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BIBLIOTECA CLODOMIRO ALMEYDA 1
BIBLIOTECA CLODOMIRO ALMEYDA 2
INDICE
Prólogo
Presentación
El nacionalismo latinoamericano y el régimen militar chileno
La Democracia en el período de transición del capitalismo al socialismo
En torno al nuevo Estado democrático en América Latina
La dimensión militar en la experiencia de la Unidad Popular
Reflexiones sobre el proceso de recuperación democrática en Chile
Perfil y vigencia del Socialismo Chileno
El proceso de construcción de las vanguardias en la Revolución Latinoamericana
Sobre Marx y el socialismo chileno
PROLOGO
Tuve la suerte de ser uno de los primeros en conocer este libro. Fue el propio autor quien me entregó
parte de los originales para que los trajera desde La Habana a la Editorial TERRANOVA. Las largas horas de
vuelo me fueron amenas al leer a Clodomiro Almeyda y descubrí que su exilio ha sido vital y fecundo.
No creo oportuno comentar este conjunto de artículos y discursos suyos. Estoy seguro que quienes tomen
el libro lo leerán con concentración y fluidez.
Clodomiro Almeyda: es un gran socialista y un consecuente revolucionario. Largos años de vida política y
una conducta siempre consecuente avalan este Juicio. Sin embargo, el autor de estas páginas es, con
seguridad, uno de los socialistas chilenos más brillantes e ilustrados. Yo creo que, más allá de la dispersión
que ha sufridlo la familia socialista, son muchos los que comparten este juicio.
Pensando a Chile aborda distintos tópicos. Desde el análisis de la experiencia de la Unidad Popular hasta
una visión del futuro de Chile. Pocos como don Clodomiro estuvieron tan directamente vinculados al
Gobierno de Allende y se encuentran en tan privilegiada situación de referirse a la personalidad del
Presidente Mártir y de las condiciones que nos llevan al quiebre institucional de 1973. Con todo, creo que
lo que más valoro de este texto es su análisis de la democracia y el socialismo, conceptos que Almeyda
concibe como indisolubles. Acertada también es su concepción acerca de la salida democrático‐
revolucionaria a la crisis de la Dictadura Militar.
Los amigos de Clodomiro Almeyda han decidido publicar en Chile este libro. El no poder estar presente al
momento del lanzamiento de su primera edición. Pero su ausencia será nada más que física, ya que estoy
cierto de que su pensamiento superará a la represión y a la mediocridad institucionalizada.
Su aporte contribuirá notablemente a la lucha del pueblo por liberar a Chile.
JUAN PABLO CARDENAS
BIBLIOTECA CLODOMIRO ALMEYDA 3
PRESENTACION
Este conjunto de trabajos teóricos de la más variada naturaleza: discursos, ensayos, artículos de revistas,
intervenciones en seminarios, etc., que convencionalmente se han reunido en esta selección bajo el título
de “Pensando a Chile”, desde el exilio, tienen en común tres características principales.
En primer lugar, su contenido central es Chile y su problemática. Son diferentes aproximaciones a nuestra
realidad nacional, refractadas a través de distintos pretextos, pero que más allá de la aparente variedad
de su temática, convergen siempre al mismo objetivo: conocer a Chile y aspirar a esclarecer el camino para
liberarlo y engrandecerlo.
En segundo lugar, se trata de reflexiones surgidas y elaboradas desde el exilio. Desde el exilio cruel y
forzado de alguien que, como tantos otros, no puede por designio ajeno y arbitrario vivir la vida de su
pueblo e instalarse en su real y auténtico entorno, que lo es su patria, su hogar y su ambiente. Esto
determina que la temática que se aborda parezca a veces distanciada de las reales y más concretas
preocupaciones que inciden en la vida cotidiana de los chilenos. Eso es cierto, pero a veces "los árboles
impiden ver el bosque", y francamente creemos que incluso hoy en día nuestro país no ha logrado liberarse
de lo que se ha llamado cultura política del reflujo, y que no es sino el impacto en la conciencia, del
retroceso histórico que ha experimentado nuestra patria y nuestro pueblo tras el pronunciamiento militar
de 1973. En la medida que todavía no hemos logrado emanciparnos íntegramente de ese trauma,
pensamos sinceramente que, desde afuera, sobre muchas cosas no sobre todas, se tienen ideas más claras
y se percibe la realidad desde puntos de vista más profundos y penetrantes. Desde luego, porque afuera,
en el exilio, ha habido condiciones para aprender, comparar, reflexionar, discutir, dialogar, discrepar y
concordar, que desgraciadamente no se han dado en el interior.
En tercer lugar, el contenido de esta selección es el producto de la lucha que desde afuera se ha librado y
se está librando para contribuir a la reimplantación de la democracia en Chile. No es por tanto este libro
un resultado de acabadas reflexiones preciosistas, sino una respuesta a exigencias coyunturales de la
realidad exiliar, que nos ha obligado a explicar, exponer y difundir a lo largo de más de un decenio, lo que
pensamos acerca de nuestro Chile, del momento que atraviesa o de algún aspecto determinado de su
realidad. En consecuencia, también, cada uno de los trabajos que ahora se presentan, están marcados por
el signo del tiempo y las circunstancias que condicionó su aparición. Desde ese punto de vista, son un
testimonio del exilio intelectual comprometido y militante. Con todo lo positivo que ello encierra, pero
también con todas las limitaciones y carencias que eso mismo conlleva.
Por último, creo que al conocerse en el interior el cómo se percibe a Chile desde el exilio, se contribuye en
parte al menos, a impedir o a hacer más difícil que se ahonde la brecha, entre los chilenos que viven en su
patria, y los que seguimos viviéndola desde afuera. Pero que más allá de los océanos, continuamos como
dijera Balmaceda, amándola "por sobre todas las cosas de la vida".
CLODOMIRO ALMEYDA MEDINA
El nacionalismo latinoamericano y el Régimen Militar chileno
Las reflexiones que siguen se proponen analizar críticamente el componente “nacionalista” de la ideología
del fascismo chileno, la develación de su real contenido contrarrevolucionario y la identificación de su
objetiva significación antinacional, antipopular y antidemocrática.
BIBLIOTECA CLODOMIRO ALMEYDA 4
En alguna medida, variable según los casos, lo que aquí se predicará del presunto nacionalismo de los
fascistas chilenos, es aplicable también a las otras experiencias contrarrevolucionarias contemporáneas
de América Latina. Pero solo en alguna medida, porque como en el caso de Brasil, por ejemplo, una serie
de circunstancias propias de ese país, determinan que el nacionalismo con que se reviste la dictadura
militar brasileña, guarda una muy distinta relación con el contenido de su política, de la que se advierte
entre el supuesto nacionalismo de los militares chilenos, y la naturaleza real de su conducta política.
Toda la apariencia del régimen militar chileno, la forma en que éste quiere poner de manifiesto su
contenido y el fundamento en que pretende legitimarse, están teñidos y signados por un intenso
nacionalismo.
Desde los términos de la Declaración de Principios del régimen militar, pasando por las palabras en que se
expresa su discurso político frente a cada contingencia, y por la simbología que se usa para identificarlo,
hasta la razón última en que se justifican todas y cada una de sus actuaciones, todo aparece inserto en un
contexto ideológico en el que la realización del ser nacional de Chile es el valor político esencial.
APARIENCIAS Y REALIDADES
Como se deja dicho, buscamos en este trabajo, desmitificar el discurso ideológico nacionalista, de los
militares chilenos, que solo tiende a encubrir y disfrazar el real contenido antinacional, antipopular,
antidemocrático y, por lo tanto, anti chileno del régimen, cuya conducta tiende precisamente a lo contrario
de lo que pretende hacer creer, o sea, a la negación de Chile en lo que nuestra nación y nuestro pueblo,
su historia y su obra tienen de valioso y trascendente.
Las apariencias con que se muestra ante nuestros ojos la esencia de las cosas, no siempre develan y
traducen su real contenido. A veces denuncian su contenido en forma transparente y logramos en estos
casos advertir tras las apariencias, las verdaderas realidades. Hay aquí, concordancia entre forma y
contenido, entre fenómeno y esencia. Pero a veces no ocurre así. A veces las apariencias engañan, como
dice el adagio. En estos casos lo visible, opaca a la verdadera realidad, la oculta, disimula su real naturaleza.
Y a veces las apariencias en parte nos dicen la verdad, y en parte nos engañan, muestran y encubren a la
vez la realidad de las cosas que reflejan.
Si siempre las apariencias nos dijeran la verdad, afirmó Marx, la ciencia no tendría sentido. Precisamente,
la no correspondencia entre esencia y apariencia, es lo que exige el esfuerzo científico, destinado a
descubrir, tras los árboles, el bosque; bajo la parte visible del "iceberg", lo que se oculta bajo el agua; y
más allá de las palabras de los discursos ideológicos, el verdadero sentido y los verdaderos intereses y
objetivos que persiguen.
Específicamente, en el plano de la vida social, y de las sociedades de clase, nunca las ideologías que
expresan y sintetizan la práctica de las clases dominantes reflejan prístinamente la verdadera realidad en
que ellas se mueven. Normalmente esas ideologías reflejan esa realidad de manera doble: por una parte
dicen la verdad, en la medida que la ideología de esas clases traduce su real modo de penetración y
apropiación de la realidad social, y en parte ocultan la verdad, en la medida que esa ideología no logra
trascender la práctica de la clase cuya conciencia expresa y refleja por tanto los límites de su conciencia
histórica, dejando en la penumbra, en la oscuridad o falseando, la parte de la realidad que no penetra y
que no es necesario que conozca para cumplir el rol que le asigna la estructura social en que está inserta.
LOS NACIONALISMOS EUROPEOS DEL SIGLO XIX
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La ideología de la burguesía europea en ascenso, su imagen de la realidad social, reflejaba más verazmente
esa realidad que la concepción tradicional e inmovilista del mundo, propia de la sociedad feudal. Piénsese
en la idea de Adam Smith, sobre el valor creador del trabajo. Pero a su vez, no era capaz de ir hasta la raíz
que explica el desarrollo social, y al ignorar el mecanismo de la explotación del trabajo, dejaba en la
penumbra ese aspecto esencial de la vida social, o lo falseaba, dando una interpretación ilusoria del
proceso de la creación del valer.
Cuando las burguesías se rebelaron contra el orden tradicional feudal, lo hicieron en nombre de la nación.
En Francia esa forma de presentar la rebelión contra el absolutismo y los remanentes feudales alcanzó su
expresión más depurada. Era la nación francesa, investida del poder de gobernarse la soberanía nacional,
la que se erguía frente a los Borbones. La Nación era una entidad que comprendía a toda la población
francesa, que pugnaba por unificarse cada vez más, dejando de lado las segmentaciones estamentales y
corporativas que la escindían, suprimiendo las barreras que separaban entre sí a las regiones, consumando
así la unidad de la nación francesa en un territorio homogéneo, integrado por ciudadanos libres e iguales
ante la ley y dotada de soberanía para autogobernarse.
Eso era en parte cierto y en parte engañoso. Cierto, en la medida que efectivamente la Revolución
Francesa liberaba idealmente al individuo y creaba sobre la base de la igualdad ante la ley, las condiciones
para que el capitalismo funcionara. Pero engañoso también en la medida que la estructura capitalista de
la sociedad que así se constituía, fundamentada en la igualdad, era el supuesto necesario para que esa
sociedad se escindiera ahora en otra forma, entre burgueses y proletarios. La unidad de la nación francesa
pasó a ser así solo aparente, en la medida que ocultaba la nueva división ocultaba la nueva división de la
sociedad.
Pero, así y todo, ese nacionalismo de la época, también representado por Napoleón, expresaba la fuerza
y el interés nacional, en la lucha contra el pasado tradicional y era el vehículo que arrastraba al desarrollo
de la modernidad y del capitalismo, aunque quienes dirigieran esa empresa y se beneficiaran con ella, no
lo fuera la nación francesa, sino la burguesía y quienes se unieron a ella. Como todo nacionalismo, el
francés de esa época y los que se desarrollaban en otros ámbitos europeos, chocaban y se enfrentaban a
otros nacionalismos. No había por sobre ellos un interés general común, que no fuera el de apoyarse
mutuamente contra las resistencias absolutistas. Vencidas éstas, solo se relacionaron las nuevas
nacionalidades europeas unificadas, a través de sus rivalidades y competencias, que traducían los
antagonismos económicos y políticos de las burguesías por extender y ampliar sus mercados, sus zonas de
influencia política y sus imperios coloniales.
En resumen, las ideologías nacionalistas del siglo XIX en Europa reflejaban una realidad objetiva: la
organización y el desarrollo de los Estados Nacionales competitivos, como marcos condicionantes para el
desenvolvimiento y expansión de la industria moderna y, en general, de las fuerzas productivas latentes
en el nuevo modo de producción capitalista.
Pero también esas ideologías distorsionaban la realidad y la velaban, al no percibir la nueva división en
clases que se generaba en la sociedad capitalista y al querer disimularla, tras un abstracto, supuesto y
superior interés nacional.
LOS NACIONALISMOS LATINOAMERICANOS CONTEMPORANEOS
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Un auge de los nacionalismos en América Latina se produce un siglo después de su florecimiento en
Europa, particularmente a partir de la gran crisis económica mundial de 1929‐30. Estos nacionalismos
latinoamericanos apuntan en general en cinco direcciones fundamentales, íntimamente imbricadas entre
sí, de tal modo que pueden considerarse como dimensiones diferentes de una sola gran corriente histórica.
En primer lugar, registramos en estos nacionalismos la tendencia a abandonar el modelo de crecimiento,
denominado desarrollo hacia afuera, que reservaba a nuestros países la condición de explotadores de
materias primas y de importadores de artículos manufacturados, sobre la base de un esquema de carácter
colonial de la división internacional del trabajo, y a sustituirlo por el modelo llamado desarrollo hacia
adentro, que buscaba en el desenvolvimiento de la industria nacional y en la ampliación del mercado
interno, el modo de sustraer a nuestros países de los vaivenes de la economía mundial, avanzando hacia
la conquista de nuestra independencia económica y creando fuentes de trabajo para absorber la creciente
explosión demográfica de la población.
En segundo lugar, destacamos en el nacionalismo latinoamericano, la tendencia a integrar y democratizar
las comunidades nacionales, tanto a través de la redistribución del ingreso para ampliar el mercado
interno, Como también mediante la democratización de la vida política, las reformas agrarias y
educacionales, la asimilación de los indígenas a la vida nacional, etc., convergentes todas estas políticas
hacia la finalidad de conformar un sustrato nacional homogéneo a la estructura política del Estado.
En tercer lugar, constatamos en el nacionalismo latinoamericano una tendencia a resistir la penetración
económica y la influencia política y cultural de las metrópolis imperialistas, especialmente de los Estados
Unidos, mediante una política de nacionalización de los recursos básicos, de la protección a la industria
nacional frente a la competencia extranjera, y de intentos por sostener nuestra plena soberanía política
frente a las presiones foráneas y de afirmar nuestra personalidad cultural en nuestras propias raíces
históricas. Todas estas políticas constituyen el rasgo antiimperialista, que con mayor o menor intensidad
impregna a los comportamientos nacionalistas de la época.
En cuarto lugar, distinguimos en estos nacionalismos, la tendencia a buscar, mediante la coordinación o la
integración de las economías latinoamericanas, a nivel subcontinental o regional, la manera de promover
y fortalecer los intereses comunes de América Latina, en oposición al de las metrópolis.
En quinto lugar, estas políticas nacionalistas asignaban al Estado un importante rol, si no el principal, como
promotor del desarrollo económico, de la democratización política, social y cultural y de la nacionalización
de los recursos básicos, e incluso, como gestor y dueño de empresas productivas y de servicios que se
juzgaban como esenciales para la vida del país. Ello fue así, porque la debilidad mayor o menor las
burguesías nacionales, las tornaba incapaces de acometer la costosa creación de la infraestructura
material y social del desarrollo y de las empresas productivas básicas para sostenerlo, como las
proveedoras de energía, siderurgia, y en general la industria pesada. La actividad planificadora, promotora
y gestora del Estado, desarrollada la más de las veces de manera improvisada, superficial, e inconsistente,
fue sin embargo determinante para reorientar en alguna medida la producción nacional hacia la
satisfacción de las necesidades populares, ya que la empresa privada tiende, por su naturaleza, en América
Latina, a interesarse por la explotación de los rubros más lucrativos y rentables, que lo son por regla
general aquellos destinados a satisfacer las apetencias de los minoritarios sectores de altas rentas.
Pero en América Latina, más incluso que en la Europa decimonónica, estos nacionalismos se mostraron
inconsecuentes en la realización cabal de los objetivos históricos hacia los que apuntaban en sus
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comienzos. Ello porque en tanto la democratización de las sociedades desataba y favorecía el desarrollo y
la radicalización de los movimientos populares y de las clases obrera y campesina, éstos suponían un
peligro para la estabilidad del orden social, que era necesario conjurar. Surge así en el seno de los
nacionalismos, y promovida por los sectores más influyentes de las burguesías nacionales, una tendencia
conservadora que buscó la conciliación y la alianza con el imperialismo y las oligarquías tradicionales como
medio de poder controlar el proceso y asegurar la estabilidad y la conservación del orden social.
Solo escapa a este fenómeno la Revolución Cubana, por tantos capítulos original, en el universo
latinoamericano. En este caso, el movimiento social desencadenado por la lucha contra la tiranía
batistiana, bajo la dirección esclarecida de Fidel Castro, no se detuvo cuando entró en conflicto con el
imperialismo yanqui y la gran burguesía comprometida con él, sino siguió avanzando hacia la consumación
total de los objetivos nacionales y democráticos programados, con el apoyo de los países socialistas y
especialmente de la Unión Soviética, cuya ayuda se buscó cuando Cuba fue agredida económica, política
y militarmente.
Así y todo, pese a sus inconsecuencias y limitaciones, los nacionalismos latinoamericanos y sus
correspondientes ideologías, reflejaron una orientación en general progresista, que se expresa en las cinco
tendencias que intentamos identificar en su conducta política. Ello se debió y se debe en parte
fundamental a que no solo las burguesías nacionales, proclives a la capitulación, les sirvieron de sustento
social. También la clase obrera, la intelectualidad progresista y sectores de la pequeña burguesía no
productiva burocracia, magisterio, etc., coincidieron y conformaron esos movimientos nacionalistas,
alcanzando a veces en ellos influencia determinante.
Porque, quiérase o no, Lázaro Cárdenas, Juan Domingo Perón, Getulio Vargas, Pedro Aguirre Cerda, Jacobo
Arbenz, Victor Paz Estensoro, Juan Bosch, Juan Velasco Alvarado, Carlos Andrés Pérez y Omar Torrijos para
citar algunos nombres que hablan por sí solos, cual más, cual menos, interpretaron en su obra gubernativa
la fuerza de las tendencias nacionalistas progresistas que fue generando el desenvolvimiento social y
político de nuestra América.
Los nacionalismos latinoamericanos de mediados de nuestro siglo denomínense nacional populistas,
nacional revolucionarios, desarrollistas o justicialistas, acusan, pues, el carácter ambivalente y
contradictorio de la realidad social y de la composición de clases que los sustentó. Por un lado, expresan
las tendencias e intereses objetivos ligados a la consecución de la independencia, el desarrollo y la
integración nacionales, con un contenido mayor o menor de democracia, antimperialismo y vocación
latinoamericanista. Por el otro, manifiestan los límites orgánicos de estas tendencias, ligados a los
intereses de clases que las sostenían, límites que las llevan a transar y comprometerse con el imperialismo
y las oligarquías, a ser inconsecuentes en el proceso de democratización y a resistirse a buscar el apoyo y
la alianza con las fuerzas sociales, políticas e ideológicas que empujan al mundo en su conjunto, hacia
adelante y hacia el socialismo.
Las ideologías con que se ha tratado de racionalizar estos nacionalismos conforman en general un
pensamiento híbrido, en el que se mezclan, sin mayor consistencia, elementos recogidos del marxismo,
otros provenientes de la teoría del desarrollo que se gestó alrededor de la CEPAL a fines de los años 40,
algunos propios de las llamadas posiciones terceristas, o de aquellas que creen ver en la oposición entre
países ricos y países pobres la contradicción fundamental de la humanidad, sin excluir ingredientes
tomados prestados de la ideología social cristiana, o hasta de los propios fascismos europeos.
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Dicha ideología no obstante su inconsistencia teórica, recoge y refleja por una parte fenómenos sociales
objetivos, y por la otra se divorcia de la realidad, cuando se ampara en lucubraciones subjetivistas para
encubrir las limitaciones e inconsecuencias de las fuerzas sociales que aspira a interpretar. El doble
carácter, veraz, por un lado, e ilusorio por el otro, propio de las ideologías de las clases dominantes,
impregna también las proposiciones teóricas en las que pretende fundamentarse el racionalismo
latinoamericano.
EL FALSO NACIONALISMO DEL FASCISMO CHILENO
¿Qué tiene que ver el nacionalismo chileno, que sirve de cobertura ideológica a la experiencia política de
Pinochet, con el nacionalismo latinoamericano, a que hemos hecho referencia?
La respuesta es simple y tajante: nada, absolutamente nada.
En efecto, la ideología presuntamente nacionalista del régimen militar chileno, no revela nada de la
naturaleza real de ese régimen, que pretende legitimarse en ella. En ese sentido, es una ideología
absolutamente opaca, que no da cuenta de la realidad que presume interpretar, sino que, al contrario, la
ignora y la falsea en absoluto. Por lo mismo, el supuesto nacionalismo chileno, no tiene nada de
nacionalista, sino precisamente es su negación radical si por nacionalismo entendemos, en términos de
nuestro tiempo y espacio latinoamericano, la presencia política de todos o algunos de los rasgos que más
atrás hemos caracterizado como definitorios de esa corriente histórica. El pretendido nacionalismo de los
militares chilenos es así absolutamente mendaz. No es sino una creatura artificiosa destinada a darle
alguna cobertura presentable y respetable, a un proyecto político y a un régimen social que es en su
esencia antinacional, y, por ende, anti chileno.
Señalábamos como el primer rasgo del nacionalismo latinoamericano, su tendencia a construir economías
vueltas hacia adentro, opuestas al modelo colonial de inserción en el sistema económico mundial, que las
orientaba hacia afuera.
La política del régimen pinochetista es precisamente la inversa. Ha procurado destruir el intento de varias
generaciones de chilenos, por más de cincuenta años, de dar forma a una economía orientada hacia el
interior, respondiendo al impulso y a las luchas del movimiento obrero y popular y a los intereses de
sectores de la burguesía nacional.
Chile se ha abierto durante el régimen militar al comercio y a la inversión extranjera, sin limitaciones ni
reservas, abandonando toda la legislación proteccionista a la industria nacional, ya sea de tipo aduanero,
tributario o crediticio. El país ha vuelto a la primera mitad del siglo XIX, al pleno imperio del “laisser faire,
laisser passer” en el plano de las relaciones económicas internacionales.
No interesa por tanto al fascismo chileno desarrollar el mercado interno a través de una democrática
redistribución del ingreso, que cree poder de compra interno para la producción nacional. Interesa, por el
contrario, los salarios bajos, para poder hacer competitiva a esa producción en el mercado mundial y
favorecer su exportación. No interesa, por lo mismo tampoco, absorber la cesantía mediante la creación
de nuevas actividades productivas que creen fuentes de trabajo. Interesa sí la existencia de un voluminoso
"ejército de reserva de trabajo", para presionar los salarios hacia abajo y favorecer la competitividad
internacional de la producción chilena. No importa, por tanto, tampoco, que desaparezcan o quiebren
industrias, aumentando el desempleo. Ello es necesario para sanear la economía y colocarla en
condiciones competitivas. Por lo tanto, tampoco cuenta la necesidad de satisfacer las necesidades de la
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población como patrón orientador de la actividad productiva. Esta debe dirigirse hacia otro destinatario:
el mercado internacional y subsidiariamente, a satisfacer la demanda de los ricos. Igualmente, y para
proveer de capitales para llevar a cabo este proyecto económico, hay que facilitar la inversión extranjera
en la explotación de las materias primas minerales o agrícolas y en el pequeño ámbito en que puede
subsistir la industria nacional competitiva en el mercado mundial.
De todo esto ha resultado, después de cinco años de experiencia fascista, un perfil de la economía chilena,
que es la negación del esfuerzo nacional por independizarse económicamente, por romper o atenuar su
dependencia del extranjero y por orientar la producción hacia la satisfacción de las necesidades básicas de
la población esfuerzo que con todas sus carencias, debilidades y vicios, había sido, sin embargo, la
constante de todas las políticas económicas chilenas desde hace más de medio siglo.
Chile ha vuelto a ser solo una pieza en el mercado mundial que gobierna el capital trasnacional. Su destino
no es sino servir al óptimo aprovechamiento de sus recursos en función de un interés que no es el suyo.
Lo que es antinacional, por definición.
En segundo lugar, anotábamos que lo que caracterizaba a los nacionalismos latinoamericanos era su
tendencia hacia la integración nacional. Chile había realizado durante decenios, empujado por el
movimiento popular, un serio esfuerzo hacia la conformación de una comunidad nacional homogénea,
integrando progresivamente a más y más capas y sectores sociales antes marginados de la civilización, a
la vida política, económica y cultural del país. Habíamos logrado ser ayudados por nuestra homogeneidad
étnica y cultural, el más integrado de los países latinoamericanos. El grado de participación política de las
masas era alto y siempre creciente. El peso del pueblo en la dirección de la cosa pública era decisivo. El
ingreso nacional se distribuía cada vez más democráticamente. No éramos un país de grandes ricos, por
un lado, y de inmensas mayorías misérrimas y marginadas, por el otro extremo. Éramos un país cada vez
más mesocrático. Con todo lo bueno, pero también con todo lo malo que implica esa mesocratización del
país, tanto desde el punto de vista económico, como político. Pero, al fin y al cabo, con todos esos defectos,
estábamos construyendo exitosamente una verdadera comunidad nacional. Nuestros sistemas
educacionales y de salud pública y el incesante proceso de concientización, educación política y expansión
cultural en el seno de las masas, contribuían eficazmente a ello.
Ahora bien, el resultado de todo ese esfuerzo hacia la integración nacional, sobre la base de la ampliación
y profundización de la democracia en todas sus dimensiones, todo eso ha intentado ser demolido pieza
por pieza, parte por parte, por el fascismo chileno.
Hoy en día, a más de cinco años del golpe militar, ya no hay un solo Chile. Hemos sido escindidos como
país, como pueblo y como nación, en dos segmentos, profundamente separados, distantes y distintos, que
no dialogan y se ignoran entre sí. Somos ahora dos países en uno, cada uno con diferentes status
económico y político, con diferente cultura, valores y estilos de vida. En otras palabras, hoy existen dos
Chile. Se ha ido produciendo en el transcurso del último lustro un violento y acelerado proceso de
marginación progresiva de cada vez más amplios sectores de la vida económica, política y cultural del país.
Económicamente, la inmensa mayoría de la población no solo obreros y campesinos, sino también
crecientes sectores de las capas medias, ya no participan en la vida económica, sino como fuerza de
trabajo, como cosas, cuya única injerencia en el sistema productivo consiste en trabajar para otros,
consumiendo lo necesario para poder vivir y reproducirse, y poder así ofrecer al sistema lo que requiere
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para sobrevivir: mano de obra barata. También aquí hemos vuelto al pleno siglo XIX, a la etapa que Marx
llamaba de la acumulación primitiva.
Para analizar la marginación política no hemos de gastar palabras, para hacer saber lo sabido. No hay
partidos políticos, ni sindicatos (los que subsistían han sido últimamente disueltos para ser rehechos
conforme lo requiere el sistema), ni Parlamento ni elecciones, ni reuniones públicas, ni libertad de opinión
ni de prensa. Ciento cincuenta años de incesante lucha por la democracia, y de conquistas democráticas
han querido ser borradas de una plumada. No se quiere que el pueblo piense, se organice, luche y
participe. De nuevo todo el poder a las élites, a los privilegiados, a las oligarquías y a quienes administran
el Estado en su interés: los militares.
El Servicio Nacional de Salud está desmantelado. La medicina, radicalmente privatizada. La educación
pública, jibarizada. Menos escuelas y liceos; los maestros como nunca, mal pagados. Las universidades,
intervenidas militarmente. Sus profesores de pensamiento libre, excluidos. Sus estudiantes críticos, o
sospechosos de ser políticamente activos, expulsados de las aulas. Los planes de vivienda popular,
reducidos a cero. Solo hay construcción para quienes puedan pagar sus altos costos: los ricos.
Se importa todo lo que sea necesario para satisfacer las apetencias consumistas de las minorías, que se
han aprovechado del modelo económico concentrador y excluyente, que contra viento y marca han
querido implantar en Chile los Chicago boys, siguiendo las ortodoxas recetas del liberalismo
manchesteriano de la primera mitad de la pasada centuria. Total, se produce y se importa para las
minorías. El comercio es para ellos. Las recreaciones, para ellos. La educación, la cultura y la ciencia para
ellos. Para el resto, para la inmensa mayoría de los chilenos, nada. Solo servirles como fuerza de trabajo.
Santiago está limpio y ordenado. Se atiende bien a los turistas. Las vitrinas de su comercio en los barrios
oligárquicos nada tienen que envidiar a las de capitales europeas o norteamericanas, a las de Hong Kong,
Seúl o Singapur. La ciudad toda está rehecha a gusto de los intereses y aspiraciones de los grandes ricos
que antes no los había en la cantidad y magnitud de ahora y de quienes viven o parasitan directamente de
ellos, aprovechándose de los subproductos y restos del festín.
En resumen, para ahorrar palabras, para el fascismo chileno, nada de unidad ni de integración nacional.
Hay que rehacer a Chile sobre la base de la convivencia en dos mundos separados, de una minoría que
decide, manda y disfruta, y de una mayoría reprimida, que trabaja y que calla. Esa es la pura y santa verdad
de Chile, para los fascistas. Demasiado simple y esquemática. Pero simple y esquemática es la mentalidad
de los economistas juntistas made in Chicago y la de los militares cuarteleros, que en íntima simbiosis,
dominan, oprimen y destruyen a Chile.
En tercer lugar, señalábamos como característico de los nacionalismos latinoamericanos, su orientación,
en alguna medida: antiimperialista.
Tampoco nada de eso se advierte en la experiencia fascista chilena. Por el contrario, y como punto de
partida, como marco general de referencia, en su definición política la junta fascista se ha proclamado
aliada consciente e incondicional de quienes en el plano mundial defienden al mundo libre y a la
civilización cristiana occidental, señalando como su enemigo fundamental al marxismo, intrínsecamente
perverso pidiendo de prestado al léxico cristiano un término que los mismos cristianos cuestionan hoy
día , y al "comunismo internacional", presunto agente y promotor de cuanto negativo ocurre en el mundo.
BIBLIOTECA CLODOMIRO ALMEYDA 11
Con tal definición de principios, no es difícil entender que el fascismo chileno se haya ubicado desde el
comienzo del lado del imperialismo, bajo el alero engañoso y mendaz del “anticomunismo”, que bien
sabemos el papel que cumple como fachada para encubrir a la reacción y a la contrarrevolución en todas
las partes del mundo.
Pero, además, el fascismo chileno ha sido consecuente con esa definición de principios. Y en el plano
doméstico no se demoró en iniciar un vasto proceso de desnacionalización de todas las áreas económicas
que Chile había recuperado de manos del capital foráneo: minas, bancos y fábricas. Y no contento con eso,
ha facilitado con empeño que empresas que antes estaban en poder del capital privado chileno, pasen al
dominio del capital extranjero. Los recursos naturales del país desde sus ricos yacimientos minerales, hasta
sus bosques y zonas potencialmente petrolíferas, todo ha quedado a disposición del capital imperialista,
dejándose sin efecto la legislación proteccionista y nacionalista que reservaba al Estado o limitaba la
penetración foránea en esos decisivos rubros económicos. Si a eso se añaden las facilidades otorgadas
para que los artículos importados puedan entrar a Chile y dejar fuera de competencia a la industria
nacional, y el gigantesco endeudamiento externo en créditos a corto plazo, que acentúan hasta el extremo
nuestra vulnerabilidad y dependencia frente a la finanza internacional, se podrá tener una idea exacta de
este nacionalismo su¡ generis, que no es antiimperialista, sino al contrario, aliado obsecuente y agente
incondicional de la implementación del gran proyecto trasnacional que tiende a diluir y a hacer sal y agua
de las naciones en desarrollo de escasa potencialidad económica, convirtiéndolas en mero escenario
inerme e impotente donde los intereses cosmopolitas del capital imperialista puedan imponer su voluntad
sin contrapeso, sin que haya nadie ni nada que pueda enfrentarlos.
En cuarto lugar, indicábamos que los nacionalismos latinoamericanos se orientaban en alguna medida en
el sentido de promover el concierto, el acuerdo, la cooperación o hasta la integración total o parcial de las
economías y de las políticas de nuestros países, para mejor hacer frente a los obstáculos opuestos por la
actual injusta estructura de las relaciones internacionales, a sus metas de independencia y de soberanía.
También en este ámbito, como en los demás, el fascismo chileno ha seguido la dirección precisamente
opuesta. Como muestra definitiva de esta orientación antinacional de su política, basta señalar su decisión
de abandonar el pacto de integración económica de los países andinos, con lo que de un golpe destruyó
la tesonera labor de más de un decenio para procurar la complementación de las economías de los países
andinos, con la mira de defenderse primero de la penetración imperialista y de las deformaciones
económicas que ésta trae consigo, como asimismo para favorecer el desarrollo industrial en el ámbito
andino, sobre la base de la ampliación de los reducidos mercados separados de nuestras repúblicas y del
aprovechamiento de las ventajas comparativas que cada uno de ellos tiene para especializarse en el
desarrollo de determinados rubros productivos.
Al separar a Chile del Pacto Andino, el fascismo chileno asestó un golpe gravísimo al porvenir económico
del país. Consecuente con su política global, Pinochet segregó a Chile del proceso global de desarrollo
económico nacional latinoamericano, convirtiendo a nuestro país en simple factoría del capital extranjero,
ligando a nuestra economía como apéndice a las economías de las metrópolis imperialistas, y
abandonando, por tanto, las promisorias posibilidades económicas que se abrían para Chile, dentro del
contexto andino, a mediano y a largo plazo.
Para qué decir, que dentro de su estrecho concepto chauvinista y localista de nación, el fascismo chileno
ha sido incapaz de vertebrar todo concierto con nuestras naciones hermanas en el ámbito político. Lo
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único que ha logrado es enemistarnos con todos nuestros vecinos, y colocar a la seguridad nacional de
Chile, en su más difícil situación desde que el país existe, poniendo en peligro hasta la propia integridad
territorial de la república.
Interesante resulta destacar cómo los militares chilenos, presuntos profesionales y responsables de la
Seguridad Nacional, han llegado a comprometerla como nunca antes, aislando al país internacionalmente
concitándose el repudio de todo el mundo civilizado, distanciándonos de nuestros hermanos del
continente y provocando con todo ello y con su torpe y estrecha visión de la realidad, una situación
propicia para que se agudicen todas nuestras divergencias con los países vecinos, ofreciéndoles a éstos
una magnífica oportunidad para resolver esas cuestiones en perjuicio de Chile, de su integridad territorial
y de su porvenir histórico.
En quinto lugar, registrábamos como propio de los nacionalismos latinoamericanos, su tendencia a asignar
al Estado un rol decisivo en el proceso de lograr la independencia, el desarrollo y la integridad nacionales.
El fascismo chileno ha procedido también en este plano, en un sentido precisamente inverso. Ha procedido
a un sistemático, consecuente y radical proceso de desmontaje y destrucción de todo el aparato del Estado
orientado a promover el desarrollo, transformar la economía y a integrar la sociedad chilena.
