversación. ¿Cuántos poetas pueden contarse en cada época que sean prosistas o que sepan desenvolverse en los asuntos de la vida, ¡como la señora Cornuel? Buffon era torpe. Newton no co— noció el amor, Byron sólo conoció el amor de sí mismo, Rousseau fue taciturno y casi loco, La Fontaine era un distraído. Cuando está repartida uniformemente, la energía humana engendra la estupidez o la mediocridad en todas partes; cuando no lo está, da lugar a esos seres deformes a los que se llama genios, cuyos méritos, si fueran visibles, parecerían deformidades. El cuerpo se rige por la misma ley: la perfecta belleza va casi siempre acompañada de frialdad o estupidez. El hecho de que Pascal fuera a la vez un gran geómetra y un gran escritor, que Beaumarchais fuera un gran hombre de negocios y Zamet un cortesano de profunda inteligencia, constituyen raras excepciones que confirman el principio de la peculiaridad

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de las inteligencias. En la esfera de los cálculos especulativos, el banquero despliega, pues, tanto ingenio, tanta habilidad, tanta agudeza y tantas cualidades como las que puede mostrar un diplomático en la de los intereses nacionales. Si una vez fuera de su despacho el banquero siguiera mostrando talento, sería entonces un gran hombre. Nucingen multiplicado por el príncipe de Lig-ne, por Mazarino o por Diderot es una fórmula humana casi imposible, y que, sin embargo, se ha dado, bajo los nombres de Pericles, Aristóteles, Voltaire y Napoleón. La irradiación del sol imperial no ha de ocultar al hombre privado; el emperador tenía su encanto, era instruido e ingenioso. El señor de Nucingen, meramente banquero, carente de toda imaginación para lo que no fueran sus cálculos —como la mayor parte de los banqueros—, no creía más que en los valores ciertos. En cuestiones de arte tenía el buen sentido de recurrir, dinero en mano, a los expertos en cada cosa particular; recurrir al mejor arquitecto, al mejor cirujano, al mejor conocedor de cuadros o esculturas o al abogado más eficaz en cuanto se trataba de edificar una casa, de cuidar por la salud o de adquirir alguna antigüedad o alguna finca. Pero como que no existen peritos en intrigas, ni expertos en pasiones, los banqueros están en mala situación cuando aman, y se ven muy apurados en el manejo de las mujeres. Nucingen no descubrió nada nuevo y siguió haciendo lo de siempre: dar dinero a un Frontín cualquiera, macho o hembra, para que actuara y pensara en su lugar. La señora Saint-Estève era la única que podía explotar el medio ideado por la baronesa. El banquero sintió profundamente haberse enfadado con la odiosa vendedora. No obstante, confiando en el magnetismo de su caja fuerte y en los calmantes que llevan la firma de Garati, llamó a su ayuda de cámara y le ordenó que preguntara en la calle Neuve-Saint-Marc por aquella horrenda vieja, y le rogara que acudiera a su casa. En París, los extremos se tocan gracias a las pasiones. El vicio reúne perpetuamente al rico con el pobre, al grande con el pequeño. La emperatriz consulta a la señorita Lenormand. Por último, el gran señor encuentra siempre algún Ramponneau, de siglo en siglo. El nuevo ayuda de cámara regresó un par de horas después. —Señor barón —dijo—, la señora Saint-Estève está en la ruina. —¡Mecor gue mecor! —exclamó alegremente el barón—. Así la dentré goquita... —La buena señora, por lo que parece, es algo aficionada al juego —prosiguió el servidor—. Además, está bajo la férula de un comediante, sin demasiada importancia, de los teatros de las afueras, al que hace pasar por su ahijado, para guardar las formas. Parece ser que se trata de una excelente cocinera y busca colocación.

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"Esdos temonios te quenios supaldernos dienen dotos mil maneras te cañar tinero y tiez mil te casdarlo", pensó el barón, sin sospechar que coincidía con Panurge. Volvió a mandar a su criado en busca de la señora Saint-Estève, que no compareció hasta la mañana siguiente. Al ser interrogado por Asia, el nuevo ayuda de cámara comunicó a este espía hembra los terribles resultados de las cartas escritas por la amante del señor barón. —El señor debe de querer muchísimo a esta mujer —dijo el criado para terminar—, porque estuvo a punto de morir. Yo le aconsejo que no vuelva con ella, que le engatusará. ¡Una mujer que, según dicen, ya ha costado al barón quinientos mil francos, sin contar lo que se acaba de gastar en la casa de la calle Saint-Georges!... Esa mujer lo que quiere es dinero y nada más que dinero. Cuando salía de la habitación del señor, la señora baronesa decía riendo: "Si esto continúa, esta muchacha va a dejarme viuda." —¡Demonio! —respondió Asia—. ¡No hay que matar nunca a la gallina de los huevos de oro! —El señor barón ya no confía más que en usted —dijo el ayuda de cámara. —¡Oh, es que yo sé muy bien cómo hay que tratar a las mujeres!... —Vamos, entre usted —dijo el ayuda de cámara, inclinándose ante aquella potencia oculta. —¿Qué hay? —dijo la falsa Saint-Estève, entrando humildemente en el cuarto del enfermo—. ¿El señor barón tiene alguna pequeña contrariedad? ¡Qué le vamos a hacer! Todo el mundo tiene su punto débil. Yo también he pasado desgracias. En dos meses la rueda de la fortuna ha girado muchísimo para mi: ahí me tiene buscando una ocupación... Ni el uno ni el otro hemos sido razonables. Si el señor barón quisiera colocarme como cocinera en casa de la señora Esther, tendría en mí a la más abnegada de las abnegadas, y podría serle de utilidad para vigilar á Eugénie y a la señora. —No se drada te esdo —dijo el barón—. No gonsico tominar la siduación, y me hace tar fueldas gomo... —Como a una peonza —añadió Asia—. Usted ha hecho bailar a los demás, ahora es ella la que le tiene a usted cogido y le está zurrando... ¡El cielo hace justicia! —¿Custicia? —dijo el barón—. No la he hecho fenir bara oír tiscursos te moral... —¡Vamos, hijo mío, un poco de moral no hace ningún daño! Para nosotros es la sal de la vida, como el vicio para los devotos. Veamos, ¿ha sido usted generoso? ¿Ha pagado sus deudas...? —Sí —dijo el barón lastimosamente.

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—Está bien. Ha desembargado sus cosas: mejor aún; pero reconozca que no es bastante: no le da de que reír, y a estas muchachas les gusta inflamarse... —Le esdoy brebanto una sorbresa, en la galle Sainte-Chorche... Ella lo sape... —dijo el barón—. Bero no guiero ser un belele. —Pues déjela correr... —Denco miedo te gue no guiera saper ya nata gonmico —exclamó el barón. —Y queremos que el dinero nos rinda, ¿verdad hijo mío? —respondió Asia—. Escúcheme. ¡Hemos exprimido muchos millones de la gente, amiguito! Dicen que tiene usted veinticinco. —El barón no pudo reprimir una sonrisa—. ¡Pues bien! Tiene que soltar uno... —Lo soldaría gon cusdo —respondió el barón—, bero dan brondo lo haya tato, me betirán odro. —Sí, ya lo entiendo —contestó Asia—, no quiere decir B por miedo a llegar hasta la Z. Sin embargo, Esther es una muchacha honrada... —¡Muy honrata! —exclamó el banquero—. Asebda gumblir lo bromedito, bero gomo el gue baca una teuta. —En suma, que no quiere ser su querida, que le repugna. Y lo comprendo, la chica siempre ha obrado según sus caprichos. Cuando no se ha conocido más que a jóvenes encantadores, una no presta demasiada atención a un anciano... Y usted no es una belleza, que digamos; está tan gordo como Luis XVIII, y algo atontado, como todos los que se ocupan de dinero.en lugar de ocuparse de mujeres. En fin, si para usted no tienen importancia seiscientos mil francos —dijo Asia—, yo me encargo de que sea para usted todo lo que quiere que sea. —iSeistsiendos mil vrangos!... —exclamó el barón con un ligero sobresalto—. ¡Esder me esdá gosdanto ya un millón. —La felicidad bien vale seiscientos mil francos, mi gran vicioso. En estos tiempos se conocen hombres que se han gastado probablemente más de uno y de dos millones con sus queridas. Sé incluso de mujeres que han costado la vida a sus amantes y que los han llevado al patíbulo... ¿Recuerda a aquel médico que envenenó a un amigo?... Quería apoderarse de su fortuna para hacer feliz a una mujer. —Sí, ya lo sé, bero aungue esdé enamorato, no soy dondo, aguí bor lo menos, borgue guanta esdoy cundo a ella le endrecaria dotas mis riguezas... —Escúcheme, señor barón —dijo Asia, adoptando una pose de Semíramis—, ya le han exprimido a usted bastante. Tan cierto como que me llamo Saint-Estève (en el comercio, se entiende), que me paso a su bando.

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—¡Pient... De regombensaré... —Ya lo creo, porque le he mostrado ya que sé vengarme. Además, sépalo usted bien, papaíto —dijo, echándole una mirada espantosa—, tengo medios para soplarle a la señora Esther cómo se apaga una vela. ¡Y conozco a la mujer! Cuando le haya dado la felicidad, le será a usted aún más necesaria de lo que es ahora. Usted me ha pagado, hubo que sacárselo con pinzas, pero por fin aflojó el dinero. Yo, por mi parte, cumplí mis compromisos, ¿verdad? Pues bien, mire, voy a proponerle un arreglo. —Featnos. —Me coloca usted de cocinera en casa de la señora, me contrata por diez años, con un sueldo de mil francos, me paga los cinco primeros años por anticipado (para usted, una menudencia). Una vez en casa de la señora, lograré de ella las siguientes concesiones. Por ejemplo, le manda usted un vestido delicioso de la tienda de la señora Auguste, que conoce los gustos y las costumbres de la señora, y ordena usted que el obsequio llegue a las cuatro de la tarde. Al volver de la Bolsa, sube usted a su casa y se van los dos a dar un paseo por el Bosque de Bolonia. ¡Pues bien! Esta mujer declara de esta manera que es la amante de usted, se compromete ante toda la opinión de París... Cien mil francos... Entonces cena usted con ella (sé cómo se preparan estas cenas); luego la lleva usted a algún espectáculo, al Varietés, a un primer palco, y todo París dice entonces: "Ahí está ese viejo pillo de Nucingen con su querida..." No me diga que no es halagüeño hacer creer eso. Todo esto va comprendido en los primeros cien mil francos, y se lo pongo a buen precio... En ocho días, siguiendo esta pauta, habrá avanzado usted mucho. —¡Hapré bacato cien mil vrahgos!... —Durante la segunda semana —prosiguió Asia, sin que pareciera haber oído aquella lastimosa frase— la señora, movida por aquel preámbulo, se decidirá a dejar su pequeño piso y a instalarse en el palacio que usted le ofrece. ¡Su querida Esther habrá vuelto a ver el mundo, habrá encontrado a sus antiguas amigas, querrá brillar y hará los honores de su palacio! Es lo lógico... ¡Otros cien mil francos! Usted está en su casa, Esther está comprometida... es para usted. No queda más que una bagatela, que usted convierte en lo principal, ¡viejo elefante! (¡Cómo abre los ojos, el monstruo!) Pues bien, de esto me encargo yo. Cuatrocientos mil... ¡Ah!, y no te preocupes, el dinero no lo sueltas hasta el día siguiente... ¿No es eso probidad?... Tengo yo más confianza en ti

que tú en mí. Si convenzo a la señora para que se muestre en público como amante de usted, para que se comprometa y para que acepte todo cuanto

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usted le ofrezca, y quizás hoy mismo lo consiga, espero que me crea usted capaz de conseguir que le franquee el paso del Gran San Bernardo. ¡Y que no es fácil!... Hacer pasar su artillería es empresa tan ardua como la de Napoleón cruzando los Alpes. —¿Y bor gué? —Porque tiene el corazón rebosante de amor, gratis, como decís vosotros, los que sabéis latín —repuso Asia—. Cree ser una reina de Saba porque se ha lavado con los sacrificios que ha tributado a su amante... ¡tonterías que se meten esas mujeres en la cabeza! ¡Ay, hijo mío, hay que ser justo, qué hermoso! Esta cuentista sería capaz de morirse de pena si le perteneciera a usted, no me extrañaría; pero lo que a mí me da cierta esperanza, y se lo digo para animarle, es que hay en ella un buen fondo de cortesana. —Dienes el quenio te la gorrubción —dijo el barón, que escuchaba a Asia con un profundo silencio y con admiración—, gomo yo el te las vinansas. —¿Trato hecho, cariño? —repuso Asia. —¡Acebdo cingüenda mil mangos en lucar te cien mil!... Y endrecaré guiniendos mil el tía tesbués te mi driunvo. —Bien, voy a ponerme manos a la obra —contestó Asia—. ¡Oh, ya puede venir! —añadió respetuosamente—. El SEÑOR hallará a la SEÑORA suave como el lomo de una gata, y dispuesta quizás a darle satisfacción. —Fe, fe, muquer —dijo el banquero, frotándose las manos. Y después de sonreír a la repugnante mulata, dijo para sus adentros: "¡Guánda razón denco en dener dando tinero!" Se levantó de la cama, se fue a su despacho y reemprendió las tareas de sus negocios con el ánimo alegre. Nada podía ser tan funesto para Esther como la resolución de Nucingen. La pobre cortesana defendía su vida defendiéndose contra la infidelidad. Carlos llamaba mojigatería a una defensa tan natural como ésta. Asia, con las precauciones que requería el caso, fue a contar a Carlos la entrevista que acababa de tener con el barón y todo el partido que había sacado de ella. La ira de aquel personaje fue terrible como su carácter; inmediatamente se trasladó, con las cortinas corridas, a casa de Esther, haciendo entrar el coche en su interior. El falsario por partida doble, que aún estaba pálido cuando subió, se presentó ante la muchacha; ésta estaba de pie y, al mirarlo, se desplomó sobre un sillón como si le hubieran quebrado las piernas. —¿Qué le pasa, señor? —preguntó, temblando de pies a cabeza. —Déjenos solos, Europa —dijo a la camarera. Esther miró a la mujer con la mirada que un niño dirigiría a su madre al verse separado de ella por un asesino que se dispusiera a matarlo.

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—¿Sabe adonde va usted a mandar a Lucien? —dijo Carlos cuando estuvo a solas con Esther. —¿Adonde?... —preguntó con voz débil, aventurándose a mirar a su verdugo. —Al lugar de dónde yo vengo, preciosidad. Mirando a aquel hombre, se le subió la sangre a la cabeza. —A galeras —añadió en voz baja. Esther cerró los ojos, estiró las piernas, los brazos le quedaron colgando y quedó blanca como el papel. El hombre llamó y acudió Prudence. —Haz que vuelva en sí —dijo fríamente—, aún no he terminado. Mientras esperaba, se paseó por el salón. Prudence-Europe se vio obligada a pedir al señor que llevara a Esther a la cama; la cogió con una faciildad que ponía de manifiesto su fuerza atlética. Hubo que ir a buscar un medicamento muy enérgico para devolver el sentido a Esther. Una hora más tarde, Esther estaba en condiciones para escuchar a aquel ser de pesadilla, que estaba sentado al pie de la cama, con unos ojos de mirada fija y deslumbrante como dos surtidores de plomo fundido. —Dulce corazoncito —siguió diciendo—, Lucien se halla entre una vida esplendorosa, llena de honores, digna y feliz, y el foso lleno de agua, fango y piedras en que iba a tirarse cuando yo me lo encontré. La casa de Grandlieu exige al muchacho una finca de un millón como condición para conseguirle el título de marqués y para cederle esa gran percha que se llama Clotilde, con cuya ayuda subirá al poder. Gracias a nosotros dos, Lucien acaba de adquirir la casa solariega materna, el viejo palacio de Rubempré, que no ha costado demasiado, sólo treinta mil francos; pero su procurador, gracias a algunas afortunadas negociaciones, ha conseguido añadir a aquel terreno propiedades por valor de un millón por las que hemos pagado trescientos mil francos. El palacio, los gastos y las recompensas que hemos tenido que dar a los que se han prestado para disfrazar la operación ante la gente del lugar, se han llevado todo lo demás. Es cierto que tenemos invertidos cien mil francos, que dentro de unos meses valdrán de dos a trescientos mil francos; pero seguirá quedando una deuda de cuatrocientos mil francos... Dentro de tres días, Lucien regresa de Angulema, adonde ha ido para que no se sospeche que ha hallado su fortuna cardando sus colchones... —¡Oh, no! —exclamó ella, alzando sus ojos con un movimiento sublime. —Ahora le pregunto: ¿es éste el momento de asustar al barón? —dijo con toda tranquilidad—; ¡estuvo usted a punto de matarlo anteayer! Se desmayó como una mujer al leer su segunda carta. Tiene usted un estilo muy gallardo, y le felicito por ello. Si se hubiera muerto el barón, ¿qué habría sido de nosotros? Cuando Lucien salga de Saint-Thomas-d’Aquin siendo yerno del

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duque de Grandlieu, si quiere usted echarse al Sena... le ofreceré incluso la mano, querida mía, para que hagamos juntos el chapuzón. Es una manera como otra de acabar. Pero reflexione un poco. ¿No sería mejor vivir, pensando en todo momento: "Toda esta esplendorosa fortuna, toda esta feliz familia...?" Porque tendrá hijos, ¡hijos!... (¿ha pensado alguna vez en el placer de acariciar los cabellos de sus hijos?) Esther cerró los ojos y se estremeció suavemente. —Pues bien, viendo el edificio de esta felicidad, podrá decirse a sí misma: "¡Es obra mía!" Se produjo una pausa, durante la cual aquellos dos seres se miraron. —Esto es lo que he pretendido hacer con un desesperado que se echaba al agua —siguió Carlos—. ¿Soy un egoísta? ¡Así es como se ama! Esta abnegación sólo se ofrece a los reyes; pero yo ¡he hecho rey a mi Lucien! Aunque me encadenaran para el resto de mis días en mi antiguo presidio, me quedaría tranquilo pensando: " Está en el baile, está en la corte." ¡Mi alma y mi pensamiento triunfarían, mientras que mis despojos caerían bajo las garras de algún cabo de vara! ¡Es usted una hembra miserable, ama usted como una hembra! ¡Pero el amor, en una cortesana, tendría que ser, como en todas las demás criaturas degradadas, un medio de convertirse en madre, un medio de superar la infecundidad impuesta por la naturaleza! Si alguna vez se descubriera que bajo el manto del padre Carlos Herrera se oculta el proscrito que yo era antes, ¿sabe lo que haría para no comprometer a Lucien? Esther esperó la respuesta con una especie de ansiedad. —Pues —añadió tras, una breve pausa—, moriría como los negros, tragándome la lengua. Y usted, con sus remilgos, me está poniendo al descubierto. ¿Qué le había pedido?... Que volviera a ponerse los vestidos de la Torpille por seis meses, por seis semanas, y que hiciera uso de ellos para sablear un millón... ¡Lucien jamás la olvidará! Los nombres no olvidan al ser cuyo recuerdo es evocado por la felicidad de que se goza todas las mañanas al despertarse en medio de las riquezas, Lucien vale más que usted... Empezó queriendo a Coralie, y ella muere, bien; no tenía con qué pagarle el entierro, pero no hizo lo que ha hecho usted hace un momento, no se desmayó, aunque es un poeta; escribió seis alegres canciones, de las que sacó trescientos francos, que le permitieron pagar el entierro de Coralie. Tengo estas canciones, me las sé de memoria. Pues, ¡vamos! ¡Componga usted sus canciones, póngase alegre y caprichosa, sea irresistible e insaciable!... ¿Me ha oído? No me obligue a seguir hablando... Déle un beso a papá. Adiós...

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Cuando Europa, media hora después, entró en la habitación de su ama, la halló arrodillada ante un crucifijo, en la postura que el más religioso de todos los pintores atribuyó a Moisés ante la tumba de Horeb, para expresar su profunda y absoluta adoración a Jehová. Tras haber rezado sus últimas oraciones, Esther renunciaba a su hermosa vida, al honor que se había creado, a su gloria, a sus virtudes y a su amor. Se levantó. —¡Oh, señora, nunca volverá a estar como ahora! —exclamó Prudence Servien, estupefacta ante la sublime belleza de su ama, y colocó el espejo de manera que Esther pudiera contemplarse. Sus ojos retenían aún algo del alma que huía hacia el cielo. Su faz de judía estaba resplandeciente. Sus cejas, empapadas de lágrimas que había absorbido el fuego de la oración, parecían un follaje tras una lluvia de verano; el sol del amor puro las hacía brillar por última vez. Los labios conservaban como una expresión de sus últimas invocaciones a los ángeles; sin duda se había hecho acreedora de la palma del martirio ofreciéndoles su vida sin mácula. En fin, tenía la majestad que debió de brillar en el rostro de María Estuardo «v3 en el momento en que dijo adiós a su corona, a la tierra y al amor. —Me hubiera gustado que Lucien me viera así —dijo, exhalando un suspiro contenido—. Ahora —añadió con una voz vibrante—, vamos a hacer comedia... Al oír aquellas palabras, Europa quedó boquiabierta, como si hubiera oído blasfemar a un ángel. —¿Qué pasa? ¿Por qué me miras como si tuviera capullos en la boca en lugar de dientes? Ya no soy más que una criatura infame e inmunda, una ladrona, una mujer de la vida, y espero al caballero. De modo que pon agua a calentar y prepárame el baño. Son cerca de las doce, el barón vendrá seguramente después de la Bolsa, mandaré decirle que le espero y encargaré a Asia que le prepare una comida de primera, quiero volver loco a ese hombre... Venga, vamos, vamos, mujer... Vamos a reírnos, es decir, vamos a trabajar. Se sentó a su mesa y escribió la siguiente carta: "Amigo mío, si la cocinera que me ha mandado usted no hubiera estado nunca a mi servicio, habría creído que la intención de usted era hacerme saber cuántas veces se desvaneció anteayer al recibir mis tres billetes. (¿Cómo decírselo? Estaba muy nerviosa aquel día porque estuve recordando los detalles de mi lamentable existencia.) Pero conozco la sinceridad de Asia. Así pues, ya no me arrepiento de haberle causado alguna pena, ya que ha servido para convencerme hasta qué punto me ama usted. Así somos nosotras, pobres muchachas despreciadas: un afecto de

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verdad nos llega mucho más al alma que el vernos agasajadas con enormes riquezas. Siempre he tenido miedo de ser para usted la percha donde pretendía exhibir sus vanidades. Me molestaba no ser para usted más que esto. Sí, a pesar de sus protestas, tenía la impresión de que me tomaba usted por una mujer comprada. Pues bien, a partir de ahora siempre seré buena con usted, con la condición de que me obedezca siempre un poco. Pruébeme usted que esta carta puede sustituir las recetas de los médicos viniéndome a ver a la salida de la Bolsa. Encontrará usted engalanada con todos sus obsequios a la que se declara, para toda su vida, su máquina de placer, "Esther." En la Bolsa, el barón de Nucingen estuvo tan animado, tan alegre y tan complaciente, se permitió tantas bromas, que Du Tillet y Keller, que allí estaban, no pudieron reprimir los deseos de preguntar la razón de su hilaridad.. —Me ama... Brondo inaucuramos la gasa —dijo a Du Tillet. —¿A cuánto le resulta eso? —le espetó bruscamente Franepis Keller, a quien la señora Colleville, según decían, le costaba veinticinco mil francos al año. —Esda muquer, gue es un ónquel, camas me ha betito nata. —Esto no se hace nunca —le contestó Du Tillet—. Es para no tener que pedir nunca nada por lo que se atribuyen muchas tías o madres. Desde la Bolsa hasta la calle Taitbout, el barón dijo siete veces al cochero: —¡Temasiato tesbacio, hostique más al gapallo!... Subió ágilmente la escalera y encontró por vez primera a su amante con aquella hermosura que caracteriza a las muchachas cuya única ocupación es el cuidado del cuerpo y del vestir. Recién salida del baño, la flor estaba fresca y perfumada de tal modo que habría despertado el deseo de Robert d'Arbrissel. Esther se había vestido deliciosamente. Llevaba una levita negra, adornada con pasamanería de seda rosa, sobre una falda gris de raso, es decir, el traje que había de llevar más adelante la hermosa Amigo en I Puritani. Una toquilla de punto inglés le caía sobre los hombros jugueteando. Las mangas del vestido fruncidas por trencillas, según la nueva moda que había sustituido a las antiguas mangas de jamón que habían llegado a ser monstruosas. Esther se había apuntado con un alfiler sobre sus magníficos cabellos un bonete de encaje, que parecía a punto de caérsele y que daba a su peinado un cierto aire de desorden, si bien se veían perfectamente las rayas blancas de su cabecita entre los surcos de sus cabellos.

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—¿No es una lástima ver a la señora tan hermosa en un salón tan anticuado como éste? —dijo Europa al barón al abrirse la puerta del salón. —Bues, féngase a la galle Sainte-Chorche —dijo el barón, quedándose inmóvil como un perro de caza ante una perdiz—. El dicmbo es macnífigo, nos bascaremos bor los Gampos Elíseos, y la señora Saint-Estéje e Ichénie llejarán dotos sus jesditos, las gosas tel dogator y la gomita a la galle Saint-Chorche. —Haré todo lo que usted quiera —dijo Esther—, si me hace el favor de llamar Asia a mi cocinera y Europa a Eugénie—. Son los sobrenombres que he puesto a todas las mujeres que me han servido, desde las dos primeras que tuve, y no me gustan los cambios... —Asia, Euroba... —repitió el barón, riendo—. Gué tijerdita es usdet... gué maquinación... Yo hapría gomito muchas gomitas andes te tar a una gocinera el nompre te Asia. —Nuestro oficio es ser divertidas —dijo Esther—. Vamos a ver, ¿acaso no puede una muchacha hacerse alimentar por Asia y hacerse vestir por Europa, cuando ocurre que usted vive a costa de todo el mundo? ¡Es un mito, vaya! Hay mujeres que se comerían toda la tierra, mientras que a mí me basta con la mitad. ¡Eso es lo que pasa! "¡Gué muquer, esda señora Saind-Estéfe!", pensó el barón admirando el cambio operado en las maneras de Esther. —Europa, me hace falta un sombrero —dijo Esther—. Tengo que tener una capa de raso negro forrada de rosa y adornada con puntillas. —La señora Thomas no la ha mandado... ¡Vamos, barón, de prisa! ¡Arriba! ¡Comience con su papel de lástima, es decir, de alegría! ¡Qué dura es la felicidad!... Ahí abajo tiene usted un cabriolé: vaya a casa de la señora Thomas —dijo Europa al barón— y ordene a su criado que vaya a buscar la capa de la señora Van Bogseck... Y sobre todo, tráigale el ramo de flores más bonito que haya en París. Ya que estamos en invierno, procure encontrar flores tropicales. El barón bajó y le dijo a su criado: —A gasa te la señora Domas. El criado llevó a su amo a una famosa pastelería. —Es una dienta te motas, dondaina, y no una basdelería —dijo el barón, que se apresuró hacia el Palacio Real, a la tienda de la señora Prévót, donde se hizo preparar un ramo de cinco luises, mientras que su criado iba a casa de la famosa modista. Paseando por París, un observador superficial se preguntaría quiénes son los locos que van a comprar las flores fabulosas que adornan la tienda de la

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ilustre vendedora y las novedades del europeo Chevet, el único, junto con el Rocher de Cancale, que ofrece una deliciosa y auténtica Revue des Deux Mondes... Cada día estallan en París ciento y pico de pasiones al estilo de la de Nucingen, que se ratifican con rarezas que ni siquiera las reinas se atreven a codiciar, y que los amantes ofrecen de rodillas a muchachas que gustan de inflamarse, según la expresión de Asia. Sin este pequeño detalle las honradas mujeres burguesas no comprendrían de qué manera se esfuman las fortunas entre las manos de esos seres, cuya función social en el sistema fourierista consistiría quizás en compensar los daños de la Avaricia y de la Codicia. Tales despilfarros son probablemente para el Cuerpo Social algo parecido a una sangría para un organismo pletórico. En dos meses Nucingen había irrigado el comercio con más de doscientos mil francos. Cuando volvió el anciano enamorado, caía ya la noche y el ramo era ya inútil. En invierno la hora de paseo es de dos a cuatro. Sin embargo, el coche sirvió para que Esther se trasladara de la calle Taitbout a la calle Saint-Georges, donde tomó posesión del begueño balacio. Hay que decir que jamás había sido Esther objeto de un culto tal ni de semejantes profusiones, que le sorprendieron; pero se guardó mucho de manifestar el más mínimo asombro, siguiendo la pauta de todas esas solemnes ingratas. Cuando se entra en San Pedro de Roma, para hacer apreciar debidamente la extensión y altura de la reina de las catedrales, se enseña a los visitantes el meñique de una estatua, que tiene no sé qué longitud y que parece al observador que tenga un tamaño natural. Pues bien, se han criticado tanto las descripciones, tan necesarias no obstante para la historia de nuestras costumbres, que habrá que imitar en este caso al cicerone romano. Al entrar en el comedor, el barón no pudo reprimir el deseo de hacer apreciar a Esther la tela de las cortinas del ventanal, con una abundancia de pliegues digna de la de un monarca, forrada de moaré blanco y adornada con una pasamanería digna del corpiño de alguna princesa portuguesa. Aquella tela era una seda comprada en Cantón, donde la paciencia china había sido capaz de pintar las aves asiáticas con una perfección que sólo puede encontrarse en las vitelas de la Edad Media o en el misal de Carlos V, orgullo de la biblioteca imperial de Viena. —Ha gosdato tos mil vrangos el ana a un milort gue la ha draíto te las Intias... —Muy bien. ¡Es encantador! ¡Qué gusto dará beber aquí champaña! —dijo Esther—. La espuma no se derramará sobre baldosas. —¡Oh, señora! —dijo Europa—. Fíjese usted en la alfombra...

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—Gomo gue hapían tiseñato la alvompra bara mi amico el tugue Dorlonia, gue lo engondró temasiato garo, me lo gueté yo bara usdet, gue es una reina —dijo Nucingen. Por casualidad los dibujos de esta alfombra, debidos a uno de los más ingeniosos de nuestros dibujantes, se combinaban con los caprichos de la tela china. Las paredes, pintadas por Schinner y León de Lora, representaban escenas voluptuosas, con relieves de ébano tallado comprados a precio de oro en la tienda de Du Sommerard, y que formaban unos paneles en los que unos simples filetes dorados atraían sobriamente la luz. Ahora se puede imaginar lo demás. —Ha hecho usted bien en traerme aquí —dijo Esther—; necesitaré por lo menos ocho días para acostumbrarme a mi casa y no tener el aire de una advenediza... —¡Mi gasa! —repitió exaltado el barón—. ¿Acebda usdet, buesf... —¡Pues claro que sí, mil veces sí, so bobo —dijo ella, sonriendo. —Pasdapa gon lo te popo... —Es para halagarte —dijo, mirándole. El pobre Lobo Cerval cogió la mano de Esther y se la llevó al corazón: era bastante animal para sentir, pero demasiado tonto para hallar la palabra adecuada. —Mire gomo balbida... ¡gon una simble balapra te dernura!... —repuso—. Y llevó a su diosa (tiosa) a la habitación. —¡Oh, señora! —dijo Eugénie—. ¡Yo no puedo quedarme aquí! Le entran a una demasiadas ganas de meterse en la cama. —Pues mira —dijo Esther—, quiero pagarte todo esto de golpe... Después de la cena, elefantito mío, iremos juntos al teatro. Me muero por ir al teatro. Hacía exactamente cinco años que Esther no había ido al teatro. Todo París iba en aquel entonces a la Porte-Saint-Martin a ver una de esas obras que cobran una terrible expresión de realidad gracias al talento de los actores, y que se llamaba Richard d'Arlington. Como todos los seres ingenuos, Esther gustaba tanto de experimentar los estremecimientos del miedo como de dar rienda suelta al llanto de la ternura. —Iremos a ver a Frédérick-Lemaître —dijo—, ¡me encanta este actor! —Es un trama salfaje —dijo Nucingen, que se vio obligado repentinamente a ponerse en evidencia. El barón mandó a su criado a buscar uno de los dos palcos de proscenio. ¡He aqui otra originalidad parisiense! Cuando el Éxito de pies de barro produce el lleno en algún teatro, siempre está disponible, diez minutos antes de que suba el telón, algún palco de proscenio; los directores se lo reservan para sí si no se presenta ninguna pasión al estilo de Nucingen. Como las

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novedades de Chevet, este palco es el tributo que se hace pagar a las fantasías del Olimpo de París. No hace falta hablar de la vajilla. Nucingen había acumulado tres vajillas: la pequeña, la mediana y la grande. Los platos y bandejas de la vajilla grande eran todos de plata sobredorada y con relieves. El banquero, para no parecer que amontonaba sobre la mesa un cúmulo de valores de oro y plata, había comprado, además de todas estas vajillas, otra de porcelana de Sajonia, frágil y hermosísima, que costaba más que toda una cuberteríá. En cuanto a las mantelerías, las telas de Sajonia, de Inglaterra, de Flandes y de Francia rivalizaban en perfección con sus flores adamascadas. Durante la cena, fue el barón el sorprendido al gustar los guisos de Asia. —Gombrento —dijo— la razón bor la gue la llama usdet Asia: es una gocina realmende asiádiga. —¡Vaya! Comienzo a pensar que me quiere —dijo Esther a Europa—, acaba de decir algo que se parece a una frase de ingenio. —Las balapras no gombrometen, las virmas si —dijo él. —¡Caramba! ¡Es aún más Turcaret de lo que la gente |« dice! —exclamó riendo la cortesana ante aquella respuesta digna de figurar entre las ingenuidades célebres dichas por el banquero. La cena había sido condimentada de tal modo que se le indigestara al banquero y para que se marchara a su casa temprano; así pues, esto es todo lo que obtuvo de su primera entrevista con Esther en cuanto a placer. Durante el espectáculo, se vio obligado a beber innumerables vasos de agua azucarada, dejando sola a Esther en los entreactos. Tullía, Mariette y la señora Du Val-Noble, reunidas seguramente de un modo no casual, se hallaban aquel día en la sala. Richard d'Arlington fue uno de esos éxitos desmesurados —éxito merecido, por otra parte— de los que sólo se dan en París. Viendo aquel drama, todos los hombres concebían que se pudiera echar por la ventana a la mujer legítima, y todas las mujeres gustaban de verse injustamente oprimidas. Las mujeres pensaban: "Es demasiado, nos tratan a golpes... ¡y esto nos ocurre muchas veces!... Un ser de la belleza de Esther y arreglada como iba Esther, no podía inflamarse impunemente en el proscenio de la Porte-Saint-Martin. Por eso, a partir del segundo acto se produjo en el palco de las dos bailarinas una especie de revolución al comprobarse que la hermosa desconocida era la Torpille. —¡Caramba! ¿De dónde sale? —dijo Mariette a la señora Du Val-Noble. ¿Creía que había muerto ahogada!... —¿Seguro que es ella? Me parece treinta y siete veces más joven y hermosa que hace seis años.

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—Quizá se ha conservado dentro del hielo, como la señora de Espard y la señora Zayonschek —dijo el conde de Brambourg, que había acompañado a las tres mujeres al espectáculo, a un palco de platea—. ¿No es el rat que quería usted mandarme para engatusar a mi tío? —dijo a Tullia. —Precisamente —contestó la balarina—. Du Bruel, acér—.quese a la orquesta para comprobar si es ella. —¡Cómo se las da! —exclamó la señora Du Val-Noble, expresándose en el lenguaje propio de las cortesanas. —¡Oh! —exclamó el conde de Brambourg—, tiene derecho a hacerlo, puesto que está con mi amigo el barón de Nucingen. Voy a ver. —¿Será acaso esa supuesta Juana de Arco que ha conquistado a Nucingen y con la que nos están dando la lata desde hace tres meses?... —preguntó Mariette. —Buenas noches, mi querido barón —dijo Philippe Bridau, entrando en el palco de Nucingen—. ¿Casado con la señorita Esther?... Señorita, soy un pobre oficial a quien libró usted en cierta ocasión de un trance apurado, en Issoudun... Philippe Bridau... —No tengo el gusto —dijo Esther, enfocando sus gemelos hacia la sala. —La señorida —contestó el barón— ya no se llama Esder a segas; se llama señora te Jamby (Champy), te una be güeña brobietat gue te he gombrato... —Si usted hace bien las cosas —dijo el conde—, aquellas señoras dicen que en cambio la señora de Champy se las da demasiado... Si no quiere acordarse de mí, dígnese reconocer a Mariette, a Tullia y a la señora de Val-Noble —dijo aquel advenedizo, que había logrado el favor del Delfín gracias al duque de Maufrigneuse. —Si estas señoras se portan bien conmigo, estoy dispuesta a ser agradable con ellas —contestó secamente la señora de Champy. —¡Portarse bien! —dijo Philippe—. Pero si son excelentes, la llaman a usted Juana de Arco. —Si esdas tamas guieren hacerle gombañia —dijo Nucingen—, la tejaré sola, borgue he gomito temasiato. Su goche j'entra a regoquerla, gon dota su queride... ¡Temonio te Asia!... —¡Y me dejaría usted sola por vez primera! —dijo Esther—. ¡Vamos! Hay que saber morir sin abandonar el barco. Necesito a mi hombre para salir. Si me insultan, ¿de qué servirían mis voces?... El egoísmo del anciano millonario tuvo que inclinarse ante las obligaciones del enamorado. El barón aguantó sus molestias y se quedó. Esther tenía sus razones para no dejar que su hombre se marchara. Si recibía a sus antiguas conocidas, no iba a ser interrogada tan a fondo si estaba con alguien más,

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que si estaba sola. Philippe Bridau volvió en seguida al palco de las bailarinas y les informó sobre el estado de cosas. —¡Vaya! ¡Es ella la que hereda mi casa de la calle Saint-Georges! —dijo con amargura la señora Du Val-Noble. —Probablemente —contestó el coronel—. Du Tillet me ha dicho que el barón se ha gastado tres veces más que el pobre de Falleix. —¿Vamos a verla? —dijo Tullia. —¡Ah, no! —contestó Mariette—. Es demasiado hermosa, iré a verla a su casa. —Yo me encuentro lo bastante bien como para arriesgarme —contestó Tullia. La valerosa primera bailarina aprovechó el primer entreacto para volver a tomar contacto con Esther, que mantuvo la conversación a un nivel de generalidades. —¿Y de dónde vienes, hija mía? —preguntó la balarina, que no resistía ya más la curiosidad. —¡Oh!, he estado durante cinco años en una casa de los Alpes con un inglés celoso como un tigre, un verdadero nabab; yo le llamaba un nabot, porque no era tan alto como el bailío de Ferrette. Y vuelvo a estar con un banquero, de Sílaba a Caritis, como dice Florine. Y ahora que vuelvo a estar en París, tengo tantas ganas de divertirme que voy a pasarme un auténtico carnaval. Tendré casa puesta. ¡Ay!, tengo que recuperarme de cinco años de soledad, y ya he empezado a resarcirme. Cinco años con un inglés es demasiado; de acuerdo con los anuncios, no hay que estar con ellos más de seis semanas. —¿Ha sido el barón quien te ha dado este encaje? —No, es un residuo de nabab... ¡Seré desgraciada! Estaba tan amarillo que parecía la risa de un amigo ante un triunfo, y creí que se moriría en un plazo de diez meses. Pero estaba más fuerte que un roble. No hay que fiarse de los que dicen que están enfermos del hígado... Ya no quiero oír hablar del hígado. He tenido demasiada fe... en los proverbios... El nabab me robó, murió sin hacer testamento, y la familia me echó como si tuviera la peste. Por eso le dije a este gordo que pagara por dos. Tenéis mucha razón en llamarme Juana de Arco: he perdido Inglaterra y quizá moriré quemada. —¡De amor! —dijo Tullia. —¡Y viva! —respondió Esther, que quedó pensativa a causa de aquellas palabras. El barón se reía con todas aquellas simplezas, pero no las comprendía siempre en seguida, de modo que su risa se parecía a aquellos cohetes

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olvidados que se disparan cuando los fuegon artificiales se han terminado ya hace un rato. Todos vivimos dentro de una esfera cualquiera, y los habitantes de cada esfera están provistos de una misma dosis de curiosidad. Al día siguiente, en la Ópera, la aventura del regreso de Esther corrió entre los bastidores. Por la tarde, entre las dos y las cuatro, todo el París de los Campos Elíseos se había enterado de la reaparición de la Torpille y sabía por fin cuál era el objeto de la pasión del barón de Nucingen. i. Renacuajo, persona de corta estatura. 2. De Scila a Caribdis.

—¿Sabe usted —decía Blondet a De Marsay en el salón de la Ópera— que la Torpille desapareció justo después de que la reconociéramos como la amante del joven Rubempré? En París, igual que en provincias, se sabe todo. La policía de la calle de Jérusalem no está tan bien montada como la de los ambientes mundanos, en los que todos se vigilan entre sí sin saberlo. Por eso Carlos sabía cuál era el peligro que implicaba la situación de Lucien durante el tiempo en que estuvo yendo a la calle Taitbout y también después. No hay ninguna situación más terrible que aquella en que se encontraba la señora Du Val-Noble, y que retrata muy adecuadamente la expresión estar apeada. La despreocupación y la prodigalidad de esas mujeres les impiden pensar en el futuro. En este mundo excepcional, mucho más cómico y con más ingenio de lo que puede creerse, las mujeres que carecen de esa belleza positiva, casi inalterable y fácil de reconocer, las mujeres que sólo por un capricho pueden ser amadas, son las únicas que piensan en su vejez y reúnen una fortuna: cuanto más hermosas son, más imprevisoras se muestran. "Veo que empiezas a acumular rentas: ¿acaso temes volverte fea?" Estas palabras de Florine a Mariette ayudan a comprender las causas de esta prodigalidad. Cuando están unidas a un especulador que se suicida o a un pródigo que apura sus reservas, esas mujeres caen con una rapidez pasmosa de lo alto de una insolente opulencia a una miseria profunda. Entonces se echan en brazos de la vendedora de ropa usada, venden a cualquier precio unas joyas valiosísimas y se endeudan, con el principal propósito de conservar un lujo aparente que les permita recuperar lo que acaban de perder: una caja de dónde sacar dinero. Estos altibajos de su vida explican bien el valor que dan a cualquier unión, que procuran preservar siempre, como hacía Asia atrapando (otra palabra de su vocabulario) a Nucingen con Esther. Los que conocen bien París saben a qué atenerse cuando en los Campos Elíseos, ese bazar movedizo y tumultuoso, se encuentran con tal a cual mujer en coche de alquiler, mientras que un año o

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seis meses antes iba en un carruaje de un lujo sorprendente y con un vestido hermosísimo. "Cuando uno cae hasta llegar a Sainte-Pélagie, hay que saber saltar hasta el Bosque de Bolonia", decía Florine, riendo con Blondet, del pequeño vizconde de Portenduére. Algunas mujeres hábiles no se arriesgan nunca a verse así en boca de las gentes. Permanecen enterradas en horribles cuartuchos de fonda, donde purgan sus despilfarros con privaciones comparables a las que sufren los viajeros extraviados en un Sahara cualquiera; pero no por eso conciben la menor veleidad de ahorro. Se aventuran en los bailes de máscaras, hacen algún viaje fuera de la capital y, en los días soleados, se exhiben muy elegantes por los bulevares. Por otra parte, se manifiestan entre sí ese espíritu de ayuda mutua propio de las clases proscritas. Los socorros otorgados le cuestan poco a la que está en buena posición, y que piensa: "Yo puedo encontrarme en la misma situación dentro de poco." Sin embargo, la protección más eficaz es la que da la vendedora de ropa usada. Cuando esta usurera es acreedora, remueve todos los corazones de ancianos a favor de su hipoteca de borceguíes y sombreros. La señora Du Val-Noble, incapaz de prever la quiebra de uno de los agentes de cambio más ricos y hábiles, se vio cogida en pleno desorden. Empleaba el dinero de Falleix para sus caprichos, y se remitía a él para las cosas útiles y para su porvenir. "¿Cómo podía esperarse una cosa así por parte de un hombre que parecía tan buena persona?", decía a Mariette. En casi todas las clases de la sociedad, la buena persona es el que tiene magnanimidad, que presta algún difiero por aquí y por allá sin reclamarlo luego, que siempre se comporta según las reglas de una cierta delicadeza, al margen de la moralidad obligada y vulgar. Ciertos individuos supuestamente virtuosos, que al igual que Nucingen han arruinado a sus propios benefactores, y ciertos individuos salidos de los establecimientos correccionales, son a los ojos de algunas mujeres de una probidad muy ingeniosa. La virtud completa, el sueño de Molière encarnado en Alcestes, es excesivamente poco frecuente; sin embargo, se la encuentra por todas partes¡incluso en París. La buena persona es el resultado de una cierta gracia de carácter que no prueba nada. Los hombres así son como los gatos, suaves al tacto, o como una zapatilla que se amolda agradablemente al pie. Asi pues, según el concepto de buena persona que tienen las mujeres mantenidas, Falleix tenía que haber avisado a su amante de la quiebra y tenía que haberle dejado con qué vivir. D'Estourny, el galante estafador, era buena persona; hacía trampas en el juego, pero había puesto de lado treinta mil francos para su amante. De modo que en las cenas de carnaval, las mujeres respondían a sus acusadores: "¡Es IGUAL!... Por mucho que usted diga, Georges era una buena persona, tenía un trato muy agradable;

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¡merecía mejor suerte!" Las muchachas se ríen de las leyes, les encanta un poco de delicadeza; saben venderse, como Esther, por un hermoso ideal secreto, que es la religión a la que dan culto. Tras haber salvado con penas y trabajos algunas joyas del naufragio, la señora Du Val-Noble sucumbía bajo el peso terrible de esta acusación: "¡Ha arruinado a Falleix!" Se acercaba a la edad de treinta años, y aunque se hallara en pleno apogeo de su belleza, era fácil que fuera considerada una mujer mayor, sobre todo si se tiene en cuenta que en tales crisis toda mujer, ve enfrentársele todas sus rivales. Mariette, Florine y Tullía invitaban a cenar a su amiga y le ofrecían una cierta ayuda; pero como que no conocían la suma de sus deudas, no se atrevían a sondear la profundidad de aquel abismo. El intervalo de seis años constituía una distancia demasiado grande en las fluctuaciones del océano parisiense entre la Torpille y la señora Du Val-Noble para que la mujer apeada dirigiera la palabra a la mujer que iba en coche; pero la Val-Noble sabía que Esther era suficientemente generosa como para no dejar de pensar alguna vez que, según sus propias palabras, había heredado de ella, y como para no acudir a ella en alguna ocasión que pareciera fortuita, pero que en realidad habría sido prevista. Para favorecer este azar, la señora Du Val-Noble, ataviada como una mujer respetable, se paseaba todos los días por los Campos Elíseos del brazo de Théodore Gaillard, que había acabado casándose con ella, y que en aquel momento difícil se portaba muy bien con su antigua amante, la llevaba a los palcos y hacía que la invitaran a todas las partidas. Esperaba que algún día de buen tiempo Esther saldría de paseo y que se encontrarían cara a cara. Paccard era el cochero de Esther, ya que su casa estuvo organizada en cinco días por Asia, por Europa y por Paccard, según las instrucciones de Carlos, de tal modo que la calle de Saint-Georges se convirtió en una fortaleza inatacable. Por su parte, Peyrade, movido por un odio profundo, por un deseo de venganza y sobre todo por el deseo de establecer a su querida Lydie, decidió ir también a pasearse a los Campos Elíseos en cuanto Contenson le dijo que allí podría ver a la amante del señor de Nucingen. Peyrade sabía caracterizarse perfectamente como subdito inglés y sabía imitar los susurros con que los ingleses pronuncian el francés; hablaba el inglés con tanta perfección y conocía tan bien los asuntos de este país, al que la policía le había mandado en tres ocasiones, en los años 1779 y 1786, que desempeñó su papel de subdito inglés en las embajadas y en Londres sin despertar ninguna sospecha. Peyrade, que se parecía mucho a Musson, el célebre mixtificador, sabía disfrazarse con tanto arte, que un día Contenson no le reconoció. En compañía de Contensón, que iba disfrazado de mulato, Peyrade observaba a Esther y a sus acompañantes con una de esas miradas que no parecen

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estar atentas, pero que no pierden detalle. Aconteció pues que se hallaba en la calle lateral, allí donde se pasea la gente que lleva séquito en los días de buen tiempo, el día en que Esther se encontró con la señora Du Val-Noble. Peyrade, con su mulato en librea a la zaga, anduvo sin afectación, con el aire de un verdadero nabab que sólo piensa en sí mismo, cerca de las dos mujeres, para tratar de coger al vuelo algunas palabras de su conversación. —Ven a verme —decía Esther a la señora Du Val-Noble—. Nucingen no puede dejar sin un céntimo a la amante de su agente de cambio... —Máxime cuando dicen que él mismo lo arruinó —dijo Théodore Gaillard—, y que bien podríamos hacerle cantar... —Mañana cenará conmigo, ven tú también, querida —le dijo Esther. Y añadió al oído: "Hago con él lo que quiero, ¡todavía no ha hecho ni un tanto así!" Y poniendo una de sus uñas enguantadas bajo uno de sus dientes, hizo ese conocido y enérgico gesto que significa: ¡nada de nada! —Lo tienes cogido... —Querida, no ha hecho más que pagar mis deudas... —¡Será agarrado! —exclamó Suzanne du Val-Noble. —¡Oh! —repuso Esther—, tenía tal cantidad de deudas como para asustar a un ministro de Hacienda. Ahora quiero treinta mil francos de renta antes de la primera campanada de medianoche. ¡Oh, es encantador, no tengo de qué quejarme!... Va bien. Dentro de ocho días vamos a inaugurar la casa, te esperamos... Por la mañana tiene que entregarme el contrato de la casa de la calle Saint-Georges. No se puede vivir decentemente en semejante casa sin tener treinta mil francos de renta propia, para recobrarlos en caso de ocurrir alguna desgracia. Ya conocí la miseria, y me bastó. Hay ciertos conocidos de los que una se hastía en seguida. —Tú que decías: "¡La fortuna soy yo!", ¡cómo has cambiado! —exclamó Suzanne. —Es el aire de Suiza, allí una se hace ahorradora... Mira, ¿por qué no te vas allí, querida? Échate un suizo, y quizá lo conviertas en tu marido, porque todavía no saben lo que son las mujeres como nosotras. En cualquier caso regresarías con el amor de las rentas en el Gran Libro, que es un amor honesto y delicado. Adiós. Esther subió a su hermoso carruaje, con los más hermosos caballos tordos que podían encontrarse entonces en París. —La mujer que sube al coche está bien —dijo entonces Peyrade a Contenson en inglés—, pero prefiero a la que sigue paseándose; sigúela y entérate de quién es. —¿Sabe lo que acaba de decir este inglés en su lengua? —dijo Théodore Gaillard. Y repitió a continuación a la señora Du Val-Noble la frase de Peyrade.

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Antes de arriesgarse a hablar inglés, Peyrade había dicho en esta lengua unas palabras que provocaron en el rostro de Théodore Gaillard un gesto que revelaba que el periodista sabía inglés. La señora Du Val-Noble se fue entonces muy poco a poco hacia su casa, en la calle Louis-le-Grand, a una casa amueblada decente, mirando al soslayo para ver si le seguía el mulato. La casa pertenecía a una tal señora Gérard, con la cual la señora Du Val-Noble, en sus días de esplendor, había tenido ciertas atenciones, y que entonces le mostraba su gratitud proporcionándole un alojamiento adecuado. Aquella buena mujer, honrada burguesa llena de virtudes, incluso piadosa, aceptaba a la cortesana como si se tratara de una mujer de orden superior; siempre la veía rodeada de su lujo y la tomaba por una reina caída en desgracia; le confiaba sus hijas, y la cortesana —y eso es más natural de lo que pudiera creerse— era escrupulosa como una madre cuando las llevaba a un espectáculo.público; las dos señoritas Gérard la querían. Aquella buena y digna mujer se parecía a esos sacerdotes sublimes que aún ven en esas mujeres puestas fuera de la ley un alma que salvar y que amar. La señora Du Val-Noble respetaba aquella honestidad, y a veces la echaba de menos cuando por la noche conversaban, y lamentaba sus desgracias. "Todavía es usted joven, puede usted tener un buen fin", decía la señora Gérard. Por otra parte, la señora Du Val-Noble había venido a menos sólo relativamente. El guardarropa de esta mujer, tan dispendiosa y elegante, estaba aún lo bastante bien provisto como para que pudiera exhibirse de vez en cuando, como el día de Richard d'Arlington en la Porte-Saint-Martin, con todo su esplendor. La señora Gérard pagaba además con mucha afabilidad los coches que necesitaba la mujer apeada para ir a cenar a la ciudad o para ir al teatro y volver. —¡Mi querida señora Gérard! —dijo a la honrada madre de familia—, mi suerte va a cambiar, creo... —Vaya, señora, lo celebro; pero pórtese bien, piense en el mañana... No se endeude más. ¡Me cuesta tanto sacarme de encima a los que la persiguen!... —¡Oh!, no se preocupe por esos perros, todos han ganado bonitas sumas conmigo. Tenga, ahí tiene unas entradas de Varietés para sus hijas, un buen palco en el segundo. Si alguien pregunta por mí esta noche y aún no he vuelto, déjenle subir de todas formas. Arriba estará Adéle, mi antigua camarera; voy a mandársela. La señora Du Val-Noble, que no tenía tía ni madre, estaba obligada a recurrir a su doncella (¡también apeada!) para hacerle desempeñar el papel de Saint-Estève cerca del desconocido con cuya conquista iba a poder remontar su rango. Fue a cenar con Théodore Gaillard, que aquel día tenía

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una partida, es decir, una cena que ofrecía Nathan por haber perdido una apuesta, una de esas juergas en las que se dice a los invitados: "Habrá mujeres." Peyrade tenía poderosas razones para enredarse personalmente en aquella intriga. No obstante, su curiosidad, como la de Contenson, estaba tan excitada que, aun sin razones, se fwO habría mezclado gustosamente en el drama. En aquellos momentos la política de Carlos X había terminado su última evolución. Tras haber dejado el timón de sus asuntos a ministros de su confianza, el rey preparaba la conquista de Argelia para utilizar el triunfo como salvoconducto para lo que luego se llamó su golpe de estado. En el interior ya nadie conspiraba, y Carlos X creía no tener ningún enemigo. En la política, como en el mar, hay bonanzas engañosas. Corentin se veía, pues, reducido a una inactividad absoluta. En tales ocasiones, a jaita de pan, buenas son tortas. Domiciano mataba moscas cuando no tenía cristianos. Contenson, que había asistido a la detención de Esther, había juzgado el hecho con una gran perspicacia, gracias a su exquisita sensibilidad de espía. Como ya se ha visto, el individuo no se habia tomado la molestia de notificar su opinión al barón de Nucingen. "¿En provecho de quién se hace pagar un tributo a la pasión del banquero?", fue la primera pregunta que se hicieron los dos amigos. Tras haber reconocido que Asia era uno de los personajes del drama, Contenson habia abrigado la esperanza de llegar, a través de ella, hasta el autor; pero se le escurrió entre las manos durante algún tiempo, ocultándose como una anguila en la ciénaga de París, y cuando supo que se había colocado de cocinera en casa de Esther, la colaboración de aquella mujer le pareció inexplicable. Por vez primera los dos artistas del espionaje se hallaban ante un texto indescifrable, que les hacía sospechar algún tenebroso asunto. Después de tres asaltos sucesivos y valerosos a la casa de la calle Taitbout, Contenson chocó con el más obstinado de los silencios. Mientras Esther vivió allí, el portero pareció estar dominado por un terror profundo. Quizá Asia le hubiera asegurado que en caso de indiscreción tendrían albóndigas envenenadas él ysu familia. Al dia siguiente de marcharse Esther, Contenson encontró al portero mucho más razonable; dijo que echaría mucho de menos a aquella damita que, según decía, le alimentaba con los restos de sus comidas. Contenson, disfrazado de corredor de comercio, regateaba la casa y escuchaba las quejas del portero burlándose de él y manifestando sus dudas sobre lo que decía con constantes "¿Es verdad?"... "Sí, señor, esta damita ha vivido cinco años aquí sin salir ni una sola vez, y su amante, que era muy celoso aunque ella no le diera el más mínimo motivo, tomaba las mayores precauciones para venir, entrar y salir. Era un señor muy joven y agraciado." Lucien estaba todavía en

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Marsac, en casa de su hermana la señora Séchard; en cuanto estuvo de vuelta, Contenson mandó al portero al muelle Malaquais para preguntar al señor de Rubempré si consentía en vender los muebles de la vivienda dejada por la señora Van Bogseck. El portero identificó a Lucien como el amante misterioso de la joven viuda, y Contenson no quería saber más. Juzgúese qué profunda, aunque contenida, sorpresa tuvieron Lucien y Carlos, que aparentaron creer que el portero estaba loco, e intentaron persuadirle de tal cosa. En veinticuatro horas Carlos organizó una contra-policía, que sorprendió a Contenson en flagrante delito de espionaje. Contenson, que iba disfrazado de mozo del mercado central, había llevado ya dos veces los artículos alimenticios que Asia había comprado por la mañana, y había entrado dos veces en el pequeño palacio de la calle Saint-Georges. Corentin, por su parte, se movía; pero la realidad del personaje de Carlos Herrera le detuvo en seco, porque pronto supo que aquel sacerdote había llegado a París a finales de 1823 como enviado secreto de Fernando VII. No obstante, Corentin tuvo que examinar las razones por las cuales el español protegía a Lucien de Rubempré. Pronto comprobó Corentin que Lucien había tenido durante cinco años a Esther por amante. De modo que la sustitución de Esther por la inglesa había sido en interés del dandy. Ahora bien, Lucien no tenía ningún medio de subsistencia, le negaban por esposa a la señorita de Grandlieu y acababa de comprar por un millón las tierras de Rubempré. Corentin, con gran habilidad, hizo que se moviera el director general de la Policía del Reino, que supo por boca del prefecto de Policía, a propósito de Peyrade, que los denunciantes eran el conde de Sérizy y Lucien de Rubempré. "¡Ya los tenemos!", habían exclamado Peyrade y Corentin. En breves instantes los dos amigos trazaron un plan. "Esta muchacha (dijo Corentin), ha tenido muchas relaciones, y tendrá alguna amiga. Entre sus amigas no es posible que ninguna haya caído en desgracia; uno de nosotros tiene que hacer el papel de un extranjero rico que va a mantenerla; haremos que se vean entre sí. Siempre tienen necesidad las unas de las otras para hablar de los respectivos amantes, y entonces habremos penetrado ya en la fortaleza." Peyrade pensó muy lógicamente que le correspondía hacer el papel del inglés. Le atraía la vida licenciosa que llevaría durante el tiempo necesario para descubrir la conspiración de que había sido víctima, mientras que a Corentin, enclenque y envejecido por su laboriosa existencia, esta posibilidad no le seducía. Contenson, disfrazado de mulato, se escabulló en seguida de la contra-policía de Carlos. Tres días antes del encuentro de Peyrade y de la señora Du Val-Noble en los Campos Elíseos, el último de los agentes de los señores Sartine y Lenoir, provisto de un pasaporte

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completamente en regla, y procedente de las colonias, pasando por El Havre, se apeó en la calle de la Paix, en el hotel Mirabeau, de una pequeña calesa tan salpicada de barro que parecía venir de El Havre, cuando en realidad sólo había hecho el trayecto de Saint-Denis a París. Carlos Herrera, por su parte, se hizo poner el visado en el pasaporte en la embajada española, y lo dispuso todo en el muelle Malaquais para un viaje a Madrid. La razón era la siguiente: A los pocos días Esther iba a ser propietaria de la casa de la calle Saint-Georges e iba a conseguir un asiento de treinta mil francos de renta; Europa y Asia tenían la suficiente astucia para hacérsela vender y entregar secretamente la suma a Lucien. Lucien, supuestamente rico por la liberalidad de su hermana, acabaría así de pagar la finca de Rubempré. Nadie tenía por qué fallar en este tejemaneje. Esther era la única que podía ser indiscreta, y preferiría morir antes que dejar escapar un solo gesto comprometedor. Clotilde acababa de lucir un pañuelo rosa én su cuello de cigüeña, de modo que la partida estaba ganada en la casa de los Gradlieu. Las acciones de los ómnibus rendían ya al tres por uno. Carlos, al desaparecer por algunos días, intentaba esquivar toda sospecha. La prudencia humana lo había previsto todo, y no era posible ningún error. El falso español debía marchar el día después de la tarde en que Peyrade se encontrara en los Campos Elíseos con la señora Du Val-Noble. Pero aquella misma noche, a las dos de la madrugada, Asia llegó en coche de punto al muelle Malaquais, donde halló al artífice de todo el asunto fumando en su habitación y meditando en todo lo que se acaba de referir en breves palabras, como un autor que repasara una hoja de su obra para descubrir las posibles faltas que hubieran de corregirse. Un hombre como aquel no estaba dispuesto a cometer por segunda vez un olvido comparable al del portero de la calle Taitbout. —Paccard —dijo Asia al oído de su amo— ha reconocido esta misma tarde, a las dos y media, en los Campos Elíseos, a Contenson disfrazado de mulato y haciendo de criado de un inglés que desde hace tres días se pasea por los Campos Elíseos para observar a Esther. Le ha reconocido por sus ojos, como me ocurrió a mí cuando iba disfrazado de mozo de cuerda. Paccard procura no perder de vista al pájaro. Está en el hotel Mirabeau, y se han cruzado tales signos de inteligencia con el inglés, que, según Paccard, es imposible que el inglés sea un inglés. —Tenemos un tábano encima —dijo Carlos—. No me marcharé hasta pasado mañana. Este Contenson es el que por ahora le ha tirado de la lengua al portero de la calle Taitbout; necesitamos saber si el falso inglés es nuestro enemigo.

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Al mediodía el mulato del señor Samuel Johnson servía con toda seriedad a su amo, que siempre comía demasiado bien, según cálculos. Peyrade quería hacerse pasar por un inglés de la clase de los bebedores; bebía antes y después de los paseos. Llevaba polainas de tela negra que le llegaban hasta la rodilla y que estaban rellenas con objeto de aparentar unas piernas más gruesas; sus pantalones estaban forrados de fustán; llevaba un chaleco abrochado hasta el cuello; la corbata azul le rodeaba el cuello hasta las mejillas; llevaba una peluca pelirroja que le ocultaba la mitad de la frente; su altura había aumentado aproximadamente en tres pulgadas; ni siquiera los más asiduos al café David lo habrían reconocido. Por su traje ancho, negro y limpio como un traje inglés, cualquiera que lo viera lo habría tomado por un millonario inglés. Contenson mostraba la fría insolencia propia del criado de confianza de un nabab; era silencioso, altanero y poco comunicativo, y se permitía hacer gestos extraños y emitir gritos agresivos. Peyrade estaba terminando una segunda botella cuando uno de los criados del hotel introdujo en su habitación, sin preámbulos, a un hombre que Peyrade y Contenson identificaron como algún policía de paisano. —Señor Peyrade —dijo el gendarme, dirigiéndose al nabab y hablándole al oído—, tengo orden de llevarle a la prefectura. —Peyrade se levantó sin el menor comentario y buscó su sombrero—. Encontrará un coche de punto ante la puerta —le dijo el gendarme en la escalera—. El prefecto quería hacerle detener, pero se ha limitado a pedirle explicaciones sobre su conducta a través del agente que le espera en el coche. —¿Debo quedarme con ustedes? —preguntó el policía al agente, después de que Peyrade hubo subido al vehículo. —No —respondió el agente—. Dígale discretamente al cochero que nos lleve a la prefectura. Peyrade y Carlos iban juntos en el mismo coche. Carlos llevaba un estilete al alcance de la mano. Conducía el coche un cochero de confianza, que era capaz de dejar salir a Carlos sin darse cuenta y capaz de asombrarse de encontrar un cadáver en el coche al llegar a alguna plaza. Jamás se reclama a ningún espía. La justicia suele dejar casi siempre sin castigar tales crímenes, en los que resulta muy difícil aclarar algo. Peyrade lanzó una mirada de espía al magistrado que le mandaba el prefecto de policía. Carlos ofrecía un aspecto satisfactorio: un cráneo pelado, con arrugas en la nuca, cabellos empolvados; ante sus ojos enrojecidos y delicados, llevaba unas gafas de oro muy ligeras y muy burocráticas, con cristales dobles de color verde. Aquellos ojos mostraban huellas de achaques indecorosos. Una camisa de percal con chorrera plisada, un chaleco de raso negro usado, unos pantalones de picapleitos, unas medias negras y unos zapatos atados

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con lazos, una larga levita negra, unos guantes de cuatro chavos, negros, comprados diez días antes, y una cadena de reloj dorada. Ni más ni menos era el retrato perfecto del magistrado inferior que se denomina, con un claro contrasentido, oficial de pos. —Querido señor Peyrade, siento que una persona como usted sea objeto de vigilancia, y que además dé usted pie a ella. Su disfraz no es del gusto del señor prefecto. Si cree que así va a esquivar nuestra vigilancia, se equivoca. Probablemente tomó usted la carretera de Inglaterra en Beaumont-sur-Oise... —En Beaumont-sur-Oise —contestó Peyrade. —¿O quizás en Saint-Denis? —repuso el falso magistrado. Peyrade quedó turbado. Aquella nueva pregunta pedía una respuesta. Pero toda respuesta era peligrosa. Decir que sí resultaba una burla; y si decía que no, en caso de que aquel hombre supiera la verdad, salía perdiendo Peyrade. "¡Vaya habilidad!", dijo para sus adentros. Intentó mirar al oficial de paz sonriendo, y le respondió con aquella sonrisa. La sonrisa fue aceptada sin protesto. —¿Con qué objeto se ha disfrazado usted y ha tomado una habitación en el hotel Mirabeau, haciendo disfrazar a Contenson de mulato? —preguntó el oficial de paz. —El señor prefecto hará de mí lo que quiera, pero no debo rendir cuentas de mis acciones más que a mis jefes —dijo Peyrade con dignidad. —Si pretende darme a entender que actúa por cuenta de la Policía general del reino —dijo secamente el falso agente—, vamos a cambiar de rumbo: iremos a la calle Grenelle en lugar de ir a la calle de Jérusalem. Tengo órdenes estrictas a propósito de usted. Pero, vaya con cuidado: por ahora no hay nada especialmente grave contra usted, y si miente puede agravar su situación... Por lo que a mí respecta, no le deseo ningún mal... Pero, vamos... ¡dígame la verdad! —¿La verdad? Aquí la tiene —dijo Peyrade; echando una mirada astuta a los ojos de su cancerbero. La cara del supuesto magistrado permaneció muda e impasible; hacía su trabajo y daba la sensación de atribuir todo aquello a algún capricho del prefecto. A veces los prefectos tienen antojos. —Me he enamorado locamente de una mujer, la amante de ese agente de cambio que viaja por gusto suyo o para disgusto de sus acreedors, y que se llama Falleix. —¿La señora Du Val-Noble? —dijo el oficial de paz. —Sí —repuso Peyrade—. Para poderla mantener durante un mes, lo cual no me costará mucho más de mil escudos, me he hecho pasar por un nabab

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y he tomado a Contenson como criado. Esto es tan verdad, caballero, que si quiere que me quede en el coche esperándole, puede usted subir al hotel a interrogar a Contenson, palabra de un excomisario general de la policía. Y no sólo Contenson le confirmará lo que tengo el honor de decirle, sino que podrá usted ver llegar a la doncella de la señora Du Val-Noble, que ha de venir esta misma mañana a comunicarnos la aceptación de mis proposiciones o las condiciones que impone su señora. Soy perro viejo y conozco el paño: le he ofrecido mil francos al mes y un coche, que son mil quinientos; quinientos de regalos, otro tanto en algunas fiestas, en cenas y en espectáculos; como ve usted, no me equivoco en un solo céntimo diciéndole mil escudos. Y un hombre de mi edad bien puede gastarse mil escudos en un último capricho. —¡Vaya, papá Peyrade! ¿Todavía tiene usted tanta afición a las mujeres como para... En eso me gana; yo tengo sesenta años y me paso perfectamente sin ellas... Si es cierto lo que usted dice, comprendo que para satisfacer este capricho haya tenido que adoptar el aspecto de un extranjero. —Ya comprenderá que Peyrade o el tío Canquoèlle de la calle des Moineaux... —Sí, ni uno ni otro habrían sido del agrado de la señora Du Val-Noble —repuso Carlos, encantado de haberse enterado del domicilio del tío Canquélle—. Antes de la Revolución —dijo— tuve relaciones con una mujer que había sido la amante del verdugo. Un día, en el teatro, se pinchó con un alfiler y exclamó: "¡Ay, verdugo!", empleando esta exclamación que entonces estaba de moda. "¿Es alguna reminiscencia?", le dijo su acompañante... Pues fíjese, querido Peyrade, no pudo soportar más a aquel hombre a causa de esas palabras. Comprendo que no quiera exponerse usted a una tal afrenta... La señora Du Val-Noblé es una mujer para gente de buena posición; la vi un día en la Ópera y me pareció muy hermosa... Haga volver al cochero a la calle de la Paix, querido Peyrade; subiré con usted a su habitación para comprobarlo todo personalmente. Seguramente un informe oral bastará al comisario. Carlos sacó del bolsillo una petaca de cartón negro forrada de rojo, la abrió y ofreció tabaco, a Peyrade con un gesto de gran amabilidad. Peyrade pensó: "¡Vaya unos agentes!... ¡Dios mío! Si el señor Lenoir o el señor de Sartine volvieran al mundo, ¿qué dirían?" —Hasta aquí me ha contado usted sin duda alguna una parte de la verdad, pero eso no es todo, querido amigo —dijo el falso oficial de paz después de aspirar su pellizco de rapé—. Se ha inmiscuido usted en los asuntos sentimentales del barón de Nucingen, y seguramente quiere atraparlo con

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algún nudo corredizo; le ha fallado el tiro de pistola y ahora quiere darle a cañonazos. La señora Du Val-Noble es amiga de la señora de Champy... "¡Demonio! ¡Habrá que ir con cautela! —se dijo Peyrade—. Puede más de lo que pensaba. Me está enredando, dice que va a soltarme y sigue tirándome de la lengua." —¿Qué hay, pues, de eso? —dijo Carlos con un aire de firme autoridad. —Caballero, es cierto que cometí el error de indagar por cuenta del barón de Nucingen el paradero de una mujer de la que se había enamorado perdidamente. Ésta fue la causa de que cayera en desgracia, ya que según parece interferí sin saberlo con ciertos intereses muy altos—. El magistrado subalterno permaneció impasible—. Pero como conozco lo bastante a la policía después de cincuenta y dos años de servicio —siguió Peyrade—, me he abstenido de toda ulterior indagación después del rapapolvo que me echó el señor prefecto, que sin duda alguna tenía razón... —¿Renunciaría, pues, a su capricho si se lo pidiera el señor prefecto? Creo que sería la mejor prueba que podría usted dar de la sinceridad de lo que me dice. "¡Cómo tira, Dios mío, cómo tira! —se decía Peyrade para sus adentros—. ¡Caramba! Los agentes de hoy en día son de la misma valía que los del señor Lenoir." —¿Renunciar? "—dijo Peyrade—. Esperaré las órdenes del señor prefecto... Pero, si quiere usted subir, ya hemos llegado al hotel. —¿De dónde saca usted el dinero? —le preguntó Carlos, con un aire sagaz y a quemarropa. —Caballero, tengo un amigo...—dijo Peyrade. —¿Diría usted esto a un juez de instrucción? —añadió Carlos. Esta atrevida escena era, por lo que a Carlos respecta, una de esas combinaciones cuya simplicidad sólo podía provenir de un personaje de su temple. Había enviado a Lucien muy temprano a casa de la condesa de Sérizy. Lucien rogó al secretario particular del conde que fuera a pedir al prefecto informes acerca del agente empleado por el barón de Nucingen. El secretario había regresado con unas observaciones sobre Peyrade, copia del sumario que figuraba en su expediente: Miembro de la policía desde 1778; llegado a París procedente de Aviñón dos años antes. Sin fortuna y sin moralidad; depositario de secretos de Estado. Domiciliado en la calle des Moineaux con el nombre de Canquoelle, nombre de la pequeña finca en la que reside su familia, en el departamento de Vaucluse; familia honorable.

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Reclamado recientemente por uno de sus sobrinos-nietos, llamado Théodose de la Peyrade. (Ver informe de un agente, número $7 del archivo.) —Debe ser el inglés a quien Contenson hace de mulato —había exclamado Carlos al recibir de Lucien las informaciones de viva voz, además de la nota escrita. En el espacio de tres horas aquel hombre, que desplegaba una actividad de general en jefe, había hallado a través de Paccard a un cómplice inocente que podía desempeñar el papel de gendarme vestido de paisano, y se había disfrazado de oficial de paz. Había estado a punto de matar a Peyrade en el interior del coche en tres ocasiones; pero se había propuesto no cometer jamás ningún asesinato por su propia mano, y decidió deshacerse a tiempo de Peyrade dando a entender a algunos reclusos recién liberados que se trataba de un millonario. 233Peyrade y su Mentor oyeron la voz de Contenso, que hablaba con la doncella de la señora Du Val-Noble. Peyrade hizo entonces señal a Carlos de que se quedara en la primera habitación, como si quisiera decirle: "Ahora podrá usted juzgar acerca de mi sinceridad." —La señora consiente en todo —decía Adéle—. La señora está en estos momentos en casa de una de sus amigas, la señora de Champy, que tiene, todavía por un año, un piso enteramente amueblado en la calle Taitbout, y que seguramente se lo cederá. La señora podrá recibir mejor allí al señor Johnson, puesto que los muebles están aún en muy buen estado, y el señor podrá comprárselos a lá señora entendiéndose con la señora de Champy. —Bien, hija mía. Si no es un nabo, serán sus hojas —dijo el mulato a la muchacha, que quedó estupefacta—; ya nos lo partiremos... —¡Vaya con el mulato! —exclamó la señorita Adéle—. Si su nabab es un verdadero nabab, bien puede regalar los muebles a la señora. El arriendo termina en abril en 1830, su nabab podrá renovarlo si está en condiciones. —¡Yo estar moy content! —contestó Peyrade, que entró y dio unas palmaditas en el hombro de la doncella. Hizo a Carlos un gesto de entendimiento, y éste respondió con un gesto de asentimiento, comprendiendo que el nabab tenía que ser fiel a su papel. Pero el cuadro cambió súbitamente al entrar un personaje sobre el cual ni Carlos ni el prefecto de policía tenían ningún poder. Corentin apareció de pronto. Había encontrado la puerta abierta y se acercaba a ver cómo el viejo Peyrade desempeñaba su papel de nabab. —¡El prefecto siempre me pilla! —le dijo Peyrade a Corentin, al oído—. Me ha descubierto bajo el disfraz de nabab. —Haremos caer al prefecto —contestó Corentin al oído de su amigo.

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Luego, tras haber saludado fríamente, se puso a examinar disimuladamente al magistrado. —Espérese aquí hasta mi regreso; me voy a la prefectura —dijo Carlos—. Si no regreso, esto indicará que puede usted seguir adelante con su capricho.

Después de haber dicho estas palabras al oído de Peyrade para no desprestigiar al personaje a los ojos de la doncella, Carlos salió, pues no tenía ningunas ganas de permanecer bajo la mirada del recién llegado, en quien reconoció a uno de esos individuos rubios y de ojos azules que son terribles en frío. —Es el oficial de paz que me ha enviado el prefecto —dijo Peyrade a Corentin. —¡Ése! —dijo Corentin—. Te has dejado enredar. Este hombre lleva tres juegos de cartas en los zapatos; eso se advierte por la posición del pie en el zapato; además, un oficial de paz no tiene por qué disfrazarse. Corentin bajó rápidamente para aclarar sus dudas. Carlos iba a subir al coche. —¡Eh, señor cura!... —llamó Corentin. Carlos volvió la cabeza, vio a Corentin y subió al coche. Sin embargo, Corentin tuvo tiempo de decirle, a través de la ventanilla: —Eso es todo cuanto quería saber. ¡Al muelle Malaquais! —gritó Corentin al cochero, imprimiendo a su acento y a su mirada una sorna infernal. "Vaya —se dijo a sí mismo Jacques Collin—, voy listo, ya los tengo a la zaga; hay que ganarlos por pies y, sobre todo, averiguar qué quieren de nosotros. Corentin había visto cinco o seis veces al padre Carlos Herrera, y la mirada de aquel hombre no podía olvidarse. Corentin había reconocido primero la corpulencia de sus espaldas, luego la hinchazón de la cara y la trampa de las tres pulgadas de estatura logradas mediante un talón interior. —¡Vamos, amigo mío, te han tomado el número! —dijo Corentin, al ver que en la habitación no había más que Peyrade y Contenson. —¿Quién es? —exclamó Peyrade, con una vibración metálica en la voz—. Emplearé los últimos días de mi vida en darle vueltas y más vueltas sobre una parrilla. —Es el padre Carlos Herrera, probablemente el Corentin de España. Todo se explica. El español es un vicioso de grandes vuelos que ha querido hacer la fortuna de ese jovencito batiendo moneda con la almohada de una muchacha bonita... Allá tú si quieres enfrentarte con un diplomático que me parece estará recibiendo muchos palos.

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—¡Ah! —exclamó Contenson—. ¡Él recogió los trescientos mil francos el día de la detención de Esther, estaba en el coche de punto! Me acuerdo de esos ojos, de esa frente, de esas señales de viruela. —¡Qué dote habría tenido mi pobre Lydiet —exclamó Peyrade. —Puedes seguir haciendo de nabab —dijo Corentin—. Hay que ligar con la Val-Noble para tener acceso al domicilio de Esther: ella era la auténtica querida de Lucien de Rubempré. —Ya le han birlado más de quinientos mil francos al Nucingen —dijo Contenson. —Y aún les falta otro tanto —repuso Corentin—, puesto que la finca de Rubempré cuesta un millón. Papá —dijo, dando unas palmadas al hombro de Peyrade—, podrás disponer de más de cien mil francos para casar a Lydie. —No me digas eso, Corentin. Si tu plan fallara, no sé de qué sería capaz... —¡Quizá los tenga mañana! El cura, querido amigo, es muy listo, hay que inclinarse ante él, es un diablo superior; pero le tengo cogido: pese a su ingenio, tendrá que capitular. Procura ser tan tonto como un nabab, y no temas nada más. El mismo día en que los verdaderos adversarios se habían encontrado cara a cara y en terreno llano, Lucien fue a pasar la velada en la casa de los Grandlieu. La asistencia era nutrida. Ante la mirada de todos los invitados, la duquesa retuvo a Lucien junto a ella durante un rato, mostrándosele muy obsequiosa. —¿Ha ido a hacer un corto viaje? —le dijo. —Sí, señora duquesa. Mi hermana, deseosa de facilitar mi boda, ha hecho grandes sacrificios, de modo que he podido adquirir las tierras de Rubempré y recomponerlas enteramente. Mi procurador de París es hombre hábil, ha sabido esquivar las pretensiones que los detentadores de los bienes habrían manifestado de haber sabido el nombre del comprador.

—¿Hay algún palacio? —preguntó Clotilde, sonriendo demasiado. —Hay algo que se asemeja a un palacio; pero lo más sensato será emplearlo como material para edificar una casa moderna. Los ojos de Clotilde despedían llamaradas de felicidad a través de sus sonrisas de satisfacción. —Esta noche tendrá usted una entrevista con mi padre —le dijo en voz muy baja—. Espero que dentro de quince días le inviten a cenar. —Bueno, querido amigo —dijo el duque de Gradlieu—; ha comprado usted, según dicen, la tierra de Rubempré; le felicito. Es una buena respuesta a los que le andaban atribuyendo deudas. Nosotros podemos tener una Deuda

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Pública, como Francia o Inglaterra; en cambio, la gente sin bienes, los comerciantes, no pueden darse este tono... —¡Oh!, señor duque, todavía debo quinientos mil francos de esta adquisición. —Pues habrá que casarse con una muchacha que se los proporcione, y es difícil que encuentre un partido de tanta fortuna en este barrio, donde las muchachas reciben muy poca dote. —Les basta con su apellido —contestó Lucien. —Sólo somos tres para jugar al whist, Maufrigneuse, de Espard y yo —dijo el duque—; ¿quiere usted ser el cuarto? —dijo a Lucien, mostrándole la mesa de juego. Clotilde se acercó a la mesa de juego para ver jugar a su padre. —Quiere que me quede esto para mí —dijo el duque, dando palmaditas en las manos de su hija y mirando de reojo a Lucien, que permaneció en silencio. Lucien, el compañero del señor de Espard, perdió veinte luises. —Querida mamá —fue a decirle Clotilde a la duquesa—, ha tenido la habilidad de dejarse ganar. A las once, tras intercambiar algunas palabras de amor con la señorita de Grandlieu, Lucien volvió a su casa y se metió en la cama, pensando en el triunfo completo que había de obtener al cabo de un mes, ya que no dudaba de que sería aceptado como pretendiente de Clotilde y de que se casaría antes de la cuaresma de 1830. Al día siguiente, a la hora en que Lucien fumaba algunos cigarros después de comer, en compañía de Carlos, que estaba muy preocupado, les anunciaron la visita del señor de Saint-Estève (¡vaya broma!), que deseaba hablar con el padre Carlos Herrera o con el señor Lucien de Rubempré. —¿Le ha dicho, abajo, que estoy fuera? —exclamó el cura. —Sí, señor —contestó el groom. —Recibe tú, pues, a este hombre —dijo a Lucien— pero no digas ni una sola palabra comprometedora, no dejes escapar ni un solo gesto de sorpresa: se trata del enemigo. —Ahora vas a oírme —dijo Lucien. Carlos se ocultó en la habitación de al lado, y por la rendija de la puerta vio entrar a Corentin, al que no reconoció más que en la voz, tal era el talento que aquel gran desconocido poseía para transformarse. En aquel momento Corentin parecía un viejo jefe de división de las finanzas. —No tengo el honor de que me conozca usted, caballero —dijo Corentin—, pero... —Perdone que le interrumpa, caballero —dijo Lucien—, pero...

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—Pero se trata de su casamiento con la señorita Clotilde de Grandlieu, que no se efectuará —dijo con viveza Corentin. Lucien se sentó y no contestó nada. —Está usted entre las manos de un hombre que tiene el poder, la voluntad y todas las facilidades para demostrar al duque de Gradlieu que las tierras de Rubempré se pagarán con el precio que ha recibido usted de un tonto a cambio de su querida, la señorita Esther —prosiguió Corentin—. Se pueden encontrar fácilmente las minutas de los procesos en virtud de los cuales la señorita Esther ha sido perseguida por la justicia, y hay medios de hacer hablar a D'Estorny. Se expondrán a la luz del día las maniobras habilísimas utilizadas contra el barón de Nucingen... En estos momentos todo puede arreglarse. Entregue usted la suma de cien mil francos y se le dejará a usted tranquilo... Esto no me incumbe en absoluto. Simplemente soy el encargado de negocios de los que proceden a este chantaje. Corentin habría podido hablar una hora seguida: Lucien seguía fumándose el cigarrillo con toda tranquilidad. —Caballero —contestó—, no quiero saber quién es usted, porque la gente que se encarga de llevar recados de esta índole no tiene nombre, al menos para mí. Le he dejado hablar tranquilamente, estoy en mi casa. Me parece usted una persona de sentido común, creo que puede comprender mi dilema. Se produjo una pausa, durante la cual se enfrentaron la mirada felina de Corentin con una mirada gélida por parte de Lucien. —O bien se apoya usted en hechos enteramente falsos, que no deben preocuparme —añadió Lucien—, o bien tiene usted razón, y en tal caso, dándole cien mil francos, le concedería a usted el derecho de reclamarme otros cien mil tantas veces como el que le manda pudiera encontrar otros Saint-Estève para enviarme... En fin, para acabar de una vez con su apreciable negociación, sepa que yo, Lucien de Rubempré, no le temo a nadie. No estoy metido en absoluto en los chanchullos de que me habla. Si los Grandlieu ponen muchos reparos, quedan muchas otras jóvenes de la nobleza con quienes casarse. Y en definitiva, no sería ninguna afrenta para mí quedarme soltero, especialmente si me dedico, como usted parece creer, a la trata de blancas con tamaños beneficios. —Si el padre Carlos Herrera... —Caballero —dijo Lucien, interrumpiendo a Corentin—, el padre Carlos Herrera está en estos momentos en camino hacia España; no tiene nada que ver con mi casamiento, ni con mis intereses. Este estadista ha tenido a bien ayudarme con sus consejos durante algún tiempo, pero tiene cuentas

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que rendir a Su Majestad el rey de España; si quiere usted hablar con él, póngase en camino hacia Madrid. —Caballero —dijo Corentin con toda nitidez—, jamás será usted el marido de la señorita Clotilde de Gradlieu. —Peor para ella —respondió Lucien, empujando impacientemente a Corentin hacia la puerta. —¿Ha reflexionado usted bien? —dijo fríamente Corentin. —Caballero, no tiene usted derecho a mezclarse en mis asuntos, ni siquiera a hacerme desperdiciar un solo cigarrillo —dijo Lucien, tirando su cigarro apagado. —Adiós —dijo Corentin—. No nos volveremos a ver... pero algún momento habrá en su vida en que estará dispuesto a dar la mitad de su fortuna a cambio de haber tenido en este momento la ocurrencia de llamarme antes de que salga de esta casa. En respuesta a esta amenaza, Carlos hizo con la mano gesto de degollarlo. —¡Manos a la obra, en seguida! —exclamó mirando a Lucien, que se había quedado pálido después de aquella horrible entrevista. Si entre el restringido número de lectores que atienden a la parte moral y filosófica de un libro hubiera uno solo capaz de creer en la satisfacción del barón de Nucingen, demostraría con ello la dificultad que hay en someter el corazón de una muchacha a cualquier clase de máxima fisiológica. Esther había decidido hacer pagar caro al pobre millonario lo que él llamaba su tía te driunfo. Así pues, a primeros de febrero de 1830 todavía no se había celebrado la inauguración del begueño balado. —Voy a abrir por Carnaval —dijo Esther confidencialmente a sus amigas, que lo transmitieron al barón—, y voy a hacerle feliz como un gallo de vitrina. Aquella expresión se hizo proverbial en el mundillo de las cortesanas. El barón se deshacía en infinidad de lamentaciones. Al igual que los casados, hacía bastante el ridículo: empezaba a quejarse delante de sus íntimos, y se traslucía su descontento. A pesar de todo, Esther continuaba concienzudamente en su papel de Pompadour del príncipe de la Especulación. Había dado ya dos o tres veladas tan sólo para introducir a Lucien en la casa. Lousteau, Rastignac, Du Tillet, Bixiou, Nathan y el conde de Bramboürg, la flor de los calaveras, fueron los asiduos de la casa. Por último, Esther aceptó como actrices de la comedia que representaba a Tullia, Florentine, Fanny-Beaupré y Florine, dos actrices y dos bailarinas, y, además, a la señora Du Val-Noble. No hay nada tan triste como la casa de una cortesana sin la sal de la rivalidad y sin la diversidad en el vestir y en las fisonomías. En seis semanas Esther se convirtió en la más ingeniosa, en la más amena, en la más hermosa y elegante de las mujeres de esa casta de

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parias que constituyen las entretenidas. Desde su merecido pedestal saboreaba cuantos goces de la vanidad seducen a las mujeres ordinarias, pero a la vez abrigaba un sentimiento secreto de superioridad sobre su casta. Tenía en su interior una imagen de sí misma que la hacía avergonzarse a la vez que la enaltecía, puesto que el momento de su abdicación nunca dejaba de estar presente en su conciencia; así pues, vivía una especie de doble vida sintiendo lástima por su personaje. Sus sarcasmos reflejaban el profundo desprecio que el ángel de amor encerrado en el alma de la cortesana sentía hacia el papel infame y odioso que representaba su cuerpo. Esther, espectadora y actriz, juez y reo a un tiempo, encarnaba la admirable ficción de los cuentos árabes, en los que casi siempre aparece un ser sublime bajo la figura de un ser degradado, y cuyo prototipo se encuentra, con el nombre de Nabucodonosor, en el libro de los libros, en la Biblia. Habiéndose concedido un plazo de vida hasta el día siguiente a la infidelidad, la víctima podía divertirse un poco a costa del verdugo. Por otra parte, las informaciones recogidas por Esther acerca de los medios solapadamente vergonzosos a los que el barón debía su colosal fortuna, la libraron de todo escrúpulo, y se complació en representar el papel de la diosa Até, la Venganza, de acuerdo con las palabras de Carlos. Se hacía unas veces encantadora y otras aborrecible a aquel millonario, que sólo vivía para ella. Cuando el barón llegaba a un grado de sufrimiento en que deseaba bandonar a Esther, ésta se lo ganaba de nuevo con una escena de ternura. Herrera, cuya partida hacia España había sido muy ostentosa, había llegado hasta Tours. Había mandado que su coche prosiguiera hasta Burdeos, dejando en él a un criado encargado de hacer el papel del amo y de esperarle en una fonda de Burdeos. Luego, tras regresar en diligencia vestido de viajante de comercio, se había instalado en casa de Esther, desde donde, por mediación de Asia, de Europa y de Paccard, dirigía cuidadosamente sus maquinaciones vigilándolo todo, y en particular a Peyrade. Unos quince días antes del elegido para celebrar la fiesta, y que tenía que ser el día después del primer baile de la Ópera, la cortesana, cuyas agudezas empezaban a causar temor, se hallaba en los Italianos, en el fondo de un palco que el barón, obligado a ofrecerle un palco, había conseguido para ella en la platea, con objeto de ocultar a su amante y no mostrarse con ella en público, y que estaba a pocos pasos de la señora de Nucingen. Esther había elegido su palco de tal manera que pudiera contemplar el de la señora de Sérizy, a quien Lucien casi siempre acompañaba. La pobre cortesana ponía ilusión en contemplar a Lucien los

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martes, jueves y sábados, junto a la señora de Sérizy. Esther vio entonces, hacia las nueve y media, que Lucien entraba en el palco de la condesa muy inquieto, pálido y con la cara casi descompuesta. Estas señales de aflicción interior sólo eran visibles para Esther. Para una mujer que ama, el rostro de un hombre es como el mar para un marinero. "¡Dios mío! ¿Qué le ocurrirá?... ¿qué habrá pasado? ¿Necesitará hablar con ese ángel infernal, que para él es ángel de la guarda, y que ahora está en una buhardilla entre las de Europa y Asia?" Torturada por tan crueles pensamientos, Esther apenas oía la música. De modo que no es difícil creer que no escuchaba en absoluto al barón, que entre sus manos guardaba una mano de su ánqael hablándole en su jerga de judío polaco, cuyas curiosas desinencias no son más fáciles de entender para el que las lee que para el que las oye. —Esder —dijo, soltándole la mano y rechazándola con un ligero gesto de enfado—; ¡no me esgucha en apsoludo! —Oiga, barón, chapurrea usted el amor igual que lo hace con el francés. —¡Gué gruel! —Aquí no estoy en mi tocador, estoy en los Italianos. Si no fuera usted una de esas cajas fuertes fabricadas por Huret o por Fichet, transformada en hombre por un prodigio de la naturaleza, no haría tanto ruido en el palco de una mujer á quien le gusta la música. ¡Naturalmente que no le escucho! Está ahí, molestándome con mi vestido como un abejorro sobre un papel, y me hace reír de compasión. Me dice usted: "Es ponida, esdá gomo bara gomérsela..." ¡Viejo presuntuoso! Y si le contestara: " Me disgusta usted menos esta noche que ayer, volvamos a casa." Pues bien, por la manera como le veo suspirar (ya que aunque no le escuche, le huelo), me doy cuenta de que ha cenado usted tremendamente, y que empieza ahora a hacer la digestión. Aprenda de mí (¡le salgo lo bastante cara como para que reciba de vez en cuando un consejo de mi parte a cambio de su dinero!); sepa usted, querido amigo, que cuando uno tiene digestiones pesadas como le ocurre a usted, no le está permitido decir a su amante indiscriminadamente y a horas inoportunas: "Es usdet ponida..." Un soldado murió de una fatuidad de este tipo, en los brazos de la Religión, según ha dicho Blondet... Son las diez, y terminó usted de cenar a las nueve en casa Du Tillet, con su pichón el conde de Brambourg, y tiene muchos millones y trufas que digerir; ¡vuelva mañana a las diez! —¡Gué gruel es usdet!... —exclamó el barón, que reconocía la profunda justeza de aquel argumento médico. —¿Cruel?... —dijo Estehr, que seguía mirando a Lucien—. No ha consultado usted a Bianchon, Desplein, al viejo Haudry... Desde que está entreviendo el alba de su felicidad, ¿sabe de qué me hace usted el efecto?...

