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Eugenio Falsina Dios no defrauda nunca (Traducción del italiano de p. Pío Suárez B., s.m.m.) 1999 1

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Eugenio Falsina

Dios no defrauda nunca

(Traducción del italiano de p. Pío Suárez B., s.m.m.)

1999

PRESENTACIÓN

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Esta nueva biografía de san Luis María Grignion de Montfort (1673-1716) sale a la luz en el 50 aniversario de la canonización del gran misionero y maestro de espiritualidad (20 de julio de 1947), en un momento en el que doctrina ha alcanzado nueva actualidad en la vida de la Iglesia.

En este último medio siglo, en efecto, se ha comprendido mejor cómo la espiritualidad mariana propuesta por Montfort debe y puede ser una senda privilegiada para llegar a una vivencia profunda del Evangelio, al reasumir los ejemplos y enseñanzas profundos de Jesucristo y presentar las actitudes interiores necesarias a todo auténtico cristiano.

Algunos acontecimientos de la vida actual de la Iglesia, tales como la celebración del Concilio Vaticano II y el Pontificado de Juan Pablo II, han vuelto a colocar en la atención de todos, una devoción "tierna y verdadera" a María, como diría Montfort. Una vía mariana a Jesucristo y a la Iglesia, arraigada en la Palabra y en la tradición, teológicamente bien fundada, alejada de exageraciones sentimentales, pero expresada con sentimiento, traducida en actitudes de verdadera fe y compromiso eclesial, inserta en la historia de los hombres y mujeres de nuestros días. En particular durante estos años de transición: pasamos de un siglo a otro; entramos en el tercer milenio, en rápida sucesión nos encontramos ante nuevas mentalidades y culturas, ante diversidad de estilos de vida, ante cambios en el sentir y en los valores morales.

El Autor de esta biografía ha querido reconstruir la época social y eclesial en la que vivió Luis María de Montfort, para enseñarnos cómo han enfrentado los santos la realidad de su tiempo, con los pies en la tierra y muy inmersos en los problemas del hermano, pero también y sobre todo con la mirada vuelta al cielo, a ese Dios solo que Montfort asumió como su primera y última razón de vivir. "Tengo un Padre en el cielo que nunca me defrauda" (Carta 2). Luis María escribió esta frase en carta a su tío sacerdote, en un momento en que todo en torno a él parecía derrumbarse. Y fue siempre el Dios Providencia quien sostuvo al misionero en las grandes cruces, en las incomprensiones y en las persecuciones.

Los santos son gigantes de la historia precisamente porque viven de la fe. Su vida, aun cuando no se manifieste en obras grandiosas, aparece como extraordinaria, gracias a la fuerza de su esperanza en Dios. Y la caridad vivida como amor a Dios y a los hermanos es el alma de todas sus acciones. La experiencia de Grignion de Montfort estuvo marcada con frecuencia por lo extraordinario, pero esto no lo aleja de nosotros, sino que, por el contrario, lo vuelve apasionadamente íntimo para cada uno. Su búsqueda de la voluntad de Dios fue continua. A veces el camino se hizo para él largo y fatigoso, antes de entrever la luz, perfectamente, como para nosotros, en las complejas circunstancias de la vida moderna. Su paciencia en las cruces fue admirable; la fuerza con la cual se dedicó a predicar el Evangelio fue incesante, hasta agotar su existencia en solos 43 años de vida.

Pero ¡el secreto de la vida de Luis María fue siempre el "camino de María" que lleva hacia Dios solo! Vivió en abandono total a la santísima Virgen, para ser obediente a la voluntad del Padre del cielo; la tomó por modelo de toda virtud para asemejarse

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perfectamente a Jesucristo; la sintió incondicionalmente como madre, que sostiene y protege en el empeño de vivir en el Espíritu. Y quiso enseñarnos también a nosotros este "camino fácil, corto, perfecto y seguro" (Tratado de la Verdadera Devoción a la santísima Virgen, 152). Un camino que tantas grandes almas han recorrido en el pasado y muchos, en el pueblo de Dios, siguen recorriendo todavía hoy, silenciosa pero eficazmente.

Eugenio Falsina conoce bien a Grignion de Montfort. Desde siempre ha estudiado sus escritos, ha visitado los lugares en que vivió el santo, conoce su historia y su cultura. Por muchos años incluso ha practicado personalmente la predicación popular, con entusiasmo y éxito, dedicándose totalmente inteligencia, corazón y estilo a un servicio digno de la Palabra de Dios, experimentando la fuerza de la conversión que ella ejerce todavía hoy en los corazones bien dispuestos.

Ha aplicado estas cualidades a la composición de la presente biografía. El contenido es denso y fascinante; la construcción del relato envuelve al lector; el estilo es brillante. No están ausentes las precisiones históricas, algunas del todo nuevas. Tampoco es posible dudar de la erudición del escritor. Pero sobre todo y es lo que más cuenta y vale se transparenta en cada página el amor del autor al santo a quien desea dar a conocer y hacer amar.

Y nosotros deseamos todos los éxitos a esta obra de Eugenio Falsina, que se entrega a la imprenta en el 50 aniversario de la ordenación del autor, que tuvo lugar por consiguiente en el mismo año de la canonización de san Luis María Grignion de Montfort.

p. BATTISTA CORTINOVIS, s.m.m.Superior Provincial para Italia

SIGLAS Y ABREVIATURAS

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ASV = Archivo Secreto Vaticano, Procesos.

BAC = San Luis María Grignion de Montfort, Obras,Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 1984.

BM = BESNARD, Charles

La vie de messire Louis Marie Grignion de Montfort, Documents et Recherches, vol. IV, Centre International Montfortain, Rome 1981.

BML = BESNARD, Charles

La vie de la soeur Marie Louise de Jésus, première supérieure des Filles de la Sagesse, Documents et Recherches, VII, Centre International Montfortain, St Laurent s/Sèvre, 1994.

CRONICAS = AGATHANGE, soeur (Caroline Nogues)

Chroniques de la Congrégation de la Sagesse, manuscrito 1851, Arch. La Sagesse, Roma.

DRB = BLAIN, Jean Baptiste

Abrégé de la vie de Louis Marie Grignion de Montfort,Documents et Recherches, Centre International Montfortain, Rome 1973.

DRG = GRANDET, Joseph

La vie de messire Louis Marie Grignion de Montfort, Missionnaire Apostolique, Verger, Nantes 1724, Documents et Recherches, X, Centre International Montfortain, St Laurent s/Sèvre, 1994.

OC = Oeuvres complètes de Saint Louis Marie Grignion de Montfort, Ed. Du Seuil, París 1966.

PAUVERT = PAUVERT, Abbé

La Vie du Vénérable Louis Marie Grignion de Montfort, Missionnaire Apostolique, Fondateur de la Compagnie de Marie et des Filles de la Sagesse, Oudin, Paris, Poitiers 1975.

"Tengo un Padre en el cielo que nunca me defrauda." Luis María Grignion de Montfort escribió esta frase en carta a su tío sacerdote, en un momento en que todo en torno a

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él parecía derrumbarse. Los santos son gigantes de la historia precisamente porque viven de la fe. Y la caridad como amor a Dios y a los hermanos es el alma de todas sus acciones. El secreto de la vida de Luis María fue siempre su relación íntima de confianza total en la Virgen María y con ella, camino que conduce al Padre; él la tomó por modelo para asemejarse perfectamente a Jesucristo; la sintió como madre, que sostiene y protege en el empeño de vivir en el Espíritu. El Autor de esta biografía conoce bien los escritos, los lugares, la historia y la cultura de Montfort. Y ha querido reconstruir su época social y eclesial, para confirmar cómo han enfrentado los santos la realidad de su tiempo, con los pies en la tierra y muy inmersos en los problemas del hermano, pero también y sobre todo con la mirada vuelta al cielo, a ese Dios solo que fue para Montfort primera y última razón de su vida.

Eugenio Falsina, sacerdote, vinculado espiritualmente con la Familia Monfortiana. Natural de Bergamo, Italia, vive desde hace más de treinta años en Roma y es un apasionado estudioso de Montfort. Fuera de sus múltiples compromisos de actividades pastorales, a las que ha estado dedicado durante muchos años, es actualmente inspirador y profesor del Instituto de Ciencias Religiosas de los Castelli Romani, en Frascati. Ha realizado diferentes traducciones al italiano de las obras de san Luis de Montfort.

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PRIMERA PARTE

Capítulo 1 - Siempre es difícil desembarcar

«...Teníamos que embarcarnos en La Rochelle, pero el día de la partida permanecía siempre incierto. El señor Clemenson en cuya casa habitábamos (Montfort y yo) en ese entonces, nos informó haber sabido de fuente segura que habíamos sido vendidos a los de Guernesey. Montfort no tomó en cuenta semejante noticia; yo, en cambio, la consideré con gran atención. Me preocupé por describirle con nubes oscuras el gravísimo peligro en el cual nos iba a precipitar a todos los que lo acompañábamos. Hizo cuanto pudo para convencernos de que lo que nos habían dicho no sólo carecía de fundamento, sino que no tenía visos de verdad; que era un invento de los enemigos de Dios y del bien de las almas para aterrorizarnos e impedirnos por ese medio viajar a las isla a trabajar en la conversión de los pecadores a la cual habíamos sido llamados. Añadió que si los mártires hubieran sido tan cobardes como nosotros, jamás habrían conquistado la corona que tienen en el cielo. Le repliqué que nosotros no teníamos el valor de los mártires y menos aún el suyo y que me alegraba de no haberle secundado aquella vez en Cambón...

Al verme tan resuelto, accedió...

Aconsejáronle ir a Les-Sables-d'Olonne, porque afirmaban que allí encontraríamos ciertamente embarcaciones dispuestas a llevarnos a la isla. Consentimos en ello; pero cuando llegamos, no nos fue posible encontrar a alguien dispuesto a embarcarnos, porque desde hacía quince días la isla estaba rodeada por todos lados de piratas de Guernesey.

Entonces nos vimos obligados a ir a Saint-Gilles...» (DRG, 113).

Era el doce de febrero de 1712.

Sólo separaban a Saint-Gilles de la Isla de Yeu unos treinta kilómetros de mar abierto, pero eran kilómetros de miedo y terror para cualquier tripulación por valiente que fuera.

La Isla de Yeu era una corona de escollos que se levantaba en torno a una llanura de pastizales y viñedos, en parte abandonados, donde podían resistir pocas familias dedicadas al pastoreo y algún centenar de cabras de porte isleño capaces de digerir aquella hierba salina y calcinada.

Una isla bretona desprendida, luego de cierta misteriosa conmoción, de la ruda península, como una lágrima ante el continente: rocas de Bretaña frente al verdor de la Vandea, la aspereza frente a la suavidad del verdor imperante. Los pastizales y

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viñedos avaros ya con los dueños de casa, eran demasiado deseados por quienes llegaban a la isla para robar y saquear. La isla esperaba del mar la vida y la muerte. La vida llegaba con los navíos escandinavos, irlandeses u holandeses, cargados de quesos, de mantequilla, carnes y pescado salado y con las naves mercantes repletas de aguardiente de Hendaye, o con los de España y Bayona repletos de frutas. La vida llegaba de las fantásticas islas americanas a la vetusta alma soñadora de los bretones isleños, vida embriagadora y sobremanera adecuada a la amplia respiración de los corazones y de las fantasías.

Pero del mar llegaba, cada vez, con mayor frecuencia la muerte. Entre las escolleras del lado sur, volcadas hacia el Atlántico, en la costa salvaje, como la llamaban, había siempre y con mayor frecuencia cada vez, cadáveres que rescatar, cuando los huracanes destrozaban el hervidero de las aguas, peligrosas y engañosas, incluso en los días de bonanza, y feroces en los días de tempestad. La Isla de Yeu era la primera barrera contra la cual se estrellaba furioso el océano en su carrera hacia la tierra firme. Y eran siempre muchos los cadáveres lívidos y destrozados que había que acompañar en dolientes cortejos entre los túmulos y los dólmenes de la prehistoria, por el sendero milenario de las tumbas.

Pero desde hacía algún tiempo la muerte era más asidua. A saber, desde cuando los piratas de Guernesey desacorazaban en torno a la isla, desde que la rodeaban bloqueándola estrechamente. Algunos dicen que a causa de las guerras españolas de sucesión, otros que a causa de los calvinistas en busca de tenebrosas venganzas. Quizás la verdad es más bien la del hambre inveterada que ha desencadenado sobre los mares del globo la oscura aventura de los bucaneros y filibusteros. Los piratas eran siempre ladrones y salteadores que izaban el negro estandarte de la rapiña, capaces de apoyarse en excusas políticas y hasta religiosas para justificarse y para ampliar todavía más el derecho de robar, capturar, quemar, matar...

La Isla de Yeu estaba en la ruta de todos los navíos mercantes entre Inglaterra y España, en las cercanías del estuario de Nantes, de La Rochelle e incluso de Burdeos. Tener la isla bajo control significaba tener en la mano el tráfico más importante del Atlántico. Los piratas estaban de guardia en constante acecho o bajaban a tierra en los días de poco trabajo a tomarse un leve reposo, al menos como lo harían los turistas en busca de sol tres siglos más tarde; los bandidos concienzudos no perdían tiempo en perezear y salían de cacería para no perder oportunidad de entrenamiento.

El biógrafo de Montfort, Grandet, de quien hemos tomado algunas páginas del relato de un socio del misionero, el P. des Bastières, habla sin más de éstos cuando refiere que en la isla vivía una población "salvaje", cosa que no hubiera podido decir de los isleños. Estos eran gente envilecida, incapaz. Mientras habían estado en pie las formidables torres normandas y los castillos de la señoría de La Garnache, se habían sentido invencibles; pero cuando el magnífico Rey Sol, en 1699, había mandado derruir toda fortaleza, sólo por no disponer de soldados para defenderlos, los habitantes se habían sentido defraudados del derecho de vivir, de protegerse, de salvaguardar las casas, los pastizales, los hijos y las mujeres. El envilecimiento, la desesperación se

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hacían más vivos al recordar las épicas batallas de siglos anteriores: sólo en 1551 la isla había estado a la cabeza, y victoriosamente, de la coalición de españoles e ingleses.

Cosas de otros tiempos, del pasado.

Y cuando los monjes irlandeses habían construido los grandes conventos, ¡qué paz!, ¡cuánto trabajo!, ¡ah!, entonces... En aquellos tiempos se podía orar, amar a Dios y ser en serio buenos cristianos, porque la religión hacía más caliente el sol en la esperanza y en la seguridad. Hoy quedaban las vetustas iglesias que hablaban de Dios y muy pocos sacerdotes. Tampoco el obispo de Luzón había llegado durante los últimos veinte años hasta estos diocesanos suyos, tanto que parecía haberse hasta olvidado de que existían. Los vetustos campanarios, cuando repicaban, daban sólo sones luctuosos o de alarma. Donde habían resonado un día los gritos festivos de un trabajo tranquilo, hoy se escuchaban las blasfemias y las dolientes canciones de los filibusteros.

En 1712, en la Isla de Yeu se llevaba una vida melancólica, llena de imprevistos, de eventos afortunados y de catástrofes dolorosas. La pobreza se extendía siempre más, y el número de los pobres aumentaba continuamente. Faltaban el pan y el techo, el empleo y, por lo mismo, las ganancias. La comunidad parroquial no alcanzaba a responder a todos y con un decreto del gobernador (1709) se había bloqueado la llegada de nuevos pobres, náufragos o asaltados. Tras ese decreto se había llegado al punto de embarcar a la fuerza a todos los mendigos que no lograban probar que eran nativos. La tierra que los había salvado no podía perderse ella misma y condenarse a morir de hambre junto con ellos. Centenares de personas, familias enteras fueron así trasladadas al continente a sumarse a los muchos millares de personas hambrientas en busca de pan, en el continente, mejor, por el camino hacia París, a tender la mano a los harapientos y a los caminantes entre decenas de ricos que se taparían la nariz para no sentir el tufo del hambre o en las grandes cabañas de los hospitales siempre más congestionados e insuficientes. ¡Qué triste arrastre tenía el manto real de Luis XIV!

Pero, incluso sin pobres de importación, no florecía la vida. La isla era un baluarte frente a Francia y sus habitantes sabían que lo eran. Hubieran podido burlarse de la lucha piratesca y hacerse piratas ellos mismos; pero eran bretones y el bretón era un trozo de tierra del oeste trabajada por el arado de los monjes. Aunque la cruz se había extinguido y olvidado, el antiguo fondo moral se mantenía en pie.

En su aislamiento eran capaces de pensar en aquellos que el peligro convertía, al punto, en hermanos. En la flecha del campanario de San Salvador izaban una bandera roja que avisaba a los navegantes a fin de que escaparan a tiempo. Y si alguno no lograba huir, la gente bajaba hasta la playa, entre las piedras y rocas, a dar aliento, y si era necesario a prestar una mano. Resurgía el ardor de prestar ayuda, la energía de combatir, y hervía la sangre, los niños gritaban y las mujeres lloraban.

Los antipiratas, los corsarios de Nantes, conducidos por el generoso Juan Vié, lo sabían y lo narraban. Pocos días antes de la misión monfortiana, el 25 de enero de 1712, también el capitán de la Jannette de Bayona lo contaba en el libro de bitácora; y un

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mes más tarde lo testificaba para la posteridad Felipe Dugué capitán de la Bonne aventure.

No eran pues, no, una población "salvaje", querido padre Grandet. Eran sólo una población tratada salvajemente. Por todos. Comenzando por el rey y terminando por los piratas de Guernesey. Y quizás por los sacerdotes. Claro, no eran santos, es cierto. Sabían, dada la ocasión, si podían aprovechar de cualquier botín, dedicarse a la bebida y las comilonas históricas. Sabían pecar, y con gusto: al menos al igual de quienes habían vivido e iban a vivir donde no había piratas. Pero estaban atentos a las llamadas al perdón, a las peregrinaciones, las penitencias, las predicciones bien hechas que les llevaban a golpearse el pecho.

Con el 11 de febrero de 1712 y durante toda aquella cuaresma, iba Montfort a tratar de convencerlos de que eran pecadores, con sermones sobre la penitencia, a revisar su cristianismo un tanto isleño, y, sobre todo, a animarlos y perdonarlos. El célebre misionero enviado por el obispo de Luzón, llegaría del continente, y ellos lo aguardaban. Si los piratas no hubieran reforzado la guardia y arreciado el bloqueo, hubiera bastado con tender el oído a la campana de la iglesia parroquial de Port-Breton y, a sus sones, ponerse en marcha hacia el templo para escuchar la predicación, golpearse el pecho, regresar conmovidos y cautelosos a reiniciar el cristianismo de los antiguos monjes. Pero con los piratas que merodeaban a sus anchas en torno a la isla, la llegada del misionero y de su grupo auxiliar no era tan segura. Quien había llegado con la noticia la semana anterior, había anunciado a dos sacerdotes y un puñado de laicos, y había asegurado que se trataba de gente bretona o vandeana. Gente con la que podían entenderse, gente de los suyos. Rostros nuevos, un tanto más cristianos, que inspiraban confianza y tranquilidad.

Los habitantes de la isla estaban hastiados de ver girar las pelucas teñidas de los enviados reales, envueltos en ricas chaquetas recubiertas de alamares y medallas y botones, aptas para hacerse ver un tanto más bajas sólo cuando, en la frecuentes inclinaciones protocolarias las espadillas del comando daban una ojeada al séquito. ¡Esos no eran los salvadores de la isla! Hablaban bien, pulidos, estirados, eruditos, sentenciosos, pero ¿quién los entendía? En verdad, algo daban a entender siempre con el gesto extraño y temido de los dos dedos de la derecha que indicaban, restregándose perentoriamente, necesidad de dinero... Pero los pastores de la isla hacía tiempo que no mantenían cordiales relaciones con el dinero. Esa gente, cuando hablaba, junto con el dinero pedía siempre algo más: las mujeres tenían que ingeniárselas para poner al seguro a sus hijas, y los hombres para proteger a sus esposas, y el buen Dios para esconder a los hombres. Con aquella gente era imposible ponerse de acuerdo. Poco más o menos –¿quizá más?– que con los piratas de Guernesey.

En la isla tenían necesidad de Dios, claro que sí; pero de un Dios que se hiciera representar bajo un aspecto abordable, bueno, comprensivo. El misionero anunciado era un bretón, un buen gigante de maneras quizás un tanto extrañas, pero siempre abiertas y cordiales. No era rico, y esto lo acomodaba aún más a su estatura. No era

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portador de teorías de salón, sino que enarbolaba todavía las antiguas banderas de la cruz y del rosario, con un lenguaje que se iba metiendo en el alma. Y, además era un hombre santo: y los santos misioneros, sobre todo bretones, tenían un firme ascendente ganado como conductores y líderes de masas.

En esos primeros días de febrero, los habitantes bajaban a menudo al puerto a espiar la llegada de una goleta, de un navío, de un pesquero, de una barcaza cualquiera, con el anhelado misionero. Y con el misionero esperaban la llegada de Dios, del viejo Dios enemigo de los piratas y de los prepotentes, amigo de los pobres y de los abandonados.

Y Dios no podía fallar a la cita con los de Yeu, fijada para el 11 de febrero del año de gracia de 1712.

«Nos vimos obligados a ir a Saint-Gilles, a tres leguas de Les-Sables; pero también allí los marineros nos dijeron lo mismo que los de Les-Sables-d'Olonne; es decir, todos se rechazaron a darnos un pasaje de manera que ya estábamos a punto de regresar a La Rochelle.

Montfort estaba mortificadísimo; yo, en cambio, increíblemente feliz. Poco antes de emprender el camino de regreso, Montfort hizo un último intento y logró encontrar al dueño de una chalupa a quien dirigió tantas y tantas súplicas e hizo tantas y cuantas promesas –entre otras la de que no sucedería nada y que no se correría peligro alguno ni nos capturarían...– que aquel valiente se decidió finalmente a llevarnos.

Tuvimos, pues, que embarcarnos de carrera al día siguiente.

Habríamos recorrido unos veinte kilómetros, cuando descubrimos dos navíos piratas de Guernesey que apuntaban a velas desplegadas sobre nosotros; para colmo teníamos el viento en contra y sólo avanzábamos a fuerza de remos.

Toda la tripulación empezó a gritar: "¡Nos alcanzan!, ¡Nos alcanzan!", con gritos lastimeros, capaces de destrozar los corazones más rudos.

Entre tanto Montfort entonaba canciones con mucho ardor e insistía para que lo acompañáramos en el canto, cuando nosotros teníamos más ganas de llorar que de alegrarnos y habíamos quedados mudos de espanto. Entonces nos dijo: "¡Bueno!, ya que no son capaces de cantar conmigo, recitemos juntos el rosario." Con el fervor posible en un momento como ese, fuimos respondiendo las avemarías. Al terminar nos dijo Montfort: "No tengan miedo, amigos míos; María, nuestra buena Madre nos ha escuchado, ya estamos fuera de peligro."

De hecho nos encontrábamos a tiro de cañón de los navíos enemigos, tanto que un marinero observó: "¿Sí? El enemigo nos hundirá el barco: preparémonos a hacer encadenados el viaje a Inglaterra". Montfort replicó: "Tengan confianza, amigos, ¡el viento cambia!"

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Un instante después de estas palabras, vimos a los dos barcos enemigos cambiar de rumbo, el viento había cambiado tan fuertemente de dirección. Así nos alejábamos mucho los unos de los otros. Recuperamos el aliento y la alegría...» (Del relato de Pedro Des Bastières, DRG, 113-116).La isla de Yeu, ya a pocos centenares de metros, los estaba aguardando. Los habitantes alineados en masa sobre la costa los saludaban ya llenos de júbilo, por más que antes habían estado temblando. Esta vez por lo menos, en una escena diez veces repetida, los pastores no habían sido espectadores, sino parte de la acción, porque la proa de la barca se dirigía hacia ellos. Con los ojos bien abiertos a lo increíble y bañados en lágrimas, miraban a aquel hombre gigantesco que se alzaba entre la multitud festiva. Venía finalmente a ellos y para ellos. ¡Lo había logrado! Realmente Dios estaba con él.

Mientras el Magníficat, en doble coro, se elevaba sobre el agua, en pie con los brazos tendidos para sostener una estatuilla de la Virgen, el misionero se preparaba a tocar el suelo de la isla...

...Pero ese día la Isla de Yeu representaba a Francia. Nunca le había sucedido una representación tan inmediata de la propia tarea y de la propia misión.

Francia... una isla también ella, recortada del resto del mundo en un momento particular de la historia. Una isla desmantelada, sin defensas, por un galicanismo imperializante por culpa de quienes hubieran debido defenderla; un país donde las aventuras piratescas del librepensamiento, del jansenismo y del coletazo de aberraciones menores iluminístico-racionales podían libremente saquear, subvertir.

Luis María había nacido para zarpar en busca de un puerto, de una playa. Para llegar a ella había pagado grandes contribuciones a su gente, sacrificando su libertad para ponerse a disposición de todos, renunciando incluso a su propio nombre para colocarse al alcance de muchos, sin hacer pagar nunca por el largo caminar, correr o zarpar.

Quizás ese día, mientras ponía el pie en la isla de Yeu, con los ojos del bretón soñador nunca muerto en él, pensaba una vez más en los capítulos de su vida pasada en zarpar sin descanso.

Capítulo 2 - La tierra y la casa

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En el organismo de la vieja Europa, Bretaña es una cuña de roca sembrada en el mar. Los antiguos, aun antes de que existieran países y ciudades la llamaban armorique o tierra del mar. Desmedido promontorio, última playa de la civilización latina, es en el extremo del mundo, es el finis terrae o Finisterre.

Bretaña. Ojo dilatado para recoger los últimos rayos del sol muriente sobre las aguas sin fin. No hay lugar en Europa donde las auroras se retarden más, pero tampoco hay lugar donde los ocasos sean más solemnes, más melancólicos y llenos de sentimiento que Bretaña. Tierra, pues, de la tarde, porque sus tardes son maravillosas en el rojo reverberado del mar que hace brillar sobre la ya dormida Europa. Tierra de la tarde, donde la realidad se funde y se esfuma en el sueño, y donde los sueños se viven como realidades.

En el interior del promontorio, más allá de las rocas enquistadas y basálticas, la ceinture dorée, el cinturón dorado es fértil y cultivado. Los poblados se colocan uno al lado del otro alzando orgullosos campanarios a lo largo de los caminos que llevan al oeste. Los campos componen un abigarrado ajedrez de vivos colores, punteado de encinas y rocas escarpadas cubiertas de hierba, marcado por la cinta de los ríos. Y donde se accidenta el terreno, se abren románticos valles donde el correr de las aguas ejecuta arpegios de fábula. Aquí y allí, arrugadas por manos imposibles, las montañas que en realidad no son montañas, tienden el granito al sol, al viento, a la historia. La zona de las colinas es el argoat, la tierra de los bosques, la tierra de los mil imprevistos y contrastes: junto a las ensenadas secretas, a los ángulos umbrosos, a las idílicas fuentes, a las tristes y desoladas llanuras.

El bosque ha sido el segundo dique después del océano del oeste que se alza hacia el oriente para separar a Bretaña de la Europa de ayer, permitiendo a las poblaciones una civilización propia, una lengua propia, un pensamiento propio, una espiritualidad propia.

Los espíritus de las montañas, los tussed ar ménè, han sido fieles a su escucha, ...

La historia de Bretaña que nos interesa, comienza con el desembarque de pocos monjes irlandeses en la costa de la Mancha. Con los monjes, los bretones empezaron a reunirse y trabajar para prepararse la tierra de hoy. Disonaban aquellos monjes entre los bosques y los pantanos, más las almas que los terrenos; y en torno a las celdas de los santos, crecieron casas, haciendas, ciudades y puertos, oficinas, fortificaciones y castillos. Y en el corazón de cada conglomerado se alzaba solemne la voz poderosa de los monjes a orar, a reconfortar, a dictar leyes indiscutibles y sabias. Duces populorm ad vitam, guías de los pueblos a la vida: denominación que sintetiza el carácter sagrado y profano de su presencia en esa tierra, porque son los fundadores de una civilización y de un progreso, de los santuarios, de cavernas y de las celdas otrora habitadas y en las que el tiempo sólo ha extendido mayor veneración y leyenda. Y desde allí también hoy dictan leyes, congregan a los pobres, llaman la atención para que Bretaña no sea indigna de ellos.

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La civilización armoricana se hizo cristiana, sea cual fuere la pátina que el tiempo y los hombres hayan tratado de echarle encima. Es una civilización que se puede estudiar, saquear en sus tesoros de experiencia y de folklore, pero que no puede agotarse en su profundidad. La antigua parroquia de los monjes se volverá comuna, construyendo nuevas casas e iglesias, es decir, cambiará de nombre pero no traicionará su origen. El evangelio dictado en aquellos tiempos remotos podrá ser editado en elegantes últimas ediciones, pero jamás perderá el vigor y la severidad de entonces.

Dicen que los bretones son testarudos y rebeldes. Porque son un pueblo que se hizo a sí mismo y porque por sí mismo ha sabido sobrevivir a la furia desencadenada del océano y a las olas más temerosas aún del este, de los hombres y de losa regímenes; porque como las eras y las épocas los excavaron en antros y cavernas, así la idea-luz del cristianismo la colmó de historias y de fe. Es un pueblo acostumbrado a recoger detritus y misterios, amontonándolos sobre la playa; los enfers de la historia han sepultado civilizaciones y generaciones; los zuecos han marcado a cada instante el ritmo sobre los guijarros del pavimento. La Bretaña de hoy adensa en un canto las ideas ajenas, recoge en sus antros los lamentos descompuestos de los nuevos evangelios, mientras sus sabots marcan siempre con el tiempo, el paso de todos los profetas y de todos los errores para permanecer en la Bretaña de siempre.

«Monseñor, le juro delante de Dios que preferiría mil veces ir a la cabeza de un millón de jabalíes que al mando de este pueblo...», escribía el duque de Narbona a Francisco II. El individualismo bretón no gusta de la coerción gregaria ni de la imitación impuesta. Incluso en el grupo, el hombre de Bretaña es él mismo, y, por lo tanto, por ser individuo, no siente que tenga que adaptarse a ser montonera. Más aún, le confiere a la masa un rostro, una palabra, una orientación de la propia convicción. Es el mismo siempre y en todas partes, entre la propia gente y en la inmensa París. Aparecerá quizás raro, extraño, anticonvencional, hereje de las buenas maneras y será definido con el término jocoso, admirado y despreciado, de bretón.

Incluso en su religiosidad no es un fanático irracional ni un amorfo rutinario. Posee un sentido propio de Dios y de la vida, y combina la convicción con la rapidez y la profundidad de un neófito. En efecto, alguien afirmaba:

«Si yo supiera mucho, querría tener la fe del campesino bretón; y si lo supiera todo, querría tener la fe de la campesina bretona.»

Basta atravesar la región para convencerse de la importancia del influjo religioso en la vida: en cualquier cruce de caminos, hasta en lo más escondidos, una cruz de granito con un Cristo de duras pero expresivas facciones, rodeado de personajes que le florecen en los brazos y a los pies de la cruz. Que no es una representación muy fiel al evangelio, de acuerdo: pero expresa la gran verdad que le auguraba el evangelio, la de la aceptación de la redención por parte de los hombres. Porque los calvaires de Bretaña más que un acto de fe en la redención llevada a cabo por el Salvador, son la profesión de quererse redimir en esa sangre divina. Son la fe de la penitencia.

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Para conquistar al bretón católico, habrá que insistir en la naturaleza y en la forma de esa parénesis. En los pardons o peregrinaciones, habrá siempre una llamada al deber de reconocer las propias fallas y decidirse a rehabilitarse ante los cielos y la tierra. De tales peregrinaciones, a menudo ásperas y dolorosas, regresará el bretón con lágrimas de arrepentimiento. San Vicente Ferrer, Du Maunoir, Le Nobletz, Leuduger, san Luis María de Montfort predicarán así: sobre el sentido de la culpa y sobre la contrición, apelando a los grandes temas de la vida y de la muerte, de la gracia y de la oración, del paraíso y del infierno. Y en primer lugar, ellos mismos, darán con la maceración de la carne en la persona y en la más ruda penitencia, en la vida de desprendimiento y recogimiento, las características evidentes de la más elevada ascesis.

Y el culto mariano a diferencia del de los santos que pueblan en forma increíble el calendario bretón conservado en las fronteras de las necesidades del tiempo y del momento, alcanza, en cambio, los sentimientos y los estados de ánimo. La Virgen María, llamada siempre Señora, se hace presente en el dolor, en el abatimiento, en la esperanza, en la alegría, en la vida atormentada, en el gozo y en la paz. Habría que presentar la lista de los títulos marianos de la devoción bretona: Nuestra Señora de los Dolores, de las Sombras, de la buena Esperanza, del buen Socorro, de la buena Aventura, del Consuelo, de las Lágrimas, de la Misericordia, de toda Paciencia, de las Victorias...

La pequeña ciudad de Montfort, veinticinco kilómetros al occidente de Rennes, la capital de Bretaña, es bastante reciente. Construida y fortificada en la lengua de roca de la confluencia de los ríos Garun y Meu, asomada a mirarse en el espejo de las aguas y coronada de verdes praderas, no llega con su historia más allá del siglo XI.

Como toda localidad que se respete tiene su propia leyenda que se añade a las conocidísimas del Rey Arturo, del Mago Merlín y de la 'mie, de los Caballeros de la Tabla Redonda. En efecto, a pocos pasos de Montfort, entre las ruinas del bosque milenario de Paimpont, como entre árboles siempre renacientes, está el Valle de los Falsos Amantes o Valle sin regreso, la Cabaña del Propósito Loco y la milagrosa Fuente de Barentón, ricas todas en fábulas e historias dignas de la mejor caballería del siglo XII. Hoy del inmenso océano de árboles sólo quedan grandes manchas de verdor inmóvil en los flancos de las colinas, cada una con nombre propio y todas catalogadas por los bretones con el fatídico nombre de Brocéliande.

Montfort contaba con su leyenda privada.

Bajo el dominio de Raúl IV, en 1376, mientras reconstruían el castillo de los señores de Montfort, una lindísima muchacha solía llevar el frugal almuerzo a su padre que trabajaba allí. El gobernador, inflamado de pasión por ella, la hizo raptar y encerrar en una torre para obligarla a ceder a su acoso. En tan terrible trance, la casta joven oró a san Nicolás, protector de las vírgenes en peligro, que acudiera a salvarla. El santo no dejó siquiera de que terminara la oración cuando la transformó en una pata. Así puedo la hermosa huir por entre los barrotes de la prisión y esconderse en el estanque cercano, no sin haber dejado estampada en la piedra de la celda la huella de una de

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sus patas. Casi todos los años, por trescientos y más, el día de la fiesta de san Nicolás, una pata seguida de su nidada entraba al vuelo en la iglesia y, hecha reverencia al santísimo Sacramento, iba a aterrizar a los pies de la estatua del santo Taumaturgo desde donde asistía a la piadosa ceremonia. Apenas terminaba ésta, dejando como obsequio un patito, salía volando por parajes misteriosos.

Volúmenes enteros hablan de esa leyenda, incluso en Italia en el siglo XV, y Chateaubriand la recuerda en sus "Memorias de Ultratumba".

De allí le había llegado a la ciudad el nombre de la Cane (la pata), Montfort-la-Cane. Hoy, al no necesitar ya de leyendas para catalogar territorios, la ciudad se llama también en honor de la cultura, simplemente Montfort del Meu.

En su corta existencia, la ciudad había logrado dar nombre a los primeros Duques de Bretaña, comenzando por Juan IV, llamado el Conquistador (1364-1399) capetingio en línea directa.

Por tradición era burguesa y presuntuosa: «...Montfort debe considerarse en el número de las verdaderas ciudades y no como un simple pueblo. Sus habitantes han sido gobernados siempre como urbanos y no como paganos...», precisaba la Declaración de 1639 invocando el privilegio de ser gobernada directamente por el rey. Este había hecho cuanto mejor podía para mantenerse a la altura de su importante tarea y en 1654 dio plena desaprobación a cierto señor De Tremoille pretendiente al trono de la ciudad. Pero el rey no había sido siempre capaz de mantener esa supremacía: una riña al mismo nivel lo vio sucumbir frente a un tal Tallausac; la riña, que duró casi medio siglo, costó a los ciudadanos burgueses y acomodados mucho dinero, razón por la cual muchos prefirieron retirarse al campo.

La razón de esas luchas estaba en la voluntad de los habitantes de llevar el nivel medio, sin tener porte de tales, hasta el umbral de la nobleza, ahogando o vaciando los antiguos títulos feudales exclusivos, rabiosamente defendidos por varios De Remoille y Tallausac. Por tanto, los habitantes que lo podían, habían añadido poco a poco a su apellido el nombre de diferentes posesiones, lo cual faisait chic (sonaba cursi).

Pero el pantallismo urbanístico constaba gabelas y tasas...

Sobre todo cuando sobre Rennes y las capitales comenzó a pesar la indeseable mano del amado Luis XIV, los portafolios de los "urbanos" se volvieron tremendamente sutiles. Una incendiaria tasa sobre la vajilla de estaño, el tabaco y el papel sellado puso descontenta a toda la población. El Parlamento de Bretaña reunido en Rennes (1673) no aceptó la gabela y la rechazó; y los festivos habitantes corrieron a las iglesias a cantar jubilosos Te Deums. Pero París no aceptó la abolición del parlamento bretón; antes multó a la ciudad y al condado con dos millones seiscientas mil libras (más de cinco millardos nuestros). Bretaña se alzó violenta contra la injusticia; al grito de: ¡Viva el rey, pero sin gabelas!, se desencadenó una sangrienta revuelta contra los presuntos responsables locales, y al no poder robar en los bolsillos de Luis ni de Colbert, saqueó

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los castillos feudales, las villas patricias y los palacios de los señores. La reacción de París más que violenta fue drástica; nuevas tropas llegadas de Nantes, después de haber colocado en la picota a muchos facinerosos, comenzaron en forma sistemática un diezmo de bretones, llevándose además los dos millones seiscientas mil libras no consignadas, más una nueva multa de cien mil escudos.

«Rennes es una ciudad convertida en desierto: los castigos y las tasas han sido crueles... Fueron ocho terribles días en los que la condena a la picota, en comparación, me parece todavía hoy un vientecillo fresco...» (Mme. de Sevigné).

Entre los pequeños burgueses que se habían refugiado en algún ángulo de la campiña para escapar de los impuestos y latrocinios, encontramos a un abogado de la ciudad de Montfort. El suyo no era un apellido famoso, aunque sí bastante conocido, al menos cuanto podía serlo su semblante honesto ente los clientes de Montfort y los funcionarios de Rennes: Juan Bautista Grignion.

La familia Grignion era oriunda de la Vandea o de cerca a ella; en su corto árbol genealógico contaba notarios y hombres de ley; el padre del abogado había incluso llegado a ser alcalde de Montfort y, en cuanto tal, diputado a la asamblea de los Estados Generales de Bretaña en 1659. Lo que constituía el verdadero orgullo de la familia era el ser personas ejemplares en cuestiones morales y religiosas. Los Grignion se habían adueñado también de titulillos campesinos que hacían parecer buena figura y, en cuanto a títulos burgueses, y como todos los burgueses, se consideraban nobles, si no en bases jurídicas, sí en motivos de honor.

El abogado Juan Bautista había estudiado en 1659 en el colegio de los jesuitas de Rennes; en 1666 se había apoderado del título de Señor de la Bachelleraie; en 1670 había ganado un diploma y al año siguiente había encontrado trabajo en la administración civil de la ciudad natal. Ese mismo año se había casado con la hija del juez de Rennes, Juan Robert des Chesnais, cuya familia se contaba entre las mejores de la capital y era de auténtica marca bretona. Aunque celebrado en el día del carnaval, el matrimonio y la nueva vida de hogar no tuvieron realmente nada de ligero.

Heredero de un hombre de gobierno, convertido él mismo en respetado profesional y superintendente de la Abadía de San Lázaro (el hospital creado por los cruzados), Juan Bautista era concienzudo y practicante hasta inscribirse en la Cofradía Blanca de Nuestra Señora. Trabajador y ahorrador, logró apartar una buena suma para comprarse en 1675 tres fincas cerca a Iffendic.

Del matrimonio nacieron exactamente 18 hijos; e si entonces se podía valorar la salud moral de una familia por el número de hijos, Luis María escribirá precisamente reconociendo haber sido «criado y educado en el temor de Dios y haberle dado una infinidad de favores...» (Carta 20; BAC, 98-100) reconociéndoles cosas mejores que todas las malas insinuaciones que les atribuyen los biógrafos del santo... Las

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cambiantes circunstancias de la vida, la personalidad del profesional apreciado pero obligado a vestirse con el humilde ropaje del campesino, la numerosa familia, las desgracias frecuentes y la muerte de algunos hijos, las amargas desilusiones de los pequeños poblados, la parentela siempre entremetida, lo pudieron hacer explotar en estallidos y palabrotas interminables. Pero ¿no son los hechos los que deben esclarecemos la realidad interior del hombre? En la carta citada del apostólico hijo, el abogado escucha que le advierten con espanto que se halla a punto «de que lo arruine la pez, se atragante de tierra, o el humo lo asfixie...» (ver Ib.).

Desde su perspectiva, al futuro santo, que había hecho voto de pobreza absoluta y que sólo pensaba en el cielo, quizás le parecía un tanto ilógico ocuparse de poderes y titulillos campesinos... Pero el buen abogado sabía mucho mejor que el hijo que sin economía y sin administración cuidadosa, en una palabra sin plata, no se habrían podido ubicar todos los hijos y no se hubiera podido pensar en la vejez. La suya era simple providencia. No estaba hecho para elevarse con su hijo a la santidad del pobre voluntario: según él, desapego podía significar miseria para sí y para los demás.

Y cuando muera, tres meses antes de Luis María, dejará a sus espaldas tres sacerdotes, tres monjas –una de ellas en camino de santidad–, un hijo casado, una hija viuda que volverá a casarse y dos hijas solteronas, una de las cuales se casará. Todos en grado de bastarse a sí mismos, incluido el celosísimo hijo y apóstol que había podido hacerse sacerdote solamente gracias a que su padre le había cedido su propio título de Señor De La Bachelleraie. No menos de diez hijos murieron en cuarenta y cinco años de matrimonio y la larga fila de tumbas lo envejeció e hizo sentir solo antes de tiempo. Y no obstante, entre tantas preocupaciones, había recogido en su casa y, probablemente, adoptado a un niño expósito llamado Bisette, hijo del atardecer.

Entonces, digámoslo abiertamente: debía ser un gran excelente hombre aquel abogado Grignion...

Luis María nació el 31 de enero de 1673 en Montfort hijo segundo de los Grignion pero primero de los vivos. y fue bautizado en la parroquia de San Juan el día siguiente. Para la crianza fue confiado dos meses después del nacimiento a la esposa de uno de los campesinos de La Bachelleraie, en Heurtebise, en las puertas de Montfort, donde en 1873 se quiso erigir una cruz en el sitio del casalote de la nodriza. Su crianza duró dos años, hasta el día en su padre lo tomó para llevarlo fuera de la ciudad, al Bois-Marquer.

La costumbre de entregar para la crianza los hijos a los propios campesinos era uno de los signos de distinción de la burguesía con los cuales estaba de acuerdo la ciudadanía de Montfort. En este lujo se halla seguramente la mejor explicación de tantas muertes infantiles y tantas enfermedades. Pero dar un hijo a crianza quería decir poder pagarse una robusta ama de casa, quería decir ser dueño de una granja de campos y ganados.

La nodriza de Luis María es siempre llamada la Nana Andrea.

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Fuera del alimento sano y abundante, las nodrizas debían dar al pequeño algo más que le quedará en el alma y en el lenguaje tan realístico de las predicaciones y de los escritos; sobre todo en el sentido abiertamente sereno de poesía humana y cristiana, convertido más tarde, con la aplicación y el estudio, en convicción. Volviendo a encontrarla cuando ya era célebre misionero, Luis María le habría dicho algo que la historia intuye sin saber documentarlo, pero fue mensura do por el amable gracejo de presentarse bajo el anonimato para que le diera... limosna. No fue un desdeño de santidad, sino una dichosa repetición de la práctica soberana de altruismo cristiano aprendido de niño entre sus brazos.

Cuando en la primavera de 1675, Luis María regresó a su familia, encontró a dos hermanos más en la Rue de La Saulnerie, propiedad de la abuela, donde él mismo había nacido. La calle era una de las más características de Montfort, casi toda ella con arcos, los cuales fuera de servir de límite a las propiedades, establecían los puestos del mercado de la sal y afines; y era también una de las más centrales. La casa, compartida con un notario que había alquilado la mitad, era hermosa, bien conservada constituía una fuente segura de ganancias si se alquilaba en su totalidad.

Luis María comienza a conocer a mamá Juana. Hija ella también en una familia numerosa (unos quince entre hermanos y hermanas), estaba acostumbrada a la vida hogareña. Sabía escribir, leer, zurcir y, naturalmente, cuidar a una familia que se anunciaba, al menos en los proyectos, considerable. Los Robert habían tenido siempre familiares eclesiásticos y religiosos (tres hermanos de Juana lo son) y la práctica cristiana usual la había mantenido en la austera seriedad de la vida y de la fe.

Se había casado a los treinta y dos años, con dispensa de las proclamas –¡cosa rarísima!, advierten los historiadores– y amaba su nueva vida, a su esposo y a sus hijos. Al lado de la fuerte personalidad del abogado, desaparecía un tanto y daba la impresión de ser complaciente y triste. Pero deducir de esto que fuera infeliz, nos parece equivocado. En diecinueve años tuvo dieciocho hijos. No parece que hubiera servidumbre que ayudara en la casa. Cambió con frecuencia de domicilio para seguir tanto a su esposo como a sus hijos. Tuvo oportunidad de ver establecerse a casi todos su retoños y fue siempre amada y respetada, si dos prefirieron permanecer a su lado en lugar de contraer matrimonio. Morirá dos años y medio después del gran hijo Luis María, a la edad de sesenta y nueve años.

El rincón de refugio escogido por el abogado Grignion, era una amplia hacienda a pocos kilómetros de Montfort, y había sido comprada al hermano del párroco.

¡No había sido un mal negocio, todo lo contrario!

Era una casa señorial, en el centro de tres posesiones, con una torre entre las tejas de barro, con un patio al cual se llegaba por un grandioso portal. Como un nido en medio del verdor, a algunos pasos del bosque de Paimpont, árboles inmensos la enmarcaban en la extensión de los prados y los campos surcados apenas por el caminillo de Iffendic.

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No le faltaba nada de cuanto podía darle el aspecto de casa gentilicia sin quitarle el tono agreste tan grato a la burguesía de ese tiempo.

Los campesinos del lugar la conocían. En la iglesia de Iffendic un vetusto banco y algunas inscripciones aferradas a las paredes, llevaban el nombre de los Grignion.

No había sido un mal negocio: un millón y no dos y medio que valía en realidad. Y ademas, un complemento de tres títulos que ama añadir al de La Bachelleraie: Bois-Marquer, Plessis y Chesnays.

Allí en agosto de 1675, se refugió el abogado con su esposa y tres hijos: Luis María, José y Renata. Allí nacieron otros diez, aunque nueve serán sepultados. Aquí se deslizaran los años más serenos y alegres del futuro misionero Montfort. En la paz del campo y la intimidad del hogar. El Bois-Marquer, en la vida de san Luis María de Montfort es la primera página que lo describe, lo moldea, adecúa y lo prepara; es una página abierta sobre el verdor, a la luz del sol, y que le dejará para siempre un insaciable deseo de soledad y de recogimiento.Si las ciudades de Bretaña que se respetan y si, hasta las amplias manchas de verdor de bosque y los poblados perdidos en la llanura tienen su propia leyenda, es justo que también los varones mas representativos de la ferviente región tengan su personal halo de fábula. De fábula y, por lo mismo, bastante vago.

Cuando Luis María vino al mundo, no sólo tenía una leyenda que lo coronaba sino incluso una profecía.

En 1709, mientras Luis María estaba creando el famoso Calvario de Pontchâteau, los ancianos del lugar recordaron haber notado, algunos cuarenta años antes (es decir, en torno a 1673, año del nacimiento de Montfort), cruces y estandartes caer del cielo azul en pleno mediodía sobre la llanura donde se levantaría aquella obra de fe.

La profecía en cambio, remontaba a 1418 y nada menos que a san Vicente Ferrer. De paso por Bretaña, el taumaturgo se había detenido en La Chèze donde existía un derruido santuario de la Virgen de los Dolores. Habiéndole pedido que buscara su restauración, el santo había respondido: «El cielo reserva esta empresa a un hombre que el Omnipotente hará nacer en tiempos lejanos... Llegaría casi desconocido y sería muy contrariado y despreciado. Sin embargo, con la ayuda de la gracia, llevaría a término feliz la empresa...» (Pauvert, 226).

Montfort restauró, de hecho, el santuario en 1707.

La infancia es el período que en la vida de todos, grandes y pequeños, buenos y malos, es más semejante. Precisamente por esto, cuando se desea contar de la infancia de alguien se utilizan frases ya hechas y esquemas convencionales. El niño crece, se desarrolla física y espiritualmente más o menos de la misma manera que todos; no es excepcionalmente ni bueno ni malo; abre sus ojos ávidos sobre los rostros amigos,

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sobre el mundo que lo atrae con intensa curiosidad; asimila con la voracidad de una termita, y toma conciencia de su vivir.

Desde 1675 a 1685, Luis María se quedó con su familia en Bois-Marquet. Era de veras una familia muy movida la de los Grignion. Con sus once hijos tenían que trabajar sin descanso.

La educación de los hijos no era por nada superficial y fragmentaria. En el plan humano, si excluimos las muertes infantiles, los sobrevivientes gozaban de óptima salud sin peligro de ser portadores de alguna enfermedad. De paso recordamos que Juan Bautista junior, el último de los Grignion, tuvo a su vez 26 hijos...

En el plano intelectual todos tuvieron la posibilidad de realizar sus respectivos estudios. A los ocho años Luis María pone ya su firma en el registro parroquial por el bautismo de su hermanita Francisca. Los maestros fueron, según las costumbres del tiempo, sacerdotes del lugar. También el padre tuvo que enseñar algo porque era instruido y erudito, tanto que tenía una biblioteca personal con libros importantes del tiempo.

La educación familiar, según el decisivo ejemplo de las familias Grignion y Robert, consideraba al factor religioso como el principal. Además de las nociones elementales transmitidas por los sacerdotes-maestros, la práctica de la fe se enseñaba en casa. Muchas de las devociones monfortianas tienen que ser explicadas de esta manera, porque aquí encuentran su peculiar colorido. El amor a la oración, al Crucifijo, a la Virgen, a los ángeles, se aprende desde pequeños. Y cuando saldrá de la pluma del misionero alguna mención a éstas, no será difícil adivinar la procedencia. ¡Saluda tu ángel de la guarda!, acostumbraba poner en varios mensajes.

Que Luis María tuviese una naturaleza no árida sino un corazón sensible, lo percibimos en muchos hechos de su infancia.

Tenía cuatro o cinco años cuando, viendo a su madre adolorida, se le acercaba para consolarla con palabras llenas de fe. Lo importante de subrayar y de atribuir a la enseñanza familiar, es el hecho de hablar de Dios en el momento de dolor. Junto a la actitud comprensible en los niños de ponerse más cariñosos cuando la mamá está sufriendo, existe en Luis María la conciencia de hacerse más útil siendo primogénito.

También a estos años necesita hacer remontar una intrínseca amistad, característica del corazón y de la sensibilidad del futuro misionero, con Guyonne-Jeanne: la hermanita nacida en septiembre de 1680, llamada más adelante "Luisa" por el mismo Montfort, sin saber hoy todavía por qué. A esta amistad fundada sobre virtud y sacrificio, a esta fraternidad más cercana, él volverá cual bienhechor siempre esperado, también en el transcurso de su vida errante. Y escribirá a Luisa ciertas cartas llenas de ternura y preocupación, para decirle que está navegando con ella; a ella comunicará luchas, victorias, inquietudes.

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Otro encuentro decisivo en la formación humana y espiritual fue el del dolor. La situación no era florida, la vida en casa de la Nana Andrea, el constante contacto con las gentes trabajadoras, tan parcas en ternuras exageradas y en caprichos, pero siempre ricas de responsabilidad y de privaciones; en una palabra, el sufrimiento de los cuerpos y de las almas, unido al sufrimiento tan instintivo en los santos pero tan familiar, frente a la culpa moral, fue su asiduo compañero en la niñez. El dolor podía ser para él un enemigo: la madre le hizo comprender cierto día que la cruz no hiere sino selecciona y le dijo que la predilección divina acompaña al hombre durante toda la existencia en especial si ésta es dolorosa, y que rechazando el dolor y a quien lo sufre, se rechaza al cielo...

Fue ésta una de las lecciones mejor asimiladas y más vivas en su corazón, hasta que Luis María no cierre los ojos en la muerte cruzando el umbral de la casa del Padre

Todo hombre debe hacerse una personalidad. Sobre todo el santo: el santo es personal por definición. No puede ser como los demás: se eleva sobre el plano común, se aparta de los mejores sin renegar de ellos, en un trabajo lento y tenaz sobre el propio temperamento y sobre el carácter en autoformación y en la conquista de sí mismo. Pero antes de ser santo es hombre de su tierra.

En la personalidad del futuro misionero, en la obra a la cual dará impronta, en su misma espiritualidad tan profunda, Luis María mostrará mucho de su origen para que no se lo deba subrayar. Era un auténtico bretón y tal se mostrará siempre y en todas partes.

Pero el hombre es artífice de su propio carácter en la misma medida que el ambiente y la naturaleza. Luis María aprendió en casa la conquista y el dominio de sí mismo. Conquista difícil porque muy pronto conoció la fuerza del propio temperamento. Pero el conocimiento de sí mismo es el principio de todo conocimiento útil: ayudado a comprenderse a sí mismo, quizás sintió temor. Todos los elementos de la fuerte naturaleza bretona, la semejanza con el temperamento paterno, las enormes energías de su atlético cuerpo, le habían asignado un temperamento volitivo y resuelto. Más tarde confesará: ¡Hubiera sido el hombre más violento de mi siglo! Aún haciendo campo a la exageración de la humildad, aceptemos la confesión de un hombre que tenía una idea tan clara de sí mismo.

Luis María había nacido así. Y, sin embargo, llegará el día en que bajo la roca del hombre terrible brotará el gigante bueno, el buen Padre de Montfort. Porque temperamentos como el suyo pueden darnos santos o demonios. Gracias a la formación hogareña, gracias a la tierra sana en que nació, gracias a la ayuda abundante del cielo plenamente correspondida tenemos un santo.

Entre tanto, Luis María había alcanzado los doce años y se preparaba a ingresar en la vida. Y el primer paso lo dio bajo el umbral de la Compañía de Jesús.

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Capítulo 3 - La vida con los jesuitas

El primer colegio jesuita en Bretaña era auspiciado en Rennes a partir de 1563 en sustitución del antiguo priorato de santo Tomás que se desempeñaba de mal modo como escuela pública. Las negociaciones entre la Compañía de Jesús y el Parlamento bretón duraron treinta años y debieron suspenderse de improviso cuando el 24 de febrero de 1594 un exalumno de los jesuitas de Clemmont apuñaló al rey Enrique IV aunque sin darle muerte. No obstante el escándalo suscitado por el hecho, el rey tuvo el buen sentido de no proscribir los colegios, incluso financió uno de su propio bolsillo.

Reanudando las negociaciones, los notables de Rennes intensificaron la propaganda en la ciudad y en el condado suscitando el acuerdo general y ayudas significativas. Una vez logradas las Letras oficiales de aprobación y autorización dadas por la santa Sede y por el rey, el Colegio santo Tomás Becket abrió las puertas a seiscientos alumnos el 18 de octubre de 1607.

Era la fiesta de san Lucas. Desde entonces, cada año in lucalibus, se acostumbró iniciar clases. Los estudiantes afloraron hasta alcanzar la cifra de casi tres mil en los tiempos de Luis María. La aceptación de los estudiantes era gratuita y no se admitían internos; los alumnos, ricos o pobres, debían buscarse una pensión en la ciudad, previa la autorización del rector del colegio. Pero los hijos de papi hallaban apartamentos con domésticos y profesores, y los hijos de los pobres acabaron por someterse a ganar algo para pagar la pensión contratándose como escribanos, servidores de sus compañeros más ricos o incluso como barrenderos y ayudantes de cocina.

En la vida y en la espiritualidad de Luis María el influjo de los jesuitas fue determinante: un poco, en pequeño, tanto como lo fue su presencia en Francia en ese mismo período, cuando la desviación en materia teológica y moral parecía una conquista, en Francia.

El jueves 19 de marzo de 1682 se promulgaba en París y todo el territorio metropolitano la Declaración cleri gallicani, redactada en cuatro artículos por Bossuet. El movimiento galicano, tendiente a la neta separación de la iglesia francesa de la romana, alcanzaba en ese día su fase más crítica; el galicanismo, surgido en 1398, consolidado en 1438, se había mantenido endémico durante dos siglos, para explotar luego en aquel escorzo de siglo. Sólo se lo liquidó en 1870.

La increíble experiencia del momento está en el total volcamiento de las peticiones formuladas por el clero con el correr del tiempo. Desde el comienzo las libertades galicanas expresaban las aspiraciones del clero por un desenganche del poder civil, porque se consideraba a justo título, indebida la ingerencia del soberano en los asuntos eclesiásticos. Roma apoyaba la petición francesa y el rey con su parlamento tuvo que acceder. Una vez ganada esa batalla, con el correr de los decenios, el clero francés quiso desvincularse incluso de Roma, y fatalmente renunció a la independencia

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del poder civil. Sobre todo en 1615 la corriente libertaria, alimentada con las ideas políticoespiritualistas de Pithou, se impuso a la atención de los políticos, que encontraron un as que jugar en contra del Papa. El año de 1643 trae la coronación de un chiquillo de cinco años que se convertirá pronto en el fantasmagórico Rey Sol, el rey de después de mí el diluvio, el rey del fasto, de las guerras, de las amantes históricas y de la miseria, Luis XIV: una oportunidad inesperada para alcanzar la ruptura de Roma.

Las peticiones del clero francés se discutieron en amplias y reñidas controversias en la Universidad de la Sorbona; hasta cuando el rey y el Parlamento impusieron la Declaración en las escuelas y seminarios. Era el 19 de marzo de 1682. Al soberano no le importaba tanto la libertad de su clero... El motivo verdadero debe buscarse en una vieja discusión con Inocencio XI. Bossuet hizo cuanto pudo para redactar un texto que fuera lo menos hereje posible y los sacerdotes de todo rango lo aceptaron.

La injusta imposición sólo fue abolida en 1693, pero todo seminario y colegio eclesiástico tuvo que reconocerla en la práctica, al menos en lo referente a los hechos administrativos. Y esto, hasta más allá de la Revolución hasta que Napoleón logró bloquearla definitivamente en el concordato con Pío VII, luego de lograr hacerla pasar subrepticiamente en las negociaciones.

Si la Francia del siglo XVII no se precipitó en el cisma, se debió sólo a la bondad y sabiduría de Alejandro VIII que no exageró condenando la Declaratio.Mientras obispos y sacerdotes de todo el territorio inclinaban impotentes la cabeza ante la voluntad de París, casi todos los jesuitas se mantuvieron fieles a Roma. También los del colegio de Rennes.

El lunes 2 de agosto de 1694 moría Antonio Arnaud, el gran Arnaud, como jocosamente lo llamaban. Era el pensador de otro absceso brotado en la Francia de ese tiempo: el jansenismo.

En el origen del movimiento, se halla el ansia de una reforma de la teología y de la práctica de la vida cristiana que enseñaba la Compañía de Jesús. Nadie, ni siquiera Cornelio Jansenio se hubiera imaginado que una doctrina forzada y torcida, tan distinta del fino y atinado genio francés, hubiera podido encontrar en tierra francesa una acogida tan entusiasta. Y cuando el Papa lanzó su condena, se llegó a pensar que, incluso, el Vicario de Cristo había pecado de incompetencia.

La controversia doctrinal se convirtió en polémica no diferente del cisma. Sutil y agudo pensador, Arnaud con la pléyade de Port

Royal, asoció la ascética con la moral, la dogmática con la doctrina sobre los sacramentos, y organizó un sistema. Se puso de moda el antijesuitismo, sobre todo cuando Blas Pascal tejió y publicó sus Provinciales que podían definirse como el placer del escarnio a expensas de la Compañía de Jesús.

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Y cuando, en 1673, el neófito holandés, Adán Widenfeld, instruido por los jansenistas y utilizado por los calvinistas, publicó los Avisos saludables de la santísima Virgen a sus devotos indiscretos, encontró que el impulso publicitario era precisamente el de Francia.

Por encima de las aberraciones y de las polémicas, la Compañía permaneció firme en sus fundamentos teológicos y morales.

Había otra plaga en la vida católica francesa.

La verdadera oposición al catolicismo y a la Iglesia, inagotable en sus métodos y en la elección de los tiempos, tenía por objeto atacar la moral de los jesuitas considerada demasiado rígida. Es la plaga de los escépticos, de los indiferentes, de los tibios, de los espíritus cómodos agrupados todos bajo el nombre de libertinos.

Es una inmensa masa –el matemático contemporáneo, P. Mersenne de los frailes menores, contaba no menos de 50.000 en la sola París– que va desde Ninón de Lenclo (1620-1705) que muere diciendo que no tenía alma; a Gastón de Orleáns (1608-1660) que recorre las calles durante la noche como un poseso y reúne en su casa un conseil de vauriennerie; a Naudé (1600-1653) bibliotecario de Mazarino, que niega los milagros y afirma que la religión es un invento de los jefes políticos para garantizarse la tranquilidad pública; a Teófilo de Viau (1590-1626), vulgar, repugnante, opuesto a lo sagrado, un sujeto realmente perverso aunque enriquecido con dotes poéticas; a santiago Vallée, señor Des Barreaux (1602-1673), consejero de la Cámara de los Condes, ateo, gastador empedernido; a Carlos de Cossé, duque de Brissa (1550-1621) que asalta un funeral apuntando con su espada al crucifijo mientras grita: "¡A las armas!, éste es el enemigo"; a La Mothe-Le-Vayer (1588-1672), consejero de estado y perceptor momentáneo de Luis XIV, que sostiene la filosofía según la cual la verdad se demuestra como inaccesible y la suprema felicidad del ser humano consiste en no creer en nada; a Carlos Denide De Saint-Evremond (1613-1703), refugiado en Londres para vivir "según la naturaleza", es decir, en el muelle relajamiento sin frenos morales...

Son todos aquellos que creen que la naturaleza no es ni buena ni mala y sostienen que ella es la única gran señora de la vida, cuyas aspiraciones no difieren de los consejos de la sabiduría, de suerte que resistir a la naturaleza es remar contra la corriente.

Es la filosofía de Molière (1622 1673) que punza a todos los que pretenden forzar, exagerar, enmascarar, obligar, comprometer a la naturaleza y que caricaturiza a los reformadores católicos llamándolos imbéciles al servicio de los hipócritas. "Prefieren un cómodo vicio a una virtud fatigante" (Amphitrion, acto 1, escena IV, Mercure).

Mientras Francia regresa con prepotencia a su genio literario, al gusto de los versos, de la novela, del ensayo, se lanzan al comercio los tratadillos de politesse, los manuales de galantería y urbanidad. Un mundo de ligerezas y frivolidades desencadenadas,

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contra la solidez del vivir cristiano. Bajo inmensas pelucas, bajo vestidos espléndidos viajan cerebros sin ideas, corazones sin amor, cuerpos sin alma...

París, cruce de los caminos del mundo, centro y hogar de la vida pública y moral, estaba en el centro de todas las miradas. Los caminos que a ella convergían, luego de descargar miradas de investigadores de toda raza y nación, llevaban a chorros, de regreso a sus provincias, los hallazgos de un iluminismo demasiado humano para estar vivo, demasiado vacío para ser racional.

El colegio de Rennes había tomado como su ratio studiorum la del Colegio Romano, y comprendía tres años de gramática, uno de humanidades, uno de retórica, tres de filosofía y ciencias y, para quien lo deseaba, cuatro de teología. El cuerpo docente contaba con unos sesenta jesuitas, algunos de ellos famosos.

La atención religiosa, que constituía la "preciosa" para la Compañía, estaba organizada dentro, especialmente a través de las Congregaciones Marianas divididas en dos grupos: la menor, para los muchachos de los cursos inferiores, y la mayor o de los grandes, para los de los cursos filosóficos y teológicos; en tales asociaciones sólo se admitía a los mejores por la seriedad de vida y de estudio. Los profesores, por su parte, transformaban la enseñanza en una escuela de comportamiento cristiano. Por esto, todavía era una pequeña iglesia donde, más que un maestro de letras o de ciencias, se sentaba un varón religioso de óptimo ejemplo y un sacerdote apostólico.

Recordemos algunos del período monfortiano.

La Congregación Mariana de los pequeños era dirigida por el P. Prévost, de quien dice el Necrologio de la Compañía de Jesús: «...mostraba siempre ardor y celo en la enseñanza y en la formación a la piedad de los alumnos. Fue eximio devoto de la santísima Virgen...».

El P. Felipe Descartes, nieto del celebérrimo filósofo, dirigía la congregación de los mayores y era uno de los confesores señalados para la asistencia de todos los estudiantes. Un jesuita, éste, que tenía pocos miramientos que salvar frente al gran mundo, y lo temía muy poco, como afirmará el primer biógrafo monfortiano, Blain (240): era, por tanto, una persona que se adaptaba muy bien a la mentalidad de Grignion; fue, además, su confesor durante el último período de su permanencia en el colegio y debió comprender muy bien al joven Grignion si a él y no a otro acudió éste durante uno de los períodos más difíciles de la vida.

El P. Francisco Gilbert, en cambio, profesor de matemáticas, de humanidades y retórica, literato y dramaturgo, tenía el entusiasmo del caballero andante del Señor. Un día abandonará el colegio y la enseñanza para irse de misiones a América –a las islas de América, como se decía entonces– estableciendo su residencia en Guadalupe. Allí dará la medida de su mejor fervor en la evangelización de Martinica y en el Caribe, donde encontró la muerte a los 39 años. Ya en su período de Rennes hablaba del

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martirio en forma contagiosa. Luis María fue asiduo en las entrevistas espirituales privadas con este futuro misionero.

El P. Julián Magón, fuerte y laborioso, pequeño de estatura, pero grande de ánimo (Necrologio), enceguecido soporto la enfermedad en oración continua. Fue profesor de Grignion en filosofía y en doctrina de la cruz.

Con hombres así y con un programa de estudios tan serio, no faltaba nada de cuanto podía pretender una familia bretona normal para la sana educación de sus hijos. Si, además, el jefe del hogar había sido educado también en ese colegio, la garantía era más que cierta. De hecho, los padres jesuitas presuponían la cuidadosa atención familiar como dote necesaria para la entrada de los muchachos a Rennes.

Luis María procedía del ambiente tranquilo del Bois-Marquer, instruido, además de los sacerdotes, por el padre, que lo había precedido en el mismo colegio. Durante el primer año se hospedaba en casa de su tío sacerdote, Alán Robert, adscrito a la centralísima iglesia de Saint-Sauveur.

Aquel año de sixième –el colegio de Rennes era el único que lo tenía– fue particularmente difícil por la ambientación necesaria en la masa de los millares de estudiantes que colmaban las aulas. Pero Luis María afrontó el estudio con buena voluntad, apoyado en una inteligencia que no le hacía falta, tanto que, muy pronto, logró que lo admitieran en la sección menor de la Congregación Mariana del P. Prévost.

Al año siguiente también su hermano José llegó a estudiar al Colegio, por lo cual la familia Grignion, tras abandonar el Bois-Marquer, bajó toda a Rennes y se estableció en Rue Saint-Hélier, precisamente en la parroquia de Saint-Sauveur.

Luis María se halla ahora en grado de moverse hábilmente en la vida escolástica, sabe escoger las amistades y la compañía adecuada. Sus amigos de la época son: Claudio Francisco Poullart des Places, futuro fundador de los espiritanos, y el primer biógrafo monfortiano, Juan Bautista Blain, que llegará a ser canónigo de Ruán.

La compañía selecta está constituida por un grupo de estudiantes recogido y organizado por un joven sacerdote de la iglesia de Saint-Méen, el P. Bellier.

Una lápida expuesta en el vestíbulo del hospital San Ivo de Rennes, llama a Bellier fundador, contándolo así entre quienes proveían no sólo al bienestar temporal de la institución, sino sobre todo al espiritual. Tras haber pasado anteriormente algunos años con el misionero Leuduger, en 1708, Bellier será llamado a regentar la capellanía del mismo hospital, cuya dirección general asumirá en 1714. En este cargo morirá en 1730, llorado sobre todo por los pobres que lo amaban como a padre. Bellier acostumbraba reunir a aquellos muchachos, sobre todo en el día de descanso semanal, para enviarlos a las prácticas de misericordia entre los pobres. Precursor de Ozanam, el

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joven sacerdote, después de dedicarlos por cierto tiempo a meditar, los enviaba de dos en dos a visitar y ayudar a los encerrados en el hospital San Ivo.

Debemos subrayar aquí una de las características de la formación espiritual bretona: el culto a los pobres. Los pobres forman parte del objeto de culto, y son considerados como auténticos intermediarios, al lado de los santos, entre Dios y el pueblo. Las palabras del Evangelio se toman a la letra; los bretones ven a Cristo en el mendigo y necesitado, y cuanto les hacen a éstos, quieren hacerlo al Señor. Los decretos administrativos que prohíben y limitan la mendicidad, siguen siendo letra muerta: el mendigo, sano o enfermo, pobre en el alma o en la cartera, es un enviado de Dios. Ninguna obra social que no toque, aunque sea de refilón, esta categoría, gozará de agarre entre la gente de Bretaña. Toda petición religiosa es sobremanera eficaz si llega a través del pobre. Incluso los santos, haya sido la que haya sido su condición civil, mejor todavía si se originan entre los nobles, deben ser pobres. Los predicadores deben llevar siempre las libreas de la pobreza porque, junto con la penitencia, contribuye del mejor modo a lograr audiencia entre el pueblo, de manera que los verdaderos misioneros y evangelizadores de esa tierra nunca dudaron de consagrarse a la pobreza absoluta, y no por simple convencionalismo o por demagogia, sino porque están convencidos del poder ascético y apostólico del desprendimiento.

En esta escuela de caridad activa que presupone la ascesis interior y la elevación sobrenatural, fue iniciado Luis María por el sacerdote Bellier. Lo recordará más tarde, hasta sentir como una llamada que le servirá en la elección de su apostolado e, incluso, del de su compañía de misioneros, como lo dirá en carta a Leschassier en 1700.

Es grato pensar que la vocación de Luis María nace en ese colegio.

¿Soñó o pensó hacerse jesuita? Quizás. Aunque conociendo la personalidad del futuro misionero bretón, tendremos que excluirlo.

En la familia Grignion, entre tanto, las cosas avanzaban sin sobresaltos. En forma casi monótona. Habían venido al mundo los últimos cuatro hijos, y los cuatro habían muerto; y si a estos desaparecidos, añadimos la abuela Robert y el tío Gilles Robert de apenas 27 años, nos formamos una idea de lo familiar que era la muerte en casa de los Grignion. Es probable que durante la permanencia en Rennes, el abogado se haya dedicado a practicar su oficio y cuidar los intereses de algún cliente ocasional.

Uno de dichos clientes fue una señorita, llegada de París, "para ciertos negocios pendientes ante el Parlamento de Bretaña" y que vivió como huésped de los Grignion durante algunos meses (Blain, 20). Era hermana del muy joven obispo Juan de Montigny, muerto en 1671 sin haber podido tomar posesión de su propia diócesis y hermana también de un célebre abogado del mismo Parlamento muy conocido de Madame de Sevigné.

La señorita de Montigny era la clásica patrocinadora de obras parroquiales: feligrés de San Sulpicio, vivía en el elegante Fauburg Saint-Germain, había apoyado al párroco

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Claudio Bottu De la Barmondière en la creación del seminario para clérigos pobres (1688),y era profunda conocedora de los más importantes sulpicianos de la época.

La presencia de esta señorita en la casa Grignion fue en la vida de Luis María el nuevo rayo, la inesperada espiral hacia el futuro. Al verlo tan serio, tan dedicado al estudio y activo en el bien, la Montigny se preguntaba por qué Luis no pensaba en el sacerdocio. Ella entendía un tanto de esos asuntos por su hermano obispo y por haber conocido a tantos eclesiásticos de la parroquia y haber presenciado de cerca la formación del célebre seminario de San Sulpicio... ¿Por qué un muchacho como ése no debía llegar al sacerdocio?

Hacerse sacerdote.

Durante aquellos años de estudio con los jesuitas, los PP. Descartes, Gilbert y Bellier se lo había repetido muchas veces. Hacerse sacerdote y recorrer a Bretaña predicando y conmoviendo a las gentes que sufrían sin mérito ni gracia algunos. Hacerse sacerdote y servir a los pobres, a los mendigos de los caminos y asistirlos en los hospitales. Dejarse guiar por el espíritu errabundo que le quitaba el sueño y que en las largas oraciones de Rennes e Iffendic le descubría un maravilloso escenario de bien. Dejarse llevar por el ansia que le infundía el espíritu, le iluminaba los ojos siempre que hablaban de las misiones, de las multitudes que redimir, de las parroquias que evangelizar... Llevar la cruz a todas partes, ¿por que no también a América como el P. Gilbert, a los hospitales como Bellier, a lo barrios y ciudades como Leuduger y hacerse un pedestal cementado con oraciones, fatigas, penitencias...?

Hacía algún tiempo que lo estaba pensando. Sobre todo durante las vacaciones al Bois-Marquer. Hablaba de ello con Blain y con los amigos que iban a visitarlo y se quedaban con él bajo el sol de los campos, o también cuando iba a pasar un par de días en casa de ese amigo que deseaba hacerse capuchino...

«El estado eclesiástico fue el único del cual le habló el corazón, el único que Dios le hacía ver...», anota Blain (16).

Y para colmo en ese último año de filosofía aquella señorita de Paris hablaba de San Sulpicio .

A comienzos de agosto de 1693, terminadas las lecciones, toda la familia Grignion partió para el campo. La carroza salió ruidosa de Rue Saint-Hélier: delante, no menos de trece Grignion entre pequeños y grandes, reducidos por la incruenta batalla de la ubicación en el carro tambaleante; detrás iba otra carroza con víveres y mobiliario, y cerraba la fila una caleza donde reinaba en su trono en medio de tules y ráfagas de viento, la veneranda institución parisina encarnada en la Montigny, que quería tomar una bocanada de aire limpio antes de entrar a la capital con Guyonne-Jeanne.

La alegre comitiva al ingresar en la carretera del oeste, levantaba los comentarios admirados de los ciudadanos. En el grupo resaltaban dos florecientes muchachas que

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parecían, al menos cuando nadie podía advertirlas, dedicadas a ayudar a la madre en el manejo de los hermanos menores. Y, una vez más, a última ahora, todos juntos llenaron los cuartos del Bois-Marquer, repoblando los senderos y los prados, llenando de gritos la quietud.

En aquellas vacaciones todos gozaron de esos meses, lejos de los estudios y de las preocupaciones que asaltaban a Rennes y cuantos debían vivir allí. No faltaban visitas ni huéspedes, naturalmente. Amigos de colegio, como Blain; parientes, como su tío sacerdote, y los antiguos conocidos campesinos de los alrededores.

Para Luis María serían las últimas vacaciones en la vida. Tenía veinte años, había superado brillantemente un curso de filosofía y ciencias, y estaba cerca al momento de dar una contribución válida a las finanzas de la familia. Lo necesitaban y lo iban preparando desde hacía años para esa realidad.

¿Y la vocación al sacerdocio? La madre habría dicho sí, acostumbrada como estaba a ver eclesiásticos en su familia. Pero ¿qué diría el abogado Grignion? ¡Hasta hoy, sólo dos brazos habían soportado todo el peso de la casa! Y si Luis María hubiera pedido hacerse sacerdote, dos todavía tendrían que haber seguido bregando por los años subsiguientes. Y sin embargo, había que hablarle y pedirle el esfuerzo de seguir todavía solo.

En la soledad absoluta de la parroquia de Iffendic, a donde Luis María bajaba cada día, el joven meditaba en todo esto. Cada día regresando por el sendero de los campos del Bois-Marquer, se sentía capaz de defender la propia causa. Pero apenas ponía los pies bajo la amplia bóveda del portal, acaba con dejarlo para más tarde.

Entre tanto escarbaba entre los volúmenes de la biblioteca paterna en busca de algún libro que lo acercara a la teología y a las materias eclesiásticas. Durante esa búsqueda cuidadosa, cayó en sus manos un texto un tanto fuera de lo ordinario ya por los textos ya por las ilustraciones, procedente quién sabe de qué viaje del abogado a París. Era un librillo ligero y sin más olvidado entre el polvo después de un recorrido rápido; pero no era obsceno y perverso como le pareció al joven colegial; quizás un tanto atrevido, y ciertamente poco indicado para completar la educación de tantos chiquillos que merodeaban por la casa. Luis María lo quemó e hizo bien. Sorprendido por el padre, se dio una pelea en plena regla. Pero deducir de esto que el abogado era un tanto o claramente un libertino, descuidado de los sacrosantos deberes de la educación, capaz de tener en casa obras escandalosas, está fuera de sitio. Era celoso de sus bienes, pero también intolerante ante las observaciones y críticas demasiado reformadoras del hijo, que era siempre hijo, aunque muy serio y tan maravilloso.

