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Torbellino
de horas
Olga Bruzzone
Edicin electrnica BOLIVIATEL Marcando el 13 Bolivia Crece
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La realizacin de este libro electrnico ha sido posible gracias al generoso
aporte de:
http://www.boliviatel.com.bo
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NDICE
Captulo I ................................................................................................... 3
Captulo II .................................................................................................. 8
SEGUNDA PARTE .................................................................................. 77
TERCERA PARTE................................................................................. 245
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Captulo I
El viento despavorido se retuerce. Fustiga exasperante.
Agresivo hasta los huesos llega.
La nieve cae sin cesar. Se agita enloquecida por el viento. Se alborota y
trastorna. Apabullada se acurruca luego en el refugio de los ngulos.
Los rboles.
Los rboles. Ottawa es una ciudad de rboles que se apian en bosques.
Embellecen sus parques y muchas de sus calles. Las rojas llamaradas del
otoo queman sus hojas que calcinadas crepitan por el suelo encendidas en
coloridas brasas.
Los rboles.
El duro invierno inconcebiblemente desdibuja sus formas. Las desnuda y
alarga. Les arranca el ltimo vestigio de su vida. Se dira que mueren. El viento
los zarandea y los sacude con desesperacin demente.
La tempestad comenzada temprano persiste todo el da.
Es el momento de las aglomeraciones.
Las oficinas, las tiendas, los grandes edificios se liberan del hacinamiento
humano contenido en ellos. Lo derraman sobre las arterias de la ciudad que
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comienza a vibrar convulsionada. Zumbido de motores en marcha. Congestin
de vehculos. Sobre los autos que esperan turno para aprovisionarse de
combustible est la nieve acumulada. Gino y yo la despejamos de los vidrios y
llenamos los tanques. Larga es la fila. La tempestad arrecia. Multiplicamos el
esfuerzo. Tenemos la cara y las manos congeladas pese a los guantes.
Lagrimean los ojos. Las lgrimas se hielan como puntas de agujas, y lastiman.
El fro perfora atravesando el tutano.
En la oficina.
Don Gicomo, el dueo, viejo italiano bonachn se pasea preocupado,
inquieto. De cuando en cuando llama... Gino... Luis Alberto... Un sorbo de caf
caliente nos regala.
Don Gicomo humanamente bueno. Vindolo se dira que no es el
propietario. Simplemente un bondadoso viejo.
Amaina poco a poco el viento.
La nieve cae desolada. Sin persistencia.
Decrece el nmero de automviles. Relativa calma se apodera de la
estacin de servicio.
Un flamante Mercedes Benz se detiene delante de uno de los surtidores.
Me acerco.
- Fill it up ordena seco. Cortante.
Cumplo mecnicamente la orden. Limpio el parabrisas y los vidrios
laterales.
- Ten fifty please le digo.
Abre su billetera. Un grueso anillo de oro de estilo tiahuanacota luce en su
mano. Atrae enormemente mi atencin. Desvo la mirada para fijarla en el
rostro del que lo lleva. El asombro me deja paralizado. Apenas atino a
preguntar trastrabillando...
- Eduardo! Eres t?
Al sentirse llamado por su nombre y en su propio idioma l queda ms
sorprendido todava.
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Me mira fijamente. Me escudria.
Llevo un gorro de lana recubierto de nieve que llega hasta mis orejas
ocultando parte de mi rostro. Pese a este impedimento, su mirada inquisitiva da
resultado.
- No me dirs... que eres... Luis Alberto...
Tartamudea. Est perplejo.
- Pues te dir que soy el mismo! Respondo emocionado.
Conmovido. Bruscamente abre la puerta de su auto.
Un abrazo efusivo. Fuerte. Intenso. Unas recias palmadas a la espalda.
Mudo y elocuente saludo.
- Cundo has llegado? Qu haces aqu? pregunto atropelladamente.
- Llegu hace cuatro das... y ya lo ves... me paso la gran vida... Me
responde mientras sacude de su elegante abrigo la nieve que le dej mi
abrazo.
