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 BERKANA Alhena C. Berecy

Berkana

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BERKANAAlhena C. Berecy

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PRÓLOGO

18 de mayo, año 878 –  Reino de Wessex, Inglaterra

- ¡Sigue Arlik, no te puedes parar ahora! -gritó su amigo al verle disminuir su

velocidad.

Sus pesadas pieles y armaduras dificultaban el rápido paso al que tenían que

avanzar si querían dejar atrás la perdida batalla de Ethandun. Llevaban ya varios días

corriendo, sin descanso; pero habían sido entrenados para soportar situaciones peores.

Paraban para beber y coger el aliento justo, el miedo a que los soldados de su rival les

siguieran era mayor que la necesidad de hidratarse. Tenían que conseguir que el

enemigo les perdiera la pista. Aquel que caía presa del cansancio era abandonado a su

suerte.

El rey Alfredo había ganado a las tropas danesas y los pocos supervivientes huían

en esos momentos hacia las tierras del norte de Danelaw, que aún pertenecían a los

vikingos. El Reino de Wessex ya no era seguro para ellos.

Arlik veía correr a jóvenes guerreros con grandes portes y miradas furiosas; pero

 por encima de ellos quedaban al descubierto las almas rotas, las esperanzas cayendo

cual estrepitosa cascada y las lágrimas acumuladas y escondidas bajo los oscuros

 párpados. Su amigo, Reinn, iba a pocos pasos por delante de él.

En una de las ocasiones, éste se giró sonriendo. Arlik no reparó en este detalle

hasta que comenzó a hablar:

- ¡Está ahí, ya hemos llegado a York! -exclamó con entusiasmo-. ¡Estamos

salvados!

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Arlik dejó de mirar al suelo y buscó un hueco entre las cabezas de los demás.

Efectivamente, delante de ellos se alzaba una de las ciudades más protegidas y mejor

conservadas por los vikingos: York, su ciudad. No gozaba de grandes murallas ni

hondos fosos que la protegieran, pero con la táctica correcta y un buen número de

guerreros, era una ciudad difícil de penetrar por el enemigo. “ Difícil, no imposible”,

 pensó el chico.

Se quedó embelesado mirándola y en pocos segundos le vino a la mente su

familia: sus hermanas y su madre, y no pudo evitar pensar en la vida que su padre había

 perdido en el campo de batalla. ¿Cómo decírselo a las mujeres? ¿Cómo ser el portador

de la pérdida de un marido y un padre? No sabía cómo iba a comunicárselo, pero al

menos ellas no habían tenido que ver cómo uno de los soldados del rey Alfredo le

arrebataba su último aliento mientras le atravesaba la garganta con una espada. Él sí. Y

aunque a los vikingos les entrenaran para no sentir dolor, sabía que sería una imagen

demasiado cercana y dolorosa como para olvidarla algún día.

Perdido en sus pensamientos y sin apenas darse cuenta, él y su grupo llegaron al

camino principal que daba a la entrada de la ciudad. Aceleró el paso sabiendo que vería

a Thola, su hermana más pequeña, a la que no había tenido ocasión de ver después de su

nacimiento, pues su rey les había convocado para batallar y conseguir territorios

daneses a lo largo y ancho de Inglaterra. Ahora tendría ya un año y medio. Una lágrima

se le escapó sin remedio. Sin mirarle al pasar, caminó más veloz que su amigo y le

adelantó. La gravilla suelta de la tierra hacía que los tobillos sufrieran y se doblaran de

vez en cuando para no perder el equilibrio. Pero a Arlik le daba igual, solo pensaba en

llegar a casa.

Por fin entraron en la ciudad. El chico no perdió el tiempo en admirar lo mucho

que había cambiado en poco menos de dos años. Dejó al grupo atrás, y pasando por las

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-  La fiebre le alcanzó hace cinco meses, desde entonces lucha contra los delirios -

le explicó su hermana.

-  ¿Y Thola? ¿Qué ha pasado con ella? -preguntó Arlik preocupado.

-  La mantengo en otra habitación, aún es muy pequeña y puede contagiarse.

-  ¿Y te has estado encargando de todo tú sola?

La niña no respondió, simplemente miró al suelo.

-  Lo he intentado al menos -dijo con pesar en la voz-. Trabajo duro en la peletería

supliendo a madre; pero me gasto la mayoría de las ganancias en medicinas.

El chico sintió que les había fallado a todas, había antepuesto las órdenes de un rey

a las necesidades de su familia; pero eran guerreros, vikingos; nacían para luchar.

-   No te preocupes, ya estoy aquí para todo lo que necesitéis -la animó mientras le

 proporcionaba otro caluroso abrazo.

 Notó cómo esta vez la niña se dejó caer en sus brazos y empezó a llorar por todo lo

que tenía que haber soportado para mantener vivas a su hermana y a su madre.

-  ¿Arlik, dónde está tu padre? -preguntó su madre en un momento de lucidez, con

la cabeza apoyada en la almohada, brillando por el sudor.

-  Madre… -no quería decírselo, ¿y si la noticia acababa con ella?-. Hablaremos

luego, ¿vale? Ahora descansa.

Estaba levantándose de la cama cuando su madre se incorporó, le agarró con fuerza

del brazo y le sentó de nuevo a su vera.

-  ¿Dónde está tu padre?

-  Murió en combate contra los soldados del rey Alfredo.

Saebi se llevó las manos a la boca y se le empaparon en lágrimas; su madre, en

cambio, simplemente se volvió a tumbar y ahogó sus gritos.

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En ese instante, empezó a escucharse un gran bullicio procedente de las calles de la

ciudad.

-  Saebi, quédate con madre. Ahora vuelvo -le dijo Arlik.

El joven atravesó de nuevo el descuidado hogar y salió a la calle. Sólo por un

momento hubo calma; al instante, la casa que estaba a unos pocos metros de la suya

empezó a arder. Se estremeció, era la casa de Reinn. Empezó a correr hacia allí, pero

entonces la imagen de su amigo cubierto en cenizas y escapando de las llamas le paró en

seco. Reinn le vio y se apresuró hasta él.

-  ¿Qué ocurre? -preguntó Arlik alarmado, mientras le sostenía.

-  Una escuadra enemiga de Wessex nos ha seguido hasta aquí -dijo con la voz

entrecortada. Cogió aliento y continuó hablando-. Saben que somos pocos y que

estamos cansados.

-  ¿Cómo es posible? ¡Fuimos rápidos! -exclamó.

-  Tenemos que salvar la ciu… 

Antes de que Reinn pudiera acabar la frase, se ahogó con la sangre que inundaba su

 boca. Se desplomó delante de Arlik con una flecha clavada en la espalda.

-  ¡Reinn, no! -gritó Arlik.