La Corporación de Fomento de la Producción, entidad que fue la viga maestra de todo el proceso de
desarrollo y transformación económica del país durante los últimos cincuenta años, ha sido reducida al
papel de liquidadora y subastadora de todas las empresas que el Estado logró crear en ese lapso,
entregándolas a vil precio a los monopolios nacionales y extranjeros, que se han aprovechado así
ilegítimamente del esfuerzo de varias generaciones de chilenos, que con su sacrificio habían logrado
establecerlas y desarrollarlas.
El Banco del Estado, en cuanto institución de crédito y fomento, ha sido reducido a su mínima expresión.
Y así todo. La inversión y el gasto público han disminuido en proporciones increíbles. Y no solo el incentivo
público a la producción y la acción del Estado en materia de salud, educación y vivienda ha sido limitado
al mínimo necesario para poder reproducir la fuerza de trabajo, sino que también lo invertido en obras
públicas, y en general, en infraestructura, está llegando más abajo del límite permisible para reproducir el
sistema.
Y lo más grave y revelador es que se ha intentado terminar con el Estado, en cuanto promotor del
desarrollo, bajo el supuesto que la iniciativa privada, rodeada de condiciones favorables, iba a desempeñar
ese rol de agente del ansiado despegue económico. No ha, sin embargo, ocurrido así. La inversión nacional
continúa siendo insignificante. Las riquezas privadas, amasadas con tanto sacrificio del pueblo, se han
aplicado al comercio de exportación e importación, a la especulación y al agio, o a la fabricación de
artículos destinados al consumo conspicuo de las élites privilegiadas que monopolizan el poder de compra.
Los capitales extranjeros se han invertido principalmente en la adquisición de minas, cuya puesta en
marcha productiva es de larga maduración. La abundante afluencia de recursos foráneos, en su casi
totalidad, han consistido en créditos a corto plazo, y a alto interés, para financiar a las empresas deficitarias
y hacer posible así el periódico pago de sus compromisos en moneda extranjera, engendrándose con ello
un círculo vicioso de endeudamiento, que está barrenando en sus cimientos toda la estructura económica
de la empresa privada chilena, y agotando la capacidad de pago del país para hacer frente a sus
compromisos.
EL NACIONALISMO CHILENO NO ES NACIONALISMO, SINO FASCISMO
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Del análisis precedente resulta que el fascismo chileno y el nacionalismo latinoamericano, no solo no
tienen nada en común, sino que son precisamente opuestos y contradictorios. Cuando los militares
chilenos se autodefinen como nacionalistas, están negando lo que son y se están vistiendo con ropaje
ajeno.
Si lo que está ocurriendo en Chile no tiene nada de nacionalista, y es precisamente todo un proyecto
político antinacional y anti chileno, ¿cuál es su realidad, ¿qué es y cómo puede definirse lo que se intenta
hacer en Chile? Muy sencillo, en Chile no hay nacionalismo, sino lisa y llanamente en Chile hay fascismo. Y
el presunto nacionalismo es solo la careta para encubrir, ocultar, disfrazar y desmentir la realidad. En Chile
hay fascismo, y un fascismo específico para los países en desarrollo de escasa potencialidad económica,
que es un fascismo denominado fascismo dependiente y que tiene por característica privativa que lo
diferencia de los nacionalismos clásicos , el ser precisamente antinacional por naturaleza y estar fundado,
no en la desorbitada pretensión de hacer de la nación un todo como los fascismos europeos del período
entre guerras , sino justamente en lo contrario en querer convertir a la nación en nada. Que no otra cosa
significa el modelo social del fascismo chileno, que se propone rehacer al país histórico, sobre la base de
la acentuación de la dependencia, de una inserción colonial en el sistema económico mundial, de la
superexplotación del trabajo, del silencio del pueblo y de la expropiación a la nación de su derecho
soberano a autogobernarse1. Los extremos se tocan. Y aunque en la Alemania de Hitler y en la Italia de
Mussolini la exacerbación hasta lo absurdo de lo nacional, en el crudo dominio de los hechos, constituía la
forma mediante la cual podía hacerse viable el contenido contrarrevolucionario de su política, y en el caso
de Pinochet, ese mismo contenido contrarrevolucionario se logra mediante el proyecto de deshacer a Chile
como entidad nacional, los dos tipos de formulaciones contrarrevolucionarias tienen en el fondo de los
fondos mucho en común: son ambos fascismos. Fascismo metropolitano e hipernacionalista y agresivo en
un caso; fascismo dependiente, cosmopolita y transnacionalizado en el otro, pero en todo caso fascismos
los dos.
Todo fascismo, metropolitano o dependiente, nacionalista o transnacional, es siempre una respuesta
contrarrevolucionaria a la amenaza de la Revolución. Una respuesta que se caracteriza porque destruye
por la violencia y el terror a las instituciones democrático‐liberales y al movimiento popular organizado,
bajo el impulso y en provecho de los intereses del gran capital monopolista. Y una respuesta también que
busca legitimarse en la afirmación y en la manipulación de ciertos valores, que, siendo compartidos por
vastos sectores sociales, son a la vez susceptibles de ser utilizados en contra del movimiento popular
organizado, justificándose así su destrucción.
Definido así el fascismo como creemos que debe serlo, la experiencia militar chilena es a todas luces
fascista.
Es una respuesta contrarrevolucionaria a la amenaza de la Revolución, que el gran capital monopolista
doméstico e imperialista, advertía tras el proyecto político de la Unidad Popular. Para enfrentar ese
peligro, esos intereses amenazados se articularon en una empresa subversiva con las fuerzas armadas,
que por razones que no es del caso profundizar aquí, eran susceptibles en esa coyuntura para servir de
1 Precisamos que el carácter por definición de antinacional del fascismo chileno, va ligado a la escasa potencialidad económica del país, porque en naciones como Brasil, de mucho mayores recursos naturales y demográficos, el proyecto transnacional de los monopolios le asigna a ellos el papel de "sub‐imperialismos", ya que existen allí condiciones para un relativo desarrollo autónomo nacional, que es requisito para que puedan cumplir su rol de intermediarios y de cabezas de puente de las metrópolis en el llamado Tercer Mundo.
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instrumento material de la insurrección. Para cumplir su objetivo de conjurar el peligro que enfrentaba el
orden social, una vez triunfante el golpe militar, se destruyó a la institucionalidad democrática chilena y al
movimiento popular organizado, por medio de la violencia y del terror, haciéndose trizas a la Constitución
y a la legalidad imperantes.
Para legitimarse, el nuevo régimen de facto abandonó el ideario democrático liberal al que hizo
responsable de la emergencia del peligro revolucionario, y recurrió en su reemplazo a los valores del orden
y de la “patria”, valores de amplia vigencia en la población sobre todo en sus capas medias, y a los que se
presentó como amenazados por el comunismo internacional y por el marxismo‐leninismo, definidos así
ambos como los principales y mayores enemigos del orden y de la patria.
Esa es la esencia de lo ocurrido en Chile. Lo demás es secundario, lo que no quiere decir que no sea
importante, y que pueda impunemente olvidarse o dejarse de lado. Por ejemplo, la identificación de las
debilidades y errores cometidos en la implementación del proyecto político de la Unidad Popular, y las
carencias e insuficiencias del proyecto mismo, no fueron ajenos al triunfo del fascismo y a la forma como
triunfó. Por el contrario, si bien era previsible y hasta seguro, que en las condiciones chilenas de entonces
emergiera el fascismo, no era necesario que venciera, y que venciera de la manera como lo logró. Esto
último corre por cuenta de la forma como se concibió e implementó el programa político de la Unidad
Popular, incluyendo sus vacíos, debilidades y errores. Pero este no es ahora nuestro tema y debemos
dejarlo de lado.
En todos los fascismos, cual más cual menos, siempre se trata de presentar la realidad prevaleciente en el
momento de la pugna entre el movimiento popular y las fuerzas conservadoras, como desorden. Se quiere
ganar con ello a las capas medias, siempre preocupadas de su seguridad futura y temerosas del vacío, de
la violencia y de la anarquía. Y luego se liga la supuesta necesidad de combatir al desorden con la defensa
de la Patria, a la que se tiende a identificar con el orden social existente. De allí por qué siempre es la
defensa de la Patria, y de lo nacional, amenazados por el comunismo antinacional por naturaleza, el eje
de la concepción ideológica del fascismo. A ello se añade la desvaloración de la democracia y de la libertad,
a las que se acusa como responsables del desorden y en consecuencia como medios para que el
"comunismo y la antipatria" puedan penetrar y debilitar al organismo social.
En el caso chileno creemos haberlo mostrado, el nacionalismo con que pretende legitimarse el régimen
militar, es pura apariencia. El contenido de su obra y de su acción es eminentemente antinacional,
antipatriota y antichileno. Porque lo que ha intentado destruir el régimen pinochetista, la democracia
chilena, el Estado chileno, la integración de los chilenos, el bienestar de los chilenos, su esfuerzo por
independizarse económicamente, sus derechos y libertades, su potencialidad creadora en la democracia,
su estilo de vida y de convivencia social, eso es precisamente Chile. Eso es la sustancia del Chile real, del
Chile histórico. Y a eso se ha querido demolerlo sistemáticamente, en un proyecto anti‐histórico que ha
pretendido volver atrás el tiempo, negando y desconociendo la obra y la creación de más de ciento
cincuenta años de existencia nacional, que siempre estuvieron signados por el permanente y continuo
ascenso del pueblo, por la ampliación y profundización de la democracia y por el creciente desarrollo de
la conciencia política del país.
En el caso chileno, pues, el nacionalismo con que se autodefine el régimen fascista, no guarda relación
alguna con su conducta y con sus resultados. En este caso, la apariencia no refleja la esencia, sino
precisamente la niega. A la apariencia nacional del régimen, se corresponde su sustancia antinacional.
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Así lo ha ido comprendiendo el pueblo de Chile y la comunidad internacional. De nacionalismo solo tiene
el régimen fascista chileno, la verborrea patriotera intrascendente de los discursos, el chauvinismo
provocativo de los militares, y el abuso sacrílego que éstos han hecho de nuestra bandera y de nuestros
símbolos patrios, para ocultar la traicionera puñalada con que han pretendido desconocer, desintegrar y
destruir a nuestro auténtico e histórico ser nacional, que no es otra cosa que el Chile democrático,
progresista y abierto al porvenir que supo construir nuestro pueblo, el Chile en el que nacimos y al que
volveremos.
LA DEMOCRACIA EN EL PERIODO DE LA TRANSICIÓN DEL CAPITALISMO AL
SOCIALISMO
Intervención en la Mesa Redonda 76 el Socialismo en el mundo contemporáneo, realizada en Cavtat,
República Socialista Federativa de Yugoslavia. 27‐IX al 2‐X‐76.
1. Quiero dar mi opinión sobre el conjunto de los debates producidos en esta Mesa Redonda a la luz de la
problemática que se desprende de la rica experiencia que ofrece la trágica interrupción del proceso
revolucionario de mi país, de Chile.
2. Desde luego me parece haber notado en estas discusiones una notable y positiva preocupación por la
necesidad de cautelar y desarrollar la democracia en el transcurso de los procesos revolucionarios de
transformación del capitalismo al socialismo. Esta preocupación ha sido enfatizada principalmente por
nuestros amigos de los países europeos occidentales, y yo no creo que deba sino felicitarme por tal
inquietud, que tiende a evitar perjudiciales deformaciones autoritarias y burocráticas durante el tránsito
hacia el socialismo y durante el periodo de su construcción.
Prácticamente, y a este respecto, creo que los comunistas italianos han sacado también lecciones
positivas, por cuanto han tomado debida nota de la importante debilidad de que adoleció nuestro ensayo
revolucionario, por el hecho de haberse iniciado con un triunfo electoral en que solo poco más de un tercio
del electorado votó por el candidato de la Unidad Popular. La necesidad de evitar esta debilidad, en el
apoyo popular ‐entre otras razones‐, los ha llevado a esforzarse por querer lograr un amplio consenso
mayoritario en favor de los cambios revolucionarios en su país, como condición para proseguir sin mayores
sobresaltos la materialización del proyecto revolucionario.
3. Pero si bien son acertadas las conclusiones que en esta materia se infieren de lo ocurrido en Chile, en
orden a buscar el mayor apoyo democrático para respaldar una Revolución, no es menos cierto que
también nuestra dramática experiencia arrojó decisivas lecciones en el sentido de que la democracia
burguesa que heredamos, debe ser sustancialmente transformada y superada durante el proceso
revolucionario, si no queremos que se repitan en otros escenarios históricos, los trágicos acontecimientos
de Chile, que todos ustedes tienen en la mente.
4. Estas transformaciones de la democracia están determinadas por el desarrollo objetivo del proceso
revolucionario. Son exigencias ya previstas por la teoría revolucionaria, pero que la práctica ha confirmado,
y si no son satisfechas, comprometen todo el curso del proceso, y conducen necesariamente hacia el
fascismo, como ha ocurrido en Chile.
Me voy a referir solo a algunas de esas transformaciones en la democracia burguesa, que son exigidas por
la práctica revolucionaria.
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a) La primera transformación de la democracia que se requiere en el periodo de transición, obedece a la
necesidad de habilitar a la Revolución para defenderse de las tendencias contrarrevolucionarias
antidemocráticas, que necesariamente genera. En efecto, las clases sociales directamente afectadas por
las transformaciones sociales tienden necesariamente a abandonar los métodos democráticos para
recuperar el poder y a colocarse en un plano subversivo. Y esto es necesariamente así, porque la revolución
amenaza a los valores fundamentales que orientan su visión del mundo y su conducta. La
contrarrevolución es para ellos un imperativo político y una exigencia de su ética, a la que no pueden sustraerse. No es una casualidad que el clero reaccionario español haya bendecido las armas asesinas de
Franco. Se sigue de esto que la violencia contrarrevolucionaria, que caracteriza al fascismo,
necesariamente tenderá a manifestarse, y es por tanto una exigencia necesaria para la Revolución, el tener
que disponerse para enfrentar exitosamente a la contrarrevolución. Y para ello no bastan los mecanismos
defensivos del orden social burgués consolidado, que existen en las democracias occidentales y que
heredarán los regímenes revolucionarios. Ello por la siguiente razón: es una ley sociológica que la
superestructura ideológica más influyente en una sociedad es la que racionaliza los intereses de las clases
dominantes. Por tanto, por muy deteriorada que se encuentre la ideología de las clases conservadoras en
una situación revolucionaria, esta ideología tiende a ser determinante en la conducta del conjunto de la
población, y de las instituciones heredadas y es por tanto una natural e inagotable fuente de actitudes
contrarrevolucionarias.
Si se piensa que normalmente en las condiciones que estamos suponiendo, prevalecientes en las
democracias burguesas occidentales, las Fuerzas Armadas, el Poder judicial y otras instancias decisivas de
poder, encarnan los valores de las clases dominantes, aparece como una exigencia para la Revolución el
transformar radicalmente esas instituciones, debiendo para ello la democracia tradicional transformarse
a su vez para permitir dichos cambios. Sin arrebatar a las clases conservadoras el control, especialmente
de la violencia ‐legítima‐ monopolizada por las FF.AA., es imposible sortear con éxito los momentos críticos
que vive todo proceso revolucionario.
Otro tanto puede decirse de la situación determinada por la decisiva influencia que en la propiedad y
orientación de los medios de comunicación de masas tienen las clases conservadoras, situación que si no
se altera radicalmente, regulando el ejercicio de la libertad de información, conduce necesariamente al
manipuleo de la información por las clases reaccionarias con el fin de deformar y engañar la conciencia de
las masas, haciendo prácticamente imposible que éstas actúen sobre la base del conocimiento de la
verdad.
b) En segundo lugar, creo que también la democracia representativa tradicional, que solo permite la
participación por la vía del sufragio periódico con fines electorales, debe modificarse durante el proceso
revolucionario, creando muchas y nuevas formas de comunicación y de influencia del pueblo en el poder,
a fin de ir estableciendo una relación que, directamente y a través del sistema de partidos, permita al
Estado recoger la opinión y las iniciativas de las masas, y luego, una vez procesadas y convertidas éstas en
línea política, le permita orientarlas y dirigirlas.
c) En tercer lugar, creo que incluso el multipartidismo tradicional tampoco es funcional para el desarrollo
revolucionario. En el campo de las fuerzas revolucionarias, no es posible, si no se quiere paralizar el
proceso, que partidos diferentes con posiciones divergentes en muchos aspectos, puedan pretender dirigir
una Revolución. Debe al menos establecerse una articulación entre ellos que favorezcan la emergencia y
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desarrollo de una sola gran fuerza dirigente de la Revolución, que al decir de Lenin, es condición necesaria
para su éxito.
d) En general la supervivencia de la superestructura burguesa durante el período de tránsito, determina
una serie de obstáculos al proceso revolucionario, que, si no son superados, les permiten a las clases
conservadoras frustrar los intentos de cambio a través del comportamiento de los sectores sociales sobre
los cuales mantienen su control ideológico.
En efecto, hay necesariamente momentos en el decurso de las transformaciones sociales y económicas,
en que éstas requieren un cambio en la conducta de los individuos, antes de que se haya consolidado la
legitimidad y la escala de valores revolucionarios. Y ese cambio en la conducta del cuerpo social es
condición para el avance de la Revolución.
Se hace necesario pues, redefinir las libertades burguesas en función de las nuevas condiciones y objetivos
revolucionarios, reglamentándolas; lo que implica una limitación en su ejercicio en cuanto se inspiran en
valores de clase, y pueden ser fuente de abusos y de comportamientos lesivos al avance de la Revolución.
Estas limitaciones de las libertades burguesas solo les quitan su carácter de clase, y no deben afectar a su
contenido protector de la condición humana, que precisamente el Socialismo quiere ampliar y profundizar.
Se trata solo de evitar el ejercicio abusivo de un derecho o de una libertad que estando destinada a
expresar una legitima potencialidad humana pueda ser manipulada por los contrarrevolucionarios con el
fin de obstruir y destruir el proceso de progresiva liberación humana, que es el contenido esencial de la
Revolución. A este objetivo debe proveer la legalidad socialista que regule el orden y la seguridad pública
en el período de transición.
Este proceso, por lo demás, ya se ha iniciado, en relación al derecho de propiedad en todas aquellas
sociedades que, acercándose al socialismo, han ya reglamentado dicho derecho, negándole su carácter
absoluto y subordinando sus modalidades y su ejercicio a las necesidades sociales.
Esto significa, en síntesis, que en la práctica, si no se quiere que ocurra lo de Indonesia, lo de Chile, lo de
Bolivia, lo de Uruguay, lo de Brasil, es necesario que la democracia representativa, aparentemente neutra,
que se hereda del régimen burgués, se convierta durante el periodo de transición en una democracia
revolucionaria y antifascista, capaz de combatir abierta y legítimamente a la contrarrevolución, capaz de
evitar la deformación de la opinión pública por el enemigo, capaz de hacer participar multifacéticamente
al pueblo en las instancias de poder, y capaz también, de promover el desarrollo de una fuerza dirigente
de la Revolución, sin la cual ésta es imposible.
Yo comprendo que el aspecto democrático del Estado sea en las condiciones europeo‐occidentales la faz visible del Estado, porque ahora allí no está realmente en peligro el orden establecido. Pero yo estoy
seguro que en el momento en que en Francia o en Italia, el problema del poder esté realmente en juego,
va a ser el aspecto coercitivo del Estado, el que va a ser su aspecto visible, ya sea porque el fascismo
pretenderá impedirles a las fuerzas revolucionarias el acceso al gobierno en esos países, ya sea porque si
éstas llegan a acceder a él, deberán necesariamente enfrentar coercitivamente a la contrarrevolución2.
2 Conforme al pensamiento marxista, el Estado, en cuanto poder político, tiene siempre dos aspectos uno democrático, como expresión de consenso social, y otro dictatorial, como expresión del interés de la clase dominante en la sociedad, encarnado coercitivamente en un derecho. Ahora bien, es este aspecto coercitivo clasista del Estado, el aspecto fundamental, por cuanto en toda sociedad de clases los intereses del conjunto de la sociedad son
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Nosotros en Chile, también nos preocuparnos mucho de preservar las libertades y poco de organizarnos
para enfrentar la violencia contrarrevolucionaria. Y precisamente por ello, nuestro pueblo ahora carece
de todas las libertades, y está sufriendo la más cruel y despiadada de las violencias.
En el periodo de tránsito entre el capitalismo y el socialismo el sistema político también contiene estos
dos aspectos. Es democrático para los trabajadores, vale decir para el conjunto de la sociedad, y dictatorial
para con los intereses de las clases hasta entonces dominantes, a quienes se reprime institucionalmente
para impedir la contrarrevolución y obligarlas a conducirse conforme al nuevo ordenamiento social que se
va construyendo. En este período, la satisfacción de las necesidades sociales se adecúa al carácter
democrático que en esta etapa va asumiendo el Estado, primando ahora el interés del conjunto de la
sociedad por sobre el de las minorías hasta entonces privilegiadas. Y se adecúa también la necesidad de la
sociedad de que haya un orden que la regule, al interés de clase del proletariado e impida la
contrarrevolución, mediante el control por el Estado, jurídicamente, vale decir, en forma coercitiva, de las
actividades que ponen en peligro el nuevo orden social en gestación.
De ahí que sea correcto el concepto y el término dictadura democrática y revolucionaría de los
trabajadores, para caracterizar científicamente esta forma política. No otra cosa tampoco quiere decir el
concepto científico de dictadura del proletariado. Esto sin perjuicio de que las asociaciones mentales que
conlleva ese término no el concepto, asociándolo a imágenes negativas y a prácticas políticas arbitrarias y
liberticidas, puedan hacer aconsejable en determinado lugar y circunstancias, su reemplazo táctico por
otro término que no evoque tales perjudiciales asociaciones.
En torno al nuevo Estado democrático en América Latina
Artículo publicado en la Revista Nueva Sociedad N° 46 enero‐febrero, 1980, Caracas, Venezuela.
En sus reflexiones acerca de la realidad latinoamericana, el político demócrata cristiano chileno Radomiro
Tomic, acostumbraba centrar su pensamiento en la siguiente sentencia: "O la democracia transforma al
capitalismo con los votos, o el capitalismo destruye a la democracia con las balas".
Creo que este profundo juicio político es un buen punto de partida para desarrollar algunas ideas sobre
las características que debe asumir el nuevo Estado en América Latina, al tenor de los procesos políticos
que se están produciendo actualmente en nuestro subcontinente.
EL CAPITALISMO ES INCOMPATIBLE CON LA DEMOCRACIA
Demás está decir que lo que ocurre en América Latina hoy en día está sobre determinado por la situación
mundial que le sirve de entorno y de la cual forma parte. Lo esencial en esta situación es la contienda
multifacética existente entre, por una parte, las fuerzas que cuestionan el orden social y económico
prevaleciente todavía, que tomó formas en el siglo pasado y ha derivado hoy en el llamado capitalismo
interpretados e instrumentados en función de las necesidades de reproducción del orden social imperante. Piénsese, por ejemplo, en lo que ocurre con la educación en la sociedad burguesa, donde la actividad del Estado para satisfacer las necesidades educacionales de la población, se realiza en interés y de acuerdo con las exigencias de la reproducción y desarrollo del sistema social. Repárese, sobre todo, en la misión de las Fuerzas Armadas, cuya existencia es legitimada en razones de seguridad nacional, la que es interpretada en las sociedades de clase, identificando a la seguridad nacional con los valores e instituciones en que descansa el orden social vigente.
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imperialista transnacional y que pugnan por transformarlo en el sentido del socialismo y, por la otra, las
fuerzas que sostienen y defienden agresivamente dicho orden social en todos los planos.
En América Latina esta contienda asume, conforme la sentencia con que encabezamos estas líneas, un
carácter especial. La democracia en nuestro continente solo puede subsistir, consolidarse y desarrollarse
en la medida que es capaz de subvertir al capitalismo deformado y dependiente que aquí domina y de
transformar la sociedad construyendo progresivamente un orden socialista.
Afirmamos que este es un carácter propio de la situación latinoamericana, o si se quiere de todo el mundo
en desarrollo, porque si bien es cierto que en un sentido abstracto y general la referida sentencia podría
aplicarse al mundo en su conjunto, no es menos cierto que en los países de avanzado capitalismo en
Occidente, la democracia tradicional y burguesa ha alcanzado una relativa estabilidad, y en una dimensión
democrática sus valores han sido internalizados profundamente en la conciencia colectiva, de manera que
democracia y capitalismo no son percibidos claramente como conceptos antitéticos que lo son en el fondo,
permaneciendo la contradicción entre ambos larvada, latente y sin manifestarse en forma aguda todavía.
En América Latina la situación es diferente. Aquí incluso donde la democracia parecía ser más fuerte y
robusta, como en Chile y en Uruguay, ésta demostró ser más vulnerable de lo que se creía y fue incapaz
de resistir a la contrarrevolución, cuando las Fuerzas Armadas, instrumentadas y solicitadas por el
capitalismo, cuando éste se sintió amenazado, irrumpieron con violencia en el escenario político y
destruyeron inmisericordemente las instituciones republicanas y democráticas. Es en este contexto donde
cobra especial validez la sentencia favorita de Tomic: la única manera de evitar que las armas al servicio
del capitalismo destruyan la democracia, es haciendo que ésta se desarrolle y profundice hasta tener que
transformar la estructura económico‐social para reconstruirla enrumbada en la dirección del socialismo.
En nuestra América, pues ‐a diferencia de lo que ocurre en el Occidente desarrollado‐, la contradicción entre democracia y capitalismo se ha tornado actual, aguda y manifiesta.
En efecto, el capitalismo para poder subsistir, desarrollarse y reproducirse en nuestro subcontinente
necesita mantener una tasa de explotación de los trabajadores, un nivel de desempleo y de
marginalización de vastas capas populares, un grado de endeudamiento externo y una profundidad en la
inserción de nuestras economías en el dispositivo capitalista transnacional que lo hacen incompatible con
la vigencia de una auténtica y efectiva democracia. Ello porque en el seno de una democracia viva, surgen
y se desarrollan de manera necesaria, maduran y se robustecen, irresistibles tendencias hacia la
incorporación de las masas postergadas y marginales a una más integrada comunidad nacional en la que
todos participan del disfrute de los beneficios del progreso, tendencias hacia la obtención del pleno
empleo, hacia el mejoramiento de las condiciones de vida populares, hacia el desarrollo del mercado
interno y hacia la participación del pueblo en las distintas instancias de poder. Todo lo cual es
contradictorio con los supuestos en que descansa la viabilidad del capitalismo en la región ‐según lo afirman sus propios personeros‐.
Y aún más, en América Latina no solo se va poniendo de manifiesto esta incompatibilidad del capitalismo
con la democracia, sino también con el nacionalismo progresista, que apunta a la creciente integración de
las clases populares al cuerpo vivo de la nación, al desarrollo hacia adentro de nuestras economías, al
robustecimiento de la soberanía e independencia nacionales y a la reivindicación de las riquezas naturales
básicas de nuestros países, todas estas aspiraciones son contradictorias con la acentuación y
profundización de la dependencia de nuestros países de la economía transnacional, que es otro de los
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supuestos del nuevo orden económico capitalista que tratan de imponer en su beneficio los monopolios y
el imperialismo en América Latina.
Ahora bien, es evidente que un modelo económico‐social con las características anotadas ‐y que es la única forma viable del capitalismo en América Latina‐, es evidente, repetimos, que ese modelo solo puede
implantarse y mantenerse recurriendo a la violencia y a la fuerza, único medio de impedir que se
manifieste y exprese la actividad de las masas populares en pro de sus intereses, en todo disfuncionales
radicalmente con las de aquel modelo.
Para lograr este propósito de marginar al pueblo de la cosa pública, es menester primero, destruir las
instituciones democráticas, o lo que haya de democrático en nuestras sociedades, estableciendo en su
reemplazo un rígido marco fascista al proceso político, dentro del cual pueda funcionar sin interferencias
incómodas la llamadaeconomía social de mercado, término con el que se disfraza la insólita pretensión
de hacer revivir artificialmente en estas tierras de América, al más ortodoxo liberalismo manchesteriano.
Ello con olvido de que el mundo de hoy no es el de la primera mitad del siglo XIX y que constituye un
despropósito anti‐histórico el querer resucitar un pasado, contrariando el sentido mismo del acontecer
humano.
Las clases dominantes, conservadoras y propietarias, han adquirido en los últimos veinte años de América
Latina, plena conciencia de la incompatibilidad entre la democracia y su proyecto económico neoliberal.
De ahí que hayan abandonado explícitamente la ideología democrática con la que un día comulgaron
superficialmente, y de la que abjuraron en el momento mismo en que la libertad y la democracia se
tornaron peligrosas para la subsistencia del orden social del cual son usufructuarias, y devinieron en
obstáculos insalvables para la implementación del único modelo viable de sociedad en que podían inscribir
su empeño por hacer subsistir y funcionar una economía capitalista.
Para fundamentar este abandono vergonzante en los hechos de la democracia y pretender justificar su
actual postura fascistizante, las clases dominantes, por boca de sus ideólogos, sostienen ahora que solo
puede existir y florecer una verdadera democracia, inmersa en el capitalismo liberal, y bajo el imperio de
la economía de la libre empresa. Las libertades civiles, ideológicas y políticas solo pueden mantenerse a
condición de que haya libertad económica. Si esta libertad primigenia y fundamental desaparece,
desaparecen por añadidura todas las demás.
No se necesita ser muy perspicaz para advertir que, de acuerdo con este discurso, la libertad viene a ser
un tributo de la propiedad, y a su vez la propiedad, el fundamento de la libertad. Como en los hechos la
plena libertad económica conduce a la concentración de la riqueza en minorías privilegiadas (la presente
realidad en Argentina, Brasil y Chile lo demuestra hasta la saciedad) resulta que es a estas minorías
‐propietarias, libres e ilustradas‐, a quienes corresponde la misión de gobernar y regir los destinos de
nuestros pueblos. Las mayorías, que, por ser necesariamente pobres, son a la vez incultas e incapaces,
deben quedar excluidas del poder.
Estos pensamientos, que no son nuevos, sino, que corresponden al elenco de ideas de los teóricos del
liberalismo aristocratizante de fines del siglo XVIII y de principios del XIX ‐recuérdese el discurso político de Kant, el sufragio censitario y la identificación entre la ciudadanía, la racionalidad y la propiedad‐, son ahora redescubiertos como novedades y expuestos desembozadamente por los ideólogos del fascismo
latinoamericano.
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Las llamadas democracias protegidas, autoritarias o tecnificadas, no son democracia, sino formas
hipócritas y mendaces para designar al gobierno de las ‐élites‐ que añoran nuestras clases dominantes, y
que no es sino el gobierno simple y llanamente de los ricos, ya que solo la riqueza garantiza, en su
entender, ilustración, racionalidad, experiencia y espíritu público. Los pobres, que por serlo son
predominantemente ignorados, no tienen capacidad para remontarse por sobre su interés personal,
material e inmediato, siendo por tanto ineptos ‐per se‐ para gobernar la sociedad. Y como está en las
reglas del juego del capitalismo que los pobres sean la mayoría, el régimen político debe
institucionalmente impedir que esas mayorías y su voluntad puedan prevalecer. E impedir también que
esas mayorías incultas puedan ser manipuladas por los grupos‐extremistas‐ que se aprovechan de ellos para beneficio personal, o en interés de potencias o de ideologías antinacionales, disolventes y delictuales.
Tal es en su esencia el alegato de nuestros fascistas neoliberales, que les ha servido primero, para intentar
legitimar la rebelión armada contra los gobiernos democráticos, y después, para tratar de fundamentar la
institucionalización constitucional de los regímenes represivos, elitarios y excluyentes.
HACIA UNA DEMOCRACIA SOCIAL Y REVOLUCIONARIA
De lo expuesto se infiere que, en la actual situación latinoamericana, la primera reivindicación política del
pueblo es la reimplantación de la democracia como característica fundamental del Estado. Ahora aparece
la democracia explícitamente cuestionada por las clases conservadoras. Es necesario, pues, levantarla
como supuesto necesario para la construcción de un sistema político acorde con el interés del pueblo y de
la nación.
Estamos ante una situación nueva en la materia en América Latina. Es nueva, porque nuevo es este
desenmascaramiento de la real disposición y conducta política de las clases dominantes. Este proceso
comenzó ya como respuesta al impacto producido por la Revolución Cubana en el continente y se reafirmó
luego del fracaso de las experiencias reformistas con que se pretendió enfrentarla. Entonces, ya se hizo
claro a los ojos de las clases dominantes, el que ellas solo podían mantener el orden social existente, y
hacer funcionar al capitalismo, si negaban todo el esfuerzo popular y nacional que, sobre todo desde la
crisis del año 30, se había desarrollado para conquistar la independencia económica, elevar el nivel de vida
popular y asignar al Estado el rol de promotor del desenvolvimiento económico, para retornar al imperio
del liberalismo económico absoluto, tal como lo recomienda la Escuela económica de Chicago. Y se hizo
claro también a sus ojos que tal empresa no se podía emprender sin liquidar la democracia e instaurar una
dictadura fascistizante, utilizando como instrumento contrarrevolucionario a las Fuerzas Armadas.
Al retorno de la derecha a su preferencia por los regímenes represivos antidemocráticos y elitarios, debe
corresponder la reafirmación por la izquierda latinoamericana del valor de la democracia como supuesto
y condición insoslayable del proceso social, cuya garantización constitucional en la estructura del Estado
debe constituir la base y el sustento de una nueva institucionalidad.
El primer paso, condición necesaria, pero no suficiente para la emancipación de nuestros pueblos, es pues
el establecimiento de una normatividad democrática que entregue o devuelva al pueblo sin limitaciones
su derecho a autogobernarse y que garantice el respeto a los Derechos Humanos. La generación por el
pueblo de los poderes del Estado y el reconocimiento de las libertades públicas, traducen en el plano de
la organización formal del Estado lo esencial de su dimensión democrática y es paso previo y supuesto
para llenar con un nuevo contenido el quehacer sustantivo de la sociedad.
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El reconocimiento de la soberanía popular y el respeto a los derechos humanos suponen desde luego la
derrota política integral y radical del fascismo e importan la apertura de un espacio social para profundizar
la democracia formal mediante la lucha por convertirla en una democracia sustantiva y con contenido, lo
que se va realizando cada vez más en la medida que se va transformando la sociedad actual en la dirección
del socialismo. La nueva democracia adquiere así desde el comienzo un contenido renovado, es una
democracia antifascista y una democracia social ‐o si se quiere revolucionaria, en la medida que mediante
y a través suyo se va subvirtiendo la estructura socio‐económica capitalista deformada y dependiente de
la sociedad, para dar lugar en su reemplazo a otra organización social que permita y condicione el pleno
despliegue de las potencialidades humanas.
Democracia antifascista quiere decir que su implantación va ligada a la extirpación de las raíces
económicas, sociales, políticas e ideológicas del fascismo.
Democracia social o revolucionaria quiere decir que su subsistencia y desarrollo van ligados a su capacidad
para servir de instrumento y canal para crear un orden social que pueda hacer efectivos, reales y operantes
los derechos y libertades que se reconocen formalmente.
El carácter antifascista de la democracia se complementa con su carácter social y revolucionario, por
cuanto la erradicación del fascismo de la sociedad supone destruir a los soportes económicos, sociales,
políticos e ideológicos que apuntalan al orden social actual y por cuanto, recíprocamente, el cambio de
dicho orden social por otro orientado hacia el socialismo, suprime, necesariamente a esos soportes y
fuerzas sociales en que se sustenta, se apoya y en los que se nutre el fascismo.