- Y t?
- Trabajando hermano... trabajando duro...
- Cmo has llegado aqu? A este pas tan lejano y distante! Tan
diferente al nuestro! Cmo has llegado aqu? Qu salto tan enorme has
dado! Asombrado. Estupefacto me interroga.
Posa sobre mis hombros sus dos manos. Me aparta un poco de l. Me
mide con los ojos desde el suelo hasta el rostro.
- Cmo has llegado... a esto...? Tristemente pregunta.
- Es largo de contar respondo tratando de eludir su compasin.
- Y t... con este autazo? Esquivando replico.
- Tambin es largo de contar hermano moviendo la cabeza me
responde.
Gino est atendiendo solo. Varios autos esperan. Gino es un gran
muchacho, generoso, bueno, trabajador. No s cmo lleg al pas. Slo s que
haba llegado de Italia trayendo una carta para don Gicomo. S que no tiene
sus papeles en orden y que trabaja clandestinamente.
No hace mucho, descubrieron a otro que trabajaba en igual forma. Lo
sacaron del pas en veinticuatro horas.
Gino es un buen muchacho, activo. Est atendiendo solo.
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- Por qu no te das una vuelta y regresas? Estar libre en unos diez
minutos. No tardan en llegar los del segundo turno, propongo a Eduardo.
- Lo siento querido. Lo siento en el alma. Tengo una cita urgente.
Consulta su reloj. Me mira. Se pasa la mano por la frente.
- No. No puedo, no dispongo de tiempo. Debo irme. Me esperan.
- Piensa un instante - Qu te parece el sbado? Qu te parece si a
esta misma hora vengo a buscarte? entusiasmado me consulta.
- Ok!, el sbado a esta misma hora. Macanudo! Brota espontnea mi
respuesta.
En el fondo estoy decepcionado. Dolido. Hubiera querido retenerlo.
Charlar con l... Preguntarle tantas... y tantas cosas...!
- El sbado a esta misma hora vengo a buscarte. Convenido. Ahora me
voy. No puedo demorar.
Nos estrechamos nuevamente en otro fuerte abrazo. Nos cuesta
separarnos.
- Me has dado un enorme gustazo viejo! Le digo mientras toma el
volante.
Y lo veo partir.
Quedo perplejo. Quedo mirando. Veo perderse el auto en la distancia. Lo
veo confundirse entre tantos otros. Lo veo disolverse entre la bruma. Lo veo
desaparecer en el lienzo infinito de la nieve.
Sigo mirando sin despegar los ojos. Es un mirar sin mirar. Mirar en el
vaco.
Lo he visto esfumarse. Sin dejar nada. Nada. Ni un rastro.
Ni una huella.
Nada.
Era
como si su imagen se hubiera desvanecido sin haber estado. No era un
sueo. No. No se hallaba inmerso en el mbito de lo irreal. Haba sido un breve
encuentro diluido en la nieve. Difuminado en la lejana. Nada ms que un
instante sorpresivo. Intenso y fugaz.
Haba sido como mirar atrs... Como hallar el color preciso. Como volver
los ojos al pasado y respirar el aire conocido. Como encontrar el camino
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perdido. Como unir las hebras desatadas. Como echar de menos. Como
rememorar, y aorar... Como tener entre las manos el recuerdo de lo que haba
sido... haba sido... y nunca ms ser...
El fro de la ventisca me perfora el alma metindose en la mdula. El
viento castiga mis retinas. Se me nublan los ojos.
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Captulo II
Eduardo
su casa frente a la ma. Nuestros caminos haban recorrido el uno junto al
otro. Nuestras vidas se haban deslizado juntas. Se haban compenetrado en
tal forma que apenas exista una suposicin que pudiera diferenciarlas.
Ahora
se me presentan imprecisas. No puedo identificarlas con claridad. Se
confunden en un caos borroso de ideas y de sentimientos. Todo haba quedado
diseminado con el traslado de mi vida a este ajeno pas. Que ahora el mo.