El amigo con el que lo había compartido todo, desde juguetes de madera hasta

espada en el campo de combate, había muerto.

La rabia se hizo con el control de todo su ser, arrancó la flecha del cuerpo inerte

de su amigo y corrió hacia el arquero que lo había matado, a quien ni siquiera le dio

tiempo a cargar otra; Arlik llegó antes y le clavó la flecha tres veces en el estómago.

Cuando el soldado enemigo cayó muerto, Arlik se asomó a la plaza principal de la

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ciudad sin que nadie le viera, pegado a una casa. La escena era indescriptible, en la

 batalla no sólo estaban muriendo valientes guerreros; a la par caían niños y mujeres.

Como buen vikingo tendría que unirse a sus compañeros y salvar la ciudad de

York, pero si él también moría, ¿qué sería de su familia? No podía permitirse el lujo de

fallarles de nuevo, le necesitaban.

Giró su cabeza, se alejó con sigilo y volvió de nuevo a su casa.

-  ¡Saebi! -gritó el joven.

-  ¿Qué ocurre ahí fuera? -preguntó la pequeña, asomándose desde la habitación en

la que la había dejado.

-  Sal por la puerta de atrás al establo y prepara los caballos, ¡y no salgas hasta que

yo no llegue! -le ordenó.

-  Está bien.

La niña pocas veces había visto a su hermano actuar así, así que le hizo caso sin

rechistar. Éste llegó hasta la cama de su madre y empezó a quitarle las sábanas.

-  ¿Qué ocurre? -preguntó ella.

-   Nos tenemos que ir madre, el enemigo está arrasando la ciudad -respondió.

-   No, no, no -dijo reaccionando como un niño de cuatro años, apartándose de él,

dándole manotazos.

-  Madre, por favor -se quedó mirándola, echando de menos a esa mujer fuerte y

hermosa que era años atrás-. Tenemos que irnos.

-  ¡No! -respondió de nuevo-. Id sin mí, yo sólo seré un lastre.

-   No hables así, madre, no te voy a dejar atrás – le fue imposible retener las

lágrimas por más tiempo. El torrente que había estado acumulando salió.

-  Me reuniré con tu padre, le haré saber de tu valor -le dijo-. Por favor, vete y

salva a tus hermanas. Cuida de ellas, ya que yo no he podido hacerlo.

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-  Madre, por favor...

-  ¡Vete! -le gritó.

El chico se levantó y salió por la puerta, sin ni siquiera mirar atrás. No podía

 permitir que esa fuera la última imagen que iba a tener de su madre. Prefería recordarla

 joven y alegre, como lo era antes de la fiebre.

Fue hacia la otra habitación y por fin vio a Thola; una pequeña criatura de año y

medio, más delgada de lo normal, sin esos prominentes pómulos que lucen los niños de

su edad. Tenía la mano metida en la boca y una amplia sonrisa se le dibujó en la cara al

ver a Arlik.

-  Hola pequeña, no sabes las ganas que tenía de verte -dijo.

Pero no se permitió a sí mismo perder más tiempo. Cogió las telas que su madre

tejió antes de caer enferma, arropó a Thola con ellas y las ató a su pecho.

Corrió hacia el establo, donde Saebi ya estaba subida a uno de los caballos. Sin

 pronunciar palabra, el chico caminó hasta las pesadas puertas, quitó la barra de madera

que hacía las veces de seguro e inmediatamente después se subió al caballo blanco que

había al lado del de su hermana.

-  ¿Dónde está madre? -le preguntó, pero el muchacho no respondió, estaba

colocando sus pies en los estribos.- ¿Que dónde está madre, Arlik?

-   No vendrá con nosotros, se queda aquí -respondió-. Su deseo es reunirse con

 padre.

-  ¿Cómo?

-  Sólo será un lastre, quiere que nos salvemos nosotros.

-  ¡No!

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La chica empezó a desmontar, pero su hermano no le dejó. Atizó con fuerza el

trasero del caballo de Saebi y el animal salió al galope, abriendo así las puertas del

establo. Arlik lo siguió inmediatamente.

Dejó atrás todo lo que conocía como su hogar, pero no miró atrás. Olía paja y

madera quemarse, pero no miró atrás. Escuchaba gritos y llantos, pero no miró atrás. Lo

único que le preocupaba eran sus dos hermanas. Mantenerlas vivas era ahora su nuevo

objetivo; las protegería hasta el final de sus días.

Buscaría una pequeña población donde darles una existencia tranquila y sin

guerras. Dirigió su marcha hacia el noreste; en la costa aún había muchos pueblos

daneses. Uno de ellos se convertiría en su nuevo hogar.

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23 de septiembre, año 1899 –  Newcastle, Inglaterra

Un pequeño y desbalijado laboratorio situado en el sótano de una casa dejaba

entrar por su mellada puerta los ruidos que una mujer y sus dos hijos hacían al

 prepararse para irse a dormir.

Estaba ya entrada la noche y Edward Smirrow, el padre de esa familia, seguía

inmerso en sus investigaciones.

-  ¿Querido? -preguntó Sharon, la mujer, desde la puerta-. ¿Subes? -no quería ser

ella quien bajara esas escaleras.

-  En seguida -contestó Edward.

Ella, insatisfecha con la respuesta, continuó con sus insistencias.

-  Cariño, por favor, sal de aquí, sube y arropa a tus hijos.

-  Te he dicho que en seguida subo -respondió secamente, girando levemente la

cabeza hacia un lado para que su mujer pudiera apreciar que aún seguía

trabajando.

La mujer observó con detenimiento la escena: la espalda inclinada hacia delante

de un hombre con el pelo ya blanco y unas manos algo temblorosas que sujetaban el

maldito artilugio con el que había estado trabajando los últimos dos meses. Muchos

habían sido los experimentos que Edward había intentado sacar adelante, pero este

último le había absorbido hasta el punto de retenerlo preso entre esas dichosas cuatro

 paredes. En las esquinas se podían ver copiosas telarañas, y encima de los pocos

muebles que decoraban la estancia, capas sobre capas de polvo; se preguntaba cómo su

esposo podía respirar ahí dentro.

Él no comía en condiciones, no se duchaba; ni siquiera se preocupaba ya por el

 bienestar de su familia. Antes de que llegara a sus oídos el novedoso y tan aclamado

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campo de la radiactividad, Edward había sido un hombre digno, con un buen sueldo que

llevar a casa después de trabajar a diario en el puerto fabricando las estructuras de los

motores de los barcos. Había sido bendecido con unas manos mañosas y una mente

ingeniosa, lo cual era perfecto para que otros le premiaran con el título de “inventor ”,

aunque nunca hubiera llegado a triunfar con ninguno de sus inventos.