Finalmente Luis María se decidió y habló a su padre.

El historiador en este punto tiene que contentarse con suposiciones e ilaciones, casi como un viejo amigo de casa que a pesar de saberlo todo de todos, en cierto momento, mientras que todos hablan de cuanto habría que entender, se ve despedido

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puerta afuera, limitado al cuarto del lado con el único alivio de poder tratar de oír e intuir, ojalá primero, pero siempre en retraso. ¿Qué se dijeron los dos? ¿Qué argumentos puso el hijo de veinte años sobre la mesa y qué respuestas recibió? No hubo escenas, ni gritos, ni golpes de voz, ni resentimientos obstinados. Se ha novelado demasiado sobre el carácter del padre y el misticismo del hijo. Comprendemos que el abogado debió defender su propia causa, la gran causa de su vida, y hablar de fatigas y cargas, de proyectos derrumbados en un momento; enumeró uno por uno a sus once hijos, ilustrando para cada uno preocupaciones y esperanzas. Lo percibimos después de aquel coloquio, encorvarse más, más envejecido, más aislado, encaminado a nuevos compromisos, después de haber apartado forzadamente los ojos de la puerta de alivio hacia la cual se había dirigido...

Porque el abogado cedió; Luis María podía hacerse sacerdote, pero sin pedir a la familia que se hiciera cargo de la pensión. Si había que hablar de seminario, de San Sulpicio, se hablará sólo cuando se hubiera encontrado el dinero. Entre tanto, el curso teológico del colegio de Rennes podía bastar, tanto más cuanto que era gratuito. De París y del seminario de la Montigny se hablaría cuando la buena señorita que se había comprometido a hacerlo abrir para Luis María hubiera dado la noticia de sí. El Señor por ahora no podía exigir más al abogado Grignion: y si un día se lo hubiera pedido, ciertamente también le hubiera prestado una mano.

Fue así como al finalizar las últimas vacaciones en familia, a mediados de octubre de 1693, Luis María bajó a Rennes a matricularse en el curso teológico del colegio jesuita santo Tomás Becket

Capítulo 4 - El camino difícil de San Sulpicio

La egregia señorita de Montigny tardaba en hacerse sentir.

Había llevado consigo a París a la pequeña Guyonne-Jeanne (Luisa) que hacía poco había frisado los trece años. El pensamiento de la benefactora era el de ubicarla, después de una rápida preparación, en casa de alguna familia acomodada en calidad de dama de compañía. Todos los días hacía acudir a casa a enseñantes para hacerle aprender algo más que el acostumbrado leer y contar: un poco de literatura y cultura diferente y quizás música y algunas labores de tejido. Más tarde la enviaría a un pensionado para el repulimiento necesario, con el fin de capacitarla para emprender una carrera.

La preocupaba no poco la promesa hecha en Rennes y Bois-Marquer respecto de Luis María. No podemos creer, en efecto, que la patrocinadora de obras buenas quisiera hacer las cosas a medias: había dicho San Sulpicio y seria San Sulpicio, sino el Mayor, a menos el Menor, prácticamente idénticos en cuanto a la seriedad de estudios y de

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formación. Pero era necesario encontrar 260 libras y la Montigny no podía permitirse tanta munificencia. Luego de muchas dudas, decidió hacer viajar a Luis a París con urgencia, incluso para no hacerle perder el año escolástico y porque, una vez presente él en persona podría alcanzar con mayor facilidad las ayudas prometidas.

Luis María ya no lo esperaba. Al menos para ese año. La "tierra de los santos" –es la enfática definición que nos transmite Blain (21) y expresa la altísima estima en que se tenía a San Sulpicio– habría sido un sueño y la posibilidad de entrar en ella permanecía problemática para el futuro: «Había colocado allí el corazón, con la esperanza de andar allá personalmente... Pero ¿qué esperanza tenía de ir allá?...».

Luis no se había hecho ilusiones: las múltiples dificultades, la inmensa distancia y esa natural predisposición a no dar demasiada importancia a las promesas eran suficientes para disuadirlo. Acabamos de citar a Blain y lo seguiremos citando porque es el mejor testigo del momento.

La carta de la Montigny llegó, pues, inesperadamente. Muy vaga en el programa pero con una clara invitación a darse prisa. Y Luis María fue rapidísimo: el tiempo para avisar de su partida al colegio "donde habría podido hacer inmensos progresos" (c 8), para despedirse de los amigos dejando a Blain un festivo "¡hasta París!", y ¡listo! Se acomoda un vestido nuevo comprado por la familia para la circunstancia, echa al bolsillo los diez escudos (que regala inexorablemente con el vestido bueno apenas vuelve la esquina), estudia el itinerario, rechaza el caballo que le ofrecen, se despide de todos... y, ¡en camino, lo más pronto, quizás el mismo domingo 25 de octubre!

Tiene que recorrer 350 kilómetros, y a pie. Lo acompaña durante un tramo su hermano José y su tío sacerdote Alan. Hemos tratado de estudiar un tanto el itinerario: Rennes, Vitre, Alenzón, Verneuil, Versalles, París...

Hoy el recorrido es fácil y veloz; entonces imposible, era uno de esos que hacían maldecir a los ricos, al finalizar el verano, cuando las lluvias y pozos de agua obligaban a descender de las carrozas y ponerse a empujar con los lacayos para desatascarlas del fango. Y todo el camino de Luis María fue avanzando entre dolores y sufrimientos y fatigas que maravillan al ingenuo Blain. No pasaba la noche en albergues ni hospederías; vivía de limosnas y mendicidad, entre rechazos hirientes, adaptándose a pasar las noches en graneros o, si milagrosamente se abrían, en las casas curales. El promedio recorrido pudo ser de unos 35 kilómetros diarios. Es verdad que nuestro joven viajero tenía veinte años, pero 35 son siempre muchos. Caminaba con la cabeza descubierta, en oración y recogimiento, animado del espíritu de peregrino.

«Así, pues, como un viajero que tiene prisa de llegar a una ciudad importante, a la cual dirige rápidamente sus pasos, concentrado sólo en este pensamiento, cruza indiferente, sin detenerse a contemplar la belleza de las regiones que atraviesa, de la misma manera el misionero, desprendido como un San Francisco, camina a toda prisa hacia la celestial Jerusalén. Enamorado únicamente de los encantos de esta inmortal

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ciudad de paz y de gloria, sólo tiene ojos para contemplarla; no llamará pena a lo que le cuesta para llegar a ella ni placer a lo que puede apartarlo de ella.

Como otro San Pablo, no considera las cosas visibles, sino las invisibles, porque, se dice a sí mismo, las cosas visibles son pasajeras y perecederas, la muerte las arrebata cuando uno cree poder gozar de ellas, frecuentemente se pierden con amargura aun antes de la muerte; mientras que los bienes invisibles –esos bienes inefables que sólo pueden saborearse en la posesión de Dios– son eternos» (A los asociados de la Compañía de María, 12).

Llegó a las puertas de París hacia el 3 de noviembre: mojado, enfangado y aturdido por la fatiga. Otro biógrafo dice que encontró, «en un pequeño hueco de caballeriza, donde la Providencia le hacía llegar alimento sin irlo a pedir a nadie...» (Grandet, 193), el tiempo y forma para repulirse un tanto y recuperarse con el descanso. Lo más pronto que pudo, buscó y encontró la casa de la señorita Montigny. La solterona que hacía días había arreglado la manera de hacer saber al joven el cambio de seminario, haciendo los más vivos esfuerzos ante el relato del extraño comportamiento de viaje, tuvo el valor para anunciarle que se había hecho la matrícula, pero ya no en San Sulpicio, sino en el seminario Menor para Clérigos Pobres fundado por su antiguo párroco, el P. de la Barmondière, a quien lo había recomendado.

Al lado del famoso San Sulpicio se habían creado comunidades para acoger a los seminaristas más pobres y menos dotados; la de la Barmondière y, sólo más tarde, la del P. Boucher. Mejor que seminarios eran pensiones, pero con reglamentos inspirados en el de San Sulpicio y prácticamente dirigidos por sulpicianos.

De 1693 a 1694 Luis María permaneció así en la pensión de Claudio Bottu de la Barmondière. Era éste un sulpiciano, inteligente, doctorado en la Sorbona en 1662 con una tesis sobre la infalibilidad pontificia, y de familia muy rica. Había sido párroco de San Sulpicio, pero había fracasado en ello: obligado a renunciar por la poco cuidadosa administración, fue impulsado por el superior general Carlos Tronsón a fundar y regentar una sucursal del seminario. Los pensionados allí, «eran estudiantes que permanecían en comunidad cerca al seminario de San Sulpicio de Paris, para honrar la vida pobre, despreciada y de trabajo de Jesús en los treinta años de vida oculta, para prepararse a las tareas del divino sacerdocio bajo la protección de la santísima Virgen, de san José, de los santos Apóstoles y de los hombres apostólicos».

El título oficial de la pensión reencarecía, luego, las primeras líneas citadas del reglamento: Comunidad de los clérigos pobres. A éstos –siempre en el reglamento– se les sugería que la admisión al pensionado era una gracia «por la cual lejos de sentir vergüenza por la calificación de pobres, se sienten muy contentos de ella... Aprenderán cuidadosamente las máximas de la pobreza de Jesús y las meditarán... Para honrar la pobreza del Señor y todas las humillaciones que ordinariamente la acompañan, estarán dispuestos a practicar de buen grado, y hasta con alegría, las acciones que a los ojos de los mundanos se presentan como ruines y degradantes, como barrer,

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cargar y ordenar la leña, servir a los enfermos, trabajar en la cocina, en el refectorio, lavar los platos y cosas semejantes...».

La insistencia con la que cada página del reglamento exaltaba la pobreza hace pensar que la menor contribución brindada en el momento de la aceptación era en verdad poca cosa y que todos los servicios mencionados que debían realizarse "con gozo" eran simples compensaciones integrativas. La pobreza, de ese modo –era quizás la mentalidad de la época– se alzaba como una amonestación para recordarle al clérigo que no debía aspirar al mejoramiento de la propia situación, convenciéndolo de que era pobre y pobre debía mantenerse, sin esperar mucho de la vida. Se le enseñaba que «el tiempo (destinado) a alimentarse es peligrosísimo para la salud del alma...», que no se debe siquiera ocupar el espíritu con el pensamiento de la comida; y para aquellos clérigos que, inevitablemente impulsados por el hambre o la sed, se atrevieran a hacerles concesiones fuera de casa, existía oportuna o no, no lo sabemos, una norma regia: «No comerán ni beberán fuera de casa a no ser en caso de necesidad extrema (sic), ni sin haber pedido y obtenido permiso explícito...».

A nosotros, que miramos aquella docena de reglas para los pobres –sólo hemos citado alguna–, a nosotros acostumbrados a la caridad organizada en las debidas formas por el Estado y por la Iglesia, esa docena sugiere una duda atenazadora sobre la capacidad administrativa del riquísimo P. de la Barmondière, haciéndonos que nos coloquemos compactamente del lado de los beneméritos administradores de fábrica que lo habían despedido. El saber –y lo sabemos por Blain (33), que no mira al costo cuando se trata de elogiar a cualquier sulpiciano– que ese señor era un hombre santo, todo austeridad y penitencia, no nos ayuda a entender por qué mantenía a sus clérigos pobres en tan dura mortificación.

Luis María se sometió a esa humillación, porque humillación era.

No se sometió. La aceptó, con cordial entusiasmo.

La Montigny había hallado a una buena señora que se había comprometido a pagar algo durante los primeros momentos; pero el joven vivía en el espíritu de abandono filial y confiado en la Providencia. Partiendo de Rennes, dicen los primeros biógrafos, había hecho voto de pobreza porque sentía la llamada a la vida misionera desprendida y desinteresada; el viaje y la instalación inicial en París habían sido la entrada a la comprensión de las obligaciones del futuro apostolado; el reglamento de la comunidad en cuestión era un código de conducta, el encuentro con el P. de la Barmondière, elegido pronto como confesor y director espiritual, le hizo ver en él un modelo.

En ese primer año de seminario se consideró como novicio de la pobreza y de la penitencia; bajo la guía del sulpiciano saboreó los mordiscos en la carne y en el espíritu, ordenó ampliamente su ejecución aceptando sus rigores en la comida y en el vestido, añadiendo, con la autorización del confesor, los medios más austeros de la mortificación corporal.

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Vio en la Comunidad una casa de la gracia, hasta escribir a Blain, que se había quedado en Rennes, una carta de términos vivos, entusiastas, patéticos y plenos de unción para convencerlo también a él, en el espíritu de la Biblia, de abandonar la casa, los parientes y todo para trasladarse a un lugar donde, «la virtud, desterrada del mundo, parecía haberse refugiado» (Blain, 22).

La austeridad y la penitencia no eran motivo para descuidar el estudio en casa del P. de la Barmondière: por el contrario, éste, además de ser maestro de vida espiritual, era también cultísimo y fortísimo teólogo. Seguía y examinaba a sus estudiantes, sobre todo mediante repeticiones: «Todos los días no obstaculizados, se tendrán conferencias y repeticiones de estudio, en el momento y forma fijados para cada materia, y todos asistirán puntualmente a ellas».

Pero, ¿dónde recibían las lecciones los clérigos pobres?

Las lecciones que frecuentaban eran las de la escuela de teología fundada en el interior de la universidad de la Sorbona. En 1650, en seno del ateneo, se había reiniciado un curso periférico que ostentaba erróneamente el titulo de Facultad de Teología y que de hecho no era otra cosa que un curso seminarístico (diríamos hoy) reservado a todos aquellos que no habían sido admitidos a los cursos académicos verdaderos y propios. Dado por docentes y maestros que no pertenecían a la sociedad de la Sorbona, dependía no obstante del rector magnífico. Incluso los alumnos no reconocidos como universitarios por los motivos que habían impedido su admisión a los cursos académicos (sobre todo por la pobreza: en la Sorbona existían sólo 35 puestos gratuitos...), podían aprovechar los locales y la ciencia dentro del círculo universitario. El rector magnifico presenciaba sin embargo, periódicamente, las disertaciones de la escuela de teología.

Las disciplinas enseñadas en dicha escuela eran: lectura de la Biblia, teología contemplativa, teología positiva y controversia (apologética). Para las materias más específicamente eclesiásticas, tales como liturgia, moral, derecho y canto gregoriano había que acudir a lecciones externas, quizás las de un colegio, el Navarre, por ejemplo.

Luis María avanzaba con lujo en el conocimiento de las materias teológicas, hasta ser considerado como uno de los oyentes más atentos y profundos.

Pero a la pobreza pedida por el reglamento se añadió la no exigida, la pobreza necesaria.

Dos tercios de los franceses vivían en el campo, pero el rendimiento de los campos disminuía siempre más. Uno solo era el término que dominaba la agricultura de la época: "grano", entendiendo con él todo cuanto podía convertirse en pan. Los cultivos de grano y de cereales que transformar en pan ocupaban casi todo el sector, hasta las localidades menos adecuadas. Y dado que el producto era único, el campesino era

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peligrosamente vulnerable: cada año que registraba una cosecha escasa, registraba por ello el derrumbe del bienestar en toda la nación.

Y el año de 1693 fue de escasas cosechas, seguido por tanto de un período de miseria y carestía casi totales. Un año así no había ocurrido desde hacía tres décadas, desde 1662. ¡Qué invierno tan tremendo fue aquel para Francia! La penuria se hizo sentir más «en la capital de las provincias que en las provincias mismas» (Blain 28s) .

Muchos clérigos, a quienes no podían sostener sus familiares o bienhechores, debieron pagarse la pensión con empleos en nada fáciles u honoríficos. Entre éstos se hallaba Luis María: la bienhechora quizás obligada por la penuria general o porque así lo definían los contratos, suspendió la ayuda. En la comunidad muchos se preguntaban cómo haría Grignion para superar la situación.

«No había pensado todavía en ello, convencido de que su verdadero apoyo estaba en Dios», afirma Blain (29). El P. de la Barmondière abrió el corazón y lo mantuvo abierto, pero Luis María tuvo que adaptarse como otros a las nuevas y durísimas exigencias.

A menudo –recuerda Blain, que hacía poco había llegado de Rennes– pasaba la noche velando muertos en la parroquia de San Sulpicio, con el fin de ganar algún dinero. Debían ser buenas realmente aquellas meditaciones; pero constituían notables pérdidas de energías físicas. Cada mañana había que entrar a clase puntualmente y estudiar y estudiar con seriedad, sin concederse un descanso decente ni tomar un adecuado desayuno. Las ganancias de tales vigilias fúnebres no debían constituir una copiosa entrada, dado que lo vemos obligado a pedir limosna a sacerdotes y prelados que pasaban por la casa. De esas colectas recogía cifras considerables; pero dado que, por caridad y mortificación lo compartía todo con sus compañeros, a él le tocaban las sobras. Entre tanto, para colmo, seguía con las maceraciones voluntarias.

El progreso intelectual y espiritual del joven era indiscutible. Blain, después de informarnos que la dirección espiritual del P. de la Barmondière podía compararse a la de un santo empeñado en hacer otro santo, recuerda que en la primavera el maestro confesó haber sido superado por el alumno, de manera que debía renunciar al cargo y orientar a Luis hacia uno más experto aún, el sulpiciano santiago Baüyn.

Era éste hijo de un médico calvinista suizo. Enviado a París por su padre para que apartara a su hermano mayor del catolicismo al que se estaba convirtiendo hasta el punto que querer hacerse sacerdote, había fracasado en su misión y llegado a convertirse él mismo y hacerse sulpiciano. Blain –según su costumbre– elabora de él un entusiasta panegírico comparándolo con Francisco de Sales y san Felipe Neri y llamándolo «ángel sobre la tierra, y una de las personas más santas de los últimos siglos» (67), quejándose de que nadie hubiera querido escribir su biografía. Debía ser realmente un hombre de extrema penitencia. Luis María se confió a él ingenuamente, sometiéndose de lleno a las nuevas directivas, como un catecúmeno de la santidad.

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Sólo sabemos que el P. Baüyn lo autorizó para aumentar el ritmo de las maceraciones corporales y el de las mortificaciones. Con qué criterio, en semejantes condiciones, no lo sabemos.

Ignoramos la fecha de la tonsura clerical del joven. Pero en julio de 1694, al terminar el primer curso de teología fue presentado a las órdenes menores. De acuerdo con las prescripciones canónicas y las costumbres de San Sulpicio, la ordenación debió ir precedida de ocho días de ejercicios espirituales en la casa de retiro de los hijos de san Vicente de Paúl, en San Lázaro.

La ordenación tuvo lugar el 18 de septiembre, sábado de las témporas de otoño...

A la salida de los ejercicios espirituales, Luis María fue sorprendido por una tristísima noticia: la muerte repentina del P. de la Barmondière, cuyos funerales tuvieron lugar el día 19 en la parroquia de San Sulpicio. Pero es mejor leer al respecto la carta que Grignion escribió a su tío Alan Robert, que le había hecho llegar algunas noticias de su familia entre ellas la de la muerte de su hermanito Ambrosio de cuatro años, acontecida en 24 de junio.

«¡El amor puro de Dios reine en nuestros corazones!

Con inmensa alegría recibí tu carta, tanto más preciosa cuanto que viene de quien tanto me ama. Me informas en ella de una muerte. Pues, a mi vez, tengo que comunicarte otra: la del P. De la Barmondière, mi superior y director, que me hizo aquí tanto bien. Lo enterramos el domingo pasado en medio del dolor de toda la parroquia y de cuantos lo conocieron. Vivió como santo y como santo murió. Fundó el seminario en que me encuentro y tuvo la bondad de recibirme en él gratuitamente No sé todavía cómo se resolverán las cosas: si me quedo o tengo que partir, pues aún no se ha abierto el testamento. Pero pase lo que pase, nada me preocupa; tengo un Padre en el cielo que no me falla jamás. Que me condujo hasta aquí, me ha conservado hasta hoy, y lo seguir haciendo según su constante misericordia. Aunque no merezco sino castigos a causa de mis pecados, no dejo de implorar al Señor y abandonarme a su providencia.

No pude responder tu carta tan pronto como deseaba. Me lo impidió un retiro que hice en San Sulpicio para prepararme a las cuatro órdenes menores. Que, gracias a Dios, he recibido» (Carta 2).

El tono de la carta no logra ocultar la preocupación a propósito de la forma como se desenvolvería su preparación al sacerdocio. Para él podría ser el regreso a su familia y el adiós para siempre a San Sulpicio, quizás la renuncia definitiva a la vocación misionera apostólica.

Al abrir el testamento, se supo que la comunidad de los eclesiásticos pobres debía fundirse con el seminario Menor de San Sulpicio y que los seminaristas que pudieran reunir la pensión debían trasladarse allá.

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Pero se debía reunir la enorme suma de 260 libras... Luis María que durante un año había permanecido casi gratuitamente en casa del P. de la Barmondière, ¡no podía encontrar en dos por tres la suma indicada! Con otros –entre ellos Blain– fue enviado... provisionalmente a otra pensión para clérigos paupérrimos.

San Sulpicio no quería perder a aquellos muchachos y, antes de despedirlos a sus diócesis, trataba de darles tiempo y posibilidad de recoger el dinero suficiente para ejecutar el testamento del difunto. Hizo cuanto pudo para que los clérigos se prepararan a ingresar –¡y permanecer!– en la comunidad del P. Boucher, donde la limosna y algún servicio externo podía bastar para pagar la pensión.

Blain, uno de los clérigos sin recursos trasladados con Grignion a la casa Boucher, resume en dos líneas el sentido de ese traslado: «La divina Providencia le brindó (entonces) un gran medio para avanzar en dicha ciencia (la de los santos), haciéndolo entrar en la comunidad del P. Boucher...» (56).

Nosotros también queremos decir muy poco acerca de esta permanencia de Grignion en casa del P. Boucher, pero debemos renunciar a un hermoso silencio con una excelente historia capaz de hacernos comprender las misericordias con las que Dios realizó sus designios.

Francisco Boucher, vicario un día de Chartres, sacerdote, doctor de la Sorbona había abierto desde 1677 una pensión para unos cuarenta clérigos paupérrimos al lado de la Universidad, con el nombre de Colegio de Montaigu. El estado de indigencia extrema en que tenían a los jóvenes aspirantes y una reflexión demasiado tardía del fundador mismo de la Communauté des pauvres écoliers, hizo que el P. Boucher con un acta del 1º de marzo de 1708 ofreciera 1.800 libras a San Sulpicio para que fortaleciera la institución. Reducida máximo a quince pensionados, fue trasladada dentro del recinto de los seminarios de San Sulpicio y sometida a una reforma general. En homenaje a uno de los primeros superiores que también la habían enriquecido, Felipe Roberto des Rouses, le dieron el nuevo apelativo de Robertinos.

Desafortunadamente, la reforma tuvo lugar cuando Grignion ya había partido. A creer a Blain –y ¿por qué no creerle?– los clérigos «se distinguían allí por su avance en la ciencia», quizás también a causa de la cercanía a la ciudad universitaria. Pero el tratamiento era claramente repugnante sobre todo en lo referente a la comida.

«Porque el alimento, tan pobre como todo lo demás, era entonces (antes de la reforma sulpiciana) muy pobre y desagradable. Y, al ir a tomar la comida, se podía fácilmente entrar en la actitud de aquel gran santo que dice que hay que ir a la mesa como a una especie de tortura, "ad mensam tamquam ad patibulum". La carne de desecho y de lo que no compran en las carnicerías sino los más miserables, se repartía en pequeñísimas porciones. Y aun cuando la porción que se recibía fuera abundante, nunca se tenían tentaciones de intemperancia, ni de gula, en presencia suya, porque, al sólo verla, ya calmaba el apetito que uno pudiera tener. Y era necesario tenerlo en

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cantidad y hacerse gran violencia para comer, entre continuas náuseas, una carne contra la cual el estómago se rebelaba, amenazando devolverla en seguida.

Yo mismo lo he experimenté, por haber pasado algún tiempo en dicha comunidad. Es la que actualmente está junto al seminario menor, pero todo ha cambiado en ella.

Cada estudiante se proveía de pan: de suerte que lo escogía y disponía de él a su gusto. En cuanto al agua, no se la escatimaba. En ello la comunidad era muy generosa, porque en esos tiempos, allí no se conocía aún el vino. Los días de abstinencia no perjudicaban a aquellos en que se comía carne, porque no ofrecían sino, o raciones de arroz cocido en agua y con muy poca leche, o nabos y habas sazonados de la misma manera.

Para cocinar así, sólo se necesitaba la mano de los estudiantes. De suerte que cocinaban, cada uno por turno. Y si se me permite reír en algo tan serio, diría que todos tenían el placer de envenenarse, por turno» (56-58).

Tampoco nosotros queremos reír, aunque tanta insistencia del canónigo Blain (de fácil memoria en lo referente a la comida) nos hace sonreír, y no huele a parcialidad en favor de la reforma realizada en seguida por el maravilloso San Sulpicio... Pero dado que afirma haber vivido esa vida de avanzada con virtud mucho menor que la de Luis María, nos sentimos desconcertados.

Éste asumió la mísera situación con la heroicidad de adaptación que necesitaría más adelante para sentirse más cerca de los pobres que debía evangelizar. Y, no obstante, al leer una carta que escribió el 11 de julio de 1695 advertimos cierta ansia de mejoramiento y el hecho de que nunca haya hecho la menor alusión a esta comunidad del P. Boucher nos lleva a sospechar que también él prefiere olvidar un recuerdo tan penoso.

Dada la lejanía de San Sulpicio tuvo que abandonar la dirección espiritual del P. Baüyn y escoger como director a un tal P. Prévost, sin más identificación. Pero prosiguió macerándose inmisericordemente en conformidad con los permisos concedidos por el P. de la Barmondière y por el mismo P. Baüyn. El resultado de semejante ritmo exterior e interior se desencadenó en el invierno de 1694-1695. Estaba de turno en la cocina cuando se sintió mal. Convencido de tener que guardar cama y recibir cuidados medicinales, escondió el cilicio debajo del colchón. Pero el inabordable Boucher que a las malas toleraba a los sanos, sentía terror a los enfermos, por lo cual se desembarazó de él a la carrera: «Tan pronto cayó enfermo, fue llevado al hospital...», escribe Blain (59).

Hemos escrito que se desembarazó de él, porque meter a aquel muchacho de 22 años en un hospital de caridad de pobres anónimos y abandonarlo al único remedio de frecuentes sangrías –medicina gratuita y de amplio uso, en ese tiempo– significaba que

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dejara de fastidiarlo si no para siempre, al menos por largo tiempo. La salud del seminarista, ciertamente, no era la misma de hacía dos años, y la salud del cuerpo castigado cedió: llegó al umbral de la muerte.

Ninguno pareció preocuparse en la familia Grignion. El único que se dio cuenta fue el mismo moribundo, quien entre delirios logró convencerlos a todos que no dijeran nada a sus familiares, ni siquiera a su hermana que vivía en París.

Él se consolaba con el pensamiento de hallarse en la Casa de Dios, tomando en serio esa denominación francesa dada a las instituciones para el sufrimiento: "Hôtel-Dieu". Se consolaba, pues, sabiendo que había caído en manos de la Providencia más de cuanto hubiera podido desear.

Se preparaba para la muerte entre el mudo estupor de las religiosas y de los amigos que iban a visitarlo. Sobre todo de las religiosas que del estupor pasaron rápidamente a la veneración, hasta sacarlo de la sala común y colocarlo, después de algunos días, en la sección reservada a los sacerdotes, aunque no era ordenado in sacris. Su piedad y altísima virtud le ganaron así una asistencia especialmente de parte de las religiosas.

Blain, que nos contó toda la historia «después de no contarlo ya entre los vivos», recuerda la estupefacción experimentada al oírlo afirmar que no moriría (63).

Capítulo 5 - San Sulpicio tierra de santos

Se sentía en Francia la necesidad de una reforma eclesiástica que, para ser válida y duradera, regulara la elección de los candidatos. El Concilio de Trento desde hacía decenios había señalado la urgencia de la solución a dar al gran problema.Italia había tenido a san Carlos Borromeo.Pero Francia nada.Dolorosamente ya en 1660 el obispo de Vance, Goudeau, había escrito: «El llamado por Dios va al claustro como a una sagrada tumba para morir a las vanidades del mundo; quien se compromete en las órdenes sagradas ni lo hace para obtener beneficios que por su naturaleza lo comprometen o, como ciertos pobres, asume la más santa de las profesiones de la tierra como un oficio de poltronería... Por el solo hecho de que un joven sepa suficientemente el latín para explicar un tanto el evangelio en la misa y comprender el breviario, se lo considera idóneo para ser elevado al sacerdocio...» (Traité des Séminaires, Aix 1660, c V, p 80).

El clero al que más había que formar en primer lugar era precisamente el pobre y más necesitado, por ser el más masificado e improvisado. Pero la institución de los seminarios era poco bien vista por los candidatos que no querían ser hechos hermanos y por los parientes que tenían miedo de la abolición de los antiguos privilegios y

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ganancias. Y la mayor dificultad que era la de encontrar a quienes colocar al frente de esos seminarios. San Francisco de Sales confesaba a su amigo Bourdois: «Me he fatigado durante diecisiete años, porque durante tanto tiempo he tenido la osadía de esperar, para reformar el clero de mi diócesis, pero sólo he logrado formar sacerdote y medio; y no he pensado en las Visitandinas, sino cuando perdí toda esperanza respecto de los sacerdotes...».

Los grandes reformadores, antes de dedicarse a la creación de los seminarios, fundaron Compañías o Congregaciones de sacerdotes santos y sabios para ponerlos al frente de las futuras instituciones. Es el tiempo de Berulle, Bourdoise, de Condren, san Juan Eudes, san Vicente de Paúl. Por fortuna casi todos los obispos colaboraron poniendo juntos, incluso, capitales y personal para seminarios regionales. Algunas diócesis tuvieron así dos o tres seminarios, y París, en 1696, doce incluidos tres de lengua inglesa.

El seminario de San Sulpicio toma el nombre de la magnífica parroquia que forma ángulo entre la Calle des Aveugles y la Calle Férou, a algunas centenas de pasos del palacio de Luxemburgo.

Juan santiago Olier, fervoroso misionero popular luego de un primer esbozo en la Calle Vaugirard, convertido en 1642 párroco de San Sulpicio, fundó ese instituto para elevar la calidad del clero francés. Olier propuso para la obra una Congregación religiosa restringida destinada a la formación de los sacerdotes seculares a través de los seminarios.

El sistema formativo de los sulpicianos se fundaba en la división de los clérigos en grupos: colegiales, pequeños, grandes y teólogos, y en la participación de todos en los oficios y en los ejercicios del seminario. Ningún medio disciplinar donde era suficiente la poderosa llamada del deber de la vida interior, a través de la dirección espiritual. Incluso después del período de seminario era obligación para los sulpicianos acompañar a los clérigos ya sacerdotes, con reuniones de formación actualizada intelectual y sobre todo con encuentros espirituales.

Cuando se habla de seminario no debe entenderse en el sentido de los que existen hoy: San Sulpicio era una pensión para clérigos, para sacerdotes que buscaban dedicarse sobre todo a la vida espiritual y, dado que solamente para el colegio de los filósofos había escuelas internas, predominaba la vida espiritual, que sobresalía e informaba toda actividad seminarística. El periodo de permanencia en San Sulpicio variaba según las peticiones e intenciones personales de cada alumno: de ocho días a algunos meses, de un año a cinco, a diez...

El complejo del seminario comprendía: el Seminario Mayor, llamado Grand Saint-Sulpice, el Menor de los filósofos y de los menos dotados, llamado Petit Saint-Sulpice, y otras comunidades sobre el modelo de pensiones como la del P. de la Barmondière y de los Robertinos, con reglamentos inspirados en el de San Sulpicio y con superiores casi siempre sulpicianos. Sucursales de las instituciones parisinas existían por todas

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partes en Francia pero limitadas a la formación del clero, con la ayuda a veces, de grupos misioneros. Importante entre éstas era la residencia de Issy, en las afueras de la capital, destinada a los ejercicios espirituales y a casa de descanso.

Tras la muerte de Olier la comunidad de los sulpicianos se había divido claramente en dos ramas: la Communauté des Prêtres de la Paroisse de Saint-Sulpice y la Congrégation des Séminaires, cada una con superiores propios e independientes. La más difundida naturalmente, era la segunda, guiada por un superior general, con filiales no sólo en Francia sino también en Canadá.

San Sulpicio había nacido del corazón de un misterio, de un veterano de las misiones al pueblo, Olier que en largos años de predicación había entendido que para hacer el bien al pueblo había que sanar primero el estado del clero. Los sacerdotes formados en el seminario eran apreciados y requeridos por la solidez de la doctrina y la seriedad espiritual, tanto que la Asamblea del Clero de 1651 había definido a los sulpicianos de Olier como los Sacerdotes del Clero de Francia.

La obra de Olier no iba destinada a sustituir a los seminarios diocesanos, ¡todo lo contrario! Preparaba a los sacerdotes de cualquier diócesis y región, como especialistas en diferentes actividades, pero en forma superdiocesana, de modo que los sacerdotes ordenados no eran devueltos a su diócesis de origen, al menos en el principio, sino a dondequiera que se necesitara la presencia de fuerzas nuevas. Para ello, todo muchacho era ampliamente estudiado y preparado, y los sulpicianos a pesar de no serlo jurídicamente, eran siempre considerados responsables de la conducta de los propios exalumnos y su juicio y su aprobación eran requeridos normalmente por los obispos y por los vicarios generales.

¡Era una excepcional... oficina de colocación para los obreros del Señor! Y de ordinario sabía ubicar excepcionales obreros de la viña.

Fuera del Hôtel-Dieu y dentro de San Sulpicio, alguien se preocupó de Luis María. Quizás por aquella enfermedad de meses. por el peligro de muerte, por el peligro de muerte, alguien se decidió a empeñarse seriamente en la recuperación de Grignion. Antes que nadie los sulpicianos.

Después de haberlo enviado provisionalmente a la comunidad del P. Boucher, parecían haber olvidado la promesa velada o abierta de hacerlo admitir en el Seminario Menor. El primer problema era el de encontrar el dinero necesario para pagar la pensión y abrirle la puerta para no dejarlo caer de nuevo en manos del susodicho Boucher. Brenier, superior del Seminario Menor, de acuerdo con los superiores centrales, sobre todo con el general Carlos Tronsón, se dedicó a trabajar entre los diferentes conocidos y pescó –ésta es la palabra– a una excéntrica señora que fácilmente se dejó convencer.

La esposa del marqués Yves d'Alègre, el general que se distinguió en la batalla de Fleurus y fue elevado luego a mariscal de Francia en 1620, era «devota singularísima no carente de espíritu y de ideas» dice San Simón. Hermosa, riquísima y romántica

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había suscitado una increíble ola de habladurías a causa de la mojigatería llevada hasta el infantilismo. Madame de Sevigné se deleita en referir los pormenores y por ella nos informamos de que la d'Alègre, en la imposibilidad de pagar cerca de doscientas mil libras gastadas en cuadros de piedad, había tratado de huir a la Tebaida. Detenida a tiempo por el cardenal de Coislin, ridiculizada luego por todos, acabó con saldar la deuda y regresar a la razón.

Entre tantas de sus extrañezas pietísticas, había algo bueno: por ejemplo había fundado una beca para algún clérigo pobre de la comunidad del P. de la Barmondière que quisiera pasar al Pequeño San Sulpicio. No le quedó difícil al P. Brenier convencer a la dama de que destinara la suma (160 libras) al resucitado Grignion.

El P. Baüyn, por su parte, encontró la forma de integrar la cifra con un encargo en la familia Mortemart. ¿Caridad o remordimiento? Difícil decirlo.

Dado que todos los miembros de aquella famosísima familia, una de las más conocidas por méritos y defectos en toda Francia, tuvieron que ver con Luis María Grignion, nos limitaremos aquí a ofrecer los nombres, reservándonos hablar más en particular cada vez que alguno de ellos entre en relación con nosotros.

El duque de Rochechouart-Mortemart había tenido cuatro hijos: Athenais de Tonmay-Charente (amante de Luis XIV), Gabriela (abadesa de Fontevrault), la señorita De Thianges y el almirante de Vivonne.

La viuda de éste último fue quien se interesó por Grignion en este momento: la duquesa de Mortemart y baronesa de Gué-Voyer podía disponer de la asignación de una renta de cien libras para la celebración de misas en la parroquia de San Julián de Concelles, diócesis de Nantes. Por intermedio de Baüyn, la duquesa escogió como beneficiario al clérigo Grignion el 17 de marzo de 1695. Pero como éste no celebraba, le hicieron firmar un acta notarial del 18 de mayo siguiente por la cual se encargaba al sacerdote Maturín Vivant de la celebración de las misas. Cuando el obispo de Nantes dio su propia aceptación, Luis María con otra acta notarial aceptó oficialmente el beneficio. Presentemos casi en su totalidad el documento para deleite de los cultores de la burocracia de todos los tiempos.

«Hoy, miércoles 15 de junio de 1695, en virtud de las Letras de colación y de vistos concedidos por Monseñor ilustrísimo y Reverendísimo, el obispo de Nantes al señor Luis Grignion, clérigo tonsurado, que vive en París en el colegio Montaigu, en casa del P. Boucher, parroquia de San Esteban del Monte, ha tomado posesión de la "capellanía de nuestra Señora", fundada y mantenida en la iglesia parroquial de San Julián de Concelle, que ha permanecido vacante por la muerte del difunto señor sacerdote Juan Henry, último titular de la misma; en base de la nominación hecha para la mencionada capellanía en favor del susodicho señor Grignion por la señora duquesa de Mortemart como Baronesa del Gué-Voyer el 17 de marzo pasado.

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Yo, Jacques Gendron, notario real y apostólico de la Corte y Diócesis de Nantes, de la ciudad de dicho lugar y residente en ella, parroquia de Saint-Denis, (aquí) suscrito, he notificado a todos los interesados que he colocado e introducido en uso real actual y posesión corporal de la antedicha capellanía denominada la Gran Capellanía de Nuestra Señora, al venerando y discreto (= reverendo) señor Maturín Vivant, sacerdote vecino del susodicho pueblo y parroquia de San Julián de Concelle, haciendo y estipulando por el mencionado señor Grignion, provisto de dicha capellanía, siguiendo y a los fines de la procura acaecida en París el 18 de mayo último en favor del antedicho señor Vivant.

(Declaro) que en presencia mía y de los testigos abajo especificados, éste, habiendo entrado en la iglesia parroquial de San Julián de Concelle, revestido de sobrepelliz, hecha una aspersión con agua bendita, plegarias y oraciones ante el altar de Nuestra Señora, que se halla en esa iglesia y sobre la cual se ejerce la dicha capellanía, y luego de besarlo, tocadas las campanas y hechos todos los actos requeridos: y habiendo subido al altar de la mencionada iglesia, di lectura a todo lo anterior con voz alta e inteligible, con el fin de que nadie pueda llamarse a ignorancia; y en seguida, trasladado a una pequeña casa ubicada cerca al mencionado pueblo dependiente de la capellanía de la que el mencionado señor Vivant nos abrió la puerta de aquella habitación y luego de volver a cerrarla, arrancó la hierba y cortó la leña del mencionado lugar.

Como se ha dicho, todo sin perturbaciones ni oposición de nadie; y realizado esto en presencia del señor René Vivant, notario y canciller de la jurisdicción de Gué-Voyer y del señor Julián Guernichen, señor de La Daboiserie, notario y canciller postulante de dicha jurisdicción, que viven separadamente en dicho pueblo y parroquia de San Julián de Concelle.

Hecho todo en torno a las once de la mañana del susodicho día 15 de junio de mil seiscientos noventa y cinco.

Firmado: Vivant, sacerdote

Guernichen R. Vivant Gendron

Deducidos los gastos y las compensaciones que debían darse al sacerdote delegado, quedaba todavía una renta de algunas decenas de libras. Lo que faltaba para alcanzar la cifra total fue dado personalmente por el P. Brenier. Armado con sus 260 libras, Luis María estaba en capacidad de entrar en el Seminario de San Sulpicio, en la tierra de los santos a la cual se había trasladado dos años antes y a la que había dirigido el corazón antes que los pasos.

En el Pequeño San Sulpicio donde –decíamos– era superior el P. Brenier, fue recibido Luis María con una ceremonia especial que culminó en la recitación de un Te Deum de toda la comunidad. En una palabra, «fue recibido como un ángel del cielo», exclama enfáticamente Blain (66).

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Estamos a fines del verano de 1695.

La vida de seminario de Grignion halla finalmente un ritmo regular, humanamente sereno, en un ambiente en el que orar y estudiar son las ocupaciones ordinarias, carentes de preocupaciones que podrían distraer de la íntima espera del sacerdocio. En San Sulpicio encuentra a algunos compañeros de... martirio del Colegio Montaigu, entre ellos Blain y casi todos los clérigos de la comunidad del P. de la Barmondière.

Por decisión de los superiores –y cuenta habida de las condiciones del convaleciente y de la existencia en colegios cercanos de escuelas adecuadas, dado que los seminarios de San Sulpicio no poseían escuelas internas al menos hasta 1780–, los estudios no se hacen más en la escuela de teología de la Sorbona y siguen siendo sólidos y provechosos.

Los últimos cuatro años de preparación al sacerdocio son importantísimos para comprender la personalidad del futuro misionero y constituyen, por tanto, un período decisivo, mantenido en la sombra y expuesto a interpretaciones equivocadas por casi todos los biógrafos.

«Te ruego decir a la señora B. que recibí su paquete de cartas para el señor obispo de San Maló. Querido tío, te confieso que estos encargos me molestan y hacen revivir al mundo.

Pluguiese a Dios que me dejen en paz como a los muertos en la tumba o al caracol en su concha. Pues, mientras se queda escondido en ella, parece algo. Pero, en cuanto sale, es todo inmundicia y fealdad.

Eso soy yo, y aún peor, pues echo a perder cualquier empresa en cuanto intervengo en ella.

Te pido, entonces, en nombre de Dios, que no te acuerdes de mí sino para encomendarme a él...» (Carta 4; BAC 72)

Estar en la sombra o dentro de la concha, no quería decir esconderse y apoltronarse. En lo oscuro de aquellas moradas de humildad, Luis María despide rayos de vitalidad interior. El artífice de esas realizaciones sobrenaturales después de Dios es el director espiritual escogido por Luis en la primavera siguiente a su ingreso, el P. Francisco Leschassier, superior del Gran San Sulpicio.

Había nacido en 1641 de una antigua familia de senadores. Hombre de pequeña estatura y físicamente débil, poseía, sin embargo, una profunda inteligencia de administrador y dirigente, perfeccionada por dotes adquiridas de grandeza, es decir, por el equilibrio de un carácter fuerte y personalísimo. Fue Sulpiciano de extraordinario mérito y rara virtud. La inscripción que se lee bajo su retrato de la época, así lo describe: «Francisco Leschassier, Sacerdote, Doctor y Decano de la

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sagrada Facultad parisina, cuarto superior general del Seminario de San Sulpicio, anciano desde la niñez por las costumbres y la prudencia, sagaz en la reflexión, parco en las palabras, raudo en actuar lentamente, tanto más conocido fuera de casa cuanto oculto dentro de ella. Fue tenaz en conservar intacta la familia a él confiada en la piedad y fe hereditarias».

A la muerte de Carlos Tronsón, fue elegido al cargo de Superior general del instituto sulpiciano el 26 de marzo de 1700 y en él permaneció hasta 1725. Gobernó la Congregación con una máxima tomada de san Gregorio Magno: Dominentur nobis regulae, non regulis dominemur: Que nos dirijan estas reglas y no dominemos a las reglas.

Todo Leschassier se encuentra en esta máxima. Sabía aceptar de lleno las normas de la vida comunitaria y social. Las de la vida religiosa e incluso las del ambiente civil en que vivía. Con la convicción y decisión de formar sacerdotes que estuvieran siempre y en todas partes a la altura de su propia tarea, tenía ideas vigorosas y precisas en materia de etiqueta y compostura humana. Desconfiaba pues, por principio, de cuanto olía a extraordinario y singularismo: detestaba de corazón a los excéntricos y a los extravagantes. No porque estuviera persuadido que las reglas místicas tenían que adaptarse a las reglas comunes, sino porque creía sólo en la santidad constituida sobre la vida normal y antes que nada sobre el éxito feliz. Había estudiado seriamente las sendas de la perfección y de la ascesis, al menos cuanto le bastaba para ser excepcional como director espiritual; pero había aprendido mucho por el conocimiento directo de la inmensa cantidad de exaltados que pululaban por toda Francia. Era muy realista y práctico como para ir a seguir corrientes jansenistas y quietistas que se salían del sendero de la espiritualidad más comprobada y canonizada. Supo oponerse resueltamente a las infracciones galicanas hasta erguirse contra el arzobispo de París, el cardenal De Noilles.

Nunca se había aventurado a caminar por el sendero de las penitencias corporales, convencido de que se podía llegar a ser santos con la aceptación rígida del reglamento y la sólida ordinaria virtud, tanto mas sólida cuanto mas ordinaria. En los Avertissements compuestos por él y distribuidos a los superiores, leemos: «IV - No seguir vías extraordinarias, sino guiarse y guiar a los demás por la senda de las sólidas virtudes, sin quedarse jugando con las visiones y revelaciones privadas».

Francamente este hombre nos agrada. Todos querríamos hallar en los directores espirituales y en los confesores el equilibrio humano y moral tan abundante en él.

Ante todo quiso conocer a su dirigido.

Lo estudió minuciosamente para descubrir las verdaderas causas interiores de ese carácter fuerte y de ese comportamiento singular en la oración, en la penitencia, en la caridad y en la devoción a la Madre de Dios. No fiándose de su juicio personal y para poder controlar en la vida práctica la solidez de aquella virtud, no obstante seguir dirigiendo a Luis María, encargó al P. Brenier de descubrir y derribar en él todo apego

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de amor propio y de soberbia en el comportamiento exterior, reservándose profundizar el examen después de aquella premisa. En otras palabras, quiso saber por medio del superior del seminario si acaso el comportamiento del clérigo Grignion tenía cualquier repliegue de orgullo y de ostentación.

Brenier aceptó el encargo y puso manos a la obra. Él sintonizaba con esa tarea: pertenecía a la escuela ascética de Carlos Tronsón, «aquel gran hombre tan conocido por su profunda sabiduría y por su eminente santidad», y por tanto formado en las bases más seguras de la perfección: «Brenier era un santo y su virtud dominante era la humildad... Nadie, además, conocía mejor que él los caminos del amor propio ni sabía mejor que él tenderle trampas y ponerlo al descubierto... Sabía, cuando se lo proponía, hacer temblar a los más fuertes con una sola mirada o una sola palabra...» (Blain, 127ss).

Naturalmente Blain abunda siempre en elogios a los sulpicianos, pero aquí le creemos. Brenier atacó a Luis María de todos los modos y por todos los lados en que se lo podía considerar más susceptible, y «le decía cuanto más punzante y apto para mortificarlo y humillarlo podía imaginar...» Hasta que pudo entregar su informe a Leschassier. Se retiró después de seis meses: «...A ello había dedicado todo su arte. Había agotado en ello cuanto poseía de ciencia en ese género, sin haber podido derrumbar la constancia del virtuoso seminarista...» (Blain, 131).

Se retiró orgulloso de haber gastado bien aquel Te Deum rezado en la capilla el día de la entrada de Grignion al seminario. Se retiró, pero no derrotado, como gritara alguno: convencido, más bien, y satisfecho de haber encontrado un elemento digno de la mejor tradición eclesiástica y sulpiciana. Fue el regreso a la acción profunda, interior, y ahora le tocaba a Leschassier. Tenía en mano un dato ciertamente seguro: Grignion no era un simulador orgulloso. El estudio del alma que avanza hacia la perfección comprende el conocimiento de los defectos, de las inclinaciones, de los gustos y también de las gracias y dones. Conocer los defectos de Grignion fue fácil, porque él mismo se los andaba exponiendo cándidamente, dejando leer en el propio corazón "como en un vaso de agua", como lo pedirá a sus misioneros (Reglas, 20).

Siendo norma del seminario que todo clérigo visitara al director espiritual una vez al mes para darse a conocer íntimamente. Luis María llegó a tal exageración en el temor, que una vez al mes no le era suficiente para dar a conocer su propia conciencia –que según el debía ser nauseabunda...–. Corría en busca del P. Leschassier varias veces al mes. Leschassier, hombre de la regla codificada, lo despedía inexorablemente sin escucharlo, todas las veces no contempladas en el reglamento.

«Si no me equivoco, la conducta del P. Leschassier era particular respecto de Luis Grignion. Mantenía a rienda todos sus anhelos, incluso, los más piadosos y espirituales y, a veces, suspendiendo su ejecución, otras, retardándola, morigeraba su ardor y extinguía cuanto de humano se mezclaba en ellos. Lo acostumbraba a sacrificar a la obediencia todo lo demás» (Blain, 108s).

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Además, en materia de penitencias corporales y de cilicios era férreo. Quizás el recuerdo de los últimos meses y de los desastrosos resultados, pero sobre todo la necesidad de frenar en la obediencia lo que debía ser el mayor impulso de santificación, donde la decisión personal podía arrastrar hacia la complacencia de la ofrenda sangrienta, orientó a Leschassier a una impostación nueva.

«Comenzó (por tanto, desde el comienzo) a moderar las austeridades y a prescribirle un reglamento más suave y menos asesino (sic) del practicado hasta entonces y lo reorientó lo mejor que pudo al sendero de la vida común, persuadido de que las mortificaciones corporales son nocivas si carecen del buen sentido y del ejercicio de la voluntad. Decía san Francisco de Sales: "Hay que castigar al culpable que es el espíritu, antes que mortificar el cuerpo que es inocente"...» (Grandet, 12-13).

No abolió las penitencias, sino que las reguló. Gracias a cartas posteriores a este período aprendemos que Luis María siguió macerándose incluso bajo la guía de Leschassier.

El juicio del prudente director no podía ser completo sin un conocimiento exacto de las gracias y de las virtudes de Luis María, y el solo hecho de quererse informar al respecto habla en favor de la sabiduría del sulpiciano: «Podía estar seguro de que Luis Grignion había llegado a un grado sublime de unión con Jesucristo, porque... Le encargó escribir sobre el tema...» (Blain, 196).

Blain está bien informado y la deducción que saca es ciertamente oportuna. ¡El P. Leschassier no habría confiado ciertamente un informe espiritual a alguien que no esté en sus cabales! Es lástima que ese informe no nos haya llegado ni conozcamos tampoco las conclusiones de Leschassier. De todos modos, estamos de acuerdo con Blain: «Leschassier conoció perfectamente sus gracias y sus virtudes: sometió e hizo someter a prueba su espíritu de todas las formas posibles. Sé que aferró, por decirlo así, a Luis Grignion, en todos los sentidos, y que lo estudió a fondo» (Blain, 103s), para llegar a la conclusión bien diferente de aquella a la cual han llegado otros. Reléanse a propósito las reflexiones del mismo Blain: «La divina Providencia, que quería perfeccionarlo en la ciencia de los santos, lo llamó a París para instruirlo en la escuela de las más puras virtudes eclesiásticas. Hablo del seminario de San Sulpicio, donde el que quiere ser santo encuentra los mayores modelos y los más expertos guías de la perfección... (20).

Puedo afirmar que no había procedimiento más adecuado para hacer avanzar en la perfección al seminarista que el P. Leschassier, el hombre más equilibrado del mundo, el hombre más alejado de cualquier exageración del temperamento y de la gracia» (Ib., 107).

La confianza de los superiores, luego de los severos controles de los dos maestros de perfección, se manifestó en una serie de encargos especiales. Lo nombraron ceremoniario jefe, con la tarea de cuidar del altar de Nuestra Señora en la iglesia parroquial de San Sulpicio, dándole la posibilidad de expresar en el culto exterior ese

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profundo sentido de piedad que lo animaba en la devoción a Jesús y a María de los cuales hablaba continuamente.

Le dieron, además, el cargo de bibliotecario del mismo seminario. Fue el cargo mas útil e importante: Luis María se había manifestado siempre como un joven de rápida inteligencia, amaba el estudio y profundizaba seriamente en las disciplinas escolásticas. Hemos tenido ya ocasión de observar que en él la piedad no quitaba nada a la ciencia. Al confiarle tales oficios los sulpicianos intuyeron sabiamente que debían orientarlo a la asimilación de los motivos teológicos e ideales de la piedad misma.

De su trabajo de bibliotecario nos ha llegado un testimonio de archivo: el catálogo general (aunque incompleto) de los volúmenes de la biblioteca de San Sulpicio escrito de su mano. Añadamos aquí dos afirmaciones que hallamos a propósito en sus obras: «Protesto abiertamente que, aunque he leído casi todos los libros que tratan de la devoción a la santísima Virgen..., no he logrado conocer ni aprender una práctica de devoción semejante a la que voy a explicarte...» (VD 118).

La otra afirmación en la misma obra (VD 41), donde habla de "una extensa colección" de textos de los santos Padres y doctores sobre la devoción mariana.

Esta afirmación, no carente de énfasis, encuentra su confirmación en un Cahier de notes o Cuaderno de apuntes, recopilado casi todo en este periodo y que proseguirá durante toda la vida. Se trata de 314 páginas de folios doblados y cosidos con hilo sencillo, sin introducción, tardíamente revestidas de una carátula de color amarillogrís. Elaborado sin un plano preciso de trabajo, como una colección de anotaciones, en un primer momento, curiosas y escolásticas y ,luego, críticas, enumera puntos de vista y citas pertenecientes a 25 obras sobre la devoción mariana y sobre la unión a Jesucristo.

La facilidad de consultar libremente la buena biblioteca de los sulpicianos favoreció la búsqueda, animándolo a leer mucho. Su amigo Blain recuerda (51) que «casi todos los libros que tratan de la vida espiritual pasaron por sus manos».

Otra tarea lo designó como catequista de un millar de gamines reunidos periódicamente en la parroquia de San Sulpicio. Fue el primer trabajo misionero y los sulpicianos, reconocieron así su vocación de apostolado. No conocemos el programa de este oficio, pero por testimonio fidedignos de compañeros incrédulos y hostiles que lo quisieron ver y oír en acción, sabemos algo a cerca de los frutos: lograba hacer reflexionar y conmover. Advirtamos, además, que esa actividad había sido creada y ejercitada por Olier en persona, y sustituir a semejante maestro significaba que lo reconocían, al menos, como óptimo discípulo.

Por su marcada piedad mariana, le dieron autorización para fundar un grupo interno de devotos de Nuestra Señora, a saber, la Sociedad de la esclavitud mariana, cambiada luego, tras consejo de Tronsón, en la Sociedad de esclavos de Jesús en María. Hasta 1704, en casi todas sus cartas, Luis María firmara con este apelativo.

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Por último, durante el verano de 1699 fue designado para representar al Seminario en la peregrinación al santuario de Nuestra Señora de Bajotierra en la catedral de Chartres. No fue un encargo especial, porque le tocó por turno ese año. Como sabemos con plena seguridad, hizo esa peregrinación en forma especial, por devoción y recogimiento.

Otra concesión importantísima que le hicieron al seminarista Grignion: poder comulgar cuatro veces por semana. En verdad mucho, para la época.

Mientras Luis María se preparaba tranquilamente al sacerdocio, en la casa Grignion había grandes novedades. José, el segundo hijo, se había hecho dominico y sacerdote. Luego de haber estudiado con el hermano mayor en el colegio de Rennes, había entrado en el convento de la Buena Noticia; tras pasar a Dinán para el noviciado y los estudios superiores, había sido ordenado sacerdote en febrero de 1698. Un fragmento de una carta escrita por Luis María, recién llegado a la casa del P. de la Barmondière (1693-94) le hacía saber lo siguiente: «Digan a mi hermano José que le pido que estudie con empeño. Así llegará a ser el mejor de la clase. Para ello debe colocar sus estudios en manos de su bondadosa Madre la santísima Virgen. Que prosiga prestándole sus humildes servicios. Ella le dará cuanto necesite» (Carta 1, A su tío Alán Robert, fecha incierta).

Pero en casa seguían puntualmente los problemas. Sobre todo para la ubicación de tantas hijas. Cuando el padre, al no saber ya a quién dirigirse, ruega al hijo que busque en París la forma de encontrar soluciones, éste obtiene de San Sulpicio una palabra providencial de aliento, pedido gustosamente a los PP. Leschassier y Brenier, quienes aprovechan la oportunidad para ir insertando, poco a poco, a su pupilo en la vida exterior del mundo.

A resolver el interés de Luis María por sus hermanas contribuyó la muerte de la benemérita señorita de Montigny, en los primeros meses de 1697: la desaparición de la benefactora lanzaba a la calle a Guyonne-Jeanne (Luisa), ahora de diecisiete años, graciosa, bien educada e instruida. Verse privada del apoyo hasta ahora brindado hacía dramática la situación: la joven debía ser colocada en seguida en alguna pensión para completar su educación de futura señorita de compañía, si no se quería abandonarla, presa del engaño y encaminarla a su ruina, en una ciudad como Paris.

Luis María salió, pues, de la "tumba" en la que vivía tan a gusto y se dedicó a la práctica de una exquisita caridad en favor de su hermana sola en la inmensidad de París.

Era huésped, en aquellos días, del Seminario monseñor Juan Bautista de la Cruz de Saint-Vallier obispo de Quebec, capellán de la corte hasta 1687, y por ello el mejor indicado para la elección de los posibles bienhechores del momento, ante los cuales, naturalmente, conservaba toda la estima incluso después de seis años de vida en el Canadá y tres de permanencia en París, aunque no en la corte. Desafortunadamente,

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cuando Luis María acudió a él, estaba a punto de partir para el Canadá, pero tuvo tiempo para indicar una dirección y dar una bendición.

La dirección era la del preceptor de seis hijos legitimados de Luis XIV tenidos en la Montespán. El sacerdote Antonio Girard de la Bournat, que encontraremos más tarde como obispo de Poitiers, consiguió al joven una cita con la madre de sus pupilos, o sea con aquella que desde hacia años cubría sus grandes errores con hechos de sincera y fecunda caridad.

Francisca-Athenais, señorita de Tomlay-Charente, era hija de Gabriel de Rochechouart I, duque de Mortemart, y de Diana de Grandseigne. Había nacido en 1641. Después de haber servido como damisela de honor de la reina Madre, se había casado a los 22 años con Luis Enrique de Paradaillán de Goudrín, marqués de Montespán, pero a partir de 1668 se había convertido en amante del rey, al cual había dado incluso ocho hijos.

En su condición de favorita –"favorita tonante y triunfante", la define Madame de Sevigné– fue impuesta a la corte como un hecho indiscutible, «como una gran carga»...

«Centro de los placeres, de la fortuna, de la esperanza y del terror de los ministros y generales del ejército, y humillación de toda Francia... un orgullo sin dignidad, un fulgor sin poesía: ¡esto es Madame de Montespán!» (Imbert de Saint-Amand).

Habiendo logrado hacer legitimar por el Parlamento los ocho hijos, su ascenso no fue oscurecido durante trece años por ningún poder ni rival alguna.

Pero en la cuaresma de 1675, un desconocido sacerdote le rehusó la absolución.

No obstante las presiones ejercidas sobre Bossuet para que corrigiera el error de aquel humilde confesor, la dura decisión tuvo de bueno conducir al rey y a su amante al respeto a la moral por tanto tiempo pisoteada. Aunque el rey no cambió de conducta por ello, la madre de sus hijos, sí. Diez años duró el ocaso contra lo inevitable que ella trató de combatir desesperadamente cosechando odio, venganzas y acusaciones (hasta de envenenamientos y brujería) de parte de muchos cortesanos y la indiferencia del soberano ya implicado en nuevas aventuras. Fueron diez años durísimos, como los fantasmas infelices, que regresan a los sitios en otro tiempo habituales, para expiar las culpas del pasado, vagaba muy vilipendiada. Se había humillado a pedir al menos como un señalado favor conversar al menos con los huéspedes de la segunda carroza, ya que la real se había cerrado para ella... hasta que comprendió que había llegado el momento de salir de escena y llenar el vacío del poder perdido con la grandeza de las buenas obras.

En 1691 se hizo benefactora del Orfanato Femenino de San José, Calle de santo Domingo, y lo eligió como punto de apoyo en la capital y como refugio donde esperar el regreso del antiguo amante en la cámara real, adecuadamente preparada pero donde el esperado se cuidó bien de no aparecer. O también, como alma en pena giraba por Francia: Saumur, donde su hermana de Fontevrault, Bourbon, los castillos

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de Oiron y de Serre, fueron las estaciones del viacrucis de una Monstespán penitente y bienhechora.

«Aquella mujer otrora tan refinada, tan elegante, se obligó a vestir trajes de tela muy burda, cintos, jarreteras provistas de puntas de hierro. Llegó hasta el punto de regalar cuanto tenía a los pobres; trabajaba muchas horas al día para confeccionar trajes comunes y corrientes sólo para ellos...», advertía un narrador de la época ya citado, Imbert de Saint-Amand.

Precisamente, al apartamento del Orfanato de San Jose fue orientado Luis María por mons. Girard en la primavera de 1697. Sobre el diálogo sabemos muy poco, pero sí conocemos los resultados: Guyonne-Jeanne fue acogida al punto en ese mismo Instituto, y otras dos hermanas Silvia y Francisca-Margarita fueron colocadas en el convento de Fontevrault a donde las condujo la misma Montespán.

La constitución de Urbano VIII, Secretis aeternae Providentiae, no obstante apelar a los elevadísimos principios de fe en Dios, establecía que todo sacerdote debía poseer los medios suficientes para garantizarle una discreta independencia económica y moral, y consagraba la expresión de alcance de beneficio eclesiástico ya acuñado por la tradición. El beneficio debía ser inalienable y ningún sacerdote podía renunciar a él, sin expreso permiso del propio obispo que garantizara en persona el mantenimiento del renunciante.

Cuando se trató de hacer avanzar al clérigo Grignion al subdiaconado, fue necesario precisar el título que le asignarían. Es cierto que ya le pertenecía el de la capellanía de misas de San Julián de Concelle, pero, una vez ordenado sacerdote, hubiera tenido que proveer personalmente al cumplimiento del oficio en la mencionada iglesia y esto contrastaba con su vocación apostólica, como veremos. Había que encontrar un título que lo dejara libre y no vinculado a una sola localidad.

Era necesario, pues, proveerlo de un nuevo beneficio. Y su propio padre lo proveyó de él.

Luis María recibió como regalo de sus padres el título y el usufructo a lo largo de su vida, que pertenecía al abogado, el de La Bachelleraie. Fue realmente un gran regalo, no tanto por la cifra que producía –en 1681 se la valoraba en 20 libras anuales...– cuanto por el sacrificio de "orgullo" de su anciano padre. De todos modos, lo consoló el hecho de trasladarlo a su primogénito.

El 13 de agosto de 1697, los esposos Grignion se presentaron por tanto en la oficina del notario Juan, delegado de los notarios regios apostólicos, en Montaubán, e hicieron redactar la siguiente acta: «Haciendo y actuando por Luis Grignion, su hijo legítimo, estudiante y clérigo tonsurado, quien estudia actualmente en el Seminario de San Sulpicio de Parías (..) y habiéndonos demostrado que, por la, gracia de Dios y la benevolencia del Ilmo. y Rmo. Sebastián de Guesmadeuc, señor obispo de San Maló, el mencionado Grignion desea llegar a la dignidad sacerdotal, siempre que sea admitido

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por nuestro antedicho Señor: y dado que para llegar a una condición tan honorable (...) es necesario estar provisto de un beneficio o de algún bien suficiente: con el fin de satisfacer a esto, los mencionados Señora y Señor de La Bachelleraie, ubicada en la parroquia de Bedé (..) han destinado la provisión y el usufructo al antedicho Luis Grignion, hijo suyo, para que disfrute de él durante su vida, según las convenciones, etc...».

Tras el registro hecho por la Curia de San Maló, el 7 de octubre siguiente, Luis María entró en posesión de cuanto era más caro al abogado. Tuvo que pensar luego en renunciar a la capellanía de San Julián, pero, probablemente, aleccionado por los sulpicianos, esperó hasta hacerse sacerdote para poder seguir disfrutando de aquellas libras sin tocar al patrimonio paterno tan necesario todavía en el Bois-Marquer. Si hubiera dependido de él, probablemente hubiera renunciado gustoso, incluso al patrimonio familiar para vivir a la providencia, pero no pudo. No renunció nunca a él, aunque jamas se benefició de aquellas pocas libras que se derivaban del mismo para dejarlas en casa dado que el 28 de agosto de 1704, escribiendo a la madre afirmaba: «De momento, no tengo ningún bien temporal que proporcionarles (a mis hermanos) porque soy más pobre que todos ellos... No pretendo tener que ver o heredar nada de la familia en la que Cristo me ha hecho nacer. Renuncio a todo, a excepción de mi título, porque la Iglesia me lo prohibe» (Carta 20, BAC, 99).

Es inútil tratar de establecer, incluso conjeturalmente, las fechas del subdiaconado y diaconado de Luis María. Sabemos solamente que los intersticios entre las diversas órdenes eran en San Sulpicio bastante largos.

Recibió la ordenación sacerdotal el 5 de junio de 1700, sábado de las témporas de primavera, junto con muchísimos otros diáconos, en la capilla del arzobispado de París, cerca de la Catedral de Nuestra Señora.

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SEGUNDA PARTE

Capítulo 6 - Las opciones de un joven sacerdote bretón

Aquella mañana tardía de primavera, mientras la ciudad no despertaba todavía, una larguísima fila de clérigos bajaba silenciosa y recogida en oración, del cuadrilátero de San Lázaro donde había hecho sus ejercicios espirituales en dirección de l'Ile, hacia Notre Dame y el palacio arzobispal. Tras recorrer dos kilómetros desde el antiguo Faubourg Saint.

Denis y cruzar el Arco de Triunfo, grandioso recuerdo de la victoria de los franceses sobre los alemanes y los holandeses, erigido en 1672, seguía avanzando por la Calle San Dionisio igualmente larga.

Era el camino consagrado para las apoteosis y los funerales reales: por allí había pasado Felipe III llevando el cadáver de Luis IX; por allí habían desfilado los cortejos de los príncipes de sangre, después de las bodas, y de los reyes, después de la coronación.

Cerca a la torre de Santiago, la fila giró derecha sobre el Sena para entrar en l'Ile.

L'Ile –la isla– no era realmente bella. En las orillas del río, en lugar de los elegantes bancos modernos, se alineaban casas altas, oscuras, mal olientes, perennemente a baño en un estanco de jabón, cubiertas de hierba, con basuras repugnantes, y en las ventanas cortinajes de todo color y de toda pobreza. Más adentro, luego, una infinidad de horribles callejuelas, ratoneras, tugurios infectos para adornar ese repugnante esbozo donde los padres se habían amontonado durante siglos: cincuenta y dos calles, seis estrechas calles ciegas, tres plazas, diez parroquias, veintiuna entre iglesias y capillas, dos conventos, un hospital –el Hôtel-Dieu ya conocido– un hospicio para niños abandonados, el palacio de justicia con amplias dependencias, el claustro v la basílica de Notre-Dame, el nuevo arzobispado... todo esto en un poco más de 200.000 metros cuadrados. Un barrio sin luz, triste, sin aire, que nunca había perdido el rostro de estación de embarcaciones desde muy remotos tiempos.

Sin embargo, era el crucero de los caminos del mundo, "centro y focolar de la vida pública y moral de la humanidad", como ampulosamente lo definía Camilo Julián.

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A Napoleón III lo tildaron de iconoclasta cuando recuperó l'Ile, reduciéndolo todo a doce calles con Notre-Dame, el Hôtel-Dieu y el palacio de justicia. Pero los parisienses de hoy, mucho más sabios, le agradecen este sacrilegio.

La procesión de los ordenandos alcanzó fácilmente la plazoleta de la basílica, bordeó un trecho del hospital y, sin detenerse, cruzó frente al enorme portal del palacio del cardenal de Noailles, que él hizo construir sobre el antiguo de 1161, y que huele todavía a estucos y barnices.

La sagrada ceremonia de la ordenación sacerdotal tuvo lugar en la sala de los sínodos que hacía las veces de capilla arzobispal. Allí Luis fue consagrado sacerdote por las manos del obispo de Perpiñán, delegado para ese año por el cardenal. Jean-Hervieu Bazán de Flamenville era un antiguo conocido de Grignion: antes de ser obispo de Chartres y luego obispo de Perpiñán y de Elne, es decir, de 1695, también él había sido catequista de los desarrapados en la parroquia de San Sulpicio. Si los dos no se habían conocido personalmente, habían tenido en común una heredad apostólica y un trabajo.

Transcurridos varios días desde la ordenación para prepararse con mayor humildad y devoción y como era costumbre en el seminario, luego de dedicarse con escrupulosa atención a la práctica de las rúbricas, Luis María celebró su primera misa en el altar de Nuestra Señora en la iglesia parroquial de San Sulpicio, a donde por años había acudido con amor y ternura.

«Asistí a aquella misa; vi allí a un hombre (celebrar) como un ángel en el altar. Ese aspecto angelical que lo acompañaba, no me impactó a mí solo: uno de sus compañeros de seminario que se hallaba allí también, hizo la observación y, al mismo tiempo admirado y edificado, me habló de ello. Entonces, para sondearlo un tanto más, le dije que tales y tales sacerdotes del seminario, cuyos nombres le recordaba y que eran muy fervorosos, habían parecido también en una actitud devota en esa augusta acción. "Es verdad, me replicó. Pero, ¡qué diferencia! Luis Grignion me pareció como un ángel!". Su testimonio merece atención, porque no era persona aduladora, y menos lo era aun de Luis Grignion a quien no era muy favorable...» (Blain, 197s).

Para nuestro misionero, la misa fue siempre un punto esencial de la conformación interior. Celebró cotidianamente siempre que pudo y celebró siempre bien.

«La fe y el respeto que profesó al santísimo Sacramento se percibía también en la devoción manifestaba al santo sacrificio de la Misa y la atención con que la celebraba. De esa manera suscitaba intensa devoción en quien lo veía en el altar, por ese porte grave y serio, por el recogimiento profundo. Era exactísimo en la observancia de las rúbricas; nunca hubo debilidad física ni motivos de trabajo o de enfermedad que le hayan hecho descuidar la cosa más insignificante, ya que pronunciaba cada sílaba clara y distintamente, aunque empleando sólo media hora para no aparecer singular... Tras celebrar, se recogía en algún rincón para continuar la acción de gracias en cuanto se lo

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permitía la caridad hacia los demás y su propio deber... Su vida fue una preparación ininterrumpida (a la misa) y una continua acción de gracias» (del Proceso ordinario).

En cuanto dependió de él jamás dejó de celebrar la misa.

Ciento treinta años después, un testigo depuso con juramento lo que había oído a sus antepasados, que habían conocido de cerca al P. de Montfort, a propósito de una misa que no pudo celebrar. Lo relatamos tal como aparece en los Procesos de beatificación (ASV, vol 1528, testigo Ag. Damián, pp 130-131): «Mientras predicaba cierto día en Poitiers, una intervención del misionero para alejar de la iglesia a una señorita descaradamente inmodesta le costó la orden perentoria de abandonar la ciudad. La orden le llegó cuando estaba a punto de celebrar. El santo sacerdote acudió al Vicario que lo castigaba para implorarle el permiso de celebrar la misa al menos en privado, en la capilla episcopal. Ante el reiterado rechazo del prelado, con mucho respeto, replicó: "¡Vivo o muerto, le aseguro que celebraré!" Pasaron los años. Algún tiempo después de la muerte del misionero, se presentó a casa del mismo Vicario un sacerdote desconocido que pidió permiso para celebrar misa en la capilla del obispo. El permiso le fue acordado con facilidad: más aún, después de la celebración, el obispo envió a alguien para invitar al sacerdote a tomar alguna cosa.

... fueron a buscarlo en la capilla, pero no lo encontraron; hallaron, en cambio, una carta encima del altar y dirigida al prelado... Monseñor, una vez leída, hizo enganchar los caballos y partir al momento hacia la residencia de *** a tres leguas de Poitiers. Allí permaneció seis meses, después de los cuales murió. Todos dijeron que se había retirado a hacer penitencia y que de verdad la hizo...».

De junio a septiembre, Luis María se quedó en el seminario. No obstante el deseo ardiente madurado a través de los años, tiene que quedarse todavía inactivo. Quizás no está aun preparado. ¡Oh!, espiritualmente, sí que lo está: mejor que nadie lo sabe el P. Leschassier que ha terminado la lectura del informe sobre el itinerario interior, que había hecho escribir al joven sacerdote. Luis María ocupa aquellos cuatro meses en la preparación de la predicación, tomando apuntes, componiendo cánticos que podrán servirle en el futuro ministerio.

Permítanos preguntar cuál ha sido el verdadero motivo de estos cuatro meses de espera porque nos parece poco convincente afirmar que sólo le faltaban los últimos retoques de orden práctico. ¿O fue un período de ulterior y decisiva formación que le impusieron los sulpicianos?

A decir verdad, Leschassier se hallaba muy perplejo: según él, el sacerdote Grignion es un auténtico hombre de Dios, imponente por la estatura física y moral, un sacerdote de excepcional vida interior, buen predicador, artista inteligente, entregado a la causa, enérgico y con cualidades que lo pueden llevar al triunfo en muchos campos del apostolado. Pero ¿qué sector de apostolado indicarle?

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Había pequeñas manchas en la imagen humana de Grignion. Nada importantes, claro está, pero suficientes para justificar un temor comprensible de verlo fracasar en ese mundo francés de la época tan cáustico sobre todo con los hombres de iglesia. Por ejemplo, ese modo de ser suyo diferente del de los demás para hacer el bien, que volvía su singularidad un tanto excéntrica y extraña. Le faltaba diplomacia, tacto, incluso en las obras más santas; se lanzaba siempre resuelto, al vuelo, adonde quiera que hubiera que desplegar celo apostólico, sin medios términos, sin apartarse ni un milímetro de la senda recta mientras a veces hubiera debido aprender que se cogen más moscas con una gota de miel que con un tonel de vinagre, según la aguda observación de san Francisco de Sales. Leschassier temía que las gentes del mundo vieran resucitado en ese robusto bretón, al buen Hércules en sus repentinas reacciones de fanfarrón que constituían la comidilla de los salones rablesianos de la época.

Luis María necesitaba que lo llevaran de la mano, no sólo por la senda de la santidad indiscutible en él, sino también y sobre todo en el apostolado. Necesitaba un guía experto y experimentado, santo para no ser menos que el discípulo, para servirle de maestro seguro. Y en esa época, el suelo francés contaba con muy pocos hombres capaces de semejantes empresas.

Mira porqué incluso Leschassier aguardaba una ocasión propicia. Lo hubiera conservado gustoso consigo, en la Congregación de los Sulpicianos cuyo superior general había sido nombrado precisamente en aquellos meses: San Sulpicio podía ofrecer a Luis Grignion, fuera de un amplio campo de actividades, también el guía seguro que le hacía falta.

Podía ofrecerle tres clases de ministerios: la formación del clero en los seminarios y la asistencia a los eclesiásticos en general, la predicación de misiones al pueblo y, por último, la evangelización de los infieles del Canadá... De hecho en Francia existían diferentes residencias sulpicianas asignadas a la asistencia de los eclesiásticos; la predicación de misiones populares había sido la primera actividad del fundador, Olier, y en el Canadá, en la isla de Montreal, en la América de la Nueva Francia, un sulpiciano podía escoger entre el seminario, la parroquia, la capellanía para los residentes franceses y la vida misionera entre las tribus indígenas.

«Pero el joven sacerdote no sentía inclinación alguna a ello...» (Blain, 200).

Esto es lo increíble de la personalidad de Luis de Montfort.

El mismo consideraba, como veremos, que necesitaba un guía, tanto que no quería desprenderse de la obediencia hasta tomar como mandatos hasta los más sencillos deseos de los superiores; había considerado a San Sulpicio como tierra de santos... ¡pero ahora no quiere quedarse allí! Nos parece que se ha dado muy poca importancia a esta inesperada determinación. Que ciertamente no fue una repulsa.

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«Sólo Dios sabe cuántos beneficios he recibido de él (Brenier), y de modo especial de Ud. (P. Leschassier), a quien quedo y quedaré por toda la vida sumiso en Jesús y María» (Carta 10; BAC, 85), escribirá pocos meses después. Los motivos de esa decisión tenemos que buscarlos en la naturaleza de la vocación a que Dios lo llamaba. En las Reglas escritas para los miembros de su Compañía de María, trazó quizás el mejor perfil de su vocación personal: «Es necesario que dichos sacerdotes hayan sido llamados por Dios a la vida misionera, en pos de los Apóstoles pobres. Y no a trabajar como vicarios, dirigir parroquias, enseñar a la juventud o formar sacerdotes en los seminarios, cosa que hacen muchos otros buenos sacerdotes, llamados por Dios a estos santos oficios. Por consiguiente, huyen de tales cargos por considerarlos contrarios a su vocación apostólica se presentan constantemente, de ayudar a las gentes por tales medios. Ese es el cambio o desviación que han sufrido, desgraciadamente, muchas santas comunidades, establecidas en estos últimos siglos por el santo espíritu de sus fundadores para predicar misiones, y ello so pretexto de un bien mayor... La mayor parte de los miembros de estas comunidades permanecen años enteros sedentarios, por no decir solitarios, en sus casas de la ciudad o del campo. Su lema es buscadores del reposo. Mientras que el de los verdaderos misioneros –como San Pablo– es poder decir con toda verdad: No tenemos domicilio fijo...» (RM, 2).