Tiempo haca que se haba operado en m una ruptura con el pasado.
Rotos los nexos. Me senta desvinculado. No exista un lazo de conexin. Ni un
puente de voces difundidas. Sumergidos los aconteceres entre las dos orillas
de un estanque de aguas desteidas no me era dado asirme a la realidad de lo
vivido.
Quebrada la continuidad de mi vida, todo haba cambiado. Ya no era lo
mismo. Me senta extraamente ajeno.
No me era posible clasificar mis emociones. Me costaba controlar el
tumulto de ideas que alteraban mi cerebro. Me senta perdiendo los perfiles de
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m mismo... y que me... desdibujaba. Me senta resbalando a los profundos
pliegues del recuerdo donde mi mundo intacto est hundido a rescatar de l el
tiempo transcurrido, aquella realidad cada vez ms imprecisa. A extraer de la
memoria ese pasado irrecuperable.
Eduardo,
an lo veo a su padre: Don Carlos.
Minero acaudalado. Rico hacendado. Dueo de inmensas tierras
productivas situadas en las faldas de los altos nevados donde habitan los
cndores.
Donde los vientos libremente transitan veloces y livianos silbando entre
los pajonales y recorriendo el infinito altiplano inspeccionando los abismos, las
grietas y los despeaderos. Jugando con el sol sobre el dorado oleaje de los
cebadales.
Viento y sol. Sol y viento. En primavera o en invierno. Brillante sol de
invierno. Incomparable. nico. Sin una nube el cielo inmaculado. Limpio. Azul.
Intensamente azul. Maravillosos das extraordinariamente azules!
Inhalar sol y viento. Y sentir... sentir las alas!
Ah! El Altiplano. El Altiplano! El Al-ti-pla-no!
Don Carlos.
S.
El prototipo del latifundista. Seor feudal inhumano duro altanero
orgulloso.
Presuntuoso de la esmerada educacin que brindaba a sus hijos en los
ms caros colegios de Londres y Pars. Sus hijos: Alfonso y Alfredo, mucho
mayores a Eduardo.
Sus hijos.
Los ms caros colegios. Productiva la hacienda. Lucrativa la cavidad
oscura de sus minas donde se consuman en condiciones infrahumanas las
vidas de los mineros.
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Don Carlos. S.
Su rostro estricto. Sus palabras sentenciosas: Si quieres arribar "pisa" y
"pasa".
Era su frase favorita.
Londres. Pars.
Alfonso y Alfredo. Hijos de acaudalado padre. Mujeres y champagne.
El vrtigo del mundo delante de sus ojos.
Productiva la hacienda. La mina lucrativa.
La opresin pisa.
El tiempo... pasa.
Don Carlos. Los domingos. su casa. Sus parientes y amigos. Y mi padre.
Charlando de poltica o jugando a las cartas. Los domingos. Los dems das de
la semana su club lo retena. Su club, sitio de distraccin y de negocios.
Doa Elvira,
madre de Eduardo. Elegante. Alegre. Despreocupada.
Amiga ntima de mi madre.
Mi madre incomparablemente buena.
Entre las dos programaban diversiones, fiestas, cumpleaos, largas horas
de juego. Y...
Las anheladas vacaciones.
Las vacaciones! La finca!
Acre olor de las extensas soledades. Noches astilladas de estrellas.
Tardes de viento.
La hacienda, la finca!
Correr bajo la escarcha de las constelaciones. aprisionar entre las manos
la luz despedazada por la niebla, los colores del da, las sombras, los silencios,
el desgarrn de atrevidos matices del ocaso. Abarcar la soledad de los grandes
nevados...
Las vacaciones...! La finca...!
La siembra. La cosecha.
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La siembra, Grandiosa! Fascinante!
Los indignas llegan desde lejos... desde los ltimos confines de la
hacienda que linda con las estribaciones de la cordillera. A la hora vacilante del
tenue claroscuro que vagamente traza la forma de las cosas ellos ya estn en
el camino. Tienen que llegar temprano para evitar el ltigo.