Ella sabía que esa era la mayor razón por la que su esposo se había cegado con su

nuevo proyecto: quería triunfar y pasar a la historia como alguien de reconocido

 prestigio dentro del mundo de la ciencia.

-  ¡No puedes seguir así! -acabó gritando la mujer-. ¡Tienes dos hijos preciosos a

los que ya apenas ves!

El hombre se incorporó, la mujer vio cómo su espalda se erguía lentamente a hasta

quedarse recta.

-  ¡Todo lo que hago lo hago por ellos! -exclamó furioso mientras le daba un fuerte

golpe a su mesa de estudio.

Se dio la vuelta y miró directamente a Sharon, cuyo rostro reflejaba el miedo que

sentía. No era capaz de reconocer a su propio esposo. Tenía los ojos rojos y las

ojeras oscuras y profundas, y las arrugas de su frente se habían pronunciado,

creando el efecto visual de parecer un oleaje de carne vieja. Además, los pómulos

 parecían haber labrado un camino a través de la piel y se asemejaban en ese

momento a dos oscuros y grandes acantilados por los que la cara se escondía. Había

 perdido mucho peso en esos dos últimos meses.

-  Edward… 

Entonces, el hombre se dio cuenta de la expresión de su mujer.

-  Sharon… Lo siento, perdóname.

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Apartó con ganas la silla que le retenía próxima a la mesa y fue hasta su mujer.

Subió las escaleras y cuando estuvo a su lado, la abrazó.

Al principio, Sharon no supo cómo reaccionar. Había pasado tanto tiempo desde

que su marido mostrara algún tipo de gesto cariñoso hacia ella, que se quedó

 petrificada.

-  ¿Me vas a dejar así? ¿Cual idiota abrazando a una estatua? -preguntó él.

La mujer se quedó asombrada por lo natural y directo que él estaba siendo, como el

Edward del que se había enamorado tantos años atrás.

 No, no sé… 

-  Mira, es muy fácil.

Agarró con suavidad sus brazos, la misma suavidad que había utilizado el día de

su proposición. Entrelazó sus dedos y, antes de que Sharon se permitiera llorar por la

nostalgia, el hombre rodeó su propio cuerpo con los brazos de su mujer y se abrazaron.

Se miraron, con sus rostros a pocos centímetros el uno del otro, y ella, dejándose llevar

 por la magia del momento, apoyó su cabeza en el pecho de su esposo y respiró hondo.

En ese momento se sentía en paz.

-  Siento muchísimo todo por lo que has tenido que pasar sola este tiempo,

conmigo aquí abajo.

Sólo quiero recuperarte -alejó la cabeza del pecho de su marido y le miró

directamente a los ojos-. Olvídate de lo que estés haciendo, ¡te está consumiendo

 por completo! Déjame ayudarte a ser nuevamente el hombre que eras antes, por

favor.

-  Lo siento tanto… -dijo Edward apenado y dirigió su mirada al suelo, sin tener el

valor de mirar más a su mujer-. Juro que todo lo que he hecho en esta vida ha

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sido por ti y los niños. Intentaba daros una vida mejor que la que os

 proporcionaba mi sueldo.

-  Lo sé.

-  Y en vez de eso, he descuidado por completo aquello que más quiero.

Ella cogió su barbilla con delicadeza y elevó su cabeza hasta que sus ojos

estuvieron a la misma altura.

-  Te quiero -dijo, y Edward dejó escapar un sollozo-. Mañana hablaré con

Jacobson, aún es amigo nuestro y nos debe algún que otro favor. Seguro que te

reincorpora al trabajo sin ruegos por nuestra parte.

-   No merezco tu perdón.

-  Pues ya lo tienes -dijo convencida-. Sube a conseguir el de tus hijos.

-  De acuerdo -dijo sonriendo.

Le dio la mano a su mujer y subió el último escalón con ella. Pero antes de cerrar

la puerta del sótano, echó un último vistazo a su pequeño laboratorio. Se quedó

asombrado por su mal estado, pasaba días enteros ahí encerrado y ni siquiera se había

levantado de la silla para mantener organizado el lugar. ¿Tanto se había perdido entre

 papeles, productos químicos e hipótesis? Ni siquiera se había permitido el lujo de darse

tiempo a sí mismo y llevaba semanas sin mirarse a un espejo. Se preguntaba: “¿Habré

desmejorado yo tanto como este habitáculo?” Era el único que aún desconocía la

respuesta, ya que todos los de su alrededor sabían que las telarañas y el polvo de la

estancia eran poca cosa en comparación con su propio deterioro físico.

-  Querido, ¿ese artilugio tuyo de la mesa ha de hacer eso?

Él había perdido tanto tiempo examinando las telarañas del techo que no se había

 percatado hasta ese momento de aquello a lo que se refería su mujer.

-   No, no es nada bueno -dijo con un nudo en la garganta.

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La cápsula de acero en la que estaba trabajando temblaba encima de la mesa y

desprendía un fulgor artificial difícil de evitar incluso cerrando los ojos. Corrieron

escaleras abajo y se situaron al borde de la mesa de estudio.

-  ¿Por qué ocurre esto? -preguntó la mujer-. ¿Qué es lo que intentabas crear?

-  Una cápsula de la que se pudieran alimentar objetos eléctricos sin necesidad de

electricidad.

-  Pues algo has debido de hacer mal -dijo ella al saber que el hecho de que dicha

cápsula temblara no estaba dentro de los planes de su marido-. ¿Es peligroso?

Lo sería si los componentes químicos no estuvieran en su justa medida, pero la

cantidad de mercurio la he medido a la perfección, es imposib… 

Dirigió la mirada al pequeño frasco con el que había echado el mercurio dentro de

su cápsula y observó horrorizado que estaba vacío.

-  Sharon, sube rápidamente arriba con los niños, yo me encargo de esto -dijo.

-  ¿Qué ocurre? -preguntó su mujer temiendo lo peor-. ¿Va a explotar?

-   No lo sé, podría, lo único que sé con certeza ahora mismo es que este objeto es

altamente inestable. Hay que sacarlo de aquí.

Alargó sus manos y con mucho cuidado cerró la cápsula; no le importó, pero el

acero estaba ardiendo y se quemó las yemas de los dedos. Empezó a salir un poco

de humo del pequeño objeto.

-  Está ardiendo, hay que enfriarlo -razonó en voz alta-. Sumergirlo en agua fría,

quizá eso lo haga estabilizarse de nuevo.

-  Edward, tienes que alejar esto de la casa, ¡de las calles de la ciudad!

Seguidamente, el hombre cogió una pequeña manta que cubría el respaldo de su

silla y envolvió la cápsula.

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-  ¡Sube arriba con los niños! -repitió-. Yo cogeré el carruaje e iré lo más rápido

 posible a la costa, arrojaré este invento del demonio al mar.