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—¿Te gué? —De un hombrecito envuelto en una manta que a cada hora se va del sillón al ventanal para saber si el termómetro ha llegado al artículo gusanos de seda, a la temperatura que le manda su médico... —¡Famos, es usdet una incrada! —exclamó el barón al oír una melodía que los ancianos enamorados suelen escuchar con frecuencia en los Italianos. —¡Ingrata! —dijo Esther—. ¿Pues qué me ha dado usted hasta ahora?... Muchos sinsabores. Vamos, papá, ¿puedo estar orgullosa de usted? Usted sí que está orgulloso de mí; yo llevo bien sus galones y su librea. ¡Ha pagado mis deudas!... Cierto. Pero ha birlado los millones suficientes... (y no haga muecas, que me lo dijo usted mismo) para no tener que ir con miramientos. Y éste es el mejor de sus títulos de gloria... Una ramera y un ladrón, no hay pareja que armonice mejor. Ha construido usted una jaula magnífica para un loro que le gusta... Vaya a preguntarle a algún guacamayo del Brasil si le debe agradecimiento alguno al que le ha metido en la jaula de oro... No me mire así, se parece a un bonzo... Y exhibe su guacamayo rojo y blanco ante todo París. Y dice: "¿Hay alguien en París que posea un loro como éste?... ¡Hay que ver cómo parlotea, cómo sabe encontrar las palabras adecuadas! Cuando entra Du Tillet, le dice: <Buenos días, sinvergüenza...»" Pero es usted feliz como un holandés que posee un tulipán único, como un antiguo nabab residente en Asia por cuenta de Inglaterra que le ha comprado a un viajante de comercio la primera tabaquera suiza que toca tres oberturas. ¡Quiere mi corazón! Pues mire, voy a proporcionarle los medios de tenerlo. —Tica, tica... haré gualguier gosa bor usdet... ¡Me cusda gue usdet me dome el helo. —¡Sea usted joven y guapo, sea como Lucien de Rubempré, que está allí con su mujer, y conseguirá gratis lo que jamás podrá usted comprar con todos sus millones!... —¡ha tejo borgue, realmende, esdá usdet exegraple esda noche! —dijo el Lobo Cerval con una cara larga. —Bien, pues, ¡buenas noches! —contestó Esther—. Recomiéndele a Chorche que le ponga la cabeza bien alta, en la cama, y los pies hacia abajo, qué esta noche pone cara de apoplético... No me dirá que no me tomo interés por su salud. El barón estaba de pie, con la mano en el pomo de la puerta. —¡Aquí, Nucingen!... —dijo Esther, llamándole con expresión altanera. El barón se inclinó ante ella con una servilidad perruna. —¿Quiere que sea buena con usted y que le dé, en mi casa, unos vasos de agua azucarada y le mime un poco, monstruo...?

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—Me esdá guepranto el gorazón... —¡Quebranto lleva una cu y no una ge! —dijo ella, burlándose de la pronunciación del barón—. Mire, tráigame a Lucien, invítelo a nuestro banquete de Baltasar y tenga la seguridad de que no faltará. Si tienes éxito en esta pequeña negociación, te diré tan bien que te amo, Frédéric mío, que te lo vas a creer... —Ess usdet engandatora —dijo el barón, besando el guante de Esther—. Estoy tisbuesdo a esguchar una hora te insuldos si al final denco una garicia... —Vamos, si no obedeces... —dijo, amenazando al barón con el dedo, como si se tratara de un niño pequeño. El barón movió la cabeza como un "pájaro cogido en una trampa y que implora al cazador. "¡Dios mío! ¿Qué tiene Lucien? —se dijo a sí misma cuando se quedó sola, sin retener ya más sus lágrimas, que asomaron a sus ojos—. ¡Nunca ha estado tan triste!" Veamos lo que aquella misma noche había ocurrido a Lucien. A las nueve, como cada noche, Lucien había salido en su berlina para ir a la casa de Gradlieu. Reservaba su caballo de silla y su caballo de cabriolé para las mañanas, como suelen hacer los jóvenes; para las noches de invierno había tomado una berlina y había alquilado al principal propietario de carrozas una de las más espléndidas, equipada con magníficos caballos. Desde hacía un mes todo le sonreía: había cenado tres veces en la casa Grandlieu y el duque se mostraba amabilísimo con él; la venta de sus acciones de la empresa de los ómnibus al precio de trescientos mil francos le habían permitido pagar un tercio del valor de la tierra; Clotilde de Gradlieu, que se arreglaba deliciosamente, llevaba diez botes de cremas en la cara cuando él entraba en el salón, y confesaba en voz alta su pasión hacia él. Algunas personas situadas muy arriba hablaban del casamiento de Lucien con la señorita de Gradlieu como de algo probable. El duque de Chaulieu, exembajador en España y exministro de Asuntos Extranjeros, había prometido a la duquesa de Grandlieu que pediría al rey el título de marqués para Lucien. Después de cenar en casa de la señora de Sérizy, Lucien había ido aquella noche desde la Chaussée-d'Antin al faubourg Saint-Germain para efectuar la visita de cada día. Al llegar, el cochero da una voz, la puerta se abre y el coche se detiene ante la escalinata. Lucien, al bajar del coche, ve que hay cuatro carruajes en el patio. Uno de los criados que abren y cierran la puerta del peristilo, al ver al señor de Rubempré, se adelanta, se coloca en la escalinata y se pone ante la puerta como un centinela que vuelve a su puesto. "¡Su Señoría no está!", dice. "La señora duquesa

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también recibe", hace notar Lucien al criado. "La señora duquesa ha salido", contesta gravemente el criado. "La señorita Clotilde..." "No creo que la señorita Clotilde reciba al señor en ausencia de la señora duquesa." "Pero ahí hay gente", añade Lucien, fulminado. "No lo sé, señor", contesta el criado, tratando de ser a la vez tonto y respetuoso. No hay nada más terrible que la etiqueta para quienes la admiten como la ley más poderosa de la sociedad. Lucien adivinó fácilmente el sentido de aquella escena atroz para él: el duque y la duquesa no querían recibirle; sintió que la médula espinal se le helaba entre los anillos de la columna vertebral, y le aparecieron algunos gotas de sudor frío en la frente. Este coloquio se estaba desarrollando ante su ayuda de cámara, que aguantaba la empuñadura de la portezuela y no se decidía a cerrarla; Lucien le hizo signo para volver a marchar; pero al subir de nuevo al coche oyó ei ruido que hace la gente al bajar por una escalera, y el criado anunció sucesivamente: "¡El coche del señor duque de Chaulieu!"; " ¡El coche de la señora vizcondesa de Grandlieu!" Lucien no dijo más que una palabra al criado: "¡De prisa, a los Italianos!..." Pese a su presteza, el desafortunado dandy no pudo evitar al duque de Chaulieu y a su hijo el duque de Réthoré, con quienes se vio obligado a intercambiar sendos saludos, ya que ellos no le dijeron una palabra. En la corte las grandes catástrofes, la caída de un temible favorito, se consuma a veces en el umbral de un despacho mediante la palabra de un ujier con cara de cera. "¿Cómo le haré saber este desastre a mi consejero ahora mismo?", se preguntaba Lucien mientras se dirigía hacia los Italianos. "¿Qué estará ocurriendo?"... Se perdía en conjeturas. He aquí lo que acababa de pasar. Aquella misma mañana, a las once, el duque de Gradlieu, al entrar en el pequeño salón donde desayunaba en familia, había dicho a Clotilde tras haberla besado: "Hija mía, hasta nueva orden no atiendas más al señor de Rubempré." Después había cogido a la duquesa de la mano y se la había llevado al hueco de un ventanal para decirle algunas palabras en voz baja que hicieron mudar de color a la pobre Clotilde. La señorita de Gradlieu observaba cómo su madre escuchaba al duque, y vio que sobre su rostro se dibujaba una fuerte sorpresa. "Jean —había dicho el duque a uno de sus criados—, tenga, lleve esta nota al señor duque de Chaulieu, y pídale que le dé respuesta con un sí o un no." "Le invito a que venga a cenar con nosotros hoy", dijo a su mujer. El desayuno había sido profundamente triste. La duquesa parecía pensativa, el duque parecía estar enfadado contra sí mismo y Clotilde necesitó un gran esfuerzo para retener el llanto. "Hija mia, tu padre tiene razón, obedécele —le había dicho con voz conmovida la madre a la hija—. No puedo decirte, como ha hecho él: "¡No pienses en Lucien!" No, comprendo tu dolor. —Clotilde besó

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la mano de su madre—. Pero te diré algo más, ángel mío: ¡Espera sin dar un solo paso, sufre en silencio, ya que le amas, y confía en la solicitud de tus padres! Las grandes damas, hija mía, son grandes porque siempre saben cumplir con su deber en toda ocasión, y con nobleza." "¿De qué se trata?...", había preguntado Clotilde, pálida como un lirio. "De algo demasiado grave para que se te pueda decir, cariño —había respondido la duquesa—; si es falso, tu mente quedaría inútilmente manchada, y si es cierto, debes ignorarlo." A las seis, el duque de Chaulieu había ido a ver al duque de Grandlieu, que le esperaba en su despacho. "Óyeme, Henri... —Estos dos duques se tuteaban y se llamaban por sus nombres de pila. Es uno de esos matices ideados para indicar los grados de intimidad, para contener los excesos de la familiaridad francesa y para humillar el amor propio—. Óyeme, Henri, me encuentro en un apuro tal que no puedo seguir el consejo más que de un viejo amigo que esté bien enterado de todo, y tú cumples estas condiciones. Mi hija Clotilde quiere, como ya sabes, a ese Rubempré, a quien casi me han obligado a prometerle por marido. Siempre he estado en contra de esta boda; pero, en fin, la señora de Grandlieu no ha sabido resistirse al amor de Clotilde. En cuanto el muchacho hubo adquirido la tierra y en cuanto hubo pagado las tres cuartas partes de su importe, no ha habido ya ninguna objeción por mi parte. Pero anoche recibí una carta anónima (ya sabes qué caso hay que hacer de ellas), en la que me afirman que la fortuna dé este muchacho tiene un origen impuro, y que nos miente al decirnos que su hermana le da los fondos necesarios para tales adquisiciones. Me requieren, en nombre de la felicidad de mi hija y de la consideración de nuestra familia, a que recoja informaciones, indicándome la manera de hacerlo. Toma, léelo primero." "Comparto tu opinión sobre las cartas anónimas, querido Ferdinand —había respondido el duque de Chaulieu tras haber leído la carta—; pero aun despreciándolas, hay que servirse de ellas. Con estas cartas pasa igual que con los espías. Cierra la puerta al muchacho y procuremos recoger informaciones... ¡Ya sé lo que has de hacer! Tienes como procurador a Derville, un hombre de nuestra plena confianza; guarda el secreto de muchas familias, también puede guardar este otro. Es un hombre probo, un hombre que pesa, un hombre de honor; es hábil y astuto, pero sólo para los negocios: no debes emplearlo más que como testigo. En el Ministerio de Asuntos Extranjeros, por la Policía del reino, tenemos a un hombre único para descubrir los secretos de Estado, a quien mandamos a menudo en misión. Advierte a Derville que para este asunto podrá contar con un lugarteniente. Nuestro espía es un señor que se presentará condecorado con la Legión de Honor y con aspecto de diplomático. Éste será el cazador, y Derville se limitará a asistir a la caza. Tu

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procurador te dirá si el parto de la montaña es un ratón o si tienes que romper con Rubempré. Dentro de ocho días sabrás a qué atenerte." "El joven no es aún bastante marqués como para ofenderse por no encontrarme en casa durante ocho días", había dicho el duque de Grandlieu. "Sobre todo si le das tu hija —había contestado el exministro—. Si la carta anónima tiene razón, ¿qué más te da? Puedes mandar de viaje a Clotilde con mi nuera Madeleine, que quiere irse a Italia..." "¡Me sacas de un apuro! Aunque todavía no sé si tengo que agradecértelo..." "Esperemos el acontecimiento." ¿Y cuál es el nombre de este caballero? —había exclamado el duque de Grandlieu—; hay que decírselo a Derville... Mándamelo mañana hacia las cuatro; Derville estará aquí y les pondré en contacto." "Su verdadero nombre es, según creo, Corentin... (es un nombre que seguramente no habrás oído), pero este caballero vendrá a tu casa armado con su nombre de ministro. Se hace llamar señor de Saint-algo... ¡Ah, Saint-Yves, o Sainte-Valere, uno de éstos! Puedes confiar en él, Luis XVIII le tenía una confianza absoluta." Después de aquella entrevista, el mayordomo recibió la orden de cerrar la puerta al señor de Rubempré, como acababa de producirse. Lucien se paseaba por el salón de los Italianos como un borracho. Le parecía ser ya objeto de las murmuraciones de todo París. Tenía en el duque de Rhétoré a uno de esos enemigos implacables a los que hay que sonreír y de los que es imposible vengarse porque sus golpes siguen las leyes del mundo. El duque de Rhétoré conocía lo que acababa de pasar ante la escalinata de la casa de los Grandlieu. Lucien, que sentía la necesidad de informar de aquel súbito desastre a su consejero-privado-íntimo-actual, temió comprometerse si iba a casa de Esther, donde quizás habría gente. Olvidaba que Esther estaba allí, tan confusas eran sus ideas; en medio de tanta perplejidad, se vio obligado a conversar con Rastignac, el cual, desconocedor todavía de la noticia, le felicitaba por su próxima boda. En aquel momento Nucingen se acercó sonriendo a Lucien y le dijo: —Guiere usdet hacerme el fafor te fenir a jer a la señora te Jamby, gue guiere infidarle a usdet bersonalmende a la inaucuración te nuesdra gasa... —Con mucho gusto, barón —contestó Lucien, a cuyos ojos el financiero se transformó en ángel salvador. —Déjenos —dijo Esther al señor de Nucingen, al verle entrar con Lucien—; vaya a ver a la señora Du Val-Noble, veo que está en un palco del tercero con su nabab... Crecen muchos nababs en las Indias —añadió, dirigiendo a Lucien una mirada de complicidad. —Y éste —dijo Lucien, sonriendo— se parece terriblemente al de usted. —Tráigamela usted con su nabab —dijo Esther, respondiendo a Lucien con otra señal de complicidad mientras seguía dirigiéndose al barón—; tiene

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muchas ganas de conocerle a usted, dicen que es extraordinariamente rico. La pobre mujer me ha entonado ya no sé cuántas elegías, se queja de que este nabab no va; si le quitara usted su lastre, quizás iría más ligero. —¿Nos doma usdet agaso bor latrones? —dijo el barón. —¿Qué tienes, Lucien mío?... —dijo al oído de su amado, rozándole la oreja con sus labios en cuanto se hubo cerrado la puerta del palco. —¡Estoy perdido! Acaban de negarme la entrada en la casa de los Grandlieu con el pretexto de que no había nadie, cuando en realidad estaban el duque y la duquesa, y en el patio había cinco coches con sus caballos piafando... —¡Cómo, quizá no haya boda! —dijo Esther con voz emocionada, entreviendo ya el paraíso. —Todavía no sé lo que se está tramando contra mí... —Lucien mío —le contestó con una voz encantadora y acariciante—, ¿por qué entristecerse? Harás un casamiento aún más hermoso más adelante... Te conseguiré el doble de tierras... —Organiza una cena para esta noche para que pueda hablar secretamente con Carlos, y sobre todo invita al falso inglés y a la Val-Noble. Este nabab ha producido mi ruina; lo cogeremos y lo... Pero Lucien se paró de pronto, haciendo un gesto de desespero. —¿Qué pasa? —preguntó la pobre muchacha, a quien le parecía estar sobre un brasero. —¡Oh, me está viendo la señora de Sérizy! —exclamó Lucien—. Y para colmo está con ella el duque de Rhétoré, uno de los testigos del chasco de esta tarde. Efectivamente, en aquel mismo instante el duque de Rhétoré jugaba con el dolor de la condesa de Sérizy. —¿Deja usted que Lucien se deje ver en el palco de la señorita Esther? —decía el joven duque, señalando el palco y a Lucien—. Usted, que se toma interés por él, debería advertirle que eso no se hace. Uno puede cenar en su casa, incluso puede... pero, la verdad, no me extraña la desconfianza de los Grandlieu hacia este muchacho; acabo de ver cómo le negaban la entrada, en la escalinata... —Estas mujeres son muy peligrosas —dijo la señora de Sérizy, enfocando sus gemelos hacia el palco de Esther. —Sí —dijo el duque—, tanto por lo que pueden como por lo que quieren... —¡Le arruinarán! —dijo la señora de Sérizy—. Ya que, según me han dicho, cuestan tanto cuando se las paga como cuando no se las paga.

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—¡Éste no es su caso!... —contestó el joven duque, sorprendido—. No es fácil que le cuesten dinero; más bien serían ellas quienes se lo darían si fuera preciso, puesto que todas corren tras de él. La condesa hizo con la boca un ligero movimiento nervioso que no podía incluirse en la categoría de sus sonrisas. —Bien —dijo Esther—, ven a cenar a medianoche. Tráete a Blondet y a Rastignac, para que tengamos a dos individuos divertidos, y que no seamos más de nueve. —Habría que hallar algún medio para mandar buscar a Europa de parte del barón, bajo el pretexto de avisar a la cocinera, y le dirías lo que acaba de ocurrirme, para que Carlos lo sepa antes de tener al nabab a su alcance. —Así se hará —dijo Esther. Así pues, Peyrade iba probablemente a encontrarse, sin saberlo, bajo el mismo techo de su adversario. El tigre iba al antro del león, y de un león acompañado por sus guardianes. Cuando Lucien regresó al palco de la señora de Sérizy, ésta, en lugar de girar hacia él la cabeza, de sonreírle y de recogerse el vestido para dejarle sitio al lado de ella, simuló no hacer el menor caso al que entraba y siguió escrutando la sala; pero Lucien se dio cuenta, por el temblor de sus gemelos, de que la condesa era presa de una de esas agitaciones tremendas con las que se purgan los placeres ilícitos. No por eso dejó de bajar hasta la parte delantera del palco, a su lado, y se plantó en el ángulo opuesto, dejando entre él y la condesa un pequeño espacio vacío; se apoyó en la barandilla del palco con el codo derecho, con la barbilla sobre su mano enguantada; luego se puso de través, esperando que ella le dirigiera la palabra. A mitad del acto, la condesa no le había dicho nada todavía y no le había siquiera mirado. —No sé —le dijo ella— por qué está usted aquí; su sitio está en el palco de la señorita Esther... —Allí voy —dijo Lucien, saliendo sin mirar a la condesa. —¡Ah, querida! —dijo la señora Du Val-Noble, entrando en el palco de Esther con Peyrade, a quien el barón de Nucingen no reconoció—, estoy encantada de presentarte al señor Samuel Johnson; es un admirador del talento del señor de Nucingen. —¿De verdad, caballero? —dijo Esther, sonriendo a Peyrade. —Oh, yes, miucho —contestó Peyrade. —Pues bien, barón, ahí tiene un francés que se parece un poco al que usted habla, aproximadamente como el bajo bretón se parece al dialecto borgoñón. Me va a divertir mucho oírles hablar de finanzas... ¿Sabe usted lo que le exijo, señor Nabab, para que conozca usted a mi barón? —dijo Esther, sonriendo.

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—¡Oh... minchas grasias! Me presenderá al siñor baronet. —Sí —repuso ella—. Tiene que hacer el favor de venir a cenar a casa... No hay lazo que sea tan fuerte como la cera de una botella de champaña para unir a los hombres; precinta todos los negocios, sobre todo aquellos en los que uno se hunde. Vengan esta noche y encontrarán a unos muchachos estupendos. En cuanto a ti, Frédéric mío —le dijo al barón al oído—, coja el coche, vaya a la calle Saint-Georges y tráigame a Europa; tengo que decirle algunas cosas para la cena... He invitado a Lucien, que nos traerá a dos personajes divertidos... ¡Nos reiremos del inglés! —dijo al oído de la señora Du Val-Noble. Peyrade y el barón dejaron solas a las dos mujeres. —¡Ay, querida, si lo consigues con ese gordo infame, es que tienes mucho ingenio! —dijo la Val-Noble. —Si fuera imposible, me lo prestarías ocho días —contestó Esther, riendo. —No, no lo resistirías ni medio día —respondió la señora Du Val-Noble—; es como un pan demasiado duro, se me quiebran tos dientes. En toda mi vida ya no querré encargarme nunca más de dar placer a ningún inglés... Son todos unos fríos egoístas, unos puercos que llevan vestido... —¿Qué ocurre? ¿No tiene miramientos? —dijo Esther, sonriendo. —Al contrario, querida, ese monstruo todavía no me ha llamado de tú. —¿En ninguna situación? —dijo Esther. —El muy miserable, siempre me llama señora, y conserva la mayor sangre fría en los momentos en que todos los hombres son más o menos cariñosos... Yo diría que hacer el amor, para él, es algo así como afeitarse. Limpia la navaja, la guarda en el estuche, se mira al espejo y parece decir, en su fuero interno: "No me he cortado." Además, me trata con un respeto capaz de enloquecer a cualquier mujer. Ese infame milord Carne-de-cocido se divierte, por añadidura, haciendo esconder al pobre de Théodore y dejándole de pie en mi cuarto de aseo durante horas y horas. Por último, se dedica a contrariarme en todo. Y es avaro... como Gobseck y Gigonnet juntos... Cuando me lleva a cenar y no llevo mi coche, nunca me paga el de vuelta. —¿Y qué te da por este servicio? —dijo Esther. —Pues, querida, absolutamente nada; quinientos francos pelados, cada mes, más el vehículo. Pero, ¿sabes lo que es?... Un coche como esos que alquilan los tenderos el día de su boda para ir al ayuntamiento, a la iglesia y al Cadran-Bleu... Me abruma con el respeto. Si intento estar mal de los nervios o mal dispuesta, no se enfada, sino que me dice: Yo querer que miléidi haga su pequeño deseo, porque nada es más hó-rribel, proprio de nou gentleman, que desir a una gentil señora: "Es usted un bala de algotón, una mercansía!..." He, he,

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es usted con un member of society de sobriedad y antiesclavitud! Y el tío ese se queda pálido, yerto y frío, dándome a entender así que tiene por mí el mismo respeto que tendría por un negro, y que eso no atañe a su corazón, sino a sus ideas de abolicionista. —Es imposible ser más infame —dijo Esther—. ¡Yo arruinaría a esta especie de chino! —¿Arruinarle? —dijo la señora Du Val-Noble—. Antes haría falta que me quisiera... Ni tú misma querrías pedirle cuatro chavos. Te escucharía gravemente y con esa cortesía británica que hace que las bofetadas mismas sean agradables, te diría que ya te paga bastante por la pequeña cosa que sido lo amor en su trist existence. —Y pensar que podamos, en nuestra condición, encontrar a individuos como éste —exclamó Esther. —¡Ah, querida tú sí has tenido suerte!... Cuida bien a tu Nucingen. —¿Acaso va con alguna segunda intención, tu nabab? —Esto es lo que me dice Adéle —respondió la señora Du Val-Noble. —Mira, querida, éste habrá hecho la apuesta de hacerse odiar por una mujer y de no durar con ella más que un tiempo determinado —dijo Esther. —O bien quiere hacer negocios con Nucingen y me ha tomado a mí porque sabe que nosotras nos relacionamos: eso es lo que cree Adéle —contestó la señora Du Val-Noble—. Por eso te lo presento esta noche. ¡Ah, si pudiera enterarme de sus proyectos, qué bien me entendería contigo y con Nucingen! —No te esfuerces —dijo Esther—. ¿Y no le cantas las cuarenta de vez en cuando? —Aunque tú lo probaras, tú que sabes tanto... pues, pese a todos tus mimos, te mataría con sus sonrisas heladas. Te contestaría: Yo ser antiesclavitud, y osté ser libre... Ya podrías decirle las cosas más descabelladas, que te miraría y te diría: ¡Very góod!, y te darías cuenta de que a sus ojos no eres más que un polichinela. —¿Y la ira? —¡Igual! Sería un espectáculo para él. Podrían operarle bajo el pecho izquierdo, y no le harían el menor daño; sus entrañas deben de ser de hojalata. Se lo dije una vez. Me contestó: Yo estar muy contento de este disposisión físical... Y siempre bien educado. Querida, tiene un alma enguantada... Seguiré resistiendo este martirio durante algunos días para satisfacer mi curiosidad. De no ser así, ya habría hecho abofetear a milord por Philippe, que no tiene rival con la espada; no hay otro remedio... —¡Ahora iba a decírtelo! —exclamó Esther—. Pero antes tendrías que enterarte si sabe boxear, porque estos viejos ingleses, querida, guardan a veces un fondo de malicia.

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—¡Como éste no hay otro igual!... ¡Oh, no! Si lo vieras pidiéndome que le dé órdenes, y a qué hora puede presentarse para sorprenderme (¡naturalmente!), y desplegando las fórmulas de respeto de los gentlemen, según parece, dirías: "A esa mujer la adora"; y no habría mujer que dijera menos... —¡Y nos tienen envidia, querida! —dijo Esther. —¡Por supuesto!... —exclamó la señora Du Val-Noble—. Mira, todas hemos ido descubriendo más o menos, a lo largo de nuestra vida, el poco caso que hacen de nosotras; pero, hija mía, nunca me había sentido tan cruel, profunda y completamente despreciada por la brutalidad como lo soy ahora por el respeto de este enorme odre lleno de vino de Oporto. Cuando está achispado, se va para no ser disgrada ble como le dice a Adéle, y para no dejarse llevar por dos potensias a la vez, la mujer y el vino. Abusa de mi coche de punto, lo emplea más que yo... Ojalá pudiéramos dejarlo borracho esta noche... pero se bebe diez botellas y sólo se pone achispado; la mirada se le pone turbia, pero sigue viendo claro. —Es como esa gente cuyas ventanas están sucias por fuera —dijo Esther— y que desde dentro ven lo que pasa fuera... Ya conozco esta propiedad de algunos hombres; Du Tillet la posee en grado superlativo. —¡Ojalá Du Tillet y Nucingen lo enredaran en alguna de sus combinaciones! ¡Al menos me sentiría vengada!... Le reducirían a la mendicidad... ¡Ay, querida, ir a pasar a manos de un protestante hipócrita, después de ir con aquel pobre Falleix, que era tan divertido, tan guasón y tan agradable!... ¡Si supieras cómo nos reíamos!... Dicen que los agentes de cambio son todos tontos... Pues lo que es a éste, nunca le faltó ingenio... —Cuando te dejó sin un chavo, eso te abrió los ojos sobre los sinsabores del placer. Europa, enviada por el señor de Nucingen, asomó su cabeza de víbora por la puerta; y tras haber escuchado algunas palabras que le dijo su ama al oído, desapareció. A las once y media de la noche había estacionados cinco coches en la calle Saint-Georges, a la puerta de la ilustre cortesana; eran el de Lucien, que fue acompañado de Rastignac, Blondet y Bixiou, el de Du Tillet, el del barón de Nucingen, el del Nabab y el de Florine. El triple cierre de las ventanas quedaba oculto por los pliegues de las magníficas cortinas de China. La cena tenía que servirse a la una, las velas estaban encendidas, el saloncito y el comedor desplegaban toda su suntuosidad. Todos esperaban pasar una de esas noches de juerga que sólo pueden resistir aquellas tres mujeres y

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aquellos hombres. Empezaron por el juego, ya que había que esperar aproximadamente un par de horas. —¿Juega usted, milord?... —dijo Du Tillet a Peyrade. —lo he jiugado con O'Connell, Pitt, Fox, Canning, lort Brougham, lorU.. —Diga usted ahora mismo una infinidad de lords —le dijo Bixiou. —Lort Fits-William, lort Ellenborough, lort Hertford, lort... Bixiou miró los zapatos de Peyrade y se agachó. —¿Qué buscas?... —le preguntó Blondet. —¡Diablos! Busca la palanca que hay que accionar para hacer parar esta máquina —contestó Florine. —Juega usted a veinte francos la ficha?... —dijo Lucien. —to jiuego todo lo que osté quiera pierder... —Lo hace muy bien... —dijo Esther a Lucien—; todos lo toman por un inglés. Du Tillet, Nucingen, Peyrade y Rastignac se sentaron a una mesa de juego. Florine, la señora Du Val-Noble, Esther, Blondet y Bixiou se quedaron charlando junto al fuego. Lucien se dedicó a hojear una magnífica obra llena de grabados. —La señora está servida —dijo Paccard, vestido con un espléndido uniforme. Peyrade fue colocado a la izquierda de Florine y flanqueado por Bixiou, a quien Esther había recomendado que hiciera beber más de la cuenta al nabab, desafiándolo. Nunca en la vida había visto Peyrade tal esplendor, nunca había probado una comida como aquélla ni había visto mujeres tan hermosas. " Esta velada me compensa los mil escudos que me ha costado ya la Val-Noble —pensó—, y por otra parte acabo de ganarles mil francos." —Ahí tiene usted un ejemplo para seguir —le dijo en alta voz la señora Du Val-Noble, que estaba al lado de Lucien y que le señaló con un ademán las magnificencias del salón. Esther había colocado a Lucien a su lado y le cogía uno de sus pies entre los suyos bajo la mesa. —¿Lo oye usted? —dijo la Val-Noble, mirando a Peyrade, que se hacía el ciego—. ¡Así es como tendría que arreglarse usted una casa! Cuando se vuelve de las Indias con millones y se quieren hacer negocios con gente como Nucingen, uno se pone a su nivel. —lo soy member de society of temperante... —Entonces va usted a beber de lo lindo —dijo Bixiou—, porque hace mucho calor en las Indias, ¿no es cierto?...

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Durante la cena la broma de Bixiou consistió en tratar a Peyrade como si fuera uno de sus tíos de regreso de las Indias. —La señora Ti Fal-Nople me ha ticho gue denía usdet cierdOs brobósidos... —apuntó Nucingen, examinando a Peyrade. —Eso es lo que yo quería oír —dijo Du Tillet a Rastignac, los dos chapurreando a la vez. —Ya verá usted cómo acaban entendiéndose —dijo Bixiou, que adivinó lo que Du Tillet acababa de decir a Rastignac. —Sir baronet, ío ho pensado un pequeño speculasión, oh, very comportable... muy mucho provechoso, y rich of benefisios... —Ya verá —dijo Blondet a Du Tillet— que no hablarán más de un minuto sin que salga el parlamento y el gobierno inglés. —Esto ser en el China, por el opio... —Sí, ya sé —dijo en seguida Nucingen, mostrando así que estaba al corriente de la actualidad comercial en el mundo—, bero el gofierno inclés denía un metió te aksión gon el obio bara aprirse las buertas te la China, y no nos bermidvría... —Nucingen le ha tomado la palabra sobre el gobierno —dijo Du Tillet a Blondet. —¡Ah!, ha comerciado usted con opio —exclamó la señora Du Val-Noble—. Ahora comprendo por qué es usted tan estupefaciente, le ha quedado algo en el corazón... —¡Faya! —exclamó el barón, dirigiéndose al supuesto comerciante de opio y señalándole la señora Du Val-Noble—, le basa lo mismo gue a mí: los millonarios nunga gonsiquen hacerse guerer te las muqueres. —lo amado mocho y mochas veses, miléidi —contestó Peyrade. —Siempre a causa de la templanza —dijo Bixiou, que acababa de vaciar en la copa de Peyrade la tercera botella de vino de Burdeos, y que le hizo descorchar una botella de vino de Oporto. —¡Oh! —exclamó Peyrade—, it is very vine de Portugal of Ingleterra. Blondet, Du Tillet y Bixiou cambiaron una sonrisa. Peyrade tenía la capacidad de parodiarlo todo, incluso el ingenio. Hay pocos ingleses que no sostengan que el oro y la plata son mejores en Inglaterra que en cualquier otra parte. Los pollos y huevos procedentes de Normandía que llegan al mercado de Londres autorizan a los ingleses a sostener que los pollos y los huevos de Londres son mejores (very fines) que los de París, que vienen del mismo sitio. Esther y Lucien quedaron estupefactos ante aquella perfección en el vestir, en el habla y en la audacia. Se bebía y se comía tanto y con tal placer, entre conversaciones y risas, que pronto fueron las cuatro de la madrugada. Bixiou creyó haber logrado una de esas victorias descritas con

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tanta gracia por Brillat-Savarin. Pero en el mismo momento en que pensaba, ofreciendo más vino a su tío: "¡He vencido a Inglaterra!...", Peyrade dijo a aquel temible bromista: —¡Echa más, muchacho! Sólo Bixiou oyó estas palabras. —¡Eh, amigos! ¡Es tan inglés como yo!... ¡Mi tío es un gascón! ¡No podía ser de otra manera! Bixiou estaba solo con Peyrade, de modo que nadie oyó esta revelación. Peyrade se cayó de la silla al suelo. Paccard cogió en seguida a Peyrade y lo subió a una buhardilla, donde se durmió profundamente. A las seis de la tarde el nabab se despertó al sentir el contacto de un trapo húmedo con el que le lavaban la cara, y se encontró sobre un mal catre; frente a él, a Asia enmascarada y disfrazada con un dominó negro. —¡Vaya, tío Peyrade, ya somos dos! —dijo ella. —¿Dónde estoy?... —dijo mirando a su alrededor. —Escuche lo que voy a decirle y se le pasará la borrachera —contestó Asia—. Aunque no quiera usted a la señora Du Val-Noble, a su hija sí la quiere, ¿verdad? —¿Mi hija? —exclamó Peyrade con un rugido. —Sí, la señorita Lydie... —¿Qué pasa? —Que ya no está en la calle de los Moineaux, está secuestrada. Peyrade dio un suspiro parecido al que dan los soldados que mueren, heridos repentinamente en el campo de batalla. —Mientras que usted fingía ser un inglés, otro fingía ser Peyrade. Su pequeña Lydie creyó que seguía a su padre, y ahora está en lugar seguro... ¡Oh, no la encontraría usted nunca! A menos que repare el daño que ha hecho... —¿Qué daño? —Ayer negaron la entrada en casa del duque de Grandlieu al señor Lucien de Rubempré. Este resultado se debe a tus intrigas y al hombre que nos has destinado. Ni una palabra. ¡Escucha! —dijo Asia, viendo que Peyrade iba a abrir la boca—. No tendrás a tu hija, pura y sin mancilla —prosiguió Asia, recalcando con énfasis cada palabra—, más que el día en que el señor Lucien de Rubempré salga de Saint-Thomas-d'Aquin casado con la señorita Clotilde. Si dentro de diez días Lucien de Rubempré no vuelve a ser admitido como antes a la casa de Grandlieu, primero morirás de muerte violenta, sin que haya nada que pueda preservarte del golpe que te amenaza... Luego, cuando ya te sientas herido de muerte, te dejarán algún tiempo, antes de morir, para que medites sobre esto: "¡Mi hija es una prostituta para el resto

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de sus días!..." Aunque hayas sido tan tonto de dejar esta presa al alcance de nuestras garras, todavía te queda la.suficiente inteligencia para meditar sobre este mensaje de nuestro gobierno. No ladres, no digas una sola palabra, ve a cambiarte de ropa a casa de Contenson,. vuelve a tu casa y Katt te dirá que tu pequeña Lydie, siguiendo lá orden de un billete que tú mandaste, bajó de casa y no han vuelto a verla. Si te quejas, si das el menor paso, se empezará por donde te he dicho que se terminaría con tu hija: ya está prometida a De Marsay. Con el tío Canquoèlle no hay que emplear frases bonitas ni guantes de lana, ¿no es así?... Vete y procura no meter la nariz en nuestros asuntos. Asia dejó a Peyrade en un estado lastimoso; cada palabra fue para él como un mazazo. El espía tenía dos lágrimas en los ojos y otras dos en la parte inferior de sus mejillas, unidas por sendos regueros húmedos. —Esperan al señor Johson para la comida —dijo Europa, asomando la cabeza, un instante después. Peyrade no respondió, bajó y caminó, por las calles hasta una parada de coches, fue a cambiarse a casa de Contenson sin decirle una palabra, volvió a vestirse como tio Canquoèlle, y a las ocho llegó a su casa. Subió las escaleras con el corazón palpitando. Cuando la flamenca oyó a su amo, le preguntó con tanta ingenuidad por su hija, que el viejo espía tuvo que apoyarse. El golpe rebasó sus fuerzas. Entró en las habitaciones de su hija y llegó a perder el sentido a causa del dolor al encontrar vacío el piso y al escuchar la narración de Katt, que le contó las circunstancias de un rapto montado con tanta habilidad como si fuera él mismo quien lo hubiera ideado. "Bueno —dijo para sí—, hay que ceder, me vengaré más tarde, vamos a ver a Corentin... Es la primera vez que encontramos adversarios. Corentin dejará que ese pimpollo se case con emperatrices, ¡si lo quiere!... ¡Ah!, comprendo que mi hija se haya enamorado de él la primera vez que le vio... ¡Oh!, el cura español sabe hacer las cosas... ¡Valor, tío Peyrade, deja libre a tu presa!" El pobre padre no preveía el horrible golpe que le esperaba. Una vez en casa de Corentin, Bruno, el criado de confianza; que conocía a Peyrade, le dijo: —El señor se ha marchado... —¿Por mucho tiempo? —¡Por diez días!... —¿Adonde?

—¡No lo sé!... "¡Oh, Dios mío, me estoy volviendo estúpido! Pregunto adonde... como si se lo dijéramos", pensó..

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Unas horas antes de que Peyrade fuera despertado en la buhardilla de la calle Saint-Georges, Corentin, que venía de su finca de Passy, se presentaba en casa del duque de Grandlieu vestido de ayuda de cámara de casa rica. En uno de los ojales de su traje negro llevaba la cinta de la Legión de Honor. Se había puesto, maquillándose, una cara de anciano, con el cabello empolvado, pálida y llena de arrugas. Sus ojos estaban velados por unas gafas de concha. Tenía el aspecto, en suma, de un anciano jefe de oficina. Cuando hubo dado su nombre (señor de Saint-Denis), fue conducido al despacho del duque de Grandlieu, donde halló a Derville leyendo la carta que había dictado él mismo a uno de sus agentes, el Número encargado de las Escrituras. El duque cogió aparte a Corentin para explicarle todo lo que sabía Corentin. El señor de Saint-Denis escuchó fríamente, respetuosamente, entreteniéndose en estudiar a aquel gran señor, en penetrarlo hasta el meollo, en poner al descubierto aquella vida ocupada, entonces y siempre, en el whist y en la fama de la casa de Grandlieu. Los grandes señores son tan ingenuos con sus inferiores, que Corentin no necesitó hacer humildemente demasiadas preguntas al señor de Grandlieu para que brotaran impertinencias. —Si quiere usted hacerme caso, caballero —dijo Corentin a Derville, tras haber sido presentado al procurador con todos los requisitos—, saldremos esta misma tarde hacia Angulema con la diligencia de Burdeos, que va tan de prisa como el coche correo, y no necesitaremos estar más de seis horas para reunir las informaciones que desea el señor duque. Si he comprendido bien a Su Señoría, basta con saber si la hermana y el cuñado del señor de Rubempré han podido darle un millón doscientos mil francos, ¿no es así?... —dijo, mirando al duque. —Lo ha comprendido perfectamente —contestó el par de Francia. —Podemos estar de vuelta dentro de cuatro días —repuso Corentiri, mirando a Derville—, y así ni el uno ni el otro habremos abandonado nuestros negocios por un espacio de tiempo tal que se vean afectados. —Es la única objeción que tenía que hacer a Su Señoría —dijo Derville—. Son las cuatro, vuelvo a mi casa a dar unas instrucciones a mi primer pasante; después de la cena estaré a las ocho... Pero, ¿tendremos plazas? —dijo al señor dé Saint-Denis, interrumpiéndose. —Respondo de ello —contestó Corentin—; le espero a las ocho en el patio de las Mensajerías de la Oficina Principal. Si no hay plazas, haré que las haya: así es como hay que servir a Su Señoría el duque de Grandlieu. —Señores —dijo el duque con infinita gracia— todavía no les doy las gracias...

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Corentin y el procurador, que tomaron estas palabras como señal de despido, saludaron y salieron. En el momento en que Peyrade estaba interrogando al criado de Corentin, el señor de Saint-Denis y Derville, instalados en la berlina de la diligencia de Burdeos, se observaban mutuamente en silencio a la salida de París. Al día siguiente, yendo de Orléans a Tours, Derville, que se aburría, se puso a charlar, y Corentin se avino a entretenerle, aunque guardando las distancias; le hizo creer que pertenecía a la diplomacia y que esperaba llegar a ser cónsul general con la protección del duque de Grandlieu. Dos días después de su salida de París, Corentin y Derville se detenían en Mansle, con gran sorpresa por parte del procurador, que creía dirigirse a Angulema. —En esta pequeña ciudad —dijo Corentin a Derville —conseguiremos informaciones positivas sobre la señora Séchard. —¿La conoce usted, pues? —preguntó Derville, sorprendido de ver que Corentin estaba tan bien informado. —He hecho hablar al conductor al darme cuenta de que es de Angulema, y me ha dicho que la señora Séchard vive en Marsac, que no está más que a una legua de Mansle. He pensado que aquí estaremos en mejores condiciones que en Angulema para desentrañar la verdad. "Por lo demás —pensó Derville—, según me ha dicho el señor duque, yo no soy más que el testigo de las indagaciones que haga este hombre de confianza..." La posada de Mansle, llamada La Belle Étoile, tenía por dueño a uno de esos hombres gruesos a los que se teme siempre no volver a encontrar a la vuelta y que, en cambio, vuelven a estar al cabo de diez años en el umbral de la puerta con la misma cantidad de carne, el mismo gorro de algodón, el mismo delantal, el mismo cuchillo, los mismos cabellos grasientos y la misma triple papada, y que aparecen estereotipados en las obras de todos los grandes novelistas, desde el inmortal Cervantes hasta el inmortal Walter Scott. ¿Acaso no ocurre que todos tienen grandes pretensiones acerca de su arte culinario, que dicen estar todos al entero servicio del cliente y que acaban todos sirviendo un pollo descarnado y unas legumbres aderezadas con mantequilla rancia? Todos ponderan sus vinos y le obligan a uno a consumir los vinos de la región. Pero desde temprana edad Corentin había aprendido a obtener de los posaderos cosas más importantes que un plato dudoso o un vino apócrifo. Por eso se presentó como un hombre muy fácil de contentar y que se abandonaba por completo a la discreción del mejor cocinero de Mansle, según dijo a aquel hombre. —No me cuesta mucho ser el mejor, puesto que soy el único —respondió el posadero.

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—Sírvanos en la sala de al lado —dijo Corentin, haciendo un guiño a Derville—, y sobre todo no tenga a mal poner mucho fuego en la chimenea, tenemos los dedos entumecidos. —No hacía precisamente calor en la berlina —dijo Derville. —¿Está muy lejos Marsac? —preguntó Corentin a la mujer del posadero, que había bajado de las regiones superiores al saber que en la diligencia habían llegado viajeros que se quedaban a dormir. —¿Va usted a Marsac, caballero? —preguntó la posadera. —No lo sé —contestó con una ligera sequedad—. ¿Es muy grande la distancia de aquí a Marsac? —volvió a preguntar Corentin, tras haber dejado a la dueña tiempo suficiente para que viera su cinta roja. —En cabriolé es cuestión de una media hora corta —dijo la mujer del posadero. —¿Cree usted que estarán ahora en invierno el señor y la señora Séchard?... —Sin duda alguna: pasan allí todo el año... —Son las cinco; no se habrán acostado a las nueve, ¿verdad? —¡Oh, y hasta las diez pueden encontrarlos! Todas las noches reciben visitas, el cura, el señor Marron, el médico. —¡Son buena gente! —dijo Derville. —La flor y nata, caballero —contestó la mujer del posadero—; son unas personas dignas y honradas... ¡y que no tienen nada de ambición! El señor Séchard, aunque lleva una existencia acomodada, tendría millones, según dicen, si no se hubiera dejado arrebatar un invento sobre la fabricación de papel del que se han aprovechado los hermanos Cointet. —¡Ah, sí, los hermanos Cointet! —dijo Corentin. —Cállate —dijo el posadero—. ¿Qué les importa a estos señores que el señor Séchard tenga o no tenga derecho a una patente de un método para fabricar papel? Estos señores no comercian con papel... Si piensan pasar la noche en casa, en La Belle Étoile —dijo el posadero, dirigiéndose a los dos viajeros—, aquí tienen el libro, les ruego que se inscriban. Tenemos un sargento que no tiene nada que hacer y que se pasa el tiempo molestándonos... —Demonio, demonio, yo creía que los Séchard eran muy ricos —dijo Corentin, mientras, Derville escribía su nombre y su calidad de procurador en el Tribunal de Primera Instancia del departamento del Sena. —Hay quien dice que son millonarios —respondió el posadero—, pero querer evitar que se muevan las lenguas es como proponerse evitar que fluya el río. Séchard padre dejó doscientos mil francos en bienes, y eso es ya mucho para un hombre que había empezado siendo obrero. Pues bien,

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tenía quizás otro tanto de ahorros... ya que acabó sacando de diez a doce mil francos de sus bienes. Pues supongamos que haya sido lo bastante tonto como para no invertir su dinero durante diez años, y nos salen las cuentas. Pero pongamos trescientos francos, si practicó la usura como se sospecha, y tenemos todo el asunto. Quinientos mil francos está muy lejos de un millón. Me conformaría con la diferencia; si la tuviera no seguiría estando en La Belle Étoile. —¡Cómo! —dijo Corentin—. ¿El señor David Séchard y su esposa no tienen una fortuna de dos o tres millones?... —Eso es lo que les atribuyen a los señores Cointet, que le arrebataron el invento —exclamó la mujer del posadero—, y no sacó de ellos más de veinte mil francos... ¿De dónde quiere usted que esa buena gente sacaran millones? Vivían con lo justo en vida de su padre. De no ser por Kolb, su administrador, y por la señora Kolb, que les era tan fiel como su marido, habríatl vivido con grandes dificultades. ¿Qué tenían con la Verberie?... ¡Mil escudos de renta!... Corentin tomó a Derville aparte y le dijo: —In vino ventas! La verdad se halla en el zumo de la vid. Por mi parte, veo en las posadas los auténticos registros civiles de las regiones; los notarios no están mejor informados que los posaderos de todo lo que pasa en los lugarejos. Ya lo ve: se supone que conocemos a los Cointet, a Kolb, etc. Un posadero es el repertorio viviente de todas las aventuras, hace de policía sin darse cuenta. Un gobierno cualquiera ha de mantener a lo sumo a doscientos espías, puesto que en un país como Francia hay diez millones de soplones honrados. Pero no estamos obligados a fiarnos de esta información, aunque en este pequeño pueblo podríamos ya enterarnos de algo acerca del millón doscientos mil francos que desaparecieron para pagar las tierras de Rubempré... No nos quedaremos mucho tiempo aquí... —Así lo espero —dijo Derville. —Ahora le diré por qué —repuso Corentin—. He encontrado la manera más natural de sacarles la verdad a los esposos Séchard. Cuento con usted para que apoye, con su autoridad de procurador, la pequeña astucia que emplearé para lograr unas cuentas claras y precisas acerca de su fortuna. Después de cenar iremos a casa del señor Séchard —dijo Corentin a la mujer del posadero—, prepárenos usted las camas; queremos una habitación para cada uno. En La Belle Étoile tiene que haber sitio. —Hemos acertado con el nombre —dijo la mujer—, ¿verdad, caballero? —¡Oh!, este juego de palabras se da en todos los departamentos —dijo Corentin—; ustedes no tienen el monopolio. —Están servidos, caballeros —dijo el posadero.

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—Pues, ¿de dónde diablos habría sacado el dinero ese joven?... ¿Será verdad lo que dice la carta anónima? ¿Será el precio de alguna muchacha bonita? —dijo Derville a Corentin, sentándose a la mesa para cenar. —¡Oh!, eso sería el objeto de otra investigación —dijo Corentin—. Lucien de Rubempré vive, según me ha dicho el duque de Chaulieu, con una judía conversa que se hacía pasar por holandesa y cuyo nombre es Esther Van-Bogseck. —¡Qué curiosa coincidencia! —dijo el procurador—. Estoy buscando a la heredera de un holandés llamado Gob-seck; se trata del mismo nombre con un cambio de consonantes... —En París —dijo Corentin—, a mi regreso, le conseguiré informaciones sobre su filiación. Una hora después los dos encargados de negocios de la casa de Grandlieu partían para la Verberie, la casa del señor y la señora Séchard. Lucien no había tenido jamás emociones tan profundas como las que sintió en la Verberie comparando su destino con el de su cuñado. Los dos parisienses iban a encontrar el mismo espectáculo que unos días antes había impresionado a Lucien. Allí todo respiraba tranquilidad y abundancia. Cuando los dos forasteros estaban por llegar, había cinco personas en el salón de la Verberie: el cura de Marsac, joven sacerdote de veinticuatro años que, a instancias de la señora Séchard, se había hecho preceptor de su hijo Lucien; el médico del lugar, llamado señor Marron; el alcalde del municipio, y un viejo coronel retirado que se dedicaba al cultivo de rosas en una pequeña propiedad situada frente a la Verberie, al otro lado de la carretera. Estas personas, en invierno, iban cada tarde a jugar al inocente juego del bostón, a un céntimo cada ficha, a coger los periódicos o a devolver los que ya habían leído. Cuando el señor y la señora Séchard compraron la Verberie, hermosa casa de piedra caliza cubierta de pizarra, sus dependencias de recreo consistían en un pequeño jardín. Con el tiempo, y dedicando a ello sus ahorros, la hermosa señora Séchard amplió su jardín hasta un riachuelo, sacrificando los viñedos que adquirió y convirtiéndolos en céspedes y macizos. En aquel momento, la Verberie, rodeada de un pequeño parque de unos dieciséis arpents rodeados por muros, era considerada la finca más importante de la región. La casa del difunto Séchard y sus dependencias no servían más que para la explotación de algunos arpents de viñedo dejados por él, además de cinco alquerías que producían cerca de seis mil francos, y ocho arpents de prados. situados al otro lado del riachuelo, justo delante del parque de la Verberie; la señora Séchard tenía el propósito de incluirlos en el parque al año siguiente. En los alrededores ya se le daba a la Verberie el nombre de mansión señorial, y llamaban a Éve Séchard la señora de

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Marsac. Al satisfacer su vanidad, Lucien no había hecho sino imitar a los campesinos y a los cultivadores de viñedos. Se rumoreaba que Courtois, el propietario de un molino situado a algunos tiros de fusil de los prados de la Verberie, estaba en tratos con la señora Séchard a propósito de este molino. Aquella adquisición probable acabaría de dar a la Verberie el aire de una finca de primer orden en el departamento. La señora Séchard, que prodigaba muchos favores con tanto discernimiento como grandeza, era muy estimada y querida. Su magnífica belleza había alcanzado entonces su máximo despliegue. Aunque tenía cerca de veintiséis años, conservaba el frescor de la juventud gracias al reposo y a la abundancia que proporciona la vida del campo. No había dejado de sentir amor por su marido y respetaba en él al hombre de talento suficientemente modesto para renunciar a las pompas de la gloria; por último, para acabar de retratarla, basta quizá con decir que durante toda su vida no había tenido un solo latido de corazón que no hubiera sido suscitado por sus hijos 0 por su marido. El tributo que este matrimonio pagaba a la infelicidad era, como es fácil de adivinar, la profunda tristeza que causaba la vida de Lucien, en la que Éve Séchard presentía muchos misterios que le producían un gran temor, abonado por el hecho de que Lucien, durante su última visita, cortó secamente todas las preguntas de su hermana díciéndole que los ambiciosos no responden de los medios que emplean más que ante sí mismos. A lo largo de seis años Lucien había visto tres veces a su hermana y no le había escrito más de seis cartas. Su primera visita a la Verberie tuvo lugar con ocasión de la muerte de sü madre, y la última había tenido por objeto pedir el favor de aquella mentira tan necesaria para su política. Esto fue motivo de una escena muy grave entre el señor y la señora Séchard y su hermano, escena que dejó dudas atroces grabadas en el interior de aquella existencia noble y apacible. El interior de la casa, que estaba transformado igual que el exterior, resultaba confortable sin ofrecer ningún lujo. Esto podrá apreciarse dando una rápida mirada al salón donde en aquel momento estaba la gente reunida. Una hermosa alfombra de Aubusson, algunos tapices de tela asargada de algodón gris adornados con trencillas de seda verde, unas pinturas imitando madera de Spa, un mueble de caoba esculpida, adornado con cachemira gris y pasamanería verde, y unas jardineras llenas de flores, pese a la época del año en que se hallaban, ofrecían un conjunto acariciador a la mirada. Las cortinas de seda verde de las ventanas, los adornos de la chimenea, el marco de los espejos, no caían en ese mal gusto provinciano que todo lo estropea. Por último, los detalles más nimios, limpios y elegantes, todo daba sensación de reposo debido a esa especie de poesía

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que toda mujer enamorada y con talento puede y debe introducir en su hogar. La señora Séchard, que aún guardaba luto por su padre, trabajaba junto al fuego en una labor de tapicería con la ayuda de la señora Kolb, el ama de llaves, a cuyos cuidados dejaba todos los detalles de la casa. En cuanto el cabriolé llegó a la altura de las primeras casas de Marsac, a los visitantes habituales de la Verberie había que añadir la presencia de Courtois, el molinero, viudo de su esposa, que quería retirarse de los negocios y que esperaba vender bien su propiedad, que parecía interesar a la señora Éve, y Courtois sabía por qué. —¡Un cabriolé que se detiene aquí! —dijo Courtois al oír en la puerta el ruido del coche—. Por el ruido de chatarra es presumible que sea del país...

—Serán seguramente Postel y su mujer, que vienen a verme —añadió el médico. —No —repuso Courtois—, el cabriolé viene del lado de Mansle. —Señora —dijo Kolb (un alsaciano alto y gordo)—, hay un brogurator te Barís gue guiere haplar gon el señor. —¡Un procurador!... —exclamó Séchard—. Esta palabra me produce cólico. —Gracias —dijo el alcalde de Marsac, llamado Cachan, procurador durante veinte años en Angulema, y que en otro tiempo había recibido el encargo de demandar a Séchard. —Mi pobre David no cambiará nunca, siempre será un distraído —dijo Éve, sonriendo. —Un procurador de París —exclamó Courtois—. ¿Tiene acaso negocios en París? —No —dijo Éve. —Tiene un hermano —explicó Courtois, sonriendo. -Ojo que no sea a causa de la herencia del tío Séchard —dijo Cachan—. Había hecho negocios turbios, aquel buen hombre... Corentin y Derville entraron y, tras haber saludado a los presentes y anunciado sus nombres, pidieron si podían hablar particularmente con la señora Séchard y su esposo. —Con mucho gusto —dijo Séchard—. Pero, ¿se trata de negocios? —Se trata tan sólo de la herencia de su señor padre —respondió Corentin. —Permitan ustedes, pues, que asista a la entrevista el señor alcalde, que es un exprocurador de Angulema. —¿Es usted el señor Derville?... —dijo Cachan, mirando a Corentin. —No, señor, es este caballero —contestó Corentin señalando al procurador, que hizo un saludo.

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—Pero si estamos en familia —dijo Séchard—, no tenemos nada que esconder a nuestros vecinos; no hace falta que vayamos a mi despacho, donde no hay fuego... Nuestra vida transcurre a la vista de todos... —La de su padre —dijo Corentin— tuvo algunos misterios que quizá le incomodaría que se publicasen. —¿Se trata de algo que nos pueda hacer enrojecer?... —dijo Éve, alarmada. —¡Oh, no, es un mero devaneo de juventud! —dijo Corentin, tendiendo con la mayor sangre fría una de sus innumerables trampas—. Su padre le dejó a usted un hermano mayor... —¡Vaya con el viejo zorro! —exclamó Courtois—. No le quería a usted demasiado, señor Séchard, y le guardó ésta, el cazurro... Ahora entiendo lo que quería decir cuando me decía: "¡Las verá de todos los colores cuando esté enterrado!" —¡Oh, tranquilícese usted, caballero! —dijo Corentin a Séchard, mirando a Éve de soslayo. —¡Un hermano! —exclamó el médico—. Pero, ¡eso significa que la herencia deberá repartirse! Derville fingía contemplar los hermosos grabados antiguos que estaban expuestos en los paneles del salón. —¡Oh, tranquilícese, señora! —dijo Corentin al ver la sorpresa pintada en el rostro de la hermosa señora Séchard—, no se trata más que de un hijo natural. Los derechos de los hijos naturales no son los de los hijos legítimos. Este hijo está en la miseria más profunda, y tiene derecho a una suma proporcionada a la importancia de la herencia... Los millones dejados por su padre... Al oírse aquella palabra, millones, se produjo un grito unánime en el salón. En aquel instante Derville dejó de contemplar los grabados. —¿El tío Séchard millones?... —dijo el grueso Courtois—. ¿Quién le ha dicho eso? Algún campesino. —Caballero —dijo Cachan—, no pertenece usted al fisco; de modo que podemos decirle lo que hay en realidad... —Esté usted tranquilo, le doy palabra de honor de que no soy ningún funcionario de Hacienda. Cachan, que acababa de hacerles a todos señal de que se callaran, dejó escapar un gesto de satisfacción. —Señor mío —añadió Corentin—, aunque no hubiera más que un millón, la parte del hijo natural seria aún sustanciosa. No venimos a hacer ningún proceso, al contrario, venimos a proponerle que nos dé cien mil francos y nos vamos en seguida.

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—¡Cien mil francos!... —exclamó Cachan, interrumpiendo a Corentin—. Pero, caballero, si el tío Séchard dejó dieciséis arpents de viñedos, cinco pequeñas alquerías, ocho arpents de prados en Marsac y ni un céntimo... —Por nada del mundo quisiera decir una mentira, señor Cachan —exclamó David Séchard, interviniendo—; y en asuntos de intereses, menos aún que en otras cosas... Caballero —dijo a Corentin y a Derville—, mi padre nos ha dejado, además de estos bienes... —por mucho que Courtois y Cachan se esforzaran en hacer signos a Séchard, éste continuó—, trescientos mil francos, con lo cual la herencia se eleva aproximadamente a quinientos mil francos. —Señor Cachan —dijo Éve Séchard—, ¿cuál es la parte que la ley atribuye al hijo natural?... —Señora —dijo Corentin—, no somos unos saqueadores, sólo le pedimos que nos jure delante de estos señores que no reunieron más de cien mil escudos de plata de la herencia de su suegro, y nos entenderemos bien... —Antes —dijo el exprocurador de Angulema a Derville—, dé usted su palabra de honor de que es procurador. —Aquí tiene mi certificado —dijo Derville a Cachan, tendiéndole un papel doblado en cuatro—, y el caballero no es ningún inspector general de Hacienda, como ustedes podrían creer, tranquilícense —añadió Derville— Sólo teníamos un gran interés por saber la verdad sobre la herencia Séchard, y ya la sabemos... —Derville cogió a la señora Éve de la mano y la llevó muy cortésmente al extremo del salón—. Señora —le dijo en voz baja—, si no estuvieran en juego el honor y el porvenir de la casa de Grandlieu en este asunto, no me habría prestado a esta estratagema ideada por este caballero condecorado; excúsele usted, se trataba de descubrir la mentira gracias a la cual el hermano de usted ha sorprendido la fuena fe de tan noble familia. Guárdese bien ahora de intentar hacer creer que le ha dado un millón doscientos mil francos para comprar las tierras de Rubempré... —¡Un millón doscientos mil francos! —exclamó la señora Séchard, palideciendo—. ¿Y de dónde los habrá sacado, el desgraciado?... —¡Ahí está! —dijo Derville—. Me temo que el origen de esa fortuna sea muy impuro. A Éve se le llenaron de lágrimas los ojos, como advirtieron sus vecinos. —Quizá le hayamos prestado un gran servicio —le dijo Derville— impidiéndole caer en una mentira cuyas consecuencias pueden ser muy peligrosas. Derville dejó a la señora Séchard sentada, pálida, con lágrimas en las mejillas, y saludó a los presentes.

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—¡A Mansle! —dijo Corentin al muchacho que conducía el cabriolé. La diligencia de Burdeos a París, que pasó por la noche, tenía una sola plaza libre; Derville rogó a Corentin que le dejara marchar a él primero, alegando negocios; en el fondo no se fiaba de su compañero de viaje, cuya habilidad diplomática y cuya sangre fría le parecieron responder a un hábito. Corentin se quedó en Mansle tres días, sin hallar ocasión para marchar; se vio obligado a escribir a Burdeos para reservar una plaza hasta París, de modo que no pudo estar de vuelta hasta nueve días después de su partida. Durante aquel tiempo, Peyrade iba todas las mañanas a casa de Corentin, a Passy o a París, para saber si ya había vuelto. El octavo día dejó en ambos domicilios una carta cifrada según el código convenido entre ambos, en la que explicaba a su amigo la clase de muerte con la que le amenazaban, el secuestro de Lydie y la horrible suerte a la que la destinaban. Viéndose atacado de un modo análogo a como él solía atacar, Peyrade, privado de Corentin, pero con la ayuda de Contenson, siguió llevando su disfraz de nabab. Aunque lo hubieran descubierto sus invisibles enemigos, pensaba muy sensatamente que podría recoger ciertas informaciones permaneciendo en el mismo campo de batalla. Contenson había puesto en marcha a todos sus conocidos en busca de Lydie, y esperaba descubrir la casa en que estaba escondida; pero la imposibilidad, día a día confirmada, de descubrir el menor rastro, fue incrementando paulatinamente el desespero de Peyrade. El viejo espía se rodeó de una guardia de doce o quince agentes de los más diestros. Vigilaban los alrededores de la calle de los Moineaux y de la calle Taitbout, donde vivía, en su papel de nabab, con la señora Du Val-Noble. Durante los tres últimos días del plazo fatal dado por Asia para restablecer la buena fama de Lucien en la casa de Grandlieu, Contenson no abandonó al veterano de la antigua dirección general de policía. Así pues, la poesía de terror que difunden las tribus guerreras enemigas con sus estratagemas en el seno de los bosques de América, y de la que se valió Cooper, se desprendía de los más nimios detalles de la vida parisiense. Los transeúntes, las tiendas, los coches de punto, una persona de pie en una encrucijada, todo ofrecía a los hombres-número encargados de la defensa de la vida del viejo Peyrade el enorme interés que en las novelas de Cooper ofrecen un tronco de árbol, una guarida de castores, una roca, una piel de bisonte, una canoa inmóvil o un follaje a flor de agua. —Si el español se ha marchado, no tiene usted nada que temer —decía Contenson a Peyrade, haciéndole notar la profunda tranquilidad de que gozaban. —¿Y si no se ha marchado? —contestaba Peyrade.

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—Se fue con uno de mis hombres detrás de su calesa; pero al llegar a Blois, mi agente tuvo que bajar y no pudo volver a coger el coche. Cinco días después del regreso de Derpille, Lucien recibió una mañana la visita de Rastignac. —Querido amigo, estoy desesperado de tener que comunicarte algo que se me ha encargado, debido a nuestra íntima amistad. Tu casamiento está roto, sin que te quepa la menor esperanza de recomponerlo. No vuelvas a poner los pies en la casa de Grandlieu. Para casarte con Clotilde tendrías que esperar la muerte de su padre, y se ha vuelto demasiado egoísta para morirse pronto. Los viejos jugadores de whist aguantan mucho... Clotilde se marchará a Italia con Madeleine de Lenoncourt-Chaulieu. La pobre muchacha te quiere tanto, amigo mío, que ha sido preciso vigilarla; quería venir a verte, y ya había concebido su pequeño proyecto de evasión... Es un consuelo, dentro de tu desgracia. Lucien no contestaba, miraba a Rastignac. —Después de todo, ¿es realmente una desgracia?... —le dijo su compatriota—. ¡Muy fácilmente encontrarás a otra muchacha tan noble y más hermosa que Clotilde!....La señora de Sérizy te casará para vengarse; no puede soportar a los Grandlieu, que jamás han querido recibirla; tiene una sobrina, la pequeña Clémence du Rouvre... —Mi querido amigo, desde nuestra última cena no estoy en buenas relaciones con la señora de Sérizy; me vio en el palco de Esther y me hizo una escena, así que la dejé correr. —Una mujer de más de cuarenta años no se enfada por mucho tiempo con un muchacho tan guapo como tú —dijo Rastignac—. Yo sé algo de estas puestas de sol... que duran diez minutos en el horizonte y diez años en el corazón de una mujer. —Hace ocho días que espero carta suya. —¡Ve a verla! —Ahora será preciso. —¿Vendrás al menos a casa de la Val-Noble? Su nabab corresponde con una cena a Nucingen por la invitación del otro día. —Iré —dijo Lucien con gravedad. El día después de la confirmación de su desgracia, de la que Carlos fue inmediatamente informado, Lucien fue con Rastignac y Nucingen a casa del falso nabab. A medianoche el antiguo comedor de Esther reunía a casi todos los personajes de aquel drama, cuyos hilos, ocultos bajo el lecho mismo de aquellas torrenciales existencias, sólo eran conocidos por Esther, Lucien, Peyrade, el mulato Contenson y Paccard, que fue a servir a su ama. La

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señora Du Val-Noble, sin que se enteraran Peyrade ni Contenson, había pedido a Asia que fuera a ayudar a su cocinera. Al sentarse a la mesa, Peyrade, que había dado quinientos francos a la señora Du Val-Noble para que se hicieran bien las cosas, encontró en su servilleta un papel en el que leyó estas palabras escritas en lápiz: Los diez días expiran en el mismo momento en que usted se sienta a la mesa. Peyrade pasó el papel a Contenson, que estaba detrás suyo, y le dijo en inglés: —¿Eres tú el que ha puesto aquí mi nombre? Contenson leyó a ía luz de las velas aquel Mane, Tecel, Fares y se guardó el papel en el bolsillo, pero sabía lo difícil que es reconocer al autor de una escritura en lápiz, y sobre todo una frase escrita en mayúsculas, es decir, con unos trazos, por así decirlo, matemáticos, ya que las mayúsculas se componen únicamente de curvas y rectas, en las que es imposible reconocer los hábitos de la mano, a diferencia de la escritura llamada cursiva. La cena se desarrolló sin ninguna alegría. Peyrade era presa de una preocupación visible. De los jóvenes calaveras que saben alegrar las cenas, no había más que Lucien y Rastignac. Lucien estaba muy triste y meditando. Rastignac, que acababa de perder dos mil francos antes de la cena, bebía y comía con la idea de recuperarlos después de la comida. Las tres mujeres, impresionadas por aquella frialdad, se miraron. El aburrimiento hizo perder sabor a la comida. Con las cenas ocurre como con las obras de teatro y con los libros, tienen sus días. Al terminarse la cena, sirvieron helados en forma piramidal, con pequeños frutos confitados colocados encima del helado, y servidos en pequeños vasos. La señora Du Val-Noble había encargado estos helados en la casa Tortoni, cuyo famoso establecimiento se halla en el cruce de la calle Taitbout con el bulevar. La cocinera mandó llamar al mulato para pagar la cuenta del heladero. Contenson, que consideró que la exigencia del mozo no era natural, bajó y le espetó lo siguiente: "¿No viene de la casa Tortoni?..." Y volvió a subir en seguida. Pero Paccard había aprovechado esta ausencia para repartir los helados entre los invitados. Cuando el mulato llegaba a la puerta del piso uno de los agentes que vigilaban la calle de los Moineaux gritó en la escalera: —¡Número veintisiete! —¿Qué pasa? —preguntó Contenson, volviendo a bajar rápidamente la escalera. —Dígale al papá que su hija ha vuelto, y ¡en qué estado, Dios mío! Que venga en seguida, que se muere. En el instante en que Contenson volvió a entrar en el comedor, el viejo Peyrade, que había bebido considerablemente, estaba ingiriendo la guinda de su helado. Brindando a la salud de la señora Du Val-Noble, el nabab llenó

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su copa de un vino llamado de Constance y la vació de un trago. Pese a la turbación que llenaba a Contenson al pensar en la noticia que iba a tener que dar a Peyrade, le chocó, al entrar de nuevo, la profunda atención con la que Paccard miraba al nabab. Los ojos del criado de la señora de Champy parecían dos llamas fijas. Esta observación, a pesar de su trascendencia, no detuvo sin embargo al mulato, que se inclinó hacia su amo en el instante en que Peyrade dejaba su copa vacía sobre la mesa. —Lydie está en casa —dijo Contenson—, y en un estado muy triste. Peyrade soltó la más francesa de todas las palabrotas francesas con un acento meridional tan pronunciado, que en las caras de todos los invitados se grabó la más profunda de las sorpresas. Dándose cuenta, de su falta, Peyrade descubrió su disfraz diciendo en perfecto francés a Contenson: —¡Tráeme un coche!... Me largo de aquí. Todos se levantaron de la mesa. —¿Quién es usted? —exclamó Lucien. —¡Sí!... —dijo el barón. —Bixiou me había asegurado que sabía usted imitar a los ingleses mejor que él, y no quería creérmelo —dijo Rastignac. —Es alguno que ha hecho bancarrota —dijo Du Tillet en voz alta—. ¡Me lo sospechaba!... —¡Qué lugar tan singular es París!... —dijo la señora Du Val-Noble—. Después de haber ido a la quiebra en su barrio, un negociante hace impunemente su aparición en los Campos Elíseos disfrazado de nabab o de dandy... Qué suerte la mía; siempre me afecta la misma infección: ¡la quiebra! —Dicen que todas las flores tienen uno u otro bicho —dijo Esther, con calma—; el mío se parece al de Cleopatra, el áspid. —¡Que quién soy yo!... —dijo Peyrade desde la puerta— ¡Ya lo sabréis, porque si muero saldré de mi tumba para venir a tiraros de los pies cada noche!... Al decir estas últimas palabras, miraba a Esther y a Lucien; a continuación aprovechó el asombro general para marcharse con una gran agilidad, ya que quiso ir corriendo a su casa sin esperar el coche. En la calle, Asia, envuelta en un mantón negro de los que llevaban las mujeres para salir del baile, detuvo al espía por el brazo, en el umbral de la puerta cochera. —Manda a buscar los sacramentos, papá Peyrade —le dijo la misma voz con que le había profetizado la desgracia. Allí había un coche, al que subió Asia, y que desapareció como si se lo hubiera llevado el viento. Había cinco coches, de modo que los hombres de Peyrade no pudieron enterarse de nada.

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Al llegar a su casa de campo, situada en una de las plazas más apartadas y más risueñas de la pequeña ciudad de Passy, en la calle de las Vignes, Corentin, que aparentaba ser un negociante apasionado por la jardinería, halló el mensaje de su amigo Peyrade. En vez de descansar, volvió a subir al coche que le había llevado y mandó que le condujera a la calle de los Moineaux, donde halló a Katt sola. Por la flamenca, se informó de la desaparición de Lydie y quedó sorprendido de la falta de previsión que tanto Peyrade como él habían tenido. "Todavía no me conocen —dijo para sus adentros—. Esa gente es capaz de cualquier cosa; vamos a ver si matan a Peyrade, pues en tal caso ya no me exhibiré más..." Cuanto más infame es una vida, más apego tiene el hombre por ella; entonces se convierte en una protesta, en una venganza de cada instante. Corentin bajó y fue a su casa a disfrazarse de anciano enfermizo, con una pequeña levita verdosa y una peluca de grama, y volvió a pie, fiel a su amistad por Peyrade. Quería dar órdenes a los más leales y hábiles de entre sus números. Cuando iba de la plaza Vendóme a la calle Saint-Roch por la calle Saint-Honoré, caminaba delante de él una muchacha en zapatillas y vestida con la ropa de cama que llevan las mujeres. La muchacha, que llevaba una camisa de dormir blanca y en la cabeza un gorro de noche, dejaba escapar de vez en cuando algunos sollozos mezclados con involuntarios quejidos; Corentin la adelantó algunos pasos y reconoció a Lydie. —Soy el amigo de su padre, el señor Canquoèlle —dijo con su voz natural. —¡Ah, por fin encuentro a alguien de quien pueda fiarme!... —dijo la muchacha. —Haga como que no me conoce —repuso Corentin—, nos persiguen unos enemigos implacables; yo he tenido que disfrazarme. Cuénteme lo que le ha pasado... —¡Oh, caballero! —dijo la pobre muchacha—, eso no se dice ni se cuenta... ¡Estoy deshonrada y perdida, sin poder explicarme de qué manera!... —¿De dónde viene usted?... —¡No lo sé, caballero! Me he marchado con tanta precipitación, he andado por tantas calles, dando tantas vueltas, porque creía que me seguían... Cuando encontraba a alguna persona honrada, le preguntaba el camino para ir a los bulevares, para llegar a la calle de la Paix. En fin, después de haber andado durante... ¿Qué hora es? —Las once y media —dijo Corentin. —¡Me he escapado a la caída de la tarde, de modo que hace ya cinco horas que estoy andando!... —exclamó Lydie.

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—Vamos, vayase a descansar, encontrará en casa a su buena Katt.,. —¡Oh, señor, ya no habrá más reposo para mí! No quiero más reposo que el de la tumba; y me iré a esperarlo en un convento, si me juzgan digna de entrar en él... —¡Pobre pequeña! ¿Se resistió usted? —Sí, señor. ¡Oh! Si supiera en medio de qué abyectos seres me metieron... —Seguramente la adormecieron... —Quizá —dijo la pobre Lydie—. Un poco más de esfuerzo y llegaré hasta la casa. Me siento desfallecer y mis ideas no son muy claras... Hace un rato me creía en un jardín... Corentin cogió a Lydie entre sus brazos, donde perdió el sentido, y la subió por las escaleras. —¡Katt! —gritó. Katt apareció dando gritos de alegría. —¡No se regocije tan de prisa! —dijo Corentin sentenciosamente—. Esta muchacha está muy enferma. Cuando Lydie fue depositada sobre su cama y a la luz de las dos velas encendidas por Katt reconoció su habitación, empezó a delirar. Alternativamente cantaba estribillos de graciosas melodías y vociferaba ciertas horribles expresiones que había oído. Su hermoso rostro estaba salpicado de manchas violáceas. En su mente se entremezclaban los recuerdos de su vida tan pura con los de aquellos diez días de infamia. Katt

lloraba. Corentin se paseaba por la habitación, parándose de vez en cuando para examinar a Lydie. —¡Está pagando por su padre! —dijo—. ¿Existirá alguna Providencia? ¡Oh! Cuánta razón tengo de no tener familia... ¡Un hijo! Es, palabra de honor, como ha dicho no sé qué filósofo, un rehén que se entrega a la desgracia... —¡Ay! —dijo la pobre muchacha, sentándose y dejando sueltos sus hermosos cabellos—. En lugar de estar acostada aquí, Katt, tendría que estar acostada en la arena del fondo del Sena... —Katt, en lugar de llorar y de contemplar a la niña, con lo que no se curará, debería ir a buscar a algún médico, primero al del Ayuntamiento, y luego a los señores Desplein y Bianchon... Hay que salvar a esta criatura inocente... Y Corentin anotó las direcciones de los dos famosos doctores. En aquel instante subió por la escalera un hombre acostumbrado a sus peldaños; se abrió la puerta. Peyrade, empapado de sudor, con el rostro violáceo y los ojos casi ensangrentados, resoplando como una marsopa, se abalanzó desde la puerta del piso a la habitación de Lydie, exclamando: —¿Dónde está mi hija?...

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Vio que Corentin movía tristemente el brazo, y su mirada siguió la indicación. El estado én que se hallaba Lydie sólo era comparable al de una flor amorosamente cultivada por un botánico y que, después de ser arrancada de su tallo, hubiera sido aplastada por las fuertes botas de un campesino. Trasládese esta imagen al corazón mismo de la Paternidad, y se comprenderá el impacto que recibió Peyrade, cuyos ojos se inundaron de lágrimas. —Alguien llora, es mi padre —dijo la muchacha. Lydie aún pudo reconocer a su padre; se levantó y fue a ponerse en el regazo de su padre en cuanto éste se hubo hundido en un sillón. —¡Perdón, papá!... —dijo con una voz que atravesó el corazón de Peyrade, en el mismo momento en que sintió como si le descargaran un mazazo sobre la cabeza. —Me muero... ¡canallas! —fueron sus últimas palabras. Corentin fue a socorrer a su amigo, y recogió su último suspiro. "¡Muerto envenenado!... —pensó Corentin—. Bien, aquí está el médico —exclamó al oír el ruido de un coche. Contenson, que se había quitado su maquillaje de mulato, hizo su aparición y se quedó inmóvil como una estatua al oír que Lydie decía: —¿No me lo perdonas, padre mío?... ¡No ha sido culpa mía! —No se daba cuenta de que su padre estaba muerto. —¡Oh! ¿Con qué ojos me mira!... —dijo la pobre demente... —Hay que cerrárselos —dijo Contenson, que colocó al difunto Peyrade sobre la cama. —Estamos cometiendo una tontería —dijo Corentin—; llevémosle a sus habitaciones; su hija está medio loca, y se volvería loca del todo si se diera cuenta de su muerte, creería haberlo matado ella. Al ver que se llevaban a su padre Lydie quedó como atontada. —¡He aquí a mi único amigo!... —dijo Corentin, que parecía conmovido cuando Peyrade fue depositado sobre la cama de su habitación—. ¡En toda su vida sólo una vez se dejó llevar por la codicia, y fue pensando en su hija!... Que esto te sirva de lección, Contenson. Cada estado tiene su código de honor. Peyrade ha hecho mal entrometiéndose en asuntos privados; en cuanto a nosotros, no tenemos más que limitarnos a los asuntos públicos. Pero, ocurra lo que ocurra, juro —dijo con un tono, una mirada y un gesto que llenaron de temor a Contenson—, ¡juro que vengaré a mi pobre Peyrade! ¡Descubriré a los autores de su muerte y a los de la deshonra de su hija!... ¡Por mi propio egoísmo, por los pocos días de vida que me quedan y que pongo en juego con esta venganza, toda esta gente acabarán sus días

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a las cuatro de la tarde, en buena salud y bien afeitados, en la plaza de la Greve!... —¡Y yo le ayudaré! —dijo Contenson, emocionado. Efectivamente, no hay nada más conmovedor que el espectáculo de la pasión en un hombre frío, acompasado, metódico, en el cual nadie, desde hacía veinte años, había advertido el menor asomo de sensibilidad. Es como una barra de hierro en estado de fusión, que hace fundir todo lo que encuentra. Por eso a Contenson se le revolvieron las entrañas. —¡Pobre tío Canquoèlle! —agregó mirando a Corentin—, me había obsequiado tantas veces... A menudo (eso sólo sabe hacerlo la gente viciosa) me daba diez francos para ir a jugar... Después de esta oración fúnebre, los dos vengadores de Peyrade fueron a las habitaciones de Lydie al oír que Katt y el médico de guardia subían por la escalera. —Vete a la comisaría de policía —dijo Corentin—. El procurador del rey no encontraría en esto elementos para ninguna investigación; pero vamos a hacer un informe a la prefectura, quizá pueda servir de algo. Caballero —dijo Corentin al médico de guardia—, encontrará usted en esta habitación a un hombre muerto; no creo que haya muerto de muerte natural, hará usted su autopsia en presencia del señor comisario de policía, que va a venir ahora a petición mía. Mire de descubrir el rastro del veneno; dentro de un rato podrá contar con la ayuda de los señores Desplein y Bianchon, a quienes he avisado para que examinen a la hija de mi mejor amigo, que está en un estado peor que el del padre, aunque éste haya muerto... —No necesito a esos señores para desempeñar mi cometido... —dijo el médico del Ayuntamiento. "¡Ah, bien!", pensó Corentin. —Evitemos los roces, caballero —repuso Corentin—. En pocas palabras, he aquí mi opinión. Los que acaban de matar al padre han deshonrado también a la hija. Al alba, Lydie acabó sucumbiendo al cansancio; dormía cuando llegaron el ilustre cirujano y el joven médico. El médico encargado de registrar la defunción había abierto entonces el cadáver de Peyrade y buscaba las causas de la muerte. —En espera de que se despierte a la enferma —dijo Corentin a los dos famosos médicos—, ¿querrían ustedes ayudar a uno de sus colegas en una indagación que seguramente tendrá para ustedes interés? Su opinión no estará de más en el atestado. —Su pariente ha muerto de apoplejía —dijo el médico—; hay pruebas de una congestión cerebral espantosa...

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—Examínenlo, señores —dijo Corentin—, y piensen si en la toxicología no hay venenos que produzcan el mismo efecto. —El estómago —dijo el médico— estaba lleno de materias; pero, a no ser que sean analizadas con el instrumental químico adecuado, no hallo ninguna huella de veneno. —Si están plenamente reconocidos los caracteres de la congestión cerebral, hay ahí, dada la edad del sujeto, una causa suficiente de defunción —dijo Desplein, mostrando la enorme cantidad de alimentos... —¿Ha comido aquí? —preguntó Bianchon. —No —dijo Corentin—; ha venido aquí rápidamente desde el bulevar y se ha encontrado con su hija violada. —Ahí tenemos el verdadero veneno, si quería a su hija —dijo Bianchon. —¿Qué veneno podría producir un tal efecto? —preguntó Corentin, sin apearse de su idea. —No hay más que uno —dijo Desplein, tras haberlo examinado todo cuidadosamente—. Es un veneno del archipiélago de Java, procedente de ciertos arbustos aún bastante poco conocidos, del género de los Strychnos, y que se emplean para envenenar esas armas tan peligrosas... los kris malayos... Eso dicen, por lo menos... Llegó el comisario de policía, a quien Corentin comunicó sus sospechas y le pidió que redactara un informe, diciéndole en qué casa y con qué gente había cenado Peyrade; luego le informó acerca de la conjura contra la vida de Peyrade y de las causas del estado en que se hallaba Lydie. Luego, Corentin se trasladó a las habitaciones de la pobre muchacha, donde Desplein y Bianchon examinaban a la enferma; pero se encontró con ellos en el umbral de la puerta. —¿Qué hay, caballeros? —preguntó Corentin. —Lleven a esta joven a un sanatorio, y si no recupera la razón al dar a luz, suponiendo que quede embarazada, conservará durante toda su vida una demencia maníaco-depresiva. Para curarse no tiene más recurso que el sentimiento maternal, si llega a brotar... Corentin dio cuarenta francos, en oro, a cada doctor, y se volvió hacia el comisario de policía, que le tiraba de la manga. —El médico afirma que la muerte es natural —dijo el funcionario—, y no puedo hacer ningún informe tratándose del tío Canquoèlle; se entrometería en muchos asuntos y no sabemos con quién nos enfrentaríamos... Esta gente, a veces, muere por orden... —Yo me llamo Corentin —dijo Corentin al oído del comisario de policía. —Así pues, haga una nota —añadió Corentin—; será muy útil más adelante, y no la mande más que a título de informaciones confidenciales. El crimen no es demostrable y sé que las diligencias serían cortadas a los

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primeros pasos... Pero algún día entregaré a los culpables, voy a vigilarlos y a cogerlos en flagrante delito. El comisario de policía saludó a Corentin y se marchó. —Señor —dijo Katt—, la señorita no hace más que cantar y bailar. ¿Qué hay que hacer?... —Pero, ¿ha ocurrido algo?... —Se ha enterado de que su padre acababa de morirse... —Métala en un coche de punto y llévela al sanatorio de Charenton; voy a escribir una nota al director general de la Policía del reino para que reciba un trato adecuado. La hija a Charenton y el padre a la fosa común —dijo Corentin—. Contenson, manda venir la carreta de los pobres... Y ahora, don Carlos Herrera, ¡estamos frente a frente!... —¡Carlos! —exclamó Contenso—. Está en España. —¡Está en París! —dijo Corentin en un tono que no admitía réplica—. Es un genio español al estilo de Felipe II, pero tengo trampas para todo el mundo, incluso para los reyes. Cinco días después de la desaparición del nabab, la señora Du Val-Noble estaba sentada, a las nueve de la mañana, a la cabecera de la cama de Esther, llorando, porque se sentía en una de las pendientes que llevan a la miseria. —¡Si por lo menos tuviera cien luises de renta! Con esto, amiga mía, una puede retirarse a cualquier pequeña ciudad y encuentra con quien casarse... —Puedo conseguírtelos —dijo Esther. —¿Y de qué manera? —exclamó la señora Du Val-Noble. —¡Oh, es muy sencillo! Escucha. Harás como que deseas matarte, haz bien la comedia; llamarás a Asia y le propondrás diez mil francos a cambio de dos perlas negras de cristal muy fino, que contienen un veneno que mata en un segundo; entonces me las traes y yo te doy cincuenta mil francos... —¿Y por qué no las pides tú misma? —dijo la señora Du Val-Noble. —Asia no me las vendería. —¿No serán para ti?... —dijo la señora Du Val-Noble, —Quizá. —¡Tú, que vives en medio de la alegría, del lujo y en casa propia! ¡Y en vísperas de una fiesta de la que se hablará durante diez años, y que le costará veinte mil francos a Nucmgen! Dicen que se comerán fresas en el mes de febrero, espárragos, uvas... melones... En las salas habrá flores por valor de mil escudos. —¿Qué dices? Hay mil escudos de rosas sólo en la escalera. —Dicen que tus vestidos y adornos cuestan diez mil francos. —Sí, mi vestido es de punto de Bruselas, y Delphine, su esposa, está furiosa. Pero he querido tener un disfraz de novia.

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—¿Dónde están los diez mil francos? —dijo la señora Du Val-Noble. —Es todo el dinero que llevo encima —dijo Esther, sonriendo—. Abre mi tocador, están debajo de mis papillotes... —Cuando se habla de morir, uno no se mata —dijo la señora Du Val-Noble—. Si fuera para cometer... —Un crimen, ¡vamos, mujer! —dijo Esther completando la idea de su amiga, que estaba dudando—. Puedes estar tranquila —añadió Esther—, no quiero matar a nadie. Tenía una amiga, una mujer muy dichosa, que se murió; yo la seguiré, eso es todo. —¡Serás tonta!... —Qué quieres que le haga, nos lo habíamos prometido. ¡ —Deja que te protesten esta letra —dijo sonriendo su amiga. —Haz lo que te digo, y vete. Oigo llegar un coche, es Nucingen; ¡se va a volver loco de felicidad! Éste me quiere... ¿Por qué no querer a los que nos quieren? Ya que, en definitiva, hacen cualquier cosa para darnos gusto... —Sí —dijo la señora Du Val-Noble—, es la historia del arenque, que es el más intrigante de todos los peces. —¿Por qué?... —Pues, precisamente, nunca se ha sabido por qué. —¡Vamos, querida, vete ahora! Tengo que pedirle tus cincuenta mil francos. —Bueno, adiós... Desde hacía tres días el comportamiento de Esther hacia el barón de Nucingen había cambiado por completo. El mono se había transformado en gata, y la gata se estaba volviendo mujer. Esther derramaba sobre el anciano sus tesoros de afecto y se mostraba encantadora. Sus palabras, libres de malicia y de acritud, llenas de tiernas insinuaciones, habían llevado la convicción al espíritu del pesado banquero, le llamaba Fritz y él creía que le amaba. —Mi pobre Fritz, te he puesto a prueba —decía—, te he atormentado, has mostrado una paciencia sin límites; me amas, lo veo, y te recompensaré. Ahora me gustas, no sé lo que ha ocurrido, pero te preferiría a ti antes que a cualquier hombre joven. Quizá sea resultado de la experiencia. A la larga uno acaba dándose cuenta de que el placer es la fortuna del alma, y no es más lisonjero ser amado por el placer que serlo por el dinero... Además, los jóvenes son demasiado egoístas, piensan más en sí mismos que en nosotras; en cambio tú sólo piensas en mí. Soy toda tu vida. De modo que no quiero nada más de ti, quiero demostrarte hasta qué punto soy desinteresada. —Yo no le he tato nata —contestó el barón, encantado—, y bienso draerle mañana dreinta mil vrangos te renda... es mi recalo te potas...