Avanzan en grupos diferentes como manchas movibles que convergen a
un punto. El paso de sus pies desnudos no se percibe sobre el suelo, es un
rozar de arcillas sobre mudos guijarros.
Las ltimas estrellas incoloras alumbran indecisas el bullir apagado de
hombres y de bestias. Bestias y hombres. Los toros cogidos de las astas por el
lazo. Los hombres portando sobre el hombro el palo del arado. Las mujeres
llevando en sus aguayos la merienda, consistente en algo de chuo hervido
y escasos trozos de chalona o de charque. Los nios arreando los famlicos
borricos cargados de estircol para abonar la tierra, cargados del forraje para
los animales.
Cada indgena acude a la faena aportando su esfuerzo. Aportando sus
implementos de labranza. Sus propias bestias esculidas y flacas y el estircol
de stas para abonar la tierra... de los amos!
Esfuerzo. Contribucin. Opresin. Servidumbre. Feudalismo!
En el hondo silencio que moldean las horas se percibe rebuznos y
mugidos y voces infantiles, el chasquido de labios alentando a toros y borricos
alternativamente.
El aire es cortante, intensamente fro.
Los jirones helados de la noche; trizados por el alba los helados jirones
con que aparece el da. Transitorio momento de bruma diluida al asomo de las
primeras horas.
De todos los confines van llegando.
A medida que arriban crece un conglomerado indefinido. Incierta
confusin de formas y sonidos. Olores. Movimiento. Colorido.
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Ajetreo de hombres.
Con el poncho echado hacia atrs para sentirse ms alivianados, ponen
al descubierto la camisa rada abierta sobre el pecho y la faja de lana tejida en
colores vivos que sostiene el pantaln de burda contextura.
Difuminando esbozo de sombras coloreadas figuran las mujeres y los
nios.
Se inicia el aparejo de las yuntas.
Los toros macilentos. Sin brillo. De lomos desollados. Una vez uncidos al
arado, los decoran con banderitas de colores. Adornan su testuz con cabestros
de lana que ostentan borlas, espejuelos, flecos... Burda ornamentacin que
rememora legendarios y grandiosos ritos menguados hoy por el correr del
tiempo y por las circunstancias adversas.
Prestas las yuntas.
Los indgenas tambin se aprestan para la faena.
En cuclillas y formando crculos ceremoniosamente toman entre sus
dedos hojas secas de coca. Prolijamente las ordenan una sobre la otra. Se
santiguan con ellas Son hojas que provienen de plantas cultivadas en las
ardientes zonas tropicales que se encuentran al otro lado de la cordillera y que
luego de cosechadas, las secan sobre quemantes piedras calentadas por el
trrido sol de esas regiones donde naranjos y jazmines regalan sus aromas
densos.
Despus de santiguarse las llevan a la boca y las mastican juntamente
con trozos de ceniza amasada que se la obtiene de los tallos de quinua
previamente quemados. Estos pequeos trozos de ceniza compacta tienen la
propiedad de producir el alcaloide con el jugo que la masticacin extrae de las
hojas. El masticarlas adormece los estmagos vacos. Acalla el hambre!
El masticarlas los transforma en zombis... en meros instrumentos de
trabajo.
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Sobre dos machos: un alazn y un bayo, cmodamente cabalgados estn
los dos verdugos, capataces y administradores de la hacienda:
Fulgencio y Cupertino. Dos cholos de la peor especie.
Fulgencio
maldito cholo picado de viruelas y cara de asesino.
Cupertino
odiador, vengativo, bizco.
Ambos
vigilando activos. Observando celosos la falta ms pequea. El ms
mnimo yerro. Siempre en acecho. Listos para caer sobre el incauto indgena
sorprendido por sus voraces ojos de serviles mestizos.
En la mano el ltigo. En la montura el revlver. Sayones inhumanos y
abusivos. Bestiales violadores de las indefensas indias. Ante cuya crueldad
tiembla la indiada!
En la casa de hacienda tambin hay movimiento.