En otras palabras, en las condiciones latinoamericanas contemporáneas, la reivindicación de la democracia
y la libertad como objetivo principal va necesariamente ligada, a la vez, a la destrucción del fascismo y de
sus raíces y al desarrollo de un proceso de transformación social que favorezca al pueblo y que cree las
condiciones para que la democracia formal se convierta en una democracia con contenido.
DESARROLLAR LA CONCIENCIA Y ORGANIZACION POLITICAS DEL PUEBLO
La segunda exigencia del avance social y político latinoamericano hoy en día va aparejada al proceso de
reimplantación institucional de la democracia y consiste en el paralelo desarrollo de la conciencia y
organización políticas de las masas populares.
El Estado no puede devenir en agente del interés popular y nacional, por mucho que se lo consagre
institucionalmente, si el pueblo, que lo sustenta y apoya, no es plenamente consciente de sus intereses y
no está organizado para promoverlos.
Esta es a su vez otra característica diferencia entre la democracia liberal y burguesa y la democracia social
y revolucionaria que pugna por nacer en América Latina.
Para la democracia liberal, aún en su versión más avanzada, la participación del pueblo en el poder se
realiza y consuma con su intervención en la generación y renovación periódica de las autoridades mediante
el sufragio universal y secreto.
Pero eso no basta para hacer de la democracia un efectivo gobierno del pueblo que permite la satisfacción
de sus intereses. El pueblo, así no más, es un concepto metafísico y no corresponde en sustancia a ninguna
realidad políticamente operante. La voluntad del pueblo, como simple expresión del resultado de una
elección, a donde cada quien concurre independiente y separadamente, no traduce la voluntad de sujeto
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alguno, y solo por un proceso artificial de imputación de actuaciones individuales se puede sostener que
la dicha elección constituye la manifestación del querer "del pueblo".
Para que una elección sea más que la constatación estadística de la forma e intensidad con que los distintos
grupos de presión, prejuicios ancestrales, intereses inmediatos y sobre todo los medios de comunicación
de masas, influyen en el comportamiento de los electores, se requiere que a las urnas no lleguen los
individuos como un simple agregado pasivo, como simples objetos, sino como un conjunto orgánico de
sujetos conscientes y articulados entre sí. Que no sean pues solo un mero reflejo pasivo del medio social
en que viven y que tienden a reproducir, sino que sean expresión de una fuerza lúcida y orgánica, capaz
de utilizar el evento electoral para implementar un proyecto de transformación social.
La toma de conciencia por el pueblo de sus intereses generales y mediatos y la organización de partidos
para luchar por esos intereses supone libertad política. En condiciones de libertad política es la propia
lucha social en pro de sus reivindicaciones y por los ideales en que éstas se reflejan y cristalizan, la que va
haciendo cada vez más consciente al pueblo de sí mismo y de lo que quiere y necesita, la que lo va
organizando y uniendo. En otras palabras, son la experiencia y las lecciones de la lucha de clases las que
van haciendo posible la creciente ideologización, politización, organización y unificación de las masas
populares. Se va conformando así en la lucha, la fuerza dirigente del proceso de transformación social, sin
cuya presencia y rol conductor es imposible subvertir el viejo orden social y llevar a feliz término la
empresa revolucionaria.
Miradas, así las cosas, los comicios electorales son solo oportunidades en que se manifiesta la debilidad o
el poderío de las fuerzas de transformación social. Son indicadores de la correlación de fuerzas existentes
en la sociedad. Ello sin perjuicio de que la propia campaña electoral puede y debe ser factor de
concientización, organización y unidad.
La determinación de quien logra una correlación de fuerzas favorables, quien alcanza la hegemonía en la
sociedad, es algo que solo lo resuelve la práctica de la lucha social. No se gana la hegemonía con una
afirmación voluntarista del derecho histórico a tenerla, ni por el hecho de consagrar en una Constitución
la primacía de tal o cual interés o valor.
La organización del Estado, debe pues proporcionar, a través de su normatividad democrática, las reglas
del juego y el espacio social para que la práctica de la lucha política vaya definiendo y demostrando cuál
es la fuerza social más potente y capaz de imponer su hegemonía al conjunto de la sociedad.
En este concurso democrático solo podrán resultar vencedoras las fuerzas promotoras de la
transformación social, si estas han logrado explicitar un proyecto histórico en que cristalice la conciencia
política alcanzada por las masas, si se han organizado eficazmente para sacarlo adelante y hacerlo triunfar
y si han logrado concitar así el apoyo mayoritario del pueblo en su favor. En otros términos, en este
concurso democrático, las fuerzas de transformación, de la revolución y del progreso lograrán vencer, si
es que han podido convertirse en el transcurso de la lucha social y en la pugna política, en la fuerza
hegemónica capaz de dirigir la sociedad.
Factor decisivo y determinante del logro de una correlación de fuerzas favorable a la transformación social,
es la consecución de la unidad de todos aquellos que trabajan en su favor, alrededor del proyecto político
que han levantado. Si no hay unidad y prima la división y el antagonismo entre las fuerzas sociales y
políticas que están por el cambio, obviamente no conseguirán convertirse en fuerza hegemónica en la
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sociedad, y de ello darán testimonio los resultados concretos de la lucha social, e incluso los propios
eventos electorales.
De lo dicho resulta que el destino ulterior de un Estado democrático y su capacidad de convertirse en
herramienta de transformación social, depende no solo de la organización formal del Estado, sino
fundamentalmente de la existencia o no en la sociedad de una fuerza antagonista del orden social
imperante, consciente y organizada, que liderice a las mayorías nacionales y las reúna alrededor de un
proyecto histórico revolucionario. Si el nivel de desarrollo de la conciencia política no alcanza a permitir la
forja de ese proyecto o si no se logra unir y organizar al pueblo en su apoyo, el propósito revolucionario
fracasará y el viejo orden prevalecerá, en definitiva, aunque pueda ser coyunturalmente derrotado en
algún evento electoral o, aunque las fuerzas a favor del cambio hayan podido capturar por esa vía el poder
formal del Estado. Esto último es lo que a nuestro juicio ocurrió en Chile con la experiencia del Gobierno
de la Unidad Popular. Allí el pueblo, como agregado de partidos y fuerzas sociales, no alcanzó el suficiente
nivel de conciencia, organización y unidad, como para forjar una fuerza dirigente hegemónica y lúcida
capaz de disputar con éxito la hegemonía social a las fuerzas de conservación social.
En cuanto al espectro de clases sociales y fracciones de clase que potencialmente puedan estar disponibles
para conformar el sustento de esta fuerza política dirigente y hegemónica en la sociedad, es evidente que
éste varía considerablemente de país a país dentro de América Latina y es imposible postular un patrón
único al respecto en el continente.
Como también es necesario decir que planteamientos tan generales y abstractos, como señalar que son la
clase obrera, la pequeña burguesía y el campesinado las clases destinadas a constituir la alianza política
impulsora de la Revolución en América Latina, sirven de muy poco, y más dificultan que ayudan al
esclarecimiento del problema planteado.
Creemos, sin embargo, que, pese a la dificultad para generalizar en esta materia, algunas precisiones se
pueden hacer desde luego.
En primer lugar, hay que señalar que la sola y objetiva disposición de las clases sociales, resultante de su
relación con la propiedad en la estructura productiva, proporciona solo un elemento para elucidar la
cuestión propuesta. Siempre, en todo lugar, y particularmente en América Latina, factores
superestructurales de origen histórico, ideológico o simplemente políticos, refractan y desvían los
comportamientos previsibles de las clases y fracciones de clase que pudieran derivarse de su posición
social objetiva en la estructura social.
La subsistencia en el panorama latinoamericano de culturas y subculturas políticas cristalizadas
ideológicamente, que reflejan distintas visiones de la sociedad ligadas a determinados momentos o etapas
claves en el desarrollo de la lucha de clases a escala mundial y nacional, interfieren y condicionan el
comportamiento de las clases y fracciones de clase. Es imprescindible pues, contar con este factor para
hacer un real diagnóstico de las potencialidades revolucionarias en el subcontinente. Las clases sociales,
como los hombres, no viven al día, su pasado, la tradición, la herencia cultural y política influyen en sus
conductas y actitudes actuales.
Desde luego la clase obrera se presenta como componente principal del potencial bloque social y político
revolucionario. Ello porque su posición objetiva en la sociedad la predispone a convertirse en el más
resuelto antagonista del orden establecido y en el más consecuente portador de los valores en que se ha
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de cimentar una sociedad socialista. Pero entiéndase bien, se trata de una disposición, de una virtualidad,
no de una realidad actual y existente.
Es tarea del partido o de los partidos revolucionarios el actualizar esas potencialidades de la clase obrera.
Desbrozándola en primer lugar de los prejuicios y valores propios de la sociedad tradicional, autoritaria y
paternalista, presentes en el proletariado por su reciente proveniencia campesina. Y combatiendo en
segundo lugar a la tendencia economicista e inmediatista, generada y estimulada por las prácticas
sindicales estrechas y cortoplacistas, proclives al clientelismo, al conformismo y a la conciliación.
Otro tanto ‐mutatis mutandi‐, podría decirse del campesinado. Hay allí quizás coyunturalmente más
potencialidades revolucionarias a nivel primario, que, dentro de los propios obreros, en algunos ámbitos
del agro latinoamericano. Pero es allí también necesario y difícil elevar rápidamente el nivel de la
conciencia, desde el espontaneísmo primitivo hasta la conciencia política de clase, complicándose el
proceso aún más, por la subsistencia, como se deja dicho, en la conciencia campesina, de valores
tradicionales que tienen una dimensión conservadora. El adversario de clase se esfuerza por supuesto por
desviar hacia expectativas propietarias y pequeño burguesas al movimiento campesino, intentando
incluso manipular las reformas agrarias para fortalecer una clase de pequeños productores rurales más o
menos conservadores.
En cuanto al ámbito social que ocupan las llamadas capas medias, ámbito multifacético y abigarrado, es
mucho lo que la reciente experiencia latinoamericana nos está enseñando. Basta decir, que no obstante
que la gran mayoría de estas capas medias se ven objetivamente perjudicadas por el carácter monopolista,
excluyente, anti‐estatista y aristocratizante de los modelos económicos que prohíja el imperialismo y las
oligarquías burguesas en América Latina, un conjunto de factores distorsionantes de su conducta política
les lleva a menudo en los momentos más álgidos y agudos de la lucha social, a tomar el bando de los
sostenedores del orden y hasta de la contrarrevolución. A ello contribuyen, entre otros factores, la
subordinación ideológica de estas capas a los valores del pensamiento y de la sociedad burguesa, su
inveterada tendencia arribista, su ansiosa búsqueda del ordeny seguridad, su desconfianza y temor frente
a las masas populares y su temor al vacío político y a lo que ellas perciben como incierto y desconocido.
Si señalarnos estos factores limitantes a la faena de reunir tras un proyecto de transformación social a la
aplastante mayoría de la población latinoamericana, que es perjudicada y explotada por el régimen social
imperante, es para relevar la importancia que tiene la instancia política ideológica en el proceso de
construcción de la fuerza social y política revolucionaria, ya que sin la acción persistente, lúcida y resuelta
de los partidos populares junto a las masas para educarlas ideológicamente y conducirlas en la lucha, es
imposible pretender alcanzar una correlación de fuerzas sociales y políticas favorables en los distintos
países del continente.
La gran tarea política de los demócratas revolucionarios latinoamericanos es, pues, el movilizar
activamente a las grandes mayorías nacionales objetivamente oprimidas y explotadas, esforzándose por
superar en el transcurso de la lucha social aquellos obstáculos que impiden que esas mayorías se expresen
políticamente en una dirección consistente con sus reales intereses de clase.
No obstante, las dificultades de esta magna empresa, mucho se ha avanzado al respecto. La maduración
de la conciencia política producida al calor de la lucha contra el fascismo y el imperialismo y el ejemplo
vivo y aleccionador de Nicaragua, como asimismo los avances del proceso de unidad de las fuerzas
populares en muchos países, constituyen promisorios signos de que se inicia una nueva etapa en la historia
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política latinoamericana. Lo ocurrido en Bolivia, Ecuador, República Dominicana, Panamá, incluso en el
propio Brasil, son indicadores del fenómeno que comentamos. Es importante revelar también el que, en
países como México, Venezuela y Perú, las fuerzas políticas democrático revolucionarias han superado, ya
su carácter marginal y se han creado así las condiciones para la emergencia de una alternativa antagónica
y de reemplazo frente a quienes sostienen el statu‐quo y el orden establecido. Por otra parte, también hay
que anotar al haber en el proceso político del continente la subsistencia` del Frente Amplio en Uruguay, la
consolidación y desarrollo de la Unidad Popular en Chile, como instancias políticas aglutinadoras de los
sectores más conscientes de la oposición democrática en contra de las dictaduras militar‐fascistas que subyugan a los pueblos en esos países.
LA ESTABILIDAD DEMOCRATICA SUPONE LA TRANSFORMACION DE LAS FUERZAS ARMADAS
Hemos sostenido en las consideraciones anteriores que la instauración de un auténtico Estado
democrático debe hacer posible que el desarrollo en su seno del proceso político haga madurar y
fortalecerse a las fuerzas sociales y políticas promotoras de la transformación social.
Pero ello supone solidez y estabilidad en el régimen político. Supone una democracia robusta e
invulnerable a los ataques de sus irreconciliables enemigos. Ello supone que la Democracia para subsistir
y desarrollarse debe saber y poder defenderse. Todo Estado, por lo demás por definición, debe poder
defenderse, vale decir, debe estar dotado de los medios para enfrentar la desobediencia y la subversión.
Pero si esto es cierto en general para todo Estado, es particularmente cierto para un Estado democrático
y revolucionario, que tiene que enfrentar a poderosos e irreconciliables enemigos para llevar a la práctica
la reorganización de la sociedad. En efecto, el nuevo Estado no puede cumplir sus propósitos sin contrariar
y herir los intereses de las clases dominantes, las que, en tanto tales, son dueñas de la mayor cuota de
poder, de riqueza y de prestigio en la sociedad, y cuya ideología y valores permean profundamente al
conjunto de la conciencia social.
De ahí que para todo Estado que se empeñe en reorganizar la sociedad enfrentando a tales adversarios y
obstáculos, la función de auto‐defenderse del contraataque de sus antagonistas adquiere una relevancia
principal.
Incluso esa misión de defenderse de la contrarrevolución es ya obligación primordial para el movimiento
popular aún antes de que acceda al poder, o cuando solo lo ha conquistado parcialmente, por cuanto ya
en esas circunstancias los intereses sociales amenazados pugnan por hacer abortar el proceso
revolucionario, intentando destruir el régimen democrático que está posibilitando el desarrollo del
movimiento popular y tornando viable y previsible su acceso al poder.
Es inevitable, pues, desde el momento en que la democracia es realmente vivida y las masas populares
van educándose y organizándose en la práctica democrática, constituyéndose en un peligro real para el
orden establecido, el que las clases conservadoras dominantes se propongan destruir esa democracia, con
el pretexto de que ella conduce al caos social, a la desintegración nacional, al descalabro económico y en
último término a la instauración de un régimen comunista o algo parecido, que desconoce los valores
fundamentales en que reposa la civilización occidental y cristiana.
El precedente juicio ha sido indiscutidamente confirmado por la práctica en América Latina durante los
últimos años.
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El instrumento de que se valen las clases dominantes domésticas, articuladas estrechamente con los
intereses del capitalismo transnacional, lo es principalmente la Fuerza Armada, que monopoliza
legalmente el uso de la violencia en los Estados modernos democrático‐liberales. Y no es difícil tener éxito
en la empresa de hacer intervenir a la Fuerza Armada para que destruya la democracia e instaure una
dictadura fascista o fascistizante. En efecto, la ideología conservadora está internalizada profundamente
en los medios castrenses, de resultas de la valoración del orden, como supuesto necesario de la
subsistencia y desarrollo de las sociedades, concepto que está en la esencia de su formación militar. Y este
orden se les presenta como amenazado por el movimiento popular en ascenso, que entra en contradicción
con las estructuras políticas y sociales imperantes. Si a esto se agrega que en América Latina la oficialidad
ha sido, además, educada en la ideología anticomunista y antirrevolucionaria por las escuelas
político‐militares que para influirla ideológicamente han creado el Pentágono en Panamá y en otros
lugares, se puede comprender cuán vulnerable es esta oficialidad a los llamados de las clases
conservadoras para que restauren "el orden" amenazado y demuelan por la violencia a su enemigo
fundamental: la democracia y el movimiento popular que se ha desarrollado en su seno.
La democracia, reza la sentencia que nos ha servido de punto de partida para estas reflexiones, ha de
transformar al capitalismo con los votos, si no quiere ser destruida por éste con las balas.
Pero ocurre que la transformación del capitalismo en una forma superior y más justa de convivencia social
por medio de los votos, vale decir con el apoyo mayoritario del pueblo, no es un proceso que pueda
consumarse de la noche a la mañana. Hay todo un período más o menos largo para poder producir ese
resultado, más largo aún si se quiere que los cambios sociales sean legitimados por un amplio consenso
social.
Y es durante ese necesario periodo de tránsito, de inestabilidad y de necesaria desorganización del orden
anterior ‐que corre paralelo a la configuración del nuevo orden social‐ cuando se crean las condiciones que hacen inevitable que el antiguo orden intente sobrevivir, se defina y recurra para ello a las Fuerzas
Armadas.
De ahí resulta que se presenta como necesario para viabilizar todo cambio en democracia, el que todo
Gobierno consecuentemente democrático proceda a transformar la institucionalidad vigente a fin de que
ella no se convierta en arma de la contrarrevolución, y fundamentalmente, proceda a transformar
radicalmente la estructura, formas de reclutamiento, ideologías y relación de las Fuerzas Armadas con la
sociedad, a fin de que estas no puedan servir de herramienta para cancelar por la fuerza el proyecto
revolucionario en marcha.
Esta transformación de las Fuerzas Armadas que debe equivaler a la substitución de los institutos
castrenses tradicionales y conservadores por unas nuevas Fuerzas Armadas consistentes y convergentes
con la naturaleza del Estado de transición ‐en cuanto a su estructura, legalidad, reclutamiento e ideología
‐, debe inscribirse en una política general de defensa del proceso revolucionario frente a la necesaria e inevitable emergencia de conductas contrarrevolucionarias de inspiración fascista. Pero es evidente que
la viga maestra de esa política de defensa del proceso revolucionario es la transformación de las Fuerzas
Armadas.
No es este tampoco el lugar para adentrarse en la consideración de tan complejo como importante tópico.
Baste señalar que esta política supone toda una concepción distinta de la articulación de las Fuerzas
Armadas con el resto de la sociedad, que se traduce en la supresión de la distinción básica entre la sociedad
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civil y la institución militar, concebida esta última como un compartimiento estanco dentro de la sociedad
y del Estado, y supone también una vinculación estrecha entre ellas y el quehacer nacional, con el pueblo
organizado y con las tareas revolucionarias que lleva a cabo el Poder Público con el apoyo popular.
La interesante experiencia que se está desarrollando en Nicaragua de construcción de un nuevo Ejército
Revolucionario en reemplazo de la Guardia Nacional sobre la base de las Fuerzas Armadas Sandinistas de
Liberación Nacional, arrojará muchas enseñanzas al respecto. Claro está que el problema es mucho más
complejo cuando el movimiento popular ha accedido al Gobierno por la vía electoral, como en el caso de
Chile. Mas, la propia experiencia chilena demuestra que el no haberse intentado responsablemente la
transformación de las Fuerzas Armadas, fue razón determinante de la frustración del proyecto político de
la Unidad Popular. Sostenemos, además, que incluso en las difíciles condiciones que se presentaban en
Chile, habría sido posible abordar con eficacia esta tarea, si hubiera existido la suficiente conciencia sobre
el peligro de subversión militar y se le hubiera asignado al propósito de conjurarlo, la necesaria prioridad
dentro del conjunto de políticas que debió impulsar el Gobierno de la Unidad Popular3.
En síntesis, pensamos que un tercer requerimiento del nuevo Estado latinoamericano, debe ser el de
dotarlo de las herramientas y de la voluntad necesarias para defender el proceso revolucionario, lo que
debe traducirse en una gama muy variada de políticas, que van desde la movilización defensiva de las
masas y la represión del fascismo, pasando por la transformación interna del aparato del Estado para evitar
su instrumentación por la contrarrevolución, hasta la construcción de unas nuevas Fuerzas Armadas
ligadas ideológica y orgánicamente al proceso revolucionario.
SOLO EN EL SOCIALISMO PODRA REALIZARSE LA DEMOCRACIA Y SOLO EN DEMOCRACIA PUEDE
DESARROLLARSE EL SOCIALISMO
El nuevo Estado democrático que está surgiendo del desarrollo social y político en América Latina, se forja
combatiendo a las clases conservadoras que han hecho abandono a los postulados democráticos que un
día sostuvieron y que tienden ahora a imponer por la violencia un modelo económico‐social neoliberal y antidemocrático encaminado hacia el establecimiento de una sociedad elitaria y escindida, dependiente y
cosmopolita.
Nace por tanto este Estado con un contenido democrático sustantivo que no se agota con el solo normar
la generación popular del poder, respetar los derechos humanos y permitir el libre ejercicio de las
libertades políticas. Ya se deja dicho que esos objetivos son inseparables de una política defensiva de la
democracia, consecuentemente antifascista, que elimine el riesgo de la contrarrevolución armada. Y son
inseparables también de una política económico‐social que tienda a generar las condiciones para que los derechos humanos puedan ser efectivamente ejercitados, lo, que implica la transformación de las
estructuras económicas del capitalismo dependiente y su sustitución por otras, inspiradas en el propósito
de satisfacer las necesidades populares mínimas, compatibles con la dignidad humana.
Todo esto significa que el nuevo Estado democrático no es neutral en la lucha social. Al favorecer en su
seno el desarrollo del movimiento popular, garantizando la libertad política y defendiéndose de la
contrarrevolución, está en los hechos definiéndose por el cambio, por lo nuevo, por la transformación
3 Ver el discurso del autor pronunciado en la Universidad de Guadalajara, México, en octubre de 1978, incluido en Liberación y Fascismo, Editorial Nuestro Tiempo Casa de Chile, México, 1979; Págs. 151 a 169.
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social. Ello es pues la condición para que este Estado democrático pueda subsistir y no sea destruido por
las balas, como lo señala la sentencia que ha servido de inspiración a estas reflexiones.
El no ser neutral, quiere decir en nuestro entender que el Estado latinoamericano que se gesta en esta
época debe ser un Estado democrático antifascista, popular y revolucionario, nacional y antiimperialista,
latinoamericanista y bolivariano, y al servicio de la Paz y del Progreso de los pueblos.
Desde luego, y ya se deja dicho y es el supuesto de todo el discurso que estamos desarrollando, el Estado
debe tomar partido por la Democracia, por extender y profundizar la participación popular en todas las
instancias de poder. Debe tomar partido por la defensa activa de la Democracia, y por la reintegración
democrática de las Fuerzas Armadas en el seno de la comunidad nacional. Debe ser por tanto un Estado
democrático antifascista.
Debe luego tomar partido en favor de los intereses populares, y debe orientar por tanto su actividad en
función de las necesidades del pueblo, planificando para ello la economía, reasignando recursos y
repartiendo los frutos del proceso económico según ese patrón, y compatibilizando esta política con una
tasa de acumulación que haga posible el desarrollo sostenido, autosuficiente y hacia adentro de las
actividades productivas. Ello supone entregar al Estado como expresión del interés popular, la máxima
responsabilidad en esa tarea de acumulación y de asignación de recursos, como asimismo requiere la
creación de un área de propiedad pública, gestionada por el Estado, y otra de propiedad cooperativa
autogestionada, sin perjuicio del rol que se le asigne a la empresa privada en aquellas áreas productivas
en que ésta pueda optimizar una eficiente contribución a la economía. Debe pues el Estado tomar partido
en favor del pueblo y convertirse por ello en el orientador, planificador, promotor y un importante gestor
de la actividad económica. Debe ser un Estado popular y revolucionario.
El Estado debe tomar partido en favor del desarrollo independiente y soberano del país, de la recuperación
de su dominio sobre los recursos naturales hoy en manos extrañas, de la defensa de su patrimonio cultural
y espíritu en contra de todo aquello que mantenga o acentúe su dependencia y subordinación a intereses
ajenos y contradictorios al interés del pueblo y la nación. Debe ser pues, un Estado nacional y
antiimperialista.
El Estado debe tomar partido en favor de la unidad, la integración y la fraternidad de todos los pueblos de
América Latina. Debe ser un Estado latinoamericanista y bolivariano.
Agregamos la expresión bolivariano, porque en la memoria y en la imagen del Libertador se reúnen y
actualizan los ideales latinoamericanos, y que hoy nos llaman a unirnos para enfrentar también tareas
comunes y comunes adversarios.
El Estado, por último, debe tomar partido en favor de la paz, la distensión, el desarme, y la emancipación
nacional y social de los pueblos, dentro del más absoluto respeto a las normas que aseguren la pacífica
convivencia internacional. Debe ser, en suma, un Estado al servicio de la Paz y del Progreso de los pueblos.
Alguien podría argumentar que el darle un contenido político sustantivo al Estado, envuelve la negación
de la democracia en cuanto parcializa y compromete al Estado con alguna de las orientaciones políticas
contradictorias que se presentan en la sociedad, privilegiándola en relación a las demás.
El argumento es en el fondo una falacia, porque siempre, y por tanto también durante el Estado
democrático‐liberal, el orden social ha tenido un signo político y de clase, aunque encubierto. El Estado
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demoliberal era y es la forma propia del Estado burgués y encarna a la ideología de esa clase. A estas
alturas del desarrollo del pensamiento político, resulta ocioso ya justificar esa aseveración.
El Estado democrático‐liberal, el Estado burgués, reconoce solo formalmente los llamados derechos del
hombre. Solo la presión de las masas, la lucha del pueblo bregando por hacer realidad esas declaraciones
formales logró materializar en el sufragio universal el principio de la soberanía popular. Solo esa presión y
esas luchas han logrado parcialmente hacer realidad el respeto a los derechos humanos. Pero está claro
que tanto los derechos políticos como las libertades ciudadanas son desconocidos por la burguesía en
cuanto aparece cuestionada la subsistencia del orden social y económico prevaleciente.
A diferencia de la burguesía, el movimiento popular que se desarrolla en el seno de la sociedad capitalista
está interesado en el reconocimiento práctico del principio de la soberanía popular y de los derechos y de
las libertades ciudadanas, porque por una parte ese principio y esas libertades les permiten desarrollarse
y lograr la hegemonía ideológica y política en la sociedad, como porque solo logrando capturar el Estado
y transformándolo, se puede consolidar y profundizar el carácter democrático del Poder Público. Como,
asimismo, solo gracias a esa captura y transformación del Estado se puede lograr, merced a la
reorganización de la estructura económico‐social en la dirección del socialismo, la vigencia práctica de los
derechos y libertades ciudadanas, que en las sociedades capitalistas solo pueden ejercitarse por los
detentadores de la riqueza y el poder.
Resulta así que la connotación y práctica revolucionaria del Estado, lejos de limitar su carácter democrático
precisamente lo confirman y hacen posible su realización integral. En definitiva, solo en el socialismo podrá
consumarse la democracia, y solo en democracia puede desplegarse el socialismo.
La dimensión militar en la experiencia de la Unidad Popular
Intervención en el Seminario sobre Seguridad Nacional, efectuado en México en enero de 1978, bajo el
patrocinio de Casa de Chile.
Para ordenar estas reflexiones sobre la dimensión militar de la reciente experiencia política chilena,
procederé previamente a plantear algunos supuestos teóricos y constataciones empíricas que permitan
comprender cuál es el elenco conceptual que vamos a utilizar para formular estas cuestiones, y cuáles son
los hechos fundamentales en que nos basaremos. Luego nos referiremos: primero, a la forma cómo se
abordó en la experiencia de la Unidad Popular el problema militar; segundo: a las carencias e insuficiencias
que en este asunto se pusieron en evidencia; y tercero, a la incidencia que estas carencias o insuficiencias
de nuestra política al respecto, tuvieron en el desenlace de los acontecimientos chilenos.
De acuerdo con este programa, voy a hacer un breve enunciado de ciertos conceptos y hechos empíricos
que son cosas sabidas por todos, pero conviene tenerlas presentes antes de empezar a reflexionar en voz
alta sobre estos asuntos.
Primero: El proyecto revolucionario de la Unidad Popular no se inserta en una situación revolucionaria,
definida ésta más o menos en los términos leninistas: descomposición del aparato institucional; decisión
de las masas descontentas de no soportar más el sistema vigente; decisión, por lo tanto, también, de las
masas de luchar para destruir y para cambiar ese sistema; y pérdida de la fe de las clases dominantes en
la eficacia y la legitimidad del sistema imperante.
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Parece claro que este conjunto de circunstancias que definen una situación revolucionaria ‐por lo menos
desde el ángulo en que lo hace Lenin‐ no se encontraban presentes en plenitud en el momento en que el
proyecto revolucionario de la Unidad Popular se inserta en el devenir político chileno.
Segundo: La frustración del proyecto reformista de la Democracia Cristiana, reflejó la imposibilidad dentro
de los moldes capitalistas, y dentro de los marcos de la democracia burguesa, de resolver positivamente
el estancamiento del proceso económico de Chile. Sin embargo, esa frustración no alcanzó, ni objetiva ni
subjetivamente, a configurar una nueva situación de carácter revolucionario, sino solo logró resentir
cuantitativamente los soportes sociales e ideológicos del sistema social vigente.
Ni el aparato institucional estaba en descomposición, sino solo se debilitó, ni las masas estaban dispuestas
a acometer una empresa revolucionaria e insurreccional; ni el deterioro de las clases dominantes en su
establishment había llegado al clímax como para haber perdido toda confianza en la legitimidad de su
sistema.
Tercero: Que esto es así, lo refleja la circunstancia de que lo que puso en marcha el proceso revolucionario
fue un evento electoral, producido de acuerdo a la legislación constitucional vigente, considerada legitima
para la inmensa mayoría de la población.
Repito, no estábamos entonces en presencia de una situación revolucionaria, o sea, de una
descomposición acentuada del sistema, lo que se pone en evidencia por el hecho de que aquello que
determinó un salto cualitativo en el ascenso del movimiento popular chileno, permitiéndole el acceso al
poder gubernativo, fue un evento electoral, producido conforme a la Constitución vigente, estimada como
legítima por la gran mayoría del país.
También se refleja esta misma circunstancia en el hecho de que la votación alcanzada por el candidato de
la Unidad Popular, como ustedes lo saben, fue el 36,3% de los votantes, es decir, poco más de un tercio
de los electores, y sin embargo nadie objetó la validez del proceso constitucional subsecuente, que
permitió a Salvador Allende acceder al Gobierno de la República.
Cuarto: En consecuencia, el proyecto revolucionario de la Unidad Popular pudo iniciarse gracias a la
captura electoral del gobierno, debido no a la debilidad del sistema político vigente, sino por el contrario,
gracias a su gran legitimidad y fortaleza, lo que posibilitó que con un apoyo electoral minoritario el ascenso
al poder de la Unidad Popular no fuese cuestionado, precisamente porque se produjo conforme a la
legislación vigente.
Quinto: Evidentemente, esa fortaleza y legitimidad del sistema político fue solo la condición formal del
acceso electoral de la Unidad Popular al gobierno. La condición sustantiva de esa captura lo fue el
desarrollo, maduración y unidad del movimiento popular chileno, bajo la hegemonía de los partidos
revolucionarios, que logró sin que existiese una situación revolucionaria, un apoyo popular lo
suficientemente significativo, como para provocar la derrota electoral de las fuerzas conservadoras y
reformistas divididas entre sí y sin que tampoco la combinación de izquierda disimulara los propósitos y
objetivos revolucionarios que pretendía realizar desde el Gobierno.
Sexto: La captura del gobierno ‐se ha dicho ya una y mil veces‐, no implicaba ni mucho menos el
apoderamiento del Estado, la toma del poder. La captura del gobierno significaba solo el dominio de un
importante factor de poder, que permitía, o facilitaba el proceso de su captura total; marcaba un hito
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importante en la marcha hacia el poder, pero de manera alguna significaba la consumación de esa empresa
política.
Séptimo: La experiencia revolucionaria chilena implicaba entonces una situación un tanto insólita ‐no sé si con pocos o ningún precedente en la historia‐ ya que fue precisamente la legitimidad y fortaleza del
sistema político democrático burgués lo que le permitió llegar al gobierno a la Unidad Popular, y luego
proponerse la transformación estructural de la economía, de la cual ese sistema político era su expresión
formal.
Las anteriores experiencias revolucionarias habían sido viables precisamente, por lo contrario, por la
debilidad o por la descomposición del sistema político imperante. En el caso chileno ocurre exactamente
al revés.
Octavo: La fortaleza del sistema político que permite la reproducción del sistema económico, se mide
fundamentalmente por la capacidad de ese sistema, sus leyes y sus valores, de inducir a la obediencia a la
población y, específicamente, por su capacidad para controlar la violencia monopolizada e
institucionalizada por las Fuerzas Armadas. La estabilidad de un sistema político se debilita en la medida
en que pierde apoyo y legitimidad. Pero el sistema puede subsistir sin tanto apoyo y legitimidad, mientras
sea capaz de mantener su articulación orgánica con las Fuerzas Armadas, de manera que éstas le permitan
mediante el uso de la fuerza o la amenaza de su uso, inducir a la obediencia al conjunto de la población.
Ahora bien, dada la naturaleza de clase de la organización militar, dada la extracción social y la cultura
política de los militares chilenos, era necesario prever que en el momento en que iba a hacer crisis el
sistema social, esta crisis iba a generar un conflicto entre la lealtad hacia el sistema político y hacia el
gobierno, y la lealtad hacia los valores que encarnaba el sistema social del cual las FF.AA. eran sus
guardianes y su sostén. Esté conflicto de lealtades aparecía ya claramente como previsible en el momento
en que se iniciaba el proceso revolucionario en Chile.
En las condiciones nuestras, la agudización de este inevitable conflicto de lealtades tenía irremisiblemente
que traducirse en la ruptura del sistema político y en la subversión militar contrarrevolucionaria. La
previsión de la inevitabilidad de esta ruptura del sistema político a través de la subversión militar de
carácter contrarrevolucionario, se originaba fundamentalmente en el hecho de que, si bien las Fuerzas
Armadas guardaban lealtad formal hacia el Gobierno, también eran leales a los valores sociales que
inspiraban el orden socioeconómico, valores que mantenían hasta entonces la hegemonía ideológica en
la sociedad, cuyo orden esas Fuerzas Armadas debían cautelar, en su carácter de agencia represiva.
Ahora bien, a la luz de estas consideraciones teóricas aparece como de una evidencia abrumadora que el
tratamiento del problema militar, o sea, concretamente el problema de la obediencia de las Fuerzas
Armadas, era la cuestión principal que debía resolver el Gobierno de la Unidad Popular para sacar adelante
su proyecto transformador.
La rebelión militar victoriosa del 11 de septiembre de 1973 demostró que el Gobierno de la Unidad Popular
no pudo controlar a la FF.AA. en el momento máximo de agudización de la crisis político‐social. Las Fuerzas Armadas se pronunciaron en su contra y se volcaron en favor de sus adversarios, o sea, de los defensores
del orden establecido, cuyos intereses y valores inspiraban su formación política y profesional.