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Esther besó tan cariñosamente a Nucingen, que le hizo palidecer sin necesidad de pildoras. —¡Oh! —dijo ella—, no vaya a creer que es por sus treinta mil francos de renta por lo que estoy así; es porque ahora...te quiero, Frédéric mío... —¡Oh, Tíos mío! Por gué haperme buesdo a bruepa... hapría sito dan velís teste hace dres meses... —¿Es al tres, o al cinco por ciento, cariñito? —le dije Esther, pasando las manos por los cabellos de Nucingen arreglándoselos a su capricho. —Al dres... El barón traía, pues, aquella mañana los papeles de la donación; venía a desayunar con su querida niña y a recibir las órdenes para el día siguiente, para el famoso sábado, ¡el gran día! —Denca, muquercida mía, úniga muquer mía —dijo el banquero, con la cara radiante de alegría—, aguí diene gon gué bacar sus casdos te gocina bara el resdo te sus tías... Esther tomó el papel sin la menor emoción, lo dobló y lo guardó en su tocador. —Está usted muy contento, monstruo de iniquidad —le dijo, dándole una palmadita en la mejilla—, viendo que por fin acepto algo de usted. Ya no puedo decirle más las verdades, porque comparto el fruto de lo que usted llama sus trabajos... Esto no es un regalo, pobre amigo mío, sino una restitución... Vamos, no ponga usted esta cara de Bolsa. Sabes muy bien que te quiero. —Mi pella Esder, ánquel mío te amor —dijo el banquero—, no me haple más así... mire... me tarta lo mismo gue el munto endero me domara bor un latrón, gon dal gue ande sus ocos vuera una bersona honrata... La guiero gata jes más. —Entra en mi plan —dijo Esther—. Por eso ya no te diré nunca más nada que te entristezca, cachorrito de elefante, porque te has vuelto cándido como un niño... ¡Granuja! Nunca has tenido inocencia, ya hacía falta que la que recibiste al venir al mundo reapareciera a la superficie; lástima que estuviera tan hundida que no ha vuelto más que a los setenta y pico... y gracias al gancho del amor. Esto ocurre en los muy viejos... Ésa es la razón por la que he acabado; queriéndote, eres joven, muy joven... Sólo yo habré conocido a este Frédéric... ¡yo sola!... Porque tú ya eras banquero a los quince años... En el colegio debías de prestar una bola con la condición de que te devolvieran dos... —Se sentó en sus rodillas al verle reír—. ¡Bien! ¡Pues haz lo que quieras! Por Dios, roba a la gente... ¡te ayudaré a hacerlo! A la gente no vale la pena quererla, Napoleón los mataba como moscas. Que los franceses te paguen los impuestos a ti o que los paguen a la Hacienda,

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¿qué más les da?... No se hace el amor con la Hacienda, y la verdad... Mira, me lo he pensado bien, tienes razón, esquila las ovejas; lo dice el Evangelio, según Béranger... Da un beso a tu Esder... ¡Ah! Óyeme, le vas a dar a esa pobre Val-Noble todos los muebles del piso de la calle Taitbout. Y además, mañana, le regalas cincuenta mil francos... esto te dará mucho prestigio, te das cuenta, ricura. Has matado a Falleix y empiezan a hablar mal de ti... Este rasgo de generosidad parecerá babilónica... y todas las mujeres hablarán de ti. ¡Oh! En París no habrá nadie que sea grande, nadie que sea noble, más que tú, y la gente de mundo es de tal manera que Falleix caerá en el olvido. ¡De modo que, después de todo, será un dinero bien invertido!... —Dienes rosón, ánquel mío, gonoces el munto —contestó—, serás mi gonsequera. —¡Cómo! —repuso ella—. Ya ves como pienso en los negocios de mi hombre, en su fama, en su honor... Vamos, ve a buscarme los cincuenta mil francos... Quería librarse del señor de Nucingen para hacer venir a un agente de cambio y vender aquella misma noche en la Bolsa los valores de la donación. —¿Y bor gué en séquito?... —preguntó. —Hombre, cariño, tienes que entregárselos en un pequeño estuche de raso que contenga un abanico. Y le dices: "Aquí tiene, señora, un abanico que espero sea de su agrado..." ¡Creen que no eres más que un Turcaret, y vas a convertirte en un Beaujon! —¡Esdubento, esdubento! —exclamó el barón—. ¡Ahora ingluso dentré inquenio!... Sí, rebediré tus balapras... En el momento en que la pobre Esther se sentaba, agotada por el esfuerzo que le representaba desempeñar su papel, entró Europa. —Señora —dijo—, ahí está un mozo que viene del muelle Malaquais de parte de Célestin, el ayuda de cámara de Lucien... —¡Qué entre!... No, ya voy yo a la antesala. —Trae una carta de Célestin para la señora. Esther corrió hacia la antesala, miró al recadero, y vio en él al recadero de pura sangre. —¡Dile que baje!... —dijo Esther con voz débil, dejándose caer sobre una silla tras haber leído la carta—. Lucien quiere matarse... —añadió al oído de Europa—. Enséñale también la carta. Carlos Herrera, que seguía vestido de viajante de comercio, bajó en seguida, y su mirada se dirigió automáticamente hacia el mozo al advertir la presencia de un extraño en la antesala. —Me habías dicho que no habia nadie —dijo a Europa al oído.

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En un exceso de prudencia se trasladó inmediatamente al salón, tras haber examinado al mozo. Engañamuertes no sabía que desde hacía algún tiempo el famoso jefe del servicio de seguridad, que le había detenido en la Casa Vauquer, tenía un rival en quien se pensaba para sustituirle. El mozo era este rival. —Es cierto —dijo el fingido mozo a Contenson, que le esperaba en la calle—. El que usted me ha descrito está en la casa; pero no es ningún español, y pondría la mano en el fuego de que hay carne de horca bajo esa sotana. —Éste no es ni cura ni español —dijo Contenson. —Estoy seguro de ello —repuso el agente de la brigada de seguridad. —¡Oh! ¡Si tuviéramos razón!... —exclamó Contenson. Lucien había estado efectivamente dos días fuera, y habían aprovechado aquella ausencia para tender una trampa; pero regresó aquella misma noche y la inquietud de Esther se apaciguó. A la mañana siguiente, a la hora en que la cortesana salió del baño y volvió a la cama, llegó su amiga. —¡Tengo las dos perlas! —dijo la Val-Noble. —¿A ver? —dijo Esther, incorporándose y hundiendo su hermoso codo en una almohada llena de encajes. La señora Du Val-Noble dio a su amiga dos bolas con aspecto de grosellas negras. El barón había regalado a Esther dos de esas galgas, de cierta raza famosa, que acabarán llevando el nombre del gran poeta contemporáneo que las ha puesto de moda; la cortesana, que se sentía muy orgullosa de haberlas obtenido, les había conservado los nombres de sus antepasados, Romeo y Julieta. No es menester hablar de la ¡n0 simpatía, de la blancura y de la gracia de esos animales, adaptados a vivir en pisos, y cuyos hábitos tienen algo de la discreción inglesa. Esther llamó a Romeo, y Romeo acudió, con sus patas tan flexibles y finas, tan firmes y nervudas que parecían varillas de acero, y miró a su ama. Esther hizo ademán de tirar una de las dos perlas para despertar su atención. —¡Su nombre le predestina a morir así! —dijo Esther tirando la perla, que Romeo quebró entre sus dientes. El perro no exhaló el menor quejido, sino que sólo giró sobre sí mismo y cayó muerto. El asunto quedó despachado al recitar Esther la oración fúnebre. —¡Dios mío! —exclamó la señora Du Val-Noble. —Tienes un coche de punto, llévate a Romeo —dijo Esther—; su muerte aquí sería un escándalo, yo te lo habré dado y tú lo habrás perdido, puedes poner un anuncio. Vamos, apresúrate, esta noche tendrás tus cincuenta mil francos.

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Lo dijo con tanta tranquilidad y con una insensibilidad tan perfecta de cortesana, que la señora Du Val-Noble exclamó: —¡Eres sin ninguna duda nuestra reina! —Ponte guapa y ven temprano... A las cinco de la tarde Esther se puso galas de novia. Se puso el vestido de encajes encima de una falda de raso blanco, una faja blanca, zapatos de raso blanco, y sobre sus hermosos hombros un chal de punto inglés. En la cabeza llevaba camelias blancas naturales, imitando el tocado de una joven virgen. Sobre su pecho exhibía un collar de perlas de treinta mil francos, obsequio de Nucingen. Aunque a las seis ya estaba arreglada, cerró la puerta a todo el mundo, incluso a Nucingen. Europa sabía que Lucien tenía que ser introducido en el dormitorio. Lucien llegó sobre las siete, y Europa halló la manera de hacerle entrar en la habitación de la señora sin que nadie se diera cuenta de su llegada. Lucien, al ver a Esther, dijo para sus adentros: "¡Por qué no ir a vivir con ella a Rubempré, lejos del mundo, sin regresar jamás a París!... ¡Tengo cinco años de arras sobre esta vida, y esta encantadora criatura no se echará atrás!... Además, ¿dónde encontrar una obra maestra como ésta?" —Amigo mío, de quien he hecho un dios —dijo Esther, doblando una rodilla sobre una almohada delante de Lucien—, déme su bendición. Lucien quiso alzar a Esther y besarla, diciéndole: —¿Qué broma es ésta, amor mío? Y trató de coger a Esther por el talle; pero ella se separó con un ademán que expresaba a la vez respeto y horror. —Ya no soy digna de ti, Lucien —dijo, derramando algunas lágrimas—. Te lo suplico, bendíceme y júrame que establecerás en el hospital una fundación de dos camas..., porque con plegarias en la iglesia Dios nunca me perdonará más que a mí misma... Te he querido demasiado, amor mío. En fin; dime que te he hecho feliz y que pensarás en mí alguna vez, dímelo... Lucien advirtió tanta y tan solemne buena fe en Esther, que permaneció pensativo. —¡Quieres matarte! —dijo finalmente, en un tono de voz que denotaba una profunda meditación. —No, querido, pero hoy, te das cuenta, es la muerte de la mujer pura, casta y amante que tú tuviste... Y me temo mucho que la pena acabe conmigo. —¡Espera! —dijo Lucien—. Desde hace un par de días he estado haciendo muchos esfuerzos y he podido llegar hasta Clotilde. —¡Siempre Clotilde!... —dijo Esther con un tono de ira concentrada. —Sí —repuso él—, nos escribimos... El martes por la mañana se va, pero tendré una entrevista con ella camino de Italia, en Fontainebleau...

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—¡Vamos! ¿Qué es lo que queréis, vosotros, por mujeres?... ¡Unas tablas!... —exclamó la pobre Esther—. ¿Qué, si yo tuviera siete u ocho millones, no te casarías conmigo?... —¡Esther! Iba a decirte que si todo ha terminado para mí, no querré a otra mujer más que a ti... Esther inclinó la cabeza para ocultar la súbita palidez que le sobrecogió y las lágrimas que enjugó. —¿Me quieres?... —dijo, mirando a Lucien con un profundo dolor—. Pues tienes mi bendición. No te comprometas, vete por la puerta falsa y haz como si llegaras al salón desde la antesala. Bésame en la frente —dijo. Cogió a Lucien, lo apretó con rabia contra su pecho y le dijo—: ¡Sal!... Sal o seguiré viviendo. Cuando la agonizante apareció en el salón, provocó un grito de admiración. Los ojos de Esther reflejaban el infinito en el cual se hundía el alma al contemplarla. El negro azulado de su fina cabellera hacía destacar las camelias. En suma, se lograron todos los efectos que aquella muchacha sublime había pretendido dar. No tuvo ninguna rival. Parecía la expresión culminante del lujo desenfrenado que la rodeaba. Además, mostró un ingenio chispeante. Dirigió la orgía con la misma energía fría y tranquila que despliega Habeneck en el Conservatorio en esos conciertos en que los músicos más destacados de Europa alcanzan la sublimidad de la ejecución interpretando a Mozart y a Beethoven. Sin embargo, observaba con terror que Nucingen comía poco, no bebía y hacía el papel de dueño de la casa. Llegada la medianoche, nadie conservaba sus cabales. Se rompieron las copas para que nunca más volvieran a ser usadas. Fueron rotas dos cortinas de pekín pintado. Fue la única vez en su vida que Bixiou se emborrachó. Como nadie se sostenía de pie y las mujeres estaban dormidas por los divanes, los invitados no pudieron llevar a cabo la broma, concertada entre ellos anteriormente, de acompañar a Esther y a Nucingen al dormitorio, puestos en dos hileras, con candelabros en la mano y cantando el Buona sera del Barbero de Sevilla; Nucingen sólo dio la mano a Esther; Bixiou, que los vio, pese a su borrachera, tuvo aún fuerzas para decir, como Rivarol a propósito del último casamiento del duque de Richelieu: —Habría que avisar al comisario de policía... Aquí va a producirse algo malo... El bromista creía bromear y estaba profetizando. El señor de Nucingen no llegó a su casa más que el lunes hacia mediodía; pero a la una su agente de cambio le informó de que la señorita Esther Van-Gobseck había hecho vender los valores cuya renta era de treinta mil francos y que acababa de cobrar su importe.

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—Pero, señor barón —dijo—, el primer pasante de Derville ha llegado a mi casa en el instante en que hablaba de esta transferencia, y, tras haber visto los verdaderos nombres y apellidos de la señorita Esther, me ha dicho que heredaba una fortuna de siete millones. —¡Pah! —Sí, a lo que parece, es la única heredera del viejo negociante Gobseck... Derville ha ido a verificar los hechos. Sí la madre de su amante es la Bella Holandesa, ella hereda... —Ya lo sé —dijo el banquero—, me ha gondato su fita... Foy a esgripirle una nada a Terfile!... El barón se sentó a su despacho, escribió una pequeña nota a Derville y la mandó a por uno de sus criados. Luego, después de la Bolsa, volvió sobre las tres a casa de Esther. —La señora ha prohibido que la despierten bajo ningún pretexto, se ha acostado, duerme... —¡Ah, tiaplos! —exclamó el barón—. Euroba, no greo gue se enfate guanto se endere gue se fuelfe riguísima... Hereta siede millones. El piejo Copseck ha muerdo y teja esdos siede millones, y du ama es la úniga heretera, buesdo gue su. matre era la soprina te Copseck, guien, bor odra barde, ha hecho desdamendo. Yo no botía bensar gue un millonario gomo él— tejara a Esder en la miseria... —¡Perfecto! ¡Entonces su reino ya se ha terminado, viejo saltimbanqui! —le dijo Europa, mirando al barón con el descaro propio de un criado de alguna comedia de Molière—. ¡Arre, viejo cuervo alsaciano!... ¡Le quiere a usted más o menos como se quiere a la peste!... ¡Dios de Dios! ¡Millones!... ¡Pero si así podrá casarse con su amante! ¡Qué contenta va a estar! Y Prudence Servien dejó al barón de Nucingen literalmente fulminado para ir a anunciar a su ama aquel golpe de fortuna. El anciano, ebrio de sobrehumana voluptuosidad y creyendo en la felicidad, acababa de recibir una ducha de agua fría sobre su amor en el momento en que alcanzaba su más alto grado de incandescencia. —¡Me encañapa! —exclamó con lágrimas en los ojos—. ¡Me encañapa!... o Esder... o mi fita... ¡Gué dondo soy! Vlores gomo ésda no grecen nunga bara los ancianos... ¡Y lo bueto gombrar doto menos la jufendut!... ¡0 Tios mío!... ¿Gué hacer? ¿Atonte iré a barar? ¿Diene razón la gruel te Euroba? Siento riga, Esder se me esgdbará... ¿dentré gue golearme? ¿Gué será la fita sin la llama tifina tel blaser gue he bropato?... Tios mío... Y el Lobo Cerval se arrancó la peluca que desde hacía tres meses llevaba para completar sus escasos cabellos grises. Un penetrante chillido proferido por Europa hizo estremecer a Nucingen hasta las entrañas. El pobre banquero se levantó y caminó con un andar que traslucía la ebriedad

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producida por la copa de Desengaño que acababa de beber, porque no hay nada que emborrache tanto como el vino de la desgracia. Desde la puerta de la habitación vio a Esther yerta sobre su cama, amoratada por el veneno, ¡muerta!... Fue hasta la cama y cayó de rodillas. —¡Dienes razón, lo hapía ticho!... Se ha muerdo te mí... Paccard, Asia y todo el personal acudió. Fue un espectáculo, una sorpresa, y no una desolación. Se produjo una cierta vacilación entre los presentes. El barón volvió a ser banquero, tuvo una sospecha y cometió la imprudencia de preguntar dónde estaban los setecientos cincuenta mil francos de la renta. Paccard, Asia y Europa se miraron de un modo tan extraño, que el señor de Nucingen salió en seguida, convencido de que se trataba de un robo y un asesinato. Europa, que vio un paquete por cuyo tacto advirtió la presencia de los billetes de banco, bajo la almohada de su ama, se puso a componer su cadáver, según dijo. —¡Vete a avisar al señor, Asia!... ¡Morir antes de saber que tenía siete millones! ¡Gobseck era el tío de la difunta señora!... —exclamó. Paccard se dio cuenta de la maniobra de Europa. En cuanto Asia hubo salido, Europa abrió el paquete, sobre el cual la pobre cortesana había escrito: Para entregar al señor Lucien de Rubempré. Setecientos cincuenta billetes de mil francos relucieron ante los ojos de Prudence Servien, que exclamó: —¡Aquí hay para ser feliz y honrado durante el resto de la vida!... Paccard no respondió nada, su naturaleza de ladrón prevaleció sobre su lealtad a Engañamuertes. —Durut ha muerto —contestó, cogiendo el dinero—; más vale pájaro en mano que ciento volando; huyamos juntos, repártamenos la suma para no poner todos los huevos en un mismo cesto, y casémonos. —Pero, ¿dónde nos esconderemos? —dijo Prudence. —En París —contestó Paccard. Prudence y Paccard bajaron en seguida, con la rapidez de dos personas honradas que acaban de cometer un hurto. —Hija mía —dijo Engañamuertes a la malaya en cuanto ésta le hubo dicho las primeras palabras—, búscame una carta de Esther mientras que yo escribo un testamento en la debida forma, y le llevarás a Girard el modelo de testamento y la carta; pero que se apresure, porque hay que deslizar el testamento bajo la almohada de Ester antes de que precinten la casa. Y compuso el testamento siguiente: "No habiendo querido jamás en el mundo a otra persona fuera del señor Lucien Chardon de Rubempré, y habiendo decidido poner fin a mi vida antes que recaer en el vicio y en la vida infame de los cuales su benevolencia me

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libró, entrego y cedo al susodicho Lucien Chardon de Rubempré todo lo que poseo en el día de mi defunción, con la condición de que establezca una fundación de una misa a perpetuidad en la parroquia de Saint-Roch por el reposo de la que se lo ha dado todo, incluso sus últimos pensamientos. "Esther Gobseck." "Es bastante su estilo", pensó Engañamuertes. A las siete de la noche, el testamento, escrito y puesto en un sobre cerrado, fue colocado por Asia bajo la cabecera de Esther. —Jacques —dijo, subiendo precipitadamente—, en el instante en que yo salía de la habitación llegaba la Justicia... —Quieres decir el juez de paz... —No, hijo mío; el juez de paz, efectivamente, estaba, pero acompañado de gendarmes. También están el procurador del rey y el juez de instrucción, y las puertas están guardadas. —La noticia de esta muerte se ha corrido muy de prisa —dijo Collin. —Por cierto, a Europa y a Paccard no se les ha vuelto a ver el pelo; me temo que se hayan llevado los setecientos cincuenta mil francos —le dijo Asia. —¡Ah, los canallas!... —dijo Engañamuertes—. ¡Con este robo nos llevan a la perdición!... La justicia humana y la justicia de París, es decir, la más desconfiada, la más ingeniosa, la más hábil y la más instruida de todas las justicias, demasiado ingeniosa incluso, puesto que interpreta la ley a cada instante, dejaba caer finalmente su garra sobre los directores de esta horrible intriga. El barón de Nucingen, al reconocer los efectos del veneno y al no encontrar los setecientos cincuenta mil francos, pensó que alguno de aquellos odiosos personajes que le disgustaban tanto, Paccard o Europa, sería el culpable del crimen. En un primer arranque de furor fue a la prefectura de la Policía. Fue un redoble de campanas que reagrupó a todos los números de Corentin. Todo fue alertado: la prefectura, el ministerio público, el comisario de policía, el juez de paz y el juez de instrucción. A las nueve de la noche tres médicos autorizados asistían a una autopsia de la pobre Esther, y daban comienzo las indagaciones. Engañamuertes, advertido por Asia, exclamó: —¡No saben que estoy aquí, puedo esfumarme! Se irguió por el bastidor de la ventana de la buhardilla y, con una agilidad sin igual, se colocó en pie sobre el tejado, desde donde se puso a estudiar los alrededores con la sangre fría de un tejador. "Bueno —pensó, viendo cinco casas más allá, en la calle de Provence, un jardín—; ¡allí hay lo que necesito!..."

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—¡Estás listo, Engañamuertes! —le contestó Contenson, que salió de detrás de un tubo de chimenea—. Ya le contarás al señor Camusot qué misa vas a decir en los tejados, señor cura, pero sobre todo por qué razón huías... —Tengo enemigos en España —dijo Carlos Herrera. —Vamos allá por tu buhardilla —le dijo Contenson. El falso español hizo como que se entregaba; pero, tomando apoyo en el marco de la ventana, cogió a Contenson y lo lanzó con tanta fuerza que el espía cayó en el arroyo de la calle Saint-Georges. Contenson murió en su campo de honor. Jac-ques Collin volvió tranquilamente a su buhardilla y se puso eri la cama. —Dame algo que me ponga muy enfermo, sin matarme —dijo a Asia—, porque tengo que estar agonizante para poder negarme a responder a los curiosos. No temas nada, soy sacerdote y seguiré siéndolo. Acabo de deshacerme, y con toda naturalidad, de uno de los que podían desenmascararme. A las siete de la tarde, la víspera, Lucien se había marchado en su cabriolé con un pasaje tomado la misma mañana para Fontainebleau, donde se acostó en la última posada de la parte de Nemours. Hacia las seis de la mañana del día siguiente se fue solo, a pie, al bosque, donde caminó hasta Bouron. "Es ahí —pensó, sentándose sobre una de las rocas desde la que se divisa el bello paisaje de Bouron— el lugar fatal en donde Napoleón tuvo aún la esperanza de realizar un gigantesco esfuerzo, dos días antes de su abdicación." Al alba oyó el ruido de un coche de correo y vio pasar un vehículo donde iban los servidores de la joven duquesa de Lenoncourt-Chaulieu y la camarera de Clotilde de Grandlieu. "Aquí están —se dijo Lucien—; vamos, interpretemos bien esta comedia y estaré salvado, seré el yerno del duque a pesar suyo." Una hora después la berlina en que iban las dos mujeres dejó oír ese ruido tan fácil de reconocer que hacen los coches de viaje elegantes. Las dos damas habían pedido que el coche se detuviera en la bajada de Bouron, y el camarero que iba detrás mandó parar la berlina. En aquel instante Lucien avanzó. —¡Clotilde! —llamó, golpeando el cristal. —No —dijo la joven duquesa a su amiga—, no subirá al coche ni estaremos a solas con él, querida. Consiento en que tenga una última entrevista con él, pero será en la carretera, por donde iremos andando, seguidas de Baptiste... El día es hermoso y vamos bien abrigadas, de modo que no hemos de temer el frío. El coche nos seguirá...

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Las dos mujeres se apearon. —Baptiste —dijo la joven duquesa—, que vaya despacio el cochero; queremos hacer un trecho del camino andando y usted nos acompañará. Madeleine de Mortsauf tomó a Clotilde por el brazo y dejó que Lucien le hablara. Fueron juntos así hasta el pequeño pueblo de Grez. Eran entonces las ocho, y Clotilde despidió a Lucien. —Pues bien, querido amigo —dijo Clotilde, clausurando solemnemente aquella larga entrevista—, no me casaré más que con usted. Prefiero creer en usted que en los hombres, en mi padre y en mi madre... Nunca se habrá dado tan alta prueba de cariño, ¿verdad?... Ahora, procure disipar las desdichadas sospechas que pesan sobre usted... Se oyó entonces el galope de varios caballos, y la gendarmería, con gran sorpresa por parte de aquellas dos damas, rodeó al pequeño grupo. —¿Qué quieren ustedes?... —dijo Lucien con la arrogancia de un dandy. —¿Es usted el señor Lucien Chardon de Rubempré? —dijo el procurador del rey en Fontainebleau. —Sí, así es. —Esta noche la pasará usted en la Force —contestó—; tengo una orden de arresto contra usted. —¿Quiénes son estas señoras?... —exclamó el sargento. —¡Ah, sí! Perdón, señoras, ¿sus pasaportes?... Porque el señor Lucien tiene tratos, según mis informes, con mujeres que por él son capaces de... —¿Acaso toma usted a la duquesa de Lenoncourt-Chaulieu por una cortesana? —dijo Madeleine, dirigiendo una mirada de duquesa al procurador del rey. —Es usted lo bastante hermosa como para ello —replicó hábilmente el magistrado. —Baptiste, muestre nuestros pasaportes —contestó la joven duquesa, sonriendo. —¿Y de qué crimen se acusa al señor? —dijo Clotilde, a quien la duquesa quería hacer subir de nuevo al coche. —De complicidad de un robo y asesinato —contestó el sargento de la gendarmería. Baptiste subió a la señorita de Grandlieu, completamente desmayada, en la berlina. A medianoche Lucien ingresaba en la Force, prisión situada en las calles Payenne y de los Ballets, y quedaba incomunicado en una celda; el padre Carlos Herrera estaba allí desde su detención. París, junio de 1843.

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TERCERA PARTE ADONDE LLEVAN LOS MALOS CAMINOS

Al día siguiente, a las seis, dos coches celulares de los que el pueblo llama, con expresión enérgica, escurrideras para lechuga salieron de la Force en dirección a la Conserjería, al Palacio de Justicia. Habrá pocos caminantes ociosos que jamás hayan encontrado por las calles este calabozo ambulante; pero aunque la mayor parte de los libros se escriban únicamente para los parisienses, los forasteros estarán seguramente satisfechos de hallar aquí una descripción del aparato formidable de nuestra justicia criminal. ¡Quién sabe! Quizá las policías rusa, alemana o austríaca, las magistraturas de los países que carecen de estos coches celulares, se beneficiarán de ello; y en varios países extranjeros la imitación de este medio de transporte sería seguramente una mejora para los presos. Este horrendo vehículo de caja amarilla, montado sobre dos ruedas y reforzado con plancha metálica, está dividido en dos compartimientos. Delante hay un banquillo tapizado en cuero y ante el cual se alza un tablero. Es la parte libre del vehículo, y en ella se colocan un alguacil y un gendarme. Una fuerte reja de hierro con teja metálica separa, a todo lo alto y a todo lo ancho del coche, esta especie de cabriolé del segundo compartimiento, donde hay dos bancos de madera colocados, como en los ómnibus, a ambos lados de la caja y en los que se sientan los presos; éstos son introducidos en su interior por medio de un estribo y por una portezuela sin abertura alguna que se halla al fondo del coche. Su sobrenombre de "escurridera para lechuga" viene de que primitivamente, al ser el vehículo enrejado por todos lados, los presos iban zarandeados de un lado para otro. Para mayor seguridad, y en previsión de algún accidente, un gendarme a caballo sigue al coche, sobre todo cuando conduce a condenados a muerte al lugar de la ejecución. Así la evasión es imposible. El coche, reforzado por una plancha metálica, está a prueba de cualquier herramienta. Los presos, que son escrupulosamente cacheados en el momento de su detención o de su encarcelamiento, sólo pueden, a lo sumo, llevar engranajes de reloj que permiten aserrar barrotes, pero que resultan impotentes ante superficies planas. Por eso, la "escurridera de lechuga", perfeccionada por el genio de la Policía de París, ha acabado sirviendo de modelo para el coche celular que conduce a los condenados a presidio y que sustituye a la horrible carreta de antaño, vergüenza de las civilizaciones anteriores, aunque Manon Lescaut la haya ilustrado. Primero mandan en el coche celular a los presos preventivos de las diversas cárceles de la capital al Palacio de Justicia para ser

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interrogados por el magistrado instructor. En la jerga carcelaria a esto se le llama ir a la instrucción. Luego mandan a los acusados de estas mismas prisiones al Palacio de Justicia para ser juzgados, si se trata de casos de justicia correccional. Cuando es asunto, en la terminología del Palacio de Justicia, de la Sala de lo Criminal, se los traslada de las cárceles a la Conserjería, que es la Sala de Justicia del departamento del Sena. Finalmente, los condenados a muerte son conducidos en uno de estos coches celulares desde Bicêtre a la barrera de Saint-Jacques, lugar destinado a las ejecuciones desde la revolución de Julio. Gracias a la filantropía, estos desdichados ya no soportan el suplicio que representaba el antiguo trayecto desde la Consejería a la plaza de Gréve en una carreta absolutamente semejante a las que usan los vendedores de madera. Esta carreta está reservada actualmente al transporte del cadalso. Sin estas explicaciones no se comprendería el comentario que hizo un ilustre condenado a muerte a su cómplice al subir al coche celular: "Ahora es asunto de los caballos." Es imposible ir al patíbulo más cómodamente de lo que se va ahora en París. En aquel momento dos coches que salieron tan de mañana servían excepcionalmente para conducir a dos presos preventivos de la prisión de la Force a la Consejería; cada uno de estos presos ocupaba por sí solo un vehículo. Las nueve décimas partes de los lectores y las nueve décimas partes de la última décima parte ignoran probablemente las diferencias considerables que separan estas palabras: inculpado, preso preventivo, acusado, detenido, prisión, sala de justicia; seguramente se sorprenderán al saber que se trata de todo nuestro Derecho Penal, cuya explicación clara y sucinta se les dará dentro de poco, tanto para su propia instrucción como para que puedan comprender con claridad el desenlace de esta historia. Además, en cuanto se sepa que el primer coche llevaba a Jacques Collin y el segundo a Lucien, el cual en pocas horas acababa de pasar de la cumbre de la grandeza social al fondo de un calabozo, la curiosidad estará ya suficientemente excitada. La actitud de los dos cómplices era característica de cada uno de ellos. Lucien de Rubempré se escondía para evitar las miradas que los viandantes dirigían hacia el enrejado del siniestro y fatal vehículo a su paso por la calle Saint-Antoine en dirección al río, a través de la calle du Martroi y de la arcada de Saint-Jean, bajo la cual se pasaba entonces para cruzar la plaza del Ayuntamiento. Hoy en día esta arcada constituye la puerta de acceso a la residencia del prefecto del Sena, en el vasto palacio municipal. El audaz presidiario, en cambio, pegaba su rostro a la reja de su coche, entre el alguacil y el gendarme, quienes charlaban entre sí, confiados en la seguridad del vehículo celular.

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Las jornadas de Julio de 1830 y su formidable tempestad hasta tal punto cubrieron con su estruendo los acontecimientos anteriores, y el interés político absorbió tanto a Francia durante los seis últimos meses de aquel año, que hoy ya nadie se acuerda, o apenas se acuerda, de aquellas catástrofes privadas, judiciales o financieras, por insólitas que fueran, que constituyen el consumo anual de la curiosidad de París y que no escasearon en los seis primeros meses de aquel año. Es necesario, pues, hacer notar cuán agitado estuvo entonces París por la noticia de la detención de un sacerdote español hallado en la casa de una cortesana y por la del elegante Lucien de Rubempré, el futuro de la señorita de Grandlieu, arrestado en la carretera de Italia, en el pueblecito de Grez, acusados ambos de un asesinato cuyo fruto subía a los siete millones. El escándalo de este proceso superó durante algunos días el enorme interés despertado por las últimas elecciones realizadas en tiempos de Carlos X. En primer lugar, este proceso criminal sé debía en parte a una denuncia hecha por el barón de Nucingen. Además, la detención de Lucien, en vísperas de convertirse en secretario íntimo del primer ministro, removía a la sociedad parisiense de más alto rango. En todos los salones de París más de un joven se acordó de haber sentido envidia hacia Lucien por haber sido distinguido por la bella duquesa de Maufrigneuse, y todas las mujeres sabían que despertaba en aquellos momentos el interés de la señora de Sérizy, esposa de uno de los principales personajes del Estado. Por último, la hermosura de la víctima gozaba de una singular celebridad en los diversos mundos que componen París: en el gran mundo, en el mundo de la juventud y en el mundo literario. Desde hacía dos días todo el mundo en París hablaba, pues, de estas dos detenciones. El juez de instrucción a quien correspondió el asunto, el señor Camusot, vio en él una oportunidad de ascenso; y para actuar con la máxima rapidez posible, había ordenado que los dos inculpados fueran transferidos de la Force a la Conserjería en cuanto Lucien de Rubempré hubiera llegado de Fontainebleau. Puesto que el padre Carlos no pasó en la Force más que doce horas y Lucien la mitad de una noche, no es preciso describir esta cárcel que, desde entonces, ha sido enteramente modificada; en cuanto a las particularidades del encarcelamiento, sería una repetición de lo que iba a ocurrir en la Conserjería. Pero antes de entrar en el terrible drama de una instrucción criminal, es imprescindible, como acaba de decirse, explicar la marcha normal de un proceso de esta clase; en primer lugar, se comprenderá mejor, tanto en Francia como en el extranjero, la diversidad de fases de que se compone; además, los que la desconocen podrán apreciar la economía del derecho

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penal tal como lo concibieron los legisladores en tiempos de Napoleón. Y esto es tanto más importante cuanto que esta grande y hermosa obra corre en estos momentos el peligro de ser destruida por el sistema llamado penitenciario. Se comete un crimen: si hay flagrancia, los inculpados son conducidos al cuerpo de guardia más próximo y metidos en esa celda que el pueblo denomina violín, seguramente por la música que de ella sale: allí se grita o se llora. De allí, los inculpados comparecen ante el comisario de policía, que procede a un comienzo de instrucción, y que puede soltarlos si ha habido error; por último, los inculpados son trasladados al depósito de la Prefectura, donde la policía los guarda a disposición del procurador del rey y del juez de instrucción, que, según la gravedad de los casos, avisados con mayor o menor prontitud, llegan e interrogan a los individuos en situación de arresto preventivo. Según la naturaleza de las sospechas, el juez de instrucción firma una orden de depósito y manda encarcelar a los inculpados. En París hay tres prisiones: Sainte-Pélagie, la Force y Les Madelonnettes. Obsérvese la expresión de inculpados. Nuestro código ha establecido tres distinciones esenciales para los procedimientos penales: la inculpación, la prevención y la acusación. Mientras no se haya firmado ninguna orden de arresto, los supuestos autores de un crimen o de un delito grave son inculpados; bajo el peso de una orden de arresto, se convierten en presos preventivos, y quedan pura y simplemente en prisión preventiva mientras sigue la instrucción. Al terminarse la instrucción, una vez el tribunal ha dictaminado que los presos preventivos tienen que ser trasladados a la audiencia, pasan a ser acusados, cuando la audiencia real ha juzgado, a instancias del procurador general, que hay cargos suficientes para pasarlos a la sala de lo criminal. Así pues, los sospechosos de crimen pasan por tres estados distintos, por tres blancos, antes de comparecer ante lo que se llama la justicia del país. En « primer estado, los inocentes tienen muchos medios de justificación: el público, la guardia, la policía. En el segundo estado comparecen ante un magistrado, son confrontados con los testigos y juzgados por la sala de un tribunal en París o por todo un tribunal en los departamentos. En el tercero comparecen ante doce consejeros y, en caso de error o de defecto de forma, los acusados pueden apelar al Tribunal Supremo. Los jurados, cuando absuelven a un acusado, no saben a cuántas autoridades populares, administrativas y judiciales abofetean. Por eso, a nuestro juicio, es muy difícil que en París (no hablamos aquí de otras jurisdicciones) un inocente llegue jamás a sentarse en el banquillo de la sala de lo criminal.

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El detenido equivale al condenado. Nuestro Derecho Penal ha creado establecimientos penitenciarios que corresponden a las tres categorías de preso preventivo, de acusado y de condenado. El encarcelamiento supone una pena ligera, es el castigo de un delito mínimo; la detención es ya una pena aflictiva, y en ciertos casos infamante. Los que actualmente proponen el sistema penitenciario pretenden, pues, acabar con un admirable derecho penal en el cual las penas estaban graduadas, y así propugnan que se castiguen las faltas leves casi con tanta severidad como los mayores crímenes. Por otra parte, pueden compararse en las ESCENAS DE LA VIDA POLÍTICA (Véase Un asunto tenebroso) las extrañas diferencias que existieron entre el derecho penal del código de Brumario del año IV y el del código de Napoleón que lo sustituyó. En la mayoría de los grandes procesos, como en este caso, los inculpados pasan en seguida a prisión preventiva. La justicia lanza inmediatamente la orden de depósito o de detención. Efectivamente, en casi todos los casos, los inculpados, o bien se han dado a la fuga, o bien han sido sorprendidos al instante. Como ya se ha visto, la policía, que no es más que el medio de ejecución, y la justicia, habían llegado con la presteza del rayo al domicilio de Esther. Aun cuando no hubiera habido motivos de venganza, que movieron a Corentin a informar a la policía judicial, había la denuncia de un robo de setecientos cincuenta mil francos puesta por el barón de Nucingen. En el instante en que el primer coche, que llevaba a Jac-ques Collin, llegó a la arcada de Saint-Jean, pasaje estrecho y sombrío, algún estorbo obligó al cochero a parar bajo la arcada. Los ojos del detenido brillaban a través de la reja como dos carbunclos, pese a su máscara de moribundo que el día antes había convencido al director de la Force de la necesidad de llamar al médico. Aquellos ojos fulgurantes, libres en aquel momento porque ni el gendarme ni el alguacil se volvían para ver a su custodiado, hablaban un lenguaje tan claro, que cualquier juez instructor hábil, como el señor Popinot, por ejemplo, habría reconocido al presidiario cometiendo un sacrilegio. Efectivamente, Jacques Collin, desde que el coche celular, había franqueado la puerta de la Force, lo examinaba todo a su paso. Pese a la rapidez de la carrera, abrazaba con una mirada ávida y exhaustiva las casas desde el último piso hasta la planta baja. Veía a todos los viandantes y los examinaba. Dios no capta su creación en sus medios y en su fin mejor de lo que aquel hombre podía captar los más nimios detalles en las cosas y en las personas. Armado de una esperanza, como lo estuvo el último de los Horacios de ¡su espada, esperaba socorro. Para cualquiera que no fuera aquel Maquiavelo del presidio, tal esperanza habría parecido} tan irrealizable

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que se habría dejado ver maquinalmente, como hacen casi todos los culpables. Ninguno de ellos piensa en resistir, dada la situación en que la justicia y la policía de París colocan a los acusados, especialmente a los incomunicados, como era el caso de Lucien y el de Jacques Collin. UnoN. no se imagina el súbito aislamiento en que se encuentra un preso preventivo: los gendarmes que lo detienen, el comisario que lo interroga, los que lo llevan a la cárcel, los guardianes que lo conducen a lo que literalmente se llama calabozo, los que lo cogen por debajo de los brazos para hacerlo subir a un coche celular, en definitiva, todos los seres que le rodean desde el momento de su arresto, permanecen mudos o registran sus palabras para repetirlas ante la policía o ante el juez. Esta separación absoluta entre el mundo entero y el detenido, lograda con tanta facilidad, produce un descalabro completo de sus facultades y una asombrosa postración del espíritu, sobre todo cuando se trata de alguien que no esté familiarizado por sus antecedentes con la acción de la justicia. El duelo entre el culpable y el juez es, pues, tanto más terrible cuanto que la justicia cuenta con el silencio de los muros y la incorruptible indiferencia de sus agentes. No obstante, Jacques Colhn o Carlos Herrera (hay que darle uno u otro nombre de acuerdo con las necesidades de la situación) conocía desde hacía tiempo las costumbres de la policía, de los carceleros y de la justicia. Por eso aquel gigante de la astucia y de la corrupción había empleado todas las fuerzas de su espíritu y los recursos de su mímica para fingir la sorpresa y la ingenuidad de un inocente, mientras representaba ante los magistrados la comedia de su agonía. Como se vio, Asia, esa sabia Locusta, le había hecho tomar un veneno mitigado para producirle los síntomas de una enfermedad mortal. La acción del señor Camusot, la del comisario de policía y la actividad interrogante del procurador real habían sido, pues, anuladas por la acción de una apoplejía fulgurante. —Se ha envenenado —había exclamado el señor Camusot, horrorizado por los sufrimientos del supuesto sacerdote cuando lo habían bajado de la buhardilla presa de horribles convulsiones. Les había costado mucho esfuerzo a cuatro agentes escoltar al padre Carlos por la escalera hasta la habitación de Esther, donde estaban reunidos todos los magistrados y gendarmes. —Es lo mejor que podía hacer si es culpable —había contestado el procurador del rey. —¿Creen ustedes que está enfermo?... —había preguntado el comisario de policía. La policía siempre duda de todo. Los tres magistrados habían hablado entonces entre sí y, como se supone, al oído, pero Jacques Collin había

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adivinado por sus fisonomías el tema de sus confidencias, y lo había aprovechado para imposibilitar el interrogatorio sumario que se hace en el momento de la detención, o para hacerlo por lo menos totalmente irrelevante; había balbuceado algunas frases en las que el español y el francés se combinaban de tal forma que resultaban sin sentido. En la Force aquella comedia había tenido primeramente un éxito completo porque el jefe de la Seguridad (abreviación de "jefe de la brigada de la policía de Seguridad"), Bibi-Lupin, que antaño había detenido a Jacques Collin en la pensión de la señora Lauquer, estaba de servicio en provincias, y le sustituía un agente considerado el probable sucesor de Bibi-Lupin, que no conocía al presidiario. Bibi-Lupin, expresidiario y compañero de presidio de Jacques Collin, era enemigo personal suyo. Esta enemistad arrancaba de las reyertas en las que Jacques Collin había triunfado siempre, y en la supremacía ejercida por Engañamuertes sobre sus compañeros. Por último, Jacques Collin había sido durante diez años la Providencia de los reos liberados, su jefe y consejero en París, su tesorero, y, por consiguiente, el antagonista de Bibi-Lupin. Así pues, aunque incomunicado, contaba con la fidelidad inteligente y absoluta de Asia, su brazo derecho, y quizá con Paccard, su brazo izquierdo, a quien esperaba volver a tener a sus órdenes una vez puestos a salvo por el cuidadoso lugarteniente los setecientos cincuenta mil francos robados. Ésta era la razón de la sobrehumana atención con la que su vista lo abarcaba todo por el camino. ¡Extraña cosa! Su esperanza iba a ser plenamente satisfecha. Las dos gruesas paredes de la arcada de Saint-Jean estaban cubiertas hasta una altura de seis pies por una capa permanente de barro producida por las salpicaduras del arroyo; los viandantes, para protegerse del pasó incesante de coches y de sus posibles golpes, no contaban más que con mojones, deshechos desde hacía tiempo por los cubos de las ruedas. Más de una vez la carreta de un cantero había aplastado a algún peatón desprevenido. Así fue París durante mucho tiempo y en muchos de sus barrios. Este detalle puede hacer comprender la estrechez de la arcada de Saint-Jean y lo fácil que era obstruirla. Bastaba que un coche de punto entrara por la plaza de Gréve, mientras que una vendedora ambulante empujando su carro cargado de manzanas llegaba por la calle du Martroi, para que un tercer coche produjera un atasco. Los peatones huían asustados, buscando un mojón que pudiera preservarles del golpe de los antiguos cubos, cuya longitud era tan desmesurada que hizo falta una ley para acortarlos. Cuando el coche celular llegó, la arcada estaba obstruida

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por una de esas vendedoras ambulantes tan características, de las que aún quedan algunas en París, pese al creciente número de tiendas de fruta. Era un ejemplar tan característico de vendedora ambulante, que cualquier guarda municipal, si esta institución hubiera existido entonces, la habría dejado circular sin pedirle que le enseñara el permiso, pese a su siniestro aspecto, que exhalaba olor a crimen. Su cabeza, cubierta por un feo pañuelo de algodón a cuadros hecho harapos, estaba erizada de mechones rebeldes de cabellos que parecían cerdas de jabalí. Su cuello colorado y lleno de arrugas era sobrecogedor, y la toquilla dejaba un poco al descubierto una piel curtida por el sol, el polvo y el barro. El vestido se parecía a una alfombra. Los zapatos parecían hacer muecas, como si se burlaran de la cara de la vieja, que tenía tantos agujeros como el vestido. ¡Y qué porquería?... Un emplasto llevaría menos suciedad. Aquel harapo ambulante y fétido debía afectar el olfato de la gente delicada desde una distancia de diez pasos. Sus manos habrían hecho un centenar de siega». Aquella mujer, o bien volvía de algún aquelarre alemán, o salía de un asilo de mendicidad. Pero, ¡qué miradas!... qué audaz inteligencia y qué contenida energía había en los rayos magnéticos de su mirada cuando se cruzaron con la de Jacques Collin para intercambiar una idea. —¡Apártate, viejo criadero de piojos!... —gritó el cochero con una voz ronca. —No irás a aplastarme, húsar de la guillotina —contestó la mujer—; tu mercancía no vale lo que la mía. Y tratando de arrinconarse entre dos mojones para abrir paso, la vendedora obstruyó el paso el tiempo necesario para el cumplimiento de su proyecto. "¡Oh, Asia! —dijo para sus adentros Jacques Collin, que reconoció inmediatamente a, su cómplice—. Todo marcha." El cochero seguía intercambiando bellas palabras con Asia, y se acumulaban los vehículos en la calle du Martroi. —Ahé!... pécairé jermati. Souni la. Vedrem!... —exclamó la vieja Asia con esas modulaciones propias de las vendedoras ambulantes que deforman de tal manera sus palabras que se convierten en onomatopeyas inteligibles únicamente a los parisienses.

En medio de la algarabía de la calle y de los gritos de todos los cocheros allí reunidos, nadie podía fijarse en aquel grito salvaje que parecía ser el de la vendedora. Pero este clamor, audible para Jacques Collin, le transmitía en una jerga convencional, con mezcla de italiano y de provenzal corrompidos, este terrible mensaje: Tu pobre pequeño está detenido; pero aquí estoy para velar por vosotros. Me volverás a ver...

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En medio de la infinita alegría que le causaba su triunfo sobre la justicia, puesto que esperaba poder mantener comunicaciones con el exterior, Jacques Collin encajó un golpe que habría bastado para matar a cualquier otra persona. "¡Lucien detenido!...", pensó. Y estuvo a punto de desmayarse. Aquella noticia era para él más espantosa que la denegación de un recurso de gracia para un condenado a muerte. Ahora que los dos coches celulares corren junto al río, el interés de esta historia exige que se digan unas palabras sobre la Conserjería, aprovechando el rato que tardarán en llegar a ella. La Conserjería, nombre histórico, palabra terrible y edificio más terrible aún, está mezclada con las revoluciones de Francia y con las de París sobre todo. Ha contemplado a la mayoría de los grandes criminales. Aunque sea el más interesante de todos los monumentos de París, es también el menos conocido…, por la gente que pertenece a las clases superiores de la sociedad; pero a pesar del gran interés que tiene esta digresión histórica, será tan rápida como la carrera de los dos coches celulares. ¿Cuál es el parisiense, el extranjero o el provinciano que, aunque sólo se haya detenido un par de días en París, ha dejado dé advertir las murallas negras flanqueadas por tres gruesas torres con atalayas, dos de las cuales están casi acopladas, y que constituyen un ornato sombrío y misterioso del muelle de las Lunettes? Este muelle empieza en el Pont au Change y se extiende hasta el Pont-Neuf. Una torre cuadrada, llamada la torre del Reloj, desde donde se dio la señal para la matanza de la Noche de San Bartolomé, y que es casi tan alta como la de Saint-Jacques-Ia-Boucherie, señala el lugar del Palacio de Justicia y el ángulo de este muelle. Las cuatro torres y las murallas están revestidas por el sudario negruzco que tienen en París todas las fachadas que miran al Norte. Hacia la mitad del muelle, a la altura de una arcada desierta, empiezan las construcciones privadas que se edificaron durante el reinado de Enrique IV, al mismo tiempo que el Pont-Neuf. La plaza Royale fue la réplica de la plaza Dauphine. Es el mismo estilo arquitectónico, a base de ladrillo enmarcado con festones de piedra tallada. Esta arcada y la calle de Harlay señalan los límites occidentales del Palacio de Justicia. En otro tiempo la prefectura de la policía y la residencia de los primeros presidentes del Parlamento dependían del Palacio. El tribunal de cuentas y el tribunal de contribuciones completaban la justicia suprema, que era la del soberano. Como puede verse, antes de la Revolución el Palacio de Justicia gozaba del aislamiento que se le pretende dar hoy en día. Este cuadrilátero, esta isla de casas y de monumentos donde se halla la Sainte-Chapelle, la alhaja más preciosa del joyero de San Luis, este espacio

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es el santuario de París; es su plaza sacrosanta y su arca sagrada. Al principio este espacio constituyó la primera ciudad; donde ahora está la plaza Dauphine había un prado dependiente de los dominios reales, donde se hallaba una ceca para acuñar monedas. De ahí el nombre de la calle de la Moneda dado a la que lleva al Pont-Neuf. De ahí también el nombre de una de las tres torres redondas, la segunda, que se llama la torre de la Plata, lo cual parece aludir a que primitivamente se batía en ella moneda. El famoso molino, que puede verse en los antiguos planqs de París, es seguramente posterior al tiempo en que se acuñaba la moneda en el propio Palacio, y se debió probablemente a algún perfeccionamiento en el arte de la acuñación. La primera torre, casi adyacente a la torre de la Plata, se llama la torre de Montgommery. La tercera, que es la más pequeña, pero la mejor conservada de las tres, puesto que aún tiene almenas, lleva el nombre de torre Bonbec. La Sainte-Chapelle y estas cuatro torres (incluida la torre del Reloj) determinan perfectamente el recinto del palacio —o el perímetro, como diría un empleado del catastro—, desde los merovingios hasta la primera dinastía de Valois; pero para nosotros, y como resultado de estas transformaciones, este palacio representa más propiamente la época de san Luis. Carlos V fue el primero en trasladar el Palacio al Parlamento, institución recientemente cerrada, y, bajo la protección de la Bastilla, fue a vivir en la famosa mansión de Sant-Pol, a la que adosaron más adelante el palacio Des Tournelles. Luego, en tiempo de los últimos Valois, la realeza dejó la fortaleza de la Bastilla para regresar al Louvre, que había sido su primitiva fortaleza. La primera residencia de los reyes de Francia, el palacio de san Luis, que ha conservado el apelativo de Palacio a secas —como para designar al que es el palacio por excelencia—, está enteramente enterrado bajo el palacio de Justicia, del cual constituye los sótanos, porque estaba edificado en el Sena, como la catedral, y había sido construido tan cuidadosamente que cuando el río se sale de madre, sus aguas apenas llegaban a los primeros escalones. El muelle del Reloj sobrepasa en unos veinte pies estos edificios diez veces seculares. Los coches circulan a la altura del capitel de las sólidas columnas de estas tres torres, cuya elevación debía de estar antes en armonía con la elegancia del palacio y debía de producir un efecto pintoresco sobre el agua, puesto que hoy estas torres aún rivalizan en altura con los monumentos más elevados de París. Cuando se contempla esta gran capital desde lo alto de la cúpula del Panteón, el Palacio, con la Sainte-Chapelle, aún es lo que parece más monumental en medio de tantos monumentos. Este palacio de nuestros reyes, sobre el que se camina cuando se recorre la inmensa sala de los Pasos Perdidos, era

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una maravilla arquitectónica, y lo es todavía para la mirada inteligente del poeta que se acerca para estudiarla al examinar la Conserjería. Por desgracia la Conserjería ha invadido el palacio real. Sangra el corazón al ver cómo se han construido calabozos, reductos, pasillos, habitaciones y salas sin luz ni aire en esta magnífica composición en la que los estilos bizantino, románico y gótico, estas tres caras del arte antiguo, fueron sintetizadas por la arquitectura del siglo XII. Este palacio es, para la historia monumental de la Francia de los primeros tiempos, lo que el palacio de Blois para la historia monumental de los segundos tiempos. Igual que en Blois (Véase Estudio sobre Catalina de Médicis, ESTUDIOS FILOSÓFICOS), donde en un mismo patio pueden admirarse las mansiones de los condes de Blois, de Luis XII, de Francisco y de Gastón, en la Conserjería se agrupan en un mismo recinto el espíritu de las primeras razas, y, en la Sainte-Chapelle, la arquitectura de san Luis. Consejeros municipales: si otorgáis millones, ¡poned junto a los arquitectos a uno o dos poetas, si queréis salvar la cuna de París, la cuna de los reyes, procediendo a dotar a París y al tribunal real de un palacio digno de Francia! Es un asunto que todavía debe estudiarse durante varios años antes de emprender nada. Si se construyen una o dos cárceles como la de la Roquette, el palacio de san Luis se salvará. Actualmente muchas lacras afectan a este gigantesco monumento, hundido bajo el palacio y bajo el muelle, igual que uno de esos animales antediluvianos que hay en los yesos de Montmartre; pero la mayor de todas es la Conserjería. El Nv t término se comprende. En los primeros tiempos de la monarquía, los grandes delincuentes, a saber, los propietarios de feudos grandes o pequeños, ya que los villanos y los burgueses pertenecían a las jurisdicciones señoriales o urbanas, eran conducidos ante el rey y custodiados en la Conserjería. Como había pocos reos de esta categoría, la Conserjería bastaba para la justicia real. Es difícil establecer exactamente qué lugar ocupaba la primitiva Conserjería. Sin embargo, como aún existen las cocinas de san Luis, constituyendo hoy lo que se denomina la Ratonera, es presumible que la primitiva Conserjería estuviera situada en el lugar donde se hallaba la Conserjería judicial del Parlamenjo antes de 1825, bajo la arcada de la derecha de la gran escalinata exterior que lleva a la audiencia real. Hasta 1825 los condenados salían de allí para ir al patíbulo. De allí salieron todos los grandes criminales, todas las víctimas de la política, tanto la maríscala de Ancre como la reina de Francia, tanto Semblanqay como Malesherbes, tanto Damien como Danton o Desrues como Castaing. El despacho de Fouquier-Tinville, que actualmente es el del procurador del rey, estaba situado de tal modo que el acusador público pudiera ver desfilar en sus carretas a las personas a quienes acababa de condenar el tribunal

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revolucionario. Aquel ser convertido en espada podía de esta manera dar una última ojeada a sus hornadas. A partir de 1825, bajo el ministerio del señor de Peyronnet, tuvo lugar un gran cambio en el Palacio. El viejo rastrillo de la Conserjería, donde tenían lugar las ceremonias del encarcelamiento y el cacheo, fue cerrado y trasladado adonde se encuentra hoy, entre la torre del Reloj y la torre Mont-gommery, en un patio interior señalado por una arcada. A la izquierda se halla la Ratonera y a la derecha el rastrillo. Los coches celulares entran en aquel patio bastante irregular, donde pueden permanecer y maniobrar con facilidad, y, en caso de motín, quedan protegidos frente a cualquier ataque por la sólida reja de la arcada, mientras que antaño no tenían la menor facilidad para maniobrar en el estrecho espacio que separa la gran escalinata exterior del ala derecha del Palacio. Hoy en día la Conserjería, que apenas basta para los acusados (se necesitaría lugar para dos o trescientas personas, entre hombres y mujeres), ya no recibe ni presos preventivos ni detenidos, salvo en raras excepciones, como era el caso de Jacques Collin y de Lucien. Todos los que están presos en ella han de comparecer ante la sala de lo criminal. Excepcionalmente, la magistratura admite a los culpables de la alta sociedad, quienes, bastante deshonrados ya por la comparecencia ante la sala de lo criminal, recibirán un castigo excesivo si tuvieran que cumplir su pena en Melun o Poissy. Ouvrard prefirió la estancia en la Conserjería antes que en Sainte-Pélagie. En este momento, el notario Lehon y el príncipe de Bergues están allí detenidos en virtud de una tolerancia arbitraria, aunque muy humanitaria. Generalmente los presos preventivos, ya sea para ir a la instrucción (como se dice en la jerga carcelaria), ya sea para comparecer ante la policía correccional, son depositados por los coches celulares directamente en la Ratonera, situada enfrente del rastrillo, que se compone de una serie de celdas practicadas en las cocinas de San Luis, en las que los presos preventivos sacados de sus respectivas prisiones esperan la hora de la sesión del tribunal o la llegada de su juez de instrucción. La Ratonera limita al norte con el muelle, al este con el cuerpo de guardia de la guardia municipal, al oeste con el patio de la Conserjería y al sur con una inmensa sala abovedada (probablemente la antigua sala de festines), aún sin ninguna función. Encima de la Ratonera hay un cuerpo de guardia interior, con una ventana que da al patio de la Conserjería, que está ocupado por la gendarmería departamental y al que conduce la escalinata. Cuando llega la hora del juicio, los alguaciles van a llamar a los presos, y los gendarmes, en número igual al de los presos, bajan y cogen cada uno a un preso por debajo el brazo; acoplados de esta manera, suben por la escaleras,

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atraviesan el cuerpo de guardia y llegan, a través de unos pasillos, a una habitación contigua a la sala donde se reúne la famosa Cámara Sexta del tribunal, a la que se adjudica la audiencia de la policía correccional. Este camino es también el que toman los acusados para ir de la Conserjería a la sala de lo criminal y volver. En la sala de los Pasos Perdidos, entre la puerta de la Primera Cámara del Tribunal de primera instancia y la escalinata que lleva a la Sexta, se observa inmediatamente, cuando uno se pasea por allí por vez primera, una entrada sin puerta y sin decoración arquitectónica alguna, un orificio cuadrado realmente desagradable. Por allí es por donde los jueces y los abogados entran en esos pasillos, en el cuerpo de guardia, y bajan a la Ratonera y a la taquilla de la Conserjería. Todos los despachos de los jueces de instrucción están situados en diversos pisos en esta parte del Palacio. Se llega a ellos por horribles escaleras, que constituyen un laberinto en el que se pierden casi siempre aquellos que desconocen el Palacio. Las ventanas de estos despachos dan las unas sobre el río y las otras sobre el patio de la Conserjería. En 1830 los despachos de algunos jueces de instrucción daban sobre la calle de la Barillerie. Así pues, cuando un coche celular gira hacia la izquierda en el patio de la Conserjería, lleva presos a la Ratonera; cuando va hacia la derecha, lleva acusados a la Conserjería. El coche que llevaba a Jacques Collin se dirigió hacia este lado, para depositarle en el rastrillo. No hay nada tan impresionante como el rastrillo. Los reos o las visitas advierten dos rejas de hierro forjado separadas por un espacio de cerca de seis pies, que se abren siempre una tras otra, y a través de las cuales todo se observa tan escrupulosamente que las personas a quienes se otorga el permiso de visita atraviesan aquel espacio a través de la reja antes de que la llave rechine en la cerradura. Los magistrados instructores y los propios miembros del ministerio fiscal no pueden entrar sin haber sido reconocidos. Si se menciona la posibilidad de comunicar o de evadirse... se dibujará una sonrisa en los labios del director de la Conserjería que desvanecerá toda duda de la mente del novelista más audaz en empresas contrarias a la verosimilitud. En los anales de la Conserjería sólo se recuerda la evasión de Lavalette; pero la certeza de una complicidad de alto rango, actualmente demostrada, disminuyó el peligro de un fracaso. Juzgando sobre el terreno acerca de la naturaleza de los obstáculos, la gente más aficionada a la fantasía habría de reconocer que siempre estos obstáculos fueron tan invencibles como lo son ahora. No hay expresión que pueda describir la fuerza de las paredes y de las bóvedas, hay que verlas. Aunque el nivel del pavimento del patio sea más alto que el del muelle, cuando se atraviesa el

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rastrillo hay que bajar aún varios escalones para llegar a una inmensa sala abovedada, cuyas sólidas murallas están adornadas por magníficas columnas y flanqueadas por la torre Montgommery, que actualmente forma parte de la residencia del director de la Conserjería y de la torre de la Plata, que sirve de dormitorio a los vigilantes o guardianes. El número de tales empleados no es tan considerable como pudiera imaginarse (son veinte); ni su dormitorio ni sus catres difieren mucho del que se llama de la Pistola. Este nombre proviene seguramente de que antaño los presos daban una pistola1 a la semana a cambio de este alojamiento, cuya desnudez recuerda las frías buhardillas donde van a vivir los grandes hombres sin fortuna que llegan por vez primera a París. A la izquierda, en esta gran sala de ingreso, se halla la escribanía de la Conserjería, una especie de despacho con vidrieras donde están el director y su escribano y donde se guardan los registros de encarcelamiento. Allí el preso preventivo y el acusado son inscritos y cacheados. Allí se decide la cuestión del alojamiento, cuya solución depende de la bolsa del detenido. Frente al rastrillo de esta sala se ve una puerta vidriera, que es la de un locutorio en el que los parientes y abogados comunican con los acusados por un vano con doble reja de madera. El locutorio recibe la luz del patio, que constituye el lugar de paseo interior donde los acusados respiran a sus anchas y hacen ejercicio a determinadas horas. Esta gran sala iluminada por la luz dudosa de estas dos taquillas, ya que la única ventana que da al patio de entrada está en la escribanía, ofrece a la mirada una atmósfera y una luminosidad en perfecta armonía con las imágenes preconcebidas por la imaginación. Su aspecto es tanto más sobrecogedor cuanto que, paralelamente a las torres de la Plata y de Montgommery, se ven esas criptas misteriosas, abovedadas, formidables y en penumbra que rodean el locutorio y conducen a los calabozos de la reina, de la señora Elisabeth, y a las celdas llamadas de incomunicación. Este laberinto de piedra tallada se ha convertido en el sótano del Palacio de Justicia, después de haber asistido a las fiestas de la realeza. Entre 1825 y 1832, en esta inmensa sala se hacía la operación del afeitado, entre— una gran estufa y la primera de las dos rejas. Todavía hoy no pasa uno sin estremecerse por encima de esas baldosas que han recibido el impacto y las confidencias de tantas últimas miradas. Para apearse de su horrendo vehículo el moribundo necesitó la ayuda de dos gendarmes que lo cogieron cada uno por debajo de un brazo, lo aguantaron y lo llevaron a la escribanía, de tal modo que parecía haber perdido el sentido. El agonizante, arrastrado de esta manera, alzaba los ojos al cielo para parecerse al Redentor bajando de la cruz. Ciertamente, en

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ningún cuadro ofrece Jesús una cara más cadavérica y más descompuesta que la que mostraba el falso español, que parecía a punto de exhalar el último suspiro. Cuando lo sentaron en la escribanía, repitió con voz desfalleciente las palabras que dirigía a todo el mundo desde el momento de su detención: —Apelo a su excelencia el embajador de España... —Le dirá usted esto al señor juez de instrucción —contestó el director. —¡Ay, Jesús! —repuso Jacques Collin, suspirando—. ¿No podría tener un breviario?... ¿Seguirán negándome un médico?... No me quedan ni siquiera dos horas de vida. Como Carlos Herrera tenía que estar incomunicado, fue inútil pedirle si quería las ventajas de la Pistola, es decir, el derecho a vivir en una de esas celdas en las que se goza de la única comodidad permitida por la Justicia. Estas celdas están situadas al extremo del patiq del que se hablará más adelante. El alguacil y el escribano, simultánea y flemáticamente, efectuaron las formalidades del encarcelamiento. —Señor director —dijo Jacques Collin, chapurreando el francés—, me estoy muriendo, ya lo ve usted. Si puede usted hacerlo, dígale lo más pronto posible al señor juez que solicito como un favor lo que un criminal debería temer más: comparecer ante él en cuanto llegue; porque mis sufrimientos son realmente intolerables, y en cuanto lo vea terminará todo error... La regla general es que todos los criminales hablen de error. Vayase a los presidios, pregúntese a los condenados, casi todos son víctima de algún error de la justicia. Por eso esta palabra hace sonreír imperceptiblemente a todos los que están en contacto con presos preventivos, con acusados o con condenados. —Puedo hablar de su reclamación al juez instructor —contestó el director. —¡Tendrá mi bendición, caballero!... —replicó el español, alzando los ojos al cielo. Una vez realizadas las formalidades, dos guardias municipales, acompañados por un vigilante a quien el director indicó en cuál de las celdas tenía que ser encerrado el preso, cogieron a Carlos Herrera cada uno por un brazo y le condujeron a través del laberinto subterráneo de la Conserjería a una habitación muy sana, por mucho que digan ciertos filántropos, pero totalmente incomunicada. En cuanto hubo desaparecido, los vigilantes, el director de la cárcel, su escribano, el propio alguacil y los gendarmes se miraron como pidiéndose unos a otros su opinión, y en todos los rostros se dibujó la duda; pero ante la vista del otro preso preventivo, todos los espectadores volvieron a su habitual incertidumbre, encubierta bajo un aire de indiferencia. Salvo en

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circunstancias extraordinarias, los empleados de la Conserjería son poco curiosos, siendo para ellos los criminales lo mismo que una peluca para un peluquero. Todas las formalidades que sobrecogen a la imaginación se efectúan con mayor sencillez que los asuntos de dinero entre los banqueros, y muchas veces con mayor cortesía. Lucien ofre cía el aspecto del culpable abatido: no oponía resistencias, s abandonaba maquinalmente. Desde Fontainebleau, el poel contemplaba su ruina y se decía a sí mismo que había llegad la hora de la expiación. Estaba pálido y deshecho, ignoraba todo cuanto había ocurrido durante su ausencia en casa d Esther y sabía que era el compañero íntimo de un presidiario evadido; tal situación bastaba para hacerle imaginar catas trofes peores que las de la muerte. El único proyecto que con cebía su mente era el suicidio. Quería escapar a todo preci de las ignominias que adivinaba, a modo de fantasías de un inquietante pesadilla: Jacques Collin, considerado el más peligroso de ambo detenidos, fue colocado en una celda totalmente de piedr tallada, con luz procedente de uno de esos pequeños patio interiores que hay diseminados por el recinto del palacio,; situada en el ala en que tiene su despacho el procurador g-neral. Este pequeño patio sirve de patio de paseo para la sec ción de mujeres. Según órdenes del juez de instrucción,: director tuvo cierta consideración por Lucien, de modo qu fue conducido, por el mismo camino, a una celda vecina d las Pistolas. Por lo general, la gente que nunca tendrá altercados co la justicia concibe las más negras ideas sobre la incomunica ción. La idea de justicia criminal suele Ir asociada con la viejas ideas sobre la antigua tortura, sobre la insalubridad d las cárceles, la frialdad de los muros de piedras rezumand humedad, la brutalidad de los carceleros y la mala alimenta ción, que constituyen accesorios obligados en los dramas; pero no es inútil decir aquí que tales exageraciones no existen má que en el teatro, y hacen sonreír a los magistrados, a lo abogados y a los que visitan por curiosidad las prisiones o va a observarlas. Durante mucho tiempo, éstas estuvieron en condiciones terribles. Es cierto que los acusados, bajo el antiguo Parlamento, en los siglos de Luis XIII y de Luis XIV, eran amontonados confusamente en una especie de entresue lo situado encima del antiguo rastrillo. Los encarcelamientos fueron uno de los crímenes de la revolución de 1789, y basta con ver el calabozo de la reina y el de la señora Elizabeth para sentir un profundo horror por las antiguas formas judiciales. Pero actualmente, aun cuando la filantropía haya causado daños incalculables a la sociedad, ha traído en cambio algunos alivios para los individuos. Debemos a Napoleón el Código penal, que es uno de los monumentos más

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importantes de este reinado tan breve, más aún que el Código civil, cuya reforma en algunos puntos es urgente. Este nuevo Código penal colmó un verdadero abismo de sufrimientos. Así pues, puede afirmarse que, dejando aparte las horribles torturas morales a las que se ven sometidas las personas de las clases superiores al caer bajo el imperio de la Justicia, la acción de este poder es de una enorme dulzura y simplicidad, que por inesperadas resultan aún más sensibles. El inculpado y el preso preventivo no están alojados, ciertamente, como en su casa; pero en las prisiones de París se halla lo necesario. Por otra parte, la gravedad de los sentimientos que a uno le abruman quita a los accesorios de la vida su significado ha bitual. Nunca es el cuerpo el que sufre. El espíritu se halla en una situación tan violenta, que puede soportarse fácilmente todo malestar o toda brutalidad, en caso de que se produzcan. Hay que admitir que, sobre todo en París, el inocente es puesto pronto en libertad. Lucien, al entrar en su celda, halló, pues, una fiel imagen de la primera habitación que había ocupado en París, en el hotel Cluny. Una cama parecida a la de las fondas más pobres del Barrio Latino, algunas sillas oscuras de paja, una mesa y algunos utensilios componían el mobiliario de una de estas habitaciones, donde a menudo se ponen juntos dos acusados cuando su comportamiento es tranquilo y sus crímenes tranquilizadores, como la falsificación de moneda o la bancarrota. Este parecido entre su punto de partida, lleno de inocencia, y el punto de llegada, último peldaño de la vergüenza y del envilecimiento, hizo vibrar en un último esfuerzo su fibra poética, y el desdichado rompió a llorar. Lloro durante cuatro horas, aparentemente insensible como una figura de piedra, pero sufriendo por el hundimiento de todas sus esperanzas, abrumado por el aplastamiento de todas sus vanidades sociales, por la aniquilación de su orgullo, herido en su egocentrismo de ambicioso, de amante, de afortunado, de dandy, de parisiense, de poeta, de voluptuoso y de privilegiado. Todo se había roto en él debido a esta caída propia t de un Icaro. Carlos Herrera, por su parte, empezó a dar vueltas por su celda en cuanto le dejaron solo, como el oso blanco del zoológico dentro de su jaula. Examinó cuidadosamente la puerta y comprobó que no tenía más agujero que la mirilla. Sondeó todas las paredes, miró por el cuévano por el que penetraba una débil luz, y pensó: "¡No hay peligro!" Fue a sentarse a un ángulo en el cual no pudiera verle el vigilante mirando por la mirilla. A continuación se quitó la peluca y despegó rápidamente un papel que se hallaba en el fondo de la misma. El lado del papel que estaba en comunicación con la cabeza tan mugriento que parecía ser el tegumento de la peluca. Si a Bibi-Lupin se le hubiera ocurrido quitarle aquella peluca para

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verificar la identidad del español con Jacques Collin, no habría advertido el papel, que parecía formar parte de la obra del peluquero. La otra cara del papel estaba aún lo bastante blanca y limpia para permitir que se escribieran algunas líneas. La difícil y minuciosa operación de la despegadura había comenzado en la Force, puesto que dos horas no habrían bastado. La víspera había empleado ya la mitad del día para este trabajo. El preso empezó recortando aquel precioso papel hasta conseguir una tira de una anchura de cuatro o cinco líneas, y la partió en varios pedazos; luego devolvió al insólito depósito su reserva de papel, tras haber humedecido la capa de goma arábiga gracias a la cual podía restablecer la adherencia. Buscó en un mechón de cabellos uno de esos lápices delgados como alfileres, cuya fabricación, debida a Susse, era reciente, y que estaba fijado a la peluca con cola; tomó un pedazo bastante grande para escribir y lo suficientemente pequeño para disimularlo en su oreja. Una vez terminados estos preparativos con la rapidez y con la seguridad propia de los viejos presidiarios, cuya destreza es increíble, Jacques Collin se sentó al borde de su cama y se puso a estudiar las instrucciones que tenía que dar a Asia, con la certidumbre de hallarla en su camino, tanta era la confianza que tenía en el genio de aquella mujer. "En mi interrogatorio sumario —pensaba— he fingido ser español y hablar mal el francés, he apelado al embajador, alegando los privilegios diplomáticos y fingiendo no comprender nada de lo que me preguntaban, todo bien salpicado de debilidades, silencios y suspiros; en suma, de todas las pamplinas de un agonizante. Mantengámonos en este mismo terreno. Mis papeles están en regla. Asia y yo podremos con el señor Camusot, que no es demasiado hábil. El problema es Lucien, se trata de devolverle la moral, hay que llegar hasta este muchacho a cualquier precio, y señalarle una pauta de conducta; si no se va a entregar él mismo y me va a entregar a mí, y lo echará todo a rodar... Antes de su interrogatorio tiene que ser adiestrado. Y además necesito testigos que confirmen mi condición sacerdotal!" Tal era la situación moral y física de los dos presos preventivos, cuya suerte dependía en aquellos momentos del señor Camusot, juez de instrucción del Tribunal de primera instancia del Sena, supremo arbitro, durante el espacio de tiempo que le daba el código penal, de los más nimios detalles de su existencia, puesto que él era el único que podía autorizar que el capellán, el médico de la Conserjería o quienquiera que fuese se comunicara con ellos. No hay poder humano, ni rey, ni ministro de Justicia, ni primer ministro, que pueda inmiscuirse en el poder de un juez instructor; no hay nada que le detenga, ni nada que le dirija. Es un soberano sometido únicamente a su

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conciencia y a la ley. En este momento en que filósofos, filántropos y publicistas no cejan en sus esfuerzos por recortar todos los poderes sociales, el derecho conferido por nuestras leyes a los jueces de instrucción se ha convertido en blanco de muchos ataques terribles, que hallan su justificación en lo desorbitante de este derecho. No obstante, para todo hombre razonable este poder debe seguir siendo inviolable; en ciertos casos se puede suavizar su ejercicio mediante un extenso uso de las garantías; pero la sociedad, conmovida ya por la falta de inteligencia y por la debilidad del jurado (magistratura suprema que sólo debiera atribuirse a personalidades notables electas), se vería amenazada de ruina si se rompiera esta columna que sostiene todo nuestro derecho penal. La detención preventiva es una de esas facultades terribles y necesarias cuyo peligro social está compensado por su propia grandeza, por otra parte; desconfiar de la magistratura es un comienzo de disolución social. Destruyase la institución, reconstituyase sobre otras bases; pídase, como antes de la Revolución, enormes garantías de fortuna para la magistratura; pero que no se pierda la fe en ella que no la convierta en imagen de la sociedad, con todo lo que ésta tiene de condenable. Hoy en día el magistrado, retribuido como un funcionario, pobre la mayor parte de veces, ha trocado su dignidad de antaño por una altanería que parece intolerable a todos los que se han hecho sus iguales; porque la altanería es una dignidad sin base de sustentación. En eso radica el vicio de la institución actual. Si Francia estuviera dividida en diez jurisdicciones, se podría elevar el rango de la magistratura exigiendo grandes fortunas, lo cual resulta imposible con veintiséis jurisdicciones. La única mejora real que puede reclamarse en el ejercicio del poder atribuido al juez de instrucción es la rehabilitación de la prisión preventiva. El estado preventivo no debería significar ningún cambio en las costumbres de los individuos. Las prisiones preventivas de París deberían construirse, amueblarse y disponerse de tal forma que se modificaran profundamente las ideas de la gente acerca de la situación de los presos preventivos. La ley es buena y necesaria, pero su ejecución es mala, y la opinión pública juzga las leyes según la manera de proceder. La opinión pública en Francia condena a los presos preventivos y rehabilita a los acusados por una contradicción explicable. Quizá sea el resultado del espíritu esencialmente criticón del francés. Esta inconsecuencia del público parisiense fue uno de los motivos que contribuyeron a la catástrofe de este drama; como ya se verá, fue incluso uno de los más poderosos. Para comprender adecuadamente las terribles escenas que se desarrollan en los despachos de los jueces de instrucción, para conocer bien la situación respectiva de las dos partes beligerantes, los detenidos y la Justicia, cuya

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lucha tiene por objeto el secreto que ambos preservan de la curiosidad del juez —tan justamente llamado el curioso en la jerga carcelaria—, nunca debe olvidarse que los presos preventivos encerrados en estado de incomunicación desconocen todo lo que dicen los siete u ocho públicos particulares que constituyen el público en general, todo lo que saben la policía, la justicia y lo poco que publican los periódicos de las circunstancias del crimen. Por esta razón, dar a un preso una noticia como la que Jacques Collin acababa de recibir de Asia sobre la detención de Lucien, es como echar una cuerda a un hombre que se ahoga. Se verá cómo fracasa un intento que, de no haber sido por aquella comunicación, el presidiario no habría podido realizar. Una vez planteados los términos del problema, la gente menos impresionable va a asustarse de los resultados de estas tres causas de terror: el secuestro, el silencio y el remordimiento. El señor Camusot, yerno de uno de los escribanos del gabinete real, suficientemente conocido ya para explicar sus alianzas y su posición, se hallaba en aquellos momentos en un estado de perplejidad casi idéntico al de Carlos Herrera respecto a la instrucción que se le había confiado. En otro tiempo había sido presidente de un tribunal de apelación y había sido llamado para ocupar un puesto de juez en París, una de las plazas más codiciadas de la magistratura, gracias a la protección de la célebre duquesa de Maufrigneuse, cuyo esposo, infante del Delfín y coronel de uno de los regimientos de caballería de la guardia real, gozaba del favor del rey, así como ella del de la reina. Por un favor insignificante, aunque importantísimo para la duquesa, con ocasión de la falsa denuncia contra el joven conde de Esgrignon puesta por un banquero de Alençon (véase en las ESCENAS DE LA VIDA DE PROVINCIAS, El gabinete de antigüedades), de simple juez de provincias había ascendido a presidente y de presidente a juez instructor en París. Desde hacía dieciocho meses formaba parte del tribunal más importante del reino, y había podido, bajo la recomendación de la duquesa de Maufrigneuse, prestarse a los propósitos de una gran dama no menos poderosa, la marquesa de Espard; pero había fracasado. (Véase La interdicción.) Como se ha dicho al comienzo de esta obra, Lucien, para vengarse de la señora de Espard, que quería incapacitar a su marido, pudo restablecer la verdad de los hechos a los ojos del procurador general y del conde de Sérizy. Cuando estas dos altas potencias estuvieron alineadas junto a los amigos del marqués de Espard, la esposa sólo se libró de la acusación del tribunal gracias a la clemencia del esposo. El día antes la marquesa de Espard, al enterarse de la detención de Lucien, había enviado a su cuñado el caballero de Espard a casa de la señora Camusot. La señora Camusot se había ido inmediatamente a visitar a la ilustre marquesa. En el

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momento de la cena, al volver a su casa, había cogido a su esposo aparte en su dormitorio. —Si puedes mandar al presuntuoso Lucien de Rubempré a la sala de lo criminal y lograr una condena contra él —le dijo al oído—, serás consejero en el Tribunal Real... —¿Y de qué manera? —La señora de Espard quisiera ver caer la cabeza de este pobre muchacho. Sentía escalofríos oyendo cómo hablaba el odio de una mujer hermosa. —No te mezcles en los asuntos del Palacio de Justicia —contestó Camusot a su mujer. —¿Yo mezclarme? —repuso ella—. Cualquiera hubiera podido escucharnos: no habría sabido de qué hablábamos. La marquesa y yo hemos estado la una con la otra tan deliciosamente hipócritas como lo estás siendo tú conmigo en estos momentos. Quería agradecerme tus buenos oficios en su asunto, diciéndome que, pese a la falta de éxito, te está muy reconocida. Me ha hablado de la terrible misión que la ley os atribuye. "Es horrible tener que mandar a un hombre al patíbulo, pero en este caso... ¡sí que es hacer justicia!, etc." Ha lamentado que un joven tan guapo, traído a París por su prima, la señora Du Châtelet, haya llegado tan bajo. "¡Ahí es adonde las malas mujeres, como una Coralie o una Esther (decía), llevan a los jóvenes lo bastante corrompidos como para repartirse con ellas unas ganancias envilecedoras!" Y luego unos hermosos discursos sobre la caridad y sobre la religión... La señora Du Châtelet le había dicho que Lucien merecía mil veces la muerte, por haber estado a punto de matar a su hermana y a su madre. Ha hablado de una vacante en el Tribunal Real, de —que conocía al ministro de Justicia. "¡Su esposo, señora, tiene una gran ocasión para distinguirse!", dijo para terminar. Y eso es todo. —Nos distinguimos cada día, haciendo nuestro deber —dijo Camusot. —Irás lejos si eres magistrado en todas partes, incluso con tu mujer —exclamó la señora Camusot—. Vaya, te creía bobo; hoy en cambio te admiro... Sobre los labios del magistrado se dibujó una de estas sonrisas que son exclusivas de los jueces, como la sonrisa de las bailarinas, que también es exclusiva de ellas. —Señora, ¿puedo entrar? —preguntó la camarera. —¿Qué quiere de mí? —le dijo su ama. —Señora, la primera doncella de la señora duquesa de Maufrigneuse ha venido aquí durante la ausencia de la señora, y ruega a la señora, de parte de su ama, que vaya en seguida y sin falta al palacio de Cadignan.

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—Que aplacen la cena —dijo la mujer del juez, pensando que el conductor del coche de punto que la había llevado estaría esperando el pago. Se volvió a poner el sombrero, subió al coche de punto, y a los veinte minutos estuvo en el palacio Cadignan. La señora Camusot, que fue introducida por una puerta lateral, esperó durante unos diez minutos sola en un gabinete adyacente al dormitorio de la duquesa, que se presentó con un aspecto resplandeciente, puesto que partía para Saint-Cloud, donde la reclamaba una invitación en la corte. —Hija mía, entre nosotras, bastan dos palabras. —Sí, señora duquesa. —Lucien de Rubempré está detenido, su esposo instruye el sumario; yo garantizo la inocencia de este pobre muchacho: que esté libre antes de las veinticuatro horas. Esto no es todo. Alguien quiere ver a Lucien mañana, en secreto, en su celda; su esposo, si quiere, podrá estar presente, con tal que no se deje ver... Soy fiel para con los que me sirven, ya lo sabe usted. El rey espera mucho del valor de sus magistrados en las graves circunstancias en que va a encontrarse pronto; yo haré progresar a su marido, le recomendaré como a una persona leal al rey, aun a riesgo de su cabeza. Nuestro Camusot será primero consejero, luego primer presidente donde sea... Adiós..., me esperan; me perdona usted, ¿verdad? No sólo complacerá al procurador general que, en esta cuestión, no puede pronunciarse, sino que además salva la vida a una mujer que agoniza, a la señora de Sérizy. De modo que no le faltarán apoyos... Vamos, ya ve mi confianza, no es menester que le recomiende... ¡ya sabe! Se puso el índice sobre los labios y se marchó. "¡Y no poderle decir que la marquesa de Espard quiere ver a Lucien en el patíbulo!...", pensaba la mujer del magistrado volviendo a su coche. Llegó en un tal estado de ansiedad, que al verla el juez le dijo: —Amélie, ¿qué tienes?... —Estamos entre dos fuegos... Contó a su esposo la entrevista que acababa de tener con la duquesa hablándole al oído, tal era su temor de que la sirvienta escuchara tras la puerta. —¿Cuál de las dos es más poderosa? —dijo al terminar—. La marquesa estuvo a punto de comprometerte con el estúpido asunto de la interdicción de su marido, mientras que a la duquesa se lo debemos todo. Una me ha hecho promesas vagas, mientras que la otra ha dicho: Primero será consejero y luego primer presidente... Dios me libre de darte ningún consejo, jamás me entrometeré en los asuntos del Palacio de Justicia; pero tenía que

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transmitirte con toda fidelidad lo que se dice en la corte y lo que allí se prepara... —¿No sabes, Amélie, lo que me ha mandado el prefecto de policía y a través de qué persona? A través de uno de los hombres más importantes de la policía general del reino, el Bibi-Lupin de la política, el cual me ha dicho que el Estado tiene ciertos intereses secretos ligados con este asunto. Cenemos y vayamos al Varietés... Ya hablaremos esta noche de todo esto, en el despacho, donde estaremos más tranquilos; necesitaré tu inteligencia, ya que la del juez quizá no baste... Nueve de cada diez magistrados negarán la influencia de la mujer sobre el marido en ocasión semejante; pero, aunque se trate de una de las excepciones sociales más importantes, puede hacerse notar que es cierta, aun cuando accidental. El magistrado és como el sacerdote, sobre todo en París, donde se halla la élite de la magistratura: raramente habla de los asuntos del Palacio, y sólo lo hace cuando se trata de casos ya sentenciados. Las esposas de los magistrados no sólo fingen no saber nunca nada, sino que además tienen todas el suficiente sentido de las conveniencias para adivinar que molestarían a sus maridos si, cuando están enteradas de algún secreto, lo dieran a entender. No obstante, en las grandes ocasiones en las que está en juego un ascenso, muchas esposas asisten, como Amélie, a la deliberación del magistrado. Estas excepciones, que siempre son dudosas por ser desconocidas, dependen por completo de la manera en que la lucha entre los dos caracteres se ha desarrollado en el seno del matrimonio. La señora Camusot dominaba enteramente a su esposo. Cuando todos dormían en la casa, el magistrado y su esposa se sentaron en el despacho, sobre el cual el juez había ordenado ya todos los documentos del caso. —He aquí las notas que me ha remitido el prefecto de policía, a petición mía, por otra parte —dijo Camusot.

EL PADRE CARLOS HERRERA

"Este individuo es seguramente el llamado Jacques Collin, apodado Engañamuertes, cuya última detención se remonta al año 1819 y tuvo lugar en el domicilio de una tal señora Vauquer, casa de huéspedes de la calle Neuve-Sainte-Geneviéve, donde permanecía escondido bajo el nombre de Vautrin." En el margen estaba escrito, de puño y letra del prefecto de policía: "Se ha dado, orden por telégrafo a Bibi-Lupin, jefe de la policía de seguridad, de que vuelva inmediatamente para facilitar su identificación,

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puesto que conoce personalmente a Jacques Collin, a quien hizo detener en 1819 con la ayuda de una tal señorita Michonneau. "Los huéspedes que se alojaban en la casa Vauquer viven todavía y pueden ser citados para establecer la identidad. "El supuesto Carlos Herrera es el amigo íntimo y consejero del señor de Rubempré, al que, durante tres años, ha estado proporcionando sumas considerables, provenientes sin ninguna duda de robos. "Esta solidaridad, si llega a establecerse la identidad del supuesto español y de Jacques Collin, es motivo suficiente de condena para el señor Lucien de Rubempré. "La súbita muerte del agente Peyrade se debió a un envenenamiento provocado por Jacques Collin, por Rubempré o por alguno de sus secuaces. El motivo de este asesinato estriba en que dicho agente andaba desde hacía tiempo tras las huellas de estos dos hábiles criminales." El magistrado señaló la siguiente frase, escrita en el margen por el propio prefecto de policía: "Todo esto es de mi información personal, y tengo la certeza de que el señor Lucien de Rubempré se ha burlado indignamente de Su Señoría el conde de Sérizy y del señor procurador general." —¿Qué te parece, Amélie? —¡Es espantoso!... —contestó la mujer del juez—. A ver, terminemos. "La sustitución del sacerdote español Carlos Herrera por el presidiario Collin es el producto de algún crimen más hábil que aquel por el cual Cogniard se convirtió en conde de Sainte-Hélène." "Lucien Chardon, hijo de un farmacéutico de Angulema y cuya madre era señora de Rubempré, debe a una ordenanza real el derecho a llevar el apellido de Rubempré. Esta ordenanza fue concedida a petición de la señora duquesa de Maufrigneuse y del señor conde de Sérizy. "En 182..., este joven llegó a París sin ningún medio de existencia, con la ayuda de la señora condesa Sixte du Chá-telet, que entonces llevaba el nombre de señora de Bargeton, prima de la señora de Espard. "Faltó a la gratitud debida a la señora de Bargeton y vivió maritalmente con una tal señorita Coralie, actriz del Gymnase; actualmente difunta, que, para vivir con él, abandonó al señor Camusot, propietario de una tienda de sedas de la calle de Bourdonnais. "Pronto se hundió en la miseria por la insuficiencia de la ayuda que le daba la actriz y comprometió gravemente a su honorable cuñado, impresor de Angulema, poniendo en circulación letras falsas, para cuyo pago David Séchard fue detenido durante una breve estancia del susodicho Lucien en Angulema.

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"Este asunto determinó la huida de Rubempré, que reapareció repentinamente en París en compañía del padre Carlos Herrera. "Sin medios de vida conocidos, el señor Lucien ha gastado durante los tres primeros años de su segunda estancia en París un promedio de trescientos mil francos, aproximadamente, que sólo podía lograr de parte del supuesto sacerdote Carlos Herrera; pero, ¿a título de qué? "Además, ha gastado recientemente más de un millón en la compra de la finca de Rubempré para cumplir una condición estipulada para hacer posible su enlace con la señorita Clotilde de Grandlieu. La ruptura de este casamiento se debe a que la familia de Grandlieu, a la que Lucien había dicho que tal cantidad provenía de su cuñado y de su hermana, mandó pedir información a los respetables esposos Séchard, en particular a través del procurador Dervílle, con lo que se comprobó que no sólo ignoraban dichas adquisiciones, sino que además creían que Lucien estaba muy endeudado. "La herencia recibida por los esposos Séchard consiste en inmuebles, y el dinero en metálico, según su declaración, apenas ascendía a doscientos mil francos. "Lucien vivía secretamente con Esther Gobseck, y no hay duda de que todos los obsequios del barón de Nucingen, protector de esta señorita, han pasado a manos de Lucien. "Lucien y su compañero el presidiario han podido aguantarse más tiempo que Cogniard ante la opinión pública sacando sus recursos de la prostitución de la susodicha Esther, que había sido en otro tiempo ramera sumisa". Pese a la repetición ociosa que representan estas notas en el curso de la narración, era necesario detallarlas textualmente para hacer comprender el papel de la policía en París. Como pudo verse ya a propósito del informe pedido acerca de Peyrade, la policía tiene unos ficheros casi siempre exactos sobre todas las familias y sobre todos los individuos cuya vida es sospechosa o cuyas acciones son reprensibles. No desconoce nada de cualquier desviación. Esta agenda universal, este registro de conciencias, está tan al día como el registro de fortunas hecho por el Banco de Francia. Así como el Banco señala los más ligeros retrasos en asunto de pagos, sopesa todos los créditos, valora a los capitalistas y vigila todas sus operaciones, la policía procede igual respecto a la honradez de los ciudadanos. En esto, igual que en el Palacio de Justicia, la inocencia no tiene nada que temer, la acción sólo se ejerce sobre las faltas. Por alta que esté situada una familia no puede escapar a esta providencia social. La discreción de este poder, por otra parte, es tan grande como su extensión. Esta enorme cantidad de atestados de los comisarios de policía, de informes, de observaciones, de fichas, este océano de informaciones

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duerme inmóvil, profundo y tranquilo como el mar. En cuanto ocurre un accidente, en cuanto apuntan el delito o el crimen, la justicia apela a la policía; y en seguida, en caso de que exista una ficha sobre los inculpados, el juez se informa de ella. Estos ficheros en los que son analizados los antecedentes, son informaciones que mueren entre las paredes del Palacio de Justicia; la justicia no puede hacer de ellos ningún uso legal, sino que se limita a utilizarlos para aclarar las situaciones. Estos pedazos de cartón proporcionan de algún modo el envés del alfombrado de los crímenes, sus causas primeras y casi siempre inéditas. Ningún jurado les daría fe, y el país entero se alzaría de indignación si se alegara su testimonio en el proceso oral en la sala de lo criminal. Es la verdad condenada a quedarse en sui pozo, como en todas partes y siempre. No hay magistrado que, después de doce años de práctica en París, no sepa que la sala de lo criminal y la policía correccional ocultan la mitad de esas infamias, que son como el lecho sobre el cual durante mucho tiempo se ha estado incubando el crimen; no hay magistrado que, además, no confiese que la Justicia deja sin castigo la mitad de los delitos que se cometen. Si la gente pudiera saber hasta dónde llega la discreción de los empleados de la policía que tienen memoria, sentiría por esta buena gente la misma reverencia que por Cheverus. Abunda la creencia de que la policía es astuta y maquiavélica, cuando de hecho su benignidad es excesiva; de hecho se limita a escuchar las pasiones en su paroxismo, a recibir delaciones y a guardar todas sus observaciones. No es temible más que por un lado. Lo que hace por la Justicia, lo hace también por la política. Pero en política es tan cruel y tan parcial como la antigua Inquisición. —Dejemos esto —dijo el juez, poniendo los papeles en el archivo—; esto es un secreto entre la policía y la justicia, el juez ya comprobará qué grado de validez tiene todo esto; el señor y la señora Camusot ignoran que existe. —¿Qué necesidad tienes de repetirme esto? —dijo la señora Camusot. —Lucien es culpable —repuso el juez—; pero, ¿de qué? —Un hombre a quien aman la duquesa de Maufrigneuse, la condesa de Sérizy y Clotilde de Grandlieu no es culpable —respondió Amélie—; otro tiene que haberlo hecho todo. —¡Pero Lucien es cómplice suyo! —exclamó Camusot. —¿Quieres seguir mi consejo?... —dijo Amélie—. Devuelve el cura al mundo diplomático, al que sirve de hermosísimo adorno, declara inocente a ese pobre desventurado y busca otros culpables... —¡Cómo te lanzas! —respondió el juez, sonriendo—. Las mujeres tienden a la meta a través de las leyes, como los pájaros, a los que nada detiene en el aire.