Don Carlos
amo, seor y dueo debe iniciar la siembra. Dos jeeps lo esperan. La
familia anhela tambin participar de aquel interesante acontecimiento.
Las yuntas prestas aguardan. Con las manos empuando el arado los
indgenas dciles y apacibles, esperan.
La polvareda que los jeeps levantan avanzando sobre el suelo spero y
escabroso anuncia la llegada del patrn. A su arribo se imparte la orden de
salida y las yuntas arrancan.
Se escucha el crujir de los lazos de cuero que ajustan el testuz de los
bovinos mantenindolo en alto. Las pezuas pesadamente hienden el suelo
levantando turbiedad de tierra seca.
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Los indgenas
tensos de brazos de tendones oscuros y nudosos dominando a la yunta
conducen el arado.
Las mujeres
arrojan la semilla sobre los surcos.
Los mozalbetes
esparcen el abono.
El paso de las nuevas yuntas cierra los surcos.
Transfigurado el tiempo alarga la maana.
El sudor que brota del esfuerzo chorrea por las frentes. Pegado est el
cabello al polvoriento rostro. Empapada de sudores fros la rada camisa.
Extenuados prosiguen la faena.
Sombra la mirada.
Ojos vacos de alma. Tensos los brazos.
Polvo, sudor y coca.
La coca adormeciendo el hambre. La coca sosteniendo los brazos que
llevan el arado...
La coca, la coca.
El viento helado inclemente y spero castiga los fatigados rostros...
Don Carlos y nosotros.
Bebidas fras. Tibia leche. Sabroso pan crujiente recin horneado.
Rebanadas de carne. Queso fresco de oveja.
Nosotros
protegidos del sol. Al abrigo del viento.
Nosotros cmodamente sentados. Recostados sobre dispares acomodos.
Siguiendo con los ojos el duro laboreo. Nosotros.
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- Cupertino! imperiosa resuena la voz vibrante de don Carlos.
El sayn acude presuroso.
- Vigilen bien! Son maosos y flojos estos indios! No se descuiden!
Nosotros ya nos vamos!
- Es su orden patrn. No desconfe. Estn bien vigilados responde
Cupertino mostrando en la diestra el ltigo - Estn bien vigilados! recalca.
Retomamos los jeeps. Estbamos cansados. Cansados? Y de qu? De
mirar trabajar...
Cuntos das de sol a sol las yuntas incesantemente van abriendo los
surcos en la infinita hacienda?
El amo slo inicia la siembra.
Despus
Fulgencio y Cupertino se encargan de hacer cumplir palmo por palmo la
faena.
Al terminar la siembra
l pago por todo aquel trabajo abrumador fatigante y duro, y al que
aportan su esfuerzo, sus propias herramientas... sus bestias y todo lo dems...
irrisoriamente consiste en raciones de coca y en abundoso alcohol.
Coca
y alcohol. Alcohol y coca.
Productiva la hacienda!
En una hondonada protegida de los helados vientos se halla ubicada la
gran casa de hacienda.
Es una casa solariega antigua, de gruesos muros de adobe revocado...
Pintada de un color ya desteido. Desteidas tambin estn las tejas de barro
cocido que la cubren. Las ventanas estrechas y pequeas se hallan defendidas
y guarnecidas por rejas de hierro forjado, y estilo colonial. Al lado de la casa la
infaltable capilla con su pequea torre su cruz y su campana.
Enfrente de la casa, los cobertizos: bajo su sombra resguardada estn las
vagonetas que nos trajeron de la ciudad y los jeeps para el uso de la hacienda.
Colgando de sus vigas, arreos, ensillados, correajes, aperos, bocados,
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riendas... Interiormente la casa se encuentra conformada por un enorme patio
cuadrangular prolijamente empedrado. Rodeado en sus cuatro costados por las
habitaciones espaciosas y amplias. Ese cuadrado patio comunica con el
exterior por un alargado zagun que finaliza en un macizo portaln que por las
noches ritualmente se lo aldabonaba.
En ese patio
tibio de sol, la familia.