-  Ve con cuidado, por favor -la mujer tenía los ojos llorosos.

-  Claro que sí -Edward le dio un beso en la frente a su mujer-. Volveré en seguida.

Te quiero.

-  Yo también.

Su esposo salió disparado hasta la puerta de su casa y la mujer pudo escuchar

desde el sótano cómo él agarró las riendas de su carruaje y los caballos relincharon,

hasta que sólo era perceptible el sonido de las grandes ruedas sobre el empedrado de la

calle.

El trayecto estaba siendo complicado para Edward, apenas había farolas que

iluminaran su paso y tenía que agarrar las riendas mientras procuraba que la cápsula no

se cayera de su regazo. Llegó cierto momento en el que tuvo que hacer uso de todas sus

facultades como jinete y agarrar la manta con su mano izquierda mientras dirigía a los

caballos de su carruaje por las avenidas principales de su ciudad con la otra. ¿Cómo

 podía haber sido tan estúpido? Jamás había tenido un fallo así y este casi pone en

 peligro la vida de su familia.

Después de estudiar, medir y calibrar todos los componentes a la perfección

durante meses, el frasco echó más mercurio del necesario después de que él aporreara la

mesa con tal fuerza que hizo que dicho objeto se quedara con un apoyo vacilante y

derramara su contenido sin remedio.

“He perdido los nervios sólo porque mi mujer me ha insistido en subir a arropar

a mis hijos, ¿qué tipo de esposo y de padre  soy?”, se lamentaba mientras se aferraba

con fuerza a la madera de su asiento después de sortear un gran socavón en el

empedrado.

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A lo lejos se podían divisar ciertos reflejos de la luna en el mar, que llegaban a sus

ojos como rayos de esperanza. De la cápsula salía mucho humo, ni siquiera la manta era

ya capaz de absorberlo todo. “Ya falta poco”, se decía a sí mismo para darse ánimos.

Habría llegado mucho antes si hubiese tenido uno de esos novedosos automóviles,

 pero sólo podían permitírselo las familias adineradas; y por su culpa ahora él y su mujer

estaban al borde de la ruina debido al gran desembolso que tuvo que hacer a la hora de

comprar todos los artilugios necesarios para la creación de su cápsula, de la que estaba

intentando deshacerse en esos momentos. Así que en ese instante lo único que le

quedaba era tener fe en la fuerza de las patas de sus caballos y rezar para que Jacobson

le devolviera su antiguo trabajo al día siguiente.

A los pocos minutos de dejar sus reflexiones a un lado, llegó por fin al puerto,

siguió el paseo marítimo, evitando así los barcos, y girando por una calle a su derecha y,

con un fuerte olor a salitre y la brisa de las olas azotándole la cara, tuvo que parar antes

de lo previsto, pues el calor que desprendía la cápsula había hecho que la manta

empezara a arder.

Edward cogió la manta con mucho cuidado con sus manos desnudas, bajó

rápidamente del carruaje y se acercó hasta uno de los poyetes que delimitaba, junto con

una gruesa cadena, el final del empedrado, que daba paso a un enfurecido conjunto de

aguas turbias.

- Te lo devuelvo, Diablo -dijo mirando la espuma que creaba el mar-. Es todo

tuyo.

Y la dejó caer. En cuanto la manta entró en contacto con el agua, se creó una

humareda. En el momento en que se disipó, lo único que se podía ver era el trozo de tela

chamuscado flotando. La cápsula seguía sumergiéndose más y más en el oscuro océano.

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14 de julio, año 2022 –  Blackhall Rocks, Inglaterra

Era una muy calurosa mañana de verano. En una pequeña cala rodeada de

 preciosos acantilados, entre los que se escondían misteriosas cuevas, se encontraban

Martha y Caleb, un joven matrimonio, protegiéndose del sol bajo una sombrilla y

discutiendo acerca del destino que elegirían ese mismo mes de agosto para sus

vacaciones.

-  Me gustaría conocer Nueva Zelanda -dijo Martha.

-  ¿Qué? ¡Si está lejísimos!

-  Pero esos preciosos parajes hay que verlos al menos una vez en la vida, cariño.

-  ¿Por qué no vamos a París o Madrid? -preguntó Caleb.

-  Madrid ya lo hemos visitado y París no me llama tanto como Nueva Zelanda -se

quejó ella.

El hombre se frotó las sienes en busca de una pizca de paciencia.

-  Está bien, no iremos a París. ¡Pero tampoco tan lejos como propones! Elige

algún país que esté en Europa.

-  Mmm… -la mujer sólo pensó unos pocos segundos-. ¡Nueva Zelanda! -exclamó

sonriendo de oreja a oreja.

-  La última vez que lo comprobé Nueva Zelanda no pertenecía a Europa  – dijo él

sarcásticamente.

-  ¿En serio? Pues llevas demasiado tiempo sin comprobarlo -la mujer estalló en

carcajadas.

-  ¿Con que sí, eh?

Caleb agarró a su mujer de la cintura para acercarla a él y empezó a hacerle

cosquillas. Martha pedía a gritos que parara.

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-  Si tantas ganas tienes de ir a Nueva Zelanda, iremos -dijo el hombre mientras

 paraba de hacerle cosquillas y la abrazaba.

Ella sonrió y miró a Caleb, quien con la mirada le pedía un beso como recompensa

 por haber cedido. Martha rió con dulzura de nuevo y le dio gustosamente a su

marido lo que reclamaba.

-  Qué tranquilidad -dijo mientras se acomodaba en el regazo de Caleb.

-  Sí -él cerró los ojos y disfrutó del tacto de la piel de su mujer y el sonido de la

 brisa del mar-. Diría que demasiada, no escucho a Thomas.

Tienes razón -respondió ella, y se quedó tensa automáticamente al mirar a todos

lados y no encontrar a su hijo-. Hace un momento estaba aquí jugando con la

arena.

-  ¡Thomas! -gritó el padre mientras se ponía de pie-. Hijo, ¿dónde estás?

-  ¡Aquí papá!

 No muy lejos, cerca de la boca de una cueva, vieron la silueta de un niño de siete

años saludando con su mano derecha.

-  ¿Qué haces ahí?

-  Busco caracolas, ¡hay muchas por aquí enterradas en la arena!

-  Vale, pero ve con cuidado -dijo Martha.

-  Tranquila mamá, en seguida voy.

El niño cogió su cubo y con una pala desenterró la caracola que había localizado

antes de que sus padres le llamaran. La cogió y sacudió la arena que estaba pegada a ella

 por los restos de salitre que aún tenía. “¡Qué bonita es!”, dijo para sí mismo.

La guardó en el cubo junto con las otras cuatro que había encontrado previamente

y comenzó a caminar hacia sus padres.