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—Mira —repuso Amélie—, ya sea un diplomático o un presidiario, el padre Carlos te indicará alguno que pueda sacarte del atolladero. —Yo no soy más que un gorro y tú eres la cabeza —dijo Camusot a su esposa. —¡Bien! La deliberación se ha terminado; ven a dar un beso a tu Mélie, ya es la una... Y la señora Camusot fue a acostarse, dejando que su marido ordenara sus papeles y sus ideas pensando en los interrogatorios a que tenía que someter a los dos presos preventivos el día siguiente. Así pues, mientras los coches celulares conducían a Jac-ques Collin y a Lucien a la Conserjería, el juez de instrucción, después del desayuno, cruzaba París a pie, de acuerdo con la modestia característica de los magistrados de la ciudad, para dirigirse a su despacho, adonde habían llegado ya todos los documentos del caso. A continuación se verá de qué manera. Todos los jueces de instrucción tienen a su servicio a un escribano, a una especie de secretario judicial jurado, cuya raza se perpetúa sin primas y sin estímulos, produciendo siempre excelentes especímenes cuyo mutismo es espontáneo y absoluto. En el palacio, desde los orígenes de los parlamentos hasta hoy, se desconoce cualquier caso de indiscreción respecto a las instrucciones judiciales que hayan cometido los escribanos. Gentil vendió el recibo dado a Semblanay por Luisa de Saboya, un funcionario de la Defensa vendió a Czernicheff el plan de la campaña de Rusia; todos estos traidores eran más o menos ricos. La perspectiva de un empleo en el Palacio —el de una escribanía— y la conciencia profesional bastan para convertir al escribano de un juez de instrucción en aventajado rival de las tumbas, ya que las tumbas han perdido su discreción debido a los avances de la química. Estos empleados son la pluma en persona del juez. Mucha gente comprende que se pueda ser el eje de una máquina y en cambio se preguntan cómo puede uno conformarse siendo una de sus tuercas; lo cierto es que una tuerca puede sentirse feliz de serlo, y es posible que tenga miedo de la máquina. El escribano de Camusot, muchacho de veintidós años llamado Coquart, había pasado por la mañana a recoger todos los documentos y observaciones del juez, y lo había preparado todo en su despacho cuando el magistrado aún vagando junto a las orillas del río, mirando antigüedades en las tiendas y preguntándose en su fuero interno: "¿Cómo habérselas con un tipo tan hábil como Jacques Collin, suponiendo que se trate de él? El jefe de la policía de seguridad reconocerá, yo tengo que dar la sensación de estar cumpliendo con mi profesión, aunque sólo sea de cara a la policía. Veo tantas dificultades, que pienso que lo mejor será convencer a la marquesa y a la duquesa enseñándoles las fichas de la

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policía, y vengaré a mi padre de la afrenta que le hizo Lucien quitándole a Coralie... Si logro desenmascarar a unos criminales tan abyectos, adquiriré un gran prestigio y pronto todos los amigos de Lucien renegarán de él. Vamos, el interrogatorio lo decidirá." Entró en una tienda de antigüedades, atraído por un reloj de Boule. "Ni mentir a mi conciencia ni dejar de servir a dos grandes damas, eso es una obra maestra de habilidad", se decía para sus adentros. —Vaya, usted también aquí, señor procurador general —dijo Camusot en alta voz—. ¿Está buscando medallas? —Es una afición que tenemos casi todos los leguleyos —contestó riendo el conde Grandville—, ¡a causa de los reversos! Y, tras haber mirado la tienda durante algunos instantes, como si pusiera término a su examen, se llevó a Camusot a lo largo del río, sin que Camusot dejara de pensar que aquel encuentro respondía a una casualidad. —Esta mañana va a interrogar usted al señor de Rubempré —dijo el procurador general—. Pobre muchacho, cómo le quería... —Hay muchos cargos contra él —dijo Camusot. —Sí, ya he visto los informes de la policía; pero en parte provienen de un agente que no depende de la prefectura, del famoso Corentin, un hombre que ha hecho cortar el cuello a más inocentes que culpables pueda usted mandar al patíbulo, v—. Pero este individuo está fuera de nuestro alcance. Sin querer influir sobre la conciencia de un magistrado como usted, no puedo dejar de hacerle observar que si llegara usted a la convicción del desconocimiento por parte de Lucien del testamento de aquella muchacha, se desprendería de ello que 150 tenía ningún interés en que muriera, puesto que le proporcionaba unas sumas prodigiosas de dinero... —Se tiene la seguridad de que estaba ausente durante el envenenamiento de la tal Esther —dijo Camusot—. Estaba en Fontainebleau, esperando entrevistarse con la señorita de Grandlieu y la duquesa de Lenoncourt. —¡Oh! —repuso el procurador general—, conservaba tantas esperanzas acerca de su matrimonio con la señorita de Grandlieu (lo sé por boca de la propia duquesa de Grandlieu), que no es posible suponer que un joven de tanto ingenio lo comprometa todo con un crimen inútil. —Sí —dijo Camusot—, sobre todo si es cierto que esta Esther le daba todo cuanto ganaba... —Derville y Nucingen dicen que murió sin saber nada de la herencia que le había correspondido desde hacia tiempo —añadió el procurador general. —Pero, ¿qué piensa usted entonces? —preguntó Camusot—. Porque algo hay...

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—Pienso en un crimen cometido por los criados —contestó el procurador general. —Por desgracia —hizo observar Camusot—, es muy coherente con la manera de actuar de Jacques Collin (puesto que el sacerdote español es con toda seguridad este presidiario evadido) quedarse con los setecientos mil francos conseguidos con la venta de los valores al tres por ciento donados por Nucingen. —Péselo bien todo, querido Camusot, tenga prudencia. El padre Carlos Herrera pertenece al cuerpo diplomático... pero... un embajador que comete un crimen deja de estar protegido por su estatuto. La cuestión más importante es si se trata o no del padre Carlos Herrera... Y el señor de Grandville se despidió, saludando sin esperar respuesta. "¿Así que también él quiere salvar a Lucien?", pensó Camusot, siguiendo por el muelle de las Lunettes, mientras el procurador general entraba en el Palacio de Justicia por el patio de Harlay. Una vez en el patio de la Conserjería, Camusot entró en el despacho del director de la cárcel y condujo a éste al centro del patio, para poder hablar sin miedo a ser oído. —Querido amigo, hágame el favor de ir a la Force a enterarse de si su colega guarda en estos momentos algún recluso que haya estado en el presidio de Toulon entre 1810 y 1815; mire también si usted mismo tiene alguno. Haremos trasladar aquí a los de la Force por algunos días, y me dirá usted si el supuesto cura español es identificado por ellos con Jacques Collin, llamado Engañamuertes. —Bien, señor Camusot; pero Bibi-Lupin ha regresado... —¡Ah! ¿Ya está aquí? —exclamó el juez. —Estaba en Melun. Le han dicho que se trataba de Engañamuertes y ha sonreído de contento; espera sus órdenes... —Mándemelo. El director de la Conserjería tuvo entonces ocasión de transmitir al juez instructor la demanda de Jacques Collin, cuyo deplorable estado refirió. —Tenía ya la intención de interrogarle el primero —respondió el magistrado—, pero no a causa de su salud. Esta mañana he recibido una nota del director de la Force. Resulta que este individuo, que pretende estar agonizando desde hace veinticuatro horas, durmió tan bien, que entraron en su celda de la Force sin que oyera al médico, a quien el director había mandado buscar; el médico ni siquiera le cogió el pulso, sino que le dejó dormir; lo cual prueba que su salud es tan buena como su conciencia. Sólo creeré en esta enfermedad para estudiar el juego que está llevando —dijo con una sonrisa el señor Camusot.

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—Cada día se aprende algo con los preventivos y los acusados —hizo notar el director de la Conserjería. La prefectura de policía comunica con la Conserjería, y los magistrados, así como el director de la prisión, conocedores de tales pasillos subterráneos, pueden personarse en ella con toda rapidez. Así se explica la milagrosa facilidad con que el ministerio fiscal y los presidentes de la sala de lo criminal pueden conseguir ciertas informaciones sin abandonar las sesiones. Cuando el señor Camusot llegó a lo alto de la escalera que lleva a su gabinete, se encontró con Bibi-Lupin, que habia llegado de la sala de los Pasos Perdidos. —¡Cuánto celo! —le dijo el juez, sonriendo. —¡Oh! Es que si es él —contestó el jefe de la policía de seguridad—, se armará una zarabanda terrible en el patio de la cárcel, por pocos que sean los reincidentes que se encentren allí. —¿Y por qué razón? —Engañamuertes se ha alzado con sus fondos, y sé que ellos han jurado exterminarlo. Ellos eran los reclusos cuyos fondos, dejados bajo la custodia de Engañamuertes, habían sido disipados para ayudar a Lucien, como ya es sabido. —¿Podría usted encontrar testigos de su última detención? —Déme usted dos citaciones de testigos, y se los traeré hoy mismo. —Coquart —dijo el juez, quitándose los guantes y de jando su bastón y su sombrero en un rincón—, rellene dos citaciones de acuerdo con lo que le diga el señor agente. Se miró en un espejo situado sobre el marco de la chimenea, en el cual había una jofaina y una jarra de agua. A un lado había un garrafón lleno de agua y un vaso, y al otro una lámpara. El juez tocó el timbre. El ujier se presentó a los pocos minutos. —¿Hay alguien que me espere?—preguntó al ujier encargado de recibir a los testigos, verificar sus citaciones y colocarlos de acuerdo con su orden de llegada. —Sí, señor. —Tome los nombres de las personas que han venido y tráigame la lista. Los jueces de instrucción, avaros de tiempo, están obligados a veces a llevar varias instrucciones a la vez. Ésta es la causa de las largas esperas que deben hacer los testigos convocados en la sala donde están los ujieres y donde suenan los timbres de los jueces de instrucción. —Después —dijo Camusot a su ujier— irá a buscar padre Carlos Herrera.

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—¡Vaya! ¿Se hace pasar por español? Finge ser sacerdote, según me han dicho. ¡Bah! Se lo ha copiado de Collet, señor Camusot —exclamó el jefe de la policía de seguridad! —No hay nada nuevo —contestó Camusot. Y el juez firmó dos de esas impresionantes citaciones que turban a todo el mundo, incluso a los testigos más inocentes, a quienes la justicia ordena comparecer, bajo la amenaza de graves penas en caso de que se nieguen a obedecer. En aquel instante Jacques Collin hacía media hora que había terminado su profunda deliberación, y estaba sobre las armas. Nada mejor que las pocas líneas que había escrito sobre sus grasientos papeles puede acabar de perfilar a esta figura del pueblo en rebeldía contra las leyes. El sentido del primero era el siguiente, porque estaba escrito en el lenguaje convenido entre Asia y él, que era la jerga de la jerga o la cifra aplicada a la idea. "Ve a casa de la duquesa de Maufrigneuse o a casa de la señora de Sérizy, que una u otra vea a Lucien antes de su interrogatorio y le dé a leer el papel que te adjunto. Luego hay que encontrar a ese par de ladrones de Europa y Pac-card para que se pongan a mi disposición y se dispongan a desempeñar el papel que les indicaré. "Apresúrate a ver a Rastignac y dile, de parte de aquel a quien encontró en el baile de la Ópera, que venga a atestiguar que el padre Carlos Herrera no se parece en nada al Jacques Collin detenido en casa de la Vauquer. "Hay que lograr lo mismo del doctor Bianchon. "Hay que hacer trabajar a las dos mujeres de Lucien para este mismo fin." En el papel adjunto, decía, en buen francés: "Lucien, no confieses nada respecto a mí. Para ti tengo que ser el padre Carlos Herrera. No se trata sólo de tu justificación, sino que con un poco de compostura lograrás siete millones y tener el honor a salvo." El preso pegó los dos papeles por el lado de la escritura, de tal manera que pareciera que se trataba de un fragmento de la misma hoja, e hizo con ellos una bola, con una destreza que es propia de los que han estado soñando en un presidio sobre los medios de lograr la Übertad. El papel adquirió la lorma y la consistencia de una bolita mugrienta, parecida a los pegotes de cera con los que las mujeres ahorradoras reparan las agujas de coser cuando se les rompe el ojo. Si voy yo primero a la instrucción, estamos salvados; pero si interrogan primero al muchacho, todo está perdido", pensó mientras esperaba. El momento era tan cruel que, a pesar de su temple, se le cubrió la cara de un sudor blanco. Aquel hombre prodigioso daba en el blanco en su esfera de

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crimen, como Molière en la ¡esfera de la poesía dramática y Cuvier con las especies desaparecidas. El genio, en todos los campos, consiste en una intuición. Por debajo de este fenómeno, las restantes obras notables se deben al talento. En esto consiste la diferencia que separa a la gente del primer orden de la gente del segundo. El crimen tiene sus figuras geniales. Jacques Collin al acecho se encontraba con la ambiciosa señora Camusot y con la señora de Sérizy, cuyo amor había rebrotado bajo el impacto de la terrible catástrofe en que se hundía Lucien. Así procedía el postrer esfuerzo de la inteligencia humana contra la armadura de acero de la Justicia. Al oír el ruido de la pesada chatarra de cerraduras y cerrojos de su puerta, Jacques Collin volvió a ponerse su máscara de agonizante; le ayudó a ello la embriagadora sensación de placer que le produjo el ruido de las botas del vigilante en el pasillo. No sabía por qué medios llegaría Asia hasta él; pero esperaba encontrársela a su paso, sobre todo después de la promesa que ella le había hecho en la arcada de Saint-Jean. Después de aquel afortunado encuentro, Asia había bajado hasta la plaza de la Grève. Antes de 1830 el nombre de la Grève tenía un sentido que hoy se ha perdido. Toda la parte de la orilla del río que iba desde el puente de Arcôle hasta el puente Louis-Philippe estaba entonces tal como la había hecho la naturaleza, con excepción de la calzada pavimentada, que estaba dispuesta en talud. Por eso cuando el río se salía de madre se podía ir en barca bordeando las casas y por las calles inclinadas que descendían al río. En esta orilla, las plantas bajas estaban casi todas un poco elevadas. Cuando el agua llegaba al pie de las casas, los coches cogían la espantosa calle de la Mortellerie, que actualmente ya no existe porque su espacio ha pasado a formar parte del recinto del Ayuntamiento. De modo que resultó fácil a la falsa vendedora empujar el pequeño carro hasta la parte baja de la orilla y ocultarlo allí hasta que la verdadera vendedora, que estaba bebiéndose el precio de la venta en una de las viles tabernas de la calle de la Cortellerie, fuera a recogerlo en el lugar en que Asia había prometido dejárselo. En aquellos días se estaba terminando la ampliación del muelle Pelletier, la entrada de la obra estaba custodiada por un inválido y la carretilla dejada a su vigilancia no corría ningún riesgo. Asia cogió en seguida un coche de punto en la plaza del Ayuntamiento, y dijo al cochero: —¡Al Temple, y de prisa, habrá buena propina! Con el atuendo de Asia, cualquier mujer podía perderse, sin despertar la menor curiosidad, en la enorme nave en la que se amontonan todos los harapos de París, donde hormiguean muchísimos vendedores ambulantes, donde chacharean centenares de revendedoras. Apenas acababan de ser

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encarcelados los dos presos preventivos, cuando ya Asia estaba haciéndose vestir en el interior de un pequeño entresuelo húmedo y bajo situado en una de esas horribles tiendas en las que se venden todos los retales robados por las modistas o por los sastres, y regentada por una vieja solterona llamada la Romette, porque su nombre de pila era Jéromette. La Romette era para las vendedoras de ropa lo mismo que las señoras La Ressource son para las mujeres que están en un aprieto: una usurera al ciento por ciento. —¡Hija mía! —dijo Asia—, me tienes que cambiar de pies a cabeza. Por lo menos tengo que ser una baronesa del faubourg Saint-Germain. Y hay que hacerlo a toda velocidad —añadió—, tengo los pies hirviendo. Tú ya sabes qué vestidos me van bien. Adelante con los maquillajes, y búscame unos encajes que sean un primor. Dame las chucherías más resplandecientes que tengas... Manda a la pequeña a buscar un coche de punto y que lo haga esperar en la puerta de atrás. —Sí, señora —dijo la vieja, con la sumisión y la solicitud propias de una sirvienta en presencia de su ama. Si hubiera habido algún testigo en aquélla casa, se habría dado cuenta de que la mujer que se ocultaba bajo el nombre de Asia se hallaba en su casa. —¡Me han ofrecido unos diamantes!... —dijo la Romette, mientras le hacía el tocado a Asia. —¿Son robados?... —Creo que sí... —Bien, pues sea cual sea la ganancia, hija mía, hay que prescindir de ellos. Durante algún tiempo tendremos que guardarnos muy bien de los curiosos. Asi se comprenderá que Asia pudiera hallarse en la sala de los Pasos Perdidos del Palacio de Justicia, con una citación en la mano, haciéndose guiar por los pasillos y escaleras que conducen hacia los jueces de instrucción y preguntando por el señor Camusot, aproximadamente un cuarto de hora antes de la llegada del juez. Asia no se parecía ya en nada a sí misma. Después de haberse quitado su maquillaje de anciana, como una actriz, y de haberse puesto colorete, se había envuelto la cabeza con una admirable peluca rubia. Ataviada exactamente como una dama del faubourg Saint-Germain que busca un perrito extraviado, parecía tener cuarenta años; se ocultaba el rostro bajo un magnífico velo de encaje negro. Su talle de cocinera era realzado por un corsé muy reforzado. Iba muy bien enguantada, su falda llevaba un ahuecador muy rígido y toda su persona desprendía un fuerte olor a perfume. Jugueteando con un bolso de montura de oro, repartía su interés entre las paredes del Palacio, en el cual era sin duda alguna la primera vez que entraba, y la correa de un hermoso king's dog. La población de traje

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negro de la sala de los Pasos Perdidos pronto advirtió la presencia de semejante viuda de calidad. Además de los abogados sin causa que barren esta sala con los bajos de sus togas y que mencionan a los grandes abogados por sus nombres de pila, como hacen los grandes aristócratas entre ellos, para hacer creer que pertenecen a la aristocracia de la Orden, se ven a menudo en ella a algunos pacientes jóvenes, a disposición de los abogados, que esperan a propósito de alguna causa retenida en final de lista, pero susceptible de ser litigada si los abogados de las causas retenidas al comienzo de lista se hicieran esperar. Resultaría curiosa una descripción de las diferencias entre cada una de las togas que se pasean por esta inmensa sala de tres en tres, a veces de cuatro en cuatro, dando lugar con sus charlas al amplio zumbido que resuena entre las paredes de esta sala de nombre tan adecuado, porque los pasos gastan a los abogados tanto como la prodigalidad de la palabra; una tal descripción, sin embargo, tendrá lugar en el estudio destinado a retratar a los abogados de París. Asia contaba ya con los paseantes del Palacio, se reía para sus adentros de algunas bromas que oía y acabó por atraer la atención de Massol, un joven pasante más absorbido por la Gazette des Tribunaux que por sus clientes, que se puso a disposición de una mujer tan bien perfumada y tan ricamente vestida. Asia adoptó una vocecita especial para explicar a este amable caballero que se presentaba a la citación de un juez llamado Camusot... —¡Ah, por el asunto Rubempré! ¡El proceso estaba ya bautizado! —¡Oh!, no se trata de mí, se trata de mi camarera, una muchacha apodada Europa, que he tenido durante veinticuatro horas y que ha huido al ver que mi lacayo me traía este papel sellado. Luego, como toda mujer de edad cuya vida transcurre en charlas junto al fuego, incitada por Massol, hizo muchos incisos y contó sus desgracias con su primer marido, uno de los tres directores de la caja territorial. Consultó al joven abogado acerca de si tenia que iniciar un proceso contra su yerno, el conde de Gross-Narp, que hacia muy infeliz a su hija, y si la ley le permitía disponer de su fortuna. Massol, pese a sus esfuerzos, no conseguía adivinar si la citación iba dirigida a la señora o a la criada. Al principio se había contentado con lanzar alguna mirada hacia aquel documento judicial cuyos ejemplares son bien conocidos, ya que, para facilitar los trámites, están impresos de tal modo que los escribanos de los jueces instructores no tienen más que rellenar los espacios en blanco destinados a poner los nombres y domicilio de los testigos, la hora de comparecencia, etc. Asia le hacía

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explicar al abogado cómo era el Palacio, que ella conocía mucho mejor que él; al final acabó preguntándole a que hora llegaba aquel señor Camusot. —Por regla general los jueces de instrucción empiezan sus interrogatorios hacia las diez. —Son las diez menos cuarto —dijo mirando un bonito pequeño reloj, auténtica obra maestra de joyería, que hizo pensar a Massol: "¡Hay que ver adonde va a parar la fortuna!..." En aquel momento Asia había llegado a la sala oscura que da al patio de la Conserjería y en la que están los ujieres. Al ver la taquilla a través de la ventana, exclamó: —¿Qué son estas enormes paredes? —Es la Conserjería. —¡Ah! Ésta es la Conserjería, donde nuestra pobre reina... ¡Oh, cuánto me gustaría ver su celda!... —Es imposible, señora baronesa —respondió el abogado, que llevaba a la viuda del brazo—; se necesita un permiso que es muy difícil de conseguir. —Me han dicho —repuso Asia— que Luis XVIII había grabado, en latín, la inscripción que se halla en la celda de María Antonieta. —Sí, señora baronesa. —Quisiera saber latín para entender las palabras de esta inscripción —replicó ella—. ¿Cree usted que el señor Camusot puede darme una autorización?... —No es de su incumbencia; pero puede acompañarla... —¿Y sus interrogatorios? —dijo ella. —¡Oh! —contestó Massol—, los preventivos pueden esperar. —¡Vaya, son preventivos, es cierto! —repuso ingenuamente Asia—. Yo conozco al señor de Grandville, su procurador general... Esta exclamación tuvo un efecto mágico sobre los ujieres y sobre el abogado. —¡Ah! Conoce usted al señor procurador general —dijo Massol, que tenía la intención de pedir el nombre y la dirección de la dienta que el azar le proporcionaba. —Lo veo a menudo en casa del señor de Sérizy, su amigo. La señora de Sérizy es parienta mía, por los Ronquerolles... —Si la señora quiere bajar a la Conserjería —dijo un ujier—, no tiene más que... —Sí —dijo Massol. Y los ujieres dejaron bajar al abogado y a la baronesa, que pronto se encontraron en el pequeño cuerpo de guardia al que desemboca la escalera de la Ratonera, local muy conocido de Asia y que constituye, como se ha

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visto ya, una especie de puesto de observación entre la Ratonera y la Cámara sexta, por el cual todo el mundo se ve obligado a pasar. —Pregunte a estos señores si ya ha llegado el señor Camusot —dijo ella, mirando a los gendarmes que jugaban a las cartas. —Sí, señora, acaba de subir de la Ratonera... —¡La Ratonera! —dijo—. ¿Qué es esto?... ¡Oh!, qué tonta soy, no haberme dirigido directamente al conde de Grandville... Pero ahora no tengo tiempo... Lléveme, caballero, a hablar con el señor Camusot antes de que esté ocupado. —¡Oh, señora! —dijo Massol—, tiene usted todo el tiempo que quiera para hablar con el señor Camusot. Si le hace llegar su tarjeta de visita, le ahorrará a usted la molestia de estar esperando en la antesala con los demás testigos... En el Palacio de Justicia se tienen muchas atenciones hacia las mujeres como usted... Tiene usted tarjetas... En aquel momento Asia y su abogado se hallaban precisamente ante la ventana del cuerpo de guardia, desde la cual los gendarmes pueden ver el movimiento del rastrillo de la Conserjería. Los gendarmes, educados según el respeto que se debe a las viudas y huérfanos, sabían además cuáles eran las prerrogativas de la toga, y por esto toleraron durante algunos instantes la presencia de una baronesa acompañada por un abogado. Asia dejaba que el joven abogado le contara todo lo que puede contar de espantoso un joven abogado acerca del rastrillo. La mujer se negaba a creer que afeitaran a los condenados a muerte tras las rejas que le mostraban; pero el sargento se lo confirmó. —¡Cuánto me gustaría ver esto!... —dijo. Se quedó allí, coqueteando con el sargento y con su abogado, hasta que vio a Jacques Collin, sostenido por dos gendarmes y precedido por el ujier del señor Camusot, que salía del rastrillo. —¡Ah! Aquí está el capellán de la prisión, que seguramente acaba de confesar a algún desdichado... —No, no, señora baronesa —contestó el gendarme—. Es un preso preventivo que va a la instrucción. —¿Y de qué le acusan? —Está implicado en este asunto de envenenamiento. —¡Oh! Me gustaría mucho verlo... —No se puede quedar usted aquí —dijo el sargento—, porque está incomunicado y tiene que atravesar este cuerpo de guardia. Mire, señora, esta puerta da a la escalera... —Gracias, señor oficial —dijo la baronesa, dirigiéndose hacia la puerta para precipitarse a la escalera, donde exclamó—: Pero, ¿dónde estoy?

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Su estentórea exclamación llegó a oídos de Jacques Collin, a quien quería advertir de esta manera de su presencia. El sargento se dirigió corriendo hacia la señora baronesa, la cogió por la cintura y la depositó como una pluma en medio de cinco gendarmes que se habían erguido como un solo hombre; porque en este cuerpo de guardia se desconfía de todo. Era una arbitrariedad, pero una arbitrariedad necesaria. El propio abogado había exclamado por dos veces consecutivas: "¡Señora! ¡Señora!", lleno de espanto, pues temía mucho comprometerse. El padre Carlos Herrera, casi desmayado, se dejó caer en Una silla en el cuerpo de guardia. —¡Pobre hombre! —dijo la baronesa—. ¿Es de verdad culpable? Estas palabras, aunque fueron emitidas al oído del joven abogado, fueron oídas por todo el mundo, porque en aquel horrible cuerpo de guardia reinaba un silencio mortal. Algunas personas privilegiadas consiguen a veces permiso para ver a criminales célebres a su paso por este cuerpo de guardia, de modo que ni el ujier ni los gendarmes encargados de conducir al padre Carlos Herrera hicieron observación alguna. Por otra parte, gracias a la solicitud del sargento que había agarrado a la baronesa para impedir toda comunicación entre el preso incomunicado y los forasteros, quedaba entre ellos un espacio tranquilizador. —¡Vamos! —dijo Jacques Collin, haciendo un esfuerzo para levantarse. En aquel mismo instante la bolita cayó de su manga, y la baronesa, cuyos ojos quedaban disimulados por el velo, advirtió el lugar en el que se había detenido. Debido a que era húmeda y grasienta, la bolita no llegó a rodar: todos estos detalles, en apariencia indiferentes, habían sido calculados por Jacques Collin para lograr un éxito completo. Cuando el preso fue conducido a la parte superior de la escalera, Asia dejó caer su bolso con toda naturalidad y lo recogió ágilmente; pero al agacharse había cogido la bola que, debido a que su color coincidía con el color de polvo y barro del suelo, pasaba inadvertida a los ojos de los demás. —¡Ay! —dijo—, me ha oprimido el corazón... está agonizando... —O lo aparenta —replicó el sargento. —Caballero —dijo Asia al abogado—, lléveme en seguida al despacho del señor Camusot; vengo por este asunto... y quizá le sea de alguna utilidad verme a mí antes de interrogar a este pobre sacerdote... El abogado y la baronesa abandonaron el cuerpo de guardia, con sus paredes oleaginosas y fuliginosas; pero cuando estuvieron en lo alto de la escalera, Asia, inesperadamente, exclamó: —¿Y mi perrito?... ¡Oh, caballero, mi pobre perrito!

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Y se abalanzó como una loca hacia la sala de los Pasos Perdidos, preguntando por su perro a todo el mundo. Alcanzó la galería del fondo y se precipitó hacia una escalera, diciendo: —¡Aquí está!... Aquella escalera era la que conducía al patio de Harlay, por el cual, una vez representada la pantomima, Asia se metió en un coche de punto de los que tienen la parada en el muelle de los Orfévres, y desapareció con la citación enviada a Europa, cuyos verdaderos nombres eran aún desconocidos por la policía y por la justicia. —¡Calle Neuve-Saint-Marc! —gritó al cochero. Asia podía contar con la discreción inquebrantable de una vendedora de vestidos llamada señora Rorro, conocida también por el nombre de señora Saint-Estève, que no sólo le Prestaba su identidad, sino también su tienda, que era el lugar donde Nucingen había contratado la entrega de Esther. Asia estaba allí como en su casa, puesto que ocupaba una habitación en el alojamiento de la señora Rorro. Pagó el coche y subió a su habitación, tras haber saludado a la señora Rorro dándole a entender que no tenía tiempo de cambiar ni siquiera dos palabras. Una vez lejos de toda acechanza, Asia se puso a desdoblar los papeles con el cuidado que ponen los sabios para desdoblar los palimpsestos. Tras haber leído las instrucciones, juzgó necesario transcribir sobre papel de escribir las líneas destinadas a Lucien; luego bajó a la vivienda de la señora Rorro, a la que hizo hablar mientras una empleada de la tienda iba en busca de un coche de punto al bulevar de los Italianos. Asia consiguió así las direcciones de la duquesa de Maufrigneuse y de la señora de Sérizy, que la señora Rorro conocía gracias a sus relaciones con la servidumbre de una y otra. Estos viajes y estas minuciosas tareas duraron más de dos horas. La señora duquesa de Maufrigneuse, que vivía en la parte alta del Faubourg Saint-Honoré, hizo esperar a la señora de Saint-Estève una hora, pese a que su camarera le había entregado a través de la puerta de su tocador, después de llamar, una tarjeta de la señora Saint-Estève en la que Asia había puesto: "El propósito de la visita es una gestión urgente relativa a Lucien." A la primera mirada que dirigió al rostro de la duquesa, Asia comprendió cuán intempestiva era su visita; por eso pidió excusas por haber turbado el reposo de la señora duquesa a causa del peligro en que se hallaba Lucien... —¿Quién es usted?... —preguntó la duquesa sin la menor fórmula de cortesía, mirando a Asia de arriba abajo, que bien podía ser confundida con una baronesa por el abogado Massol en la sala de los Pasos Perdidos, pero

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que pisando las alfombras del saloncito de la casa de Cadignan daba la misma sensación que una mancha de aceite negruzco sobre un vestido de raso blanco. —Soy una vendedora de vestidos, señora duquesa; porque en circunstancias como ésta se acude a mujeres cuya pro« fesión descansa en una discreción absoluta. Jamás he traicionado a nadie, y Dios sabe cuántas grandes señoras han depositado en mis manos sus diamantes por un mes, pidiéndome alhajas falsas absolutamente iguales que las suyas... —¿Tiene usted otro nombre? —dijo la duquesa, sonriendo por un recuerdo que suscitaba en su mente aquella respuesta. —Sí, señora duquesa; soy la señora Saint-Estève en las grandes circunstancias, pero en el trato cotidiano me llamo señora Rorro. —Bueno, bueno... —respondió con viveza la duquesa, cambiando de tono. —Puedo prestar servicios muy importantes —prosiguió diciendo Asia—, porque nosotras poseemos tanto los secretos de los maridos como los de la esposas. He hecho muchos negocios con el señor De Marsay, a quien la señora duquesa... —¡Basta, basta!... —exclamó la duquesa—. Vayamos a por lo de Lucien. —Si la señora duquesa quiere salvarlo, tendría que tener el valor de no perder tiempo en vestirse; por otra parte, la señora duquesa difícilmente podría estar más hermosa que en estos momentos, Está usted guapa a rabiar, ¡palabra de vieja que entiende de esto! En fin, señora, no mande que le preparen el coche: véngase en mi coche de punto... Vamos a casa de la señora de Sérizy si quiere evitar desgracias mayores que la simple muerte de este querubín... —¡Vamos, la sigo! —dijo entonces la duquesa, tras unos instantes de duda—. Entre las dos infundiremos ánimo a Léontine... Pese a la actividad verdaderamente infernal de aquella 5°.rine del presidio, tocaban las dos cuando entraba con la; duquesa de Maufrigneuse en casa de la señora de Sérizy, que vivía en la calle de la Chaussée-d'Antin. Pero allí, gracias a la duquesa, no se perdió ni un instante. Ambas fueron introducidas junto a la condesa, a quien encontraron acostada en un diván, dentro de un chalet en miniatura situado en el centro del jardín lleno de la fragancia de las flores más exóticas... Está bien —dijo Asia, mirando a su alrededor—; nadie podrá escucharnos. -¡Ay, querida, me muero! A ver, Diane, ¿qué has hecho.... —exclamó la condesa, que dio un salto de corza y cogió a la duquesa por los hombros, estallando en sollozos.

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—Vamos, Léontine, hay ocasiones en que las mujeres como nosotras no deben llorar, sino actuar —dijo la duquesa, obligando a la condesa a sentarse junto a ella sobre el canapé. Asia examinó a la condesa con esa mirada peculiar de las viejas muy bregadas que se deslizan sobre el alma de una mu—, jer con la rapidez del bisturí de un cirujano curando una llaga. La compañera de Jacques Cozin descubrió entonces los rastros del menos frecuente de todos los sentimientos que abrigan las mujeres de mundo: ¡el dolor auténtico!... Este dolor que deja surcos imborrables en los corazones y en los rostros. No había la menor coquetería en su vestir. La condesa contaba entonces cuarenta y cinco primaveras, y su bata de muselina estampada y arrugada dejaba entrever su corpino sin ningún aderezo, y sin siquiera corsé. Sus ojos rodeados de profundas orejas y sus mejillas veteadas atestiguaban un llanto amargo. No llevaba cinturón en la bata. Los bordados de la falda de debajo y de la camisa estaban ajados. Los cabellos, recogidos bajo un gorro de encaje y sin haber sido peinados desde hacía veinticuatro horas, mostraban en toda su pobreza una corta y delgada trenza y algunos mechones rizados. Léontine se había olvidado de ponerse sus falsas trenzas. —Usted ama por primera vez en su vida... —le dijo Asia en tono sentencioso. Léontine advirtió entonces a Asia e hizo un gesto d espanto. —¿Quién es, querida Diane? —dijo a la duquesa d Maufrigneuse. —¿A quién quieres que te traiga, que no sea una mujo leal a Lucien y dispuesta a servirnos? Asia había adivinado la verdad. La señora de Sérizy, que era considerada como una de las mujeres de mundo más frí volas, había sentido por el marqués de Aiglemont un afect que duró diez años. Desde la partida del marqués hacia colonias, se había vuelto loca por Lucien, y lo había separ do de la duquesa de Maufrigneuse, sin saber —nadie en París lo sabía, por otra parte— el amor de Lucien por Esther. Entre la gente de mundo un afecto comprobado es más comprometedor para la reputación de una mujer que diez aventuras secretas, y con mayor razón dos afectos— seguidos. Sin embargo, como nadie contaba con la señora de Sérizy, el historiador no podría garantizar su virtud doblemente desportillada. Era una rubia de altura media, conservada como una rubia de las que se conservan, es decir, con el aspecto de tenar unos treinta años, delgada sin exageración, de piel blanca y pelo ceniciento; sus pies, sus manos y su cuerpo tenían una finura aristocrática; tenía el ingenio de una Ronquerolles, y era, por consiguiente, tan mala para las mujeres como buena para con los hombres. Gracias a su gran fortuna, a la elevada

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posición de su marido y a la de su hermano el marqués de Ronquerolles, siempre se había visto preservada de los sinsabores que hubieran afectado a cualquier otra mujer. Tenía un gran mérito: era franca en su depravación, confesaba su culto por las costumbres de la Regencia. Pero a la edad de cuarenta y dos años, esta mujer, para la que los hombres habían sido hasta aquel momento unos agradables juguetes a los que, extrañamente, había entregado mucho porque no veía en el amor más que la necesidad de soportar ciertos sacrificios para dominarles mejor, había sido arrebatada, al ver a Lucien, por un amor semejante al del barón de Nucingen por Esther. Entonces había amado por primera vez en su vida, como acababa de decirle Asia. Tales trastrueques de juventud son más frecuentes de lo que se cree entre las parisienses, entre las mujeres de alcurnia, y son motivo de caídas inexplicables en algunas mujeres virtuosas en d momento en que alcanzan los cuarenta. La duquesa de Maufrigneuse era la única confidente de aquella pasión terrible y absoluta, cuyos placeres, desde las sensaciones juveniles del amor primerizo hasta las desaforadas locuras de la voluptuosidad, enloquecían a Léontine y la volvían insaciable. El auténtico amor, como es sabido, es implacable. Al descubrimiento de Esther había seguido una de esas rupturas coléricas que en las mujeres puede llevar hasta el borde del sesmato; luego había llegado el período de cobardía al que amor sincero se abandona con deleite. Desde hacía un mes, a condesa habría dado diez años de su vida para volver a Lucien durante ocho días. Había llegado por último a aceptar la rivalidad de Esther en el momento en que, en medio de semejante paroxismo de ternura, había resonado, como una trompeta del juicio final, la noticia de la detención del ser querido. La condesa había estado a punto de morir, y su raa" rido la había depositado él mismo sobre su cama por temor a las revelaciones que podía provocarle el delirio; desde hacíal veinticuatro horas, vivía con un puñal en el corazón. En medio de su calentura, decía a su marido: —¡Libera a Lucien y no viviré más que para ti! —No se trata de poner ojos de buey degollado, como dice la señora duquesa —exclamó la terrible Asia, cogiendo a la condesa por el brazo y sacudiéndola—. Si quiere usted salvaríe, no hay un minuto que perder. Es inocente, ¡lo juro porl los huesos de mi madre! —¡Oh, sí! ¿Verdad que sí?... —exclamó la condesa, mirando bondadosamente a la espantosa comadre. —Pero si el señor Camusot le interroga mal —prosiguió diciendo Asia—, con un par de frases puede hacer de él uní culpable; si tiene usted el poder de hacer que le abran las! puertas de la Conserjería y de hablar con él, vaya inmediatamente y entregúele este papel... Mañana estará libre, se lol

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aseguro... Sáquelo de allí, puesto que en definitiva es usted! misma quien le ha metido... —¿Yo?... —¡Sí, usted!... Ustedes las grandes señoras nunca tienen un céntimo, aun cuando se ahoguen en millones. Cuando yol me daba el lujo de tener chiquillos, sabía que iban a tener loa bolsillos rebosantes de dinero. ¡Cuánto disfrutaba de su felicidad! ¡Es tan hermoso ser a la vez madre y amante! Vosotras dejáis que se mueran de hambre las personas a quienes queréis sin preguntar por sus asuntos. Esther, en cambio, no hacía aspavientos, sino que a costa de la perdición de su cuerpo y de su alma entregó el millón que pedían a Lucien, y esto es lo que le ha llevado a la situación en que sel encuentra... —¡Pobre muchacha! ¿Con qué hizo esto? ¡La quiero!.. —dijo Léontine. —¡Ah, ahora! —dijo Asia con una ironía glacial. —Era muy hermosa, pero ahora, ángel mío, tú eres mucho más guapa que ella... y el casamiento de Lucien con Clotilde está tan definitivamente roto que ya nada puede remendarlo —dijo en voz muy baja la duquesa de Léontine. El efecto que tuvo esta consideración sobre el ánimo de la condesa fue tal, que dejó de sufrir; se pasó las manos por la frente y se sintió rejuvenecida. —Vamos, hija mía, arriba ese ánimo, y ¡a moverse!... —dijo Asia, advirtiendo aquella mutación y comprendiendo sus motivos. —Si lo primero es impedir que el señor Camusot interrogue a Lucien —dijo la señora de Maufrigneuse—, podemos conseguirlo mandándole una nota, que le podemos enviar al Palacio a través de alguno de sus criados, Léontine. —Vayamos a mi casa —dijo la señora de Sérizy. He aquí lo que estaba ocurriendo en el palacio mientras que las protectoras de Lucien obedecían al plan trazado por Jacques Collin. Los gendarmes llevaron al moribundo hasta una silla situada frente a la ventana del despacho del señor Camusot, el cual estaba sentado en su butaca delante de su escritorio. Coquart, con la pluma en la mano, se sentaba a una pequeña mesa a pocos pasos del juez. La disposición de los despachos de los jueces de instrucción no es indiferente, y, si no es fruto de la intención, hay que confesar en tal caso que el Azar está concorde con la Justicia. Estos magistrados son como pintores, necesitan una luz septentrional, uniforme y pura, porque el rostro de sus criminales es como un cuadro que hay que examinar con atención vigilante. Por eso casi todos los jueces de instrucción disponen sus despachos tal como estaba dispuesto el de Camusot, de manera que ellos estén de

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espalda a la luz y, por consiguiente, que el rostro de los interrogados quede bien expuesto a ella. No hay uno solo que, al cabo de seis meses de ejercicio, no deje de adoptar un aire distraído e indiferente, si es que no lleva gafas, en el curso del interrogatorio. Fue un cambio brusco de expresión observado de esta manera y mojado por una pregunta hecha a quemarropa lo que permitió descubrir el crimen cometido por Castaing en los momentos en que, tras una larga deliberación con el procurador general, el juez iba a dejar en libertad a este criminal por falta de pruebas. Este insignificante detalle basta para hacer comprender a cualquiera cuán viva, interesante, dramática, apasionante y terrible es la lucha que se libra en la instrucción de un caso criminal, lucha sin testigos, pero de la que siempre queda constancia. Dios sabe lo que queda registrado en el papel de la más glacialmente ardiente de esas escenas, en las que las miradas, el acento, un estremecimiento de los músculos faciales o la más ligera pincelada de rubor provocada por algún sentimiento, todo, en suma, entraña un peligro, como entre salvajes que se observan mutuamente, dispuestos a agredir y a matar. El atestado, pues, no constituye más que el residuo de cenizas de un incendio. —¿Cuáles son sus verdaderos nombres? —preguntó Camusot a Jacques Collin. —Don Carlos Herrera, canónigo del cabildo real de Toledo, enviado secreto de Su Majestad Fernando VII. Hay que hacer notar aquí que Jacques Collin hablaba el francés muy incorrectamente y con un marcado acento español, chapurreando de tal manera que sus respuestas resultaban casi ininteligibles y tenía que repetirlas a instancias de sus auditores. Los germanismos del señor de Nucingen han salpicado ya bástante esta obra para que ahora reproduzcamos otras frases de difícil lectura que entorpecerían la maM cha hacia el desenlace. —¿Tiene usted documentos que certifiquen los cargos que ha mencionado usted? —preguntó el juez. —Sí, señor; un pasaporte, y una carta de Su Católica Majestad por la que se autoriza mi misión... Además, ahori mismo puede usted mandar a la embajada española una nota que voy a escribir delante de usted, y en seguida me recial marán. Luego, si necesita otras pruebas, puedo escribir a SI Eminencia el Primado de Francia, que enviaría en seguida visitarme a su secretario particular. —¿Pretende seguir estando agonizante? —dijo CamUl sot—. Si de verdad hubiera usted experimentado los dol<« res de los que se ha estado quejando desde que fue arrestada debería estar ya muerto —repuso el juez con ironía.

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—¡Está usted haciendo el proceso del valor de un inocente y de la fuerza de su temperamento! —contestó con dulzura el preso. —¡Coquart, toque el timbre! Mande venir al médico de la Conserjería y a un enfermero. Vamos a vernos obligados a quitarle la levita para proceder a la verificación de la señal que lleva en la espalda... —repuso Camusot. —Caballero, estoy en sus manos. El detenido preguntó si el juez tendría la bondad de explicarle qué era aquella señal y por qué razón tendría que llevarla en la espalda. El juez esperaba aquella pregunta. —Se tiene la sospecha de que es usted Jacques Collin, presidiario evadido, cuya audacia no retrocede delante de nada, ni siquiera delante del sacrilegio... —dijo con viveza el juez, fijando su mirada en los ojos del preso. Jacques Collin no se estremeció ni se sonrojó; se quedó tranquiló y adoptó un aire de ingenua curiosidad mirando a Camusot. —¿Yo, caballero, un presidiario?... ¡Qué la orden a la que pertenezco y Dios le perdonen tamaña equivocación! Dígame qué tengo que hacer para que no siga usted manteniendo una injuria tan grave contra el derecho de gentes, contra la Iglesia y contra el rey mi señor. El juez explicó, sin contestar al detenido, que si había sido marcado con el hierro, tal como solía hacerse entonces con los reos de trabajos forzados, golpeándole la espalda la marca reaparecería en seguida. —¡Ah, señor! —dijo Jacques Collin—, sería muy triste que mi entrega a la causa del rey me resultara ahora funesta. —Expliqúese —dijo el juez—, está aquí para eso. Quiero decir, caballero, que debo tener muchas cicatrices en la espalda, puesto que, por haber permanecido fiel a mi monarca, fui fusilado por la espalda, como traidor a mi país, P°r los constitucionales, que me dejaron por muerto. " ¿Qué fue usted fusilado y sigue con vida?... —dijo Camusot. Contaba con la complicidad de algunos soldados que habían recibido dinero de ciertas personas piadosas, y me colocaron tan lejos que sólo recibí en la espalda algunos proyectiles casi muertos, ya que los soldados apuntaban a la espalda. Se trata de un hecho que Su Excelencia el señor embajador podrá ratificarle. "Este diablo de hombre tiene respuesta para todo. Mejor que mejor", se decía a sí mismo Camusot, cuya aparente severidad sólo estaba destinada a satisfacer las exigencias de la Justicia y de la Policía. —¡Cómo un hombre de su condición fue a parar a casa de la amante del barón de Nucingen, y vaya una amante, una antigua cortesana!... —He aquí por qué me encontraron en la casa de una cortesana, caballero —contestó Jacques Collin—. Pero antes de decirle el motivo que me llevaba

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allí, tengo que hacerle notar que en cuanto pisé el primer escalón sentí como me invadía súbitamente la enfermedad, de modo que no tuve ocasión de hablar con la muchacha. Había llegado a mis oídos el propósito que abrigaba la señorita Esther de suicidarse, y como estaban en juego los intereses del joven Lucien de Rubempré, por quien siento un particular afecto cuyos motivos son sagrados, me disponía a apartar a la pobre criatura de la! senda por la que le encaminaba la desesperación: quería decirle que Lucien iba a fracasar en su último intento cerca de la señorita Clotilde; y comunicándole que heredaba siete millones, esperaba hacerle recuperar los deseos de vivir. Tengo la certidumbre, señor, juez, de haber sido víctima de los secretos que se me confiaron. Por la manera súbita con que me sentí fulminado, creo que aquella misma mañana me habían envenenado; afortunadamente, mi vigor corporal me salvó. Sé que desde hace tiempo me persigue un agente de la policía política, tratando de implicarme en algún asunto sucio. Si en el momento de mi detención se hubiera hecho caso de mi petición y se hubiera mandado llamar a algún médico, tendría usted la prueba de lo que le estoy diciendo acerca de mi efl tado de salud. Créame, señor, hay ciertas personas, que están más arriba de nosotros, que tienen gran interés por confundirme con algún sirvergüenza para tener un pretexto y li brarse de mí. Cuando se está al servicio de un rey, no todo gloria; sólo la Iglesia es perfecta. Es imposible reflejar con palabras el juego de la fisonomía de Jacques Collin, que tardó intencionadamente diez minutos en soltar esta parrafada, muy pausadamente; todo era tan verosímil, sobre todo la alusión a Corentin, que el juez quedó impresionado. —Puede usted facilitarme los motivos de su afecto hacia el señor Lucien de Rubempré... —¿No los adivina usted? Tengo sesenta años, caballero... Se lo suplico, no escriba esto... Es... ¿hace falta que lo diga? —En interés de usted, y sobre todo de Lucien de Rubempré, es mejor que lo diga todo —respondió el juez. —Pues, se trata de... ¡oh, Dios mío!... ¡de mi hijo! —añadió en un murmullo. Y se desvaneció. —No escriba esto, Coquart —dijo Camusot en voz muy baja. Coquart se levantó para ir a buscar un frasquito de sales. "¡Si es Jacques Collin, es un actor prodigioso!", pensaba Camusot. Coquart hizo aspirar las sales al viejo recluso, a quien el juez examinaba con una agudeza de lince y de magistrado a vez. —Hay que hacerle quitar la peluca —dijo Camusot, esperando que Jacques Collin recobrara el sentido.

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El viejo presidiario oyó esta frase y se estremeció de miedo, porque sabía el horrible aspecto que tomaba entonces su fisonomía. —Si usted no tiene fuerza para quitarse la peluca... Sí, Coquart, quítesela usted —dijo el juez a su escribano. Jacques Collin inclinó la cabeza hacia el escribano con admirable resignación, pero al ser despojada su cabeza de aquel tocado, quedó al descubierto su verdadero aspecto, que producía espanto. Aquella visión sumió a Camusot en una profunda incertidumbre. En espera del médico y del enfermero, se puso a clasificar y a examinar todos los papeles y objetos recogidos en el domicilio de Lucien. Después de haber actuado en la calle Saint-Georges, en casa de la señorita Esther, la justicia había bajado al muelle Malaquais para proceder a un registro. —Tiene usted en sus manos las cartas de la señora condesa de Sérizy —dijo Carlos Herrera—; pero no me explico por qué tiene usted casi todos los papeles de Lucien —añadió con una sonrisa fulminante de ironía para el juez. Camusot, captando aquella sonrisa, comprendió el alcance de la palabra casi. —Lucien de Rubempré, presunto cómplice suyo, está detenido —contestó, con el propósito de mirar qué efecto produciría aquella noticia en su detenido. —rHan cometido otra gran desgracia, porque es tan inocente como yo —contestó el falso español sin mostrar la menor emoción. —Ya veremos; por ahora estamos todavía con la identificación de usted —repuso Camusot, sorprendido por la tranquilidad del detenido—. Si usted es realmente don Carlos Herrera, esto cambiará inmediatamente la situación de Lucien Chardon. —Sí, fue con la señora Chardon, ¡la señorita de Rubempré! —dijo Carlos, murmurando—. ¡Ah, fue uno de los mayores pecados de mi vida! Alzó la mirada al cielo y, por la manera como movió los labios, pareció recitar una fervorosa plegaria. —En cambio, si es usted Jacques Collin, si él ha sido conscientemente cómplice de un presidiario evadido y de un sacrilego, todos los crímenes de los que la justicia tiene sospechas se hacen más que probables. Carlos Herrera se mantuvo inmóvil como una estatua al oír esta frase pronunciada con gran habilidad por el juez, y como única respuesta a aquellas palabras, conscientemente, presidiario evadido, alzó las manos con un noble ademán de dolor.

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—Reverendo padre —añadió el juez con una cortesía desbordante—, si es usted don Carlos Herrera, espero que sabrá perdonarnos todo cuanto nos estamos viendo obligados a hacer en interés de la justicia y de la verdad... Jacques Collin adivinó la trampa que se encerraba en las palabras de reverendo padre en cuanto advirtió el tono de la voz del juez, y guardó la misma compostura que antes. Camusot esperaba algún gesto de alegría, que habría constituido un primer indicio de la condición de presidiario del interrogado, debido a la satisfacción inefable que produce en el criminal el hecho de haber engañado al juez; pero chocó con un héroe de la reclusión provisto de las armas del más maquiavélico de los disimulos. —Soy diplomático y pertenezco a una Orden en la que se hacen votos muy austeros —respondió Jacques Collin con una dulzura apostólica—; lo comprendo todo y estoy acostumbrado al sufrimiento. Ya estaría en libertad si hubieran descubierto en mi casa el escondite donde están mis papeles, porque veo que no se llevaron más que documentos insignificantes... Fue un golpe de gracia para Camusot; Jacques Collin, con su soltura y su sencillez, había contrarrestado ya todas las sospechas provocadas por la visión de su cabeza. —¿Dónde están esos papeles?... —Le diré el lugar si me garantiza que su delegado irá acompañado por un secretario de legación de la embajada de España, que los recogerá y ante el cual usted responderá, porque se trata de mi estado, de documentos diplomáticos y de secretos comprometedores para el difunto rey Luis XVIII. ¡Ah, caballero! Más valdría... Pero, en fin, es usted magistrado... Además, el embajador a quien me remito para todo este asunto, ya juzgará. En aquel mismo momento entraron el médico y el enfermero, tras haber sido anunciados por el ujier. —Buenos días, señor Lebrun —dijo Camusot al médico—; le requiero para que compruebe el estado en que se halla el preso preventivo aquí presente. Dice que ha sido envenenado y pretende estar a punto de morir desde anteayer; dígame si tiene algún peligro que lo desnudemos para verificar la existencia de la marca... El doctor Lebrun tomó la mano de Jacques Collin, le tomó el pulso, le hizo enseñar la lengua y le examinó con mucha atención. Este examen duró aproximadamente diez minutos. —El detenido ha sufrido mucho —contestó el médico—, pero en estos momentos goza de una fuerza extraordinaria... —Esta energía aparente se debe, caballero, a la excitación —contestó Jacques Collin con la dignidad de un obispo. —Es posible —dijo el señor Lebrun.

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A una señal del juez, el detenido fue despojado de su ropa; se lo quitaron todo, incluso la camisa, y le dejaron únicamente los pantalones; los presentes pudieron admirar entonces un torso velludo de un vigor ciclópeo. Era como el Hércules Farnesio de Nápoles, sin su colosal exageración. —¿Cuál es el destino que marca la naturaleza para hombres de esta constitución?... —dijo el médico a Camusot. El ujier volvió con uno de esos mazos de ébano que, desde tiempo inmemorial, constituyen la insignia de su función y que se llama verga; dio varios golpes en el lugar donde el verdugo había marcado la inscripción fatal. Entonces se echaron de ver diecisiete agujeros, repartidos caprichosamente; pero pese al cuidado con que examinaron la espalda, no descubrieron ninguna forma de letra. Sólo el ujier hizo notar que el palo de la T era indicado por dos agujeros cuya distancia era la misma que la que había entre las dos rayitas terminales del palo, y que otro orificio señalaba el extremo inferior del trazo vertical de la letra. —No obstante, es muy vago —dijo Camusot, viendo que la duda se dibujaba en el rostro del médico de la Conserjería. Carlos pidió que le hicieran la misma operación al otro lado y en el centro de la espalda. Aparecieron entonces aproximadamente otras quince cicatrices, que el doctor observó a instancias del español, y declaró que la espalda había sido tan profundamente afectada por las llagas que la señal no podría reaparecer aunque hubiera sido efectivamente marcado con el hierro. En aquel momento entró un mozo de la prefectura de policía, entregó un pliego al señor Camusot y pidió la respuesta. Tras haberlo leído, el magistrado fue a hablar a Coquart, pero le habló tan al oído que nadie pudo oír nada. Sólo Jacques Collin, por una mirada de Camusot, adivinó que acababan de transmitirle de la prefectura de policía una información sobre él. "Sigo teniendo al amigo de Peyrade tras mis huellas —pensó Jacques Collin—; si supiera quién es, me libraría de él como hice con Contenson. ¿Podré ver alguna otra vez a Asia?..." Después de firmar el papel escrito por Coquart, el juez lo metió en un sobre y lo dio al mozo de las Delegaciones. La oficina de las Delegaciones es un auxiliar indispensable de la Justicia. Esta oficina, presidida por un comisario de policía ad hoc, está compuesta por un equipo de oficiales de paz que ejecutan, con la ayuda de los comisarios de policía de cada sector, las órdenes de registro e incluso de arresto cerca de las personas sospechosas de complicidad en los crímenes o en los delitos. Estos delegados de la autoridad judicial ahorran un tiempo precioso a los magistrados encargados de la instrucción de los procesos.

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El señor Lebrun y el enfermero se retiraron, así como el ujier, tras haber vestido al detenido por indicación del juez. Camusot se sentó a su despacho y se puso a jugar con su pluma. —Usted tiene una tía —dijo bruscamente Camusot a Jacques Collin. —¡Una tía! —respondió con sorpresa don Carlos Herrera—. Pero, caballero, si no tengo ningún familiar, soy un hijo no reconocido del difunto duque de Osuna. Mientras tanto, en su fuero interno decía: ¡Están quemándose!, aludiendo al juego del escondite, imagen por cierto muy infantil de la terrible lucha que se estaba librando entre la justicia y el criminal. —¡Bah! —dijo Camusot—. Vamos, todavía vive su tía, la señorita Jacqueline Collin, a quien colocó usted con el extraño nombre de Asia al servicio de la señorita Esther. Jacques Collin hizo un despreocupado movimiento de hombros que estaba perfectamente en armonía con el aire de curiosidad con el que acogía las palabras del juez, que le estaba examinando con una atención maliciosa. —Vaya con cuidado —repuso Camusot—. Escúcheme bien. —Le escucho, caballero. —Su tía es vendedora en el Temple; su tienda está bajo la dirección de una tal señorita Paccard, hermana de un presidiario, muy honrada, por otra parte, a la que llaman la Romette. La justicia está tras las huellas de su tía y dentro de unas pocas horas tendremos pruebas definitivas. Esta mujer le es muy fiel... —Continúe, señor juez —dijo tranquilamente Jacques Collin como respuesta a una pausa de Camusot—, le estoy escuchando. —Su tía, que cuenta aproximadamente cinco años más que usted, fue la amante de Marat, de indigna memoria. De esta fuente ensangrentada proviene el núcleo de la fortuna que posee... Según los informes que recibo, es una encubridora muy hábil, puesto que aún no se han reunido pruebas contra ella. Después de muerto Marat, parece que perteneció, según los informes que tengo entre mis manos, a un químico que fue condenado a muerte en el año XII por delito de falsificación de moneda. Ella compareció como testigo en el proceso. En compañía de aquel hombre debió de adquirir ciertos conocimientos de toxicología. Ha tenido una tienda de ropa desde el año XII hasta 1810. Ha estado dos años en la cárcel, en 1812 y en 1816, por perversión de menores... Usted ya estaba condenado por falsificación, había dejado ya de trabajar en el banco donde su tía le había colocado como empleado, gracias a la educación recibida y a las protecciones de las que gozaba su tía por parte de los personajes que recibían de ella a las víctimas de su depravación... Todo esto, señor detenido, se parece muy poco a la

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grandeza de los duques de Osuna... ¿Persiste usted en sus declaraciones?... Jacques Collin escuchaba al señor Camusot pensando en su infancia feliz en el Colegio de los oratorianos, de donde había salido, y esta meditación le daba un aspecto de auténtica sorpresa. Pese a la habilidad de su interrogatorio, Camusot no consiguió provocar ni un solo gesto de extrañeza en aquella plácida fisonomía. —Si ha recogido fielmente la explicación que le he dado al comienzo, puede usted releerla —contestó Jacques Co llin—; yo no puedo cambiarla... Yo no había ido a casa de la cortesana; ¿cómo iba a saber, pues, a quién tenía de cocinera? Soy totalmente ajeno a las personas de las que usted me habla. —Vamos a proceder, a pesar de sus denegaciones, a ciertas confrontaciones que pueden debilitar su aplomo.

—Un hombre fusilado ya una vez está acostumbrado a t0¿0 —contestó Jacques Collin con dulzura. Camusot volvió a examinar los documentos esperando el regreso del jefe de la policía de seguridad, que llegó con gran prontitud, puesto que eran las once y media —el interrogatorio había comenzado hacia las diez y media— cuando el ujier fue a anunciar al juez en voz baja la llegada de Bibi-Lupin. —¡Que entre! —contestó el señor Camusot. Al entrar, Bibi-Lupin, de quien se esperaba un rotundo "¡Es él!", quedó sorprendido. No reconocía el rostro de su antiguo conocido en una cara acribillada por la viruela. Esta duda chocó al juez. —Su altura y su corpulencia son las mismas —dijo el agente—. ¡Ah, eres tú, Jacques Collin! —añadió, examinándole los ojos, la frente, las orejas—. Hay cosas que no pueden ocultarse... Es él, sin ninguna duda, señor Camusot... Jacques tiene una cicatriz, de una cuchillada, en el brazo izquierdo; hágale sacarse la levita y la verá... Jacques Collin se vio obligado a quitarse la levita otra vez; Bibi-Lupin le arremangó la manga de la camisa y mostró la mencionada cicatriz. —Es una bala —respondió Carlos Herrera—; aquí tengo muchas otras cicatrices. —¡Ah, la voz es exactamente la suya! —exclamó Bibi-Lupin. —Su certidumbre —dijo el juez— es un mero dato, no es ninguna prueba. Ya lo sé —respondió humildemente Bibi-Lupin—; pero le encontraré varios testigos. Aquí está ya una de las pensionistas de la casa Vauquer... —dijo mirando a Collin. La placidez que exhibía Collin no se inmutó.

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—Hagan entrar a esta persona —dijo perentoriamente el señor Camusot, dejando traslucir su descontento pese a su aparente indiferencia. Jacques Collin advirtió el sentimiento del juez; contaba poco con la simpatía del juez de instrucción, y quedó sumido en la apatía a causa de la intensa meditación a la que se entregó para hallar el motivo de aquel hecho. El ujier hizo entrar a la señora Poiret, cuya inesperada presencia dio lugar a que el presidiario se estremeciera, pero el juez, que parecía tener una opinión formada de antemano, no advirtió este; estremecimiento. —¿Cómo se llama usted? —preguntó el juez, procediendo al cumplimiento de las formalidades con las que se inician todas las declaraciones y todos los interrogatorios. La señora Poiret, viejecita canosa y arrugada como un pergamino, que llevaba un vestido de seda azul, declaró que se llamaba Christine-Michelle Michonneau, que estaba desposada con el señor Poiret, que tenía cincuenta y un años de edad, que había nacido en París, que vivía en la calle des Poules, esquina calle des Postes, y que su profesión era la de fondista. —Usted vivió, señora —dijo el juez—, en una pensión propiedad de una tal señora Vauquer, en 1818 y 1819. —Sí, señor, allí fue donde conocí al señor Poiret, un antiguo funcionario retirado con quien me casé y que desde hace un año guarda cama... ¡pobre hombre, está muy enfermo! Por eso no puedo estar demasiado rato fuera de casa... —¿Estaba entonces en aquella pensión un cierto Vautrin...? —preguntó el juez. —¡Oh, señor! Es toda una historia, era un galeote horroroso... —Usted contribuyó a que lo arrestaran. —Es falso, caballero... —¡Está usted ante la Justicia, tenga cuidado!... —dijo con severidad el señor Camusot. La señora Poiret guardó silencio. —Procure acordarse —agregó Camusot—. ¿Se acuerda usted bien de aquel hombre?... ¿Lo reconocería? —Creo que sí. —¿Es este hombre que hay aquí?... —dijo el juez. La señora Poiret se puso las gafas y miró al padre Carlos Herrera. —Tiene la misma estatura, la misma corpulencia, pero... no... sí... Señor juez —repuso la mujer—, si pudiera ver su pecho desnudo lo reconocería en seguida (Véase Papá Goriot). El juez y el escribano no pudieron contener la risa, pese a la gravedad de sus funciones; Jacques Collin compartió su hilaridad, pero comedidamente.

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El preso no se había vuelto a poner la levita que le acababa de sacar Bibi-Lupin, y a una señal del juez se abrió complacientemente la camisa. —Es efectivamente su misma pelambrera; pero se ha vuelto gris, señor Vautrin —exclamó la señora Poiret. —¿Qué responde usted a esto? —preguntó el juez. —Que se trata de una loca —dijo Jacques Collin. —¡Ay, Dios mío! Por si me quedaba alguna duda, porque su cara ha cambiado, bastaría con esta voz; él es efectivamente quien me amenazó... ¡Sí, es su misma mirada! —El agente de la policía judicial y esta mujer —repuso el juez, dirigiéndose a Jacques Collin— no han podido ponerse de acuerdo para decir de usted las mismas cosas, porque ni el uno ni la otra le habían visto antes; ¿cómo explica usted esto? —La justicia ha cometido errores aún mayores que el error a que daría lugar el testimonio de una mujer que reconoce a un hombre por el pelo de su pecho, y las sospechas de un agente de la policía —respondió Jacques Collin—. Encuentran en mí ciertas semejanzas en la voz, la mirada y la estatura con un gran criminal; de por sí esto es ya muy vago. Por lo que respecta al recuerdo de la señora, que demostraría que entre ella y mi sosias hubo ciertas relaciones de las cuales ella no se sonroja..., a usted mismo le ha hecho reír. En ínteres de la verdad, que yo deseo desvelar por lo que a mí atañe más de prisa de lo que usted pueda desear por cuenta de la justicia, quiere usted, señor, preguntarle a la señora... Foi... —Poiret... Poret... (¡Perdone!, soy español), si se acuerda de las personas que vivían en aquella... ¿Cómo llaman ustedes la casa?... —Una pensión —dijo la señora Poiret. —¡No sé lo que es! —respondió Jacques Collin. —Es una casa en la que se come y se cena mediante un abono. —Tiene usted razón —exclamó Camusot, haciendo con la cabeza una señal favorable a Jacques Collin, sorprendida por la buena fe con que le proporcionaba los medios para llegar a un resultado—. Trate usted de recordar a los abonados que se hallaban en la pensión cuando fue arrestado Jacques Collin. —Estaba el señor de Rastignac, el doctor Bianchon, el tío Goriot... la señorita Taillefer... —Bien —dijo el juez, que no había dejado de observar a Jacques Collin, cuyo rostro había premanecido impasible—. ¿Qué hay de este tío Goriot?... —Murió —dijo la señora Poiret. —Caballero —dijo Jacques Collin—, me he encontrado varias veces en casa de Lucien a un tal señor de Rastignac, que tiene relaciones, según

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creo, con la señora de Nucingen; y si se trata de él, jamás me ha tomado por el presidiario con el que se me intenta ahora identificar... —El señor de Rastignac y el doctor Bianchon —dijo el juez— ocupan ambos una posición social suficientemente digna para que su testimonio, en caso de serle a usted favorable, baste para liberarle. Coquart, prepare sus citaciones. En pocos minutos quedaron listas las formalidades de la declaración de la señora Poiret; Coquart le releyó el atestado de la entrevista que acaba de tener lugar y ella lo firmó; el detenido, en cambio, se negó a firmar, fundándose en el hecho de que ignoraba las formas de la justicia francesa. —Basta pues por hoy —repuso el señor Camusot—; tendrá usted que tomar algunos alimentos, voy a mandar que lfl lleven a la Conserjería. —Por desgracia, sufro demasiado para comer —dijo Jacques Collin. Camusot quería hacer coincidir el regreso de Jacques Collin con la hora de paseo de los acusados en el patio; peral quería tener la respuesta del director de la Conserjería a la orden que le habían dado por la mañana, y tocó la campanilla para mandar al ujier. El ujier entró y le dijo que la portera de la casa del muelle Malaquais tenía para entregarle un documento importante relativo al señor Lucien de Rubempré. Este anuncio le impresionó tanto, que le hizo olvidar su anterior propósito. —¡Que entre! —dijo Camusot. —Perdón, dispense, señor —rdijo la portera, saludando al juez y al padre Carlos sucesivamente—. Las dos veces que ha venido la Justicia a casa, nos hemos quedado tan turbados, mi marido y yo, que nos hemos olvidado en la cómoda una carta dirigida al señor Lucien, y por la que nos han hecho pagar diez sueldos, aunque venga del mismo París, por el peso que tiene. ¿Me reintegrará usted el importe? Dios sabe cuándo volveremos a ver a nuestros inquilinos. —¿Ha sido el cartero el que les ha remitido esta carta? —preguntó Camusot tras haber examinado muy cuidadosamente el sobre. —Sí, señor. —Coquard, tome usted nota de esta declaración. ¡Vamos, buena mujer! Diga usted su nombre y apellidos, su profesión... Camusot hizo prestar juramento a la portera, y a continuación dictó el atestado. Mientras se cumplían estas formalidades, verificaba el matasellos, que indicaba las horas de recogida y de distribución y la fecha del día. Aquella carta, que llegó a casa de Lucien al día siguiente de la muerte de Esther, había sido sin duda escrita y franqueada el mismo día de la catástrofe.

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Ahora podrá apreciarse la sorpresa que debió de sentir el señor Camusot al leer aquella carta, escrita y firmada P°r la persona a quien la Justicia creía víctima de un crimen.

DE ESTHER A LUCIEN Lunes, 13 de mayo de 1830. (El último día de mi vida, a las diez de la mañana) Querido Lucien, no me queda ni siquiera una hora de vida. A las once habré muerto, y lo habré hecho sin el menor dolor. A cambio de cincuenta mil francos he conseguido una hermosa grosella negra que contiene un veneno que mata con la rapidez del rayo. De modo, cariño, que podrás pensar: «Mi pequeña Esther no ha sufrido...» Sí, sólo habrá sufrido escribiéndote estas páginas. "Nucingen, este monstruo que me ha comprado con tanto dinero, sabiendo que el día en que me entregaría a él sería para mí el último, acaba de marcharse borracho como un? cuba. Por primera y última vez en mi vida, pude comparan mi antiguo oficio de prostituta con la vida del amor, ljg ternura que se despliega hasta el infinito con el horror del deber que quisiera aniquilarse a sí mismo para no dar pasa al abrazo. Hacía falta experimentar este asco para encontrad la muerte deseable... Me tomé un baño, y hubiera querido; hacer venir al confesor del convento donde recibí el bautismo para confesarme, para lavar mi alma. Pero ya basta así de prostitución, sería profanar un sacramento, y por otra? parte me siento sumergida en un sincero arrepentimiento. Que Dios haga de mí lo que desee. "Dejémonos de lloriqueos, quiero ser para ti tu Esther hasta el último momento, no quiero molestarte con mi muer—; te, con el futuro y con Dios, que no sería bueno si me atoH mentara en la otra vida habiendo sufrido tanto en ésta... "Tengo ante mí tu delicioso retrato, obra de la señora de Mirbel. Esta hoja de marfil me ha consolado de tu auseiw cia, y la contemplo embriagada mientras te escribo mis últH mos pensamientos y te describo los últimos latidos de mi coi razón. Te pondré el retrato dentro del sobre, pues no quiera que lo roben ni que lo vendan. Me repugna pensar que esto, qt«l me ha dado tantos momentos de felicidad, pueda ir a confuiH dirse, en el escaparate de alguna tienda, con grabados de tienrt pos del Imperio o con chucherías orientales. Te pido qtlfl destruyas este retrato, cariño, que no se lo des a nadie... menos que un regalo como éste te devuelva el corazón de esí tabla ambulante y con ropas llamada Clotilde de Grandlieta que te hará cardenales durmiendo con esos huesos tan s3| lientes que tiene... Consiento a ello, así podré serte aún di alguna utilidad, igual que cuando he estado en

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vida. ¡Ohi para darte gusto, o simplemente, si esto te hubiera hecho gral cia, hubiera sido capaz de asarte una manzana en un brasil ro aguantándola con la boca! Así que mi muerte todavlfl puede serte útil... Yo habría entorpecido tu matrimonio..! Oh no puedo comprender a esa Clotilde! Poder ser tu mujer, llevar tu nombre, no abandonarte de día ni de noche, y andar con remilgos... hay que ser del faubourg Saint-Germain para hacer eso, y más cuando no se tiene más de diez libras de carne sobre los huesos... "Pobre Lucien, ambicioso frustrado, pienso en tu porvenir. Más de una vez echarás de menos a tu pobre perro fiel, a esta buena muchacha que robaba para ti, que se hubiera dejado llevar ante la sala de lo criminal para asegurar tu felicidad, cuya única ocupación era soñar en tus placeres, inventarte otros nuevos, que rezumaba amor por ti por los cabellos, los pies, las orejas; en fin, tu ballerina, cuyas miradas eran otras tantas bendiciones; que durante seis años no ha dejado de pensar en ti, que fue tan completamente tuya que le parecía no ser más que una emanación de tu alma como la luz es emanación del sol. Pero en fin, desprovista como estoy de dinero y de honor, no puedo ser tu mujer... Siempre pensé en tu porvenir dándote todo cuanto tengo... En cuanto recibas esta carta, ven a mi casa y coge lo que estará bajo mi almohada, porque no me fío de los criados de la casa... "¿Te das cuenta? Quiero estar bonita cuando me muera; me acostaré en la cama, en una palabra, posaré. Y luego aplastaré la grosella contra el velo del paladar, y moriré sin quedar desfigurada por ninguna convulsión ni por ninguna postura ridícula. "Sé que la señora de Sérizy se ha enfadado contigo a causa mía; pero cuando sepa que estoy muerta, te perdonara; podrás seguir cultivándola y te conseguirá un buen matrimonio, en caso de que los Grandlieu persistan en su negativa. Amor mío, no quiero que hagas grandes aspavientos al enterarte de mi muerte. En primer lugar debo decirte que lo que va a ocurrir el lunes 13 de mayo, a las once, no será más que el término de una larga enfermedad que comenzó el día en que, estando en la terraza de Saint-Germain, decidisteis devolverme a mi antigua profesión... El alma duele igual que el cuerpo. Pero el alma no puede resignarse tontamente a sufrir como el cuerpo, el cuerpo no aguanta al alma como el alma aguanta al cuerpo, y el alma tiene medios para curarse recurriendo a medios expeditivos. Anteayer me diste una vida entera diciéndome que si Clotilde te rechazaba de nuevo, te casarías conmigo. Pero habría sido para los dos una gran desdicha, yo me habría muerto aún más, por decirlo así; porque hay muertes más o menos amargas. El mundo jamás nos habría aceptado.

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"Hace dos meses que pienso en muchas cosas. Una pobre muchacha vive en la ciénaga, como me ocurría a mí antes de entrar en el convento; los hombres la encuentran hermosa, la utilizan para sus placeres y la hacen volver a pie después que fueron a buscarla en coche; si no le escupen en la cara, es porque su belleza la preserva de tal ofensa; pero en realidad, moralmente, lo que hacen es peor. Pues bien, supongamos que esta muchacha hereda entre cinco y seis millones: entonces los príncipes irán a agasajarla, la saludarán con respeto cuando pase en su coche y ella podrá elegir entre los blasones más antiguos de Francia y de Navarra. Este es el mundillo que desprecia a una hermosa pareja unida y feliz, y en cambio acoge a una señora de Staél, a pesar de sus novelas, por el mero hecho de tener cien mil libras de renta. Este mundo, que se doblega ante el dinero o la gloria, no quiere inclinarse ante la felicidad ni ante la virtud. Porque yo habría podido hacer mucho bien... ¡Cuántas lágrimas habría podido yo enjugar!... Creo que tantas como he vertido. Sí, hubiera querido vivir sólo por ti y por la caridad. "Éstas son las consideraciones que me hacen desear la muerte. De modo que no debes empezar con lamentaciones, amor mío. Repítete de vez en cuando que ha habido dos muchachas buenas, dos hermosas criaturas que han muerto por ti, sin ningún rencor,-que te adoraban; fija en tu corazón el recuerdo de Coralie y de Esther, y sigue luego tu camino. ¿Te acuerdas del día en que me enseñaste a una anciana arrugadita, cubierta con un capote de color verde lleno de manchas de grasa negra, que había sido amante de un poeta de antes de la Revolución, que apenas lograba calentarse al sol, a pesar de que se había colocado en las Tullerías al abrigo de un muro y que estaba pendiente de un perro horrible? Antes había tenido coches, lacayos, una mansión... Entonces te dije: «¡Más vale morir a los treinta!» Aquel día me encontrabas meditabunda, y te dedicaste a hacer mil tonterías para distraerme; y entre dos besos te dije, además: «¡Cada día las mujeres hermosas salen del espectáculo antes del final!...» Pues bien, yo no quiero ver el último acto, eso es todo..... "Debes de encontrarme muy parlanchina, es mi ultimo chismorreo. Te escribo de la misma manera que te hablaba, y quiero hablarte alegremente. Siempre me han disgustado las modistas que se pasan el día lamentándose; bien sabes que en una ocasión había sido ya capaz de morir bien, a mi regreso de aquel baile fatal de la Ópera en el que te dijeron que había sido cortesana. "¡Oh, no, cariño mío, no des jamás este retrato! Si supieras con cuánto amor acabo de sumergirme en tus ojos mirándolos embriagada durante una

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pausa que he hecho..., recogiendo el amor que he intentado incrustar en este marfil, creerías que el alma de tu gatita querida está aquí. "Resulta algo irrisoria una muerta que pide limosna... Vamos, hay que saber guardar la compostura en el sepulcro. "No sabes lo heroica que les parecería mi muerte a los imbéciles si supieran que esta noche Nucingen me ha ofrecido dos millones si quería amarle como te he amado a ti. ¡Cómo se pondrá cuando se entere de que he mantenido mi palabra muriéndome de él! Lo he intentado todo para continuar respirando el aire que tú respiras. Le dije a aquel obeso ladrón: «¿Quiere que le ame del modo que me pide? Me comprometeré incluso a no volver a ver jamás a Lucien...» «¿Qué debo hacer?...», preguntó. «Déme dos millones para él...» ¡Oh, si hubieras visto la mueca que hizo!... Me hubiera puesto a reír si no hubiera sido todo tan trágico para mí. «¿Acaso teme usted un desaire?», le dije. «Ya lo veo, le interesan más los dos millones que yo.» «Siempre es bueno para una mujer saber lo que vale», añadí, volviéndole la espalda. "Ese viejo granuja sabrá dentro de unas horas que no estaba bromeando. "¿Quién te hará como yo te hacía la raya en los cabellos? ¡Bah!, ya no quiero pensar en nada de esta vida, no me quedan más que cinco minutos y los voy a dar a Dios; no tengas celos, ángel mío, quiero hablarle de ti, pedirle tu felicidad a cambio de mi muerte y de los castigos que me esperan en el otro mundo. Me entristece ir al infierno, hubiera querido ver a los ángeles para saber si se te parecen... "¡Adiós, amor mío, adiós! Te bendigo con toda mi desgracia. Seré tuya hasta en la tumba, "Esther..." "Están dando las once. Acabo de rezar mi última oración, voy a acostarme para morir. Una vez más, ¡adiós! Quisiera dejar en la palma de mi mano mi alma, igual que el beso que para ti dejo en ella, y por última vez quiero decirte cariño, aunque seas el causante de la muerte de tu "Esther." Un sentimiento de celos oprimió el corazón del juez al terminar la lectura de la única carta que jamás hubiera leído de un suicida escrita con una alegría tan grande, aunque fuera una alegría febril y el postrer esfuerzo de una ternura ciega. "¡Qué tendrá de particular para que le amen así!...", pensó, repitiendo lo que dicen todos los hombres que carecen del don de gustar a las mujeres. —Si es capaz de probar no sólo que no es usted Jacques Collin, presidiario evadido, sino que además es usted realmente don Carlos Herrera, canónigo de Toledo y enviado secreto de Su Majestad Fernando VII —dijo el juez a Jacques Collin—, quedará usted en libertad, porque la imparcialidad que exige mi ministerio me obliga a decirle que acabo de recibir una carta de la

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señorita Esther Gobseck en la que confiesa su intención de suicidarse, y en la que formula acerca de sus criados ciertas sospechas que parecen acusarlos de ser los autores del robo de los setecientos cincuenta mil francos. Mientras iba hablando, el señor Camusot cotejaba la letra de la carta con la del testamento, y quedó convencido de que la carta había sido escrita por la misma persona que había hecho el testamento. —Caballero, se ha apresurado usted demasiado en pensar que había habido crimen; que no le pase ahora igual a propósito de un supuesto robo. —¡Vaya!... —dijo Camusot, echando una mirada de juez sobre el detenido. —No crea que me comprometo diciendo que esta suma puede recuperarse —repuso Jacques Collin, dando a entender al juez que comprendía sus sospechas—. La pobre muchacha era muy querida por su servidumbre; si yo estuviera en libertad, me encargaría de buscar un dinero que ahora pertenece al ser a quien más quiero en el mundo, a Lucien... ¿Tendría usted la bondad de permitirme que lea esta carta? No tardaré mucho... es la prueba de la inocencia de mi pobre criatura... no tema que la destruya... ni que hable de ella a nadie, puesto que estoy incomunicado... —¡Incomunicado!... —exclamó el magistrado—. Dejará usted de estarlo... Soy yo quien le pide que demuestre lo antes posibJe su condición; recurra a su embajada, si así lo desea... Y entregó la carta a Jacques Collin. Camusot estaba satisfecho de salir del atolladero, de poder satisfacer al procurador general y a las señoras de Maufrigneuse y de Sérizy. Sin embargo, examinó fría y atentamente el rostro de su interrogado mientras éste leía la carta de la cortesana; y pese a la sinceridad de los sentimientos que en él se reflejaban, decía para sus adentros: "No obstante, ¡hay que ver qué cara de presidiario!" —¡Ya ve usted cómo le aman!... —dijo Jacques Collin, devolviendo la carta. Y mostró a Camusot un rostro bañado en lágrimas—. ¡Si lo conociera usted; —siguió—. Es un alma tan joven, tan fresca, una belleza tan magnífica, un niño, un poeta... Se siente irresistiblemente la necesidad de sacrificarse por él, de colmar sus menores deseos. ¡Es tan encantador mi querido Lucien cuando se muestra cariñoso!... —Vamos —dijo el magistrado, haciendo todavía un esfuerzo por descubrir la verdad—, usted no puede ser Jacques Collin... —No, señor... —respondió el recluso. Y Jacques Collin fue más que nunca don Carlos Herrera. En su afán de coronar su obra, se adelantó hacia el juez, lo llevó al hueco de la ventana y adoptó el aire de un príncipe de la Iglesia dando a sus palabras un tono

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confidencial. —Amo tanto a esta criatura, caballero, que si tuviera que pasar por el criminal con quien se me confunde para evitar cualquier perjuicio a este ídolo de mi corazón, me acusaría a mí mismo —dijo en voz baja—. Imitaría a la pobre muchacha que se ha dado muerte por él. Por eso, caballero, le suplicó un favor, que ponga inmediatamente en libertad a Lucien... —Mi deber me lo impide —dijo Camusot con un aire bondadoso—; pero si lo que me pide es algún arreglo, la Justicia sabe actuar consideradamente, y si puede usted darme buenas razones... Hable con tranquilidad, esto no figurará en el atestado... —Pues mire —repuso Jacques Collin, engañado por el aspecto bondadoso de Camusot—, sé todo lo que debe estar sufriendo en estos momentos el pobre muchacho; es capaz de atentar contra su vida viéndose detenido... —¡Oh! Por este lado... —dijo Camusot, estremeciéndose. —No sabe usted a quién complace complaciéndome a mí —añadió Jacques Collin, queriendo hacer vibrar otras cuerdas—. Hace usted un servicio a una orden más poderosa que las condesas de Sérizy y que las duquesas de Maufrig-neuse, quienes nunca le perdonarán que haya tenido entre sus manos su cartas de amor... —dijo, señalando dos paquetes de cartas perfumadas—. Mi orden tiene buena memoria... —¡Caballero! —dijo Camusot—. Ya basta. Busque otra clase de razones. Yo me debo tanto al detenido como a la vindicta pública. —Pues mire, créame, conozco a Lucien, tiene un alma de mujer, de poeta, de meridional, sin consistencia ni voluntad —repuso Jacques Collin, que creyó haber adivinado por fin que el juez estaba de su parte—. Usted está seguro de la inocencia de este joven, no lo atormente, no le interrogue; entregúele esta carta, anuncíele que ha heredado de Esther y devuélvale la libertad... Si hace otra cosa, se desesperará usted; mientras que si lo deja marchar, pura y simplemente, yo le explicaré (guárdeme usted el secreto), mañana, o esta misma tarde, todo cuanto pueda parecerle misterioso en este asunto, y las razones de la encarnizada persecución de la que soy objeto; arriesgaré mi vida, porque desde hace cinco años van a por mí... Una vez Lucien sea libre, rico y esposo de Clotilde de Grandlieu, mi misión aquí habrá terminado, ya no defenderé más mi pellejo... Mi perseguidor es un espía de su último rey... —¡Ah, Corentin! —¡Ah!, se llama Corentin... Se lo agradezco... ¿Qué me dice, pues? ¿Me prometerá usted hacer lo que le pido?... —Un juez no puede ni debe prometer nada. ¡Coquart! Dígale al ujier y a los guardias que acompañen de nuevo al preso a la Conserjería... Daré órdenes

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para que esta misma noche esté usted en la Pistola —añadió con afabilidad, saludando al detenido con la cabeza. Extrañado por la petición que Jacques Collin acababa de hacerle, y recordando la insistencia con la que había pedido que le interrogaran a él primero, alegando su estado de enfermedad, Camusot recobró toda su anterior suspicacia. Pensando en estas vagas sospechas, se dio cuenta de que el supuesto agonizante andaba como un Hércules y que ya no hacía ninguna de las pantomimas que tan hábilmente había representado al entrar. —¿Caballero?... Jacques Collin se volvió. —Mi escribano, pese a su negativa a firmarlo, va a leerle el atestado de su interrogatorio. El interrogado gozaba de una salud admirable, y la agilidad con que fue a sentarse cerca del escribano constituyó para el juez un último rayo de luz. —Se ha curado usted muy pronto —dijo Camusot. Estoy cogido", dijo Jacques Collin en su fuero interno. Luego contestó en voz alta: —La alegría, señor, es la única panacea que existe... Esta carta, la prueba de una inocencia de la que nunca he dudado... éste es el gran remedio. El juez siguió al preso con una mirada meditativa cuando el ujier y los gendarmes le rodearon; luego hizo el gesto de un hombre que despierta, y echó la carta de Esther sobre la mesa de su escribano. —¡Coquart, copie esta carta!... Si es natural en, el hombre desconfiar de lo que le suplican que haga cuando lo suplicado va contra sus intereses o contra su deber, incluso, muchas veces, cuando le es indiferente, en el juez de instrucción esta desconfianza es ley. Cuanto más negras fueron las tintas con que el detenido, cuya situación no estaba aún determinada, describió el posible interrogatorio de Lucien, tanto más necesario le pareció a Camusot aquel interrogatorio. Tal formalidad no era indispensable, según el código y las costumbres, pero resultaba imprescindible para la identificación del padre Carlos Herrera. En todas las profesiones hay una conciencia profesional. Aun cuando no hubiera sentido ninguna curiosidad, Camusot habría interrogado a Lucien por dignidad de juez, de la misma manera como acababa de interrogar a Jacques Collin, es decir, empleando la astucia que se permite cualquier magistrado, incluso el más íntegro. El servicio que se le había pedido y su ascenso, para Camusot, se subordinaban al deseo de conocer la verdad, de adivinarla, aunque luego decidiera silenciarla. Repicaba con los dedos en el cristal, abandonándose al flujo de sus conjeturas, porque en tales casos el pensamiento es como un río que recorre mil regiones diversas. Por su amor a la verdad, los magistrados son como mujeres celosas, que se entregan a toda clase de conjeturas y las

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hurgan con el cuchillo de la sospecha, igual que hacían los antiguos sacerdotes al sacrificar las víctimas abriéndoles las entrañas; luego se detienen no en la verdad, sino en la probabilidad, y acaban entreviendo la verdad. Las mujeres interrogan a los hombres amados como el juez interroga al criminal. Bajo tal estado de ánimo, cualquier chispa, cualquier palabra, cualquier inflexión de voz o cualquier duda bastan para apuntar al hecho, a la traición o al crimen ocultos. —El modo con que acaba de describir su abnegación hacia su hijo (si se trata de su hijo) me induciría a pensar que estaba en casa de la muchacha para velar por sus intereses; y como no sabía que bajo la almohada de la muerta se ocultaba un testamento, debió de coger para su hijo los setecientos cincuenta mil francos, por si acaso... Ésta sería la razón de su promesa de hallar la suma. El señor de Rubempré tiene el doble deber, hacia sí mismo y hacia la Justicia, de desvelar cuál es la identidad de su padre... ¡Y prometerme la protección de su orden (¡su orden!) si no interrogo a Lucien!... Se quedó meditando sobre esta idea. Como acaba de verse, un juez instructor dirige un interrogatorio a su voluntad. De él depende orientarlo hábilmente o no. Un interrogatorio puede no ser nada, y serlo todo. Ahí está lo ventajoso del mismo. Camusot tocó la campanilla; el ujier ya había vuelto. Dio la orden de ir a buscar inmediatamente al señor Lucien de Rubempré, con la recomendación de que ño se comunicara con nadie durante el trayecto. Eran entonces las dos de la tarde. "Hay algún secreto —dijo el juez para sus adentros—, y este secreto debe ser muy importante. El razonamiento de mi anfibio, que no es ni clérigo ni seglar, ni presidiario ni español, pero que no quiere que se le escape ninguna palabra comprometedora a su protegido, es el siguiente: "El poeta es débil, es una mujerzuela; no es como yo, que soy el Hércules de la diplomacia, ¡y usted le arrancará fácilmente nuestro secreto!" Pues bien, ¡lo vamos a saber todo gracias al inocente!... Y siguió golpeando el borde de su mesa con su cortaplumas de marfil, mientras que su escribano copiaba la carta de Esther. ¡Qué cosas tan raras ocurren en el ejercicio de nuestras facultades! Camusot suponía que cualquier crimen había sido posible, y olvidaba el único que el detenido había cometido: la falsificación del testamento a favor de Lucien. Que piensen un poco, los que sienten envidia por la posición que ocupan los magistrados, en lo que es esta vida que transcurre en continuas sospechas, en esas torturas que los criminales imponen a su espíritu, porque las causas civiles no son menos tortuosas que las criminales, y caerán en la cuenta de

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que los arneses del cura y los del magistrado son igualmente pesados, igualmente erizados de puntas por dentro. Por otra parte, toda profesión tiene sus cilicios y sus rompecabezas. Hacia las dos, el señor Camusot vio entrar a Lucien de Rubempré, pálido, deshecho, con los ojos enrojecidos e hinchados, en suma, en tal estado de postración que le fue fácil comparar la naturaleza con el arte, el moribundo auténtico con el moribundo de teatro. El trayecto desde la Conserjería hasta el despacho del juez, entre dos gendarmes precedidos por un ujier, llevó a su culminación el desespero de Lucien. Es propio del espíritu de los poetas preferir el suplicio antes que un juicio. Al ver a aquella naturaleza enteramente desprovista de ese valor moral característico del juez y que acababa de manifestarse tan poderosamente en el otro detenido, el señor Camusot sintió lástima por aquella victoria fácil, este desprecio le permitió asestar golpes decisivos, dejando campo abierto a esa horrible libertad de espíritu que distingue al tirador que se dispone a disparar sobre simples muñecos. —Repóngase, señor de Rubempré; está usted en presencia de un magistrado que está ansioso por reparar el daño que la justicia hace a veces involuntariamente procediendo a un arresto preventivo, cuando la acusación carece de fundamento. Le creo a usted inocente, y va usted a quedar libre inmediatamente. He aquí la prueba de su inocencia. Se trata de una carta que guardó su portera en ausencia suya y que acaba de traer aquí. Debido al nerviosismo que le produjo la comparecencia en su casa de la justicia y la noticia de su detención en Fontainebleau, aquella mujer olvidó esta carta, que viene de la señorita Esther Gobseck... Lea. Lucien cogió la carta, la leyó y estalló en sollozos. Lloró sin poder articular una sola palabra. Después de un cuarto de hora, tiempo durante el cual costó mucho a Lucien recobrar sus fuerzas, el escribano le presentó la copia de la carta y le rogó que firmara aquella copia conforme al original, para presentar al primer requerimiento mientras dure la instrucción del proceso, invitándole a cotejar ambos escritos; Lucien, naturalmente, se remitió a la palabra de Camusot en lo que atañe a la fidelidad de la copia. —Caballero —dijo el juez con un aire muy bondadoso—, nos es sin embargo difícil dejarle en libertad sin haber cumplido las formalidades pertinentes y sin haberle hecho algunas preguntas... Le insto a que me conteste casi en calidad de testigo. Creo que a un hombre como usted es casi superfluo hacerle observar que el juramento de decir toda la verdad no es sólo, en este caso, una llamada a la conciencia, sino también una necesidad para su interés propio, ya que su posición ha sido ambigua durante algunos momentos. La verdad no puede nada contra usted, sea cual

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sea; en cambio, la mentira le llevaría ante los tribunales y me obligaría a hacerle regresar a la Conserjería. Si contesta con franqueza a mis preguntas, esta noche podrá acostarse en su casa, y será rehabilitado por la noticia que publicarán los periódicos, que será del tenor siguiente: "El señor de Rubempré, detenido ayer en Fontainebleau, ha sido inmediatamente liberado tras un interrogatorio muy breve." Esta alocución produjo una fuerte impresión sobre Lucien, y advirtiendo las disposiciones de su interrogado, el juez añadió: —Se lo repito, recaía sobre usted la sospecha de complicidad en un asesinato por envenenamiento, el de la señorita Esther; ahora tenemos la prueba de su suicidio, y ya está todo dicho; pero ha desaparecido una suma de setecientos cincuenta mil francos que forma parte de la herencia, y usted es heredero; ahí sí que hay, por desgracia, un crimen. Este crimen se perpetró antes de que se descubriera el testamento. Pues bien, la justicia tiene razones para creer que una persona que le quiere a usted tanto como pudiera quererle esta señorita Esther, se ha permitido este crimen en provecho de usted... No me interrumpa —dijo Camusot, imponiendo silencio con un gesto a Lucien, que hizo ademán de intervenir—, todavía no le estoy interrogando. Quiero hacerle comprender la medida en que su honor está interesado en este asunto. Abandone usted el pundonor falso y despreciable que une a dos cómplices y dígame toda la verdad. Ya se habrá observado la exagerada desproporción de armas en toda lucha que enfrente a un preso preventivo con un juez de instrucción. Es cierto que la negación, empleada con habilidad, tiene en favor suyo el carácter absoluto de su formulación, y basta para la defensa del criminal; pero en cierto modo es una especie de panoplia que se vuelve aplastante en cuanto el estilete del interrogatorio penetra por alguna grieta. En cuanto la denegación se muestra insuficiente r«ite a cierto hechos evidentes, el detenido se ve completamente a merced del juez. Supóngase ahora el caso de un semicriminal, como Lucien, que, salvado de un primer naufragio de su virtud, podría enmendarse y hacerse útil para su país; pues bien, un ser así ha de sucumbir en las emboscadas de la instrucción. El juez redacta un atestado muy seco, un fiel análisis de las preguntas y respuestas; pero de sus discursos insidiosamente paternalistas y de sus capciosas amonestaciones del tipo de la citada anteriormente, no queda nada. Los jueces de la jurisdicción superiores y los jurados vén los resultados sin conocer los medios. Por esta razón, según ciertos buenos espíritus, el jurado sería el instrumento adecuado, como en Inglaterra, para proceder a la instrucción. Francia gozó de este sistema durante algún tiempo. Bajo el código de Brumario del año IV, esta institución se llamaba jurado de acusación, por

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contraposición al jurado de sentencia. En cuanto al proceso definitivo, si se volviera a los jurados de acusación, debería ser atribuido a los tribunales reales, sin el concurso de los jurados. —Ahora —dijo Camusot tras una pausa—, ¿cómo se llama usted? Señor Coquart, ponga usted atención... —dijo al escribano. —Lucien Chardon, de Rubempré. —¿Nació? —En Angulema... Lucien indicó el día, el mes y el año. —¿No tuvo usted patrimonio? —No. —Sin embargo, durante una primera estancia suya en París, hizo usted unos gastos considerables si los comparamos con su escasa fortuna... —Sí, señor; pero en aquella época hallé en la señorita Coralie una amiga muy abnegada que tuve la desgracia de perder. Fue la tristeza producida por su muerte lo que me hizo regresar a mi tierra. —Bien, caballero —dijo Camusot—. Le felicito por su franqueza, es algo que se tendrá en cuenta. Lucien avanzaba, como se está viendo, por la senda de una confesión general. —Tuvo usted gastos aún más importantes a su regreso de Angulema a París —prosiguió Camusot—; ha estado usted viviendo como una persona provista de una renta de cerca de sesenta mil francos. —Sí, señor... —¿Quién le proporcionaba este dinero? —Mi protector, el padre Carlos Herrera. —¿Dónde le conoció usted? —Me lo encontré en la carretera general, en el momento en que iba a quitarme la vida... —¿No había oido jamás hablar de él en el seno de su familia, a su madre?... —Nunca. —¿Le habló su madre alguna vez de que hubiera conocido a algún español? —Nunca. —¿Puede usted recordar el mes y el año en que empezó a relacionarse con la señorita Esther? —Hacia finales de 1823, en un pequeño teatro del bulevar. —¿Le costó algún dinero al principio? —Sí, señor.