Humeantes y sabrosas viandas. Diversiones. Juegos. Charlas... Bailes
folklricos. La servidumbre sin descanso atendiendo.
En la poca de la cosecha nuevamente se retorna a la hacienda.
La familia acude entusiasmada a recoger el fructfero rendimiento.
La indiada se congrega en masa: hombres, mujeres, adolescentes, viejos,
nios.
Despus que ponen al descubierto el fruto de la tierra, hormiguean los
incansables brazos recolectando, transportando, acumulando, pirmides y
pirmides de diversas calidades de papas, de colores y formas diferentes.
Quintales y quintales llenan los depsitos que se van haciendo estrechos.
Pero todo est previsto. Arriban los camiones para la compra y para el
transporte a los mercados de la ciudad.
En la siega
las innumeras parvas de cebada en horizontes de oro reverberan.
Y...
en las noches...
cuando la sombra y la oscuridad se extienden cmplices sobre la
hacienda.
Cuando el silencio lo silencia todo. Formas humanas acuden con cautela
a los terrenos que en el da han sido cosechados, pues en medio de esa tierra
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removida... han quedado escondidas algunas papas burlando la vigilancia de
los malditos capataces.
Con manos desesperadas los indgenas escarban la cosecha del hambre.
No es un robo.
No. Nooo! Es la vindicacin. Es el impulso de la supervivencia que los
alienta a realizar aquella accin. Es una lgica reaccin contra la inhumana
explotacin de que son vctimas.
Los dueos de la hacienda se encuentran satisfechos. Fructfera y
abundante ha sido la cosecha.
Los indios
si no fuera por aquellas pocas papas desenterradas con desesperacin, y
con premura, y con temor y espanto... pereceran de hambre bajo el techo de
paja de las chozas de barro.
Sudor. Cansancio. Coca.
Coca y alcohol.
Londres. Pars.
Productiva la hacienda.
Satuco, Eduardo y yo. Un tro formidable.
- Nio Eduardo, nio Luis Alberto, conozco un sitio lleno de vizcachas.
- Nio Eduardo, nio Luis Alberto, si maana madrugan podramos ir a
cazar perdices.
- Nio Eduardo, nio Luis Alberto, detrs de aquella loma hay un lago con
patos.
Cada da algo nuevo nos propone Satuco. Y cada da nos dejamos
conducir por aquel indiecillo vivaz.
- Qu buenas cosas tienen ustedes para comer! le digo mientras nos
dirigimos a una de nuestras caceras.
- Nosotros? No nio Luis Alberto. Nosotros no podemos cazar nada.
Todo lo que hay pertenece a la hacienda. Ay de nosotros si tocamos algo!
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Pero ustedes s pueden cazar lo que quieran... y a m... ustedes, pueden
regalarme... lo que cazamos.
Satuco,
hijo de Manuel.
Satuco, un llocalla vivsimo de ojillos negros, dulces y vivaces.
Listo sagaz activo astuto.
Inteligente. Cmo capta todo! Para cada obstculo encuentra una salida.
Ligero como el viento. Sus pies desnudos, giles y rpidos nos aventajan.
Los tres
disfrutamos del tiempo. Lo empleamos en correr, saltar, subir, rodar,
descender, caer, bajar, ir, retornar, brincar, jugar... y cazar...
Cerros, barrancos y despeaderos. Atajos y senderos, nos miran transitar.
No nos detiene el viento ni la lluvia, ni el fro, ni el granizo.
El mundo es nuestro. Nuestro!
Debajo de los pies infinita la hacienda. Sobre nuestras cabezas el cielo
azul y el sol. Nos cie el viento. Nos satura el olor de la tierra.
Somos dueos de la inmensidad!
Abrupta la quebrada. Profundo el abismo.
- Cuidado! - nos advierte Satuco viene hacia nosotros. Duro es su pico.
Temibles son sus alas. Su aleteo es funesto. Ocltense detrs de aquella
grieta. No se muevan ni tengan miedo. Su voz era una orden.
Eduardo y yo quedamos pegados a la grieta.