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Thomas no era un niño alto, de hecho, era menudo; pesaba poco y era bajito; y

aun así, al caminar los pies se le hundían en la arena. Fue a gritarle a su madre que tenía

un regalo para ella, ya que tenía pensado entregarle la última caracola que acababa de

encontrar, cuando pisó algo con el pie izquierdo que le hizo daño. “¡ Ay!”,  chilló,

mientras se sentaba para mirar si tenía alguna herida en la planta del pie. No vio nada,

estaba bien; pero miró hacia la arena y pudo ver que una de las rocas de la cueva se

habría desprendido con el tiempo y se escondía entre los granos de arena, dejando a la

vista únicamente una pequeña parte. Pero no fue solo eso lo que vio: al lado de la piedra

que había pisado relucía algo que expulsaba humo, y quería saber qué era. Pensó en otra

caracola, y con su pala en la mano, se puso de rodillas y quitó la arena que lo cubría;

 pero no resultó ser lo que él buscaba. Se quedó anonadado, no tenía ni idea de qué era

aquello que tenía delante. Parecía un simple recipiente ovalado de metal o acero, no era

mucho más grande que su mano, pero parecía ser pesado. Intentó agarrarlo en varias

ocasiones, pero se quemaba y lo único que conseguía era elevarlo unos pocos

centímetros del suelo.

Lo intentó con la pala, cogiéndola con sus dos manos; y en verdad consiguió

sostenerlo por unos instantes bastante lejos del suelo. Pudo leer en el dorso dos simples

 palabras inscritas de la peor manera posible: “ Edward Smirrow”. Thomas leyó  despacio

cada sílaba y se preguntó si ese tal Edward viviría en el pueblo, pues había perdido una

cosa que le pertenecía y había que entregárselo. Aunque por el mal estado en el que se

encontraba el objeto, parecía provenir del mar, haber sido arrastrado por la corriente

hasta esa cala.

Lo tuvo levantado demasiado tiempo, los brazos del muchacho estaban

empezando a entumirse por la fuerza que le estaba requiriendo sostenerlo, y sin remedio

alguno dejó que la cápsula rodara por la superficie de la pala hasta caer por el borde.

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Debido al peso, cogió mucha velocidad en su corta caída y cayó en la piedra que

el pequeño había pisado con fuerza. Explotó.

Thomas salió despedido al interior de la cueva.

-  ¡¡Hijo!!

Sus padres se levantaron y corrieron hacia él al escuchar la explosión, mientras

intentaban verle entre el humo, pero era imposible.

-  Thomas por favor, ¿dónde estás? ¿Dónde estás? -se lamentaba la madre mientras

lloraba descontroladamente a la vez que llegaba junto a su marido a la zona

donde se había producido la explosión.

-  ¡Hijo! ¿Dónde estás? -gritaba el padre.

Escucharon un ruido que provenía de dentro de la cueva. Se asomaron y Martha

 pudo ver su cuerpo entre dos grandes rocas.

-  ¡Ahí! -señaló en dicha dirección para que Caleb también lo viera.

-  ¡Ya vamos Thomas, aguanta! -gritó una vez más el padre.

Empezaron a correr hacia el interior de la cueva, y aunque la preocupación era lo

que les empujaba a no pensar en nada más, se iban clavando pequeños trozos de

 piedra, conchas o caracolas que habían sido destrozadas por la explosión.

La mujer se percató de qué tipo de cueva era aquella, oscura y con pequeños

destellos provenientes de las piedras preciosas que dormían entre las rocas desde hacía

años. Para sus antepasados, allí en Blackhall Rocks, dichas piedras habían sido

sagradas. <<La piedra solar>>, la llamaban. Transparente, era usada en la antigüedad

 por los marineros vikingos para divisar el sol y orientarse en días nublados.

-  Estamos aquí hijo, estamos aquí -susurró Caleb al arrodillarse junto al pequeño

cuando llegaron a donde estaba.

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-  ¿Cómo está? -preguntó preocupada-. Dime que respira, por favor, dime que

respira.

Su marido apoyó la oreja en el pequeño y débil pecho del niño.

-  Respira -dijo el padre, y la madre ahogó un grito-, pero a duras penas; ¡hay que

llevarle al hospital ya!

-  De acuerdo, sujétalo bien.

Caleb cogió a su hijo por las piernas con su brazo derecho y por la espalda con el

izquierdo. Al levantarle, vieron que tenía muchísimos moretones, cortes profundos y

heridas llenas de arena. Pero lo que más les llamó la atención fueron los veinte

minúsculos fragmentos de piedra solar que tenía incrustados en el dorso de su mano

derecha, cerca del pulgar.

Siete horas después, en el hospital… 

El doctor salió frotándose los ojos, con cara de cansado.

-  ¿Qué ocurre doctor? -preguntó ansiosa Martha-. ¿Cómo está mi hijo?

El médico se quedó unos segundos más mirando al suelo, sin saber muy bien cómo

decir lo que estaba a punto de decirles.

-  Su hijo está bien, estable. Tienen suerte de que no haya sido una explosión

grande. Salió despedido por su pequeña envergadura, no tanto por el impacto

de la onda de la explosión.

-  Eso es bueno, ¿no? -Caleb forzó una sonrisa, pero al ver que el doctor seguía

con la misma expresión, inquirió-. ¿Qué es lo que no nos está contando?

-  Es muy extraño, Señor Holder. Llevamos horas realizando pruebas y créame que

las hemos repetido todas y cada una de ellas al ver los resultados, pero sigo sin

explicármelo.

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-  ¡¿El qué?! -gritó Martha, harta de no tener ninguna respuesta sólida-. ¿Qué le

ocurre a mi hijo?

-  Es mejor que lo vean ustedes mismos. Acompáñenme, por favor.

El matrimonio compartió una angustiosa mirada y siguieron los pasos del médico,

que les guió por los pasillos del hospital hasta llegar a la habitación en la que se

encontraba Thomas.

-  ¡Hijo! -exclamaron corriendo a su lado y mientras la mujer le acariciaba uno de

sus pómulos, que estaba amoratado, Caleb observó detenidamente que su hijo se

encontraba vendado de pies a cabeza, literalmente; había pocas partes de su

cuerpo sin vendas que le protegieran la piel. Además, vio que tenía escayolada la

 pierna derecha, se la rompería al impactar contra la pared de la cueva. También

reparó en la mano derecha, donde seguía teniendo los fragmentos de piedra

incrustados, pero habían cambiado de color en las últimas horas: ya no eran

transparentes, sino blancos.

-  ¿Por qué no le ha sacado eso de la mano? -preguntó alarmado.

-  A eso es precisamente a lo que me refiero -respondió el doctor.

Caminó hasta la pared que había enfrente de la camilla de Thomas y encendió una

 pantalla en la que estaba enganchada una radiografía de la mano del chico. Al

 principio no parecía nada extraño, pero una vez que lo vio claro, Caleb se acercó a

la pantalla, seguido de su mujer.