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—Últimamente, movido por el deseo de casarse con la señorita de Grandlieu, se compró usted los restos del castillo de Rubempré, añadiéndoles tierras por valor de un millón; dijo usted a la familia Grandlieu que su hermana y su cuñado acababan de cobrar una importante herencia y que usted debía aquellas cantidades a su generosidad... Eso fue lo que le dijo usted a la familia Grandlieu, ¿no es verdad? —Sí, señor. ¿Ignora usted el motivo de la cancelación de su matrimonio? Lo ignoro por completo. Pues escúcheme. La familia de Grandlieu mandó a casa oe su cuñado a uno de los procuradores más respetables de París para recoger informaciones. En Angulema este procurador, según propia confesión de su hermana y de su cuñado, 5 enteró no sólo de que le habían prestado a usted una candad muy pequeña, sino también de que su herencia, aunque incluía bienes inmobiliarios de cierta importancia, apenas se elevaba a doscientos mil francos en dinero líquido... No debe usted considerar extraño que una familia como la de Grandlieu retroceda ante una fortuna cuyos orígenes no logran justificarse... Ya ve usted, caballero, adonde le ha llevado una mentira... Lucien quedó helado ante esta revelación, y la escasa presencia de ánimo que le quedaba le abandonó. —La policía y la justicia se enteran de todo lo que quieren —dijo Camusot—, medite bien esto. Ahora —añadió, pensando en que Jacques Collin se había hecho pasar por sui padre—, ¿sabe usted quién es ese supuesto Carlos Herrera?? —Sí señor, pero lo supe demasiado tarde... —¿Cómo, demasiado tarde? ¡Expliqúese usted! —No es un sacerdote, ni un español; es... —Un presidiario evadido —dijo el juez prontamente. —Sí —respondió Lucien—: Cuando me enteré del horrible secreto, me tenía cogido con muchas deudas y obligaciones; creía habérmelas con un respetable clérigo... —Jacques Collin... —dijo el juez, iniciando una frase. —Sí, Jacques Collin —repitió Lucien—, ése es su nombre. —Bien. Jacques Collin ha sido identificado hace poco por un testigo —repuso el señor Camusot—; y si sigue negando su identidad, lo hace, según creo, en interés de usted. Per le preguntaba si sabía quién es este hombre con objeto d determinar otra impostura de Jacques Collin. Lucien sintió como si le introdujeran un hierro al rojo en las entrañas al oír la terrible observación del juez.

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—¿Ignora usted —prosiguió diciendo el juez— que pretende ser su padre para justificar el extraordinario afecto del que usted es objeto por su parte? —¡Él, mi padre!... ¡Oh, caballero!... ¡eso ha dicho! —¿Sospecha usted de dónde provenían las sumas que le entregaba a usted? Porque, si hay que dar crédito a la carta, que ahora tiene entre las manos, la señorita Esther, esa pobre muchacha, le habría hecho a usted los mismos favores que antes la señorita Coralie; pero, como acaba usted mismo de decir, ha estado viviendo varios años, y viviendo muy espléndidamente, sin recibir nada de ella. —¡Es a usted, caballero, a quien tengo que preguntar! —exclamó Lucien— de dónde sacan el dinero los presidiarios... ¡Un Jacques Collin mi padre!... ¡Oh, mi pobre madre!... Y estalló en sollozos. Escribano, dé usted lectura al detenido de la parte del interrogatorio del supuesto Carlos Herrera en la que declara ser el padre de Lucien de Rubempré... El poeta escuchó la lectura con un silencio y una compostura que le daban un aspecto lastimoso. —¡Estoy perdido! —exclamó. —Nadie se pierde por el camino del honor y de la verdad —dijo el juez. —¿Mandará usted a Jacques Collin ante la sala de lo criminal? —preguntó Lucien. —Por supuesto —respondió Camusot, que quería seguir haciendo hablar a Lucien—. Acabe de exponer lo que piensa. Pero pese a los esfuerzos y a las amonestaciones del juez, Lucien no respondió nada más. La reflexión le llegó demasiado tarde, como a todos los hombres que son esclavos de las sensaciones. En eso radica la diferencia entre el poeta y el hombre de acción: el primero se abandona al sentimiento para reproducirlo en imágenes intensas, y no reflexiona hasta el final, mientras que el otro siente y reflexiona a la vez. Lucien quedó sombrío y pálido; se veía a sí mismo en el fondo del precipicio al que le había hecho caer el juez instructor, por cuyo aspecto bonachón él, el poeta, se había dejado engañar. Acababa de traicionar no a su bienhechor, si no a su cómplice, el cual, por su parte, había defendido la posición de ambos con un valor de león y con la habilidad de un hombre entero. Lo que Jacques Collin había salvado con su audacia, el ingenioso Lucien lo había echado a perder con su falta de inteligencia y de reflexión. Aquella infame mentira que le servía para justificarse de una verdad aún más infame. Lucien parecía un animal en el matadero: estaba confundido por la sutileza del juez, asustado por su cruel habilidad y por la rapidez de los golpes que le había asestado

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valiéndose de los pecados de su vida a modo de garfios para hurgarle la conciencia. Era libre e inocente al entrar en aquel despacho, y en unos instantes se veía convertido en criminal por sus propias confesiones. Por último, y para mayor escarnio, el juez, frío y tranquilo, hacía notar a Lucien que sus revelaciones eran el fruto de un equívoco. Camusot pensaba en la calidad de padre que se había arrogado Jacques Collin, mientras que Lucien, llevado enteramente por el temor de que se hiciera pública su alianza con un presidiario evadido, había repetido la célebre inadvertencia de los asesinos de Ibico. Una de las glorias de Royer-Collard es haber proclamado el triunfo ininterrumpido de los sentimientos naturales por encima de los sentimientos impuestos, haber sostenido la causa de la anterioridad de los juramentos pretendiendo que la ley de la hospitalidad, por ejemplo, debía obligar hasta el punto de anular la virtud del juramento judicial. Proclamó esta teoría a la faz del mundo, ante la tribuna francesa; elogió valientemente a los conspiradores, demostró que era humano obedecer antes a la amistad que a unas leyes tiránicas sacadas de un arsenal social a propósito para tal o cual circunstancia. En definitiva, el Derecho natural tiene unas leyes que jamás han sido promulgadas y que son más eficaces y mejor conocidas que las que la Sociedad promulga. Lucien acababa de ignorar, y en perjuicio suyo, la ley de solidaridad que le obligaba a callarse y a dejar que Jacques Collin se defendiera; y aún peor: le había añatlido otros cargos. En interés suyo propio, aquel hombre tenía que ser siempre para él Carlos Herrera. El señor Camusot saboreaba su triunfo: tenía a dos culpables; había abatido, con la mano de la justicia, a uno de los favoritos de la moda, y había encontrado al inasible Jacques Collin. Iban a proclamarle uno de los jueces de instrucción más hábiles. Había dejado trnnqiilo a su interrogado; pero examinaba aquel silencio consrsrnndo. veía como las gotas de sudor iban aumentando de Voltfmen sobre su cara descompuesta hasta caer por último confundidas con dos hilillos de lágrimas. —¿Por qué llorar, señor de Rubernpré? Como ya le he dicho, es usted el heredero de la señorita Esther, que no tiene herederos, ni colaterales ni director, y su herencia se eleva a cerca de ocho millones, si se logra encontrar los setecientos cincuenta mil francos desaparecidos. Aquél fue el último golpe para el culpable. Bastaba con haber mantenido diez minutos de firmeza, como se lo aconsejaba Jacques Collin en su nota, y Lucien habría alcanzado la meta de todos sus deseos. Entonces habría saldado sus deudas con Jacques Collin, se habría separado de él y, una vez rico, se habría casado con la señorita de Grandlieu. No hay nada que demuestre con tanta elocuencia como esta escena el poder de que están

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provistos los jueces de instrucción gracias al aislamiento o a la separación de los presos preventivos, y el enorme valor que puede tener una comunicación como la que Asia habia hecho llegar a Jacques Collin. —¡Ah, caballero! —respondió Lucien con la amargura y la ironía del hombre que se yergue sobre el pedestal de su desgracia ya inevitable, haciendo de necesidad virtud—. ¡qué justo es decir, como se dice en el lenguaje de ustedes, sufrir un interrogatorio!... Entre la tortura física de antaño y la tortura moral de hoy, no tendría ninguna duda por lo que a mí respecta; preferiría los sufrimientos que infligían antes los verdugos. ¿Qué más quiere de mí? —añadió altivamente. —Aquí, caballero —dijo el magistrado, poniéndose socarrón y arrogante como réplica a la altanería del poeta—, yo soy el único que tiene derecho a hacer preguntas. —Y yo tenía el derecho de no contestar —dijo murmurando el pobre Lucien, que había recuperado su inteligencia con toda nitidez. —Escribano, lea al detenido su interrogatorio... "¡Vuelvo a ser un detenido!", pensó Lucien. Mientras el empleado leía, Lucien tomó una decisión que le obligaba a tratar consideradamente al señor Camusot. Cuando terminó el murmullo de la voz de Coquart, el poeta se estremeció sorprendido por el silencio, como ocurre cuando uno se duerme en medio de un ruido al que los sentidos se acostumbran y que, al cesar, interrumpe el sueño. —Tiene que firmar el atestado de su interrogatorio —dijo el juez. —¿Y me deja usted en libertad? —preguntó Lucien, con ironía también. —Todavía no —respondió Camusot—; pero mañana, después de ÍU careo con Jacques Collin, seguramente quedará usted en libertad. La Justicia ha de saber ahora si es o no es usted cómplice de los crímenes que puede haber cometido este individuo después de su fuga, que tuvo lugar en 1820. Sin embargo, deja de estar incomunicado.-Voy a escribir al director para que le ponga en la mejor habitación de la Pistola. —¿Encontraré allí todo lo que hace falta para escribir?... —Le proporcionarán todo cuanto pida, haré dar la orden por el ujier que le acompañará. Lucien firmó maquinalmente el atestado y rubricó todas las llamadas, obedeciendo las indicaciones de Coquart con la dulzura de una víctima resignada. Un único detalle describe mejor el estado en que se hallaba que el más minucioso de los retratos. El anuncio de su careo con Jacques Collin había secado las gotitas de sudor que bañaban su rostro, y sus ojos secos brillaban con un destello insoportable. En un instante, con la rapidez del rayo, se convirtió en lo que era Jacques Collin, en un hombre de bronce. En las personas del carácter de Lucien, y que Jacques Collin había analizado tan a fondo, estas transiciones súbitas desde un estado de completa desmoralización a un estado casi metálico, debido a la tensión de

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todas sus fuerzas, son los fenómenos más vibrantes de la vida de las ideas. La voluntad reaparece, como el agua de un manantial que hubiera desaparecido; se infunde en el aparato que se halla dispuesto para el funcionamiento de su ignota substancia constitutiva; y entonces el cadáver se hace hombre, y el hombre se lanza lleno de energía a realizar luchas decisivas. Lucien guardó en su pecho la carta de Esther con el retrato que le había mandado. Luego saludó desdeñosamente al señor Camusot, y caminó con paso firme por los pasillos entre dos gendarmes. —¡Vaya sinvergüenza! —dijo el juez a su escribano, para vengarse del aplastante desprecio que el poeta acababa de mostrar hacia él—. Ha creído que se salvaría entregando a su cómplice. —De los dos —dijo tímidamente Coquart—, el presidiario es el que tiene más agallas... —Le dejo en libertad por hoy, Coquart —dijo el juez—. Con eso basta. Diga a la gente que espera que pueden marcharse y que vuelvan mañana. ¡Ah!, y vaya en seguida a ver si el señor procurador general está todavía en su despacho; si está, pídale una breve audiencia para mí. ¡Oh, aún estará! —añadió tras haber echado una ojeada a un horrible reloj de madera pintado de verde con ribetes dorados—. Son las tres y cuarto. Estos interrogatorios, pese a que se leen con tanta rapidez una vez registrados por escrito las preguntas y las respuestas, ocupan un tiempo enorme. Ésta es una de las causas de la lentitud de las instrucciones criminales y de la duración de las detenciones preventivas. Para los pequeños es la ruina, y para los ricos es una vergüenza; para todos una liberación inmediata compensa —en la medida en que puede ser compensado— el perjuicio que supone un arresto. Ésta es la razón por la que las dos escenas que se acaban de reproducir fielmente habían durado el mismo tiempo que Asia había necesitado para descifrar las órdenes de su amo, para hacer salir a una duquesa de su tocador y para infundir ánimos a la señora de Sérizy. En aquellos momentos Camusot, que quería sacar partido de su habilidad, cogió los dos interrogatorios, los releyó y se propuso enseñarlos al procurador general y pedirle su opinión. Mientras estaba deliberando de esta manera, volvió el ujier para decirle que un criado de la señora condesa de Sérizy quería hablar urgentemente con él. A una señal de Camusot, un ayuda de cámara que iba vestido como un señor, entró, miró uno tras otro al ujier y al magistrado, y dijo: —¿Es al señor Camusot a quien tengo el honor...? —Sí —contestaron el juez y el ujier.

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Camusot tomó una.carta que le entregó el criado, y leyó lo siguiente: "A causa de muchos intereses que puede usted comprender, apreciado Camusot, no interrogue usted al señor de Rubempré; tenemos pruebas de su inocencia para que sea liberado inmediatamente. "D. de Maufrigneuse, L. de Sérisy. "P.S. Destruya esta carta." Camusot comprendió que había cometido un grave error tendiendo aquellas trampas a Lucien, y empezó á obedecer a las dos grandes damas. Encendió una vela y destruyó la carta escrita por la duquesa. El criado saludó respetuosamente. —¿Viene entonces la señora de Sérizy? —preguntó. —Estaban enganchando el coche —contestó el criado. En aquel mismo instante, llegó Coquart y dijo al señor Camusot que el procurador general le esperaba. Sintiendo el peso del error que había cometido en detrimento de su interés personal y en provecho de la justicia, el juez, en quien siete años de práctica habían desarrollado la sutilidad que poseen los hombres de leyes que han tenido que habérselas con grisetas en el curso de su ejercicio, quiso proveerse de armas contra el resentimiento de las dos grandes damas. La vela con la que había quemado la carta estaba todavía encendida, y se sirvió de ella para precintar las treinta cartas de la duquesa de Maufrigneuse a Lucien, así como la correspondencia bastante voluminosa de la señora de Sérizy. Luego se personó en el despacho del procurador general. El Palacio de Justicia es un amasijo confuso de construcciones superpuestas las unas sobre las otras, algunas de ellas grandiosas, otras en cambio mezquinas, y que se perjudican entre sí por falta de unidad. La sala de los Pasos Perdidos es la mayor de las salas conocidas, pero su desnudez produce horror y ofrece un espectáculo deprimente. Esta enorme catedral de los pleitos aplasta bajo su enormidad el patio real. Por último, la galería comercial lleva a dos cloacas. En esta galería puede verse una escalera de doble rampa, un poco mayor que la de la policía correccional, y bajo la que se abre una gran puerta de dos batientes. La escalera conduce a la sala de lo criminal, y la puerta inferior a una segunda sala de lo criminal. Ha habido momentos en que los crímenes cometidos en el departamento del Sena han exigido dos sesiones. Por esta parte es donde se hallan la fiscalía del procurador general, la sala de los abogados, su biblioteca, los despachos de los abogados generales y los de los sustitutos del procurador general. Todos estos locales, ya que hay que emplear algún término genérico, están unidos por pequeñas escaleras de caracol y por sombríos pasillos que son la vergüenza de la arquitectura, de la ciudad de París y de toda Francia. En sus interiores, la primera de nuestras sedes de la justicia soberana supera a las

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cárceles en fealdad. El escritor costumbrista se inhibiría ante la necesidad de describir el repugnante pasillo de un metro de ancho en el que permanecen los testigos, en la sala de lo criminal de arriba. En cuanto a la estufa que sirve para calentar la sala de sesiones, deshonraría incluso a cualquier café del bulevar Montparnasse. El despacho del procurador general está situado en un pabellón octogonal que flanquea el cuerpo de la galería comercial, es de construcción reciente, en relación a la antigüedad del palacio, y ocupa una parte del terreno del patio correspondiente al sector de mujeres. Toda esta parte del Palacio de Justicia está a la sombra de las altas y magníficas construcciones de la Sainte-Chapelle. Por esta razón es sombría y silenciosa. El señor de Grandville, digno sucesor de los grandes magistrados del antiguo Parlamento, no había querido abandonar el Palacio sin resolver el asunto de Lucien. Esperaba noticias de Camusot, y el mensaje del juez le sumió en esa especie de ensoñación involuntaria que la espera provoca incluso en los espíritus más firmes. Estaba sentado en el hueco de la ventana de su gabinete; se levantó y se puso a andar de un extremo a otro de la habitación, porque estaba preocupado; sentía una inquietud inconcreta, debido a su intencionado encuentro de la mañana con Camusot, que se había mostrado muy poco comprensivo. He aquí el motivo de su inquietud: por una parte, la dignidad de sus funciones le impedía atentar a la independencia absoluta del magistrado inferior, mientras que por otra parte en aquel proceso estaba en juego el honor y la consideración de su mejor amigo, uno de sus más entrañables protectores, el conde de Sérizy, ministro de Estado, miembro del consejo privado, vicepresidente del Consejo de Estado y futuro canciller de Francia en caso de defunción del noble anciano que desempeñaba tan augusta función. El señor de Sérizy tenia la desgracia de adorar a su esposa, a la que, pese a todo, cubría siempre con su protección. Y el procurador general sabía muy bien el horrible escándalo que en los ambientes mundanos y en la corte iba a provocar la culpabilidad de un hombre cuyo nombre había sido tantas veces relacionado maliciosamente con de la condesa. "¡Ah! —se decía a sí mismo, cruzándose de brazos—, el poder real tenía en otros tiempos el recurso de las avocaciones... Nuestra manía de igualdad será la muerte de este mundo de hoy..." Aquel digno magistrado conocía el atractivo y las desgracias de las uniones ilícitas. Como ya se vio, Esther y Lucien habían ocupado la casa donde el conde de Grandville había vivido maritalmente y en secreto con la señorita de Bellefeuille, y de donde un día se había marchado, raptada por un miserable. (Véase Una doble familia, ESCENAS DE LA VIDA PRIVADA.)

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En el mismo instante en que el procurador general pensaba: "¡Camusot habrá hecho alguna tontería!", el juez de instrucción llamó a la puerta de su despacho. —¡Qué hay, mi querido Camusot! ¿Cómo va el asunto del que le hablaba esta mañana? —Mal, señor conde; lea y juzgue usted mismo. Entregó los dos atestados de los interrogatorios al señor de Grandville, que cogió sus lentes y se fue a leer al hueco de la ventana. Hizo una lectura rápida. —Ha cumplido usted su deber —dijo el procurador general con voz emocionada—. Todo está dicho, la Justicia seguirá su curso... Ha dado pruebas de demasiada habilidad para que se prescinda de un juez de instrucción como usted... Si el señor de Grandville hubiera dicho a Camusot: "¡Seguirá usted siendo durante toda su vida juez de instrucción!...", no habría sido más explícito que con esta frase de cumplido. Camusot se sintió recorrido por un escalofrío. —La señora duquesa de Maufrigneuse, a quien debo mucho, me había rogado... —¡Ah, la duquesa de Maufrigneuse! —dijo Grandville, interrumpiendo al juez—. Es verdad, es la amiga de la señora de Sérizy. Ya veo que no ha cedido usted a ninguna influencia. Ha hecho muy bien, caballero, será usted un gran magistrado... En aquel momento el conde Octave de Bauvan abrió sin llamar y dijo al conde de Grandville: —Amigo mío, aquí te traigo a una hermosa mujer que ya no sabía adonde dirigirse, que se había extraviado en vuestro laberinto... El conde Octave daba la mano a la condesa de Sérizy, que llevaba un cuarto de hora dando vueltas por el Palacio de Justicia. —¡Usted aquí, señora! —exclamó el procurador general, ofreciéndole su propio sillón—. ¡En qué momento ha venido!... He aquí al señor Camusot, señora —continuó, señalando al juez—. Bauvan —añadió, dirigiéndose al ilustre orador ministerial de la Restauración—, espéreme en el despacho del primer presidente, todavía estará allí; voy en seguida. El conde Octave de Bauvan comprendió no sólo que sobraba, sino que el procurador general quería tener alguna justificación para abandonar su gabinete. La señora de Sérizy no había cometido el error de ir al palacio en su magnífica berlina forrada de azul y con blasones, con su cochero uniformado y sus dos lacayos con calza corta y medias de seda blanca. En el momento de la salida, Asia había hecho comprender a las dos damas que debían tomar el coche de punto en el que ella y la duquesa habían venido; también

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había obligado a la amante de Lucien a ponerse aquellas ropas que llevaba y que, para las mujeres, es como lo que el manto color pared era antaño para los hombres. La condesa llevaba una levita parda, un viejo chal negro y un sombrero de terciopelo, cuyas flores habían sido quitadas y sustituidas por un velo de encaje negro muy tupido. —Ha recibido usted nuestra carta... —dijo a Camusot, cuyo atontamiento consideró una prueba de respeto admirativo. — Demasiado tarde, por desgracia, señora condesa —respondió el juez, que sólo tenía tacto y presencia de espíritu en su gabinete y frente a sus interrogados. —¿Cómo, demasiado tarde?... Miró al señor de Grandville y vio como en su rostro se mostraba la consternación. —No puede ser, no debe ser aún demasiado tarde —añadió con un tono despótico. Las mujeres, las mujeres hermosas y presuntuosas como la señora de Sérizy, son los niños mimados de la civilización francesa. Si las mujeres de los demás países supieran lo que es en París una mujer al día, con riquezas y blasones, querrían todas venir a gozar de esta magnífica majestad. Las mujeres, sometidas únicamente a los lazos de su bien parecer, a esa serie de leyes pequeñas, mencionadas ya muchas veces a lo largo de la COMEDIA HUMANA, a saber, el código Hembra, se burlan de las leyes que han hecho los hombres. Lo dicen todo, y no retroceden ante ninguna falta, ante ninguna tontería; porque todas «Has han comprendido admirablemente que no son responsables de nada en la vida, salvo de su honor femenino y de sus hijos. Dicen riendo las mayores enormidades. A propósito de cualquier cosa, repiten esa misma frase que dijo a su marido la bonita señora de Bauvan en los primeros tiempos de su matrimonio, un día que fue a buscarle al Palacio: "¡Acaba de juzgar de prisa y ven conmigo!" —Señora —dijo el procurador general—, el señor Lucien de Rubempré no es culpable de robo ni de envenenamiento; pero el señor Camusot le ha hecho confesar un crimen mayor que éstos... —¿Cuál? —preguntó ella. —Ha reconocido —le dijo al oído el procurador general— ser amigo y discípulo de un presidiario fugado. El padre Carlos Herrera, ese español que vivía con él desde hace aproximadamente siete años, parece ser nuestro famoso Jac-ques Collin... La señora de Sérizy parecía encajar las palabras del magistrado como si cada una de ellas fuera un golpe con una barra de hierro; pero este famoso nombre fue el golpe de gracia.

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—¿Y la conclusión de todo eso?... —dijo con voz desfalleciente.

—Es que el presidiario irá a la sala de lo criminal —repuso el señor de Grandville, enlazando con la frase de la duquesa y hablando en voz baja—, y que si Lucien no comparece al lado suyo como beneficiario consciente de los crímenes de este hombre, tendrá por lo menos que comparecer como testigo gravemente comprometido... —¡Ah, eso jamás!... —exclamó la mujer, muy alto y con una firmeza increíble—. Por lo que a mí respecta, no dudaría entre la muerte y la perspectiva de ver a un hombre de quien todo el mundo sabía que era mi mejor amigo, proclamado judicialmente cómplice de un presidiario... El rey quiere mucho a mi marido. —Señora —dijo con una sonrisa y en voz alta el procurador general—, el rey no tiene el menor poder sobre el más insignificante de los jueces de instrucción del reino, ni sobre los debates de una audiencia. Ahí radica la grandeza de nues tras instituciones. Yo mismo acabo de felicitar al señor Camusot por su habilidad... —Por su torpeza —replicó vivamente la condesa, que se preocupaba mucho menos del trato de Lucien con un bandido que de su unión con Esther. —Si leyera usted los interrogatorios en los que el señor Camusot ha sometido a los dos detenidos, podría ver que todo depende de él... Después de esta frase, la única que el procurador general podía permitirse, y tras lanzar una mirada de una agudeza femenina o, si se quiere, judicial, se dirigió hacia la puerta de su despacho. Al llegar al umbral, añadió, volviéndose: —Perdóneme, señora, tengo algo que decirle a Bauvan... Esto, en el lenguaje mundano, significaba para la condesa: "No quiero ser testigo de lo que va a ocurrir entre usted y Camusot." —¿Qué es eso de los interrogatorios? —dijo entonces Léontine, con dulzura, a Camusot, que había quedado muy avergonzado ante la esposa de uno de los personajes más importantes del Estado. —Señora —contestó Camusot—, un escribano consigna por escrito las preguntas del juez y las respuestas de los detenidos, y el atestado es firmado por el escribano, el juez y los detenidos. Estos atestados constituyen los elementos del sumario, y determinan el procesamiento y la comparecencia de los acusados ante la sala de lo criminal. —¿Y si se suprimen estos interrogatorios? —repuso "la condesa. —¡Ah, señora! Seria un crimen que ningún magistrado puede cometer, un crimen social. —Es un crimen mucho mayor contra mí el haberlos escrito;

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pero en estos momentos son la única prueba contra Lucien. Veamos, léame su interrogatorio para ver si queda alguna manera de salvarnos a todos. Dios mío, no se trata únicamente de mí, yo me daría muerte fríamente a mí misma; se trata también de la felicidad del señor de Sérizy. —Señora —dijo Camusot—, no crea que haya olvidado las atenciones que le debía. Si el señor Popinot hubiera sido el encargado de esta instrucción, habría sido usted más infeliz de lo que es conmigo; no habría venido a consultar al procurador general. No se sabría nada. Fíjese, señora, lo han cogido todo de casa del señor Lucien, incluso sus cartas... —¡Oh, mis cartas! —Ahi están, precintadas... —dijo el magistrado. La condesa, turbada, tocó la campanilla como si hubiera estado en su casa, y entró el mozo de oficina del procurador general. —¡Luz! —dijo ella. El mozo encendió una vela y la puso sobre la chimenea, mientras la condesa reconocía sus cartas, las contaba, las arrugaba y las iba tirando a la chimenea. A continuación, la condesa prendió fuego a aquel montón de papeles sirviéndose de la última carta, arrollada, a modo de antorcha. Camusot miraba cómo ardían los papeles con un aire bastante torpe, con ambos atestados en la mano. La condesa, que parecía ocupada únicamente en destruir las pruebas de su amor, observaba al juez con el rabillo del ojo. Midió el tiempo, calculó sus movimientos y, con una agilidad felina, le arrebató los dos atestados y los echó al fuego; Camusot los recuperó, la condesa se abalanzó sobre el juez y recuperó los papeles en llamas. Siguió una lucha durante la cual Camusot gritaba: —¡Señora, señora! Está usted atentando contra la... ¡Señora...! Un hombre se abalanzó en el despacho, y la condesa no pudo contener una exclamación al reconocer al conde de Sérizy, seguido por los señores de Grandville y de Bauvan. Sin embargo, Léontine, que quería salvar a Lucien a cualquier precio, no soltaba los terribles papeles sellados que tenía cogidos como con tenazas, aunque la llama hubiera producido ya algunas quemaduras en su delicada piel. Finalmente Camusot, cuyos dedos habían sido afectados también por el fuego, pareció avergonzarse de la situación y soltó los papeles; no quedaba más que la parte que había quedado aprisionada en las manos de ambos luchadores, única parte que el fuego no había podido consumir. La escena había durado menos tiempo que el necesario para leer su relato. —¿Qué es lo que ha provocado esta lucha entre usted y la señora de Sérizy? —preguntó el ministro de Estado a Camusot.

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Antes de que el juez contestara, la condesa fue a prender fuego a los papeles y los echó sobre los fragmentos de sus cartas que el fuego no había consumido todavía. —Tendré que presentar una denuncia contra la señora condesa —dijo Camusot. —¿Qué ha hecho, pues? —preguntó el procurador general, mirando alternativamente a la condesa y al juez. —He quemado los interrogatorios —contestó riendo la mujer al día, que estaba tan satisfecha de su hazaña que ni siquiera sentía sus quemaduras—. Si es un crimen, ¡qué le vamos a hacer! Que el caballero vuelva a empezar con sus garabatos. —Es la verdad —repuso Camusot, tratando de recuperar su dignidad. —Muy bien, todo va perfecto —dijo el procurador general—. Pero mi querida condesa, no hay que tomarse demasiadas veces tales libertades con la magistratura; podría llegar a ser necesario olvidar quien es usted. —El señor Camusot resistía valientemente a una mujer a la que no hay nada que resista; ¡el honor de la toga está a salvo! —dijo riendo el conde de Bauvan. —¡Caramba! ¿Resistía el señor Camusot?... —dijo riendo el procurador general—; tiene mucho valor, yo no me atrevería a resistir a la condesa. En aquel momento el grave atentado se convirtió en la roma de una mujer bonita, de la que el propio Camusot se reía. El procurador general vio entonces a un hombre que no reía. Asustado con razón por la actitud y la fisonomía del conde de Sérizy, el señor de Grandville le cogió aparte. —Amigo mío —le dijo al oído—, tu dolor me decide a transigir por primera y única vez en mi vida con mis deberes. El magistrado tocó la campanilla y acudió su mozo de oficina. —Diga al señor de Chargeboeuf que venga a verme. El señor de Chargeboeuf, abogado joven en período de pruebas, era el secretario del procurador general. —Mí querido amigo —dijo el procurador general, llevando a Camusot hacia el hueco de la ventana—, vayase a su despacho y vuelva a redactar con un escribano el interrogatorio del padre Carlos Herrera, que, por no haber sido firmado por él, puede repetirse sin ningún inconveniente. Mañana puede usted carear a este diplomático español con los señores de Rastignac y Bianchon, que no reconocerán en su persona a nuestro Jacques Collin. Al estar seguro de ser puesto en libertad, firmará los interrogatorios. En cuanto a Lucien de Rubempré, déjele en libertad esta noche misma, porque no es él quien va a hablar de un interrogatorio cuyo atestado ha sido suprimido... La

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Gaceta de los Tribunales anunciará mañana la inmediata liberación del joven. Veamos si la justicia resulta afectada por tales medidas. Si el español es el presidiario, tenemos mil maneras de volverle a detener y de procesarle, puesto que vamos a investigar por vía diplomática su conducta en España; Corentin, el jefe de la contrapolicía, nos lo vigilará, no le quitaremos el ojo de encima; de modo que trátelo bien, nada de incomunicación, hágale pasar la noche en la Pistola. ¿Acaso podemos matar al conde y a la condesa de Sérizy y a Lucien por un robo de setecientos cincuenta mil francos que aún es hipotético y que, por otra parte, se ha cometido en perjuicio de Lucien? ¿No vale más dejar que pierda esta suma que echar a perder su reputación...? Este joven es una manzana macada, no haga usted que se pudra... Todo esto es cuestión de media hora. Vaya, le esperamos. Son las tres y media, aún encontrará usted jueces, avíseme si puede tener un juicio de sobreseimiento en regla... En caso contrario, Lucien esperará hasta mañana por la mañana. Camusot salió tras haber saludado; pero la señora de Sérizy, que sentía entonces intensamente el dolor de las quemaduras, no le devolvió el saludo. El señor de Sérizy, que había salido precipitamente del despacho mientras el procurador general estaba hablando con el juez, regresó entonces con un pequeño tarro de cera virgen y untó con ella las manos de su esposa, diciéndole al oído: —Léontine, ¿por qué haber venido aquí sin avisarme? —¡Pobre querido! —le contestó ella al oído—. Perdóname, parezco una loca; pero se trataba tanto de ti como de mí. —Admito que ames a ese joven, si la fatalidad así lo dispone; pero no manifiestes tan abiertamente tu pasión ante todo el mundo —contestó el pobre marido. —Vamos, querida condesa —dijo el señor de Grandville tras haber hablado unos instantes con el conde Octave—, espero que invitará usted al señor de Rubempré a cenar hoy en su casa. Esta promesa produjo tal reacción sobre la señora de Sérizy, que rompió a llorar. —Creía que ya no tenía lágrimas —dijo, sonriendo—. ¿No podría usted conseguir que el señor de Rubempré se esperara aquí? —añadió. —Voy a tratar de encontrar a algún ujier para que nos lo traiga, para evitar que venga acompañado de la guardia —respondió el señor de Grandville. —¡Es usted bueno como el mismo Dios! —respondió la condesa al procurador general, con una efusión que convirtió su voz en música celestial. "¡Siempre son las mujeres así las que resultan deliciosas, irresistibles!...", pensó el conde Octave.

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Y tuvo un acceso de melancolía pensando en su mujer. (Véase Honorine, ESCENAS DE LA VIDA PRIVADA.) Al salir, el señor de Grandville se encontró con el joven Chargeboeuf, con quien intercambió algunas palabras para darle instrucciones sobre lo que tenía que decir a Massol, uno de los redactores de la Gaceta de los Tribunales. Mientras que mujeres bonitas, ministros y magistrados conspiraban para salvar a Lucien, he aquí cuál era su comportamiento en la Conserjería. Al pasar por el rastrillo Lucien había dicho al secretario que el señor Camusot le permitía escribir, y pidió plumas, tinta y papel. El ujier de Camusot dijo unas palabras al oído del director, y un vigilante recibió la orden de llevar al detenido todo lo que pedía. Durante el rato que tardó el vigilante en ir a buscar y en subir a Lucien lo que esperaba, el pobre muchacho, que no resistía la idea de su careo con Jacques Collin, quedó sumido en una fatal reflexión sobre el suicidio, tentación a la que había sucumbido ya una vez sin poder llevarla a término, y que entonces se estaba convirtiendo en una obsesión. Según ciertos grandes médicos alienistas, el suicidio, para determinados organismos, es la culminación de una alienación mental; desde el momento de su detención se había convertido para Lucien en una idea obsesiva. La carta de Esther, que releyó varias veces, aumentó la intensidad de su deseo de morir al recordarle el desenlace de Romeo yendo a reunirse con Julieta. He aquí lo que escribió:

ÉSTE ES MI TESTAMENTO La Conserjería, a quince de mayo de 1830. "Entrego a los hijos de mi hermana, la señora Éve Chardon, esposa de David Séchard, antiguo impresor de Angulema, y del señor David Séchard, la totalidad de bienes muebles e inmuebles que me pertenezcan el día de mi muerte, tras deducción de los pagos y legados que ruego a mi albacea lleve a cabo. "Ruego al señor de Sérizy que acepte el cargo de ser mi albacea.

"Se pagarán: i.° la suma de trescientos mil francos al reverendo padre Carlos Herrera, y 2.0 al señor barón de Nucingen la de un millón cuatrocientos mil francos, disminuida en setecientos cincuenta mil francos, si se hallan las sumas sustraídas de casa de la señorita Esther. "Entrego, como heredero de la señorita Esther Gobseck, una suma de setecientos sesenta mil francos a los hospicios de París para fundar un asilo dedicado especialmente a las prostitutas que quieran dejar su oficio de corrupción.

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"Además, entrego a los hospicios la suma necesaria para establecer una renta de treinta mil francos al cinco por ciento. Los intereses anuales se emplearán, semestralmente, para la liberación de presos por deudas, cuyas deudas suban hasta un máximo de dos mil francos. Los administradores de los hospicios elegirán entre los presos aquellos que hayan mostrado un comportamiento más digno. "Ruego al señor de Sérizy que dedique la suma de cuarenta mil francos para la construcción de un monumento en el cementerio del Este a la señorita Esther, y pido que yo sea inhumado junto a ella. Esta tumba será como los antiguos sepulcros, de planta cuadrada; nuestras dos figuras, de mármol blanco, estarán acostadas en su parte superior, con las cabezas apoyadas sobre cojines y con las manos unidas y alzadas hacia el cielo. No habrá ninguna inscripción en el sepulcro. ''Ruego al señor conde de Sérizy que entregue al señor Eugéne de Rastignac las alhajas de oro que se hallan en mi casa, como recuerdo mío. "Por último, ruego a mi albacea que, como tal, acepte el obseqi de mi biblioteca. "Lucien Churdón de Rubempré." Este testamento fue envuelto en ura carta dirigida al señor conde de Grandville, procurador general de la audiencia real de París, redactada en los siguientes términos: "Señor conde: "Pongo mi testamento entre sus manos. Cuando desdoble usted esta carta ya no estaré con vida. Debido al deseo de recobrar mi libertad, he respondido tan cobardemente a unas preguntas capciosas del señor Camusot, que, pese a mi inocencia, podría verme implicado en un proceso infamante. Aun cuando resultara absuelto y sin inculpación, la vida me parecería insoportable, teniendo en cuenta las susceptibilidades de los ambientes mundanos. "Le ruego que remita la carta que adjunto al reverendo Carlos Herrera, sin abrirla, y haga llegar al señor Camusot la retractación formal que adjunto también en este mismo envío. "Espero que nadie se atreva a violar un paquete dirigido a usted. Confiando en ello, me despido de usted ofreciéndole por última vez mis respetos y rogándole que me crea cuando le digo que al escribirle en esta ocasión le doy una prueba de mi agradecimiento por todos los favores con que ha colmado usted a su difunto servidor. "Lucien de R." AL REVERENDO PADRE CAREOS HERRERA

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"Mi querido padre, no he recibido más que favores de usted, y ahora acabo de traicionarle. Esta ingratitud involuntaria me mata, y cuando lea estas líneas ya no existiré; ya no tendrá usted ocasión alguna de salvarme. "Usted me había dejado el pleno derecho a perderle, tirándole al suelo como una colilla, si de ello sacaba alguna ventaja; pero lo que he hecho ha sido disponer de usted tontamente. Para librarme del atolladero y engañado por una hábil pregunta del juez de instrucción, su hijo espiritual, el hijo al que usted había adoptado, se ha pasado a las filas de los que quieren perderle a cualquier precio, queriendo afirmar la identificación —que yo sé que es imposible— entre usted y un criminal francés. Ya está todo dicho. "Entre un hombre de su poder y yo, de quien quiso usted hacer un personaje más grande de lo que mis capacidades permitían, sería improcedente andar con. nimiedades en el momento de la separación definitiva. Ha querido usted hacerme poderoso y llevarme a la gloria, y en realidad me ha precipitado al abismo del suicidio; eso es lo que ha ocurrido. Hace tiempo que veía como la desgracia estaba a punto de abatirse sobre mí. "Hay la posteridad de Caín y la de Abel, como usted de— ¡cía a veces. Caín, en el gran drama de la humanidad, es la! oposición. Usted desciende de Adán por esta línea, en la cual el diablo ha seguido insuflando aquel fuego cuya primera ¡chispa había dirigido a Eva. Entre los demonios de esta progenie, de vez en cuando, hay algunos terribles, que establecen unas amplias organizaciones que resumen todas las fuerzas humanas y que se parecen a esos animales febriles de los desiertos cuya vida exige el marco de los espacios inmensos que en ellos encuentran. Estos individuos son peligrosos en la Sociedad, como lo serían unos leones en plena Normandía: necesitan un pasto, devoran a ¡os hombres vulgares y se comen los escudos de los memos; su juego es tan peligroso que acaban matando al perro humilde que han convertido en compañero suyo y en ídolo: Cuando Dios así lo quiere, esos seres misteriosos llegan a ser Moisés, Atila, Carlomagno, Mahoma o Napoleón; pero cuando deja que tales instrumentos gigantéseos se cubran de herrumbre en el fondo del océano de una generación, no pasan entonces de ser Pugachev, Robespierre, Louvel y el padre Carlos Herrera. Dotados de un enorme ¡poder sobre las almas tiernas, las atraen y las trituran. Tiene una cierta grandeza y hermosura, a su manera. Es como la planta venenosa de brillantes colores que fascina a los niños en el bosque. Es la poesía del mal. Hombres como vosotros han de vivir en antros y no salir jamás de ellos. Me has hecho participar de esa vida gigantesca, y la vida me ha dado ya de sí cuanto podía darme. De modo que

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puedo apartar mi cabeza de los nudos gordianos de tu política para entregarla al nudo corredizo de mi corbata. "Para reparar mi falta, transmito al procurador general una retractación de mi interrogatorio. Trate de sacar partido de este documento. En virtud de un testamento en debida forma, le devolverán, reverendo padre, las sumas pertenecientes a su Orden que empleó usted con gran imprudencia a mi favor, movido por la paternal ternura que hacia mí ha mostrado. "Adiós, pues, adiós, estatua grandiosa del mal y de la corrupción; adiós a usted, que, de haber seguido la senda del bien, habría sido más que Cisneros, más que Richelieu; ha mantenido sus promesas: vuelvo a ser lo que era al borde del Charente, con la diferencia de que hoy le debo los encantamientos de un sueño; pero, por desgracia, ya no se trata del río de mi pueblo, donde iba a ahogar los devaneas de juventud; ahora es el Sena, y mi madriguera es una celda de la Conserjería. "No lo lamente: mi desprecio por usted igualaba a mi admiración. "Lucien."

DECLARACIÓN "Declaro retractarme enteramente de lo que contiene el interrogatorio al que me ha sometido hoy el señor Camusot. "El reverendo Carlos Herrera, habitualmente, decía ser mi padre espiritual, y he debido de equivocarme a propósito de estas palabras tomadas por el juez en otro sentido, seguramente por error. "Sé que con una finalidad política, y para aniquilar ciertos secretos relativos a los gabinetes de España y de las Tunerías, algunos agentes secretos de la diplomacia tratan de identificar al padre Carlos Herrera con un presidiario llamado Jacques Collin; sin embargo, el padre Carlos Herrera sólo me ha hablado, a este respecto, de sus esfuerzos por conseguir las pruebas de la muerte o de la existencia del susodicho Jacques Collin. "En la Conserjería, a 15 de mayo 1830. "Lucien de Rubempré." La fiebre del suicidio daba a Lucien una gran clarividencia, le confería esa activa fecundidad que experimentan todos los autores que se hallan bajo el estado febril que provoca la creación. Su empuje era tan grande, que escribió los cuatro documentos en media hora; hizo con ellos un paquete, lo lacró y, con la fuerza que da el delirio, imprimió en la cera el sello que llevaba en un dedo con sus armas; lo colocó muy visiblemente en el suelo, en mitad de la habitación. Seguramente era difícil concluir con mayor dignidad aquella falsa situación en la que se había sumido Lucien con tanta infamia: así libraba su memoria de todo oprobio y reparaba el daño inflingido

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a su cómplice en la medida en que el ánimo del dandy podía anular los efectos de la irreflexividad del poeta. Si Lucien hubiera estado en una de las celdas de incomunicación, se habría visto en la imposibilidad de cumplir su propósito, porque esas cajas de piedra tallada sólo tienen como mobiliario una especie de catre y un balde para satisfacer necesidades imperiosas. En ellas no se encuentra ni un clavo, ni una silla, ni siquiera un taburete. El catre está empotrado tan sólidamente que es imposible moverlo sin hacer un esfuerzo que sería fácilmente advertido por el vigilante, puesto que la mirilla de hierro está siempre abierta. Además, cuando el preso preventivo da que temer, se pone a un gendarme o a un agente para vigilarlo. En las habitaciones de la Pistola, y en la que Lucien ocupaba gracias a las atenciones que el juez había querido prodigar a un joven perteneciente a la alta sociedad de París, el lecho movible, la mesa y la silla podían servir para un suicidio, sin que por ello resultara fácil. Lucien llevaba una larga corbata azul de seda; ya mientras volvía del interrogatorio pensaba en la manera como Pichegru, de un modo más o menos voluntario, se había dado muerte. Mas para ahorcarse hay que hallar un punto de apoyo y un espacio suficiente entre el cuerpo y el suelo, para que los pies no encuentren ningún sustento. La ventana de su celda, que daba sobre el patio, no tenía falleba alguna, y los barrotes de hierro, colocados en la parte exterior, al estar separados de Lucien por el espesor del muro, no le permitían tomar ningún punto de apoyo. He aquí el plan que le sugirió rápidamente su inventiva para llevar a efecto el suicidio. Un paquete de ropa colocado en el cuévano de la ventana, además de privar a Lucien de la vista del patio, impedía también a los vigilantes ver lo que ocurría en la celda; si bien en la parte inferior de la ventana los cristales habían sido sustituidos por dos sólidas tablas, la parte superior, en cambio, conservaba, en cada mitad, unos pequeños cristales separados y mantenidos por las traviesas que los enmarcan. Encaramándose a su mesa, Lucien podía alcanzar la parte alta de la ventana, desprender dos cristales o romperlos, y encontrar así en el ángulo de la primera traviesa un punto de apoyo sólido. Se proponía atar allí su corbata, dar una vuelta sobre sí mismo para apretarla en torno a su cuello, tras haberla anudado bien, y apartar con el pie la mesa bien lejos. Así pues, acercó la mesa a la ventana sin hacer ningún ruido, se quitó la levita y el chaleco, y se subió sobre la mesa sin ninguna vacilación para hacer sendos orificios en el cristal, uno por encima y otro por debajo de la primera traviesa. Cuando estuvo sobre la mesa pudo echar una mirada al patio, espectáculo mágico que vio por vez primera. El director de la

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Conserjería, siguiendo la recomendación del señor Camusot de que tuviera para con Lucien las máximas atenciones, lo había hecho conducir, como ya se vio, por los pasadizos interiores de la Conserjería, cuyo acceso se halla en el subterráneo oscuro que está enfrente de la torre de la Plata, para evitar así que el elegante joven se viera sometido a las miradas de la muchedumbre de presos que se pasean por el patio. Juzgúese por lo que sigue si el aspecto de aquel patio no había de sobrecoger intensamente el alma de un poeta. El patio de la Conserjería está limitado, en la parte del río, por la torre de la Plata y la torre Bonbec; el espacio que las separa indica perfectamente por fuera cuál es la anchura del patio. La galería llamada de San Luis, que conduce de la galería comercial al tribunal de casación y a la torre Bonbec, donde se halla también, según dicen, el gabinete de san Luis, puede dar a los curiosos la medida de la longitud del patio, puesto que coincide con la suya. Las celdas de incomunicación y las Pistolas se hallan, pues, debajo de la galería comercial. La reina María Antonieta, cuya celda se hallaba bajo las que hoy sirven para la incomunicación, iba al tribunal revolucionario, que celebraba sus sesiones en el local de la audiencia solemne del tribunal de casación, por una majestuosa escalera que atravesaba uno de los espesos muros que sostienen la galería comercial y que hoy está condenada a desaparecer. Uno de los flancos del patio, el que corresponde a la galería de San Luis, ofrece a las miradas una hilera de columnas góticas entre las cuales los arquitectos de no sé qué época construyeron dos pisos de celdas para alojar al mayor número posible de acusados, empastando de yeso, barrotes y empotramientos los capiteles, las ojivas y los fustes de aquella magnífica galería. Bajo el llamado gabinete de San Luis, en la torre Bonbec, se halla una escalera de caracol que conduce a dichas celdas. Tal prostitución de los recuerdos más valiosos de Francia produce un efecto repugnante. Desde la altura en que se encontraba Lucien, su mirada captaba de refilón esta galería así como los detalles del cuerpo de edificio que une la torre de la Plata con la torre Bonbec; veía los techos en punta de las dos torres. Quedó boquiabierto, y el suicidio se retrasó debido a su admiración. Actualmente los fenómenos alucinatorios son hechos admitidos por la medicina, de modo que tales espejismos de los sentidos, esta extraña facultad de nuestro espíritu, ha dejado de ser objeto de discusión. Bajo el peso de un sentimiento convertido en monomanía debido a su intensidad, el hombre se halla a veces en el mismo estado en que le sumen el opio, el hachich y el protóxido de nitrógeno. Entonces aparecen espectros y fantasmas, los sueños toman cuerpo, y las cosas destruidas vuelven a vivir

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entonces bajo sus condiciones primigenias. Lo que en el cerebro no era más que una idea se transforma en un ser animado o en una creación viviente. La ciencia tiende a creer actualmente que, bajo el esfuerzo de las pasiones llevadas al paroxismo, el cerebro se inyecta de sangre, y que esta congestión produce en estado de vigilia las ¡espantosas visiones del ensueño; tal es la repugnancia que se tiene a considerar que el pensamiento sea una fuerza viva y generatriz. (Véase Louis Lambert, ESTUDIOS FILOSÓFICOS), Lucien vio el Palacio en toda su primitiva belleza. La columnata se le apareció en su esbeltez, juventud y frescor. El alojamiento de San Luis reapareció tal como había sido, y pudo admirar sus babilónicas proporciones y sus fantasías orientales. Aceptó aquella visión sublime como un poético adiós de la creación civilizadora. Mientras hacía sus preparativos para morir, se preguntaba como podía existir aquella maravilla desconocida en París. Era dos Lucien a la vez, un Lucien poeta paseándose por la Edad Media, bajo las arcadas y atalayas de San Luis, y otro Lucien que se aprestaba para el suicidio. En el instante en que el señor de Grandville acababa de dar las instrucciones a su joven secretario, se presentó el director de la Conserjería, con tal expresión en el rostro, que el procurador general tuvo el presentimiento de una desgracia. —¿Ha visto usted al señor Camusot? —le dijo. —No, señor —respondió el director—; su escribano Coquart me ha dicho que levantara la incomunicación del padre Carlos Herrera y que diera la libertad al señor de Rubempré, pero es demasiado tarde... —¡Dios mío! ¿Qué ha ocurrido? —Aquí tiene, señor —dijo el director—, un paquete de cartas para usted que le hará comprender la catástrofe. El vigilante del patio ha oído un ruido de vidrios rotos, en la Pistola, y el vecino del señor Lucien se ha puesto a chillar intensamente, porque oía los estertores de la agonía del pobre muchacho. El vigilante se ha puesto pálido ante el espectáculo que se ha ofrecido a su mirada: ha visto al detenido ahorcado de la ventana por medio de su corbata... Aunque el director hablara en voz baja, el grito terrible que profirió la señora de Sérizy mostró cómo en circunstancias decisivas nuestros órganos despliegan una potencia insospechada. La condesa oyó o adivinó, y antes de que el señor de Grandville se hubiera vuelto, sin que ni el señor de Sérizy ni el señor de Bauvan pudieran oponerse a tan rápido movimiento, salió como una flecha por la puerta y alcanzó la galería comercial, de donde corrió hasta la escalera que lleva a la calle de la Barillerie.

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Un abogado estaba depositando su toga en la puerta de uno de esos tenduchos que durante mucho tiempo se acumularon en esta galería y en los que se vendían zapatos y se alquilaban togas y birretes. La condesa preguntó cuál era el camino de la Conserjería. —Baje y gire a la izquierda; la entrada está en el muelle del Reloj, en la primera arcada. —Esta mujer está loca... —dijo la tendera—, habría que seguirla. Nadie habría podido seguir a Léontine, porque volaba. Un médico podría explicar cómo esas mujeres de mundo, cuyas energías carecen de aplicación alguna, logran exteriorizar tales recursos en los momentos críticos de sus vidas. La condesa se abalanzó a través de la arcada hacia la taquilla, con tanta rapidez, que el gendarme que estaba de guardia no la vio pasar. Como una pluma empujada por un vendaval, se abatió sobre la reja, cuyos barrotes agitó con tal furor que logró arrancar el que había cogido. Se hundió en el pecho los dos trozos hasta hacerse sangre, y se desplomó gritando: "¡Abran! ¡Abran!", con una voz que dejó helados a los vigilantes. Acudió el llavero. —¡Abran! Me manda el procurador general, ¡para salvar al muerto!... Mientras la condesa daba la vuelta por la calle de la Barillerie y por el muelle del Reloj, el señor de Grandville y el señor de Sérizy bajaban a la Conserjería por el interior del Palacio, intuyendo las intenciones de la condesa; pero a pesar de su apresuramiento, llegaron en el instante en que se desplomaba sin sentido junto a la primera reja y en que la alzaban los gendarmes que habían bajado de su cuerpo de guardia. Al ver al director de la Conserjería, abrieron el rastrillo, y trasladaron a la condesa a la escribanía; pero inmediatamente se puso en pie y se postró de rodillas, juntando las manos. —¡Verle!... ¡Verle!... ¡Oh, caballeros, no haré ningún daño! Pero si no quieren ver cómo me muero aquí... déjenme ver a Lucien, vivo o muerto... ¡Ah!, estás aquí, querido, elige entre mi muerte y... —Se desplomó—. Eres bueno —prosiguió la condesa—. ¡Te querré!... —¿Nos la llevamos?... —dijo el señor de Bauvan. —¡No, vamos a la celda donde está Lucien! —dijo el señor de Grandville, leyendo en los ojos extraviados del señor de Sérizy sus intenciones. Cogió a la condesa, la alzó y la tomó por un brazo, mientras que el señor de Bauvan la cogía por el otro. —¡Caballero! —dijo el señor de Sérizy al director—, un silencio de muerte sobre todo esto. —Puede estar tranquilo —contestó el director—. Hacen ustedes bien. Esta señora...

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—Es mi esposa... —¡Ah! Perdón, señor. Iba a decirle que seguramente se desvanecerá en cuanto vea al joven, y aprovechando su desmayo podrán llevársela en algún coche. —Es lo que yo he pensado —dijo el conde—. Mande a alguno de sus hombres al patio de Harlay, donde están mis criados, para decirles que vengan al rastrillo, allí no hay más que mi coche... —Podemos salvarle —decía la condesa, andando con un valor y una fuerza que sorprendieron a sus guardias—. Hay medios para devolver la vida... —Y arrastraba a los dos magistrados, gritando al vigilante—: Vamos, vaya más de prisa, ¡un segundo equivale a la vida de tres personas! Cuando se abrió la puerta de la celda y la condesa vio a Lucien ahorcado, pareciéndole ver sus vestidos colgados de una percha, primero dio un salto hacia él para abrazarlo y cogerlo; pero se desplomó con la cara contra el suelo de la celda, profiriendo gritos ahogados por una especie de estertor. Cinco minutos después el coche del conde se la llevaba hacia su casa; la habían tendido sobre cojines y su esposo iba arrodillado delante de ella. El coche de Bauvan había ido a buscar a un médico para prestar los primeros auxilios a la condesa. El director de la Conserjería examinaba la reja exterior del rastrillo y decía a su secretario: —¡No se escatimó nada! Los barrotes de hierro son forjados, habían sido sometidos a prueba y todo ello costó muy caro. ¿Qué ha pasado, pues, con este barrote?... El procurador general, de regreso a su despacho, tuvo que dar otras instrucciones a su secretario. Por suerte, Massol no había llegado todavía. Al poco rato de la salida del señor de Grandville, que se apresuró a ir a casa del señor de Sérizy, Massol fue a entrevistarse con su colega Chargeboeuf en el gabinete del procurador general.

—Querido amigo —le dijo el joven secretario—, si quiere hacerme un favor, ponga lo que voy a dictarle en el número de mañana de su Gaceta, en la sección de noticias judiciales; ponga usted mismo el encabezamiento del artículo. Escriba. Y le dictó lo siguiente:

"Se ha comprobado que la señorita Esther se dio muerte voluntariamente. "Hay que deplorar la detención del señor Lucien de Rubempré, no sólo por haberse demostrado la veracidad de su coartada y su inocencia, sino

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porque, además, en el momento en que el juez de instrucción daba orden de ponerle en libertad, dicho joven murió súbitamente."

—No hace falta que le aconseje la máxima discreción, mi querido amigo —dijo el joven abogado a Massol—, en torno al pequeño servicio que se le pide. —Ya que me concede el honor de depositar en mí su confianza, me tomaré la libertad —dijo Massol— de hacerle una observación. Esta noticia provocará comentarios injuriosos sobre la justicia... —La justicia es bastante fuerte para soportarlos —replicó el joven agregado de la fiscalía, con el orgullo de un futuro magistrado educado por el señor de Grandville. —Permítame usted, querido colega; con un par de frases se puede evitar esta desgracia. Y el abogado escribió lo siguiente: "Las formalidades de la justicia son totalmente ajenas a este funesto acontecimiento. La autopsia a la que se procedió inmediatamente demostró que esta muerte había sido debida a la ruptura de un aneurisma en una fase muy avanzada. Si el señor Lucien de Rubempré hubiera sido afectado por su arresto, la muerte se— habría producido mucho antes. En cambio, creemos poder afirmar que, lejos de sentirse afligido por su detención, el malogrado joven se reía de ella y decía a los que lo acompañaron de Fontainebleau a París que en cuanto se personara ante el juez su inocencia sería reconocida." —¿No cree usted que así se salva todo?... —preguntó el abogado-periodista. —Tiene usted razón, mi querido colega. —El procurador general se lo agradecerá mañana —replicó Mi ol con finura. Así, como pi le verse lo mayores acontecimientos de la vida se traducen en breves n jticias de mayor o menor veracidad. Eso mismo ocurre con muchas cosas mucho más solemnes que las referidas. Una vez llegados aquí, tanto para la gran mayoría como para la gente electa, quizá no parezca que este estudio esté totalmente concluido con la muerte de Esther y de Lucien; quizá Jacques Collin, Asia, Europa y Paccard, pese a la infamia de sus vidas, despienen el suficiente interés como para desear saber cuál fue su fin. Este último acto del drama puede, por otra parte, completar el cuadro de costumbres que incluye este estudio y describí desenlace de los distintos intereses dejados en suspenso, que se habían visto entremezclados de un modo tan singular, lendo confluir a algunas de

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las figuras más viles del mundo de los presidios con personajes de la más elevada posición. París, marzo de 1846.

CUARTA PARTELA ÚLTIMA ENCARNACIÓN DE VAUTRIN

—¿Qué ocurre, Madeleine? —dijo la señora Camusot al ver entrar en su cuarto a su camarera con la expresión que suele adoptar la gente en las circunstancias críticas. —Señora —respondió Madeleine—, el señor acaba de volver del Palacio; pero su rostro refleja tanto la consternación, y se halla en tal estado, que quizá seria preferible que la señora fuera a verle a su despacho. —¿Ha dicho alguna cosa? —preguntó la señora Camusot. —No, señora; pero nunca habíamos visto al señor con tan mala cara, parece que esté al borde de una enfermedad; está pálido, parece indispuesto, y... Sin esperar el final de la frase, la señora Camusot se abalanzó fuera de su habitación y corrió al cuarto de su marido. Vio al juez de instrucción sentado en un sillón, con las piernas extendidas, la cabeza apoyada en el respaldo, las manos colgando, la cara pálida y los ojos extraviados, exactamente como si estuviera a punto de desmayarse. —¿Qué te pasa, querido? —dijo la joven esposa, asustada. —¡Ay, mí pobre Amélie! Ha ocurrido algo funesto... Todavía sigo temblando de pensarlo. Imagínate que el procurador general... No, que la señora de Sérizy... que... No sé por dónde empezar. —¡Empieza por el final!... —dijo la señora Camusot. —Pues, en el mismo momento en que, en la cámara del consejo de la Primera, el señor Popinot acababa de estampar su firma, la última firma necesaria al pie de la declaración de sobreseimiento resultante de mi informe, y que dejaba en libertad a Lucien de Rubempré... En suma, cuando todo estaba ya terminado, el escribano se llevaba al chupatintas yo iba a quedar libre de esta historia... he aquí que aparee el presidente del tribunal y, tras examinar la declaración, dice: "—¡Pone usted en libertad a un muerto! —Su expresión era fríamente sarcástica, y añadió—: Este joven se ha ido a presentar, según la fórmula del señor de Bonald, delante de su juez natural. Ha muerto de apoplejía fulminante... "Esto me tranquilizó, pues creí que había sido un accidente.

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"—Si no le entiendo mal, señor presidente —dijo el señor Popinot—, se trata de la apoplejía de Pichegru. —Caballeros —repuso el presidente con su gesto grave—, sepan que, para todo el mundo, el joven Lucien de Rupembré habrá muerto de la ruptura de un aneurisma. "Nos miramos todos unos a otros. "—Algunos personajes de alta posición están mezclados en este deplorable asunto —dijo el presidente—. ¡Dios quiera, y en interés suyo, señor Camusot, aunque usted no haya hecho más que su deber, que la señora de Sérizy no se vuelva loca del golpe que ha sufrido! Se la acaban de llevar casi muerta. Acabo de encontrar a nuestro procurador general en tal estado de desesperación, que me ha conmocionado. ¡Ha dado usted demasiado a la izquierda, querido Camusot! —me ha dicho al oído. "Ay, querida mía, al salir apenas podía andar. Mis piernas me temblaban tanto que no me he atrevido a salir a la calle, y he ido a reponerme a mi despacho. Coquart, que estaba guardando el expediente de esa maldita instrucción, me ha contado que una mujer hermosa había tomado la Conserjería por asalto, que había querido salvar la vida de Lucien, por quien está loca, y que se había desmayado al verle ahorcado con su corbata de una ventana de la Pistola. La idea de que la manera como he interrogado a ese desgraciado joven, que, por otra parte, y entre nosotros, era perfectamente culpable, haya podido ser la causa de su suicidio, me ha venido atormentando desde que he salido del Palacio, y sigo estando a punto de desvanecerme... —Vamos, no vas a pensar que eres un asesino porque un preso se ahorca en su celda en el momento en que ibas a dejarlo en libertad, ¿verdad?... —exclamó la señora Camusot—. Un juez de instrucción es en estos casos como un general montado a caballo al que le matan el caballo... Eso es todo. —Comparaciones de este estilo, querida, sólo sirven para bromear, y no estamos.ahora para bromas. El muerto se lleva al vivo, en este caso. Lucien se lleva nuestras esperanzas a la tumba. —¿Tú crees?... —dijo la señora Camusot con ironía. —Sí, mi carrera ha tocado a su fin. Seguiré siendo toda mi vida un simple juez del tribunal del Sena. El señor de Grandville, ya antes de ese trágico final, estaba muy descontento del giro que tomaba la instrucción; pero las palabras que le ha dicho a nuestro presidente confirman que mientras el señor de Grandville sea procurador general, jamás ascenderé. ¡Ascender! He aquí la palabra terrible, la idea que, en nuestros días, transforma al magistrado en funcionario.

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Antes, el magistrado era en seguida todo lo que debía ser. Los tres o cuatro birretes de las presidencias de cámara bastaban en cada parlamento para los ambiciosos. Un cargo de consejero contentaba tanto a un De Brosses como a un Mole, y tanto en Dijon como en París. Este cargo, que era ya de por sí una fortuna, requería otra fortuna previa para desempeñarlo bien. En París, fuera del parlamento, la gente de leyes sólo podía aspirar a tres formas de vida superiores: la de inspector general, la de ministro de Justicia y la de canciller. Por debajo de los parlamentos, en la esfera inferior, un lugarteniente del Tribunal de Apelaciones era un personaje de suficiente importancia para que se contentara con permanecer durante toda su vida en su puesto. Compárese la posición de un consejero de la audiencia real de París, cuya fortuna se limita, en 1829, a sus emolumentos, con la de un consejero del parlamento en 1729. La diferencia es considerable. Actualmente, en una época en que el dinero es la garantía social universal, se exime a los magistrados de poseer grandes fortunas contrariamente a lo que hacía antaño; por eso se hacen diputados y pares de Francia, y acumulan una magistratura tras otra; por eso son a la vez jueces y legisladores y van a buscar el prestigio en posiciones que no son precisamente las que debieran conferirles todo su esplendor. Por último, los magistrados aspiran a distinguirse para ascender, como ocurre en el ejército y en la administración. Esta aspiración, si bien no altera la independencia del magistrado, es demasiado conocida y demasiado natural, y sus efectos demasiado visibles, para que la magistratura no pierda algo de su majestad ante la opinión pública. El sueldo pagado por el Estado convierte al sacerdote y al magistrado en empleados. Los puestos a escalar desarrollan la ambición; la ambición engendra complacencia hacia el poder; por último, la igualdad moderna coloca al reo y al juez al mismo nivel social. Así pues, las dos columnas de todo orden social, la Religión y la Justicia, se han visto disminuidas en el siglo diecinueve, cuando se pretende haber progresado en todos los terrenos. —¿Y por qué no habrías de ascender? —dijo Amélie Camusot. Miró a su marido con gesto burlón, sintiendo la necesidad de infundir fuerza al hombre portador de su ambición propia, y al que hacía bailar al son que quería. —¿Por qué desesperarse? —prosiguió, con un ademán que puso claramente de manifiesto su despreocupación por la muerte del detenido—. Este suicidio va a hacer felices a las dos enemigas de Lucien, la señora de Espard y su prima, la condesa Châtelet. La señora de Espard está en muy buenas relaciones con el ministro de Justicia, y a través de ella puedes

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conseguir una audiencia con Su Excelencia para contarle los secretos del caso. Y si el ministro de Justicia está de tu parte, ¿qué tienes que temer de tu presidente y del procurador general?...

—Pero, ¿y el señor y la señora de Sérizy?... —exclamó el pobre juez—. ¡La señora de Sérizy, te lo repito, se ha vuelto loca! ¡Y loca por mi culpa, dicen! —¡Precisamente, juez sin juicio! —exclamó la señora Camusot, riendo—, si está loca ya no podrá molestarte. Veamos, cuéntame todos los detalles de la jornada. —Dios mío —respondió Camusot—, en el momento en que acababa de hacer confesar al desdichado muchacho, y en que acababa de declarar que el supuesto sacerdote español es efectivamente Jacques Collin, recibí de la duquesa de Maufrigneuse y de la señora de Sérizy, por un criado suyo, una pequeña nota en la que me rogaban que no le interrogara. Todo estaba ya consumado... —¡Pero perdiste la cabeza! —dijo Amélie—. Con la confianza que te merece tu escribano, podías hacer volver a Lucien, tranquilizarle hábilmente y corregir el interrogatorio. —Tú eres como la señora de Sérizy, ¡te burlas de la Justicia! —exclamó Camusot, incapaz de ofender su profesión—. ¡La señora de Sérizy me cogió los atestados y los echó al fuego! —¡Eso es una mujer de verdad! ¡Bien hecho! —exclamó ¡a señora Camusot. —La señora de Sérizy me dijo que haría saltar el Palacio por los aires antes que permitir que un joven que había gozado tanto del favor de la duquesa de Maufrigneuse como del suyo propio fuera a parar al banquillo de la sala de lo criminal junto con un presidiario. —Pero, Camusot —dijo Amélie, sin poder reprimir una sonrisa de superioridad—, tu posición es magnífica... —¡Oh, sí soberbia! —Has cumplido con tu deber... —Pero con unos resultados muy poco felices, y a pesar del consejo jesuítico del señor de Grandville, a quien encontré en el muelle Malaquais... —¿Esta mañana? —Sí, esta mañana. —¿A qué hora? —A las nueve. —¡Ay, Camusot! —dijo Amélie, juntando sus manos y retorciéndoselas—. Y yo que no paro de repetirte que te fijes en todo... ¡Dios mío, no es un hombre eso que llevo a cuestas, es un pedazo de carne con ojos!... Pero, Camusot,

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tu procurador general te ha salido al paso, y ha debido hacerte algunas recomendaciones... —Sí, claro. —¡Y tú no les has comprendido! Si eres sordo, serás toda tu vida juez de instrucción, y sin ninguna instrucción, por añadidura. ¡A ver si aciertas a escucharme! —añadió, haciendo callar a su marido que quería decir algo—. ¿Crees que el asunto está terminado? —dijo Amélie. Camusot miró a su mujer con la cara que ponen los campesinos oyendo hablar a un charlatán de feria. —Si la duquesa de Maufrigneuse y la condesa de Sérizy están comprometidas, has de tenerlas a ambas de protectoras —siguió Amélie—. A ver, la señora de Espard te conseguirá una audiencia con el ministro de Justicia, en la que le contarás el secreto del caso; él irá a entretener al rey contándoselo, puesto que todos los reyes gustan de conocer el envés de las alfombras y de saber los verdaderos motivos de los acontecimientos que el público contempla boquiabierto. A partir de este momento, ni el procurador general ni el señor de Sérizy serán ya de temer... —¡Qué tesoro, una mujer como tú! —exclamó el juez, recobrando valor—. Después de todo he recuperado&& a Jac-ques Collin; ahora voy a mandarle a la sala de lo criminal a que le ajusten las cuentas, voy a poner todos sus crímenes al descubierto. En la vida profesional de un juez instructor un proceso semejante es toda una victoria... —Camusot —repuso Amélie, viendo complacida que su marido se había recuperado de la postración moral y física en que le había sumido el suicidio de Lucien de Rubempré—, el presidente te ha dicho antes que habías golpeado demasiado a la izquierda; ahora, en cambio; estás dando demasiado a la derecha... ¡Te vuelves a desviar, amigo mío! El juez de instrucción se quedó de pie, mirando a su mujer con una especie de asombro. —El rey y el ministro de Justicia podrán estar muy satisfechos de enterarse del secreto de este caso, pero también pueden molestarse al ver que los abogados de ideas liberales hacen comparecer ante el tribunal de la opinión pública y ante el de la sala de lo criminal, con sus alegatos, a personajes tan importantes como los Sérizy, los Maufrigneuse y los Grandlieu, y en definitiva a todos los que, directa o indirectamente, se hallan mezclados con el proceso. —¡Todos están liados en el asunto!... ¡Los tengo cogidos! —exclamó Camusot. El juez se levantó y caminó por su despacho como Sganarelle cuando trata de salir de algún atolladero.

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—¡Escucha, Amélie! —prosiguió, plantándose delante de su mujer—. Ahora recuerdo un detalle aparentemente sin ninguna importancia, pero que en la situación en que me hallo cobra un interés decisivo. Imagínate, querida, que este Jacques Collin es un campeón c|e la astucia, del disimulo y del éhgaño... es de una profundidad... Es... ¿cómo decirlo?... ¡El Cromwell del presidio?... Jamás había encontrado a ningún sinvergüenza como él; ¡por poco me engaña! Pero en cualquier instrucción criminal el extremo de un hilo que aparece casualmente permite desenredar la madeja con la que uno se paseaba por los entresijos de las conciencias más tenebrosas o de los hechos más oscuros. Cuando Jacques Collin me ha visto hojear las cartas recogidas en el domicilio de Lucien de Rubempré, ha echado una ojeada como si quisiera asegurarse de que no había otro paquete, y luego ha dejado entrever visiblemente su satisfacción. Aquella mirada de ladrón que evalúa un tesoro, aquel ademán del reo que piensa que le queda algún arma, me han hecho comprender un montón de cosas. Sólo vosotras las mujeres sois capaces de concentrar en una simple mirada, como hacemos nosotros los jueces y como hacen los interrogados, complejísimas situaciones en las que se deslizan engaños tan complicados como cerrojos de seguridad. En un segundo se intercambian enormes cantidades de sospechas. Es espantoso, en una sola mirada la vida y la muerte están en juego. En seguida he pensado que aquel individuo debía de tener otras cartas escondidas. Pero luego los otros innumerables detalles del caso han exigido toda mi atención. He postergado este incidente Porque creía que tendría que confrontar más tarde a los dos detenidos y que entonces ya podría aclarar este punto de la instrucción. Tengamos pues por cierto que Jacques Collin, siguiendo la costumbre de toda esa chusma, ha guardado en lugar seguro las cartas más comprometedoras de la correspondencia del hermoso joven ídolo de tantas... —¿Y de qué tienes miedo, Camusot? ¡Serás presidente de tribunal en la audiencia real mucho antes de lo que esperabas!... —exclamó la señora Camusot con el rostro radiante—. ¡Veamos! ¡Tienes que actuar de modo que satisfagas a todo el mundo, porque el caso se está poniendo tan serio que bien podría ser que nos lo ROBARAN!... ¿Acaso no le quitaron a Popinot de las manos, para dártelo a ti, el sumario del proceso de interdicción intentado por la señora de Espard contra su marido? —dijo, replicando al gesto de sorpresa que hizo Camusot—. ¿No podría, pues, el procurador general, que demuestra tanto interés por el honor del señor y la señora de Sérizy, llevar el asunto a la audiencia real y lograr que alguno de sus consejeros se hiciera con el sumario para instruirlo de nuevo?...

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—¡Pero, querida! ¿Dónde has estudiado derecho penal? —exclamó Camusot—. Lo sabes todo, eres mi maestro... —¡Pues qué! ¿Crees que mañana por la mañana el señor de Grandville no estará asustado ante la probable defensa de un abogado que ese Jacques Collin se encargará de buscar? ¡Porque es seguro que irán a ofrecerle dinero para que sea su defensor!... Esas señoras saben el peligro en que se hallan tanto como tú, por no decir mejor; se lo dirán al procurador general, el cual, a estas horas, debe de estar ya imaginando a todas esas familias muy cerca del banquillo de los acusados a consecuencia de la relación del presidiario con Lucien de Rubempré, prometido de la señorita de Grandlieu, con Lucien, amante de Esther, examante de la duquesa de Maufrigneuse y querido de la señora de Sérizy. De modo que tienes que maniobrar de tal manera que consigas atraerte las simpatías de tu procurador general y el reconocimiento del señor de Sérizy, de la marquesa de Espard y de la condesa de Châtelet, y de manera que logres añadir a la protección de la señora de Maufrigneuse la de la casa de Grandlieu, y que tu presidente te felicite. Yo me encargo de las señoras de Espard, de Maufrigneuse y de Grandlieu. Tú tienes que ir mañana por la mañana a ver al procurador general. El señor de Grandville es un hombre que vive separado de su esposa; durante diez años tuvo por amante a una tal señorita de Bellefeuille, que le dio varios hijos adulterinos, ¿no es así? De modo que este magistrado tampoco es un santo, es un hombre como cualquier otro; se le puede seducir, por algún sitio se le podrá atacar: hay que descubrir su punto flaco y halagarle; pídele consejos, hazle advertir los peligros del caso; en fin, procura comprometerle contigo, así estarás... —¡Tendría que besar las huellas de tus pies! —dijo Camusot interrumpiendo a su mujer, cogiéndola por la cintura y estrechándola contra su pecho—. ¡Amélie, eres mi salvación! —He sido yo quien te he remolcado de Alençon a Mantes y de Mantes al tribunal del Sena —contestó Amélie—. ¡Pues bien! ¡No pases cuidado!... Quiero que dentro de cinco años me llamen señora presidenta; pero, cariño, medita siempre un buen rato antes de tomar una decisión. El oficio de juez no es el de bombero, no tenéis que apagar incendios, tenéis tiempo de sobra para reflexionar; por eso las tonterías son imperdonables en vuestro caso... —La fuerza de mi situación radica enteramente en la identidad de Jacques Collin —repuso el juez tras una larga pausa—. Cuando dicha identidad esté bien establecida, aunque la audiencia real me quite la instrucción del caso, será de todos modos un hecho firmemente probado, del cual no podrá prescindir ningún magistrado, juez ni consejero. Habré hecho como los niños

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cuando atan una lata al rabo de un gato: dondequiera que vaya a parar la causa para su instrucción, hará sonar la hojalata de Jacques Collin. —¡Muy bien! —dijo Amélie. —Y el procurador general preferirá habérselas conmigo que con cualquier otro, porque yo seré el único capaz de quitar esta espada de Damocles suspendida sobre el corazón mismo del faubourg Saint-Germain... Pero ¡no sabes lo difícil que es lograr este espléndido resultado!... Hace un rato, el procurador general y yo, en su gabinete, hemos convenido admitir la identidad que Jacques Collin se atribuye, es decir, la de Carlos Herrera, un canónigo del cabildo de Toledo; hemos convenido aceptar su condición de enviado diplomático y dejar que lo reclame la embajada de España. "Una ve establecido este plan, es cuando he firmado el informe qué dejaba en libertad a Lucien de Rubempré y he rehecho los interrogatorios de mis dos interrogados, dejándolos más blancos que la nieve. Mañana, los señores de Rastignac, Bianchon y no sé quién más tienen que ser careados con el supuesto canónigo del cabildo real de Toledo; no lo identificarán con Jacques Collin, que fue arrestado en presencia suya, hace diez años, en una casa de huéspedes donde le conocieron bajo el nombre de Vautrin. Se produjo un momento de silencio, durante el cual estuvo reflexionando la señora Camusot. —¿Estás seguro de que tu preso preventivo es Jacques Collin? —preguntó. —Seguro —contestó el juez—, y el procurador general también. —Entonces procura provocar un escándalo en el Palacio de Justicia sin dejarte ver. Si tu pájaro está aún incomunicado, vete a ver al director de la Conserjería y haz que identifiquen públicamente al presidiario. En lugar de imitar a los niños, imita a los ministros de gobernación de los regímenes absolutistas, que inventan conspiraciones contra el soberano para atribuirse el mérito de haberlas hecho fracasar, puesto que así se hacen indispensables; pon en peligro a tres familias para tener luego la gloria de haberlas salvado. —¡Caramba, qué suerte! —exclamó Camusot—. Tengo la cabeza tan embrollada que ya no me acordaba de este detalle. Coquart ha llevado al señor Gault, el director de la Conserjería, la orden de trasladar a Jacques Collin a la Pistola. Ahora bien, gracias a las gestiones de Bibi-Lupin, que es enemigo de Jacques Collin, han llevado de la Force a la! Conserjería a tres criminales que le conocen; si mañana por la mañana baja al patio, es de esperar que se produzcan escenas terribles... —¿Por qué? —Porque Jacques Collin, querida, era el depositario de los fondos del presidio, que alcanzaban cifras considerables, y, según se dice, los dilapidó

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para sostener la vida de lujo del difunto Lucien; ahora van a pedirle cuentas. Bibi-Lupin me ha dicho que será una matanza que requerirá la intervención de los vigilantes, y así el secreto se pondrá de manifiesto. Está en juego la vida de Jacques Collin. Si voy al Palacio temprano, podré hacer atestado referente a su identificación. —¡Ojalá sus comitentes te libraran de él! ¡Tu prestigio aumentaría! No vayas a casa del señor de Grandville, espérale en su gabinete con esta arma tremenda. Es un cañón cargado que apunta a las tres familias más importantes de la corte y de los pares. Sé valiente, propon al señor de Grandville que os libréis de Jacques Collin transfiriéndole a la Force, donde los presos saben cómo eliminar a los soplones. Por mi parte, iré a ver a la duquesa de Maufrigneuse, que me acompañará a casa de los Grandlieu. Quizá vea también al señor de Sérizy. Confía en mí para dar la alarma en todas partes. Sobre todo, mándame una breve nota para que sepa si el cura español es reconocido judicialmente como Jacques Collin. Arréglatelas para salir del Palacio a las dos, pues te habré conseguido una audiencia particular del ministro de Justicia: quizás estará en casa de la marquesa de Espard. Camusot seguía plantado, con un gesto de admiración que hizo sonreír a la hábil Amélie. —Vamos, ven a cenar y ponte alegre —dijo para terminar—. ¡Fíjate! Sólo hace dos años que estamos en París y ahí tienes la oportunidad de llegar a consejero antes de fin de año. De ahí a la presidencia de algún tribunal de la audiencia, cariño, no habrá más distancia que algún que otro servicio prestado en algún asunto político. Esta secreta deliberación muestra hasta qué punto los actos y las palabras más insignificantes de Jacques Collin, ultimo personaje de este estudio, afectaban al honor de las familias entre las cuales había introducido a su difunto pupilo. La muerte de Lucien y la invasión de la Conserjería por la condesa de Sérizy acababan de promover tal perturbación en los engranajes de la máquina, que el director había olvidado sacar al cura español de su incomunicación. Aunque haya más de un caso en los anales judiciales, la muerte de un preso preventivo durante la instrucción de un proceso es un acontecimiento suficientemente insólito para que vigilantes, escribano y director hubieran perdido la tranquilidad en que se desarrollan habitualmente sus vidas. No obstante, para ellos el mayor acontecimiento no era aquel guapo mozo transformado tan rápidamente en cadáver, sino la ruptura del barrote de hierro forjado de la primera reja del rastrillo por obra de las manos delicadas de una mujer de mundo. El director, el escribano y los vigilantes, en cuanto

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el procurador general y el conde Octave de Bauvan se hubieron marchado en el coche del conde de Sérizy llevándose a su esposa desmayada, se agruparon en el rastrillo y acompañaron a la salida al señor Lebrun, el médico de la cárcel, llamado para comprobar la muerte de Lucien y para deliberar acerca del caso con el forense del barrio donde vivía el desdichado joven. En París llaman médico de los muertos al forense encargado, en cada alcaldía, de ir a verificar las defunciones y examinar sus causas. Con la rápida intuición que le caracterizaba, el señor de Grandville había creído necesario, para el honor de las familias comprometidas, hacer redactar el acta de defunción de Lucien en la alcaldía de la que depende el muelle Malaquais, donde vivía el difunto, y conducirlo de su domicilio a la iglesia de Saint-Germain-des-Près, donde iba a celebrarse el funeral. El señor de Grandville mandó llamar a su secretario el señor de Chargebceuf y le dio órdenes al respecto. El traslado de Lucien debía llevarse a cabo durante la noche. El joven secretario estaba encargado de entenderse directamente con la alcaldía, la parroquia y la administración de pompas fúnebres. De esta manera, para la gente de mundo, Lucien habría muerto ya libre y en su casa, su féretro partiría de su domicilio y sus amigos serían convocados allí mismo para la ceremonia. Así pues, en el instante en que Camusot, apaciguado el ánimo, se sentaba a la mesa con su ambiciosa media naranja, el director de la Conserjería y el señor Lebrun, médico de la cárcel, estaban en la parte exterior del rastrillo lamentando la fragilidad de los barrotes de hierro y la fuerza de las mujeres enamoradas.

—¡No se tiene idea del enorme poder nervioso que hay en el hombre sobreexcitado por la pasión! —decía el doctor al señor Gault—. La dinámica y las matemáticas carecen de signos y cálculos para describir esta fuerza. Mire, ayer fui testigo de algo que me estremeció y que explica la terrible potencia física desplegada hace un rato por aquella mujercita. —Cuéntemelo —dijo el señor Gault—; tengo una cierta debilidad por el magnetismo, sin creer en él: me intriga. —Un médico magnetizador, porque los hay en nuestra profesión que creen en el magnetismo —repuso el doctor Lebrun,—, me propuso que experimentara sobre mí mismo un fenómeno que me estaba describiendo y del cual yo dudaba: Yo consentí, movido por la curiosidad de comprobar por mí mismo una de esas extrañas crisis nerviosas con las que se prueba la existencia del magnetismo. He aquí los hechos. Quisiera saber lo que diría nuestra Academia de Medicina si sus miembros, uno tras otro, fueran

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sometidos a esta acción que no deja la menor escapatoria a la incredulidad. Mi viejo amigo... "Este médico —dijo el doctor Lebrun, abriendo un paréntesis— es un anciano perseguido por la Facultad a causa de sus opiniones, desde los tiempos de Mesmer; tiene setenta[r o setenta y dos años y se llama Bouvard. Actualmente es el patriarca de la doctrina del magnetismo animal. Soy como un hijo para este hombre, y le debo mi actual situación. El anciano y respetable Bouvard me proponía que atendiera a la prueba de que la fuerza nerviosa puesta en marcha por el magnetizador era no infinita, puesto que el hombre está sometido a leyes determinadas, pero que operaba como aquellas fuerzas de la naturaleza cuyos principios absolutos escapan a nuestros cálculos. "—Así —me dijo—, si quieres dejar tu muñeca en la mano de una sonámbula que en estado de vigilia no podría apretártela más allá de una determinada fuerza, tendrás que reconocer que, en el estado que tan tontamente se llama de sonambulismo, sus dedos tienen la facultad de apretar como unas tenazas en manos de un cerrajero. "Pues bien, caballero, cuando hube dejado mi muñeca en manos de la mujer, no dormida, pues Bouvard rechaza esta expresión, sino aislada, y cuando el anciano le hubo ordenado que me apretara con toda su fuerza e indefinidamente la muñeca, tuve que rogar que parara al sentir que la sangre iba a brotarme de la punta de los dedos. ¡Mire! ¡Fíjese en el brazalete que voy a llevar durante más de tres meses!" —¡Demonio! —dijo el señor Cault, mirando una equimosis circular parecida a la que hubiera podido producir una quemadura. > —Mi apreciado Gault —repuso el médico—, si me hubiera cogido la muñeca con un aro de hierro, apretándolo un cerrajero con un torniquete, no habría sentido un dolor tan intenso como con los dedos de aquella mujer; su muñeca era de acero inflexible, y tengo la seguridad de que habría podido quebrarme los huesos y separarme la mano del brazo. La presión, que empezó de un modo insensible, fue aumentando ininterrumpidamente, añadiendo en cada momento una nueva fuerza a la fuerza de la anterior presión; un torniquete no habría hecho mejor trabajo que aquella mano, convertida en instrumento de tortura. Me parece, pues, demostrado que, bajo el imperio de la pasión, que es lá voluntad concentrada en un punto y que alcanza cantidades de energía animal incalculables (como las diferentes clases de potencias eléctricas), el hombre puede reunir su entera vitalidad en tal o cual órgano suyo, ya sea para el ataque o para la defensa... Aquella mujer, bajo la presión de su desespero, había concentrado su potencia vital en sus puños.