Satuco mira el suelo. Busca una piedra entre las mil que estn
diseminadas... Recoge una, la sopesa. La coloca en su honda. Gira la honda
en su brazo seguro lanzndola al aire. Certero ha sido el golpe. Partida la
cabeza. Tambaleantes las alas, de tumbo en tumbo al abismo cae. Arrancando
al caer un peculiar sonido de piedras desprendidas. Macabro tableteo de
proyectiles ptreos. Despus... slo el silencio.
- Satuco! Eres valiente! A nadie temes le digo al recobrarme del susto y
del asombro.
- No creas nio Luis Alberto, temo a los capataces... y a los... - no termina
la frase.
Los tres quedamos en silencio contemplando el abismo.
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- Tenemos que regresar. No es prudente permanecer ms tiempo dice
mostrndonos en lo alto unas oscuras alas Mejor si nos vamos por el
despeadero, recomienda.
Comienza a descender y lo seguimos. Llegamos sin tropiezos al cruce del
camino.
- Aqu los dejo nos dice Tengo que ir a consultar con el yatiri... con el
adivino... Tengo que darle cuenta de lo sucedido.
Era temible. Nadie lo enfrentaba. Era el terror de la regin y de sus
alrededores. Y... mi honda le ha partido la cabeza... Esto tiene que tener algn
significado. No es as no ms... y estbamos los tres... El yatiri ha de leer en las
hojas de coca... Anuncia lo que ha de suceder. Y dice la verdad. No se
equivoca...
Cambia el tono de su voz y nos pregunta:
- Saben por dnde tiene que regresar? No tienen miedo de perderse?
Los dos afirmamos con la cabeza.
- Cmo nos vamos a perder! replica Eduardo.
- Al pasar, dganle a mi padre que maana he de volver temprano, que
voy a pernoctar en casa del yatiri.
Y sin esperar nuestra respuesta gira sobre sus pies desnudos y se pierde
en las grietas.
La casa de hacienda queda lejos, pero estamos habituados a recorrer la
finca.
Empezamos a caminar.
- Estoy seguro que los indios nos odian. Satuco ha querido decirlo y lo ha
callado.
- Odio? No s. Pero s, estoy seguro que nos temen... sobre todo a los
malditos capataces. Satuco no lo ha expresado plenamente, y sea como fuere
no podemos negar que los indios son los dueos de las tierras y que los
blancos...
- Comprendo lo que quieres decir. Yo pienso igual que t...las tierras... el
indio... Una injusticia inconcebible! No s cmo nosotros, los blancos,
aceptamos y permitimos, que vivan en la miseria en que viven. Mimetizados al
suelo hostil de esta inclemente planicie. Parecen hechos de piedra. Slo as se
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entiende que puedan resistir toda la adversidad que los rodea... Es raro que
Satuco sea vivaz y espontneo, pues los indios son mudos y sombros.
- Ah! Es que a l le damos nosotros la oportunidad. Lo tratamos de igual
a igual. No le hacemos sentir su condicin.
- Su condicin de esclavo es lo que quieres decir? Y son no ms
esclavos...! Siendo ellos los dueos de las tierras! Desposedos por la
injusticia de los blancos... Desposedos ya... por las huestes del tirano
Melgarejo que despus de hacer una matanza de indios les quitaron las tierras,
repartindola entre esbirros y sayones... No quiero juzgar a mi padre, pero
tampoco estoy de acuerdo con l. Hay cosas que no se pueden aceptar...
- Entiendo que la injusticia te rebele. Pero qu puedes hacer t? Eres el
menor de tus hermanos. Ellos disfrutan en Europa el beneficio que aporta el
sudor y la miseria de estos infelices que no son otra cosa... que terrones de
tierra seca... que son la propiedad raz. Y que como lo ha dicho no recuerdo
quin el indio es el nico terrn no cultivado, es el adobe mudo Qu frases
tan cabales! No se puede negar que son adobes resecos a la intemperie y
apisonados por la esclavitud. Adems, son los semovientes. Acaso no los
venden como a animales cuando anuncian en la prensa: Se vende una finca
con 100 indios, 80 vacas, 300 carneros...?