-  ¿Qué narices es eso? -preguntó ella preocupada.

-  Al parecer, cuando su hijo salió despedido dentro de la cueva y chocó contra la

 pared, su mano derecha impactó contra una piedra solar, ésta se fragmentó y

quedó incrustada en su piel. Pero lo más preocupante no es eso -dijo enfatizando

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con el tono de su voz-. Hemos analizado la pequeña cápsula de acero que nos

han traído y he de decirles que su hijo ha estado expuesto a una fuerte radiación.

-   No entiendo -dijo el padre, intentando atar todos los cabos sueltos.

-  Mi hipótesis es que la radiación ha hecho que los fragmentos en la mano de su

hijo formen ya parte de él; como pueden ver aquí -el médico iba moviendo la

radiografía como si fuera una imagen ampliada en la pantalla de un móvil-, bajo

la piel, los músculos y los huesos, las piedras han penetrado en las venas y en las

arterias y forman parte de su torrente sanguíneo de tal forma que llegan al

mismísimo cerebro de Thomas.

-  ¿Qué quiere decir?

-  Que esas piedras ahora funcionan como una parte más del cuerpo de su hijo. Si

se las extirpamos podría morir.

Caleb no apartaba la mirada de la radiografía.

-  ¿Y cuál es la solución? -preguntó inquieta la madre.

-   No la hay -respondió el doctor-. Tendremos que esperar a ver el efecto que

dichas piedras provocan en él.

-  Sólo son piedras, ¿no? -dijo el padre-. ¿Qué efecto podrían tener?

-  Son piedras que han entrado en contacto con el cuerpo de Thomas al mismo

tiempo que con una cuantiosa cantidad de radiactividad. Hasta que no pase

cierto tiempo y sigamos evaluando a su hijo, no sabremos qué es lo que puede

llegar a pasar -explicó el médico-. Podríamos estar ante el siguiente nivel de

la evolución humana, ante el nacimiento de una nueva raza.

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CAPÍTULO 1

8 de enero, año 2167 –  Blackhall Rocks, Inglaterra

Wilson. Smith. Brown. Miller. Mace…  Son todos los apellidos inscritos en los

 panteones que veo desde mi coche. Odio el cementerio, ¿a quién le puede gustar venir a

un sitio como este? Panteones familiares hechos del mejor mármol abren paso a mi

camino. En este cementerio no hay nada más, ni lápidas, ni tumbas, ni placas

conmemorativas; sólo enormes panteones.

Es la segunda vez que entro aquí y la verdad es que no guardo bonitos recuerdos

de la primera. Vine con mis padres a rezar en nuestro panteón, y vi que se ponían tristes

al entrar; yo por aquel entonces no comprendía por qué, pero tengo la sensación de que

el número de lágrimas derramadas en este lugar va a aumentar en las próximas horas.

-  ¿Por qué lloras, papá? -le pregunté en su día. 

-   Porque echo mucho de menos a mi abuelo, era muy especial para mí. 

Sus duras facciones quedaban escondidas tras un manto de pesar. Los ojos

ensombrecidos estaban llorosos y el pelo castaño, aplastado contra la cabeza. Su ancha

constitución parecía menor al estar acongojado. 

 Me daba pánico pensar que si un adulto sentía miedo al entrar, una niña como yo

 por aquel entonces no soportaría estar dentro del panteón. Mi padre debió de notarlo. 

-  Venga cariño, dame la mano. Entraremos juntos. 

Perdida en mis recuerdos voy caminando y ya estoy cerca. Cojo las gafas de sol, y

no precisamente para proteger mis ojos, ya que hace un día oscuro y las nubes están a

 punto de romper a llover; sino para que nadie los note rojos e hinchados después de una

noche entera sin sueño y con muchos lamentos.

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Las piernas me tiemblan mientras ando por el césped y quiero culpar a los

tacones, pero en verdad es lo mucho que me pesa la negatividad de cara a afrontar una

realidad que desde hace dos días quiero evitar. Cuando llego al punto indicado me

detengo y aprecio que ha acudido muchísima gente, casi todo la ciudad, demasiada a mi

 parecer.

Me acerco a ellos, miro los sencillos ataúdes y saludo a los presentes con una

mera inclinación de la cabeza, que todos me devuelven al instante.

Fijo mi mirada en un enorme sauce y me pregunto cómo es posible que un árbol

tan fuerte como lo parece este, que estira su tronco hacia el cielo, tenga unas hojas tan

frágiles y flexibles que caen, rompiendo las posibilidades del sauce de llegar más alto,

rozando el suelo. Pienso en el árbol como si fuera una metáfora no escrita que explica

que todo el mundo tiene sus debilidades, y que debido a ellas, a veces no alcanzamos

nuestros sueños.

-  Lo siento mucho, Einare -una voz interrumpe mis pensamientos.

Un hombre de pelo blanco me coge el brazo en señal de afecto.

-  Gracias -respondo, sin querer pronunciar ni una palabra más.

Pero me tengo que resignar, ya que aún me quedan muchos pésames que

agradecer. Se ha formado una larga cola de gente dispuesta a recordarme la muerte de

mis padres una y otra vez.

Después de veinte interminables minutos de condolencias y halagos hacia los

fallecidos, llega el momento de las ofrendas; y me pregunto si cabrán tantas encima de

los ataúdes como personas hay. Como es costumbre, los familiares más cercanos son los

que inician el ritual, y como normalmente cada uno les deja algo personal a los difuntos,

se suele envolver o guardar en sacos pequeños. Primero es mi turno. Me acerco a las

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estructuras de madera y les dejo un solo saco en el que he guardado una copia de todas y

cada una de nuestras fotos, para asegurarme de que no me olvidarán allá donde vayan,

 pase el tiempo que pase hasta que me reúna con ellos.

Al dejar las fotos sobre la superficie, la madera parece abrazarlas; pero estoy tan

cansada y hundida, y la cabeza me atormenta tanto con sus fuertes dolores, que apenas

 puedo apreciarlo por culpa de la borrosidad de mis ojos a causa de las lágrimas.

“ Adiós”, digo con ganas de abrazarme a las piras, como si fueran mi almohada de esta

 pasada noche, y gritar que vuelvan, que no me dejen sola.

Me alejo de ellos muy a mi pesar y vuelvo a mi sitio, donde mi prima Agatha me

acoge entre sus brazos y me acaricia el pelo mientras mis demás familiares van dejando

sus ofrendas. Al tranquilizarme nuevamente un poco, vuelvo a mirar al frente y veo que

un cúmulo de saquitos adorna ya los ataúdes.