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i —Hace falta mucha para romper un barrote de hierro forjado... —dijo el jefe de los vigilantes, moviendo la cabeza. —¡Había un corte!... —hizo notar el señor Gault. —Yo ya no me atrevo a poner límites a la fuerza nerviosa —añadió el médico—. Por otra parte, es así como las madres, para salvar a sus hijos, magnetizan leones, se introducen en edificios incendiados, caminan por cornisas en las que apenas podría aguantarse un gato y soportan las torturas de ciertos partos. Ahí está el secreto de los intentos de los prisioneros y de los presidiarios para recobrar la libertad... Todavía no conocemos el alcance de las fuerzas vitales: ¡parecen proceder del poder mismo de la Naturaleza y las extraemos de ¡depósitos desconocidos! —Señor —dijo un vigilante, en voz baja, al oído del director que acompañaba al doctor Lebrun a la verja de la Conserjería—, el incomunicado número dos dice estar enfermo y reclama al médico; afirma que se está muriendo —añadió el vigilante. —¿De verdad? —dijo el director. —¡Está con el estertor! —replicó el vigilante. —Son las cinco —dijo el doctor—; todavía no he comido... Pero ya que estoy aquí, vamos a ver... —El incomunicado número dos es precisamente el cura español de quien se sospecha que es Jacques Collin —dijo el señor Gault al médico—, y es uno de los presos preventivos destinados al proceso en el cual estaba implicado aquel pobre muchacho... —Ya lo he visto esta mañana —respondió el doctor—. El señor Camusot me mandó llamar para examinar el estado de salud de este individuo, que, dicho sea entre nosotros, se encuentra perfectamente y que, además, tendría un éxito asegurado si se ofreciera como Hércules a cualquier compañía de saltimbanquis. —Puede que quiera también suicidarse —dijo el señor Gault—. Vayamos los dos a las celdas de incomunicación, porque yo también tengo que estar allí, aunque sólo sea para transferirlo a la Pistola. El señor Camusot ha levantado la incomunicación a este curioso anónimo... Jacques Collin, apodado Engañamuertes en el mundo carcelario, y al que a partir de ahora no puede darse ya otro nombre que no sea el suyo, desde el momento de su regreso a la celda por orden de Camusot había sido presa de una ansiedad como jamás la había conocido a lo largo de su vida marcada por tantos crímenes, por tres fugas y por dos condenas de la sala de lo criminal. Este hombre, en cuya persona se resume la vida, las fuerzas, el espíritu y las pasiones del mundo del presidio, y que ofrece la más alta expresión del mismo, ¿no ofrece acaso una monstruosa belleza por su

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abnegación canina hacia aquel al que había convertido en su amigo? Pese a ser condenable, infame y horrible por tan diversos motivos, aquella abnegación absoluta hacia su ídolo le hace objeto de un interés tal, que este Estudio, que tiene ya una extensión considerable, parecería inacabado y acortado si no contuviera el desenlace de esa vida criminal junto al fin de Lucien de Rubempré. Una vez muerto el pequeño podenco, cabe preguntarse si seguirá viviendo su terrible compañero el león. En la vida real, en la sociedad, los hechos se encadenan tan inexorablemente unos con otros, que nunca van aislados. El agua de los ríos forma una especie de suelo líquido; no hay ola, por rebelde que sea y por mucho que se eleve, cuyo chorro potente no se borre bajo la masa de las aguas, más fuerte por la rapidez de su curso que las simas rebeldes que se forman en su superficie. Así como se contempla el paso del agua viendo en su curso confusas imágenes, quizá se desee medir la presión del poder social sobre aquel torbellino llamado Vautrin, ver a qué distancia irá a abismarse la oleada rebelde, cómo terminará la trayectoria de aquel hombre auténticamente diabólico, aunque unido a la humanidad por el amor. ¡Cuan difícilmente muere este principio celestial incluso en los corazones más gangrenados! Si se ha penetrado debidamente en aquel corazón de bronce, se habrá advertido que Jacques Collin, el vil presidiario, materializando el sueño acariciado por tantos poetas, por Moore, por lord Byron, por Mathurin, por Canalis (un demonio apropiándose de un ángel y llevándolo a su infierno para refrescarlo con el rocío hurtado del paraíso), había renunciado a sí mismo desde hacía siete años. Sus poderosas facultades, centradas en Lucien, no actuaban más que para Lucien: se recreaba en sus progresos, en sus amores y en su ambición. Para él, Lucien era su alma visible. Engañamuertes cenaba en casa de los Grandlieu, se deslizaba en el tocador de las grandes señoras y amaba a Esther por poderes. Contemplaba en Lucien a un Jacques Collin guapo, joven y noble, ascendiendo al cargo de embajador. Engañamuertes había encarnado la superstición alemana del DOBLE mediante un fenómeno de paternidad moral que comprenderán fácilmente las mujeres que hayan amado verdaderamente alguna vez en la vida, que hayan sentido su alma transferida al hombre amado, que han compartido su vida, en lo que haya tenido de noble o de infame, de feliz o desgraciada, de oscura o gloriosa; que han sentido, pese a la distancia, dolor en su pierna si él recibía una herida, que han intuido que se batía en duelo y que, por decirlo en dos palabras, no han tenido necesidad de enterarse de una infidelidad para saber que se había producido.

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Cuando le devolvían a su celda, Jacques Collin decía para sus adentros: "¡Van a interrogar al pequeño!" Y se estremecía, él, para quien matar es como para un trabajador echar un trago. "¿Habrá podido ver a sus amantes? —se preguntaba—. ¿Habrá encontrado mi tía a esas malditas hembras? Esas duquesas y condesas, ¿habrán dado algún paso, habrán impedido el.interrogatorio?... ¿Habrá recibido Lucien mis instrucciones?... Y si tenemos la fatalidad de que le interroguen ¿cómo se comportará? ¡Pobre muchacho, he sido yo el que le ha llevado hasta ahí! El bandido de Paccard y la fisgona de Europa son los que han armado todo este lío birlando los setecientos cincuenta mil francos entregados por Nucingen a Esther. Esos dos nos han hecho tropezar en el último momento; ¡pero van a pagar cara esta broma! Un solo día más, y Lucien era rico; habría podido casarse con su Clotilde de Grandlieu. Además, Esther dejaba de estorbar. Lucien amaba demasiado a esa chica, y en cambio jamás habría querido a esa tabla de salvación, a Clotilde... ¡El muchacho habría sido entonces todo mío! Y pensar que nuestra suerte depende de una mirada, de un ligero rubor de Lucien delante de Camusot, que lo ve todo, que tiene esta sutilidad característica de todos los jueces. Cuando me ha mostrado las cartas, hemos cambiado una mirada con la que nos hemos sondeado mutuamente, y ha adivinado que yo puedo someter a un chantaje a las queridas de Lucien..." Este monólogo duró tres horas. La angustia fue tan grande, que dio cuenta de aquel organismo de hierro y de vitriolo. Jacques Collin, cuyo cerebro enloquecido pareció incendiarse, sintió una sed tan devoradora que, sin darse cuenta, agotó toda la provisión de agua contenida en uno de los dos baldes que, junto con la cama de madera, constituyen todo el mobiliario de una celda de incomunicación. "¿Qué le ocurrirá si pierde la cabeza? ¡Porque este pobre hijo mío no tiene la fuerza de Théodore!...", se preguntaba al acostarse en su camastro, parecido a los que había en el cuerpo de guardia. Unas palabras acerca de este Théodore, del que se acordaba Jacques Collin en aquel decisivo instante. Théodore Calvi, joven corso condenado a perpetuidad por once asesinatos a la edad de dieciocho años, gracias a ciertas protecciones compradas a precio de oro, había sido el compañero de cadenas de Jacques Collin de i8ioa 1820. La última evasión de Jacques Collin, que había sido una de sus mejores combinaciones (había salido disfrazado de gendarme, llevando a Théodore Calvi a su lado como presidiario, como si lo acompañara a la comisaría), aquella soberbia fuga había tenido lugar en el puerto de Rochefort, donde mueren los presos en

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cantidad y donde se esperaba que verían el fin esos dos peligrosos personajes. Aunque se evadieran juntos, se habían visto obligados a separarse por las circunstancias de la huida. Théodore había sido capturado y devuelto a la prisión. Tras haber marchado a España y haberse convertido en Carlos Herrera, Jacques Collin se dirigía a Rochefort a buscar a su corso cuando encontró a Lucien a orillas del Charente. El héroe de los bandidos y de los bosques, del que Engañamuertes debía haber aprendido italiano, fue sacrificado naturalmente a este nuevo ídolo. La vida con Lucien, muchacho limpio de toda condena y al que sólo podían atribuirse ciertos devaneos, se ofrecía además bella y magnífica como el sol de un día de verano, mientras que con Théodore no veía Jacques Collin más perspectiva que el cadalso, tras una serie de crímenes indispensables. La idea de que podía sobrevenir una desgracia a causa de la debilidad de Lucien, que había de perder la cabeza a causa del régimen de incomunicación, adquirió proporciones enormes en la mente de Jacques Collin; al concebir la posibilidad de una catástrofe, el desgraciado sintió que sus ojos se le bañaban en lágrimas, fenómeno que desde su infancia no se había producido en él ni una sola vez. "Debo tener una fiebre de caballo —pensó—, y quizá si hago venir al médico y le ofrezco una suma considerable me pondrá en contacto con Lucien." En aquel momento el carcelero llevó la comida al preso. —Es inútil, muchacho, no puedo comer. Diga al señor director de esta prisión que me mande el médico; me encuentro tan mal, que pienso que ha llegado mi última hora. Al oír los ruidos guturales del estertor que acompañaron a las palabras del presidiario, el vigilante inclinó la cabeza y salió. Jacques Collin se aferró con furia a esta esperanza; pero cuando vio entrar en su celda al doctor en compañía del director, comprendió que su tentativa había abortado, y esperó fríamente el efecto de la visita ofreciendo su muñeca al médico. —El señor tiene fiebre —dijo el doctor al señor Gault—; pero se trata de la fiebre que cogen casi todos los presos preventivos, y que —añadió al oído del falso español— es siempre para mí la prueba de una criminalidad cualquiera. En aquel momento el director, a quien el procurador general había entregado la carta escrita por Lucien a Jacques Collin para que se la diera a éste, dejó al doctor y al preso bajo la guardia del vigilante y fue a buscar dicha carta.

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—Caballero —dijo Jacques Collin al doctor, viendo que el vigilante estaba en la puerta y sin explicarse la ausencia del director—, ofrecería treinta mil francos para poder hacer llegar unas líneas a Lucien de Rubempré. —No quiero robarle su dinero —dijo el doctor Lebrun—, ya nadie en el mundo puede comunicarse con él. —¿Nadie? —dijo Jacques Collin, estupefacto—. ¿Y por qué? —Porque se ha ahorcado... Jamás tigre alguno, viendo que le han arrebatado sus cachorros, habrá proferido en las selvas de la India un grito tan terrible como el que lanzó Jacques Collin, que se alzó igual que un tigre irguiéndose sobre sus patas; lanzó sobre el doctor una mirada ardiente como un relámpago, y a continuación se desmoronó sobre su camastro, diciendo: —¡Oh, hijo mío!... —¡Pobre hombre! —exclamó el médico, conmovido ante aquel terrible esfuerzo de la naturaleza. Efectivamente, a aquella explosión siguió un tal estado de debilidad, que las últimas palabras pronunciadas por el preso fueron como un murmullo. —¿También se nos va a quedar entre las manos éste? —preguntó el vigilante. —¡No, no es posible! —repuso Jacques Collin, levantándose y mirando a los dos testigos de la escena con una mirada apagada y fría—. ¡Se equivocan, no es él! No lo han visto bien. Uno no puede ahorcarse estando incomunicado. ¡Fíjense! ¿Cómo podría ahorcarme yo aquí? ¡París entero responde ante mí de esta vida! ¡Dios me la debe! El vigilante y el médico estaban a su vez sorprendidos, ellos que difícilmente podían sorprenderse por nada desde hacía tiempo. El señor Gault entró con la carta de Lucien en la mano. Al ver al director, Jacques Collin, abatido por la propia violencia de su explosión de dolor, pareció tranquilizarse. —He aquí una carta que me ha encargado de entregarle el señor procurador general, permitiéndole que llegara a us ted sin abrir —hizo notar el señor Gault. —Es de Lucien... —dijo Jacques Collin. —Sí, señor. —¿Es cierto, caballero, que este joven...? —Ha muerto —repuso el director—. Aun cuando el doctor hubiera estado aquí, habría llegado tarde, por desgracia... Este joven ha muerto allí... en una de las Pistolas... —¿Puedo verlo con mis propios ojos? —preguntó tímidamente Jacques Collin—; ¿dejarán a un padre la libertad para ir a llorar a su hijo?

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—Si usted quiere, puede tomar su habitación, puesto que tengo orden de trasladarle a una de las habitaciones de la Pistola. La incomunicación le ha sido levantada, caballero. La mirada del detenido, sin calor y sin vida, iba lentamente del director al médico; Jacques Collin los miraba inquisitivamente, temía alguna trampa y dudaba en salir. —Sí quiere usted ver el cadáver —le dijo el médico —no tiene tiempo que perder; se lo van a llevar esta noche. —Si tienen ustedes hijos, señores, comprenderán mi atontamiento —dijo Jacques Collin—; apenas veo nada... Este golpe es para mí peor que la muerte, pero no pueden comprender lo que estoy diciendo... Si son ustedes padres, no lo son más que de una manera...; yo, ¡también soy madre!... Estoy... estoy loco... me doy cuenta. Si se pasa por determinados corredores cuyas puertas sólo se abren al paso del director, se tarda poco en ir de las celdas de incomunicación a las de la Pistola. Estas dos hileras de habitaciones están separadas por un corredor subterráneo formado por dos gruesos muros que sostienen la bóveda sobre la que reposa la galería del Palacio de Justicia, que recibe el nombre de galería mercante. Por eso Jacques Collin, acompañado por el vigilante que lo cogió por el brazo, precedido por el director y seguido por el médico, llegó en pocos minutos a la celda en que yacía Lucien, al que habían colocado sobre la cama. Al verlo, cayó sobre su cuerpo y se pegó a él en un abrazo desesperado, cuya fuerza y cuyo apasionamiento hicieron estremecerse a los tres testigos de la escena. —Aquí tiene —dijo el doctor al director— un ejemplo de lo que le decía. ¡Fíjese!... Este hombre va a moldear este cuerpo, y no sabe usted lo que es un cadáver: ¡es como la piedra!... —¡Déjenme aquí!... —dijo Jacques Collin con voz apagada—. No me queda mucho tiempo para verlo, me lo van a quitar para... Se detuvo ante la palabra enterrar. —¡Permítanme conservar algo de mi querido hijo!... Tenga la bondad de cortar usted mismo, caballero —dijo al doctor Lebrun—, algunos mechones de su cabellos, porque yo no puedo... —¡No hay duda de que es su hijo! —dijo el médico. —¿Cree usted? —respondió el director, con un aire profundo que hizo meditar unos instantes al médico. El director dijo al vigilante que dejara al preso en aquella celda y que cortara algunos mechones de cabello de la cabeza del joven para el presunto padre antes de que fueran a llevarse el cadáver.

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En el mes de mayo, a las cinco y media, se puede leer fácilmente una carta en la Conserjería, pese a los barrotes de las rejas y las mallas de alambre que hay en sus ventanas. Jacques Collin deletreó, pues, aquella terrible carta cogiendo la mano de Lucien. No hay quien pueda guardar un pedazo de hielo en la palma de la mano apretándolo con fuerza durante diez minutos. La frialdad se transmite a las fuentes de la vida con una rapidez mortal. Pero el efecto de este frío terrible y activo como un veneno apenas puede compararse con el que produce la mano yerta y glacial de un muerto sostenida así, apretada así. La Muerte se pone entonces a hablar con la Vida, le comunica sus oscuros secretos, capaces de aniquilar muchos sentimientos; porque en lo que a los sentimientos respecta, cambiar ¿no equivale a aniquilarse? Si se vuelve a leer con Jacques Collin la carta de Lucien, este postrer escrito aparecerá tal como le apareció a aquel hombre: como una copa de veneno.

AL REVERENDO PADRE CARLOS HERRERA

"Mi querido padre, no he recibido más que favores de usted, y ahora acabo de traicionarle. Esta ingratitud involuntaria me mata, y cuando lea estas líneas ya no existiré; ya no tendrá usted ocasión alguna de salvarme. "Usted que me había dejado el pleno derecho a perderle, tirándole al suelo como una colilla, si de ello sacaba alguna ventaja; pero lo que he hecho ha sido disponer de usted tontamente. Para librarme del atolladero y engañado por una hábil pregunta del juez de instrucción, su hijo espiritual, el hijo que usted había adoptado, se ha pasado a las filas de los que quieren perderle a cualquier precio, queriendo afirmar la identificación —que yo sé que es imposible— entre usted y un criminal francés. Ya está todo dicho. "Entre un hombre de su poder y yo, de quien quiso usted hacer un personaje más grande de lo que mis capacidades permitían, sería improcedente andar con nimiedades en el momentó de la separación definitiva. Ha querido usted hacerme poderoso y llevarme a la gloria, y en realidad me ha precipitado al abismo del suicidio, eso es lo que ha ocurrido. Hace tiempo que veía como la desgracia estaba a punto de abatirse sobre mí. "Hay la posteridad de Caín y la de Abel, como usted decía a veces. Caín, en el gran drama de la humanidad, es la oposición. Usted desciende de Adán por esta línea en la cual el diablo ha seguido insuflando aquel fuego cuya primera chispa había dirigido a Eva. Entre los demonios de esta progenie, de vez en cuando, hay algunos terribles, que establecen unas amplias

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organizaciones que resumen todas las fuerzas humanas y que se parecen a esos animales febriles de los desiertos cuya vida exige el marco de los espacios inmensos que en ellos se encuentran. Estos individuos son peligrosos para la Sociedad, como lo serían unos leones en plena Normandía: necesitan un pasto, devoran a los hombres vulgares y se comen los escudos de los memos; su juego es tan peligroso que acaban matando al perro humilde que han convertido en compañero suyo y en ídolo. Cuando Dios así lo quiere, esos seres misteriosos llegan a ser Moisés, Atila, Carlomagno, Mahoma o Napoleón; pero cuando deja que tales instrumentos gigantescos se cubran de herrumbre en el fondo, no pasan entonces de ser Pugachev, Robespierre, Louvel y el padre Carlos Herrera. Dotados de un enorme poder sobre las almas tiernas, las atraen y las trituran. Tiene una cierta grandeza y hermosura, a su manera. Es como la planta venenosa de brillantes colores que fascina a los niños en el bosque. Es la poesía del mal. Hombres como vosotros han de vivir en antros y no salir jamás de ellos. Me has hecho participar de esa vida gigantesca, y la vida me ha dado ya de sí cuanto podía darme. De modo que puedo apartar mi cabeza de los nudos gordianos de tu política para entregarla al nudo corredizo de mi corbata. "Para reparar mi falta, transmito al procurador general una retractación de mi interrogatorio. Trate de sacar partido de este documento. En virtud de un testamento en debida forma, le devolverán, reverendo padre, las sumas pertenecientes a su Orden que empleó usted con gran imprudencia a mi favor, movido por la paternal ternura que hacia mí ha mostrado. "Adiós, pues, adiós, estatua grandiosa del mal y de la corrupción; adiós a usted que, de haber seguido la senda del bien, habría sido más que Cisneros, más que Richelieu; ha mantenido sus promesas: vuelvo a ser lo que era al borde del Charante, con la diferencia de que hoy le debo los encantamientos de un sueño; pero por desgracia, ya no se trata del río de mi pueblo donde iba a ahogar los devaneos de juventud; ahora es el Sena, y mi madriguera es una celda de la Conserjería. "No lo lamente: mi desprecio por usted igualaba a mi admiración. "Lucien."

Antes de la una de la madrugada, cuando fueron a buscar el cadáver, encontraron a Jacques Collin arrodillado junto a la cama, con esta carta en el suelo, soltada seguramente como la pistola que deja caer el suicida después de morir; pero el desdichado seguía cogiendo con sus dos manos la mano de Lucien y rezaba. Al ver a aquel hombre los mozos se detuvieron un momento porque parecía una de esas figuras de piedra puestas de rodillas toda la eternidad sobre los

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sepulcros medievales. por obra del genio de los imagineros. El falso sacerdote, con los ojos claros como los tigres y con una inmóvil rigidez sobrenatural, impresionó tanto a aquella gente, que le pidieron con dulzura que se levantara. —¿Por qué? —preguntó tímidamente. El audaz Engañamuertes se había vuelto débil como un niño. El director mostró la escena al señor de Chargeboeuf, el cual, sobrecogido de respeto ante tal dolor y convencido de la condición de padre que Jacques Collin se atribuía, explicó cuáles eran las órdenes del señor de Grandville referentes al oficio de difuntos y al cortejo fúnebre de Lucien, a quien había que trasladar sin falta a su domicilio del muelle Malaquais, donde le esperaban unos clérigos que iban a velar por él durante el resto de la noche. —En este gesto reconozco el alma generosa de este magistrado —exclamó con voz triste el presidiario—. Dígale, caballero, que puede contar con mi reconocimiento... Sí, yo puedo hacerle grandes favores... No olvide estas palabras, para él son muy importantes. ¡Ah, caballero! Se producen cambios muy extraños en el corazón de un hombre cuando pasa siete horas llorando.junto a un muchacho como éste... ¡Ya no le veré más!... Tras haber contemplado a Lucien afectuosamente, con la mirada de una madre a quien arrebatan el cuerpo del hijo, Jacques Collin se desplomó. Al ver cómo cogían el cuerpo de Lucien, exhaló un gemido que estimuló a los mozos a apresurarse. El secretario del procurador general y el director de la cárcel no habían querido asistir a este espectáculo. ¿Qué se había hecho de aquella naturaleza de bronce en la que la decisión igualaba en rapidez a la mirada, en la que el pensamiento y la acción brotaban como un mismo rayo, cuyos nervios, aguerridos por tres evasiones y por tres encarcelamientos, habían alcanzado la solidez metálica de los nervios del salvaje? El hierro, sometido a una percusión reiterada o a presión, se rompe; sus moléculas impenetrables, purificadas y homogeneizadas por el hombre, se disgregan, y, sin necesidad de estar en fusión, el metal ya no tiene la misma capacidad de resistencia. Los herradores, los cerrajeros y los herreros de corte, todos los obreros que trabajan constantemente este metal usan un tecnicismo propio para expresar este estado: "El hierro está enriado", dicen, apropiándose de una palabra que se aplica propiamente sólo al cáñamo, al lino o al esparto, cuya maceración se prepara con el enriamiento. El alma humana, o si se prefiere, la triple energía del cuerpo, el corazón y el espíritu, llega a una situación análoga a la del hierro tras una serie de repetidos golpes. Ocurre entonces con los hombres igual que con el hierro o con el cáñamo: quedan enriados.

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La ciencia, la justicia y la opinión pública investigan las causas de las terribles catástrofes producidas en las líneas de ferrocarriles por la ruptura de alguna barra de hierro; uno de los casos más espantosos es el de Bellevue. Pero nadie ha consultado a los entendidos de verdad, a los herreros, que han dicho todos exactamente lo mismo: "¡El hierro estaba enriado!" El peligro era imprevisible, porque tanto el metal reblandecido como el resistente tienen el mismo aspecto. Los confesores y los jueces de instrucción hallan a los grandes criminales a menudo en este estado. Las fuertes impresiones que reciben en la sala de lo criminal y en el corte de cabello producen casi siempre, incluso en las personas más resistentes, una dislocación del aparato nervioso. Las bocas más fuertemente cerradas dan entonces paso a las confesiones; los corazones más duros se quiebran; y extrañamente esto ocurre cuando ya las confesiones son inútiles, cuando:¡esta postrera debilidad arranca la máscara de inocencia con la que el reo inquietaba a la justicia, que siempre conserva un rescoldo de intranquilidad cuando el reo muere sin confesar su crimen. Napoleón supo lo que era esta disolución de todas las ¡fuerzas humanas en el campo dé batalla de Waterloo. A las ocho de la mañana, cuando el vigilante de la Pistola entró en la habitación donde se hallaba Jacques Collin, vio que estaba pálido y tranquilo como si hubiera recuperado su fortaleza gracias a un violento esfuerzo de la voluntad. —Es la hora del paseo —dijo el llavero—, lleva usted tres días encerrado; puede ir a tomar el aire y a estirar las piernas, si lo desea. Jacques Collin, entregado por completo a sus absorbentes reflexiones, sin ningún interés por sí mismo, era como un despojo, como una vestidura sin cuerpo a sus propios ojos; por esto no sospechó la trampa que le tendía Bibi-Lupin, ni la importancia de su salida al patio. El desdichado salió maquinalmente y se alejó por el pasillo que corre a lo largo de las celdas construidas en las cornisas de las espléndidas arcadas del palacio de los reyes de Francia, sobre las que se sostiene la galería llamada de San Luis, que conduce actualmente a las distintas dependencias del tribunal de casación. Este pasillo comunica con el de la Pistola; un detalle digno de ser tenido en cuenta es que la celda en que estuvo detenido Louvel, uno de los regicidas más célebres, es la que está situada en el ángulo recto que forman los dos pasillos. Debajo del bonito gabinete que se halla en la torre Bonbec está una escalera de caracol a la que va a parar aquel oscuro pasillo y por donde pasan los presos alojados en la Pistola o en las celdas para ir al patio y volver.

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Todos los detenidos, los acusados que han de comparecer ante la sala de lo criminal y los que ya han comparecido, los preventivos que ya no están incomunicados, en suma, todos los presos de la Conserjería se pasean por este espacio estre— j

cho, totalmente pavimentado, durante algunas horas al día, especialmente por la mañana temprano en verano. Este patio lleva por un extremo al patíbulo o a presidio, es su antesala; por el otro extremo está unido a la sociedad a través del gendarme, del despacho del juez de instrucción o de la sala de lo criminal. Por eso ofrece un aspecto aún más glacial que el patíbulo. El patíbulo puede convertirse en pedestal para ir al cielo; el patio, en cambio, es el conjunto de todas las infamias de la tierra agrupadas y sin salida. No importa que se trate del patio de la Force o del de Poissy, de los Melun o Sainte-Pélagie: un patio es siempre un patio. Los mismos hechos se reproducen exactamente en unos y en otros, con la única diferencia del color de los muros, de su altura o del espacio. Así pues, los ESTUDIOS DE COSTUMBRES no serían fieles a su título si no se hiciera aquí una descripción exacta de este pandemónium parisiense. Bajo las sólidas bóvedas que sostienen la sala de audiencias del tribunal de casación, hay junto a la cuarta arcada una piedra que utilizaba San Luis, según se dice, para repartir sus limosnas, y que actualmente sirve de mostrador para la venta de algunos comestibles a los presos. En cuanto se les da acceso al patio, todos van a agruparse en torno a aquella piedra de golosina para presos: aguardiente, ron, etc. Las dos primeras arcadas del lado de acá del patio, que está enfrente de la magnífica galería bizantina, único vestigio de la elegancia del palacio de San Luis, están ocupadas por un locutorio en el que se entrevistan los abogados con los acusados; éstos últimos acceden a él a través de un rastrillo formidable compuesto por un doble corredor marcado por hileras de enormes barrotes y situado en el espacio de la tercera arcada. Aquel doble corredor se parece a esas calles que se establecen a la puerta de los teatros mediante barreras para facilitar las colas que hace el público en las sesiones de gran éxito. En este locutorio, que está situado al extremo de la inmensa sala del actual rastrillo de la Conserjería e iluminado por la luz del patio que llega a través de cuévanos, se han construido bastidores con vidrieras del lado del rastrillo, de manera que se puede vigilar a los abogados mientras hablan con sus clientes. Esta innovación ha sido requerida por la excesiva seducción que ejercían algunas hermosas mujeres sobre sus defensores. Ya no se sabe dónde se detendrá la moral... Tales precauciones parecen esos

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exámenes de conciencia ya preparados, en los que las imaginaciones puras se pervierten pensando en monstruosidades ignoradas. En este locutorio tienen también lugar las entrevistas de los parientes y amigos a los que la policía da permiso para ver a los presos, acusados o detenidos. Ahora puede comprenderse lo que es el patio para los doscientos presos de la Conserjería; es su jardín, un jardín sin árboles, ni tierra, ni flores; un patio, en suma. Los anexos del locutorio y de la piedra de San Luis, desde la cual se distribuyen los comestibles y los líquidos autorizados, constituyen la única comunicación posible con el mundo exterior. Los ratos que se pasan en el patio son los únicos durante los cuales el preso está al aire libre y acompañado; en las otras prisiones los presos están agrupados en los talleres de trabajo; en cambio en la Conserjería uno no puede dedicarse a ninguna ocupación, a menos que esté en la Pistola. Allí el drama de la sala de lo criminal preocupa a todos, puesto que los que están allí han ido únicamente para comparecer ante el juez de instrucción o ante el tribunal. El patio ofrece un espectáculo espantoso; es imposible imaginarlo, hay que verlo o haberlo visto. En primer lugar, el centenar de acusados o de presos preventivos que se agolpan en un espacio de cuarenta metros de largo por treinta de ancho no constituye la élite de la sociedad. Estos desgraciados, que en su mayor parte pertenecen a (las clases más bajas, van mal vestidos; sus fisonomías son feas o repugnantes; los criminales procedentes de esferas sociales superiores constituyen excepciones, afortunadamente bastante poco frecuentes. La concusión, la falsificación de moneda o la quiebra fraudulenta, únicos crímenes que pueden llevar a la cárcel a la gente respetable, gozan por otra parte del privilegio de la Pistola, y en tales casos el preso no suele salir casi nunca de su celda. Aquel lugar de paseo, enmarcado por hermosos e imponentes muros negruzcos, por una columnata repleta de celdas, por unas fortificaciones del lado del muelle y por las celdas enrejadas de la Pistola al norte, guardado además por atentos vigilantes y ocupado por un rebaño de criminales viles que desconfían los unos de los otros, ofrece ya un aspecto desolador a causa de la propia distribución de sus partes; pero la desolación se convierte en temor cuando uno se halla situado en el punto de convergencia de todas esas miradas llenas de odio, de curiosidad y de desesperación, frente a esos seres deshonrados. No hay ninguna alegría, todo es sombrío, tanto el lugar como los hombres. Todo está mudo, las paredes y las conciencias. Todo es peligroso para esos desdichados; salvo cuando se anuda alguna amistad que es tan siniestra como el presidio que la ha dado a luz, no se atreven a fiarse los unos de los otros. La policía, que flota por encima de ellos, les

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envenena la atmósfera y lo corrompe todo, hasta el apretón de manos de dos amigos culpables. El criminal que se encuentra allí con su mejor compañero ignora si éste se ha arrepentido, si ha confesado algo en interés de su propia vida. Esta falta de seguridad, este temor al cordero acaba de estropear la libertad ya de por sí engañosa del patio de la prisión. En la jerga carcelaria, el cordero es un soplón que parece estar metido en un asunto muy comprometido y cuya habilidad proverbial consiste en hacerse pasar por amigo. La palabra amigo, en la jerga, significa ladrón notable, es el ladrón consumado que ha roto desde hace tiempo con la sociedad, que quiere seguir siendo ladrón toda su vida, y que permanece fiel, a pesar de todo, a las leyes del hampa. El crimen y la locura tienen cierta semejanza. Es lo mismo ver a los presos de la Conserjería en el patio que ver a los locos en el jardín de un manicomio. Unos y otros se pasean esquivándose, intercambian miradas que a lo sumo son muy singulares, y a menudo atroces, según las ideas que abrigan en aquel momento, pero que jamás son alegres ni serias; porque se conocen o se temen. La espera de una condena, los remordimientos, las ansiedades, dan a los paseantes del patio el aspecto inquieto y huraño de los locos. Sólo los criminales consumados tienen un aplomo que se asemeja a la tranquilidad de una vida honrada, a la sinceridad de una conciencia pura. Como la gente de las clases medias es allí la excepción, y dado que la vergüenza retiene en sus celdas a los pocos que hay, los paseantes habituales del patio llevan generalmente ropas de obreros. Predominan las blusas y las chaquetas de pana. La ropa, basta y sucia, acorde con las fisonomías vulgares o siniestras y con la brutalidad de los ademanes, algo contenidos, sin embargo, por las tristes ideas que abrigan los presos; todo, incluso el silencio del lugar, contribuye a llenar de terror o de asco a los escasos visitantes que, gracias a elevadas recomendaciones, han conseguido el privilegio poco común de ver la Conserjería. Así como el espectáculo de un laboratorio de anatomía, con sus figuras de cera representando deshonrosas enfermedades, estimula la castidad e inspira amores santos y nobles al joven que lo visita, la vista de la Conserjería y del patio, decorado con aquellos huéspedes destinados al presidio, al patíbulo o a cualquier pena infamante, suscita el temor a la justicia humana en quienes pudieran no temer la justicia divina, cuya voz habla tan fuerte a la conciencia; salen de allí honrados por mucho tiempo. Puesto que los paseantes que se hallaban en el patio cuando bajó Jacques Collin han de ser los actores de una escena decisiva en la vida de

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Engañamuertes, no está de más describir a algunas de las principales figuras de esa terrible asamblea. Igual que en todas partes donde se reúnen algunos hombres, igual que en la escuela, allí reinan a la vez la fuerza física y la fuerza moral. En la Conserjería, como en los presidios, la criminalidad es el signo de aristocracia. Aquel cuya cabeza está en juego es el que tiene mayor ascendiente. El patio, como es de suponer, constituye una escuela de derecho penal; allí se profesa mucho mejor que en la plaza del Panteón. La broma periódica consiste en repetir el drama de la sala de lo criminal, en elegir un presidente, un jurado, un fiscal, un abogado, y en juzgar el proceso. Esta desagradable farsa se representa casi siempre con ocasión de los crímenes famosos. En aquella época estaba al orden del día una importante causa criminal, el horrible asesinato del señor y de la señora Crottat, antiguos campesinos y padres del notario, que tenían en su casa, como lo probaron las indagaciones policíacas, ochocientos mil francos en oro. Uno de los autores de este doble asesinato era el célebre Dannepont, llamado La Pouraille, expresidiario, que durante cinco años había burlado las activísimas pesquisas de la policía al amparo de siete u ocho nombres distintos. Los disfraces de este sinvergüenza eran tan perfectos, que había estado dos años en la cárcel con el nombre de Delsouq, uno de sus discípulos, famoso ladrón cuyos robos jamás superaban la competencia del tribunal correccional. Desde su salida de presidio, La Pouraille había cometido tres asesinatos. Tanto la certeza de que iba a ser condenado a muerte como su presunta fortuna —puesto que no se había encontrado un solo céntimo de la suma robada—, hacían de aquel preso objeto del terror y de la admiración de los demás. Todavía se recuerda, pese a los acontecimientos de Julio de 1830, el espanto que provocó en París aquel golpe tan audaz, comparable en importancia con el robo de las medallas de la Biblioteca, porque la desdichada tendencia de nuestra época a reducirlo todo a cifras hace que un asesinato sea tanto más impresionante cuanto mayor es la suma sustraída. La Pouraille, hombre delgado y de baja estatura, con cara de hurón, de cuarenta y cinco años de edad, era una de las celebridades de los tres penales, en los que había vivido sucesivamente desde la edad de diecinueve años; conocía íntimamente a Jacques Collin, ahora se sabrá cómo y por qué. Otros dos presidiarios que habían sido transferidos de la Force a la Conserjería desde veinticuatro horas antes, junto con Louraille, habían reconocido inmediatamente y habían dado a conocer a todo el patio la realeza siniestra del amigo destinado al patíbulo. Uno de estos presos, un reincidente llamado Sélerier, apodado el Auvernés, el tío Ralleau y el Lioso, y que en la sociedad que en los penales se llama la alta hampa, recibía el

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apodo de Hilo de Seda, debido a la habilidad con que se escabullía de los peligros del oficio, era uno de los antiguos hombres de confianza de Engañamuertes. Engañamuertes tenía tales sospechas de que Hilo de Seda desempeñara un doble papel, de que fuera a la vez uno de los miembros de la alta hampa y un confidente de la policía, que le había atribuido (véase Papá Goriot) su detención en la casa Vauquer en 1819. Sélerier, a quien es preciso llamar Hilo de Seda, así como a Dannepont con su apodo de La Pouraille, había infringido ya una orden de destierro y estaba implicado en varios robos cualificados, sin derramamiento de sangre, que habían de hacerle volver al penal al menos para veinte años. El otro presidiario, llamado Riganson, formaba con su concubina, llamada la Infantería, una de las más temibles parejas de la alta hampa. Riganson, que había tenido que vérselas con la justicia desde su más tierna infancia, llevaba el apodo de el Infantero. El Infantero era el macho de la Infantería, puesto que no hay nada sagrado para el mundo del hampa. Estos salvajes no respetan la ley ni la religión, no respetan nada, ni siquiera la historia natural, cuya santa nomenclatura, como puede verse, llegan a parodiar. Aquí se hace necesaria una digresión. La entrada de Jacques Collin en el patio, su aparición entre sus enemigos, tan cuidadosamente preparada por Bibi-Lupin y por el juez de instrucción, y las extrañas escenas que iban a resultar de ello, todo resultaría inadmisible e incomprensible sin algunas explicaciones sobre el mundo de los ladrones y de los penales, sobre sus leyes, sus costumbres y, sobre todo, su lenguaje, cuya repugnante poesía es indispensable en esta parte de la narración. Digamos pues, ante todo, unas palabras sobre la lengua de los delincuentes, de los rateros, de los asesinos, que en los últimos tiempos ha pasado a la literatura con tanto éxito, que más de una palabra de este extraño vocabulario ha manchado los rosados labios de alguna dama, se ha pronunciado en suntuosas moradas y ha divertido a los príncipes. Para asombro, quizá, de mucha gente, no hay lengua más enérgica y cromática que la de este mundo subterráneo que se agita, desde que existen grandes centros urbanos, en los sótanos, en las sentinas y en los terceros fosos de las sociedades, si se nos permite esta expresiva imagen tomada del arte dramático. ¿No es el mundo, en definitiva, un teatro? Los terceros fosos son el último de los sótanos que está bajo las tablas de la ópera y donde se hallan los artefactos mecánicos, los que los manejan, las candilejas, las apariciones, los demonios azules que vomita el infierno, etc. Todas las palabras de este lenguaje son imágenes brutales, a veces ingeniosas, a veces terribles. Unos pantalones son unos alares. En esta jerga no se duerme, sino que se soma. Adviértase con qué energía este

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verbo expresa el sueño característico de esta bestia perseguida, fatigada, acechante, que se llama Ladrón y que, en cuanto se siente a salvo, cae y rueda por los abismos de un sueño profundo y necesario bajo las potentes alas de la Sospecha, planeando siempre por encima de ella. Es un dormir espantoso, parecido al del animal salvaje que, mientras duerme y emite ronquidos, mantiene sin embargo las orejas erguidas y atentas. Todo es feroz en este idioma. Las sílabas del comienzo o del final de las palabras son ásperas y producen un singular asombro. Una mujer es una ja. ¡Y qué poesía! La paja es pluma de La Mancha. Para indicar la medianoche se recurre a la siguiente perífrasis: son las doce de la capa. Limpiar un piltro significa desvalijar una habitación. ¿Qué es la expresión acostarse comparada con la de pellejarse, o sea, revestir otra piel? ¡Qué viveza de imágenes! Jugar al dominó quiere decir comer; ¿de qué modo comen las personas perseguidas? La jerga, por otra parte, progresa sin cesar, sigue la civilización de cerca y se enriquece con nuevas expresiones a cada nuevo invento. La patata, creada y descubierta por Luis XVI y Parmentier, recibe el apelativo de naranja porcina. Cuando se inventaron los billetes de banco, la carne de presidio los bautizó en seguida como papiros garateados, con el nombre de Garat, el cajero que los firmaba. ¡Papiro! ¿No parece escucharse el ruido del papel de los billetes al arrugarse? El billete de mil francos es un papiro macho, y el de quinientos un papiro hembra. Seguro que los presidiarios bautizarán algún día los billetes de cien o de doscientos francos con algún extraño nombre. En 1790 Guillotin descubrió, para servicio de la humanidad, el artefacto expeditivo que resuelve todos los problemas suscitados por el suplicio de la pena de muerte. Inmediatamente, los forzados, los exgaleotes, examinaron este mecanismo situado en los confines monárquicos del antiguo sistema y junto a las fronteras de la nueva justicia y la llamaron de repente la Ermita de Sube de Malagana. Examinaron el ángulo descrito por la cuchilla de acero, y para describir su acción hallaron el verbo oportuno: segar. Si se piensa que el presidio recibe el nombre de banasto, quienes se ocupan de lingüística deben realmente admirar la creación de tales espantosos vocablos, como hubiera dicho Charles Nodier. Hay que reconocerle a la jerga carcelaria, por lo demás, una remota antigüedad. Una décima parte de sus palabras procede de la lengua románica y otra décima parte de las lenguas prerrománicas autóctonas. Las palabras chapitel (cabeza), calcorros (zapatos), embuciar (comer), sorni (oro), beyes (naipes), y cica (bolsa) pertenecen a la lengua de muchos siglos atrás.

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Por lo menos un centenar de palabras de esta jerga pertenecen a la lengua de PANURGE, que, en la obra de Rabelais, simboliza al pueblo, ya que este nombre se compone de dos palabras griegas que significan: El que lo hace todo. El nombre que se da a la cabeza cuando aún está en su sitio —el chapitel— indica el antiguo origen de esta lengua, que aparece en la obra de los novelistas más antiguos, como Cervantes o el Aretino. En todas las épocas, efectivamente, la ramera, heroína de tantas novelas antiguas, ha sido la protectora, la compañera y el consuelo del rufián, del ladrón, del ratero y del estafador. La prostitución y el robo son dos protestas vivientes, macho y hembra, del estado natural contra el estado social. Por eso los filósofos, los actuales novadores, los humanitaristas, que traen por séquito a los comunistas y fourieristas, llegan sin sospecharlo a estas dos conclusiones: la prostitución y el robo. El ladrón no pone en tela de juicio, en las páginas de libros sofísticos, la propiedad, la herencia y las garantías sociales, sino que las suprime por las buenas. Para él robar es regresar a su lugar propio. No polemiza contra el matrimonio, ni lo acusa de nada, y tampoco se dedica a reclamar en utopías impresas ese consentimiento mutuo y esa estrecha alianza de las almas que es imposible generalizar, sino que se aparea con una violencia cuyos eslabones son constantemente estrechados por el martillo de la necesidad. Los modernos novadores escriben teorías pastosas, enrevesadas y nebulosas, o novelas filantrópicas; el ladrón práctico, en cambio, es claro como un hecho, es lógico como un puñetazo. ¡Y qué estilo tiene!... Otra observación. El mundo de las prostitutas, de los ladrones y de los asesinos, las cárceles y los penales, tienen una población aproximada de sesenta a ochenta mil individuos, entre varones y hembras. Este mundo no puede ser desdeñado en la descripción de nuestras costumbres, en la reproducción literal de nuestro estado social. La justicia, la gendarmería y la policía poseen un número de funcionarios casi igual: ¿no es esto extraño? Este antagonismo de gente que se busca y que se esquiva mutuamente constituye un duelo de enormes proporciones, eminentemente dramático, y que ha sido esbozado en este estudio. Con el latrocinio y el comercio de mujeres públicas ocurre como en el teatro, la policía, el clero y la gendarmería. En cada una de estás seis condiciones el individuo adquiere un carácter indeleble. No puede ser más que lo que es. Los estigmas del divino sacerdocio son inmutables, igual que los del militar. Asimismo sucede con los otros estados, que constituyen otros tantos antagonismos, otros tantos contrarios en la civilización. Estos diagnósticos violentos, extraños,

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singulares, sui generis, hacen que la prostituta, el ladrón, el asesino y el expresidiario sean tan fácilmente reconocibles, que para sus enemigos el soplón y el gendarme son como la presa para el cazador: tienen determinados andares, ciertos ademanes, un color de la piel, una mirada, un color, un olor determinados, en suma, unas propiedades infalibles. De ahí que las grandes figuras de los presidios posean esta profunda ciencia del disfraz. Digamos aún unas palabras sobre la constitución de este mundo, que se está haciendo tan amenazador por la supresión de la marca con el hierro, por la suavización de las penalidades y la estúpida indulgencia de los jurados. Efectivamente, dentro de veinte años, París se verá cercado por un ejercito de cuarenta mil expresidiarios, puesto que el departamento del Sena, con sus ciento cincuenta mil habitantes, es el único punto de Francia donde pueden ocultarse estos desechados. París, para ellos, es como la selva virgen para las bestias feroces. La alta hampa, que para estos ambientes es su faubourg Saint-Germain, su aristocracia, se había reagrupado en 1816 a consecuencia de una paz que ponía en tela de juicio a tantas existencias, en una asociación llamada de los Grandes Cofrades, que reunió a los más famosos jefes de bandas y a algunos audaces que carecían entonces de medios de subsistencia. En su jerga, la palabra cofrade quiere decir a la vez amigo, hermano y compañero. Todos los ladrones, los |M sidiarios y los presos son cofrades. Los Grandes Cofrades, la flor y nata de la alta hampa, fueron durante veintitantos años el tribunal de casación, el instituto y la cámara de los pares de aquel pueblo. Los grandes Cofrades tuvieron todos una fortuna particular, unos capitales en común y unas costumbres aparte. Se conocían todos y se debían ayuda y socorro en caso de dificultad. Pasando por encima de las astucias y de los intentos de corrupción de la policía, todos tuvieron su constitución.particular y su santo y seña. Estos duques y pares del presidio habían constituido, entre 1815 y 1819, la célebre sociedad de los Diez Mil (véase Papá Goriot), llamada así por el convenio en virtud del cual jamás se podría emprender ningún asunto en el que hubiera menos de diez mil francos que ganar. Por aquel tiempo, en 1829 y 1830, se estaban publicando unas memorias por parte de una famosa figura de la policía judicial en las que se indicaban el estado de fuerzas de esta sociedad y los nombres de sus miembros. En ellas podía leerse con espanto la lista de un ejército de genios, tanto hombres como mujeres, ejército tan potente, tan hábil y tan frecuentemente vencedor, que en él se contaban ladrones como los Levy, los Pastourel, los Collonge y los Chimaux, cuyas edades oscilaban entre los cincuenta y los sesenta años y

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cuya rebeldía contra la sociedad dura desde su infancia... ¡Qué señal de impotencia para la justicia representa la existencia de ladrones tan viejos! Jacques Collin era el cajero, no sólo de la Sociedad de los Diez Mil, sino también de los Grandes Cofrades, los héroes del presidio. Como han reconocido las autoridades competentes, los presidios siempre han tenido capitales. Es fácil comprender este hecho aparentemente extraño. Salvo en casos excepcionales, no se suele encontrar la suma robada. Los condenados, como no pueden llevarse nada consigo al penal, se ven obligados a recurrir a la confianza y al talento, tienen que confiar sus fondos, análogamente a como la gente de la sociedad confía su dinero a un banco. Primitivamente Bibi-Lupin, jefe de la policía de seguridad desde hacía diez años, había formado parte de la aristocracia de los Grandes Cofrades. Su traición provino de una herida que sufrió en su amor propio; siempre se había visto relegado ante la elevada inteligencia y la prodigiosa fuerza de Engañamuertes. De ahí el permanente encarnizamiento que mostraba aquel célebre jefe de la policía de seguridad contra Jacques Collin. De ahí derivaban también ciertos compromisos entre Bibi-Lupin y sus antiguos compañeros que empezaban a preocupar a los magistrados. Así pues, en su deseo de venganza, al que el juez de instrucción había dado vía libre empujado por la necesidad de establecer la identidad de Jacques Collin, el jefe de la policía de seguridad había elegido muy hábilmente a sus auxiliares echando sobre el falso español a La Ponraille, Hilo de Seda y el Infantero, puesto que La Ponraille pertenecía a los Diez Mil, igual que Hilo de Seda, y el Infantero era un Gran Cofrade. La Infantería, la temible ja del Infantero, que sigue escabullándose de todas las persecuciones de la policía gracias a sus disfraces de mujer respetable, estaba en libertad. Esta mujer, que sabe fingirse admirablemente marquesa o baronesa, tiene coche y criados. Esta especie de Jacques Collin con faldas es la única mujer comparable con Asia, el brazo derecho de Jacques Collin. Cada uno de los héroes de presidio, efectivamente, tiene a alguna mujer abnegada. Los fastos judiciales y la crónica secreta del Palacio lo proclaman: ninguna pasión de mujer honesta, ni siquiera la de la beata por su director espiritual, supera la fuerza de los lazos que unen a la coima que comparte los peligros de los grandes criminales. Entre esta gente, la pasión es casi siempre la razón primitiva de sus audaces empresas, de sus asesinatos. El amor excesivo que los arrastra hacia la mujer, constitucionalmente según dicen los médicos, absorbe todas las fuerzas morjtí les y físicas de esos enérgicos hombres. De ahí viene la ociosidad que domina su existencia, porque los excesos en el amo| exigen reposo y comida reparadores. De ahí el odio haci¿todo trabajo, que obliga a

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esta gente a recurrir a medio? rápidos para lograr dinero. Sin embargo, la necesidad de vW vir, y de vivir bien, de por sí ya bastante violenta, es poca cosa comparada con las prodigalidades reclamadas por las compañeras, a las que esos generosos Medoros quieren obsequiar con joyas y vestidos, y que se muestran siempre golosas y gustan de comer bien. La compañera desea un chai, el amante lo roba y la mujer ve en este acto una prueba de amor. Así es como se dirigen hacia el hurto, el cual, si sé examina con lupa el corazón humano, se reconoce como seiri timiento casi natural en el hombre. El hurto lleva al asesinato, y el asesinato lleva al amante de peldaño en peldaño hasta el patíbulo. El amor físico desenfrenado de tales hombres sería, pues, si se acepta la explicación que da la Facultad de Medicina, el origen de las siete décimas partes de los crímenes. Cuando se hace la autopsia de un ejecutado siempre se halla, por otra parte, la prueba de esta afirmación de un modo palpable ei impresionante. Así se ganan esos monstruosos amantes, esos espantajos de la sociedad, la adoración de sus queridas. Esta abnegación de hembra fielmente acurrucada a la puerta de las prisiones, dedicada constantemente a contrarrestar las astucias de la instrucción y guardia incorruptible de los más oscuros secretos, es lo que hace impenetrables e irresolubles tantos procesos. Ahí radica la fuerza, pero también la debilidad de los criminales. En la jerga de estas mujeres, tener probidad equivale a no faltar a ninguna de las leyes de esta unión, equivale a dar todo su dinero al hombre enchironado, es velar por su bienestar, guardarle fidelidad en todos los sentidos y hacer cualquier cosa por él. La injuria más cruel que puede lanzar una prostituta a la cara de otra deshonrada es acusarla de infidelidad hacia un amante apiolado (encarcelado). En tales casos se considera que es una mujer sin corazón. La Pouraille amaba con pasión a una mujer, como se verá. Hilo de Seda, filósofo egoísta que robaba para hacerse una fortuna, se parecía mucho a Paccard, el secuaz de Jacques Collin, que había huido con Prudence Servien y con la fortuna de setecientos cincuenta mil francos. No estaba unido con nadie, no le gustaban las mujeres y no amaba más que a Hilo de Seda. En cuanto al Infantero, como ya es sabido, debía su apodo a su unión con la Infantería. Pues bien, estas tres figuras de la alta hampa tenían cuentas que pedirle a Jacques Collin, y unas cuentas bastante difíciles de establecer. El cajero era el único que sabía cuántos asociados sobrevivían y cuál era la fortuna de cada uno de ellos. Cuando decidió alzarse con los fondos en provecho de Lucien, Engañamuertes había tenido en cuenta en sus cálculos la especial mortalidad de sus mandatarios. Burlando la vigilancia de sus compañeros y de la policía durante nueve años, Jacques Collin tenía casi la

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certeza de heredar, según la carta de los Grandes Cofrades, la fortuna de los dos tercios de sus comitentes. ¿Acaso no podía, además, alegar pagos realizados a cofrades liquidados? Por último, este jefe de los Grandes Cofrades no estaba sometido a ningún control. Los demás depositaban en él una confianza absoluta por necesidad, ya que la vida de fiera que llevan los presidiarios exige la mayor delicadeza entre la gente respetable de aquel mundo feroz. Sobre los cien mil escudos del delito, Jacques Collin podía librarse entonces, quizá, con unos cien mil francos. En aquellos momentos, como se ha visto, a La Pouraille, uno de los acreedores de Jacques Collin, no le quedaban más que noventa días de vida. Como además poseía una suma superior a la que le guardaba su jefe, La Pouraille había de mostrarse bastante acomodaticio. Uno de los diagnósticos infalibles que permiten a los directores de prisión y a sus agentes, a la policía y a sus auxiliares e incluso a los jueces instructores, reconocer a los perros viejos, es decir, a los que ya han comido muchas alubias, es la familiaridad con que se desenvuelven en las prisiones; los reincidentes conocen naturalmente sus usos, están en su casa y no se sorprenden de nada. Jacques Collin, alerta contra sí mismo, había desempeñado admirablemente hasta entonces su papel de extranjera y de inocente, tanto en la Force como en la Conserjería. Pero abatido por el dolor y aplastado por su doble muerte —porque durante aquella noche fatal había muerto dos veces— volvió a ser Jacques Collin. El vigilante quedó estupefacto al ver que no tenía que indicar al sacerdote español por dónde se iba al patio. Aquel actor tan perfecto olvidó su papel y bajá por la escalera de la torre Bonbec como si fuera asiduo de la Conserjería. "Bibi-Lupin tiene razón —dijo el vigilante para sus adentros—; éste es un perro viejo, es Jacques Collin." En el instante en que Engañamuertes apareció en la puerta de la atalaya, que enmarcó su figura, los presos, que acababan de realizar sus adquisiciones en la mesa de piedra llamada de San Luis, se estaban dispersando por el patio, siempre demasiado angosto para ellos: todos a un tiempo vieroa al nuevo detenido, sin tardar, puesto que no hay nada que! iguale la certera mirada de los presos, que, en el patio, parecen una araña situada en el centro de su telaraña. Esta comparación es de una exactitud matemática, puesto que al estar la vista limitada por todas partes por unas murallas! altas y negruzcas, los detenidos ven constantemente, sin necesidad de fijarse, la puerta que da acceso a los vigilantes, las ventanas del locutorio y las de la escalera de la torre Bonbec,: únicas salidas del patio. Debido al profundo aislamiento en que se encuentra, todo despierta la

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atención y la curiosidad del preso; su aburrimiento, comparable al del tigre enjaulado del zoológico, multiplica su poder de atención. No estál de más hacer notar que Jacques Collin, sin someterse rígidamente al hábito eclesiástico, llevaba unos pantalones negros, medias negras, zapatos con hebillas plateadas, chaleco negro y una especie de levita de color marrón, de corte claramente sacerdotal, completado por el peculiar corte de peloil Jacques Collin llevaba una peluca superlativamente eclesiástica y de una gran naturalidad. —¡Vaya, vaya! —dijo La Pouraille al Infantero—. ¡Mala señal! ¡Un cuervol ¿Por qué habrá uno de esos pon aquí? —Es alguno de sus tinglados, algún soplón de nueva planta —contestó Hilo de Seda—. Es algún vendedor de cintas (la gendarmería de antaño) disfrazado que viene a por sus negocios. El gendarme tiene diversos nombres en la jerga: cuando persigue al ladrón es el vendedor de cintas; cuando lo conduce detenido es una golondrina, y cuando lo lleva al patíbulo es el húsar de la guillotina. Para concluir la descripción del patio quizá sea necesario retratar en pocas palabras a los otros dos cofrades. Sélerier, llamado el Auvernés, llamado el tío Ralleau, llamado el Lioso y llamado por último Hilo de seda, tenía treinta nombres y otros tantos pasaportes; de ahora en adelante se le nombrará únicamente con este último sobrenombre, el único que recibía de la alta hampa. Este profundo filósofo, que creía que el supuesto cura era un gendarme, era un individuo de cinco pies y cuatro pulgadas, y sus músculos ofrecían extraños salientes. Bajo su enorme cabeza lanzaban destellos unos pequeños ojos cubiertos, igual que los de las aves de presa, por unos párpados grises, mates y duros. A primera vista parecía un lobo por la anchura de sus mandíbulas de trazo vigoroso y pronunciado; pero todo cuanto dicho parecido implicaba en cuanto a crueldad e incluso a ferocidad, era contrapesado por la astucia y vivacidad de sus rasgos, pese a las huellas de viruela que conservaban. El borde de cada cicatriz parecía reflejar su ingenio. En ellas se leía la sorna. La vida de los criminales, con sus secuelas de hambre y sed, de noches al raso pasadas en muelles, en taludes, en la calle o bajo puentes, de orgías con bebidas fuertes para celebrar los triunfos, había impreso sobre su cara como una capa de barniz. Cualquier agente de policía, cualquier gendarme, habría reconocido su presa a treinta pasos de distancia si Hilo de Seda se hubiera mostrado al natural; pero competía con Jacques Collin en el arte del maquillaje y del disfraz. En aquella ocasión "»o de Seda, desaliñado como un gran actor que no se cuida de su vestido más que en el teatro, llevaba una especie oe chaqueta sin botones, cuyos ojales deshilachados dejaban yw el forro

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blanco; llevaba también unas feas zapatillas verdes, unos pantalones de algodón amarillo que se habían vuelto grises, y en la cabeza una gorra sin visera, por debajo de la cual sobresalían las puntas de un viejo pedazo de madras deshilacliado y roto. El Infantero contrastaba plenamente con Hilo de Seda. Aquel célebre ladrón, de pequeña estatura, grueso y fornida ágil, de tez pálida, de ojos negros y hundidos, vestido cotilo un cocinero y con unas piernas muy arqueadas, asustaba poe ¡su fisonomía en la que predominaban todos— los síntomas da Ua organización propia de los animales carnívoros. Hilo de Seda y el Infantero hacían la corte a La Pouraille, el cual no conservaba ninguna esperanza. Este asesina reincidente sabía que iba a ser juzgado, condenado y ejecutado antes que pasaran cuatro meses. Por eso Hilo de Sedé y el Infantero, amigos de La Pouraille, no dejaban de llamarle el Canónigo, es decir, el canónigo de la ermita de Sube de Malagana. Es fácil imaginar por qué Hilo de Seda y el Infantero cortejaban a La Pouraille. La Pouraille había eiH terrado doscientos cincuenta mil francos de oro, la parte que le correspondía del botín recogido en casa de los esposod Crottat. ¡Qué magnífica herencia para dejarla a dos cofrades, aunque estos dos expresidiarios tuvieran que volver a los pocos días al penal! El Infantero e Hilo de Seda iban a ser condenados a quince años por robos calificados (es decir, que reunían circunstancias agravantes), al margen de los diez años de una condena anterior que se habían tomado la libertad de interrumpir. Así pues,— aunque tuvieran por delante veintidós años el uno y veintiséis el otro de trabajos forzados, esperaban ambos evadirse e ir a buscar el montónde oro de La Pouraille. Pero el miembro de los Diez Mil; guardaba su secreto; no le parecía útil transmitirlo mientra no le hubieran condenado. Como pertenecía a la alta sociedad del mundo del presidio, no había revelado nada acerca de sus; cómplices. Su personalidad era conocida; el señor Popinot, instructor de aquel espantoso caso, no pudo sacar nada de él. El terrible triunvirato estaba en lo alto del patio, es decir, debajo de la Pistola. Hilo de Seda estaba terminando la instrucción de un muchacho que no había dado más que un golpe y que, convencido de que sería condenado a diez añoS: de trabajos forzados, se informaba acerca de los diversos penales. —Mira, muchacho —le decía sentenciosamente Hilo de Seda en el instante en que apareció Jacques Collin—, he aquí la diferencia que hay entre Brest, Toulon y Rochefort. —Dime, veterano —dijo el joven, con la curiosidad de un novicio. Este detenido, hijo de buena familia y acusado de falsificación, había bajado de la celda contigua a la de Lucien.

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—Hijo mío —prosiguió Hilo de Seda—, en Brest, hundiendo la cuchara en el plato, sacarás alubias a la tercera cucharada; en Toulon no sacarás hasta la quinta, y en Rochefort nunca sacarás, a menos que seas un veterano. Una vez dicho esto, el profundo filósofo se unió a La Pouraille y al Infantero, los cuales, intrigados por el cuervo, se pusieron a bajar por el patio al tiempo que Jacques Collin, quebrantado por el dolor, subía en sentido contrario. Engañamuertes, entregado a terribles reflexiones, las propias de un emperador destronado, no imaginaba ser centro de todas las miradas y objeto de la atención general, y andaba lentamente, mirando la ventana fatal en la que Lucien de Rubempré se había ahorcado. Ninguno de los presos conocía el acontecimiento, ya que el vecino de Lucien, el joven falsificador, no había dicho una palabra por los motivos que pronto se dirán. Los tres cofrades se colocaron de tal modo que cortaran el paso al sacerdote. —No es un cuervo —dijo La Pouraille a Hilo de Seda—, es un perro viejo. ¡Fíjate cómo tira la derecha! Como que no todos los lectores habrán tenido la ocurrencia de visitar un presidio, es necesario explicar aquí que todo presidiario está unido con otro mediante una cadena (siempre un joven y un viejo juntos). El peso de esta cadena, que está roblada a una anilla que rodea la parte superior de la espinilla, es tan grande que al cabo de un año confiere al presidiario un hábito incorregible en la manera de andar. El condenado, al tener que enviar a una pierna más fuerza que a la otra para tirar de estos antojos —tal es el nombre que se da en los penales a dicho herraje—, adopta inevitablemente el hábito de este esfuerzo. Más adelante, cuando ya no lleva cadena, ocurre con este aparejo como con las piernas amputadas, que siguen produciendo dolor; el forzado sigue sintiendo sus antojos y jamás puede librarse de aquel vicio en su caminar. En la jerga de la policía se dice que tira la derecha. Este diagnóstico, que conocen tanto los presidiarios como los policías, aun cuando no ayuda a reconocer a un compañero, completa por lo menos su identificación. En Engañamuertes el hábito se había debilitado mucho, puesto que se había evadido hacía ya ocho años; pero a consecuencia de su meditación absorbente, andaba con un paso tan lento y solemne que, por débil que fuera aquel vicio en el andar, tenía que llamar la atención de un individuo tan bregado como La Pouraille. Se comprende fácilmente, por lo demás, que los presidiarios hayan estudiado tanto sus propias fisonomías y que conozcan ciertas costumbres que deben de escapar a sus enemigos sistemáticos los soplones, gendarmes y comisarios de policía, ya que en los penales están siempre en presencia los unos de los otros y no tienen a nadie más que observar. Debido a ciertos tirones de los músculos maxilares de la mejilla

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izquierda, un presidiario que asistió a un desfile militar de la legión del Sena reconoció al teniente coronel de aquel cuerpo, el famoso Ooignard, y dio lugar a su detención; pese a la certeza de Bibi-Lupin, la policía no se atrevía a creer en la identidad del conde Pontis de Sainte-Hélène con Coignard. —¡Si es nuestro jefe!... —dijo Hilo de Seda al recibir de Jacques Collin una de esas miradas distraídas que dirige la persona hundida en la desesperación sobre todo cuanto le rodea. —Es verdad, es Engañamuertes —dijo el Infantero, frotándose las manos—. Tiene su misma estatura, su misma corpulencia. Pero, ¿qué habrá hecho? No se parece a lo que era. —¡Ah, ya entiendo! —dijo Hilo de Seda—. Debe tener un plan, vendrá a ver a su tía, que han de ejecutar dentro de poco. Para dar una vaga idea del personaje al que los reclusos, los cabos de vara y los vigilantes llaman tía, bastará reproducir la brillante respuesta que dio el director de uno de los establecimientos penales al malogrado lord Durham, que visitó todas las cárceles durante su estancia en París. Este lord, deseoso de conocer todos los detalles de la justicia francesa hizo montar al difunto verdugo Sansón la guillotina, y solicitó que se ejecutara a una ternera viva para darse cuenta claramente del funcionamiento de la máquina que se hizo famosa con la Revolución francesa. El director, tras haber mostrado toda la cárcel, los patios, los talleres, los calabozos, etc., señaló con el dedo un local, con un gesto de asco. "No llevo a Su Señoría a aquel local —dijo—, porque es el barrio de las tías..." "¡Hao! —exclamó lord Durham—. Y ¿qué es eso?" "Es el tercer sexo, milord." —¡Van a bochar a Théodore! —dijo La Pouraille—. ¡Vaya chico simpático! ¡Qué habilidad, qué caradura! ¡Será una pérdida para la sociedad! —Sí, Théodore Calvi está rosando (comiendo) sus últimos bocados —dijo el Infantero—. ¡Sus jas deben de estar llorando a lágrima viva, pues le querían mucho a ese trápala! —¿Qué haces por aquí, amigo? —dijo La Pouraille a Jacques Collin. Y junto con sus dos acólitos, con los que iba cogido del brazo, cortó el paso al recién llegado. —¡Oh, jefe! ¿Te has hecho cuervo? —añadió La Pouraille. —Dicen que has murciado nuestros papiros (robado nuestro dinero) —dijo el Infantero con aire amenazador. —¿Vas a darnos sonague? (vas a darnos dinero) —preguntó Hilo de Seda. Estas tres preguntas salieron como tres disparos. —No bromeéis con un pobre sacerdote encerrado aquí por error —contestó maquinalmente Jacques Collin, que reconoció en seguida a sus tres compañeros.

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—El sonido del cascabel es el mismo, aunque el palmito (la cara) esté algo cambiado —dijo La Pouraille, poniendo su mano sobre el hombro de Jacques Collin. Aquel ademán y la vista de sus tres compañeros sacaron violentamente al jefe de su postración y le devolvieron a la vida real, porque durante aquella noche fatal se había despeñado por los mundos espirituales e infinitos de los sentimientos buscando en ellos un camino nuevo. —No despiertes sospechas sobre tu jefe —dijo en voz baja Jacques Collin, con un tono profundo y amenazador bastante parecido al rugir de un león—. La bofia (policía) está ahí, deja que caiga en la red. Estoy haciendo la comedia por un cofrade que está a punto de ir a la balanza (a la horca). Estas palabras fueron pronunciadas con la unción de un saci—.dote que intenta convertir a unos desdichados, y Jacques Collin, a continuación, abarcó el patio entero con una mirada, vio a los vigilantes bajo las arcadas y se los enseñó con sorna a sus tres compañeros. —¿No hay vientos (soplones) por aquí? ¡Abrid bien los columbres (los ojos) y fijaos! Haced como que no me conocéis, seamos prudentes y tratadme como a un cuervo, que si no os hundo a todos, a vosotros, vuestras jas y vuestro sonague (a vuestras mujeres y vuestro dinero). —¿Acaso no te fías de nosotros? —dijo Hilo de Seda—. Vienes a salvar a tu tía. —Madeleine está listo para la balanza —añadió La Pouraille. —¡Théodore! —dijo Jacques Collin, reprimiendo un movimiento y una exclamación. Jacques Collin desfalleció, sus piernas no le aguantaban, y tuvo que ser sostenido por sus compañeros. Tuvo la presencia de espíritu de unir sus manos adoptando un aire de compunción. La Pouraille y el Infantero sostuvieron respetuosamente al sacrilego Engañamuertes, mientras que Hilo de Seda corría hacia el vigilante que estaba de guardia en la puerta del rastrillo que conduce al locutorio. —Aquel venerable sacerdote quisiera sentarse, déme una silla para él. Así pues, el golpe montado por Bibi-Lupin fracasaba. Engañamuertes, igual que Napoleón al ser reconocido por sus soldados, lograba la sumisión y el respeto de los tres forzados. Habían bastado dos palabras. Estas dos palabras eran: vuestras jas y vuestro sonague, vuestras mujeres y vuestro dinero, el resumen de todos los afectos verdaderos del hombre. Aquella amenaza fue para los tres presidiarios indicio del poder supremo, de que el jefe seguía con la fortuna de los tres entre sus manos. El jefe, que al exterior era todopoderoso, no les había traicionado, como decían algunos falsos hermanos. Además, la enorme fama de destreza y habilidad de su jefe

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estimuló la curiosidad de los tres forzados, ya que en la cárcel la curiosidad es el único aguijón de esas almas marchitas. La audacia de Jacques Collin, que conservaba su disfraz incluso tras los cerrojos de la Conserjería, tenía aturdidos a los tres criminales. —Estaba incomunicado desde hacía cuatro días y no sabía que Théodore estuviera tan cerca de la Ermita.y —dijo Jacques Collin—. Había venido a salvar a un pobre muchacho que ayer se ahorcó, a las cuatro, y me encuentro con otra desgracia. ¡Ya no me quedan triunfos en esta baraja!... —¡Pobre jefe! —dijo Hilo de Seda. —¡Ay! ¡El panadero (el diablo) me abandona! —exclamó Jacques Collin, desprendiéndose del sostén de sus dos compañeros e irguiéndose con un aire imponente—. ¡Hay momentos en que el mundo puede más que nosotros! La Cigüeña (el Palacio de Justicia) acaba tragándoselo todo. El director de la Conserjería, al notificársele el desfallecimiento del sacerdote español, fue personalmente al patio para espiarle; mandó que lo sentaran en una silla, al sol, y se puso a examinarlo todo con su temible perspicacia, que aumenta día a día debido al ejercicio de tales funciones y que se oculta tras una aparente indiferencia. —¡Ay, Dios mío! —dijo Jacques Collin—. Verse metido en medio de esta gente que es la escoria de la sociedad, entre criminales y asesinos... Pero Dios no abandonará a su servidor. Querido señor director, señalaré mi paso por aquí con actos de caridad cuya memoria perdurará. Convertiré a esos desdichados, aprenderán que tienen un alma, que les espera la vida eterna, y que, aunque lo hayan perdido todo sobre la tierra, todavía les queda un cielo por conquistar, un cielo que les puede pertenecer a cambio de un arrepentimiento sincero y auténtico. Unos veinte o treinta presos habían acudido y se habían agrupado detrás de los tres terribles forzados, cuyas feroces miradas habían logrado mantener a los curiosos a tres pies de distancia, y habían escuchado aquella plática pronunciada con unción evangélica. —A éste, señor Gault —dijo La Pouraille—, le prestaríamos atención... —Me han dicho —siguió Jacques Collin, que tenía cerca al señor Gault— que en esta cárcel hay un condenado a muerte. —En estos momentos le están leyendo la denegación de su recurso de gracia —dijo el señor Gault. —No sé lo que esto significa —dijo ingenuamente Jacques Collin, mirando a su alrededor. —¡Dios, qué palomo (simple) es! —dijo el jovencito que había estado consultando a Hilo de Seda acerca de las alubias. —Pues hoy mismo o mañana lo apiolan —dijo un detenido.

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—¿Apiolar? —preguntó Jacques Collin, cuyo simulacro de inocencia e ignorancia dejó admirados a sus tres cofrades. —En su jerga —contestó el director— eso quiere decir la ejecución de la pena de muerte. Si el escribano le está leyendo la denegación del recurso, seguramente el verdugo recibirá pronto la orden de ejecución. Este desgraciado ha rechazado persistentemente los auxilios de la religión... —¡Ah, señor director, es un alma que hay que salvar!... —exclamó Jacques Collin. El sacrilego unió las manos con una expresión de amor desesperado que reflejaba un fervor divino, según creyó observar el atento director. —¡Ay, caballero! —siguió Engañamuertes—. ¡Deje que le pruebe lo que soy y lo que puedo hacer permitiéndome que haga despuntar el arrepentimiento en ese corazón endurecido! Dios me ha dado la facultad de decir ciertas palabras que producen unos grandes cambios. Yo quiebro los corazones, los abro... ¿Qué teme usted? Que me acompañen gendarmes, guardianes o quien usted crea oportuno... —Ya miraré si el capellán de la prisión permite que le substituya usted —dijo el señor Gault. Y el director se marchó, impresionado por el aire totalmente indiferente, aunque curioso, con que los forzados y demás presos contemplaban a aquel sacerdote, cuya voz evangélica daba un peculiar encanto a su chapurreo de francés y español.

—¿Cómo se halla usted aquí, señor cura? —preguntó el joven interlocutor de Hilo de Seda a Jacques Collin. —¡Oh, por un error! —contestó Jacques Collin, mirando de arriba abajo al hijo de buena familia—. Me han encontrado en la casa de una cortesana que acababa de ser objeto de un robo después de muerta. Se ha comprobado que se había suicidado; y los autores del robo, que son seguramente los criados, todavía no han sido detenidos. —¿Y es a causa de ese robo por lo que se ahorcó aquel joven?... —Aquel pobre muchacho seguramente no habrá podido soportar la idea de verse injuriado por un encarcelamiento injusto —respondió Engañamuertes, alzando los ojos al cielo. —Sí —dijo el joven—, acababan de ponerlo en libertad cuando se suicidó. ¡Qué perra suerte! —Sólo los inocentes dejan correr asi la imaginación —dijo Jacques Collin—. Observe usted que el robo iba en perjuicio suyo. —¿De qué cantidad se trata? —preguntó el sutil y profundo Hilo de Seda.

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—De setecientos cincuenta mil francos —respondió pausadamente Jacques Collin. Los tres presidiarios se miraron entre sí y se retiraron del grupo que formaban los presos alrededor del presunto eclesiástico. —¡Él fue quien limpió el sótano de la muchacha! —dijo Hilo de Seda al oído del Infantero—. Querían meternos miedo por nuestros Juanes dorados (monedas de oro). —Nunca dejará de ser el jefe de los grandes cofrades —contestó La Pouraille—. Nuestro sonague no ha desaparecido. La Pouraille, que buscaba a alguien de quien fiarse, estaba interesado en que Jacques Collin fuera persona honrada. Y en la cárcel es donde en mayor medida los deseos acaban convirtiéndose en convicciones. —Apuesto cualquier cosa a que va a hundir al jefe de la Cigüeña (el procurador general), y que va a salvar a su tía —dijo Hijo de Seda. —Si lo consigue —dijo el Infantero—, no es que vaya a creer que es el mismo coime del alto (Dios), pero sí pensaré que se ha fumado una pipa con el panadero (el diablo). —¡Has oído como gritaba: El panadero me abandona! —hizo notar Hilo de Seda. —¡Oh! —exclamó La Pouraille—, si quisiera salvarme la mechusa (la cabeza), ¡qué vida me echaría con mi parte de sonague (de dinero) y los Juanes dorados que acabo de sepultar (el oro que acabo de esconder)! —¡Haz lo que te ordene! —dijo Hilo de Seda. —¿Bromeas, o qué? —repuso La Pouraille, mirando a su cofrade. —¡Serás palomo (tonto)! Puedes estar seguro que te darán la tristeza (la sentencia de muerte). De modo que no tienes más remedio que recurrir a él si quieres seguir sobre tus pirámides (en vida), si quieres seguir rozando, piando y mariscando (comiendo, bebiendo y hurtando) —le replicó el Infantero. —¡Que quede bien claro! —dijo La Pouraille—. Que no lo traicione nadie, porque de lo contrario me llevo al traidor conmigo al otro mundo... —¡Sería capaz!...—exclamó Hilo de Seda. Incluso las personas menos inclinadas a sentir cualquier clase de simpatía por aquel extraño mundo pueden imaginar cuál era el estado de ánimo de Jacques Collin, situado entre el cadáver del ídolo al que había adorado una noche durante cinco horas y la cercana muerte de su antiguo compañero, el futuro cadáver del joven corso Théodore. Solamente para ver a aquel desdichado necesitaba desplegar una habilidad poco corriente; pero salvarlo, ¡era un milagro! Sin embargo, aquella idea estaba ya dando vueltas en su cabeza.

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Para entender lo que iba a intentar Jacques Collin, es preciso hacer notar aquí que los asesinos, los ladrones y todos los que pueblan los presidios no son temibles como se piensa. Salvo raras excepciones, estos individuos son todos cobardes, seguramente a causa del miedo perpetuo que les oprime el corazón. Como sus facultades están siempre centradas en el robo y la ejecución de cualquier golpe, les exige el empleo de toda su fuerza vital, y les exige además una agilidad mental concorde con sus aptitudes corporales y una atención abusiva, se vuelven estúpidos salvo cuando practican esos violentos actos de voluntad, por la misma razón que una cantante o un bailarín caen rendidos después de un paso agotador o después de cantar uno de esos tremendos dúos que infligen al público los compositores modernos. Efectivamente, los malhechores están tan faltos de razón o tan oprimidos por el temor, que adoptan un comportamiento absolutamente infantil. Se vuelven extremadamente crédulos y caen en las trampas más elementales. Tras el éxito de un golpe quedan en tal estado de postración, que se abandonan inmediatamente a excesos para ellos necesarios: se embriagan de vino, de licores y se entregan rabiosamente a los brazos de sus mujeres para recuperar su tranquilidad con el desgaste de sus fuerzas y para encontrar en el olvido de su razón el olvido de su crimen. En tal situación están a merced de la policía. Una vez detenidos, quedan cegados, pierden la cabeza y tienen tanta necesidad de esperanza que creen en cualquier cosa; no hay cosa que no admitan, por absurda que sea. Un ejemplo aclarará hasta dónde llega la estupidez del criminal enchironado. Bibi-Lupin había logrado hacer confesar a un asesino de diecinueve años de edad convenciéndole de que jamás se ejecutaba a los menores. Cuando trasladaron a este muchacho a la Conserjería para el juicio, después de haberse rechazado el recurso, aquel agente terrible había ido a verle. —¿Estás seguro de no tener veinte años?... —le preguntó. —Sí, no tengo más que diecinueve años y medio —dijo el asesino con absoluta tranquilidad. —Pues puedes estar tranquilo —contestó Bibi-Lupin—, jamás tendrás veinte años... —¿Por qué?... —Porque te ejecutarán dentro de tres días —repuso el jefe de la segundad. El asesino, que seguía creyendo, incluso después del juicio, que no se ejecutaba a los menores de edad, se desmoronó como un castillo de naipes. Estos seres, que se muestran tan crueles debido a la nece— ¡sidad de suprimir testigos, ya que sólo asesinan para eliminar pruebas (ésta es una de las razones alegadas por los defensor de la abolición de la pena de muerte); esos gigantes de d treza y habilidad, cuyos gestos, cuyas miradas y

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cuyos se tidos están aguzados como entre los salvajes, sólo se compo tan como héroes en el teatro de sus hazañas. Una vez cometido el crimen, no sólo comienzan sus apuros, puesto que están tan aturdidos por la necesidad de ocultar el producto de su roi como oprimidos se hallaban por la miseria, sino que además quedan debilitados como una mujer que acabara de dar a lu Aunque en sus proyectos despliegan una energía pavorosa después de la hazaña se comportan como crios. En suma, se asemejan a las bestias salvajes, que son fáciles de cazar cuando están ahitas. En la cárcel estos hombres singulares muestran su virilidad con su disimulo y discreción, que sólo suele ceder en el último instante, cuando ya están quebrantados y deshechos por la duración del arresto. Ahora puede comprenderse por qué los tres presidiarios, en lugar de perjudicar a su jefe, quisieron servirle; le admiraron al sospechar que era el dueño de los setecientos cincuenta mil francos robados y al verle tan tranquilo tras las rejas de la Conserjería, y creyeron que era capaz de tomarlos bajo s protección. En cuanto el señor Gault hubo dejado al falso español regresó por el locutorio a su escribanía y fue a reunirse con Bibi-Lupin, el cual, agazapado contra una de las ventanas qu daban al patio, lo contemplaba todo por una mirilla desde hacía veinte minutos, desde que Jacques Collin había bajado de su celda. —Ninguno de ellos le ha reconocido —dijo el señor Gault—, y Napolitas, que los vigila a todos, no ha oído nada. El pobre clérigo, en su postración de esta noche, no ha dicho una sola palabra que pueda hacer pensar que bajo su sotana se oculta Jacques Collin. —Esto demuestra que conoce bien las cárceles —contestó el jefe de la policía de seguridad. Napolitas, el secretario de Bibi-Lupin, al que no conocía ninguno de los detenidos en aquel momento en la Conserjería, desempeñaba el papel del hijo de buena familia acusado de falsificación. —Por último solicita que se le permita confesar al condenado a muerte —repuso el director. —¡Ahí tenemos un último recurso! —exclamó Bibi-Lupin—. No había caído. Théodore Calvi, el corso, es el que iba encadenado junto con Jacques Collin; según me dijeron, Jacques Collin le hacía en la cangrí unos pegotes muy bien hechos... Los presidiarios se fabrican una especie de tampones que se colocan bajo la anilla de hierro para amortiguar la presión de los antojos sobre sus tobillos y empeines. Estos tampones, hechos de tela y estopa, reciben el nombre de pegotes en los penales.