Ahora bien, ¿era posible, para resolver este impasse previsible, para evitar la subversión militar
contrarrevolucionaria, haber intentado durante el Gobierno de la Unidad Popular, destruir a las Fuerzas
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Armadas tradicionales reemplazándolas por una estructura militar con el carácter de un Ejército del
Pueblo, o algo parecido; o haberlas enfrentado al pueblo disponiendo éste de reducida capacidad bélica
en relación con la que tenía el eficiente Ejército profesional? ¿Era posible haber resuelto por estas vías la
eventualidad de la subversión militar contrarrevolucionaria? Esa es la primera pregunta que corresponde
plantearse. Yo creo que la respuesta es clara y no admite dudas. En las condiciones chilenas de la época,
ni la destrucción desde el Gobierno de las FF. AA. tradicionales y su reemplazo por un Ejército del Pueblo;
ni un enfrentamiento bélico victorioso del pueblo con el Ejército profesional eran viables. Por lo tanto, el
intento de hacer lo uno o lo otro estaba objetivamente destinado al fracaso4.
El haber puesto en marcha cualquiera de estos procesos, habría provocado la ruptura inmediata del
sistema político y la subversión también inmediata de las Fuerzas Armadas. Si el Gobierno hubiera querido
provocar ese enfrentamiento del pueblo desarmado con el Ejército profesional no hubiese podido de
ninguna manera evitar que el desenlace favoreciera a ese Ejército profesional. La posibilidad de haber
armado, masiva y eficientemente al pueblo, sin que ello fuese detectado por las FF.AA., era prácticamente
imposible y solo habría significado una provocación e incitación inmediata a la rebelión militar, ya que es
obvio que tal acción habría implicado ilegitimar ipso facto al Gobierno y justificar por tanto la
insubordinación total de las FF.AA.
Y también hay que tener presente que una política de esa naturaleza, en el contexto político chileno de la
época, no solo habría hecho perder toda legitimidad al Gobierno ante las Fuerzas Armadas, sino también
ante vastas capas de las clases medias, cuya ideología democrática‐liberal no les había permitido entender
ni tolerar esas actitudes, con lo cual el apoyo social que habría podido tener esa política habría sido
bastante escaso. Se habría añadido, entonces, el deterioro político del Gobierno a la debilidad de su apoyo
militar, determinada por la mayor potencia de las Fuerzas Armadas profesionales en relación a este
hipotético pueblo armado con el que lo hubiera querido enfrentar.
Ahora, ¿significa esto que una prolongación indefinida de la situación inicial en que se encontraban las
Fuerzas Armadas, ejerciendo entre tanto el monopolio de la violencia, podría eludir o aplazar
indefinidamente la insurrección y el enfrentamiento? Evidentemente, tampoco.
La prolongación indefinida de la situación inicial, no hacía sino, como lo demostró la práctica, postergar el
problema y precipitar su crisis en condiciones aún más desfavorables para el Gobierno Popular, sobre todo,
porque en la medida que el tiempo avanzaba y el Gobierno intensificaba su acción transformadora de la
estructura social, más se ilegitimaba aquél desde el punto de vista de los valores sociales conservadores
que inspiraban la cultura política de las FF. AA.
Resulta así, a mi juicio, que esta previsible subversión militar, como elemento esencial del cuadro político
chileno una vez que la Unidad Popular tomó el poder, no podía ser enfrentada exitosamente en las
condiciones chilenas de entonces, ni por un intento de suprimir a las Fuerzas Armadas tradicionales y
reemplazarlas por otras, ni por el armamento del pueblo para enfrentar al Ejército profesional, ni tampoco
a través de una postergación indefinida del conflicto militar para más adelante, en espera de que el
transcurso del tiempo lo resolviese por sí solo.
4 “Si creen que podrían enfrentarse a las Fuerzas Armadas y a Carabineros, con alguna posibilidad de éxito, están locos". Carlos Prats en Una vida por la legalidad.
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Siendo esto así, surge otra interrogante. ¿Era absolutamente necesario que las cosas ocurrieran como
ocurrieron, y que por lo tanto en todo caso se iba a producir un golpe militar victorioso?
Si la respuesta fuera afirmativa, ello significaría que el proyecto político de la Unidad Popular era
esencialmente inviable, y que, por tanto, cualquiera que hubiera sido la conducta del Gobierno, su destino
y su derrota estaban ya sellados de antemano.
Si la respuesta fuese negativa, o sea, si se piensa que no obstante la imposibilidad de destruir las Fuerzas
Armadas y sustituirlas por otras, no obstante, lo inútil de postergar indefinidamente el enfrentamiento,
fue posible evitar, de todas maneras, la subversión militar, esa respuesta quiere decir que el proyecto
político de la Unidad Popular era en realidad viable.
Personalmente creo que era posible evitar lo que ocurrió, no obstante, todas las condiciones que rodeaban
el cuadro político chileno y que dificultaban la viabilidad de la empresa política propuesta por la Unidad
Popular. Creo que fue posible haber resuelto favorablemente el problema de la probable insubordinación
militar en una forma compatible con la naturaleza y las condiciones en que se concibió, se inició y se
desarrolló la experiencia revolucionaria chilena. Pienso que, sobre la base de esas condiciones políticas y
sociales existentes, fue posible concebir un conjunto de medidas, una política frente a las FF.AA., que
aplicada racionalmente desde el momento mismo del ascenso al Gobierno de Salvador Allende, hubiese
conducido, si no a evitar que estallara en algún momento la insurrección militar, al menos a debilitarla y
favorecer con ello su derrota y aplastamiento.
¿A qué se debe entonces que no se hubiera intentado promover una política de ese tipo, destinada a evitar
o debilitar la subversión militar? Hay, desgraciadamente, que constatar la ausencia, dentro del conjunto
de grandes objetivos que se proponía realizar la Unidad Popular, de un gran proyecto de política militar,
que hubiera debido ser uno de los supuestos básicos de toda la conducta del Gobierno, proyecto
concebido y destinado a optimizar las condiciones favorables existentes para sustraer a las Fuerzas
Armadas de su rol represivo, neutralizando al menos su capacidad política y militar de manera de evitar
que sus recursos de poder, total o parcialmente, se colocaran a disposición de la contrarrevolución, en el
momento más agudo de la crisis.
Este gran proyecto militar, que no existió, debiera haber consultado una política a largo y mediano plazo,
tendiente a lograr los siguientes objetivos:
1.‐ La modificación de la composición de los cuadros militares, con el criterio de maximizar el peso de los
elementos más leales al sistema político democrático formal, y a minimizar la influencia de los cuadros
presuntivamente leales a los valores sociales conservadores que subyacen en toda institución militar.
2.‐ La creación y el desarrollo de una nueva legitimidad revolucionaria que hubiera servido de fundamento
ideológico y político para una redefinición del papel de las Fuerzas Armadas en la sociedad, unido a una
lucha ideológica por imponer esta legitimidad en el seno de las instituciones uniformadas.
3.‐ La creación de un conjunto de nexos, de vínculos entre las Fuerzas Armadas y las iniciativas
gubernativas y las organizaciones populares, tendiente a ligar la existencia concreta de los efectivos
militares al quehacer nacional, del que se encontraban separados.
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4.‐ La dictación de leyes y reglamentos dirigidos a modificar el régimen legal y orgánico de las Fuerzas
Armadas, de modo de dificultar la subversión y de favorecer el desarrollo de nuevos elementos progresivos
en su organización y en su práctica.
5.‐ La creación y el desarrollo paulatino, dentro de los marcos permitidos por el sistema político vigente,
de una organización de carácter paramilitar de las fuerzas populares, susceptible de ser utilizada
eficazmente en condiciones de un enfrentamiento social.
6.‐ La generación dentro de la estructura de poder del Gobierno de la Unidad Popular, de un verdadero Estado Mayor que debió haber tomado bajo su responsabilidad el tratamiento e implementación de este
gran proyecto militar.
Estas seis líneas de acción tienen ciertas características que es conveniente enfatizar.
En primer lugar, se trata de seis líneas de acción complementarias entre sí. Realmente ninguna de ellas
podía, puesta en práctica aisladamente, haber alterado en lo esencial las condiciones en que se dio la
correlación de fuerzas final al momento de la crisis. Pero una realización complementaria y convergente
de todas esas líneas de acción permite pensar razonablemente que podían haberse alterado las
condiciones en que se dio en último término el cotejo de fuerzas definitivo.
La segunda característica, es que todas esas líneas de acción están concebidas como susceptibles de
haberse iniciado dentro de los límites del sistema político vigente, al que suponemos dotado de fortaleza
y legitimidad. Su implementación no habría determinado por tanto una ruptura inmediata del sistema
político a través de la insubordinación militar, como evidentemente sí lo habría producido el propósito
declarado del Gobierno de transformar a las Fuerzas Armadas, convirtiéndolas bruscamente en una fuerza
militar esencialmente distinta de lo que había sido anteriormente.
La tercera característica de estas líneas de acción, es que habrían sido susceptibles de irse implementando
desde el inicio mismo del Gobierno Popular, de suerte que sus efectos acumulativos podían haberse
notado ya claramente a los dos o tres años de gestión gubernativa.
Ahora analicemos con mayor detalle cada una de estas seis líneas de acción que a nuestro juicio debieran
haber sido componentes de este gran proyecto militar.
¿Se podía haber modificado la estructura y la composición de los mandos de las Fuerzas Armadas de
manera de contribuir a disminuir significativamente la peligrosidad contrarrevolucionaria del Ejército? Yo
creo que hay que contestar rotundamente que sí.
Desde luego ello era jurídicamente posible; la Constitución Política de Chile lo permite claramente. Como
en la mayoría de las cartas políticas, se le otorga allí al jefe del Estado la condición de Generalísimo de las
Fuerzas Armadas y en consecuencia una capacidad prácticamente discrecional para modificar la
composición de los mandos del Ejército, y para excluir de sus filas a cualquier oficial según su voluntad.
Ahora, el que esto fuera jurídicamente posible no quiere decir mucho, porque ello podría haber sido
jurídicamente posible, pero imposible de haberse realizado en los hechos. Sin embargo, no era así. Hay
muchos precedentes en la historia reciente de Chile que demuestran cómo, sobre todo al acceder un
nuevo Gobierno al poder, se procedió a modificar sustancialmente los altos mandos de las Fuerzas
Armadas, sin que ello originara mayores trastornos institucionales.
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Es el caso, por ejemplo, del Presidente Ibáñez en 1952, que al llegar al poder alejó de las filas nada menos
que a todos los generales, de resultas de haber nombrado Ministro de Defensa a una persona que era
coronel. Incluso en el propio Gobierno de la Unidad Popular, en el breve período en que estuve a cargo de
la cartera de Defensa Nacional, se llamó a retiro a dos altos jefes de la Fuerza Aérea y se pudo demostrar
en esa ocasión la efectividad del axioma de los especialistas en cuestiones militares, que afirma que
cuando un oficial sale del Ejército y deja de tener mando, pierde automáticamente su poder. Eso es la
realidad.
Lo que se ha sugerido no solo era, pues, jurídicamente posible, sino que era también políticamente viable,
sobre todo aprovechando algunas oportunidades en que fue factible minimizar el peligro de deslealtad de
las Fuerzas Armadas ante medidas de esa naturaleza.
Hubo entre otras, dos oportunidades en que a mi juicio se pudo haber alterado fundamentalmente los
mandos, con un mínimo riesgo de provocar una reacción militar subversiva.
Desde luego, al comienzo, casi inmediatamente o inmediatamente después de haber accedido al Gobierno
el Presidente Allende. En esa ocasión, investigando hacia el interior de las Fuerzas Armadas, a propósito
del asesinato del General Schneider, se pudo constatar que había numerosos oficiales de altos rangos
comprometidos en la conspiración contrarrevolucionaria, y entre ellos nada menos que el jefe de la
Guarnición de Santiago.
Esta situación, producida después del ascenso del Presidente Allende al Gobierno, y contando en
consecuencia éste con gran legitimidad y un gran apoyo popular, creaba una coyuntura política
excepcionalmente favorable para haber intentado una modificación parcial, pero importante de los
mandos, disminuyendo así desde el comienzo la peligrosidad contrarrevolucionaria del Ejército.
Luego, a principios de 1971, una vez producido el triunfo electoral de la Unidad Popular en las elecciones
municipales, en que se alcanzó más del 51 % de los votos, se dio un momento particularmente propicio
para haber intentado modificar nuevamente la composición de los mandos, alejando de las filas a los
elementos más reticentes o adversos al proyecto político de la Unidad Popular, profundizando los cambios
iniciales.
Es evidente, por lo demás, que este proceso de modificación de los mandos, inserto dentro de un plan
racional, no tenía por qué haberse realizado de golpe en un solo acto. Estuvimos tres años en el Gobierno,
siendo este lapso más que suficiente para haber planeado toda una estrategia destinada a maximizar la
lealtad posible de las FF.AA. hacia el Gobierno y a minimizar las posibilidades de insubordinación por parte
de aquellos oficiales que por una u otra razón era presumible que tuvieran una actitud antigubernamental.
La segunda línea de acción que percibo como fundamental dentro de la política militar, es la creación y
desarrollo de una nueva legitimidad revolucionaria. La ausencia de un gran proyecto ideológico destinado
a arrebatar la hegemonía en el plano de los valores a las clases conservadoras de la sociedad chilena, fue
una falla a mi juicio esencial en el Gobierno de la Unidad Popular, que se proyecta mucho más allá de la
incidencia que esto tuvo en las Fuerzas Armadas y que tiene que ver en general con todo el proceso político
chileno.
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Hay que reparar en que los valores en que descansa la organización militar, tienen todos, cuál más cuál
menos, un contenido reaccionario que era preciso develar, esclarecer, combatir y reemplazar a través de
una lucha ideológica firme, inteligente y creadora.
Toda institución militar es por su esencia una agencia de represión que está ligada al proceso de la división
de la sociedad en clases, en cuya estructura constituye una de sus piezas fundamentales. La razón de ser
de la estructura militar, la naturaleza de su organización, nos lleva a concluir que éstas están
funcionalmente construidas para cumplir una función represiva, para evitar incluso que el contingente de
reclutas que las integra pueda adoptar otra conducta que no sea la que se les impone desde arriba,
impidiéndose así todo comportamiento ajeno al que verticalmente se les impone desde los mandos. Y esta
disciplina vertical es la esencia de la institución militar, está destinada a hacer imposible o muy riesgosa la
insubordinación de la tropa, todo en correspondencia con los valores reaccionarios que están en el
trasfondo de la institución militar: el orden y la seguridad, entendidos éstos como los perciben las clases
que están en el poder y que usufructúan de la estructura social.
Reparando en la estructura de los valores propios de la sociedad tradicional conservadora, en cuyo seno
fue formada la gran mayoría de los oficiales chilenos, se puede constatar la estrecha asociación que existe
entre el orden y el concepto de patria, y entre éste y sus presuntas antítesis, el comunismo y el ateísmo,
concebidos como la negación de los valores en que descansa el orden social y en que se fundamenta la
nacionalidad.
Sobre esta cultura político‐militar reaccionaria se superpuso el adoctrinamiento a que fueron sometidos
en los últimos años los oficiales chilenos en los Estados Unidos, con el fin de hacer de las Fuerzas Armadas
latinoamericanas, agentes contrarrevolucionarios. Se reforzó así y se modernizó de esta manera la
ideología conservadora de la Fuerza Armada colocándola en mejores condiciones de servir a los intereses
de la potencia hegemónica que ha tomado sobre sí la tarea de defender el orden social capitalista, a nivel
universal.
Es evidente que un análisis de estos valores determinantes de la conducta de las Fuerzas Armadas, debió
haber llevado necesariamente a plantear una gran política ideológica destinada a ir modificando
paulatinamente las aristas reaccionarias de las Fuerzas Armadas chilenas, inspiradas en los conceptos de
"guerra interna", de seguridad nacional y de la "contrainsurgencia", que les habían sido internalizadas a
través de su educación contrarrevolucionaria en los Estados Unidos.
Creo que este proyecto de lucha ideológica, que constituye uno de los elementos de toda política militar
progresista, debió haber empezado por la denuncia del carácter conservador de los valores que inspiraban
a las Fuerzas Armadas chilenas y en seguida, haber proseguido por la construcción de toda una nueva
concepción de la seguridad nacional en función de los intereses del desarrollo autónomo e independiente
de nuestros pueblos, con un contenido nacional, renovador y antiimperialista. No creo, sin embargo, que
era viable el haber provocado de la noche a la mañana una revolución ideológica en las Fuerzas Armadas,
convirtiéndolas al marxismo‐leninismo ni nada que se parezca. Pero sí se pudo haber introducido en su
seno una discusión temática alrededor de la función que les corresponde desempeñar en nuestras
sociedades, a fin de cuestionar con este método, progresivamente, su rol conservador y confrontando así
el papel represivo que hoy cumplen en América Latina con la tradición libertadora de nuestros ejércitos,
forjada en la gesta de la Independencia.
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Que de esta lucha ideológica se pudo haber recogido frutos valiosos lo prueba, a título de ejemplo
relevante, el caso del General Prats.
El General Carlos Prats era un militar conservador. Pero el contacto cotidiano con los hombres de Gobierno
y los representantes de los partidos populares, con los dirigentes de asociaciones de trabajadores, fueron
cambiando positivamente su mentalidad, hasta el grado que, en los últimos meses del Gobierno de la
Unidad Popular, se puede decir de él que era ya un militar progresista, un militar en el cual ese conflicto
de lealtades a que aludimos anteriormente, se definió en favor de la lealtad al Gobierno Popular. Los
valores que representaba ese Gobierno de la Unidad Popular y el proyecto político que estaba
promoviendo, llegaron a tener para el General Prats mayor significación nacional y patriótica que los
valores formales reaccionarios que aprisionaban la mentalidad de la mayoría de sus colegas. Y, sobre todo,
para él, la propia Seguridad Nacional, cuya tutela incumbe esencialmente a la institución militar, estaba
mucho más ligada a la existencia de un orden social justo, del que participa como usufructuaria la mayoría
de la población, que a un orden social represivo que margina de los beneficios del progreso social a esas
mayorías.
Y no se crea que el caso de Carlos Prats fue una excepción absoluta. Hubo en las Fuerzas Armadas chilenas
bastantes oficiales que experimentaron un proceso parecido. Con motivo del golpe fascista muchos de
ellos fueron fusilados el día mismo del putsch, otros fueron procesados y condenados y se encuentran hoy
en las cárceles o en el extranjero, y no pocos lisa y llanamente desaparecieron.
La tercera línea de acción que debió haberse desarrollado es el esfuerzo por ligar estrechamente las
actividades e instituciones sociales, gubernativas y populares, con las Fuerzas Armadas. Algo de esto se
hizo durante la UP, pero en forma improvisada, sin planificación. Fue simplemente un esbozo de lo que
debiera haberse hecho en forma más sistemática para tratar de ligar profundamente a las Fuerzas
Armadas con el quehacer nacional y social, y no solo a través de los altos mandos y los oficiales, sino a
través y fundamentalmente, de la sub‐oficialidad y de la tropa misma.
Las Fuerzas Armadas chilenas, como pocas, estaban aisladas del conjunto nacional, del cuerpo social. Era
urgente y necesario hacerlas convivir con el pueblo chileno y con sus inquietudes. Creo que ello habría
contribuido mucho a que lograran entender el sentido del proceso social que se llevaba a efecto en Chile,
y la razón del apoyo popular que lograba. Además, ello ayudaba a ir deteriorando la doctrina tradicional
que divide artificiosamente a los ciudadanos en civiles y militares, otorgándoles a éstos un status
diferenciado y particular, lo que es una de las fuentes que facilita en los ejércitos la adopción de posturas
reaccionarias, en la medida que ello tiende a legitimar la peligrosa teoría que nadie mejor que ellos están
en condiciones de cautelar y defender los valores básicos del orden social.
Enseguida, creo que pudo haberse intentado ‐cuarta línea de acción‐ algunas transformaciones en la
organización y régimen de las Fuerzas Armadas. Por ejemplo, haberle otorgado a la tropa derecho a voto,
cosa que no es un precedente insólito en la historia política contemporánea, sino que es ya la práctica
usual en las democracias modernas.
Ahora bien, ésta y otras iniciativas semejantes debieron haberse preparado muy cautelosamente,
condicionándolas incluso ideológicamente a través de una campaña propagandística que hubiese
permitido a la opinión pública, y no solo a los militares, compenetrarse de su necesidad y conveniencia.
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Podría haberse tratado de redefinir los deberes de obediencia militar, manteniéndose su esencia
disciplinaria, pero sin los caracteres absolutos e irracionales propios de la escuela prusiana. Esta iniciativa
se ha puesto en práctica en muchos ejércitos después de la Segunda Guerra Mundial, para evitar
precisamente que esa concepción reaccionaria, y condicionada de la disciplina pudiese favorecer la
comisión de actos delictuales a la luz del derecho internacional y contra los derechos humanos, como los
que hubo que juzgar y condenar al fin de esa conflagración.
Creo que un programa de transformaciones orgánicas de esa naturaleza debió haberse discutido y
planteado. Al respecto hubo solo enunciados muy generales en el propio Programa de la Unidad Popular,
del todo abstractos e insuficientes.
Como quinta línea de acción, creo también que debió haberse tratado de organizar al pueblo si no militar,
paramilitarmente durante los años del Gobierno Popular, para contribuir a la defensa del proceso
revolucionario.
No creo que sea éste el escenario más adecuado para entrar a discutir este problema; pero hay
experiencias bastante significativas que considerar. Quiero recordar solo el caso de los Comités de Defensa
de la Revolución en Cuba, que demuestran cómo se puede en un período de ascenso del movimiento
popular, buscar formas orgánicas a través de las cuales se puede alcanzar un grado de masificación de la
conciencia política y de preparación paramilitar de la población, para que en un momento determinado
pueda jugar un rol importante en la defensa del proceso revolucionario.
Finalmente, creo que había que desarrollar una línea de acción que era condición y supuesto de todas las
anteriores: la constitución de un verdadero Estado Mayor de alto nivel político y técnico, para haberse
ocupado de todos estos asuntos y haber tenido desde el comienzo idoneidad y responsabilidad en la
implementación de la política militar.
Así miradas las cosas, resulta claro que el proyecto militar que debió haber existido formando parte
fundamental del proyecto político general de la Unidad Popular, no existió, o al menos estuvo solo
germinalmente concebido. Quiero, sin embargo, que quede en claro que a mi juicio este conjunto de
políticas frente a las Fuerzas Armadas, que pudo darse y no se dio, en manera alguna podían evitar una
eventual y más que probable insubordinación militar.
Dados los valores potencialmente movilizadores de las entidades castrenses chilenas, y su percepción de
la realidad, parece muy difícil ‐por no decir imposible‐ que hubiera dejado de producirse una sublevación militar.
Pero la diferencia estriba en que, en las condiciones supuestas de una activa implementación de una
política preventiva frente a esa eventual sublevación, habría sido posible hacerla abortar o derrotarla.
Entre otras razones, porque en esas condiciones lo más probable es que los golpistas no hubieran contado
con el apoyo prácticamente unánime que tuvieron, a la postre, del conjunto de la institución militar. O que
las FF.AA. se hubieran dividido entre los partidarios y los adversarios del golpe, neutralizándose su acción
y haciéndose posible así una participación del pueblo en el enfrentamiento, que en estas circunstancias sí
que pudo haber desempeñado un decisivo rol para inclinar la balanza de fuerzas en favor del Gobierno
Popular, legítimamente constituido.
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¿Qué puede explicar que no se haya formulado ese proyecto de política militar? Proyecto que desde luego
debió haber jugado un rol tan o más importante que el plan económico del Gobierno, o su programa de
política internacional.
Me parece que esta carencia se debió en buena parte a una conciencia insuficiente de la naturaleza e
importancia del problema. Estas cosas que ahora nos parecen tan claras, no lo estaban entonces tanto
para todos. Había, por ejemplo, una creencia en la posibilidad de neutralizar ideológicamente a las Fuerzas
Armadas, sobre la base de su "apoliticismo" y de su profesionalismo. Esta creencia resultó ser a la postre
una falacia. Una falacia que podía haberse puesto en evidencia con una preocupación y un estudio más
intenso de la naturaleza de las instituciones castrenses, de la cultura política militar y de los ingredientes
que la constituyen en la sociedad chilena, todo sobre la base de una conciencia clara de las funciones
esencialmente represivas que cumplen las Fuerzas Armadas dentro de toda organización social clasista.
Existió en la izquierda chilena la creencia, más o menos extendida, en la posibilidad de dividir a las Fuerzas
Armadas en un momento de crisis: división que aparecía por tanto como un elemento determinante en
todas las estrategias o los planes defensivos frente a una eventual insurrección militar. Se pensaba que,
así como en países como Perú o Bolivia se habían producido promociones de oficiales progresistas,
nacionalistas y antiimperialistas, el mismo fenómeno podía reproducirse en Chile.
Se confiaba en que este proceso se desarrollara espontáneamente. En realidad, no hubo ningún esfuerzo
por ayudar a promoverlo, a facilitar su desarrollo. Por el lado del adversario, al contrario, se hizo bastante
para que así no ocurriera, y las FF.AA. se mantuvieran unidas bajo la hegemonía ideológica conservadora.
La creencia de que en Chile se iba a producir naturalmente la emergencia de una corriente militar
nacionalista y progresista, como las que hubo en algún momento en Perú, Bolivia, Argentina o incluso en
Brasil, era errónea y equivocada. Y ello por lo siguiente: las Fuerzas Armadas chilenas vivieron un
ostracismo político y social desde el año 1932 hasta el momento del golpe. Aisladas como ninguna otra
fuerza armada de América Latina del contexto social y de la vida del país, ausentes de manera casi absoluta
de las preocupaciones que embargaban al conjunto de los miembros de la sociedad chilena, constituían
los militares un compartimento estanco dentro de ella, ocupando en el contexto social una situación
desmedrada. Este aislamiento, evidentemente, limitaba mucho el reflejo en las Fuerzas Armadas de las
contradicciones sociales, tanto internas como internacionales, que en otros países facilitó la aparición y
desarrollo de corrientes militares progresistas y avanzadas.
Y hay razones para explicar este fenómeno. Los objetivos nacionalistas, progresistas y antiimperialistas
fueron asumidos en muchos países latinoamericanos por jóvenes promociones militares. Pensemos en la
promoción militar boliviana, que vivió la experiencia de la guerra del Chaco, en la oficialidad argentina que
se contagió con el populismo nacionalista desencadenado por el peronismo, o en la promoción de oficiales
peruanos que en forma parecida a sus colegas portugueses tuvieron que llegar hasta el fondo del país en
la lucha antiguerrillera, o en los militares brasileños forjados en los años veinte en la experiencia del
tenientismo del que emerge incluso la primera figura del comunismo brasileño, Juan Carlos Prestes.
El proceso político chileno, desde el año 20 en adelante, fue sucesivamente realizando e intentando
realizar estos objetivos progresistas, de manera que, en nuestro país, no podían ser las Fuerzas Armadas
los agentes virtuales de estas transformaciones, que ya habían tenido antes en Chile promotores civiles a
través de los partidos políticos de izquierda.
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Por estas y otras razones no era correcto pensar en la espontánea generación de una tendencia militar de
avanzada, motivada por objetivos progresistas, ya que en Chile tales objetivos fueron promovidos y eran
patrimonio de los partidos de izquierda, lo que no ocurrió ni en Perú, ni en Bolivia, ni en Argentina, ni en
Brasil.
Nos hemos referido en esta intervención a la incidencia negativa que tuvo en la experiencia chilena la
ausencia de un proyecto político militar, dirigido al objetivo de enfrentar a la inevitable crisis social a que
conducía la política de transformaciones de la Unidad Popular, en las mejores condiciones posibles,
debilitando al máximo el aparato represivo, paralizando, neutralizando o dividiendo a las Fuerzas Armadas.
Esta ausencia fue, sin duda, una de las carencias fundamentales de que adoleció la experiencia de la
Unidad Popular.
Pero, evidentemente, no fue la única carencia, porque el enfrentamiento social en una crisis política en la
que se juega la subsistencia del orden social vigente y la posibilidad de transformarlo en otro radicalmente
distinto, es un enfrentamiento total, que incluye al componente violencia, desde luego, pero compromete
también a todos los otros niveles de la existencia social.
El desenlace de un enfrentamiento social integral, como el que se produjo en Chile, estaba condicionado
no solo por su componente militar, sino que tuvo mucho que ver con el apoyo, la organización y la
conciencia de las fuerzas sociales que participaron en el enfrentamiento.
No es el propósito de estas reflexiones aludir a estos otros aspectos, pero quiero sí mencionarlos para que
no se piense que sustento un criterio unilateral, que asigna al factor militar y al uso de la violencia, el
carácter de factores exclusivos y excluyentes entre los muchos que condujeron a la correlación de fuerzas
negativa que condicionó el desenlace final de nuestra empresa política.
Desde luego, creo que, en el terreno de la política económica, la incapacidad del Gobierno para controlar
el torrencial desarrollo de la inflación, tuvo bastante importancia en predisponer en su contra a vastas
capas de la sociedad. La falta de una política de reformas constitucionales, correlativa a los cambios
sociales y económicos, creo que también tuvo una incidencia negativa considerable en el desenlace final.
Un tratamiento poco correcto con respecto a las clases y a los partidos de la clase media, contribuyó al
aislamiento de las fuerzas populares.
Igualmente, la ausencia de un gran proyecto ideológico, al que hice referencia cuando aludí a la relevancia
que tiene la educación política de las Fuerzas Armadas, no solo tuvo importancia en la medida en que
mantuvo a éstas en su rol reaccionario, sino también en cuanto no disputó la hegemonía ideológica de la
sociedad a las clases conservadoras.
En síntesis, no pienso que la debilidad en la forma de abordar el problema militar fue el único factor del
cual dependió el destino final de nuestra experiencia, pero sí hay que reconocer que esta carencia tuvo
una importancia fundamental, que debemos registrar y de la cual debemos sacar las lecciones
consiguientes.
Estas son las reflexiones que he querido formular sobre este tema, con el propósito de que la autocrítica
de lo que sucedió en Chile pueda servir de base para que no solo nosotros los chilenos extraigamos de
ellas aleccionadoras conclusiones, sino también para que esta temática esté siempre presente en las
preocupaciones de las fuerzas progresistas latinoamericanas.
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Y no solo creo que para América Latina sean válidas estas consideraciones. Pienso que estos problemas
están presentes, también, en otros contextos políticos aparentemente muy distintos. Se me ocurre, por
ejemplo, que cuando la izquierda francesa contemporánea se ha planteado una captura electoral del
poder, no se ha preocupado seriamente de construir toda una estrategia y una táctica frente a las FF.AA.
de su país, en orden a enfrentar sus eventuales actitudes contrarrevolucionarias que, por una serie de
razones ‐que no es del caso indicar aquí‐ aparecen incluso más probables que lo que lo eran en su tiempo
en el propio Chile. Bastante trágico seria que después de lo que ocurrió en Chile, nuestra experiencia no
haya sido lo suficientemente fuerte como para impresionar e influir en la conducta de otras fuerzas
políticas de izquierda que están acometiendo empresas semejantes a la nuestra.
Entrego, pues, estas reflexiones a la consideración de este Seminario, pensando sobre todo que su análisis
y su discusión puede enriquecer los puntos de vista de la Unidad Popular para abordar creativamente el
más difícil de los problemas que deberá enfrentar la izquierda chilena en el proceso de erradicación del
fascismo en Chile y de renovación de nuestra institucionalidad democrática: la transformación radical de
las FF.AA. tradicionales chilenas, a fin de impedir para siempre que vuelvan a usar las armas, que se les
entregó para defender a Chile, en contra de su pueblo y de su lucha por un mundo mejor.
Reflexiones sobre el proceso de recuperación democrática en Chile
Intervención pronunciada en México, julio de 1984, en el Seminario Organizado por la Asociación
Latinoamericana de Sociología sobre el tema de la Democracia en América Latina.
Nos encontramos en América Latina, ya bien entrados en el decenio de los ochenta, en una fase de nuestro
desarrollo sociopolítico que con alguna razón se califica ya de una etapa de recuperación democrática.
Lo de razón que tiene este aserto, es que, si se compara el panorama de nuestra América hoy, con el de
mediados de los setenta, es innegable que las fuerzas democráticas y progresistas han avanzado, no sin
tropiezos, por vías y bajo formas distintas. El sistema de dictaduras militares reaccionarias de uno u otro
tipo se derrumba o se debilita, y el reflujo político general que ensombreció a América Latina en el pasado
decenio cede el paso a una fase de ascenso de los movimientos democráticos populares en medio de
graves dificultades y peligrosas coyunturas ‐de origen tanto endógeno como exógeno‐, que las enfrenta a nuevos y penetrantes desafíos.
Por eso no nos parece del todo adecuado calificar esta fase de nuestra historia como la de una simple
recuperación democrática. Se trata de instalar creativamente a la democracia en el continente, más que
de volver a un pasado, que dio todo lo que pudo dar de sí, y cuya incapacidad para servir de puente entre
el subdesarrollo capitalista deformado y dependiente y nuevas y superiores formas de convivencia social
y política, quedó plenamente en evidencia con la crisis del desarrollismo populista que fue manifestándose
en una u otra forma en nuestro continente en los últimos lustros. Desarrollismo populista que se
corresponde con el periodo de industrialización fácil que siguió a la gran depresión de los años treinta, y
que marcó el colapso de la etapa neocolonial que los economistas llaman de desarrollo hacia afuera y que
alcanzó su máxima expresión en los primeros decenios del siglo.
LA CRISIS DEL MODELO DESARROLLISTA POPULISTA Y LA RESPUESTA REVOLUCIONARIA
Nosotros abordaremos ahora la problemática de este período de llamada "recuperación democrática",
especialmente en nuestro país, Chile, en el contexto del Cono Sur del continente, del que formamos parte
y cuyos países comparten con el nuestro rasgos comunes e importantes.
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Desde luego, se trata, de la región latinoamericana, que al igual que México, ha sido escenario privilegiado
del ensayo por superar el subdesarrollo y la dependencia a través de un modelo económico
industrializador, sustitutivo de importaciones, en que al Estado le cupo un papel promotor fundamental,
ligado a un proceso desigual y discontinuo de participación creciente de las clases, populares en el proceso
político y en la distribución de la riqueza, en los marcos de una economía capitalista.
Tres elementos que se retroalimentaron entre sí, se conjugaron para frenar ese proceso modernizador,
industrializador y democratizante y producir su colapso, elementos que son comunes para el Cono Sur.
En primer lugar, un elemento de origen endógeno: el agotamiento del modelo económico llamado de
sustitución fácil de importaciones, que exigía para superarlo tasas de inversión mucho mayores, desarrollo
de industrias pesadas y de punta, mejoramiento de la infraestructura y generación de tecnologías
autónomas pertinentes, todo lo cual fue imposible de lograr en los marcos de la estructura económica
capitalista dependiente y sus patrones de distribución del ingreso y formas de consumo y del
correspondiente tipo de dominación política.
Un segundo elemento ‐éste de orden político‐, también de carácter endógeno y estrechamente ligado al
anterior, provino del desarrollo impetuoso de la lucha de masas y de movimientos populares con
proyección revolucionaria, que entraron a disputar el poder a las clases dominantes. Esto generó como
respuesta procesos contrarrevolucionarios tendientes a detener el ascenso democrático y a arrasar con
las conquistas alcanzadas en el orden político y económico‐social, ante la exigencia primordial de
mantener el orden social imperante que se percibía peligrosamente amenazado.
Un tercer elemento para explicar el colapso del desarrollismo populista en el Cono Sur, éste de origen
exógeno, proviene de la pérdida creciente del impulso a la industrialización, ligado al boom económico
mundial de la post‐guerra que alcanzó su clímax en los años cincuenta y hasta mediados de los sesenta. La
declinación del impetuoso desarrollo del capitalismo de la post‐guerra fue imputada por los sectores
conservadores al fracaso de los regímenes social reformistas y estatistas y condicionó la emergencia de
una corriente social, política, ideológica neoliberal, que, apoyándose en el proceso de la
transnacionalización de la economía, recompuso el marco de la división internacional del trabajo, en
términos de una cada vez mayor vigencia de la soberanía del mercado. Esto se reflejó en el plano político
en la aparición y el auge de un neo‐conservantismo autoritario en las metrópolis capitalistas, siempre
dispuesto a favorecer a los regímenes reaccionarios en el Tercer Mundo, que pudieran poner un dique al
ascenso de los movimientos de liberación nacional y a la influencia del campo socialista en los países en
desarrollo.