Pasados quince minutos, la gente deja de acercarse; al final hay más ofrendas de

las que me esperaba. Por fin se ha terminado esta fase del funeral, ha sido insoportable

ver a gente que ellos apenas conocían dejarles un recuerdo. Pero no puedo quejarme,

aunque muchos de ellos muestren falsas penas, revelan un gran respeto hacia mis

 padres. ¿Pero quién no lo haría? Mi padre era el alcalde de nuestra pequeña ciudad y

debido a nuestras fuertes y antiguas costumbres, todos le deben respeto. Lo que me

 pregunto cada segundo que paso aquí es quién les apreciaba realmente y quién no. Miro

a mi alrededor sin saber resolver dicha pregunta.

Trey, el celador del cementerio, me mira y espera a que le devuelva la mirada y

asienta con la cabeza. Entonces, Trey coge una antorcha que se prepara antes de dar

comienzo al funeral y la hace arder con un mechero. Inmediatamente después se acerca

a los ataúdes y los quema junto con todas las ofrendas.

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La primera llama hace que una última lágrima corra por mi pómulo derecho.

Pensaba que ver arder sus ataúdes no sería tan doloroso como decirles adiós, pero

 pensar en los cuerpos de mis padres desintegrándose juntos bajo esas tapas de madera

hace que desde lo más profundo de mi ser se paralice cada uno de mis músculos y ya no

soy capaz de llorar más.

La humareda que asciende por el oscuro y depresivo ambiente no deja entrever el

cielo. En los reflejos de las llamas y el humo puedo ver todas y cada una de las

imágenes de las fotos que se están quemando junto a sus cuerpos.

Una en la que mi madre sonríe mientras mira de reojo a mi padre, una en la que

yo estoy subida a hombros de mi padre con dos altas coletas recogiéndome el pelo y una

en particular que me obliga a coger una fuerte bocanada de aire antes de seguir

respirando: mis padres juntos sentados en una cama y sosteniendo a un pequeño bebé

que porta una pulserita en una de sus muñecas en la que se puede ver escrito: “ Einare”.

Echaré en falta tantas cosas: los efusivos abrazos de mi padre cada vez que le daba

una buena noticia, los besos de mi madre por la mañana, las películas que veíamos

todos los sábados por la tarde, las breves charlas durante el café de cada mañana… 

Una a una se van yendo las personas del funeral hasta quedar sólo mi prima y yo.

El fuego se ha consumido y delante de nosotras yacen dos montones de cenizas y

 brasas.

Vuelve a ser el turno de Trey y, mirándome de nuevo, espera que le deje proceder.

El hombre se pone unos guantes gruesos y lleva dos pequeñas urnas, una roja y otra

gris, hasta donde están las cenizas.

-   No tienes por qué ver esto, Einare -me dice mi prima, agarrándome los brazos,

casi por los hombros, con fuerza.

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-   No te preocupes. Quiero estar con ellos de principio a fin.

Y entonces Trey empieza a coger cenizas de uno de los montones con una

 pequeña pala y a meterlas en la urna roja. Me dan ganas de vomitar, pues pensar que mi

 padre, un hombre que era alto y fuerte, cabe en ese reducido espacio, me revuelve el

estómago. El celador cierra la primera urna y a continuación se acerca al lugar en el que

mi madre ha sido incinerada y echa sus cenizas en la urna gris.

Para finalizar, Trey se quita los guantes y con sumo cuidado limpia ambas urnas

antes de entregármelas, lo que hace con mucho cariño; pero no me da el pésame. Y en

verdad lo agradezco, no quiero escuchar un solo pésame más y creo que él lo sabe.

Debe de estar tan acostumbrado a observar familiares en los funerales que con el

tiempo ha sabido desarrollar el tacto que cada tipo de persona necesita en un momento

así.

-  Gracias -le digo.

Él simplemente me muestra una mueca de consternación en su cara.

-  Id ya al panteón de vuestra familia, yo limpiaré esto.

Miro hacia los lados por detrás del hombre y puedo ver que aún quedan muchas

cenizas. Y si la idea de meter unas pocas en una urna me ha revuelto el estómago,

desde luego no quiero ver cómo se limpian las sobrantes.

-  Está bien.

Le doy la espalda al celador y mi prima me acompaña hasta la mitad del camino.

-  A partir de aquí prefiero ir yo sola, Agatha.

-  ¿Estás segura?

-  Sí -respondo decidida-. Necesito un momento a solas.

De acuerdo, te espero en la salida del cementerio.

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-  De acuerdo.

Mi prima me da un cariñoso beso en el pómulo en el que aún seguía marcada mi

última lágrima y camina hacia la salida.

Yo sigo mi camino hacia el panteón de mi familia y me percato del sonido que

 produce cada uno de mis pasos mientras ando por el césped al pisar las hojas secas

caídas de los árboles. Rotas como la alegría que se ha resquebrajado en mi interior,

como las fotos que las llamas han quemado hace unos minutos, como mi esperanza, que

se hace añicos cual cristal. Es mediados de enero y siento que el frío cala hoy mis

huesos más que cualquier gélida noche de diciembre; me abrazo con fuerza a las urnas

con la esperanza de que me proporcionen algo de calor, pero en realidad consiguen el

efecto contrario.

Llego a mi panteón y lo observo con los mismos ojos que cuando era pequeña,

 pero con diferentes sentimientos. En su día entré de la mano de mi padre, y ahora me da

miedo aventurarme a entrar sola. La majestuosa construcción de mármol blanco macael,

construida hace setenta y siete años para guardar las cenizas del primero de los nuestros,

está intacta. Los celadores habían sabido cuidarlo durante el paso de los años.

Me encuentro frente a cuatro enormes escalones que ocupan todo el ancho de la

 pared. Es un diseño sencillo, miro hacia arriba y lo único que puedo diferenciar en el

fondo blanco, encima de la puerta, es la Runa Teiwaz , una flecha apuntando al cielo,

debajo de una palabra que por culpa de la perspectiva no leo bien.

Aún sostengo las urnas y están empezando a pesar, mis brazos no aguantarán

mucho más la sujeción de ambos objetos. Con mucho pesar, subo todos los escalones

hasta llegar a estar delante de la enorme valla negra que me dará paso hacia el interior.

Sostengo como puedo las urnas con mi brazo izquierdo, agarro el picaporte y en

vez de escuchar un horrible chirrido que me haga querer taparme los oídos, no escucho

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nada en absoluto. No chirridos, no telarañas, no polvo, no sonidos extraños de los que

no sé su  procedencia… Desde luego, los guionistas de cualquier película zombi no se

han inspirado en este cementerio.

Abro la puerta de la verja para dar el primer paso. Casi se me caen al suelo los

objetos que porto con tanta delicadeza cuando lo primero que veo es una tremenda

cabeza de un dragón enfurecido. Veo que está igualmente toda esculpida en mármol, y

cuando estoy más tranquila, reparo en el hecho de que estoy apretando el picaporte con

fuerza por el susto. Lo suelto y me adentro.