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—¿Quién vigila al condenado? —preguntó Bibi-Lupin al señor Gault. —¡Coeur-la-Virole! —Bien, voy a disfrazarme de gendarme y presenciaré la entrevista; los escucharé, y respondo de todo. —¿No teme usted que, si es Jacques Collin, le reconozca e intente estrangularle? —preguntó el director de la Conserjería a Bibi-Lupin. —Si voy vestido de gendarme, llevaré un sable —respondió el jefe—; además, si es Jacques Collin, no hará nada por lo que puedan condenarle a muerte; y si es un cura, no tengo nada que temer. —No hay tiempo que perder —dijo entonces el señor Gault—; son las ocho y media, el padre Sauteloup acaba de leerle la denegación del recurso y el señor Sansón espera en la sala la orden del ministerio fiscal. —Sí, es para hoy, ya están a punto los húsares de la viuda (otro nombre del espantoso mecanismo) —respondió Bibi-Lupin—. No obstante, comprendo que el procurador general este dudando; el muchacho siempre se ha declarado inocente, y a mi parecer jamás se han reunido pruebas convincentes contra él. —Es un corso de verdad —repuso el señor Gaul—; no ha dicho una sola palabra y lo ha resistido todo. Las últimas palabras del director de la Conserjería al jefe de la policía de seguridad resumían la sombría historia de los condenados a muerte. Los hombres sustraídos por la justicia del mundo de los vivos pertenecen al Ministerio fiscal. El Ministerio fiscal es soberano; no depende de nadie más que su propia conciencia. La prisión pertenece al Ministerio fisc: que es su dueño absoluto. La poesía se ha apoderado de es: tema social, muy propio para sobrecoger la imaginación: el! condenado a muerte. La poesía se ha mostrado sublime; la prosa no tiene más recurso que la realidad, pero en este caso la realidad es suficientemente terrible para poder competir con! el lirismo. La vida del condenado a muerte que no ha confesado sus crímenes o que no ha entregado a sus cómplices queda entregada a horrendas torturas. No se trata de zapatos que dañan los pies, ni de llenar el estómago de agua, ni de estirar los miembros del reo mediante máquinas espantosas, sino de una tortura encubierta y, por así decir, negativa. El Ministerio fiscal abandona al condenado a sí mismo, lo deja en las tinieblas y el silencio, y con un compañero (un cordero) del que debe desconfiar. La bondadosa filantropía moderna cree haber adivinado la atrocidad del suplicio del aislamiento, pero se equivoca. Desde la abolición de la tortura, el Ministerio fiscal, movido por el deseo muy natural de tranquilizar las conciencias tan delicadas de los jurados, se había dado cuenta de los terribles recursos que ofrece la soledad a la justicia contra los remordimientos. La soledad es el

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vacío; la naturaleza moral del hombre la teme tanto como su naturaleza física. La soledad sólo es habitable por el genio, que la llena con sus ideas, hijas del mundo del espíritu, o por el contemplador de las obras divinas, que la ve iluminada por la luz del cielo, animada por el soplo y por la voz de Dios. Excepción hecha de estos tipos de hombre, tan cercanos al paraíso, la soledad es a la tortura como lo moral a lo físico. Entre la soledad y la tortura hay la misma dife rencia que entre la enfermedad nerviosa y la enfermedad quirúrgica. Equivale al sufrimiento multiplicado por el infinito. El cuerpo se eleva al infinito mediante el sistema nervioso, igual que el espíritu mediante el pensamiento. Por eso, en los anales del Ministerio fiscal de París se registran los criminales que no confiesan. Tal siniestra situación, que toma unas proporciones enormes en determinados casos, como por ejemplo en política, cuando se trata de una dinastía o del Estado, será descrita oportunamente en la COMEDIA HUMANA. Ahora la descripción de la caja de piedra en la que, durante la Restauración, el Ministerio fiscal mantenía al condenado a muerte, quizá baste para dejar entrever el horror de los últimos días de un reo. En la Conserjería, antes de la Revolución de Julio, había el cuarto del condenado a muerte, que sigue existiendo actualmente. Este cuarto, adosado a la escribanía, está separado de ella por una gruesa pared, toda de piedra tallada y flanqueada al otro extremo por el grueso muro de siete u ocho pies de espesor que sostiene una parte de la inmensa sala de los Pasos Perdidos. Se entra por la primera puerta que se halla en el largo pasillo oscuro en que se hunde la mirada cuando se está en el centro de la gran sala abovedada del rastrillo. El cuarto es iluminado por un tragaluz dotado de una formidable reja que apenas se advierte al entrar en la Conserjería, porque está en el pequeño espacio que queda entre la ventana de la escribanía, al lado de la reja del rastrillo, y el alojamiento del escribano de la Conserjería, adosado como un armario al fondo del patio de entrada. Esta colocación explica por qué este cuarto, enmarcado por cuatro gruesas paredes, se destinó a tan siniestra y fúnebre utilización cuando se procedió a diversos cambios en la Conserjería. Es imposible cualquier evasión. El pasillo, que lleva a las celdas de incomunicación y al sector de las mujeres, desemboca frente a la estufa, donde siempre están agrupados gendarmes y vigilantes. El tragaluz, única salida al exterior, situado a una altura de nueve pies por encima de las losas, da al primer patio, vigilado por los gendarmes de facción en la puerta exterior de la Conserjería. No hay fuerza humana que pueda quebrantar aquellas gruesas paredes. Además, al criminal condenado a muerte le ponen en seguida una camisa de fuerza que, como es sabido, impide toda acción con las manos; por un pie se le encadena a su litera; por

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último, tiene a un cordero para servirle y guardarle. El suelo de la habitación es de gruesas losas de piedra, y su iluminación es tan débil que apenas se ve nada. Es imposible no sentirse helado hasta los huesos al entrar allí, incluso hoy en día, pese a que este cuarto haya quedado inutilizado desde hace dieciséis años a consecuencia de los cambios adoptados en París en la ejecución de las decisiones de la justicia. Contémplese al criminal en compañía de sus remordimientos, en el silencio y las tinieblas, y dígase si no es para volverse loco. ¡Qué solidez han de tener los que resisten este régimen, agravado por la inacción y la inmovilidad que produce la camisa de fuerza! Théodore Calvi, aquel corso de veintisiete años, envuelto en los velos de una discreción absoluta, resistía sin embargo, desde hacía un par de meses, la acción de aquel calabozo y la cháchara capciosa del cordero. He aquí el singular proceso criminal en que el corso se había ganado su condena a muerte. Aunque el caso sea sorprendente, el análisis será muy somero. No es posible hacer largas digresiones cerca del desenlace de esta escena, que ha alcanzado ya tal extensión y que no ofrece más interés que el que rodea a Jacques Collin, especie de columna vertebral que mediante su horrenda influencia sirve de hilo conductor, por así decir, entre Papá Goriot e Ilusiones perdidas, y entre Ilusiones perdidas y este Estudio. La imaginación del lector puede completar, por otra parte, el incierto tema que tanta inquietud causaba en aquellos momentos a los jurados del juicio al que había comparecido Théodore Calvi. Por eso, desde que ocho días antes el tribunal de casación había rechazado el recurso del criminal, el señor de Grandville llevaba este asunto entre manos y suspendía día tras día la orden de ejecución, por el afán de tranquilizar a los jurados gracias a una confesión del condenado en el umbral mismo de la muerte. Una pobre viuda de Nanterre, cuya casa estaba aislada y que se hallaba, como ya es sabido, en el centro de la estéril llanura que se extiende entre el Mont-Valérien, Saint-Germain y las lomas de Sartrouville y de Argenteuil, había sido asesinada y desvalijada pocos días después de haber recibido su parte de una herencia inesperada. Esta parte subía a tres mil francos, una docena de cubiertos, una cadena, un reloj de oro y algo de ropa. En lugar de ingresar en París los tres mil francos, como se lo aconsejaba el notario del comerciante de vinos de quien los había heredado, la anciana lo había querido guardar todo en su casa. En primer lugar, jamás se había visto con tanto dinero propio, y además desconfiaba de todo el mundo en toda clase de negocios, igual que la mayoría de gente del pueblo y que la mayoría de campesinos. Después de largas conversaciones con un comerciante de

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vinos de Nanterre, pariente suyo y del otro comerciante difunto, la viuda se había decidido a invertir la suma en una renta vitalicia, a vender su casa de Nanterre y a irse a vivir a Saint-Germain. La casa en que vivía, que tenía un jardín cercado con una fea empalizada, era una de esas míseras viviendas que se construyen los pequeños cultivadores de los alrededores de París. El yeso y el mampuesto, muy abundantes en Nanterre, cuyo suelo está cubierto de canteras explotadas al aire libre, habían sido empleados apresuradamente y sin ninguna idea arquitectónica, como suele verse por los alrededores de París. Casi siempre es algo así como la choza del salvaje civilizado. La casa consistía en una planta baja y un primer piso, encima del cual había varias buhardillas. El esposo de aquella mujer, cantero y constructor de aquella vivienda, había puesto barrotes de hierro muy sólidos en todas las ventanas. La puerta de entrada era de una solidez notable. El difunto sabía que allí estaba solo, en medio de un campo raso, y ¡vaya campo! Su clientela estaba constituida por los principales maestros de obras de París, y los materiales más importantes de su casa, edificada a quinientos metros de su cantera, los había transportado con los carros cuando volvían vacíos. En los derribos de París elegía lo que le convenía a muy bajo precio. Las ventanas, rejas, puertas, persianas, toda la carpintería, procedía de depredaciones autorizadas, de obsequios bien escogidos, fruto de su trabajo. Si había de elegir entre dos armazones, elegía el mejor. La casa, que tenía en su parte delantera un patio bastante grande donde se hallaban las cuadras, estaba protegida por muros en la parte que daba al camino. Una sólida reja servía de puerta. En la cuadra vivían algunos perros guardianes, y otro pequeño pasaba la noche en la casa. Detrás de ésta había un jardín de una hectárea aproximadamente. Una vez viuda y sin hijos, la mujer del cantero vivía en esta casa con una única sirvienta. El precio de la venta de la cantera había permitido liquidar las deudas del cantero, muerto dos años antes. El único haber de la viuda fue esta casa desierta, donde criaba gallinas y vacas y vendía los huevos y la leche en Nanterre. Como ya no tenían ningún mozo para la cuadra, ni carretero ni canteros asalariados, a los que el difunto encargaba toda clase de trabajos, el jardín ya no se cultivaba; la mujer se limitaba a cortar las escasas hierbas y legumbres que aquel suelo pedregoso dejaba crecer. Como el valor de la casa y el dinero de la herencia podían producir de siete a ocho mil francos, la mujer se sentía muy dichosa en Saint-Germain con los setecientos u ochocientos francos de rentas vitalicias que creía poder sacar de sus ocho mil francos. Había tenido ya varias entrevistas con el notario de Saint-Germain, porque se negaba a entregar su dinero para la renta vitalicia

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al comerciante de vinos de Nanterre, que se lo pedía. En estas circunstancias, un día dejaron de ver a la viuda Pigeau y a su sirvienta. La reja del patio, la puerta de entrada de la casa y las persianas, todo estaba cerrado. Tres días más tarde, la justicia, advertida de la situación, hizo una diligencia ocular. El señor Popinot, juez instructor, llegó de París en compañía del procurador del rey, y he aquí lo que se halló. Ni la reja del patio ni la puerta de entrada de la casa tenían rastro alguno de fractura. La llave estaba en la cerradura de la puerta de entrada, por dentro. No había sido forzado ni uno solo de los barrotes de hierro. Los cerrojos, las persianas y todos los cierres estaban intactos. Los muros no presentaban ninguna huella que permitiera adivinar la presencia de los malhechores. Las chimeneas de barro cocido no ofrecían ninguna salida practicable, de modo que era imposible que hubieran dado acceso a nadie. Por otra parte, los remates, enteros y sin estropear, no acusaban ninguna violencia. Al entrar en las habitaciones del primer piso, los magistrados, los gendarmes y Bibi-Lupin encontraron a la viuda Pigeau estrangulada en su cama y a la sirvienta estrangulada en la suya, ambas mediante sus respectivos pañuelos. Los tres mil francos habían desaparecido, así como los cubiertos y las joyas. Los dos cuerpos estaban en putrefacción, como también los del perro pequeño y de otro grande que guardaba el corral. Las empalizadas que rodeaban el jardín fueron examinadas: no había nada estropeado. En el jardín los senderos no tenían ninguna huella de pasos. El juez de instrucción juzgó probable que el asesino hubiera andado por la hierba para no dejar huellas, de haberse introducido por allí; pero, ¿cómo habría podido introducirse en la casa? En la parte del jardín, la puerta tenía un montante con tres barrotes de hierro intactos. También en esta parte la llave estaba en la cerradura, igual que en la puerta de entrada del lado del patio. Una vez comprobadas del todo estas imposibilidades por parte del señor Popinot, de Bibi-Lupin, que se quedó durante un día entero para vigilarlo todo, del propio procurador del rey y del sargento de la comisaría de Nanterre, aquel asesinato llegó a convertirse en un problema espantoso en el que tanto la política como la justicia iban a salir perdiendo. El drama, publicado por la Gaceta de los Tribunales, había ocurrido durante el invierno de 1828 a 1829; Dios sabe qué interés y curiosidad suscitó aquella extraña aventura en París; pero París, que tiene cada mañana nuevos dramas para devorar, lo olvida todo. La policía, en cambio, no olvida nada. Tres meses después de aquellas infructuosas pesquisas, una prostituta que había alertado a los— agentes de Bibi-Lupin con sus despilfarros y que era objeto de vigilancia debido a sus tratos con algunos

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ladrones, quiso que una amiga suya empeñara doce cubiertos, un reloj y una cadena de oro. La amiga se negó. El hecho llegó a oídos de Bibi-Lupin, que se acordó de los doce cubiertos, del reloj y de la cadena de oro robados en Nanterre. En seguida fueron puestos en guardia todos los comisionistas del Monte de Piedad y todos los encubridores de París, y Bibi-Lupin sometió a Manon la Rubia a un tremendo espionaje. Pronto se supo que Manon la Rubia estaba locamente enamorada de un joven al que no era fácil ver, porque parecía sordo a todas las pruebas de amor de la rubia Manon. Misterio tras misterio. Aquel joven fue sometido a la vigilancia de los espías, que lograron verle e identificarle con un presidiario evadido, el célebre héroe de las vendettas corsas, el guapo Théodore Calvi, llamado Madeleine. Echaron sobre Théodore a uno de esos encubridores de doble faz, que están a la vez al servicio de la policía y de los ladrones, que prometió a Théodore comprarle los cubiertos, el reloj y la cadena de oro. En el momento en que el chatarrero del patio Saint-Guillaume estaba contando el dinero d% Théodore, que se había disfrazado de mujer, a las diez y media de la noche, irrumpió la policía, detuvo a Théodore y se incautó de los objetos. La instrucción comenzó inmediatamente. Con tan pocos elementos, era imposible obtener una condena a muerte por parte del Ministerio fiscal. Calvi jamás se desmintió. Nunca se contradijo: dijo que una mujer del campo le había vendido aquellos objetos en Argenteuil y que, tras haberlos comprado, las noticias del asesinato cometido en Nanterre le hizo ver el peligro de poseer aquellos cubiertos, aquel reloj y aquellas joyas, los cuales resultaban ser los objetos robados, como pudo comprobarse al hacerse el inventario de bienes al morir el comerciante de vinos de París, que era tío de la viuda Pígeau. Por último, obligado por la miseria a vender aquellos objetos, decía, había querido deshacerse de ellos mediante una persona no comprometida. No se pudo sacar nada más del expresidiario, el cual, con su silencio y su firmeza, supo llegar a hacer creer a la justicia que el vendedor de vinos de Nanterre era quien había cometido el crimen, y que la mujer que le había proporcionado aquellos objetos tan comprometedores era la esposa del comerciante. El desdichado pariente de la viuda Pigeau y su esposa fueron detenidos; pero tras ocho días de detención y de una investigación escrupulosa, quedó establecido que ni el marido ni la mujer habían abandonado el establecimiento en la época del crimen. Además, Calvi no reconoció a la esposa del comerciante de vinos como la mujer que, según él, le vendió la cubertería y las joyas. Como la concubina de Calvi, implicada en el proceso, había gastado, como se demostró, unos mil francos desde que se cometió el crimen hasta el

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momento en que Calvi quiso empeñar la cubertería y las alhajas, estas pruebas parecieron suficientes para mandar a la sala de lo criminal al forzado y a su concubina. Como aquel asesinato era el decimoctavo cometido por Théodore, fue condenado a muerte, puesto que pareció ser el autor de aquel crimen cometido con tanta habilidad. Si bien él no reconoció a la vendedora de vinos de Nanterre, en cambio ella y su marido sí le reconocieron. La instrucción había establecido, gracias a numerosos testigos, que Théodore había estado en Nanterre durante un mes aproximadamente; había trabajado de peón albañil, siempre iba sucio de yeso y mal vestido. En Nanterre todos suponían unos dieciocho años al muchacho, que debió de estar preparando el crimen durante un mes. El fiscal creía que existían cómplices. Se midió la anchura de los tubos, comparándola con la del cuerpo de Manon la Rabia, para ver si habría podido introducirse por las chimeneas; pero ni un niño de seis años habría podido pasar por los tubos de barro cocido que sustituyen, en las construcciones modernas, las anchas chimeneas de antaño. De no ser por aquel misterio singular e irritante, Théodore habría sido ejecutado una semana antes. El capellán de la prisión, como ya se ha indicado, había fracasado totalmente. Este asunto y el nombre de Calvi pasaron inadvertidos a Jacques Collin, que entonces estaba preocupado por su lucha con Contenson, Corentin y Peyrade. Engañamuertes, por otra parte, trataba de olvidar en la medida de lo posible a los amigos y a todo lo que tenía alguna relación con el Palacio de Justicia. Temía cualquier encuentro cara a cara con algún cofrade que le habría pedido cuentas imposibles de justificar. El director de la Conserjería fue inmediatamente al gabinete del procurador general, donde halló al primer abogado general charlando con el señor de Grandville, con la orden de ejecución en la mano. El señor de Grandville, que acababa de pasar toda la noche en casa de los Sérizy, aunque agobiado por la fatiga y los dolores, ya que los médicos no se atrevían todavía a afirmar que la condesa no perdería la razón, se sentía obligado a estar algunas horas en su gabinete con motivo de aquella importante ejecución. Tras hablar unos instantes con el director, el señor de Grandville cogió la orden de ejecución a su abogado general y se la entregó a Gault. —Que se proceda a la ejecución —dijo—, a no ser que surjan circunstancias extraordinarias que usted mismo apreciará; confío en su prudencia. Se puede retrasar el montaje del patíbulo hasta las diez y media, de modo que le queda una hora. En una mañana como ésta, las horas valen siglos, y caben muchos acontecimientos en un siglo. No deje que crea en ninguna prórroga más. Que le corten el cabello si hace falta, y, si no hay

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confesión, remita usted la orden a Sansón a las nueve y media. ¡Que se espere! En el momento en que el director de la prisión abandonaba el despacho del procurador general, se cruzó bajo la bóveda del corredor que lleva a la galería con el señor Camusot, que se dirigía a ver al procurador general. Tuvo una rápida conversación con el juez; y, tras haberle informado de lo que estaba ocurriendo en la Conserjería a propósito de Jacques Collin, se fue a organizar el careo de Engañamuertes con Madeleine; pero no permitió al supuesto eclesiástico qué comunicara con el condenado a muerte hasta el momento en que Bibi-Lupin, admirablemente disfrazado de gendarme, hubo sustituido al cordero que vigilaba al joven corso. Es imposible imaginarse la profunda sorpresa de los tres presidiarios al ver que un vigilante iba a buscar a Jacques Collin para llevarlo a la celda del condenado a muerte. De un salto, se acercaron los tres a un tiempo a la silla donde estaba sentado Jacques Collin. —Es para hoy, ¿verdad, señor Julien? —dijo Hilo de Seda al vigilante. —Sí, Charlot está ahí —contestó el vigilante con total indiferencia. El pueblo y el mundillo de las cárceles llaman así al verdugo de París. Este sobrenombre viene de la Revolución de 1789. Produjo una profunda impresión, los presos se miraron unos a otros al oírlo pronunciar. —¡Se acabó! —contestó el vigilante—. La orden de ejecución ya le ha llegado al señor Gault y se acaba de leer. —¿De modo que la bella Madeleine ha recibido todos los sacramentos? —repuso La Pouraille, respirando profundamente. —¡Pobre Théodore!... —exclamó el Infantero—. Con lo simpático que es. Es una lástima diñarla a su edad... El vigilante se dirigía hacia el rastrillo, creyendo que le seguía Jacques Collin; pero el español iba despacio, y cuando vio que estaba a diez pasos de Julien, fingió desfallecer y pidió con un ademán a La Pouraille que le sostuviera. —¡Es un asesino! —dijo Napolitas al cura, señalándole a La Pouraille y ofreciéndole su brazo. —¡No, para mí no es más que un desgraciado!... —contestó Engañamuertes con la presencia de espíritu y la unión del arzobispo de Cambrai. Y se separó de Napolitas, que le había parecido muy sospechoso desde el primer momento. —Está en el primer peldaño de la ermita de Sube de Malagana; pero ¡yo soy prior de esa ermita! Voy a demostrar como sé habérmelas con la Cigüeña (el procurador general). Quiero quitarle esta mechusa de las anclas (esta cabeza de las manos).

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—¡Debido a sus alares (pantalones)! —dijo Hilo de Seda con una sonrisa. —¡Quiero ganar esta alma para el cielo! —contestó con devoción Jacques Collin al ver que le rodeaban algunos presos. Y dio alcance al vigilante, que había llegado ya al rastrillo. —Ha venido a salvar a Madeleine —dijo Hilo de Seda—; habíamos acertado. ¡Vaya un jefe!... —¿Cómo? Pero si los húsares de la guillotina ya están ahí, ni siquiera podrá verlo —repuso el Infantero. —¡El panadero está de su parte! —exclamó La Pouraille—. ¡Y que dijeran que murciaba nuestro sornil... Eso jamás, quiere demasiado a los amigos... le hacemos demasiada falta. ¡Querían que lo traicionáramos, pero nosotros no somos unos vientos! Si salva el chapitel de Madeleine, le daré mi secreto. Estas últimas palabras incrementaron la abnegación de los tres presidiarios hacia su dios, ya que en aquel momento el famoso jefe se convirtió en toda su esperanza. Jacques Collin, pese al peligro en que se hallaba Madeleine, representó bien su papel. Aquel hombre, que conocía tan bien la Conserjería como los tres penales, equivocaba el camino con tanta naturalidad, que el vigilante estaba obligado a decirle a cada momento: "¡Por aquí!" "¡Por ahí!", hasta que llegaron a la escribanía. Allí Jacques Collin vio en seguida a un hombre alto y corpulento apoyado a la estufa, cuyo rostro sanguíneo y alargado no carecía de cierta distinción, y reconoció a Sansón. —¿Es usted el capellán? —dijo, dirigiéndose hacia él con un aire bondadoso. La equivocación fue tan tremenda, que dejó a los presentes helados. —No, señor —contestó Sansón—; tengo otras funciones. Sansón, padre del último verdugo de este nombre, puesto! que ha sido destituido recientemente, era el hijo del que ejecuto a Luis XVI. Después de cuatrocientos años de ejercicio del cargo, el heredero de tantos verdugos había intentado repudiar este cargo hereditario. Los Sansón, verdugos en Ruán durante dos siglos, antes de pasar a la capital del reino, ejecutaban de padres a hijos los dictámenes de la justicia desde el siglo trece. Son escasas las familias que puedan ofrecer el ejemplo de un oficio o de un título nobiliario conservado de padres a hijos durante seis siglos. En el momento en que este joven, nombrado capitán de caballería, estaba a punto de iniciar una brillante carrera en las armas, su padre le exigió que fuera a asistirle para la ejecución del Rey. Luego convirtió a su hijo en su ayudante, cuando, en 1793, se establecieron dos patíbulos permanentes, uno en la barrera del Trono y otro en la plaza de la Gréve. Aquel tétrico funcionario, que contaba entonces cerca de sesenta años, destacaba por su impecable

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manera de vestir, por sus maneras pausadas y suaves, y por un gran desprecio por Bibi-Lupin y sus acólitos, los proveedores de la máquina. El único indicio que traicionaba en este hombre la sangre de los viejos verdugos de la Edad Media era el espesor y anchura extraordinarios de sus manos. Aquel individuo alto y corpulento, que era bastante instruido, con un gran apego a su calidad de ciudadano y de elector y, según decían, apasionado por la jardinería, se parecía mucho más, debido a su porte tranquilo, a su natural silencioso y a su frente ancha y despoblada, a un miembro de la aristocracia inglesa que a un verdugo. De modo que un canónigo español tenía que cometer lógicamente elv error que cometió voluntariamente Jacques Collin. —No es ningún presidiario —dijo el jefe de los vigilantes al director. "Empiezo a creerlo" pensó el señor Gault, haciendo un gesto con la cabeza a su subordinado. Jacques Collin fue introducido en aquella especie de cueva en la que el joven Théodore estaba sentado, con una camisa de fuerza, al borde del repugnante camastro de la celda. Engañamuertes, gracias al rayo de luz que llegó momentáneamente del pasillo, reconoció inmediatamente a Bibi-Lupin bajo el disfraz del gendarme que estaba de pie apoyado en su sable. —lo sonó Gaba-Morto! Parla nostro italiano —dijo rápidamente Jacques Collin—. Vengo ti salvar (soy Engañamuertes, hablemos italiano, vengo a salvarte). Todo lo que iban a decirse los dos amigos había de resultar ininteligible para el presunto gendarme, y como Bibi-Lupin tenía que hacer como que guardaba al reo, no podía abandonar su puesto. Por esta razón es imposible describir la cólera del jefe de la policía de seguridad. Théodore Calvi, muchacho de tez pálida y olivácea, de cabello rubio, de ojos hundidos de un azul turbio, bien proporcionado y provisto de una prodigiosa fuerza muscular oculta bajo esa apariencia linfática que ofrecen a veces los meridionales, habría tenido una fisonomía encantadora de no ser por sus cejas arqueadas y su frente deprimida que le daban un aspecto siniestro, de no ser además por sus labios rojos, de una crueldad salvaje, y por cierto movimiento muscular que refleja esa irritabilidad tan peculiar de los corsos, que les predispone tan fácilmente al asesinato en cualquier súbita reyerta. Sorprendido por aquella voz, Théodore alzó bruscamente la cabeza y creyó que estaba alucinado; pero como que estaba tamiliarizado, por su larga permanencia de dos meses, con la profunda oscuridad de aquella caja de piedra tallada, miró al talso eclesiástico y suspiró profundamente. No

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reconoció a Jacques Collin, cuyo rostro, lleno de las cicatrices producidas por el ácido sulfúrico, no le pareció ser el de su jefe. —Soy yo tu Jacques, voy vestido de cura y vengo a salvarte. No hagas la tontería de identificarme y haz como que te confiesas. Estas palabras fueron pronunciadas rápidamente. —Este muchacho está muy abatido, la muerte le asusta; y va a confesarlo todo —dijo Jacques Collin, dirigiéndose al gendarme. —Dime algo que me pruebe que tú eres él, porque no tienes más que su voz. —¿Se da cuenta? Me dice, el pobre desdichado, que es inocente —repuso Jacques Collin, dirigiéndose al gendarme. Bibi-Lupin no se atrevió a hablar, por miedo a ser reconocido. —¡Scmpremi! —respondió Jacques, volviendo hacia Théodore y lanzándole esta palabra convenida al oído. —¡Sempreti! —dijo el muchacho, dando la respuesta convenida—. No hay duda de que es mi jefe... —¿Diste tú el golpe? —Sí. —Cuéntamelo todo para que pueda saber de qué manera puedo salvarte; ya es hora, Charlot está aquí. Inmediatamente el corso se arrodilló y pareció querer confesarse. Bibi-Lupin no sabía qué hacer, porque esta conversación fue tan rápida que duró apenas el tiempo que tarda en leerse. Théodore contó brevemente las circunstancias ya conocidas de su crimen, que Jacques Collin desconocía. —Los jurados me han condenado sin pruebas —dijo al terminar. —¡Pero, hijo! ¡Discutir cuando van a cortarte el cabello!... —Es que me habrían podido encargar solamente de vender las alhajas. ¡Así es como se juzga, y en París, por añadidura!... —Pero, ¿cómo diste el golpe? —preguntó Engañamuertes. —Mira. Al poco tiempo de separarnos conocí a una muchachita corsa que encontré al llegar a Pantin (París). —¡Los hombres que son lo bastante tontos para querer a una mujer —exclamó Engañamuertes— mueren siempre por ahí!... Son como tigres en libertad, tigres que parlotean y se miran a los espejos... ¡No te portaste bien! —Es que... —¡Vamos a ver! ¿De qué te ha servido esa endiablada bruja? —Aquel encanto de criatura, alta como una percha, delgada como una anguila y hábil como un mono, pasó por la tubería del horno y me abrió la puerta de la casa. Los perros habían muerto gracias a algunas albóndigas. Yo apiolé a las dos

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mujeres. Una vez cogido el dinero, Ginetta cerró de nuevo la puerta y salió por el horno otra vez. —Un invento tan bueno vale una vida —dijo Jacques Collin, admirando el estilo del crimen igual que un cincelador admiraría la hechura de una figurilla. —¡Pero cometí la tontería de desplegar todo este talento por mil escudos!... —¡No, por una mujer! —repuso Jacques Collin—. ¡Cuando yo te decía que nos quitan la inteligencia!... Jacques Collin lanzó sobre Théodore una mirada llena de desprecio. —¡Ya no estabas tú conmigo! —respondió el corso—. Estaba abandonado. —¿Y la quieres todavía, a esa pequeña? —preguntó Jacques Collin, sensible al reproche que contenía aquella respuesta. —¡Oh, si deseo vivir, ahora, es más por ti que por ella! —¡Tranquilízate! No me llaman Engañamuertes porque sí. ¡Voy a encargarme de ti! —¡Qué... vivir!... —exclamó el joven corso, alzando sus fajados brazos hacia la bóveda húmeda de la celda. —Mi pequeña Madeleine, prepárate a volver al mundo de los vivos —añadió Jacques Collin—. Eso sí, no van a ponerte coronas de rosas... Si nos herraron en una ocasión para llevarnos a Rochefort fue porque tratan de librarse de nosotros. Te haré llevar a Toulon, te fugarás y volverás a Pantin, donde te prepararé algún modus vivendi agradable... Se oyó un suspiro, cosa que raras veces sucede bajo aquella bóveda inflexible, un suspiro producido por la felicidad de la liberación; la piedra reflejó aquella nota, sin equivalencia en música, que dejó estupefacto a Bibi-Lupin. —Es el efecto de la absolución que acabo de prometerle a causa de sus revelaciones —dijo Jacques Collin al jefe de la policía de seguridad—. Estos corsos, señor gendarme, rebosan fe. Pero es inocente como el Niño Jesús, y voy a tratar de salvarle... —¡Dios le guarde, reverendo padre!... —dijo en francés Théodore. Engañamuertes, más Carlos Herrera, más canónigo que nunca, salió de la celda del condenado, se abalanzó hacia el pasillo y fingió estar horrorizado al presentarse ante el sefípr Gault. —¡Señor director, este joven es inocente! ¡Me ha dicho quién es el culpable!... Iba a morir por un falso pundonor... ¡Es todo un corso! Vaya a pedir para mí —dijo— una au—diencia de cinco minutos con el señor procurador general. El señor de Grandville no se negará a escuchar inmediatamente a un sacerdote español que está sufriendo tantos errores de la justicia francesa.

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—¡Voy en seguida! —contestó el señor Gault, con gran sorpresa por parte de todos los que asistían a aquella escena extraordinaria. —Mientras tanto —añadió Jacques Collin—, mande que me acompañen de nuevo al patio, pues tengo que redondear la conversación de un criminal al que he tocado ya el corazón... ¡Tienen un corazón esta gente! Esta alocución produjo un efecto impresionante entre todas las personas que se hallaban allí presentes. Los gendarmes, el escribano encargado de los encarcelamientos, Sanson, los vigilantes y el auxiliar del verdugo, que esperaban la orden para disponer el aparato, toda esta gente, sobre cuya piel suelen resbalar las emociones, fue agitada por una curiosidad muy comprensible. En aquel momento se oyó el estruendo de un carruaje de caballos de buena raza que se detenía ante la reja de la Conserjería, en el muelle, de manera espectacular. Se abrió las portezuela y se dispuso el estribo con tanta rapidez, que todo el mundo creyó que había llegado un personaje importante. Al poco rato se presentó a la reja del rastrillo una dama, agitando un papel azul y seguida de un lacayo y un mensajero. Iba vestida toda de negro, con magnificencia, llevaba un sombrero cubierto con un velo y se secaba las lágrimas con un gran pañuelo bordado. Jacques Collin reconoció en seguida a Asia, o mejor, a su tía Jacqueline Collin, para devolver a aquella mujer su verdadero nombre. Aquella atroz vieja, digna de su sobrino, que tenía todos sus pensamientos concentrados sobre el preso, y que lo defendía con una inteligencia y perspicacia por lo menos iguales en potencia a las de la justicia, tenía un permiso, firmado días antes a nombre de la camarera de la duquesa de Maufrigneuse por recomendación del señor de Sérizy, para comunicar con Lucien y con el padre Carlos Herrera en cuanto dejaran de estar incomunicados; el jefe de división encargado de las cárceles había escrito unas palabras sobre aquel permiso. El color del papel implicaba ya unas recomendaciones poderosas, como en el teatro, donde las entradas especiales difieren por su forma y por su aspecto. Así pues, el llavero abrió el rastrillo, sobre todo cuando advirtió al mozo, con plumas en la cabeza y con un traje verde y dorado, rutilante como el de un general ruso, que anunciaba una visita aristocrática y unos blasones casi reales. —¡Oh, mi querido padre! —exclamó la supuesta gran dama, derramando un torrente de lágrimas al ver al eclesiástico—. ¡Cómo han podido meter aquí dentro, ni siquiera por unas instantes, a una persona tan santa!

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El director cogió el permiso y leyó: Por recomendación de Su Excelencia el Conde de Sérizy. —¡Ay, señora de San-Esteban, señora marquesa —dijo Carlos Herrera—, qué admirable abnegación! —Señora, ésta no es forma de comunicar —dijo el bueno de Gault. Y detuvo él mismo a aquella tonelada de moaré negro y de encajes. —Pero ¡a esa distancia! —repuso Jacques Collin—, ¿y delante de usted?... —añadió, mirando en torno suyo a toda la concurrencia. La tía, cuyo atuendo debía de tener aturdidos a los escribanos, al director, a los vigilantes y a los gendarmes, despea día un fuerte olor a almizcle. Además de encajes por un valor de mil escudos, llevaba una cachemira negra de seis mil francos. Por último, el mozo se exhibía por el patio de la Conserjería con la insolencia propia de un lacayo que sabe que es indispensable a una princesa exigente. No hablaba con el otrd lacayo, que permanecía junto a la reja del muelle, que estaba? siempre abierta durante el día. —¿Qué quieres? ¿Qué tengo que hacer? —dijo la señora de San Esteban en la jerga convenida entre la tía y el sobrino.! Esta jerga consistía en desfigurar las palabras francesas o de jerga, alargándolas mediante terminaciones en ar o eni or, en al o en i. Era la cifra de la diplomacia aplicada a| lenguaje. —Guarda todas las cartas en un lugar seguro, toma las más comprometedoras para cada una de esas señoras, vuelve! disfrazada de ladrona a la sala de los Pasos Perdidos y espera mis órdenes. Asia o Jacqueline se arrodilló como para recibir la bendición, y el falso sacerdote bendijo a su tía con una compunción evangélica. —¡Addio, marchesa! —dijo en alta voz—. Y localiza a Europa y a Paccard con los setecientos cincuenta mil francos que hicieron volar, nos van a hacer falta —añadió, utilizan—do su lenguaje convencional. —Paccard está ahí —respondió la piadosa marquesa, señalando al mozo con lágrimas en los ojos. Aquella presteza no sólo provocó una sonrisa, sino también un ademán de sorpresa en aquel hombre que sólo podía ser sorprendido por su tía. La falsa marquesa se volvió hacia los presentes con los ademanes de una mujer acostumbrada a darse tono. —Está desesperado por no poder ir a los funerales de su pobre pequeño —dijo en mal francés—, porque esta terrible equivocación de la Justicia ha dado a conocer el secreto de este santo varón... Yo voy a asistir al oficio. Aquí tiene, caballero —dijo al señor Gault, entregándole una bolsa llena de oro—, es para aliviar a los pobres presos...

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—¡Qué jugada maestra! —le dijo al oído su sobrino, satisfecho. Jacques Collin siguió al vigilante que le llevaba al patio. Bibi-Lupin, exasperado, había acabado haciendo señas a un verdadero gendarme, al que, desde que Jacques Collin se había marchado, había estado dirigiendo significativos carraspeos, hasta que se dio cuenta y fue a sustituirle en la celda del condenado. Pero el enemigo de Engañamuertes no pudo llegar a tiempo para ver a la gran dama, que desapareció con su brillante carruaje, y cuya voz, aunque disimulada, evocaba a sus oídos ciertos sonidos aguardentosos. —¡Trescientas leandras para los detenidos!... —decía el jefe de los vigilantes, enseñando a Bibi-Lupin la bolsa que el señor Gault había entregado a su escribano. —A ver, señor Jacomety —dijo Bibi-Lupin. El jefe de la policía secreta cogió la bolsa, tomó un puñado de monedas y las examinó atentamente. —¡Efectivamente es oro!... —dijo—. ¡Y la bolsa lleva unos blasones! El muy sirvergüenza, ¡qué habilidad tiene! ¡Y ni un solo fallo! ¡Nos está dando gato por liebre a todos, y a cada momento!... ¡Habría que matarle como a un perro! —¿Qué ocurre? —preguntó el escribano al recoger la bolsa. —Ocurre que esa mujer debe de ser una ladrona... —exclamó Bibi-Lupni, dando un furioso puntapié contra la losa exterior del rastrillo. Estas palabras produjeron una fuerte impresión entre los espectadores, agrupados a cierta distancia del señor Sansón, que seguía de pie, con la espalda apoyada contra la enorme estufa, en el centro de aquella gran sala abovedada, esperando una orden para proceder al corte de pelo del criminal y para disponer el patíbulo en la plaza de la Gréve. Al regresar al patio, Jacques Collin se dirigió hacia sus amigos) andando como persona acostumbrada al presidio. ¿Y a ti qué te pasa? —le preguntó a La Pouraille. Estoy listo —replicó el asesino, a quien Jacques Collin se nabía llevado hacia un rincón—. Ahora necesito a un amigo seguro. —¿Por qué? La Pouraille, tras haberle contado a su jefe todos sus crímenes en jerga, le explicó detalladamente el asesinato y robo cometidos en casa de los esposos Crottat. —Cuentas con toda mi estima —le dijo Jacques Collin—. Es un buen trabajo; pero me parece que cometiste un error. —¿Cuál?

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—Una vez liquidado el asunto, tenías que procurarte un pasaporte ruso, disfrazado de príncipe ruso, comprar un hermoso coche con blasones, ir a depositar audazmente tu dinero en algún banco, pidiendo una carta de crédito para Hamburgo, y luego tomar el correo en compañía de un ayuda de cámara, una camarera y de tu querida vestida de princesa; y una vez en Hamburgo, embarcarte para Méjico. ¡Con doscientos ochenta mil francos en oro, un tío ingenioso ha del hacer lo que le dé la gana e irse adonde le dé la gana, bobo! —¡Ah! ¡A ti se te ocurren esas ideas porque eres el jefe!... ¡Tú nunca pierdes la cabeza! Pero yo... —En fin, un buen consejo en tu caso es como una taza de caldo para un muerto —repuso Jacques Collin, lanzando una mirada fascinante a su cofrade. —Es verdad —dijo con gesto dudoso La Pouraille—. Dame la taza de caldo, sin embargo; si no me aprovecha, me lavaré los pies con ella... —Estás cogido por la Cigüeña, con cinco robos calificados y tres asesinatos, de los cuales el más reciente es el de dos ricos burgueses. A los jurados no les gusta que se mate a los burgueses... Te llevarán al patíbulo, no te queda la menor esperanza... —Todo el mundo me ha dicho lo mismo —repuso lasti mosamente La Pouraille. —Mi tía Jacqueline, con la que acabo de tener una breve conversación, en plena escribanía, y que, como sabes, es madre de los Cofrades, me ha dicho que la Cigüeña quería deshacerse de ti porque le das mucho miedo. —Pero —dijo La Pouraille con una ingenuidad que prueba hasta qué punto los ladrones están convencidos del derech. natural a robar— si ahora soy rico; ¿qué es lo que temen?

—No tenemos tiempo de hacer filosofía —dijo Jacques Collin—. Volvamos a tu situación... —¿Qué quieres hacer de mí? —preguntó La Pouraille, interrumpiendo a su jefe. —¡Ahora verás! Un perro muerto aún vale algo. —¡Para los demás!... —dijo La Pouraille. —¡Te haré entrar en mi juego! —replicó Jacques Collin. —¡Algo es algo!... —dijo el asesino—. ¿Y qué más? —No te pregunto dónde tienes tu dinero, pero sí lo que quieres hacer con él. La Pouraille observó la mirada impenetrable de su jefe, que añadió fríamente:

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—¿Tienes alguna ja, algún chiquillo o algún cofrade a quien proteger? Estaré fuera dentro de una hora y podré hacer lo que sea para los que tú deseas. La Pouraille dudaba aún, seguía indeciso. Jacques Collin le dio entonces un último argumento. —Tu parte en nuestros fondos es de treinta mil francos: ¿la dejas a los cofrades, se la entregas a alguien? Tu parte está en lugar seguro, y puedo entregarla esta misma noche a quien quieras. El asesino tuvo un gesto de satisfacción. "¡Ya lo tengo cogido!", pensó Jacques Collin para sus adentros. —Pero no nos entretengamos, piénsalo bien... —prosiguió, hablando al oído de La Pouraille—. No nos quedan ni siquiera diez minutos... El procurador general va a llamarme y tendré una entrevista con él. ¡Tengo cogido a ese hombre, puedo retorcerle el cuello a la Cigüeñal Estoy seguro de que salvaré a Madeleine. —Si salvas a Madeleine, jefecito, ya puedes... —No malgastemos nuestra saliva —dijo Jacques Collin perentoriamente—. Haz testamento. ¡Bueno! Quisiera entregar mi dinero a la Gonorc —contestó La Pouraille lastimosamente. ¡Vaya!... ¿Vives con la viuda de Moise, aquel judío que estaba a la cabeza de los liosos del sur? —preguntó Jacques Collin. igual que los grandes generales, Engañamuertes conocía admirablemente el personal de todas las tropas. —¡La misma! —dijo La Pouraille, orgulloso. —¡Hermosa mujer! —dijo Jacques Collin, que sabía muy bien cómo manejar aquellas terribles máquinas—. ¡La ja es cosa fina, sabe muchas cosas y tiene mucha probidad! Es una ladrona consumada... ¡Vaya, así que te la diste con la Gonore! ¡Qué bobada, dejarse coger cuando se tiene a una ja como ésa! ¡Imbécil! Tenías que haber adquirido un pequeño comercio honrado e ir tirando... ¿Y de qué vive ella? —Está establecida en la calle Sainte-Barbe, lleva una casa... —¿De modo que la declaras heredera tuya? Fíjate, amigo mío, adonde nos llevan esas sinvergüenzas cuando se comete la tontería de amarlas... —Sí, pero no le des nada antes de mi revolcón. —No pases cuidado —dijo Jacques Collin seriamente—. ¿No hay nada para los cofrades? —Nada, me han vendido —contestó rencorosamente La Pouraille. —¿Quién te entregó? ¿Quieres que te vengue? —preguntó con viveza Jacques Collin, tratando de avivar el último sentimiento que puede hacer

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vibrar a esos corazones en los momentos graves—. ¿Quién sabe, amigo mío, si vengándote no podría reconciliarte con la Cigüeña?... Al oír aquello el asesino miró a su jefe con una alelada expresión de júbilo. —Ten en cuenta —respondió el jefe al ver aquella expresiva fisonomía— que por ahora sólo hago la comedia por Théodore. Después del éxito de este vodevil, muchacho, soy capaz de muchas cosas por ti, porque tú eres de los míos, eres uno de mis amigos... —Aunque sólo consigas retrasar la ceremonia para el pobre Théodore, mira, haré todo lo que tú quieras. —Pero si es cosa hecha, estoy seguro de librarle el pellejo de las manos de la Cigüeña. Para deschironarse, ya lo ves, La Pouraille, tenemos que darnos la mano los unos a los otros... No se puede hacer nada si se está solo... —¡Es cierto! —exclamó el asesino. Se había establecido tanta confianza, y su fe en el jefe era tan fanática, que La Pouraille no dudó ya más.

La Pouraille entregó el secreto de sus cómplices, aquel secreto que había guardado tan cuidadosamente hasta entonces. Eso era todo lo que Jacques Collin quería saber. —¡Ahí va el secreto! En el— golpe actuó conmigo y con Godet, Ruffart, el agente de Bibi-Lupin... —¿Arrancalanas?... —exclamó Jacques Collin, dando a Ruffard su apodo de ladrón.. —Eso es. Los sirvergüenzas me vendieron porque yo conocía su escondrijo, mientras que ellos no conocían el mío. —¡Qué buen favor me haces, amor mío! —dijo Jacques Collin. —¿Qué? —Pues, ¡mira lo que se gana cuando se deposita en mí toda la confianza! —dijo el jefe—. Ahora tu venganza va a ser una de las jugadas de la partida que estoy jugando... No te pido que me digas dónde tienes el escondite, ya me lo dirás en el último momento; pero dime todo cuanto afecte a Ruffard y a Godet. —Tú eres y serás siempre nuestro jefe, no tendré secretos para ti —replicó La Pouraille—. Mi oro está en la bodega de la casa de la Gonore. —¿No temes nada de tu ja? —¡Bueno, claro! Es que ella no sabe nada del chanchullo —repuso La Pouraille—. La puse trompa, aunque es una mujer que no diría una palabra ni siquiera con el cuello bajo la cuchilla. Pero, ¡tanto oro!... —Sí, hace agriar la leche de la más pura de las conciencias... —replicó Jacques Collin.

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—De modo que pude trabajar sin ningún dinero encima. Todas las aves dormían en el corral. El oro está enterrado a tres pies de profundidad, detrás de las botellas de vino. Encima puse una capa de guijarros y de mortero. —Bien —dijo Jacques Collin—. ¿Y los escondrijos de los demás? —Ruffard tiene la pasta en casa de la Gonore, en el cuarto de la pobre mujer; así la tiene comprometida, porque la pueden acusar de encubrimiento y hacerle terminar sus días en Saint-Lazare. —¡El muy bribón! ¡Hay que ver cómo la bofia (la policía) misma forma a los propios ladrones!... —dijo Jacques. —Godet dejó su pasta en casa de su hermana, una lavandera, una muchacha honrada a la que pueden caerle cinco años de chirona sin comerlo ni beberlo. El cofrade sacó las baldosas del suelo y luego las volvió a poner igual, y huyó. —¿Sabes lo que quiero de ti? —dijo entonces Jacques Collin, lanzando a La Pauraille una mirada magnética. —¿Qué? —Que asumas tú los cargos del asunto de Madeleine... La Pouraille tuvo un singular sobresalto; pero en seguida recuperó su postura de obediencia bajo la mirada fija de su jefe. —¿Qué pasa? ¿Ya te echas atrás? No me entorpezcas el juego. ¡Vamos a ver! Entre cuatro asesinatos y tres, ¿hay mucha diferencia? —¡Quizá! —Por el dios de los cofrades, ¡no tienes sangre en las venas! ¡Y yo que pensaba en salvarte!... —¿Y de qué manera? —Imbécil: si se promete devolver el oro a la familia, saldrás con cadena perpetua. No daría ni un céntimo por tu cabeza si tuvieran la pasta; pero en este instante vales setecientos mil francos, ¡imbécil! —¡Jefe, jefe! —exclamó La Pouraille en el colmo de su alegría. —Y sin contar —añadió Jacques Collin— que atribuiremos los asesinatos a Ruffard... Y de paso Bibi-Lupin queda destituido... ¡Ya lo tengo cogido! La Pouraille quedó atónito ante aquella idea, sus ojos se agrandaron y permaneció inmóvil como una estatua. Hacía tres meses que le habían detenido, y poco antes de comparecer ante la sala de lo criminal, aconsejado por sus amigos de la Force, a los que no había hablado de sus cómplices, parecía haber perdido hasta tal punto toda esperanza tras examinar sus crímenes, que un plan como aquél no se le había ocurrido a ninguno de aquellos ingenios enchironados. Por eso, aquella aparente esperanza lo dejó atontado.

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—¿Se han ido ya de jarana Ruffard y Godet? ¿Han sacado ya de sus escondrijos algunas de sus monedas? —preguntó Jacques Collin. —No se atreven —contestó La Pouraille—. Los sirvergüenzas esperan que me apiolen. Eso es lo que me ha mandado decir mi ja a través de la Infantería, cuando ésta vino a visitar al Infantero. —¡Pues tendremos su pasta dentro de veinticuatro horas!... —exclamó Jacques Collin—. Esos tíos no podrán restituir el dinero, como tú, que quedarás puro como la nieve, mientras que ellos quedarán sucios de sangre por todas partes. Gracias a mi intervención resultarás ser un honrado muchacho engañado por ellos. Con tu fortuna te podré poner coartadas en los demás procesos, y una vez en el penal, porque vas a volver allí, procurarás evadirte... No será una vida demasiado agradable, pero vida al fin y al cabo... Los ojos de La Pouraille anunciaban un júbilo delirante. —¡Amigo! ¡Con setecientos mil francos se hacen muchas cosas! —decía Jacques Collin, dejando a su cofrade ebrio de esperanza. —¡Jefe, jefe! —Deslumhraré al ministro de Justicia... ¡Vaya! ¡Cómo se la haré bailar a Ruffard, es un trápala al que hay que aplastar! Bibi-Lupin está listo. —¡Bien! ¡Dicho y hecho! —exclamó La Pouraille con una alegría salvaje—. Estoy a tus órdenes. Y apretó a Jacques Collin entre sus brazos, con lágrimas de dicha en los ojos al creer en la posibilidad de salvar su cabeza. —Eso no es todo —dijo Jacques Collin—. La Cigüeña tiene la digestión difícil, sobre todo si se trata de la revelación de algún nuevo hecho como cargo. Ahora habrá que denunciar en falso a una mujer. —¿Cómo? ¿Para qué hacer eso? —preguntó el asesino. —¡Ayúdame! ¡Ya lo verás!... —contestó Engañamuertes. Jacques Collin reveló someramente a La Pouraille el secreto del crimen cometido en Nanterre y le hizo ver la necesidad de encontrar a una mujer que consistiera en desempeñar el papel que había tenido la Ginetta. Luego se dirigió hacia el Infantero con La Pouraille, contento y feliz, al lado. —Sé cómo quieres a la Infantería... —dijo Jacques Collin al Infantero. La mirada que lanzó el Infantero fue todo un poema. —¿Qué hará mientras estés en el penal? Los feroces ojos del Infantero se humedecieron. —¿Qué te parece si te la meto en la cangrí&& de las jas (prisión de mujeres, les Madelonnettes o Saint-Lazare) por un año, es decir, por lo que dure el juicio, la partida, la llegada al penal y tu evasión? —No puedes hacer este milagro, está libre de toda complicidad —contestó el amante de la Infantería.

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—¡Ay, mi Infantero! —dijo La Pouraille—. Nuestro jefe es más poderoso que Dios... —¿Cuál es tu consigna con ella? —preguntó Jacques Collin al Infantero, con la seguridad de un jefe que no espera toparse con ninguna negativa. —Capa en Pantin (noche en París). Con este santo y seña sabe que van de mi parte, y si quieres que te obedezca, enséñale una moneda de duro y di esta palabra: ¡Tondif! —Será condenada en el juicio de La Pouraille, e indultada por confesión después de estar un año en la sombra —dijo con aire sentencioso Jacques Collin, mirando a La Pouraille. La Pouraille comprendió cuál era el plan de su jefe, y con una sola mirada le prometió que convencería al Infantero para que participara, logrando que la Infantería asumiera aquella supuesta complicidad en el crimen del cual iba a hacerse cargo. —Adiós, hijos míos; pronto os enteraréis de que he arrancado a mi pequeño de las manos de Charlot —dijo Engañamuertes—. Sí, Charlot estaba ya en la escribanía con sus doncellas para cortar el pelo a Madeleine. Vaya, ya vienen a buscarme de parte del jefe de la Cigüeña (del procurador general). Efectivamente, un vigilante que salió del rastrillo hizo una señal a aquel hombre extraordinario, que, a causa del peligro que corría el joven corso, había recuperado la potencia salvaje que empleaba para luchar contra la sociedad. No está de más observar que en el momento en que le arrebataron el cuerpo de Lucien, Jacques Collin había decidido intentar una última encarnación, no ya con un ser humano, sino con una cosa. Había tomado la decisión definitiva que tomó Napoleón a bordo de la lancha que le conducía al Belerofonte. Gracias a una insólita convergencia de circunstancias, aquel genio del mal y de la corrupción se vio ayudado en su empresa. Así pues, aunque sea al precio de que el inesperado desenlace de esta vida criminal pierda una parte de ese elemento maravilloso que en nuestra época sólo se obtiene merced a inverosimilitudes inaceptables, es necesario, antes de entrar en compañía de Jacques Collin en el despacho del procurador general, que sigamos a la señora Camusot a casa de las personas que fue a visitar mientras ocurrían todos aquellos acontecimientos en la Conserjería. Una de las obligaciones que jamás ha de infringir el escritor costumbrista es no estropear la verdad en aras de situaciones aparentemente dramáticas, sobre todo cuando la verdad se toma la molestia de ser novelesca. La naturaleza social, sobre todo en París, implica tales azares, tal enmarañamiento de caprichosas conjeturas, que la imaginación de los creadores se ve constantemente sobrepasada. La audacia de la verdad

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produce unas combinaciones que al arte no le son permitidas, a causa de su inverosimilitud o indecencia, a menos que el escritor proceda a suavizarlas, podarlas o castrarlas. La señora Camusot trató de ponerse un vestido de mañana casi de buen gusto, empresa bastante difícil para la mujer de un juez que había vivido siempre en provincias desde hacía seis años. Se trataba de no dar pábulo a la crítica ni por parte de la marquesa de Espard ni de la duquesa de Maufrigneuse, yéndolas a ver entre las ocho y las nueve de la mañana. Amélie-Cécile Camusot, forzoso es decirlo, sólo lo consiguió a medias. ¿No es eso equivocarse dos veces en materia de vestir?... Nadie se imagina la utilidad que tienen las mujeres en París para los ambiciosos de todas clases; son tan necesarias en el gran mundo como en el mundo de los ladrones, donde, como acaba de verse, desempeñan un papel importantísimo. Así pues, imagínese a un hombre obligado a hablar en un tiempo dado, so pena de quedar rezagado, con ese personaje tan importante durante la Restauración, que es el ministro de Justicia. Tómese a un hombre en las condiciones más favorables, a un juez, es decir, a un asiduo de la casa. El magistrado está obligado a ir a ver a un jefe de división, al secretario particular o al secretario general, y demostrarles la necesidad de lograr una audiencia inmediata. ¿Es acaso visible alguna vez inmediatamente un ministro de Justicia? En mitad del día, si no está en la Cámara, está en el consejo de ministros, o firmando o dando audiencias. Por la mañana, duerme no se sabe dónde. Por la noche tiene sus obligaciones públicas y personales. Si todos los jueces pudieran reclamar audiencias bajo cualquier pretexto, el jefe de la justicia estaría asediado. El motivo de la audiencia, particular e inmediata, queda pues sometido a la apreciación de una de esas potencias intermediarias que se convierten en un obstáculo, en una puerta que hay que abrir, en los casos en que no está ya en manos de un competidor. Una mujer, en cambio, va a ver a otra mujer; puede entrar directamente en su dormitorio, despertando la curiosidad de la dueña o de la camarera, sobre todo cuando la dueña siente un gran interés o una necesidad perentoria. Supóngase que la omnipotente mujer sea la marquesa de Espard, con la que cualquier ministro tenía que contar; esta mujer escribe una pequeña nota que su criado lleva al ayuda de cámara del ministro. El ministro se encuentra con el billete en el momento de levantarse de la cama y lo lee en seguida. Si el ministro tiene algún asunto, está encantado de tener que ir a visitar a una de las reinas de París, una de las potencias del faubourg Saint-Germain, una de las favoritas de la reina, de la infanta y del rey. Casimir Périer, el único auténtico primer ministro que tuvo la Revolución

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de Julio, lo dejaba todo para ir a ver a un antiguo primer caballero del séquito del rey Carlos X. Esta teoría explica el poder que tenían estas palabras: "Señora, ¡la señora Camusot, para un asunto muy importante y que la señora ya sabe!", que le dijo a la marquesa de Espard su camarera, creyendo que estaba despierta.

La marquesa ordenó que hicieran pasar inmediatamente a Amélie. La mujer del juez tuvo un atento auditorio cuando comenzó con estas palabras: —Señora marquesa, estamos perdidos por haberla vengado... —¿Cómo dice usted, pequeña?... —respondió la marquesa, mirando a la señora Camusot en la penumbra que producía la puerta entreabierta—. Está usted divina esta mañana con este sombrerito. ¿Dónde consigue estos modelos?... —Señora, es usted muy amable... Pero ya sabe que la manera como Camusot interrogó a Lucien de Rubempré llevó a este joven a la desesperación, y que se ahorcó en su celda... —¿Qué va a pasarle a la señora de Sérizy? —exclamó la marquesa, haciéndose la ignorante para que se lo explicaran todo de nuevo. —¡Es terrible! La tienen por loca... —contestó Amélie—. ¡Oh!, si pudiera usted lograr que Su Excelencia mandara llamar a mi esposo enviando una estafeta al Palacio, el ministro se enterará de muy extraños misterios, que seguramente transmitirá al Rey... Así los enemigos de Camusot quedarán reducidos al silencio. —¿Quiénes son los enemigos de Camusot? —preguntó la marquesa. —Pues el procurador general, y ahora el señor Sérizy, naturalmente... —Está bien, hija mía —contestó la señora de Espard, que debía a los señores de Grandville y de Sérizy su derrota en el vil proceso que había iniciado contra su marido—. La defenderé; yo no olvido a mis amigos ni a mis enemigos. Tocó la campanilla y mandó abrir las cortinas; la luz inundó la habitación. Pidió su pupitre, y cuando su camarera se lo hubo traído, garabateó rápidamente una breve nota. —Que Godard coja el caballo y lleve esta nota a la cancillería, sin esperar respuesta —dijo a su camarera. La camarera salió con presteza, pero, pese a la orden, se quedó junto a la puerta durante unos minutos. —¿Así que hay grandes misterios? —preguntó la señora de Espard—. Cuénteme todo esto, hija mía. ¿No está mezclada en todo este asunto Clotilde de Grandlieu?

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—La señora marquesa lo sabrá todo a través de Su Excelencia, pues mi esposo no me ha dicho nada; sólo me ha advertido del peligro. Para nosotros sería mejor que la señora de Sérizy muriera antes que quedarse loca. —¡Pobre mujer! —dijo la marquesa—. ¿Pero no lo estaba ya? Las mujeres de mundo, con sus cien maneras de pronunciar la misma frase, muestran a los observadores atentos la gama infinita de las modulaciones musicales. El alma se transmite entera a la voz así como a la mirada, se imprime en la luz y en el aire, que son la materia prima de los ojos y de la laringe. Mediante la entonación que dio a aquellas dos palabras: "¡Pobre mujer!", la marquesa dejó traslucir el gozo que le— producía la satisfacción de su rencor, la alegría del triunfo. ¡Cuántas desgracias no deseaba a la protectora de Lucien! La venganza insaciable, que sobrevive al objeto del odio, produce un gran espanto. La propia señora Camusot quedó aturdida, pese a su carácter áspero, rencoroso y enredador. No halló nada que replicar, y se calló. —Diane me ha dicho, efectivamente, que Léontine había ido a la cárcel —siguió la señora de Espard—. La querida duquesa está d«sesperada por todo este escándalo, porque tiene la debilidad de querer mucho a la señora de Sérizy; es comprensible, puesto que adoraron a ese imbécil de Lucien casi al mismo tiempo, y no hay nada que una o separe tanto la dos mujeres como haber practicado sus devociones ante el ¡mismo altar. Por eso esta buena amiga mía se pasó ayer dos horas en la habitación de Léontine. ¡Parece ser que la pobre condesa dice cosas horribles! ¡Me han dicho que es asqueroso!... ¡Una mujer respetable no debería caer en semejantes excesos!... ¡Bah! Es una pasión puramente física... La duquesa vino a verme pálida como una muerta; ¡ha mostrado mucho valor! En este asunto hay cosas monstruosas... —Mi esposo lo dirá todo al ministro de Justicia para su propia justificación, porque querían salvar a Lucien y él, señora marquesa, cumplió su deber. ¡Un juez de instrucción debe interrogar siempre a los detenidos mientras están incomunicados y en el espacio de tiempo señalado por la ley!... Bien había que preguntarle algo a aquel desgraciado, que no comprendió que le interrogaban para seguir las formalidades y se puso en seguida a confesar... —¡Era un torpe y un impertinente! —dijo secamente la señora de Espard. La mujer del juez guardó silencio al oír aquel dictamen. —Si fui derrotada en el proceso de interdicción del señor de Espard, no fue por culpa de Camusot, ¡siempre lo recordaré! —añadió la marquesa tras una pausa—. Fueron Lucien y los señores de Sérizy, Bauvan y de Grandville los que me hicieron fracasar. Con el tiempo Dios estará conmigo. Toda esta

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gente será infeliz. Puede estar tranquila, voy a mandar al señor de Espard a ver al ministro de Justicia para que mande llamar en seguida a su esposo, si es de alguna utilidad... —¡Oh, señora!... —¡Escúcheme! —dijo la marquesa—. ¡Le prometo condecorarle con la Legión de Honor inmediatamente, mañana mismo! Será como un vibrante testimonio de satisfacción por su conducta en este asunto. ¡Si, será una acusación supletoria contra Lucien, será más patente que ha sido culpable! Raras veces se ahorca alguien por gusto... ¡Bueno, adiós, amiga mía! La señora Camusot, diez minutos más tarde, entraba en el dormitorio de la hermosa Diane de Maufrigneuse, que se había acostado a la una y no había conseguido dormirse aún a las nueve. Por insensibles que sean las duquesas, esas mujeres cuyo corazón es de estuco no pueden ver a una de sus amigas sumida en la demencia sin que este espectáculo les produzca una impresión profundísima. Además, las relaciones de Diane con Lucien, aunque estuvieran rotas desde hacía dieciocho meses, habían dejado bastantes recuerdos en la mente de la duquesa para que la triste muerte de aquel muchacho no le asestara también a ella un golpe terrible. Diane había estado viendo durante toda la noche a aquel hermoso muchacho, tan encantador, tan poeta, que sabía amar tan bien, ahorcado y tal como lo describía Léontine en sus momentos de delirio con ademanes febriles. Conservaba de Lucien cartas elocuentes y embriagadoras, comparables a las que Mirabeau escribiera a Sophie, pero más literarias, más cuidadas, porque estas cartas habían sido dictadas por la más violenta de todas las pasiones: ¡la vanidad! La dicha de poseer a la más encantadora de todas las duquesas y de verla hacer locuras por él, locuras secretas, naturalmente, le había hecho perder la cabeza a Lucien. El orgullo del amante había inspirado al poeta. La duquesa conservaba aquellas conmovedoras cartas como ciertos ancianos tienen grabados obscenos, a causa de los elogios hiperbólicos que se daba a lo que había en ella menos propio de una duquesa. "¡Y ha muerto en una espantosa cárcel!", pensaba, apretando las cartas con terror, cuando oyó a su camarera llamar suavemente a su puerta. —La señora Camusot, por un asunto de la máxima gravedad que atañe a la señora duquesa —dijo la camarera. Diane se puso en pie, muy asustada. —¡Oh! —exclamó mirando a Amélie, que había adoptado un aire de circunstancias—, ¡lo adivino todo! Se trata de mis cartas... ¡Ay, mis cartas!... ¡Mis cartas!...—Y se desplomó sobre un confidente.

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Entonces se acordó de haber contestado a Lucien en el mismo tono, movida por el impulso de la pasión, de haber exaltado la poesía del hombre igual que él cantaba las glorias de la mujer, ¡y con qué ditirambos! —¡Sí, señora, por desgracia, vengo a salvarle más que la vida! Se trata de su honor... Repóngase, vístase y vayamos a casa de la duquesa de Grandlieu; porque, afortunadamente para usted, no es la única que está comprometida. —¡Pero si Léontine quemó ayer en el Palacio, según me han dicho, todas las cartas que cogieron en casa de nuestro pobre Lucien! —Sí, señora, ¡pero es que detrás de Lucien estaba Jacques Collin! —exclamó la mujer del juez—. ¡Siempre olvidan esta atroz connivencia que, seguramente, es la única causa de la muerte de aquel encantador y malogrado muchacho! ¡En cambio, aquel Maquiavelo del presidio jamás ha perdido la cabeza, por su parte! El señor Camusot tiene la certeza de que ese monstruo guarda en lugar seguro las cartas más comprometedoras de las amantes de su... —De su amigo —dijo con presteza la duquesa—. Tiene razón, amiga mía, hay que ir a discutir el asunto en casa de los Grandlieu. Todos estamos interesados en este asunto, y por fortuna Sérizy nos echará una mano... Un peligro extremado, como se ha visto con ocasión de las escenas de la Conserjería, tierte sobre el alma una influencia tan terrible como la de un fuerte reactivo sobre el cuerpo. Es como una pila de Volta moral. Quizá no esté muy lejos el día en que se comprenda la manera como el sentimiento se condensa químicamente en un fluido, semejante quizás al de la electricidad. El mismo fenómeno se produjo en el presidiario y en la duquesa. Aquella mujer abatida, agonizante, que no había dormido, aquella duquesa a quien tanto le costaba vestirse, recobró la fuerza de una leona al acecho y la presencia de espíritu de un general en medio del fuego de una batalla. Diane eligió ella misma sus vestidos y se arregló con la rapidez de una griseta que no tiene más camarera que a sí misma. Fue tan maravillosamente, que la doncella se quedó atónita e inmóvil por unos instantes, tal fue su sorpresa al ver a su ama en camisón, dejando, probablemente con cierta complacencia, que la mujer del juez contemplara a través de la tenue niebla de lino su cuerpo blanco, perfecto como el de la Venus de Canova. Era como una alhaja bajo una envol— Jí tura de papel HeTseda. Diane adivinó repentinamente dónde estaba el corsé que se abrocha por delante, que ahorra a las mujeres que tienen prisa el cansancio y la pérdida de tiempo que significan los lazos. Ya había dispuesto los encajes de su camisa y amasado convenientemente sus formas bajo el corpiño, cuando la camarera

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le trajo la enagua y terminó la obra dándole el vestido. Mientras Amélie, por indicación de la camarera, le abrochaba el vestido por detrás y ayudaba a la duquesa, la doncella fue a buscar unas medias de hilo de Escocia, borceguíes de terciopelo, un chal y un sombrero. Amélie y la camarera le calzaron una pierna cada una. —Es usted la mujer más hermosa que he visto jamás —dijo hábilmente Amélie, besando la rodilla fina de Diane. —La señora no tiene igual —dijo la camarera. —Vamos, Josette, cállese —replicó la duquesa—. ¿Tiene usted un vehículo? —preguntó a la señora Camusot—. Vamos, querida, hablaremos por el camino. Y la duquesa bajó la gran escalinata de la mansión de Cadignan corriendo y poniéndose los guantes, cosa que jamás se había visto. —¡Al palacio de los Grandlieu, y de prisa! —dijo a uno de sus criados, haciéndole una señal para que subiera en la parte posterior del coche. El criado vaciló, porque aquél era un coche de punto. —¡Ay, señora duquesa, usted no me había dicho que aquel joven tenía cartas suyas! De haberlo sabido, Camusot habría actuado de muy otra manera... —La situación de Léontine me preocupó tanto, que lo olvidé por completo —dijo la duquesa—. La pobre mujer estaba anteayer al borde de la locura, imagínese qué descalabro puede haber producido en ella el fatal acontecimiento. ¡Oh, si supiera usted, hija mía, la mañana que tuvimos ayer!... ¡Oh, no!, es como para renunciar para siempre al amor. Ayer una vieja repugnante, una vendedora de ropa usada, nos arrastró a las dos, a Léontine y a mí, a esa sentina maloliente y ensangrentada que llaman la Justicia; y yo le decía, llevándola al Palacio: "¿No hay como para caer de rodillas y gritar, igual que la señora de Nucingen cuando, camino de Nápoles, tuvo que soportar una de esas espantosas tempestades que se producen en el Mediterráneo: «¡Dios mío, sálvame y nunca más!» " Estos dos días contarán en mi vida, sin ninguna duda. ¡Qué estúpidas somos de escribir!... ¡Pero una está enamorada, recibe unas páginas que queman el corazón a través de los ojos, y todo arde! ¡La prudencia desaparece! Se coge papel y pluma y se contesta... —¡Por qué contestar cuando se puede actuar! —dijo la señora Camusot. —¡Es tan hermoso perderse!... —repuso orgullosamente la duquesa—. Es la voluptuosidad del alma. —A las mujeres hermosas —replicó modestamente la señora Camusot— se las puede perdonar; ¡tienen muchas más ocasiones que nosotras de sucumbir!

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La duquesa sonrió. —Siempre somos demasiado generosas —repuso Diane de Maufrigneuse—. Haré como esa pérfida de la señora de Espard. —¿Qué es lo que hace? —preguntó intrigada la mujer del juez. —Ha escrito miles de cartas almibaradas... —¡Qué barbaridad!... —exclamó la Camusot, interrumpiendo a la duquesa. —Pues bien, amiga mía, no hay en ellas una sola línea que la comprometa... —Usted sería incapaz de conservar esta frialdad, este cuidado —contestó la señora Camusot—. Usted es mujer, es uno de esos ángeles que no saben resistir al diablo... —Me he jurado a mí misma que no volveré a escribir. En toda mi vida no he escrito más que a este desdichado de Lucien... ¡Conservaré sus cartas hasta la muerte! Hija mía, es como fuego, y a veces se necesita... —¡Si alguien las encontrara! —dijo la Camusot con un ligero ademán de pudor. —¡Oh, diría que son cartas de una novela que empecé una vez! ¡Porque las copié todas y quemé los originales, querida! —¡Señora! Déjemelas leer, como recompensa... —Quizá —dijo la duquesa—. ¡Podrá ver entonces, querida, que las que escribía a Léontine no eran como éstas! Estas últimas palabras resumieron a toda mujer, a la mujer de todas las épocas y de todos los países. Igual que la rana de la fábula de La Fontaine, la señora Camusot no cabía en su piel a causa de la satisfacción que sentía de entrar en casa de los Grandlieu acompañando a la bella Diane de Maufrigneuse. Aquella mañana iba a anudar uno de aquellos lazos tan necesarios para la ambición. Ya oía cómo la. llamaban: "¡La señora presidenta!" Sentía el gozo inefable de superar obstáculos inmensos, el principal de los cuales era la incapacidad de su esposo, incapacidad que todavía no se había hecho pública, pero que ella conocía muy bien. Hacer triunfar a un hombre mediocre era, para una mujer, como para un monarca, esa fuente de placer que seduce tanto a los grandes actores y que consiste en representar cien veces una lobra mala. ¡Es la embriaguez del egoísmo! En fin, es algo así como las saturnales del poder. El poder sólo se demuestra a sí mismo su fuerza mediante el singular abuso de coronar con el laurel del éxito a alguna figura absurda, o insultando al genio, única fuerza inalcanzable para el poder absoluto. La promoción del caballo de Calcula, aquella famosa farsa imperial, ha tenido y tendrá siempre un gran número de imitaciones.

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En pocos minutos Diane y Amélie se vieron transportadas del elegante desorden en que se hallaba el dormitorio de la bella Diane a la corrección de un lujo grandioso y severo, en la mansión de la duquesa de Grandlieu. Esta portuguesa piadosísima se levantaba cada mañana a las ocho para ir a oír misa a la pequeña iglesia de Sainte-Valére, sucursal de Santo Tomás de Aquino, que entonces estaba situada en la explanada de los Inválidos. Esta capilla, hoy derribada, ha sido trasladada a la calle de Bourgogne, en espera de que se edifique una iglesia gótica que, según dicen, será dedicada a santa Clotilde. Al oír las primeras palabras que Diane de Maufrigneuse le dijo al oído, la piadosa duquesa de Grandlieu fue a buscar al señor de Grandlieu y regresó con él al poco rato. El duque dirigió a la señora Camusot una de esas miradas mediante las cuales los grandes señores captan toda una existencia, y a veces toda un alma. El modo de vestir de Amélie contribuyó poderosamente a que el duque intuyera su vida burguesa, de Alengon a Mantés y de Mantés a París. Si la esposa del juez hubiera conocido este don de los duques, no habría podido aguantar con tanta gracia aquella mirada cortésmente irónica, en la que sólo vio cortesía. La ignorancia comparte los privilegios de la elegancia. —Es la señora Camusot, la hija de Thirion, uno de los escribanos del gabinete —dijo la duquesa a su marido. El duque saludó muy cortésmente a la mujer, y su cara abandonó en parte su gravedad. El ayuda de cámara del duque compareció, a la llamada de su amo. —Vaya a la calle Honoré-Chevalier, en coche. Una vez allí, llame a una pequeña puerta, en el número 10. Le dice al criado que le abrirá que le ruego a su señor que pase por aquí; si está en casa, vuelve usted con él. Sírvase de mi nombre, eso le bastará para allanar todos los obstáculos. Procure no tardar más de un cuarto de hora. Otro mayordomo apareció, el de la duquesa, en cuanto se hubo marchado el del duque. —Vaya a ver de mi parte al duque de Chaulieu y entregúele esta tarjeta. El duque le dio su tarjeta, doblada de una determinada manera. Cuando estos dos amigos íntimos tenían necesidad de verse inmediatamente para cualquier asunto urgente y reservado, que no aconsejaba ninguna transmisión por escrito, se avisaban así mutuamente. Adviértase que en todas las clases de la sociedad los usos se asemejan, y no se distinguen más que por las maneras, los ademanes y los matices. El gran mundo tiene su jerga. Pero esta jerga se llama estilo.

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—¿Está usted segura, señora, de la existencia de estas supuestas cartas escritas por la señorita Clotilde de Grandlieu a aquel joven? —dijo el duque de Grandlieu. Y dirigió a la señora Camusot una mirada semejante a la sonda que lanza un marino. —Yo no las he visto, pero es de temer —respondió ella, temblando. —¡Mi hija no ha podido escribir nada que no sea confesable! —exclamó la duquesa. —"¡Pobre duquesa!", pensó Diane, dirigiendo una mirada al duque de Grandlieu que le hizo temblar. —¿Qué te parece a ti, querida Diane? —dijo el duque al oído de la duquesa de Maufrigneuse, llevándosela al hueco de una ventana. —Clotilde está tan loca por Lucien, amigo mío, que le había dado una cita antes de su partida. ¡Sin la pequeña Lenoncourt, quizás habría huido con él por el bosque de Fontainebleau! Sé que Lucien escribía a Clotilde unas cartas como para ablandar a una santa. Somos tres las hijas de Eva envueltas por la serpiente de la correspondencia... El duque y Diane volvieron de la ventana hacia la duquesa y la señora Camusot, que hablaban en voz baja. Amélie, siguiendo los consejos de la duquesa de Maufrigneuse, se hacía pasar por muy devota para ganarse el corazón de la altiva portuguesa. —¡Estamos a merced de un vil presidiario evadido! —dijo el duque, moviendo los hombros—. ¡He aquí adonde conduce el aceptar en casa a algunas personas de las que no se tienen plenas garantías! Antes de admitir a quienquiera que sea, hay que conocer bien su fortuna, su familia y todos sus antecedentes... Esta frase es la moraleja del caso, desde el punto de vista aristocrático. —Ahora ya está hecho —dijo la duquesa de Maufrigneuse—. Pensemos en la manera de salvar a la pobre señora de Sérizy, a Clotilde y a mí... —Debemos esperar a Henri, lo he mandado llamar; pero todo depende de la persona que ha ido a buscar Gentil. ¡Dios quiera que esté en París! Señora —dijo, dirigiéndose a la señora Camusot—, le agradezco que haya pensado en nosotros... Era la forma de despedir a la señora Camusot. La hija del escribano del gabinete tuvo la suficiente inteligencia para comprender al duque, y se levantó; pero la duquesa de Maufrigneuse, con esa encantadora gracia que le valía amistades y favores, cogió a Amélie de la mano e hizo como si la presentara al duque y a la duquesa. —En atención a mí, prescindiendo ahora de que se haya levantado de madrugada para salvarnos a todos, le pido algo más que un recuerdo para mi querida señora Camusot. Primeramente, me ha prestado ya algunos

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servicios de los que no se olvidan jamás; además, tanto ella como su esposo están totalmente de nuestro lado. Prometí hacer ascender a su Camusot, y les ruego que le den una protección preferente, en atención a mí. —No necesita usted esta recomendación —dijo el duque a la señora Camusot—. Los Grandlieu se acuerdan siempre de los servicios que se les presta. Los fieles al rey tendrán pronto ocasión de destacarse, se les pedirá abnegación, su esposo estará en la brecha. La señora Camusot se retiró orgullosa y contenta, a punto de reventar. Volvió a su casa triunfante; se admiraba a sí misma y se burlaba de la enemistad del procurador general. Decía para sus adentros: "¡Ojalá pudiéramos hacer saltar al señor de Grandville!" Ya era hora de que se retirara la señora Camusot. El duque de Chaulieu, uno de los favoritos del rey, se cruzó en la escalera con ella. —Henri —exclamó el duque de Grandlieu cuando oyó anunciar a su amigo—, te ruego que vayas en seguida al palacio y trates de hablar con el rey; he aquí de lo que se trata. Y se llevó al duque al hueco de la ventana, donde había conversado con la ligera y graciosa Diane. De vez en cuando el duque de Chaulieu miraba a hurtadillas a la alocada duquesa, que, mientras conversaba con la piadosa duquesa, dejándose sermonear por ella devolvía las miradas al duque de Chaulieu. —Hija mía —dijo finalmente el duque de Grandlieu, al terminar su conversación con el duque de Chaulieu—, sea usted prudente. Hay que guardar las formas —añadió, cogiendo las manos de Diane—. ¡No se comprometa más, no escriba nunca! Las cartas, amiga mía, han sido la causa tanto de desgracias particulares como de desastres públicos... Lo que podría disculparse a una jovencita como Clotilde, que amaba por vez primera, no tiene excusa para... —¡Para un viejo granadero que ha conocido ya el fuego de las batallas! —dijo la duquesa, poniéndole hocico al duque. Aquel gesto y aquella broma suscitaron una sonrisa en los rostros afectados de los dos duques y en el de la propia duquesa pía. —¡Hace cuatro años que no escribo cartas amorosas!... ¿Estaremos salvadas? —preguntó Diane, que ocultaba sus ansiedades bajo estas chiquilladas. —¡Todavía no! —dijo el duque de Chaulieu—, porque no sabe usted lo difícil que es cometer actos arbitrarios. Para un rey constitucional es como una infidelidad para una mujer casada. Es algo así como su adulterio. —¡Su debilidad! —dijo el duque de Grandlieu.

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—¡El fruto prohibido! —añadió Diane con una sonrisa—. ¡Oh, cuánto me gustaría ser el gobierno! Porque a mí ya no me queda de esta fruta, me lo he comido todo. —¡Oh, querida, querida!... —dijo la piadosa duquesa—, va usted demasiado lejos... Los dos duques, al oír que se paraba un vehículo ante la puerta con el estruendo que hacen los caballos lanzados al galope, dejaron a las dos mujeres juntas, tras haberlas saludado, y se fueron al gabinete del duque de Grandlieu, en el que se introdujo al vecino de la calle Honoré-Chevalier; no era otro que el jefe de la contrapolicía del rey, de la policía política, el sombrío y poderoso Corentin. —Pase —dijo el duque de Grandlieu—, pase, señor de Saint-Denis. Corentin, sorprendido al ver que el duque tenía tanta memoria, pasó primero, tras haber saludado con una profunda reverencia a los dos duques. —Vuelve a tratarse del mismo personaje, o de algo referido a él, mi apreciado amigo —dijo el duque de Grandlieu. —Pero si ha muerto —dijo Corentin. —Queda un compañero suyo —hizo notar el duque de Chaulieu—, un temible compañero suyo. —¡El presidiario Jacques Collin! —replicó Corentin. —Habla, Ferdinand —dijo el duque de Chaulieu al exembajador. —Este miserable es de temer —repuso el duque de Grandlieu— porque, para tener un rehén, se apoderó de las cartas que las señoras de Sérizy y de Maufrigneuse habían escrito a ese Lucien Chardon, su protegido. Parece que este joven lograba arrancar sistemáticamente unas cartas apasionadas a cambio de las suyas, pues la propia señorita de Grandlieu escribió, según dicen, algunas; por lo menos eso se teme, aunque no podemos saber nada porque está de viaje... —¡Aquel jovenzuelo era incapaz de hacer tales cálculos!... —respondió Corentin—. ¡Era una maniobra del padre Carlos Herrera! —Corentin se apoyó con el codo en el brazo del sillón donde estaba sentado y se puso la mano a la cabeza mientras reflexionaba—. ¡Dinero! Este hombre tiene más que nosotros —dijo—. Esther Gobseck le sirvió de cebo para pescar más de dos millones en aquel estanque de monedas de oro llamado Nucingen... ¡Señores, hagan que me den plenos poderes quienes de derecho puedan dármelos, y les libraré de este hombre!... —¿Y... las cartas? —preguntó el duque de Grandlieu a Corentin. —Escuchen, caballeros —repuso Corentin, alzándose y mostrando su rostro de comadreja en estado de ebullición; hundió sus manos en los bolsillos de sus pantalones negros. Este gran actor del drama histórico de

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nuestra época sólo se había puesto un chaleco y una levita; ni siquiera se había cambiado los pantalones de estar por casa, porque sabía que los grandes agradecen la presteza en determinadas ocasiones. Se puso a andar con toda familiaridad por el gabinete, hablando en voz alta como si estuviera solo—. ¡Es un presidiario! Se le puede meter, sin proceso, en Bicétre, incomunicado, y dejar que reviente... ¡Pero puede haber dado ya instrucciones a sus secuaces en previsión de este caso! —Sin embargo, estuvo incomunicado inmediatamente —dijo el duque de Grandlieu—, cuando fue detenido en casa de aquella muchacha de improviso. —Pero, ¿acaso hay incomunicaciones impenetrables para ese individuo? —contestó Corentin—. Es tan hábil como... ¡como yo! "¿Qué hacer?", se dijeron entre sí los dos duques con una mirada. —Podríamos reintegrar a este sujeto inmediatamente al presidio... a Rochefort; ¡dentro de seis meses estará muerto!... ¡Oh, no hace falta ningún crimen! —dijo, respondiendo a un ademán del duque de Grandlieu—. ¿Qué se cree usted? Un presidiario no resiste más de seis meses, con un verano tórrido, si se le obliga a trabajar de lo lindo en medio de las miasmas del Charente. Pero esto sólo vale para el caso en que nuestro hombre no haya tomado ya precauciones respecto a esas cartas. Si ha previsto la acción de sus adversarios, lo cual es probable, hay que descubrir cuáles son sus precauciones. Si el que guarda las cartas es pobre, se le puede sobornar... Se trata pues de hacer cantar a Jacques Collin... ¡Vaya duelo! ¡Saldré derrotado! ¡Lo mejor sería comprar estas cartas con otras cartas!... con cartas de indulto, y que este personaje pasara a trabajar en mi negocio. Jacques Collin es el único individuo capaz para sucederme, al estar muertos el pobre Contenson y mi querido Peyrade. Jacques Collin me mató a estos dos espías incomparables como para hacerse un lugar para sí. Como están viendo, caballeros, tienen que darme carta blanca. Jacques Collin está en la Conserjería. Iré a ver al señor de Grandville a su despacho. Manden allí a alguna persona de confianza para que se reúna conmigo; necesito o bien una carta para mostrarla al señor de Grandville, que no sabe nada de mí (carta que, por otra parte, devolveré al presidente del consejo), o bien alguien de peso que me presente... Tienen ustedes media hora, porque necesito aproximadamente una media hora para vestirme, es decir, para convertirme en lo que debo ser a los ojos del señor procurador general. —Caballero —dijo el duque de Chaulieu—, conozco su gran habilidad; no le pido más que un sí o un no... ¿Responde usted del éxito?... —Sí, con la omnipotencia, y con la palabra de ustedes de que jamás nadie me pedirá cuentas a propósito de esto. Mi plan está ya trazado.

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Aquella siniestra contestación produjo un ligero estremecimiento en los dos grandes señores. —¡Bien, caballero! —dijo el duque de Chaulieu—. Las cuentas de este asunto incluyalas entre los demás asuntos que lleva usted entre manos. Corentin saludó a los dos grandes señores y salió. Henri de Lenoncourt, a quien Ferdinand de Grandlieu había mandado preparar un coche, se traladó en seguida al palacio del rey, a quien podía visitar en cualquier ocasión en virtud del privilegio de su cargo. Reunidos así en un solo haz los intereses diversos de la sociedad, desde lo más bajo hasta lo más alto, iban a coincidir en el despacho del procurador general, empujados todos ellos por la necesidad y representados por tres hombres: la justicia por el. señor de Grandville, la familia por Corentin, y frente a ellos, el adversario terrible que significaba Jacques Collin, encarnación del mal, dotado de una energía salvaje. ¡Qué singular duelo iban a librar la Justicia y la Arbitrariedad unidas contra el Presidio y la astucia! ¡El Presidio, símbolo de la audacia que suprime el cálculo y la refle— xión, para el cual todos los medios son buenos, que no tiene la hipocresía de la arbitrariedad, que simboliza de modo repugnante el interés del vientre ávido, la sangrienta y rauda! protesta del Hambre! ¿No se trataba acaso del ataque y la defensa, del robo y de la propiedad? ¿No se trataba de la pugna terrible del estado social contra el estado natural desarrollándose en el espacio más estrecho posible? Por último, era una imagen viva y funesta de esos compromisos antisociales que establecen los representantes demasiado débiles del poder con ciertos salvajes amotinadores. Cuando anunciaron al procurador general la visita del señor Camusot, hizo una seña para que le dejaran entrar. El señor de Grandville, que presentía aquella visita, quiso entenderse con el juez acerca de la manera de liquidar el asunto Lucien. La conclusión no podía ser ya la misma que había decidido, conjuntamente con Camusot, el día anterior, antes de la muerte del pobre poeta. —Siéntese, señor Camusot —dijo el señor de Granville, desplomándose en su sillón. El magistrado, a solas con el juez, dejó traslucir el abatimiento en que se hallaba. Camusot miró al señor de Grandville y advirtió en aquel rostro tan firme una palidez casi lívida y una tremenda fatiga, una postración completa que denotaban unos sufrimientos quizá más crueles que los del condenado a muerte a quien el escribano acaba de anunciar la denegación de su recurso, aunque este anuncio signifique, según los hábitos de la justicia, lo siguiente: Prepárate, han llegado ya tus últimos momentos.

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—Volveré en otra ocasión, señor conde —dijo Camusot—, aunque el asunto sea urgente... —Quédese —contestó el procurador general dignamente—. Los auténticos magistrados, caballero, han de aceptar sus angustias y saber ocultarlas. Ha sido un error de mi parte el haber dejado que advirtiera en mí la menor turbación... Camusot hizo un ademán. —¡Dios quiera que desconozca usted, señor Camusot, estas exigencias extremas de nuestra vida! Hay quien sucumbiría por menos. Acabo de pasar la noche junto a uno de mis amigos más íntimos; yo no tengo más que dos amigos, el conde Octave de Bauvan y el conde de Sérizy. El señor de Sérizy, el conde Octave y yo hemos estado desde las seis de ayer tarde hasta las seis de esta mañana, yendo alternativamente del salón al dormitorio de la señora de Sérizy, temiendo cada vez hallarla muerta o para siempre demente. Desplein, Bianchon y Sinard no han abandonado la habitación, con dos enfermeras. El conde adora a su mujer. Imagínese la noche que acabo de pasar entre una mujer loca de amor y mi amigo loco de desesperación. ¡Y un estadista no se desespera de la misma manera que un imbécil cualquiera! Sérizy, inmóvil como cuando está en su butaca del consejo de Estado, se retorcía interiormente en su sillón con objeto de mostrarnos un rostro tranquilo. El sudor coronaba aquella frente inclinada por tantos trabajos. He dormido de cinco a siete y media, vencido por el sueño, y tenía que estar ya aquí a las ocho y media para ordenar una ejecución. Créame, señor Camusot, cuando un magistrado ha estado hundiéndose durante toda una noche en los abismos del dolor, sintiendo el peso de la mano de Dios actuando sobre las cosas humanas y golpeando de lleno en unos nobles corazones, le resulta muy difícil sentarse aquí, ante su despacho, y decir fríamente: "¡Haced caer una cabeza a las cuatro de la tarde! Aniquilad una criatura de Dios llena de vida, de fuerza y de salud." Y sin embargo, ¡éste es mi deber!... Pese a verme sumido en el dolor, he de dar la orden de disponer el patíbulo... El condenado no sabe que el magistrado siente una angustia parecida a la suya. En tales momentos, unidos entre sí por una hoja de papel, yo, la sociedad que toma venganza, y él, el crimen que debe pagar, somos las dos caras del mismo deber, somos dos existencias cosidas durante un instante por el cuchillo de la ley. Estos sufrimientos tan hondos del magistrado, ¿quién los lamenta?, ¿quién los consuela?... ¡Nuestra gloria consiste en enterrarlos en el fondo de nuestro corazón! El sacerdote entregando su vida a Dios, y el soldado con sus centenares de muertes ofrecidas en aras del país, me parecen más felices que el magistrado con sus dudas, sus temores y su terrible responsabilidad.

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"¿Sabe usted a quién tienen que ajusticiar? —prosiguió el procurador general—; a un joven de veintisiete años, hermoso como nuestro muerto de ayer, rubio como él, del que se ha obtenido la cabeza a cambio de nuestra espera, puesto que no tiene más cargo probado que el de encubrimiento. Después de condenado, el muchacho no ha confesado.. Desde hace setenta días resiste todas las pruebas y sigue proclamándose inocente. ¡Desde hace dos meses tengo dos cabezas sobre mis espaldas! Pagaría su confesión con un año de mi vida, puesto que hay que tranquilizar a los jurados... Figúrese qué golpe representaría contra la justicia que algún día se descubriera que el crimen por el que va a morir fue cometido por otro. En París todo adquiere una gravedad terrible, los más insignificantes incidentes judiciales se convierten en políticos. "El jurado, esta institución que los legisladores revolucionarios creyeron tan sólida, es un elemento de desintegración social, puesto que no es fiel a su misión, no protege suficientemente a la Sociedad. El jurado juega con sus funciones. Los miembros del jurado se dividen en dos bandos, uno de los cuales está en contra de la pena de muerte, y de ello resulta un total desmoronamiento de la igualdad ante la ley. Un determinado crimen horrible, como el parricidio, logra en ciertos departamentos veredicto de no culpabilidad ("Hay en los presidios veintitrés PARRICIDAS a los que se ha reconocido la existencia de circunstancias atenuantes" (NOTA DE BALZAC)), mientras que en tal otro departamento un crimen ordinario, por así decirlo, recibe una condena a muerte. ¿Qué ocurriría si en nuestra jurisdicción, en París, se condenara a un inocente? —Es un presidiario evadido —hizo notar tímidamente el señor Camusot. —¡En manos de la oposición y de la prensa se transformaría en un cordero pascual! —exclamó el señor de Grand-Ville—, y la oposición tendría el juego fácil; ¡no le costaría mucho ensalzarlo tratándose de un.corso fanático de las ideas de su tierra, donde los asesinatos son resultado de la vendetta... En aquella isla uno mata a su enemigo y piensa (y ha pensado siempre) que no hay en ello nada censurable...¡Ay, los auténticos magistrados son muy desdichados! Créame, tendrían que vivir separados de todo trato social, como los pontífices de otros tiempos. La gente sólo los vería cuando saldrían de sus celdas a horas fijas, graves, ancianos y venerables; juzgarían como los grandes sacerdotes de las sociedades antiguas, que juntaban en sí el poder judicial y el poder sacerdotal. Sólo se nos encontraría sentados en nuestros sillones... ¡Actualmente, en cambio, padecemos y nos divertimos como los demás!... Se nos ve en los salones, entre nuestros allegados, como unos ciudadanos

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más, movidos por pasiones; y podemos llegar a ser grotescos en lugar de ser terribles... Aquel clamor tan radical, interrumpido por pausas y por interjecciones y acompañado por ademanes que le conferían una elocuencia que difícilmente puede traducirse en el papel, hizo estremecer a Camusot. —Yo, caballero —dijo Camusot—, comencé también ayer el aprendizaje de los sufrimientos de nuestro estado... Estuve a punto de morir a causa de la muerte de aquel joven, que no comprendió mi parcialidad; el desdichado se clavó a sí mismo el arma mortal... —¡Es que no había que interrogarle! —exclamó el señor de Grandville—. ¡Es tan fácil hacer un favor mediante una abstención!... —¿Y la ley? —respondió Camusot—. Estaba detenido desde hace dos días... —La desgracia está ya consumada —repuso el procurador general—. He reparado en la medida de mis posibilidades lo que sin duda era irreparable. Mi coche y mis criados están en el séquito de este pobre y débil poeta. Sérizy ha hecho lo mismo que yo; es más, acepta la función que le ha dado el malogrado joven: es su albacea. Con esta promesa ha logrado que su mujer le dirigiera una mirada en la que brillaba la cordura, Por último, el conde Octave asiste personalmente a sus funerales. —Bien, señor conde —dijo Camusot—, llevemos nuestra obra a buen término. Nos queda un preso muy peligroso. Es Jacques Collin, usted lo sabe tan bien como yo. Este miserable será reconocido como tal... —¡Estamos perdidos! —exclamó el señor de Grandville. —En estos momentos estará junto a su condenado a muerte, que para él fue hace años en el penal algo parecido a lo que ha sido Lucien en París..., ¡su protegido! Bibi-Lupin se ha disfrazado de gendarme para asistir a la entrevista. —¿Por qué se inmiscuye la policía judicial? —dijo el procurador general—. ¡Sólo puede actuar bajo mis órdenes!... —Toda la Conserjería sabrá que tenemos cogido a Jacques Collin... Pues bien, vengo a decirle que este peligroso y audaz criminal debe de tener las cartas más peligrosas de la correspondencia de la señora de Sérizy, de la duquesa de Maufrigneuse y de la señorita Clotilde de Grandlieu. —¿Está usted seguro de esto?... —preguntó el señor de Grandville, manifestando en su rostro una dolorosa sorpresa. —Juzgue usted mismo, señor conde, si tengo o no razón para temer esta desgracia. Cuando deshice el paquete de cartas cogido en casa de aquel desdichado joven, Jacques Collin dirigió sobre ellas una mirada incisiva y dejó traslucir una sonrisa de satisfacción, sobre cuyo significado no puede

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equivocarse ningún juez de instrucción. Un sirvergüenza tan redomado como Jacques Collin se guarda muy bien de soltar semejantes armas. ¿Qué me dice usted de esos documentos en manos de un defensor que este asesino irá a buscar entre los enemigos del gobierno y de la aristocracia? Mi esposa, que goza de las simpatías de la duquesa de Maufrigneuse, ha ido a avisarla, y en estos momentos deben de estar en casa de los Grandlieu manteniendo un conciliábulo... —¡El proceso de este hombre es imposible! —exclamó el procurador general, levantándose y recorriendo a grandes zancadas su despacho arriba y abajo—. Habrá dejado las cartas en un lugar seguro... —Yo sé dónde —dijo Camusot. Con estas simples palabras, el juez de instrucción disipó todas las prevenciones que el procurador general había abrigado en contra suya. —¡Veamos!... —dijo el señor de Grandville, sentándose. —Viniendo hacia aquí desde mi casa, he reflexionado profundamente sobre este lamentable asunto. Jacques Collin tiene una tía, una tía natural y no artificial, una mujer acerca de la cual la policía política ha transmitido una nota a la prefectura. Él es el alumno y el dios de esta mujer, que es hermana de su padre y se llama Jacqueline Collin. Esta mujer tiene una tienda de ropa usada, y gracias a las relaciones que se ha ido haciendo con el comercio, conoce muchos secretos familiares. Si Jacques Collin ha dejado sus papeles salvadores en manos de alguien, es en manos de esta mujer; deten gámosla... El procurador general dirigió a Camusot una sutil mirada que significaba: "Este hombre no es tan bobo como creía ayer; lo que ocurre es que todavía es joven, y no sabe manejar las riendas de la justicia." —Pero para tener éxito —prosiguió Camusot— hay que cambiar todas las medidas adoptadas por nosotros ayer, y yo venía precisamente a pedirle consejo, a pedirle órdenes... El procurador general cogió su cortaplumas y dio con él unos golpecitos al borde de la mesa, con uno de esos ademanes característicos de todo pensador cuando se abandona por entero a la reflexión. —¡Tres grandes familias en peligro! —exclamó—. ¡No debemos meter la pata ni por un solo momento!... Tiene usted razón, ante todo sigamos el axioma de Rouche: ¡Detengamos! Hay que incomunicar de nuevo e inmediatamente a Jacques Collin. —¡Pero así descubrimos que es el presidiario! Echamos a perder la memoria de Lucien... —¡Qué asunto tan espantoso! —dijo el señor de Grand-ville—. En todas partes está el peligro.

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En aquel momento entró el director de la Conserjería, no sin haber llamado antes; pero un despacho como el del procurador general está tan bien guardado, que solamente las personas más habituales y conocidas pueden llamar a la puerta. —Señor conde —dijo el señor Gault—, el preso llamado Carlos Herrera quiere hablarle. —¿Ha comunicado con alguien? —preguntó el procurador general. —Con los detenidos, porque está en el patio desde las siete y media aproximadamente. Ha visto al condenado a muerte, que según dice le ha hablado. El señor de Grandville, gracias a unas palabras del señor Camusot que actuaron en él como un rayo de luz, advirtió todo el partido que podía sacarse para obtener la entrega de las cartas de una confesión de la intimidad de Jacques Collin con Théodore Calvi. Satisfecho de tener una razón para aplazar la ejecución, el procurador general hizo un gesto al señor Gault para que se acercara. —Tengo la intención de aplazar la ejecución hasta mañana; pero nadie en la Conserjería ha de olfatear este retraso. Silencio absoluto. Haga que el verdugo parezca preparar el dispositivo. Mándeme aquí, con una buena guardia, a este sacerdote español, nos lo reclama la embajada de España. Que los gendarmes traigan al señor Carlos por su escalera de comunicación para que no pueda ver a nadie. Avise a esos hombres para que lo cojan cada uno por un brazo, y para que no lo suelten hasta llegar a la puerta de mi despacho. ¿Está usted del todo seguro, señor Gault, que este peligroso extranjero no ha podido comunicar más que con los presos? —¡Ah! En el momento en que salía de la celda del condenado a muerte, se ha presentado una dama para visitarle... Al oír aquello los dos magistrados intercambiaron una mirada, ¡y qué mirada! —¿Qué dama? —dijo Camusot. —Una de sus penitentes... una marquesa —respondió el señor Gault. —¡Esto va de mal en peor! —exclamó el señor de Grandville, mirando a Camusot. —Les ha dado muchos quebraderos de cabeza a los gendarmes y a los vigilantes —repuso el señor Gault, confuso. —No hay nada que sea indiferente en las funciones de usted —dijo con severidad el procurador general—. La Conserjería no tiene los muros que tiene por que sí. ¿Cómo ha entrado esta señora? —Con un permiso perfectamente en regla, señor —replicó el director—.Esta señora, que iba muy bien vestida y acompañada por un lacayo y un mozo de

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a pie, ha venido en un coche muy lujoso para ver a su confesor antes de ir al entierro del desdichado joven al que usted mandó venir buscar... —Tráigame el permiso de la prefectura —dijo el señoi de Grandville. —Trae la recomendación de Su Excelencia el conde d< Sérizy. —¿Cómo era esa mujer? —preguntó el procurador g& neral. —Nos pareció una dama respetable. —¿Vio usted su rostro? —Llevaba un velo negro. —¿De qué han hablado? —¿Qué iba a decir una mujer devota... con un breviario?... Pidió la bendición del cura, se arrodilló... —¿Estuvieron mucho rato juntos? —preguntó el juez. —Menos de cinco minutos; pero ninguno de nosotros comprendió nada de su conversación, pues hablaban seguramente en español. —Díganoslo todo, caballero —dijo el procurador general—. Se lo repito, el menor detalle es para nosotros de sumo interés. ¡Qué esto le sirva de ejemplo! —Lloraba también. —¿Lloraba de verdad? —No podíamos verlo, ocultaba su cara con su pañuelo. Dejó trescientos francos en monedas de oro para los presos. —¡No es ella! —exclamó Camusot. —Bibi-Lupin —repuso el señor Gault— exclamó: "Es una ladrona." —Él conoce el paño —dijo el señor de Grandville—. Prepare usted la orden de arresto —añadió, mirando a Camusot—, ¡y a precintar pronto su domicilio! Pero, ¿cómo habrá obtenido la recomendación del señor de Sérizy? Tráigame el permiso de la prefectura... ¡Vamos, señor Gault! Mándeme pronto al sacerdote. Mientras esté aquí, el peligro no puede agravarse, y en un par de horas de conversación se anda mucho trecho dentro del alma de un hombre. —Sobre todo un procurador general como usted —dijo hábilmente el señor Camusot. —Seremos dos —respondió cortésmente el procurador general. Y quedó de nuevo sumido en sus meditaciones. —En todos los locutorios de las cárceles habría que establecer un puesto de vigilante, que debería darse, con una buena retribución, como plaza de retiro a los agentes de policía más hábiles y fieles —dijo tras una larga pausa—. Bibi-Lupin tendría que terminar allí sus días. Así tendríamos un ojo y un oído en un lugar que requiere una vigilancia más eficaz que la que tiene. El señor Gault no ha sido capaz de decirnos nada decisivo.