En este contexto, en el que se produce el deterioro político de los regímenes democráticos del Cono Sur,
y su desplome más o menos violento, principalmente a comienzos y en la mitad de la década pasada. El
Brasil ‐quizás la democracia más frágil‐ inauguró ya en 1964 la cadena de instauración de dictaduras castrenses contrarrevolucionarias. No vamos a hacer historia. Todo el mundo sabe lo que de entonces
siguió para adelante en el resto del Cono Sur, con su réplica correspondiente en Bolivia y hasta en el Perú,
si inscribimos en este marco la involución hacia la derecha del Gobierno militar de Morales Bermúdez.
Los proyectos políticos‐sociales de las dictaduras castrenses de nuestra región tienen dos rasgos comunes.
Brevemente expresado y en general, el primero de estos rasgos es de que no se trata simplemente de
regímenes represivos, antidemocráticos y fascistizantes. Se trata de contrarrevoluciones transformadoras
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en un sentido regresivo, que intentan desmantelar no solo la institucionalidad democrática y al Estado
como agente activo del desarrollo, sino también destruir los partidos políticos populares, debilitar al
máximo a las organizaciones sociales, combatir y proscribir al pensamiento democrático avanzado, y para
qué decir, las ideas revolucionarias, identificadas como agentes ideológicos del comunismo soviético, en
quien ven encarnado su gran y definitivo enemigo.
En la óptica contrarrevolucionaria, el desarrollismo populista fracasó como proyecto económico para
sustentar el desarrollo productivo y condujo a nuestros países al borde de revoluciones sociales, de
violencias destructivas y de amenazas a valores en ella consustanciales con la humanidad civilizada los de
la libertad y los derechos individuales, la propiedad, la seguridad, la religión, en una palabra, el orden,
entendido a la manera burguesa. Y lo que no es un detalle, a la manera burguesa latinoamericana, extraña
mixtura de lo tradicional y lo moderno, en la que lo conservador es siempre dominante.
Había pues, no solo que reprimir, política y socialmente, sino también reorganizar la sociedad toda,
conforme al pensamiento neoliberal en lo económico, y reaccionario en lo político, entregando a la plena
soberanía del mercado en lo interno y en lo internacional, la dirección de nuestras economías, para que la
mano invisible, que concibiera Adam Smith en el siglo XVIII, pudiera sacarnos del pantano en que nos
habría sumido el estatismo ineficaz, el igualitarismo demagógico y antinatural, alimentados por la perversa
ideología marxista e instrumentados por el comunismo internacional.
En mayor o menor medida, con mayor o menor consecuencia, se intentó llevar a la práctica en nuestros
países semejante anacrónico proyecto, que se propuso nada menos que hacer retroceder la historia ‐fuera de contexto‐, queriendo hacer de nuestros países nuevas Inglaterra y nuevos Estados Unidos, como los de
comienzos del siglo pasado.
En segundo término, ha sido rasgo común de estos trágicos experimentos contrarrevolucionarios, el que
su instrumento y agente principal lo hayan sido las Fuerzas Armadas. No tanto porque éstas se hayan
permeado por el pensamiento neoliberal, sino porque compartían y comparten el contenido reaccionario
de la doctrina de la Seguridad Nacional, que las hace privilegiar en su accionar político todo lo que pueda
contribuir a eliminar la amenaza de la Revolución Social, identificada con el marxismo y el comunismo. No
es de extrañar entonces que las FF. AA. consintieran en entregar a los representantes de las burguesías
monopólicas transnacionalizadas la tarea de rehacer nuestras economías y nuestras sociedades en
términos neoliberales, convirtiéndose ellas en último término en meros instrumentos de aquellas,
tomando bajo su responsabilidad la dimensión represiva y terrorista del proyecto contrarrevolucionario.
EL FRACASO DE LA CONTRARREVOLUCION Y LA GENERACION DEL ESCENARIO PARA LA RECUPERACION
DEMOCRATICA
Todos sabemos cuál ha sido el resultado de los ensayos contrarrevolucionarios en el Cono Sur. A los
factores intrínsecos y endógenos de vulnerabilidad del modelo neoliberal ‐que no es del caso precisar aquí‐, se añadió el efecto depresivo sobre nuestras economías de la nueva fase crítica de la economía
capitalista de los últimos años, lo que produjo un rápido, y para muchos inesperado, colapso de los
proyectos regresivos de reconstrucción social. Sabemos en qué terminaron el milagro brasileño, el proceso
argentino de "Reorganización Nacional", el nuevo Chile de los Chicago boys.
Todos sabemos también lo que significó el costo social y económico de estas frustradas empresas
contrarrevolucionarias, en términos de redistribución regresiva del ingreso, deterioro de los niveles de
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vida del pueblo, miseria, cesantía, liquidación y quiebre de industrias y des‐inversión, retroceso productivo
y, sobre todo, en términos del aumento desmesurado de la deuda externa, inútilmente malgastada y que
ahora se es incapaz de servir.
El derrumbe del modelo neoliberal autoritario y sus efectos sociales y políticos, han creado una situación
social favorable para impulsar la llamada recuperación democrática en el área.
La problemática de este proceso ‐en el que han avanzado algunos países más que otros‐, tiene también
rasgos comunes para toda el área.
Primero. Un estado de parálisis económica, de sub‐utilización de recursos productivos y de crisis depresiva del conjunto de la actividad económica nacional.
Segundo. Una reactivación notoria, en casos agresivos y en gran medida espontáneos, de la movilización
social, producto de la miseria, el hambre y la desocupación.
Tercero. Una consecuente pérdida ‐irreversible y definitiva‐ de legitimidad de las dictaduras militares, que
ha conducido a la mayoría de ellas a su sustitución por regímenes más o menos democráticos.
Cuarto. Una acentuación de la dependencia reflejada en una nueva inserción de la división internacional
del trabajo con marcado carácter neocolonial, en la penetración del capital transnacional en las actividades
productivas, comerciales y financieras, y sobre todo, en el gigantesco endeudamiento externo, cuyo pago
y el condicionamiento impuesto para su servicio, resta autonomía económica a los países deudores y
transfiere en la práctica las principales decisiones económicas que les atañen, al arbitrio de la banca
acreedora.
Quinto. Una peculiar situación del establecimiento militar, que no obstante deteriorado en su prestigio o
aparentemente vuelto a sus labores profesionales, continúa siendo y sintiéndose el garante del orden
social existente, y asignándose el papel de tutor y contralor del proceso democratizador.
Sexto. Un proceso de recomposición del cuadro político tradicional previo a las dictaduras militares, en
que subsisten antiguos agentes políticos, pero a su vez se generan otros nuevos, producto de la coyuntura
y del espontaneísmo de las masas.
Séptimo. Un notorio reflujo ideológico en segmentos importantes de la población, en especial de los
sectores medios, que les hace privilegiar las soluciones de compromiso y asignarse el papel de árbitros
entre los supuestos extremos. Esto, simultáneo y entremezclado con el ascenso de la movilización social
de masas a que hacíamos referencia anteriormente, algunos de cuyos segmentos tienden a radicalizarse,
más en su práctica que en la teoría.
LAS CONDICIONES CHILENAS PARA LA RECUPERACION DEMOCRATICA
Fisonomizada con estos rasgos la situación en que se está dando el desafío para la recuperación
democrática en nuestra región, quiero centrar ahora mis reflexiones en la forma que asume en Chile esta
problemática, la que está condicionada por algunas características de nuestra historia y nuestra sociedad
que es conveniente registrar.
En primer lugar, no debemos olvidar nuestra centenaria tradición democrática, que, aunque se radicó al
comienzo exclusivamente en el seno de las clases conservadoras para resolver internamente sus propios
antagonismos, fue permeando poco a poco a toda la sociedad chilena, gracias a las luchas populares para
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darle contenido a la democracia formal, influir en el poder y mejorar las condiciones de vida de las masas.
Surge así el Estado de compromiso, participativo y benefactor, que caracteriza a la democracia chilena
nítidamente, desde comenzado el segundo tercio del presente siglo.
Consecuente con este rasgo de nuestra sociedad es el rol que han cumplido en ella los partidos políticos,
algunos con más de un siglo de existencia y que a lo largo de la historia han ido recogiendo y encarnando
los intereses e ideologías de las distintas clases y segmentos de clase. Estos partidos políticos se fueron
articulando racionalmente en un arco que va desde la derecha tradicional hasta la izquierda marxista, sin
que factores regionales, caudillismos y elementos coyunturales, hayan logrado en lo sustancial
distorsionar la igualdad social objetiva de los actores políticos partidistas representativos.
Esto se traduce en la actual situación nacional, en que pese a la necesaria rearticulación y renovación
partidista que se advierte con la ruptura de hecho del receso político impuesto por la dictadura, la
influencia proyectada por los partidos políticos más importantes, preexistentes a la dictadura, ha ido poco
a poco perfilándose como el factor más decisivo en la nueva disposición de las fuerzas sociales, de derecha,
de centro y de izquierda, que se va configurando en el actual escenario político nacional.
Complementario a esta supervivencia de los agentes políticos históricos ‐pese al empeño que puso la
dictadura para eliminar a los de izquierda, neutralizar a los de centro y rearticular a los de derecha‐, complementario a ello, repito, se advierte también una tendencia a reproducir la tradicional reagrupación
de los políticos chilenos de los últimos decenios, alrededor de tres polos más o menos equivalentes en
fuerza social y expresión electoral: Derecha, Centro e Izquierda, desempeñando el Centro
‐democratacristianos y radicales‐, el papel de árbitros y componedores de los conflictos sociales y
políticos.
Baste evocar como contraste a este cuadro chileno, el espectro político argentino, en que las dos fuerzas
políticas mayoritarias y cuyo antagonismo define el proceso político ‐radicales y peronistas‐, son ambas
de semejante orientación centrista, una con respaldo mesocrático y otra, más que con respaldo,
constituida por la mayoría de la clase obrera organizada sindicalmente, antagónicas ambas a las fuerzas
sociales conservadoras que no tienen un interlocutor político representativo y cuya ausencia ha sido
determinante para la recurrente intervención militar en la política. O el caso brasileño, en que factores
regionales, liderazgos personales y la debilidad histórica de sus partidos, ha configurado actualmente un
ambiguo sistema partidario, como frágil referente político a la espontánea y masiva movilización social.
No obstante esta tendencia dominante hacia la reproducción en lo esencial del dispositivo tradicional de
las fuerzas políticas chilenas ‐la derecha, nucleada hoy en una media docena de nuevas agrupaciones
políticas y en el resurrecto Partido Nacional; el centro, representado por la Alianza Democrática con
hegemonía democratacristiana, y el Movimiento Democrático Popular, sustentado básicamente por
socialistas y comunistas‐, está claro también que los referentes políticos opositores no dan cuenta ni son
capaces todavía de conducir realmente al tumultuoso movimiento social generado como respuesta al
explosivo derrumbe del modelo económico neoliberal. Está claro también que tampoco las fuerzas de
conservación social están plenamente representadas por sus pretendidos intérpretes partidistas, y que
ellas tienden a mirar más bien a las Fuerzas Armadas, y, algunos hasta al mismo Pinochet, como el mejor
exponente a mediano y largo plazo de sus intereses de clase.
Este comportamiento de la derecha chilena, es consecuencia del acusado instinto de clase que ha ido
adquiriendo, al tener que responder al sostenido avance de las fuerzas populares los últimos decenios, y
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enfrentar la experiencia traumática que significó el Gobierno de la Unidad Popular, al que percibió como
preludio de una profunda e irreversible Revolución Social. En todo caso, esta instintiva y definida posición
y conducta contrarrevolucionaria del núcleo principal de la derecha chilena y del ámbito en que ella
influye, es un dato importante para poder proyectar y dar forma a la transición democrática en nuestro
país. Como lo es también la internalización de la ideología contrarrevolucionaria y fascistizante en las
FF.AA., en buena parte a través de la difusión en su seno de la llamada Doctrina de la Seguridad Nacional.
El conjunto de los elementos expuestos configura una compleja y contradictoria situación en Chile, que ha
ido definiendo sus contornos en el transcurso de los años 1983 y 1984. Como resultado del estrepitoso
fracaso del ensayo neoliberal, la semilla sembrada por la izquierda durante su actividad clandestina de
todo un decenio, y principalmente, el impacto negativo de la crisis económica en las condiciones de vida
populares, han hecho emerger como actor social y político determinante a las masas populares. Estas se
tomaron las calles y asumieron objetivamente un papel protagónico en la sociedad, colocando a la
dictadura a la defensiva, desconcertada y perpleja, sin saber cómo reemplazar a su frustrado ensayo de
recomposición reaccionaria de la sociedad chilena.
Los Estados de Sitio y la agudización de la represión de que hemos sido testigos últimamente, no han
logrado modificar este cuadro en lo fundamental, salvo en el efecto atemorizante y desmovilizador que se
ha observado en sectores de las clases medias.
Frente a este nuevo escenario político y social, favorable y estimulante para el ascenso del movimiento
popular de masas ahora directamente orientado a precipitar la caída del régimen bajo la consigna de
Democracia ahora los actores políticos han reajustado sus conductas y relaciones recíprocas.
El gobierno militar y Pinochet, aislado y acorralado, con una base social de apoyo cada vez más disminuida,
ha ido abandonando vergonzantemente el modelo económico neoliberal, cediendo a las presiones de la
burguesía industrial y de los agricultores que reclaman protección aduanera y alivio para servir sus deudas,
y a las de la burguesía financiera, que acude al Estado para que la salve de su virtual bancarrota. Al hacerse
eco de estas demandas, a través de una amplia gama de medidas, el régimen pretendió neutralizar a la
oposición burguesa y pequeño‐burguesa, que estaban adoptando una actitud cada vez más contraria y de
lucha activa contra la dictadura. Esto sin que se constate un abandono consecuente y de principio de las
teorías neoliberales, muchos de cuyos más ortodoxos exponentes continúan influyendo en el manejo de
la política económica.
Por su parte, la derecha política ‐fragmentada ahora en diversas agrupaciones, con visibles diferencias en
su ideología y en sus proyectos de sociedad, pero unida alrededor del objetivo central de mantener el
orden social e impedir la resurrección de la izquierda‐ ha desplegado diversas iniciativas destinadas a atraer a la Alianza Democrática hacia ella, con el fin de poder ofrecerle a las FF.AA. una base social y política
de apoyo al régimen e invitarles a irse alejando progresivamente de las responsabilidades gubernativas.
Pero pensando siempre en conservar para las Fuerzas Armadas. su rol de tutoría sobre la nación, en el
marco de una democracia limitada o protegida, que excluya del sistema político a las fuerzas
democrático‐revolucionarias nucleadas alrededor del Movimiento Democrático Popular.
Si difícil resulta llevar a feliz término esta salida reaccionaria a la crisis del régimen, por la heterogeneidad
del centro y de la propia derecha y de la tozudez del sector fascista de las FF.AA. representado por
Pinochet, que no se resigna a abandonar el poder, no se presenta mucho más fácil la salida de centro que
patrocina la Democracia Cristiana, liderizando a la Alianza Democrática. Su rechazo al itinerario hacia la
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democracia tutelada contemplada en la fraudulenta Constitución del 80, su negativa de principio a que
pueda Pinochet presidir esta especie de transición a la brasileña, junto a otras demandas democráticas en
lo político y económico, hacen inaceptable su actual propuesta para el núcleo de poder dominante hasta
ahora en las FF.AA. bajo el liderazgo de Pinochet. Por otra parte, la porfiada negativa de la Alianza
Democrática a llegar a acuerdos políticos de fondo con el MDP, no obstante aceptar las acciones conjuntas
a nivel de base, su propósito de excluirlo también de toda participación en un eventual gobierno de
transición y su empeño por diferenciar su imagen de la izquierda, le dificulta e impide a esa combinación
política ejercer el liderazgo a que aspira de toda la oposición, a la vez que origina en su seno, en la propia
Alianza Democrática, contradicciones que desdibujan su perfil político y le restan iniciativa y capacidad
conductora.
Sin embargo, no obstante, la dificultad para materializar estos proyectos de salida a la crisis del régimen,
por la derecha o por el centro, es posible que alguna fórmula intermedia entre estas pueda en definitiva
ser aceptada por las FF.AA. para evitar a mediano plazo la profundización de la crisis política, la
radicalización de las masas, y la emergencia de la izquierda y del MDP como alternativa viable al punto
muerto a que ha llegado la dictadura militar. Lo que para las FF.AA. constituye el mayor peligro, que hay
que evitar a toda costa.
Esto nos lleva a analizar con mayor profundidad la naturaleza intrínseca de la salida de centro, más o
menos matizada hacia la derecha que, pese a las dificultades que encuentra para viabilizarse, es una
posibilidad de tránsito a la democracia, que el propio curso de los hechos puede imponer, más allá de la
voluntad de la izquierda, de la dictadura y de las fuerzas militares y civiles que la sustentan.
CRITICA DEL PROYECTO CENTRISTA DE TRANSICION DEMOCRATICA
La tesis que queremos defender consiste en que el proyecto político, económico e ideológico que subyace
tras la propuesta centrista, es inviable en Chile a mediano plazo. O sea, que, a nuestro juicio, es imposible
que sobre los supuestos en que descansa ese proyecto centrista, pueda en nuestro país consolidarse un
régimen realmente democrático estable, que sirva de marco para un progresivo desarrollo económico y
social hacia más avanzadas formas de convivencia social.
Desde luego hay que dejar sentado que hay en Chile un consenso básico y explícito entre las fuerzas
consecuentemente opositoras de centro y de izquierda, en reconocer como objetivos centrales y comunes
de toda la oposición democrática, uno, la salida de Pinochet y el término del régimen militar; dos, la
constitución de un gobierno de transición ampliamente representativo de las fuerzas anti‐dictatoriales;
tres, la recuperación por el pueblo de su soberanía a través de elecciones libres y sin exclusiones, y, cuatro,
el abandono definitivo del modelo monetarista con la mira de promover la reactivación económica y la
redistribución del ingreso, a través de una acción decidida del Estado en el marco de una economía dirigida
a satisfacer las necesidades básicas de la población y no las exigencias del mercado.
Sobre eso hay consenso entre la Alianza Democrática y el MDP y las otras fuerzas opositoras de Izquierda
que se encuentran entre ambos, agrupadas en el Bloque Socialista, y hasta en sectores de la propia
derecha.
Sobre estos consensos sería posible construir un Gran Acuerdo Democrático Nacional, expresado en la
base social y en sus referentes políticos, que interpretaría plenamente a la inmensa mayoría de los
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chilenos, y en especial a las clases populares y los sectores medios productivos y no productivos más
duramente golpeados por la crisis económica y por el régimen represivo militar.
Pero hasta ahora ha sido imposible configurar esa amplia y no excluyente coalición democrática, por la
negativa de la Democracia Cristiana y otros partidos de la Alianza Democrática a veces clara y tajante, a
veces vergonzante y ambigua, pero negativa siempre a conformar ese gran concierto político democrático.
Con ello se obstaculiza el avance y la lucha unitaria de las fuerzas opositoras que, coaligadas serían
visualizadas por la opinión pública cómo una alternativa fuerte y viable de reemplazo al régimen militar.
La actitud excluyente y, discriminatoria de la DC frente a la izquierda agrupada en el MDP, condiciona la
existencia de una oposición bicéfala, no obstante, los acuerdos puntuales para acciones comunes de
carácter coyuntural. Y esa brecha entre el centro y la izquierda, debilita a la oposición en su conjunto e
impide la constitución de una mayoría democrática coherente y unida, tanto en su conducción política
como en la base social.
Es interesante destacar que, cada vez más en el llamado Bloque Socialista, se fortalecen las tendencias
favorables a la reconstrucción unitaria y renovada de la izquierda, acercándose a las posiciones del MDP.
Con esta política centrista discriminatoria con la izquierda, se ayuda al régimen a sobrevivir, prolongándose
innecesariamente su agonía y se hacen más profundas las diferencias entre el Centro y la Izquierda,
contribuyéndose así a que se produzca la anterior disposición en tres nucleamientos partidistas de las
fuerzas políticas chilenas. Disposición ésta que demostró, ya a fines de los años 60, su ineficacia y
disfuncionalidad para la estabilidad de la democracia y el progreso económico y social.
Esta disposición tripartita de fuerzas divide al campo popular y entorpece la cristalización en la práctica de
una correlación de fuerzas desfavorable a la dictadura, que es condición y supuesto de su derrota política.
Pero hay más. Esta disposición de fuerzas políticas proyectada hacia el futuro, impedirá también la
consolidación de la democracia y su estabilidad, creando condiciones para nuevas incursiones
antidemocráticas de las FF.AA. en la política, sobre la base de la dispersión y el antagonismo entre las
fuerzas democráticas. Lo que, por lo demás, ya ocurrió en 1973 y fue factor decisivo en el éxito del golpe
contrarrevolucionario.
Detrás de esa terca negativa, sobre todo de la cúpula dirigente de la DC y otros partidos de centro, a
aceptar el llamado para constituir un Gran Acuerdo Democrático Nacional, se esconde y se manifiesta, a
la vez, el rol objetivo que las clases medias y la pequeña burguesía tienen en la sociedad y adoptan frente
a la lucha de clases, y el papel que se autodesignan en el sistema político.
La razón esencial de este comportamiento político de la cúpula superestructural de los partidos de centro
chilenos, y en especial de la DC, reside en que no han asumido la realidad de la contradicción fundamental
de la sociedad contemporánea, entre el capital y el trabajo, entre el capitalismo y el socialismo,
contradicción que sobre determina a todas las otras, pero que se manifiesta en formas diversas en los
distintos escenarios sociales. Por ejemplo, en Chile ahora, esa contradicción fundamental toma la forma
de una contradicción entre democracia y dictadura, la que pasa a ser, en consecuencia, la contradicción
principal en el periodo, cuya resolución es previa y supuesto para que se resuelvan después todos los otros
conflictos en que pueda expresarse aquella contradicción fundamental.
Al ignorar esa contradicción fundamental, el centro político se queda al nivel de las apariencias en que
ahora aquélla se refleja. Esto significa sobredimensionar el valor de la democracia como respuesta integral
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a la crisis chilena, de la que es condición necesaria, e imprescindible, pero no suficiente. Por tanto, la
instalación de la democracia es incapaz por sí sola de resolver los conflictos que subyacen en lo más
profundo de una sociedad capitalista, raquítica, deformadora y dependiente. Esta idealización de la
democracia conducirá a la desilusión y a la frustración, cuando la práctica demuestre que el
restablecimiento del Estado de Derecho, el respeto a los derechos humanos y la recuperación de la
soberanía popular, refractados por la lógica de clase del sistema capitalista, siendo aún valores absolutos
e irrestrictos y no meros instrumentos para acumular fuerzas, no son capaces per se de apuntar a la
solución del conflicto esencial de nuestra época histórica. Conflicto que mientras no esté resuelto, se
manifestará en una u otra forma en la superficie de la vida social.
La relación entre la democracia formal y la utopía democrática integral que el hombre va construyendo en
la historia, es la que existe entre lo relativo y lo absoluto, cuya diferencia como anota Lenin, no es más que
relativa, pues siempre hay algo de absoluto en lo relativo. La democracia formal en nuestro caso, lo
relativo, lleva en su seno algo de absoluto. Y eso lo hemos vivido los latinoamericanos, al vernos privados
bajo la dominación militar fascista del valor que significa la legalidad y el reconocimiento de los derechos
humanos, y quedando sujetos a la arbitrariedad y al terrorismo de Estado.
Pero volvamos a nuestro tema. En el diseño del proyecto político excluyente y divisionista del Centro
político, consecuencia de no asumirse en toda su profundidad la lucha de clases, se refleja una percepción
subjetiva de la realidad que la distorsiona y en la que es el centro político se atribuye el carácter de árbitro
entre intereses sociales antagónicos, y de promotor de un interés común que estaría por encima de todos
los demás. Este razonamiento lo lleva a percibir como oposición principal en nuestra sociedad, la que se
genera entre ese centro arbitral, moderador y consensual, y los sectores políticos extremos reacios a
subordinarse en función del logro de ese presunto bien común y decididos a hacer primar su interés
corporativo, grupal o partidista por sobre el interés general. Esos sectores políticos extremos lo serían en
Chile hoy, los fascistas y ultra‐liberales autoritarios a la derecha, y los marxistas‐leninistas, comunistas y
pro‐soviéticos a la izquierda. Esta línea de pensamiento se refuerza a su vez, con la identificación que se
hace de los supuestos extremos, con el violentismo, el terrorismo y las conductas antidemocráticas, lo que
llega a justificar incluso, para algunos, la exclusión de los sectores extremos del sistema político.
Este burdo maniqueísmo que identifica en política al centro como "lo bueno", y a los "extremos", como lo
malo, encuentra sus raíces sociológicas y psicosociales en la óptica cognoscitiva que emerge desde la
posición que ocupan y el rol que cumplen las llamadas capas medias en la sociedad moderna. No es aquí
la oportunidad para profundizar esta dimensión gnoseológica del tema.
Para que este arbitrario esquema de interpretación socio‐política funcione, es menester que existan esos
extremos y además que sean percibidos como negativos e indeseables. Y si no existen o no es fácil que su
imagen sea negativa para la opinión pública, hay que adecuar la realidad a la imagen que se necesita,
enfatizar lo que opone a los extremos con relación al centro y lo que los asemejarla entre sí, para lo que
los conceptos de totalitarismo, violentismo y terrorismo, cumplen adecuadamente su rol.
Bien se comprende cómo esta percepción ideológica de la realidad social la falsea absolutamente e
identifica nada menos que a la Revolución con la contrarrevolución, asignándole a la primera los caracteres
negativos de esta última, sobre la base del más superficial enfoque empírico‐positivista de los hechos. En sus últimas consecuencias, esta percepción de la realidad conduce a legitimar a la violencia
institucionalizada y a ilegitimar la respuesta popular para combatirla.
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Este enfoque de la realidad sirve a las mil maravillas para obstruir y dificultar la unidad de todas las fuerzas
democráticas chilenas, favorece en consecuencia a la permanencia de la dictadura y retarda el
advenimiento de la libertad y de la democracia.
INVIABILIDAD DE LA DIMENSION ECONOMICO SOCIAL DEL PROYECTO CENTRISTA
Traducida esta visión ideológico‐política de la realidad, subyacente en el proyecto de centro, al plano económico social, ella se expresa fundamentalmente en la idea de que para hacer frente a la desastrosa
herencia que dejará la dictadura una economía en ruinas y una sociedad desarticulada, hay que reconocer
la necesidad de un periodo de emergencia en el que "los extremos" en este caso la derecha económica y
el mundo del trabajo, resuelvan postergar la satisfacción de sus intereses corporativos, en aras del interés
común de la sociedad, a fin de que el Estado pueda reactivar la economía, redistribuir el ingreso,
incrementar la inversión pública y poder servir la deuda externa en condiciones compatibles con poner en
marcha a la economía hoy semi paralizada.
Para la propuesta de centro, esta política arbitral contempla también concesiones a las clases
potencialmente conflictivas. Como este proceso de reactivación mantiene en lo sustancial la estructura
capitalista de la sociedad, supone que el sacrificio que se solicita de los agentes económicos privados no
elimine el incentivo del lucro como motor de su actividad e implica por tanto un régimen que no solo
garantice su seguridad sino le dé también al capital privado margen para obtener ganancias razonables.
Como se parte de la base que la clase obrera, campesinos y capas medias han sido especialmente
perjudicados por el experimento neoliberal, es también indispensable mejorar su nivel de ingresos, con
cargo a las utilidades de las empresas, con lo que adicionalmente se logra aumentar la demanda efectiva
de la población y ampliar el mercado para la industria doméstica, hoy decaída por la disminución del poder
de compra de la población. Este mejoramiento del nivel del ingreso de los sectores postergados, a su vez
debería regularse de manera de no alcanzar niveles que desincentivaran a la actividad privada o desataran
incontrolables presiones inflacionistas. Como la práctica neoliberal ha demostrado la incapacidad de los
agentes económicos privados para levantar una economía pujante, el Estado debe reasumir su tradicional
papel en Chile de promotor de la actividad económica y de agente de acumulación, y de dueño y gestor
incluso, en algunas áreas estratégicas de la economía, con las consiguientes limitaciones al ejercicio de la
actividad empresarial privada.
Todo este proyecto económico social, se concibe en el marco de una democracia política, sin exclusiones
ni proscripciones. Pero debe ser conducido e implementado por un Gobierno, en el que no participaría ni
la derecha ultraconservadora ni tampoco la Izquierda agrupada hoy en el MDP. El Gobierno descansaría
en los partidos de centro, y promovería entre empresarios y trabajadores un Pacto Social, por el cual
ambos sectores limitarían sus reivindicaciones corporativas y otorgarían un mandato de confianza al
Gobierno de centro, para que éste pudiera llevar a cabo y culminar la transición. Las FF.AA., depuradas de
los responsables de conductas delictivas, volverían a sus cuarteles a cumplir su deber profesional,
obedientes como antes al Poder Civil.
Desde luego, este diseño del proyecto de Centro ‐sustentado como fuerza política principal en la
Democracia Cristiana‐ no es sino el intento de hacer resucitar en Chile el modelo desarrollista populista,
el llamado Estado de compromiso que predominó en el país durante los cuatro decenios anteriores al
golpe militar que derribó al Gobierno de la Unidad Popular, con algunas modalidades especiales.
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Ahora no se quiere incurrir en las deformaciones estatistas y burocráticas de que habría adolecido el
modelo desarrollista‐populista en Chile, con su cortejo de ineficiencias y distorsiones. El Estado actuaría más por vía indirecta que por intervención abierta en el rumbo económico. No se caería en el extremo de
sobreproteger a la industria ineficiente y de generar por esta y otras vías artificiales encarecimiento del
costo de la vida. Habría también una mayor preocupación por la magnitud y uso del gasto público y más
ponderación en la política de créditos y remuneraciones, para evitar el desate de un proceso inflacionista
y sus efectos desorganizadores en todo el sistema económico, Con sus perversos efectos
desestabilizadores en lo político.
Esta moderación en el comportamiento del Estado, en relación al periodo anterior al golpe, se corresponde
con suponer una mayor racionalidad en el comportamiento de las distintas clases y fracciones de clases,
reflejada en su disposición a admitir el papel arbitral del Estado de compromiso cristalizado en el llamado
Pacto Social ‐a la manera del Pacto de la Moncloa, que facilitó la transición democrática en España‐, y que juega en este proyecto centrista chileno un papel clave para darle viabilidad.
Al respecto, habría que observar que entre las condiciones que hicieron posible el Pacto de la Moncloa
hay que registrar que aquel se logró cuando todavía España se encontraba inmersa en el clima expansivo
de la economía mundial, antes de que se produjera la actual crisis recesiva, de manera que se solicitaban
sacrificios a un empresariado y a una clase obrera todavía recibiendo los efectos positivos del gran "boom"
de post guerra de la economía mundial.
En Chile, la transición se instala en el marco de una profunda depresión económica, que asumió en nuestro
país, por responsabilidad de los "Chicago boys", una intensidad mucho mayor que el término medio
mundial y latinoamericano. Idealmente, esto legitimaría incluso, mayores sacrificios, pero en la realidad
es todo lo contrario. La magnitud y la fuerza de las justificadas demandas insatisfechas durante el decenio
dictatorial, van a originar, en las condiciones políticas explicitadas en el modelo, mayores e irresistibles
presiones de todas las clases que han sido perjudicadas y que son la inmensa mayoría del país.
El suponer en Chile la repetición del episodio de la Moncloa, y todavía promovido, por un gobierno que
excluye de su composición al sector más representativo y combativo del movimiento popular, es a nuestro
juicio una utopía.
Para visualizar la situación previsible que analizarnos, pensemos un momento en las demandas de los
cesantes, que van a exigir trabajo, en los pobladores sin casa que van a reclamar su techo, en los sufridos
campesinos, quizás los más golpeados por el régimen militar, pidiendo la entrega de sus tierras que la
dictadura devolvió a los latifundistas, etc. En el caso supuesto que las directivas políticas y sindicales
representativas de esos sectores se decidieran a suscribir compromisos como los que se les piensa solicitar,
ellas serían obviamente desconocidas y sobrepasadas por la presión de la base social, movilizada en
plenitud en el nuevo clima de libertad de una democracia recuperada.
Lo mismo vale para el sector empresarial. La demanda por créditos, reprogramación del servicio de las
deudas, protecciones aduaneras, etc., se desatarán también con semejante fuerza que la proveniente del
mundo del trabajo.
Y la estructura del Gobierno de transición que se plantea por el centro político. no tiene la fuerza ni la
homogeneidad ni el liderazgo necesario para poder resistir esas presiones. Todo esto, agravado todavía
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por la insoportable constricción que significa el tener que servir una deuda externa de la magnitud de la
chilena.
Pero el problema es más de fondo. Ascendiendo a un nivel más abstracto de reflexión, cabe preguntarse
si en las actuales condiciones, el modelo desarrollista‐populista, en el marco de un Estado democrático de
compromiso, apoyado fundamentalmente en las capas medias, es idóneo para reinstalar y consolidar la
democracia chilena y permitir avanzar hacia la reconstrucción de la sociedad chilena en términos de
libertad política, de progreso económico y justicia social.
Nuestra tesis es que aquello no es posible. Aun dejando de lado las dificultades de ingeniería política para
poder configurar en los hechos este proyecto centrista, a lo que aludíamos en páginas anteriores, y
suponiendo que llegara a viabilizarse su puesta en marcha en su doble dimensión, ideológico‐política y económico‐social, nuestro diagnóstico es pesimista en cuanto a sus resultados.
Fundamentaremos este juicio. El proyecto centrista para resolver la crisis económica a que ha conducido
al país la dictadura, tiene que partir, como cualquier otro proyecto alternativo, de un dato de la causa: el
proceso de recuperación económica se inscribe en el cuadro de una recesión económica mundial, con una
industria desmantelada y desprotegida, y la que subsiste, con una considerable capacidad ociosa, con una
muy desigual distribución del ingreso y, por consiguiente, con una demanda muy decaída. Todo tras un
decenio en el que ha habido escasa o nula inversión productiva; con una estructura de la oferta
distorsionada por la estructura de la demanda, determinada a su vez por la concentración de la riqueza en
un reducido sector de la población; con una deuda externa cuyo servicio excede a la capacidad de pago
del país y con un aparato del Estado disminuido en cuanto proveedor de servicios básicos a la población e
hipertrofiado en cuanto sostén de un costoso sistema militar y represivo.
Una economía debilitada y deformada, como la que se describe, en condiciones democráticas como las
que postula el modelo que analizamos, será objeto de un conjunto de exigencias económicas que el
proyecto legitima y aspira a satisfacer.
Cuáles son esas exigencias.
En primer lugar, las provenientes de la necesidad de expandir el, gasto público para finalidades tanto
económicas, crédito, inversiones directas e infraestructura, como sociales educación, salud, vivienda y
creación de nuevas plazas de trabajo.
En segundo lugar, las provenientes de la urgencia por redistribuir más equitativamente el ingreso en favor
de la población trabajadora, a través de alzas de las remuneraciones, las que por otra parte incrementarán
la demanda efectiva y presionarán para satisfacerla a la debilitada estructura productiva.
En tercer lugar, las provenientes de la imperiosa necesidad de aumentar la tasa de acumulación ahora en
los niveles más bajos de esta centuria, con el fin de hacer posible las requeridas inversiones públicas y
privadas.