Hemos encontrado la palabra que define la naturaleza del apostolado al que se sentía atraído Luis María: la itinerancia, la búsqueda constante y sin compromisos de las almas, la ofrenda de sí mismo para un servicio auxiliar de sustitución de tantas fuerzas ausentes, existe en él una voluntad de colmar el vacío dejado por muchos que, con cálculos equivocados, han preferido establecerse en localidades más cómodas y en más cómodos empleos.

Es el pensamiento que apremia en el Cántico que compuso quizás en aquellos meses de espera.

«Me voy, me voy por el mundo,presa de amor vagabundo: ¡voy mi prójimo a salvar! ¡Cómo ver a mis hermanos perecer en el pecado sin sentirme conmovido? ¡Son tan valiosos, Señor!Dios mío, por tu Evangelio sufrir quiero, en tierra y mar, mil males, diez mil afrentas... Si con mi vida y mi sangre destruyo un solo pecado y sólo a un hombre convierto, mi esfuerzo pagas muy bien.Ni una hora descansar puedo, ni en un lugar reposar,

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al ver ofendido a Cristo...Todos, ¡ay!, ¡le hacen la guerra! Por doquier reina el pecado y al infierno caen las almas... bramar quiero como un trueno...¡Oh Maestro!, me hallo pronto a gritar y hablar doquiera, sostenido por tu gracia, haz de mí tu misionero: y aunque encuentre como paga, el rechazo y las afrentas,¡feliz estoy, mi modelo!»(Cántico 22, 1.11.12.31, Resoluciones y plegarias de un buen misionero).«Haz de mí tu misionero!»

Luis María, al expresar este anhelo, señala claramente la opción a que ha llegado: ser misionero era dedicarse al apostolado activo de la predicación al pueblo, «para poder decir siempre con Jesucristo: "Me envió a dar la Buena Noticia a los pobres ", o con los Apóstoles: "Cristo no me mandó a bautizar, sino a dar la Buena Noticia... "» (RM 2).

Si aquellos meses eran en la intención de los sulpicianos para que Grignion pensara una y otra vez en su oferta, o si eran un período que debía emplearse en buscar a alguien que tomase a su cargo y guiase al joven sacerdote bretón, para Luis María fueron el tiempo de la opción decisiva: ser el apóstol activo de las gentes pobres necesitadas de Dios.

En este punto, con exasperante repetición, todos hablan del atractivo que ejercen sobre el joven sacerdote las misiones extranjeras, y en particular de un intento suyo de partir para el Canadá. Tratemos de buscar de dónde provienen tales indicaciones que, por motivos ya esclarecidos, consideramos ahora fuera de lugar en el período y en la mentalidad. Y encontramos la fuente:

«Apenas ordenado sacerdote, Grignion, ardió en el deseo de trabajar en la salvación de las almas; se auguró incluso ir a predicar el evangelio a los infieles del Nuevo Mundo y decía a veces a los eclesiásticos que vivían con él: "Amigos, ¿qué hacemos aquí? ¿Por qué permanecemos como obreros inutilizados mientras hay tantas almas que se pierden en el Japón a en las Indias por falta de predicadores y catequistas que las instruyan en las verdades para salvarse?".

Arrastrado por el celo apostólico, habiendo oído en cierta ocasión que por orden de Tronsón partirían al día siguiente muchos eclesiásticos destinados a establecerse... en el seminario de Montreal, se dirigió a él para ofrecerse a acompañarlos...» (Grandet 22-23).

Desafortunadamente, aquí, nos encontramos con uno de esos extraños acercamientos anacrónicos a los cuales nos tiene acostumbrados, gustoso, el primer biógrafo de Luis

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María, donde las consideraciones no hallan la necesaria correspondencia con el momento histórico o psicológico.

Estamos ciertamente de acuerdo con Grandet en considerar "ardiente" el deseo de dedicarse a la salvación de las almas, porque ahora Luis María es sacerdote y está a la espera de una inminente destinación. Que, además, había estado en su ánimo el deseo de extender el Reino de Cristo, incluso, en tierra de misiones y un "anhelo" latente de partir para las Indias o para el Japón o, quizás mejor aún para las "islas de América" (como había hecho su antiguo profesor de Rennes que viajó a la isla de Guadalupe), tampoco tenemos dificultad de creerlo.

El ideal misionero, por otra parte, permanecerá vivo en el animo de Luis María, casi en un maravilloso creciendo de ansias y celo, hasta la muerte y, después de él, en las Congregaciones que recibieron de él la vida.

No obstante, los dos episodios citados no pertenecen a este período de la vida de Luis María.

La reflexión con "los eclesiásticos que vivían con él" podría haber sido hecha en cualquier momento anterior o, mejor todavía, posterior, y nos inclinamos a colocarlo en los meses de 1700-1701 transcurridos en total inactividad en la Comunidad de Nantes; ciertamente no en los cuatro meses posteriores al sacerdocio en San Sulpicio donde no hubiera podido jamás pensar en hacer a sus maestros y a los padres sulpicianos una crítica velada sobre la preparación a la cual, por otra parte, también se dedicaba asiduamente.

Más anacrónica aun nos parece la cita de la oferta para una expedición al Canadá. Tronsón, Superior general de los sulpicianos, quien personalmente escogía entre sus religiosos a los misioneros para enviar allá, había muerto en febrero de 1700; por lo demás, desde hacía algunos años, el instituto se había puesto de acuerdo con el Seminario de las misiones Extranjeras de París, creado precisamente para la preparación específica de los futuros evangelizadores, para confiarles los candidatos destinados al Canadá, por esto se habían suspendido los envíos de refuerzos a ultramar. La Consagración sulpiciana reanudará esas expediciones sólo hacia 1710. Sabemos, en efecto, que «durante más de Medio siglo los ingentes gastos que requería la obra, obligaron a los superiores de San Sulpicio a no enviar a Montreal sino a sacerdotes en grado de pagarse la pensión y proveer al propio mantenimiento» (Pierre Boisard, Histoire de la Compagnie des Prêtres de St. Sulpice, escrito a máquina – Archivo Curia Gen. en París, s.d.).

Pero hay más: los sulpicianos se encontraban cortos no sólo de personal sino también de dinero: en 1692 tuvieron que pedir a los jesuitas un contingente de misioneros y lo mismo hicieron los padres recoletos en 1694. En el fondo les bastaba seguir adelante allá con el seminario, es decir, les bastaba una pensión por el estilo de la parisina para eclesiásticos deseosos de algo de reposo y de espiritualidad.

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De todos modos, también Grandet tiene razón cuando atribuye a Tronsón la facultad de organizar expediciones de eclesiásticos a Canadá, dado que el Superior general de los sulpicianos era siempre el Jefe de la Société Notre-Dame de Montréal, de la cual dependían todos los religiosos y sacerdotes de la región.

Con esto creemos haber probado en forma suficiente que colocar en este momento de la vida de Montfort un intento eficaz de hacerse enviar a las misiones debe atribuirse a cierta forma de recapitular, cuando parece oportuno, reales o supuestos hechos e ideas.

Ciertamente Luis María acudió al P. Tronsón para ofrecerse como misionero –nos lo confirma Blain 199–, pero el episodio debe enmarcarse en sus primeros tiempos de estudios en San Sulpicio, por ello tiene todo el sabor del celo y del entusiasmo juvenil, comprensible y explicable, precisamente, en un seminarista. ¿Cómo hubiera pretendido que lo admitieran en el grupo de los que partían presentándose la víspera del viaje sin ser siquiera sacerdote?

Leschassier informado por el mismo Luis María del paso realizado con Tronsón, había respondido secamente: "no": «No le permitió irse al Canadá por temor de que, impelido por el celo en su carrera detrás de los salvajes, no acabara perdiéndose en las inmensas selvas de ese país». (Ib.).

El prudente director no ironizaba: la ironía hubiera desentonado en sus labios como buen conocedor de los hombres: se había contentado con expresar su desacuerdo con agudeza y una sonrisa.

Al termino de nuestra investigación sobre las intenciones del joven sacerdote en espera de destinación, vale la pena subrayar, no obstante, la respuesta de Tronsón: «El prudente superior, convencido de que Dios lo quería en otro lugar, le dio las gracias por su buena voluntad».

La convicción de Tronsón no puede ser la que expresó con ocasión de la petición de Luis María, si el episodio debe colocarse en los primeros meses del período de seminario. Una convicción así se daba en Tronsón, precisamente porque siendo prudente, sólo tras largos años de observación del joven; nos parece que, aunque citada inoportunamente, esa convicción es importantísima para conocer cuál era ahora la orientación que los sulpicianos habían resuelto seguir respecto del sacerdote Grignion.

Y, por esta vez, démosle gracias a Grandet por su imprecisión.

Junto con su opción espiritual, Luis María trata de concretar también la práctica: lo descubrimos por una carta que, unos meses después, escribe desde Nantes: «Al igual que cuando estaba en París, me asaltan deseos de unirme al señor Leuduger, maestro

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de teología de Saint-Brieuc, excelente misionero y hombre de mucha experiencia o de trasladarme a Rennes y retirarme al Hospital General al lado de un sacerdote ejemplar, conocido mío, a fin de dedicarme a obras de caridad entre los pobres» (Carta 5).

Es la llamada de la amada tierra nativa de aquella Bretaña, que no podía borrarse de los recuerdos más profundos de la naturaleza y del corazón. Volver allá, ahora como sacerdote, y no para quedarse en la familia en la paz del Bois-Marquer ni en la ambiciosa Montfort; sino para dedicarse a la predicación de las misiones con los grandes apóstoles bretones, en su escuela de práctica pastoral y sobre todo de santidad vital, o dedicarse al menos a la asistencia espiritual de los pobres hospitalizados y de los enfermos.

Regresar a su tierra...

Leuduger y Bellier son los nombres que personifican ese suelo y ese apostolado del que tanta necesidad había y para el cual solamente, en su humildad, creía estar capacitado.

Leschassier supo todo esto gracias a las confidencias de Grignion expectante. Esperó, a su vez, que un signo indicador se mostrara en el horizonte. Los nombres presentados por Grignion no le decían nada y le resultaban desconocidos –y lo dirá respondiendo a aquella carta– mientras consideraba que era deber suyo entregar aquella alma excepcional a alguien realmente capaz.

Y la Providencia de ese Padre del cielo que nunca engaña en el momento oportuno tenía a la mano lo más conveniente.

Capítulo 7 - Lo amargo de la inactividad

El hombre se llamaba René Lévêque, anciano sacerdote secular de setenta y seis años, muy amigo de Juan Jacobo Olier. Bretón incansable, casi del pueblo y, sobre todo, santo.

«La humildad y la penitencia eran sus virtudes dominantes. El cilicio era su vestido de todos los días; y no lo cambiaba, ya viejo y gastado, sino por otro nuevo y más punzante... Su descanso consistía en pasar el resto del día en la recitación del rosario o la lectura de algún libro piadoso...» (Blain, 203.209).

La obra principal del anciano había sido una casa para sacerdotes creada en la ciudad de Nantes, en la riada de San Clemente. Originariamente, la institución comprendía tres categorías de huéspedes:

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la primera: quienes se dedicaban exclusivamente a la predicación de las misiones en la Baja Bretaña,

la segunda: quienes hacían ejercicios espirituales, sacerdotes o laicos, venidos de todas partes;

la última: la más importante, el clero francés joven que había que formar.

El obispo, mons. Gilles de La Baume Le-Blanc, había aceptado en Nantes esa institución porque conocía el espíritu sulpiciano de Lévêque, contemporáneo de Olier y capaz de brindar al sacerdote recién ordenado un autentico soplo de espiritualidad. Haciéndolo reconocer también civilmente por el gobierno, había insertado también en el Instituto a los responsables del seminario diocesano.

«La mayor parte de los sacerdotes (del seminario), que habían sido alumnos de San Sulpicio, se hallaban en relación con los dirigentes de esta comunidad, y en la educación de los seminaristas se esforzaban por acercarse lo más posible a cuanto se hacía en París. Después que los jóvenes recibían la ordenación los enviaban a la comunidad para que (allí) se formaran en la práctica del santo ministerio» (Fallion, Vie de Olier, París 1874, III, p 367).

De esta manera, mientras el obispo podía garantizarse un buen clero, Lévêque encontraba constantemente elementos para renovar su propia institución. En los últimos años, también el rector del seminario diocesano había sido acogido como miembro efectivo de la Comunidad con el grado de vicerrector: era éste Coupperie Des Jonchères. Su presencia en la casa valía una hipoteca sobre la sucesión de Lévêque para asegurar a la diócesis la comunidad de la obra.

Todo había marchado bien durante unos quince años, hasta el día que el seminario necesitó un profesor de ideas más actualizadas. Con la llegada a la diócesis y a la Comunidad del sacerdote De la Noé-Ménard, mezquino jansenista proveniente de otro seminario parisino, las cosas comenzaron a marcar el paso y dividirse.

El nuevo profesor, sin mayor esfuerzo, hacía muchos prosélitos: la cuestión de la gracia oscureció mentes y ahondó divisiones en las dos obras. Así los últimos veinte años de Lévêque fueron llenos de tristeza: si las ideas más avanzadas habían disminuido el valor esencial de la Comunidad, es decir, la fe auténtica, habían llevado también al relajamiento de la disciplina regular y al debilitamiento del espíritu de apostolado. Los menos adoctrinados habían ganado barricadas dogmáticas, primero solapadamente, y luego abiertamente, arrogándose cierta independencia y libertad, hasta el punto de que la pequeña comunidad se estaba transformando poco a poco en albergue y la riendas sostenidas a cuatro manos por Lévêque y des Jonchères, fueron muchas veces arrancadas por la rabiosa dentellada de la nueva corriente. La senda a la cual se encaminaba no podía menos de acabar en la indisciplina y la herejía práctica.

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Lévêque, antes de asistir al fracaso de su obra quería presentar su dimisión, y se había dirigido a San Sulpicio pidiendo consejo y ayuda. El superior general, Carlos Tronsón, conociendo la predilección de Olier y de los demás superiores por la obra de Lévêque, insistió para que no abandonara el puesto, disuadiéndolo de presentar la dimisión. El derrumbe de la comunidad de San Clemente habría constituido una notable pérdida para la causa católica de Bretaña y un fracaso para los mismos sulpicianos. Tronsón había prometido refuerzos; pero no los tenía a mano o la muerte le impidió hallarlos.

El problema estaba patente sobre el escritorio de Leschassier cuando tuvo que asumir el superiorato general de San Sulpicio. Le incumbía a Leschassier proveer; y con visible lentitud de extremada prudencia, trató de proveer a ella.

Cuando en el tardo verano de 1700 el enflaquecido Lévêque llegó a la residencia de Issy para los ejercicios espirituales del año resuelto como nunca a presentar su dimisión, describió al nuevo superior general la agonía de su propia criatura con tales llantos y quebrantos, que Leschassier decidió intervenir.

Existía sí, claro, un elemento inmejorable, de fe segura y verdadero espíritu sacerdotal que podía enfrentar el caso: también él era bretón, robusto y tan firme en las ideas que parecía testarudo. Pero sólo en el bien. Era el neosacerdote Luis María Grignion. Este podría bajar inmediatamente a Nantes, ir a vivir en la jaula de los descarriados para darse cuenta personalmente de la situación y entre tanto prepararse a la predicación, cosa que tanto le interesaba. Luego se le confiaría algo de responsabilidad, un medio encargo para no herir la susceptibilidad del rector del seminario y menos de los otros y se acabaría por confiarle toda la obra. Era precisamente la persona indicada para conducir a San Clemente al esplendor de la predicación y de la disciplina regular. Leschassier deponía en su favor, porque Grignion «había nacido para los compromisos y la vida de apostolado» (Blain, 201) y, aun siendo tan joven, poseía un carácter de líder.

El único problema era el de guiarlo, poderlo asistir en los primeros días para que no cometiera errores por celo exagerado y particular entusiasmo. Lévêque cuidaría especialmente de él, incluso en lo físico, porque era necesario llevarlo de la mano en todo, obediente como era; no había absolutamente peligro de que el partido jansenista hiciera presa en el joven: estaba bien preparado y era inteligente, y –esto valía más que treinta años de teología dogmática– tenía una aguda tendencia a la santidad más austera.

El todo era convencerlo. Cosa no demasiado difícil después del rechazo a entrar donde los sulpicianos... Pero con un poco de autoridad y oración acelerada era posible estar casi seguros de hacerlo capitular. Valía la pena intentarlo.

«Le aconsejaron ir a trabajar con un santo sacerdote de Nantes... Tenía él en dicha ciudad una comunidad de clérigos destinados a las misiones (populares)» (Blain, 202).

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Creemos saber también la reflexión hecha por Leschassier a nuestro Luis María: ¿quería trabajar en el apostolado? Esta era la ocasión para dedicarse a la práctica en tan difícil ministerio. ¿Buscaba la itinerancia en el apostolado? Con un poco de práctica bajo el experto y santo Lévêque, podría alimentarse de un autentico espíritu misionero: de otra parte, también la disponibilidad necesitaba de un firme punto de apoyo y San Clemente lo era para él. Tenemos la certeza de que Leschassier no habló de la intención de confiarle en el futuro la dirección del grupo misionero; y no haberlo hecho no se le puede imputar a mala fe, sino a extrema confianza en el buen sentido de Luis María, quien, en el momento oportuno, vista la necesidad de colaborar en la obra de Dios, por sí solo habría entendido y decidido.

Estamos ya en septiembre...

Luis María respondió «sí» al consejo de su director y padre; recogió sus harapos –para utilizar la expresión que más tarde le será familiar– y se dirigió a Nantes al lado del anciano que lo llevaba al trabajo.

Como era la costumbre de Lévêque, el viaje fue dividido en dos tramos bien distintos: por tierra y por agua.

«Mientras se lo permitieron las fuerzas, (Lévêque) realizó a pie este largo viaje; pero en los últimos años de su vida, no sintiéndose ya capaz de soportar la fatiga de caminar, se embarcaba en el Loira. Durante el recorrido, un vasito de mantequilla y un poco de pan que llevaba consigo, eran toda su comida: el agua del río le servía de bebida; y para no permanecer inactivo, fabricaba en un minúsculo telar cíngulos para albas que regalaba a los sacerdotes pobres» (Fallion, Ib.).

Así pues, los primeros ciento veinte kilómetros, de París a Orleáns, fueron recorridos lentamente como lo exigía la edad del anciano y al menos para Grignion, pletóricos de entusiasmo. La paciencia necesaria para sostener al compañero le brindó la forma de aprovechar de diferentes lecciones: oración, recogimiento, caridad, sacrificio...

Se embarcaron en Orleáns. El Loira era definido, entonces, como un camino que avanza, un recorrido veloz: por esto era el mejor lazo de unión para todo el comercio entre la Francia del norte y la del mediodía. Millares de embarcaciones tejían tenacísimos hilos de intercambios que daban a la somnolienta región una bocanada de vitalidad para los recursos agrícolas de la zona. El río, aunque ya no es navegable como entonces, corre por dos valles insertos como embudo uno en otro, el menor en el más amplio que desemboca en el Atlántico. Entre las innumerables barcas de los campesinos y de los comerciantes, era fácil notar las lujosas de los nobles y de los burgueses que habían escogido las riberas del Loira para las felices estadías de paz y de perezosos descansos. Más de cinco docenas de castillos y siete ciudades recogían como en un libro, las páginas de historia de siglos enteros de Francia porque Orleáns, Blois, Amboise, Tours, Saumur, Angers y Nantes eran piedras miliarias del camino realizado sobre el agua desde el tiempo de los reyes capetos y plantagénetos hasta los últimos Valois: ¡cuántos acontecimientos habían tenido lugar bajo aquel cielo y entre

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aquellas ondas! ¡Cuántas glorias y cuántas ignominias habían florecido en los parques y castillos asomados sobre el Loira...! Esa región era llamada Jardín de Francia, donde uno podía moverse a punta de remo o a pie, manteniendo vivo el difícil equilibrio entre gente que trabaja y gente que mira trabajar, mientras pasan los años y las páginas de historia vuelven sin retorno una sobre otra...

«Con un escudo proveía (Lévêque) a los gastos de tan largo viaje» (Blain, 203).

No había que despilfarrar; pero también Grignion amaba la pobreza al menos tanto cuanto Lévêque. Si quisiéramos consignar que Luis María, desde la barcaza espiara el aparecer de los gloriosos castillos en el cálido otoño de los parques, falsearíamos la historia. Luis María no tenía corazón ni mente sino para la ciudad de Nantes, siempre demasiado lejana y no tenía ojos sino para aquel venerable sacerdote entretenido en tejer cíngulos o en orar.

A pocos kilómetros de Saumur, después de los doscientos desde Orleáns, Luis María obtuvo el permiso de bajar a tierra, probablemente en Montsoreau, porque apenas fuera del país, en los límites de la incipiente selva de Fontevraut está una hermana que hay que volver a ver y a quien –segunda después de Guyonne-Jeanne (Luisa) de París– dar la bendición sacerdotal. Silvia, luego de haber sido conducida por la Montespán con Francisca Margarita a la célebre abadía había quedado sola porque ésta última se había enfermado de los ojos. Luis María se halla muy feliz por la ocasión que le brinda la Providencia. Es un encuentro apresurado, pero suficiente para dar y recibir noticias tranquilizantes y hasta consoladoras: ¡Silvia se está preparando para la toma de hábito en ese monasterio!

Probablemente Lévêque lo esperó en Saumur, en el santuario de Nuestra Señora des Ardilliers, donde una comunidad beruliana hospedaba a los sacerdotes, y que había sido una de las metas más gratas a los sulpicianos.

Tras muy pocas horas, pues, reemprendieron el viaje sin interrupciones hasta Nantes.

La Nantes de aquel comienzo de siglo no difería mucho de la otra de pocos decenios antes: tras cesar las contiendas y las guerras religiosas y políticas, iniciadas las obras de reconstrucción y urbanística, los cuarenta mil habitantes tenían una sola preocupación: el comercio. Si el desarrollo portuario, hasta el siglo XV, se había limitado a la exportación vinícola en 1700 prosperaba en el tráfico americano, o sea, en los metales preciosos, el azúcar no refinado, el tabaco y las especias provenientes de las Antillas, del Africa y de las Indias. El bienestar era innegable y siempre en aumento. La gente se detenía sólo para explotar en fiestas grandiosas y controladas a medias. Precisamente en ese momento se preparaban fastuosas acogidas a Felipe V que viajaba hacia el trono de España y se anunciaba en Nantes para el 16 de diciembre.

Con la mirada de seminarista desorientado, a Luis María le costaba encontrarse en ese marasmo en el que parecía imposible de encontrar el sendero del espíritu. Las líneas vehementes de la Súplica Ardiente que compondrá y, reportamos, parecen nacer aquí,

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frente al Loira, entre decenas de africanos y de americanos apenas desembarcados, en las callejuelas ciegas que ahogan a las iglesias; parece subir de entre las cajas superpuestas, los barriles de vino, los sacos de azúcar, acompasada al paso de los militares...

«Mira, Señor, Dios de los ejércitos: los capitanes que forman compañías completas, los potentados que organizan ejércitos numerosos, los navegantes que equipan flotas enteras, los mercaderes que se congregan en gran número en ferias y mercados. ¡Cuántos ladrones, impíos, borrachos y libertinos se reúnen en tropel contra ti todos los días, con tanta facilidad y presteza!

Un silbido, un redoble de tambor, una espada embotada que muestren, una rama seca de laurel que prometan, un trozo de tierra roja o blanca que ofrezcan... en tres frases: un humo de honra, un interés de nada, un miserable placer de bestias que salte a la vista, en momentos aglomera ladrones, agrupa soldados, junta batallones, congrega mercaderes, colma casas y mercados y cubre tierras y mares de muchedumbres innumerables de réprobos. Quienes, aunque divididos entre sí por las distancias geográficas, las diferencias de temperamento o el propio interés, se unen, no obstante, hasta la muerte para hacerte la guerra bajo el estandarte y dirección de demonio...» (SA, 27).

La llamada a Dios nace así bajo las bóvedas desiertas de las iglesias de Nantes, en los silencios increíbles de los templos y más allá del vocerío del mercado.

«Y por ti, Dios soberano, –aunque en servirte hay tanta gloria, dulzura y provecho–, ¿casi nadie tomará tu partido...» (Ib. 28).

Desgraciadamente la Comunidad de San Clemente reflejaba esa ausencia de celo apostólico, ese desorden moral y espiritual, todo ese agitarse de la vida en el bullir de la verdad y la justicia. Mayor desorientación le llegaba del hecho de sentirse temerosamente solo e inutilizado, porque Lévêque y Coupperie des Jonchères lo estimaban, lo apreciaban pero no lo animaban al trabajo. A la carta –perdida– escrita a Leschassier inmediatamente después de la llegada a Nantes, había seguido una respuesta que buscaba darle confianza y esperanza: «Padre. Estoy muy contento por el éxito de su viaje y los consuelos recibidos en Fontevrault le auguro tener otros tantos en Nantes. Hay todos los motivos para esperarlos. En efecto, cuando sólo buscamos la voluntad de Dios y nos dejamos conducir por su Providencia y el amor maternal de la Virgen santísima, todo contribuye a darnos esa paz que el Espíritu del Señor hace gustar incluso en medio de las tribulaciones. Me encomiendo a sus oraciones y cordialmente soy suyo Leschassier»(2 de noviembre de 1700 – ASV, 1551).

También Lévêque advirtió el disgusto del joven y, preocupado de que se descorazonase desde el principio, había escrito a Leschassier para que sostuviera a su pupilo. Y éste la había respondido: «...pido a Dios que el fervor del P. Grignion no se enfríe» (21 de noviembre de 1700 – Ib.).

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Y era oportuno orar, porque en cincuenta días, Luis María después de haber estudiado a los Cohermanos que pereceaban con él en la casa y la dolorosa desorganización que involucraba a todos, escribía a Leschassier una carta que hay que presentar en su totalidad.«Al P. Leschassier Superior del Seminario de San SulpicioParísDe Nantes, el 6 de diciembre de 1700Padre:¡el amor puro de Dios reine en nuestros corazones!

No puedo expresarle la alegría interior que me ha causado su carta, aunque breve. Constituye ella una señal de la unión de caridad establecida por Dios entre Ud. y su servidor, aunque indigno, y que Él desea continúe. Por esta razón, voy a darle cuenta, en pocas palabras, de mi estado actual.

No he encontrado aquí lo que esperaba, aquello por lo cual he dejado, como a pesar mío, una casa tan santa como lo es el seminario de San Sulpicio.

Anhelaba, igual que Ud., prepararme para las misiones, y sobre todo dar el catecismo a las gentes sencillas, que es lo que más me atrae. Pero no puedo hacer nada de esto. Ni sé siquiera si podré lograrlo algún día, pues el personal que hay aquí es escaso y falto de experiencia, excepto el señor Lévêque, el cual –a causa de la avanzada edad– no se halla en condiciones de dar misiones. Y si su fervor, que es grande, le llevase a ello, el señor Des Jonchères –como me manifestó– se lo impediría.

No hay aquí ni siquiera la mitad del orden y observancia del reglamento que reinan en San Sulpicio. Y creo que, mientras las cosas sigan como están, no podrá ser de otro modo. En efecto, hay que tener presente que viven aquí cuatro –por no decir cinco– categorías de personas, cuyos objetivos y aspiraciones son del todo diferentes.

1º hay cinco personas de la casa, de las cuales dos son incapaces para todo:

2º hay párrocos, vicarios, simples sacerdotes o seglares, que vienen de tiempo en tiempo a hacer retiros;

3º hay sacerdotes y canónigos, que vienen a pasar sus días en paz;

4º hay algunos sacerdotes, pero la mayoría son personas que estudian teología y filosofía, y en su mayoría visten traje seglar o hábito corto; de tal suerte que estas personas tienen casi todas reglamentos diferentes que se trazan a sí mismas y tomando de la regla común lo que mejor les parece.

Confieso que no es culpa del señor Lévêque el que no se observe la regla. Él hace lo que puede, no lo que quiere. Esto especialmente en relación a algunas personas de casa a quienes no agradan mucho sus modales, aunque sencillos y muy santos.

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Siendo ello así, me siento, desde mi llegada, como perplejo entre dos sentimientos al parecer opuestos. Por una parte, experimento una inclinación secreta al retiro y a la vida escondida, para aniquilar y combatir mi naturaleza corrompida, deseosa de manifestarse. Por otra, siento grandes anhelos de hacer amar a Nuestro Señor y a su santísima Madre, de correr en forma pobre y sencilla a dar el catecismo a los pobres del campo y de excitar a los pecadores a la devoción a la santísima Virgen. Es lo que hacía un piadoso sacerdote muerto aquí hace poco en olor de santidad iba de parroquia en parroquia enseñando el catecismo a la gente del campo a expensas de la Providencia.

Padre carísimo, no soy digno –es verdad– de empleo tan honorífico: pero, ante las necesidades de la Iglesia, no puedo menos de pedir continuamente con gemidos una pequeña y pobre compañía de sacerdotes ejemplares que desempeñen ese ministerio bajo el estandarte y protección de la santísima Virgen. Trato, sin embargo –aunque con dificultad–, de calmar estos anhelos, por buenos y continuos que sean, mediante el olvido absoluto de todo lo mío en brazos de la divina Providencia y una perfecta obediencia, sometiéndome a los consejos de Ud., que consideraré siempre como órdenes. Al igual que cuando estaba en París, me asaltan deseos de unirme al señor Leuduger, maestro de teología de Saint-Brieuc, excelente misionero y hombre de mucha experiencia o de trasladarme a Rennes y retirarme al Hospital General al lado de un sacerdote ejemplar, conocido mío, a fin de dedicarme a obras de caridad entre los pobres.

Pero rechazo todos estos anhelos sometiéndolos al querer divino –mientras espero los consejos de Ud.–, sea que me ordene permanecer aquí, aunque no siento inclinación alguna a ello, sea que me envíe a otra parte.

En la paz de Nuestro Señor y de su santísima Madre, me atrevo a suscribirme totalmente sumiso a sus órdenes. Me tomo la libertad de saludar al señor Brenier, a quien expongo, si Ud. lo cree oportuno todo esto. Grignion, sacerdote e indigno esclavo de Jesús en María» (Carta 5; BAC,73-75).

Lo amargo de la inactividad.

Es en síntesis cuanto saborea el corazón de Luis María desde hace dos meses. De la carta no se desprende todavía la desilusión experimentada a pesar de las promesas que le habían hecho en París y no se queja al "padre carísimo" del consejo recibido. Pero el recuerdo de San Sulpicio regresa más vivo que nunca con un llamado-invitación a la soledad, vocación contra la cual se había pronunciado hacía tiempo el mismo Leschassier.

La respuesta del sulpiciano no quiere trastornar muy pronto al joven de la Comunidad de Nantes. Pero no logra esconder la contrariedad que experimenta ante la constatación de la real situación a la que ni Lévêque ni Grignion podían ya poner remedio.

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«Padre.Aunque en la Comunidad de San Clemente no encuentre Ud. cuanto deseaba, ¿quiere abandonarla tan pronto? El P. Lévêque piensa en una misión después de Epifanía.Es bueno pedir al Señor que haga amar a su Madre. No puedo decirle nada sobre el P. Leuduger porque no tengo la gracia de conocerlo. Sin embargo, no quiero impedirle que aproveche de los frutos que podría hallar en su grupo. Entréguese al Señor y pídale que le haga conocer su voluntad; ore por mí, y crea que en su corazón soy, todo suyo Leschassier»

(ASV, Ib.).

Es una respuesta evasiva, pero suficientemente concreta: Leschassier no ha perdido el tiempo esperando lo acontecimientos, por el contrario ha escrito a Lévêque para lograr mayor claridad. Lévêque, al responderle, pide a Leschassier que apoye la petición que piensa hacerle a Luis Grignion de que se someta a los exámenes para oír confesiones; y de París llega el pleno acuerdo (31 de diciembre de 1700 –ASV, Ib.).

La promesa de enviarlo a predicar una misión podía ser repliegue temporal del venerable y santo anciano y un aferrarse, un tanto tardíamente, a la cuestión de los exámenes confirma esta ilación. Casi agotado por no haberle cumplido la promesa de predicación, Leschassier escribirá a Lévêque que a pesar de todo: lo ha exhortado a no separarse de él (22 de enero de 1701, ASV, Ib.), aunque en el corazón esté orientándose hacia lo contrario. Si todavía no se lo ha dicho a Grignion, el motivo debe encontrarse en el respeto que se debía al anciano misionero ahora incapaz e imposibilitado de organizar misiones y trabajo apostólico. Lo encontramos en una carta de Leschassier llegada a Nantes junto con otra del amigo Blain –desafortunadamente perdida– el 7 de marzo de 1701:

«Padre. Adjunto (ésta) a la carta que le ha escrito el P. Blain: después de haberlo reflexionado mucho no creo que deba abandonar la Comunidad de San Clemente este año, a menos que el P. Lévêque mismo se vaya también. Cuando él salga a algún viaje, sólo entonces podrá salir también Ud., si lo cree oportuno.Me encomiendo a las intenciones de sus santos sacrificios, y de corazón soy todo suyo, Leschassier»

(ASV, Ib.).

Luis María hubiera tenido que dedicarse solo al apostolado y esto contradecía las indicaciones de París y las costumbres de la misma casa de Nantes. Sin guía y sin apoyo, la solución no podía menos de dejar preocupaciones y ansiedades. Tanto más cuanto que aun no había sido examinado para la autorización de oír confesiones; y quizás la atmósfera jansenista de la mayor parte de los sacerdotes de la casa le estaba jugando un chiste amargo también al incorruptible Grignion: él mismo siente mucha inquietud para aventurarse solo... «porque para tarea tan difícil y peligrosa se necesita una misión especial», escribirá el 4 de mayo siguiente.

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Entre tanto pasan los meses, no se mantienen las promesas y aumentan las dudas del pobre joven. El crudo invierno obliga a Lévêque a cuidar la salud de Luis María con paternal atención, por lo cual Leschassier le da las gracias.

Pero se requería mucho más que eso para caldearle el corazón.

Es el pensamiento que en ese momento domina su espíritu y que encontramos en la carta de febrero a su hermana Guyonne-Jeanne (Luisa) que le había informado de su voluntad de hacerse religiosa en el Instituto de las Hijas de la Providencia, es decir, en aquel donde se hospeda en París.

«Querida hermana en Jesucristo:¡el amor puro de Dios reine en nuestros corazones!Aunque estoy corporalmente lejos de ti, no lo estoy de corazón. Porque el tuyo no está lejos de Jesucristo y de su santísima Madre y eres hija de la divina Providencia, cuyo hijo aunque indigno soy también yo.Debieran llamarte, más bien, novicia de la divina Providencia, porque apenas ahora comienzas a practicar la confianza y el abandono que ella pide de ti. Y no serás recibida como profesa e hija de la Providencia sino cuando tu abandono sea general y perfecto, y tu inmolación, total.Dios te quiere, hermana mía, Dios te quiere apartada de cuanto no es Él y, quizás, abandonada efectivamente de toda criatura. Pero consuélate, alégrate, sierva y esposa de Jesucristo, si te asemejas a tu Maestro y Esposo! ¡Jesús es pobre! ¡Jesús está abandonado! ¡Jesús es despreciado y rechazado como la basura del mundo!

¡Feliz! Sí: ¡mil veces, feliz Luisa Grignion, si tiene espíritu de pobre, si es abandonada, despreciada, rechazada como la basura de la casa de San José! Entonces sí que será verdaderamente la servidora y esposa de Jesucristo y será profesa de la divina Providencia, aunque no lo sea de la Congregación.

Hermana querida, Dios quiere que vivas al día... Como el pájaro en la rama, sin preocuparte por el mañana. Duerme en paz en el seno de la divina Providencia y de la santísima Virgen, buscando solamente amar y agradar a Dios. Porque es una verdad infalible y un axioma eterno, tan cierto como la existencia de un solo Dios –plegue a Dios que yo pueda escribirlo en tu espíritu y en tu corazón con caracteres indelebles!–. "Buscad primero el Reino de Dios y su justicia, y todo eso se os dará por añadidura". Si pones en práctica la primera parte de esta sentencia, Dios, que es infinitamente fiel, realizará la segunda. Es decir, que, si tú sirves a Dios y a su santísima Madre con fidelidad, no te faltará nada en este mundo ni en el otro. Ni siquiera un hermano sacerdote, que ha sido, es y será todo tuyo en sus sacrificios a fin de que seas toda de Jesús en los tuyos. Saludo a tu buen ángel custodio». (sin firma)

(Carta 7; BAC, 78-79).

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¿Era novicio o profeso en la religión de la plena confianza en Dios quien escribía esta carta? Lo podríamos juzgar por la aceptación siempre más pronta por parte del Señor, del sacrificio continuo de la voluntad y de las aspiraciones, de la vida y de la misión.

En marzo, decíamos, Leschassier dejaba entreabierta la puerta.

La mano de Dios la abrió de par en par con uno de esos gestos sencillos de su ordinaria misericordia.

Capítulo 8 - Los pobres buscan a un sacerdote

Una afortunada documentación de los acontecimientos de este período está constituida por una serie de cartas intercambiadas entre el P. Leschassier y Luis María. Nos bastará anotar fielmente los pormenores con información oportuna para encuadrar los acontecimientos con los que el Señor llevaba de la mano a su misionero.

«Al P. LeschassierSuperior del Seminario de San Sulpicio de París.

De Nantes, el 4 de mayo de 1701.

Señor y Padre carísimo en Jesucristo: ¡el amor puro de Dios reine en nuestros corazones! El señor obispo de Poitiers me ordena escribir a Ud. lo que sigue.

El cuarto domingo de abril recibí una carta de mi hermana de Fontevrault, escrita por orden de la señora de Montespán. En ella me pedía que me trasladara sin tardanza a Fontevrault para asistir a la toma de hábito, que tendría lugar el martes siguiente. Salí ese mismo día a pie. Llegué a Fontevrault el miércoles por la mañana, día siguiente de la toma de hábito de mi hermana...» (Carta 6; BAC, 75-78).

La historia de la abadía de Fontevrault está vinculada a la historia de seis naciones y de las respectivas casas reinantes: Francia, Austria, Bélgica, Inglaterra, España e Italia. La celebérrima fundación de Roberto d'Arbrissel constituida por dos grupos de religiosos, uno masculino y femenino el otro, bajo la dirección de una abadesa, se había conservado en todo el esplendor y la seriedad del año 1100, gracias, entre otras cosas, a las férreas abadesas que la habían dirigido admirablemente.

En 1701, cuando Luis María llega allí por segunda vez en pocos meses, la orden de los Pobres de Cristo (Pauperes Christi) estaba gobernada por aquella que los historiadores definieron como la Reina de las abadesas, Gabriela de Rochechouart-Mortemart,

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hermana de Madame de Montespán. Hecha monja un tanto contra su voluntad, su vida religiosa fue, en cambio, digna de la mejor vocación. Ante todo, era muy instruida: hablaba correctamente el italiano, el latín, el español: disertaba sobre la Sagrada Escritura y los Padres de la Iglesia, mucho mejor que los imponentes abades de París, conocía las lenguas antiguas. Gracias a su comportamiento en la corte en los múltiples viajes que tuvo que hacer a ella, incluso San Simón, critico sin tapujos, tuvo que inclinarse ante la figura moral de la abadesa, afirmando categóricamente que nada pudo manchar jamás su reputación. Por su seriedad, agudeza de mente y sobre todo por la convicción de su propio estado, supo dulcificar la vida del claustro a monjes y monjas que dependían de ella, aunque insistiendo sobre la severa observancia. Una de las críticas más injustas hechas a Gabriela de Mortemart es la de haber amado demasiado a su hermana Athenais de Montespán. Pero las lágrimas abundantes, la continua insistencia para llamarla al testimonio de la recta conciencia, las frecuentes estadías en la corte con esta intención, son suficientes para librarla de toda acusación. Fracasó cuando quiso arrancar a los amantes de Estado de su abyección, donde habían fallado otros mucho más aguerridos que ella como Bossuet, Massillon, Bourdaloue, Le Tellier, Fléchier, Mascarón... Pero cuando hubo que pensar en la educación de los hijos de su persona (como llamaba al padre-rey), y sobre todo, cuando tuvo que ofrecer refugio a la desventurada madre, caída en desgracia, Gabriela abrió el corazón y la puerta: confió los nietos a las mejores hermanas de la orden y dispuso algunos cuartos para la célebre penitente.

Al monasterio, en el camino a Saumur, arribó la Montespán, fantasma de sí misma deshecha en el cuerpo y en el espíritu. Como Enrique Plantagéneta, había pensado en el Loira y sus riberas, cuando París sólo podía ofrecer estériles y tristes recuerdos y remordimientos. En aquel refugio, a lado de un Hospital fundado por ella cerca a Nuestra Señora de La Liesse, organizó los mil recursos de la caridad con la cual rescató la propia paz: siempre serena, siempre acogedora, recibía a los miserables del cuerpo y del alma a los desheredados, a los derrotados de la vida y para todos tenía palabras y alimentos.

Por estos motivos y por el conocimiento anteriormente hecho, invitaron a Luis María a Fontevrault por orden de Madame de Montespán.

Partió el 24 de abril, inmediatamente después de la lectura del mensaje. Pero no pudo asistir a la solemne toma de hábito, que tuvo lugar en la basílica ya consagrada por Calixto II. Tuvo sí la alegría de hablar con su hermana, ahora sor Isabel, y anticiparle los consejos que dará más tarde a Guyonne-Jeanne (Luisa) cuando ésta se haga benedictina en Rambervilliers. Tuvo, además, otro encuentro que decidió de su porvenir.

«Durante los dos días que permanecí en Fontevrault tuve el honor de entrevistarme privadamente varias veces con la señora de Montespán. Me interrogó sobre muchas cosas, y en particular sobre mi persona. Me preguntó acerca de mis planes para el futuro. Contesté a esta pregunta manifestándole, ingenuamente, la inclinación –que Ud., Padre, conoce– de trabajar para el bien de mis hermanos los pobres. Me

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respondió que veía con mucho agrado este propósito mío. Tanto más cuanto que conocía por experiencia cuán descuidada estaba la instrucción familiar de los pobres y que me haría asignar –si yo la aceptaba– una canonjía que dependía de ella.

Se lo agradecí pronta y humildemente rechazándolo, alegando que no quería cambiar jamas a la divina Providencia por una canonjía o una prebenda. Ante esta negativa, aconsejóme que fuera, al menos, a hablar con el señor obispo de Poitiers para hacerle conocer mis intenciones.

Aunque experimentaba cierta repugnancia a satisfacer este deseo de la señora de Montespán, ya a causa de las 28 leguas que tenía que recorrer todavía, ya por muchas otras razones..., la obedecí, sin embargo, ciegamente para cumplir la santa voluntad de Dios, que era lo único que me preocupaba...» (Ib.).

Sería interesante descubrir las "muchas otras razones" que le desaconsejaban viajar a Poitiers; pero Leschassier debió adivinarlas, dibujando una amplia sonrisa ante la condescendencia del rudo bretón respecto a una dama...

«Llegué a Poitiers la víspera de los santos Felipe y santiago. Pero me vi obligado a esperar cuatro días el regreso del señor obispo, que se hallaba en Niort» (Ib.)

Aquel "ciegamente" significaba entonces prontamente. El camino, recto y bastante fácil, constaba no obstante de unos 90 kilómetros... y ¡el haberlo recorrido todo en día y medio, a pie, nos ayuda a entender que aquel muchachote de 28 años estaba bien provisto de energía y resistencia! Monseñor Girard De la Bournat se hallaba probablemente en visita pastoral. Luis María creyó oportuno ocupar los días de espera en algo bueno: mucha oración y el ejercicio de la caridad con los pobres enclaustrados en el Hospital de mendicidad.

«Durante ellos hice un corto retiro en una modesta habitación donde me sentía encerrado en medio de una gran ciudad, en la cual no conocía a nadie según la carne. Ocurrióseme, no obstante, ir al Hospital a servir a los pobres en lo material, ya que no podía en lo espiritual. Entré a orar en su iglesita. Pasé casi cuatro horas allí esperando la cena para servirles. Y me parecieron demasiado cortas. A algunos pobres, en cambio, les parecieron demasiado largas. Al verme arrodillado y con vestidos semejantes a los suyos, fueron a decírselo a los demás, y se animaron unos a otros para hacer una colecta a fin de darme limosna. Unos daban más, otros menos; los más pobres, un octavo; los más ricos, un cuarto.

Todo esto ocurrió sin que yo lo supiera. Salí, finalmente, de la iglesia para preguntar a qué hora comían y pedir el permiso necesario para servir a los pobres a la mesa. Quedé desilusionado, por una parte, al enterarme de que no comían en comunidad, y sorprendido, por otra, al saber que querían darme limosna y que habían dado orden al portero de no dejarme salir.

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Bendije mil veces a Dios por haber pasado por pobre y llevar las gloriosas libreas de tal. Y agradecí a mis hermanos y hermanas su buen corazón.

Después de esto se han encariñado tanto conmigo, que todos andan diciendo públicamente que tengo que ser su sacerdote, es decir, su director. Pues no hay uno fijo en el Hospital hace ya tiempo; ¡tan pobre y abandonado está!...».

Como tantas otras ciudades francesas del siglo XVII, Poitiers no había esperado al decreto real, sino que había organizado sus capellanías y sus dominicales en favor de los mendicantes. Capítulos eclesiásticos, monasterios y personas privadas destinaban muchas de sus ganancias a la asistencia pública: las Hospitalarias de San Agustín para las mujeres; los Hermanos de San Juan de Dios, para los hombres; los Hôtels-Dieu, para todos, incluso los militares. Pero la carestía cada vez más aguda, las guerras políticas, las de religión, el urbanismo y la consiguiente desocupación, el hambre, la miseria absoluta habían empeorado y el vagabundeo agravaba el desorden moral y social: todo remedio resultaba inadecuado. Con la apertura de la Salpêtrière, París había dado comienzo a una forma organizada de albergues obligatorios. Y después de París y Lyón, le tocó el turno a París. El edicto regio de 1662 estaba precedido allí del edicto municipal de 1657 que creaba un Hospital general extrayéndolo del antiguo lazareto de los campos; pero las limitaciones logística y económica habían impuesto medidas más rígidas, ya que no se podía recoger a trescientos pobres donde sólo se disponía de 150 lechos. Finalmente en 1689, el municipio recogió los fondos para la construcción de un edificio capaz que, sin pretensiones arquitectónicas ni artísticas, podía albergar al menos a los pobres con decoro y limpieza. Toda la ciudadanía se empeñó en apoyarlo económicamente contribuyendo con oportunas colectas.

Las Mémoires conservadas en los archivos de la ciudad y atribuidas a Luis María enumeran las categorías que tenían derecho y obligación del albergue: «No se recibirán maridos, sin las esposas, ni niños menores de siete años sin sus padres; ni extranjeros que lleven menos de tres años de residir en la ciudad a sus suburbios; las mujeres abandonadas por sus esposos podrán ser recibidas, si el abandono dura al menos seis meses y hasta cuando el esposo las vuelva a recoger; pero no se aceptará a enfermos afectados de úlceras ni otras enfermedades infecciosas (...)» (Arch de la Vienne, II– E/l).

El enclaustramiento era prácticamente obligatorio: pero para mantener a los pobres en el Hospital y darles la posibilidad de ganar algún dinero, se crearon en el interior laboratorios, canteras, pequeñas oficinas artesanales y manufactureras. Un concienzudo reglamento de 1696 establecía las tareas de las asistentes, de los directores y de los enclaustrados, dejando percibir claramente la voluntad de edificar un instituto dotado de todas las garantías morales indispensables.

Ese reglamento, que rehacía el primitivo de 1675, reconocía al obispo la calidad de Presidente nato y subordinaba a él un Consejo de diecinueve personas civiles y eclesiásticas. En cambio, la dirección interna quedaba confiada a una Directora llamada también "superiora, a un ecónomo de quien dependían las manufacturas, llamado

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también él "superior", y a las jefes de sala de mujeres y los jefes de sala de hombres: cada uno de éstos, en los dos grupos, tenía bajo su dirección un número no precisado y variable de servidores o enfermeras o gobernantes. Por último, cuando lo había, un "capellán" para la parte espiritual y un portero.

Pero... los reglamentos, las deliberaciones, las ordenanzas quedaban muy a menudo abandonadas al papel. La indisciplina entraba rápida y subversiva, favorecida por la pereza y la inconsciencia de alguna enfermera a quien ni siquiera la severidad de la vigilancia de la Directora podía poner un dique. El Consejo administrativo, con la deliberación del 11 de marzo de 1701, había resuelto corregir la situación invitando a las Hermanas de la Caridad de San Vicente de Paúl. Aunque éstas tuvieron que rechazar la oferta por falta de personal, la decisión da a conocer la gravedad del momento. Ya sólo Dios podía ayudarles. Y contaban con él.

E hicieron bien, porque, teniendo también Luis María contacto únicamente con el Señor y necesitándolo Dios para responder a la confianza del Hospital, se pudo poner mano a una obra con los medios más adecuados y en las condiciones más oportunas.

El encuentro de Grignion con el Hospital tuvo lugar en la iglesia. En la capilla del refugio: delante de Dios, de todos modos. Podemos imaginar la oración de Luis María: su encuentro con Madame de Montespán le había proyectado dos soluciones para que se dedicara a los pobres: una canonjía que le proveería de tiempo y medios para enseñar el catecismo a los pobres; o ponerse a disposición de un obispo que buscaba un capellán para un hospital. Evidentemente, Madame estaba al corriente de las necesidades en que se encontraba el antiguo preceptor de sus hijos y al aconsejarle el viaje a Poitiers trataba de hacerse útil a dos personas al mismo tiempo. Luis María había rechazado el beneficio eclesiástico y había optado por bajar a Poitiers en busca del obispo... Es, pues, lógico, que la oración de aquellas cuatro horas fuera una súplica para ponerse a disposición de la Providencia.

La respuesta estaba allí: en el fondo de la iglesia viva tremendamente real, en el pobre que lo miraba orar.

También el retiro de tres o cuatro días asume un aspecto preciso, de orientación. Mediación y confiada espera... Eran buenos, los pobres, capaces de recoger una ofrenda para él; los 500 pesos de los más ricos o los 50 de los más miserables eran el testimonio de ello. Y, además, necesitaban tan poco... Y ese poco, Luis María estaba pronto a darlo con todo el corazón: una cálida ternura, una palabra amable, una oportuna invitación a la fortaleza sin pretensiones, sin compensaciones. Admirado y reconfortado por haber sido tomado también por pobre, se habrá sentido feliz por ese encuentro. El momento era muy importante para no sentir la necesidad de recogerse en oración y en silencio: podía ser el giro decisivo. No podía decidir, ciertamente; pero podía pedir a los superiores que decidieron por él.

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«Cuando regresó el señor obispo, fui a visitarlo. Le comuniqué en pocas palabras cuanto la señora de Montespán me había ordenado. Me escuchó y dio las gracias bastante secamente. ¡Era lo que yo quería!» (Ib.).

Es decir, monseñor Girard lo despidió. No era la primera vez que Luis María se encontraba con Girard: se habían hablado cuando se trataba de organizar a sus hermanas y, como referimos ya, había sido el mismo Girard quien le había abierto la puerta de la gran Penitente. Ahora ese seco obispo no daba tanta importancia al pomposo nombre de la marquesa y ciertamente no por olvido: siendo muy experto y prudente, no podía aceptar a ojos cerrados a cualquiera que se presentara aunque llevara una recomendación de la gran señora... Tanto más cuanto que las actitudes de aquel sacerdote bretón eran bastante extrañas... ¡De todos modos, a Grignion le resultó simpático, sin duda alguna!

La audiencia debió tener lugar en la mañana del 4 de mayo, víspera de la Ascensión. Una vez despedido, Luis María se preparó para partir. A nosotros nos queda una pequeña y esfumada sonrisa al releer aquellas palabras: ¡Era lo que yo más quería! En el fondo ni el mismo Luis María creía en el poder de la recomendación, por importante que fuera.

«Mas, por su parte, el superior y la superiora de los pobres presentaron, en nombre de todos, una solicitud al señor De la Bournat, hermano del señor obispo, la cual les causó tal impresión, que el señor obispo, en una segunda audiencia que me concedió, me habló más serenamente, y me pidió escribir a Ud. todo esto antes de mi partida para Nantes, a fin de que Ud. pueda juzgar acerca de lo que debo hacer...» (Ib.).

Algunos más habían esperado, pues, el regreso del obispo, a saber, la Directora y el Ecónomo del Hospital, quienes habían preparado una exposición con las sugerencias de los pobres para someterla al Presidente del Consejo de Administración: una proposición concreta para la solución del problema interno del Instituto. La exposición, confrontada naturalmente con el relato conmovido de los mismos pobres, causó mucha impresión en los dos hermanos de la Bournat. El sacerdote, llevándolo al hermano obispo, lo habrá apoyado con el valor de la propia turbación. Además, mons. Girard no era un tonto: comprendió que era necesario volver a hablar un tanto más ampliamente con ese extraño sacerdote que le había llevado el saludo de la Montespán y que él había despedido a la carrera. Por ello hace buscar a Luis María, lo hace hablar de sí, de sus ocupaciones y de sus aspiraciones. Y cuando en el diálogo sonó el conocido nombre del Superior general de San Sulpicio, el inteligente obispo comprende que tiene la posibilidad de obtener mejor información antes de hablar de él en el Consejo. Para que la opción del joven quedara bendecida por la obediencia ordena (o ¿sugiere?) que le haga un minucioso relato de los acontecimientos a Leschassier, reservándose él escribir directamente al sulpiciano, como hará dos días después...

«Padre carísimo, le confieso en verdad que me siento muy atraído a trabajar por la salvación de los pobres en general. Pero no tanto a instalarme ni encerrarme en un

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hospital. Me coloco, sin embargo, en absoluta indiferencia. No deseo otra cosa que hacer la voluntad de Dios. Si Ud. lo juzga oportuno, sacrificaré gustoso mi tiempo, mi salud y hasta mi vida en provecho de los pobres de este abandonado Hospital.

Salgo mañana, día de la Ascensión, para Nantes. Pero no me apartaré nunca –así lo espero– de su dirección y amistad en Jesucristo y su santísima Madre, en quienes le quedo totalmente sumiso.

Grignion, sacerdote y esclavo

indigno de Jesús en María».

«Permítame saludar a los PP. Brenier, Lefèvre, Repars y a todo el seminario. Muchas veces me han rogado con bastante insistencia le pida permiso a fin de hacerme aprobar para oír confesiones; pero hasta ahora no he querido hacerlo, porque para tarea tan difícil y peligrosa se necesita una misión especial» (Ib.).

Expuesta al P. Leschassier también esta pequeña incertidumbre sobre el tener que "encerrarse", quizás influenciado por la reciente experiencia de Nantes, Luis María se pone en camino. La senda del regreso es ahora más corta, pues ya no pasa por Fontevrault. Los ciento veinte kilómetros son rápidamente pulverizados con comodidad, de todos modos, siempre a pie.

Entre tanto, monseñor Antonio Girard de la Bournat, el 6 de mayo, escribe a Leschassier: «...sus modos de actuar (de Montfort) me han parecido extraordinarios... Le pido me dé a conocer su pensamiento y si lo considera a la altura de dirigir e instruir un hospital general o realizar cualquier otra función del sagrado ministerio entre nosotros...» (ASV, 1551).

La respuesta despachada por Leschassier pocos días después, el 13 de mayo, ha creado una equivocada valoración en la mayoría de los biógrafos. La presentamos en su totalidad, dejando que el lector juzgue de la sobriedad y prudencia del director de París. Hay que leerla atentamente, sin detenernos en la apariencia de ciertas expresiones, sino buscando apreciar el perfil completo de Grignion, hecho de oficio en una respuesta comprometedora.

«Monseñor.

Desde hace varios años conozco a Grignion. El mismo me ha hecho saber la orden recibida de su Excelencia de escribirme sobre cuánto le sucedió en Poitiers.

Es (nativo) de la diócesis de San Maló, de familia burguesa, numerosa pero poco acomodada. Desde su juventud ha vivido abandonado a la Providencia a pesar de contar con padre y madre; permaneció unos diez años en París, pero no recibió ayuda alguna de los suyos.

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Dios lo ha prevenido siempre con múltiples gracias y él ha respondido a ellas con fidelidad. De hecho, a mí y a otros que lo han examinado de cerca, nos ha parecido perseverante en el amor y en la práctica de la oración, de la mortificación, de la pobreza y de la obediencia. Posee mucho celo para socorrer a los pobres y enseñarles. Es industrioso para encabezar muchas cosas.

Dado que su exterior tiene algo singular, dado que sus formas de actuar no son del gusto de mucha gente, dado que tiene una idea elevada de la perfección, mucho celo pero poca experiencia, no sé si será apto para el Hospital donde lo piden.

Él no me ha dicho qué tarea es la que le quieren confiar en esa casa, ni si hay administradores; en una palabra, no me ha brindado pormenores. Por esto, Monseñor, me limito a exponer cuanto sé sobre sus capacidades, dejando a su juicio la decisión a propósito. Ud. posee en todo, sobre todo en lo referente a la manera de gobernar su diócesis, las luces claras y amplias que yo no puedo poseer. Cuanto decida respecto de este joven sacerdote, será indudablemente conforme al espíritu de Dios y para mayor gloria suya.

De mi parte, Monseñor, no puedo expresarle cuán edificado me hallo del gran bien que hace en la inmensa diócesis que el Señor le ha confiado. El perfume de sus virtudes llega hasta nosotros y, a menudo se habla de la edificación que Ud. brinda a todos, incluso a los más testarudos entre los nuevos reunidos (en la fe).

Pido a Dios le conserve por largo tiempo la plena salud necesaria para trabajo tan grande.

Con profundo respeto.

Leschassier»

(ASV, 1551).

Se advertirá fácilmente de cuanta lealtad y prudencia hace gala el anciano director: no esconde los defectos de Grignion añadiendo qué defectos son o parecen, dado que se originan en la coherencia de los principios de perfección y celo apostólico y en la inevitable falta de experiencia. Confiesa que el verdadero mal de Grignion es el de apuntar sin medias tintas a lo mejor, a lo válido, por el deseo de vivir según Dios, a la Providencia, a la cual, desde la juventud, se ha abandonado por decisión propia y consciente. Hace constar que no fueron los padres quienes le abandonaron a la Providencia aunque no hayan podido ayudarlo en los años de París. Sobre esto parece que Leschassier ha sido suficientemente explícito. Le falta la experiencia: pero si esto es defecto, se corregirá con el tiempo.

Por otra parte, no quiere ni puede pronunciarse sobre la transferencia de Grignion, sea porque –pero no podía decírselo al obispo– se había comprometido a conservarlo

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durante un año al menos en casa de Lévêque, sea porque realmente tiene noticias insuficientes de orden práctico.

Remachará esta incertidumbre, el 18 de junio, respondiendo a una carta (perdida) del día 11 en la que Luis María pedía una decisión sobre el asunto de Poitiers y la necesidad de hacerle hacer los benditos exámenes para oír confesiones.

«Padre.

Si no me explica mejor los puntos acerca de los cuales espera una solución mía, no puedo responder a la suya del 11 próximo pasado. No me dice dónde está ubicada la canonjía que Madame de Montespán querría asignarle. No me dice nada de nada; si el capítulo es numeroso, si está cerca al hospital donde le requieren, con qué condiciones le admiten allí, quiénes son los administradores, si el señor obispo de Poitiers le quiere realmente emplear y porqué le ha dicho que me escriba sobre el asunto.

Por otra parte, querido amigo, me resulta muy difícil decidir aun cuando me haya dado todas estas informaciones: no me siento suficientemente iluminado para guiar a personas cuya conducta está fuera de lo normal. Sin embargo, le daré con sencillez mi parecer.

Respecto de la confesión no puedo menos de repetirle lo que ya le escribí en otra ocasión: haga examinar sus calidades por alguien que esté a la altura de juzgar.

Atención, cuando escriba, para que el pegante no impida la lectura de las palabras como ha sucedido en esta oportunidad»

(sin firma)

(ASV; 1551).

En esta carta se debe forzosamente advertir el sutil afán de librar a Grignion de toda la carga al insistir en preguntas que honestamente el joven sacerdote no podía explicar porque nadie se las había esclarecido nunca. De todos modos, Leschassier parece todavía dispuesto a darle cierta respuesta, cuando a esto –pero es idea nuestra– hubiera logrado satisfacer el santo hombre Lévêque.

Pero relacionando la respuesta dada al obispo y la afirmación con que define a Grignion como "fuera de lo normal", no queremos ver en ella ironía, sino una simple constatación. En su humildad y seriedad, Leschassier se considera realmente poco apto para seguir guiando a quien está llamado a cosas extraordinarias, fuera de lo común, fuera de lo normal. ¿Debemos forzosamente acusarlo de error...?

Alguien se preocupó realmente: fue Lévêque: Luis María estaba por alzar el vuelo y el proyecto de confiarle la heredad de San Clemente se esfumaba desesperadamente. Después de suplicarle a Leschassier que apoye su causa, en una carta de mayo –

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también perdida– de acuerdo con el vicerrector Coupperie des Jonchères, ensaya jugar una carta, que si hubiera sido lanzada antes habría, sin duda alguna, cambiado la balanza a su favor. Dado que Luis María no se ha decidido todavía a pasar a Poitiers, la juega como tabla de salvación: lo pone a trabajar. En aquella carta del 18 de junio, pues, Leschassier insistía para que hiciera los exámenes para las confesiones, cosa que absolutamente no debía diferir más. Pero cuando llega la recomendación, Luis María estaba ya –desde el 23–, en el ministerio en una pequeña parroquia perdida en el campo, a unos quince kilómetros de Nantes.

¡Es la primera predicación de su carrera sacerdotal!

No se trata de una misión porque está solo y porque las noticias que él mismo hace llegar a Leschassier en la carta del 5 de julio citan dos catequesis por día, tres sermones, quizás en los días de fiesta. Pero, finalmente, hace algo. Más aún, trabaja en el ministerio. Predica, confiesa, asiste a los moribundos, celebra dos funerales el 1 de julio, pero, sobre todo, está con la gente pobre, como sacerdote, como maestro, como padre. Es una experiencia exitosísima que lo exalta sin sacarlo de la humildad aprendida en la escuela sulpiciana.

«Al P. Leschassier, superior del seminario de San Sulpicio de París.

De Nantes el 5 de julio de 1701

Padre:

¡el amor puro de Dios reine en nuestros corazones!

La fidelidad con que debo manifestarle todo lo mío a fin de que pueda formarse un juicio decisivo sobre mí, me obliga a decirle que los PP. René Lévêque y des Jonchères me enviaron a una parroquia del campo bastante abandonada. Durante los diez días que pasé en ella, hice dos veces diarias el catecismo a los niños y di tres pláticas. Las bendiciones divinas y de la santísima Virgen se hicieron sentir.

Por ello, los PP. des Jonchères y René Lévêque –que están al tanto del asunto de Poitiers– me han pedido que le escriba. Llegan incluso a ofrecerme la ayuda de su dinero y autoridad para enviarme a las parroquias más abandonadas de la diócesis a continuar lo felizmente iniciado en Grandchamps –así se llama la parroquia–, o más bien lo que la divina Providencia y la santísima Virgen han realizado a pesar de mis limitaciones.

Padre mío, encuentro tantas riquezas en la divina Providencia y tanta fuerza en la santísima Virgen, que bastan para enriquecer mi pobreza y sostener mi flaqueza. Sin estos dos apoyos, nada puedo.

Totalmente sometido a Ud. en Jesús y MaríaGrignion, sacerdote y esclavo indigno de Jesús en María»

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(Carta 8; BAC, 80-81).

Si esta predicación fue oxigeno para Grignion y motivo para que éste se decidiera a presentar los exámenes, constituyó un punto en favor de Lévêque. Este comprendió la importancia de mantener a un joven prometedor en un ministerio que le era tan connatural y, como hemos dicho, se puso de acuerdo con des Jonchères para financiar de su propio bolsillo ese apostolado. Leschassier, respondiendo a estricta vuelta de correo, el 9 de julio, no podía menos de aprobar esa forma de iniciación pastoral porque era la más normal: Luis María no había sido enviado a la derrota en cualquier ambiente de la ciudad, sino al campo, entre niños y campesinos donde no podía menos de agradar y entusiasmar.

«Padre.Dado que los PP. Lévêque y des Jonchères están de acuerdo en considerar útil que Ud. vaya a las parroquias abandonadas, no veo en ello inconveniente alguno.Mientras siga el parecer de las personas de experiencia y que se guían por las normas ordinarias, espero que el Señor bendiga sus fatigas.

Sígame haciendo partícipe de sus plegarias, y crea, Padre, que en el amor de Jesús y de María soy todo suyo.

Leschassier»

(ASV; Ib.).

Desde aquí comienzan a multiplicarse las tareas, sans relâche, sin parar. Durante tres meses puede correr en la forma más vagabunda de una parroquia a otra, siempre solo, siempre en el campo y siempre para pequeñas veredas como al principio.

Entre tanto el asunto de Poitiers está madurando.

Un nutrido intercambio de cartas –algunas desafortunadamente perdidas– prepara el traslado de Grignion al Hospital de los pobres de Poitiers. Lévêque, fortalecido con los exitosos resultados obtenidos por las predicaciones realizadas y las ya concertadas, ensaya in extremis una solución que le sea favorable: pero Luis María no la considera del todo convencida y menos aún convincente. Abandonada pues, la idea de agregarlo a la Comunidad de San Clemente y encargarlo un día de la dirección del clero residente en ella y no queriendo perderlo del todo, propone al joven dedicarse a la predicación a expensas del obispo de Nantes, conservando para él un cuarto en la Comunidad: se necesita siempre un pied-à-terre en la ciudad, donde refugiarse en los intervalos. Le ofrece gratuitamente un cuarto. Si pierde a Grignion como miembro de su comunidad, lo conservara al menos como pensionado, y si de una cosa nace otra, en el futuro podría todavía pensarlo mejor. Pero Luis María no se deja persuadir. Ante todo, no quiere vivir en esa jaula de locos; además, en la diócesis de Nantes no hay trabajo, o al menos no bastante para garantizarle una tarea continua, y, por último, ya existen en la

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diócesis demasiados operarios apostólicos... Pero escuchémoslo exponer la situación al mismo Leschassier en la carta del 16 de septiembre de 1701.

«Al P. Leschassier, superior del seminario de San Sulpicio de París.de Le Pellerin, 16 de septiembre de 1701

Señor y muy amado Padre en Jesucristo:

¡El amor puro de Dios reine en nuestros corazones! Las insistentes y continuadas súplicas de los pobres del Hospital de Poitiers, unidas a los deseos del señor obispo de esa ciudad y de la señora de Montespán de quien mis hermanas dependen en mucho, me obligan a importunarle una vez mas y manifestarle, con sencillez y deshilvanadamente, mis sentimientos, quedando en absoluta indiferencia a todo, dentro de la obediencia.

Hace tres meses que trabajo sin descanso en diferentes parroquias, a las cuales me han enviado los PP. René Lévêque y des Jonchères. Ahora le estoy escribiendo precisamente desde Le Pellerin. Dios y la santísima Virgen se han dignado servirse de mi ministerio para hacer en ellas algún bien. Aquí, como en todas partes, hay mucho bien qué hacer. Pero hay también muchos obreros: dos casas de ejercicios para hombres, una para mujeres y tres –por no decir cuatro– equipos de misioneros. Como ya sabe, no siento ninguna inclinación hacia la comunidad de San Clemente. Sólo la obediencia me retiene en ella. El señor Lévêque lo sabe muy bien, porque me guío en todo por sus consejos después de los de Ud. él me ha dado a entender, que ya que el Señor no me llama a permanecer de continuo en la comunidad para trabajar en ella por el bien los eclesiásticos, debo buscar otro lugar adonde retirarme de tipo en tiempo, después de las cortas misiones que me prescriba la obediencia. Me ha dicho, sin embargo, que me reservará gustoso una pequeña habitación, aunque dudo que lo diga de corazón.

Entre tanto, después de los pobres de Poitiers, me ha escrito el señor obispo para que vaya a encerrarme en ese Hospital. Pero no me siento inclinado a una vida de encierro.

La diócesis de Poitiers tiene mayor necesidad de obreros que ésta. De ello soy testigo yo mismo, y ello me ha sorprendido. Pero no me llaman para el bien en general, sino para un sitio restringido. La esperanza de poder, con el tiempo, extender mi acción a la ciudad y al campo a fin de prestar servicio a muchos más, es lo único que me impulsa un tanto a ir al hospital. En el catecismo a los pobres de la ciudad y del campo me encuentro en mi elemento.Estando aquí, la divina Providencia se ha servido de mí para conseguir colocación a una más de mis pobres hermanas y me ha permitido contraer vínculos de gracia con muchos pecadores como yo y con algunas personas espirituales.Tal es el estado de las cosas y tales mis sentimientos. Pero la obediencia ciega a su querer es mi obra más importante y mi mayor deseo.Carísimo Padre en Jesucristo, me atrevo a declararme sumiso a sus órdenes y soy todo suyo.

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Grignion,sacerdote y esclavo indigno de Jesús en María»(Carta 9; BAC 81-83).

La insistencia de Poitiers se había vuelto constante: Madame de Montespán le había hecho llegar una invitación personal, los pobres le habían escrito por mano de uno de los administradores, el ecónomo Le Jousteux, quien asumirá el cargo de Tavennier en el noviembre siguiente. Ambas cartas se perdieron como todas las enviadas a Grignion sin copia. Por último, el 25 de agosto, había llegado la convocación oficial del obispo.

«Padre.Nuestros pobres siguen buscándolo. El señor Le Jousteux le ha hecho saber mi propia voluntad; creo que incluso Madame de Montespán tuvo la bondad de hacerle escribir; y, finalmente, creo que debo decirle yo mismo que sus deseos unidos a cuanto el P. L'Eschassier (sic) se ha tomado el trabajo de responderme, me hacen pensar que Dios lo quiere cercano a ellos, si Monseñor, su obispo se digna concederle el permiso de venir acá.Le ruego, pues, que se lo pida, aprovechar de él lo más pronto, si se lo otorga, acordarse de mí en sus oraciones y creerme, Padre, en Nuestro Señor Jesucristo, cuyo nombre sea por siempre bendito. todo suyoAntonioobispo de Poitiers»

(ASV; Ib.).

En el último momento, al menos así se transparenta en la carta a Leschassier, dos obstáculos parecen oponerse a la ejecución de ese traslado que mons. Girard de la Bournat no duda atribuir a la voluntad de Dios.

Luis María no tiene intención alguna de encerrarse sin más. Cualquiera que no conozca a Grignion podría extrañarse de que surja la duda precisamente cuando el obispo lo llama en forma oficial; pero nosotros que intuimos el espíritu misionero que se agita en el corazón del joven, descubrimos aquí una perfecta coherencia de comportamiento, la disponibilidad y la itinerancia exigían que el misionero no estuviera atado por el encierro de un instituto; no podía sentirse capellán. Y si no hubieran bastado aquellos diez meses de Nantes a hacerle temer la inacción, lo habrían impulsado a evitarla a todo costo las movidas semanas de apostolado. De hecho, el único motivo que le lleva a aceptar el Hospital es la espera de poder trabajar también fuera.

De la respuesta de Leschassier no llega la solución al angustioso interrogante.

«Padre.Dado que el P. Lévêque lo libra de los compromisos de buena educación y gratitud que podían detenerlo en su comunidad, y dado que el señor obispo de Poitiers lo pide para el Hospital y dado que no puede responder no a la señora de Montespán que insiste

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con Ud., no veo inconveniente alguno en que dé satisfacción al deseo de los pobres (...)» (ASV, Ib.).

Desde el punto de vista de Leschassier, el hombre de la vida perfectamente codificada por las reglas de la normalidad, en la que entran la buena educación y la gratitud (¿por diez meses perdidos?), podemos entender como llegó a autorizar el traslado sobre esos fundamentos y no sobre el problema que angustiaba al joven sacerdote.

Podemos, incluso, subrayar la enojosa ironía contenida en la alusión a Madame de Montespán... y quizás esta actitud es propia del hombre que se hubiera sentido aun más feliz de encontrar en la carta del discípulo mayores expresiones de agradecimiento hacia el obispo que no hacia Madame...

El segundo obstáculo podía ser el de Lévêque. Una vez más, la última para él, el anciano, trata de andar en la punta de los pies. Por otra parte a los compromisos asumidos y programados había que responder cumpliéndolos. Pero Leschassier interviene resueltamente: «(...) A propósito de Grignion, no quiero arrogarme la responsabilidad de guiarlo. Ciertamente le he dicho que no se maneje por sí solo y si le muestra mis cartas, verá que siempre me he opuesto a su salida de su casa, hasta el día en que me comunicó cuanto Ud. mismo le había dicho: que tan pronto se diera cuenta de que no podía permanecer para siempre en su comunidad, era mejor que se retirara.

Esto es, Padre mío, lo que puedo decirle sobre este asunto» (ASV, ib.).

El pobre de Lévèque debió sentirse mal, al verse señalado en fin de cuentas como el único responsable de haber perdido a Grignion; pero ya no se podía hacer nada para remediarlo: tan pronto obtuvo el visto bueno del Obispo de Nantes, Luis María había partido para Poitiers.

Capítulo 9 - Amor y odio

Una etapa se imponía en el viaje de traslado: Saumur, el célebre santuario de Nuestra Señora des Ardilliers, donde Madame de Montespán esperaba la respuesta a una carta escrita algunas semanas antes.

Desde hacía algún tiempo, la gran penitente había pedido a los Padres oratorianos de Berulle, devotos del santuario, que le prestaran una hermosa casa llamada Jugueneau, para sus frecuentes estadas en las cercanías del monasterio de Fontevrault. A esa pequeña villa que miraba al Loira, limitando con el jardín de los religiosos, llevó Luis María la respuesta y el informe de los acontecimientos coronados con la aceptación definitiva del cargo de Poitiers. Quizás fue precisamente en esa oportunidad cuando permaneció allí para una novena de preparación al nuevo apostolado. Si tuvo forma de

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exponer a la comprensiva Montespán las propias dudas y propósitos para obtener consejo, mucho más sencillo le pareció hablar con la Virgen Dolorosa venerada en el santuario.

El nombre del santuario se debe al terreno arcilloso en el que, en 1454, un picapedrero descubrió el grupo de la Virgen Dolorosa que seguramente fue enterrado en la cantera por algún monje durante la invasión inglesa del siglo XV. Sólo hacía unos decenios que se había hecho famoso en toda Francia hasta ser considerado meta obligatoria de los reyes y de las reinas, de los duques y nobles y, sobre todo, del pueblo. El cardenal Richelieu, en uno de sus momentos de devoción, había pagado la construcción de la primera parte del templo, vinculando su nombre a la capilla donde se conservaba la Piedad. Después de él, muchos otros dejaron allí donaciones significativas que, en manos de los Padres del oratorio, guardianes de la peregrinación, sirvieron para completar y decorar el templo; llegó en último momento la señora de Montespán quien, con otros, se preocupó por la construcción de la magnífica cúpula renacentista de estilo italiano.

Para acompañar a Luis María al santuario estaban la Montespán y las dos damitas de compañía que llegaban para asistir a la celebración eucarística. La mayor parte de las horas de toda la novena, las pudo él pasar en soledad, postrado sobre el frío pavimento de la capilla ante el grupo milagroso.

Era una estatua en la que el tiempo había desfigurado la arcilla, haciendo aun más triste el rostro de la Virgen y más fúnebre el cuerpo de Cristo abandonado sobre sus rodillas.

Poniéndose de nuevo en marcha Luis María regaló a los pobres del lugar todo el dinero que el buen anciano Lévêque le había deslizado en el bolsillo al despedirse. Más que por el aspecto, se preparaba una vez más a ser acogido como auténtico pobre por los hermanos y hermanas del Hospital de mendigos que lo habían reclamado.

Estamos a mediados de octubre de 1701.

A su llegada a Poitiers, el obispo lo envía para la estadía y la alimentación al seminario menor, dado que las acostumbradas trabas burocráticas no habían ratificado todavía su ingreso al Hospital.

Al hablar con mons. Girard, oye exponer un magnífico proyecto que al punto lo entusiasma. Los pobres enclaustrados en el Hospital son la minoría: los necesitados en la ciudad son mucho más numerosos y sería necesario conocer su número para organizar en un segundo momento la asistencia religiosa de todos, enclaustrados o no. ¿Pero cómo? El obispo le sugiere una forma que a Grignion le parece muy sencilla: ir a buscarlos, acercarse a ellos y reunirlos para el catecismo y los sacramentos en una capilla que hay que escoger.

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Durante dos semanas recorre a lo largo y ancho la ciudad y la periferia en busca de todos los mendigos, visita a los encarcelados, los refugiados en los hospitales e inicia un trabajo de control. Se invita a todos los pobres que pueden a la iglesia de San Nicolás, pero la afluencia es extraordinaria y la iglesia resulta insuficiente. Luis María recoge sus harapos bajo la cubierta del mercado. Entre tanto organiza un sitio donde poder confesar, distribuir la comunión a todos los que quieren acercarse al Señor y el obispo designa la iglesia de Saint-Porchaire, para que el ir y venir de los pobres no fastidie a los burgueses que no gustan de mezcolanzas inconvenientes.

Pero es mejor oír el relato de los hechos que ofrece la carta escrita como de costumbre a Leschassier algunos días después.

«Al P. Leschassier, superior del seminario de San Sulpicio de París.de Poitiers, el 3 de noviembre de 1701Señor y Padre carísimo en Jesucristo:

¡el amor puro de Dios reine en nuestros corazones!

