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Quimera
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Q66 El tercer acto
UNO, QUE AHORA PUEDE PASAR LAS TARDES EN EL DESPACHO (a eso aspiramos
como máximo, ya ven, los que hemos trabajado mucho y
mal), se ha ido construyendo un santuario doméstico con
�lias, cables, cuadernos y matrioskas en cuarentena. En esta
parte de la casa hay un sofá viejo y sucio, una pintura desco-
lorida que heredamos de ancestros inventados, y una impre-
sora que, con el paso de los años (ay, la convivencia), ya no
nos impresiona.
A la izquierda de la pantalla, que es un espejo y una ven-
tana, tenemos colocado un atril. Para las
partituras y los deberes, y, por qué no re-
conocerlo, para enseñarnos a nosotros mis-
mos los garabatos que un día tenían que ser
un proyecto que un día tenían que ser una
novela que un día tenían que ser la puer-
ta que nos permitiera, como esta matrioska
que hace la siesta, pasar más horas libres en
este despacho pequeño y sin vistas al mar.
Eso son las únicas puertas giratorias para
los que nos empeñamos (de empeños va la
cosa) en esto de escribir. Ni consejos de ad-
ministración ni, tampoco eso, administrar
los consejos.
Para darle un poco de color vila-matiá-
nico a esta columna, nos subimos la solapa
de la gabardina (en realidad es un pijama)
y cogemos un ejemplar al azar (un momen-
to, ahora volvemos). La metaliteratura, que
es perra vieja, nos ha guiado por el buen
camino hasta llegar a la página 32 de este librito editado por
Alianza (con ilustración de la cubierta de Rafael Sañudo,
según rezan, que son muy católicos, los créditos):
Pues bien, la epopeya y la poesía trágica, además de la come-
dia y la poesía ditirámbica, y en gran medida la aulética y la
citarística, todas ellas vienen a ser, en conjunto, imitaciones.
Toma Aristóteles. Que imitemos de una vez por todas.
Ya está bien de tanta tontería. Hoy voy a ir al grano, te voy a
meter mano. Etcétera.
Como no queremos abusar de los clásicos, lo devolve-
mos ipso facto a su lugar de feroz guardián, y vamos repa-
sando el resto de la librería. Pisos y nichos. Una máscara,
Albert Lladó. Una tarde en... el despacho
roja y rascada, que compramos en Venecia, las postales de
la Commedia dell’Arte (Pantaleón le pellizca el culo a Colom-
bina cada vez que nos giramos) y un libro sobre Ocaña que
fustiga, látigo en mano, a todos los prejuicios de una Bar-
celona ahora tan lejana. Las guías de viaje (Tailandia, París
y pase un �n de semana romántico en Marrakech) y, en un
lugar poco accesible, los títulos que uno ha ido publicando
(que no se nos ocurra releerlos, por Dios, eso no). La bio-
grafía era esta �lia india. Juntar folios encolados. Y mirar
hacia otra parte.
Y los manuales de la universidad, y el
marco con su foto en blanco y negro, un
Gargamel de plástico �no, cuatro lápices
mordidos, un diccionario, y un cúmulo de
páginas vivas, muertas, subrayadas, vírge-
nes, amarillas y dobladas por la esquina.
Una biblioteca en peligro de extinción por
la humedad que se cuela en esta habitación,
y que va estampando sus pinturas rupestres
en la pared. Cada mancha (haremos una
obra de teatro de esto) es una constelación,
un planeta, y una osa, en mayor o menor
medida.
Entonces, cuando ya habíamos decidi-
do, sin �suras, cómo perder el tiempo, apa-
rece triunfal Dadá, el león blanco que pasea
por este parqué de barrio. El gato, que ni
avisa ni improvisa, tiene rostro de mapache,
cola de ardilla, cresta de conejo salvaje, y
nos trae a domicilio, por el módico precio de una caricia,
un fragmento de bosque a este habitáculo donde, además
de saltar de párrafo en párrafo, tendemos la ropa en una sisí
(la respuesta soberanista, en Catalunya, nos persigue hasta
en la colada).
Un golpe. El gato, que es el rey de esta selva, se queja.
Maúlla magistralmente, consciente de su condición de cas-
trato. Habíamos colocado mal (y no será la primera vez) la
Poética, y le ha caído en la cabeza, con toda la fuerza de la ley,
el vengativo Aristóteles.
Y así, entre peripatetismos, nudos y desenlaces, se va
apagando esta tarde de otoño. El lince, con su traje de nie-
ve, bosteza. Le imitamos, catárticamente. Archivo. Guardar
como. Fundido en negro. ·
BREVE HISTORIA DE UN BOSTEZO
ALBERT LLADÓ
UNA TARDE EN...
EL DESPACHO
Meritxell Gutiérrez ©