En cuarto lugar, las provenientes de la necesidad de servir la deuda externa, cuya magnitud ya hemos
señalado.
Todas estas exigencias serán apoyadas por una fuerte presión social de los sectores sociales interesados y
cuya adhesión al Gobierno democrático es fundamental para darle estabilidad.
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Y, lo que es decisivo, todo esto en el marco general de una economía capitalista, en la que el predominio
de las leyes del mercado es dominante. Esto significa que la orientación de las inversiones estará
condicionada por la estructura de la demanda efectiva, a su vez determinada por un patrón de distribución
del ingreso que debe ser compatible con el funcionamiento de una economía cuyos agentes principales lo
seguirán siendo los privados. Lo que a su vez se corresponde con los patrones de consumo que reflejan la
escala de valores prevalecientes de este tipo de sociedad. Esto significa desde el punto de vista de la
asignación de recursos una quinta fuente de exigencias que es necesario satisfacer. Parte considerable del
ingreso nacional necesariamente deberá ser utilizado a satisfacer necesidades provenientes de los
patrones de consumo de los sectores de altos ingresos, con el consiguiente mal uso de los recursos
humanos, materiales y financieros que se destinen para dichos efectos. Este condicionamiento del modelo
es inmodificable, si se quiere que sean los agentes privados el motor principal de la actividad económica,
lo que hace necesario se respete un umbral que asegure la reproducción del sistema, de acuerdo con la
lógica económica y valórica que emana del sistema social, y que está signada por su disfuncionalidad con
la satisfacción prioritaria de las necesidades básicas de la población.
Dados estos parámetros económicos‐sociales del proyecto centrista y los supuestos políticos democráticos
y excluyentes a la vez, creemos con certeza que la debilitada economía nacional es incapaz de satisfacer
estas simultáneas exigencias económicas, y que la precaria sustentación política del eventual Gobierno, a
su vez, es incapaz de resistir con éxito las diferentes presiones sociales que se desatan y poder
compatibilizar la satisfacción de requerimientos tan contradictorios.
Esta incapacidad del sistema político para enfrentar estos desafíos se reflejará, o en el colapso del sistema,
o en el intento de buscarle una salida dentro de sus propios marcos.
El colapso del sistema se produce como consecuencia de la creación a corto plazo de condiciones para la
gestación de otra asonada militar contrarrevolucionaria; a pretexto del desorden e inseguridad social y
económica y del desgobierno.
La salida a esa situación dentro de los márgenes de la propuesta centrista ‐si no se quiere entregar en los
hechos las decisiones económicas y políticas al capital monopolista aliado a los intereses imperialistas ‐, no es otra que resignarse a aceptar como política un abultado déficit fiscal y un acentuado desequilibrio
de la balanza de pagos con su secuela necesaria: la desvaloración monetaria y la reincidencia en nuestra
tradicional espiral inflacionista. Todos sabemos que esta salida es aparente y no real y sus perversas
implicancias sociales, económicas y políticas las debemos tener presente, porque fueron causantes
decisivas en la quiebra de los regímenes democráticos en el Cono Sur, y preludio del advenimiento de las
dictaduras fascistizantes neoliberales.
Es cierto que en un primer tiempo la presencia de capacidad ociosa en el plantel industrial, el
relativamente bajo piso inflacionario que se heredera ‐si se lo compara con el caso argentino‐, y una eventual buena voluntad de los gobiernos de los países acreedores, pueden proporcionar al régimen de
transición o al que lo suceda, si éste también se inspira en el proyecto centrista, algún respiro y libertad
de maniobra para comenzar a implementarlo. Pero este tipo de relativo alivio será breve. Por eso
afirmamos que el proyecto centrista, que la resurrección en Chile del modelo desarrollista populista, tiene
el techo bajo, y ya hemos explicado por qué el intento de darle viabilidad económica y estabilidad política
a través de un Pacto Social como el que postula la Democracia Cristiana, no es posible llevarlo a la práctica
en la dirección y con el condicionamiento político excluyente de la izquierda, con que se lo plantea.
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Pensamos, en síntesis, que la eventual aplicación de esta salida política centrista a la crisis del régimen
militar, conducirá en términos de muy pocos años o antes a la reproducción de un cuadro de inquietud y
descontento laboral, de desorganización y desequilibrio económicos, de agitación e inseguridad social.
Este cuadro, repetimos, de todos conocidos, es la antesala para la derechización del proceso de transición,
ya sea por el expediente de encubrir su contenido contrarrevolucionario con un ropaje formalmente
democrático, pero en su esencia represiva, o simplemente, por la generación de otra nueva versión
contrarrevolucionaria fascistizante desembozada, con abierta intervención militar. Es el riesgo de
argentinizar en el futuro la política chilena, ya que el proyecto centrista no contempla la transformación
radical y democrática de la naturaleza misma de las FF.AA. tradicionales.
LA SALIDA DEMOCRATICO REVOLUCIONARIA A LA CRISIS DE LA DICTADURA MILITAR
¿Significa todo este negativo pronóstico de la trayectoria de una eventual realización del proyecto
centrista que no hay otra salida democrática posible para Chile?
De ninguna manera. Creemos que esa salida virtualmente existe, en las condiciones concretas del Chile de
hoy. Y repárese, hablamos de una salida democrática, que dé cuenta y responda a la gran demanda
nacional de "Democracia ahora". No hablamos de una salida socialista para hoy, ni de ninguna respuesta
utópica o verbalista a la problemática concreta con que nos enfrentamos.
Reiteramos: la contradicción principal en Chile es democracia o dictadura militar. Y a eso hay que
contestar. El núcleo conflictivo de clase de la sociedad contemporánea, y por tanto de Chile, que subyace
como trasfondo de nuestras dificultades, se irá resolviendo a través de la forma como podamos responder
a ese problema actual, concreto, y apremiante que siente y vive el pueblo de Chile: cómo sacar a Pinochet,
poner término al régimen militar y recuperar la democracia y la soberanía para el pueblo.
La respuesta es simple, como lo son siempre las grandes verdades: construir en Chile un sujeto político,
una fuerza política dirigente que sea capaz de orientar, organizar y conducir al movimiento social ya
desencadenado, que es ampliamente mayoritario en el país y que carece ahora de suficiente dirección. Lo
que supone, simultáneamente y a nivel estrictamente político, desarrollar las instancias políticas unitarias
existentes con esa orientación consecuentemente democrática. Consecuente, en el sentido de su
amplitud, que debe abarcar el amplio espectro social y político antidictatorial, neutralizar a los sectores
vacilantes, aislar a lo poco que le queda de apoyo a la dictadura y aprovechar las diferencias y
antagonismos en su seno, para debilitarla cada vez más y poder así lograr en los hechos una correlación
de fuerzas sociales y políticas abiertamente favorables a la recuperación y renovación democráticas.
No queremos aquí insistir en algo que se repite con majadería, que es la verdad principal en que descansa
una salida democrática‐revolucionaria a la crisis del régimen: el papel determinante que el pueblo
movilizado, la lucha de masas tiene en la viabilización de este proyecto. Y ello por una razón muy sencilla.
Es un hecho que esa movilización social existe, que el estado de ánimo de las masas es combativo e
insurgente. Los acontecimientos de los últimos meses lo demuestran.
Pero esa materia prima para empujar un proyecto consecuentemente democrático, carece de la necesaria
organización, atractivo y conducción para volcar la correlación potencial de fuerzas a su favor.
Pero no existe solo esa materia prima energética que emana de la movilización social.
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Existe también un cuerpo de ideas y de objetivos programáticos para la transición, no solo consensual en
la izquierda nucleada en el Movimiento Democrático Popular e incluso en el Bloque Socialista, sino
también compartido en lo sustancial por las expresiones orgánicas del movimiento social. Mencionaremos
solo al Comando Nacional de Trabajadores, que agrupa a todas las organizaciones sociales anti
dictatoriales, y a la Coordinadora Nacional Sindical, la principal central laboral que integra ese Comando,
para no mencionar a la vasta red de entidades de toda índole que se han generado en la lucha, y cuyos
planteamientos programáticos son, reitero, absolutamente consensuales, desideologizados y ponen el
acento en lo que une, que es mucho y lo principal, dejando para después lo que en el futuro puede ser
controvertible. Hay en esto un considerable avance en la conciencia política chilena, un mayor realismo y
pragmatismo, que teniendo también un aspecto negativo en cuanto favorece su manipuleo por las fuerzas
centristas, ayuda en términos de la izquierda a combatir y derrotar al diversionismo ideológico y al
bizantinismo teorizante que tanto perjudica a los proyectos unitarios.
A la existencia de esa energía social, considerable y combativa, hay que agregar pues, el consenso
programático como elementos condicionantes de la Unidad. Ese consenso penetra hacia el centro y es
compartido por la mayoría de la base social de los partidos de la Alianza Democrática y por las corrientes
más evolucionadas del Bloque Socialista.
Pero, ¿existe alguna orgánica que sirva como referente político inicial, al menos, del movimiento social y
en la que cristalice ese consenso programático?
Sí existe. Es el Movimiento Democrático Popular y potencialmente todo el espectro de izquierda que
converge cada vez más con él. Allí han confluido las fuerzas políticas más profundamente enraizadas en el
pueblo chileno y en su tradición de lucha, y que la dictadura fue incapaz de destruir. Allí convergen fuerzas
que representan las más importantes vertientes políticas, ideológicas, culturales y orgánicas que
componen la Izquierda Chilena.
Pero indiscutiblemente el MDP, que es instintivamente sentido por el pueblo como su referente político
privilegiado, no es capaz hoy de vertebrar, organizar y conducir al vasto movimiento social antidictatorial
desatado en el país, ni tiene por sí solo la fuerza para derribar al régimen militar. Representa al tercio de
izquierda consecuente del arco político chileno. En consecuencia, para superar esa esterilizante
disposición tripartita de nuestro cuadro político que por inercia tiende a mantenerse, hay que romperlo,
y construir un más vasto y robusto sujeto político, capaz de llevar, adelante el programa democrático
avanzado sobre la base de la gran mayoría democrática nacional.
¿En qué radica la importancia de crear ese sujeto del proceso de transformaciones democráticas que
represente realmente a las mayorías nacionales y para cuya construcción existen, como hemos visto, los
ingredientes sociales, ideológicos y políticos que lo hacen viable como gran proyecto de forja de una fuerza
dirigente de la Revolución Chilena?
Su importancia fundamental consiste en que, habiéndose constituido como sujeto político, como agente
real, unitario, movilizador y conductor de las grandes mayorías nacionales, es posible plantearse un tipo
de Pacto Social distinto del que propone la DC y el centro político. Un pacto ‐que el MDP denomina Gran
Acuerdo Democrático Nacional‐, que no esté dirigido a la imposible conciliación de intereses de clase ‐en su esencia incompatibles, y en la coyuntura, utópico‐, sino que se encamine a resolver estratégicamente
ese conflicto de clase, de manera progresiva, comenzando por la reimplantación y renovación democrática
de Chile, en lo que coincide la enorme mayoría del país y para lo cual hay fuerza potencial para imponerlas.
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Fuerza no solo reflejada en mayoría numérica, expresada electoralmente, sino fuerza en términos
orgánicos, políticos e ideológicos, lo que tiene su proyección en el plano militar, ya sea en términos de
capacidad para responder con la violencia revolucionaria y organizada de masas a la violencia
contrarrevolucionaria, ya sea por el impacto de esa fuerza en el seno de las FF.AA. tradicionales. No para
convertirlas en realmente democráticas, lo que es imposible, sino para neutralizarlas o debilitarlas en su
incidencia política.
La fuerza y amplitud que requiere ese sujeto político debe provenir de la unidad y organización de las
mayorías nacionales, alrededor de un programa democrático de consenso para la transición, y debe
estructurarse alrededor de quienes en la práctica más empeño pongan en su construcción, más
homogéneos sean en su pensamiento y más organizados y resueltos se comporten en la lucha contra la
dictadura.
Esa fuerza orientada y conducida por quienes más conscientemente la promueven, está en condiciones de
alcanzar la hegemonía dentro del campo popular y de lograr el máximo de acumulación de fuerzas de toda
índole, para hacer real la potencial correlación social y política ampliamente favorable para la oposición, y
para lograr por esa vía, la primacía de las tendencias más consecuentemente democráticas, en el seno de
la coalición antidictatorial.
¿Es posible avanzar en esa dirección y arrastrar a los partidos de centro y sus referentes sociales en que
ellos influyen, hacia la conformación de ese Gran Acuerdo Democrático Nacional?
Sí, es posible. Desde luego, y aunque sea redundante, porque en la base social esa coincidencia en la
práctica y en el programa se está dando, y yo diría más, está dada: allí está el Comando Nacional de
Trabajadores, como expresión más lograda de ese acuerdo en el plano social. Y en el plano estrictamente
político, las mayorías de las bases populares y muchos líderes sociales de la democracia cristiana y del
radicalismo están también en disposición para avanzar en esa línea de unidad y lucha.
En esto radica, por otra parte, la debilidad intrínseca de la combinación centrista Alianza Democrática, en
la cual hay una fuerte tendencia que empuja más y más hacia el logro del Gran Acuerdo Democrático
Nacional, Oposición Nacional Unida, o como quiera llamárselo.
Para que esa tendencia hacia la unidad con la izquierda y por la izquierda llegue a ser dominante en el
Centro político, es menester que la expresión orgánica de la izquierda, el MDP, alcance un nivel superior
de conciencia de su rol, de unidad en su conducción, de amplitud y atracción en su convocatoria y de
combatividad organizada en la calle y en los frentes concretos de lucha.
Solo una correlación de fuerzas favorable a la democracia, percibida como tal por la opinión pública y por
los sectores vacilantes, lograda por el concierto político de todas ellas, puede arrastrar a aquellos a una
oposición activa y combatiente.
Solo en esas condiciones, la opinión pública visualizará la existencia de una alternativa viable a la dictadura,
con apoyo social y conducción política unitaria y coherente, de manera de deshacer la imagen de una
futura situación caótica como resultado del alejamiento de los militares del poder.
Solo en esas condiciones se puede plantear una derrota política de las FF.AA., a través de su ilegitimación
frente a las mayorías nacionales y hacer viable la transformación de su naturaleza y de su rol de clase. Lo
suyo, vale también para el Poder judicial, uno de los baluartes del orden establecido y cómplice desde el
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primer momento de la dictadura. Se trata de no repetir el grave error cometido por la Unidad Popular
durante su Gobierno, de no transformar la estructura institucional del Estado, y, en consecuencia, dejar
intocado el soporte armado y legal que sustenta, al orden establecido.
Y lo que es más importante, solo en esas condiciones se puede generar la confianza, el crédito público, el
liderazgo sobre las masas, de la conducción democrático‐revolucionaria, que haga posible que ésta las oriente, y las dirija hacia los objetivos democráticos consensuales. No sobre el supuesto de la renuncia por
los trabajadores a la satisfacción de sus aspiraciones en aras de metas que no son las suyas ‐como lo
plantean los partidos del Pacto Social‐, sino sobre la base de que el real liderazgo y ascendiente alcanzado por la vanguardia política ante las masas, le vaya permitiendo a ésta desde el Gobierno, ir ordenando,
planificando, fijando prioridades y urgencias entre las diferentes tareas que vaya exigiendo el
cumplimiento del programa democrático, al calor de las exigencias de la lucha contra sus adversarios de
adentro y de afuera. Las dificultades económicas se desplazan así al terreno político y es en este plano el
único en que pueden resolverse.
Se trata, en otras palabras, de generar, a través de la unidad en la lucha por una salida
democrático‐revolucionaria, las condiciones que permitan a la vanguardia del movimiento popular
conquistar un liderazgo y un ascendiente sobre las mayorías nacionales y luego, ejercer ese liderazgo y
aprovechar ese ascendiente para ir desplazando en el tiempo y con las prioridades que el desarrollo del
proceso vaya requiriendo, el cumplimiento de los objetivos programáticos, sobre el supuesto irrestricto
de garantir a toda la población las mínimas condiciones para una vida digna y humana. Se trata,
brevemente, de construir un capital político suficiente ‐cristalizado en el liderazgo de la vanguardia‐, que haga posible con el apoyo del pueblo organizado, atravesar la etapa más difícil y estrecha de la trayectoria
del proceso democrático‐revolucionario, en la que éste ‐combatido desde adentro y desde el exterior,
reclama del pueblo la fe y la confianza en su conducción, la disciplina y la austeridad necesarias para vencer
al enemigo de clase e ir pudiendo así satisfacer progresivamente sus legítimas aspiraciones, lo que solo
puede lograrse plenamente en las condiciones generadas por, en y bajo el estímulo de la lucha misma y
de sus progresos.
Dicho de otro modo, las austeridades, rigores y sacrificios compartidos que no son sino la expresión de la
debilidad económica en relación con la óptica de los proyectos de clase centristas, son asumidos en la
perspectiva democrático‐revolucionaria como exigencias del avance del pueblo y como ingredientes del
proceso de construcción de una nueva, más rica y más justa sociedad, complementario con el
aseguramiento de condiciones dignas de existencia. Contrastando con este enfoque democrático
revolucionario en la perspectiva del socialismo, aparece de manifiesto el trasfondo conservador del
proyecto centrista, en que el llamado a la paz social en nombre del bien común, encubren el no
cuestionamiento de la estructura capitalista de la sociedad y su escala de valores y la pretensión de que el
sistema socio‐político construido sobre ella, pueda ir absorbiendo dentro de sus estrechos márgenes los
distintos conflictos sociales, sobre la base de compromisos y conciliaciones, que incluso llegan hasta
impedir el funcionamiento y reproducción del propio sistema.
La gran tarea de hoy, pues, consiste en la forja de un instrumento político, de una vanguardia, que está en
germen en el Movimiento Democrático Popular y que debe ampliarse al resto de la izquierda, a fin de que
en alianza con las demás fuerzas democráticas, y conquistando en la práctica su hegemonía, se pueda
romper el esquema tripartito del arco político nacional y se divida a los chilenos en función de lo que ahora
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es principal y supuesto para todo lo demás: los que están con la dictadura y los que están por la democracia
ahora y sin restricciones.
Para eso hay que reconocer, como se deja dicho, que el MDP, pese al avance que significa en muchos
sentidos frente a la versión de la izquierda expresada en la UP en el pasado, todavía tiene carencias
fundamentales que debe superar, si es que se pretende que sea algo más que una reproducción de lo que
fue la izquierda ayer. En primer lugar, la base política del MDP debe ampliarse hasta llegar a aglutinar a
todas las fuerzas de izquierda que sustentaron el Gobierno de Salvador Allende, algunas de las cuales ahora
conforman o integran otras alianzas políticas.
Enseguida, esta nueva izquierda, si de verdad quiere renovarse y responder al desafío a que se encuentra
abocada, debe elevar cualitativamente su nivel de unidad, hasta alcanzar, sobre la base del real consenso
político que comparten sus diferentes ingredientes, a constituir una conducción única del movimiento
popular capaz de ejercer realmente esa conducción y ser percibida como tal fuerza conductora.
Luego, debe la izquierda avanzar en las acciones comunes en los planos ideológico, de movilización de
masas, y de materialización de una política rupturista con perspectiva insurreccional, con la consecuente
mayor vinculación y concierto orgánico entre sus componentes.
Lo que esto significa en la práctica en materia de optimización del aprovechamiento de los cuadros y
recursos materiales y económicos; en ahorro de energías ahora mal utilizadas en competencias,
antagonismos y actividades paralelas; en mayor eficacia en la acción y en enriquecimiento mutuo del
patrimonio ideológico y político de la izquierda, todo esto alcanza proporciones de magnitud
insospechada. La unidad no solo une, multiplica. Y es la actual fuerza multiplicada lo que se necesita.
Por último, y en la medida que aumenta su ascendiente en las masas y, al mismo tiempo, para consolidarlo
y acrecentarlo, la izquierda debe encontrar una manera de vincularse estrechamente a ellas, que excluya
su manipuleo y el intento de instrumentalizarlas en función de objetivos partidistas y secundarios. Debe
reconocer y respetar la autonomía relativa de las organizaciones sociales, procurando convencerlas y
educarlas en la práctica política, y no pretender imponerse por métodos verticalistas y burocráticos.
EL SECTARISMO COMO OBSTACULO PRINCIPAL PARA VIABILIZAR A LA SALIDA DEMOCRATICO
REVOLUCIONARIA
Todo lo dicho implica dar un gran salto cualitativo hacia adelante en la Izquierda Chilena. Salto cualitativo
que debiera ser la cristalización de su rica experiencia, fecundada por la autocrítica, y la manera de
responder a las demandas de democracia, justicia social, unidad y renovación que surgen de la base social
y que hasta ahora nadie interpreta fielmente.
Para ello hay que identificar cuál es el obstáculo principal que impide acelerar el proceso de unidad y de
acumulación de fuerzas dado la existencia ya del suficiente consenso ideológico y programático en el seno
de la izquierda, expresado ‐aunque insuficientemente todavía‐, en el MDP.
A nuestro juicio, el mayor enemigo de este salto cualitativo ‐sin cuya derrota la izquierda deberá resignarse a ser una disidencia frente a un gobierno centrista de transición, condenado al fracaso y anticipo de otro
periodo de regresión política‐, el gran enemigo de este avance decisivo en el proceso de creación de la
vanguardia, y de la construcción de una mayoría democrática nacional, es el sectarismo.
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Podemos definir el sectarismo como la desviación del pensamiento y de la conducta revolucionarias, que
consiste en auto‐identificar una interpretación limitada, y un enfoque parcial de la realidad, un partido,
tendencia o grupo, con la totalidad de la verdad revolucionaria. De ahí que el sectarismo se confunde con
el dogmatismo, en la medida que en el plano teórico esa auto‐identificación con la verdad, eleva a la
categoría de dogma una versión abstracta de la realidad, que no da cuenta de su particularidad y
complejidad, esterilizando en consecuencia la acción práctica sobre ella. Se trata de un resabio de
inmadurez y de subdesarrollo de la teoría y de la práctica de izquierda, que Lenin la calificó como
enfermedad infantil del comunismo.
Se proyecta el sectarismo en tres ámbitos diferentes. En el ámbito interior de algunos partidos de
izquierda, el sectarismo es la fuente de querellas intestinas y de la emergencia de lo que Lenin llamaba el
pernicioso "espíritu de círculo", que hace imposible el funcionamiento del centralismo democrático, y
favorece los fraccionalismos, la fragmentación de los partidos y la dispersión y la impotencia de las fuerzas
sociales que éstos interpretan.
El sectarismo se proyecta también en las relaciones entre los propios partidos de la izquierda, en la medida
que cada uno de ellos se sobrevalora con relación a los demás, desconociendo el aporte específico, mayor
o menor, que cada uno de ellos puede entregar al conjunto, haciendo primar la estrecha lógica partidista
por sobre la lógica de la totalidad, expresión del interés común objetivo de la clase obrera y del pueblo.
Se proyecta el sectarismo igualmente en las relaciones de la izquierda con las otras fuerzas democráticas
con las que hay que converger en lo que les es común, para incentivar su inserción en la tendencia
democrática revolucionaria. Se olvida en este caso cual es el enemigo principal y se eleva a la categoría de
cuestión de principios, contradicciones que ahora son secundarias, y que las va a ir resolviendo el avance
del proceso democrático revolucionario y no el diversionismo ideológico. Se olvida que con esos aliados
en la lucha democrática hay que afirmarse en lo principal que nos une, y no en lo secundario que nos
divide, con la mira incluso de ir coincidiendo en la lucha común, hasta integrarlos en el torrente
democrático revolucionario, como ha ocurrido en las experiencias latinoamericanas de revoluciones
triunfantes.
Pensamos pues, que así como en el contexto de la lucha de clases en Chile es hoy la dictadura militar el
enemigo principal, en el contexto interno de la izquierda y de las fuerzas revolucionarias de orientación
marxista, es el sectarismo el enemigo principal, el que ahora dificulta la forja de la vanguardia, de la fuerza
dirigente de la Revolución Chilena, condición necesaria para viabilizar una salida auténtica y
consecuentemente democrática a la crisis del régimen militar y para poder orientar la transición hacia la
conformación de un nuevo escenario político, que no sea la mera reproducción de un pasado
definitivamente ido, sino preludio e inicio, al mismo tiempo, del proceso de construcción del Socialismo.
Perfil y vigencia del Socialismo Chileno
Intervención pronunciada en Leipzig. R.D.A. con motivo de un encuentro académico destinado a
conmemorar el 50 aniversario de la fundación del Partido Socialista de Chile. Abril de 1983.
Dentro de la variada gama de aspectos que sugiere el tema de esta intervención, me propongo concentrar
mis observaciones alrededor de tres tópicos fundamentales, que por lo demás están ligados entre sí.
En primer lugar, quiero referirme al origen histórico del Partido Socialista de Chile, en el marco de la
situación social y política del país que condicionó su nacimiento directamente vinculada a la fecha del 4 de
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junio de 1932, oportunidad en que se instauró fugazmente en nuestra patria la llamada República
Socialista de Chile, hecho determinante en la fundación de nuestro Partido, y de profundas consecuencias
en el acontecer político chileno.
En segundo lugar, intentaré una periodización de la historia del Partido Socialista en sus ya próximos
cincuenta años de existencia, con especial referencia a la evolución de su política de alianzas, aunque
pidiendo excusas de antemano por la simplificación de la realidad, en el desarrollo del tema, pero que no
es posible evitar cuando en pocos minutos se quiere dar cuenta de toda la complejidad que siempre
envuelven los hechos sociales.
En tercer y último lugar, pretendo caracterizar esquemáticamente al Partido Socialista de Chile, intentando
recoger las inspiraciones matrices que lo acompañaron al nacer, tal como se presentan y cristalizan en la
actualidad, después de casi medio siglo de accidentada y convulsa existencia.
1 ORIGEN DEL PARTIDO SOCIALISTA DE CHILE
La gran crisis mundial del capitalismo comenzada el año 1929 tuvo extraordinaria repercusión en las
economías latinoamericanas. En esa época nuestros países eran absolutamente dependientes de la
economía mundial, en la cual se insertaban como fuentes de materias primas baratas y mercado para
consumir los productos manufacturados producidos por las economías metropolitanas. Se entiende por
tanto el por qué la depresión originada en los centros mundiales del capitalismo se tradujo en el
subcontinente en la semi‐paralización de sus economías de nuestros países, con su secuela de cesantía,
hambre y miseria. Esta situación afectó especialmente a Chile, donde la brusca cesación de las
exportaciones de salitre y otras materias primas minerales nuestra casi única fuente de divisas en ese
tiempo, trastornó radicalmente la economía del país y configuró un clima de descontento, desesperanza
y rebelión que por vez primera en nuestra historia originó una situación pre‐revolucionaria.
Los gobiernos oligárquicos eran incapaces de dar una salida a la crítica situación, cuyas causales era
imposible detener. Por otra parte, las ideas socialistas, anarquistas y revolucionarias, en general se habían
extendido profundamente entre los círculos obreros avanzados y entre la pequeña burguesía radicalizada
y el estudiantado, de manera que la utopía socialista encontraba fértil campo para germinar en aquellos
sectores sociales y convertirse en inspiradora de los descontentos y de las rebeldías populares. Por último,
las fuerzas armadas chilenas habían experimentado en el transcurso de los años veinte una significativa
transformación en su ideología y su conducta. Las jóvenes promociones de oficiales, movidas por ideales
modernizadores y nacionalistas, habían irrumpido en la arena política el año 1924 exigiendo los cambios
progresistas en la economía y en la sociedad, que la izquierda burguesa y tradicional había sido incapaz de
llevar a la práctica, no obstante, su victoria electoral en la elección presidencial del año 1920 con su caudillo
populista Arturo Alessandri. A través del Gobierno de Ibáñez, habían intentado esas promociones militares
llevar a cabo su proyecto modernizador, pero las limitaciones de su ideología enmarcada dentro de los
límites del pensamiento burgués, su mentalidad autoritaria y sus prejuicios antimarxistas y anticomunistas
les impidieron concretar en hechos sus propósitos renovadores, que, salvo ciertos avances en la
modernización de la administración estatal, quedaron simplemente en el papel.
Pero caído el gobierno de Ibáñez por los embates de la crisis económica y del descontento popular y vuelto
la oligarquía tradicional al poder con el Presidente Montero, la insatisfacción militar se mantuvo latente
en algunos sectores avanzados del Ejército y se convirtió en fuente de inquietud e inconformismo en las
filas militares.
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La incapacidad del gobierno oligárquico para dar una salida a la crisis orgánica del capitalismo dependiente
y semicolonial, debilitado y desacreditado por la crisis, produjo naturalmente en la coyuntura de 1932,
una confluencia entre los afanes de este sector inconformista militar encabezado por el coronel
Marmaduke Grove, con los liderazgos populares que interpretaban los impulsos revolucionarios de las
capas avanzadas del movimiento obrero y de los sectores más radicalizados de la pequeña burguesía,
movidos e impulsados por el ideario socialista, aunque éste todavía inmaduro y permeado por influencias
anarquistas y románticas.
El 4 de junio de 1932, hace ya 50 años, este conjunto de factores cristaliza en un concierto de estas fuerzas
progresistas que condujo a la sublevación militar apoyada por los sectores más avanzados del movimiento
popular. Fue derrocado así el gobierno reaccionario de Montero y las fuerzas victoriosas decidieron
instaurar la República Socialista de Chile, proyecto político que durante 12 días conmovió profundamente
la conciencia popular, creando las condiciones para que un año después, el 19 de abril de 1933, se fundara
el Partido Socialista de Chile.
Durante 12 días se impulsaron desde el Gobierno de la República Socialista toda suerte de propuestas
avanzadas y renovadoras en el campo de la economía y en otros ámbitos de la vida social. Pero la
improvisación de muchas de esas medidas, la reacción de las clases propietarias, unido al temor de la
mayoría de los militares por el peligroso rumbo que tomaban los acontecimientos y, sobre todo, la falta
de un partido político que dirigiera y orientara a los trabajadores y demás capas populares progresistas,
determinó el derrumbe de la efímera República Socialista. Sucumbió pues esta histórica iniciativa ante una
conspiración oligárquica militar, estimulada por el imperialismo y favorecida por las propias insuficiencias
y falta de conducción organizada de las fuerzas que sostenían al recién instalado Gobierno.
Derrocada la República Socialista, el impacto favorable producido en el pueblo por sus improvisadas y
audaces medidas populistas ligadas a una perspectiva de transformación revolucionaria de la sociedad, se
reflejó en el intento de los sectores, personalidades y grupos políticos que apoyaron a la República
Socialista, en forjar un partido que sostuviera y promoviera sus ideales y que encarnara orgánicamente los
esfuerzos por convertirlos en realidad.
Nace, así como producto de estos empeños, el 19 de abril de 1933, el Partido Socialista. Nace como
consecuencia inmediata de la experiencia del fracaso de la República Socialista implantada el 4 de junio
de 1932, y como respuesta a la necesidad puesta de manifiesto en aquel episodio, de darle dirección y
expresión política y orgánica al movimiento popular radicalizado y en ascenso, reflejando los intereses de
los sectores obreros, capas medias e intelectuales progresistas, golpeados por la crisis y que buscaban
resolverla en una perspectiva revolucionaria y socialista.
Con su nacimiento, el Partido Socialista prolonga en una nueva fase de su desarrollo la tradición originaria
del movimiento obrero revolucionario de principios de siglo en las salitreras y en los centros industriales,
y lo vincula con el despertar y la radicalización de las capas medias, intelectuales y estudiantes, influidos
por la Revolución Rusa, la Revolución Mexicana, la Reforma Universitaria de Córdoba y las luchas populares
del año 1920, y con las promociones progresistas de las Fuerzas Armadas que se hicieron presentes en la
arena política el año 1924 y que luego determinaron el alzamiento del 4 de junio de 1932.
Condición también determinante del nacimiento del Partido Socialista, lo constituyó la debilidad orgánica
y política que a la sazón experimentaba el Partido Comunista de Chile y que le impidieron servir de matriz
conductor y guía de las masas descontentas y rebeldes movilizadas por las consecuencias de la crisis. La
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desviación izquierdista y el sectarismo que en aquel entonces determinaban la conducta de ese partido,
lo distanciaban de las masas y le impidieron jugar el rol de conducción que aquellas requerían.
El historiador comunista Hernán Ramírez Necochea enjuicia en los siguientes términos la situación
entonces de su partido: "La vigorosa energía de que daba muestras el movimiento obrero nacional, la
visión de procesos similares ‐aunque más intensos‐ que tenían lugar en otras áreas del mundo,
especialmente en Europa, el desarrollo triunfante de la Revolución Rusa y la consolidación del régimen
soviético, originaron en el Partido (Comunista) la idea de que la revolución social ‐como entonces se decía‐ era inminente, que la clase obrera estaba en condiciones de capturar el poder político y establecer el
régimen socialista; era cuestión de levantar la combatividad del proletariado para instaurar un Gobierno
obrero de un solo golpe; en una sola batalla". Más adelante Ramírez Necochea enfatiza: "Al juzgarse que
el régimen capitalista podía ser destruido hasta en sus cimientos en un plazo relativamente breve por la
acción revolucionaria de la clase obrera, se forjó una ilusión que facilitó el desarrollo de un nocivo
sectarismo".
César Cerda y Guaraní Pereda, en reciente ensayo reiteran por qué no fue entonces el Partido Comunista
el cauce fundamental que canalizara las rebeldías populares: "En suma dicen, el conjunto del Partido
Comunista reducido entonces a no más de dos mil militantes se sectarizó, impidiéndole hacer de palanca
unificadora y de guía de la mayoría de la clase obrera y de las amplias capas no proletarias volcadas hacia
la izquierda".
Nacido en tales circunstancias, el Partido Socialista hereda y contiene la impronta de la coyuntura que
determinó su aparición. La presencia entre sus fundadores de elementos provenientes de diversas
vertientes ideológicas: anarquistas, marxistas dogmáticos, trotskistas, militares nacionalistas, y radicales
avanzados, de estirpe masónica y espíritu romántico y jacobino, unido a prácticas caudillistas e
individualistas en su quehacer cotidiano, le confieren al Partido en su etapa crucial dos rasgos
característicos que en conjunto fueron razón de su debilidad y de su fuerza. En primer lugar, una gran
heterogeneidad ideológica que le impidió concebir un proyecto político coherente y compartido por el
conjunto de su militancia y lo predispuso a experimentar en su seno intensas luchas internas entre sus
diferentes corrientes; y en segundo lugar, una gran potencialidad representativa de vastos sectores
obreros, populares e intelectuales, hecho que luego va a expresarse en la práctica, en el extraordinario e
impetuoso crecimiento que experimentó el Partido entre los años 1933 y 1938, llegando a constituirse en
breve tiempo en la fuerza política popular revolucionaria más importante del país.
A su vez, la combinación de estos ingredientes de heterogeneidad ideológica por una parte y de vasta
representatividad social, por la otra, van a engendrar en el Partido Socialista durante el primer período de
su existencia una pretensión de contener e interpretar en su seno a todas las corrientes populares de
orientación socialista y revolucionaria, en otras palabras, una conciencia de su autosuficiencia como
expresión política socialista y revolucionaria, que lo llevaba a subestimar la importancia de las alianzas
políticas y a generar en su interior, por tanto, una conducta excluyente y sectaria, la que solo por la
necesidad de conformar alianzas para enfrentar las coyunturas electorales pudo neutralizarse en ese
período. A la larga, solo un dilatado proceso de maduración política ha logrado vencer en lo esencial, esa
pretensión de autosuficiencia, sin que pueda decirse que ha sido todavía definitivamente eliminada en el
inconsciente de sus bases militantes.