Me encuentro en el seminario menor de Poitiers, donde me ha albergado el señor obispo en espera de que la asamblea de los administradores del Hospital decida mi admisión. Hace cerca de quince días que vengo haciendo el catecismo a los mendigos de la ciudad, con la aprobación y ayuda del señor obispo. Visito y exhorto a los presos en las cárceles y a los enfermos en los hospitales, repartiendo entre ellos las limosnas que me dan.

El Hospital al que me destinan es casa de desorden, donde no hay paz. Es casa de pobres, donde faltan tanto el bien espiritual como el material. Mas espero que Nuestro Señor, por intercesión de la santísima Virgen, mi Madre bondadosa, la transforme en casa santa, rica y apacible. Para lo cual necesito mucho de la gracia de Dios y de la ayuda de Ud.

Las señoras que dirigen la casa quieren que tome las comidas con ellas, en comunidad, como han hecho algunos de mis predecesores. Pero de eso, ni hablar. ¿Estoy obrando bien?

He manifestado al señor obispo que ni en el Hospital quiero apartarme de mi Madre, la divina Providencia y que me contentaré, por tanto, con la comida de los pobres y no recibiré salario fijo. Esto agrada mucho al señor obispo, quien se ha ofrecido a servirme de padre. ¿Estoy obrando bien?

Sigo haciendo aquí muchas cosas que hacía ya en Nantes: duermo sobre paja, no me desayuno, ceno poco. Y gozo de perfecta salud. ¿Estoy obrando bien? ¿Puedo disciplinarme una vez más por semana fuera de las tres acostumbradas, o usar una o dos veces el cinto de crin?

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Me tomo la libertad de saludar y agradecer humildemente al P. Brenier. Sólo Dios sabe cuántos beneficios he recibido de él, y de modo especial de Ud., a quien quedo y quedaré por toda la vida sumiso en Jesús y María.

Grignion, sacerdote e indigno esclavo de Jesús en María.

Saludo a su ángel custodio»

(Carta 10; BAC, 83-85).

Dado que en la carta Luis María descorre –por primera y última vez, ciertamente– el velo tras el cual florece la vida espiritual que lo sostiene, permítasenos indagar ¿hasta dónde llega la formación espiritual de este joven sacerdote que considera algo ordinario las tres disciplinas semanales y llega a pedir con tranquila ingenuidad el suplemento de un cilicio?

Pero es mejor, leer la respuesta que el 12 de noviembre le envía Leschassier, antes de intentar mirar en profundidad al interior de Grignion.

«Padre.

Veo por su carta que se encuentra feliz porque su celo ha encontrado en hospitales y cárceles los objetivos más adecuados.

Ud. me somete diferentes preguntas a las que tengo no poca dificultad en responder:

1º porque no siendo del todo conformes a las reglas ordinarias, no sabría fácilmente hacerme garante de cuanto Ud. hace; por otra parte, no sabría poner obstáculos a la gracia que probablemente lo atrae hacia esa clase de prácticas ni me atrevería a ello;

2º porque hallándome lejos de Ud. es imposible que me consulte sobre infinidad de cosas que cree de utilidad (hacer) en el oficio que tiene y (tanto más) cuanto, que Ud. afirma en toda oportunidad que no hace nada sin mi parecer y que vive en total sumisión a mi dirección, me siento en cierta forma responsable (de todo) ante el público.

Por ello, le aconsejo y pido, Padre, que escoja un buen director en la localidad en donde vive de quien pueda recibir las luces y consejos en cualquier dificultad. Ya sabe cuáles deben ser las dotes de un buen director; se encuentra en una gran ciudad: podrá, pues, hacer una óptima elección.

Quedo siempre, Padre, con toda estima e inmutable cariño, todo suyo,

Leschassier»

(ASV; Ib.).

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Parece que Leschassier tomó en serio las informaciones, y al responder –y aunque sin compartir la opción "de los hospitales y las cárceles"– deja entrever su pensamiento sobre el perfil interior del joven. En particular:

1) conoce las formas de penitencia a las cuales debió dar, alguna vez, el oportuno consentimiento, y si hoy se abstiene de incrementarlas no lo hace por no reconocer más la espiritualidad de la iniciativa, sino porque le faltan los elementos necesarios de carácter práctico y de ambiente, necesarios no obstante en las actitudes espirituales;

2) considera más que probable y fundado el influjo de la gracia extraordinaria que sugiere y conduce al joven, y ése es el verdadero motivo que le hace aceptar la infracción a la buena regla ordinaria del método y de la expresión. Lógicamente Leschassier no puede tachar de singularidad el comportamiento exterior que –precisamente en esta ocasión– es normalísimo y deseado por el obispo local, sino más bien el de la vida interior...;

3) al aconsejar la elección de un nuevo director espiritual, Leschassier no rechaza ni desaprueba al joven sacerdote, sino que subraya la alta estima en la cual el mismo Grignion tiene al director y padre. Si hoy se retira se debe sólo a que deja el puesto a alguien que lo pueda seguir y conducir mejor que él por los caminos de la santidad aunque no codificada.

No podemos criticarlo. Si la gracia llamaba realmente a Luis Grignion –y Leschassier parece convencido de ello– a una vida más austera y activa alguien debía acompañarlo. Guiar a quien no se aparta nunca de las normas comunes se lo puede lograr incluso a cuatrocientos kilómetros de distancia con una carta de vez en cuando. Pero hubiera sido un tanto loco, y, por lo mismo, deshonesto hacerlo con alguien que, como Luis María amaba la excepción de la santidad. Leschassier, declinando este encargo, nos da la mejor prueba de confianza en que tenía al pupilo.

Obsecuente ante esta dolorosa petición, Grignion encuentra un director espiritual local, pero sigue todavía escribiendo, aunque un tanto más especialmente, al «Padre carísimo», de París para mantenerlo al corriente del avance (andadura) de la propia existencia.

El nuevo director escogido por Luis María es el jesuita P. Graciano de la Tour, «doctor en teología de la Academia de Poitiers, de ingenio y juicio óptimos, de gran prudencia, mucho más de lo normal en la experiencia de las cosas; poseía el talento (para realizar) todas las tareas»(Necrologio, s.j.).

Al momento de pasar de la dirección del sulpiciano a la del jesuita es preciso constatar cuánto dio Leschassier de lo suyo a la fisonomía espiritual del dirigido. Luis María tiene treinta años, hace dos que es sacerdote, pero desde hace ocho es fiel discípulo del maestro de París. Ante todo, Luis María se conoce más objetivamente a sí mismo, hasta el punto de saber lo que debe y puede hacer. Su personalidad de bretón

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testarudo y sincero no ha perdido nada y la obediencia exigida no le ha robado nada a la irrupción e impetuosidad de su carácter.

Incluso el culto del reglamento y de la vida común, tan grato al espíritu sulpiciano, no suprimió el toque genial de la improvisación, sino que se lo afinó mediante una búsqueda más ordenada de lo mejor. El conocimiento concreto de los bienes recibidos del Señor, lo ha orientado a una correspondencia más generosa en la humildad que es la verdad de saber que es instrumento útil de las misericordias ordinarias de la Providencia.

Los meses de prueba pasados con el P. Brenier y el solícito cuidado de Leschassier en lugar de encerrarlo en un vacío aislamiento, lo abrieron a una entrega consciente y desinteresada: el sulpiciano le había revelado la mejor forma de "disponerse" interiormente a la gracia del apostolado, incluso si la lección sobre las formas exteriores parece, a veces, no asimilada suficientemente por la mentalidad del bretón.

Cuando Luis María entra al Hospital de Poitiers, todos lo definen como persona enviada del cielo (lo escribirá él mismo en la carta del 4 de julio de 1702 a Leschassier); sin duda así aparecía a los ojos profanos porque la espiritualidad le transpiraba en las palabras y en el entusiasmo. Y nótese la exactitud de esta definición popular: la elección de ese campo de apostolado no la hizo Grignion ¡quien, más bien, si las cosas hubieran dependido de él, la habría rechazado!, sino la obediencia. No fue riesgo, ni aventura ni presunción. Fue el adaptarse conscientemente bajo la mano de Dios, según los mejores principios de la disponibilidad. Tanto pudo sobre el hombre el director de París y a tanto llegó la sabiduría de alguien que como él había estudiado y perfeccionado atentamente los métodos de santidad sacerdotal y los había aplicado a un corazón absolutamente dispuesto a la acción de Dios. Ni los rechazos, ni las contradicciones, ni los disgustos serán capaces de alejar de Poitiers a Luis María. Una vez más, solamente la obediencia podrá convencerlo de que Dios lo necesita en otra parte; pero, ahora, quien recogerá los motivos y pronunciará la orden será el jesuita.

El mundo espiritual en que vive y respira el joven sacerdote está saturado, además, por dos principios esenciales que son, de hecho, los amores más característicos de su corazón y de su conducta: la "Providencia" y "Nuestra Señora".

El mensaje evangélico de Jesús a propósito del "Padre que ama" (ver Jn 16,27) le dio la seguridad de encontrarse en las manos amorosas de Dios, por lo cual se deja llevar, se deja conducir con ciega confianza por el dificilísimo sendero de la voluntad divina, la única posible porque es la única verdadera. Y si piensa que ese camino es el trazado por el amor infinito del Padre que envía a la tierra al Verbo, si ese camino se confunde con el sendero regio de la cruz recorrido por la Sabiduría eterna, si es el único sobre el cual podemos encontrar a Cristo..., Luis María identificará a la Sabiduría con el Crucifijo y al Crucifijo con la Cruz. Es un descubrimiento al cual llega por una gracia especial del Señor, es el descubrimiento del valor esencial de la cruz y del sufrimiento como línea providencial de santidad: la cruz es el grandioso tesoro en el que Dios «ha encerrado

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todas sus riquezas de gracia, vida y felicidad y cuyo conocimiento solamente da a sus predilectos», escribirá pronto en el Amor de la Sabiduría Eterna (ASE 174).

La cruz es la obra maestra de la ascética en la que ha vivido y a cuyo conocimiento esta vinculada la comprensión de toda la doctrina monfortiana.

En este conocimiento hay que buscar la explicación del apego tenaz a la mortificación y a la penitencia corporal, del amor loco al desprecio, las contrariedades que lo hicieron famoso por la frase: ¡Qué cruz no tener cruz!

Si no tenemos en cuenta esta fundamental idea de Providencia que conduce a través del dolor, terminamos por describir a un Grignion desencarnado, deshumanizado, bajo riesgo de hacerlo aparecer como un enfermo psicológico, o al menos, como un místico anormal e incapaz de demostrar sobre todo a nuestras generaciones, que la senda de la santidad es la senda de la alegría y del abandono en Dios. A veces se lo ha querido tratar como santo encomiable, pero no se ha pensado en mostrarlo imitable, contraviniendo clamorosa y vulgarmente la sabia lección cristiana que quiere, en toda época y todo pueblo, que se pueda poner en juego el mensaje de la santidad y perfección querido por el Evangelio...

La base profunda y la premisa espiritual para comprender a Grignion esta aquí: Dios, solo Dios, Dios solo, pero no un Dios sin rostro, sino Dios-Padre, Padre de la Sabiduría encarnada que se presenta al mundo en lo alto de una cruz:

«¡Oh sabios del mundo!, ¡Varones ilustres de la tierra!

¡ Ustedes son incapaces de comprender este lenguaje misterioso!

¡Aman demasiado los placeres, se preocupan excesivamente de sus comodidades, aprecian demasiado los bienes de este mundo, temen demasiado los desprecios y las humillaciones! En una palabra: ¡son demasiado enemigos de la cruz de Jesucristo! Sí, estiman y alaban la cruz, pero en general, no en concreto la suya, de la cual huyen cuanto más pueden o la llevan arrastrando de mala gana, entre murmuraciones, impaciencias y lamentos...

¡Desde que la Sabiduría encarnada tuvo que entrar en el cielo por medio de la cruz, por ella tendrán que entrar cuantos la sigan!... La verdadera Sabiduría no se halla en la tierra ni en el corazón de quienes viven a sus anchas. Reside en la cruz, en forma tal que fuera de ella es imposible hallarla en este mundo Se ha incorporado y unido a la cruz de tal manera, que podemos decir con toda verdad ¡la Sabiduría es la cruz, y la cruz es la Sabiduría!» (ASE 178.180).

Mérito de Leschassier fue el de haber identificado la fortísima inclinación de Grignion a la cruz y haberle dado fundamento en el principio soberano de la voluntad divina, es decir, en la Providencia a la cual, por lo demás, se había confiado totalmente: «Desde

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su juventud ha vivido como abandonado a la Providencia a pesar de contar con padre y madre...» había escrito el mismo Leschassier al obispo de Poitiers (ver c 7).

No menos importante es la devoción a Nuestra Señora en la espiritualidad del joven sacerdote. Todavía no llegamos a la síntesis mariológica que lo hará famoso, o, al menos, no la deja oír aún. La Madre de la Sabiduría encarnada está presente en su mundo interior como elemento necesario e indispensable: hasta hacer decir a los primeros biógrafos que Luis María parecía haber nacido en esta devoción y con esta tendencia particular. No hace ni dice nada, sin recordar, morar y aludir a Nuestra Señora.

No se trata de simples invocaciones, ¡entiéndase bien! Es algo mucho mejor: es una constante dependencia, un estado interior; cuando actúa, habla o escribe, la actitud y la palabra florecen de una indicación concreta de María, íntima pero real, capaz de hacerlo aparecer como se profesa en realidad: esclavo de Jesús en María. El recuerdo de la Virgen no es, pues, un repliegue devocional o sentimental, sino una convicción. Mucho la estudió y buscó en las obras que los sulpicianos le habían puesto al alcance de la mano al darle el encargo de bibliotecario y, para fortuna nuestra algo de ese estudio y de aquella búsqueda nos ha quedado en el volumen llamado Cahiers des notes, cuaderno de anotaciones, tomadas al menos de 25 autores que habían escrito sobre María y la devoción a ella, desde Berulle a Olier, a Poiré, Nepveu, Crasset Boudon, Saint-Jure...

¿No es acaso María el escalón en el cual puso su planta el Verbo eterno, la Sabiduría, al entrar en el mundo para realizar la voluntad del Padre? Así pues, para encontrar a Cristo, para encontrar a Dios, hay que buscar en la Virgen María, por ella, con ella y por medio de ella. La Sedes Sapientiae (trono da la Sabiduría) en la ascética monfortiana de Grignion pierde los contornos de oleografía bizantina y convencional para convertirse en verdad y realidad y presentarse como tal.

Sólo así se pueden captar ciertas afirmaciones que caen de la pluma de Luis María y que encontramos: «Padre mío, encuentro tantas riquezas en la divina Providencia y tanta fuerza en la santísima Virgen, que bastan par enriquecer mi pobreza y sostener mi flaqueza. Sin estos dos apoyos, nada puedo...» (Carta 8, a Leschassier), afirmaciones a las cuales salen al encuentro estas otras del maestro sulpiciano: «(...) cuando sólo buscamos la voluntad de Dios y nos dejamos conducir por su Providencia y el amor materno de la Virgen santísima, todo contribuye a darnos esa paz que el espíritu del Señor nos da a gustar aún en medio de las tribulaciones...» (A Grignion).

Una larguísima carta de Luis María a Leschassier del 4 de julio de 1702 –en la cual insertamos las adecuadas anotaciones– nos lleva a revivir con el protagonista los acontecimientos y las perturbaciones dolorosas de los primeros meses de la capellanía con los pobres del Hospital general de Poitiers.

«Al P. LeschassierSuperior del seminario de San Sulpicio de París

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del Hospital General de Poitiers, el 4 de julio de 1702.Señor y Padre carísimo en Jesucristo:

¡el amor puro de Dios reine en nuestros corazones!Si he demorado tanto en escribirle no es porque haya olvidado sus beneficios, ni por desobediencia a sus amables consejos, recibidos a través de la persona que me dirige aquí! en lugar suyo, sino para no importunarle y poder manifestarle, en una sola carta, los mil incidentes y contrariedades que me han ocurrido y ocurren cada día. Padre querido, ésta es mi conducta y éstas mis acciones en resumen y con toda verdad.

El señor Lévêque, mi segundo Padre después de Ud., me dio, en un exceso de benevolencia, algún dinero para mi viaje a Poitiers. Lo repartí a los pobres antes de salir de Saumur –donde hice una novena– y entré a Poitiers sin un centavo. El señor obispo, de feliz memoria, me recibió con los brazos abiertos y me albergó y alimentó en el seminario menor, en espera de mi entrada al Hospital. Durante este período –que fue de cerca de dos meses– enseñé, a expensas de Monseñor, el catecismo a todos los mendigos de la ciudad, a quienes iba a buscar por las calles. Al principio lo hice en una capilla dedicada a San Nicolás. Luego –a causa de la multitud–, bajo los pórticos. Y escuché a muchos en confesión en la iglesia de Saint-Porchaire.

El señor obispo, importunado por los gritos y súplicas insistentes de los pobres del Hospital, me entregó a ellos poco después de la fiesta de Todos los santos» (Carta 11; BAC, 85-89).

El Hospital lo tenía todo a su favor de parte de un capellán que se contentaba con nada. La oficina de los Administradores, aunque sin dar todavía la nómina definitiva accedió al deseo del obispo de admitir en casa a Grignion. Los pobres, percibiendo el gran revuelo suscitado en la ciudad, habían terminado por forzar el brazo de la burocracia, si no, de hecho, por hacer cambiar el destino del sacerdote que el obispo quería reservar para la pobre gente marginada de la ciudad. Luis María fue asumido en forma provisional, como capellán interior, sin sustraerlo –nos parece captarlo en esta carta– a la actividad externa.

Hay algo de lo cual Grignion no habla a Leschassier. Del milagro en favor de un ciego en la "capilla de la citada Madame" (de Montespán) en presencia de las damiselas de honor de la señora, del cual habla Grandet (428).

«Entré en este pobre Hospital –mejor dicho, en esta pobre Babilonia– con la firme resolución de llevar en seguimiento de Jesucristo, mi Maestro, las cruces que preveía habían de sobrevenirme, si la obra era de Dios. Cuanto me dijeron algunas personas eclesiásticas y experimentadas de la ciudad a fin de apartarme del propósito de meterme en esta casa de desorden –incorregible, según ellos–, no hizo sino aumentar mi valor para emprender este trabajo, a pesar de mi personal inclinación, que ha sido siempre, y sigue siendo todavía, hacia las misiones» (Ib.).

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Las informaciones recogidas en la ciudad a cerca de la situación del refugio, le han dado la idea de desolación, de "Babilonia". Algún sacerdote –quizás por experiencia personal– lo pone en guardia frente a los dirigentes, profetizándole que pronto se opondrán a cualquier intento de reforma. Pero el joven sacerdote no se desarma por esto: ese Dios que lo quería en el Hospital, no obstante las propias preferencias por el apostolado misionero, le daría toda la ayuda y gracia necesarias para alcanzar un feliz resultado en un trabajo que la obediencia definía como providencial.

Desafortunadamente mientras espera la nominación definitiva desaparecen dos de los mejores elementos que habrían apoyado la reforma: el ecónomo Tavennier y la dirigente, señora Gendrault. La muerte se los quitó en el momento menos indicado.

Para proveer a la nominación de la nueva directora y del nuevo ecónomo, finalmente se reúne el Consejo Administrativo en sesión plena. Nueva directora es la señorita Marta de Lardonnière-Berthé, y ecónomo, el señor le Jousteux, ya antes miembro del Consejo. Se añade a ellos el nombramiento del capellán: «El reverendo Grignion, sacerdote, fue escogido por el señor obispo de Poitiers y aceptado por los señores Administradores del Bureau como capellán de los pobres de este Hospital, para que celebre en él la santa misa y enseñe el catecismo a los pobres; lo cual hará por caridad y sin pretender retribución fuera del alimento y manutención que el Hospital le otorgará tanto sano como enfermo, y además leña y fuego» (Archivo de Vienne, Hospitales, J 213, fol. 39).

Dado que en la carta habla de dos meses de espera, es lícito suponer que la decisión del Consejo tuvo lugar en torno a la Navidad de 1701. De acuerdo con el presidente y los miembros de la Dirección, Luis María retoma el decreto de erección del Hospital de cuarenta años antes, con el cual la ciudad se comprometía a contribuir con ofertas a la subsistencia del refugio, y lo da a conocer a la población. Ayudado por alguno de los refugiados, él mismo, el primero y como nadie, tiende la mano en favor de sus pobres, y, en honor a la verdad, la generosa gente de Poitiers no se hace del rogar y las ofrendas llegan abundantes a la bolsa del mendicante. Naturalmente, hay quienes arriscan la nariz y quienes critican al capellán... Se dan rechazos también, pero Luis María digiere las burlas y malas interpretaciones.

Pero la nueva Directiva brinda su aprobación.

Aprueba incluso una norma propuesta por Grignion con la cual se regula la distribución de la alimentación: de hoy en adelante, los refugiados tendrán, una vez al día, a hora fija una ración de caldo o de sopa, y tres veces al día el pan que antes les distribuían de una sola vez, por la mañana; además, hacen la distribución en el refectorio donde invitan a los internos a ocupar en la mesa sus respectivos puestos, como personas normales y civilizadas.

«Los superiores, los inferiores del Hospital y aun toda la ciudad se alegraron de mi entrada. Pues me consideran como la persona enviada por Dios para reformar esta casa. Al principio, los superiores del Hospital, con quienes obraba siempre de acuerdo

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y más obedeciendo que mandando, me ayudaron a implantar y hacer guardar el reglamento que deseaba introducir. El señor obispo en persona y la administración entera fueron los primeros en autorizarme y permitirme hacer comer a los pobres en el refectorio y salir por la ciudad mendigando para ellos algo con que acompañar el pan seco...» (Ib.).

Por otra parte, no sabríamos de buenas a primeras, cómo podrían no estar de acuerdo con consejos que llegaban humildes y persuasivos a más no poder, desde la altura de aquel coloso inclinado hasta sus oídos, para no gastar voz inútilmente y hacerles comprender que sólo ellos mandan. Y, además, ¡hablaba tan bien con las manos llenas de monedas recogidas en las colectas! Lo secundaron cuando quiso retomar un cadavérico documento: el reglamento de 1696 que disciplinaba la conducta de las asistentes dedicadas a la vigilancia y la enfermería. Eran éstas, señoritas quizás menos maduras en edad, ciertamente pero sensibles a la llamada asistencial, dado que su presencia en el instituto era recompensada como en cualquier organización, y nada más.

Precisamente la moralización sugerida por el capellán, aprobada y apoyada por el obispo y la dirección, les fastidió. Se solidarizaron todas: y la solidaridad resultó tanto más fácil cuanto que había tres hermanas con sus correspondientes nietas. La sorda oposición se transformó lentamente en revuelta abierta: al cabo de tres meses arrastró también consigo al ecónomo y a la directora. Para colmo de desgracias –¡Luis María no la definiría así!– el 8 de marzo de 1702 moría, a sólo 46 años, monseñor Girard de la Bournat, «prelado incomparable que había sacrificado su vida en las visitas (pastorales) realizadas en su diócesis...» (Grandet, 31).

Luis María quedó solo: los Administradores no exigidos ya por el celoso Presidente, desorientados por el Vicario del Capítulo adverso a Grignion, y pagados quizás por haber provisto al Hospital con los excedentes de los meses anteriores, a pesar de reconocer la llaga, no quisieron arremangarse y caminar contra corrientemente: ¡deja las cosas en paz!

La lucha entre capellán y dirigentes no se circunscribió a ellos, se extendió a los asilados. Estos se dividieron en dos partidos, las discusiones encendieron riñas y tumultos.

Luis María, vista la imposibilidad de calmar –tenía calificación para ello?– semejante avispero, diplomática y sabiamente se retiró al colegio de los jesuitas a adelantar ocho días de ejercicios espirituales, esperando que entre tanto se aclararan las ideas y el Señor lograra restablecer el orden...

«Hice esto durante tres meses, sin que faltaran abundantes repulsas y contradicciones. Las que aumentaron de día en día a causa de cierto llamado señor*** y de la señorita superiora del Hospital, de suerte que –por obediencia al sustituto de Ud.– fui obligado a abandonar el cuidado de aquellas mesas que contribuían eficazmente al buen orden de la casa.

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Irritado contra mí, dicho señor, sin motivo legítimo que yo sepa, me despreciaba, contrariaba y ultrajaba en casa continuamente y denigraba mi conducta en la ciudad ante los administradores. Lo que, extrañamente, suscitó en contra suya a todos los pobres, los cuales me aman, a excepción de uno que otro libertino o libertina que se habían conjurado con él en contra mía. Durante esta borrasca me mantuve callado y apartado, colocando mi causa totalmente en manos de Dios y esperando sólo en su socorro, a pesar de los consejos que en contra se me daban.

Con este fin hice un retiro de ocho días en casa de los jesuitas. Allí me sentí lleno de gran confianza en el Señor y su santísima Madre, seguro de que ellos tomarían ciertamente mi causa en sus manos. Mi esperanza no fue defraudada.

Al salir del retiro, encontré enfermo a dicho señor, que murió a los pocos días... La superiora, joven y llena de vigor, lo siguió seis días más tarde. Más de ochenta pobres enfermaron y varios de ellos murieron. Toda la ciudad pensaba que se había declarado la peste en el Hospital y se decía públicamente que la maldición había caído sobre esa casa. Y, no obstante haber tenido que asistir a todos estos enfermos y muertos, fui el único que no se enfermó...» (Ib.).

Hablando algunos meses después, Luis María no logra esconder la impresión de esa intervención... divina. Y refiriendo el comentario que hacen en la ciudad, da la impresión de no querer desmentirlo.

Sin embargo, la oposición cambia nombre y motivos, pero queda en pie...

«Después de la muerte de aquellos superiores, he tenido que padecer persecuciones aún mayores. Cierto pobre instruido y orgulloso encabezó en el Hospital a un grupo de libertinos para hacerme la guerra, defendiendo su causa ante los administradores y condenando mi conducta. Sólo porque, con firmeza y dulzura al mismo tiempo, les canto la verdad, es decir, sus embriagueces, riñas, escándalos, etc. Casi ninguno de los administradores –a pesar de que en casa no tomo ni un pedazo de pan, pues los de afuera me alimentan por caridad– se preocupa por castigar estos vicios y corregir tales desórdenes internos, porque casi todos piensan sólo en el bienestar temporal y externo de la casa...» (Ib.).

En el tumulto de nuevos opositores se distingue una muchacha, imposible de identificar, quien, disfrutando sin razón de la confianza que gozaba ante el buen obispo difunto, ahora querría obtener algo más y mejor de los Administradores mucho más corruptibles que el Presidente desaparecido. Luis María que desde hacía tiempo se había dado cuenta de las maniobras de la joven, aprovecha, como veremos, de la carta a Leschassier para pedirle que ponga en guardia al nuevo obispo Juan Claudio de la Poype de Vertrieux, Vicario general de Lyón, elegido por el rey desde el 15 de abril pero aceptado canónicamente por la santa Sede sólo el 26 de septiembre.

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Luis María habría podido añadir en la carta que en ese último mes de junio se había realizado dos sanciones contra sus realizaciones.La situación no era ni menos color de rosa para los Administradores: la Directora, recién elegida firmó su dimisión dejando al Consejo en la desesperada necesidad de dirigirse nada menos que a París para implorar a una señora que se dignara asumir el cargo poco deseado. Pero cuando los Administradores se dan cuenta de que la Señora de París está de acuerdo con el capellán hasta el punto de escogerlo como director espiritual, entonces, aprovechando una novena predicada para gente de fuera durante la preparación de la fiesta de Pentecostés, el 4 de junio, firmaron una serie de disposiciones contra el sacerdote, y que tenemos que presentar.

«2 de junio (1701) – Se decidió que, conforme a la costumbre anterior, se distribuyan los panes a cada pobre sin distribuirlos por partes (es decir, en horarios distintos) como el P. Grignion ha empezado a hacerlo hace poco.

Además (se ha resuelto) que la puerta de la iglesia y capilla de este Hospital sólo se abra durante la misa en los días feriales y durante la misa y vísperas en los días festivos y en los domingos: y que, por ello, en el tiempo restante permanecerá cerrada, y en los días festivos será cerrada inmediatamente después de los oficios sagrados; (se decidió) que no se deje entrar a ninguna persona extraña en la mencionada capilla en los antedichos días feriales fuera del tiempo de la misa, por ninguna razón ni por motivos de confesión o con cualquier otra excusa» (Archivo de la Vienne, Hospitales, J 213, fol 55).

«5 de junio – Se decidió que en la sala (=reparto) de las mujeres se dé y reparta el pan a cada una de las pobres según la forma antigua, mientras que en la sala de niños y niñas... (se encarguen) el P. Grignion y la señora Boursault su consabida prudencia, y lo mismo hará el P. Grignion en la sala de los varones» (Ib., fol. 56).

«16 de junio – Se decidió que se advierta una vez más al P. Grignion que no haga cosas diferentes de lo que mira a la parte espiritual y no quiera entrometerse en la parte temporal; para esto la Compañía (= Consejo) ruega al señor canónigo de Kllomau y al señor Girault, abogado del rey ante la oficina de impuestos, se dignen venir al Hospital para hacer esta advertencia» (Ib. fol. 57).

¿Cómo se olvidaron tan pronto, todos ellos, de aquellos dineros recogidos de casa en casa por el humilde sacerdote, quien, si había querido interesarse por la parte material, lo había hecho solamente para atender mejor a la espiritual. Había organizado la distribución del pan a diferentes horas y en el refectorio porque esto ordenaba un tanto también el hambre e introducía a cada uno en la colecta. Pero los administradores no sentía la importancia de esto: no les interesaba que en adelante los pobres tuvieran menos que comer y que en casa hubiera más desorden... Lo importante era hacer callar a ese cura.

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¡Cómo hubiera querido Luis María gritar a voz en cuello a aquel grupo de gentes soberbias, antes incluso de que el cardenal Manning lo proclamara en el siglo XIX: "¡No se predica a estómagos vacíos!"

Pero prefirió callar, encerrado en la sala de los niños, casi escondido, para no recoger por todas partes burlas y sonrisas, o para no ver trotar a las estiradas asistentes más engreídas que nunca.

De todos modos, la estada en Poitiers no se ha desplegado toda ella en la mala fe de las intrigas y en medio de las persecuciones. La vida espiritual de Luis María, más fuerte que antes, halla un desfogue en el celo apostólico. Y las obras de apostolado, al menos fuera del Hospital, son muy eficaces.

«(...) Desde mi llegada estoy en una misión continua: confieso habitualmente desde la mañana hasta la tarde y aconsejo a infinidad de personas. Y mi Padre, el Dios todopoderoso –a quien sirvo, aunque infielmente–, me ha concedido luces espirituales que antes no tenía, como son gran facilidad para expresarme e improvisar sin preparación, perfecta salud y gran amplitud de corazón para todos. Esto me granjea el aplauso de toda la ciudad (¡lo que debe hacerme temer mucho por mi salvación!).

No permito entrar en mi habitación a ninguna mujer, ni siquiera a las superioras de la casa.

Olvidaba decirle que cada semana doy una conferencia a los trece o catorce mejores alumnos del colegio. Esto con aprobación del difunto señor obispo» (Carta 11; BAC, 85-89).

Así, pues, al parecer, el ministerio asumido por orden de monseñor Girard, continuaba también después de haberse encargado del Hospital. De una situación casi estática Luis María pasó a un trabajo metódico y estable. Sólo que no se ha limitado a los pobres de la ciudad y de la periferia.

Monseñor Girard le había asignado un confesionario en la antigua iglesia de Saint-Porchaire, aunque debía ocuparlo solamente en el período de espera antes de asumir el Hospital. Luego, ya con el cargo de capellán, la "infinidad de gentes", lo había podido encontrar libremente en la capilla interna del Instituto. Diferentes párrocos de la ciudad lo invitaban a predicar y confesar. Muchas de las personas con quienes se hab'ia encontrado en este ministerio discontinuo lo encuentran puntualmente en el refugio, así se convierte en uno de los más discutidos confesores de la zona, y no todos lo aprueban, aunque la mayoría lo alaba. La procesión ininterrumpida de personas que lo busca, fastidia a la dirección del Hospital y provoca probablemente la prohibición que acabamos de leer.

Su predicación lleva la característica de la improvisación más adecuada al auditorio y al momento. Y esto gusta, indiscutiblemente. Un testigo de la época lo recuerda así:

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«Su celo era sin igual y sin ficción; dentro de la iglesia, para él nadie debía (considerarse) intocable. Dios, constituía el principio de toda acción, lo ha obligado a menudo a ir a reclamar a ciertas personas incluso elevadas en dignidad tanto de la Iglesia como en fortuna y nobleza, para hacerlas callar cuando con sus charlas profanaban el templo de Dios.

Predicaba todos los días en nuestras iglesias y era seguido por muchísima gente y lo respetaban hasta los más libertinos (...).

Tuve el honor de conocer ciertamente en forma especialísima al P de Montfort, porque también formé parte durante varios meses de una cofradía (asociación) fundada por él en Poitiers para jóvenes, en la cual nos entretenía con ejercicios de piedad eficacísimos.

Todos los días daba exhortaciones tan sencillas y con tanto celo que ciertamente cuantos tenían el privilegio de oírlo y supieron sacar provecho de ellas, tomaron el camino de la Iglesia, en la cual desde entonces han vivido con tanta devoción y edificación como tenía él mismo.

También muchas jóvenes para las cuales había creado una asociación, han optado por la senda de la vida religiosa; algunas viven todavía con incomparable devoción.

En estas dos asociaciones en que nos reuníamos nosotros, por una parte, y las muchachas, por otra, nos enseñaba a meditar delante de él y nos sugería también los argumentos que meditar en nuestras casas.

En esta ciudad hay más de doscientas personas encaminadas por él hacia la santidad...» (Grandet, 465).

Cuando el Procurador regio en el tribunal de Poitiers, el señor Le Normand, escribe, recuerda haber tenido el privilegio de tratar de cerca a Luis María. Si las cifras que ofrece no son exageradas, tendremos que concluir que las asociaciones eran muy florecientes. No pensemos que estas dos correspondan a esa congregación de estudiantes de que habla a Leschassier, sino que han sido organizadas por su propia iniciativa fuera del colegio.

El testigo ha olvidado un detalle que afortunadamente nos llega por otra fuente: «Cada domingo los enviaba al campo a enseñar a los campesinos y ayudarles a aprender el catecismo...» (Allaire, Abrégé, 381).

Exactamente cuánto le hacía realizar el sacerdote Bellier en Rennes. También entonces, para los asociados había un período de oración y hacían visitas periódicas a los pobres y a los enfermos. Luis María no había olvidado la lección del precursor de Ozanam. Y, no obstante, entre los dos existe una diferencia sustancial, tan importante que nos extraña cómo es posible que los biógrafos no la hayan subrayado. Mientras Bellier enviaba a sus estudiantes –no sabemos si había también una asociación

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femenina– a visitar a los pobres y a los enfermos en los hospicios y hospitales, Luis María envía a sus muchachos y muchachas, a enseñar a los campesinos. Hay que resaltar esta palabra que nos muestra a un Grignion más práctico que entusiasta, más inteligente que celoso: antes de impartir lecciones de catecismo, quiere que los estudiantes, los jóvenes y las jóvenes dentro de sus propios límites, participen a los campesinos de su instrucción humana, quiere que les enseñen los rudimentos esenciales dé la cultura.

Teniendo en mano ambos grupos –y desde esta doble categoría recalquemos la amplia posibilidad de acercamiento– los forma él en la vida espiritual y los encamina fortalecidos en el alma a la práctica de la caridad que cultiva al hombre para educar al cristiano. Incluso la Montespán había denunciado la falta de instrucción como la fuente de la ruina moral del campesino y Luis María había encontrado el remedio.

En la imposibilidad de moverse de Poitiers y no queriendo que la obra comenzada se agotara cuando tuviera que trasladarse, habiendo comprendido que el de la instrucción podía ser en realidad el método más adecuado para hacer el bien, concibe un proyecto, una congregación de mujeres. Sin querer insistir en la utilidad que en el futuro podía tener la institución, el proyecto, si se lo ponía en marcha inmediatamente, le habría ofrecido también la solución a un grave problema del Hospital: la formación del grupo de las asistentes o enfermeras.

Una precisión importante del primer biógrafo ayuda a comprender cuanto escribieron las Crónicas del Instituto de las Hijas de la Sabiduría:

«...le daban muchas limosnas al P. de Montfort y él las utilizaba para aliviar a los pobres; pero se servía también de ellas para ejecutar las reparaciones necesarias en la casa y en la capilla del Hospital.

Mas convencido de que los hombres trabajan en vano para conservar y acrecentar los edificios materiales si no se preocupan por apoyar el interior del edificio espiritual con reglamentos sabios para las personas que dirigen, sintió la inspiración de elaborar un reglamento para las enfermeras (asistentes) del Hospital general de Poitiers, que fuera útil no sólo para la perfección personal de las enfermeras actuales y para el alivio de los pobres, sino también para otras jóvenes (el subrayado es nuestro) cuyas funciones serian más extensas y hubieran trabajado también en otras partes en la instrucción de las niñas a través de escuelas cristianas y ayudar a hacer ejercicios (espirituales) a las personas de su sexo y a recuperar a los pobres y a los enfermos de las parroquias a donde les llamaran.

Era el designio que se había formado respecto de una congregación de mujeres que consagrar a la Sabiduría del Verbo encarnado, para confundir la falsa sabiduría de la gente del mundo, estableciendo entre ellas la locura del evangelio» (Grandet, 67-68).

«...Afirmamos aquí que la época de la fundación de la Congregación de la Sabiduría lleva la fecha del año 1701, porque fue efectivamente en ese año cuando nuestro

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venerable P. de Montfort puso los fundamentos de la misma en el corazón de la señorita Trichet, al encontrar en ella, gracias a una iluminación divina, a quien el Señor destinaba a convertirse en la primera superiora...» (Prólogo).

En verdad, era hacia finales de 1701, mientras Luis María predicaba y confesaba en la iglesita de santa Austregesilda, en las vecindades de la catedral, cuando llegó a su confesionario una muchacha de dieciséis años, Luisa Trichet, hija de un oficial del tribunal de Poitiers.

«El sabio y piadoso director, en el momento en que ella se dirigió a él por primera vez, pareció haber recibido una luz del cielo y hacerle comprender aquello a lo cual la destinaba el Señor.

– Quién ten envió a mí, le preguntó.

– Mi hermana, respondió ella con sencillez.

– No, no, hija mía, replicó él en tono inspirado, no fue tu hermana; ¡ha sido la santísima Virgen quien te envía a mí!» (vol. I, c. 1).

Antes de llevar a la hija a tomar conciencia del gran proyecto, el santo sacerdote se dedica con asiduidad a la preparación espiritual de la joven. A nuestro comentario, preferimos continuar la lectura de las Crónicas:

«...Después de algún tiempo, aunque (Luisa) le había manifestado el deseo de hacerse religiosa, él parecía abandonarla a la soledad de la pena en que se hallaba, tanto que cierto día, ella se animó a decirle: "Ud. muestra tanto celo para ubicar en comunidades religiosas a tantas jóvenes y hablar de su vocación al obispo; conozco a muchas que, gracias a Ud., son hoy religiosas. Soy la única en quien no piensa. ¿No sabe, a caso, suficientemente lo grande que es mi hastío del mundo?".

El santo varón que tenía ciertas ideas y no quería darlas a conocer. Se limitó a responderle:– Hija, serás religiosa! Consuélate, ¡serás religiosa!La señorita Trichet no comprendió entonces el secreto oculto en esa respuesta y, por ello, no quedó totalmente tranquila» (Ib.).

Las reacciones familiares a los encuentros de Luisa con Grignion pueden resumirse muy bien en la frase lanzada entonces por la madre: «Me han contado que te confiesas con ese cura del Hospital: ¡te volverás loca como él!» (Besnard, 24).

Pero Luisa continuó acercándose a ese sacerdote y en mayo de 1702 alcanzó de la madre el permiso de asistir a la novena del Espíritu santo en la capilla del Hospital. La cuota de participación era de? francos y dejaba a la joven la facultad de seguir al director espiritual como no lo hubiera imaginado jamás.

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Entre tantas tribulaciones y trabajos, Luis María estaba entregando la salud. En la carta que nos ha guiado en el relato de estos sucesos, concluía:

«...Hay en el Hospital una muchacha que tiene el espíritu a la vez más astuto, sagaz y orgulloso que jamás he visto. Es la provocadora de todo este barullo. Mucho me temo que el señor De la Poype sea engañado por ella, como su predecesor, por exceso de credulidad. Si le parece bien, puede Ud. ponerlo en guardia al respecto.Señor y amado Padre, hónreme con una de sus cartas. Hoy más que nunca le estoy sumiso. Sólo la necesidad me obliga a verme privado de sus consejos.Me atrevo a declararme totalmente sumiso a Ud. en Jesús y María.

Luis Grignion, sacerdote y esclavo indigno de Jesús en María.

Saludo y agradezco al señor Brenier. Saludo a los señores Repars y Lefèvre y a todo el seminario; pero de manera muy especial al P. Lévêque, a quien escribo lo mismo que a Ud.» (Carta 11).

Leschassier se demoró en responder y ese silencio acrecentó la pena y el hastío de Luis María. Este era ahora la sombra de sí mismo, enflaquecido, acabado y dolorido.

El golpe decisivo le llegó de París: la hermanita más querida Guyonne-Jeanne (Luisa) que había sido recibida en el orfanato de San José, gracias a la Montespán, era víctima de una increíble decisión de la municipalidad parisina: todas las jóvenes que no podían demostrar que habían nacido en París, ya no serían asistidas en los institutos de caridad de la capital. Probablemente por eso había decidido un día hacerse religiosa y entrar en las Hijas de la Providencia que dirigían el colegio. Pero las claras alusiones al hermano sacerdote, hechas en la carta de los primeros meses de 1701 desde Nantes, la había disuadido de ello. Ahora estaba a punto de cumplir los veinte años, el 24 de septiembre. Esa era la fecha de su despido del instituto.

Luis María decidió, entonces, partir para la capital. De improviso, sin previo aviso ni presentar su dimisión. Ni siquiera lo supo Luisa Trichet.

Era a mediados de agosto, el calor era tórrido. Tenía que recorrer casi cuatrocientos kilómetros y Luis María no estaba del todo sano.

Capítulo 10 - Una heredad para los pobres

La permanencia de Grignion en París se halla particularmente colocada bajo el signo de la Providencia. Luis María se había abierto camino desde Poitiers, en favor de su hermana; y en realidad no logramos entender cómo ésta confía tan vivamente en el

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rudo hermano que en la capital no encontraba la comprensión ni el apoyo de los cuales gozaba en provincia. De todos modos, éste es el período en que se registran los momentos más humanos de Grignion, fundidos en el amor infinito del Padre de los cielos que brinda una rama a las aves y un vestido a las flores para garantizar la confianza de los seres humanos si la colocan en él.

Tan pronto llegó a la capital, Luis María, agotado, recibe acogida en el hospital para hombres de san Juan de Dios. No sabemos si por voluntad propia o por necesidad, como tampoco conocemos la enfermedad específica. Sin embargo, no es difícil imaginar qué postración penosa le habían producido los trabajos y amarguras de aquellos meses.

Permanece pocos días en el hospital y, aunque no del todo curado, debe ponerse en movimiento por su hermana. Tras hablar con ella, elabora un programa. Es claro que el deseo de Guyonne-Jeanne (Luisa) es hacerse religiosa; para entrar de hermana se necesita dinero para la dote que exigen todos los institutos; para hallar dinero, hay que buscarlo en los bolsillos de las personas caritativas; para hallar a los bienhechores, hay que ir a buscarlos, listos a todo rechazo lo mismo que a cualquier ayuda. Sólo en el caso en que hubiera sido imposible encontrar el bendito dinero y hubieran tenido que abandonar el proyecto de vida religiosa, los dos hermanos prevén un repliegue sobre la profesión de dama de compañía como lo había previsto la benemérita señorita Montigny. Y si todo hubiera fallado, Luis María habría devuelto a la joven a la familia, en Bretaña.

Comienza así para él un extenuante peregrinar de casa en casa, tendiendo la mano ante los ricos, que todavía no habían hecho las maletas para irse de vacaciones. La mano tendida es a menudo ignorada y la visita a las ricas mansiones resulta inútil, o lo es tan mezquino que ni siquiera puede calcularse.

Un antiguo condiscípulo de seminario, capellán ahora en la parroquia de San Sulpicio, no le brinda dinero, pero le ayuda a encontrar el sustento en casa de la benedictinas del santísimo Sacramento de la Rue Cassette. Las santas religiosas tienen la piadosa costumbre de servir, cada día, el almuerzo a Nuestra Señora, considerada parte viviente de la comunidad y miembro efectivo de la congregación: y, dado que hay una hermana que sólo toma las comidas allá en el cielo aunque conservando todos los derechos de las de la comunidad de la tierra, su almuerzo es servido a un pobre, al que mejor la pueda representar.

Luis María tiene los papeles en regla para ese oficio. ¿Quién mejor que él, fuera de los vestidos del pobre, la delgadez de la fiebre, el cansancio del itinerante, sabe hablar con tanta fe y tanta veneración de María? Así que lo aceptan cordialmente, y este sentimiento crece cuando él pide compartir el almuerzo con otro pobre, quizás con aquel que lo hubiera disfrutado si él no hubiera estado allí.

Mientras la colecta prosigue infructuosa, el párroco de San Sulpicio le comunica la invitación del nuevo obispo de Poitiers a regresar lo más pronto posible al Hospital

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abandonado, con los pobres que lo necesitan y a quienes hay que complacer sin dudarlo en forma alguna. La invitación tiene el sabor de una apelación a la obediencia y Luis María es sensible en ese punto.

No ha logrado recabar nada en favor de su hermana y Dios no le permite el tiempo para colocarla. Cualquiera que no tuviera la ciega confianza en la Providencia que tenía Luis María, se habría desesperado y quejado. Años antes había escrito: «echo a perder cualquier empresa en cuento intervengo en ella» (Carta 4; BAC 72).

Habría devuelto a casa a Guyonne-Jeanne (Luisa) y con la ayuda de los conocidos de allí y algo de fortuna, se habría provisto. Decidida ya la fecha de partida, tras pedir audiencia a la abadesa de las benedictinas para agradecerle debidamente la bondad y la caridad que le han brindado, lo admiten al locutorio, donde la madre recibe a otras personas. Grignion habla de su inminente regreso a Poitiers. Una señora presente allí, luego de estudiar detenidamente a ese sacerdote enjuto y pálido, le ofrece un escudo para gastos de viaje. Luis María le da las gracias y le pide permiso de pasar el dinero a su hermana, mucho más necesitada que él. La conversación recae sobre la hermana; él da de ella las últimas noticias fracasadas, subrayando la amargura por no poder ayudarla a hacerse religiosa.

Y, ya que habla de ella, ¿por qué no la aceptarían las Madres benedictinas, aunque fuera como hermana conversa?

Pero las monjas necesitan coristas no conversas; y para aceptarla como corista es necesario que tenga salud robusta (las plegarias del coro y las vigilias nocturnas debilitan hasta a las más fuertes). Ciertamente, si Guyonne-Jeanne fuera sana, se podría pensar en algo. Hay que ver a la joven.

Luis María parte en busca de su hermana y la presenta a las monjas y las personas que todavía se hallan en la locutorio. La abadesa y las consejeras, la hacen hablar pidiéndole información sobre sus conocimientos, sus estudios y vida pasada. En la penumbra del austero locutorio, la salud no se vislumbra como muy floreciente, por la cultura, la seriedad y la compostura en el trato resultan claras aún en medio de la explicable confusión. Oh, sí, Guyonne-Jeanne sería ciertamente una corista óptima, según las normas: sería suficiente recuperar sus fuerzas, aunque la debilidad actual no constituye realmente un impedimento, porque la salud podía reflorecer viajará a los Vosgues, al monasterio de Rambervilliers al cual van a ser enviadas enseguida otras postulantes.

Quedaba sólo una dificultad: el dinero para la dote y para el viaje.

¡Siempre se estrella allí, contra ese muro!

No queremos burlarnos de las buenas hermanas benedictinas. No era pretensión suya, sino necesidad, porque el dinero garantizaba el porvenir de la futura hermana.

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Pero el dinero y los Grignion nunca había sido buenos amigos...

Cálidas lágrimas corren abundantes por el rostro de la joven: una vez más –¿cuántas en ese día?– se oscurece el horizonte. Luis María no llora, pero no subestima la desilusión de su hermana: si se hubiera tratado de él habría sonreído. Pero ante el sufrimiento de los demás, sabe compartir el dolor. Y cuando uno de ellos es la hermana más querida, esa del corazón, la más amada entre los viviente después de la madre, entonces siente que un nudo le aprieta la garganta... Entonces aprieta contra el pecho a aquel pajarillo sin aliento dejando que la túnica descolorida recoja las lágrimas... Nunca hubo abrazo más fraternal ni reconfortante, mientras del corazón del hermano sube una afligida plegaria.

«Una persona de clase a la que nada habían pedido y que era mucho menos rica de todas aquellas a quienes habían ido a suplicar anteriormente, al saber que la joven se preparaba para regresar al mundo y hacerse dama de compañía, donde habría encontrado muchas dificultades para salvar su alma, tuvo la inspiración de ofrecer la suma requerida y el ajuar necesario y hasta pagar el viaje, temiendo que Dios le pidiera cuentas de esa alma, que se habría perdido en el siglo...» (Grandet, DRG, 34).

¿Presenciaba el diálogo aquella importante persona o alguien sugirió su nombre? ¿Quién podía ser? ¿Quién era?

Aun sabiendo que no podemos ofrecer ninguna indicación válida por carecer de toda confirmación, pero para brindar al lector la seguridad de que tales personas existían en la París del siglo XVII, demos este nombre: María Bonneau de Beauharnais de Miramión. Viuda a los dieciséis años, había dedicado la inmensa fortuna heredada y toda su vida a las obras de caridad. Durante dos años mantuvo con sus propios fondos a setecientos pobres que no habían podido ingresar al Hospital General, y en 1661 había fundado un convento de hermanas llamadas de santa Genoveva, dedicadas al cuidado de los enfermos y de los pobres en el lugar donde hoy se levanta la Farmacia Central, sobre el Muelle de la Tonelle. Touchard-la-Fosse, que sabe recoger todas las habladurías de palacio, la llama Protectora de la virginidad en peligro de las damas de compañía, de quienes se sentía responsable ante Dios (Chroniques de l'Oeil-de-Boeuf, II, c II). Madame de Sevigné llega a darle el apelativo de Mère de l'Eglise, título ampuloso hasta dónde se quiera, pero revelador incluso en el mundo semiserio de la capital.

La Miramión podrá no ser la persona de clase que le ayudó a Guyonne-Jeanne, pero alguno a quien los ejemplos de la admirable viuda habrían sugerido esa forma de caridad de colocar en manos de la Providencia –¡siempre ella, en fin de cuentas!– para prestar ayuda a las jóvenes necesitadas como la nuestra.

Mientras Luis María reemprendía el camino de Poitiers, Guyonne-Jeanne (Luisa) partía para el monasterio de Rambervilliers junto con las demás postulantes que querían hacerse benedictinas del santísimo Sacramento. Para completar la historia, diremos

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también que, una vez llegada con las demás a las cercanías de Lyon, capital de los Vosgues, la escoltó al claustro el mismo duque y la recibió el obispo en persona.

Pocas semanas después de su llegada a Rambervilliers, recibió una carta del hermano, la carta más cordial y hermosa de todas:

«De Poitiers, octubre de 1702

Querida hermana en Jesucristo:

¡el amor puro de Dios reine en nuestros corazones!

Deja que mi corazón navegue con el tuyo en la alegría, que mis ojos derramen lágrimas de consuelo y que mi mano estampe en esta carta la dicha que me embarga.

No fue inútil, ciertamente, mi viaje a París. Ni tampoco tu abandono y cruces del pasado; ¡el Señor tuvo piedad de ti! Esta pobre hija gritó, y el Señor la escuchó inmolándola verdadera, interior y eternamente.

Que no se te pase un solo día sin holocausto ni víctima. Que el altar te vea con más frecuencia que el lecho y la mesa. ¡Animo! ¡Mi querido suplemento! Pide con insistencia perdón a Dios y a Jesús –el Sumo Sacerdote– por los pecados que he cometido contra la divina Majestad al profanar el santísimo Sacramento. Saludo a tu ángel de la guarda, compañero único de tu viaje. Soy tuyo tantas veces como letras contiene esta carta, con tal que tú seas otras tantas sacrificada y crucificada con Jesucristo, tu único amor, y con María, nuestra Madre bondadosa.

De Montfort, sacerdote

y esclavo de Jesús en María»

(Carta 12; BAC 89-90).

Guyonne-Jeanne se convirtió en sor Catalina de San Bernardo, correspondió a la gracia y murió en 1750 en olor de santidad.

Este nuevo período se abre para Luis María bajo el signo de la Cruz-Sabiduría. De las cartas que escribió probablemente en ese final de otoño de 1702 –dos de ellas a las religiosas benedictinas, al parecer de París– recogemos los pensamientos de un espíritu atento y abierto al sufrimiento y que ha comprendido el profundo concepto del sufrimiento y lo vive con serena tranquilidad.

«¡Ah! ¡Qué divina es su carta! ¡Está toda llena de noticias de la cruz, fuera de la cual –digan lo que digan la naturaleza y la razón– jamás habrá en este mundo, hasta el día del juicio, ningún placer verdadero ni bien sólido alguno! Su alma lleva una cruz ancha, larga y pesada. ¡Oh! ¡Qué felicidad la suya! Tenga confianza; si Dios, que es tan bueno,

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sigue haciéndola sufrir, no la probará por encima de sus fuerzas. Es señal segura de que la ama. Digo segura porque la mejor señal de que Dios nos ama es el vernos odiados por el mundo y asaltados por cruces, tales como la privación de las cosas más legítimas, la oposición a nuestras más santas iniciativas, las injurias más atroces y punzantes, las persecuciones y malas interpretaciones por parte de las personas mejor intencionadas y de nuestros mejores amigos, las enfermedades más desagradables, etc.

Pero ¿por qué le digo lo que Ud. sabe mejor que yo, gracias al gusto y experiencia que tiene de ello?

¡Ah! ¡Si los cristianos conocieran el valor de las cruces, caminarían cien leguas para encontrar una sola! Porque en la amable cruz se halla encerrada la verdadera Sabiduría, que noche y día busco con más ardor que nunca.

¡Oh amada cruz! ¡Ven a nosotros para gloria del Altísimo! Este es el grito frecuente de mi corazón a pesar de mis flaquezas e infidelidades. Después de Jesús, nuestro único amor, la cruz es mi mayor fuerza. Le ruego diga a N*** que adoro a Jesucristo crucificado en ella y que suplico al Señor le conceda no pensar en sí misma sino para ofrecerse a sacrificios aún más sangrientos».

(sin firma)

Carta 13; BAC 90-91).

Hemos leído y releído esta carta: colocada en el momento y en el ambiente en que se encuentra Luis María, a saber, Poitiers y su ambiente al regreso de París; expresa más de lo que quiere decir al alma religiosa –quizás la Madre San José, muerta pocos días después– a quien va dirigida. Las inevitables luchas que lo esperan, lo encuentran ya listo y pertrechado.

El fragmento de la segunda carta es, a no dudarlo, más decisivo y por ello lo consideramos procedente de las contradicciones de cada día:

«(...) Querida Madre: ¿Cómo podría yo, en respuesta a la suya, decirle algo distinto de lo que el Espíritu santo le dice todos los días? Amor a la pequeñez y a las humillaciones, amor a la vida escondida y al silencio –el mudo inmolador de Jesucristo en el santísimo Sacramento–. Amor a la divina Sabiduría y a la cruz.

En cuanto a mí, me contradicen en todo y me encuentro prisionero.

Déle gracias a Dios, a nombre mío, por las pequeñas cruces que me ha dado, proporcionadas a mi flaqueza, etcétera» (Carta 14; BAC 91-92).

El nuevo obispo, que no hará su ingreso en la diócesis hasta primeros de diciembre, le ha expresado toda su confianza con la tarea de redactar un esquema de reglamento

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para aplicarlo al Hospital. Le deja –o hace restituir– toda la libertad de predicar y dedicarse al ministerio en el círculo del refugio incluso para las personas de fuera. De hecho, el consejo de Administradores aprueba el proyecto de una misión para militares que se celebrará dentro del Hospital y establece las condiciones de la misma:

«21 de octubre de 1702 –(...) en base al informe hecho a la Administración por el señor Vaubissón– el P. Grignion, capellán del Hospital, ha pedido a la Administración permiso para celebrar con dos padres capuchinos de esta ciudad una misión en los predios del mencionado Hospital de los pobres, y a la que asistirían los soldados actualmente (acuartelados) en esta ciudad.

Se resolvió que se le conceda dicho permiso, a condición de que los oficiales y los capitanes de los soldados asistan en número suficiente para evitar el desorden y que los mencionados soldados no tengan absolutamente que entrar por ningún motivo al interior del Hospital, sino solamente a la iglesia, y que se ofrecerán también dos candelas o antorchas de cera blanca que se pondrán delante del santísimo Sacramento (...)» (Arch. De la Vienne, Hospitales, J 213, fol. 60).

Como puede verse ni una palabra de crítica o duda respecto del capellán. Señal de que el regreso de París había sido aceptado y quizás, incluso, esperado por los señores administradores. De hecho, se celebró la misión, y, al parecer, dentro de las convenientes condiciones prefijadas. Y, naturalmente, con la bendición de Dios.

Pero el proyecto de reforma del Hospital, para ser realmente útil, tenía que buscar y corregir las causas de todo el desorden; y causa causarum (causa de las causas) era sin duda alguna la apresurada y mal llevada selección de las asistentes o enfermeras y del personal de servicio realizada hasta entonces.

Desafortunadamente, se había esfumado la esperanza de recibir a las Hermanas "Grises", las Hijas de san Vicente de Paúl, y no se podía ni pensar en acudir a otras instituciones religiosas...

Apoyado en la tarea encomendada por el obispo y aprovechando el momento favorable, Luis María puso en marcha un ensayo de reforma sustancial: «Había escogido dentro del Hospital una pequeña sala (...), congregaba en ella a unas dieciocho o veinte muchachas, todas enfermas, heridas o físicamente minusválidas pero ricas de virtudes (...)» (De las Crónicas, cit.).

Pormenores complementarios los hallamos en otros biógrafos: la sala escogida había sido aprobada por concesión regular del Bureau y recibió el nombre de la sagesse (= sabiduría). Debía servir para toda la vida común del grupo y estaba dominada por una gran cruz clavada en la pared central y en la cual se destacaban, dibujados por la mano misma de Grignion, frases y símbolos en sintonía con la sabiduría del dolor, de la renuncia y del sufrimiento. El grupo se reunía allí para orar y meditar, para leer y trabajar, casi siempre bajo la guía del capellán en persona. Se escogió a los miembros de entre las refugiadas, y a la cabeza como responsable o superiora colocó a una de las

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más pobres, para colmo ciega y anciana, pero de una inteligencia y virtud preclaras. La comunidad se convertía así en escuela de humildad, caridad y verdad.

Salta una pregunta al respecto. ¿Cómo pretendía Grignion lograr la finalidad de mejorar la categoría de las asistentes y de personas de servicio, si en la sagesse ni siquiera estaban representadas?

Algunos han lanzado la hipótesis de que se trataba de replegarse del designio primitivo, dado el obstinado rechazo de las interesadas. Fue quizás al contrario: el verse excluidas las encendió en ira y envidia; por otra parte, replegarse sobre la masa para crear un núcleo de vida espiritual rechazada por las dirigentes, como si fuera un intento para llegar a ellas a través del conjunto de las refugiadas, siendo los asistentes, entre hombres y mujeres más de trescientos: y, aun cuando Luis María hubiera formado un buen grupo de mujeres, hubiera estado muy lejos de mejorar a la masa y muchos menos a las asistentes. O, por lo menos, se hubieran necesitado decenios.

La explicación más lógica se halla en la forma en que Grignion empleó la sagesse el día en que hizo ingresar en ella a una mujer no refugiada ni asistenta, Luisa Trichet. Permítasenos una comparación: pensemos en el jardinero que, teniendo entre las manos una plantita exótica y delicada, prepara un tanto al mismo tiempo el clima y el terreno donde colocarla, haciéndole pasar algunos meses, el período más difícil, en el vivero con otras ya aclimatadas.

Pero oigamos a las citadas Crónicas:

«Una vez más (Luisa Trichet) le suplicó con renovado empeño le indicara un lugar a donde poder retirarse para vivir la vocación a la cual se sentía llamada:

– ¡Bien!, respondió él sonriendo, ven a vivir en el Hospital.

No fue una palabra tirada al acaso: el santo director tenía sus propósitos, y Dios lo comprometía para la realización de sus designios.

La señorita Trichet, una vez entrada en casa, reflexionó seriamente sobre cuanto le acababa de decir. Cuanto más pensaba en ello, más se convencía de que Dios le había hecho conocer la propia voluntad y sintió interiormente una calma respecto al tema de su vocación. Puso, pues, manos a la obra y sus esfuerzos fueron coronados por el éxito: obtuvo el permiso para trasladarse al Hospital (...).

Los señores Administradores pensaron conveniente (por respeto a la familia) designarla como auxiliar de la Directora, pero el P. de Montfort la destinaba a otro oficio (...).

Cuando la directora le propuso poner a María Luisa a la cabeza del grupo de la sagesse:

– No, no, señora –replicó– ante todo tiene que aprender a obedecer.

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La señorita Trichet, admitida así entre aquellas pobres, no quiso ningún signo distintivo: las mismas oraciones, el mismo trabajo, la misma comida: pan duro y un poco de sopa como se daba a las enclaustradas (...).

Nos podríamos extender bastante sobre las virtudes que el P. de Montfort hizo practicar a la fervorosa novicia para prepararla a convertirse en instrumento apto para la realización de los grandes designios puestos en ella por el Señor; pero todo esto se describe minuciosamente en la biografía de esta venerable Madre» (Ib.)

También nosotros remitimos a esa fuente.

En tanto, estamos persuadidos de que la iniciativa de aclimatar a la excepcional alumna en la sala de la sagesse fue plenamente comprendida y seguida por las demás muchachas del grupo. La Directora del hospicio, al no poder contar con ella, o quizás, al no poder mantenerla bajo constante control y temiendo una peligrosa rival, arrugó el ceño; no vuelve a confesarse con el capellán y si no llega todavía a obstaculizar su proyecto, se coloca claramente en la fila de las otras gruñonas asistentes, y, después de algunos meses, se desencadena netamente junto con ellas en abierta oposición.

De todos modos, Luisa Trichet había entrado al Hospital, y con el asentimiento de Bureau y del obispo, de pronto con el único título de auxiliar de la Directora. Era ya a finales de 1702. La familia que, al comienzo se había opuesto a esa determinación, había terminado por condescender, dado el honorable... puesto conferido a la hija, digno de una Trichet; y sin embargo, sigue ignorando la verdadera intención de la hija y del capellán de dar así comienzos a una nueva congregación.

El acto de ruptura definitiva con la familia y con el mundo se ha señalado el 2 de febrero de 1703, fiesta de la Purificación de María.

«Con la aprobación de señor Obispo de Poitiers, el P. de Montfort bendijo el santo hábito y lo ofreció a la fervorosa novicia, diciéndole:

– Toma este hábito, hija mía; te servirá de salvaguardia y poderosa ayuda en toda clase de tentaciones.

Al nombre de bautizada le añadió el de Jesús; y ella lo llevó y amó por toda la vida» (Ib.).

Se convirtió, pues, en María Luisa de Jesús.

Fue una toma de hábito religiosa y el comienzo de un noviciado muy largo, larguísimo, de trece años...

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Las reacciones de la familia y del ambiente ciudadano ante la presencia de María Luisa vestida de campesina, fueron clamorosas y en la mayoría adversas. Constituyó también el colmo para el capellán.

La sagesse, era ya de sí un cambio; y todo cambio, hacia lo mejor, atrae siempre contradicciones y críticas que la envidia y la malignidad saben hallar. El hecho de haber insertado, como si nada, a una media hermana de un futuro instituto no identificable y fruto de la mente exaltada del capellán... era el colmo de la locura. Todo ello «produjo un enorme revuelo en el Hospital General de Poitiers. La elección que el P. de Montfort había hecho de ciertas jóvenes excluyendo a otras, suscitó la envidia y consiguientes quejas y murmuraciones de quienes no habían sido juzgadas a la altura de formar parte de la nueva asociación (...)» (Grandet, 76).

A la cabeza de la oposición encontramos a las tres hermanas Bourceau De la Touche, asistentes las tres, ya habituadas a pelear contra Grignion. Luego de rechazar resueltamente el reglamento elaborado en octubre, desaprobando la presencia y el hábito de María Luisa de Jesús, arrastraron a la inepta Dame de París, la Directora, a la ruptura definitiva con el capellán y su grupo. Todo porque no podían someterse a la idea de recibir lecciones, aunque fueran de humildad y vida espiritual, dadas por las pobres, y porque se imaginaban quién sabe qué tenebrosas intrigas para deponerlas de su trono en un próximo futuro.

Para el colmo, una nueva postulante había pedido el hábito de María Luisa, y era una asistente: Catalina Brunet. Fue la gota que desbordó el vaso. Era difícil encontrar motivos válidos, pero la malicia los sugiere a bajo precio. Comenzaron por atacar al grupo de la sagesse por las prácticas de piedad, y, en primer lugar, por la comunión diaria, ciertamente autorizada. Luis María quería la comunión diaria, y un día la prescribirá a las Hijas de la Sabiduría: «...comulguen todos los días, que ambas lo necesitan mucho, con tal que no caigan en pecado venial deliberado» (Carta 29,2; BAC, 108).

Grignion no pertenecía ciertamente a la corriente minimista de Arnaud: no consideraba la comunión solamente como privilegio, sino como una necesidad para sostenerse en las luchas de cada día. Es cierto que encontramos cierto rigor en eso de exigir la exclusión del pecado venial deliberado. Pero si pensamos en que los mejores confesores de la época rara vez concedían la comunión más de cuatro veces por semana, Luis María resulta uno de los más liberales en esta materia.

De todos modos, ya fuera por cuestiones de teología o de ascesis, este fue un buen argumento para el grupo Bourceau. El obispo, advertido del inconfesable abuso, sin mayores explicaciones, hábilmente ganado para su bando, fue convencido de enviar al capellán la prohibición de dar la comunión a sus hijas fuera del domingo.

«(Grignion) quiso llevar personalmente la noticia a sus fervorosas discípulas:

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Hijas mías, monseñor les prohibe la comunión diaria. Obedezcamos y roguemos a san Miguel que se interese por nuestra causa...» (Besnard).

El recurso a san Miguel es más que pertinente: pero es también claro que Montfort veía en la prohibición una maniobra satánica de sus enemigos. ¿No es acaso san Miguel el jefe de las milicias celestiales? Ocho días más tarde: «el obispo, tras informarse mejor de la cuestión, le hizo saber que les podía dar la comunión todos los días» (Ib.).

Los aullidos no se acallaron con esto. Fracasado el intento sobre la piedad eucarística, lo acusaron de exageración en la mariana. ¡Estaba de moda quedarse en esta materia un tanto atrás! Aquella manera suya de tener encendidas las velas ante la estatua de Nuestra Señora durante la misa, y, además, eso de mantener siempre una lámpara encendida delante de la imagen de María –y para colmo a expensas de las devotas solteronas–, era un signo evidente de desordenada idolatría. En vano se esforzó el sacerdote por dar a entender que el honor tributado a la Madre repercute en homenaje del Hijo, y que la lámpara ante el santísimo Sacramento no excluya la de Nuestra Señora... Más tarde escribiendo su Tratado, recordará esas peleas y anotará frases quizás sentidas en aquellos días:

«Los devotos críticos... critican casi todas las formas de piedad con que las gentes sencillas honran ingenua y santamente a esta buena Madre sólo porque no se acomodan a su fantasía (...) Se irritan al ver a las gentes sencillas y humildes arrodilladas –para rogar a Dios– ante un altar o imagen de María (...). Llegan hasta acusarlas de idolatría como si adoraran la madera o la piedra...

Los devotos escrupulosos son personas que temen deshonrar al Hijo al honrar a la Madre, rebajar al uno al honrar a la otra. No pueden tolerar que se tributen a la santísima Virgen las justísimas alabanzas que le prodigan los santos Padres. Toleran penosamente que haya más personas arrodilladas ante un altar de María que delante del santísimo Sacramento (...). Oigamos algunas de sus expresiones más frecuentes: "¿De qué sirven tantos rosarios? ¿Tantas congregaciones y devociones exteriores a la santísima Virgen? ¡Cuánta ignorancia en tales prácticas! (...). Nunca se honra tanto a Jesucristo como cuando se honra a la santísima Virgen. Efectivamente, si se la honra, es para honrar más perfectamente a Jesucristo; pues, si vamos a Ella, es para encontrar el camino que nos lleva a la meta, que es Jesucristo (...)» (N 93-94).

No es difícil ver en estas maniobras al enemigo de toda obra buena y sobre todo de toda obra de Dios. En esos meses Luis María aprendió a conocer sus tácticas:

«El demonio, como falso acuñador de moneda y engañador astuto y experimentado (...) no falsifica ordinariamente sino el oro y la plata, y muy rara vez los otros metales, porque no valen la pena, así el espíritu maligno no falsifica las otras devociones tanto como las de Jesús y María –la devoción a la sagrada comunión y la devoción a la santísima Virgen–, porque son, entre las devociones, lo que el oro y la plata entre los metales. (VD, 90).

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Pero las discusiones perturban profundamente la vida monótona y cómoda de los señores administradores. Estos añorando los bellos tiempos en los que estaban peor, pero al menos todo estaba tranquilo, quisieron arreglar por la raíz la causa de las disputas:

«9 de febrero de 1703 – Respecto de las protestas adelantadas por el P. Audinet, párroco de San Miguel y vigilante de las sanas costumbres, a propósito del P. Grignion que, al haber cambiado, de propia iniciativa, el reglamento y la marcha de la vida del Hospital, dio lugar a disturbios en el reparto femenino, hasta provocar escandalosas murmuraciones de todas las mujeres del mencionado Hospital;

se decide que el P. Grignion sea llamado a la Oficina para advertirle por última vez que no se inmiscuya en nada que no sea de su competencia fuera de lo que le incumbe, simple y llanamente, en el servicio divino, o sea, celebrar la santa misa, dar el catecismo, hacer cumplir otras prácticas devocionales en la capilla, y absolutamente nada más» (Achiv. De la Vienne, Hospitales J 213, fol. 73).

Encerrado en la capilla, exactamente como nueve meses antes.

El capellán debe quedarse en la iglesia. Pero esta vez hay algo más: quedarse en la capilla significaba no organizar nada ni entre los asistidos ni entre las asistentes: nada de reglamentos, nada de ensayos, y sobre todo nada de salas especiales. Por tanto, adiós sagesse. Le pidieron la sala anteriormente concedida con tanta solemnidad; disolvieron el grupo de las jóvenes pobres. A la adversidad se añadió así el amargo fracaso.

La ocasión anterior había tenido que retirarse a un escondite por haber saciado el hambre de los estómagos; esta vez, por haber alimentado las almas.

Y una vez más Luis María se siente inútil en el Hospital: presenta su dimisión –aceptada muy a la carrera, ciertamente, ¡si en el espacio de un año no han logrado encontrar otro capellán!– y de improviso, casi contra su voluntad, parte. Una vez más hacia París.

Desanimado por la frustración precisamente en el punto de partida del impulso apostólico y no acostumbrado aún a los fracasos, por lo cual los siente aún más dolorosos. «Hacían falta milagros», anota Blain (213), y Grignion no está en grado de hacerlos y quizás tampoco los cree necesarios. En su humildad se siente culpable, incapaz, responsable.

Por ello se retira de la pobre "Babilonia". Pero se va un poco más contento, porque ha dejado entre aquellos muros algo de semilla de energías espirituales, porque ha logrado echar un poco de levadura en la masa, levadura que se abrirá paso entre la resistencia y la rutina. Dejaba a las dos primeras Hijas de la Sabiduría, María Luisa de Jesús y Catalina Brunet.

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Este repentino viaje a París que tiene el sabor de una fuga, abre uno de los períodos más difíciles de Grignion: la permanencia en la capital durará casi un año y no se logrará muy fácilmente precisar los motivos aun teniendo la lista de los episodios.

El abandono del Hospital, se decía, tiene sabor de fuga.

Huida de un mundo que no lo había comprendido, que lo obstaculizaba, que le reducía la inmensidad del ideal misionero que cada día se le agigantaba más en el corazón. Huida de una nominación que lo había condicionado a encerrarse, sólo para aquellos que se arropaban con el nombre de gens sans aveu. Mejor no fue una fuga, fue una espera...

Era el momento de ayudarle, de aconsejarlo, de apoyarlo: lo necesitaba en extremo, a causarle un vacío ardiente en el espíritu que amenazaba adormecerlo en una soledad mística, hasta donde se quiera, pero a base de renuncias y ya no conforme con la vocación apostólica que se le había revelado en los primeros días de sacerdocio. Pero no encontró quién lo aconsejara: el jesuita de Poitiers no supo infundirle un nuevo impulso y el P. Leschassier de París no quiso ni siquiera mirarlo.

En la inmensa soledad del espíritu y del lugar, escogió en París el mejor modo de saber: un hospital de mendicidad, donde volver a experimentar ya la opción hecha para él por los superiores, ya la posibilidad de proseguirla.

También en París fracasará y no sólo por culpa de los demás. Para no desmentir el atractivo que experimentaba –Blain lo llamará: el gusto por los hospitales y el abandono reinante en ellos– y para optar por una nueva casa donde ejercitar la caridad (Blain 217), bajó al Hospital general de los pobres de la capital, que se llamaba "La Salpêtrière".

«Nosotros, deudores para con la misericordia divina por tantas gracias y por la visible protección con que ha guiado nuestros pasos al comienzo y en el curso feliz de Nuestro Reino, al darnos el éxito de las armas y el júbilo de Nuestras Victorias, creemos sentirnos aún más obligados a dar testimonio de nuestro reconocimiento con la regia y cristiana dedicación a los negocios que tocan a su honor y a su servicio...

... considerando a los pobres como miembros vivos de Jesucristo y no como miembros inútiles del estado y queriendo guiarnos en tan grandiosa obra no con los decretos de policía, sino con los motivos de la caridad (...) ordenamos que los pobres mendicantes sanos de uno y otro sexo sean enclaustrados, con el fin de que puedan dedicarse a la acción en los trabajos de manufacturas, según su capacidad...».

Es un pasaje del altisonante decreto de Luis XIV que en 1656 creaba el conjunto destinado al encierro obligatorio para los mendigos que infestaban las plazas, los caminos, las riberas del Sena, los puentes y que continuaban aumentando en número y exigencias. Se trataba de seis grandes bloques y de otras tantas casas requeridas por la necesidad y que muy pronto resultaron tan insuficientes, que pocos meses más tarde

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el gobierno debió proceder a la construcción de un potente edificio al que Liberal Bruant, el arquitecto des Invalides, dio un rostro de majestuosa austeridad, y que tenía capacidad para 5.000 mendigos. Dado que el nuevo edificio había sido construido sobre la antigua fábrica y depósito de pólvora ordenados por Luis XIII en 1594, asumió el nombre de "La Salpêtrière".

Bossuet podía declamar el día de la inauguración:

«¡Vengan a este Hospital! Salgan un tanto de la ciudad y observen esta nueva ciudad construida para los pobres, ¡asilo de todos los miserables, banco del cielo, primer medio propuesto a todos para asegurar los capitales y multiplicarlos con el interés de la usura celestial!

Nada se asemeja a esta ciudad: no, ni siquiera esta soberbia Babilonia ni las ciudades famosas construidas por los conquistadores. Ya no veremos el triste espectáculo de hombres muertos aun antes de morir, desalojados, bandidos, errantes, vagabundos de quienes nadie cuidaría si no tuvieran que formar parte de alguna sociedad humana. Aquí se trata de arrancar a la pobreza la maldición creada por el no hacer nada, de transformar a los pobres según el Evangelio. Los niños reciben educación, se reúne a las familias, se instruye a los ignorantes para recibir los sacramentos (...)» (Compassion de la Sainte Vierge, punto I), para terminar, patéticamente, animando a los ricos a tomar sobre sí la carga de los pobres para enriquecerse con tesoros desconocidos de méritos...

Pero pocos meses fueron suficientes para colmar el nuevo Hospital: los cinco mil, subieron a diez mil. Se restringieron los puestos, se supercolmaron los espacios, se remitieron a provincia los restantes, se reorganizó el conjunto de los locales abandonados, y... terminó en el punto de partida: hubo que reabrir las puertas y dejar vagar por las calles a los pobres envilecidos y descontentos.

El decreto del rey Sol que hemos citado no es tampoco un monumento de sabiduría y dignidad cristianas como sería de desear, sino una estrategia política impuesta por las circunstancias. Bajo la guía de un hombre excepcional –solamente revaluado un tanto hoy día–, Juan Bautista Colbert, Francia se encaminaba al nuevo sistema económico. Ministro de economía, había tratado de reducir la administración civil, desarrollar el comercio, crear la industria del mañana, con métodos protectores pero eficaces. Era necesario el giro decisivo: del empleo de la agricultura al de la industria a través de la manufactura. El desequilibrio inevitable de la reforma causó inmensos males: la indagación fiscal demolió el rédito y detuvo las fallas de la deuda pública, limitó los gastos desmedidos de la burguesía y creó el desajuste de la economía agrícola. Millares de familias se vieron de improviso lanzados al asfalto, se abandonó la tierra por la factura, los desocupados aumentaron para volcarse de la provincia a la capital donde la miseria humana asumió tonos de grotesco dolor al lado del ostentoso lujo de Versalles y de los nobles que seguían sin querer ver...