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—Está demasiado ocupado —dijo Camusot—; pero entre las celdas de incomunicación y nosotros hay una laguna que no debería haber. Para venir de la Conserjería a nuestros despachos, hay que pasar por pasillos, patios y escaleras. La atención de nuestros agentes no es perpetua, mientras que el preso está pensando sin cesar en su asunto. —Me han dicho que cuando Jacques Collin salió de su celda de incomunicación, se encontró ya con una dama en su camino. La mujer llegó hasta el puesto de policía, en la parte alta de la pequeña escalera de la Ratonera; me lo han dicho los ujieres, y ya he recriminado a los gendarmes por este hecho. —¡Oh, habría que reconstruir el Palacio enteramente! —dijo el señor de Grandville—; pero es un gasto que representa unos veinte o treinta millones... ¡Y vaya usted a pedir treinta millones a las cámaras en beneficio de la Justicia! Se oyeron pasos de varias personas y ruido de armas. Debía ser Jacques Collin. El procurador general puso en su rostro una máscara de gravedad bajo la que desapareció el hombre. Camusot imitó al jefe del Ministerio fiscal. Efectivamente, el empleado del gabinete abrió la puerta y apareció Jacques Collin, tranquilo y sin sorpresa alguna. —Ha manifestado usted querer hablar conmigo —dijo el magistrado—; le escucho. —¡Señor conde, soy Jacques Collin, me rindo! Camusot se estremeció, el procurador general se mantuvo tranquilo. —Debe usted pensar que tengo motivos para actuar de esta manera —repuso Jacques Collin, envolviendo a ambos magistrados con una mirada irónica—. Debo ponerles en un grave aprieto, puesto que si siguiera siendo sacerdote español les bastaría con hacerme llevar por la policía hasta la frontera de Bayona, donde las bayonetas españolas les librarían. Los dos magistrados permanecieron impasibles y silenciosos. —Señor conde —siguió el forzado—, las razones que me hacen actuar así son aún más graves que éstas, aunque tengan un carácter muy personal para mí; no puedo decírselas más que a usted... Si tiene usted miedo... —¿Miedo de quién, de qué? —dijo el conde de Grand-ville. La actitud, la fisonomía, sus gestos, sus ademanes y su mirada hicieron en aquel momento de aquel gran procurador general la viva imagen de la magistratura, la cual debe ofrecer los más hermosos ejemplos de valor civil. En aquellos fugaces instantes, se mostró a la altura de los viejos magistrados del antiguo parlamento, del tiempo de las luchas civiles, en que los presidentes se enfrentaban cara a cara con la muerte y sin embargo se

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mantenían firmes e incólumes como las estatuas de mármol que luego se les erigió. —Pues, miedo de quedarse a solas con un presidiario evadido. —Déjenos, señor Camusot —dijo con viveza el procurador general. —Quería proponerle que me hiciera atar los pies y las manos —repuso fríamente Jacques Collin, envolviendo a los dos magistrados con una mirada estremecedora. Hizo una pausa, y prosiguió gravemente—: Señor conde, hasta ahora sólo tenía usted mi estima, pero ahora goza de toda mi admiración... —¿Tan temible se cree usted, entonces? —preguntó el magistrado, muy despreciativamente. —¿Si me creo temible? —dijo el presidiario—. ¿De qué iba a servirme? Lo soy, y sé que lo soy. Jacques Collin cogió una silla y se sentó con la naturalidad de quien sabe que está a la altura de su adversario en un encuentro de igual a igual. En aquel momento, el señor Camusot, que se hallaba en el umbral de la puerta, a punto de cerrarla, volvió a entrar, se acercó al señor de Grandville y le entregó dos papeles doblados... —Mire —dijo el juez al procurador general, enseñándole uno de los papeles. —Llame usted al señor Gault —dijo el conde de Grandville en cuanto hubo leído el nombre de la camarera de la señora de Maufrigneuse, a la que conocía. El director de la Conserjería compareció. —Descríbame a la mujer que fue a ver al detenido —le dijo el procurador general al oído. —Era baja, gruesa, rechoncha —respondió el señor Gault. —La persona para la que se firmó el permiso es alta y delgada —dijo el señor de Grandville—. ¿Qué edad tenía? —Sesenta años. —¿De qué se trata, caballeros? —dijo Jacques Collin—. Vamos —añadió con aire bonachón—, no hace falta que indaguen más. Esa persona es mi tía, y, como tal, perfectamente verosímil: se trata de una mujer, de una anciana. Yo puedo ahorrarles muchos apuros... No encontrarán a mi tía más que si yo lo deseo... Si nos embrollamos en estas cosas, no adelantaremos ni un centímetro. —El reverendo padre ya no habla el francés con acento español —dijo el señor Gault—, ya no chapurrea.

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—¡Porque las cosas ya están lo bastante embrolladas así, querido señor Gault! —le contestó Jacques Collin con una sonrisa amarga y llamando al director por su nombre. En aquel momento el señor Gault se abalanzó hacia el procurador general y le dijo al oído: —¡Tenga cuidado, señor conde, este hombre está enfurecido! El señor de Grandville alzó pausadamente su mirada hacia Jacques Collin y le pareció que estaba tranquilo; pero pronto se dio cuenta de que era verdad lo que le decía el director. Aquella engañosa actitud ocultaba la fría y terrible irritación de los nervios del salvaje. En los ojos de Jacques Collin latía una erupción volcánica, sus puños estaban crispados. Parecía un tigre agazapado presto a saltar sobre su presa. —Déjennos —dijo con gravedad el procurador general, dirigiéndose al director de la Conserjería y al juez. —¡Ha hecho usted bien mandando salir al asesino de Lucien!... —dijo Jacques Collin, sin preocuparse de si Camusot podía oírle o no—. No lo aguantaba más, estaba a punto de estrangularle... El señor de Grandville se estremeció. Nunca había visto tanta sangre en los ojos de un hombre, tanta palidez en sus mejillas, tanto sudor en su frente y una tal contracción de músculos. —¿Qué habría sacado con este asesinato? —preguntó tranquilamente el procurador general al criminal. —Cada día está usted vengando o creyendo vengar a la Sociedad, caballero; ¡y me pide ahora razón de una venganza!... ¿Acaso no ha sentido jamás en sus venas a la venganza agitando su oleaje?... ¿Acaso no sabe usted que es ese imbécil de juez quien nos lo mató? Usted quería a mi Lucien, y él le quería a usted también. Le conozco a usted perfectamente, caballero. Aquella encantadora criatura me lo contaba todo, por la noche, cuando regresaba a casa; lo metía en la cama como un ama de cría a su bebé, y se lo hacía contar todo... Me lo decía todo, hasta sus sensaciones más insignificantes... Ninguna madre ha amado jamás a un hijo único como yo amaba a aquel ángel. ¡Si usted supiera! De aquel corazón brotaba el bien como las flores en los prados. Era débil, ése era su único defecto, débil como la cuerda de la lira, que es tan fuerte cuando está tensa... Ésas son las almas más hermosas: su debilidad es una con la ternura, la admiración, y con la facultad de florecer bajo el sol del Arte, del Amor y de la belleza que Dios ha creado para el hombre bajo mil formas distintas... En suma, Lucien era como una mujer frustrada. ¡Ya sabe usted lo que dije a la bestia bruta que acaba de salir!... ¡Ay, señor, en mi papel de preso ante un juez instructor

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hice lo que habría hecho Dios para salvar a su hijo si, con el propósito de salvarlo, le hubiera acompañado ante Poncio Pilato!... Un torrente de lágrimas brotó de los ojos claros y amarillos del presidiario, que antes llameaban como los de un lobo hambriento que se hubiera pasado seis meses en medio de la nieve en plena Ucrania. Prosiguió: —¡Ese cernícalo no quiso escuchar nada y llevó al muchacho a la perdición!... Señor conde, yo lavé el cadáver del muchacho con mi llanto, implorando a Aquel a quien tío conozco y que está por encima de nosotros; ¡yo que no creo en Dios!... (¡Si no fuera materialista, dejaría de ser yo mismo!) ¡En pocas palabras se lo he dicho todo! Usted no sabe, nadie sabe lo que es el dolor; sólo yo lo sé. El fuego del dolor absorbía tanto mis lágrimas, que esta noche no he podido llorar. Ahora lloro porque siento que usted me comprende. Antes le he visto aquí, como representante de la Justicia... ¡Ay!, caballero, que Dios... (¡empiezo a creer en Él!), que Dios le guarde de ser como yo soy... Ese maldito juez me ha arrebatado el alma. ¡Señor, señor! ¡En estos momentos estarán enterrando a mi vida, a mi belleza, a mi virtud, a mi conciencia, a todo mi vigor! Imagine usted un perro a quien un químico le quita toda la sangre... Pues bien, yo soy este perro... Ésa es la razón por la que he venido a decirle: "Soy Jacques Collin, ¡me rindo!..." Había resuelto esto esta misma mañana, cuando vinieron a arrebatarme aquel cuerpo que yo besaba como un demente, como una madre, como la Virgen debió de besar a Jesús en su sepulcro... Quería ponerme al servicio de la Justicia incondicionalmente... Ahora, en cambio, debo poner algunas condiciones, ya verá por qué... —¿Habla usted con el señor de Grandville, o con el procurador general? —dijo el magistrado. Los dos hombres, el CRIMEN y la JUSTICIA, se miraron. El presidiario había conmovido al magistrado, que sintió una piedad religiosa por aquel desgraciado; comprendió su vida y sus sentimientos. El magistrado (un magistrado es siempre un magistrado), que desconocía la conducta de Jacques Collin desde su fuga, creyó que podría adueñarse de aquel criminal que, en definitiva, sólo era culpable de una falsificación. Y quiso intentar la generosidad con aquella naturaleza compuesta, como el bronce, de diversos metales, de bien y de mal. Además, el señor de Grandville, que había alcanzado los cincuenta y tres años de edad sin haber sido capaz de inspirar amor, admiraba a las personas tiernas, como todos aquellos que nunca han sido amados. Quizás aquel desespero, patrimonio de muchos hombres a quienes las mujeres no ofrecen más que su aprecio o su amistad, era el secreto lazo que unía con tan profunda intimidad a los señores de Bauvan, de Grandville y de Sérizy, puesto que una misma

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desgracia hace vibrar las almas al unísono, igual que una felicidad mutua. —¡Tiene usted un porvenir!... —dijo el procurador general, dirigiendo una mirada inquisitiva sobre aquel bribón que mostraba un gran abatimiento. El hombre hizo un ademán con el que expresó la más profunda indiferencia hacia sí mismo. —Lucien ha hecho testamento y le ha legado trescientos mil francos... —¡Pobre! ¡Pobre pequeño! ¡Pobre pequeño! —exclamó Jacques Collin—. ¡Siempre ha sido demasiado honrado! ¡Yo reunía todos los sentimientos malos, él era en cambio lo bueno, lo noble, lo bello y lo sublime! ¡Almas tan hermosas como la suya no se transforman fácilmente! ¡De mí no había recogido más que mi dinero, caballero! Aquel completo y profundo abandono de la personalidad que el magistrado ya no podía revitalizar, era una demostración tan palpable de las palabras de aquel hombre, que el señor de Grandville olvidó al criminal. ¿Qué iba a hacer el procurador general? —Si ya nada le interesa —preguntó el señor de Grandville—, ¿qué ha venido usted a decirme? —¿Le parece poco que haya venido a entregarme? Estaban ustedes quemándose, pero no lograban cogerme. Mi identidad, por otra parte, ¡es muy incómoda para ustedes!... "¡Vaya adversario!", pensó el procurador general. —Va usted a cortar la cabeza a un inocente, señor procurador general, y yo he descubierto al verdadero culpable —añadió gravemente Jacques Collin, secándose las lágrimas—. No estoy aquí por ellos, sino por usted. Venía a quitarle un remordimiento, porque amo a todos los que han tenido alguna clase de interés por Lucien, igual que odio a todos los que le han impedido seguir viviendo... ¿Qué me importa a mí un presidiario? —añadió tras una breve pausa—. Un presidiario, para mí, apenas es lo que una hormiga para usted. Soy como los bandoleros de Italia (¡qué hombres tan valientes!): si el viajero asaltado les rinde algo más que el valor del disparo de fusil, lo matan. Sólo he pensado en usted. He confesado a este muchacho, que únicamente podía fiarse de mí, puesto que fue compañero mío de grilletes. Théodore es un buen chico y creyó que hacía un favor a su amante encargándose de vender o de empeñar unos objetos robados; pero respecto al asunto de Nanterre, es tan culpable como lo pueda ser usted. Es de Córcega, y entre aquella gente es costumbre vengarse y matarse unos a otros como moscas. En Italia y en España no se respeta la vida del hombre. Muy sencillo: se cree que estamos provistos de un alma, de un algo, de una imagen nuestra que nos sobrevive y que perdura eternamente. ¡Vaya usted con tales pamplinas a nuestros analistas! Sólo los países de ateos o filósofos hacen pagar cara la vida a los que la perturban, y tienen razón, ya que no

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creen más que en la materia, en el presente. Si Calvi les hubiera dicho quién era la mujer de la que procedían los objetos robados, habrían encontrado no al verdadero culpable, ya que está entre sus propias manos, sino a un cómplice al que el pobre Théodore no quiere perder, porque se trata de una mujer... ¿Qué quiere usted? Cada clase tiene su concepto del honor, también lo tienen el mundo de los presos y de los delincuentes. Ahora sé quién es el asesino de estas dos mujeres y los autores de aquel golpe tan audaz y extraño; me lo han contado hasta en sus menores detalles. Suspenda la ejecución de Calvi y se enterará de todo; pero déme su palabra de devolverlo al presidio haciendo conmutar su pena... En el dolor en que estoy sumido, uno no se toma la molestia de mentir, ya que lo sabe usted. Lo que le digo es pura verdad... —Con usted, Jacques Collin, aunque sea en cierto modo rebajar a la justicia, que no debe hacer semejantes compromisos, creo que puedo aflojar el rigor de mis funciones. —¿Me otorga usted esta vida? —Es posible... —Caballero, le ruego que me dé usted su palabra, me bastará... El señor de Grandville hizo un ademán que reflejaba su orgullo herido. —Tengo entre mis manos el honor de tres familias, mientras que usted solamente cuenta con la vida de tres presidiarios —dijo Jacques Collin—; estoy en mejor posición que usted. —Puede volver a la celda de incomunicación; ¿y entonces qué va a hacer?... —preguntó el procurador general. —¿Ah, acepta el juego? —dijo. Jacques Collin—. Yo hablaba a la pata la llana, hablaba con el señor de Grandville; pero si el que tengo delante es el procurador general, vuelvo a coger mis cartas y cargo con todo. ¡Yo que iba a devolverle las cartas escritas por la señorita Clotilde de Grandlieu a Lucien si me hubiera dado usted su palabra! El acento, la sangre fría y la mirada que acompañaron a estas palabras revelaron al señor de Grandlieu a un adversario con el cual la falta más insignificante era peligrosa. —¿Eso es todo lo que pide? —dijo el procurador general. —Voy a hablarle por mí —dijo Jacques Collin—. El honor de la familia Gradlieu paga la conmutación de la pena de Théodore: eso es dar mucho y pagar muy poco. ¿Qué es un presidiario condenado a cadena perpetua?... Si se fuga, pueden deshacerse de él muy fácilmente; es como una letra de cambio para la guillotina. Ahora bien, como lo habían destinado con intenciones no muy buenas a Rochefort, debe prometerme que lo encaminará hacia Toulon, con la recomendación de que sea bien tratado.

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Ahora, por mi parte, yo quiero más; tengo el archivo de la señora de Sérizy y el de la duquesa de Maufrigneuse, y qué cartas!... Mire, señor conde, las mujeres de mala vida, cuando escriben, ponen mucho sentimiento y un gran estilo; pues bien, las grandes damas, que despliegan un gran estilo y unos grandes sentimientos todo el día, escriben tal como actúan las prostitutas. La solución de este rompecabezas, que la busquen los filósofos; no tengo ningún deseo especial de buscarla. La mujer es un ser inferior, que obedece demasiado a sus órganos. ¡Para mí la mujer sólo es hermosa cuando se parece a un hombre! Esas duquesas que son viriles por su cabeza han escrito obras maestras... ¡Oh!, es una delicia de cabo a rabo, como la famosa oda de Pirón... —¿De verdad? —¿Quiere usted verlas?... —dijo Jacques Collin, sonriendo. El magistrado sintió vergüenza. —Puedo dejar que lea algunas; pero en eso, ¡nada de bromas! ¿Haremos juego limpio?... Me devolverá las cartas y prohibirá que se espíe, que se siga y que se vigile a la persona que las traerá. —¿Llevará mucho tiempo?... —dijo el procurador general. —No, son las nueve y media... —repuso Jacques Collin, mirando el reloj—; pues bien, dentro de cuatro minutos tendremos una carta de cada una de estas damas, y en cuanto las haya leído usted anulará la orden de ejecución. Si no fuera cierto todo esto, no estaría yo tan tranquilo. Además, estas damas están ya advertidas... El señor de Grandville hizo un ademán de sorpresa. —En estos momentos deben estar moviéndose mucho; van a poner en danza al ministro de Justicia, y a lo mejor llegarán incluso hasta el propio rey... Veamos, ¿me da usted palabra de no identificar a la persona que venga, de no vigilarla ni hacerla vigilar durante una hora? —¡Se lo prometo! —¡Bien! Sé que usted no va a engañar a un presidiario evadido. Usted es de la misma madera que los Turenne, y es fiel a su palabra también para con los ladrones... Mire, en la sala de los Pasos Perdidos se encuentra en estos momentos una pordiosera harapienta, una anciana, en el centro de la sala. Debe de estar con alguno de los escribanos públicos de algún proceso de pared medianera; mande usted a su mozo de oficina a buscarla. Que le diga estas palabras: Dabor ti mandona, y vendrá... Pero no sea usted cruel inútilmente... O acepta mis proposiciones o no se compromete usted con un presidiario... ¡Fíjese en que no soy más que un falsario!... No deje que Calvi sufra la terrible angustia del corte de cabello...

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—La ejecución ya ha sido suspendida... ¡No quiero que la justicia sea menos que usted! —dijo el señor de Grand-ville a Jacques Collin. Jacques Collin miró al procurador general con asombro y vio que tiraba del cordón de la campanilla. —¿Me hará usted el favor de no escaparse? Déme su palabra, con ella me basta. Vaya a buscar a esa mujer... El mozo de oficina apareció. —Félix, mande a los gendarmes que se vayan... —dijo el señor de Grandville. Jacques Collin quedó derrotado. En aquel duelo con el magistrado, quería ser el más magnánimo, el más fuerte y el más generoso, pero el magistrado había acabado aplastándole. No obstante, el presidiario sintió su superioridad por el hecho de que engañaba a la Justicia, de que la persuadía de que el culpable era inocente y le disputaba victoriosamente una cabeza; pero aquella superioridad suya tenía que ser sorda, secreta y oculta, mientras que la Cigüeña le abrumaba abierta y majestuosamente. En el mismo momento en que Jacques Collin salía del despacho del señor de Grandville, el secretario general de la presidencia del consejo, un diputado, el conde Des Lupeaulx, se presentó acompañado de un anciano enfermizo. El anciano, cubierto por una mullida esclavina, como si todavía reinara el invierno, con los cabellos empolvados, el rostro pálido y frío, mostraba al andar el impedimento de la gota que le afectaba, inseguro de sus pies envueltos en gruesos zapatos de cuero, apoyado en un bastón con pomo de oro, con la cabeza descubierta, el sombrero en la mano y en la botonera un pasador de siete cruces. —¿Qué hay, querido Des Lupeaulx? —preguntó el procurador general. —Me manda el príncipe —dijo al oído del señor de Grandville—. Tiene usted carta blanca para recuperar las cartas de las señoras de Sérizy y de Maufrigneuse, así como las de la señorita Clotilde de Grandlieu. Puede usted negociar con este señor... —¿Quién es? —preguntó el procurador general al oído de Des Lupeaulx. —No tengo secretos para usted, mi querido procurador general, se trata del célebre Corentin. Su Majestad manda decir que le informe usted personalmente de todas las circunstancias de este asunto y de las condiciones impuestas para lograr lo que se proponen. —Hágame el favor de ir a decir al príncipe que todo ha terminado —respondió el procurador general al oído de Des Lupeaulx—, que no he tenido necesidad de este caballero —añadió, señalando a Corentin—. Iré a recibir órdenes de Su Majestad respecto a la conclusión del caso, que

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dependerá del ministro de Justicia, puesto que hay que otorgar dos conmutaciones de pena. —Ha obrado usted muy inteligentemente adelantándose así —dijo Des Lupeaulx, estrechando la mano del procurador general—. El rey no quiere que la nobleza, que algunas grandes familias se vean afrentadas a bombo y platillo, precisamente ahora, poco antes de intentarse una maniobra importante... Esto no es un mero asunto criminal, es una cuestión de Estado... —¡Dígale al príncipe que cuando usted ha llegado todo estaba ya arreglado! —¿Es cierto? —Así lo creo. —Entonces será usted ministro de Justicia en cuanto el actual ministro sea nombrado canciller, amigo mío... —¡No tengo ambiciones!... —contestó el procurador general. Des Lupeaulx salió riendo. —Ruéguele al príncipe que solicite diez minutos de audiencia al rey, para mí, hacia las dos y media de la tarde —añadió el señor de Grandville mientras acompañaba al conde Des Lupeaulx. —¡Y no es usted ambicioso! —dijo Des Lupeaulx, dirigiendo una sutil mirada al señor de Grandville—. Vamos, tiene usted dos hijos, y por lo menos quiere llegar a ser par de Francia... —Si el señor procurador general tiene las cartas, mi intervención resulta inútil —hizo notar Corentin al hallarse solo con el señor de Grandville, que lo contemplaba con una curiosidad muy comprensible. —Un hombre como usted no está nunca de más en un asunto tan delicado como éste —contestó el procurador general al ver que Corentin lo había oído o lo había comprendido todo. Corentin saludó con un ligero movimiento de cabeza casi protector. —¿Conoce usted, caballero, al personaje de que se trata? —Sí, señor conde, se trata de Jacques Collin, el jefe de la sociedad de los Diez Mil, el banquero de los penales, un presidiario que, desde hace tres años, ha sido capaz de ocultarse tras la sotana del padre Carlos Herrera. ¿Cómo se le encargó una misión del rey de España para el difunto rey? Será difícil sacar la luz de este asunto. Espero una respuesta de Madrid, adonde mandé unas cartas y a un hombre. Este presidiario tiene el secreto de dos monarcas... —¡Qué temple y qué vigor tiene este hombre! No nos queda más que una de estas dos soluciones: o hacerlo nuestro o deshacernos de él —dijo el procurador general.

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—Hemos tenido la misma idea, y es un gran honor para él —replicó Corentin—. Estoy obligado a tener tantas ideas y para tanta gente, que entre tantos tengo que encontrarme con un individuo inteligente. Estas palabras fueron pronunciadas tan secamente y en un tono tan glacial, que el procurador general guardó silencio y se puso a tramitar ciertos asuntos urgentes. Cuando Jacques Collin apareció en la sala de los Pasos Perdidos, puede imaginarse qué gran asombro experimentó la señorita Jacqueline Collin. Se quedó plantada, con las manos en las caderas, ya que estaba disfrazada de vendedora ambulante. Por muy acostumbrada que estuviera a las hazañas de su sobrino, aquélla las superaba todas. —¿Qué pasa? Si sigues contemplándome como a una curiosidad de museo —dijo Jacques Collin, cogiendo a su tía por el brazo y llevándola fuera de la sala de los Pasos Perdidos—, nos tomarán por dos curiosidades; quizá nos detendrían y perderíamos tiempo. —Bajó la escalera de la galería comercial que lleva a la calle de la Barillerie—. ¿Dónde está Paccard? —Me espera en casa de la Pelirroja y se está paseando por el muelle. —¿Y Prudence? —Está en su casa, como mi ahijada. —Vamos allá... —Mira si nos siguen... La Pelirroja, una quincallera establecida en el muelle de las Flores era la viuda de un famoso asesino, de un Diez Mil. En 1819 Jacques Collin había entregado lealmente veintitantos mil francos a aquella muchacha de parte de su amante, después de su ejecución. Engañamuertes era el único que sabía la intimidad que unía a aquella mujer, que entonces, era modista, con su cofrade. —Soy el jefe de tu hombre —le había dicho en aquella ocasión el inquilino de la señora Vauquer a la modista, a quien había dado cita en el Parque Zoológico—. Él ha debido de hablarte de mí. Todo el que me traiciona muere antes de que pase un año, mientras que todo el que me es leal nunca tiene nada que temer de mí. Soy amigo de los que mueren antes que decir una palabra que comprometa a aquellos a quienes tengo aprecio. Entrégate a mí como se entrega una alma al diablo y saldrás favorecida. Prometí a tu pobre Auguste que serías feliz; él quería dejarte en la opulencia, y lo han llevado a la balanza debido a ti. Ahora no llores. Escúchame: nadie más que yo sabe que eras la amante de un presidiario a quien han bochado el pasado sábado; yo nunca diré nada. Tienes veintidós años, eres guapa, ahí tienes una fortuna de veintiséis mil francos; olvida a Auguste, cásate y conviértete en una mujer honrada, si puedes. A cambio de esta tranquilidad, te pido que

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me ayudes, a mí y a todos los que te mande, pero sin la menor vacilación. Nunca te pediré nada que sea comprometedor para ti, ni para tus pequeños ni para tu marido, si tienes uno, ni para tu familia. A menudo, con el oficio que tengo, me hace falta un lugar seguro para hablar o para esconderme. Necesito a una mujer discreta para llevar una carta o hacerse cargo de algún recado. Serás uno de mis buzones de cartas, una de mis garitas de portero, uno de mis emisarios. Ni más ni menos. Eres demasiado rubia; Auguste y yo te llamábamos la Pelirroja; conservarás este mismo nombre. Mi tía, la vendedora del Temple, con quien te pondré en relación, será la única persona del mundo a quien tendrás que obedecer; dile todo lo que te ocurra; ella te casará y te ayudará en todo. Fue así como se firmó uno de esos pactos diabólicos, parecido al que había ligado a Prudence Servien durante tanto tiempo, y que jamás Jacques Collin dejaba de seguir fortaleciendo; igual que el diablo, tenía la pasión del proselitismo. Jacqueline Collin habia casado a la Pelirroja hacia 1821 con el primer empleado de un rico quincallero al mayor. Aquel primer empleado, gracias a unos tratos con la casa comercial de su patrono, estaba entonces en una fase de prosperidad; era padre de dos niños y adjunto del alcalde de su barrio. La Pelirroja, llamada desde su casamiento señora Prélard, jamás había tenido ningún motivo de queja ni contra Jacques Collin ni contra su tía; pero a cada favor que se le pedía, la señora Prélard se ponía a temblar de arriba abajo. Así pues, se puso pálida cuando vio entrar en su tienda a los dos terribles personajes. —Tenemos que hablar con usted de negocios, señora —dijo Jacques Collin. —Mi esposo está aquí. —Bueno, tampoco nos es del todo necesaria su ayuda por ahora; no me gusta molestar sin necesidad a la gente. —Mande buscar un coche de punto, hija mía —le dijo Jacqueline Collin—, y diga a mi ahijada que baje; espero colocarla como sirvienta en casa de una gran señora, y el intendente de la casa quiere llevársela. Paccard, que parecía un gendarme vestido de civil, estaba hablando en aquellos momentos con el señor Prélard de una importante remesa de alambre para la construcción de un puente. Un empleado fue a buscar un coche de punto, y unos minutos más tarde Europa, o, mejor, Prudence Servien —prescindiendo ya del sobrenombre con el que había servido a Esther—, Paccard, Jacques Collin y su tía estaban reunidos en un coche de punto, con gran regocijo por parte de la Pelirroja, y Engañamuertes dio la orden de ir a la barrera de Ivry.

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Prudence Servien y Paccard, temblorosos delante del jefe, parecían unas almas culpables ante la presencia de Dios. —¿Dónde están los setecientos cincuenta mil francos? —les preguntó el jefe, hundiendo en ellos una de esas miradas fijas y claras que turbaban tan eficazmente la sangre de aquellas almas condenadas cuando las cogía en falta, que les parecía tener alfileres clavados en la cabeza en lugar de cabellos. —Los setecientos treinta mil francos —contestó Jacqueline Collin a su sobrino —están en lugar seguro, se los he dado esta misma mañana a la Romette, en un paquete precintado... —Si no se los hubierais entregado a Jacqueline —dijo Engañamuertes—, os ibais derechos ahí... —dijo señalando la plaza de la Gréve, ante la cual se hallaba en aquel momento el coche. Prudence Servien, siguiendo las costumbres de su tierra, se santiguó como si hubiera visto un relámpago. —Os perdono —dijo el jefe— a condición de que no volváis a cometer ninguna falta, y de que seáis para mí, de ahora en adelante, lo mismo que estos dos dedos de la mano derecha —dijo, enseñándoles el índice y el medio—, puesto que el pulgar es esta buena ja —dijo dando una palmada al hombro de su tía—. Escuchadme. A partir de ahora, tú, Paccard, ya no tendrás nada que temer, y puedes seguir con la nariz metida en Pantin como gustes. Te autorizo a que te cases con Prudence. Paccard cogió la mano de Jacques Collin y se la besó respetuosamente. —¿Qué debo hacer? —preguntó. —Nada, y tendrás dinero de las rentas y mujeres, sin contar la tuya, que tú, amigo, tienes costumbres muy estilo Regencia... ¡Ahí es adonde lleva el ser demasiado guapo! Paccard enrojeció al oír aquel irónico elogio de boca de su sultán. —A ti, Prudence —añadió Jacques Collin—, te hace falta una carrera, una situación, un porvenir, y seguir a mi servicio. Escúchame bien. En la calle Sainte-Barbe hay una muy buena casa que pertenece a la señora Saint-Estève, que presta su nombre a mi tía, a veces... Es una buena casa, bien abastecida, que da unos quince o veinte mil francos al año. La Saint-Estève deja esta tienda al cuidado de... —La Gonore —dijo Jacqueline. —La ja del pobre La Ponraille —dijo Paccard—. Allí fue adonde huí con Europa el día de la muerte de la pobre señora Van Bogseck, nuestra ama... —¿Desde cuándo se me interrumpe cuando hablo? —dijo Jacques Collin. En el interior del coche se hizo el más profundo silencio, y ni Prudence ni Paccard se atrevieron a volver a mirarse. —La casa está a cargo de la

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Gonore —siguió Jacques Collin—. Si fuiste a ocultarte allí con Prudence, ya veo, Paccard, que eres lo bastante listo para esquivar a la bojia (la policía), pero que no eres suficientemente sutil para habértelas con la coima... —dijo, acariciando la barbilla de su tía—. Ahora me doy cuenta de cómo pudo encontrarte... es fácil. Ahora vais a volver a casa de la Gonore... Sigo. Jacqueline hará tratos con la señora Rorro para la adquisición de su tienda de la calle Sainte-Barbe, y allí podrás hacer fortuna, ¡comportándote con compostura, hija mía! —dijo mirando a Prudence—. ¡Abadesa a tu edad! Así acaba una muchacha en Francia —añadió con tono mordaz. Prudence se abalanzó al cuello de Engañamuertes y le abrazó, pero el jefe, con un golpe seco que demostraba su fuerza extraordinaria, la rechazó con tanta brusquedad que, de no haber sido por Paccard, la muchacha se habría dado de cabeza contra el cristal del coche y lo habría hecho pedazos. —¡Quita de ahí! ¡No me gustan estas formas! —dijo secamente el jefe—. Eso es faltarme al respeto. —Tiene razón, mujer —dijo Paccard—. Mira, es como si el jefe te diera cien mil francos. La tienda bien lo vale. Está en el bulevar, frente al Gymnase. Hay la salida del teatro... —Aún mejor, compraré también la casa —dijo Engañamuertes. —¡En seis años seremos millonarios! —exclamó Paccard. Harto de que le interrumpieran, Engañamuertes dio a Paccard un puntapié en la tibia que hubiera bastado para quebrársela si Paccard no tuviera los nervios de goma y los huesos de hojalata. —¡Ya basta, jefe! Nos callaremos —contestó. —¿Creéis que lo que digo son pamplinas? —dijo Engañamuertes, que se dio cuenta entonces de que Paccard había bebido algunos vasos de más—. Escuchad. En la bodega de la casa hay doscientos cincuenta mil francos en oro... De nuevo se hizo un silencio profundo en el interior del vehículo. —Este oro está en un lugar muy difícil... Se trata de extraer esa suma, y no tendréis más que tres noches para hacerlo. Jacqueline os ayudará... Cien mil francos servirán para pagar el establecimiento, cincuenta mil para la compra de la casa, y dejáis el resto. —¿Dónde? —dijo Paccard. —¡En la bodega! —repitió Prudence. —¡Callaos! —dijo Jacqueline. —Sí, pero para la transmisión de esta suma, hará falta la aprobación de la bojia (la policía) —dijo Paccard. —La tendremos —dijo secamente Engañamuertes—. ¿Por qué te metes en lo que no te importa?...

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Jacqueline miró a su sobrino y le chocó lo alterado que estaba su rostro a través de la máscara impasible bajo la que habitualmente aquel ser tan pétreo ocultaba sus emociones. —Hija mía —dijo Jacques Collin a Prudence Servien—, mi tía va a entregarte los setecientos cincuenta mil francos. —Setecientos treinta —dijo Paccard. —Bien, pues setecientos treinta —repuso Jacques Collin—. Esta noche tienes que volver, con el pretexto que sea, a casa de la señora Lucien. Subirás al tejado, entrarás por la buhardilla y bajarás por la chimenea hasta el dormitorio de tu difunta ama; dejarás en el colchón de su cama el paquete que ella había hecho... —¿Y por qué no por la puerta? —dijo Prudence Servien. —¡Imbécil! ¿No sabes que todavía están los precintos? —replicó Jacques Collin—. El inventario se hará dentro de algunos días de modo que se os declarará inocentes del robo... —¡Viva el jefe! —exclamó Paccard—. ¡Qué maravilla! —¡Cochero, deténgase!... —gritó con su potente voz Jacques Collin. ,:. El vehículo se hallaba ante la parada de los coches de punto del Parque Zoológico. —Apeaos, hijos míos, ¡y no hagáis tonterías! Pasad esta tarde, a las cinco, por el puente des Arts, y allí estará mi tía, que os dirá si hay contraorden. Hay que preverlo todo —dijo en voz baja a su tía—. Jacqueline os explicará mañana —añadió —de qué manera hay que proceder para sacar sin peligro el oro de la bodega. Es una operación muy delicada... Prudence y Paccard saltaron a la calzada, contentos como un par de ladrones absueltos. —¡Qué buena persona es el jefe! —dijo Paccard. —Si no fuera tan despreciativo para con las mujeres, sería el rey de los hombres. —¡Es muy amable! —exclamó Paccard—. ¿Has visto qué puntapiés me ha dado? Merecíamos que nos mandara a hacer gárgaras, ya que, en definitiva, fuimos nosotros quienes le metimos en el lío... —Con tal que no nos entrometa en algún crimen y nos mande al banasto... —dijo la aguda y lista Prudence. —¡Él! Si así se le antojara, ya nos lo habría dicho, ¡no le conoces aún bastante! ¡Qué buen arreglo te ha hecho! Henos aquí convertidos en comerciantes. ¡Qué suerte! ¡Cuando este hombre quiere a alguien, no tiene rival en cuanto a bondad!...

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—¡Mi alma! —dijo Jacques Collin a su tía—. Encárgate de la Gonore, hay que cloroformizarla; dentro de cinco días será detenida y encontrarán en su habitación ciento cincuenta mil francos de oro, resto de la suma sustraída con ocasión del asesinato de los viejos Grottat, los padres del notario... —La mandarán para cinco años a las Madelonnettes —dijo Jacqueline.

—Más o menos —contestó Jacques Collin—. Ésta será una razón para que la Rorro se desprenda de su casa; ella misma no puede administrarla, y no se encuentra a una administradora fácilmente. De modo que podrás arreglar este asunto muy bien. Ahí tendremos ya un ojo... Pero las tres operaciones están todas subordinadas a la negociación que acabo de iniciar respecto a nuestras cartas. Descose tu vestido y dame las muestras de las mercancías. ¿Dónde están los tres paquetes? —¿Cómo? Pues en casa de la Pelirroja, naturalmente. —¡Cochero! —dijo Jacques Collin—, ¡regrese al Palacio de Justicia, y rápido... Prometí que iría de prisa y hace ya media hora que estoy fuera; es demasiado. Quédate en casa de la Pelirroja y da los paquetes precintados al mozo de oficina que vaya por allí y pregunte por la señora de Saint-Estève. El de será la contraseña y tendrá que decirte: Señora, vengo de parte del señor procurador general para lo que usted ya sabe. Quédate delante de la puerta de la Pelirroja, mirando lo que ocurre en el mercado de las flores, para no llamar demasiado la atención a Prélard. En cuanto te hayas desprendido de las cartas, puedes hacer actuar a Paccard y a Prudence. —Ya veo por dónde vas —dijo Jacqueline—; quieres sustituir a Bibi-Lupin. ¡La muerte del muchacho te ha trastornado! —¿Y Théodore, a quien iban ya a cortarle los cabellos para bocharlo esta tarde a las cuatro? —exclamó Jacques Collin. —¡En fin, no está mal la idea! Acabaremos siendo gente honrada, unos buenos burgueses, viviendo en una hermosa finca y gozando del agradable clima de la Turena. —¿Qué iba a hacer? Lucien se ha llevado mi alma, toda la felicidad que podía darme la vida; me quedaban treinta años de aburrimiento, y no tengo ánimos para aguantarlo. En lugar de ser el jefe de los presidiarios, seré el Fígaro de la Justicia y vengaré a Lucien. Solamente metido en la propia piel de la bojia es como puedo acabar con Corentin sin exponerme. Aún tiene aliciente la vida cuando se tiene a alguien a quien destruir. Las cosas del mundo no son más que apariencias; ¡lo único real es la idea! —añadió, golpeándose la frente—. ¿Qué te queda ahora en nuestro tesoro? —Nada —dijo la tía, asustada por el acento y los gestos de su sobrino—. Lo di todo para tu pequeño. A la Romette no le quedan más de veinte mil

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francos para el negocio. Me llevé todo lo que guardaba la señora Rorro, que tenía aproximadamente sesenta mil francos suyos... ¡Sí! Dormimos en unas sábanas que desde hace un año no se han lavado. El pequeño se tragó el sorni de los cofrades, nuestro tesoro y todo lo que tenía la Rorro. —¿A cuánto subía? —Quinientos sesenta mil... —Ahora tendremos ciento cincuenta en oro, que nos deberán Paccard y Prudence. Voy a decirte dónde puedes hacerte con otros doscientos... Lo demás nos vendrá de la herencia de Esther. Hay que recompensar a la Rorro. Con Théodore, Paccard, Prudence, la Rorro y tú pronto habré constituido el batallón sagrado que me hace falta... Escucha, ya estamos cerca... —Aquí tienes las tres cartas —dijo Jacqueline, que en aquel momento acababa de dar el último tijeretazo al forro de su vestido. —Bien —respondió Jacques Collin, cogiendo los tres preciosos autógrafos, tres cartas de papel vitela que todavía conservaban el perfume—. Théodore es el autor del golpe de Nanterre. —¡Ah, era él!... —Cállate, que el tiempo es oro; quiso darle el dinero a un pajarillo de Córcega llamado Ginetta... Haz que la Rorro salga en busca suya, te haré llegar las informaciones necesarias a través de una carta que te entregará Gault. Dentro de dos horas ven al rastrillo de la Conserjería. Se trata de meter a la muchacha en la casa de una lavandera que es la hermana de Godet... Godet y Ruffard son los cómplices de La Pouraüle en el robo y el asesinato cometido en casa de los Crottat. Los cuatrocientos cincuenta mil francos están intactos, un tercio en el sótano de la Gonore, que es la parte de La Pouraüle; el segundo tercio en la habitación de la Gonore, la parte de Ruffard, y el otro está escondido en casa de la hermana de Godet. Espezaremos cogiendo ciento cincuenta mil francos de la parte de La Pouraüle, cien de la de Godet y cien más de la de Ruffard. Una vez apiolados Ruffard y Godet, parecerá que sean ellos los que hayan sustraído lo que falta de su parte. Haré creer a Godet que le hemos puesto de lado cien mil francos para él, y a Ruffard y a La Pouraüle que la Gonore se lo tiene guardado... Prudence y Paccard van a trabajar en casa de la Gonore. Tú y Ginetta, que me parece una muchacha muy hábil, actuaréis en casa de la hermana de Godet. En cuanto a mí, para mi debut en la comedia, logro que la Cigüeña recupere cuatrocientos mil francos del caso Crottat y que detenga a los culpables; luego pongo al descubierto el caso del asesinato de Nanterre. ¡Así recuperamos nuestro sorni y nos situamos en el meollo mismo de la bofial Éramos la caza y nos convertimos en cazadores, eso es todo. Dale tres francos al cochero.

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El vehículo había llegado al Palacio de Justicia. Jacqueline, estupefacta por lo que había oído, pagó al cochero. Engañamuertes subió la escalera para dirigirse al despacho del procurador general. Un cambio total de vida constituye una crisis tan violenta que, pese a su decisión, Jacques Collin subía pausadamente los peldaños de la escalera que conduce desde la calle de la Barillerie hasta la galería comercial, donde está, bajo el peristilo de la sala de lo criminal, la oscura entrada de la fiscalía. Algún asunto político había provocado una aglomeración al pie de la escalera doble que lleva a la sala de lo criminal, de manera que el presidiario, absorbido por sus reflexiones, quedó detenido durante unos instantes por la muchedumbre. A la izquierda de aquella doble escalera está, a modo de enorme pilar, uno de los contrafuertes del palacio, y en aquella mole inmensa se advierte una pequeña puerta. Aquella pequeña puerta da a una escalera de caracol que comunica con la Conserjería. Por allí es por donde pueden ir y venir el procurador general, el director de la Conserjería, los presidentes de la sala de lo criminal, los abogados generales y el jefe de la policía de seguridad. Por un ramal de aquella escalera, que hoy está tapiado, llevaban a María Antonieta. reina de Francia, a comparecer ante el tribunal revolucionario que celebraba sus sesiones, como es sabido, en la gran sala de las audiencias solemnes del tribunal de casación. AI ver aquella espantosa escalera, se le oprime a uno el corazón cuando piensa que por allí pasaba la hija de María Teresa, cuyo séquito y cuyo vestuario llenaban por completo la gran escalinata de Versalles... Quizás expiaba así el crimen de su madre, el vergonzoso reparto de Polonia. Los soberanos que cometen tales crímenes no piensan, naturalmente, en el castigo que la Providencia les deparará. En el instante en que Jacques Collin entraba bajo la bóveda de la escalera para dirigirse al despacho del procurador general, Bibi-Lupin salía por la puerta oculta en el muro. El jefe de la policía de seguridad venía de la Conserjería y se dirigía también al despacho del señor de Grandville. Puede imaginarse cuál sería la sorpresa de Bibi-Lupin al reconocer delante de él la levita de Carlos Herrera, que había estado examinando tan detenidamente aquella misma mañana; acelero el paso para adelantarle. Jacques Collin se volvió. Los dos enemigos se hallaron uno en presencia del otro. Uno y otro permanecieron inmóviles, frente a frente, y de sus ojos, tan diferentes unos de otros, salió una misma mirada como dos tiros de pistola que en un duelo se disparan al mismo tiempo. —¡Esta vez estás cogido, bandido! —dijo el jefe de la policía de seguridad. —¡Ja, ja!... —contestó Jacques Collin irónicamente.

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Inmediatamente pensó que el señor de Grandville le había hecho seguir; y aunque parezca extraño, se entristeció de ver que aquel hombre no tenía la grandeza que él le había supuesto. Bibi-Lupin se abalanzó audazmente al cuello de Jacques Collin, el cual estaba alerta a los movimientos de su adversario y le disparó un golpe seco con el que lo derribó por los suelos, a tres pasos de distancia; a continuación, Engañamuertes se acercó tranquilamente a Bibi-Lupin y le tendió la mano para ayudarle a levantarse, igual que un boxeador inglés, seguro de su fuerza, está dispuesto a volver a empezar. Bibi-Lupin era demasiado fuerte para ponerse a gritar; pero se levantó, corrió a la entrada del pasillo e hizo una señal a un gendarme para que se colocara allí. Luego, con la rapidez del rayo, volvió adonde estaba su enemigo, el cual, por su parte, le estaba contemplando con una gran sangre fría. Jacques Collin había estado deliberando en su fuero interno: "O bien el procurador general no ha guardado su palabra, o no ha puesto a Bibi-Lupin en antecedentes; tengo que aclarar esta situación." —¿Quieres detenerme? —preguntó Jacques Collin a su enemigo—. Dilo, y no hace falta que pongas acompañamiento. ¿No sabré acaso que dentro de la Cigüeña tú puedes más que yo? Si nos las tenemos en un cuerpo a cuerpo, podría matarte, pero no podría acabar con los gendarmes y todo lo demás. No hagamos demasiado ruido; ¿adonde quieres llevarme? —Al señor Camusot. —Vamos a ver al señor Camusot —contestó Jacques Collin—. ¿Y por qué no al despacho del procurador general?... Está más cerca —añadió. Bibi-Lupin, que sabía que no estaba muy bien visto en las altas esferas del poder judicial, donde se sospechaba que había hecho fortuna a expensas de los criminales y de sus víctimas, estuvo muy contento de presentarse a la fiscalía con una captura como aquélla. —Vamos —dijo—, ¡estoy de acuerdo! Pero, ya que te rindes, deja que te arregle, porque me dan miedo tus bofetadas! Y se sacó las esposas del bolsillo. Jacques Collin tendió sus manos y Bibi-Lupin le esposó las muñecas. —¡Vaya! Ya que eres tan buen chico —añadió—, dime por dónde has salido de la Conserjería. —Pues por donde tú has salido también, por la pequeña escalera. —¿Has empleado un nuevo truco con los gendarmes? —No. El señor de Grandville me ha dejado libre bajo palabra. —¿Bromea o qué? —¡Ya lo verás!... Quizá sea a ti a quien pongan las esposas. En aquel mismo instante Corentin decía al procurador general:

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—Bueno, caballero, hace justo una hora que nuestro hombre se ha ido, ¿no teme que se haya burlado de usted?... Quizás esté ya camino de España, donde no lo encontraremos nunca más, porque España es un país hecho de fantasía. —O no entiendo nada de la gente, o volverá; todos sus intereses le obligan a ello; es más lo que espera recibir que lo que va a dar... En aquel momento apareció Bibi-Lupin. —Señor conde —dijo—, tengo una buena noticia para usted: he capturado a Jacques Collin, que se había escapado. —¡Así es como ha mantenido usted su palabra! —exclamó Jacques Collin—. Pregúntele a su agente de doble faz donde me ha encontrado. —¿Dónde? —dijo el procurador general. —A pocos pasos de la fiscalía, bajo la bóveda —contestó Bibi-Lupin. —Quítele a este hombre las esposas —dijo con severidad el señor de Grandville a Bibi-Lupin—. Y sepa usted que, mientras no le ordene que vuelva a detenerle, deberá usted dejar en paz a este hombre... ¡Y salga!... Está acostumbrado a actuar como si usted solo fuera la justicia y la policía, todo a la vez. El procurador general dio la espalda al jefe de la policía de seguridad, que se puso pálido, sobre todo cuando vio la mirada que le dirigía Jacques Collin, por la cual se dio cuenta de su fin. —No he salido de mi despacho, le esperaba, y no tenga usted la menor duda de que he mantenido mí palabra igual que usted la suya —dijo el señor de Grandville a Jacques Collin. —En un primer momento sí he dudado de usted, caballero, y de haberse hallado en mi lugar quizás hubiera usted pensado lo mismo que yo; pero al pensarlo mejor me he dado cuenta de que era injusto. Le traigo más de lo que usted me da, de modo que no tenía usted interés alguno en engañarme. El magistrado cambió una rápida mirada con Corentin. Aquella mirada, que no pudo escarpársele a Engañamuertes, cuya atención se centraba en el señor de Grandville, le hizo advertir la presencia del extraño viejecito que estaba sentado en una butaca, en un rincón. Inmediatamente, advertido por ese instinto tan rápido y tan vivaz que señala la presencia de un enemigo, Jacques Collin examinó a aquel personaje; a la primera ojeada vio que los ojos no tenían la edad que representaba su aspecto general, y vio que se trataba de un disfraz. En unos segundos Jacques Collin se resarció de Corentin, de la rapidez de observación con la que Corentin le había desenmascarado en casa de Peyrade. (Véase ESPLENDORES Y MISERIAS DE LAS CORTESANAS, IIa parte.) —¡No estamos solos!... —dijo Jacques Collin al señor de Grandville. —No —contestó secamente el procurador general.

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—Y el caballero —repuso el presidiario —es uno de mis mejores conocidos... me parece... Se adelantó un paso y reconoció a Corentin, el autor real y confeso de la caída de Lucien. Jacques Collin, cuyo rostro era de un color ladrillo, se puso pálido, casi blanco, por un breve instante; toda su sangre se le agolpó en el corazón, al sentir un deseo ardiente y frenético de abalanzarse sobre aquella bestia peligrosa y aplastarla; pero reprimió aquel deseo brutal y lo rechazó con aquella fuerza que lo convertía en un ser tan terrible. Adoptó un tono amable, de afable cortesía, tono al que se había acostumbrado desde que desempeñaba el papel de eclesiástico de elevado rango, y saludó al anciano. —Señor Corentin —dijo—, ¿es una casualidad que tenga el placer de encontrarle aquí, o seré tan dichoso de ser el objeto de su visita a la fiscalía?... El asombro del procurador general llegó a su culminación, y no pudo evitar examinar a aquellos dos hombres frente a frente. Los ademanes de Jacques Collin y el tono que imprimió a sus palabras denotaban una crisis, y sintió curiosidad por dilucidar sus causas. Al verse tan súbita y milagrosamente reconocido, Corentin se irguió como una serpiente a la que acaban de pisar la cola. —Sí, soy yo, mi apreciado padre Carlos Herrera. —¿Viene usted a interponerse entre el señor procurador general y yo?... —le dijo Engañamuertes—. ¿Tendré el gusto de ser el tema de una de esas negociaciones en las que brilla su talento con todo su fulgor? Tenga, señor —dijo el presidiario, volviéndose hacia el procurador general—, para no hacerle perder unos minutos tan preciosos como son los suyos; lea, aquí tiene la muestra de mis mercancías... —Y tendió al señor de Grandville las tres cartas que sacó del bolsillo lateral de su levita—. Mientras las va leyendo usted, yo conversaré, si me lo permite, con el caballero. —Es demasiado honor para mí —respondió Corentin, que no pudo evitar estremecerse. —Ha logrado usted, caballero, un éxito completo en su asunto —dijo Jacques Collin—, he sido derrotado... —dijo levemente y con el tono de un jugador que ha perdido su dinero—; pero ha dejado usted algunas víctimas por el camino... Ha sido una victoria que ha costado cara... —Sí —contestó Corentin, aceptando la broma—; usted perdió su reina, pero yo perdí mis dos torres... —¡Oh! Contenson no era más que un peón —contestó

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irónicamente Jacques Collin—. Se sustituye fácilmente. Es usted (y permítame que le haga este elogio en su misma cara), es usted, palabra de honor, un hombre prodigioso. —No, no, de ningún modo; me inclino ante su superioridad —replicó Corentin, con el aspecto de un auténtico comediante profesional que dijera: "Ya que quieres bromear, bromeemos"—. Fíjese, yo dispongo de todos los medios, mientras que usted está, por así decirlo, completamente solo... —¡Oh! —exclamó Jacques Collin. —Y ha estado a punto de triunfar —dijo Corentin, advirtiendo aquella exclamación—, Es usted el hombre más extraordinario que jamás haya encontrado en mi vida, y he conocido a muchos extraordinarios, porque los hombres con los que me enfrento son todos asombrosos por su audacia y por la valentía de sus concepciones. Por desgracia, tuve una gran intimidad con el malogrado duque de Otranto1; trabajé para Luis XVIII, cuando reinaba y cuando estuvo en el exilio, para el Emperador y para el Directorio... Tiene usted el temple de Louvel, el mejor instrumento político a quien jamás haya conocido; pero usted tiene la flexibilidad del príncipe de los diplomáticos. ¡Y que auxiliares!... Daría muchas cabezas a la guillotina para tener a mi servicio a la cocinera de la pobre Esther... ¿Dónde encuentra usted muchachas hermosas como la que hizo de doble de aquella hermosa judía durante algún tiempo para el señor de Nucingen?... Yo no sé de dónde sacarlas cuando me hacen falta... —Caballero, caballero —dijo Jacques Collin—, me está abrumando... Viniendo de usted, tales elogios harían perder la cabeza al más... —¡Son merecidos! Pero si llegó a engañar incluso a Pey-rade, que le tomó por un oficial de paz!... Si no hubiera tenido que defender a aquel imbécil de jovenzuelo, nos habría hecho usted trizas... —¡Ay caballero, se olvida de Contenson vestido de mulato... y Peyrade de inglés! Los actores pueden recurrir al teatro; pero para actuar con tal perfección y a la luz del día, sólo son capaces de hacerlo usted y los suyos... —¡Bien! Pues veamos —dijo Corentin—, ambos estamos persuadidos de nuestro respectivo valor, de nuestros méritos. Aquí estamos los dos, solos; yo sin mi viejo amigo y usted sin su joven protegido. De momento yo soy el más fuerte; ¿por qué no íbamos a hacer como en La posada de los Adrets? Yo le tiendo la mano y le digo: Démonos un abrazo, y que todo termine. Le ofrezco, en presencia del señor procurador general, un indulto pleno y total, y pasa a ser usted uno de los míos, el primero después de mí, y quizá mi sucesor. —¿De modo que me ofrece usted una situación?... —dijo Jacques Collin—. ¡Y una situación envidiable! De la morena me paso a la rubia...

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—Estará usted en un lugar donde apreciarán su talento y lo recompensarán, y podrá usted actuar a su antojo. La policía política y gubernamental tiene sus peligros. Yo he estado ya, tal como me ve, dos veces en la cárcel... y no por eso me siento especialmente afectado. Además uno viaja, y puede ser todo lo que quiera ser... Se dirige la tramoya de los dramas políticos y los grandes señores le tratan a uno cortésmente... Piénseselo, querido Jacques Collin, ¿le interesa esto?... —¿Tiene usted órdenes a este respecto? —le dijo el presidiario. —Tengo plenos poderes... —contestó Corentin, satisfecho con aquella inspiración. —Estará usted bromeando; usted las sabe todas y espero que no le cueste admitir que uno pueda desconfiar de usted... Ha vendido a más de uno atándolo.dentro de un saco después de haberle hecho entrar por su propio pie... Conozco sus ¡mejores batallas, el caso Montauran, el caso Simeuse... ¡Oh., ¡son las victorias de Marengo del espionaje. —¡Bien! —dijo Corentin—, ¿Tiene usted confianza en el señor procurador general? —Sí —dijo Jacques Collin, inclinándose respetuosamente—; estoy admirado de la nobleza de su carácter, de su firmeza, de su dignidad..., y daría mi vida para que fuera feliz. Por eso empezaré suprimiendo el peligro que pesa sobre la señora de Sérizy. El procurador general hizo un ademán de contento. —¡Pues bien!, pregúntele —repuso Corentin— si no tengo plenos poderes para librarle del vergonzoso estado en que se halla para ponerle a mi servicio. —Es cierto —dijo el señor de Grandville, observando al presidiario. —¿De verdad? ¿Quedaré absuelto de todo mi pasado y con la promesa de sucederle si doy pruebas de mi habilidad? —Entre dos hombres como nosotros, no puede haber ningún equívoco contestó Corentin, con una magnanimidad que hubiera impresionado a cualquiera. —Y el precio de esta transacción seguramente será la entrega de las tres correspondencias... —dijo Jacques Collin. —No me parecía que fuera necesario decírselo... —Querido señor Corentin —dijo Engañamuertes con una ironía que no desmerecía ante la que constituyó el éxito de ¡I Talma en su papel de Nicoméde—, le doy las gracias, le estoy reconocido por haberme indicado cuánto valgo y cuál es la importancia que se da al hecho de privarme de estas armas... Jamás lo olvidaré... Estaré siempre al servicio de usted, y, en

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lugar de decir, como Robert Macaire: "Démonos un abrazo!..,", yo le doy el abrazo sin más preámbulos. Cogió con tanta rapidez a Corentin por la cintura, que éste no pudo evitar el abrazo; lo apretó contra su pecho como una muñeca, le besó en ambas mejillas, lo levantó del suelo como si fuera una pluma, abrió la puerta del despacho y lo depositó fuera, con todos los huesos doloridos por aquella dura prueba. —Adiós, querido amigo —díjole en voz baja y al oído—. Estamos separados por una hilera triple de cadáveres; hemos medido nuestras espadas, y hemos visto que son del mismo temple, de la misma longitud... Respetémonos el uno al otro; pero yo quiero ser un igual para usted y no un subordinado... Con las armas que usted tendría en sus manos, me parece que sería un general demasiado peligroso para su lugarteniente. Dejaremos un foso entre los dos. ¡Y que no se le ocurra acercarse por mi terreno!... Usted se llama Estado, puesto que los lacayos toman siempre el nombre de su amo; yo quiero llamarme Justicia; nos veremos a menudo; sigamos tratándonos con toda dignidad y cortesía, ya que nunca dejaremos de ser unos... espantosos canallas —le dijo al oído—. Acabo de demostrárselo al abrazarle... Corentin se quedó atontado por primera vez en su vida, y dejó que su terrible adversario le estrechara la mano... —Si es así —dijo—, creo que uno y otro tenemos interés en seguir siendo amigos... —Así seremos más poderosos cada uno por nuestro lado, y también más peligrosos —añadió Jacques Collin en voz baja—. De modo, que permítame que mañana le pida una garantía para nuestro acuerdo... —¿Qué más quiere? —dijo Corentin con aire bonachón—. Me quita usted su asunto para dárselo al procurador general, y así hará que lo asciendan; y no puedo dejar de decírselo, coge usted un buen partido... Bibi-Lupin es demasiado conocido, ya ha cumplido sus servicios; si consigue usted sustituirle, ocupará usted el único puesto que le conviene; estoy encantado de ver que lo ocupa... palabra de honor. —Adiós, y hasta pronto —dijo Jacques Collin. Al volverse, Engañamuertes encontró al procurador general sentado ante su despacho, con la cabeza entre las manos. —¿Entonces...? ¿Podría usted evitar que la condesa de Sérizy se volviera loca?... —preguntó el señor de Grandville. —En cinco minutos —replicó Jacques Collin. —Y me puede entregar todas las cartas de estas señoras. —¿Ha leído usted las tres?...

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—Sí —dijo con viveza el procurador general—; siento vergüenza por las que las escribieron... —¡Bien! Ahora estamos solos, defienda usted su puerta y hagamos tratos —dijo Jacques Collin. —Permítame... la justicia, ante todo, tiene que cumplir con su deber, y el señor Camusot tiene orden de mandar detener a su tía... —Jamás la encontrará —dijo Jacques Collin. —Van a hacer un registro en el Temple, en casa de una tal señorita Paccard, que regenta su tienda... —No encontrarán más que harapos, vestidos, diamantes y uniformes. Sin embargo, hay que poner coto al celo del señor Camusot. El señor de Grandville llamó con la campanilla al mozo de su despacho y le dijo que fuera a decirle al señor Camusot que se personara a su gabinete para hablar con él. —Veamos —dijo a Jacques Collin—, ¡acabemos ya con esto! Estoy impaciente por conocer la receta para curar a la condesa... —Señor procurador general —dijo Jacques Collin, adoptando un aire de gravedad—, como usted sabe, me condenaron a cinco años de trabajos forzados por falsificación. ¡Me gusta la libertad!... Este amor por la libertad, como todos los amores, ha tenido para mí resultados contraproducentes, porque al querer adorarse en exceso, los amantes llegan a reñir. Después de fugarme y de ser detenido de nuevo cada vez, he hecho un total de siete años de presidio. Por consiguiente, sólo tiene que indultarme por las agravaciones de penas contraídas en el banasto... perdón, en el penal. En realidad, ya he cumplido mi pena, y mientras no me pillen en otro asunto sucio, y desafío a la justicia y al propio Corentin a que lo hagan, debería recuperar mis derechos de ciudadano francés. ¿Le parece a usted que es vida que me destierren de París y me sometan a la vigilancia policíaca? ¿Adonde puedo ir? ¿Qué puedo hacer? Ya conoce usted mis capacidades... Ha visto cómo Corentin, este almacén de astucias y traiciones, se ponía pálido de temor delante de mí, haciendo así justicia a mi talento... ¡Este hombre me lo ha arrebatado todo! Porque ha sido él, él solo, quien, no sé por qué intereses ni por qué medios, ha derribado el edificio de la fortuna de Lucien... Corentin y Camusot lo han hecho todo... —No se dedique a recriminar —dijo el señor de Grandville—, y vaya al grano. —¡Vamos, pues, al grano! Esta noche, mientras tenía entre mis manos la mano gélida del difunto muchacho, me he prometido a mí mismo renunciar a la insensata lucha que desde hace veinte años voy sosteniendo contra la sociedad entera. Espero que no me crea usted capaz de echar discursos

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pedestres después de lo que le dije de mis opiniones religiosas... ¡Pues bien! Desde hace veinte años he estado viendo al mundo por su envés, por sus sótanos, y me he dado cuenta de que hay en el curso de las cosas una fuerza, la que!ustedes llaman Providencia, que yo llamaba azar y que mis compañeros llaman suerte. Toda mala acción es compensada por una u otra clase de venganza, sea cual sea la habilidad con que se la sepa esquivar. En este oficio de luchador, cuan— do se tiene buen juego, as, rey, caballo y sota de triunfo en la mano, cae la vela y se prende fuego a las cartas, o el jugador tiene un ataque de apoplejía... Eso le ocurrió a Lucien. Aquel muchacho, aquel ángel, no había cometido ningún crimen ni por asomo, sino que se abandonaba en mis manos y me dejaba actuar. Iba a casarse con la señorita de Grandlieu, a ser nombrado marqués, y tenía una fortuna; ¡pues fíjese!, una muchacha se envenena y esconde el capital de una donación, y el edificio de aquella hermosa fortuna, tan trabajosamente construido, se derrumba en unos instantes. ¿Y quién nos da el primer mazazo? Un ser cubierto de secretas infamias, un monstruo que en el ámbito de los intereses ha cometido tales crímenes (Véase La casa Nucingen), que cada escudo de su fortuna está empapado con las lágrimas de una familia, por un Nucingen que ha sido el Jacques Collin legal, el Jacques Collin del mundo del dinero. En fin, usted conoce tan bien ¡como yo las liquidaciones y las malas pasadas de este hombre. Todas mis acciones, incluso las más virtuosas, llevarán siempre la señal de mis hierros. Ser una pelota entre dos raquetas, una de las cuales se llama presidio y la otra policía, es una vida en que el triunfo es un trabajo sin fin, en que la tranquilidad parece imposible. Jacques Collin está en estos momentos enterrado, señor de Grandville, junto con Lucien, sobre el cual estarán ahora echando el agua bendita y que va a salir para el cementerio del Père-Lachaise. A mí me hace 5 falta un lugar adonde ir, no para vivir, sino para morir... En el actual estado de cosas, ustedes no han querido (ustedes, la justicia) preocuparse por el estado civil y social del presidiario liberado. Una vez satisfecha la ley, la sociedad no lo está todavía, sino que conserva sus desconfianzas y hace todo lo posible para justificárselas a sí misma; hace del presidiario liberado un ser imposible; tiene que devolverle todos sus derechos, pero le prohibe que viva en una determinada zona. La Sociedad dice al miserable: "¡Te estará prohibido vivir en París y en sus alrededores hasta tal límite, aunque sea el único lugar donde puedas ocultarte!..." Además, le somete a la vigilancia de la policía. ¿Cree usted que es posible vivir en tales condiciones? Para vivir hay que trabajar, puesto que no se sale de la cárcel provisto de rentas. Se las arreglan para que el presidiario sea claramente identificado, reconocido, se—.ñalado con el dedo y acorralado, y creen que los ciudadanos tendrán

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confianza en él cuando de hecho ni la sociedad, ni la justicia, cuando el.mundo que le rodea no tiene ninguna. Lo condenan al hambre o al crimen. No encuentra trabajo, y fatalmente se ve obligado a practicar su anterior oficio que, tarde o temprano, le llevará al patíbulo. Así, cuando he querido renunciar a enfrentarme con la ley, no he hallado para mí ningún lugar en el sol. Sólo una salida: convertirme en servidor de esta potencia que pesa sobre nosotros; y cuando se me ha ocurrido esta idea, la fuerza de la que le hablaba se ha manifestado claramente a mi alrededor. "Tengo a tres grand.es familias a mi disposición. No crea que quiero hacerles chantaje... El chantaje es uno de los crímenes más viles. A mis ojos es un crimen de mayor vileza que el asesinato. El asesino necesita una valentía atroz. Yo rubrico mis palabras con hechos: las cartas que constituyen mi garantía y que me permiten hablarle así, que me colocan ante usted de igual a igual (a mí, que soy el crimen, con usted, que es la justicia), esas cartas están a su disposición... "Su mozo puede ir a buscarlas de su parte, se las entregarán... no pido por ellas ningún rescate, no las vendo... ¡Ay, señor procurador general! Cuando las separé de las demás para guardarlas, no pensaba en mí, sino en el peligro en que podría hallarse algún día Lucien. Si no satisface usted mi demanda, tengo más valor y más desprecio por la vida del que hace falta para pegarme yo mismo un tiro y librarle a usted de mí... Puedo también, con un pasaporte, irme a América y vivir en soledad; tengo todas las condiciones que definen a un salvaje... Éstos eran los pensamientos que me han estado asaltando esta noche. Su secretario ha debido de transmitirle unas palabras que le he encargado que le dijera... Al ver las precauciones que tomaba usted para salvaguardar la memoria de Lucien, le he entregado a usted mi vida..., ¡qué pobre obsequio! Ya no merecía ninguno de mis afanes, me parecía imposible sin la luz que la alumbraba, sin la felicidad que la animaba, sin aquellos pensamientos que le daban un sentido, sin la prosperidad de aquel joven poeta, que era su luminaria, y que quería hacerle entrega de estos tres paquetes de cartas... El señor de Grandville inclinó la cabeza. —Al bajar al patio he descubierto a los autores del crimen cometido en Nanterre, y he sabido que mi compañero de cadena iba a subir al patíbulo por una participación involuntaria en aquel crimen —repuso Jacques Collin—. He descubierto que Bibi-Lupin engaña a la justicia, que uno de sus agentes es el asesino de los Crottat; ¿no era eso, como ustedes dicen, providencial?... Así pues, he entrevisto la posibilidad de hacer el bien, de emplear las cualidades de las que estoy dotado y las tristes cosas que he

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aprendido, al servicio de la sociedad, de ser útil en lugar de ser dañino, y me he atrevido a contar con su inteligencia, con su bondad... El aspecto de bondad, ingenuidad y sencillez de aquel hombre al confesarse en términos desprovistos de su acostumbrada acritud, y de aquella filosofía del vicio que hasta entonces hacían que resultara tan terrible de escuchar, podían hacer pensar en una transformación. No era el mismo. —Creo en usted hasta tal punto, que quiero estar enteramente a su disposición —añadió con la humildad de un penitente—. Aquí me tiene usted ante tres posibilidades: el suicidio, América y la calle de Jérusalem. Bibi-Lupin es rico, ha hecho su trabajo; es un funcionario de doble faz, y si me dejara actuar contra él, en ocho días le atraparía en flagrante delito. Si me da usted el puesto de este sinvergüenza, habrá prestado usted un gran servicio a la sociedad. No necesito ya nada (actuaré con probidad). Tengo todas las cualidades requeridas para el cargo. Tengo más instrucción que Bibi-Lupin; fui a la escuela hasta la clase de retórica; no seré tan tonto como él, y sé comportarme correctamente cuando quiero. No tengo más ambición que ser un elemento de orden y de represión, en lugar de ser la corrupción misma. No reclutaré a nadie más para el gran ejército del vicio. Cuando en una guerra se captura a un general enemigo, vamos, caballero, no se le fusila, sino que se le devuelve la espada y se le entrega una ciudad a modo de prisión; ¡pues bien!, yo soy el general del ejército de los presidiarios, y me rindo... No ha sido la justicia, sino la muerte lo que me ha abatido... La esfera en que quiero actuar y vivir es la única que me conviene, y en ella desarrollaré la potencia que siento tener... Decídase usted.i. Y Jacques Collin permaneció en una actitud sumisa y modesta. —¿Ha puesto usted estas cartas a mi disposición?... —dijo el procurador general. —Puede usted mandar a que las recojan, las entregarán a la persona a quien usted envíe... —¿Y de qué manera? Jacques Collin leyó en el corazón del procurador general y siguió con el mismo juego. —Me ha prometido usted la conmutación de la pena de muerte para Théodore Calvi en veinte años de trabajos forzados. ¡Oh!, no le recuerdo ahora esto para hacer un tratado —dijo prestamente, al ver que el procurador general hacia un ademán—; esta vida tiene que ser salvada por otros motivos: este muchacho es inocente... —¿Cómo puedo tener las cartas? —preguntó el procurador general—. Tengo el derecho y la obligación de saber si es usted la persona que dice ser. Le quiero a usted sin condiciones...

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—Mande a un hombre de confianza al muelle de las Flores; en los peldaños de la tienda de un quincallero que lleva la enseña de El Escudo de Aquiles, verá a... —¿La casa del Escudo?... —Allí —dijo Jacques Collin con una sonrisa amarga— es donde está mi escudo. Su mensajero encontrará allí a una anciana vestida de la manera que yo le decía, de pescadera rica, con gruesos pendientes en las orejas y con un vestido de tendera acomodada; que pregunte por la señora de Saint-Esteve. No se olvide del de... Y que diga: Vengo de parte del señor procurador general a buscar lo que usted ya sabe... Al momento tendrá usted tres paquetes lacrados... —¿Están allí todas las cartas? —dijo el señor de Grandville. —¡Vaya, es usted hábil! No ha robado el cargo que ocupa —dijo Jacques Collin con una sonrisa—. Veo que me cree usted capaz de tantearle y de entregarle papeles en blanco... ¡Todavía no me conoce!... —añadió—. Me fío de usted como un hijo de su padre... —Volverá usted a la Conserjería —dijo el procurador general— y esperará allí la decisión que se adopte sobre su suerte. —El procurador general tocó la campanilla y apareció el mozo, al que dijo—: Ruegue al señor Garnery que venga, si está en su despacho. Además de los cuarenta y ocho comisarios de policía que velan sobre París como cuarenta y ocho providencias en pequeño, sin contar con la policía de seguridad —llamada por los delincuentes cuarto de ojo porque son cuatro por barrio—, hay aún dos comisarios ligados a al vez con la policía y con la justicia para llevar a cabo las misiones delicadas, incluso para sustituir a los jueces de instrucción en muchos casos. El despacho de estos dos magistrados, ya que los comisarios de la policía son magistrados, se llama despacho de las delegaciones, porque efectivamente, se les delega cada vez y se les elige regularmente para efectuar registros o detenciones. Estos puestos exigen hombres maduros, de capacidad probada, de gran moralidad, de absoluta discreción, y constituye un milagro que la Providencia efectúa a favor de París el hecho de que siempre se pueda encontrar gente de esta clase. La descripción del Palacio quedaría incompleta sin la mención de estas magistraturas preventivas, por decirlo así, que son los más poderosos auxiliares de la justicia; porque si la justicia, por la fuerza de las cosas, ha perdido sus antiguas pompas y su antigua riqueza, hay que reconocer que ha progresado desde el punto de vista material. Sobre todo en París, el mecanismo ha llegado a un grado de perfección admirable. El señor de Grandville había mandado al señor de Charleboeuf, su secretario, a los funerales de Lucien; para aquella misión había que

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sustituirlo por un hombre seguro; y el señor Garnery era uno de los dos comisarios de las delegaciones. —Señor procurador general —dijo Jacques Collin—, ya le he dado pruebas deque tengo mi pundonor... Me ha dejado usted libre y he regresado... Pronto serán las once... se estará terminando el oficio por el alma de Lucien y pronto saldrá para el cementerio... En lugar de mandarme a la Conserjería, permítame que acompañe el cadáver del muchacho hasta el Père-Lachaise; volveré a constituirme prisionero... —Vaya usted —dijo el señor de Grandville con un tono de voz lleno de bondad. —Una última palabra, señor procurador general. El dinero de aquella muchacha, de la amante de Lucien, no fue robado... Durante los escasos momentos de libertad que me ha dado usted, he podido interrogar a la gente... Tengo en ellos la misma confianza que pueda usted tener en sus dos comisarios de las delegaciones. De modo que se encontrará el dinero de la señorita Esther Gobseck en su habitación cuando se desprecinte la casa. La camarera me ha hecho notar que la difunta era, como suele decirse, amiga de tapujos y muy desconfiada y debió de meter los billetes de banco dentro de su cama. Que registren la cama atentamente, que la desmonten, que abran los colchones, el somier, y encontrarán el dinero... —¿Está usted seguro?... —Estoy seguro de la probidad relativa de mis granujas, nunca se burlan de mí... Tengo derecho de vida y muerte sobre ellos, yo juzgo y condeno, y ejecuto mis dictámenes sin todas sus formalidades. Ya ve usted los resultados de mis poderes. Yo recuperaré las cantidades robadas en casa de los Crottat; voy a coger en flagrante delito a uno de los agentes de Bibi-Lupin, su brazo derecho, y le revelaré el secreto del crimen cometido en Nanterre... ¡Esto son garantías!... Si me pone usted al servicio de la justicia y de la policía, dentro de un año se congratulará usted de haberlo hecho; seré lo que debo ser y sabré triunfar en todos los asuntos que me correspondan. —No puedo prometerle más que mis buenos oficios. Lo que pide usted no depende de mí solo. Únicamente al rey le corresponde conceder los indultos, según informes del ministro de Justicia, y el cargo al que usted aspira es nombrado por el señor prefecto de policía. —El señor Garnery —dijo el mozo de la oficina. A una señal del procurador general, el comisario de las delegaciones entró y dirigió a Jacques Collin una mirada de experto; tuvo que reprimir su asombro al oír que el señor de Grandville decía a Jacques Collin: —¡Ya puede irse! —¿Me permitiría usted —contestó Jacques Collin— que no me marchara antes de que el señor Garnery le haya traído a usted lo que me confiere toda

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mi fuerza, para que pueda llevarme de su parte un testimonio de satisfacción? Aquella humildad, aquella completa buena fe, conmovieron al procurador general. —¡Puede irse! —dijo el magistrado—. Estoy seguro de usted. Jacques Collin saludó profundamente y con la entera sumisión del inferior ante el superior. Diez minutos después, el señor de Grandville tenía en sus manos los tres paquetes de cartas, precintados e intactos. Pero la importancia del asunto y la confesión de Jacques Collin le habían hecho olvidar la promesa de curación de la señora de Sérizy. Jacques Collin, cuando estuvo fuera, experimentó una increíble sensación de bienestar. Se sintió libre y como nacido a una nueva vida nueva; se dirigió rápidamente del Palacio de Justicia a la Iglesia de Saint-Germain-des-Prés, donde la misa había terminado. Estaban bendiciendo el ataúd y pudo llegar a tiempo para despedir con un saludo cristiano los despojos mortales de aquel muchacho al que habia amado con tanta ternura; luego subió a un coche y acompañó el cadáver hasta el cementerio. En los entierros que tienen lugar en París, salvo circunstancias extraordinarias, o en los casos bastante poco frecuentes de defunción de alguna celebridad, la muchedumbre que acude a la iglesia disminuye a medida que el séquito se aproxima al Père-Lachaise. La gente encuentra tiempo para hacer acto de presencia en la iglesia, pero cada uno tiene sus asuntos y se marcha cuanto antes. Por eso, de los diez coches de duelo, apenas se llenaron cuatro. Cuando la comitiva llegó al Père-Lachaise, no quedaban más que una docena de personas, entre las que se contaba Rastignac. —Está bien que le guarde fidelidad —dijo Jacques Collin a su antiguo conocido. Rastignac hizo un ademán de sorpresa al ver allí a Vautrin. —LEsté usted tranquilo —le dijo el antiguo pensionista de la casa Vauquer—, tiene usted en mí a un esclavo, por el mero hecho de encontrarle hoy aquí. Mi ayuda no es desdeñable, porque soy o seré muy pronto más poderoso que nunca. Ha sido usted muy hábil, y ha ido a la suya; pero quizá tenga alguna vez necesidad de mis servicios: siempre estaré a su disposición. —Pero, ¿que va a ser usted? —Proveedor de presidio, en lugar de inquilino —contestó Jacques Collin. Rastignac hizo una mueca de asco. —¡Oh! ¿Y si es usted víctima de algún robo?... Rastignac caminó más de prisa para distanciarse de Jacques Collin.

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—No sabe en qué condiciones puede encontrarse. Habían llegado junto al foso excavado al lado del de Esther. —¡Dos seres que se amaron y que eran felices! —dijo Jacques Collin—; ahora se han reunido. Aún hay una cierta dicha en pudrirse juntos. Yo me haré enterrar aquí. Cuando bajaron al foso el cadáver de Lucien, Jacques Collin se desplomó desvanecido. Aquel hombre tan robusto no pudo resistir el leve ruido de la tierra que los enterrado—, res echan con sus palas sobre el ataúd antes de pasar a pedir propina. En aquel mismo instante, dos agentes de la brigada de seguridad se presentaron, reconocieron a Jacques Collin, lo cogieron y lo metieron en un coche de punto. —¿De qué se trata esta vez?... —preguntó Jacques Collin cuando volvió en sí, después de mirar a su alrededor en el interior del vehículo. Estaba entre dos agentes de la policía, uno de los cuales era precisamente Ruffard, a quien dirigió una mirada que sondeó el alma del asesino hasta las profundidades del secreto de la Gonore. —Se trata de que el procurador general ha preguntado por usted —contestó Ruffard—, de que hemos ido a todas partes y de que no le hemos encontrado hasta llegar al cementerio, donde ha estado usted a punto de caer de cabeza dentro del foso de aquel joven. Jacques Collin guardó silencio. —¿Es Bibi-Lupin quien me manda buscar? —preguntó al otro agente. —No, es el señor Gárnery el que nos ha mandado. —¿No les ha dicho nada? Los dos agentes se miraron, consultándose mediante una mímica expresiva. —¡Vamos a ver! ¿De qué modo ha dado la orden? —Nos ha ordenado —respondió Ruffard— que le halláramos inmediatamente, diciéndonos que estaría usted en la iglesia de Saint-Germain-des-Prés; que si la comitiva había abandonado el templo estaría usted en el cementerio. —¿Preguntaba por mí el procurador general?... —Quizá. —Eso es —replicó Jacques Collin—. ¡Me necesita!... Y se sumió de nuevo en el silencio, dejando muy intranquilos a los dos agentes. A las dos y media aproximadamente Jacques Collin entró en el despacho del señor de Grandville y vio a un nuevo personaje, al predecesor del señor de Grandville, el conde Octave de Bauvan, uno de los presidentes del tribunal de casación.

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—Se ha olvidado usted del peligro en que se halla la señora de Sérizy, a quien me prometió usted salvar. —Pregunte, señor procurador general —dijo Jacques Collin, indicando a los dos agentes que entraron—, en qué estado me han hallado estos dos. —Había perdido el sentido, señor procurador general, junto al foso donde estaban enterrando al joven. —¡Salve a la señora de Sérizy —dijo el señor de Bauvan— y obtendrá todo lo que pide! —No pido nada —repuso Jacques Collin—; me he rendido sin condiciones, y el señor procurador general ha debido de recibir... —¡Todas las cartas! —dijo el señor de Grandville—. Pero usted me ha prometido que salvaría el juicio de la señora de Sérizy. ¿Puede usted hacerlo? ¿Era acaso una bravata? —Espero poder hacerlo —contestó Jacques Collin modestamente. —¡Pues venga conmigo! —dijo el conde Octave. —No, caballero —dijo Jacques Collin—, no quiero ir en el mismo coche que usted... Todavía soy un recluso. Deseo seryir a la justicia y no voy a empezar deshonrándola... Vaya a casa de la señora condesa, yo llegaré poco después... Anuncíele la llegada del mejor amigo de Lucien, el padre Carlos Herrera... La espera de mi visita producirá necesariamente una cierta impresión sobre ella y favorecerá la crisis. Perdónenme que adopte una vez más el engañoso aspecto del canónigo español; el propósito lo justifica. —Le veré a usted allí sobre las cuatro —dijo el señor de Grandville—, porque tengo que ir con el ministro de Justicia a ver al rey. Jacques Collin fue a reunirse con su tía, que le esperaba en el muelle de las Flores. —¿Qué? —dijo ella—. ¿Te has entregado a la Cigüeña? —Sí. —¡Vaya ventura! —Mira, le debía la vida a ese pobre Théodore, que será indultado. —¿Y tú? —Yo seré lo que debo ser. ¡Haré temblar siempre a todo el mundo! Pero hay que ponerse manos a la obra. Ve a decir a Paccard que se ponga a trabajar a toda prisa, y a Europa que ejecute mis órdenes. —No hay cuidado, ¡ya sé como componérmelas con la Gonorel... —dijo la terrible Jacqueline—. ¡No he perdido el tiempo pensando en las musarañas! —Hay que encontrar a la Ginetta, aquella muchacha corsa, para mañana sin falta —repuso Jacques Collin, sonriendo a su tía. —Habría que tener su pista... —La conseguirás a través de Manon la Rubia —contestó Jacques.

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—¡Pronto estará todo listo! —replicó la tía—. ¡Cuánta prisa tienes! ¿Es que hay pasta? —En mis primeros golpes quiero superar ya lo mejor que haya podido hacer Bibi-Lupin. He tenido una breve conversación con el monstruo que mató a mi Lucien, y sólo vivo para vengarme de él. Gracias a nuestras respectivas posiciones, estaremos armados y protegidos por igual. Necesitaré varios años para poderle alcanzar, pero recibirá el golpe en plena cara. —Te ha debido de prometer a ti lo mismo, por su parte —dijo la tía—, puesto que ha recogido en su casa a la hija de Peyrade, sabes, aquella muchacha que vendimos a la señora Rorro. —Lo primero que debemos hacer es proporcionarle un criado. —Será difícil con él, se las sabe todas —dijo Jacqueline. —¡Vamos! El odio da vida. ¡Manos a la obra! Jacques Collin cogió un coche de punto y se fue inmediatamente al muelle Malaquais, a la pequeña habitación donde él vivía, que no dependía del piso de Lucien. El portero, muy sorprendido de volverlo a ver, quiso hablarle de todo lo que había ocurrido. —Lo sé todo —le dijo el sacerdote —. Me he visto complicado en el asunto, pese a mis hábitos; pero gracias a la intervención del embajador de España, me han puesto en libertad. Y subió con presteza a su habitación, donde sacó del forro de un breviario una carta que Lucien había dirigido a la señora de Sérizy cuando ésta se había enemistado con él al verle en el teatro con Esther. En medio de su desesperación, Lucien se había olvidado de mandar aquella carta, creyéndose perdido para siempre; pero Jacques Collin había leído aquella obra maestra y, como que todo lo que escribía Lucien era sagrado para él, había guardado la carta en su breviario a causa de las expresiones poéticas que le inspiraba aquel amor de vanidad. Cuando el señor de Grandville le había hablado del estado en que se hallaba la señora de Sérizy, aquel ser tan inteligente había pensado muy oportunamente que la desesperación y la locura de la gran dama debía de proceder del enfado que ella había dejado sin resolver entre ella y Lucien. Conocía tanto a las mujeres como los magistrados a los criminales, adivinaba los más íntimos sentimientos de su corazón, y pensó en seguida que la condesa debía de atribuir en parte la muerte de Lucien a su rigor, y que se lo estaría reprochando a sí misma amargamente. Naturalmente, un hombre henchido de amor por ella no se habría suicidado. Saber que Lucien había seguido amándola a pesar de su rigor podía devolverle la razón. Dejando a un lado el hecho de que Jacques Collin fuera un gran general para los presidiarios, hay que confesar que era también un gran médico de

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las almas. Fue a la vez vergonzoso y esperanzador esperar la llegada de aquel hombre en las habitaciones de la casa de Sérizy. Varias personas, el conde, los médicos, estaban en un saloncito que servía de antesala al dormitorio de la condesa; pero para evitar que fuera mancillado el honor de su alma, el conde de Bauvan hizo salir a todo el mundo y se quedó solo con su amigo. Fue un golpe fuerte para el vicepresidente del consejo de Estado, para un miembro del consejo privado, ver entrar a aquel sombrío y siniestro personaje. Jacques Collin se había cambiado de traje. Se había puesto unos pantalones y una levita negra, y su forma de andar, sus ademanes y sus miradas manifestaron una perfecta corrección. Saludó a los dos estadistas y preguntó si podía entrar en la habitación de la condesa. —Le espera a usted con impaciencia —dijo el señor de Bauvan. —¿Con impaciencia?... Está salvada, pues —dijo aquel terrible fascinador. Efectivamente, tras una entrevista de media hora, Jacques Collin abrió la puerta y dijo: —Venga usted, señor conde, ya no tiene que temer ningún desenlace fatal. La condesa apretaba amorosamente la carta contra su corazón; estaba tranquila y parecía reconciliada consigo misma. Al verla de esta manera, el conde dio señales de contento. "¡Helos ahí, a esos que deciden nuestros destinos y los de nuestros pueblos! —pensó Jacques Collin, que se encogió de hombros en cuanto hubieron entrado los dos amigos—. ¡El suspiro de una hembra les hace dar la vuelta a la inteligencia como si fuera un guante! ¡Pierden la cabeza por una mirada! Basta que una falda esté un poco más arriba o un poco más abajo para que recorran todo París desesperados. ¡Los caprichos de una mujer hacen sentir sus efectos sobre la politica del Estado! ¡Cuánta fuerza acumula un hombre cuando se sustrae, como yo, a esa tiranía de niño, a esas virtudes invertidas por la pasión, a esas candidas travesuras y a esas astucias de salvaje! La mujer, con su inteligencia de verdugo y con su talento para la tortura, es y será siempre la perdición del hombre. Procurador general, ministro, ahí están todos, cegados, retorciéndolo todo por unas cartas de duquesa o de niña pequeña, o por la razón de una mujer que será más loca con su cordura que privada de ella. —Se puso a sonreír orgullosamente.— Y me creen —dijo para sus adentros—, obedecen a mis revelaciones y me dejarán en mi lugar. Seguiré reinando en este mundo, que me ha estado obedeciendo desde hace veinticinco años..." Jacques Collin había empleado aquel poder tremendo que en otros tiempos había ejercido sobre Esther; como se ha visto ya varias veces, poseía el don de la palabra, de la mirada y del gesto que amansa a los locos, y había

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convencido a la condesa de que Lucien se había llevado consigo un recuerdo enamorado de ella. Ninguna mujer resiste a la idea de ser amada de un modo exclusivo. —¡Ya no tiene usted ninguna rival! —fueron las últimas palabras, frías y sarcásticas, de Jacques Collin. Permaneció en aquel salón, olvidado de los demás, durante una hora entera. Cuando llegó el señor de Grandville, lo encontró de pie, taciturno y sumido en un ensueño propio de quien acaba de vivir un dieciocho de Brumario para su existencia. El procurador general fue hasta el umbral de la habitación de la condesa y permaneció allí algunos instantes; luego se acercó a Jacques Collin y le dijo: —¿Conserva usted sus mismas intenciones? —Sí, señor. —¡Muy bien! Entonces, sustituirá usted a Bibi-Lupin, y el reo Calvi tendrá conmutación de pena. —¿No irá a Rochefort? —Ni siquiera a Toulon, podrá emplearlo usted a su servicio; pero estos favores y su nombramiento dependen de la conducta que usted siga durante los seis meses en que será, adjunto de Bibi-Lupin. En el plazo de ocho días, el adjunto de Bibi-Lupin hizo que la familia Crottat recuperara cuatrocientos mil francos e hizo detener a Ruffart y a Godet. La cantidad de la donación hecha a Esther Gobseck por Nucingen fue hallada en la cama de la cortesana, y el señor de Sérizy hizo entregar a Jacques Collin los trescientos mil francos que le correspondian según el testamento de Lucien de Rubempré. El monumento mandado construir por Lucien para Esther y para él es considerado uno de los más hermosos del cementerio del Père-Lachaise, y el terreno en que se halla pertenece a Jacques Collin. Tras haber ejercido sus funciones durante unos quince años aproximadamente, Jacques Collin se retiró hacia 1845. Diciembre de 1847.

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