2 INTENTO DE PERIODIZACION DE LA HISTORIA DEL PARTIDO SOCIALISTA DE CHILE
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Podemos distinguir a nuestro juicio en la historia del Partido seis periodos, en especial referido a su política
de alianzas, como lo expondremos a continuación.
Primer Período. Desde su fundación hasta 1936. Desarrollo impetuoso del Partido. En esta etapa el Partido
se desarrolla vigorosamente, se extiende a lo largo del país, sin dejar prácticamente rincón alguno, desde
Arica a Magallanes, donde no se proyecte su influencia. En el campo obrero se implanta fuertemente entre
los ferroviarios, panificadores, gráficos, industrias del calzado, cervecerías y en las estancias y frigoríficos
del extremo sur, y secundariamente entre los mineros, textiles y metalúrgicos, donde la influencia
comunista permanece dominante. En el campo solo se desarrolla con lentitud ‐al igual que el Partido Comunista‐, aunque en sus aldeas y pueblos, los artesanos, profesores y ferroviarios y algunos profesionales le permiten lograr presencia en los medios semirurales. En los estratos pequeño burgueses,
pasa a ser fuerza determinante en el magisterio, principalmente entre los profesores primarios y entre
trabajadores de la salud. Con mayores dificultades penetra en la administración pública y semifiscal y solo
débilmente entre los empleados particulares. En la Universidad pasa a ser en pocos años la fuerza
mayoritaria dentro de los estudiantes, mientras reducidos, aunque activos grupos de profesionales y
artistas extienden su influencia en la élite cultural e intelectual del país.
En este período, el Partido menosprecia la política de alianzas y su ya referida conciencia de su
autosuficiencia, estimulada por su acelerado crecimiento, solo lo llevan a convenir acuerdos puntuales con
las otras fuerzas de izquierda para oponerse en conjunto al gobierno reaccionario de Alessandri en el
llamado Block de Izquierda, y para enfrentar en mejor forma los eventos electorales.
Segundo Período. 1937‐1941. El Frente Popular.
La proximidad de las elecciones parlamentarias de 1937, que de acuerdo con la ley electoral chilena
favorecían las expectativas de las coaliciones de partidos, y la necesidad de concertar alianzas para vencer
a la derecha en la elección presidencial de 1938, conducen al Partido a integrar junto con comunistas y
radicales el Frente Popular, no sin la dura oposición de sectores de "izquierda" que se negaban a pactar
con partidos burgueses ‐léase los radicales‐, y se oponían a la tesis comunista del Frente Popular levantada
después del Congreso de la Internacional Comunista, sosteniendo las conocidas tesis anti unitarias de los
trotskistas, que encontraban a la sazón notoria influencia sobre todo en la juventud y en los círculos
intelectuales del Partido.
La victoria del candidato del Frente Popular en las elecciones presidenciales de 1938, llevó al Partido
Socialista a compartir importantes responsabilidades ministeriales y gubernativas, venciendo también
entonces la dura oposición a esa colaboración de las corrientes de "izquierda", que visualizaban al Frente
Popular como la entrega y la subordinación del proletariado y de sus partidos a la burguesía, que a mi
juicio ellos identificaban erróneamente con el Partido Radical.
La colaboración del Partido Socialista en el Gobierno, si bien incrementó rápidamente la influencia del
Partido y su penetración en la administración pública, favoreció el desarrollo de las tendencias de derecha
en su seno, deformó burocráticamente al Partido y favoreció las desviaciones oportunistas de sus
funcionarios y dirigentes, incluso del área sindical.
Este proceso de desviación a la derecha del Partido, coludido con las tendencias ultraizquierdistas, pero
bajo la hegemonía de los primeros, condujeron a que el Partido Socialista en 1941 rompiera el Frente
Popular e intentara aislar al Partido Comunista, debilitando con ello al conjunto de la izquierda y
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favoreciendo la hegemonía de los sectores de derecha dentro del campo popular, lo que condujo a la
elección presidencial de Juan Antonio Ríos en una alianza cuyo núcleo esencial lo constituían los radicales
y un sector del liberalismo, apoyado por la Izquierda. ‐
Tercer Período. 1941‐1946. Debilitamiento y decadencia del Partido.
La primera escisión en el Partido se produjo durante la permanencia en el Gobierno del Frente Popular,
cuando tendencias de "izquierda" se negaron a aceptar las resoluciones de un Congreso partidario que
confirmaron la participación del socialismo en el gobierno, dando origen al llamado Partido Socialista de
Trabajadores. Pero fue sobre todo después de la ruptura del Frente Popular, lo que trajo consigo el
aislamiento del partido, cuando los factores de disgregación largamente acumulados, unido al
oportunismo político que conllevó su participación gubernativa, precipitaron en nuestra colectividad a
sucesivas fracturas orgánicas que lo debilitaron cada vez más. Una errada conducción política con
evidentes desviaciones hacia la derecha, no solo acentuó el aislamiento del Partido, sino que lo enfrentó
al resto de la izquierda el año 1946 en las elecciones presidenciales, y promovió el quiebre de la
Confederación de Trabajadores de Chile, todo lo cual condujo al Partido a una desastrosa performance en
dichos comicios, en los que el candidato del Partido obtuvo solo unos insignificantes 12.000 votos,
evidenciándose claramente el repudio de las masas a la política anti‐unitaria y derechizante de sus
direcciones, y su debilitamiento orgánico debido a los sucesivos fraccionamientos y a la progresiva pérdida
de prestigio público y de autoridad ante las masas.
Cuarto Período. 1946‐1957. Recuperación ideológica y orgánica del Partido Socialista.
La derrota ignominiosa en las elecciones de 1946, marcaron el punto más bajo en el acelerado proceso de
decadencia del Partido, que siguió a su crecimiento de sus primeros años de existencia y a su participación
en el Gobierno del Frente Popular.
Frente a este descalabro, los elementos más conscientes y maduros del Partido, que habían mantenido
una actitud crítica y constructiva, pero dentro de sus filas, contra las desviaciones derechistas, el
desquiciamiento orgánico y el abandono de la línea revolucionaria que lo inspiró al nacer, encabezados
por la juventud del Partido, y bajo el liderazgo de Raúl Ampuero, iniciaron el proceso de recuperación del
Partido, de su fortalecimiento orgánico bajo moldes leninistas y de reafirmación ideológica basada en su
Declaración de Principios que había sido olvidada por las direcciones precedentes.
Este proceso de recuperación socialista y de renacimiento del Partido, que duró once años, no estuvo
exento de contradicciones y conflictos, el principal de los cuales fue la escisión producida en 1951 cuando
un sector minoritario se negó a aceptar el apoyo acordado por el Partido a la candidatura presidencial
populista de Carlos Ibáñez del Campo, a través de la cual se expresaba el descontento popular frente a la
progresiva inclinación de los gobiernos radicales hacia la derecha, proceso que culminó con la traición del
Presidente González Videla, autor de la llamada Ley de Defensa de la Democracia que colocó al Partido
Comunista fuera de la ley y lo persiguió implacablemente, sin lograr desde luego sus propósitos de
destruirlo. Eran los ecos de la "guerra fría" que llegaban hasta Chile, cuyos gobiernos se asociaban al de
los Estados Unidos en su intento de aislar y acorralar al mundo socialista.
El proceso de recuperación del Partido culminó el año 1957, con la realización del llamado Congreso de
Unidad Socialista, en que se retorna ya definitivamente la línea revolucionaria del Partido, se reafirma su
inspiración marxista, se acentúan sus rasgos de autonomía e independencia, y se avanza ya, superando
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infantiles sectarismos, por el camino de la unidad de todas las fuerzas populares y de la izquierda, sobre
la base del entendimiento socialista‐comunista, firme roca sobre la que se cimenta desde entonces toda
la política de alianzas del Partido.
Igualmente, en estos años el Partido abandona en lo internacional su posición "tercerista", que planteaba
una tercera posición entre el capitalismo y el campo socialista, y se decide definitivamente por colocarse
del lado de las fuerzas que luchan por la paz, la democracia y el socialismo y abiertamente en contra del
imperialismo norteamericano.
Sobre la base de este entendimiento de ambos partidos de extracción obrera y de orientación marxista,
se constituyó ese mismo año el FRAP ‐Frente de Acción Popular‐, junto a otras fuerzas de izquierda de diversas proveniencias, cuyo poderío y arraigo se pusieron de manifiesto en las elecciones presidenciales
de 1958, donde el candidato del FRAP, Salvador Allende, estuvo a 30.000 escasos votos de la mayoría entre
todos los postulantes en esa contienda.
Quinto Período. 1958‐1973. La Unidad Popular y el Gobierno de Salvador Allende.
En el transcurso de los años 60, el grueso del Partido Radical se incorporó también a la alianza popular, a
la que luego pasaron a integrarse igualmente los sectores de izquierda y de avanzada desprendidos de la
Democracia Cristiana, bajo la denominación de MAPU (Movimiento de Acción Popular Unitaria), todos los
cuales configuran en definitiva la coalición de fuerzas democráticas y antiimperialistas de orientación
socialista que pasó a denominarse Unidad Popular.
La justeza y el arraigo de esta combinación política en el seno del pueblo y su amplia representatividad
social se expresaron en la victoria de Salvador Allende en las elecciones de 1970. Desgraciadamente, un
importante segmento de la Democracia Cristiana que apoyaba las posiciones de la izquierda, pero que
siguió a la candidatura de su partido, al permanecer alejada de la Unidad Popular, le restó fuerza a esta
coalición de la izquierda y luego después del triunfo popular, por razones que no es del caso detallar aquí,
no pudo articularse tampoco con la coalición triunfante, debilitando con ello el apoyo popular al Gobierno,
favoreciéndose así a las fuerzas contrarrevolucionarias que impulsaron y consumaron el golpe militar
fascista.
El Partido Socialista experimentó en este período un extraordinario crecimiento, que aunque aumentó su
poderío electoral hasta convertirlo de nuevo en la primera fuerza de la Izquierda, no fue seguido del
consiguiente y necesario desarrollo y homogeneización orgánica y política, surgiendo en su seno
antagónicas tendencias que, al neutralizarse entre sí, le impidieron al partido jugar el rol de partido‐eje del Gobierno, redundando todo ello en debilitar el apoyo social al Gobierno y resentir su eficacia y unidad
de acción, factores todos que influyeron también en la creación de condiciones favorables al golpe militar.
Sexto Período. El Partido Socialista desde el golpe militar hasta la actualidad.
Nuestro Partido, como todo el resto de la Izquierda, y el pueblo organizado fueron duramente golpeados
por la dictadura. No obstante, ello, reconstruido el Partido en la clandestinidad y organizado en el exilio,
se dio a la tarea de superar las carencias y debilidades que se habían puesto en evidencia durante el
Gobierno, y se empeñó en una lucha contra las corrientes liberalizantes y orientadas hacia posiciones
social‐demócratas, por una parte, y las tendencias vanguardistas y ultraizquierdistas, por la otra. Ello junto
con homogeneizarlo ideológicamente, y fortalecer su orgánica y su responsabilidad política, condujo a
inevitables desprendimientos por el lado de la derecha y de la "izquierda", que lejos de debilitarlo, lo
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robustecieron. Estos desprendimientos fueron más significativos en el exilio que en el interior, donde las
exigencias de la lucha contra la dictadura favorecían y favorecen a las posiciones unitarias, en el marco de
una política de lucha de masas de carácter rupturista con perspectiva insurreccional, que aparece cada vez
más compartida por el grueso de las organizaciones de izquierda.
En este contexto, el Partido Socialista ha venido planteando la necesidad de superar a la Unidad Popular,
tratando de corregir sus debilidades y carencias, profundizar el consenso entre sus integrantes, todo con
la mira de alcanzar superiores niveles de unidad que permitan crear las condiciones para ir forjando una
conducción única del movimiento popular, cuya tarea esencial es ahora lograr el derrumbe de la dictadura,
la recuperación y la renovación de la democracia, y la apertura de condiciones para ir avanzando por esa
vía hacia el Socialismo.
Esta superior forma de expresión de la unidad de las fuerzas democráticas de orientación socialista, es lo
que nuestro Partido ha denominado Bloque por el Socialismo y que representa la fuerza propia socialista
dentro de la más amplia coalición de sectores democráticos antifascistas, coalición que abarcando incluso
a los demócrata cristianos y otras tendencias anti dictatoriales, seguimos considerando necesario
promover, para ir alterando la correlación de fuerzas en favor del pueblo, al calor de la lucha de masas
contra la dictadura y asumiendo esta lucha formas cada vez más avanzadas y rupturistas en la medida que
se logre movilizar políticamente a las más vastas capas de la población y enfrentarlas al régimen militar.
En el decurso de este proceso, hemos podido constatar una significativa aproximación de los puntos de
vista del MIR (Movimiento de Izquierda Revolucionaria) al de los socialistas y comunistas, en la perspectiva
de lo que hemos llamado lucha de masas rupturista. Asimismo, también hemos registrado recientemente
una actitud de reticencia y reserva de los sectores moderados del resto de los partidos de izquierda, para
compartir este enfoque del proceso político chileno, expresándose esta reticencia en una negativa a
reconocer la significación de los partidos políticos como instancia conductora y dirigente del proceso
revolucionario y en una resistencia al uso de todas las formas de lucha idóneas para conseguir nuestro
objetivo fundamental, so pretexto de la persistencia en las masas de las condiciones originadas por el
reflujo político e ideológico producido por el golpe militar en el pueblo y sus organizaciones. Nosotros
pensamos que este reflujo durante los últimos meses, no puede considerarse como rasgo predominante
en la situación chilena, ya que el fracaso de la dictadura en la implementación de su proyecto
contrarrevolucionario, expresado en la profunda crisis económica, social que vive el país está abriendo ya
un periodo de ascenso en las luchas populares y de urgente demanda de unidad y de conducción, que las
fuerzas más maduras de la izquierda tienen la obligación de recoger e interpretar.
Nos encontramos, pues, en un momento clave para el desarrollo, recomposición y renovación de la
izquierda; un momento en que existiendo las condiciones generales para la emergencia de una nueva
alianza unitaria, más consciente y profunda que la Unidad Popular, todavía ello no logra cristalizar en
nuevas formas orgánicas, aunque en esa dirección se camina, empujados e impulsados por las exigencias
objetivas del desenvolvimiento del movimiento popular.
3 CARACTERIZACION DEL PARTIDO SOCIALISTA
El Partido se ha ido forjando en la lucha, aprendiendo de la experiencia, de los éxitos y de los fracasos y ha
alcanzado este último tiempo un nivel de homogeneidad y organicidad, que permite a la vez que rescatar
lo valioso de su pasado histórico, y los ingredientes que lo perfilan con caracteres propios en la política
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chilena, ensamblarlo y articularlo en la lucha con el resto de las fuerzas democráticas y revolucionarias en
la perspectiva de un Bloque por el Socialismo.
En estas circunstancias, parece apropiado terminar esta exposición resumiendo los rasgos fundamentales
que lo caracterizan y le abren un propio y promisor espacio para poder ejercer un rol importante en la
conducción de la izquierda, y aportar a ésta lo mejor que ha ido y está produciendo como una de las
vertientes auténticas del movimiento, democrático revolucionario chileno.
En este sentido podemos singularizar a nuestro Partido en la siguiente forma:
Primero: Es un Partido obrero y popular.
El Partido Socialista surge como un Partido a la vez obrero y popular. Ello refleja las dos contradicciones
básicas de la sociedad chilena de nuestra época; aquella contradicción fundamental que opone a la
burguesía y al proletariado y aquella contradicción principal que expresa a la primera en el periodo, y que
opone a las clases dominantes en su conjunto, al pueblo chileno, constituido por la clase obrera, masas
trabajadoras en general y capas medias productivas y no productivas perjudicadas por el sistema social.
Históricamente, el Partido Socialista ha determinado su accionar en el marco de ambas contradicciones.
Por una parte, su profundo arraigo en la clase obrera y su inspiración ideológica en la teoría política de esa
clase, lo confirman como un partido proletario, y por la otra, su vasta influencia en el conjunto de las masas
trabajadoras, campesinas, pobladoras, intelectuales y estudiantes, lo convierten en un auténtico partido
del pueblo de Chile.
Esta característica dual determina su carácter de partido obrero y popular, y por tanto condiciona su
amplio espacio político, su fuerza potencial y su rol central dentro del movimiento popular orientado hacia
el socialismo.
Segundo. Es un Partido revolucionario.
El Partido Socialista es revolucionario porque al aspirar a la representación de la clase obrera y del pueblo
de Chile, lo hace asumiendo sus intereses, contradictorios e irreconciliables con las formas políticas e
ideológicas con las que las clases dominantes mantienen un orden social, ilegítimo e inhumano, con el cual
el Partido se encuentra totalmente descomprometido y cuya misión es destruir, para edificar sobre sus
ruinas una sociedad socialista.
Tercero. Es un Partido nacional y latinoamericanista.
El Partido Socialista es un partido nacional, en cuanto aspira a representar al pueblo chileno, como
comunidad nacional, afirmar su independencia y soberanía, prolongar su historia, defender su integridad
territorial y su patrimonio económico y cultural, proyectando a la nación internacionalmente, todo lo cual
antagoniza con el interés del imperialismo y de sus aliados domésticos, en mantener y acentuar nuestra
dependencia económica, política y cultural
La vocación latinoamericanista del Partido Socialista que lo caracteriza desde su nacimiento, deriva de su
carácter nacional y expresa la tendencia histórica de los pueblos latinoamericanos a unirse e integrarse
entre sí en su lucha contra el común enemigo imperialista, sobre la base de su historia y rasgos culturales
comunes.
Cuarto. Es un Partido internacionalista.
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El Partido Socialista es esencialmente internacionalista, lo que deriva de su condición de partido obrero, y
en consecuencia es solidario y convergente en sus objetivos finales con la lucha proletaria universal por el
socialismo, reflejada en las inmortales palabras con que termina el Manifiesto Comunista: "Proletarios de
todos los países, uníos".
Quinto. Es un Partido autónomo.
El Partido Socialista es autónomo, porque determina su orientación y línea política con plena
independencia y soberanamente, dentro del marco internacionalista que lo compromete con las fuerzas
que luchan a nivel mundial por la democracia, la liberación nacional y el socialismo.
Sexto. Es un Partido de vocación unitaria.
El Partido Socialista, como producto de su experiencia histórica, valora singularmente la unidad de las
fuerzas democráticas, y la unidad en especial de todas las fuerzas políticas de orientación socialista, como
condición indispensable para promover en la arena política una correlación favorable para el avance del
movimiento popular revolucionario y para construir en el decurso del desarrollo y profundización del
proceso unitario, la fuerza dirigente de la Revolución Chilena.
Séptimo. Es un Partido marxista‐leninista.
El Partido Socialista es un partido marxista‐leninista porque en su condición de partido obrero, revolucionario e internacionalista, orienta su accionar en la teoría de la clase obrera, el
marxismo‐leninismo, entendido como un instrumento de transformación social y de creación política, y
por tanto no como un dogma distorsionador y empobrecedor de la realidad.
Tal es, amigas y amigos, la fisonomía histórica de nuestro Partido, el que se aproxima ya a los cincuenta
años de existencia, en un proceso de incesante y conflictiva superación, e inspirado en la actualidad por
su propósito de contribuir lo más eficazmente a la unidad de las fuerzas democráticas chilenas para hacer
posible la derrota del fascismo y emprender en conjunto con ellas la reconstrucción democrática de Chile
e impulsarlo luego por el camino del socialismo.
El proceso de construcción de las vanguardias en la Revolución Latinoamericana
Artículo publicado en la Revista Nueva Sociedad N° 61. Caracas, Venezuela. julio‐agosto 1982.
LA VANGUARDIA ES PRODUCTO DE LA HISTORIA Y DE LA LUCHA
La experiencia revolucionaria contemporánea en América Latina está entregando valiosas y novedosas
lecciones acerca de la forma histórica en que en nuestro continente se van construyendo las vanguardias
conductoras que orientan los procesos democráticos‐revolucionarios en la dirección del socialismo.
Partimos de la base teórica de que la existencia de esas vanguardias definidas por su rol de conducción
unitaria de los procesos revolucionarios es condición esencial e imprescindible para el éxito de la empresa
trasformadora de nuestras sociedades hacia el socialismo.
No solo, desde luego, porque la experiencia latinoamericana y mundial así lo indica, sino porque esa
experiencia refleja una verdad esencial en el cuerpo teórico del marxismo, cual es el de que la conciencia
de clase, a nivel político, a lo que los clásicos se referían cuando hablaban de la "clase para sí", no tiene
por sujeto a un sector social sociológicamente definido, sino a un sujeto cuya potencialidad revolucionaria
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está determinada por la confluencia en él de dos elementos esenciales: Primero, la energía y rebeldía que
emerge del descontento de las clases explotadas, y en especial de la clase obrera; y segundo, la conciencia
en ellas de la naturaleza de la explotación que sufren y de la necesidad y objetivos del movimiento social
que tiende a liberarlas, y que cristaliza en el socialismo y el comunismo.
Es lo que en palabras sencillas decía Lenin, cuando definía al partido revolucionario como la síntesis del
movimiento obrero su componente sociológico objetivo, con el pensamiento socialista su componente
ideológico y subjetivo.
Esto significa, en primer lugar, que el sujeto de la revolución, su vanguardia, su fuerza dirigente, no se
confunde desde luego con todo el pueblo explotado ni siquiera con toda la clase obrera, como realidad
sociológica, la que como totalidad es solo "una clase en sí", para usar la terminología de los clásicos, sino
que ese sujeto es solamente una parte de ese pueblo y de esa clase, la más consciente, la que sabe a dónde
va y por consiguiente está en condiciones de orientar y conducir, y de organizarse para ello.
Esto significa, en segundo lugar, que esta fuerza dirigente o vanguardia, no está dada, sino que hay que
crearla, construirla a través de un proceso de unidad y de lucha dentro de la clase obrera y del pueblo y
contra los adversarios de la democracia y el socialismo.
Un segundo parámetro que nos entrega la práctica y la teoría, es que la vanguardia debe ser unitaria, en
el sentido de que los objetivos hacia donde orienta, organiza y conduce a las masas y al pueblo deben ser
coherentes entre sí y deben ser los mismos para todo el movimiento social que se promueve. En otras
palabras, no cumple su función dirigente un sistema de partidos que imparte orientaciones
contradictorias, opuestas entre sí. No puede haber en consecuencia dos políticas obreras o más, dos o más
líneas políticas que se hacen el juego las unas a las otras, ya que ello las llevaría a neutralizarse entre sí,
debilitándose su fuerza potencial en provecho del enemigo. No puede, en consecuencia, una instancia
política cumplir su tarea conductora si ella se expresa en dos o más estrategias, líneas u orgánicas que
tienen políticas opuestas y contradictorias.
Pero como la verdad y la razón no advienen de golpe y desde el comienzo en plenitud, en virtud de un
designio providencial que no existe, es menester reconocer también que esa verdad y esa razón, y por
consiguiente, la unidad a su alrededor tampoco está dada, sino que se construye, se crea, se desarrolla en
la lucha misma contra el enemigo de clase, enriqueciéndose con las lecciones de los avances y victorias y
con las enseñanzas de los retrocesos y derrotas, que la autocrítica debe poner en evidencia.
Todo esto conduce a sostener que no existen ni vanguardias predestinadas a serlo, ni verdades
preestablecidas.
El ser realmente vanguardia es un producto pues de la historia y de la lucha, se forja en el combate y se
conforma en la práctica exitosa, en el desarrollo ascendente de los procesos revolucionarios que ella
conduce.
Tal conclusión aparece claramente avalada por la experiencia latinoamericana contemporánea.
Desde luego, por la experiencia, la más importante, de la revolución cubana.
Aquí, en esta isla, se construyó en la lucha una vanguardia, que ha cristalizado finalmente, después de un
proceso no exento de problemas, en el Partido Comunista de Cuba.
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En Nicaragua, la experiencia de la lucha sandinista contra la tiranía somocista arroja la misma enseñanza.
También allí, en el decurso del combate, se fue forjando la conducción unitaria y la práctica fue diluyendo
las diferencias ‐que en parte eran artificiales‐ y generando un consenso básico que ha sido más que
suficiente para legitimar la constitución del Frente Sandinista de Liberación Nacional como vanguardia
indiscutida y operante del proceso revolucionario.
Lo suyo cabe decir acerca de lo que está ocurriendo en El Salvador, donde diferentes destacamentos de
distinta proveniencia social, histórica e ideológica, se están confundiendo en la lucha a través de su
conjunta participación en la guerra popular revolucionaria, en el Frente Farabundo Martí para la Liberación
Nacional, y en el Frente Democrático Revolucionario, no sin también dificultades y tropiezos, que la
práctica siempre va superando en la medida que las exigencias de la lucha iluminan más que la discusiones
teóricas el camino que realmente conduce a la victoria. Fenómeno semejante al salvadoreño es, por otra
parte, el que, al mismo respecto, se vive ahora en Guatemala, donde también al calor de la lucha confluyen
y se articulan los distintos componentes del movimiento revolucionarlo.
No pretendemos aquí hacer un registro completo y exhaustivo de las experiencias latinoamericanas que
se mueven en el mismo sentido que las anteriores. Pero en el proceso que hoy se desarrolla en el seno de
la izquierda chilena, para superar las carencias de la Unidad Popular, y dar origen a una nueva y superior
forma de convergencia revolucionaria; en la acción común que desarrollan distintas fuerzas políticas
revolucionarias en el seno de la UDP boliviana y en el Frente Amplio uruguayo; en los avances del proceso
unitario de la izquierda peruana, o en otras experiencias similares, en todos estos casos, se advierte cómo
progresa la tendencia hacia la unidad de las fuerzas revolucionarias, asumiéndose la circunstancia de su
composición inicialmente pluralista, como estadio necesario en el proceso, para conferirles
representatividad y amplitud, condición necesaria para adquirir la fuerza suficiente para poder orientar,
conducir y dirigir.
DE LAS ACCIONES COMUNES A UNA ORGANICA COMUN
En el decurso de la lucha y durante la construcción de la unidad y de la vanguardia, la vida va separando la
paja del grano.
No todos los componentes iniciales del proceso revolucionario van madurando al mismo ritmo, y
segmentos mayores o menores de los mismos pueden no seguir acompañando a la corriente fundamental
que avanza política e ideológicamente. La experiencia constata como en el seno de las grandes corrientes
político‐ideológicas con virtualidad revolucionaria, mientras una parte converge hacia superiores y
unitarios consensos y formas de acción, otras partes se desvían de esa dirección principal, sea hacia la
"izquierda" o hacia la derecha, lo que es, por lo demás, un fenómeno natural y explicable. Aún más, la
circunstancia de que no todos los que comienzan unidos, llegan a terminar también unidos, es lo que
permite la superación cualitativa del proceso, pero a costa de ciertas pérdidas cuantitativas, y de derrotas
de ideas equivocadas, que es el precio que se paga por avanzar. Sin ese costo, sería imposible el progreso,
porque el avance es el resultado siempre de una pugna de puntos de vista, que reflejan realidades sociales,
y en la que siempre a la larga hay vencedores y vencidos. Y a veces estos últimos no se resignan a seguir a
los vencedores, y no se convencen, por lo que en definitiva se separan del tronco fundamental de la
corriente revolucionaria.
El periodo de construcción de la vanguardia unida, por tanto, atraviesa por etapas. En sus comienzos puede
simplemente iniciarse por acciones comunes, sin mayores compromisos políticos y orgánicos. Luego, en
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una fase superior, puede tomar la forma de alianza política o bloque para en una fase posterior y ganado
un consenso profundo en la lucha, devenir en una orgánica común.
Es lo que con mucha nitidez se observó en la experiencia cubana, donde las acciones comunes anti
batistianas confundieron en la lucha a vertientes ideológico‐políticas diferentes. Luego esos avances unitarios se concretaron en las llamadas Organizaciones Revolucionarias Integradas (ORI) para luego pasar
en un estadio superior a constituir el Partido Unido de la Revolución Socialista Cubana (PURSC), para
culminar el proceso de construcción de la vanguardia con la formación del Partido Comunista de Cuba.
Esto no quiere decir en manera alguna que en todos los ámbitos latinoamericanos el proceso siga esa línea
tan nítida de etapas diferenciadas y de avances sucesivos. Evidentemente no es ni será en todas partes
así. Pero el caso cubano contribuye a aclarar el sentido general que tiene el proceso de construcción de
las vanguardias. Desde luego, las propias y vivas experiencias de Nicaragua y El Salvador, revisten
modalidades diferentes. Y es obvio que, en otros países como Chile, por ejemplo, el proceso es más
complejo y asume formas específicas y diferentes de las anteriores. En ciertos casos, como el argentino o
brasileño, no se vislumbra todavía en forma clara la conformación de un núcleo inicial y gravitante de
convergencia que desate un proceso real de construcción de la vanguardia, como el que se constató en las
experiencias de Cuba, Centroamérica, e incluso en el propio caso chileno.
EL ORIGEN PLURALISTA DE LAS VANGUARDIAS EN AMERICA LATINA
Capítulo especial merece el análisis más detenido del concepto fundamental que preside estas
consideraciones y que podríamos denominar como tesis acerca del origen pluralista de las vanguardias en
América Latina.
Esto significa que se postule como regla general que en nuestra región las vanguardias tienden a
construirse como resultado de la convergencia de diversas vertientes revolucionarias, más que por el
desarrollo orgánico de una sola de ellas que cubre todo el espacio político revolucionario y simplemente
absorbe y supedita a todas las demás.
Este fenómeno ‐que no parece ser el más frecuente ni en Europa ni tampoco en África‐ se presenta especialmente en nuestra región por variadas razones. Fundamentalmente, debido a la gran
heterogeneidad estructural de nuestras sociedades nacionales, en la que subsisten espacios sociológicos,
históricos e ideológicos muy diferenciados, cada uno de los cuales refleja una realidad distinta, que se
expresa en actitudes y conductas, ideas y organizaciones, de orientación revolucionaria bastante
diferenciados entre sí, tanto por su diversa inserción en la estructura social, como por las variadas culturas
políticas y hasta el lenguaje de que son tributarios, así como por el impacto especifico que la coyuntura
histórica de su nacimiento le imprime, sobre todo en la primera fase de su existencia, a todo su
comportamiento político.
Idealmente podemos concebir a una organización revolucionaria, que, expresando un momento histórico
y un espacio social e ideológico determinados, tenga a la vez la amplitud y la disposición para recoger en
su seno en el proceso de su desarrollo a todas las otras vertientes revolucionarias, anteriores y posteriores,
que alguna contribución específica pueden aportar al progresivo desenvolvimiento del movimiento
revolucionario. En este supuesto caso, obviamente, esa organización tendría la virtualidad de confundirse
con la vanguardia y su propio desenvolvimiento se confundieron el de la vanguardia misma.
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Pero desgraciadamente la realidad y la historia nos dicen que no es eso lo que ocurre en nuestra América,
por lo general. Las distintas organizaciones revolucionarias que asumen la representatividad de un espacio
social, ideológico e histórico, tienden a sectarizarse y a sentirse y comportarse como si fueran dueñas
absolutas de la verdad y, en consecuencia, a subestimar, a desvalorar, a desconocer el aporte de lo creador
y positivo que se puede recoger para la revolución, fuera de sus propias filas. Y aún más, a veces ‐y no pocas‐, las organizaciones revolucionarias tienden a exagerar sus discrepancias y hasta a considerarse mutuamente en la práctica, como enemigos principales, todo lo cual dificulta o hace imposible que sea.
en el seno y en la orgánica de un solo partido, donde se forje la unidad de los distintos aportes con que las
diferentes etapas, experiencias o ideas revolucionarias pueden contribuir a la emergencia y desarrollo de
una fuerza dirigente, que en los hechos asume la representatividad de la clase obrera, del pueblo y la
nación, en la pugna contra sus enemigos.
Es por eso que, por regla general, en nuestros países, la conformación de las vanguardias, supone un
proceso de convergencia de distintas vertientes y orgánicas revolucionarias, que cristaliza en alianzas o
bloques, pero que tienden a una unidad cada vez mayor, sobre todo cuando las exigencias de la lucha les
hacen ver claro la urgencia de esa unidad, para adquirir la fuerza necesaria para vencer.
Una precisión importante para que pueda comprenderse la idea fundamental que preside estas
consideraciones es que cuando hablamos de un proceso de convergencia hacia la constitución de la
vanguardia revolucionaria, no nos estamos refiriendo a las más amplias alianzas políticas que persiguen
solo objetivos democráticos, nacionales y antiimperialistas, sin estar orientadas explícita y
conscientemente hacia el socialismo.
Estas alianzas ‐Frentes Populares, Frentes Democráticos o Frentes Antifascistas‐ incluyen a fuerzas que no son socialistas, o que incluso aspiran a un modelo de sociedad distinto del socialista. Entre ellas no es
posible plantearse la conformación de una vanguardia del proceso revolucionario, en el sentido marxista,
sino solo el de una coalición de fuerzas que se unen tras objetivos, que por importantes y necesarios que
sean, como es la conquista o la recuperación de la democracia, no tienen la profundidad requerida para
que sus componentes puedan cumplir como conjunto su rol de vanguardia. Ello sin perjuicio que, durante
el transcurso del proceso revolucionario, parte de esas fuerzas puedan radicalizarse y comprometerse con
ese proceso, llegando por último a integrarse a la vanguardia, lo que es de ordinaria ocurrencia en América
Latina. Diríamos más, la generalidad de las veces, las corrientes políticas de extracción no obrera y de
ideología no marxista, que han llegado a devenir fuerzas revolucionarias, han comenzado por ser solo
integrantes de amplias alianzas de contenido democrático y no socialista. Pero para que realmente se
conviertan en ingredientes idóneos para integrar la vanguardia, es menester que hayan ya recorrido esa
etapa de aproximación, y se hayan convertido en fuerzas objetivas y subjetivamente revolucionarias.
VERTIENTES HISTORICAS QUE HAN INFLUIDO EN LA CONFORMACION DE LAS VANGUARDIAS
Vamos ahora a intentar hacer un registro de las diversas vertientes históricas que han ido en los hechos
confluyendo, en parte al menos, a la configuración de las vanguardias revolucionarias en América Latina.
Cronológicamente, la primera de ellas proviene del impacto producido por la Revolución de Octubre en
los partidos de base obrera que se constituyeron a comienzos de siglo en el subcontinente, sobre la base
del incipiente proletariado industrial y minero resultante de las primeras etapas de nuestra
industrialización.
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Luego de la revolución rusa, como consecuencia de la formación de la III Internacional, o en el decenio
siguiente, pero siempre como reflejo del Octubre Rojo, esos primeros partidos obreros de orientación
socialista, total o parcialmente, luego de escisiones producidas en su seno, pasaron a constituir los partidos
comunistas latinoamericanos. En ellos es característica su afirmación internacionalista, traducida en su
valoración y en su lealtad al naciente país de los soviets, así como la adopción de un modelo de orgánica,
calcado del modelo bolchevique de partido.
Una segunda ola de fuerzas políticas de orientación socialista nació durante los años treinta, como
resultado principalmente de los efectos sociales y políticos generados por la gran depresión de aquellos
años en la economía mundial, que al plantear la crisis del modelo colonial "de desarrollo hacia afuera",
dejó un cortejo de cesantía y de miseria que estimuló profundamente el descontento y la rebelión popular
de masas.
Esta coyuntura subversiva no fue por regla general interpretada adecuadamente por los partidos
comunistas de la época, que habían caído en una deformación sectaria y dogmatizante que los aisló de las
masas, restándoles capacidad de convocatoria.