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«Mis queridos oyentes –gritaba Bourdaloue– Uds. son testigos y apelo a su directo conocimiento. Están al corriente de lo que sufren cada día tantos miserables expuestos a sus miradas; y si aún quieren ignorarlo, se lo haría ver el aspecto que presentan, a pesar de Uds.: los rostros exangües, el cuerpo esquelético, se lo harían ver sus lamentos, sus gemidos, y, a menudo, su desesperación se lo harían sentir incluso demasiado.

Y ¿si yo pudiera describirles todos los males ocultos que no pueden saber? ¿Si les hablara de tantos prisioneros sin alivio, de tantas familias derrotadas por las deudas, arruinadas y sin recursos, caídas en la extrema pobreza cuyas consecuencias sufren, y qué consecuencias? ¿Qué sucedería, si todos, y todos de golpe llegaran ante Uds. a mostrarles sus males y hacer para Uds. la descripción de los mismos?...» (Sermón para el VIII domingo después de Pentecostés, punto I).

Aunque no queramos dar mucho crédito a la oratoria del jesuita, o si prefiramos minimizar las súplicas de los párrocos que imploran al gobierno no asfixiar a los campesinos; aunque no debamos prestar crédito a las descripciones moralizantes de ciertos ambientes; es siempre cierto que los informes de los comisarios llevaban a Colbert a una anotación muy frecuente: "¡La pobreza ha llegado más allá de cuanto Ud. puede imaginar!" Y aquellos documentos oficiales, en el frío lenguaje administrativo, hablan de familias que viven de raíces cocidas con un poco de avena, y de guindas devoradas con su cáscara...

La policía tenía que quedar fuera de la cuestión para dejar el campo a la caridad; pero tuvo que intervenir: separó a los hombres y los ubicó en los seis vetustos edificios, reservando a las mujeres la nueva edificación, "La Salpêtrière". En 1684, se agregó a esta última el manicomio femenino para albergar a las enfermas psíquica o físicamente a causa del hambre y la penuria. El ministro trató de limitar los gastos de la corte, y el rey lo licenció, y respecto de los pobres resolvió acudir a amenazas e intervenciones constringentes. Entre tanto la tremenda marcha del hambre llegó una vez más hasta París: el gobierno, empeñado en constantes "éxitos de las armas y felices victorias", descubre en las turbas a un enemigo; de hecho, lo era, palpitante de descontento, de odio, de inmoralidades. La prostitución se multiplica fácilmente y explota en riñas obscenas en los puente y las riberas del Sena. La policía se lanza en medio del remolino: arresta a las mujeres, las somete a acelerados procesos, las condena a la reclusión, y todo último viernes de mes remite pesadas cargas a la Salpêtrière convertida así en cárcel. Un pormenor doloroso: los carros de las pobrecillas, acompañados de los gritos de la chusma, recibían el nombre de chayo, prototipos de las nefandas carretas con las que el Terror conduciría sus víctimas a la guillotina poco más de un siglo después.

Esta era, pues, "La Salpêtrière", que Grignion había querido afrontar.

Nos permitimos todavía abusar de la paciencia del lector, citando un pasaje decisivo de Massillón:

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«¿De dónde proviene esa multitud de pobres de la que Uds. se quejan? Sé que el correr desastroso del tiempo puede hacer crecer todavía su número. Y no obstante guerras, epidemias populares, irregularidades en las estaciones como las que experimentamos, las ha habido en todos los siglos, las calamidades que vemos no son nuevas; las han visto también nuestros padres e incluso las han visto más dolorosas; las discordias civiles (...), los campos devastados por sus propios ocupantes, el reino en manos de naciones enemigas, que nadie se halle al seguro bajo el propio techo, ¡esto nosotros no lo padecemos!

Y sin embargo, nuestros padres no han visto lo que nosotros vemos: las miserias públicas y privadas, tantas familias en decadencia, tantos ciudadanos respetables que han terminado en el polvo y mezclados con la chusma, los remedios se han vuelto inútiles, el espectro del hambre y de la muerte ronda sobre la ciudad y el condado (...). ¿Qué puedo añadir todavía? Tantos desórdenes secretos que explotan cada día, que desembocan en las tinieblas, y el abismo en que se precipitan la dispersión y la penuria.

Hermanos, ¿de dónde proviene todo esto?

¡Proviene del lujo que lo devora todo y que nuestros padres no conocían, de los gastos que no conocen límites y que necesariamente arrastran consigo el enfriamiento de la caridad!» (Sermón para el IV domingo de Cuaresma, punto I).

¡La caridad ha muerto!

Este es el terrible motivo, el deshonroso motivo para una sociedad cristiana. Se necesitaban santos para volver a su puesto las cosas. Pero no todos los capellanes de la Salpêtrière eran santos. Había veintitrés sacerdotes, pero ninguno santo...

«El hombre de Dios (Grignion), viendo que no avanzaba nada con esas personas (de Poitiers) de tan menguado espíritu y poca virtud, tomó la resolución de abandonarlos y, ocultando sus designios, cierto día los dejó, y se fue a París en busca de nuevas cruces, al correr en busca de una nueva cosecha pura su ardor apostólico.

El gusto por los hospitales y la abyección que reina en ellos, no se había apagado en él. Corrió, pues, a presentarse en la Salpêtrière, donde se veía amplio campo para su celo misionero. Encontró allí con qué ejercitar a sus anchas las virtudes de dulzura, paciencia, mortificación, amor a la pobreza y a los pobres. Pero encontró también allí la malvada envidia, reinante entre los obreros del Padre de familia. Esta lo echó fuera de aquel amplio hospital de París, así como lo había echado fuera del de Poitiers» (Blain, 216-217).

Luis María se había puesto, pues, al servicio de los pobres, voluntariamente, no precisamente por el "gusto" de la miseria y de la abyección, sino por el amor de la caridad y del apostolado. De hecho, todo su trabajo llevó esa impronta:

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«Es increíble cuanta pena y cuanto trabajo se impuso para enseñar a quien ignoraba la verdad de la salvación, para cortar las costumbres pecaminosas a cuantos habían estado sumergidos en ellas durante años y para hacer avanzar a los buenos por el sendero de la virtud, para consolar a los afligidos y dar a todos otra idea de Dios y de la enormidad del pecado... (Grandet, 56-57 – DRG, 42).

Nada hay que cause tanto fastidio al prójimo como hacer algo donde los demás no hacen nada. Ese agitarse, ese moverse por el bien, dio muy pronto en el ojo: los veintitrés colegas no podían explicarse aquel celo apostólico sino definiéndolo como indiscreto e invasor. En pocas palabras el querido canónigo Blain había descrito la situación: no hay mejor campo para la malignidad que la viña del Señor, porque el terreno es de Dios y las deficiencias humanas aparecen allí en toda su mezquindad, y porque los frutos que allí se recogen deben sudarse dolorosamente.

Los biógrafos no nos han relatado con suficientes detalles cómo acontecieron los sucesos, pero conociendo ya lo que pasó en Poitiers no hacen falta pormenores.

Luis María se había hecho sacerdote para mantenerse disponible, siempre y en todas partes. En aquellos años, orientado por la llamada de un obispo y las experiencias de cada día, creyó quizás que el bien más urgente fuera realmente el de los hospitales, de los refugiados, de la miseria encerrada por la policía dentro de pocos números. Y la había querido socorrer, a pesar de saber que encontraría cruces y rechazos. Pero la experiencia de la Salpêtrière fue reveladora para él: podemos deducirlo de la carta escrita a la querida hija que permanecía en Poitiers, María Luisa de Jesús. Aparece en ella un Montfort que desde París organiza un "grupo de oración" en Poitiers entre las personas buenas que todavía lo estiman y a quienes pide que colaboren para alcanzarle no mejor fortuna sino mayores cruces y, por tanto, mayor sabiduría. Sólo por este motivo podemos comprender que había fijado la fiesta de Pentecostés –27 de mayo– para alcanzar una nueva efusión del Espíritu.

«Querida hija en nuestro Señor Jesucristo:

¡el amor puro de Dios reine en nuestros corazones junto con la divina Sabiduría!

La experiencia personal –más que tu propia carta– me hace saber que oras con insistencia a tu Esposo por este miserable pecador. Sólo puedo pagarte este favor con un intercambio de oraciones cuando en el sagrado altar tengo entre mis manos criminales al santo de los santos. Lo que hago todos los días.

Sigue, más aún, redobla las súplicas en mi favor. Que se trate de extrema pobreza, de una cruz muy pesada, de abyecciones y humillaciones; todo lo acepto con tal que –al mismo tiempo– pidas a Dios que esté a mi lado y no me abandone un solo instante a causa de mi infinita flaqueza. ¡Oh! ¡Qué riqueza! ¡Qué gloria! ¡Qué placer! ¡Si con todo esto alcanzo la divina Sabiduría por la cual suspiro día y noche!

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No; no cesaré nunca de pedir este infinito tesoro. Y creo firmemente que lo alcanzaré. Aunque todos los ángeles, los hombres y los demonios me digan lo contrario. Pienso que tus plegarias son demasiado eficaces; que la bondad de Dios es demasiado tierna; que la protección de la santísima Virgen, nuestra bondadosa Madre, es lo suficientemente grande; las necesidades de los pobres, lo suficientemente apremiantes; la palabra y promesa de Dios, lo suficientemente explícitas. En efecto, aunque la posesión de la divina Sabiduría fuera imposible de lograr con los medios ordinarios de la gracia –lo que no es cierto–, resultaría posible gracias a la fuerza con que la imploramos, porque todo es posible a quien cree. Esto es una verdad inmutable. Además, las persecuciones de que he sido objeto y de las que lo soy ahora noche y día, me confirman en que la obtendré.

Hija mía, te pido, por tanto, que incluyas en esta cruzada de oraciones a algunas almas amigas tuyas, orando con ellas –sobre todo, hasta Pentecostés– todos los lunes de una a dos de la tarde. Yo haré otro tanto a la misma hora. Envíame sus nombres por escrito.

Me encuentro ahora en el Hospital General con cinco mil pobres, tratando de hacerlos vivir para Dios y de morir a mí mismo. No me acuses de inconstancia o frialdad respecto a los habitantes de Poitiers. Porque mi Maestro me ha traído acá como a pesar mío. Tiene en todo sus planes, que adoro sin conocerlos. Por lo demás, no pienses que fines temporales o alguna criatura me retengan aquí. Ciertamente, no. Pues no tengo más amigos que a Dios sólo. Todos los que tuve en otro tiempo en París me abandonaron.

No me he apoyado, ni me apoyo ahora, en los bienes que pueden llegarme de la señora de Saint-André. No sé si se halla en París, y menos aún dónde reside. Si me encuentro feliz de morir a mí mismo aquí, lo estaré igualmente de desaparecer de la memoria de muchos de Poitiers a fin de que allí reine Dios sólo. ¡Dios sólo! Serás religiosa. Lo creo firmemente. ¡Cree y ora!»

(sin firma)

(Carta 15; BAC, 92-94).

La carta es una respuesta a otra de María Luisa, perdida como tantas otras. Grignion se divierte, o poco menos, en desmontar las habladurías de Poitiers para resaltar el único motor que lo había alejado de Poitiers hacia París: la voluntad de Dios solo. Pero encontramos en ella explicitada la decisión de que lo olviden en el ambiente del Hospital por cuantos no están vinculados espiritualmente con él. Ese querer morir en los corazones, ese afán de ser ignorado, nos dan a entender que Luis María no piensa regresar allá, y que la opción por la Salpêtrière, aún por parecer involuntaria, es definitiva al menos por cuanto a él concierne.

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Pero en el Hospital general de París no permanece largo tiempo. Solamente algunos meses.

«Cierta tarde encontró bajo la servilleta una carta de despedida, mientras se sentaba a la mesa para comerse un trozo de pan. Antes de partir distribuyó sus pocos enseres y cuanto tenía a los pobres e intercambió con el del portero su propio sombrero nuevo recién recibido como regalo; y, siguiendo el evangelio, sacudió el polvo del calzado al dejar el puesto donde Dios lo había colocado y de donde el mundo lo alejaba...» (Grandet,57 – DRG, 42).

El mundo, según Grandet, habría que identificarlo en ciertos administradores celosos, y según Blain (cit.) en ciertos colegas envidiosos. O quizás en ambos grupos. Desde el punto de vista de éstos, quizás la razón estaba también de su parte: aquel sacerdote campesino, aquel testarudo bretón que cautivaba la aprobación de la pobrería con sus ideas reformistas y espirituales, debía necesariamente aparecer en contraste con aquel reglamento entristecido por los decretos burocráticos sin vida. Sus censuras podían haber nublado la visión de algunos que encontraban en la abyección de las reclusas libre incentivo con desprecio de la moral. Quizás el error, esta vez, podía hallarse en el mismo Grignion: no sabía armonizar, esperar, tolerar... Demasiado recto y santo, no había sabido conciliar la rigidez de los principios con la mansedumbre de las obras.

Pero así aconteció. Había pedido mayores cruces y contradicciones al cielo. Era la primera de una novísima serie. ¡No se piden ciertas cosas impunemente a la divina Providencia!

Una vez más, Luis María se encuentra solo en la inmensidad de París.

TERCERA PARTE

Capítulo 11: Bajo la escalera del Pot-de-Fer

Debemos aclarar bien la idea madurada en Grignion a propósito del apostolado misionero. Y aunque no hubiera ciertamente madurado, sí era considerada como la mejor solución al salir de la Salpêtrière.

Se percibe claramente que Luis María no había considerado definitiva su ubicación en el Hospital de Poitiers ni en el de París, aunque su celo apostólico –que Blain ha llamado con palabra inadecuada "gusto"– en favor de la miseria, lo animaba fuertemente a servir a los pobres enclaustrados. Una vez hecha la opción definitiva, la

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carrera misionera, desde los primeros meses de sacerdocio, y excluido un posible regreso al Hospital de Poitiers, su permanencia en la Salpêtrière, a nuestro modo de ver, tiene dos motivos evidentes.

París, fuera de ser la capital del reino y del mundo, era también la metrópoli de la pobreza: al lado del fulgurante ascenso de la burguesía acunada por el rey, la más negra y peligrosa miseria minaba el surco de la rebelde disparidad. La gama infinita de pobres y pobrezas brindaba así al P. Grignion una inmensa opción de formas apostólicas en el sector que mejor se le acomodaba. Alejado de Poitiers, casi como para entrenarse en la misión evangélica, se había dirigido a París. Dado que confiesa haber ido allá casi por obligación, queremos entender quién o qué lo orientó allá, y sobre todo porqué. Quizás era París la diócesis más necesitada de clero adicto a la población...

El segundo motivo estrechamente vinculado al primero, y quizás mucho más importante que él, debemos buscarlo en la "necesidad" que tenía Luis María de la dirección espiritual de Leschassier. París quería decir San Sulpicio. En un giro decisivo de la vida, después de dos fracasos –y si queremos contar también a Nantes, tres– teniendo que comenzarlo todo, sentía la necesidad de la guía del santo y sabio director que lo conocía más que ningún otro. También la permanencia en la Salpêtrière se presenta como un período ofrecido a Leschassier para volver a examinar a su discípulo. Si se debía hacer una opción y ésta de forma estable, Leschassier hubiera sido el último en juzgarlo y darle esa unción de la obediencia que los santos saben ubicar en los caminos del Señor.

«Su celo lo llevaba a cuantos eran rechazados; corría en pos de los rompecaminos, de los deshollinadores, de los pordioseros y miserables. Y, luego de reunirlos, les repartía el pan de la Palabra de Dios...» (Blain, 251).

Fue una especie de ministerio itinerante, vigilante y paternal, al que dedicó el tiempo que le quedaba después de las horas necesarias consagradas a las enclaustradas en la Salpêtrière. Hay que recordar aquí cuando narra Grandet, ya citado, a propósito de la increíble actividad misionera para enseñar, para debelar el pecado, para hacer avanzar en la virtud, para consolar a los afligidos y "para dar a todos una elevada idea de Dios y de la enormidad del pecado". Si a este fuerte ideal añadimos la tenacidad y testarudez de que estaba dotado, podemos comprender el fastidio que su ministerio podía causar dentro y fuera del Hospital.

Lo peor le aconteció cuando se las tomó con los juglares del Pont-Neuf.

A despecho del nombre, el Pont-Neuf es el más antiguo de París. A través de la punta oeste de la ciudad, vincula a las dos riberas del Sena y favorece el que se haga más extensa la riada de San Germán. El puente, con la plaza incorporada en la que reina la estatua ecuestre de Enrique IV, alcanzó fama especial porque fue el primero en tener

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andén para peatones y el único al que no rodeaban casas. Era el puesto de una auténtica feria, animado y rumoroso, receptáculo de mercaderes, huéspedes, vendedoras de flores, con mil escenas de multiforme humanidad.

Su nombre está vinculado sobre todo a la historia del teatro, porque fue el lugar de la elección de la farsa y las arias populares. Más aún, su nacimiento está vinculado con la aparición de los juglares y a aquellas cancioncillas ha unido tan estrechamente el nombre que se mantiene todavía hoy como encarnación de los cantos triviales y de las estrofillas más popularescas.

Sobre todo, después de la mitad del siglo XVII, la gloria de los cantantes del Pont-Neuf tocó la cumbre del moderno divismo, cuando de la masa amorfa saltaron a la atención los contornos indefinidos de los orfeos más afortunados. Estos escribieron su nombre en la historia de las costumbres y de la política y hasta del teatro. Es la época de Philipot llamado el Saboyardo, a quien Boileau alcanzó con la acritud del sarcasmo. En medio de la banda de los desocupados, instruidos por él para acompañarlo en los coros, rodeado de una multitud de gamines, cocineros, humildes trabajadores, soldados, burgueses, carteristas, amas de casa, prostitutas, el glorioso cantante del Pont-Neuf reinaba desde el pedestal de Enrique IV y lanzaba con voz sonora sus couplets hasta el Louvre o la Rue Dauphine, por encima del rechinar y rodar de las carretas, por encima del resonar de las campanillas e los charlatanes, por encima de los aullidos de los anunciadores y revendedores. El río de palabras que cantaban himnos al vino, al amor, a las cosas triviales, ya antes de saltar por sobre las cabezas de los oyentes, perturbaban al poetastro ya cocido y humeante de ininterminables embriagueces, en el hedor de sus harapos, en la figura sin gracia que despersonificaba.

La musa del Savoyardo tenía imitadores y adversarios: Orlando Lassus, Guedrón, los dos Boësset, y sobre todo el Cochero de Vertamón, ignoto e innominado burgués que nunca traicionó la propia identidad. Las estrofas caían, pues, sabrosas, sucias, sarcásticas, amargas o elegíacas, a herir los escándalos y a los escandalosos, a transformar los hechos, a burlarse de los políticos y las damas mantenidas de la alta sociedad. Una figura especial de los juglares del Pont-Neuf era la que ofrecían los hombres de iglesia, reos de exagerada rigidez y devoción, y los azote dejaban moretones y señales hasta en las personas más cándidas. Responder a los adivinos, tocar a los benjamines de la muchedumbre, era desencadenar a la chusma, era apuñalar al pueblo humilde, era instigar a la revuelta. Quizás era mejor dejarles gritar.

Si Luis María se atrevió a hacerlo, como todo autoriza a pensarlo, lo hizo a sus expensas, entre la general aprobación de la gente bien. Y si el hecho, como refiere Blain, lo hizo incluso encarcelar –cosa que no es difícil de creer– resultó como epílogo de una aventura equivocada que la mayoría le imputó a mal. Pero Grignion era así: actuaba demasiado directamente, sin mediastintas, ignorando y pisoteando las buenas maneras y los convencionalismos, cuando se trataba "de la idea de Dios y de la enormidad del pecado".

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Tenemos tendencia a creer que choques como éste debían resultarle fáciles, tanto más cuanto que llegando de la provincia, no podía entender las cosas inconvenientes ni lo bien visto en la ciudad.

Al salir de la Salpêtrière, encuentra un hueco donde encovarse, en la calle Pot-de-Fer, a pocos pasos del noviciado de los jesuitas a donde había llegado el P. Descartes, a pocos pasos de San Sulpicio y del convento de las generosas benedictinas. Los motivos de la elección son obvios: hallar fácilmente una iglesia donde celebrar la eucaristía, una comunidad donde alimentarse, una compañía de cohermanos con quienes intercambiar algunas palabras.

Una de las primeras tentativas de acercamiento a San Sulpicio, debió tener lugar en la casa parroquial de San Sulpicio: era párroco allí un viejo amigo, el P. de la Chetardye, quien había alimentado por Grignion una auténtica veneración, tanta que, al pasar él, se ponía en pie para hacerle una profunda reverencia. Pero la veneración se cambia en severa indiferencia, casi en condenación. Leschassier rehusa hasta recibirlo. Brenier, en los momentos de momentánea presencia, conserva las distancias y todos los demás eclesiásticos del seminario prefieren no tener nada que ver con el ex seminarista.

Una pesada y desagradable escena de Leschassier rompe toda posibilidad de encuentro. Debió suceder en la primera quincena de junio, con ocasión del funeral del P. Lévêque. Y dado que el final de esa vida apostólica es en el fondo una página que cierra un capítulo de la biografía monfortiana, referimos el relato que de él hace Blain:

«Como última preparación a la muerte, viajó (Lévêque) del seminario de París al de Issy, que es la casa de soledad y silencio de San Sulpicio; fue allá, digo, el domingo o uno de los días de carnaval, creo, en ayunas, envuelto en su cilicio y cargado con una cadena de hierro, y recorrió la legua, a la edad de más de 80 años, con tanta dificultad y fatiga, que, mientras daba un paso adelante, a menudo retrocedía dos, dificultándosele levantar los pies y sostenerse derecho.

Los transeúntes, al ver a este anciano y santo sacerdote, siempre en peligro de caerse, pensaban que se resentía de los días de locura (del carnaval) y que la embriaguez hacía que sus pasos resultaran temblorosos y vacilantes. Escandalizados, lo señalaban con el dedo e indudablemente, como es lo ordinario, hacían caer sobre su estado el desprecio a su persona...

Una vez llegado a Issy, pasó en retiro y penitencia la cuaresma: ocho horas diarias de oración, le colmaban gran parte del día; y, dado que le estaba prohibido hacerlas de seguida arrodillado, no se desquitaba de esta mortificación sino con una mayor, prosternándose sobre el pavimento de mármol de la devota capilla de Nuestra Señora de Loreto donde encontraba sus delicias.

Su descanso consistía en pasar el resto del día en la recitación del rosario o la lectura de algún libro piadoso, mientras se paseaba en el jardín. El santo varón sólo encontraba en estos lugares de santidad, una cosa poco conforme a sus inclinaciones,

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a saber, que el pan que se le presentaba era demasiado bueno; muy incómodo de no poder tenerlo peor, lo comía sólo como a las malas y resarcía su mortificación, sobre el resto de la alimentación de la cual apartaba lo mejor para contentarse con lo estrictamente necesario.

Así fue la preparación a la muerte, de este venerable anciano de más de ochenta años, tan penetrado del espíritu de penitencia, que temía que la muerte lo sorprendiera sin hacerlo. Fue la respuesta que dio a su director, que lo exhortaba a aminorar sus penitencias, para impedirle disminuir su rigor» (Blain, 205-210).

La muerte lo alcanzó así el 12 de junio.

Luis María debió casi ciertamente viajar a Issy para las exequias de su antiguo superior de Nantes. Quizás en esa ocasión lo alejaron desafortunadamente del Instituto. Todo esto lleva a pensar que las cosas sucedieron exactamente así: el aspecto de pobreza –llegaba del cuartucho del Pot-de-Fer– y abatimiento en el que debió presentarse fue considerado indecoroso para la circunstancia y el ambiente. Existía, además, en este continuo rechazo, un motivo mucho más hondo. Una vez más habla Blain.

«Realmente historias elaboradas a placer, revestidas de burlesco y acicaladas con un aire de ridiculez que se hacía circular a cargo del humilde sacerdote, habían podido causar ese cambio en el P. de la Chétardye y en muchos más.

Ya contaban haber visto al P. de Montfort predicando en las plazas públicas y que el señor Arzobispo, para poner diques a esos excesos de celo, lo había dictado el entredicho. Ya relataban que había atacado a los cantores del Pont-Neuf y que esas gentes que distraen al público y, con ese medio, hecho mucho ruido y gran desorden; lo cual lo había hecho detener y encarcelar en las prisiones de la Oficialidad. Y, como los mentirosos son siempre atrevidos, sobre todo contra la devoción, se aseguraban de no decir sino lo que habían visto.

Lo cual indisponía los espíritus contra el virtuoso sacerdote, inocente de todos esos sucesos. No obstante, los afirmaban con tanta convención, que hasta los menos crédulos se sentían dispuestos a creerlos...» (Blain, 242-243).

Que todo fueran "chascarrillos" inventados, no lo creemos, conociendo a Luis María. De todos modos, aún los menos inclinados a creer en ellos, acababan por dudar de él. San Sulpicio, por ejemplo. ¡Y esto no tanto por las habladurías cuanto por la fama que podía redundar sobre la institución!

«¡Cuán mortificado quedó, cierto día cuando al llegar a Issy, aquel santo superior (Leschassier), que se hallaba allí con la comunidad, en tiempo de vacaciones, lo recibió con un rostro glacial y lo despachó penosamente, con aire seco y desdeñoso, sin querer ni hablarle, ni escucharlo» (Blain, 218).

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Los intentos de acercarse a Leschassier, primero en privado y, por último, ante muchos eclesiásticos –probablemente para el funeral de Lévêque– fallaron, dejándole un dolor que agravaba la incertidumbre del momento. Blain, a quien seguimos citando, no condena ni desaprueba la conducta de Leschassier ni de cuantos en tales contingencias le cerraron la puerta a Grignion. Sería pretender demasiado del biógrafo que venera incondicionalmente los oráculos sulpicianos...

Una vez más, aquel granítico Leschassier no gusta, a pesar de todo, porque no podía faltar a su culto a la regla, la normalidad, el sentido común. Y también, ¿por qué poner en peligro su óptima fama de superior general de uno de los más célebres Institutos eclesiásticos franceses, en favor de un sacerdote que se señalaba por el amor al riesgo, lo inesperado, la impetuosidad? De hecho, el no querer acoger a Grignion no significa desaprobación, si en el fondo del corazón –recuérdese la carta del 12 de mayo de 1701 a mons. Girard: "Tiene una alta idea de la perfección", y la del 12 de noviembre siguiente al mismo Grignion: "No quisiera ni me atrevería a poner obstáculos a la gracia..." (ver cap. 9 de esta biografía)–. Existe casi la certeza de que lo guía el Espíritu del Señor.

«Júzguese el dolor del P. de Montfort al ver a hombres tan santos e iluminados en los caminos de Dios, dudar de su propio camino porque no quieren guiarlo por sendas perdidas o lejanas, o también por no atraer sobre ellos mismos la condena de ciertas acciones exageradas que él realiza» (ver Blain, 238).

Hemos subrayado el texto. Blain no podía explicarnos mejor la conducta de su "amado" director.

«Juzguen Uds. el dolor del P. de Montfort...

Quien no ha experimentado tales dolores no los imagina siquiera: cuanto más somos de Dios, más sensibles somos, más penetra en el alma el dolor y el espanto...

A tales situaciones se hallan expuestas las virtudes raras y los varones que tienen algo extraordinario: se piensa de ellos de maneras diferentes: dividen los corazones y las inteligencias; los más sabios y esclarecidos son los más reservados al respecto, por temor de condenar a un santo o canonizar a un hipócrita...

Confesaban que era un santo y hacían elogios, ya de su gran modestia, ya de su recogimiento, ya de su humildad, a menudo de su gran mortificación y austeridades, otras veces de su amor a la pobreza, de su celo y caridad y, sobre todo, de su entrañable ternura y devoción a la santísima Virgen. Y, ¡cosa extraña!, seguían dudando de que anduviera por la senda de los santos» (Ib.).

Volvemos nosotros a subrayar. Es el punto fundamental de la cuestión.

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«Yo, muy atento a cuanto de él decían, no podía extrañar lo suficiente que lo creyeran santo, sin creer que anduviera por el camino de los santos. Y, predispuesto en favor del P. de Montfort, no me atrevía a dejar de dar crédito a cuanto todos creían; pero, como el mismo Grignion me precisó a propósito, todo esto era falseado y mal interpretado.»

No se nos hace extraño. Hay muchos santos, y muchos viven aún hoy entre nosotros, que no serán canonizados porque no caminan por el camino de todos. Por otra parte, incluso en las cosas sencillamente humanas, los más combatidos, los más contradichos, los más humillados son precisamente los que quieren hacer algo para levantarse sobre la áurea mediocridad.

A la pregunta concreta de Blain, responderá Leschassier: «Es muy humilde, paupérrimo, muy mortificado, muy recogido; y, sin embargo, me cuesta, pensar que lo guíe el buen espíritu».

El buen espíritu de San Sulpicio era la legalidad y la obediencia, la mesura y la reflexión: el Superior de ese maravilloso Instituto, de aquella forja de verdaderos sacerdotes, no debía renunciar ni siquiera por una vez a la norma corriente de juicio, la medida de la espiritualidad. Y sabemos que la medida de Leschassier –y de cuantos se creen superiores al humildísimo Leschassier– no es siempre la del Espíritu de Dios. Es la falla de los superiores que creen estar de parte de Dios y de Nuestra Señora sólo porque tienen que mandar...

Lo reconocía el mismo Leschassier cuando, tras la santa muerte de Luis Grignion, confesará al mismo Blain: «¿Ves? No sé entender a los santos...».

Y de acuerdo con el biógrafo, concluyamos también nosotros:

«Una respuesta tan humilde me edificó y satisfizo mucho más que todas las apologías que hubiera podido hacer de su juicio anterior» (Blain, 228).

Durante esta sorda guerra, Grignion proseguía su ministerio. En él seguramente se encontró con los juglares del Pont-Neuf, con los reclamos de la Curia sobre los lugares escogidos para la predicación, y sobre todo por ese particular auditorio de deshollinadores, harapientos y pobretones le llegó la desaprobación de los eclesiásticos más calificados.

Naturalmente la guerra contra su ministerio terminaba por poner en tela de juicio su forma de predicar. Se llegó aun a invitarlo a hacer dirigir meditaciones en la cripta de San Sulpicio donde los seminaristas y los censores podían a su gusto controlar si la forma adoptada por el sacerdote de la pobrería constituía un cómodo refugio para la ignorancia, para la incompetencia y para la falta de preparación. En esa oportunidad, Grignion eligió uno de los textos más gratos a su piedad personal; parafraseó el cántico mariano del "Magníficat". Blain anota:

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«Nada más devoto e impactante que lo que dijo: la atención y gusto del auditorio eran la prueba de ello. Pero la crítica maligna y la envidia secreta que lo persiguieron por todas partes, no encontraron qué alabar, nada que no fuera digno de lástima y menosprecio... No aprobarían nada de lo que sale de la boca de un ministro lleno de celo y tenido en alta reputación de virtud; se le hacen burla sobre las palabras menos insignificantes; no le perdonan ninguna palabra inadvertida; le arman proceso por todo» (Blain, 246-248).

Claro, la forma de predicar de Grignion se adapta más a los pobres que a los seminaristas, y él mismo lo afirmó muchas veces. Era sencillo, a estilo evangélico, sin elocuencia a la moda, persuadido como estaba de que la locura de la cruz tiene el poder de confundir la sabiduría del mundo y triunfar sobre la vana filosofía y sobre la elocuencia profana.

«Después de haber preparado bien las materias y haberlas ordenado en la inteligencia, calentaba su corazón en la oración y buscaba esos dardos de fuego, esas palabras ardientes, esas expresiones y movimientos divinos, que admiramos en los profetas y en los apóstoles, que arroban al auditorio, penetran en su corazón y realizan su conversión» (Blain, 249).

Como podemos ver, Blain –que se define como testigo atento– ha descrito muy bien, y lo hace a través de todo el artículo 58, la forma que podía agradar a los deshollinadores y a los harapientos, pero que no podía ser del gusto de los "pavitos" del seminario, acostumbrados a oír a los "grandes" de la elocuencia y –como acontece a menudo en los institutos religiosos– que creen estampar con su aprobación personal un sello de nobleza al predicador.

Por fortuna, los demás, aquellos eclesiásticos de quienes dependía el bien de las almas, pensaban de otro modo, y cuando el futuro obispo de Chalons del Maine, el sacerdote Madot, superior de los sacerdotes diocesanos adscritos al Monte Valeriano, pidió al cardenal De Noailles un buen sacerdote para arreglar las cosas en el célebre monte-santuario, vio que le recomendaban al sacerdote de los harapientos...

El Monte Valeriano, a pocos centenares de metros del centro de París es una cumbre totalmente aislada que, desde sus 181 metros, domina la curva noreste del Sena y ofrece un panorama completo sobre la ciudad. Desde los comienzos del cristianismo había sido siempre la sede ideal de ermitaños y cenobitas, y entre los bosques y lujuriantes olas de verdor, todavía en el siglo XVII congregaba a hombres de vida espiritual y santidad.

En 1634, el sacerdote Huberto Charpentier se había preocupado por la erección de una iglesia al final de un adecuado "Viacrucis" de siete capillas y muchas estatuas tamaño natural. Desde entonces el Monte Valeriano se había convertido en meta de

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numerosas peregrinaciones, en tal forma que una disposición del arzobispo había asignado al cuidado y asistencia de los fieles un numerosos grupo de sacerdotes para dejar a los ermitaños la cumbre, la capilla central y la soledad. Pero las cosas entre las dos comunidades religiosas nunca habían sido tranquilas, aunque sin trascender, y entre los dos grupos persistían tensiones y antipatías.

Pero oigamos cómo lo narra Blain:

«Creo que fue entonces cuando lo enviaron al Monte Valeriano a trabajar para devolver la unidad a los espíritus divididos de los buenos frailes ermitaños que tienen allí una comunidad. Su vida es muy retirada, muy austera y en un silencio casi perpetuo. Se acerca mucho a la de la trapa: también he oído dar a esa casa el nombre de la "Pequeña Trapa".

El superior de aquellos buenos ermitaños era el más anciano de ellos, llamado Fray Juan. Por largo tiempo los gobernó en la paz y la unidad; pero finalmente la discordia se asentó allí en medio de ellos; y no sé por qué motivo.

El señor abate Madot, actualmente obispo de Chalón-sur-Marne, que era su superior, habiendo inútilmente tratado de restablecer la paz por sí mismo y por medio de otros, creyó que el P. Grignion era el hombre adecuado para ello, gracias a su excepcional fervor y a su buen ejemplo. Le pidió, pues, que se encargara de esta tarea. El siervo de Dios la aceptó y partió inmediatamente, en época de invierno muy áspero y riguroso, para subir a aquella montaña, la más elevada en la cercanías de París, donde el viento, las tempestades, las lluvia, el frío, el calor y todas las incomodidades de las estaciones se hacen sentir más fuerte que en ninguna otra parte.

Su recogimiento, su espíritu de oración, su fervor, su mortificación dejaron admirados a aquellos buenos frailes y los renovaron. Seguía la marcha de sus ejercicios y les daba ejemplo de todas las virtudes más difíciles. Aquellos solitarios tan austeros ya no lo parecían frente a él, porque a todas las penitencias de ellos añadía las suyas propias. Entre ejercicio y ejercicio de comunidad, lo veían, en su capilla, siempre de rodillas y en oración, helado y temblando de frío, porque su pobre sotana y quizás alguna franela rota no lograban darle calor y defenderlo de la aspereza del frío que es más riguroso en las alturas. Tuvieron lástima de él y le pidieron que aceptara uno de sus hábitos. Y así el hombre de Dios revestido de la indumentaria blanca de aquellos ermitaños, parecía y vivía entre ellos como uno del grupo.

Impactados por sus extraordinarios ejemplos de virtud, sacudidos por la gracia y unción de sus palabras, conquistados por su dulzura y humildad, no tardaron en rendirse a sus deseos y unir su voz a la de él, para restaurar en medio de ellos la paz y la concordia, que habían sido desterradas» (Blain, 253-257).

Se alcanzó la paz sobre el Monte Valeriano entre ermitaños y clero diocesano. Y no parece que esa paz y concordia en el trabajo hayan sido perturbadas por casi ochenta

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años: hasta que la Revolución, acabó con frailes, clero, iglesia y viacrucis, y profanó el monte con construcciones de guerra.

Regresando a París a dar cuenta del resultado de su misión, a fines del invierno de 1704, Grignion no conservó nada para sí, ni siquiera el hábito blanco que devolvió a los ermitaños en el acto de despedida. Pero un recuerdo, sí, lo llevó consigo: la visión de aquel Viacrucis y de aquel calvario con sus estaciones y estatuas al natural... Algunos años más tarde construyó uno semejante en la llanura de la Magdalena, en el ducado de los Coislin, en Pontchâteau.

Si San Sulpicio no respondió a las peticiones de Grignion, tocó una vez más a la Compañía de Jesús, en la persona del P. Descartes que la Providencia le permitió encontrar a dos pasos de San Sulpicio, en el noviciado de la misma calle Pot-de-Fer, escuchar a su antiguo alumno.

«Incierto, entonces de sus caminos, no sabía qué camino coger. Su oráculo había enmudecido y no quiso responderle más...» (Blain, 217).

Pero, ¿cuál era la verdadera pregunta que deseaba plantear?

«Este gran amigo de la pobreza se retiró entonces a un pequeño hueco de una humilde casa, al lado del noviciado de los jesuitas. Allí, tan escondido y desconocido, apenas si logré encontrarlo, en un lugar tan semejante al establo de Belén. Sólo era, en efecto, un pequeño desván, debajo de una escalera, que el sol a duras penas podía iluminar. No vi otros muebles que una escudilla de barro cocido y, si no me equivoco, una cama miserable que no era, lo mismo que el lugar, adecuada sino para mendicantes y miserables...

Pero Dios sabía también resarcirlo en todas partes de su pobreza, y de sus humillaciones y sufrimientos, dándole comunicaciones tan íntimas y frecuentes, que el servidor de Dios pasaba la mayor parte del día y de la noche en oración, que llegó hasta dudar de si no debía abandonar, o al menos suspender por algún tiempo, las funciones del ministerio, para responder a esta poderosa atracción. Pidió consejo al respecto, pero, al parecer, le aconsejaron proseguir el ejercicio de su celo, porque no lo interrumpió en forma alguna» (Blain, 220-222).

Allí al desconcertado cronista se le abre la maravillosa certeza del mundo interior en que Luis María se espacia en la contemplación, desde la oración de quietud hasta la unión mística. Es el mundo reservado y exclusivo del Señor y de las almas, pero que debemos tratar al menos de comprender, porque el lugar espiritual se confunde con la forma en que Grignion logra la verdadera fisonomía que seguirá inalterada hasta la muerte.

Es el momento en que la espiritualidad del santo sacerdote toca las cumbres del arrobamiento en Dios. Los meses pasados en el hueco del Pot-de-Fer constituyen el adviento de una navidad apostólica y misionera. Sólo comprendiendo ese momento

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del espíritu se podrá comprender la fuerza de la actividad que de aquí tomará el despliegue pastoral que todavía esperamos.

Precisamente por esos días, el 12 de noviembre, moría en la Bastilla la legendaria "Máscara de hierro" que será sepultada en el minúsculo cementerio de la iglesia de San Pablo, en la Calle San Antonio. De esa tumba excavada en tierra, no saldrá jamás. al menos hasta hoy, la verdadera persona y la auténtica historia del personaje.

Casi al mismo tiempo desaparece un personaje que conocemos muy bien: Luis María Grignion, para hacer nacer al P. de Montfort, o mejor a Montfort. A partir de este momento firmará y se hará llamar así: hombre sin casa, sin familia, sin morada, desprendido de todos y de todo, exactamente tal como escribirá en la Súplica Ardiente:

«¿Qué te estoy pidiendo?

Hombres libres con tu libertad, desapegados de todo: sin padre, sin madre, sin hermanos, sin hermanas, sin parientes según la carne, sin amigos según el mundo, sin bienes, sin estorbos ni preocupaciones, y hasta sin voluntad propia...., esclavos de tu amor y de tu voluntad, hombres según tu corazón, hombres que, sin voluntad propia que los manche o los detenga... Nubes levantadas de la tierra y llenas de celestial rocío, que vuelen sin obstáculos por todas partes al soplo del Espíritu santo...» (nn. 7-9).

Este nacimiento tuvo lugar en un laborioso parto, hecho de renuncias y padecimientos, a la manera de San Sulpicio. Y la vida, la nueva vida, la verdadera, que lo anima, ya no es más la del hombre pobre, sino la de Cristo. Nace Cristo en Luis María, vivo y operante en María, aferrado a la cruz como en un trono, como comida, bebida, eternidad, premio y corona, visión e ideal.

¿Qué hacen los contornos humanos sino enmarcar el rostro de Cristo?

La Sabiduría, Cristo, en pos de quien ha corrido por años, por siglos y que ahora lo conquista. No se habla de doctrina, ni de prudencia, sino de Sabiduría; no de la ciencia sino del Maestro; no de la actitud exterior, sino de la gracia vivificante. Es la Sabiduría que es Cristo, es Jesucristo, Sabiduría encarnada –fin de toda santidad y de toda devoción–; que sólo existen si llevan a vivir en Cristo.

«Sabiduría, ven, te llama un pobre;sí, ven, que por la sangre de Jesúsy las dulces entrañas de Maríano quedaremos nunca confundidos.¿Por qué, por qué prolongas mi martirio,si yo te estoy buscando noche y día...Ábreme, ábreme, amor; abre la puerta;abre que no soy un desconocido

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mira que te amo y busco locamentey en ti tan sólo encuentro mi descanso.Pero si tú no quieres que sea tuyo,déjame importunarte una y mil vecesy buscarte y buscarte y no encontrarte...»

(CT 124,1-4; BAC 660-661).

Estas estrofas del más hermoso de los Cánticos de la colección del futuro misionero (Los deseos de la Sabiduría), pueden traicionar el ansia y el temor de perder con Cristo todas las cosas.

En la contemplación de aquellos días y noches, la Sabiduría se le revela en dos rayos, dos estados o actitudes inconfundibles: la cruz y la Virgen María. Son las formas que la Sabiduría misma ha utilizado para encarnarse y salvarnos. ¡Sin María y sin la Cruz no es posible entender a Jesucristo!

La contemplación realiza el último golpe sobre el granito del hombre Grignion que se ha colocado en las manos de Dios como cera para ser moldeado, como un laúd entre las manos de un hábil tañedor. La Sabiduría se destaca del mundo contemplado por la mirada mística y entra en su espíritu: viene a él, se queda en él, es parte de él, es vida de él. Siempre con esos dos rayos que se llaman: Cruz y Nuestra Señora.

Su temática espiritual quedará así compuesta sobre el modelo del plan providencial de la salvación, como en un cuadro que no describe momentos, pero va pintando la realidad que hay que vivir.

Pero, para Montfort la contemplación se convierte en mensaje que hay que transmitir; no se detiene en su espíritu sino lo poco que es necesario para suscitarle el jadeo de la santidad y el anhelo de divulgar; no la guarda para sí, sino que la ofrece para toda la humanidad que quiera beneficiarse de ella.

En los meses de soledad penosa pero radiante, escribe la obra maestra de su literatura espiritual: el Amor de la Sabiduría Eterna (BAC, 117-207), poderosa síntesis de la cual tomarán aliento, de vez en cuando, los demás opúsculos y tratados, y en la cual hay que enmarcarlos para que puedan comprenderse adecuadamente. Quizás, utilizando los apuntes de las meditaciones dictadas en la Sala de la sagesse de Poitiers, sirviéndose de la lectura de las obras de Saint-Jure, de Nepveu, de Olier y de Bérulle, con algunas anotaciones tomadas del anterior Cuaderno de Notas, y sobre todo con la incontenible ola de entusiasmo y de convicción cosechadas en la revelación interior, Luis María compone un pequeño volumen que es mucho más que un simple libreto de piedad.

No es un libro para leer, sino para vivir.

Con Cristo y según Jesucristo.

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No se lo aprende en pocas horas, sino con toda la existencia.

La limpidez y la coherencia a las que favorece la sencillez del estilo, lo hacen accesible a cualquiera por indocto y hasta iletrado que sea, y quizás más a éste que a los iluminados. Los modernos podrán ampliarlo, criticar o rechazar, ¡cómo no! Pero no pueden derruirlo; podrán añadirle preciosos fragmentos de exégesis y precisiones teológicas, de historia y de filosofía, pero sin alterarlo ni mutilarlo.

Pocas líneas son suficientes para trazar el esquema.

El Verbo de Dios, la Sabiduría Eterna, la altísima y poderosa consejera del Creador y artífice del universo, quiere la salvación del hombre; por milenios lanza a la humanidad afligidas llamadas y frecuentes invitaciones de esperanza. Cuando en el Consejo del Eterno e decide la Encarnación, la misma admirable Sabiduría se hace carne y el Verbo se asoma al mundo deshecho, como Redentor y Salvador. En Cristo las invitaciones se convierten en reales testimonios de amor y de misericordia. En Jesucristo se hace realidad el impensable acontecimiento y María lo adecúa y lo calibra a la pequeñez humana. La salvación se cumple en una crucifixión que no es un episodio, sino un mensaje y un tema. La palabra y los milagros han quedado fijados en el evangelio, en la predicación apostólica, aparece como la sublimación de la humanidad crucificada del Verbo. Desde ese momento la obra de Dios comienza el verdadero trabajo de redención de las personas y se transmite como Vida de gracia; basta con que el hombre se acerque a Cristo e intente lo increíble, de hacer vivir a Cristo en sí y de vivir en Cristo. El camino que el hombre debe recorrer para una unión perfecta, se presenta bajo formas diferentes que la hagiografía de todos los siglos ha consagrado; pero una forma, la más lógica e inmediata, es ese recorrido del Verbo desde la encarnación hasta la resurrección: el camino que pasa a través de María santísima. Es el medio eficaz por ser sencillo, exacto por ser divino, humano por ser natural.

Para poseer la Sabiduría hay que "desearla" y "pedirla con súplicas y gemidos", mientras que la condición sine qua non para alcanzarla es el desprecio del mundo y el ejercicio de la virtud. La devoción a la Virgen María no es una de éstas, ni una forma de ascesis del alma, sino el medio ideal de la realización del gran proyecto. El hombre que se arroja en María, como un día el Verbo, no llegará a la santidad por esto sólo; ¡largo es el camino que hay que recorrer para completar la imitación de Cristo, más aún de Cristo crucificado!

El libro termina así con los acordes de una espléndida sinfonía mariana, ofreciendo al alma el tema de la perfección y de apostolicidad, del celo y de la caridad.

De aquí tomará aliento el futuro Tratado de la verdadera devoción: "Por medio de la santísima Virgen María vino Jesucristo al mundo, y también por medio de ella debe reinar en el mundo" (VD, 1).

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Este Amor de la Sabiduría Eterna no es un libro que se lee sólo para meditar. Es una llamada que se escucha de pie, listo a trabajar. Es, como se ve, un desarrollo de impronta evangélica, y es por esto que cada página redunda de evangelio. Es uno de esos pocos libros cuyas páginas, si las dispersara el viento, podrían recogerse y colocarse sobre el escritorio, o mejor, sobre el reclinatorio del verdadero cristiano. Y seas quien seas puedes encontrar en él, para el momento justo la palabra adecuada que infunda energía y permita recuperar el deseo de amar a Jesucristo.

La interrogación giraba, pues, sobre la suavísima alegría que le sugería la contemplación en el receptáculo de la humildad, bajo la escalera del Pot-de-Fer. Las últimas incomprensiones de Nantes a París, además, lo impulsaban a considerar que no era apto para la predicación ni para las funciones del sagrado trabajo misionero. ¿Algo de desaliento?

Ahora entendemos por qué buscaba con afán una respuesta.

Dios, el Padre que nunca defrauda, pensó por su parte, en confirmar cuanto le dijo el jesuita Descartes, en la secuencia de los acontecimientos, entre los cuales hemos incluido ya la paz restablecida en el Monte Valeriano.

Pertenecen a este período ciertas cartas del P. de Montfort, que citaremos en cuanto que confirman el estado de ánimo que hemos vislumbrado en Montfort.

La primera va dirigida a María Luisa de Jesús, en Poitiers, donde ella sigua aguardando una respuesta sobre su propio futuro de religiosa.

Realmente, en aquellos meses, tras la inesperada partida de su director refugiado en París, hallándose en la necesidad de ver de sí misma, también María Luisa abandona el Hospital y sigue probablemente una decisión tomada precisamente con ocasión de esa novena pedida por Montfort: quiere hacerse religiosa "en una posición seria", dado que habiendo quedado sola, le parece hasta haber sido abandonada a su propia suerte. Siguiendo las indicaciones de un director ocasional, se presenta en el monasterio de las Canónigas de San Agustín en Chatellerault, para ofrecerse como laica conversa "con el fin de no mortificar a sus padres y en espíritu de pobreza" (BML, 29) como le había inculcado Grignion. Así, pues, sin dote y en el más absoluto ocultamiento. ¿Cuánto duró la experiencia? Tres o cuatro meses, dado que en octubre está de nuevo en el Hospital de Poitiers y recibe la carta de Montfort.

¿Supo Montfort de ese intento? Quizás no, y si lo supo, dado que es mucho más prudente de cuanto se piensa, sabe que María Luisa es perfectamente libre de sí misma y puede muy bien responder no a su propuesta, y además, sabio como ha aprendido a serlo, sabe muy bien que la Providencia se la traerá de nuevo si el proyecto viene del Señor. De todos modos, no aludirá jamás a ello en las cartas del momento ni en las posteriores, a menos que se quiera ver un poco de amargura en las primeras líneas de la carta que envía precisamente ahora.

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de París, el 24 de octubre de 1703

«Hija carísima:

¡el amor puro de Dios reine en nuestros corazones!

No pienses que la distancia física o el silencio externo me hayan hecho olvidar tu caridad para conmigo ni la que debo profesarte. Me dices en tu carta que tus deseos de hacerte religiosa permanecen tan fuertes, tan ardientes y constantes como siempre. Es una señal infalible de que provienen de Dios. Tienes entonces que poner en Él toda tu confianza; ten por seguro que obtendrás más de lo que piensas. El cielo y la tierra pasarán antes que Dios falte a su palabra permitiendo que una persona que espera en El perseverantemente vea frustrada su esperanza. Experimento que sigues pidiendo la divina Sabiduría para este miserable pecador a través de cruces, humillaciones y pobreza. ¡Ánimo, querida hija! ¡Ánimo! Te quedo infinitamente agradecido. Experimento los efectos de tus plegarias, porque me encuentro empobrecido, crucificado y humillado como nunca. Hombres y demonios, en esta gran ciudad de París, me arman una guerra muy amable y dulce. ¡Que me calumnien, que me ridiculicen, que hagan jirones mi reputación, que me encierren en la cárcel! ¡Qué regalos tan preciosos! ¡Qué manjares tan exquisitos! ¡Qué grandezas tan seductoras! Son el equipaje y cortejo de la divina Sabiduría, que Ella introduce consigo en casa de aquellos con quienes quiere morar. ¡Oh! ¿Cuándo lograré poseer esta amable y desconocida Sabiduría? ¿Cuándo vendrá a morar en mí? ¿Cuándo estaré tan engalanado que pueda servirle de refugio en un lugar donde se halla sin techo y despreciada? ¡Oh! ¿Quién me dar a comer ese pan del entendimiento con el que Ella alimenta a sus mejores amigos? (Quién me dar a beber ese cáliz con el que calma la sed de sus servidores? ¡Ahí ¿Cuándo me hallaré crucificado y perdido para el mundo?

No dejes, querida hija en Jesucristo, de compartir mis súplicas encaminadas a satisfacer estos anhelos míos. Puedes hacerlo ciertamente. Lo puedes, de acuerdo con algunas amigas. Nada puede resistir a tus plegarias. El mismo Dios –con ser tan grande– no las puede resistir. Se ha dejado, afortunadamente, vencer por una fe viva y una firme esperanza. Ora, pues; suspira, implora para mí la divina Sabiduría; la obtendrás toda entera para mí. Así lo creo»

(sin firma)

(Carta 16; BAC 94-95).

De Rambervilliers donde está empezando su año de noviciado, la hermana Guyonne-Jeanne le manda a decir –quizás con las benedictinas de Rue Cassette– que una enfermedad no definida le hace temer que no sea apta para la vida religiosa con las Madres que consagran la vida a la adoración y reparación continuas: quizás la lejanía de Bretaña, la falta del hermano y un doloroso recuerdo de la familia le causan un tanto de melancolía...

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Luis María –probablemente en el verano de 1703– le envía una carta que constituye un himno a la fuerza purificadora del dolor.

«Querida hermana:

¡el amor puro de Dios reine en nuestros corazones!

Me alegro de tener noticia de la enfermedad que el Señor te ha enviado para purificarte como oro en el crisol. Debes ser una víctima inmolada sobre el altar del Rey de los reyes para su eterna gloria.

¡Qué destino tan sublime! ¡Qué vocación tan excelsa! Casi siento envidia de tu felicidad.

Ahora bien: ¿cómo puede esta víctima serle totalmente agradable si no está interiormente purificada de toda mancha, por insignificante que sea? Este santo de los santos encuentra manchas aun donde la criatura no ve sino belleza. Con frecuencia, su misericordia se anticipa en nosotros a su justicia, purificándonos con la enfermedad, que es el crisol ordinario para purificar a sus elegidos. ¡Qué felicidad la nuestra si Dios mismo se digna purificar y preparar la víctima a su gusto! En cambio, ¿a cuántas otras abandona para que se purifiquen a sí mismas o por medio de otros? Y ¡cuántas más son recibidas como víctimas sin pasar por las pruebas ni por el tamiz de Dios!

¡Ánimo, pues, ánimo! No temas al espíritu maligno, que te dirá con frecuencia durante la enfermedad: No llegarás a profesar a causa de tu poca salud. Sal del monasterio y vuélvete a tu casa. Vas a quedar en la calle. Serás una carga para todos... Aunque el cuerpo te duela, ten firme el ánimo, pues nada te conviene tanto en el presente como la enfermedad.

Pide y haz pedir la divina Sabiduría para mí, que en Jesús y María soy

Tu hermano...»

(Carta 17; BAC 95-96).

Pero tras la enfermedad purificadora, queda la duda. Más aún, se diría que se da una forma de testaruda rebelión, naturalmente inconsciente, que le hace pesada la vida de comunidad y la vida religiosa en general. Ciertos reclamos de la superiora, ciertos contrastes con las hermanas... y alguna leve amenaza de exclusión llevan Guyonne-Jeanne a querer convertirse en profesa a la fuerza. El hermano que adelanta la dura prueba de la cruz y del aislamiento, que siente la falta de un director espiritual, le escribe con lealtad y fuerza:

«Hermana carísima en Jesucristo:

¡el amor puro de Dios reine en nuestros corazones!

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Todos los días doy gracias a nuestro Dios de bondad las misericordias que realiza en favor tuyo. Trata de corresponder con fidelidad absoluta a cuanto te pide.

Si no es Dios el único que te abre la puerta del convento donde te encuentras, no entres en él. Aunque tengas una llave de oro hecha ex profeso para abrirte la puerta. Porque ésta se transformaría para ti en la puerta del infierno. Se necesita una especial vocación para ingresar entre las Hijas del santísimo Sacramento, pues su espíritu es elevadísimo. La verdadera religiosa del santísimo Sacramento es una verdadera víctima en cuerpo y alma. Se alimenta con el sacrificio continuo y universal: el ayuno y la adoración sacrifican su cuerpo; la obediencia y la renuncia sacrifican su alma. En una palabra: todos los días muere viviendo y vive muriendo. Haz cuanto te manden en esa casa. Todo tuyo. de Montfort»(Carta 18 – BAC 96-97).

La carta es del mismo octubre de 1703. Fortalecida y sostenida más por las oraciones que por las palabras de su santo hermano, Guyonne-Jeanne prosigue su camino de noviciado con mejor espíritu y tranquila serenidad.

De su pluma hemos recogido también ese afligido: No tengo aquí amigos... los que en otros tiempos tuve en París, me han abandonado (ver Carta 15). Aunque debemos afirmar que el ambiente no le era del todo adverso. Quería decir quizás que ninguno se mostraba pronto a defenderlo y apoyarlo... Algún amigo le ha quedado y ¡qué amigo!

En mayo de 1703, Luis María estipula un contrato con el antiguo condiscípulo y conciudadano Claudio Poullart des Places. Su encuentro y las confidencias que llevaron a aquel contrato nos ayudarán a comprender la evolución espiritual de Montfort. Claudio-Francisco Poullart había nacido en Rennes en 1679 y había estudiado también en el colegio de los jesuitas. Luego de algunos años de dispersión se había dedicado definitivamente al estudio del derecho en otro colegio jesuita más famoso, Louis-le-Grand, cerca de París. De estudiante –y queremos recordar que en esos años y en ese colegio estaban el joven Arouet, el célebre Voltaire– se dedicaba enteramente al apostolado sobre todo entre los deshollinadores a quienes impartía lecciones de catecismo en la iglesia de san Benito. En 1702, resuelto a hacerse sacerdote, recibe la tonsura.

Ya tuvimos oportunidad de poner de relieve cómo la verdadera llaga del clero francés era la falta de clero apto y preparado. No obstante la imponente obra de reforma intentada por las grandes instituciones –modelo la de San Sulpicio– muchas regiones permanecían siempre sin clero capaz, porque en fin de cuentas –y el tirocinio de Montfort es la prueba de ello– la permanencia en el seminario costaba demasiado. Muchos jóvenes no se hicieron sacerdotes por no tener dinero y seguramente entre éstos se hallaban los mejores. Y aquellos pobres que llegaban a serlo o lo hacían con

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segundas intenciones o terminaban clandestinamente en alguna diócesis menos actualizada.

Los intercambios de información que se hicieron los dos al reencontrarse en París en 1702 a propósito de la dolorosa situación de los campos y de los sacerdotes dispersos en los poblados, sirvieron para sacudir fuertemente a Poullart des Places. Con dificultades y a sus expensas creó un seminario «para promover eclesiásticamente, en forma pobre y gratuita, en el espíritu del Concilio de Trento, durante el curso de varios años, a los estudiantes pobres... con el intento... de reformar al clero del campo, de proveer de esa manera a las parroquias pobres y pequeñas con buenos sacerdotes, a los pueblos y regiones grandes con buenos vicarios, capellanes y maestros de escuela, de formar operarios evangélicos para el reino (de Francia) y para el exterior, de formar buenos sacerdotes para todos los oficios en la Iglesia, haciendo de ellos trabajadores, pobres y desinteresados...» (Receuil Thoisy, c 9 [al 14] 273 – en Le Floch, Claude-François Poullard des Places, París 1906, pp. 273-274).

El seminario fue inaugurado ante Nuestra Señora de la Bonne Délivrance en la parroquia de Saint-Etienne-des-Grés, el 27 de mayo de 1703. Luis María de Montfort fue invitado a la ceremonia y probablemente a ofrecer una serie de predicaciones preparatorias.

Uno de los biógrafos más documentados, Besnard, afirma que en esa ocasión pidió al amigo Poullart des Places que entrara a formar parte del grupo misionero que el mismo Montfort quería crear; y que él respondió que no se sentía inclinado a la predicación, pero que proveería a alimentar al grupo con sacerdotes formados en su propio seminario.

Al referir esta noticia de Besnard, dudábamos un poco, porque el contrato de colaboración nos parece poco probable. ¿Cómo podía Montfort pensar en un grupo misionero si él mismo no era misionero? Y si ya soñaba –y podemos también creer que es admisible– en la Compañía de misioneros para la gente, probablemente habló de ella con el amigo, pero sin proponerle, al menos por ahora, entrar en ella. Quizás el episodio debe colocarse unos años más tarde y gozaría entonces de toda validez. En efecto, en la Regla de los Sacerdote misioneros de la Compañía de María, siempre alude a al seminario parisino de Poullart des Places, aunque la forma externa del texto podría insinuar la existencia de un seminario propio.

Sea lo que fuere, la amistad entre los dos se mantiene firme y fecunda. Poullart des Places fundó la Congregación de los espiritanos, llegó a ser sacerdote y se hizo santo. La alianza espiritual entre los dos se mantuvo y fue confirmada por el regalo que Montfort, hizo el día de la inauguración al nuevo Instituto de una estatua de María en madera, tallada por él mismo. Ciertamente Montfort consideró la posibilidad de comprometerse con este seminario, tanto que considera la obra naciente en cierta forma como una creación personal suya.

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Y los espiritanos vieron siempre en Montfort a más del amigo del Fundador, el padrino de la Congregación.

Al bajar del Monte Valeriano, dos noticias interesantes lo esperaban: la primera era la de la profesión de su hermana en Rambervilliers, la segunda una llamada urgente del Hospital de Poitiers.

A su hermana le escribió inmediatamente:

«Querida víctima en Jesucristo:

¡el amor puro de Dios reine en nuestros corazones! No puedo agradecer lo suficiente al Dios de bondad el haberte convertido en víctima perfecta de Jesucristo, enamorada del santísimo Sacramento y suplemento de tantos cristianos y sacerdotes infieles.

¡Qué honor para tu cuerpo el ser inmolado sobrenaturalmente durante una hora en adoración ante el santísimo! ¡Qué honor para tu alma el hacer en esta tierra, sin gusto, sin conocimiento, sin la luz de la gloria, en la sola oscuridad de la fe, cuanto hacen en el cielo los ángeles y santos con tanta complacencia y claridad! ¡Cuánta gloria da al Señor en este mundo una fiel adoratriz! Pero ¡qué raro es hallarla! Porque todos, incluso los más espirituales, ansían gustar y ver. De lo contrario, se hastían y entibian. Y, sin embargo, sola fides sufficit: ¡basta la fe!

En fin, hija fiel del santísimo Sacramento, ¡qué provecho, qué riqueza y qué placer los tuyos cuando te encuentras a los pies de este rico y dignísimo Señor de los señores! ¡Animo!, ¡Animo! Enriquécete, regocíjate al consumirte cada día como lámpara encendida. Cuanto más des de lo tuyo, tanto más recibirás de lo divino.

Y después de haberte felicitado, (no tengo, acaso, razón de felicitarme a mí mismo, si no como hermano tuyo, al menos como tu sacerdote? Porque ¡qué alegría, qué honor y qué ventaja para mí el contar con la mitad de mi sangre que repara con sus amorosos sacrificios los ultrajes que –¡ay de mí!– infiero tantas veces al amable Jesús en el santísimo Sacramento, sea por mis comuniones hechas con tibieza, sea por mis olvidos y abandonos inconcebibles! ¡Oh¡ Yo triunfo en ti y en todas tus dignas Madres, porque me habéis alcanzado las gracias de las cuales yo y los demás infieles ministros de los altares nos hacemos indignos por nuestra poca fe. Salgo en seguida para el Hospital de Poitiers. Te suplico, hermana mía, que ames sólo a Jesús en María, y por María, a Dios sólo y en El sólo. Todo tuyo.»(sin firma) (Carta 19 – BAC 97-98).

Era la mitad de marzo de 1704. La comunicación enviada a su hermana sobre la inminencia de su viaje a Poitiers, tiene que ver, precisamente, con la segunda noticia

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recibida en su escondrijo del Pot-de-Fer. Blain le entregó una carta dirigida al P. Leschassier de parte de los pobres de Poitiers y que tenía que ver con él.

«Nosotros, cuatrocientos pobres, le suplicamos muy humildemente, por el mayor amor y la gloria de Dios, que nos haga venir a nuestro venerable pastor, ése que ama tanto a los pobres, el P. Grignion.

¡Ay! Señor, sentimos como nunca la pérdida que hemos sufrido para la salvación de nuestras almas. Porque en cuanto a los bienes de este mundo, no son éstos los que nos inquietan: la Providencia provee a nuestras necesidades y creemos que él con sus oraciones nos ha alcanzado de Dios una nueva superiora que posee todas las condiciones que se pueden desear para las cosas temporales. Es de elevada condición, viuda riquísima, que ha provisto ricamente a sus hijos. El demonio sólo busca nuestras almas... La mies es muy abundante y hay pocos obreros; él preveía bien todo esto...

Carísimo señor, ¿no lograrán nuestras apremiantes necesidades conmover su corazón que ama a Dios y su gloria y la salvación de las almas? Ud. recibirá gran gloria por ello: ¡qué bien tan grande hará al enviarnos a nuestro ángel! Los pobres son siempre despreciados y no se escuchan sus humildes súplicas. Lo pedimos también a nuestro ilustrísimo y reverendísimo obispo, quien nos dice que ya lo ha llamado dos veces... Los grandes no gustan de ser rechazados, y en este caso hay que olvidar totalmente los intereses de Dios (no escuchándolo). Creemos que su caridad y celo por las almas nos concederán esta gracia grande que le pedimos en nombre de todas las amabilidades del buen Jesús y de su santa Virgen Madre de Dios.

¡Señor! Si él estuviera aquí, con la nueva superiora, ¡qué reglamentos y qué justicia no haría reinar en esta casa! Perdón, bondadoso señor mío, por el atrevimiento que nos tomamos: es, de todos modos, nuestra indigencia la que nos impulsa a importunarle, y también las grandes penas que padecemos.

Por último, Dios mío, consuélenos y perdónenos nuestros grandes pecados que nos han merecido semejante desgracia. Si podemos verlo de nuevo, seremos más obedientes y fieles en consagrarnos a Dios a quien imploraremos, señor, le conserve a Ud. y le aumente las bendiciones y perseverancia final.

Los pobres de Poitiers»

(Pauvert, p. 140).

Fuera de la evidente retórica de quien redactó la carta, los hechos corresponden a la realidad. La situación del Hospital, a diez meses de la partida de Montfort, había ido empeorando desde el punto de vista disciplinar y moral. La nueva directora que había sustituido a la inepta Dame de París era una buenísima conocida de los hospitalizados cuya providente benefactora había sido siempre. Se llamaba María de Villeneuve,

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viuda Bodet De la Fenêtre, y fuera de la piedad religiosa y la abundancia de dinero, tenía óptimas cualidades de administradora. El puesto de capellán, no obstante la afanosa búsqueda efectuada por el Consejo de Administración, estaba prácticamente vacío, aunque en los últimos meses había un sacerdote que a la llegada de Montfort no aparece ya con el título en los registros y memoriales.

¿Quién había pensado nuevamente en Grignion?

En primer lugar, al obispo. Ciertamente ya estaba esperando una respuesta dada a los dos enviados encaminados a París. Si esa respuesta no había llegado, no creemos que fuera por negligencia –que a los ojos de Montfort hubiera parecido una horrible rebelión– de Grignion; pero muy probablemente la invitación no habrá llegado al interesado quien se hallaba en el Monte Valeriano. La alusión "Los grandes no gustan de ser rechazados" deben entenderse como resignación de parte del obispo y como rechazo a ulteriores insistencias.

Y ciertamente los pobres... Una mano para extender la petición y sugerir la dirección de Leschassier debieron prestarla la Directora y sobre todo María Luisa de Jesús que no había vuelto a abandonar el Hospital y, por orden del obispo, tampoco el hábito. Si tuviéramos que aceptar que todos los pobres, todos los cuatrocientos estaban de acuerdo... pretenderíamos demasiado. Pero la mayor parte de ellos, ciertamente sí.

Por otra parte, los pobres, después de la referencia a las visiones de algún alma piadosa –y que muy poco podían conmover a Leschassier– piden prácticamente sometidos una vez más a la prueba.

Es útil preguntarse cuál era la actitud de Leschassier y su juicio sobre el asunto, dado que la carta lo invocaba directamente al caso como apelación decisiva. El prudente y atento observador de los manejos de la Providencia, una vez enviado a Blain a llevar la carta a Montfort –decimos Blain, o sea, el único amigo que le ha quedado a en San Sulpicio– quizás trataba de apoyar la petición al menos a título personal. No logramos ver en el gesto del sulpiciano una intención de "lavarse las manos". Preferimos pensar que, no pudiendo aprobar explícitamente a Montfort en público, lo anima secretamente. Está al corriente de las relaciones entre Grignion y Blain y, por ello, en cierta forma todavía lo sigue... a distancia, quizás.

Y esto constituyó en el fondo el verdadero rayo de sol en el cuartucho oscuro del Pot-de-Fer. ¿Fue suficiente ese mudo mensaje de Leschassier para hacerlo salir de allí, o lo fueron las dos llamadas del obispo, o el consejo del P. Descartes, o las palabras de aliento de Blain...? No lo sabemos bien. ¿Obedeció o eligió? Porque esta vez tenía la facultad de aceptar o rechazar, como lo hace intuir el gesto de Leschassier.

Sería cómodo y fácil decir que una vez más prevalece en Montfort la voluntad de obedecer y de escuchar a los superiores y el grito de los pobres. Pero el P. Grignion ya no existe; ahora es Luis de Montfort, es decir, tan cambiado en el espíritu –y la opción del nombre lo determina–, que si una decisión como ésta debía ser motivada, el

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motivo no lo habría encontrado fuera, sino dentro, pero en la conciencia de la propia definitiva vocación.

Se habían necesitado las desilusiones de Nantes, de Poitiers, de París; se había requerido de esos meses de dolorido retiro, y sobre todo aquellos del hielo del Monte Valeriano, para abrirle los ojos. Si alguna vez había dudado de sentirse llamado a "encerrarse" para servir a los pobres, hoy es cierto. Las experiencias demasiado breves de vida en descampado, evangélicas y apostólicas, las únicas que en el fondo lo defraudan, eran la verdadera indicación providencial de su puesto en la viña del Padre. Cambiando nombre y escogiendo el de su país natal, ha querido hacer desaparecer cualquier traza de colocación y fisonomía humanas, para ser sólo y para todos un "padre", para aquellos donde el nombre de "Montfort" podía significar algo: ¡no en París ni en Canadá, sino en Bretaña!

Al ofrecerle la posibilidad de regresar a Poitiers, Dios confirmaba la opción definitiva del sacerdote bretón. Poitiers no era Bretaña, sino el dintel de la casa, la etapa obligatoria impuesta por las circunstancias. El hecho de tener que encerrarse una vez más no era renunciar, sino esperar.

Lo importante para Montfort, era estar en el puesto, en su patria, en el momento oportuno, porque Luis de Montfort se había decidido a ser misionero a disposición de los obispos de su Bretaña.

Capítulo 12: El más duro de los fracasos

Por primera vez, debemos ayudarle a Blain, quien tras recibir del mismo Montfort amplias explicaciones sobre su forma de actuar, nos informa que luego de la reconciliación de los monjes del Monte Valeriano,

«Luis Grignion regresó a París, de donde, al crecer la persecución, se vio obligado a salir. Aquí, lo pierdo de vista y no puedo decir más, en forma ordenada, lo que sé de él o lo que he oído acerca de él. Le habían dado diez escudos para el viaje, pero, según su costumbre, comenzó, antes de partir por poner aquella limosna en manos de los pobres, como si él solamente hubiera sido el depositario. Era en el mundo el hombre menos preocupado por sí mismo y por sus necesidades. Luego de abandonarse en manos de Dios, no creía jamás que algo le hiciera falta, fundado así en su protección y sus cuidados. Comenzó a caminar a expensas de la divina Providencia, sin temor de agotar sus tesoros o fatigar su generosidad.

¿A dónde iba, pues? No lo sé con certeza. Creo que volvió a tomar el camino de Nantes, o de Poitiers, o de Bretaña. Sólo puedo, pues, estampar confusamente y sin distinción, muchas de sus acciones admirables y algunos sucesos maravillosos que hicieron ruido.

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Comienzo por lo que le aconteció en Poitiers...» (Blain, 257-259).

Sabemos, ante todo, que recibida aquella oferta pecuniaria, no parte como fugitivo. Hizo una opción importante, definitiva. No abandona la capital por las habladurías o las maledicencias de la plebe o de los eclesiásticos. En cambio, nos parece que partió con la aprobación de lo realizado de parte del arzobispo, por ejemplo, que lo nominó para los monjes de la "Pequeña Trapa". Luego, otros párrocos lo llamaron a predicar; incluso en San Sulpicio había quienes, a pesar de alimentar algunas dudas sobre su forma exterior de actuar, como si fuera un problema (Blain, 253), iban a escucharlo por un motivo o por otro y lo seguían hasta en sus movimientos por la ciudad.

Y más adelante, sabemos con seguridad, que el camino emprendido era el de Poitiers, y sabemos qué motivos lo orientaban hacia allá.

Eran los últimos días antes de Pascua que ese año caía muy temprano, el 23 de marzo. Y así llegó a ese Hospital del que despedido en dos ocasiones había tenido que alejarse.

La casa parecía renovada, materialmente, por la nueva directora Bodet de La Fenêtre que, en confesión de los hospitalizados –pero ¿hasta qué punto laudatorios?– poseía egregias dotes de administradora. Pero ¿espiritualmente? La antigua llaga no se había cerrado todavía entre las servidoras y en la indisciplina.

Esta vez lo esperaban sobre todo las dos hijas predilectas, las primeras Hijas de la Sabiduría: sor María Luisa de Jesús y sor Catalina Brunet. Lo esperaban también los del Consejo y sobre todo los pobres. Todos por motivos diferentes y todos por el mismo: la salvación de la institución, y las hermanas por su vocación, los administradores para intentar salvarse –o al menos, salvar la cara– y los pobres por la supervivencia.

¡A su llegada, grandes besamanos, flores y hasta antorchas! El Bureau le confiere el cargo de capellán en jefe y de director –le dará un auxiliar algún tiempo después en la persona de un santo sacerdote, Carlos Dubois, para la parte religiosa–.

Cuando se aplaca el entusiasmo, Montfort, disfrutando de excepcionales poderes, emprende seriamente la reforma del instituto. En otra oportunidad había auspiciado la resurrección del antiguo reglamento del 1675 y también del más reciente de 1696. Esta vez, sostenido abiertamente por el obispo-presidente, mons. de la Poype de Vertrieux, escribe o dicta tres esbozos de reglamentos que, por fortuna, han llegado hasta nosotros. Estos documentos conservados en los archivos puatuvinos de la Vienne, son esbozos, uno más difuso que el otro y que se completan mutuamente. Montfort no pierde tiempo en giros de palabras y se dirige inmediatamente a los responsables subrayando que los desórdenes incluso materiales dependientes de la inobservancia de los estatutos.

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«"Ad majorem Dei gloriam Virginisque, pauperumque bonum" (A la mayor gloria de Dios y de la Virgen y el bien de los pobres).

Monseñor, con el fin de que Dios sea conocido, amado y servido mejor de cuanto lo ha sido, Ud. y los Señores Administradores deben hacer observar el reglamento aprobado el 17 de agosto de 1696 por su predecesor, mons. de Saliant y por los Señores Administradores de esa época, y que no ha sido respetado entre otros motivos, porque han cambiado los oficiales y los servidores.

(Toca a todos Uds.) ver todo lo que necesita abolir o añadir el reglamento para tener los poderes en los límites del deber, y, todavía más importante, para encargar a cada uno de las enfermeros y de las enfermeras de una tarea precisa a fin de que no se den interferencias ni choques mutuos, y así (les toca a Uds.) confiar estos oficios a quienes juzguen más adecuados, y en cuanto se refiere a la Directora, la señora de la Fenêtre, permitir que se ocupe tanto de la parte general como de los pormenores del Hospital general...».

Es un pasaje que pertenece al tercer esbozo, quizás el menos importante. Al querer examinar más de cerca estos documentos, llegamos al apacible descubrimiento de reconocer el estilo de Montfort en ese subrayar el reclamo insistente, sulpiciano diríamos, a la consideración directa de los superiores que son encausados como responsables de las confusiones y de la inobservancia, sin tantos miramientos.

Los esbozos son secos, rápidos, casi apresurados, pero suficientes para delatar la personalidad de quien los dicta. Lo más importante es lo que se encuentra, sin letra alguna del catálogo en el fascículo II E/1: la escritura es semejante a la de Montfort aunque carente de las características lexicales y caligráficas de los escritos posteriores; y la razón podría hallarse precisamente en la prisa y en la naturaleza específica de "memorial" destinado al estudio y a la corrección que el obispo y la directiva tendrían que aportar antes de enviarlo a la imprenta. Leemos, en efecto:

«Hallándose agotados todos los ejemplares del reglamento del 17 de agosto de 1696, la Administración ha sido del parecer de hacerlo reeditar para el mantenimiento del buen orden; y dado que el cambio de las asistentes de rango inferior ha provocado mucho desorden en el Hospital, ha juzgado oportuno reformarlo en algunos artículos y añadir otros nuevos, (y) para hacer más sensible y práctico el reglamento distribuirlo a cada uno de los mencionados oficiales tanto externos como internos del susodicho Hospital para que (sepan) cuanto compete a cada uno de ellos, en conformidad a cuanto se dice en el art. 51 de la Letras de Aprobación (del rey) de mayo de 1675».

No se necesita mucho para comprender que la "reedición" sabe perfectamente a excusa sugerida a los responsables para cubrir en parte la voluntad de reformar sin perturbar el ambiente. Todo resulta, luego, más claro si se refiere a los artificios del setecientos elaborados en el estilo burocrático de la época.