Lo primero que hago es cerrar la puerta e inmediatamente acercarme a una

 pequeña mesa en la que deposito las urnas. Busco en mis bolsillos y encuentro el mismo

mechero que utilizó mi madre para encender las velas aquella vez. Es un zippo algo

viejo, pero aún funciona. Tiene la marca de la runa de mi padre:  Berkana. No quiero

encender estas velas con ningún otro.

Cojo las velas que se encuentran al borde de la mesa y las enciendo una a una

hasta que tengo todas iluminando el lugar. Elijo una e intento abrirme paso por el

oscuro panteón, para lo que tengo que colocar las velas en las cuatro esquinas que hay.

Sólo son las cinco de la tarde, pero las nubes no dejan que los rayos del sol entren por la

verja y aporten un poco de luminosidad a la estancia, por lo que las velas son

fundamentales.

Escucho con fuerza mis tacones, “toc, toc, toc, toc”, como si alguien aporreara  el

suelo desde abajo; el eco hace que el sonido llegue a lo más profundo de mis oídos.

Coloco todas las velas y al finalizar me encuentro en la esquina norte derecha,

desde donde ahora, con toda la luz que me proporcionan, puedo ver con claridad el lado

izquierdo de la cabeza del dragón.

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<<Imponente, espectacular y ostentoso>> son las primeras palabras que me

vienen a la mente, seguidas de <<terrorífico y espeluznante>>. El dragón luce unos ojos

entrecerrados y pequeños en comparación con su enorme boca, que tiene abierta,

dejando al descubierto cuatro dientes afilados que hacen las veces de barrera de una

 bífida y larga lengua. Las facciones no son redondeadas ni están suavizadas, sino rectas

y cuadriculares, dando la impresión de ser aún más temeroso. Busco sus orejas y en su

lugar encuentro dos cuernos que le llegan hasta la mitad del cuello y que al final se

retuercen en una elegante espiral. Continúo mi observación y llego hasta el final del

cuello del dragón, donde se fusiona con la cubierta de un barco.

Antiguamente era típico que los vikingos adornaran las rodas de sus barcos con el

dorso de un dragón; y este era el mismo caso. No es un barco muy grande, pero si sigo

la línea de su cubierta hasta el final, encuentro la cola del mismo ser, grande y retorcida,

como sus cuernos. Es como ver una perfecta representación de un barco de aquella

época, sólo que este está hecho de mármol blanco macael, al igual que todo lo demás en

esta sala.

Me acerco un poco más a la estructura y es exactamente igual a como la

recordaba. Lo único que se puede apreciar es la cubierta del barco junto con la cabeza y

la cola del dragón, como si la embarcación se hubiera hundido en el propio suelo del

 panteón hasta sólo quedar visible el trancanil.

Empiezo a recordar cómo mi padre me tranquilizó aquella vez que entramos aquí

hace tantos años:

-  ¿Por qué construyeron esto dentro de nuestro panteón, papá? 

 Mi padre me miró con dulzura, aprobando el hecho de que siempre fuera tan

curiosa. 

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-   Porque nuestros antepasados, los vikingos, tenían por costumbre incinerar a sus

difuntos en pequeños barcos que construían para cada ocasión y dejar que sus

almas viajaran por el mar -me explicó-. Hoy en día seguimos honrando esa

costumbre de una manera más actual. Construyeron la cubierta de este barco en

medio del panteón para que todas las urnas que descansan a su alrededor se

 sientan como en casa. 

-  ¿Y nosotros entonces, por qué venimos aquí? 

-   Para hablar con ellos y saber que están bien; para rezarles. 

Yo seguía sin entender nada. Mientras hablaba con mi padre, mi madre había ido

encendiendo las velas. En cuanto terminó, los tres subimos los dos pequeños escalones

que se encontraban a babor del barco para sortear el trancanil y cuando estuvimos en

cubierta observé que estaba llena de cojines blancos. Mis padres se sentaron en ellos e

inmediatamente después entraron en un estado de silencio absoluto a la vez que

cerraron los ojos. Yo no lo hice, los observé con detenimiento todo el rato que

estuvimos dentro. 

Sin darme cuenta, me he dejado llevar por mis memorias y he ido imitando los

 pasos que di con ellos aquel día. Cuando he querido despertar de mi ensoñación, ya

estaba en la cubierta del dragón, sentada en un cojín; como ellos.

Miro a ambos lados del barco y veo una balda a cada lado, donde están todas las

urnas de mis familiares; cada una con una chapita en la que se leen sus nombres. Ocho a

la derecha y ocho a la izquierda. En la primera, empezando por la derecha, está

“Thomas Holder ”, el primero de los nuestros, en una llamativa urna amarilla junto a su

esposa, cuyas cenizas están guardadas en una urna gris. Continúo la fila de urnas y me

 percato de que estas son lo único que le aportan algo de color al lugar, haciendo que los

ardientes colores y los grises contrasten con el blanco marmóreo.

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Las urnas grises para los humanos. Las de colores para los nuestros.

Sigo leyendo todos los nombres hasta que termino con el último a mi izquierda

y entonces dirijo mi mirada al frente, donde veo una balda aún vacía, recién

construida para mis padres. En uno de sus bordes puedo ver dos pequeñas chapas con

sus inscripciones: “ Louis Morgan” y “ Melisa Morgan”. Miro hacia la mesa donde he 

dejado las urnas y decido bajar de la cubierta.

Las cojo y mi pulso empieza a ser irregular, tiemblo con cada paso que doy

hacia el sitio donde mis padres pasarán el resto de la eternidad. Los dejo encima de

la balda, cada uno encima de su respectiva chapa: mi padre a la izquierda y mi madre

a la derecha.

- Os echaré de menos -digo mientras acaricio las inscripciones. Busco en

mis bolsillos y de uno de ellos saco el mechero-. Os lo dejo aquí con

vosotros, para encender las velas siempre que venga a veros -

inevitablemente vuelvo a llorar, me cuesta incluso hablar en alto después de

tanto silencio-. Os quiero.

Me doy la vuelta, sorteo la cabeza del dragón y agarro de nuevo el mismo

 picaporte que hace unos minutos; pero esta vez para cerrar la verja. Y aunque me

cuesta alejarme porque este panteón ahora mismo es como un imán de un polo

opuesto para mí, lo dejo atrás y doy unos cuantos pasos en dirección a la salida. Pero

aun así me doy la vuelta para admirarlo una vez más, y esta vez sí que puedo leer la

 palabra que adorna, encima de la Runa Teiwaz , la entrada del panteón de mi familia:

“ Lodurs”.

Odio ser un Lodur .