El vacío orgánico‐político así creado, generó las condiciones para la emergencia de partidos populistas de
masas, con rasgos antiimperialistas y democratizadores y una orientación en general socializante, y con
una abigarrada inspiración ideológica, en la que se mezclaron ingredientes anarquistas y libertarios, ideas
nacionalistas y conceptos marxistas, provenientes en gran parte de los sectores de los antiguos partidos
obreros que no se incorporaron a la III Internacional y/o de contingentes de la pequeña burguesía
radicalizada en el combate social y empobrecida por la crisis.
Nuestro Partido Socialista de Chile, nacido en 1933, es un ejemplo típico de esta clase de organización
política.
Los partidos de este tipo siguieron con el transcurso del tiempo trayectorias diferentes y contradictorias.
Mientras algunos evolucionaron hacia la izquierda, acercándose cada vez más hacia consecuentes
posiciones revolucionarias, como es el caso del Partido Socialista de Chile, en otros casos esas
colectividades oscilaron hacia la derecha, como ocurrió con el APRA y Acción Democrática de Venezuela,
no sin que dentro de esas fuerzas se hayan dejado de producir escisiones de izquierda, que después se
han orientado hacia consecuentes posturas revolucionarias.
Una tercera fuente de afluencias a la vanguardia revolucionaria en América Latina, proviene de la
radicalización de parte de los sectores obreros movilizados políticamente con una orientación nacionalista
y antiimperialista, que se desarrollaron después durante el periodo de auge de la industrialización
sustitutiva de importaciones, sobre todo en la segunda posguerra, en los países más avanzados
económicamente, como la Argentina y el Brasil.
Réplicas significativas de esas tendencias en aquellos países, podemos también encontrar, con
características específicas, derivadas de lo particular de los procesos políticos nacionales, en las distintas
gamas de populismos nacionalistas que proliferaron en nuestros países durante los decenios cincuenta y
sesenta, y cuyas alas de izquierda en muchas partes han pasado a constituir componentes importantes de
los respectivos procesos revolucionarios.
Como una variante de esta vertiente podemos también considerar a las tendencias de la izquierda
boliviana que encuentran sus raíces en el nacionalismo revolucionario que protagonizó la revolución de
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1952 y que en una u otra forma están hoy presentes en las promociones de vanguardia del movimiento
popular de ese país.
Vale la pena sí, consignar, que en la práctica de las alianzas políticas, la inclinación de muchas de las fuerzas
de esta tendencia a constituirse en alternativa a los partidos obreros y socialistas tradicionales y la
impermeabilidad de muchos de estos últimos para reconocer el aporte social e ideológico de aquellos, ha
dificultado y dificulta el entronque de esta corriente con el resto de las fuerzas revolucionarias.
Una cuarta vertiente del torrente revolucionario latinoamericano, lo constituye la proveniente del impacto
de la revolución cubana en la región, en la ideología y en la práctica políticas, que se manifestó con especial
gravitación en los años sesenta y que después ha significado un enriquecimiento apreciable del acervo
político de la izquierda latinoamericana.
No es el objeto de estas líneas valorar el aporte y la influencia de la revolución cubana en el continente.
Basta decir que la implantación en suelo americano, a pocas millas de los Estados Unidos, de una
experiencia revolucionaria y victoriosa, crecientemente consolidada, hubo de impactar profundamente,
sobre todo a las promociones juveniles latinoamericanas. La tendencia predominante en los primeros
tiempos hacia una aplicación mecánica de los rasgos más característicos de la revolución cubana a otros
ámbitos continentales, ha ido progresivamente cediendo el paso a una recepción más profunda de sus
enseñanzas, lo que, entre otros efectos positivos, ha ido favoreciendo la convergencia hacia posiciones
comunes de esta corriente con otras fuerzas revolucionarias, lo que puede observarse claramente en estos
días en el panorama político latinoamericano.
En fin, la última vertiente que en nuestra región ha ido incorporándose al conjunto de fuerzas
revolucionarias, en creciente proceso de entendimiento, es la que se presenta identificada por el signo
cristiano en su quehacer político. Producto por una parte de los cambios producidos en el seno de la Iglesia
Católica, de resultas del Concilio Vaticano II, reflejados en América Latina en el Encuentro Episcopal de
Medellín, y por la otra, del compromiso práctico en la lucha, de eclesiásticos y de laicos; el cristianismo
radicalizado. y combatiente ha enriquecido también considerablemente el contenido nacional y popular
del movimiento revolucionario, comprobando en la práctica el juicio del Che Guevara, cuando señalaba
que, si el cristianismo popular se confundiera con el movimiento revolucionario, la fuerza de este último
lo haría indetenible.
Demás está decir que el cuadro aquí bosquejado se muestra con perfiles propios en cada uno de nuestros
países. Las formas orgánicas y partidistas en que cristalizan las tendencias mencionadas, son variadas y
específicas, pero en sustancia, donde más, donde menos, estas corrientes político‐ideológicas se hacen presente en nuestro escenario político, dando cuenta a su manera de lo que es nuestra realidad en proceso
de transformación.
Basta tan solo pensar en el caso tan particular de México, país en el que la gesta revolucionaria que vivió
a comienzos de esta centuria, y que tan profunda huella ha dejado en su historia hasta el presente, ha
refractado la incidencia de cada una de las vertientes registradas en su proceso social, configurando un
original sistema político, que poco tiene que ver con el del resto de las naciones del continente.
TODA UNIDAD DE IZQUIERDA ES EJEMPLAR
Hecha esta breve incursión en nuestra reciente historia política, procede volver a retomar las
consideraciones iniciales de esta exposición.
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Cada una de las tendencias enunciadas, refleja como lo decíamos, una parte, un aspecto, una dimensión
del proceso revolucionario latinoamericano. Cada una de ellas cubre un determinado espacio político,
social e ideológico del amplio espectro de situaciones que configuraran el complejo y abigarrado
panorama continental de nuestros pueblos, sus luchas, sus ideas y sus experiencias.
El aporte de cada una de estas vertientes al torrente central no es igual, ni simétrico. En unas su
contribución se mide más en términos de masa, en otras, en términos de conciencia política, en algunas
en términos de solidez orgánica, en otras en término de raíces en lo más profundo de nuestra historia. En
unas, su contribución enfatiza el rasgo internacionalista de la lucha de los pueblos y clases oprimidas, en
otras, se acentúa el perfil latinoamericano de nuestro proceso liberador. En algunas se subraya el núcleo
obrero de la revolución, en otras se insiste en el carácter popular de la emancipación. Pero, en definitiva,
todas ellas, al reflejar parcialmente al proceso liberador en su conjunto, devienen ingredientes necesarios
de éste, cuya articulación dialéctica en su seno, al calor de la lucha y de la reflexión teórica, va haciendo
emerger a la fuerza dirigente de nuestra empresa de transformación social, alrededor de los núcleos
orgánicos e ideológicos, que en cada país van demostrando ser lo más idóneo para hacer avanzar la lucha
y para lograr unir al conjunto de los revolucionarios.
Para terminar estas reflexiones, inspiradas por el propósito de desarrollar una óptica unitaria y generosa
para enfrentar la problemática de la construcción de las vanguardias en América Latina, creo que nada es
más oportuno que citar las palabras de una reciente entrevista al Comandante Fidel Castro, cuando fuera
requerido por un periodista mexicano a dar su opinión sobre el proceso que condujo a la formación del
Partido Socialista Unificado de México.
Expresó Fidel: "Someramente puedo decir que, si el Partido Comunista Mexicano estuvo dispuesto a
disolverse para unirse con otras fuerzas de izquierda, su paso es positivo. Soy contrario a las capillitas y
enemigo del sectarismo. Organizaciones las hay y siempre las habrá más. Crecen como la hierba y sus
apóstoles se reproducen como conejos. Sobran los iluminados que interpretan la verdad única.
He visto grupos que han proclamado la verticalidad de sus principios y peleado a muerte con cuadros que
postulaban exactamente sus mismas tesis. Por largo tiempo las fuerzas de izquierda se han mirado como
el perro y el gato. Esta neurosis desaparece poco a poco y el sentido común se abre paso. Urdida en un
rincón, la lucha aislada envenena.
Pero no hablemos de México. Quiero hablar específicamente de una regla que estimo tiene vigencia
universal. De acuerdo con mi experiencia, toda unidad de izquierda es ejemplar”.
Estas palabras de Fidel Castro, avaladas por la experiencia de la revolución cubana, y por su permanente
esfuerzo por unir y concentrar, son la más elocuente expresión de la creciente voluntad integrativa de las
revoluciones latinoamericanas, condición indispensable para la victoria.
Sobre Marx y el socialismo chileno
Entrevista concedida a la Revista Araucaria y publicada en su número 16, febrero de 1981, Madrid.
‐ ¿Cuándo y cómo se produjo su encuentro con el marxismo? ¿Cuáles fueron sus primeras lecturas?
‐Mi encuentro con el marxismo fue desde luego posterior a mi opción por el socialismo, hacia el cual me
inclinaba ya en los albores de mi adolescencia, mientras estudiaba en el Liceo, con una inspiración
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básicamente cristiana. Pero ya en los últimos años de mi educación secundaria se me fue abriendo un
nuevo horizonte al conectarme con ideas marxistas. Recuerdo mi lectura de la Historia General del
Socialismo y de las Luchas Sociales, de Max Beer, en lo histórico‐sociológico; de El antimperialismo y el
APRA, de Haya de la Torre, y Dialéctica y Determinismo, de L. A. Sánchez, en lo político; de la Introducción
al Materialismo Dialéctico, de A. Thalheimer y El Materialismo Dialéctico, de Moisés Libedinsky, en lo
filosófico. Estos y otros libros de semejante índole circulaban en Chile a mediados de los años 30,
especialmente editados y distribuidos por la Editorial Ercilla.
Un poco después, al final de los años 30 y coincidiendo con la formación del Frente Popular, comenzaron
a llegar libros mexicanos sobre marxismo, los unos de la Editorial Frente Cultural, entre los cuales leí el
Anti‐Dühring ‐el primer libro de los clásicos que llegó a mi poder‐; y los otros de la Editorial América, entre
ellos una antología denominada Marxismo y Ciencias Humanas, con trabajos de René Maublanc, Paul
Laberenne, Georges Friedmann, Marcel Prenant, y otro de H. Lefebvre y N. Guterman titulado ¿Qué es la
dialéctica?; todos ellos, especialmente este último, me causaron profunda impresión. El libro de
Friedrnarin De la Santa Rusia a la URSS fue la primera obra que me dio una visión desde el punto de vista
marxista de la Unión Soviética, ya que antes había leído Rusia al Desnudo, de Panait Istrati; Kaput, de C.
Wells y otros, profundamente anticomunistas.
Pero, indudablemente, fue el contexto general de la época ‐el Frente Popular, el desarrollo acelerado de los partidos obreros en Chile, la Guerra Civil Española y la Segunda Guerra Mundial‐, el elemento decisivo
para hacer vitales, concretas y estimulantes las opciones teóricas que buscaba y recibía de la literatura
revolucionaria, lo que coincidió además con mi ingreso en la Universidad, donde toda esa materia prima
práctica y teórica, se procesaba, se discutía y se analizaba.
‐¿Cuál cree usted que es la contribución de Recabarren en el desarrollo del marxismo en Chile?
‐Dicen los clásicos que el socialismo como fuerza política surge del entronque entre el movimiento obrero
y la teoría revolucionaria. En ese proceso en nuestra patria jugó un papel decisivo Luis Emilio Recabarren.
Él se insumió y se entregó sin reservas a la agitación y movilización liberadora de la mayor concentración
obrera en el Chile de entonces, el Norte salitrero, y llevó hacia los trabajadores pampinos las ideas
socialistas revolucionarias. Insertó en sus luchas la utopía socialista, el compromiso internacionalista, el
componente revolucionario. Todavía quizá en forma inmadura y primitiva, pero el hecho es que hizo ese
contacto entre la realidad de la lucha de clases y el ideal del socialismo que resultó a la postre fecundo y
promisor: de ahí nació en 1912 el Partido Obrero Socialista, antecedente próximo de los actuales partidos
marxistas chilenos.
‐¿Piensa usted que se puede hablar de una evolución de las ideas marxistas en Chile? Si así fuera, ¿cuáles
serían sus rasgos principales y cuáles los criterios posibles para intentar una periodización?
‐Creo que más que de una evolución de las ideas marxistas en Chile, debería hablarse de una evolución o
historia del pensamiento socialista en Chile, tomando como eje la progresiva permeación de ese
pensamiento por las categorías marxistas.
Así planteadas las cosas, yo hablaría primero de un período pre‐marxista, anterior a Recabarren y a la
fundación del POS, en el que las ideas jacobinas, socialistas utópicas y anarquistas fueron los componentes
principales del ideario socialista.
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Luego de Recabarren y como resultado de su acción y del impacto de la Revolución Rusa, se perfila una
segunda etapa en la que la versión leninista del marxismo, digerida a medias y refractada a través de
cristales sectarios y dogmatizantes se diferencia de otra vertiente que rescatando también la visión utópica
y final del socialismo de las mismas fuentes marxistas, prolonga los aspectos anarquistas, ideológizantes y
espontaneístas de la primera etapa, recibiendo en el decurso de los años 20 la influencia de las disidencias
producidas en el seno de la III Internacional, señaladamente del trotskismo, el que a su vez arrastra un
fuerte componente sectario y dogmatizante.
Como se ve, no percibo al pensamiento marxista chileno de la época con una identidad y desarrollo
propios, sino más bien como un elemento que juega en el proceso político de los partidos obreros y
corrientes políticas avanzadas, con distintos signos y caracteres. Es característico del marxismo chileno, en
todas sus vertientes hasta muy entrados los años 30, su no asimilación de lo específicamente nacional y
concreto de nuestra situación. Yo diría que hasta entonces, solo en forma muy elemental y rudimentaria
podría decirse que la verdad universal del marxismo‐leninismo contribuía a esclarecer la problemática real
de nuestra sociedad, tal como surge de nuestro pasado, y de nuestra historia.
La experiencia del Frente Popular y de su gobierno, a la vez que las nuevas características que asume la
línea política del movimiento comunista internacional, para enfrentar al fascismo ‐con todas sus distorsiones al aplicarla a América latina, cuya situación no es la de la Europa de la época‐, contribuye a facilitar el “aterrizaje” del marxismo en nuestra realidad. La problemática de la industrialización del país,
de la ruptura de las relaciones de dependencia, el rescate de nuestras riquezas enajenadas, y todo lo que
tiene que ver con el antimperialismo, la reforma agraria, el entronque de las luchas reivindicativas
populares con los objetivos democráticos y socialistas, la política sindical frente al Estado democrático‐ burgués para arrancarle concesiones favorables al movimiento popular, etc., pasan a constituirse en
elementos para configurar un programa o proyecto democrático y socialista para Chile, acorde en sus
parámetros fundamentales‐ con un análisis marxista de nuestra realidad.
Sin embargo, tampoco en este tercer período, que yo denominaría de recepción del marxismo ya no como
utopía, sino como guía para la acción, la reflexión marxista se levanta muy por encima del análisis
situacional, ni alcanza a cristalizar en una corriente ideológica con presencia propia e identificable con
nitidez en el panorama cultural del país.
Yo diría que en los años sesenta vigente ya el deshielo producido por el proceso de "desestalinización"
dentro del movimiento comunista internacional, redescubriendo el valor de Gramsci por el marxismo
italiano y presente de nuevo el pensamiento de Lukács en el escenario de la filosofía marxista, así como la
aparición de nuevas corrientes marxistas en Francia y otros países, la difusión de las ideas de Mao, el
impacto de la Revolución Cubana en América Latina‐, es en los años sesenta, repito, cuando el diálogo teórico alrededor de las bases filosóficas del marxismo penetra en las aulas universitarias, contagia a
nuevas promociones de la juventud comprometida y estudiosa y se proyecta más allá del ámbito de
influencia de los partidos obreros, influyendo en los medios cristianos y racionalistas, alcanzando con ello
personería nacional.
Como es explicable, en este cuarto periodo, la discusión y el diálogo entre marxistas y la polémica con
otras corrientes de pensamiento favorece tanto los avances en la teoría y su comprensión, como da
oportunidad al surgimiento de heterodoxias y revisiones, algunas de discutible orientación y negativas
consecuencias. Pero, de todas maneras, en esta etapa el marxismo se instala en el escenario ideológico
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‐cultural del país, en un momento de intensa lucha social, política e ideológica. Ya más alejados de los
problemas coyunturales; asuntos como la relación entre democracia y socialismo, función y rol del partido,
espontaneísmo y poder popular, evaluación del socialismo real, el problema de las vanguardias en América
Latina, etc., comienzan a ser objeto de la reflexión teórica marxista.
El debate al calor de las agudas luchas populares, fue bruscamente interrumpido por el golpe militar. Ha
proseguido, sin embargo, tanto en el exilio como en el interior, aunque en un tono menor, porque hasta
ahora ‐y puede ser que continúe siendo así‐ la discusión abstracta sobre los grandes problemas del
socialismo contemporáneo, no se ha colocado por sobre las exigencias de unidad en la lucha contra la
dictadura, que debe ser la gran tarea que una a todos los antifascistas chilenos, no solo de las diversas
vertientes marxistas, sino a todos los demócratas de nuestra patria.
‐Dentro de esa evaluación o desarrollo, ¿cómo inscribiría usted el papel y la significación del Partido
Socialista chileno?
‐El Partido Socialista reúne al nacer a elementos provenientes de diversas vertientes de marxismo,
disidentes entonces con la ortodoxia dogmatizante que prevalecía entre los comunistas, pero bastante
heterogéneas y hasta contradictorias entre sí. Un rasgo común de todas ellas era el propósito de buscar
un mayor enraizamiento del pensamiento marxista en la realidad nacional y latinoamericana y una
interpretación dinámica del marxismo, reflejada en su Declaración de Principios, cuando se expresa que el
Partido hace suyo como método de interpretación de la realidad al marxismo enriquecido por los aportes
del devenir científico y social.
La historia del socialismo chileno, desde entonces hasta ahora, ha sido desde el punto de vista teórico un
permanente esfuerzo por desarrollar su pensamiento dentro de los parámetros indicados, enfatizándose
en un primer periodo la lucha contra las influencias anarquistas y social‐demócratas, y más recientemente,
el combate contra los resabios del trotskismo y otras tendencias ultraizquierdistas, así como contra nuevas
formas de expresión de ideas revisionistas que cuestionan aspectos fundamentales del
marxismo‐leninismo y que son susceptibles de ser instrumentadas desde fuera del movimiento popular.
‐¿Cree usted que el surgimiento en los años sesenta de un marxismo proveniente de los sectores cristianos
puede considerarse como hito importante en la historia del marxismo en Chile?
‐Considero que el surgimiento en los últimos años de un marxismo proveniente de los sectores cristianos
es un hito importante en la historia del marxismo en Chile. Refleja, por lo demás, un fenómeno universal
y particularmente latinoamericano que se relaciona con el creciente compromiso de un ala popular del
cristianismo con las luchas democráticas y revolucionarias de nuestros pueblos y con la evolución
ideológica de esos sectores, que han emprendido la tarea de una lectura cristiana del marxismo, paralelo
al intento de hacer una lectura marxista del cristianismo, en tanto mensaje de liberación, de rebeldía y de
solidaridad humana.
Esta tendencia marxista emergida desde el cristianismo ayuda a comprender la verdad que encierra la idea
del origen pluralista de las vanguardias revolucionarias en América Latina, que se ve ahora avalada por los
hechos a través de las recientes experiencias del Frente Sandinista de Liberación de Nicaragua, y del Frente
Democrático Revolucionario de El Salvador. Incluso más, pienso que la vertiente marxista proveniente del
cristianismo, al igual que socialistas, comunistas y la corriente del racionalismo que ha avanzado hacia el
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socialismo, constituye un componente orgánico del conjunto de fuerzas destinadas a constituirse a través
de un proceso, en la vanguardia y fuerza dirigente de la Revolución Chilena.
‐¿A su juicio, la Universidad chilena ha jugado algún papel en la difusión del marxismo?
‐Yo creo que sí, durante el decenio de los años 60 hasta el golpe militar de 1973. Pero reiterando lo
expuesto al contestar una pregunta anterior, me parece que en nuestra Universidad en aquel tiempo no
alcanzó a cristalizar el marxismo en algo ya maduro y funcional a las exigencias del desarrollo político y
social.
Ello, no obstante, el pensamiento marxista permeó a buena parte de la intelectualidad de izquierda, y llegó
hasta influir en el seno de las Universidades confesionales, no a través de intromisiones burocráticas y
partidistas, sino mediante un natural proceso de difusión de categorías científicas que la propia práctica
social iba revelando como capaces de dar cuenta y de interpretar la realidad social y el proceso de su
transformación.
El tema del desarrollo del pensamiento marxista en la "intellegentzia" chilena exige mayores precisiones.
Siempre me ha parecido que los chilenos ‐al menos en este siglo‐, no han descollado precisamente en el
terreno de la filosofía y del pensamiento abstracto. Nosotros no tuvimos aquí ni un Antonio Caso ni un
José Vasconcelos, como en México; ni un Rodó, un José Ingenieros o un Aníbal Ponce, como en el Río de
la Plata. Ni los tenemos todavía.
En el campo de las ciencias humanas nos proyectamos más hacia la historia y especialmente la economía,
que hacia las disciplinas filosóficas. En estos otros campos el desarrollo del marxismo supuso una aguda,
lucha frente a las corrientes predominantes en esas áreas. En el campo histórico, contra las tendencias
nacionalistas, influidas por el idealismo irracionalista alemán y sus seguidores españoles ‐Ortega y Gasset entre otros‐. Igualmente hubo que luchar contra las corrientes inspiradas por el tradicionalismo católico
español ‐Vásquez de Mella, por ejemplo‐, que hicieron escuela no solo en la Universidad Católica, sino que también en las Universidades laicas.
En la economía, las primeras generaciones de economistas chilenos progresistas reconocían en Keynes y
luego en la llamada escuela "cepaliana", con Raúl Prebisch a la cabeza, a sus mentores ideológicos, más
que al marxismo. Incluso gentes que política y hasta filosóficamente se definían como marxistas, en su
especialidad como economistas pensaban de acuerdo a esos esquemas "cepalianos", que, recogiendo
algunas categorías marxistas, en su esencia no superaban los supuestos básicos de la ideología burguesa.
En el área sociológica, desarrollada con posterioridad a la económica, por los años 50, el adversario
ideológico principal lo constituía la escuela empirista norteamericana, en su versión estructural
funcionalista. Fue en los Estados Unidos donde se formaron nuestros primeros sociólogos, y era natural
entonces que fuese la sociología imperante en ese país la que luego orientara los primeros pasos de la
sociología universitaria chilena.
Con las consideraciones anteriores queremos significar que, la llegada y el desarrollo del marxismo en la
Universidad no fue fácil, porque el campo ideológico estaba ya ocupado, y no por ideologías anticuadas,
sino por las corrientes más novedosas del pensamiento burgués ‐como el desarrollismo "cepaliano" en
economía y el estructural‐funcionalismo en sociología‐. Incluso muchos de los profesores que finalmente
internalizaron el pensamiento marxista, se formaron académicamente en sus años mozos, como
tributarios de esas corrientes de moda del pensamiento burgués.
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En síntesis, creo, como ya lo expresé más adelante, que, no obstante que el marxismo fue recibido en la
Universidad en los años sesenta y se instaló en sus aulas, no alcanzó allí a madurar como para hacer
significativamente abundante y creadora su producción intelectual, ni menos aún como para hacer escuela
y convertirse en ideología hegemónica en la Universidad. Yo diría que en el campo de las ciencias sociales
se avanzó más, así y todo, que, en el estrictamente filosófico, o en el de la filosofía de las ciencias
matemáticas y naturales.
Hubo en este ámbito, pues, un déficit en el desarrollo del pensamiento de la izquierda, que alguna relación
guarda con las insuficiencias generales que en el terreno ideológico podemos constatar durante el
Gobierno de la Unidad Popular y que nos impidieron pasar a la ofensiva en este campo y arrebatar a la
reacción y a la burguesía la hegemonía ideológica de la sociedad. Todo lo cual, es claro, favoreció el
desarrollo de la contrarrevolución.
‐La publicación en edición chilena del libro de Mariátegui, Siete Ensayos de Interpretación de la Realidad
Peruana (Santiago, 1955, Colección "América Nuestra", dirigida por Clodomiro Almeyda) ¿Puede
interpretarse como un signo precursor de la preocupación por el problema latinoamericano, en un país
que en general pareciera haberse mostrado durante mucho tiempo más bien indiferente a esa realidad?
‐Los Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana constituyen sin duda una obra clásica, para lo
que pudiéramos llamar la sociología marxista latinoamericana. Así como en el ámbito filosófico lo son las
obras ‐desgraciadamente poco difundidas‐, de Aníbal Ponce, en especial Educación y Lucha de Clases y Humanismo burgués y humanismo proletario.
Pero yo no veo una relación directa entre la publicación en Chile en la colección "América Nuestra" de ese
libro de Mariátegui en los años cincuenta, y la preocupación por la teoría de la revolución en América
Latina que se manifestó en los años sesenta. Este último fenómeno se produjo ‐creo yo‐, como un efecto
de la Revolución Cubana, y de las polémicas que surgieron al respecto, y que parcialmente cristalizaron en
la llamada sociología de la dependencia, que era el gran tema teórico de los años sesenta y alrededor del
cual escribían y disputaban Ruy Mauro Marini, André Gunder Frank, Theotonio dos Santos, Fernando
Enrique Cardoso, Helio Jaguaribe, Enzo Faletto, Eduardo Ruiz y tantos otros.
No me parece que en esta preocupación por los problemas latinoamericanos ‐desde el ángulo de la dependencia‐ haya jugado un papel importante la obra de Mariátegui. La dimensión histórica y cultural de
la realidad americana, que está presente de manera principal en Mariátegui, no aparece relevada en las
discusiones de los marxistas latinoamericanos de ese decenio sobre el tema de la dependencia, las que a
mi juicio desprecian u omiten el rol de los ingredientes supra estructurales en el análisis del proceso social,
concentrando exclusivamente su atención en las variables económicas y propiamente sociológicas, pero
interpretando a estas últimas como mera proyección de lo económico en la estructura y la lucha de clases,
sin reparar en el rol que juegan los elementos propiamente históricos, políticos y culturales, en cuanto
instancias específicas de la sociedad, aunque dependientes en último término de los límites y perspectivas
con que las enmarca la estructura económica. Desde este punto de vista, veo yo una analogía entre
Mariátegui y Gramsci, en su común interés por destacar la influencia de la dimensión histórico‐cultural de la sociedad en la forma y modalidades con que se desarrolla la lucha de clases en los diferentes contextos
sociales y nacionales. Y la forma, para los marxistas, no es un epifenómeno del contenido, sino que lo
integra como elemento suyo.
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‐Hay quienes prefieren no hablar de "el marxismo", sino de "los marxismos". ¿Qué opina sobre el
particular? ¿Cree que hay alguna relación entre este problema y la existencia, en Chile, de varios partidos
que se declaran no solo marxistas, sino aun marxistas‐leninistas?
‐Esta pregunta va, como se dice vulgarmente, “al hueso” de lo que se discute hoy en el ámbito teórico
entre los marxistas. Y al decir ámbito teórico no quiero en manera alguna divorciar esas discusiones de la
práctica, porque precisamente para los marxistas, resulta que lo más teórico es a su vez lo más práctico,
en la medida que lo primero intenta captar de manera conceptual la realidad para precisamente influir
sobre ella. Y "sin teoría revolucionaria no hay acción revolucionaria" (Lenin).
Yo diría en una primera y esencial aproximación a la respuesta, que solo hay un marxismo y no varios o
muchos marxismos.
Y esto por una razón de fondo y radical: hay una sola realidad y en consecuencia la teoría sobre esa realidad
debe ser también una. Pero en una segunda aproximación a la respuesta debemos precisar que esa teoría
sobre la realidad, esa verdad sobre la realidad, no adviene de golpe, sino que es un proceso infinito, como
que infinita es la realidad. Y en cuanto proceso, cada fase de su decurso, cada etapa del conocimiento, da
cuenta parcial de esa realidad, y supone la existencia de otras fases y etapas que dan cuenta de otros
aspectos de la realidad. En otras palabras, sobre la misma realidad puede haber teorías parcialmente
verdaderas en el tiempo, pero solo una teoría verdadera entendido el conocimiento como proceso
inclusivo e infinito.
Y esto es válido para la teoría en general, y para la teoría de la Revolución proletaria ‐el marxismo‐ en particular. Hay una sola teoría de la Revolución, hay una sola respuesta óptima a la situación
revolucionaria; pero esa teoría se construye, no está dada de una vez para siempre. Se renueva a sí misma,
sin dejar de ser lo que es, en cuanto unidad en desarrollo. Es cada vez más verdadera, sin que esto quiera
decir que todo lo anterior sea falso. Porque, como decía Lenin, la diferencia entre lo relativo y lo absoluto,
no es más que relativa, porque siempre hay algo de absoluto en lo relativo.
El marxismo entonces, como toda teoría, es relativo, en la medida que puede llegar a ser más verdadero
que lo que es en una determinada etapa de su desarrollo, en cuanto puede ir profundizando cada vez más
el conocimiento de la realidad y descubriendo siempre más y más aspectos y regularidades en la misma.
Pero como siempre hay algo de absoluto en lo relativo, también en el marxismo, no obstante, su capacidad
o aptitud para renovarse, hay algo de absoluto en su contenido que no queda afectado por los desarrollos
que puede tener, y que dice relación con los aspectos esenciales y permanentes de la situación social, de
la que da cuenta. Sin hacer esta precisión, resultaría que el marxismo sería solo una imagen subjetiva de
la realidad y no tendría objetividad. No sería entonces el marxismo una teoría materialista y objetiva de la
sociedad, sino solo una ideología válida para un determinado sujeto cognoscente en una situación dada,
con lo que caeríamos en el pragmatismo y el relativismo más absoluto.
Es claro que el marxismo no es solo una teoría objetiva, es también una teoría subjetiva de la clase obrera,
ya que solo desde la perspectiva de la posición de esa clase y de sus luchas se puede alcanzar el real
conocimiento de la verdad de la sociedad capitalista y de la sociedad en general que desemboca en
aquella. Me explico. Precisamente por ser el marxismo una teoría subjetiva de la clase obrera, es que tiene
un alcance objetivo porque solo desde la perspectiva de la lucha de esa clase se puede lograr captar la
esencia de la existencia social. Como que la liberación de la clase obrera, no la libera solo a ella, sino a la
humanidad en general.
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Volviendo un poco atrás, entonces, hay en la teoría marxista verdades absolutas, en lo esencial, no
obstante, su perfeccionabilidad y su aptitud para ser cada vez más verdadera.
Cuando en el escenario actual de la lucha de ideas, se sostiene por algunos marxistas, que no hay un
marxismo, sino varios o muchos marxismos, lo que generalmente se quiere decir es que en el marxismo
no hay verdades de contenido absoluto, y que el marxismo es solo una metodología, una forma de
conocimiento, susceptible de llenarse con diversos contenidos. Y esto se sostiene porque particularmente
en el terreno filosófico, se tiende a vaciarlo de su contenido materialista, y en el terreno político, porque
se cuestionan los aspectos cardinales de la teoría de la Revolución, desarrolladas por Lenin, a los que se
pretende relativizar o revisar. Así concebido el marxismo‐leninismo, sería solo una corriente marxista de
validez relativa a una circunstancia o época, pero habría también otros marxismos no leninistas, válidos a
su vez para otros entornos históricos. Concretamente se objetan dos elementos del marxismo clásico, que
especialmente teorizó Lenin: primero, el principio de la necesidad de la instancia partido revolucionario,
como subsistema distinto de la clase aunque ligado esencialmente a ella, y el de su rol imprescindible
como fuerza dirigente de la Revolución, sin la cual no hay transformación revolucionaria posible; y
segundo, el principio de la dictadura del proletariado, que establece la necesidad imprescindible de la
coerción institucionalizada tanto para enfrentar a la contrarrevolución que necesariamente tiende a
desarrollarse como respuesta natural de la vieja sociedad ante los intentos de transformarla, como para
extirpar sus raíces económicas, políticas e ideológicas, entendida esta tarea como proceso
complementario e inseparable de la construcción del socialismo y de la afirmación de su hegemonía
ideológica en la sociedad.
No es del caso aquí profundizar en el análisis de estos conceptos. Lo que sí queremos dejar en claro, es
que a nuestro juicio la polémica sobre si existen un marxismo o varios marxismos, concretamente apunta
a la idea de algunos ideólogos que los dos elementos señalados del edificio conceptual del marxismo, no
son consustanciales a él y quienes no los comparten, son tan marxistas como quienes los aceptan.
Yo no pienso así, creo que esos dos elementos, correctamente caracterizados como leninistas, por el
desarrollo que Lenin hizo de ellos, forman parte de lo absoluto del pensamiento marxista y que si bien
pueden asumir formas diferentes en la medida que se manifiesten en diversos contextos históricos, en su
esencia constituyen pilar fundamental de la teoría en su conjunto.
Ahora, y refiriéndome a la segunda parte de la pregunta, si bien yo creo que en su esencia y en el sentido
explicado hay un solo marxismo, a ese marxismo, o, en otras palabras, a la conciencia de la Revolución se
puede acceder por diferentes vías, a través de diferentes experiencias y en el seno de diversas culturas
políticas.
Dicho en otra forma, hay diferentes caminos para llegar a una verdad, como diferentes son las experiencias
que permiten alcanzar una verdad, y diferentes los subsistemas culturales en que esas experiencias se
adquieren y en cuyo lenguaje propio se manifiestan.
De ahí por qué pienso que, exigiendo el concepto de vanguardia o fuerza dirigente de la Revolución un
pensamiento esencial único y una conducción única, es posible que esa vanguardia se vaya configurando
con el aporte de diversas vertientes políticas cada una de las cuales dé cuenta de una experiencia distinta
y se exprese en el lenguaje de la correspondiente cultura política en cuyo contexto se da esa experiencia,
pero convergentes todas esas vertientes a un torrente común.
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Es lo que los socialistas estamos llamando el origen pluralista de las vanguardias, concepto que a nuestro
juicio permite rescatar la riqueza de las distintas experiencias chilenas que han permitido ir desarrollando
al movimiento popular revolucionario, y que a su vez hace compatible la unidad y la identidad de la
Revolución, con la variedad de las formas con que la práctica está aproximando y comprometiendo con
ella a los diversos componentes sociales, políticos e ideológicos del movimiento popular que resultan de
nuestra historia concreta.
Para ejemplificar, no es lo mismo acceder al movimiento revolucionario y a la conciencia teórica de la
revolución desde la práctica social en el seno del aparato orgánico de un partido obrero, que desde la
experiencia de una lucha sindical radicalizada, o desde la crítica a la sociedad burguesa llevada a cabo
inicialmente mediante las categorías del pensamiento racionalista en proceso de superación; o desde el
ámbito cultural de una Universidad Católica, en la que se da una radicalización del pensamiento cristiano
y luego una lectura temporal del contenido rebelde del Mensaje Evangélico. Ni es lo mismo llegar a ser
revolucionario para un militar a través de la crítica al rol represivo y antinacional que juega la institución
castrense de que forma parte, que como lo llega a ser un dirigente campesino forjado en la lucha
reivindicativa de su clase.
En el decurso de la formación de la vanguardia deben fundirse todos esos ingredientes en un proceso
único, pero no puede artificialmente privilegiarse ninguna de esas vías o caminos de acceso a la
Revolución, sin olvidar que todos los que llegana comprometerse con ella, terminan por confundirse en
la condición común de revolucionarios. Ni puede tampoco desconocerse durante el proceso de
construcción de la vanguardia, el aporte y la significación que cada uno de sus componentes históricos
entrega al patrimonio común de la Revolución, dando cuenta cada uno, de algo real y propio de esa
realidad, que en nuestro caso se llama Chile, su historia y su pueblo.