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La confrontación entre el reglamento de 1696 y el dictado por Montfort subraya, más de un regreso, una auténtica impostación de ruptura y novedad. Pero, ¿estaba Montfort convencido de realizar una obra permanente? Es una pregunta interesante que implica cierta actitud personal contrastante con la que ya conocemos, o sea, la del misionero. El haber redactado un reglamento no significaba entonces como tampoco hoy, atar o empeñar la propia existencia ni mucho menos la futura misión. Montfort habría defendido y sostenido su reglamento no por querer que fuera una conquista suya, sino la conquista de la paz y del bien de los pobres; no la meta personal, sino la meta del instituto. Había elaborado un reglamento que cualquiera podría hacer suyo tanto por la observancia como por las mejorías; por ello no lo firmó; no porque no tuviera las facultades, sino porque no lo comprometía directamente: era siempre, de todos modos, un texto "de prueba", no definitivo ni vinculado a su permanencia el Hospital.

La experiencia consolidaría la bondad y justicia de todo el articulado.

Mientras la obra de restauración moral y disciplinar del Hospital avanzaba, la vida espiritual de Montfort no reconocía treguas. Tenemos aquí un testimonio que al respecto referirá en 1718 a Grandet, el sacerdote Carlos Dubois, que ayudaba a Montfort:

«El P. Grignion fue siempre ingenioso en ocultar las propias gracias interiores y cuanto le hubiera podido atraer alguna estima especial, que solamente los confesores pueden expresar con seguridad; pero en el período de cerca de tres meses durante los cuales viví con ese santo sacerdote, y trabajó bajo su dirección en el Hospital de esta ciudad, me mantuve tan atento para observar con admiración toda su conducta exterior que me hubiera sido imposible no llegar a conclusiones piadosas en favor de su santidad interior.Desde las cuatro de la mañana hasta las diez de la noche no se lo vio jamás inactivo un solo instante. Sus ejercicios de piedad no eran jamás interrumpidos si no por los ejercicios de caridad pública o de mortificación secreta.

La oración mental, el oficio divino, la celebración de los santos misterios, el ejercicio de la confesión, los catecismos, las visitas a los enfermos o a los pecadores, la entonación de los cánticos espirituales lo mantenían ocupado continua y sucesivamente, y a pesar de empeños tan fatigosos y permanentes, ayunaba severa y puntualmente tres veces por semana, miércoles, viernes y sábado, de la mañana a la tarde su única comida consistía en una sopa ligera con dos huevos y un trozo de queso. Andaba siempre cargado de cadenas de hierro a la cintura y en los brazos,. pero tan apretadas que apenas podía agacharse a causa de las frecuentes y sangrientas maceraciones; dormía sobre un poco de paja y muy mal abrigado; a menudo comía pan negro y siempre mezclaba dos tercios o tres cuartos de agua en el vino; durante todas nuestras comidas de la mañana y de la tarde daba sitio en la mesa a un pobre, le daba de beber en el propio vaso lleno de agua y vino hasta que sólo quedaba una tercera parte, que él bebía enseguida, añadiéndole diestramente una gota de agua o de vino para ocultar del verdadero motivo» (Grandet, 471-474).

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El arcaico testigo cita también el episodio de un ulceroso a quien Montfort cuidó en una salita de aislamiento y a quien atendió y asistió personalmente hasta el fin.

De la casa paterna llegaban de tanto en tanto noticias que si no lograban sacudir el entusiasmo de Luis María, sí le interesaban. Un mes después de su llegada a Poitiers, tuvo noticia del matrimonio de su hermana mayor, Renata, con Pedro Garsón, ceremonia que bendijo en Iffendic su tío Alán Robert.

Probablemente le escribió su madre. Y la buena señora aprovechó para informarle un tanto de la situación de la familia. Las cosas no andaban mal gracias a Dios, y hubiera constituido un pecado quejarse de ellas. Habían muerto exactamente ocho hermanos hasta 1694, pero desde ese tiempo la muerte no volvía a pasar por allí; más aún, otros seis, incluido Luis María, se habían casado o ubicado con recursos y fortunas que se pueden imaginar.

Ciertamente si el hermano hubiera podido pensar un poquito también en la numerosa familia Grignion, ojalá ubicándose en un buen puesto enriquecido con renta discreta... Los hermanos esperaban seguramente de Luis María una ayuda sustancial, después de tantos años de sacerdocio y de peregrinaciones.

A esa carta de su madre, respondió Montfort con retraso el 28 de agosto siguiente.

Dado que este es el escrito más duro y menos... santo del santo varón, debemos profundizar en las circunstancias y estados de ánimo de los dos remitentes.

En la casa Grignion, en agosto de 1704, al lado de los padres –el abogado contaba 57 años y su esposa 56– quedaban solamente cuatro de los dieciocho hijos. Efectivamente, habían salido de ella, fuera de los muertos: Luis María, sacerdote en Poitiers o sabe Dios dónde; José Pedro, clérigo dominico en Dinán; Renata, casada en Iffendic; Silvia, religiosa profesa en Fontevrault; Guyonne-Jeanne (Luisa), religiosa profesa en Rambervilliers; Gabriel-Francisco, seminarista, tal vez en Saint-Maló (recibirá la ordenación sacerdotal en 1708). Quedaban, pues, sólo tres mujeres y el último varón, a saber: Francisca Margarita de 25 años, despedida por enfermedad de Fontevrault; Francisca Teresa de 23; Juan Bautista jr. de 15; y Juana Margarita de 13.

Grandes problemas educativos o de ubicación, evidentemente ya no los había; pero preocupaciones por las dos mayores sí, porque, indecisas o desanimadas, no pensaban en casarse –lo cual puede confirmarse recordando que sólo Francisca Teresa, contrajo matrimonio a los 40 años–.

Las cartas de las mamás, en tales circunstancias, reflejan las angustias y dudas por el futuro más que las cruces del pasado, aunque no descuiden de anotar los contragolpes del ayer. Ciertamente Luis María que, desde hacía un decenio no ponía los pies en la casa, seguía siendo el primogénito y el más calificado para escuchar esos motivos y sugerir las soluciones: tenía así conocimiento del debilitamiento del padre campesino

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de vida aunque tuviera un gran nombre burgués, con esperanzas acantonadas al haber perdido a los varones entregados al Señor, con ambición nunca extinguida de hacer bella figura incluso en el campo hasta la testarudez del recio y continuado trabajo, y con las desgracias y carestías que golpeaban al campo y a las familias de campesinos... y escuchaba el dolor materno por su demasiada lejanía y algún reclamo por no haber encontrado todavía el modo de hacer una visita al Bois-Marquer, mientras aunque fuera una corta aparición hubiera hecho tanto bien, no sólo a los "viejos", sino también a las hermanas y al hermano... Pero lo que transpiraban ante todo las líneas de la madre debía golpear a todo hijo bien nacido: si los hijos se marchan, si no vuelven más, si las desgracias y las muertes, si los primeros achaques podían soportarse todavía, el corazón de la madre temía para sí y para su esposo las tristísima soledad que caía sobre ellos.

Si nada sabemos de la carta de la madre –cualquier mujer podría reconstruirla–, leamos la respuesta de Luis María en Grandet, el primer biógrafo. La presentamos, saltándonos a propósito el primer párrafo, para que los lectores juzguen con nosotros las artificiosas falsificaciones de la hagiografía más cerrada.

de Poitiers, el 28 de agosto de 1704

«Aunque no te escriba, no te olvido en mis oraciones y sacrificios. Antes bien, te amo y venero tanto más perfectamente cuanto que en ello no intervienen ni la carne ni la sangre. No me molestes con el cuidado de mis hermanos y hermanas. He hecho por ellos cuanto Dios me pedía por amor. De momento, no tengo ningún bien temporal que proporcionarles, porque soy más pobre que todos ellos. Los pongo con toda la familia, en manos de quien la ha creado. Que (al respecto) me consideren como muerto. Sí, lo repito para que no lo olviden: considérenme como muerto. No pretendo tener que ver o heredar nada de la familia en la que Cristo me ha hecho nacer. Renuncio a todo, a excepción de mi título, porque la Iglesia me lo prohíbe. Mis bienes, mi Padre y mi Madre están en lo alto; no reconozco a nadie según la carne.

Es verdad que tengo para contigo y para con mi padre grandes obligaciones por haberme dado la vida, haberme criado y educado en el temor de Dios y haberme hecho infinidad de beneficios. Por ello, os doy miles y miles de gracias y ruego diariamente por vuestra salvación. Cosa que continuaré haciendo durante toda vuestra vida y después de vuestra muerte. En cuanto a hacer algo más por vosotros, yo y nada valemos lo mismo en mi antigua familia.

En la nueva familia a la que ahora pertenezco, estoy desposado con la Sabiduría y con la cruz. Ellas constituyen todos mis tesoros temporales y eternos, terrenos y celestes. Tesoros tan grandes que, si los conocieran, Montfort sería envidiado por los mayores ricos y poderosos de la tierra.

Nadie –o, a lo sumo, muy pocos– conoce los secretos de que hablo. Tú los conocer s en la eternidad, si logras la dicha de salvarte, pues es posible que así no sea; tiembla y ama más intensamente.

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Conjuro a mi padre, de parte de mi Padre del cielo, a que no toque la pez, porque se manchará con ella; a que no se alimente de la tierra, porque se atragantará; a que no aspire humo, porque se asfixiará. Que ponga en práctica la huida y desprecio del mundo y la devoción a la santísima Virgen, en que me declaro todo suyo y de mi padre.

Saludo a tu ángel de la guarda y soy todo tuyo en Jesús y María.

Montfort, sacerdote y esclavo indigno

de Jesús que vive en María»

(Carta 20; BAC 99-100).

Es una carta dura y en algunos casos inoportuna. Si no se quiere reconocer el significado más transparente: Luis María escribe a su madre, a quien, después que los confesores y los educadores, le había conocido, comprendido y amado mejor que nadie, y a quien debía dirigir palabras aprendidas en otros tiempos precisamente de ella. Probablemente hallamos un lenguaje habitual en la casa Grignion: seco y poco adecuado a oídos que no sean bretones.

Lo esencial de la respuesta se hallaba en los motivos por los cuales Montfort no quería ayudar económicamente a sus hermanos y hermanas: primero, porque no podía y, luego, porque cada uno de ellos debía defenderse por sí mismo al menos con una brizna de iniciativa y con mucha fe.

Y, sin embargo, ésta no es la carta que conocen los biógrafos.

Todos han reportado –aunque alguno ha hecho ademán de olvidarlo– hasta ahora un pasaje inicial que ha deshumanizado y desencarnado una carta que, sino brilla por el sentimiento, es al menos coherente y justa como podía escribirla un misionero de los pobres.

Este es el pasaje colocado ordinariamente al comienzo de la carta sin ninguna introducción, después de la fecha: «Prepárate para la muerte que te acosa con tantas tribulaciones. Sopórtalas cristianamente, como lo haces. Hay que sufrir y cargar cada día la propia cruz. Sí, es necesario. Es infinitamente provechoso para ti el verte empobrecida hasta tener que reducirte a un hospital, si tal es la voluntad de Dios, y el ser despreciada hasta el punto de encontrarte abandonada de todos y morir viviendo».

El lector habrá experimentado sin duda un fastidio sutil al leer estas frases que, llenas de retórica y lugares comunes, sintonizan –¡y qué mal!– con cualquier fraile predicador más que con un místico. Podemos preguntarnos cómo podía un sacerdote –santo hasta donde se quiera– escribir a una madre como aquella, cuando aquella mujer no sólo estaba bien sino que esperaba tener el derecho a una vejez más tranquila después de dieciocho maternidades y tántos funerales y desventuras y preocupaciones y

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sufrimientos. (Dios, mucho más comprensivo, la hará vivir más que Luis María). Y ¿cómo podía un sacerdote-hijo proveniente de una persona tan sensible y fina como Juana Robert, escribir y sólo a ella una carta sin una oportuna palabra introductoria de afecto y normal conveniencia, cuando era capaz de escribir cartas muy amables y hasta elegantes, a su hermana Guyonne-Jeanne?

Los biógrafos que la han presentado, han querido ver en ella la acostumbrada manifestación extraordinaria de santidad. Nosotros vemos en ella una vacía perorata atribuible a quien presentó la carta para hacerla divulgar y quizás al mismo Grandet. De hecho, la carta aparece sólo en la quinta Parte de su obra, capítulo XVII, bajo el título Desapego de los negocios del mundo y de sus familiares, al lado de la enviada a su tío Alán Robert el 6 de marzo de 1699 que ya hemos transcrito (ver DRG, 207).

Nos parece evidente la intención de hacerla cuadrar en el asunto expresado en la enunciación del capítulo, a menos que el pasaje sea realmente un comentario del hagiógrafo un tanto pedante o un pasaje tomado de otra carta desconocida o enviada a algún miembro diferente de la familia.

Nos parece que la carta verdadera comienza con las expresiones afectuosas que nada tienen que ver con el primer párrafo y que, en cambio, empalman bien con el resto de la página, incluso para aquel a quien repugna –no obstante, reconocer los inmensos esfuerzos para encontrar en ella inspiración bíblica– saber que el buen Padre de Montfort, el padre de los afligidos y de los pobres, era tan inoportuno y odioso con la criatura más grande y digna de la tierra, su propia madre.

Y si lo fue, cosa que no creemos, tratemos de tener un poco de sentido común, para no hallar pinceladas de santidad que nada tienen de común con las de Jesucristo.

De todos modos, la reforma del Hospital prosigue aunque entre contradicciones y obstáculos, mientras que en el ánimo de Luis María se hace más imperiosa la voz del misionero momentáneamente acallada, o sea, el reclamo de las parroquias abandonadas y necesitadas de Dios. Debió combatir mucho dentro de sí para hacer frente a la decisión de abandonar el Hospital para dedicarse exclusivamente a la predicación. El confesor del lugar, el; P. de la Tour, que recibe las confidencias de Montfort, comparte su angustia y lo ayuda a poner en marcha el antiguo propósito; ahora el hospital puede salir avante sin él, sostenido como está por la nueva administración, por el capellán sustituto y un oportuno sentido de la disciplina; más aún, quedan, como garantía, las dos primeras Hijas de la Sabiduría que están para ser –si aún no lo están– enmarcadas de oficio en la dirección de la institución.

Luego de mucha oración y, como de costumbre, mucha penitencia, Montfort decide exponer la cuestión al obispo-presidente, mons. de la Poype, quien con extrema prudencia anima al sacerdote a seguir su propia vocación y le asegura que proveerá a la ubicación personal del misionero.

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Por prudencia exagerada, Luis María pide también el parecer de sor María Luisa de Jesús y a algunos amigos más cercanos. Y así, después de menos de un año, Luis María redacta en perfecto estilo una carta de dimisión y la envía al Bureau.

Los cronistas monfortianos, acostumbran (de hecho parece una costumbre) motivar las dimisiones con "las insuperables dificultades" halladas en la reforma del Hospital. Y no se dan cuenta de que la verdadera insuperable dificultad proviene de lo íntimo del mismo Montfort. Quizás por carecer de la lineariedad de los hombres de Dios ni su concretez, vemos por todas partes escollos y obstáculos cuando sería más exacto escrutar en el ánimo las divinas llamadas del Señor que proporciona las indefraudables dificultades exteriores según la realización de los designios providenciales.

El Bureau, esta vez no sabemos con cuanta dubitación, aceptó; y Luis María abandonó el Hospital, sin luminarias ni candentes lágrimas.

Como en los momentos más importantes de su carrera sacerdotal, encontró una casa en las cercanías de Savarne –o, como algunos quieren leer, Smarves en las cercanías de Nouaillé –que le ofrecía una generosa viuda, para hacer unos días de ejercicios espirituales. Se retira allí con un aspirante seminarista de quince o dieciséis años y se prepara al nuevo apostolado.

Son días de intensa lucha espiritual: la duda, la incertidumbre de la decisión reaparecen con fuerza. ¿No presume de sí mismo...? ¿No trata de caminar por un sendero demasiado nuevo para una opción personal, que decide él solo...? De hecho, es la primera vez que le falta el apoyo de Leschassier y la determinación aunque sólo de consejo del confesor, del obispo y de las almas buenas, le puede parecer al discípulo de San Sulpicio privada del crisma de la obediencia...

En al intimidad de la oración, en el dolor de las maceraciones, recupera la serenidad del juicio y la paz del corazón; ve en la duda una tentación del demonio –que quizás se le apareció visiblemente para intensificar la prueba– y en el colmo del entusiasmo grita hasta hacerse oír del joven seminarista: «¡Me das risa! No me faltarán fuerza ni valor mientras tenga conmigo a Jesús y a María. ¡Me das risa, en verdad!» (Grandet,87 – DRG, 58).

Poitiers, la Limonum de la Provincia romana de Aquitania, había sido la capital de los Pictavi. Construida en la bella confluencia del Clain y del Boivre, cubre toda la plataforma y las pendientes de un promontorio de cincuenta metros, y esta cortada como una isla entre los dos valles de los ríos que la abrazaba dejándole un estrecho istmo de la tranchée para unirla a tierra firme. Antiquísima capital de provincia, ha permanecido vetusta y tranquila, burguesa y respetable, eclesiástica y judiciaria, como una estatua ecuestre. Las veces en que otros la conquistaron constituyen las etapas de su historia; y parece que todos lograron adueñarse de ella: hasta los árabes, que fueron desalojados por Carlos Martello en 732 con la célebre batalla, precisamente de Poitiers, aunque entablada no lejos de París.

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También religiosamente fue siempre tierra de conquista. San Hilario (+ 367) ocupó allí una importante sede episcopal desde donde tronó contra los arrianos; los mismos arrianos, que se establecieron allí sólidamente en seguida del santo, la convirtieron en fervoroso centro suyo, sostenidos como estaban por los Visigodos. Todas las desviaciones teológicas o morales encontraron allí sitio y defensa hasta el período que nos interesa; al ocultarse el siglo XVII Poitiers era uno de los más aguerridos focos del jansenismo y del galicanismo y, según documentos oficiales de 1680, contaba todavía con cerca de trescientas familias calvinistas.

No obstante, la diócesis puatevina contaba con no menos de 722 parroquias con abundante clero, y en la sola ciudad doce monasterios femeninos y otros tantos conventos masculinos con unos quince canonicatos... El obispo Girard, ayudado en su labor por algunos vicarios generales, había muerto a 46 años dedicado a visitas pastorales, mientras que su sucesor, mons. de la Poype de Vertrieux, definido un tanto a la carrera como "santo" por algún cronista, se había propuesto la reforma del clero, la misión para el pueblo, los retiros, el cuidado de los estudiantes y de los hospitales. Pero la periferia de la ciudad, extendida como un tapete más allá del Clain, permanecía casi abandonada: sin capillas ni capellanes, la zona seguía siendo una derivación de la parroquia de santa Radegonda; la población amontonada entre casuchas alineadas sobre caminillos fangosos, estaba constituida principalmente por «gente miserable, minoristas, artesanos, albañiles, alejada de Dios, en una profunda ignorancia de las verdades cristianas, y la mayor parte vivía odiando al sacerdote...» (Le Crom, Saint Louis-Marie Grignion de Montfort, ...1942, 136).

Se comprende cómo aceptó el obispo con buena voluntad la dimisión de Montfort para encargarlo del apostolado entre aquella gente y cómo lo favoreció asignándole un sitio de encuentro en la ciudad. Era, de hecho, una institución que preocupaba al prelado: la Maison des Pénitentes, la casa de las muchachas extraviadas y arrepentidas, fundada muchos años antes por muy piadosas damas a impulso de una hermana conversa de las Hijas de Nuestra Señora. La obra merecía que la tomaran en serio y el obispo la trasladó a una antigua construcción en Rue Corne-de-bouc (hoy cuartel Rivaux), elaboró el reglamento, prescribió la clausura y asignó a Montfort la dirección espiritual. No se sabe con certeza quiénes eran, pero ni siquiera si hubo hermanas para la conducción del instituto, al menos hasta 1739, cuando se hicieron cargo de ella las Hijas de la Sabiduría. Este lugar constituyó el sitio de referencia del misionero, aunque nos inclinamos a creer que Montfort fue encargado de asegurar la organización y la espiritualidad del instituto.

Otro gesto del obispo nos permite captar cuan grata le era la determinación de Montfort: le asignó un grupo de sacerdotes entre los cuales podía escoger de vez en cuando colaboradores para las misiones, insertando entre ellos un vicario general. Luis María fue constituido director de misiones, debiendo asumir la responsabilidad de su organización, de la elección de zonas y tiempo.

La figura de misionero del obispo va adquiriendo así en la diócesis y también en la curia, un relieve siempre mayor, que le atrajo simpatías y aplausos e, inevitablemente,

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nuevas envidias entre eclesiásticos y civiles. Comienza desde aquí un muy intenso ministerio de diez meses que lo tendrá cada vez más comprometido en la explicación de su ideal.

¡Misionero de verdad!

Montbernage, más allá del Clain, extensión de la parroquia de santa Radegonda, es la primera prueba. A falta de una iglesia, Montfort encuentra una sala de baile, transformación de un granero, la bergerie, y con las limosnas recogidas en el lugar la compra, la limpia, la arregla, coloca una cruz y los quince estandartes del rosario. La misión empieza con los niños; el movimiento de éstos atrae la atención de los adultos recogidos luego en ceremonias reservadas a ellos y que resultan cada día más concurridas. Con una oratoria libre y a su gusto, Montfort atrae, conquista, entusiasma. Las conferencias particulares preparan las que aunque tradicionales, serán sus celebraciones preferidas: comuniones generales por categorías, oficio en sufragio de los difuntos, plantación de la cruz y renovación de las promesas bautismales.

Plantan la cruz de la misión frente a la capilla y cubierta de corazones, quizás exvotos, en una celebración festiva nunca vista allí y la renovación de las promesas se lleva a cabo con un ceremonial que él mismo enriquecerá más tarde: el misionero, representante del nuevo pueblo de Dios, como Esdras revestido de paramentos del fiesta, presenta abierto el libro sagrado y lo besa con reverencia mientras todos repiten:

«¡Creo firmemente en todas las verdades del evangelio de Jesucristo!»

En seguida todos juran cumplir las promesas del bautismo para culminar en la consagración a Nuestra Señora:

«¡Me entrego totalmente a Jesucristo por tus manos, oh María, para cargar con mi cruz todos los días de mi vida!»

Queriendo dejar un recuerdo práctico y concreto, Montfort en la predicación de clausura se dirige a todos con una oferta:

«¡Si alguien se compromete a recitar la oración y el rosario en esta capilla y cantar la coronilla a mediodía todos los domingos y días de fiesta, le regalo la imagen de mi buena Madre!»

Un obrero, un tal santiago Godeau acepta la invitación y cumple su compromiso al menos por cuarenta años. Montfort regaló, pues, a la antigua sala de baile y granero, una bellísima estatua –probablemente esculpida por él mismo– a la que dio el nombre de Nuestra Señora de los corazones. También la cruz sobre la plaza recibió el apelativo de La cruz de los buenos corazones.

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Fuera del recuerdo transparente de la Reina de los Corazones venerada por Tronsón en la capilla sulpiciana de Issy, el título tenía también su razón pastoral: la fe apenas reverdecida en la ribera del Clain, requería animada decisión y fervorosa coherencia. El corazón debía ser el verdadero templo de la nueva vida cristiana, la roca fuerte de la moral, la riqueza de la pobreza ennoblecida.

«(Yo, M. Devancelle, párroco de santa Radegonda, bendije solemnemente) la capilla de Montbernage, bajo la invocación de la santísima Virgen, erigida por el difunto P. Luis María Grignion de Montfort, gran misionero, muerto en olor de santidad... y llamada por él mismo "Nuestra Señora de los Corazones"».

El texto se lee en el Proceso verbal de 1734, en el archivo de Poitiers (Ste. Radegonde, Reg. 1723-1738). Durante el terrible huracán del Terror, Montbernage se manifestó capaz de acciones valerosas y cristianas más allá de toda previsión.

Durante la misma misión restauró un templete donde se veneraba a Nuestra Señora , bajo el título de Nuestra Señora de los Ángeles, a la entrada del puente que unía el suburbio con la ciudad, el Puente-Jubert.

El entusiasmo local tuvo su repercusión inmediata en toda la ciudad: el capellán del Hospital, ahora libre, se ve invitado, reclamado, exigido por diversas zonas de suburbios y dentro de la cinta urbana. Después de Montbernage, predicó en la parroquia de San Savino, de la misma santa Radegonda, de la Resurrección, de San Simpliciano, en la capilla de santa Catalina, en la de Las Penitentes, en la de la Congregación de Nuestra Señora del Calvario –creada el 25 de octubre de 1617 por el famosísimo (y detestado) P. José de Tremblay, la eminencia gris de Riechelieu– y, por último, en la parroquia de San Saturnino, en la cercanía de Montbernage. Fueron ocho misiones, cada una más comprometedora que la anterior, una más difícil que la otra:

«y alcanzaron todas un éxito estrepitoso; las multitudes lo seguían en masa y estaban tan penetradas de sus discursos que prorrumpían en lágrimas, estallaban en suspiros y sollozos implorando misericordia, en alta voz; se había adueñado de tal forma de sus corazones que estarían prontos a seguirlo hasta el fin del mundo si allá hubiera querido llevarles y a apoyarlo en toda circunstancia.

Es cierto también que se había asociado eclesiásticos de la gran valía que le ayudaban en las celebraciones por orden de monseñor, el obispo de Poitiers; pero él era siempre el principal motor de cuanto se hacía en la misión, siempre el primero en entrar en el confesionario y el último en salir de él. Atraía la gracia de Dios sobre los obreros (del Señor) y sobre sus obras con sus mortificaciones, ayunos y oraciones: en efecto, lo encontraron a menudo pasando más de la mitad de la noche en el jardín de la Goretterie, orando con los brazos abiertos, en cruz...» (Grandet, 80-81).

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De vez en cuando el método toma forma, la temática se despliega más clara, la responsabilidad lo hace más osado: todavía sigue muy vinculado a los esquemas ordinarios, pero ya, como en la consagración a María, esboza una visión más personal.

Uno de los colaboradores más importantes fue sin duda el vicario general, mons. José de Revol, pero sólo hasta noviembre de 1705, dado que, presentado por el rey el 11 de abril, y elegido en Roma el 7 de septiembre para el obispado de Olerón santa María en los Pirineos, fue consagrado en la catedral de Poitiers el domingo 8 de noviembre. La estatura del colaborador puede explicar en parte el aplauso ciudadano y popular y, ciertamente, la libertad de acción de la cual gozó en el ejercicio de las misiones. Desafortunadamente, nada sabemos de los otros: los hubo ciertamente, aunque se ignoren su nombre y condición. Probablemente religiosos, sobre todo capuchinos, como se hacía de obligación, sin excluir a sacerdotes diocesanos. Sin embargo, a uno lo conocemos muy bien: es Maturín Rangear, llegaba de las regiones de Anjou y tenía dieciocho años. Su llamada tiene un clarísimo toque evangélico evidente: al observarlo desgranar el rosario con gran devoción, Montfort se le acerca y le hace algunas preguntas:

«Quiero hacerme capuchino: un padre de esa orden predica en mi parroquia. Me parece que Dios me llama a seguirlo. He entrado aquí por pura casualidad.

No por casualidad, en verdad; sino providencialmente. ¿No te gustaría ayudar a los misioneros en sus trabajos? ¡Sígueme! Esta es ciertamente tu vocación».

La capilla donde había entrado "por casualidad" era la de Las Penitentes, donde vivía Montfort. El joven se quedó para siempre con Montfort: se hará llamar Hermano Maturín, y en la humildad de una vocación de apoyo, continuará hasta 1760 trabajando en las misiones con los sucesores del P. de Montfort. Más por premio que por necesidad, recibirá la tonsura en 1722, pero perseverará en su humilde apostolado desplegando las más ocultas y oportunas dotes de campanero, lector, ecónomo, orante y cantor, pero sobre todo de colaborador.

Otros momentos de vocaciones parecidas al apostolado han sido registrados con veneración por testigos en los diversos procesos de beatificación, como éste que recogemos todo del volumen 1540 del Archivo Vaticano, en la traducción de la curia:

«Cierto día, un sacerdote a quien animaba a acompañarlo en la misión, le respondió que por sufrir de tisis y siendo también ético, le quedaba imposible ir a las misiones. El P. de Montfort le dijo: "¡Sígueme y te curarás!" Y así sucedió» (testigo Marino Augusto Frein, fol. 97-97/B).

El ascendente del "gran misionero sobre las poblaciones, le permitió la libertad de promover obras no del todo espirituales, como la restauración desde las bases del templo de San Juan, quizás el bautisterio más antiguo de Francia, construido, al menos en su primera parte entre 356-368, con frescos de los siglos XII y XIII, dolorosamente

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sin todo el respeto que la vetusta obra maestra merecía, pero ciertamente con mucho aliento y con la intención concreta de hacerlo funcionar como iglesia.

A finales de 1705, la persona y la palabra de Montfort cuentan en los ambientes oficiales, de la curia por ejemplo. Inde irae... (= De allí las iras...). La hostilidad estalló furibunda, cuando, una vez partido mons. de Revol y habiéndose ausentado de Poitiers también el obispo, llamado a Versalles, Montfort se dejó llevar de la ola de reformismo y optimismo que son inevitables en los triunfos apostólicos.Era diciembre. Se adelantaba la misión de la capilla de Nuestra Señora del Calvario, octava de la serie; desde hacía tres semanas, «predicaba, catequizaba y confesaba cada día, desde la mañana hasta la tarde, y daba conferencias espirituales (a las religiosas) con tanto espíritu y ciencia que encantaba al auditorio, tanto que en la ciudad no lo consideraban como un hombre cualquiera, sino como un santo. Se dedicaba sobre todo a trabajar la reconciliación de las familias y retirar de las manos de los libertinos los libros obscenos y los cuadros que representaban obscenidades...» (Grandet, 89).

Quizás alguna alusión en la predicación llevó a alguno a organizar una limpieza total en los estantes de familia y en las paredes de las casas, de pronto animado por la orden dada a una sola persona de desprenderse de todo eso –la palabra rueda–, y se prepara una gran hoguera. Evidentemente, ninguna ceremonia religiosa, pero mucho clamor y diversión, como entre nosotros cuando a mitad del carnaval o al final del año, "se quema la bruja o el año viejo"... El acostumbrado payaso quiere dar el toque genial a la fiesta: colocan encima del montón de libros un diablo bien gordo con sus cuernotes y cola, lleno de paja. La noticia cunde: ¡van a quemar al diablo! En lo carnavalesco, alguno ve una brizna de ridículo, de antieducativo, pero al final todos se ponen de acuerdo.

Montfort es el único que no sabe nada de ese... toque genial. Está predicando, los colaboradores enterrados en el confesionario por ser la víspera de la clausura, cuando la vida espiritual está llegando al colmo de la intensidad, más allá y fuera de las manifestaciones de plaza. Estas se hallan programadas para cuando el predicador termine su sermón y la gente salga de la iglesia.

De repente la carroza del primer vicario general, mons. de Villeroi, se detiene rechinando en el atrio de la iglesia, junto al montón de libros sobre los cuales se halla el gran diablote. El prelado salta fuera, lívido, tenso; entra en la iglesia y sube al púlpito lateral, de frente al misionero que está a punto de terminar la predicación. Toma al punto la palabra y desencadena una filípica en plena regla contra Montfort.

«Al darse cuenta de la intención (del Vicario) se pone de rodillas con la cabeza descubierta y recibió las palabras humildemente, sin abrir la boca para defenderse, cuanto un falso celo podía sugerir...».

Afuera, en el atrio, el pequeño carnaval se transforma en comedia brillante y licenciosa; los presentes, poco antes llenos de celo festivo se dedican a agarrar todos

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los libros y cuadros que pueden, para llevarlos a casa, para leerlos y admirarlos con comodidad.

«(...) creyeron todos, que de ese modo la misión sería un fracaso; los eclesiásticos que habían ayudado al santo sacerdote en la misión, pensaron que todo el pueblo consideraría mentira cuanto les había dicho en la misión. Nuestro santo sacerdote se alarmó, pasó la noche en la iglesia al pie del altar, en la violenta agitación en que venía a encontrarse su espíritu por la incertidumbre sobre lo que se debía hacer ante semejante escollo. Su celo por la salvación de la gente que terminaba la misión y que al día siguiente haría la comunión general, lo impulsaba a quedarse para sostener la hermosa obra (realizada). La desaprobación pública que acababa de recibir y aceptar en plena iglesia, le llevaba a pensar que su presencia escandalizaba ahora a esa misma gente, etc. Esta misma gente, volviendo a la iglesia al clarear el día, acabó con todas sus dudas y todos los confesores de la misión quedaron muy sorprendidos. Temían ellos también, y con cierto fundamento, que una desaprobación tan pública y auténtica hubiera cambiado la disposición de los penitentes para con el piadoso misionero. Pero sucedió todo lo contrario. Casi todos pidieron la reconciliación y los confesores tuvieron el consuelo de constatar que esto se debía únicamente al sentido de aprecio por el celo de Grignion y al descontento contra los autores o promotores de su humillación...» (testimonio de Dubois, en Grandet, DRG, 258-259).

También nosotros quedamos primero admirados y luego maravillados ante el episodio y el comportamiento de Montfort, sobre todo si pensamos en el carácter fuerte y duro del misionero y a la injusticia de la reprimenda inoportuna y parcializada. La gracia de Dios y la interioridad de la vida espiritual del protagonista habían dominado ese carácter aunque no hubieran podido apagar y eliminar su instintiva reacción y rebelión. Pero la parcialidad y mala intención de Villeroi habían sido la causa de una escena mucho más grotesca que el gesto de quien quería quemar al diablo de paja.

Dios había roto la lanza de Don Quijote camuflado bajo un ventarrón de gracia.

Pero no nos contentemos con el simple relato, busquemos las acusaciones de esa intentona. Los testimonios de la época nos ayudan con alusiones e informaciones bastante claras.

La sorda oposición a Montfort no había nacido ese día: se concreta en las luchas internas del Hospital con el arrastre que quedaba en la ciudad y ciertamente en las disputas recentísimas causadas por la predilección del obispo por el "gran misionero". El ascenso de Grignion en la aceptación popular y eclesiástica, fastidiaba a un grupo en el que no se perciben rebordes de jansenismo –como algunos pretenden muy fácilmente– porque está compuesto por gentes de alto rango con contorno de damas, caballeros y oficiales; gente, en una palabra, a quienes la doctrina severa del buen sacerdote bretón, del heresiarca de las elegantes actitudes, del enemigo de la politesse hacía a menudo blanco de una predicación moral y, lo que más cuenta, de un testimonio lineal; gente, además, que aislada en la áurea ambigüedad moral se aferraba –y esto es lo peor– a la masa como promotores y autores de la oposición al

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benjamín precisamente con esa forma de ignorarlo y combatirlo. La intervención de Villeroi en esa ocasión huele evidentemente a... mundano, porque no la provocó el celo pastoral, sino una protesta del "grupo" por una presunta ofensa hecha a una dama. A ésta –no nos interesa quién sea y, además, no nos importa mucho– le había negado Montfort el permiso de llevar una cruz "que se ponían en el brazo", signo de pasajera y ocasional colaboración en las misiones... a causa "de su invencible testarudez": «Ésta utilizó su ascendiente sobre ciertas personas poderosas en el campo eclesiástico para vengarse de la presunta afrenta, tanto que al finalizar un sermón público del celoso misionero le hicieron una corrección pública, en la iglesia, mientras estaba todavía en el púlpito...» (ib.)

No queremos insinuar que ese ascendiente fuera todo menos que puro, aunque tendríamos todo el sacrosanto derecho para ello... pero podemos pensarlo.

En otras ocasiones, en el fondo de la oposición se hallaba la misma acción poco habilidosa del misionero, demasiado directo para utilizar vías alternas y mediastintas, que reprendía con aspereza ciertos oficiales del ejército; éstos llegaron hasta el punto de querer darle muerte porque les había impedido blasfemar o incluso atacarse unos a otros en estériles peleas...

Montfort había intervenido quizás sin la adecuada oportunidad o con actitudes consideradas al menos ridículas –tales como ponerse de rodillas en plena calle para conjurar a los señores oficiales a frenar la lengua y envainar la espada...–. Sabía hacerse terriblemente antipático. ¡Claro que sí! Era su defecto, ciertamente. También Leschassier muchas veces le había llamado la atención al respecto y Luis María estaba de acuerdo cuando definía esos ultrajes como "su ganancia y recompensa por la buena intención" (ib.). Reconocía, pues, que se exponía demasiado a causa de intenciones muy rectas, pero que no sabía guardar el equilibrio al momento de pasar a la acción.

De todos modos estaban aguardando la oportunidad para cortar la cresta al nuevo Savonarola... cuando se presentó esa del diablote de paja.

Quien hizo el ridículo, leíamos en el relato del P. Dubois, fue ese grupo de personas bien conocidas de la gente, mientras que Montfort ganó en simpatía y aprecio y sobre todo en eficacia. La oposición entendió al momento lo inútil del gesto de Villeroi y no pudiendo asimilar la derrota, aunque fuera solo por no quedar mal, preparó una carta pormenorizada y, sin duda alguna, pesada en los términos, para describir al obispo mons. de la Poype la obscenidad del celo de Montfort, con el aderezo de calumnias y acusaciones. Un religioso, por cuenta suya, "mal informado" según Blain (60), hizo una relación precipitada incluso en San Sulpicio. Los Villeroi contaban mucho en Versalles donde el padre de monseñor era mariscal, mientras que su hijos estaba para ser propuesto para la sede episcopal de Lión...

A comienzos de la semana de carnaval, el obispo mons. de la Poype regresó a Poitiers. Tras constatar el enorme ruido suscitado por los perdedores y el peligro de dividir la

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dirección de la diócesis misma, sacrificó a Montfort. Le envió orden de abandonar la diócesis.

Cómo pudo llegar a semejante determinación no lo podemos documentar, pero sí explicar, con la intuición de quien ve con objetividad la dureza de tener que dar muerte al individuo para salvar a la comunidad.

«Bendijo él a Dios por esta humillación, y formuló muchos actos de amor a Dios y de sumisión a su voluntad, exhaló muchos suspiros mezclados de gozo y de tristeza, y se despidió en seguida de las religiosas...» (Grandet, DRG, 62).

Estaba, en efecto, predicando unos ejercicios a las hermanas dominicas de santa Catalina, en la parroquia que San Hilario de la Celle, en la ciudad. La orden le llegó a la mesa, durante la primera comida del retiro, a mediodía del 16 de febrero de 1706, martes de carnaval.

Se permite una escapada al Hospital para despedirse de las dos Hijas de la Sabiduría, a quienes asegura con la mayor seriedad que nada termina, al menos para ellas, con la partida definitiva de él de la ciudad: «¡No dejen el Hospital al menos por diez años!».

Luego, acompañado del hermano Maturín, se dirigió al colegio jesuita para confiarse al P. de la Tour, única tabla de salvación que le quedaba en ese horrible fracaso, y pedirle consejo.

Capítulo 13: Buscando una solución

No debió ser un diálogo largo el que tuvo con el P. de la Tour: las circunstancias y, sobre todo, el espíritu de obediencia que los animaba a ambos, no daban mucho espacio al descanso ni a las recriminaciones.

No se trataba evidentemente de un entredicho, sino de una orden neta que había que ejecutar sin tardanzas inútiles, tanto más cuanto que provenía de un obispo amigo, ajeno de hacer mal a su protegido. Mons. de la Poype, sin saberlo obligaba a Montfort a escogerse el verdadero terreno de su auténtico apostolado.

Luis María había comprendido indudablemente el por qué de esa orden y la increíble ventaja de la obediencia para lograr la iluminación interior. La constatación de tantos fracasos cosechados hasta entonces, era capaz de desorientar, y era –en fin de cuentas– oportuno tratar de ver en el granítico gigante de Bretaña el valor del desaliento y de la desilusión.

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Porque es innegable que hasta febrero de 1706 había ido sumando solamente fracasos, y no pocos. En el ánimo del sacerdote de 33 años aquellas derrotas le habían dejado una clarísima marca de desconcierto y desconfianza que en las mejores manos pueden revestirse de humildad sincera y consciente, junto a la poderosa necesidad de revisar, volver a comenzar y mejorar. La persona humana es un medium grave y opaco que inhibe, en la mayoría de los casos, el paso de la luz de la realidad y deforma incluso la poca que deja pasar; el viejo Adán es una cortina entre el espíritu y las cosas, además de serlo entre el alma y Dios. Los santos –y Montfort anda por las huellas de los santos– llamados en un momento por la Providencia a ver más allá de lo sobrenatural también lo humano, pueden sentir el peso de esa opacidad deformante. Donde los santos, con mayúscula se diferencia del común de los mortales es en la aceptación serena de la realidad y de la concretez, sin desconciertos ni dudas. Atravesaba el período más duro de su itinerario espiritual y el despertar ante la realidad lo sorprende perplejo y desencantado. La desilusión y la amargura no son todavía para él tan efímeras y superficiales: lo golpean, lo sacuden y quizás le hacen comprender cuán importante es revisar las opciones, redimensionar los medios.

No se entendería de otro modo la grave decisión tomada de acuerdo con su confesor y realizada sin demora en esa primera semana de cuaresma.

Partir para Roma.

La llamada de Roma, alimentada por años, desde el período de San Sulpicio, se torna prepotente. Roma... capital de la fe, tierra de mártires, cátedra de Pedro, era el sueño más acariciado en aquella época por los mejores predicadores y directores espirituales: en San Sulpicio se releían con gusto los relatos del viaje romano de Olier y de Le Bretonvilliers, se recogían con atención las impresiones de los prelados y cardenales de regreso después de la visita ad limina, se aplaudían las iniciativas de acercamiento entre Francia y Roma, se admiraban las declaraciones de romanidad, sobre todo si eran costosas; precisamente en ese entonces (1699) el episodio del cardenal Francisco de Salignac de la Mothe Fenelón, condenado en Roma por Inocencio XII por 23 frases pietísticas, pero sometido inmediatamente en forma obsecuente, había hecho época. Las indicaciones, las advertencias, las llamadas de atención pontificias encontraban siempre audiencia en la conciencia de los católicos más serios, y eran el metro para medir los límites de ruptura con aquellos que admitían o conciliaban las desviaciones dogmáticas de la época.

Clemente XI (1700-1721), cardenal Juan Francisco Albani, fue luego un Papa fuera de lo común: hombre valeroso y de conducta ejemplar, orador pulido y docto teólogo, humilde y generoso, había aportado a la cátedra de Roma la novedad de una oración asidua, de una vida muy austera, de una dura penitencia; muchas veces había bajado a la basílica vaticana para predicar en las misas populares, para distribuir la comunión y oír confesiones, exactamente como un buen párroco. Políticamente más cercano a Francia que a los Ausburgos, tuvo que vivir un pontificado muy sacudido por los conocidos acontecimientos de la guerra de sucesión que oponía y dividía a Europa; por otra parte, poseía la experiencia de un concienzudo trabajo desplegado en los

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pontificados precedentes, con modestia y prudencia, al servicio de la Iglesia; y, quizás, de políticas equivocadas. Esa rectitud y solicitud suyas, su ser ejemplar y pastoral, lo aislaban, lo destacaban del contorno de la curia obligándolo muy a menudo a decidir él solo; y las dudas e incertidumbres eran por ello la característica de ciertas intervenciones suyas.

Mucho se ha dicho y escrito sobre los motivos de ese viaje monfortiano. Y, sin embargo, siempre o casi siempre, con un tema único.

Se ha repetido hasta la saciedad que fue a Roma para ofrecerse al Papa y hacerse enviar a las misiones en Canadá, en la India y más allá, hallándose en la disposición de hacer prevalecer el deseo del martirio a la auténtica vocación de predicador en su patria. Nótese la incongruencia de ciertas afirmaciones que tendremos que considerar genuinas:

«Su gran celo le había inclinado siempre hacia las misiones extranjeras; si no lo había seguido se debe al hecho que nadie se lo había aconsejado jamás... Por otra parte, encontraba tantas dificultades para hacer el bien en Francia, tanta oposición por todas partes, incluso en quienes hubieran debido apoyarlo y facilitárselo, que se encontraba en la incertidumbre sobre si debía detenerse o irse a buscar en otra parte una mies más abundante y más segura» (Blain, 328 – DRG, 182).

Era sabido de todos que Clemente XI, varias veces por año, organizaba nuevos envíos de misioneros sobre todo al Oriente donde su decisión de condenar los ritos chinos había creado temibles vacíos. Era, además, conocido cuanto hacía en concreto y de sus propios bienes para incrementar la obra de la propagación de la fe. Pero, hasta donde sabemos, escogía ordinariamente a los misioneros en las órdenes y congregaciones más calificadas para ese servicio. No pensemos que acogería al sacerdote Grignion, francés para colmo, tan sencillamente con sólo aparecer en la ciudad.

Que en Luis María existiera el soberano deseo del martirio no es difícil admitirlo. ¿Cuál es el santo, entre los más apostólicos y evangélicos, que no lo ha sentido? Pero no debemos creerlo y aceptarlo como motivo de su peregrinación a Roma, aunque el P. des Bastières afirme que oyó a Montfort responderle cuando le preguntó si no tenía miedo a algún golpe mortal:

«He ido expresamente a Roma... para pedir al santo Padre el Papa permiso para ir a los países extranjeros y misionar entre bárbaros e infieles, con la esperanza de encontrar allá la oportunidad de derramar mi sangre por la gloria de Jesucristo que derramó toda la suya por mí» (Grandet, 130 – DRG, 80).

Pero el momento psicológico del viaje a Roma y los más serios testimonios que vamos a recoger nos hacen pensar otra cosa.

La derrota en "su" propia patria había sacudido fuertemente al misionero y al hombre. Y en el fondo no podía acontecerle otra cosa dada la autorización "ocasional" recibida

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que, si bien lo definía misionero, lo colocaba siempre en una situación vaga e incierta. Y la prueba convincente de que era sólo un brasero en el campo del Señor la tuvo en el licenciamiento que recibió precisamente de quien debía preocuparse de todo el trabajo de la diócesis.

La suya era una vocación misionera y por eso no tenía que ser subordinada a una autoridad local que pudiera rechazar o limitar con la misma facilidad con la cual la autorizaba; necesitaba de una investidura che viniera de arriba, de más arriba posible, visto que tenía que ser, la suya, una vocación de disponibilidad extendida a las necesidades de la Iglesia, en patria y fuera.

Había grupos misioneros establecidos con la autoridad real: pero a Montfort le repugnaba tanto insertarse en ellos ya por la limitación y las comodidades, ya por la ambigua ortodoxia del rey. Había, además, los grupos creados y sostenidos por los obispos: pero estaban en su mayoría compuestos por sacerdotes locales, en organizaciones estrictamente locales, y esto contrastaba con la clara voluntad de Montfort de consagrarse al servicio de las almas en todas partes, sin límites ni fronteras. Había, por último, los grupos misioneros constituidos por religiosos de un mismo instituto: pero sabemos que Montfort no quería entrar en ningún instituto o congregación.

¿Quién fuera de los superiores religiosos, de un obispo o un rey habría podido darle a Luis la auténtica definición misionera universal y el reconocimiento de una vocación específica en ese sentido, sino el Papa? Es decisiva, a este propósito, el testimonio del P. de la Tour que había examinado con él la situación de la cual había procedido la idea del viaje a Roma: en una carta a Grandet (457 – DRG, 248) del 22 de mayo de 1718, el jesuita afirma que Montfort viajó a Roma «habiendo juzgado que mediante ese viaje alcanzaría poderes capaces para ejercer su ministerio más eficaz para la gloria de Dios y para la conversión de las almas», con el fin de poder desplegar luego esos poderes a dondequiera que la obediencia o la necesidad lo llamaran, "incluso" en Oriente y en los territorios lejanos de América. Tenía la intención de aceptar –resume maravillosamente Blain– «que lo enviaran a donde lo quisiera el Pontífice» (328).

Además, nos agrada pensar, y ésta es quizás una afirmación reveladora, que en el ánimo de Montfort hubiera madurado o al menos aparecido el esbozo de crear él mismo un grupo de misioneros, es decir, «desligados así de todo empleo y del cuidado de todo bien temporal capaz de detenerlos o atarlos a algún lugar, se hallan disponibles para correr, como san Pablo, san Francisco Javier y los demás apóstoles, adondequiera que Dios los llame: ciudades, campos, pueblos, aldeas, cerca o lejos; siempre disponibles al llamamiento de la obediencia...» (RM, 6) con reglamentos y programas de total universalidad; quizás el viaje a Roma tenía esta finalidad: obtener las "facultades" excepcionales para crearlo y realizarlo. En una palabra: no fue una simple peregrinación de un hombre en busca de la tranquilidad espiritual, sino la del fundador de la Compañía de María.

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Aunque el desvío del itinerario que, como veremos, lo llevará hasta Loreto, alcanza un nuevo significado: el mismo logrado por Olier, de Bretonvilliers, los padres de la familia sulpiciana, que en la santa Casa de Loreto idearon y consagraron su institución. Antes de partir se permite escribir una carta circular a todos los habitantes de las parroquias en las cuales, en los últimos diez meses, había predicado la santa misión.

«Dios sólo.

Queridos habitantes de Montbernage, San Saturnino, San Simpliciano, La Resurrección y demás parroquias que se han beneficiado de la misión que Jesucristo, mi Maestro, acaba de daros: ¡salud en Jesús y María!

No pudiendo hablaros de viva voz, pues la santa obediencia me lo prohíbe, me tomo la libertad de escribiros, antes de partir, como lo haría un padre afligido a sus hijos, no para enseñaros cosas nuevas, sino para confirmaros en las verdades que os expuse.

El cariño cristiano y paternal que os tengo es tan grande, que os llevaré siempre en el corazón, en la vida, en la muerte y en la eternidad! ¡Que me olvide de mi mano derecha antes que de vosotros en cualquier lugar en que me halle, hasta en el altar! ¡Qué digo! Hasta en los confines mismos del mundo hasta en las puertas de la muerte; creédmelo, con tal que practiquéis lo que Jesús os ha enseñado por sus misioneros y por mí, pecador, a pesar del demonio, del mundo y de la carne.

Acordaos, pues, queridos hijos míos, mi alegría, mi gloria y mi corona; acordaos de amar ardientemente a Jesucristo, de amarlo por medio de María, de hacer brillar, en todo lugar y a la vista de todos, vuestra verdadera devoción a la santísima Virgen, nuestra bondadosa Madre, a fin de ser en todas partes el buen olor de Jesucristo, de llevar constantemente vuestra cruz en seguimiento de este buen Maestro y alcanzar la corona y el reino que os aguardan. En consecuencia, no dejéis de cumplir y poner por obra con fidelidad vuestras promesas bautismales y sus prácticas, de recitar diariamente vuestro rosario en público o en privado, de frecuentar los sacramentos al menos una vez al mes.

Ruego a mis queridos amigos de Montbernage, poseedores de la imagen de mi buena Madre y de mi corazón, que conserven y aumenten el fervor de sus plegarias, no toleren impunemente en su barrio a los blasfemos, perjuros, cantantes de canciones obscenas o borrachos. Digo impunemente, o sea, que, si no pueden impedirles que pequen corrigiéndoles con celo y mansedumbre, al menos que algún hombre o mujer de Dios no omita el hacer penitencia, incluso públicamente, por el escándalo público, aunque no sea más que recitar un avemaría en las calles o en el lugar de oración, o llevar en la mano un cirio encendido en su propia casa o en la iglesia. Es lo que deben hacer y continuarán haciendo, Dios mediante, para perseverar en el servicio divino.

Estos avisos valen también para los otros lugares.

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Es preciso, queridos hijos, es preciso que seáis buen ejemplo para todo Poitiers y sus alrededores. Que nadie trabaje en las fiestas de precepto. Que nadie instale ni siquiera entreabra su tienda, contrariamente a la costumbre de los panaderos, carniceros, revendedores y otras categorías de comerciantes de Poitiers –que le roban a Dios su día y, pese a sus sagaces pretextos, se precipitan en la condenación–, salvo el caso de verdadera necesidad, reconocida por vuestro digno párroco. No trabajéis nunca en los días santos, y Dios –os lo aseguro– os bendecirá en lo espiritual y aun en lo temporal, de suerte que no os falte lo necesario.

Ruego a las pescaderas de San Simpliciano, a las carniceras, revendedoras y a las demás que continúen dando el buen ejemplo que dan a toda la ciudad por la práctica de lo que aprendieron durante la misión.

Os ruego a todos, en general y en particular, que me acompañéis con la plegaria en la peregrinación que voy a emprender por vosotros y por otros muchos. Digo por vosotros porque emprendo este largo y penoso viaje a expensas de la Providencia, para alcanzar de Dios, por intercesión de la santísima Virgen, la perseverancia de todos vosotros. Y añado por otros muchos porque llevo en el corazón a todos los pobres pecadores del Poitou y otros lugares, que para desgracia suya se condenan. Sus almas son tan preciosas ante Dios, que por ellas ha derramado toda su sangre; y ¿yo no haré nada? Emprendió por ellas tan largos y penosos viajes, y ¿yo no haré ninguno? Arriesgó hasta su propia vida, y ¿yo no arriesgaré la mía? ¡Ah! Sólo un pagano o un mal cristiano pueden permanecer insensibles ante la inmensa pérdida de estos tesoros infinitos: ¡las almas rescatadas por Jesucristo! Rogad, pues, por esto.Amigos míos, rogad también por mí, a fin de que mi malicia e indignidad no obstaculicen cuanto Dios y su santísima Madre quieren realizar por mi ministerio.Busco la divina Sabiduría; ayudadme a encontrarla.

Estoy pensando en mis poderosos enemigos, todos los mundanos, que adoran lo caduco y se deleitan en ello, me desprecian, se burlan de mí y me persiguen; todo el infierno ha tramado mi perdición, y levantará contra mí por todas partes a todas las potencias. Y, en medio de todo esto, me siento débil, más aún, la debilidad personificada; soy ignorante, más aún, la ignorancia misma y lo demás... que no me atrevo a decir. No cabe duda: solo y miserable como soy, pereceré si la santísima Virgen y las almas buenas –las vuestras en particular– no me sostienen y alcanzan de Dios el don de la palabra o la divina Sabiduría que remedie todos mis males y sea el arma poderosa contra mis enemigos.

Con María todo es fácil; en Ella pongo mi confianza, aunque por ello rujan el mundo y el infierno. Y digo con San Bernardo: «Hoc, filii mei, maxima fiducia mea, ac tota ratio spei meae». Haceos explicar estas palabras. No me hubiera atrevido a decirlas por mí mismo. Por María busco y encontraré a Jesucristo, aplastaré la cabeza de la serpiente y venceré a todos mis enemigos y a mí mismo, para la mayor gloria de Dios.

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¡Adiós sin adiós! Porque, si Dios me conserva la vida, volveré a pasar por aquí, bien sea para permanecer algún tiempo con vosotros bajo la obediencia a vuestro ilustre prelado, tan celoso de la salvación de las almas y tan compasivo con nuestras debilidades, bien sea de paso para otra región; porque, siendo Dios mi Padre, tengo tantos lugares donde morar cuantos hay en que se ofende injustamente a Dios con el pecado:El honrado, siga portándose honradamente; el manchado, siga manchándose... Para éstos, un olor que da muerte y sólo muerte; para los otros, un olor que da vida y sólo vida.¡Todo vuestro! Luis María de Montfort, sacerdote y esclavo indigno de Jesús en María»(BAC, 611-614).

No fue por tanto, sólo una peregrinación. Nada de turístico o cultural: el P. du Temps, s.j., oirá que el mismo Montfort le responde que durante su permanencia en Roma no vio nada (Blain, 327), a diferencia del gran Leuduger que aprovechó de la peregrinación en Italia para completar la propia formación humanística, a diferencia de le Bretonvilliers que recorrió todos aquellos kilómetros con excelentes tiros de caballos y espléndidos recibimientos en las diversas cortes visitadas por el camino. Hoy podremos quedar perplejos frente a esa absoluta falta de curiosidad más que legítima, pero si pensamos en la forma como realizábamos las verdaderas peregrinaciones sólo hace algunos decenios, se logra no sólo entenderlo sino también felicitarlo.

Hay que recalcar también, para cuanto diremos acerca de los motivos que llevaron a Montfort a Roma, que el método elegido fue el de la más genuina experiencia penitencial. Reparadora, por tanto, e impetradora. El viajar «a pie, ayunando, sin dinero, resuelto a pedir limosna durante todo el recorrido, abandonado a la divina Providencia, llevando consigo solamente la Biblia, el breviario, un crucifijo, una camándula, una imagen de la santísima Virgen, y un bastón de peregrino...» (Grandet,93 – DRG, 63), esa falta absoluta de provisiones, la humillación voluntaria de tender la mano a cada paso después de haberse privado en favor de los pobres de Poitiers de las últimas dieciocho monedas constituyen la medida de cuanto le costó en renuncias y mortificaciones.

«A pie, como todos los demás viajes», recuerda Blain (ib.).

Enunciarlo tan enfáticamente, equivale para Blain a presentar de nuevo el tema de la humildad y de pobreza del amigo.

Y sin embargo, estimamos demasiado la inteligencia de Montfort para verlo lanzarse a un viaje de este estilo –le contaremos luego los kilómetros– a la aventura, sin programa y sin estudio: no le faltaban los medios ni la prudencia para hacerlo.

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Sobre el recorrido para Roma, en ese año de 1706, había diversas publicaciones: algunas han llegado hasta nosotros. Vamos a citar sólo dos que nos parecen las más significativas y que Montfort podía encontrar muy fácilmente. La de de Verdier, historiador de Francia, publicada en París, por Bobin et Nicolas-le-Gras en 1673, ya avalada por tres ediciones anteriores: Le voyage de France dressé pour la commodité des François et des Etrangers, avec une description des chemins pour aller et venir par tout le monde, très nécessaire aux voyageurs.

La otra que hemos encontrado sólo en edición de 1720, de Nolin, geógrafo del hermano del rey, editada en París por Saugrin-l'Ainé, con una carta topográfica de 1700, en plena difusión todavía en vísperas de la Revolución: Nouveau livre de voyage, avec la description des différentes routes, que l'on peut tenir en faisant le voyage de Paris à Rome et aux villes considérables d'Italie.

Ciertamente la situación política y militar de aquel período particular, imponía cambios de ruta y caminos alternativos imprevistos, destinados a complicar el recorrido, hasta tornar, incluso, incierta incluso la supervivencia del peregrino. Montfort, lo hemos leído en la circular a los habitantes de Montbernage, lo sabía muy bien; por otra parte, «después de haber devorado, en su propio país, la vergüenza y los rechazos de la pobreza más humillante y dependiente y repulsiva, no podía encontrar tan difícil vivir el cáliz de ella en país extranjero» (Blain, ib.).

Saliendo de París encuentra un compañero de viaje, un trabajador, según Grandet; un estudiante español, según otros; de todos modos, encuentra un compañero de viaje que tiene la intención de entrar en Italia y caminar dos juntos es, sin lugar a dudas, una comodidad que se puede permitir. Pero también al amigo ocasional le pide hacer el sacrificio de todo el dinero. No era gran cosa, apenas treinta monedas: también esta pequeña suma va a los pobres. En cambio, Montfort se compromete a proveer al mantenimiento del compañero durante todo el recorrido. Probablemente el joven no llega a Roma, pero el hecho de ser español resultará oportuno para llegar al menos a Génova.

Colbert había dicho: «¡Reflexionen en que no nos encontramos en un reino de cosas pequeñas!». Es probablemente lo mejor que se ha podido decir sobre este extraño período. En la Francia de Luis XIV nada es pequeño, de poco valor: toda cosa, todo hecho que incumba al reino y a su unidad se vuelve macroscópico, enorme. Con el resultado que los verdaderos pequeños, los hombres del común y sobre todo ellos, resultan sacrificados, oprimidos sin compasión.

Después de haberse burlado de los médicos durante cuarenta años, Carlos II de Ausburgo-Austria, rey de España desde 1665 y de Sicilia y los Países Bajos del sur... se resolvió a morir el 1º de noviembre de 1700 sin dejar herederos y metiendo a Europa en el embrollo de buscarle un sucesor. Luis XIV y el emperador Leopoldo I son primos y cuñados; pero, mientras la madre y la esposa del rey de Francia pertenecen a la rama de los Infantes Mayores, la esposa y la madre del Emperador de Alemania pertenecen a la rama de los Infantes menores. Si Luis no hace valer sus derechos a la corona

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ibérica, los Ausburgos aumentarán exageradamente su predominio hasta oprimir a Francia con un cerco perfecto, reduciéndola a riesgo de ahogarse y perder en un mes cuanto había conquistado en un siglo de luchas agotadoras. Por otra parte, Francia es la garante de la libertad de los pequeños estados frente al coloso alemán y oponerse a la anexión de la España de Carlos V podía demostrarse como prueba de lealtad política a los mismos pequeños estados.

Quizás es injusto querer atribuir a Luis, el Grande, sólo ambiciones de hegemonía y de monarquía universales, y la hipótesis se presenta como del todo gratuita.

Ciertamente amaba la gloria: había celebrado sus victorias sin modestia, sus ministros hablaron muy a menudo en su nombre con desvergonzada presunción..., quizás se les puede reprochar el haber engrandecido a la nobleza e ignorado a los pobres... Y, sin embargo, ni de sus escritos ni de las memorias de ese tiempo se deduce el propósito de esa hegemonía universal y mucho menos de haber querido reconstruir a Francia sobre las antiguas fronteras. Más sencillamente se había propuesto no inutilizar el proceso evolutivo que su padre y los cardenales le había confiado.

Toda Europa había estado en espera de esa herencia: Luis XIV y Leopoldo como herederos legítimos, los Países Bajos de Antonio Heynsio por la unidad de las coronas en una sola cabeza, Inglaterra por las colonias de América y las islas del Mediterráneo.

Aún antes de que muriera Carlos II, se habían comenzado las negociaciones entre los dos primos, teniendo como mediadora a Inglaterra, para quitarle a la sucesión misma todo carácter jurídico y familiar; pero la doblez y la inacción calculada hicieron naufragar cualquier acuerdo. Entre tanto, el mismo moribundo propuso la solución: designó como sucesor al nieto de Luis, Felipe, duque de Anjou, hijo del gran Delfín de Francia, sin divisiones ni intercambios; si éste llegaba a renunciar a la sucesión, la corona española, con las mismas condiciones, pasaría al hijo de Leopoldo, el archiduque Carlos.

El rey de Francia no tenía opción: mantener la voluntad de división era alzarse contra toda Europa, y renunciar era la guerra al menos contra el imperio. Durante un año se limitó as combatir en el cerco franco-alemán, hasta que Guillermo de Orange, el monarca inglés, con todos los medios, incluso los menos dignos logró darle al conflicto el carácter de guerra europea. Fue el comienzo de las Guerras de Sucesión que torturaron a una decena de naciones –de una parte Francia y España, con Mantua, y de la otra la gran alianza de Inglaterra, Holanda, Prusia y el Imperio, y en posición particular Portugal y el Piamonte, alineados, primero, con los franceses y pasados luego al campo adversario en 1703– hasta el Tratado de Utrecht del 11 de abril de 1713 y a la paz de Rastadt del 6 de marzo de 1714.

La Guerra de Sucesión española describe una etapa decisiva en la formación del Reino de Saboya que logra sacudirse del yugo francés y llega a la soberanía autónoma. Víctor Amadeo II, duque de Turín, arranca con fuerza el poder de manos de la madre-reina e inicia una política indudablemente astuta, sin miramientos y quizás hasta cínica, pero

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comprensible en esas condiciones. Contrayendo alianzas y traicionándolas inmediatamente después, negociando con su propia intervención, manteniendo una fastidiosa pero eficaz ambigüedad con los dos bloques, llega a obtener en 1696 de Luis XIV, Pinerolo y el desmantelamiento de la temible fortaleza francesa de Casale.

Con el estallido de las hostilidades entre franceses y austríacos, Francia le propuso como compensación por su intervención militar, «el cambio del estado de Milán tras concesión hecha por Saboya, del Condado de Niza y del Vicariato de Barcelona (Barceloneta)»; y si el cambio satisfacía a ciertas miras no tan secretas sobre Lombardía, el sacrificio le parece exagerado. Pero en 1703, después de haber suscrito un pacto secreto de alianza con los austriacos, rompe con los franceses y vuelve las armas en contra de ellos. El hecho miraba a obtener de los alemanes cuanto no podía alcanzar de Luis XIV, pero no logra buenos resultados en el terreno militar, sino al contrario; después de haber conquistado a Saboya y derrotado al mismo Amadeo en Susa, los franceses habían montado el asedio a la misma Turín, rodeándola por todos lados. La capital hubiera caído, si un heroico minero, un tal Micra Pedro de Sagliano d'Andorno, no hubiera hecho explotar la galería subterránea de acceso sacrificándose él mismo, en la noche del 29 de agosto de 1706. Las tropas austríacas, guiadas por el cuñado del duque, el príncipe Eugenio de Saboya, legendario y formidable jefe militar, después de poner en fuga a los franceses logró arrancar la exhausta Turín del asedio el 7 de septiembre de 1706, y con la batalla, denominada precisamente de Turín, provocar el derrumbe de la dominación francesa en Italia.

Con el Tratado de Utrecht, Víctor Amadeo pierde la esperanza de adueñarse de Milán, pero gana a Sicilia, muy pronto (1720) cambiada por Cerdeña, logrando finalmente ceñirse una corona real.

Todos los demás estados italianos lograron mantenerse fuera de la lucha, pero la neutralidad los comprometió a menudo casi tanto como la intervención. Cósimo III de los Médicis del gran ducado de Toscana, Clemente XI en el Estado Pontificio, Silvestre Valier Dux de Venecia y los Duches bienales de Génova compartieron imposiciones y el aislamiento, con los demás inconvenientes de la guerra.

Génova sobre todo. Los genoveses desde hacía largo tiempo estaban bajo el influjo español, que se transformaba a veces en apoyo y más frecuentemente en dominación: Génova odiaba ahora a los españoles y, por lo mismo, a sus aliados franceses. Durante aquellos años trataron de impedir el paso de tropas y armas, y lograron incluso fortificar a Savona (1705) con 1.200 hombres para oponerlos a la fortaleza española de Finale, tanto para confirmar la propia neutralidad como para expresar a sus hermanos piamonteses al menos una tácita solidaridad. Pero los franceses, más que los españoles, trataron de arrastrar a Liguria en el conflicto con el fin de ocuparla insistiendo día tras día en el abuso de hacer pasar y albergar a las tropas en el territorio neutral. ¡Se hubieran contentado con esto! Destrozaron el comercio de Génova con naves corsarias que atacaban a todo navío mercante proveniente de América y dirigido al puerto de Génova, con la excusa de que venían del estrecho de Gibraltar caído en manos de los ingleses el 4 de mayo de 1704. Cuando los franceses

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debieron marcharse, fue difícil establecer quién se hallaba más contento, si los piamonteses o los ligurios...

¡Hasta la astronomía estaba por medio! A las diez de la mañana del 12 de mayo de 1706 en casi toda Italia se pudo observar un eclipse de sol, considerado presagio y augurio de la caída del Rey Sol... Mientras se advertían escenas de pánico en el campo francés, el eclipse dio paso libre a una cantidad de chistes y chascarrillos que se han vuelto famosos.

Querríamos excusarnos por esta prolija página sobre la historia italiana, si no se tratase de la investigación necesaria sobre el trayecto recorrido por Montfort en su viaje a Roma. Nos hemos hallado al respecto con que Montfort visitó la sábana santa de Turín, la tumba de San Carlos en Milán y hasta el arca de san Antonio de Padua... Hoy se impone una clarificación en esta materia, que aunque no tenga todo el apoyo de la documentación tendrá al menos el aspecto de la verosimilitud.

Entre tanto, precisamos que el camino de los romeros de Francia pasaba por Niza y no por Chambery. Era más fácil formar grandes grupos de peregrinos con franceses y españoles sobre el litoral de Liguria que con franceses y alemanes por los caminos montañosos. De hecho, a pocos kilómetros de Niza, a Saorge, sobre el camino ducal Cuneo-Niza, se encuentra una franja que en los documentos de 1610 y de 1752 (Niza, Mairie 1610, fol. 156; 1752 fol. 52) recibe el nombre de brecco dei romei o roca de los peregrinos que van a Roma. Todo el camino gozaba, además, de la asistencia de Penitentes Negros, Rojos o Blancos que se habían dedicado a la tarea de ayudar a los caminantes.

Por otra parte, éste del litoral era el camino turístico más indicado en los textos de la época. Ciertamente la mejor manera de llegar a Italia era la de embarcarse en Marsella o en Tolón y volver a tierra en Livorno:

«El viaje (...) se puede hacer ya por tierra ya por mar. El marítimo está sujeto en verdad a muchos inconvenientes pero es, indudablemente, más agradable y fácil para quienes no hallan en el mar más contrariedad que la que pueden encontrar en los terrenos de Saboya...» (Nolin, cit. p. 189).

Moncenisio, aunque está sobre el espléndido "camino de Francia" y es el único realmente defendido por el duque de Turín, causaba temor a muchos. Había también por el litoral un paso muy duro, el Bracco, pero se lo podía evitar haciendo por mar el trozo equivalente:

«La mayoría se embarca para evitar las montañas, y va a salir a Sestri de Levante, a Lérici o a Viareggio; no obstante muchos hacen el recorrido por tierra» (Du Verdier, cit., Intr.).

Al Montfort peregrino no le quedaba esa alternativa, si tomamos en cuenta también la situación política y militar especial de la primavera de 1706. Del 13 al 28 de abril

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ninguna nave llegó al puerto de Livorno (Archivio di Stato, Genova, Fundo Litt 1706, I). Había que evitar a Turín a toda costa: no existían garantías, si algún francés vestido de sacerdote se presentara ante los muros de la ciudad, porque, más de una vez, los piamonteses habían desenmascarado espías franceses que habían utilizado tales disfraces para recoger todas las informaciones necesarias al inminente asedio. Inútil añadir que tales espías fueron fucilados sistemáticamente sin proceso alguno.

La entrada a Turín estaba reglamentada en forma muy severa: fuera de las leyes y disposiciones que obligaban a dueños de hospederías, cabaretes, albergues y demás... (...) incluidos los reguladores de cualquier grupo, o colegio, aun privilegiado (como podían serlo los monasterios y casas eclesiásticas seculares y religiosas, y hasta los hospitales) (ver Ordinanza sui forestieri, 25 de octubre de 1703, 1º de enero de 1704, etc.) a denunciar inmediatamente a cualquier huésped ocasional previsto o no, con todas las circunstancias necesarias a su identificación y al conocimientos de sus intenciones; fuera de esas leyes –decíamos– desde enero de 1706 habían sido cerrados todos los caminos directos en Francia y reducidos a uno solo con paso obligado por frente de un improvisado fortín construido por el ingeniero Bertola cerca a la granja del conde Coggiola, sobre las riberas del Stura, con penas gravísimas, no excluida la muerte, para los transgresores. En esos meses se vivía con la psicosis del odio y del desprecio para con todos los franceses, dentro y fuera de la ciudad, comparable al de la Bastilla en la Francia de 1789... A comienzos del año de 1706 casi todas las puertas de la ciudad fueron definitivamente aseguradas con barras, excepto la puerta del Po, hacia el oriente: «pena de muerte a quien entrara o saliera sin permiso especial por otra puerta que no fuera la puerta del Po» (Ordinazioni, 24 de junio de 1706).

Si el pensamiento de entrar a Turín parecía absurdo, dar la vuelta pasando a su lado para bajar a la llanura de Padua y Lombardía en concreto era evidentemente inútil y temerario: aunque Milán y gran parte del Piamonte estaban en manos de los franceses hasta agosto, el príncipe Eugenio de Saboya había cortado ya el camino hacia el sur llegando a marchas forzadas a través de Emilia desde Mantua y había aislado a Lombardía del resto de la península. Y evitar a los piamonteses para caer en manos de los austríacos era tan peligroso y sin salida como morir bajo los muros de Turín.

El único camino posible era el que de Niza llegaba a Génova.

Pasar de Finale española o de Savona genovesa, era bastante fácil por cuanto hemos dicho antes. Y sabiendo que el viaje de ida a Roma lo hizo Montfort "a pie", podemos indicar ese trayecto, con cierta seguridad: el del litoral hasta Livorno. La forma de llegar a Niza, en tierra francesa, no ofrecía dificultades especiales: se necesitaba solamente mucha constancia y largo aliento. Y Luis de Montfort tenía esa constancia y la energía necesaria.

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CUARTA PARTE

Capítulo 14: El giro decisivo

Después de citar al hermano Maturín a la abadía de Ligugé, a pocos kilómetros de Poitiers, siendo finales de febrero de 1706, Luis María de Montfort se encaminó, pues, al cielo de Roma. Roza a Châtre, Montluzón, gira sobre Varanne, entró en la actual calzada nacional n 7, la París-Niza.

El solo nombre de las ciudades que cruza desde este momento en adelante suscita en el historiador la necesidad de motivar un alto en el camino, una visita...; pero a ese paso no se llegaría a conducir el peregrino a Roma para el 4 de junio. Probablemente el único motivo de demora en esas ciudades estaba en la necesidad de pedir limosna, la urgencia de celebrar la eucaristía, y lógicamente la búsqueda de una esquina para dormir. Lion, Vienne, Valence, Montélimart, Aviñón, Aix-en-Provence... No había motivo para seguir hasta Marsella, ciudad hasta donde iban casi exclusivamente las gentes que deseaban embarcarse, y el santuario de la Guardia no ofrecía atractivo alguno para los franceses del oeste, para los bretones sobre todo que en materia de peregrinaciones eran mucho más ricos.

De Aix se encaminó hacia Tourves, Brignoles, Le Luc y Frejus, enfrentando luego la dura subida del Esterel, de donde bajó hasta La Napoule y, por Antibes, a Niza. Era un largo trozo de camino el recorrido a una media de 25 kilómetros por jornada: unos 900 hasta aquí, devorados mientras desgranaba rosarios, entonaba cánticos espirituales y meditaba con enorme facilidad.

En aquel tiempo Niza, en las fronteras del Piamonte, había sido cedida a los franceses, pero la población seguía siendo hostil a los nuevos patrones. Se celebraba la pascua, que ese año caía el 4 de abril, y no es difícil pensar que Montfort se quedara allí para pasar en recogimiento y merecido descanso los días de la Semana Mayor. Y quizás para informarse sobre la forma de proseguir el viaje por zonas desconocidas e, incluso, enemigas.

Las verdaderas dificultades empezaron inmediatamente después: esos 200 kilómetros para llegar a Génova debieron llevarle sorpresas, temores, demoras y momentos de reposo... Exactamente como le había sucedido por esos días a un español por los lados de Savona: «(...) liberado de las cárceles (...), gratuitamente, a quien no he infligido la amenaza de no volver a ingresar en los dominios de N(nuestra) R(epública) S(erenísima), dado que no he sospechado pueda cometer algún crimen ni atentado de manera alguna: que es todo» (Carta del Gobernador del Fuerte de Savona al Senado de Génova, 5.IV.1706 – Archivo de Estado, Génova, Fund. Litt. 1706, I, s.p.), con cuantos temores no se sabe. Por otra parte, eran peligros e incidentes previstos por Montfort

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mismo en la carta a los habitantes de Montbernage, aunque la realidad debió resultarle más amarga.

«No puede imaginarse cuanto sufrió en dolores, humillaciones y fatiga durante todo el viaje: cien veces fue rechazado por los párrocos y por los infieles (¡sic!) a quienes pedía hospitalidad; a menudo se vio obligado a dormir ante su puerta o bajo el vestíbulo de las iglesias porque lo tomaban por un espía o un sacerdote vagabundo, tanto que algunas veces, contra su costumbre, se vio obligado a aceptar honorarios por sus misas para poder vivir.

Cuando podía se albergaba en los hospitales...» (Grandet, 97 – DRG, 6).

Así, pues, después de pascua, reemprendió el camino de romero: Niza, San Remo, Finale, Génova, Rapallo... hasta aquí le fue ciertamente útil la presencia del compañero español. Quizás ahora solo, llega la larga subida del Bracco, y Viareggio, Pisa y, por Poggio a Cajano, Florencia. Se necesitaron casi 60 días, unos dos meses más o menos, para recorrer los 1.400 kilómetros. Y, no obstante, abandonó la Vía Aurelia para adentrarse por el camino de la Toscana interna. El desvío fue expresamente buscado, como atestiguan todos los biógrafos, para una visita a Loreto en las Marcas. Así, pues, de Florencia por Arezzo, Foligno, Tolentino, Macerata, para llegar a Loreto hacia la Ascensión, el 13 de mayo, después de 1.697 kilómetros.

A quien apenas conozca algo de la espiritualidad beruliana (y sulpiciana) ese desvío y esa añadidura de peregrinación le parecerán del todo naturales. Luis María había sido formado en la escuela en la que la Encarnación del Verbo es el ideal de toda conformación espiritual. El mismo escribiendo el Tratado afirmará que incluso en "su" devoción «éste es el primer misterio de Jesucristo, el más oculto, el más elevado y menos conocido; que en este misterio, Jesús en el seno de María... escogió a todos los elegidos; que en este misterio realizó ya todos los demás misterios de su vida..., que este misterio es, por consiguiente, el compendio de todos los misterios de Cristo y encierra la voluntad y la gracia de todos ellos; y, por último, que este misterio es el trono de la misericordia, generosidad y gloria de Dios.

... En él Jesucristo se halla presente y encarnado en el seno de María... reside y reina en María, según aquella hermosa plegaria de tantas y tan excelentes almas: "¡Oh Jesús, que vives en María, ven a vivir en nosotros con tu espíritu de santidad!, etc."» (VD, 245-246).

No es, pues, una visita por curiosidad a Loreto, a la santa casa, que no cabrían en un Montfort apresurado camino de Roma.

«Pasó por Loreto antes de ir a Roma: allí se detuvo casi quince días, durante los cuales iba a celebrar la santa misa en el altar de la santa capilla en la que el arcángel san Gabriel anunció el misterio de la Encarnación a la dignísima Madre de Dios, donde ella concibió al Verbo encarnado por obra del Espíritu santo.

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Un habitante de la ciudad de Loreto, al verlo celebrar la santa misa en el altar de la Virgen con una devoción y recogimiento extraordinarios, nunca vistos en otros sacerdotes, quedó tan edificado que le pidió fuera a comer y dormir en su casa, como de hecho lo hizo. (Grandet, 97-98 – DRG, 63-64).

Sabemos que Luis de Montfort había querido esa peregrinación para someter al Papa la idea de una fundación propia. Si las características de sus misioneros debían ser las de mantenerse tras las huellas de los apóstoles y bajo la protección de María, no queda difícil entender cómo éstas son meditadas e impetradas en la Casa de la Anunciación. Precisamente en el pasaje citado del Tratado pone Montfort en boca del Verbo encarnado la célebre frase programática recordada en la Carta a los Hebreos (10,5-7) y tomada del salmo 40,7-9: «Por eso, al entrar en el mundo, Cristo dice: Sacrificios y ofrendas no los quisiste, en vez de eso, me has dado un cuerpo a mí; holocaustos y víctimas expiatorias no te agradan; entonces dije: “ Aquí estoy yo para realizar tu designio...”».

Aunque no tuviera proyectos concretos que someter a Nuestra Señora en la santa casa –como había hecho Olier y más aún Le Bretonvilliers, que había dejado una medalla con la reproducción del seminario de San Sulpicio– Montfort lo tenía todo para decirlo y pedirlo. Inmediatamente después de pentecostés, 23 de mayo, Luis María volvió a recorrer los 125 kilómetros que lo llevaron a Foligno, y aquí comienza el último esfuerzo de acercamiento a Roma: le quedan solamente 154 kilómetros a través de Espoleto, Terni, Civita Castellana, Prima Porta...

«Llegado a dos leguas de la ciudad (7 kilómetros), vio en la lejanía la cúpula de San Pedro, se prosternó en tierra, lloró a lágrima viva, se quitó el calzado y a pie descalzo anduvo el resto del camino, haciendo reflexiones concretas sobre la forma como san Pedro había entrado en aquella gran ciudad, entonces capital del mundo, sin séquito, sin dinero, sin amigos, llevando solamente un bastón en la mano y como recurso la pobreza de un Dios crucificado; y pensando en el milagro perdurable realizado por Dios para enarbolar la cruz de Jesucristo su Hijo en el Capitolio, y para fijar la sede de un pobre pescador sobre el trono del César; bendijo por ello a Dios y culminó en un motivo certísimo de credibilidad, que la Iglesia de Jesucristo es la única y la verdadera por que es romana...».

Grandet (98-99 – DRG, 64) nos ha dejado aquí las propias reflexiones insertándose en el relato no sabemos con qué autoridad: aceptémoslas como probables reflexiones de Luis de Montfort: «llegó, finalmente a Roma, cansadísimo y totalmente exhausto» (ib.), necesitado de descanso y de alimento, exactamente como si fuera un peregrino romero cualquiera.

Había recorrido 1.984 kilómetros, en poco más de tres meses, desde febrero hasta fines de mayo de 1706. No obstante, la investigación adelantada en los archivos de los tres hospicios romanos entonces especializados para el cuidado de los peregrinos, Trinidad de los peregrinos y de los convalecientes, santiago de los incurables, santísimo Salvador "ad Sancta Sanctorum" y en cualquier otro instituto abierto a los extranjeros,

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sólo hemos logrado recoger noticias fragmentarias y no del todo seguras sobre cierta forma de asistencia en la Urbe para peregrinos franceses.

Recordando cuanto hizo a su llegada a Poitiers en 1701, donde esperando a que el obispo le recibiera había encontrado una piecita quizás en la periferia de donde salía sólo para orar y para ir a asistir a los indigentes en el Hospital, nos parece lógico pensar que haya hecho la misma cosa en Roma, donde era casi obligatoria la visita caritativa a santiago. Al respecto, hemos encontrado interesantes relatos de esas visitas de Clemente XI y de los cardenales (las únicas que se recuerdan) en un registro intitulado a los reverendos que por turno eran encargados de las visitas a los enfermos:

«El día 26 de enero de 1703, viernes, a las 22, se trasladó a este archihospital de santiago de los Incurables Clemente XI, Papa, y se permaneció hora y medio con diez Emos. Cardenales sirviendo a los enfermos y enfermas N. 96 cuya cena bendijo, luego a uno por uno les fue dando una medalla de plata, cuatro biscochitos y cuatro ciruelas en jarabe, asistió a una moribunda, y después de la cena Su santidad ofreció su gracia. Los señores Cardenales fueron también sirviendo y dando vino, agua y las sopas mientras siempre Su santidad anduvo en torno a los enfermos» (Archivio di Stato, Roma, Ospedali, n. 51, Busta 373).

Este modo de atender una audiencia pontifica sería sobremanera acorde con la mentalidad y la praxis monfortiana y podría explicar cómo no llegamos a encontrar el lugar de reposo y permanencia de nuestro peregrino en Roma. Una vez más, y perdónesenos, hagamos sitio a un relato en extremo descarnado y quizás muy impreciso, de los primeros biógrafos.

«(...) Tras algunos días de reposo, pidió una audiencia al Papa Clemente XI a través de un teatino que tenía mucha influencia ante Su santidad. Habiendo el Papa fijado el día, el P. Grignion se informó en qué lengua había que presentar el discurso al santo Padre, y al saber que de ordinario se le hablaba en latín, preparó un discurso corto pero muy elocuente, que recitó en esa lengua después de haber sido admitido a besar los pies del Papa.

Contó luego, cómo, entrando en el estudio de Su santidad al ver a Clemente XI, fue invadido por un extraordinario respeto, convencido de ver a Jesucristo mismo en la persona de su vicario.

Clemente XI lo recibió con mucha bondad y después del discurso en latín, le dijo que podía hablarle en francés dado que lo entendía lo suficiente para responder; y, dado que Grignion le proponía irse a misionar en Oriente para convertir a los infieles, el Papa le replicó: "Padre, Ud. tiene un campo bastante grande en Francia para el ejercicio de su celo apostólico; no se vaya a otra parte, trabaje siempre en perfecta sumisión a los obispos en las diócesis a las cuales le llamen. Por este medio Dios bendecirá su ministerio".

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El P. Grignion presento en seguida al Papa un crucifijo de marfil suplicando a Su santidad le conceda una indulgencia plenaria para cuantos le besen en la hora de la muerte, pronunciando los nombres de Jesús y de María, arrepentidos de sus pecados. A lo cual accedió el Papa. De ahí proviene que haya hecho grabar en el pedestal en letras grandes estas palabras: Indulgentia plenaria a summo Pontifice Clemente undecimo concessa, y se servía ordinariamente de este crucifijo en las misiones, para excitar a la gente a la contrición de sus pecados, mostrándoles las llagas de su Salvador. Antes de salir de Roma hizo preparar la punta superior de su bastón y, a menudo colocaba allí su crucifijo, por los caminos de regreso a Francia, para tomar de él materia para sus meditaciones.

El Papa le concedió también el permiso para bendecir crucecitas de papel y de tela que distribuía, al final de cada misión, a quienes habían asistido a treinta y tres sermones, en las que estaban escritos los nombres de Jesús y de María.

Clemente XI le dio también el título de "Misionero Apostólico", y le recomendó sobre todo enseñar insistentemente la doctrina cristiana a la gente y a los niños y hacer renovar en todas partes el espíritu del cristianismo por la renovación de las promesas bautismales...» (Grandet, 99-101 – DRG 64-65).

Blain mucho más sintético, añade algún pormenor sobre el coloquio entre Montfort y el Papa:

«...fue a postrarse a los pies de Clemente XI y ofrecerse a él para ir a donde él quisiera enviarlo. Este santo Padre, tan celoso contra los nuevos errores que veía extenderse en Francia, tan dulce y paciente para sufrir los continuos ultrajes que le causaron los enemigos de su constitución y de su Iglesia, creyó que el humilde sacerdote que imploraba su misión, no podía hacer nada mejor que volver a su país, proseguir las funciones de su celo y hacer frente a los progresos de la nueva doctrina» (328-329).

Las páginas presentadas necesitan algunas anotaciones...

El padre teatino al que se alude, debe ser José María de Tomasi, siciliano, de los Clérigos Regulares, que junto el jesuita pistoiense Juan Bautista Tolomei, tras haber rechazado por humildad el capello cardenalicio, lo aceptó solamente por obediencia con ocasión de la canonización de los beatos Pío V, Andrés Avelino, teatino, Félix de Cantalicio, capuchino, y Catalina de Bolonia, el domingo 22 de mayo de 1712, fiesta de la Trinidad. De Tomasi había nacido en Alicata el 12 de septiembre de 1659, profesó muy joven como teatino en 1666, trasladado a Roma desde 1673, permaneció allí casi siempre, ejerciendo su ministerio en la iglesia de San Silvestre al Quirinal, hasta su muerte acontecida el 1º de enero de 1713. Asiduo investigador biblista, liturgista, buen predicador, sobre todo, fecundo escritor, se publicaron de él a partir de 1747, siempre en Roma, once volúmenes. A su muerte, llegaron de Francia no menos de 120 cartas de amigos y conocidos. Fue beatificado en Roma el 16 de septiembre de 1803.

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La "influencia" de que habla el biógrafo de Montfort podría explicarse por su posición de capellán de iglesia de la residencia ordinaria del Papa, y, sobre todo, por su conocimiento pormenorizado de las cuestiones galicanas en especial en el campo litúrgico: y nos parece haber dicho lo suficiente para motivar su ingreso en la biografía de Montfort como presentador del peregrino francés en la curia. Por otra parte, todo peregrino francés, sabemos por otras fuentes, era un valioso informador sobre las cosas transalpinas que en ese tiempo –incluso Blain lo subraya y la historia lo confirma– no eran del todo simples y claras por esa evidente ambigüedad del Rey Sol y la poco ortodoxa decisión de los obispos.

La lucha jansenista que hubiera debido adormilarse tras la paz clementina (1667) entre la santa Sede y el Episcopado francés, mantenía focos de división a propósito de "obsequioso silencio" y sobre la verdadera y convencida obediencia al Papa; pero ya no interesaba casi nada porque la atención era atraída por la lucha por las regalías y por el floreciente galicanismo, tanto más cuanto que surgían obispos jansenistas que se pavoneaban de ser defensores de los derechos de Roma contra el absolutismo del Estado. El setecientos había aportado nuevas llamaradas, logrando sacudir violentamente a la Iglesia en Francia por casi tres decenios.

En el verano de 1701 se había suscitado el llamado caso de conciencia: cuarenta doctores de la Sorbona habían declarado que la fórmula del "silencio obsequioso" no podía impedir la absolución sacramental. Numerosos obispos, guiados esta vez por Bossuet se habían alineado con Clemente XI. El mismo Luis XIV había pedido al Papa una declaración clarificadora. El 15 de julio de 1705, Clemente XI publicaba la bula Vineam Domini Sabaoth, en la que se presentaba como insuficiente el "silencio obsequioso" para recibir la absolución sacramental, porque la condenación a Jansenio debía hacerse "con la boca y con el corazón".

La bula logró resultados aceptables. La asamblea del Clero de1705 de impostación galicana, declaró claramente aceptarla, pero expresó al mismo tiempo la convicción de que los decretos papales eran obligatorios para la Iglesia universal sólo si eran reconocidos por los obispos y éstos los consideraban como propios. Clemente se lanzó a la pelea con todas sus energías, sin resultado alguno. Además, un nuevo absceso atraía su atención: Pascasio Quesnel, jansenista francés refugiado en Bélgica, se hacía sentir con sus Reflexiones morales. La censura de 1708, dada la oposición del cardenal de Noailles de París, indujo al Papa a amplias negociaciones hasta la bula Unigenitus del 8 de septiembre de 1713, que por un nuevo tira y afloja arrastró a los católicos franceses a las puertas de un cisma a causa de los apelantes al concilio contra el Pontífice.

Creemos que todo esto es suficiente para hacer comprender cómo noticias de primera mano y posiblemente sinceras, eran gratísimas en Roma...

Si aceptamos el 6 de junio como fecha del encuentro entre Clemente XI y Montfort, debemos anotar que era el domingo del Corpus Domini. Las solemnes celebraciones eucarísticas tenían ocupada a la basílica de San Pedro; el Capítulo vaticano suspendía

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toda la actividad durante toda la octava para dar espacio y reconocer la eminencia del santísimo Sacramento y trasladaba la sede coral a la parroquia de San Blas en calle Julia. Resultaba así que funciones parroquiales y corales debían superponerse, fundirse o alternarse. En San Blas, el 4 de junio celebró Montfort la santa misa en sufragio de una tal Lucía, Lud. María de Montfort, y se halla alineada con otras de corte claramente extranjero. Podría ser ésta la confirmación de la costumbre de hacer celebrar a los peregrinos a Roma en San Blas y no en San Pedro durante la festividad del Corpus que tenía ocupada a la basílica entera.

También el Papa, en lugar de regresar en seguida, como era costumbre después del período pascual, al Quirinal, siguió residiendo en el Vaticano. Allí precisamente fue recibido Montfort.

Fue una audiencia privada, importantísima. Montfort lee probablemente su valiente discurso en latín, pero se sintió animado a proseguir la conversación en francés. La praxis normal de la curia pedía que el discurso fuera entregado al Papa para conservarlo junto con las súplicas, peticiones, elogios, etc. en los archivos privados de la casa pontificia, es decir, al patrimonio de la familia Albani, en este caso. En el Archivo Secreto Vaticano no se encuentra ese documento, mientras que todo el conjunto de los documentos del Fondo Albani fue celosamente conservado por el archivista a la muerte de Clemente XI. Pero falta el sobre que debería contener las instancias de ese primer período de 1706. Alguien considera que en las incursiones del gran Napoleón, diferentes cajas de documentos sustraídas al archivo pontificio tomaron el camino de Francia con destino a París; las cajas fueron escogidas sin cuidado alguno, de suerte que no fue siquiera fácil catalogarlas para hacérselas restituir, como aconteció algunos decenios más tarde. Pero de ese sobre no hay traza alguna: ¿no será cierto que algunas cajas jamás llegaron a París... que algunas patrullas de soldados, en el momento de pasar por los Alpes las utilizaron para matar el frío...?

Clemente XI era sensible al problema de la descristianización de las multitudes y del creciente sopor de las conciencias; había estudiado el problema con atención y había identificado cierta estrategia para oponerse a ese neopaganismo, y el 16 de marzo de 1702 dirigía a los obispos de Italia y Francia una Carta Circular de la cual desafortunadamente sólo se tiene noticia en una colección de ordinario muy confiable (Moroni, Dizionario, término missioni, vol. 45, p 222), en las cuales el Pontífice proponía restaurar el impulso de las "misiones al pueblo":

«1º para poder por este medio más libre y útilmente corregir los abusos;

2º para suplir con ello a la penuria que se encuentra muy a menudo en las mismas ciudades de la palabra de Dios que muchos no predican con la debida sencillez y claridad;

3º habiendo mostrado la experiencia, incluso últimamente en Roma, que cuando se explican las cosas de Dios familiarmente y en forma adecuada al fruto para las almas,

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la gente se siente a gusto, acude con frecuencia y extrae de ello grandes utilidades de las costumbres para edificación universal;

4º para que sean específicamente bien instruidos y pacientemente preparados a una buena confesión general, con intención de aplicar de esa manera el oportuno y necesario remedio al, desafortunadamente, grave y frecuente mal de esas confesiones que hubieren podido hacer inválidamente en el pasado...».

¡Qué amargo debía ser leer doloridos llamamientos de predicadores y misioneros apostólicos, en el primer año de pontificado, que le habían hecho esperar!:

«En la mayoría de las diócesis se quejan innumerables relaciones, porque los obispos se tranquilizan pensando haber remediado todos los inconvenientes con las Constituciones Sinodales, cuya observancia buscan, si no en lo que se refiere a lo útil de sus Cancillerías, de suerte que los Sínodos impresos deberían suprimir de las diócesis los abusos y reformar la vida de los Pueblos, sirven solamente al tráfico de los obispos que obligan a los beneficiados a comprar copias, vendiéndolas en grandes cantidades...» (ACV, Fondo Albani, I, 1700).

Y en lugar de preocuparse de que haya predicadores y misioneros para el pueblo que lo adoctrinen, se preocupan sólo por las apariencias de las iglesias y ubicación de los beneficiados amigos y familiares. Y si, además, hay que añadir el abuso de la predicación misma reducida a teatro por los sonetos que se hacen en alabanza de algún hablador o predicador, que se ofrecen en la iglesia, como denunciaba un célebre padre teatino de Nápoles, don Carlos Morale, "persona de reconocida bondad y doctrina", podríamos comprender que el cristianismo sobreviviente en una época de superficialidad estaba minado en sus mismas fuentes y era difamado por los mismos depositarios.

El mismo padre de las misiones al pueblo en Bretaña, Le Nobletz, dirigiéndose a los superiores que debían designar los misioneros, pedía «apoyar a esos misioneros frente a párrocos ignorantes y viciosos que, sin motivo, querrían impedir el ejercicio de sus funciones , y no creer de buenas a primeras los informes de los enemigos malévolos de la doctrina de Jesucristo...».

Palabras que nos llegan gracias a la cuidadosa transmisión de otro gran misionero bretón, el jesuita P. Julián du Maunoir.

No por nada, pues, el Papa enviaba a Montfort a predicar la renovación consciente y voluntaria de las promesas del bautismo, porque el mismo Montfort se pregunta en su Tratado:

«¿Quién cumple este voto tan importante? ¿Quién observa con fidelidad las promesas del santo bautismo? ¿No traicionan casi todos los cristianos la fe prometida a Jesucristo en el bautismo? ¿De dónde proviene este desconcierto universal? ¿No es, acaso, del olvido en que se vive de las promesas y compromisos del santo bautismo y

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de que casi nadie ratifica por sí mismo el contrato de alianza hecho con Dios por sus padrinos?...» (VD, 127).

La calificación o título de Misionero apostólico, con el que el Papa quería gratificar a Montfort necesita una profundización para comprender el desarrollo y las actitudes del mismo Luis María en su apostolado futuro. El título remonta a los comienzos de la Sagrada Congregación de Propaganda Fide (1623), y concurre a formular la historia de las misiones. Incluso si hoy "a causa de las situaciones cambiadas del tiempo y para favorecer la caridad" se ha suprimido el título (Decreto P. F. del 16.01.1924), hay que subrayar que las designaciones hechas por la Sda. Congregación fueron siempre iluminadas y oportunas. De hecho el título podía concederse sólo a los alumnos del Colegio Pontificio y a todos los sacerdotes encargados de hacer misiones por decreto especial de la misma Propaganda Fide.

Por "misiones" se entendía tanto la predicación interna, en zonas peculiarmente turbulentas para la fe a causa de herejías o de desviaciones, como naturalmente en la acepción más conocida, la predicación en territorios fuera de la patria llamados precisamente "tierra de misiones"; en otras palabras, la primera se realizaba entre los herejes, la segunda entre los infieles.

En lo que se refería al título y encargo en tierras de infieles, la opción versaba de preferencia sobre los religiosos que, "examinados por esta Sagrada Congregación" eran designados por la Propaganda Fide con especial diploma, bajo la dirección de un Prefecto del Propio Instituto, en cualquier Reino o Provincia. A ese Prefecto se asignaba el diploma y la facultad correspondientes y comunicables a sus propios religiosos; pero era necesario adelantar una cuidadosa investigación "sobre su vida y conducta, y no sólo ante sus superiores y cohermanos de orden, sino también ante el ordinario del lugar donde ha morado por algún tiempo el personaje".

Después de 1633, sabemos que el Papa podía, siempre con la contraseña de Propaganda Fide, asignar título y facultades con un Breve e incluso de viva voz, traducida luego en carta del Cardenal del dicasterio. No obstante las investigaciones, no es posible saber cómo y cuál sea la forma con la Montfort fue designado. Es cierto, de todos modos, que una vez de regreso al Reino de Francia, debía llevar un documento oficial con el cual presentar al Provincial de los capuchinos de Bertaña (¡sic!) o de Britannia, quien proveería a brindarle las Credenciales que debía presentar a los obispos, como lo exigía el Decreto S.C.P.F., del 23.11.1688.

«Los misioneros están obligados a mostrar las Credenciales a los Vicarios Apostólicos y en ausencia de ellos a los Provicarios y pedir a éstos el permiso para ejercer sus facultades, permiso que no podrá negarse si no por causa grave que debe comunicarse a la santa Sede...», donde en lugar de Vicarios o Provicarios hay que leer: Obispos o Vicarios generales. Porque las facultades eran realmente únicas, como graves eran igualmente los deberes particulares: comer carne en los días prohibidos por la Iglesia, sustituir el Breviario con la recitación del rosario, celebrar la misa sub diu, es decir, a cielo abierto, el indulto personal de altar privilegiado tres veces por semana, celebrar

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la eucaristía una hora antes del alba y una hora después del mediodía, bendecir con una simple señal de la cruz, fuera de Roma, cruces, estatuas, medallas, y conceder la indulgencia de sana Brígida (¡la indulgencia plenaria aplicable a los difuntos!).

En Francia, sólo once Provinciales de la orden de los capuchinos, con exclusión explícita de Nuncios, Cardenales y Obispos, eran reconocidos como vicarios apostólicos, y entre éstos, en tercer puesto, el Padre Provincial Prefecto de las misiones internas y externas asignadas a la Provincia de Britannia. Es de notar que algunos Obispos habían sido expresamente excluidos y privados de todo poder en la materia, como el de San Maló y de París, mientras que eran mencionados respetuosamente por la Secretaría de Estado los de Nantes y Poitiers.

Fue, pues, Luis María distinguido con un gran título, el de Misionero Apostólico. Y esto lo diferencia y destaca entre todos los demás misioneros de su tierra: Michel Le Nobletz y su discípulo Julián Du Maunoir fueron siempre apoyados, defendidos y casi empujados por el obispo Saint-Pol-de-Léon; Juan Leuduger, con quien pronto nos encontraremos, era el clásico misionero diocesano, y había recibido el mandato del obispo de Saint-Brieuc, mons. Denis de la Brade.

Sería inútil, pensamos, buscar en los registros de la época y en las colecciones de documentos alguna confirmación a cuanto nos dicen los biógrafos y las relaciones juradas de los procesos de beatificación sobre el título. Ciertamente lo recibió, aunque ignoramos como podía demostrarlo a los obispos y a los sacerdotes de su tierra. Había sido seguramente un título quizás directamente pedido y anhelado, por la enorme ventaja que de él provenía para el ejercicio del apostolado al que iba a dedicarse.

Hay un dato común en la biografía de todos los misioneros de esa época: el mandato de los superiores. ¡Montfort, por su parte, lo había recibido precisamente del pontífice! Fortalecido por su título romano, se podrá presentar a los obispos y a la gente, poniéndose a su disposición como hombre evangélico, libre y decidido, no vinculado por limitaciones territoriales o de ambiente, con una investidura que más que diocesana era pontificia, y, por ello, digna de todo respeto y confianza. Quizás no era el medio más fácil para ganarse las simpatías entre las susceptibilidades y la envidia de obispos y colegas, pero ciertamente era el más eficaz sobre las poblaciones que lo habrían visto llegar desde muy lejos y no de las fronteras de la parroquia más cercana, sino de Roma, con una autoridad y una gracia más especial dada de vez en cuando por el mismo Sumo Pontífice.

Y si a la resonancia del título romano se añade la pureza de la doctrina, la auténtica seriedad de la vida y el heroísmo de las virtudes del misionero a lo apostólico, podemos comprender que el título que le confirió Clemente XI no era otra cosa que el reconocimiento de la sinceridad ortodoxa de la fe y la evidente santidad de la conducta. Es cierto, la gente podía maravillarse frente brillo del título romano, los corazones de los oyentes sólo se convertirían y perfeccionarían ante la santidad del predicador. Pero también esa santidad y capacidad apostólica tenían origen romano, si hemos de creer a las palabras presentadas por otro biógrafo y dichas por Montfort en

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1707 al párroco de Breal: «Mi querido amigo, he recorrido más de mil leguas en peregrinación para pedir a Dios la gracia de tocar los corazones y él me ha escuchado».

Y con esta afirmación relatada por el mismo Montfort bajo la finalidad apostólica del viaje romano, también nosotros acompañamos a Luis María en el viaje de regreso a Francia.

Tras la audiencia pontificia no había motivos para prolongar la permanencia, excepto para esas pequeñas prácticas que había que completar para el título que le había conferido el Papa. Ciertamente no motivos de erudición o de cultura: «El jesuita P. Dutemps me dijo que le preguntaron al P. de Montfort, a su regreso de Roma, lo que había visto; respondió: Nada» (Blain, 327).

En cambio, había todos los motivos para apresurar el regreso. En primer lugar, la voluntad de dedicarse en seguida al trabajo. Y luego, las noticias, forzadamente fragmentarias pero suficientes, sobre los movimientos de tropas y guerras al norte de Italia. Entre más tardara, más difícil sería el cruce de las fronteras. Los austriacos estaban para lanzar el ataque decisivo, y los franceses reforzaban las fortificaciones y trincheras. Debió ser, pues, un regreso precipitado: duró solamente dos meses y el recorrido costó mucho más que la ida, bajo el sol veraniego y con el cansancio acumulado en los tres meses empleados para andar aquellos dos mil kilómetros de Francia a Roma.

Algo sabemos del regreso: viaja en compañía de dos jóvenes, que encontró en Roma ya antes de la audiencia. No consta que lo acompañaran hasta Francia. Como él, también ellos se acomodaron a pedir limosna y a los inconvenientes de andar a la ventura.

El recorrido debió ser necesariamente el más directo: nada de Loreto, y, por lo mismo, la actual Vía Aurelia: Civitavecchia, Livorno, Génova, Niza y lo más directo para regresar a Poitiers.

Y, ¿por qué no la vía del mar? Difícil imaginarlo. Sobre todo no hay pruebas. Ciertamente no viaja a caballo, dado que Montfort mismo precisamente en ese viaje debió dar explicaciones a un párroco que se lo preguntaba mientras le daba una limosna: viajar a caballo no estaba en las costumbres de los apóstoles..., pero sí en las de la gente mundana (Grandet, DRG, 65).

A pesar de todo, pensamos que si lo hubiera habido el caballo hubiera sido muy oportuno... por lo cual la respuesta dada al párroco que "comía en gran compañía" tiene sabor de dura reprobación y sermoncillo.

«El 25 de agosto, fiesta de san Luis (IX rey de Francia), su patrono, llegó a Ligugé, a una legua de Poitiers, abadía de los jesuitas y muy famosa por haber sido consagrada a san Martín y santificada por la permanencia del santo, que iba a encontrar a su gran maestro, san Hilario. El P. de Montfort celebró allí la misa.

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El hermano Maturín que lo esperaba en el lugar, tuvo no poca dificultad en reconocerlo, tan cambiado estaba y quemado por el sol y debilitado por la dureza del camino. Llevaba los zapatos en la mano porque tenía los pies todos desgarrados; llevaba el sombrero bajo el brazo y la camándula entre los dedos...» (ib.).

No nos cuesta creerlo.

Había recorrido casi cuatro mil kilómetros.

Montfort pensaba poder descansar un poco en Poitiers, convencido de encontrar calmado o adormilado todo ánimo de querella o discusión en contra suya...

¡Qué ilusión!

Capítulo 15: En busca de un programa

Al parecer, en Poitiers nadie tiene curiosidad de saber cómo anduvo la escapada a Roma, excepto el hermano Maturín que lo acoge como a un fantasma o el P. de la Tour, el jesuita que había estado de acuerdo con el viaje, o las dos Hijas de la Sabiduría que lo esperaban en Poitiers.

No, muy, por el contrario, su regreso es motivo de renovada desconfianza: el obispo le manda a decir por medio de su secretario que salga de la ciudad dentro de 24 horas. La nueva orden impide al P. de la Tour hacerlo cuidar en Hotel-Dieu de la Charité porque lo vio fatigado en extremo y con el rostro lleno de granos. De todos modos, hubo tiempo para dialogar con las hermanas del Hospital, porque la institución parece sobrevivir. El coloquio es un himno de acción de gracias al Señor y a su Madre amabilísima que han bendecido la iniciativa lo mismo que el sacrificio de las dos jóvenes. Probablemente las pone al corriente de la grave tarea que le ha asignado el Papa y de la necesidad de consejo y oraciones para que todo se desarrolle conforme al designio de Dios.

Si la Curia no le permite ni siquiera descansar, hay uno de los párrocos amigos suyos que le acoge en su casa a seis millas de Poitiers. Montfort está feliz de poder así celebrar cada día y recuperar las fuerzas. Y mientras se rehace físicamente, dedica ocho días a los ejercicios espirituales para que también el espíritu pueda recuperarse.

Esperaríamos verlo aquí dedicado a buscar "trabajo". Pero no: hará una nueva peregrinación de trescientos kilómetros más, hasta el Monte San Miguel, en Normandía, como si el viaje a Roma no hubiera terminado todavía.

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Hemos querido mirar de soslayo a los pocos años que le quedan, menos de diez, y descubrimos que ésta será en verdad la última peregrinación. Los otros viajes serán sólo traslados y pasos por trabajo o por compromiso. Pero vale la pena buscar una razón para esta prolongación del camino de Roma. Otros han encontrado razones especiales, o quizás tampoco las han buscado.

Es preciso recordar el espíritu con que había emprendido el camino de Roma: la constatación de numerosos fracasos incluso en el apostolado que más le agradaba, añadida a cierta desconfianza, motivada también en el apoyo de los obispos y amigos; la insatisfacción de no ser capaz de escogerse por sí solo un camino bien definido en el ministerio...; en otras palabras, ese constante alternar entre tareas tan diferentes, incluso opuestas, le había llevado a comprender que era necesaria una indicación segura de parte del Señor, una determinación explícita, un encargo que lo independizara de oportunidades pasajeras y a menudo contradictorias.

Roma lo había entendido plenamente y lo había regresado a su terruño francés, con un encargo oficial evidente: Misionero, provisto de una autenticación pontificia: Apostólico. Había buscado seguridades y el Papa se las había dado. La voz del Señor era ahora muy clara; el nuevo título le garantizaba finalidad y espacio. Administrarlo en la forma debida, esto debía conquistarlo con la oración y el sacrificio.

La razón de este último viaje complementario del de Roma se halla toda aquí: la necesidad de sentirse en capacidad de dar dignamente su batalla por los pobres y los pecadores, por hallarse en el sitio que Dios le había asignado. El lema Dios solo (Dieu seul) no aparecía por casualidad con más frecuencia en su boca y en su pluma.

Podemos concluir que el epílogo a la peregrinación a Roma había sido tenido ya en cuenta desde antes y nos extraña ya tanto este ulterior suplemento de camino, estando listo para modificar el itinerario de la romería: Poitiers – Roma – Monte San Miguel. Solamente en Normandía termina la búsqueda. Tan cierto es esto que inmediatamente después se dedicará al apostolado en su diócesis de Saint-Maló.

Tampoco esta vez viaja solo: está con él el incomparable hermano Maturín que ya no lo abandonará más.

La primera etapa es el monasterio de Fontevrault, a donde llega con la sencillez del peregrino para pedir hospitalidad y acogida. Pero ya no está la reine des abbesses, Gabriela de Rochechouart, hermana de la Montespán; desde 1703, la abadesa es la nieta Luisa Francisca de Rochechouart, que no conoce a Montfort, a quien, por lo extraño del comportamiento, no se siente a gusto de acoger. Se sabe que las hermanas charlan a su gusto, sobre todo comentando lo que acontece en la puerta del convento, como lo hicieron cuando la portera refirió con vivacidad el episodio. Los pormenores son tan exactos que sor Isabel (Silvia Grignion) no tiene dificultad en exclamar: "¡Pero sí es mi hermano!"

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Corren en su búsqueda y con mil excusas le abren de par en par la abadía. «La señora abadesa no quiso darme limosna por amor de Dios; ahora me la ofrece por amor a mí. ¡Muchas gracias!», respondió, y siguió su camino.

El episodio muy bien relatado por Blain subraya de todos modos, que las enseñanzas de San Sulpicio sobre la buenas maneras nunca habían sido asimiladas. El motivo del rechazo que le dieron estaba precisamente en no haber querido decir su nombre. Replicará: "¿para qué preguntarme el nombre? imploro la caridad no por mí, sino por amor de Dios."

Y una pequeña añadidura: Silvia lo reconocerá, claro, por las extrañas actitudes, pero sobre todo por la descripción de su aspecto, un rostro "tan notable con su nariz aguileña...".

Después de Fontevrault, una visita al amable santuario de la Dolorosa de Saumur. Pero en Saumur otras religiosas están ansiosas de hospedarlo: las de Juana Delanoue, del instituto fundado en la fiesta de santa Ana, patrona de Bretaña, en 1704, las Soeurs de Sainte-Anne-de-la-Providence de Saumur. Montfort había contribuido a esa fundación durante su permanencia allí en 1701 colaborando con la fundadora en la redacción de las reglas. Hoy tiene la oportunidad de volverlas a ver antes de la aprobación episcopal de 1709. Entre tanto tiene conferencias para las hermanas y diálogos con ellas.

Pasados los primeros diez días de septiembre está de nuevo en viaje para Normandía. Teniendo que pasar por Angers, querría detenerse algunos días porque supo que su superior-confesor Antonio Brenier, precisamente el que le había facilitado y financiado el ingreso a San Sulpicio y que había hecho recitar un Te Deum para la ocasión, se hallaba en la ciudad. A pesar de diversos ataques de apoplejía desde 1702 y los muchos cuidados terminales, hoy era superior del seminario diocesano, ya agregado desde 1695, siempre por obra suya, al gran San Sulpicio de París.

La última alusión a Brenier en Montfort, la encontramos en su carta a Leschassier del 4 de julio de 1702, en la que le dirigía un especial saludo de agradecimiento por cuanto había podido hacer por él. Pasando por Angers, habrá pensado en poner al corriente al anciano superior (y con él a San Sulpicio) a cerca de los años transcurridos y sobre todo de la gran aventura romana.

Pero, recibido durante la recreación «se ve rechazado y despedido en forma ultrajante, en presencia de toda la comunidad... Si le hubieran hecho la caridad de darle de comer, la afrenta hubiera perdido un poco de su amargura; no, en cambio, lo echó de la casa vergonzosamente, lo despidió en ayunas, inmediatamente, sin considerar ni su carácter ni su necesidad».

El bueno de Blain aquí (324), a pesar de estar tan comprometido, y no ser nunca del todo objetivo en relación con los sulpicianos, queda estupefacto, y sale del paso subrayando: «Este es uno de esos encuentros en que vemos a un santo perseguido por otro santo» (325 ).

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En esta oportunidad Montfort no logra acallar lo que el corazón le pone en los labios: seis años después, cuando hable de ello, dirá con amargura: «¿Es posible que en un seminario traten así a un sacerdote?» y confesará no haber sufrido nunca tanto como en esa humillación. Quizás vale la pena hacer nuestro el comentario del mismo biógrafo que los conocía perfectamente a ambos, a Brenier y a Montfort:

«Por qué motivo, el P. Brenier, un hombre tan santo y atento a todos los movimientos de su alma, actuó así en esa ocasión? ¿Lo hizo con el propósito premeditado de humillar a su antiguo alumno y probar de nuevo su virtud? ¿O por un movimiento humano y un impulso escapado a un hombre todo de fuego y que necesitaba de toda su gran mortificación para dominar la violencia, en ciertas ocasiones? ¿O fue por la profundidad de su espíritu penetrante y su profunda sabiduría que le advirtió que había que tratar así a un hombre de virtud extraordinaria, pero demasiado excepcional en sus modales, ante un gran número de jóvenes, a fin de que ninguno resolviera imitarlo y tomarlo por modelo? ¿O por inspiración divina que quiso privar al P. de Montfort de todo consuelo humano y quitarle el inocente apoyo que buscaba en su antiguo maestro? ¿Fue finalmente una señal de la Providencia que quiso enseñarnos que los santos no se agradan siempre y que, aunque conducidos por el mismo Espíritu de Dios, no caminan al cielo por los mismos senderos? Es lo que no puedo responder y en lo que adoro los juicios de Dios que permite que santos persigan a santos y se inflijan unos a otros las penas más sensibles...» (Ib. 325-327).

Y realmente en este punto quedamos también estupefactos: aunque nos roe una insistente duda. Y es si San Sulpicio estaba ya al corriente del resultado del viaje de Montfort a Roma y del... exabrupto de haber pretendido pasar por encima de todos... cosa que no debía hacerse conforme a las buenas maneras... ¡Perfecto! Pero el modo de actuar de los santos no siempre sigue las buenas maneras.

No obstante, siempre a nuestro parecer, Blain captó bien en la señal cuando querría ver en el episodio un signo de destete, de despegue de los vínculos umbilicales ahora inútiles, en un momento en que debe empezar a guiarse por sí solo.

Montfort pagará a su manera la falta de caridad recibida, haciendo él mismo un acto de caridad: toma sus espaldas a un pobre abandonado de todos y lo carga hasta el hospital más cercano cancelando, además, el albergue y el sustento del mismo. Como el samaritano...

El Monte San Miguel, en los límites de Bretaña y Normandía, es un islote rocoso casi redondo que forma una colina granítica de 900 metro de circunferencia y 78 de altura. La antigua tradición afirma que el islote se formó durante un apocalíptico cataclismo de muchos años antes, que habría destruido también el bosque de Scissy o de Quokelande, recuperado en parte durante la Edad Media.

En cambio, la mitología céltica, creía que el monte era un enorme sepulcro adonde llegaban las almas en busca de paz y tranquilidad eternas. De ahí el nombre que ha

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sobrevivido de Monte Tumba de la isla, y Tombelaine para el islote dos kilómetros al norte.

En el año 708, el obispo de Avranches, san Uberto, recibió la aparición de San Miguel Arcángel sobre la cima de la roca, con la orden de edificar allí un oratorio. El mundo cristiano quedó impactado por el acontecimiento y se movilizó a realizar la obra deseada por el cielo. Ya en el siglo X, la cima estaba cubierta por una imponente iglesia de estilo carolingio, que un siglo más tarde, servía de base a la basílica romana. En el entorno y sobre el islote y la pendiente, se erigían entre tanto monasterios benedictinos, todos con la misma denominación: Saint-Michel-en-Tombe, Saint-Michel-en-Mer, Saint-Michel-au-peril-de-la-Mer, Saint-Michel-du-Mont... reagrupados finalmente en título común de Mont-Saint-Michel.

A fines del primer milenio, la abadía estaba ya construida, si recordamos que en 966 Ricardo I, duque de Normandía, organizó allí a los benedictinos, que completaron la construcción con la Merveille, la cima. Guerras, asedios, invasiones, incendios, en el curso de los siglos se sucedieron con bastante frecuencia, pero el pueblo bretón y el normando defendieron esforzadamente el propio tesoro, tanto que el monte se convirtió en símbolo de la resistencia hasta 1434, cuando los ingleses fueron rechazados definitivamente, por la población y hasta por los monjes guerreros.

Juana de Arco fue ferviente propagandista de la devoción al Arcángel, y Luis XI creó precisamente una orden de caballería, la Orden Real de Caballería llamada de San Miguel, asignándole la sede oficial en la sala todavía hoy llamada de los caballeros. Los monjes convertidos casi en soldados, decayeron del primitivo espíritu religioso, y ese período coincide con el momento más triste santuario. El antiguo espíritu resurgió en 1622 con la llegada de los benedictinos San Mauro. Pero la abadía no encontró el esplendor espiritual de otros tiempos; en el siglo de Luis María de Montfort, se convirtió en prisión de Estado para condenados especiales del rey de Francia, sepultados vivos en las prisiones cerradas sin ventanas colocadas bajo el paseo de los monjes.

Cuando Montfort llega a la Merveille, no debe mezclarse con los grandes cortejos reales, ni los tumultuosos perdones, porque el santuario se hallaba entonces en profunda desolación: precisamente en ese año, el abate Don Doyte escribirá a Mabillón, el historiador benedictino que iba a exaltar la obra de los monjes en Francia y había pedido las últimas informaciones sobre el Monte San Miguel: «Aquí la miseria es tan grande que supera a toda imaginación. Van tres años que debo una insignificante suma de dinero a un librero de Rennes y aún no he podido pagarle...».

También Madame de Sevigñé, en viaje galante hacia el monte, en mayo de 1689, quedaba más impresionada por el desayuno tomado en Pontorson que por el santuario del Arcángel.

Ya no se dan pues, las grandes celebraciones de los tiempos pasados que pudieran incidir en el ánimo del pobre sacerdote, mezclado a la turba anónima y

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espiritualmente fervorosa con ocasión de la fiesta del Arcángel ese 29 de septiembre de 1706. Pero fue ese ambiente, esa desolación, aquella gente fervorosa lo que le sugirió la idea de crear una especie de cofradía en honor de Miguel que se propagaría entre los soldados y las guarniciones que encontrará en las peregrinaciones futuras...

Tras la conmovedora permanencia en el Monte San Arcángel –como la llama Grandet–, y un corto tramo de camino, regresa después de tantos años en su ciudad, Rennes, la ciudad de su niñez y de su adolescencia, la capital de Bretaña... Tras encontrar hospitalidad en casa de una mujer que sin reconocerlo lo acoge y se compromete a alimentarlo, y junto con él a Maturín, con un poco de pan negro y leche, se da a la busca de su primer maestro, el sacerdote Bellier que lo había introducido por los grandes senderos de la caridad en busca de enfermos y pobres. Y dado que para encontrar a Bellier tenía que buscarlo cerca al lecho de algún enfermo, lo busca en hospicios y hospitales, y finalmente logra encontrarlo en el Hôtel-Dieu-Saint-Yves donde presta servicio.

Montfort no visitó a Rennes para sumarse a la obra apostólica de Bellier; hoy, ciertamente no. Llegó para encontrar un trampolín, un impulso, una indicación que le asegurara esa forma de apostolado que le había asignado el Papa.

Y Bellier se los da.

El mismo Bellier hizo saber en carta del 3 de septiembre de 1719 al expárroco de Saint-Michel-de-la-Paludz de Angers, el P. Rigault:

«Exhorté al P. Grignion, que llegaba de Roma a nuestra ciudad, a que fuera a la diócesis de Saint-Brieuc, (a sumarse) a uno de los primeros y mejores misioneros del reino, llamado Leuduger... mi buen amigo, o mejor, mi maestro, con el fin de trabajar bajo la guía de director tan experimentado, (tanto más) cuanto que todos conocen que Grignion es perseguido por actuar fuera de lo ordinario...».

El antiguo maestro conoce muy bien las fallas del discípulo, al menos tanto como los solones de San Sulpicio. Sintoniza con ellos, de todos modos en que las dificultades le llegan precisamente de esas formas extrañas, de esas formas fuera de lo ordinario, pero que podrían se entendidas y guiadas por el gran misionero Juan Leuduger.

¿No era a caso el deseo que se había expresado seis años antes, inmediatamente después de la ordenación, mientras aguardaba le destinaran a un campo de trabajo?

«...Me asaltan deseos de unirme al P. Leuduger, maestro de teología de Saint-Brieuc, excelente misionero y hombre de mucha experiencia o de trasladarme a Rennes y retirarme al Hospital General al lado de un sacerdote ejemplar, conocido mío, a fin de dedicarme a obras de caridad entre los pobres» (Carta 5).

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Hoy Bellier lo enviaba a uno de los mayores exponentes de la predicación popular en la Alta Bretaña, de la diócesis de Saint-Brieuc, colindante con la de San Maló.

Juan Leuduger y Luis María de Montfort.

¡Cuántos puntos de contracto en la historia y en la actividad de ambos! Uno y otro provienen de la Alta Bretaña, pasan los primeros años en ambiente campesino, en factorías entre personas sencillas y sinceras; realizan los mimos estudios en el mismo colegio de santo Tomás de Rennes; ambos son formidables caminantes; ambos viajan a Roma, del mismo modo, a pie y con bastón de peregrinos... Leuduger podrá disfrutar de mayor tranquilidad durante el viaje, al no verse obstaculizado por guerras que le compliquen el camino; pero cambian, las motivaciones de la peregrinación: Leuduger va a Roma para enriquecer su formación literaria, encuentra formas de subsistencia mediante conferencias y discusiones en Colegios y Universidades... Y mientras Montfort, de regreso, se apresura a volver a Francia, Leuduger baja hasta Nápoles y Bari, para remontar durante el verano, detenerse en Montefalco de Umbría a venerar la tumba de una abadesa agustina cuya beatificación se adelanta, y, pasando por el Tirol austríaco, a través de Alemania y Alsacia, entrar en Francia para culminar la peregrinación, como Montfort, en el Monte San Miguel.

Incluso en los rasgos espirituales y en los anhelos apostólicos se dan tantas semejanzas:

«(Leuduger) perplejo interiormente entre la contemplación y el deseo (de las misiones) de América, o la prosecución de los estudios en Italia, Alemania, España... sigue el consejo del P. Huby de dedicarse a las misiones populares en Bretaña, sin entrar en orden religiosa alguna, sino acentuando los beneficios que el cuidado de las almas le puede brindar...» (Ropartz, Portraits bretons, 11).

Al igual que Montfort, a los veintisiete años crea una asociación de señoritas llamadas Hermanas Blancas para el ejercicio de la caridad. En seis años, Leuduger viaja dos veces a París para que lo admitan en el Seminario de las misiones Extranjeras, y en ambas lo hacen volver a casa, tanto que llega a alimentar el propósito de trasladarse a Inglaterra con el fin de realizar su sueño misionero, aunque termina obedeciendo al obispo que lo nombra párroco conservándole el cargo de misionero popular.

Su capacidad de jefe de misiones le llega de haber estado en la escuela de Julián Maunoir, el heredero directo de Miguel Le Nobletz, el primero y mayor de los misioneros populares después de san Vicente Ferrer. De hecho, el jesuita Maunoir, quien lo vio trabajar en el grupo de uno de sus discípulos, lo convoca con otros 35 sacerdotes a la misión de Moncontour y Lamballe, en 1678-1679. Desde ese momento Juan Leuduger seguirá a Maunoir hasta la muerte de éste en 1688, asumiendo su herencia por voluntad expresa del moribundo. Pero en 1686, el obispo le asigna la parroquia de Moncontour donde permanece hasta septiembre de 1691, sobre todo para consolidar y desarrollar el hospital creado por Maunoir y apoyar una casa de ejercicios espirituales para el pueblo, confiada al cuidado de una congregación recién

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fundada por el P. Ange Le Proust de Lamballe, bajo el título de un santo canonizado en esos tiempos, Dames de Saint-Thomas de Villenueve.

La herencia de Maunoir lo sigue comprometiendo a pesar de los cargos diocesanos. Hemos calculado que en menos de seis años de permanencia en Moncontour, estará ausente de su parroquia unos 1186 días, o sea, 37 meses, más de tres años...

En 1691, finalmente, le asigna el obispo un quinto cargo diocesano: nombrándolo Ecolâtre o Scholastique (hoy lo llamaríamos Director de la Oficina Catequística) para enseñanza de la religión y la catequesis de toda la diócesis. Desde su nueva sede cerca a la catedral, dirigirá misiones, retiros, cursos de ejercicios espirituales a la gente, cursos de catequesis y escuelas de religión, logrando encontrar tiempo, incluso, para doctorarse en teología en la Universidad de Nantes...

En 1700, haciendo propio el título de un librito publicado por el Vicario general de Dol, Lebret, preparará un Bouquet de mission (ramillete de misión) totalmente nuevo en cuanto al método y al contenido, sobre las misiones al pueblo. El folleto tendrá gran difusión, llegando en pocos años a la cuarta edición.

Hay que subrayar todavía el deseo concreto de Leuduger de transmitir precisamente a Montfort el testimonio heredado de Maunoir, y ya antes de Le Nobletz, y antes todavía de Vicente Ferrer. Pero Leuduger morirá a los 73 años, en 1722, y Luis María, de 43 años, en 1716.

En Rennes, Montfort se detiene sólo pocos días, realizando algunas predicaciones y sobre todo visitando hospitales y hospicios. Logrará, incluso, organizar una colecta para la restauración de la iglesia de Saint-Sauveur. Se deja convencer para ir a visitar a su tío sacerdote Alán Robert, e incluso a su familia ahora organizada en Rue Saint-Hélier. Aceptada la invitación de los religiosos de San Juan Eudes, directores del seminario episcopal, iniciará un curso de ejercicios para los seminaristas. Tras poco tiempo, cuando comprende que la invitación no es del todo desinteresada, sino una velada tentativa para convencerlo a ingresar en su congregación que es no obstante una institución misionera nacida en Normandía, Montfort abandona el lugar.

Es mejor cambiar de aire y compañía. Quizás el título de misionero Apostólico, mejor que a él le interesaba a muchos otros que lo llevarían en forma mucho más resonante...

En la fiesta de todos los santos y para el día de difuntos está en su tierra nativa, Montfort-la-Cane, donde todos lo recuerdan, aunque sólo un tal Belín, rudo campesino y trabajador de la parroquia, se halla dispuesto a recibirlo en su casa. Belín logra hacer buena figura: ¡el heredero del señor de la Bachelleraie es su huésped! Habla de ello con todos, hasta que la noticia llega a oídos de la vieja nodriza, la Nana Andrea. En realidad, Luis había golpeado antes a su puerta, pero el yerno, ignorando quién era el personaje, le había rechazado la acogida; la pobre anciana, afanada, logrará arrancar al hijito una cena, para oír que éste le reprochaba amablemente: «Nana Andrea, te

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preocupas demasiado por mí; trata de ser más caritativa. Deja en paz a Grignion que no es nadie: piensa en Jesucristo que lo es todo. ¡Él está en los pobres!».

Entre tanto debió invitarle algún colaborador del Leuduger para que fuera a unirse a un grupo de misioneros para la importante misión de la ciudad de Dinán.

Dinán, población medieval, desarrollada en torno al imponente castillo feudal, había pertenecido a los duques de Bretaña y había encontrado un gran desarrollo en la fabricación de tejidos, muy solicitados hasta del exterior; si los banqueros florentinos habían decidido suplantar a los judíos en la administración de las finanzas locales. Ciertamente, la historia por siglos no había sido muy benigna con la ciudad: muchas veces asediada y conquistada por los ingleses en el siglo XIV, últimamente se había dejado arrastrar a la revolución de 1675 con Rennes, y había sufrido las consecuencias. Pero había seguido siendo una de las cinco ciudades donde se reunían los Estados generales de Bretaña: la última secesión tendrá lugar en 1717.

Los biógrafos monfortianos discuten sobre el nombre del grupo misionero. Pero no eran los lazaristas de san Vicente de Paúl y menos aún otros religiosos organizados. Probablemente, siendo Dinán un territorio bretón, es más fácil pensar que la organización estuviera confiada a Leuduger, quien, como lo hacía con mucha frecuencia, se servía de colaboradores directos que congregaban en el lugar un número suficiente de misioneros del clero diocesano y religioso local. Si es que, realmente, el mismo Leuduger no fue de la partida.

Hasta donde era posible, a cada misionero se permitía elegir el papel y tarea que iba a desempeñar en la predicación. Montfort, y Maturín, eligió el oficio de catequista de los niños, de los enfermos y de los pobres. Dado que la misión para los niños se desarrollaba en la mañana tardía, Montfort podía encontrar el tiempo para escuchar las demás predicaciones, y para aprender la técnica, diríamos, si no conociéramos las capacidades de la persona. Algunos ecos de la misión lo tenemos en las biografías: una tarde, ya en la noche, Luis María vuelve a la casa de los misioneros con una pesada carga a las espaldas; con el grito: "¡Ábranle a Jesucristo!", avanza hasta su propio cuarto donde coloca el pesado fardo: un ulceroso a quien asistirá personalmente hasta la muerte.

Encontrará también la forma de dar una amable sorpresa al no darse a reconocer a su propio hermano, Gabriel Grignion, ahora sacerdote dominico, precisamente en el convento de Dinán, y en cuya iglesia iba a celebrar las primeras veces...

Pero realizará, además algo muy importante: logrará organizar un grupo de señoras que prepararán siempre una sopa caliente para sus pobres. Un testimonio, considerado válido en los procesos de beatificación de Luzón en 1867, dejará una afirmación bastante sorprendente: «Una institución suya importante sobrevive aún en Dinán, el hospital al que su caridad dio nacimiento...».

¿Nacimiento, o más bien, nuevo impulso?

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Aunque Grandet insinúa cándidamente que Montfort fue a Dinán porque necesitaba aprender, aprendió de todos modos muy de prisa, dado que inmediatamente después de la predicación general, consiguió dar una misión especial para los militares, como había hecho ya antes en Poitiers. Logrados los permisos necesarios, se dedica solo, con Maturín, a la predicación, que resulta muy fructuosa. Una señal la tenemos al constatar que logró erigir la cofradía de San Miguel en la guarnición.

También las misiones que siguen en San Suliac, a diez kilómetros de Dinán en la desembocadura del Rance en el golfo de San Maló, y el curso de ejercicios para las dos terceras órdenes franciscana y dominicana de Becherel, al sur de Dinán, lo mismo que las misiones de Baulón, de Le Verger, de Merdignac casi en los suburbios de Rennes, lo mantienen ocupado durante todo el invierno. Este ministerio es directamente previsto y dirigido por Leuduger, gracias a lo cual Montfort tiene la oportunidad de aprender directamente del maestro sin intermediarios.

Viene luego la misión de La Chèze: donde quizás es jefe de misión. Hospedado en el castillo de los duques de Rohán, duerme sobre la desnuda roca. ¡Lástima que de esa permanencia el futuro heredero, el cardenal Eduardo, no haya aprendido nada, él que utilizará no menos de 600 campesinos para sus cacerías... Pero a nosotros esta misión tiene que importarnos mucho.

«Parece que la divina Providencia los haya llevado allí para la realización de una obra que le había sido reservada.

En esa pequeña parroquia había una capilla grande dedicada a la Virgen santísima bajo el título de Nuestra Señora de los Dolores. Desde hacía muchos siglos había sido abandonada; no tenía techo y dentro estaba toda llena de zarzas y malezas.

El gran apóstol de Bretaña, san Vicente Ferrer, en el curso de sus misiones, la había encontrado en ese estado y mientras predicaba en el entorno al pueblo, después de haber deplorado vivamente el abandono y expresado el deseo de ponerle remedio, había asegurado "que esa gran empresa estaba reservada por el cielo a un hombre que el Altísimo haría nacer en tiempos lejanos; ese hombre llegaría casi desconocido y sería muy contrariado y escarnecido, no obstante, con la ayuda de la gracia, llevaría a feliz término la empresa". Son las palabras utilizadas en una carta que el párroco de La Chèze, Francisco Jager, escribía al obispo de Saint-Brieuc, Hervé-Nicolás Thibault du Bregnon.

No se dice que el misionero (Montfort) estuviera al tanto de esa predicción donde no hubiera podido menos de reconocerse...» (Pauvert, 226).

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La capilla fue, efectivamente, reconstruida bajo el impulso y la dirección de Montfort. Luego, sobre el fruto de la misión y la obra realizada por el misionero mismo, hablará precisamente Leuduger en el Bouquet de mission:

«En la parroquia de La Chèze donde estoy escribiendo durante la misión de 1712, se encuentra una capilla de Nuestra Señora de la Cruz, donde sobre el altar construido a estilo romano, hay un calvario con tres cruces: la Virgen se halla al pie de la central con Nuestro Señor Jesucristo muerto entre los brazos y sobre la balaustrada que rodea todo el altar están las imágenes de los santos que estuvieron presentes en la pasión. Después de la misión que se dio en 1707, todos los días se recitan en esta capilla tres rosarios en coros alternos: la primera después de la misa, la segunda un poco antes de mediodía, y la tercer por la tarde...».

La restauración de la iglesita no pudo realizarse durante los pocos días de la misión y no podía detener a Montfort más allá del período del compromiso apostólico: entre tanto terminaba las otras misiones. Se fijo para el 12 de junio, fiesta de Pentecostés, la inauguración de la restauración.

En esos días seguramente en Plumieux, tuvo conocimiento de la muerte de la señora de Montespán, por quien debía alimentar gran reconocimiento.

Tras la inauguración, Leuduger lo llama a trabajar en la ciudad, en Saint-Brieuc, para dictar cursos de ejercicios espirituales en el convento de las Hijas de la Cruz, a quienes luego dará a parte conferencias especiales. La finalidad de Leuduger es llevarlo a ejercitarse en los cursos de ejercicios espirituales a las diversas categorías de personas, hombres y mujeres, muchachos y muchachas, casados y solteros, todo siguiendo un esquema de ocho días establecido precedentemente por el famoso jesuita Vicente Huby, maestro de Leuduger, convencido como estaba éste de que podría inspirar propósitos de santidad a los campesinos, hombres y mujeres, aunque estuvieran dedicados a los rudos trabajos del campo.

El reglamento de esos ejercicios exigía un desarrollo observado siempre en forma tenaz: se comenzaba la jornada a las cinco de la mañana, con la primera meditación, la celebración de la misa seguida de cantos y oraciones en coro; a las 8,30, primera conferencia-exhortación, espacio para la oración y reflexión personales. El almuerzo a las 12,45, seguido inmediatamente de la explicación de cuadros de carácter más simbólico y alegórico que realista sobre la pasión, los sacramentos, los pecados mortales, el hijo pródigo, el infierno, la vida de Jesús y de María. Luego visita a la capilla, y un momento de reposo. A las 14,30, nueva conferencia-exhortación y las 17 la segunda meditación. La cena a las 18,30 seguida de comunicaciones e ilustraciones sobre la confesión general, sobre la práctica de la vida cristiana, sobre las virtudes. Una oración en la capilla a oscuras, ante un cuadro transparente de papel aceitado iluminado por detrás para hacer revivir algún momento de la pasión del Señor y cierre de la jornada.

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Los ejercicios duraban ocho días en completo silencio, pero cada uno de los participantes era seguido personalmente por el predicador, porque no se debía dejar nada a la sugestión o la impresión del momento; todo debe florecer en un esfuerzo personal de reflexión, de iluminación y de gracia.

Nótese todavía que la clausura del curso preveía un compromiso personal de cada uno, delante del santísimo Sacramento y de las Sagradas Escrituras, de aceptación y sometimiento a la Palabra de Dios, de fidelidad a la cruz a la cual debían consagrarse con sacrificios espirituales y de apostolado.

Los predicadores eran escogidos personalmente por Leuduger. Y cada uno de los seleccionados, sobre todo si repetían diversas veces la misma predicación, acababa por dejarse envolver por el espíritu apostólico propio de un alma exquisitamente misionera. Leuduger le advertía:

«Le digo con el Apóstol que si quiere entrar en el número de los elegidos de Dios, si quiere participar de su amor, debe revestirse de la intensidad de su misericordia; haga lo mejor que pueda para aliviar al prójimo en sus necesidades tanto de cuerpo como de alma».

Y Montfort fue uno de los elegidos para ese ministerio que como ningún otro llevaba Leuduger en el corazón, como lo llevaron Maunoir y Huby. Después de esa experiencia Luis María fue enviado precisamente a su Montfort-la-Cane, la ciudad donde había vivido, la iglesia donde había sido bautizado. Probablemente fue constituido jefe de misioneros, porque fue suya la idea de levantar una cruz al término de la misión sobre la colina llamada Butte-de-la-Motte. Pero le llegó al momento el veto del señor del lugar, Tremoille, y no pudo hacer nada.

«¿No quieren que este pequeña colina sea santificada? ¡Muy bien! ¡Vendrá el día en que se convertirá en lugar de oración!»

En 1850 sobre la colina de Butte-de-la-Motte se edificará la nueva iglesia parroquial.

En la misión, Montfort está acompañado de su factótum, Maturín, y quizás del hermano Juan. Aceptará también detenerse en la factoría paterna de Couascarre para un almuerzo, pero con "muchos de sus amigos", los pobres. Por mucho tiempo se hablará de una predicación suya nunca hecha, o mejor, hecha sin palabras: consistió solamente en la contemplación de la cruz a la que el Papa había concedido tantas indulgencias, concluyó con una vuelta entre los presentes, invitados cada uno a besar al crucifijo con un dulcísimo: «¡Mira a tu Salvador! ¿No te pesa haberlo ofendido...?»

Después de Montfort-la-Cane, ya en otoño, Leuduger lleva consigo a Montfort a su muy amada Moncontour. Habían transcurrido treinta años de la misión hecha por Maunoir, en la cual había participado el mismo Leuduger antes de ser párroco, en 1678. La ciudad había quedado como un tesoro en el corazón de Maunoir, porque allí

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había fundado el local del Hospital, contiguo al cual, Leuduger había levantado en seguida una casa de ejercicios espirituales.

Montfort llega al lugar precisamente en plena mitad de la fiesta regional, quizás la de San Maturín, titular de la iglesia parroquial, que se celebraba del 6 al 13 de noviembre. Por ello se mete en medio del gran baile al que, escandalizado, logra hacer cesar poniéndose de rodillas en medio de todos e implorando que todos hagan lo mismo "para tranquilizar a la justicia divina". Ese gesto lo había hecho ya antes que él Le Nobletz, y por tanto no era nada increíble. Logró incluso obtener del alcalde la seguridad de que la fiesta regional sería trasladada a los días de entresemana para no hacerla coincidir con el día del Señor.

También allí, se había reservado Montfort el catecismo a los niños, a los pobres y a los enfermos. Pero precisamente en la capilla de Hospital tuvo lugar el triste suceso. La culpa en realidad no era toda de Montfort, muy por el contrario... Estaba demasiado acostumbrado a ver a las asistentes enfermeras de años atrás con la superficialidad de estas otras y el descuido por corregir o poner límite a abusos y desórdenes... Añádase, además, que el acudir frecuentemente a su predicación interesase a ciertas damas y damiselas de buena sociedad, convencidísimas de que debían lucir procaces adornos de lujo (como convenía a la burguesía local). Al término de una predicación particularmente impactante, el misionero hace desfilar en presencia suya al auditorio para besar el crucifijo de Roma. Cuando se da cuenta de actitudes especiales poco edificantes, tanto en las enfermeras como en las personas, para una función que debía alcanzar el tono de la reparación, se rechaza a presentar la cruz para el beso. Pero la cosa no termina ahí. Habiendo participado al sermón conmovedor de Leuduger sobre las penas de los difuntos y sobre el culto de los pobres difuntos olvidados y que esperan sufragios y ayudas, el fervoroso de Montfort, recorre de improviso la platea para hacer una colecta abundante con el fin de recoger fondos para santas misas de sufragio, y ciertamente no para sí.

Esta fue la clásica gota que indispuso al grupo de colegas respecto del impetuoso Montfort. Leuduger, ciertamente a pesar suyo, tendrá que pedirle que abandone la misión e incluso su grupo...

No nos atrevemos a culpar a Leuduger en lo más mínimo o acusarlo por la ruptura de relaciones entre los dos grandes misioneros, pero no aceptamos colocar a Grignion en la lista de los acostumbrados perseguidos y de las víctimas.

Él mismo se buscaba cruces. No eran culpables de todo quienes le reprochaban modos de actuar poco ortodoxos. Esta vez, además, encontrándose en un grupo misionero, donde, para utilizar sus propias palabras, deber ser «la obediencia en esta compañía –lo mismo que en la de Jesús– el fundamento y el apoyo inquebrantable de toda su santidad y de todos los frutos que Dios produce y producirá por ministerio».

Sabemos que una de las normas más férreas del grupo de Leuduger prescribía que nunca ni de ninguna forma o momento debían pedir limosnas a las gentes y

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contentarse solamente con lo que podían recibir para el sustento durante la misión. El mismo Montfort establecerá que sus misioneros tendrán que observar otra norma, la de la docilidad:

«Obedecen a todos los superiores en cuanto a lo exterior, al lugar, tiempo y demás circunstancias de la misión en sí mismas indiferentes pero que vienen a ser muy saludables e importantes cuando están reguladas por la obediencia».

Uno de los mejores biógrafos de Luis María, Besnard, apostilla así el acontecimiento:

«Nada más laudable, e incluso nada más necesario que el desinterés en el ejercicio del santo ministerio. Montfort no pensaba ciertamente faltar a esa regla, tanto más cuanto que ya tenía la costumbre de no aceptar honorario alguno por sus misas. Por otra parte, ya fuera que ignorara la regla fijada por los misioneros, ya que un imprevisto movimiento de celo en favor del alivio de las almas del purgatorio, no hiciera caso a esa regla. De todos modos, esta falla no podía hacer olvidar todo el bien que hacía... ni debía hacer pasar como falta imperdonable la voluntad de haber actuado un tanto por precipitación, es decir, al querer hacer una obra buena sin haberla previamente acordado con aquellos a quienes debía referirse» (BM, I, 142).

Cuáles fueran las razones, hay de hecho una carta de algunos años más tarde, escrita por Leuduger y enviada a Montfort, en la que le ruega tome en sus manos el propio grupo misionero que, a causa de su edad avanzada, no podía ya dirigir. Pero en este momento «parece claro que la divina Providencia con sus propios designios, quería hacer entrar a Montfort en una carrera donde pudiera ejercer sus funciones con la santa libertad del Evangelio. Esto, además, lo constataremos en el resto de su vida misionera, sea cuando trabaje solo, sea con aquellos que él mismo se iba asociando...» (ib.).

Como si dijéramos: había aprendido el oficio, ahora podía también trabajar solo.

Capítulo 16: Una acción misionera totalmente diferente

Abandonada, pues, Moncontour y la importante experiencia misionera con Leuduger, Montfort, aunque a pesar suyo –pero no demasiado, en fin de cuentas, si la lección le dicta sólo algunos años más tarde idénticas normas para su propio grupo– siente la necesidad de retirarse al silencio para recoger las ideas, para orar y precisar un programa apostólico personal. Regresa a Montfort-la-Cane, donde durante la última permanencia había logrado arreglar el antiguo lazareto de los cruzados –San lázaro, precisamente– restaurando la capilla del siglo XIII. No era propiamente una ermita, pero sí un lugar de referencia considerado "su residencia ordinaria por dos años", precisa Besnard. El gerente de toda la construcción levantada en torno al antiguo núcleo, luego de darle todos los permisos, regulaba el flujo de gentes que cada día

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quería entrevistarse con el misionero. Hay que recordar que la zona formaba parte del Priorato cuyo Fermier général seguía siendo su padre Juan Bautista.

Sobre el vetusto altar había colocado una "bellísima" estatua de Nuestra Señora de la Sabiduría, y ubicado en el centro de la capilla un "bellísimo" reclinatorio al cual había asegurado una camándula con granos gruesos como un "pulgar", para que los visitantes pudieran usarlo. Las citas son siempre del mismo Besnard. Precisamente en esos días de finales de otoño de 1707, el obispo de San Maló, mons. Vicente Francisco Desmaret, de paso por la región, había dado oídos a un violento ataque contra el misionero descrito como capaz de «congregar tropas de vagabundos, de mantener en la ociosidad a los pobres..., hombre que pretendía solamente hacerse notar con sus singularidades para hacerse famoso en el mundo, mientras en el fondo no era más que un impostor» (BM, I, 148-149).

Aquel venerando clero, cómodamente sentado a manteles de fiesta con su Pastor, gozaba a las mil maravillas de la reprimenda que el prelado propinaba al humilde sacerdote, ya que había logrado ocultar el verdadero motivo de tanta acritud: a saber, no poder soportar que tanta gente acudiera a San lázaro desertando de sus iglesias... Mientras el obispo está acabando la condena con la suspensión de las facultades ministeriales en toda la diócesis, aparece el párroco de la vecina Breal, Pedro Indré que había bautizado a Luis María cuando era deán de Montfort. Al advertir la marcada hostilidad de los presentes, se dirige al obispo con una petición explícita de llevar a su parroquia a ese sacerdote condenado, porque deseaba que diera un curso de ejercicio espirituales a la juventud.

«El obispo de San Maló, conocedor de los méritos superiores de aquel párroco, entendió al momento que su testimonio indirecto en favor de Montfort servía al menos para emparejar todo lo que los otros habían dicho en contra...» (Ib. 150).

Muy alegre de autorizar la predicación, el prelado restituye a Grignion todas las facultades recién suspendidas. Como se ve por las palabras de Besnard (cap. 68), no se trata aquí de un obispo enemigo, un jansenista..., sino de un obispo mal informado. Tendremos que cambiar el juicio sobre él sólo algunos años después, cuando se rechace aceptar la bula Unigenitus del Clemente XI... Pero, entonces, 1717, Luis María estará ya en el paraíso para alcanzarle el don de un maravilloso regreso a la unidad católica diez años más tarde.

Era, de todos modos, el empujón que le daba la Providencia para que se decidiera a trabajar en serio como misionero.

Después de Breal y hasta el verano de 1708, se dedicará a las misiones por lo menos en cinco parroquias de la misma diócesis, para culminar una vez más en su tierra natal para un curso de ejercicios a muchachas y casaderas. En los momentos intermedios gusta de permanecer en San Lázaro. Pero durante esta última permanencia escoge una

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guardiana para su Virgen de la Sabiduría. Quizás tenía conciencia de haber terminado su labor en la diócesis de San Maló. Y de hecho, el obispo que se hallaba de visita pastoral precisamente en la región, más para hacer callar a aquellos benditos sacerdotes que por mala voluntad frente al misionero, le ordenó limitar sus predicaciones sólo a las iglesias parroquiales. La limitación llegó oportuna como nunca, porque le llegaba una invitación explícita de Juan Bautista Barrin, vicario general del Nantes. Gilles de Beauveau, deseaba tenerlo en su diócesis para una tarea misionera que va a durar tres años.

Lo veremos lanzadísimo en cerca de veinte misiones parroquiales, algunas realizadas al mismo tiempo en tres diferentes iglesias de la parroquia, en cinco o seis cursos de ejercicios espirituales, abiertos a la gente y otros más cerrados y exclusivos para comunidades religiosas o para asociaciones.

Dos años de trabajo incansable, desde el verano de 1708 hasta septiembre de 1710, de trabajo incansable. Nadie lo discute, es jefe de equipo, dirige de cuando en cuando grupos de colaboradores, entre los cuales, alternando con jesuitas, capuchinos y sacerdotes del lugar, tendrá siempre un sitio el mismo vicario general Barrin lo mismo que Pedro Des Bastières que lo seguirá luego por otras diócesis, en más de cuarenta misiones.

En la memoria de Luis María esos dos años borrarán el mal recuerdo de los meses pasados en tan inútil aburrimiento en la comunidad de San Clemente, que, abandonada ahora por los sulpicianos, vegeta y corre el riesgo de anularse. El clero diocesano se ha abierto entre tanto a las nuevas impostaciones pastorales de mayor estabilidad para la práctica religiosa; pero permanecen siempre regiones, sobre todo en el campo, donde todavía queda todo por hacer, donde hay que implantar un cristianismo, simbolizado en esas cruces que Montfort hace erigir siempre al término de sus misiones.

Pero lo que hay que convertir no son las tierras, son las almas. Y las almas de los campesinos no interesan a los ricos, a los poderosos, a los diplomados que sólo buscan el dinero de aquella pobre gente que cultiva y mantiene sus rentas. Montfort chocará fuertemente contra esa categoría de malos cristianos, amos de esclavos. Por ejemplo, contra ese tal Pedro du Cambout, marqués de Coislin, convertido en duque a la muerte del padre; un personaje a quien San Simón describe "perverso, peligroso, demasiado entregado a las diversiones, que no respeta a nadie...", que no hay que confundir con el cardenal Pedro de Coislin, muerto en febrero de 1796 y que nunca fue duque.

Cuando Montfort, en la restauración de la ruinosa iglesia de Cambon, haga quitar los escudos de armas y, más aún, cuando más tarde, se dedique de lleno a levantar en la landa de la Magdalena, en Pontchâteau, el famosísimo Calvario, siempre en territorios de aquel malvado señor, acabará por chocar de frente con el duque y con los manejos religiosos y políticos de su prepotencia. Ni siquiera el obispo amigo Beauveau y su vicario Barrin lograrán salvarlo de la ira furibunda de duque Coislin.

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Entonces, aparentemente derrotado, se retira a la ciudad en esos meses de invierno, para la oración, y sale sólo para dedicarse a obras de caridad: dará origen así al pequeño Hospital de los Incurables y madurará la idea del de los Convalecientes; durante la inundación de Loira lo encontraremos entre los primeros y más incansables socorristas de quienes huían. Dejará a Nantes y la diócesis a finales de 1711.

Ya al mes siguiente lo encontramos en la diócesis de Luzón, donde llamado por ciertos sacerdotes, da algunas misiones. Hay quienes lo invitan e inmediatamente después lo echan fuera a causa de los chismes que circulan contra él. Pero en abril da un curso de ejercicios a los seminaristas. El obispo, mons. Juan Francisco De l'Escure, tras oír hablar de él lo llama a predicar, sobre el rosario, en la catedral el 10 de mayo. Montfort se desfogará contra los enemigos clásicos del rosario, los albigenses, ignorando que el obispo es oriundo de Albi... Por fortuna el obispo tiene muy buen sentido y no se resiente por ello.

El día siguiente, 11 de mayo, llegará a la ciudad que lo albergará como infatigable misionero hasta la muerte, La Rochelle.

Como todos saben, La Rochelle era la rocafuerte de los hugonotes, aquellos protestantes calvinistas franceses que se convirtieron más en partido político que religioso, y que habían logrado atrincherarse en la ciudad constituyéndola en una especie de contracapital. Luis XIV, haciéndose el que creía en la conversión de los hugonotes, en 1685 los había eximido del tremendo edicto de Nantes de un siglo antes. Pero en lugar de pacificarse, la lucha política y religiosa proseguirá pasando por entre frágiles acuerdos basados las más de la veces en engaños y componendas, hasta una nueva proclama de pacificación que no satisfará a nadie...; pero en ese 1788 se vivía en vísperas de la Revolución.

En la confusión político-religiosa el jansenismo había hallado humus abonadísimo, a menudo, alimentado por un galicanismo manifiesto o solapado. Aquí, entre esta gente, podía Montfort sentirse a sus anchas en el sitio del ideal del Misionero Apostólico, como se lo había querido crear para Francia, demasiado expuesta a las desviaciones doctrinales y cismáticas.

Por otra parte, la diócesis de La Rochelle, además de un buen clero gozaba de la presencia providencial de un excelente Pastor, mons. Esteban de Champflour, vicario antes de Clermont, que había obtenido esa sede de La Rochelle en 1703 "con sus solas fuerzas", como anota Grandet. Como obispo, había encontrado en la diócesis más vecina, la de Luzón, otro importante obispo, ya amigo y colega en San Sulpicio, mons. De l'Escure. Precisamente en esos meses los dos belicosos prelados se habían levantado resueltamente contra el cardenal De Noailles de París que había aprobado las Reflexiones morales de Quesnel y habían llegado hasta hacer colocar en las puertas de Notre Dame en la capital y en el palacio del cardenal una Instrucción pastoral suya de condenación del 15 de julio de 1710. El cardenal se había vengado al momento haciendo expulsar de San Sulpicio a los nietos de los dos obispos. Pero fue precisamente la algazara causada por esa Instrucción y la obstinación del cardenal lo

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que hizo que Luis XIV se resolviera a pedir al Papa una clarificación final acerca del jansenismo, clarificación que en 1713 se convertirá en la bula Unigenitus. El cardenal rehusará en un primer momento la adhesión a la bula papal, para acabar con retirarse de la rebelión, aunque no pareció nada convincente ni siquiera a la hora de la muerte...

La mención de los dos belicosos obispos de Luzón y de La Rochelle, nos facilita comprender el espíritu con que pidieron y obtuvieron la colaboración pastoral de Luis María de Montfort.

Tras una prueba en la parroquia de L'Houmeau, se pidió a Montfort dar una misión general a toda la ciudad de La Rochelle. Fue ésta sin duda alguna la misión más larga y comprometedora de toda su carrera: casi cuatro meses, en los que, muy distintas, se tuvieron por lo menos tres misiones: a los hombres, a las mujeres y a los militares. La gran misión tendrá su solemne epílogo en la procesión eucarística que culminó en la erección de las cruces, descrita minuciosamente en el dibujo de un empleado comunal, Claudio Masse, que nos ofreció, además de la descripción del acontecimiento, la noticia de que en la organización de la ceremonia estaba un hermano de Montfort, Gabriel Francisco, que se retirará como capellán del Hospital de Iffendic, cerca de la casa paterna, donde morirá un año después de su santo hermano.

Para proseguir la colaboración, mons. De L'Escure de Luzón, pedirá el préstamo del misionero para una predicación en la abandonada isla de Yeu, donde iniciamos nuestro recorrido.

Terminada esta misión en Pascua de 1712, Montfort se quedará todavía para algunas predicaciones y misiones en la diócesis de Luzón, que lo tendrán ocupado hasta finales de julio.

Tras las extenuantes fatigas de esos meses, Montfort descansará a su manera, dedicándose al más variado apostolado en los suburbios de La Rochelle: predicará ejercicios a la gente y las Hermanas Clarisas. Entre tanto podrá disfrutar de la casa que una buena mujer le había cedido casi a modo de reconocimiento por todo el bien realizado en la diócesis. Esa casa recibirá el nombre de "ermita", dedicada al gran profeta Elías, San Eloy. Allí se retirará con los colaboradores para descansar y preparar nuevas misiones. A veces quedará solo o con los hermanos laicos y entonces trabajará en obras que quedarán para siempre después de él: la redacción definitiva de las Reglas de Instituto de las Hermanas Hijas de la Sabiduría para la dirección de escuelas gratuitas y sobre todo la composición del inmortal Tratado de la Verdadera Devoción a la santísima Virgen, y la Carta circular a los Amigos de la cruz.

En julio vuelve a comenzar el trabajo apostólico hasta Navidad de 1712, pasando luego otros meses en la tranquilidad de San Eloy: debe atribuirse a este período un intento de envenenamiento del cual es víctima, obra de no identificados hugonotes. Se salvará gracias a un pronto antídoto, aunque tendrá que padecer por largo tiempo molestas consecuencias.

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De repente, no sabemos si invitado o de propia iniciativa, Luis María parte para París a hablar con los sucesores de Poullart des Places, que le había dado la seguridad de refuerzos para las misiones. Algo logrará, sin duda, aunque haya cambiado mucho la situación de las dos obras a partir de 1703. Lo recibieron con respeto, pero también con reservas. Todos debían saber que entre Montfort y Poullart, el fundador muerto en 1709, existía un compromiso por el cual en París, en el Seminario del Espíritu santo, se prepararían misioneros que se unirían a Grignion. Pero en 1713, las cosas eran un tanto diferentes: el acuerdo estaba en pie, pero no obligaba, tanto más cuanto que los Directores del seminario no podía exigir mayor cosa de los seminaristas que no eran religiosos... Montfort, honestamente, antes de redactar una Regla definitiva para su Compañía de María, quería dar a conocer, si no el texto al menos las líneas fuerza de su creación... De todos modos, de ese viaje a París llevó consigo un renovado empeño de colaboración: tan cierto es esto que desde ese momento cambia el nombre del grupo existente llamándolo con el apelativo derivado de París: Comunidad del Espíritu santo. De París llegará durante su vida, solamente el P. Adriano Vatel, aunque éste corría en realidad tras un destino diferente, y tres sacerdotes para la última misión de San Lorenzo.

Pero a fines de agosto, está de regreso en La Rochelle, donde se empeña en una quincena de misiones hasta agosto de 1714, cuando –tampoco aquí sabemos si invitado o no–, aprovechando de una misión en la diócesis de Coutances, en la ciudad de Saint-Lô, irá a encontrarse con otro amigo de infancia, Juan Bautista Blain, canónico de Ruán.

Montfort y Blain se habían alejado, tras un último tentativo de San Sulpicio para sacar a Luis María del abyecto cuchitril del Pot-de-Fer, en 1703, y hacerlo regresar a la normalidad. Las vicisitudes los habían alejado físicamente a los dos: Blain, siguiendo a mons. Claudio Mauro d'Aubigné, se había detenido en Ruán, donde como solicitado predicador, amigo de san Juan Bautista de la Salle, responsable eclesiástico del nuevo instituto de las hermanas del Sagrado Corazón d'Evremont, equilibrado canónigo de la catedral, se podía considerar un integrado, un afortunado, muy sulpiciano en la regularidad de una vida ajustada y corriente... De todos modos, Blain había realizado una afortunada carrera eclesiástica que lo había enriquecido de experiencia y responsabilidad.

Después de 11 años vuelve a encontrarse. Realmente hubieran debido encontrarse en la mitad del camino entre Saint-Lô y Ruán; pero a última hora Blain había tenido que regresar a la ciudad, donde esperó a Luis María. Este, en compañía de un joven hermano laico, Nicolás, hacia el mediodía, después de haber recorrido los últimos veintiséis kilómetros en esa mañana, llega a la cita; pero ¡en qué estado! Blain relata:

«A pie, en ayunas, con una cadena de hierro a la cintura y en los brazos..., muy cambiado, agotado, destruido por el trabajo y las penitencias; quedé convencido de que su fin no podía estar lejos, aunque entonces sólo tenía cuarenta o cuarenta y un años...» (Blain, 331).

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Afortunadamente Blain será el primer biógrafo de Montfort y nos dejará el relato de toda la discusión con él en esos dos o tres días. Pronto logran hallar la misma confianza de otros tiempos –aunque estamos seguros de que existió entre ellos un intercambio de cartas, si no frecuente, sí asiduo, con el que se mantenían en contacto. Descubrir esas cartas sería un elemento decisivo para la plena comprensión de muchas vivencias monfortianas. Blain constituía el último anillo que todavía lo ataba a San Sulpicio–.

El amigo "sulpiciano" tiene la posibilidad de clarificar tantas habladurías o verdades que corrían sobre lo "extraordinario" de ese hombre por el cual había sufrido con sólo oír hablar de las desventuras que le habían tocado en suerte sobre todo durante aquellos años de sacerdocio.

Y ahí está, pronto a comenzar una buena y precisa discusión con el misionero, que parece hasta descansar en ese calmado y sereno diálogo, del cual retomamos aquí los puntos más importantes.

Sobre la extravagancia, sobre la excentricidad, por ejemplo.

«Pero, ¿dónde encuentras en el Evangelio pruebas y ejemplos de tus modales excepcionales y extraordinarios?, ¿por qué no renuncias a ellos?, ¿o no pides a Dios la gracia de deshacerte de ellos? Los rechazos, las contradicciones, las persecuciones te siguen por todas partes, porque con tus extravagancias las atraes. Harías mucho más y encontrarías muchas más ayudas y auxilios en tus trabajos, si tuvieras en tu favor algo nada fuera de lo común y no brindaras a los libertinos y a los mundanos, con tus extravagancias, armas en contra tuya y contra el feliz éxito de tu ministerio...».

A esto respondió Montfort pausadamente:

«Que, si tenía modales extraordinarios y fuera de lo común, era muy contra su intención. Que, como los tenía por temperamento no se daba cuenta de ellos, y que si eran adecuados para humillarlo, no eran inútiles en él. Que, por lo demás, había que explicar que se entiende por modales extraordinarios y fuera de lo común... Que si con ello, se querían entender actos de celo, de caridad, de mortificación y de otras prácticas de virtudes heroicas y poco comunes, se consideraría dichoso de ser singular, en ese sentido, y que si esta forma de singularidad era un defecto, era el defecto de todos los santos. Que, en fin de cuentas, con pocos esfuerzos se gana uno en el mundo el título de singular. Que esta denominación le caía a uno con seguridad con un poquito que no quisiera parecerse a la multitud, ni acomodar la vida a los gustos de ésta. Que era una necesidad ser singular en el mundo, si uno quiere alejarse de la multitud de los réprobos. Que siendo pequeño el número de los elegidos, era necesario renunciar a encontrar sitio entre ellos o a singularizarse junto con ellos, es decir, a llevar una vida muy opuesta y diferente a la de la multitud.

Y añadió que hay diferentes clases de sabiduría, como hay en ella grados diferentes. Que una era la sabiduría de una persona de comunidad en su proceder, y otra la sabiduría de un misionero y de un varón apostólico. Que la primera no tenía nada

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nuevo que emprender, le bastaba dejarse guiar por la regla y las prácticas de una casa santa. Que los otros tenían que buscar la gloria de Dios, a expensas de la suya, y con la ejecución de nuevos proyectos. Que, por consiguiente, no había que extrañarse, si los primeros se quedaban tranquilos, manteniéndose ocultos, y si no hacían hablar de ellos, al no tener nada nuevo que emprender. Pero que los segundos, al tener que librar continuos combates contra el mundo, contra el diablo y los vicios, tenían que recibir de parte de ellos terribles persecuciones. Y que es una señal de que no se causa mayor miedo al infierno, cuando uno sigue siendo amigo del mundo...».

Hay otro argumento que aclarar.

«Lo acusaban de hacerlo todo según su criterio. Que valía la pena hacer menos bien pero hacerlo en dependencia, consultar a los superiores y no emprender nada sin sus órdenes ni su permiso...».

Evidentemente, Blain está al tanto de los episodios de Saint-Brieuc, de Montfort-la-Cane, y sobre todo, de los mucho más graves de Nantes y Pontchâteau que había discutido hasta la corte... Era el punto en que siempre habían insistido los sulpicianos y que siempre había sugestionado incluso al buen amigo Blain.

Luis María «estuvo de acuerdo con la máxima, añadiendo que creía seguirla, en cuanto le era posible y que le incomodaría mucho actuar por su propio juicio.

Pero que había ocasiones y circunstancias imprevistas y repentinas en las que no era posible consultar el parecer o las órdenes de los superiores. Que bastaba en esos casos no querer hacer nada que uno piense no les grada ni merezca su aprobación, y estar dispuestos a obedecerles a la menor señal de su voluntad.

Que, por otra parte, acontecía que obras comenzadas con el consentimiento de los superiores, no gozaban al final de su aprobación, sea porque los indisponían gentes mal intencionadas e indispuestas por falsos informes, sea porque escuchaban los rumores del mundo y el juicio de sus sabios casi nunca favorables a las obras santas.

...Que estaba persuadido de que siendo la obediencia el sello de la voluntad de Dios, no había que apartarse nunca de ella. Pero que su conciencia no le hacía reproche alguno al respecto y que vivía, en todo tiempo y circunstancia, en actitud de obedecer y no hacer nada sino con el visto bueno de los superiores. Pero que no podía impedir los falsos informes, las maledicencias, las calumnias, los dardos de la envidia y los celos que el hombre enemigo sabía hacer llegar hasta ellos, para indisponerlos contra él y desacreditar, ante ellos, su persona y sus servicios».

El diálogo se prolongó por largo tiempo, si Blain nos confiesa:

«Le hice muchas objeciones más que imaginaba no tenían respuesta. Pero él las deshizo con palabras tan acertadas, tan concisas y animadas por el Espíritu de Dios,

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que yo quedaba desconcertado de que me cerrara la boca en todo aquello con que yo creía podérsela cerrar» (333-340).

Ese viaje no tuvo resultado práctico alguno, fuera de la posibilidad de intercambiar un tanto informaciones fraternas. Y fuera de llevarlo a casa de las buenas hermanas de Evremont, Blain no pudo dar nada al amigo, en especial si éste esperaba obtener apoyo y ayuda precisamente en la "tierra de los santos", en San Sulpicio.

Pero Luis María está acostumbrado a intentos sin resultados. Algo más recogió, sin embargo, de Ruán: ciertas indicaciones logradas en la Reglas de las hermanas de Evremont a donde Blain le había llevado, donde pudo encontrar preciosas indicaciones que le ayudaron, en esos días, a completar las Reglas para las hermanas de la Sabiduría, las suyas.

Se facilitó el regreso, gracias a un trayecto hecho por agua, por el Sena, en un "arca de Noé" que lo descargó en la Bouille (de donde el nombre de la barcaza). De allí, a pie, llegó a Nantes, cargando a las espaldas al joven hermano lego que ya no podía dar paso. Durante el recorrido pudo celebrar y hasta predicar, por lo menos, en dos parroquias; el nombre de una de ellas quedará desconocido para siempre.

En Nantes debe completar las operaciones de despeje de la demolida construcción del Calvario de Pontchâteau, con el traslado de la estatuas no utilizables. En pocas horas logró organizar el traslado en un armazón por el Loira, hasta el Hospital de los Incurables, donde quedarán hasta 1748.

Pero siendo la meta del viaje La Rochelle y teniendo que pasar por Rennes, trata de hacerse levantar ese odioso entredicho del obispo, valiéndose, entre otras, de la ayuda que un importante abogado, el señor Arot, está dispuesto a prestarle. Arot no era otra persona que uno de los colegiales orientados por Montfort a las obras de caridad durante el período de estudios. Un epígrafe dice de este abogado: Christi optimus odor in vita et in morte... (El mejor olor de Jesucristo tanto en la vida como en la muerte).

El entredicho no será levantado: son todavía demasiado poderosos los opositores del misionero tanto entre el clero como entre la burguesía... Alejándose para siempre de la ciudad de su niñez y adolescencia, donde había vivido los primeros lances apostólicos y la poderosa llamada a la virtud, gracias a Bellier y sus maestros jesuitas, Montfort sacudirá el polvo de sus sandalias...

«Adiós, Rennes, Rennes, Rennes...Tu futuro causa miedo,pues te anuncian muchas penas.Si no rompes las cadenasque en tu seno ocultas tienes,la ruina será tu fin...Adiós, Rennes, Rennes, Rennes...» (CT 150).

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Sin quererlo y quizás sin saberlo, el cántico anunciaba el devastador incendio que consumirá toda la ciudad el 22 de diciembre de 1720. Quedaron destruidas 850 viviendas. La reconstrucción fue lentísima, pero conservó el antiguo plano visible todavía hoy.

En noviembre se halla de nuevo en La Rochelle. Dedica todo el mes a la reconstrucción de la sede para las Escuelas gratuitas en un vetusto edificio comprado a propósito por el obispo. Luis María se transforma en maestro de obra y en seis o siete semanas, dirigiendo personalmente el trabajo, logra abrir las clases para los niños, confiándolas a un sacerdote, a tres maestros y a un bedel. Para la apertura de las clases para niñas tendrá que esperar a que sus Hijas de la Sabiduría se liberen del Hospital de Poitiers: lo cual tendrá lugar sólo en 1715.

El invierno transcurre entre una misión y otra, entre predicaciones, retiros y ejercicios espirituales. Por fin, en Pascua de 1714 logra tener en el grupo al primer verdadero misionero de la futura Compañía de María. Es Adriano Vatel, sacerdote de la diócesis de Coutances, formado en el seminario del Espíritu santo de París, de Poullart des Places. Realmente, Adriano viaja a las misiones de América, a Canadá, después de haber pedido consejo al arzobispo de Ruán; desembarca en La Rochelle para entrevistarse con el obispo a quien debe pedir consejos morales, pues lo considera como uno de los mejores teólogos de la época. Al oír que en la ciudad se encuentra Montfort en persona, decide hablar con él para pedirle cánticos espirituales que entonar a lo largo de la travesía marítima.

Llega precisamente cuando Luis María está predicando y honestamente considera que la fama de Montfort es exagerada, dado lo que oye... «Hay alguien que me hace resistencia; siento que la palabra regresa hacia mí. Pero ¡ése tal no se me escapará!». Vatel se siente desconcertado al creer que el predicador lo interpela... Acude a la sacristía y encuentra a Luis María que está terminando de leer una carta de un sacerdote que se excusa de no poder participar en una misión. «¡Bien!, ¡un sacerdote que no me cumple la palabra! Y el Señor me envía otro. ¡Padre, es preciso que venga conmigo; tenemos que trabajar juntos!».

Una vez resueltos algunos problemas financieros con el capitán de la nave a quien el obispo paga de su bolsillo lo debido, Vatel «comienza a trabajar con nuestro Misionero, misionero él también, y primero que en calidad de tal se unió para siempre a él para dar comienzo a la Compañía, que el santo varón meditaba de largo tiempo y en la que este fiel discípulo por espacio de treinta años prosiguió sus trabajos apostólicos, según el espíritu y método de su excelente Maestro».

Al relato estilizado de los biógrafos, hemos preferido este testimonio hallado en los procesos de beatificación, tanto por su espontaneidad como por la curiosa traducción canónica que del francés hace la Congregación de Ritos.

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Así, los dos misioneros hacen su primera misión juntos en Taugon-la-Ronde, donde dejan como recuerdo la institución de dos cofradías: la Compañía de las 44 vírgenes, y los Penitentes Blancos.

La asociación de muchachas, 44 en memoria de las 144 que vestidas de blanco acompañan al Cordero, existía en otras regiones de Francia, pero en estas regiones de noreste aparecen sólo en tiempos de Montfort. Tenía como finalidad preservar a las jóvenes de la corrupción del mundo, alejándolas de los bailes, de la promiscuidad, de los bailes de enmascarados y de cualquier ocasión de ofender a Dios tan fácil en su condición. Montfort, dejará para ellas un Reglamento que hallamos hoy en las Obras Completas (BAC, 616-617).

De la otra cofradía sabremos más dentro de poco.

Dado que la misión termina el 14 de abril, Montfort tiene tiempo para una escapada a La Rochelle con el fin de controlar la organización de las Hermanas de la Sabiduría, que finalmente llegan de Poitiers. Pero el viernes siguiente, se halla ya en otra parroquia, e inmediatamente después, en Nantes para una visita al Hospital de los Incurables.

«Los vuelve a ver con la ternura de un padre para con sus hijos. Los animó a llevar con paciencia el dolor, y recomendó a sus amigos que siguieran sosteniendo esta obra de caridad con sus ofrendas y prestaciones...».

Desafortunadamente no quedó muy satisfecho de quienes dirigían la obra y deseó vivamente poder un día confiarla a sus Hijas.

«Su muerte no trastornó en nada su obra tan bien encaminada, de modo que la piadosa institución subsiste todavía hoy (1760) para el alivio de los infelices y la edificación pública de la ciudad de Nantes» (BM, 155-156).

Aterrizando, siempre para misiones parroquiales, en el corazón de la riquísima selva de Vouvant, además del inmenso bien espiritual logrado en favor de los habitantes de la ruinosa iglesia que logra restaurar, obtiene para sí mismo el uso de una gruta dentro de la vegetación, como obsequio de la población, donde pasará horas de oración y tranquilidad.

«El sendero de esta ermita va una legua más del bosque,cruza por bosques y rocas,hasta do alcanza la vista.Solos y lejos del mundo,vamos a servir a Dios.¿Dónde hallar sitio mejory mayor gracia encontrar?Lejos, muy lejos del mundo,para servir al Señor.

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Tres sendas a este retirotraen: la de los carruajes,la que cruza por el bosquey la que bordea las aguas.Lejos, muy lejos...» (CT 157,1-3).

Así cantaba en la que es aún hoy meta de oraciones y de silencio y llamada precisamente Gruta del Padre de Montfort, en Mervent.

En pleno agosto se encuentra en Fontenay-le-Comte, importante centro comercial y militar. Después de la Revolución se convertirá en capital de la Vandea. Ya en tiempos de Montfort, Fontenay tenía un presido notable, y así el misionero había logrado combinar una predicación también para militares, que en el último momento debió realizarse al mismo tiempo que la de las mujeres. Se dio un momento difícil y casi trágico: la arrogancia del comandante, un tal Du Menis, el tipo de «¡Ud. no sabe quién soy yo!», estuvo a punto de echar volar por los aires una misión que se desarrollaba con la mayor regularidad. La divina Providencia suplió a la arrogancia con la conversión solemne de dos calvinistas y una participación total en las funciones de clausura de la consigna del Contrato de alianza y la construcción de un Calvario. Un pormenor digno de recordación: la población era convocada a las ceremonias con 63 toques de campana, en recuerdo de los años que vivió Nuestra Señora...

El único que pagó en persona ese triunfo fue Luis María, golpeado con pies y manos por el enfurecido comandante y sus camaradas. Si la aventura no pasó de Fontenay, se debió a mons. de Champflour que bloqueó toda interferencia de la corte de París...

Precisamente en Fontenay-le-Comte, noventa años más tarde, nueve días después de haber sido derrotados por las tropas revolucionarias, los azules vandeanos, antes de partir para el combate final, victorioso, se detuvieron en oración en torno a la cruz plantada por el P. de Montfort. «¡Déjenlos que oren, combatirán mejor!», había dicho el comandante.

Capítulo 17: Misionero hasta el día de la muerte

Lo que hará muy importante a la misión de Fontenay en la historia de la Compañía de María, será el encuentro, que tuvo lugar precisamente allí, entre el fundador y su futuro sucesor, el sacerdote René Mulot... El suceso merece, sin duda, más espacio, porque marca el momento decisivo en la fundación tan deseada por Luis María.

Mulot había oído ya predicar a Montfort cuando, siendo joven coadjutor de Soulans, había ido a La Garnache. Entonces no había quedado particularmente impactado. Algún tiempo después lo había aquejado, «una enfermedad que me llevó a borde de la

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tumba. Permanecí largo tiempo entre la vida y la muerte, de tal suerte que médicos famosos ya me habían desahuciado» (BM, 462ss).

Por el contrario, logró ponerse en pie, pero tuvo que trasladarse a casa de su hermano Juan, párroco de Saint-Pompain. Allí escuchó alabanzas entusiastas de Grignion de parte de un párroco vecino. Quedó tan impresionado que quiso hacerlo acudir a la parroquia para dar una misión. Pero su hermano había ya contratado a otros. Sin embargo, dado que seguía insistiendo, su hermano le concedió que tratara de proponerle a Montfort una misión y escuchar lo que respondiera.

«Así pues, por más débil que me sentía, resolví dirigirme a Fontenay. Encontré a Montfort en casa de las Hermanas de Nuestra Señora a quienes predicaba un retiro. Le pedí se dignara ejercer su caridad y celo apostólico en Saint-Pompain. Respondió que no podía acceder a mi petición inmediatamente, comprometido como estaba con otros sitios. Me pidió que me quedara a almorzar, cosa que acepté gustoso... Hacia el final de la comida, redoblé yo mi insistencia para tratar de convencerlo de ir a Saint-Pompain, diciéndole que si yo hubiera tenido fuerzas y ciencia suficientes lo habría seguido a todas partes. Cedió ante mi insistencia, pero pidiéndome que fuera a ayudarle en la misión de Vouvant ya anunciada. Después iría también a Saint-Pompain.

El deseo de que fuera, me había llevado a comprometerme más allá de mis fuerzas.

Luego de informar a mi hermano sobre el resultado del viaje, me preparé para ir a encontrarme con él pocos días más tarde en Vouvant. Allí fui testigo de cuanto me habían dicho sobre los inmensos frutos que alcanzaba en las misiones» (BM, 462ss).

Aquí termina el relato de René Mulot. Podemos completarlo con lo que ha escrito alguien, Besnard, que conoció a las personas y la historia.

«...Sin duda Montfort estaba al tanto de los designios divinos sobre este buen sacerdote. En efecto, en tono firme y con mirada penetrante, le dijo: “Si quieres seguirme y trabajar conmigo por el resto de tus días, iré a donde su hermano, de lo contrario, no voy. Todos tus achaques se desvanecerán tan pronto comiences a trabajar por la salvación de las almas. Por esto hay que hacer una prueba en Vouvant”.

Efectivamente, tan pronto comenzó a ejercer su ministerio, sintió que le volvían las fuerzas y su salud quedaba totalmente restablecida en los primeros días en que seguía a Montfort en su apostolado, sin volver a sentir molestia alguna. Aquel gran Maestro tuvo así tanta confianza en el nuevo discípulo que lo escogió por confesor...».

Después de Vouvant, conforme al compromiso asumido, Montfort dio comienzo a la misión de Saint-Pompain. Allí, el párroco Juan Mulot se hallaba desde siempre de pelea con un habitante del lugar, y el desagradable asunto había acabado por involucrar un tanto a todos, trayendo la pérdida de la paz y la tranquilidad. Muchos, hasta mons. de Champflour habían tratado de poner remedio, pero todos habían fracasado. El párroco, además, tenía otras buenas fallas. Le gustaba bastante la vida despreocupada

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y muelle, y la ligereza del chiste y la charla alegre le hacía descuidar su ministerio. La misión logró la enmienda del párroco y restableció la concordia: todo se resolvió con un buen almuerzo de reconstrucción de la paz, en el cual, se llenó el estómago y se aligeraron los ánimos.

El grupo misionero de Montfort estaba ahora bien definido: dos sacerdotes, Mulot y Vatel oficialmente monfortianos, Pedro Ernault Des Bastières que lo acompañaba por lo menos desde hacía cuarenta misiones y lo abandonará para siempre en enero de 1716, algunos hermanos laicos que, aunque no siempre presentes, formaban parte del grupo: Maturín, el catequista cantor de campanillas; Juan, consagrado sobre todo a los pequeños; Pedro, recordado en Vertou; santiago, presente hasta en la muerte del misionero; Felipe, Luis y Gabriel, recordados en el testamento. Era realmente un grupo excelente, en el que Montfort era el director en jefe, reconocido por todos.

Después de Saint-Pompain, la parroquia de Villiers.en-Plaine. Mientras se preparaba a encaminarse a la nueva misión, le llegó la noticia de la muerte de su padre, Juan Bautista Grignion, señor de la Bachelleraie de casi 70 años. El único comentario a tan funesta noticia fue aquel calmado de la Biblia: Deus dedit, Deus abstulit. Montfort no irá Couascarre para las exequias de su padre: se lo impiden no sólo los compromisos del ministerio, sino también el fastidioso entredicho...

Después de Villiers, lo encontramos de nuevo en Saint-Pompain. Como en todas las parroquias donde da misiones en este período, también allí fundó la cofradía de la Compañía de las 44 vírgenes y la de los Penitentes Blancos.

Esta última, nacida y difundida en Italia y bastante conocida en la Francia del sur, "se proponía alejar a los hombres de las tabernas y de los vicios, de la blasfemia y de la maledicencia". En el este de Francia la difundió sobre todo Montfort, quien, habiéndolo encontrado, sabe Dios dónde, nos dejó también el Reglamento de la asociación.

Ahora bien, los cofrades Penitentes de Saint-Pompain, para clausurar dignamente la misión parroquial y cumplir la norma estatutaria que preveía, al menos, cuatro peregrinaciones al año, pidieron a Montfort que les indicara un santuario a dónde ir todos juntos. Luis María señala en seguida una meta: La Virgen de los Dolores de Saumur, el santuario de tantas plegarias suyas y donde encontraba tanto consuelo y fuerza.

Para que la peregrinación no se redujera al acostumbrado "pardon", una especie de paseo parroquial al campo en el que hallara también sitio alguna obra espiritual, redacta un pormenorizado reglamento que encontramos, inmediatamente después del reglamento general, entre las obras de Grignion, con el título: La santa peregrinación a Nuestra Señora de Saumur hecha por los Penitentes para alcanzar de Dios buenos misioneros. Lo conocemos, «copiado en su totalidad del original, incluido el título, tal como fue escrito por mano de Montfort».

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«No tendrán en esta peregrinación otra finalidad que: 1º alcanzar de Dios, por intercesión de la santísima Virgen, buenos misioneros que sigan las huellas de los apóstoles, gracias al abandono total a la Providencia y la práctica de todas las virtudes, bajo la protección de la santísima Virgen; 2º alcanzar el don de sabiduría a fin de conocer, saborear y practicar la verdad y hacerla saborear y practicar por los demás».

La palabra "verdad" en la versión de Grandet será remplazada por "virtud"; pero evidentemente se trata de un error de trascripción.

El Reglamento se extiende pormenorizadamente en prever y establecer el comportamiento, el vestido, las actitudes, la forma de caminar y la de ir a visitar al santísimo Sacramento en las iglesias, con tal que no sean demasiado apartadas del camino trazado... Define también cómo detenerse en el santuario, una vez llegaran a él, cómo lograr el permiso del sacristán (¡oh!, ¡el poder de los sacristanes!)... La permanencia en el santuario debía prolongarse durante dos días, para poder iniciar el regreso al tercero. Los peregrinos debían elegirse un jefe, llamado superior, aunque Montfort asignó como asistentes a los misioneros Mulot y Vatel. El mismo se unirá yendo al santuario para orar con ellos. Como sabemos cuáles eran los vínculos con las Hermanas de Juana Delanoue, a quienes también en esta oportunidad brindó Montfort diálogos y conferencias, podemos imaginar que los 36 peregrinos fueron hospedados en el mismo Instituto. El Reglamento no había previsto una cosa: la nieve particularmente abundante ese año...

La peregrinación duró siete días. Al regreso, Montfort y su grupo pusieron fin a la misión con una solemne celebración eucarística y con la erección de la cruz de la misión.

Concluida también la misión de Saint-Pompain, llega el momento de abrir otra, la última de su vida, en San Lorenzo del Sèvre.

Acompañado exclusivamente por los hermanos laicos, el 1º de abril, miércoles de pasión, se traslada a la parroquia para la preparación precisa del programa y aprontar cuanto se necesita para la predicación. Entre tanto los hermanos enseñan los cánticos y las oraciones. Los sacerdotes misioneros llegan solamente el sábado siguiente, porque el 5 de abril, domingo de Ramos, comienza la misión propia y verdadera. En el grupo encontramos, fuera de Mulot y Vatel, también al párroco de Saint-Pompain, Juan Mulot, a los sacerdotes Bourhis, Kreuntz y Clisson, llegados del Seminario del Espíritu santo de París.

En la mañana del domingo todos marchan en fila para la procesión en la iglesia parroquial y sólo se espera al Director que preceda a todos con la cruz..., pero Luis María se hace esperar en forma increíble, no se sabe bien por qué motivo. Finalmente llega afanado, de improviso. Toma la cruz, abre la misión. Pero se le ve tambaleante, parece tropezar.

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Esta misión, por primera vez, coincide con la visita pastoral del obispo de La Rochelle. Razón de más para que la predicación de los misioneros llegue mejor a las almas. Esto lo debe Montfort a su obispo.

Pero de La Rochelle le llega, preocupado y casi desesperado el grito de alarma para sus fundaciones, las Escuelas gratuitas y las Hijas de la Sabiduría; ¡tan graves son las contestaciones y las dificultades que se desarrollan en torno a ellas!

«...Se diría que el nuevo instituto se hallaba al borde de la ruina y que una nada hubiera sido suficiente para destruirlo, tan sacudido estaba».

Era preciso intervenir al momento. Montfort, comprometido como está con la misión no puede viajar a la ciudad, y quizás ni su presencia hubiera servido para algo útil. Entonces, mira, escribe la última, la más hermosa de sus cartas:

«Hija carísima en Jesucristo.

¡Viva Jesús! ¡Viva su cruz!

Adoro el proceder justo y amoroso de la divina Sabiduría sobre su pequeño rebaño, albergado estrechamente entre los hombres para ser instalado y escondido a sus anchas en el Corazón divino, atravesado por la lanza con esta finalidad... Si eres realmente discípula de la Sabiduría y elegida entre mil, ¡qué dulces te parecerán los desamparos, los desprecios, la pobreza y tu pretendida cautividad, porque con todos estos tesoros comprarás la Sabiduría, la libertad, la divinidad del Corazón de Jesús crucificado!...

Sábete que espero mayores y más dolorosos trastornos, que pondrán a prueba nuestra fidelidad y confianza y cimentarán la comunidad de la Sabiduría no sobre la arena movediza del oro o de la plata –de la que se sirve el demonio para consolidar y enriquecer cada día sus posesiones–, ni sobre el brazo de carne de ningún mortal, que, por sagrado o poderoso que sea, no deja de ser más que un puñado de heno, sino para fundarla sobre la Sabiduría misma de la cruz del Calvario...

Queridas hijas: Las llevo conmigo en todas partes hasta en el altar. No las olvidaré nunca...» (Carta 34; BAC, 115-116).

El miércoles 22 de abril de la semana in Albis, mons. de Champflour llega a la parroquia y encuentra una recepción triunfal, minuciosamente preparada por Montfort y los otros misioneros; el Pastor queda particularmente impactado e impresionado. Pero Luis María no logra físicamente recitar el discurso de bienvenida; lo sustituye el párroco. Y, después de mediodía, aunque fatigado y sin fuerzas, logra subir al púlpito para predicar "sobre el amor y dulzura de Jesucristo" (ver Libro de los Sermones, pp 37-41; BAC, 734-740).

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Inmediatamente, se ve obligado a acostarse en su jergón porque no logra ya tenerse en pie: el médico diagnostica un ataque de pleuresía aguda. Mulot, en su calidad de confesor, le impone por obediencia acomodarse en un colchón normal. En los días siguientes, da la impresión de poder superar la crisis y recuperar sus energías. Las oraciones insistentes de toda la gente, quizás puedan lograr lo imposible.

Entre tanto prosigue la misión y se encamina a la conclusión, fijada para el miércoles 29. El grupo misionero sabe defenderse maravillosamente bajo la conducción de P. Mulot, buen jefe de misión.

El lunes 27, sintiendo cercano su fin, Montfort llama a Mulot porque quiere dictar su testamento. Como testigos llaman al párroco y su coadjutor. Mulot, cogido de improviso, toma la primera página en blanco que encuentra, la penúltima de un folleto que halla cerca a la cabecera del enfermo; cuando lee el título del opúsculo, entiende porqué lo tenía Montfort al alcance de la mano: Disposiciones para la buena muerte, un folleto publicado por Montfort mismo y que ha llegado hasta nosotros (BAC, 763-771). El testamento es todavía legible: la caligrafía no es de Luis María, y ocupa las páginas 45, 46 y las dos interiores de la cubierta.

«Yo, el infrascrito, el mayor de los pecadores, quiero que mi cuerpo sea enterrado en el cementerio, y mi corazón, bajo la tarima del altar de la santísima Virgen...».

Mientras Mulot escribe las palabras del Maestro, la conmoción parece atenazarlo y empañarle la vista: tan rápida y difícil es la caligrafía. Agotado pero lucidísimo, el moribundo logra trazar la firma: Luis María de Montfort Grignion, y después de él firman el párroco N. F. Rougeou y el coadjutor F. Triault.

Queda todavía algo importante de organizar: designar al sucesor para la obra de las misiones.

«Mientras el P. Mulot estaba cerca de la cabecera y se dolía de la pérdida que las misiones iban a tener, el siervo de Dios le tomó la mano y lo exhortó a proseguir las fatigas que había compartido con él. Como él objetaba que la cosa era prácticamente imposible, al no disponer él de la fuerza ni de las capacidades necesarias, le dio ánimo y le dijo apretándole la mano: "¡Ten confianza, hijo mío; yo pediré a Dios por ti!"».

Advertida la población de la muerte inminente del misionero, el martes en la tarde fue admitida a desfilar en el aposento del moribundo como postrer saludo. Montfort encuentra todavía fuerzas para levantar tres veces la mano con el crucifijo predilecto de Roma para bendecir a aquellas gentes que lloran por él.

Hacia la tarde, entona uno de sus cánticos:

«Vamos, vamos, amigos,Vamos al Paraíso.

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¡Por más que aquí ganemos,el cielo vale más!» (CT 152)

y tras susurrar la última burla al tentador: «En vano me atacas; ¡ya no pecaré más! ¡Estoy entre Jesús y María!», entra en coma. Expira hacia las 8 de la noche, de ese mismo día, 28 de abril de 1716.

Tenía 43 años, tres meses y ocho días.

El miércoles en la tarde debe celebrarse también otro acontecimiento, la clausura de la misión de San Lorenzo del Sèvre. Mulot, visiblemente conmovido, ha ocupado su puesto de jefe de la misión y anuncia a la multitud reunida aquella mañana:

«Hermanos, hoy tenemos que plantar dos cruces: esta mañana la primera, la material que pueden ver con los ojos aquí delante de Uds. La segunda, la sepultura del P. de Montfort que debemos realizar después de mediodía...».

La gente llegada de toda la Vandea e, incluso, de Nantes, quiere ver a su misionero por última vez. El ataúd abierto queda expuesto en la nave de la iglesia parroquial. La custodian los Penitentes Blancos de Saint-Pompain, porque todos quisieran con una caricia al sarcófago, llevarse algún recuerdo de él, un cabello, un jirón de tela...

La ceremonia de la sepultura es grandiosa, aunque triste.

No se respetará la voluntad del moribundo: quería que sólo el corazón fuera sepultado ante el altar mariano; pero Mulot y el grupo prefieren sepultar todo el cadáver en la capilla de Nuestra Señora, a la derecha, cerca a la balaustrada, a los pies de su Reina del corazón.

Ante aquel ataúd, como sobre su sepulcro, se mantiene incrédula la multitud.

Cuando el P. Deshayes coloque entre las obras que se van a publicar también la Exhortación a los asociados de la Compañía de María, añadirá al texto un pasaje ciertamente no auténtico, pero que resume fielmente los sentimientos del gran misionero mismo en el lecho de muerte:

«Así, el misionero, sostenido y animado por esta noble esperanza que reposa en el fondo de su corazón y perseverando en su santa y sublime vocación, tendrá la dicha de poder repetir confiadamente, en la hora de la muerte, las hermosas y consoladoras palabras del más celoso de todos los misioneros de Jesucristo: He combatido el buen combate, he terminado mi carrera, he guardado la fe. Por lo demás, ya me está preparada la corona de la justicia que me otorgará aquel día el Señor, justo juez...» (ver O.C., 721, nota).

Algún tiempo después, junto a la tumba del apóstol, se colocarán dos lápidas; una larga, en la florida lengua latina, quizás del amigo Blain, que proclama: Pater pauperum

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– orphanorum patronus – peccatorum reconciliator – mors gloriosa vitae similis – ut vixerat devixit – ad coelum Deo maturus evolavit.

Y otra muy corta del amigo vicario general de Nantes Juan Barrin a Luis María Grignion de Montfort, excelente misionero «cuya vida ha sido inocente y cuya penitencia fue admirable; cuyo discursos llenos de la gracia del Espíritu santo han convertido a un número infinito de herejes y de pecadores; en quien el celo por la gloria de la santísima Virgen y la difusión del santo rosario continuaron hasta el último día de su vida». Barrin motiva incluso la firma, confesando haberla colocado pour gage de tendresse –en prenda de afecto–.

Una nueva peregrinación se añade así a los millares que práctica la multitud que ha visto en el P. de Montfort «al gran padre – al buen padre – al Padre de la camándula grande...», y muy pronto la fama de santidad voló más allá de la fronteras de Bretaña, también a los corazones de muchos opositores y denigrantes. Para llegar a la Iglesia entera, que lo colocará, como la estatua en la Basílica Vaticana, al lado de los mayores santos de su historia. En testimonio de fe y de acatamiento, y sobre todo, para la gloria de Jesucristo y de su santísima Madre, María.

Conclusión: El misterio Montfort

Luis María Grignion de Montfort, tan claro y legible desde tantos puntos de vista, mantiene todavía lados oscuros, quizás poco investigados y comprendidos. Con Leschassier se puede adelantar, pero sin argucias y con mucha humildad, repetir lo que contestó a Blain que le hacía notar, después de la muerte del misionero, la gran veneración que tenían las multitudes: «Como puedes ver, ¡yo no entiendo de santos!» (Blain, 227).

El mismo Blain, por su parte, afirma no haber logrado comprender al amigo con el cual había compartido tantos años de estudios y amistad:

«Todos confiesan que es muy pobre, muy recogido y muy mortificado, es decir, que le reconocen las virtudes angélicas y la semejanza a Jesucristo; pero dudan de si le anima el espíritu de Jesús.

¡Qué misterio!

Es, sin embargo, este misterio el que me enfrío hacia el P. de Montfort, el que me impidió unirme a él e incluso me hizo temer haber tenido tanta comunicación con él...» (225-226).

Existe, pues, un misterio que hay que penetrar y explicar.

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¿Cómo se presentaba a su mundo pero no lo entendían con facilidad? La mayoría de la gente, si eran personas de rango, como obispos, responsables eclesiásticos, titulados y burgueses, desconfiaron de él; y su desconfianza se transformó fácilmente en guerra y menosprecio. Sería suficiente recordar los sucesos de Montfort-la-Cane y de San Lázaro o también la triste historia del Calvario de Pontchâteau...

Su carácter, su forma de ser y actuar demasiado lineal y un tanto dura, jamás admitía componendas. Por ello, se estaba de acuerdo con él y se lo dejaba actuar en el nombre del Señor –el acuerdo con él lo encontraron personas como d'Orville, Arot, el Conde de La Garnache, el Marqués de Magnanne, los obispos de La Rochelle, de Luzón, de Saintes o de Nantes; o había que hacerlo inofensivo, alejarlo, ojalá quitarle legitimidad como hicieron los diferentes Trémoille, los duques de Coislin, para no hablar una vez más de los administradores del Hospital de Poitiers o los capellanes de La Salpêtrière, o como hizo el vicario general Villeroi o los que trataron de crearle dificultades en San Hilario de Loulay, y, si queremos incluirlos, también los sulpicianos que jamás toleraron su ímpetu poco hábil y su carácter emprendedor de bretón... O, finalmente, había que acabarlo, eliminarlo como quería el arrogante comandante Du Menis, o los estudiantes de San Similiano o los hugonotes de La Rochelle o los villanos de Saint Fiacre...–.

Pero hubo también quienes, desconfiados y prevenidos, al comienzo, acabaron por aceptarlo y secundarlo para hacer de él el ideal de su vida, como René Mulot. Blain que confiesa no haber entendido al amigo, comprendió, sin embargo que esa excentricidad, esas maneras extravagantes y exageradas dependían del grado de perfección al que había llegado. Y, entonces, por qué cuando Luis María le propone dejar todo ese mundo suyo ordenado y ordinario, demasiado regulado en que vivía, duda y pregunta quién más habría podido aceptar una propuesta semejante es decir «una vida tan pobre, tan austera y abandonada a la Providencia, era para los Apóstoles, para hombres de fuerza, gracia y virtudes excepcionales, para hombres extraordinarios, para quienes tenían la atracción y la gracia para ello, pero no para el común, que no podía alcanzar tan alto, y que sería temeridad intentarlo. Que si quería asociarse, en sus proyectos y trabajos, otros eclesiásticos, tenía o que amenguar el rigor de su vida o la sublimidad de sus prácticas de perfección, para condescender con la debilidad de los demás y acomodarse a su forma de vida ordinaria, o hacerles subir a la suya por la infusión de su gracia y atracción tan perfectas...»

Luis María no niega las afirmaciones ni la crítica, pero sí lanza sobre el Señor la responsabilidad de haber propuesto esa forma de vida, esa exasperada búsqueda de perfección, esa extraordinaria forma de comportamiento.

«Como respuesta, me mostró su Nuevo Testamento y me preguntó si encontraba qué corregir en lo que Jesucristo había practicado y enseñado y si podía mostrarle una vida más semejante a la suya y a la de los Apóstoles que no fuera una vida pobre, mortificada y fundad en el abandono a la Providencia. Que no tenía otra perspectiva que seguirla ni otro proyecto que perseverar en ella.

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Que si Dios quería agregarle algunos buenos eclesiásticos en esa forma de vida, él estaría encantado, pero que era asunto de Dios y no suyo...

“Quienes no quieren seguirme avanzan por otro camino menos laborioso e intrincado. Y yo lo apruebo. Porque, así como hay muchas moradas en la casa del Padre del cielo, hay también muchos caminos para llegar allá. Déjame caminar por el mío. Tanto más cuanto que no puedes negar sus ventajas: que es el que Jesucristo enseñó con su ejemplo y sus consejos y que es, por consiguiente, el más corto, el más seguro y el más perfecto para llegar a él...”» (331-333).

Otro aspecto del misterio de Montfort debería clarificarse si logramos entender qué ha quedado de cierto, de seguro, de definitivo después de él.

Sabemos que estudió escultura y pintura y que ciertas estatuas suya le sobrevivieron; trabajó como restaurador, como maestro de obra; dibujó realizaciones y trazó construcciones; compuso cerca de 20.000 versos de discreto valor; escribió obras de teología mística y de mariología; investigó y encontró datos al menos en un centenar de escritores espirituales; proyectó la creación de un pequeño Hospital para los Incurables, enfermos terminales, y trató de dar vida a un hospicio para convalecientes; fundó al menos tres Institutos religiosos y contribuyó a redactar otras Reglas y Constituciones para institutos no suyos; creó cofradías y asociaciones y sugirió,. incluso, la forma de bien morir...

Entonces, ¿con qué denominador resumirlo, con qué adjetivo calificarlo o por cuál resultado apoyarlo...?

Recordemos algunas fechas de la vida de este hombre de Dios: recibe la ordenación sacerdotal a los 27 años, a los 30 funda un instituto; pasa cinco años como capellán en hospicios de mendicidad; emplea en conjunto más de un año caminando y peregrinando para dedicar luego solamente menos de diez a la predicación y morir sólo a los 43 años.

¿Qué artista, qué científico o qué santo ha logrado dar rostro definitivo a su obra a los cuarenta y tres años? Miguel Ángel firma el juicio a los 61 años; Dante no vio la edición de su Paradiso, publicado después de su muerte; Einstein se impone al mundo después de los 55 y Marconi es premio Nobel a más de 50... Buenaventura y Tomás de Aquino... y ¿los grandes apóstoles de Bretaña como Vicente Ferrer, Miguel Le Nobletz, Maunoir y Leuduger...? Todos vivieron años de madurez y lúcida vejez para clarificar, arraigar y perfeccionar...

No se puede olvidar que si Luis es un poeta, un escultor, un fundador, un escritor espiritual, lo ha sido robando tiempo a otros compromisos vitales de su vocación específica, a tropezones, a fogonazos, logrando fatigosamente, quizás, aunar los pensamientos y las intuiciones...

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Alguien ha dicho que su obra tiene la característica de no ser nunca completada. Y quizás tiene razón, si observamos cómo han llegado hasta nosotros sus obras e incluso sus creaciones.

El Amor de la Sabiduría Eterna, el Secreto de María, el Tratado de la verdadera devoción a la santísima Virgen habrían necesitado ser releídos y completados, quizás reelaborados en una trilogía más orgánica y comprensible. El primero, por ejemplo, llegó hasta nosotros casi como un conjunto de ciertas conferencias o predicaciones dadas a los seminaristas de Poullart des Places; el Tratado –¡qué título tan atroz para una obra tan bella!, afortunadamente el título no es del autor– nos llegó después de un período previsto de 126 años de entierro en un baúl, sólo en 1842, y el mismo Secreto de María, entregado a la luz en su totalidad ha tenido que esperar hasta 1868. Y, a pesar de todo, estas obras han conocido extensísima difusión: veinticinco lenguas y más de trescientas ediciones...

Ha compuesto el Secreto admirable del santísimo Rosario, jamás publicado durante la vida del autor, pero ya listo para la imprenta: debía aparecer como un pequeño volumen destinado a todos, de niños a adultos, de pecadores a misioneros, en una palabra a toda la heterogénea multitud que acudía a las predicaciones. Y, sin embargo, muchas veces el texto parece olvidar a la masa para dirigirse sólo a los sacerdotes, dando la impresión de tratarse de una obra que sugiere el medio ideal para la conversión y la perseverancia de los pecadores. De hecho, contiene, además, tres métodos para la predicación del rosario, uno de ellos para las Hijas de la Sabiduría. Pero nos hallamos también en el libro de los Sermones con otros dos métodos, y uno más en un Cántico que es una verdadera explicación de los misterios del rosario...

Si Montfort hubiera tenido tiempo y tranquilidad, probablemente nos habría dejado algo más orgánico.

En realidad, solamente logró concretar y dejar definitivamente organizada una obra: el Instituto de las Hijas de la Sabiduría. La Congregación religiosa, después del ingreso de una joven de buena familia, tuvo que esperar 13 años para poder seguir adelante. Cuando muere Luis María en San Lorenzo del Sèvre, la comunidad constaba de cuatro religiosas: sor María Luisa de Jesús (Luisa Trichet), superiora, que ingresó en 1703; sor Concepción (Catalina Brunet), del 1709; sor Encarnación (María Valleau) y sor Cruz (María Régnier), que entraron el 22 de agosto de 1715. Pocas, ciertamente, pero sólidamente dirigidas por la Regla primitiva de la Sabiduría, redactada por la mano del autor en un folleto de 61 páginas, completadas luego con siete aprobaciones episcopales de 1715 a 1739. Se dan pequeñas correcciones, probablemente posteriores, debidas a la primera Hija que mejor que nadie había sabido captar el pensamiento y las esperanzas del fundador. Al Instituto le dedicó Montfort gran parte de sus cuidados y de sus anhelos, hasta sostenerlo incluso en las incertidumbres de los años de espera, las posibles defecciones y la dispersión de los primeros pasos en la enseñanza y en la constitución de la vida común. Sobre todo con las Cartas a María Luisa (7), a sor Concepción (3), a sor Cruz (1) y a toda la comunidad (1).

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Cuando el fundador muere, el Instituto puede vivir ya en plena independencia por estar guiado excepcionalmente bien por la primera religiosa: se desarrollará en 32 fundaciones y residencias antes de que ella muera (1759) con la asistencia a los enfermos, con la educación y las escuelas gratuitas para la niñez y por un número enorme de visitas a las familias de los pobres y de los enfermos fuera de la asistencia a hospitales y cárceles. En 1877, en vísperas de la Revolución que arrebatará también mártires entre ellas, las Hijas de la Sabiduría tenían no menos de 280 casas, donde recibían educación 63.000 niños y adolescentes, 15.500 enfermos y 1,800 encarcelados, sin contar las visitas diarias a los enfermos. En la provincia religiosa de La Chartreuse d'Auray, por ejemplo, que reunía 23 casas, las hermanas realizaban 50.000 visitas domiciliarias, mientras que la Oficina Regional del Estado a duras penas hacía 15.000.

Pero Luis María de Montfort es conocido en Francia y en toda la Iglesia sobre todo por una calificación: misionero de las misiones populares y de la predicación en general. Por tanto, por su obra concreta de menos de diez años de vida, en que ya no actuaba sólo en nombre propio o por mandato de los obispos locales, sino a nombre y por mandato de la Propaganda Fide, gracias a ese título apostólico con que lo había condecorado el Papa Clemente XI.

Sobre este argumento, el discurso se hace evidentemente más difuso.

Bretaña, al igual que toda la Francia de los siglos XVI y XVII, había tenido sus grandes reformadores, los herederos de aquellos Predicadores Ambulantes que salieron a flote después de la reforma gregoriana del siglo XII. Pero de ellos, muchos y muy numerosos se habían deslizado al anticlericalismo y a la antisacramentalidad. Había dado, sin embargo, a la historia de la comunidad cristiana personajes como Nilo de Rossano, Francisco de Asís, Domingo de Guzmán y Antonio de Padua... y la formación de los más grandes movimientos espirituales y de apostolado. Bretaña recordaba en particular a Vicente Ferrer (1350-1419), como toda Francia a Vicente de Paúl (1581-1660).

En perfecta línea directa con Vicente Ferrer se coloca Luis María de Montfort, porque ésa era la línea de Miguel Le Nobletz, el "misionero de los misioneros" (1577-1652), la de los jesuitas Julián Maunoir (1606-1683) y Vicente Huby (1608-1693) y del conocidísimo Juan Leuduger (1649-1722).

Pero los predicadores del siglo XVII habían conservado algunas características específicas de los Ambulantes, de los Mendicantes y de los reformadores.

La primera constante es el nomadismo, es decir, el estar continuamente en camino, sin arraigo fijo, pero en la disponibilidad más completa. Por tanto, en la más patente pobreza, sin medios de transporte, excepto las poquísimas veces en que se imponían para el apostolado. Los predicadores se alojaban, pues, en la casa que la comunidad o la población ponía a su disposición para el albergue y el mantenimiento.

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La segunda característica estaba en el tipo de predicación que de costumbre calificaba al nómada: una predicación de penitencia. De hecho, entonces y mirando bien también ahora, no se trataba de hacer avanzar pequeños grupos, sino de conducir a toda la población a la vida de gracia y a la práctica de los sacramentos con ceremonias particulares.

A menudo, en seguimiento del predicador se iba algún penitente o convertido, convertido ahora en asiduo oyente y celoso propagandista de la eficacia de la predicación seguida, y éste exhibía aunque sin ostentación cadenas, cilicios y disciplinas... No se trató de los famosos flagelantes conocido en la historia medieval.

Pero lo que sacudía a las multitudes, en definitiva, no era tanto la predicación penitencial, cuanto el estado penitencial en que vivía el predicador que debía poner de manifiesto el espíritu de perfección, también, con las manifestaciones más crudas de la maceración: cilicios, cadenas, cadenillas y disciplinas, incluso, públicas. Pero si éstas eran manifestaciones que suscitaban admiración, muy otras eran las virtudes que exigía el pueblo a sus misioneros: un sincero y absoluto desapego de los bienes y de los intereses, de las comodidades y molicies, y todo aquello que podía acercarlos al límite de pobreza y restricción en que vivía el último de los pecadores que había que salvar.

La otra característica que distinguía su predicación provenía de la acción reformadora y social. Además de las solemnes predicaciones y procesiones, la misión debía llegar a la destrucción de las fuentes del pecado. Y mira entonces la verificación de ciertos autos de fe, cuando el misionero marcaba fuertemente la vanidad y las ocasiones que había que eliminar de la vida pública y privada. Aunque no directamente propuestas por el predicador, se organizaban enormes hogueras en las cuales, si aceptamos un documento del siglo XVI, debían acabar las vestiduras impúdicas, los cuadros y las estatuas indecentes, los juegos de cartas y los dados, los instrumentos musicales, los productos de belleza, los libros peligrosos, los accesorios para el baile...

Pero la obra del misionero se orientaba también sobre aquellos deberes de vida social más conculcados y desatendidos: lograba así hacer reinar la serenidad llevando a las familias y regiones a la pacificación. También sobre las autoridades locales, a menudo, la obra del misionero lograba realizar la corrección de normas anticristianas o la promulgación de otras nuevas contra la usura, la blasfemia, el acaparamiento, la arrogancia y las vejaciones; cuando no es el mismo misionero quien promueve obras sociales, de solidaridad cristiana, de caridad, tales como hospicios, hospitales, albergues para huérfanos, para los enfermos más olvidados, para los marginados, los últimos de la sociedad. Surgen así las escuelas para niños y las mesas para los necesitados. El misionero actuaba como activo paladín no sólo de los derechos de Dios, sino también de los de la gente pobre. A menudo la predicación no es ni retórica ni refinada, pues tiene que adaptarse a la poca capacidad intelectual del auditorio; y, por ello, puede pecar de mediocridad. Pero los caminantes del Señor no podían mantenerse en sintonía con los engomados, estirados y rebuscados oradores mundanos, únicos en capacidad de ser apreciados por el gusto refinado de la clase

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alta. Era siempre muy fácil descargar chanzas y burlas contra estos predicadores. Pero, en definitiva, lo que contaba era el resultado.

El misionero tiene casi siempre un grupo propio. Había, incluso, un grupo con el pomposo título de Misioneros del rey, como existían grupos concretamente procedentes de Institutos religiosos, como el de los jesuitas, de los capuchinos, de los lazaristas... Era fácil que entre ellos se dieran intercambios y préstamos, pero la convivencia estaba limitada al momento del servicio misionero.

El jefe de la misión se escogía sus colaboradores, se los preparaba y organizaba según las exigencias y posibilidades. Así estaba organizado el grupo de Le Nobletz del cual derivó el de Maunoir, cuyo heredero vino a ser el de Leuduger, así como a este último había llegado también Luis María de Montfort.

Es difícil afirmar que la predicación y las misiones populares en tiempos de Montfort estaban ya superadas y sociológicamente cambiadas, cuando se nota claramente en las acciones de este momento el mismo comportamiento, las mismas actividades, los mismos métodos y los mismos medios que estaban en uso cincuenta años antes.

Diligente heredero de ilustres maestros, Montfort puso en evidencia en su vida misionera las características de las cuales hablábamos hace poco.

Formidable caminante, no nos consta que haya usufructuado jamás de los medios de transporte fuera de las dos ocasiones en que tuvo que viajar en barcazas. En 1714 poseía un asno que le fue robado; pero, si pagó hasta el rescate del animal con 25 francos, quiere decir que realmente lo necesitaba para llevar los enseres de la misión tales como libros, cuadros y estandartes. En toda misión encontraba siempre una caseta, una casita ojalá ruinosa como morada para sí y su grupo y le asignaba el solemne título de La Providencia. La caja común a la cual afluían las ofrendas y el producto de la venta de los objetos realizada a la puerta de las iglesias, debía cubrir los gastos de la predicación misma y no tanto los de los predicadores; se la llamaba la tienda, quizás porque, como los almacenes eran visibles a todos sobre la calle, la caja de las misiones no debía tener escondrijos ni secretos, tanto más cuanto que de ella provenían, después de todo, los pesos para el mantenimiento de los pobres.

Una de sus características fue muchas veces motivo de contestación y crítica, incluso de parte de los confesores: el estado de penitencia y maceraciones en que persistía por años. Se llamaba a veces a un hermano lego para aplicarle la disciplina; llevaba siempre, hasta en el jergón de su última enfermedad, cilicios y cadenas. Su predicación de penitencia y conversión era eficaz y profunda en los resultados, como lo constató el P. Mulot que dudaba de ello. Si la multitud necesitaba severas amonestaciones y reprimendas por el pecado, pretendía siempre en el misionero una pobreza lineal y un desapego concreto de las cosas y de las comodidades. El misionero, en opinión de todos era tan terrible en la condenación del pecado como suave en tratar a los pecadores.

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Que, además, su presencia tuviese también un efecto social, se halla ampliamente documentado. Los colegas sacerdotes de su pueblo natal lo acusaron de mantener una turba de pobres y arrastrar consigo un grupo desordenado de haraganes... Además, todos sabían que a su mesa, por miserable que fuera, había siempre un puesto "para un hermano pobre" con el cual compartía la comida en el mismo plato y bebía agua y vino del mismo vaso. También él como sus mejores maestros, logró de los alcaldes y municipios leyes más equitativas, tal como las había obtenido en Poitiers de los famosos administradores. Desafortunadamente, esto se volverá contra él, cuando lo tachan de ingerencia indebida y afán de figuración... Al mismo tiempo se alzará como promotor de intervenciones sociales que le sobrevivirán, como los hospicios para los Incurables y Convalecientes, así como las Escuelas gratuitas para la niñez y la asistencia a los necesitados en la cual brillarán sus Hijas de la Sabiduría, como resplandecerá en la enseñanza el instituto de los Hermanos de San Gabriel, ciertamente procedente de su previsión.

Es cierto, igualmente, que Luis María tenía su grupo de misioneros: de él formaron parte los jesuitas Joubert, Colusson y Dogé, algunos capuchinos y franciscanos, así como algunos dominicos; ingresó en él incluso el vicario general de Nantes Juan Barrin, y el de Poitiers, José de Revol, futuro obispo de Oleron; diferentes párrocos, como Juan Mulot de Saint-Pompain, y también el más joven de los hermanos Grignion, Gabriel Francisco, y el instruido sacerdote de Nantes Oliviers un tanto mal visto por los biógrafos que le atribuyen –sin razón, creemos– parte de las desventuras de Pontchâteau, cuando fue bienhechor y apoyo; y sobre todo, Pedro Ernault des Bastières, el colaborador fidelísimo de unas cuarenta misiones desde 1708 hasta enero de 1716 y testigo excelente de tantas cruces y cosas buenas en que tomó parte; y, finalmente, quienes le llegaron de París para el último período: Le Bouhris, Kreuntz y Clisson que pronunciará la oración fúnebre para el mismo Montfort.

Indudablemente era una "compañía". Pero es difícil establecer las relaciones existentes entre ellos, entre cada uno de ellos y el jefe de misión. Lástima que de Bastières, tan rico en noticias, nunca nos dejó indicaciones sobre sus colegas de trabajo... Sólo una brevísima alusión:

«(Montfort) se había hecho pobre, había renunciado a su patrimonio y a cualquier forma de beneficio, había hecho voto de pobreza, y trataba de incitar a todos sus obreros que lo seguían en las misiones, a hacer otro tanto» (Grandet, 348 – DRG, 191).

En el grupo contaban también los hermanos legos, algunos de los cuales habían emitido incluso votos simples de pobreza y obediencia. En su Testamento, Montfort los define «mis cuatro hermanos unidos a mí en la obediencia y en la pobreza» y los nombra uno por uno: Nicolás de Poitiers, Felipe de Nantes, Luis de La Rochelle y Gabriel «que está conmigo». Les deja, «mientras perseveren en renovar sus votos cada año» los míseros enseres y libros de misión, casi como depositarios por el uso que debían hacer de ellos los sacerdotes en la predicación. Aparte nombrará también al primero de todos, Maturín, asignándole «diez escudos, si quiere partir y no quiere emitir los votos de pobreza y obediencia».

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La historia de Maturín es conocida: lo encuentra en Poitiers, cuando llega de provincia para hacerse capuchino, y Montfort «al verlo, le hizo señal de ir a hablar con él, y, luego de saber el motivo de su viaje, lo comprometió a quedarse con él, para ayudarle en las misiones, en las que, durante casi quince años, ha dado el catecismo, la escuela a los niños y entonado cánticos con grandes bendiciones...» (Ib. – DRG, 54).

Permanecerá sin votos con los sucesores de Montfort, esclavo de sus escrúpulos, rechazando emitir aquellos votos que hubieran hecho de él el primero y más fiel monfortiano de la historia. Morirá en 1760, y el recuerdo del organizador-sacristán-catequista-maestro-campanero, será siempre el del colaborador valiosísimo, digno de admiración por su humildad y la generosidad del servicio prestado.

Un legado semejante de diez escudos le fue asignado a santiago «si desea irse», cosa que hará lo más pronto. Era el especialista en la fabricación de camándulas, de cadenillas, de cilicios, de disciplinas e instrumentos de penitencia que luego vendía en las puertas de las iglesias donde se daba la misión.

Como indicativo es el encargo asignado al hermano Nicolás no presente a la muerte de Montfort, por haber sido enviado a Poitiers a aprender el oficio de escultor y para quien había sido reservada la suma de 135 libras para pagarle los estudios.

Pero Montfort quería un «grupo suyo» misionero. Ya en 1700 lo deseaba y soñaba. Entre tanto debía contentarse siempre con lo que podía hallar, arreglado e improvisado, siempre lejos del ideal de vida, de preparación y perfección deseado. Se sintió muy mal, seguramente, cuando, al proponer a Blain que entrara en el grupo, oyó exponer todas las dificultades que conocemos: ¿tuvo el sentido de turbación al proponer a otros esa forma de asociación?

En 1713, escribe de todos modos la Regla de los sacerdotes misioneros de la Compañía de María, cuando aún no tiene ningún sacerdote y sólo muy pocos hermanos legos, ciertamente, antes de que lleguen Vatel y Mulot, hacia el final de su vida; pero entonces ya no tendrá ni el tiempo ni las energías para dedicarse a redactar una verdadera Regla para sus religiosos.

Desde 1700 había encontrado un magnífico nombre que asignar al grupo: Compañía, al que más adelante, añadirá la especificación de María. Pero en el último momento, a la hora del Testamento, tras el regreso de París donde los herederos de Poullart des Places le garantizaron nuevas fuerzas, cambia el bellísimo nombre de Compañía de María con el tomado de París y mucho más normal de Comunidad del Espíritu santo, que le sobrevivirá al menos hasta mediados del siglo XIX, cuando, obligada a desplazarse, volverá a tomar el nombre original de Compañía de María, adaptado localmente en el más modesto y quizás más inmediato de Misioneros Monfortianos.

Quien examina pormenorizadamente la Regla de 1713 no puede a menos de relevar que las normas valen para un grupo que decide vivir en comunidad, pero parece que

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no habla explícitamente de "vida religiosa comunitaria"; de hecho, no se habla de los tres votos, porque se supone que el de castidad, nunca mencionado, ya fue pronunciado por los sacerdotes antes de la ordenación sacerdotal y por el compromiso simple personal de parte de los hermanos legos. Tampoco en lo referente a la dirección del Instituto hay suficiente claridad; en efecto, no se precisa quién es el verdadero superior: ¿el obispo?, ¿quién por él en la diócesis?, ¿el párroco donde se da la misión?, ¿un miembro interno de la comunidad? Pero aún en este caso, ciertamente claro para el fundador, queda en pie una gran duda sobre quién debe nombrar a ese superior. Ni siquiera parece que haya una "sede oficial" para la congregación ni en Francia ni fuera de ella (art 2).

Montfort debió trazar un esbozo de reglas que debían acomodarse bien a dos situaciones destinadas a fundirse y superarse: la de un grupo adventicio aunque numeroso destinado a ser absorbido con el tiempo por el de los religiosos monfortianos propios y verdaderos. Por esto, cuando la Reglas hablan de misiones, en la mayoría de las veces (25), consideran las verdaderas misiones populares, y pocas veces (3) la predicación en general. Hasta el horario-programa sólo considera las misiones populares, tanto que se prevén dos sermones diarios, la predicción dialogada de la tarde y una hora de catecismo para los niños y los pobres. Además, aludiendo al período dedicado al descanso entre un trabajo y otro, ése que debería ser el tiempo estrictamente de vida en comunidad, dice explícitamente que debe extenderse tanto como el de la predicación y el confesionario, y dedicarse a la oración y al estudio (art 78).En cambio, hay algo muy preciso y que vale tanto para los adventicios como para los futuros religiosos: es el espíritu y el comportamiento. "No debe ser el de los demás", incluidos los mejores de esa época, tales como los hijos de san Vicente, los lazaristas, que predican indiferentemente en campos y ciudades, incluidos, afortunadamente, los inventados por el rey o por personas privadas que se dedican sólo a las misiones "fundadas", es decir, previamente financiadas por legados y depósitos (art 50).

La finalidad de su predicación es clarísima: "renovar el espíritu del cristianismo en los cristianos", con la palabra y la renovación de las promesas bautismales, "conforme a la orden del Papa" (art 56). Uno de los momentos más importantes de la misión de Montfort y de sus sucesores, será de hecho el de la renovación de las promesas del bautismo. Grandet nos dice que Luis María había hecho imprimir una fórmula para esa renovación y que la hacía firmar por quienes podían hacerlo, durante una compleja y significativa ceremonia. Cuatro de esas fórmulas han llegado hasta nosotros y aparecen publicadas en las Obras (BAC, 623-626).

Otra precisión se refiere al espíritu de laboriosidad apostólica: no deben acomodarse en muelles descansos:

«Ese es el cambio o desviación que han sufrido, desgraciadamente, muchas santas comunidades, establecidas en estos últimos siglos por el santo espíritu de sus fundadores para predicar misiones, y ello so pretexto de un bien mayor. Algunas se han dedicado a instruir a la juventud, otras a formar sacerdotes y eclesiásticos. Y si dan

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misiones todavía, lo hacen sólo accidentalmente y como de paso...» (art 2), reduciéndose a la vida sedentaria o a vivir como aislados en casas de ciudad o de campo. ¿Se da quizás una leve alusión a los sulpicianos del gran misionero del pueblo, Olier?

Pero tampoco basta siquiera predicar. Es preciso que la predicación provenga de mucho estudio y muchísima oración «a fin de alcanzar de Dios el don de sabiduría, tan necesario a un verdadero predicador para conocer, gustar y hacer gustar a las almas la verdad. Nada más fácil que predicar a la moda. Pero qué cosa tan difícil y sublime es predicar como los apóstoles! Hablar como el sabio, por experiencia. O como dice Jesucristo: "de la abundancia del corazón"» (art 60).

Pero predicar a lo apostólico significa ante todo vivir a lo apostólico, en el abandono a la Providencia, confiándose a los cuidados de la Providencia (Art 12.14), en desprendimiento total del mundo en los sentimientos y en los comportamientos, en el corazón y en las máximas, con ese despego que se hace "desprecio" de cuanto provenga de esa realidad, como: hábitos, vestidos, objetos de exhibición externa (ver art 37-39). Pobreza, pues, pero evangélica, "sin bienes, ni patrimonio, ni rentas de beneficio" (art 10), hasta sin casas ni residencias, fuera del Seminario de París (por lo demás, de propiedad de los espiritanos) y la casa de descanso en provincia (también propiedad del obispo local como lo prevé el artículo 12). En 1350, el reformador de Oxford John Wycliffe había fundado sus lollards o sacerdotes pobres, enviados a predicar el evangelio de la Iglesia primitiva, pura y pobre. Pero existe una diferencia entre los sacerdotes del inglés y los hijos de Montfort: aquellos acaban predicando la oposición a la autoridad eclesiástica ciertamente poco ejemplar y enseñando a prescindir de los sacramentos; mientras que los monfortianos, herederos del enviado pontificio, debían insistir en el regreso de un verdadero cristianismo sólo donde el obispo diocesano permitía que lo hicieran. Por eso, Wycliffe fue un agitador, un sembrador de cizaña, y Montfort un santo misionero; Wycliffe anticipaba a Lutero, Montfort aplicaba el Concilio de Trento en una Iglesia que se proyectaba hacia los últimos tiempos...

El hecho de que Montfort hable de una Compañía suya para dar las misiones populares desde los primeros meses de su sacerdocio, cuando aún no había comenzado en serio ninguna experiencia misionera, ciertamente antes de 1706 y de su encuentro con Clemente XI, se lo puede comprender por esa sensación tan finamente percibida por los hombres de Dios sobre las situaciones y el servicio en el Reino de Cristo. Quizás al ver ya entonces a algún colega salir del seminario de San Sulpicio para limitarse a los dignísimos oficios sedentarios de las diócesis; o quizás al asistir al fracaso del grupo de Lévêque en Nantes; al considerar, luego, que ninguno de sus compañeros escogía claramente el ministerio activo de la predicación, él se permite... soñar y pedir continuamente con gemidos «una pequeña y pobre compañía de sacerdotes ejemplares que desempeñen ese ministerio bajo el estandarte y protección de la santísima Virgen...» (Carta 5, 6.12.1700 – BAC 74).

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Pero lo que define todo ese sueño es la motivación, «ante las necesidades de la Iglesia...» (Ib.).

Pero en Bretaña, la Iglesia era la de las parroquias menesterosas, casi olvidadas. Todos los documentos de la época, se detienen en la psicología de las masas donde reina incontestablemente lo mágico de la fe, la ignorancia de los campesinos, "carentes de devoción y brutos como los animales que manejan", que viven "en la miserable cotidianidad", sin auxilios, sin ideales ni esperanzas. Aunque raramente alude la documentación a los motivos de ese embrutecimiento: se llega pronto a hablar de ignorancia crasa y carencia de alfabetización, de falta de educación primaria y de desescolarización... Porque se calla sobre el poco tiempo, sobre las circunstancias imposibles en que debe permanecer y entregarlo todo, tiempo, energías y atención, al rico patrón que pretende de ellos dinero que gasta en la ciudad o en la corte...

Muchos santos, ya antes de Montfort habían creado escuelas y casas de formación humana más que cristiana para los hijos de los campesinos. Cierto que, a menudo, se contentaban con aprender a leer y contar, sin el estudio de la verdad humana y sobre todo cristiana. Madame de Montespán en el primer diálogo con él lo había animado a dedicarse «a trabajar por la salvación de mis hermanos, los pobres... Ella conocía por experiencia cuán descuidada estaba la instrucción familiar de los pobres» (Carta 6, 1701 – BAC, 76).

Del inefable Grandet, no sabemos si consideraba que debía establecer una escala de valores o si quería sencillamente recopilar una lista de cosas que creía importantes, nos ha dejado al finalizar su biografía de Luis María de Montfort una lista de "estrategias" o habilidades que el Espíritu de Dios podía haberle sugerido, «para que las prácticas de piedad y los grandes principios de la religión que se había esforzado por transmitir a la gente en el curso de las misiones, no se borraran muy pronto del alma y del corazón, sino que llevaran a perseverar en la observancia de la ley de Dios hasta la muerte. Con esta finalidad se servía de diez o doce prácticas muy importantes de las cuales queremos tratar...» ...aunque luego aparecen sólo once. La fundación de las Cofradías de los Penitentes y de las 44 Vírgenes (2º), del Rosario (7º), la asociación de los Amigos de la Cruz (8º), la fundación de la Compañía de María o del Espíritu santo (9º) y de las Hijas de la Sabiduría (10º), las grandes celebraciones en las misiones mismas como la entonación de cantos religiosos (3º), las procesiones (11º), la renovación de las promesas bautismales (5º) la adoración del santísimo Sacramento (6º) y, por último, claramente distinta de las lecciones de catecismo (4º) y, para colmo, en muy primer lugar, la erección de las escuelas gratuitas.

Precisamente en el siglo de Luis María la creación de las escuelas registrará el primer fuerte impulso a su difusión, hoy ya total. Los espíritus iluminados de ese tiempo fueron sus principales promotores. ¡Lástima que favorecieron solamente la propagación de escuelas para los hijos de la burguesía, y no para los hijos de la canaille, como gustaba de llamar a las gentes pobres el gran padre de las luces, Voltaire...!

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Si el Papa lo había enviado a hacer tomar conciencia renovada de la importancia de las promesas bautismales, Montfort, fiel al supremo encargo, entre tantos medios para alcanzar ese fin, había identificado el soberano de la instrucción familiar o rudimental de los niños de las ciudades y de los campos, ya que la finalidad de las Escuelas gratuitas que él buscaba era «la instrucción y la perfecta formación de la Juventud hecha por pura caridad, sin otro interés que la mayor gloria de Dios, la salvación de las almas y la propia perfección».

Así lo expresa la Regla primitiva de la Sabiduría (n. 1, 281 – BAC, 559, 593), donde encontramos incluso una introducción a las lecciones que debe impartirse con una paráfrasis de la invocación litúrgica de Pentecostés:

«¡Oh Espíritu santo, danos tu luz!Ven e inflámanos a todas,para guiarnos y formar nuestras plegarias.Sin ti no podemos hacer ningún bien» (Ib. 291 – BAC, 595).

Montfort nació y vivió en el siglo de las luces. Uno de sus primeros maestros fue el nieto del padre del iluminismo, Descartes; durante toda su formación nunca descuidó ni la cultura ni la ciencia, y, por el contrario, había hecho y hubiera podido hacer enormes progresos con sólo haber tenido tiempo para ello... Durante toda su vida misionera, no obstante tan densa en compromisos, encontró siempre el momento de escribir para iluminar más los corazones que las inteligencias. Fue a su manera un misionero del arte, de la poesía, del pensamiento... Bástenos un brevísimo párrafo de la Carta a los Amigos de la Cruz; después del cual la llamada se descuelga, fluyente y poderosa, en el grito: "¡Luchen como valientes!", a lo largo de unas sesenta páginas, ricas y vibrantes, a veces dolientes y patéticas, otras veces gloriosas y triunfantes, pero nunca estereotipadas y deterioradas; solamente, sencillas y prácticas, donde él mismo se propone como maestro y ejemplo, dolorido y vencedor...

«¡Queridos amigos de la Cruz! La Cruz del Señor me mantiene oculto y me prohíbe dirigirles la palabra. Por ello, no puedo ni quiero hablarles de vida voz para comunicarles los sentimientos de mi corazón acerca de la excelencia de la Cruz y de las prácticas maravillosas de su Asociación en la Cruz admirable de Jesucristo.

Sin embargo, hoy, último día de mis ejercicios espirituales, salgo, por decirlo así, del delicioso retiro de mi alma, para trazar sobre el papel algunos dardos de la Cruz, que penetren hasta el fondo de sus almas. ¡Ojalá para afilarlos sólo hiciera falta la sangre de mis venas, en lugar de la tinta de mi pluma! Pero, ¡ay!, aunque mi sangre fuera necesaria, es demasiado criminal. Que el Espíritu de Dios vivo sea, entonces, el aliento, la fuerza y el contenido de estas líneas. Que la unción divina del Espíritu sea la tinta con que escribo; la Cruz adorable, mi pluma; sus corazones, el papel...» (AC, 1 – BAC, 211).

Por este motivo Montfort pertenece de derecho al período histórico de la evolución del pensamiento y de la cultura, aunque su actitud espiritual no proviene, como para

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Voltaire, Diderot y sus epígonos, de la Reforma, sino de una teología conciliar asimilada y profundizada, a la par de tantos escritores católicos que colaboraron en la composición de los primeros volúmenes de la Enciclopedia, y de la cual fueron alejados con la tacha de oscurantismo y espíritu retrógrado, cuando el iluminismo se convirtió en símbolo de anticlericalismo y de apostasía.

En este momento, creemos haber levantado bastante el velo que podía escondernos el rostro de Luis María Grignion de Montfort.

¡Para nosotros ya no es un misterio!

Es una página de historia toda ella que recorrer, un acontecimiento todo él que captar, un hombre todo él que descubrir y un santo todo él que seguir.

Y para terminar, casi un epílogo:

«...Llegados finalmente al puerto, fuimos recibidos en forma espléndida por los habitantes de la Isla de Yeu, pero muy mal por quien era su gobernador y por todos sus amigos, quienes persiguieron al P. de Montfort duramente todo el tiempo de la misión.

No impidió esto que los habitantes de la isla aprovecharan plenamente de todos los ejercicios que se llevaron a cabo. Al final se plantó una cruz que sirviera de monumento para la posteridad, como testigo de que allí se había hecho una misión» (Grandet, 119 - DRG, 116).

El episodio con que abrimos nuestra investigación, termina aquí. Sin saberlo el P. des Bastières nos ayuda a poner punto final a nuestro trabajo.

La cruz plantada –no obstante la indiferencia y el odio de aquellos pocos soberbios– quería decir a la posteridad, a nosotros, que para esa atormentada isla como para todas las playas del mundo moderno, la bondad de Dios y la maternal misericordia de la Virgen Madre, se había hecho sentir más fuerte y tarde que nunca, portadora de serenidad, de verdad y de paz. Y para dar testimonio a todas las generaciones del privilegio de haber conocido al buen Padre de Montfort.

Como querríamos que lo conozcan quienes nos han seguido hasta aquí.

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INDICE

PáginaPresentación 2Primera ParteCapítulo 1 Siempre es difícil desembarcar 6Capítulo 2 La tierra y la casa 12Capítulo 3 La vida con los jesuitas 22Capítulo 4 El camino difícil de San Sulpicio 30Capítulo 5 San Sulpicio tierra de santos 39Segunda ParteCapítulo 6 Las opciones de un joven sacerdote bretón 53Capítulo 7 Lo amargo de la inactividad 61Capítulo 8 Los pobres buscan a un sacerdote 71Capítulo 9 Amor y odio 84Capítulo 10 Una heredad para los pobres 101Tercera ParteCapítulo 11 Bajo la escalera de Pot-de-Fer 119Capítulo 12 El más duro de los fracasos 140Capítulo 13 Buscando una solución 156Cuarta ParteCapítulo 14 El giro decisivo 168Capítulo 15 En busca de un programa 179Capítulo 16 Una acción misionera totalmente diferente 192Capítulo 17 Misionero hasta el día de la muerte 203Conclusión El Misterio Montfort 210

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