No encuentras inhumano e irracional este proceder tan comn y habitual
en nuestro medio? Y nadie levanta la voz en su defensa!
- Nadie? Muy al contrario. Si parece que percutiera an el eco de esos
hipcritas ensotanados como ese fray Trrez de Ortiz que deca que los indios
carecan de alma y que eran bestias y no seres humanos.
- Tambin hemos ledo en nuestra historia que el dictador Linares uno
de esos raros gobernantes inteligentes que hemos tenido comentaba,
diciendo: que haba observado la sevicia a que se encuentran sometidos los
hijos de la tierra por curas y patrones...
- Pero si el Gran Libertador Simn Bolivar al dejar la presidencia de
nuestro pas haba recomendado devolver las tierras a los indios.
- Est visto que en todas las pocas se las han quitado y que los dueos
actuales son slo resabios de aquellos lejanos usurpadores...
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- En este momento me viene a la memoria aquella obra que lemos
recuerdas?, en la que el autor refutaba las teoras de algunos escolsticos
espaoles que sostenan que los indgenas por su condicin sub-humana
deban ser mantenidos en la esclavitud...
- Escolsticos... Frailes... Ensotanados... Qu calaa! Qu calaa...
- Manuel, tu Satuco ha ido a consultar con el yatiri. Dice que ha de
regresar maana temprano.
- Est bien, nio.
Responde lacnico. Sin preguntar. Sin aadir nada, ni siquiera el motivo
que lo haba llevado.
Inmutable. Delante de la puerta de su msera vivienda y aprovechando de
los ltimos resplandores de la tarde, se encuentra entregado a la tarea de
enderezar unos alambres oxidados cuyo objetivo ni lo imaginamos sin otras
herramientas que sus callosas y endurecidas manos. Cerca de l, sentada en
el suelo, su mujer hila lana de oveja en su tpica rueca que gira
vertiginosamente entre sus habilsimos dedos. Ambos se encuentran acullando
coca.
- Ya ves? Qu diferencia entre el padre y el hijo! Manuel casi no habla.
Parece que un silencio de piedra pesara sobre l y su raza. - No crees que
podramos hacer algo por ellos si un da nos proponemos empezar?
- Empezar! Empezar qu? Un da... No te comprendo. Luego como si
hubiera alcanzado el sentido de mis palabras dice en voz tan baja que pareca
hablar consigo mismo:
- Creo que hay deseos en la vida que nunca se realizan...
- No hay que desalentarse. Todo est en que la idea no se pierda.
- Ah! Si yo fuera el nico dueo de la finca. Qu diferente sera!
- Los aos pasan.
- Hoy, o maana, el hacer algo por ellos significara una hazaa de titanes
o de Quijotes. Quin se atrevera a hacer algo en beneficio de ellos? Quin
se atreve a tocar la fortuna de los oligarcas? Quin pondra un dedo sobre los
gamonales, sobre los seores feudales? Cualquier innovacin se estrellara
contra su omnmodo poder. Acaso no conoces a mi padre?
Ambos callamos.
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Cada uno se encuentra en sus propias reflexiones.
El sol se hunda en la tarde. Se abismaba en otros mundos.
Dejando en la profundidad del horizonte una sangrante huella sobre la
que se arrastraba el moribundo da.
La noche, lentamente se descuelga agrandando el silencio. Nuestros
pasos se haban retardado... Nuestra charla se haba prolongado ms all de la
hora y la casa de hacienda distaba todava.
- Creyeras... sin el Satuco me siento como perdido... desorientado - Qu
te parece si trotamos? Estamos con retraso. Un dejo de temor envuelve sus
palabras.
- Buena tu idea.
Nuestros pies devoran la distancia.
- Por qu llegan tan tarde?
Exclama la voz inconfundible de alguien que en el umbral del portaln nos
espera angustiada. Impaciente. Preocupada y temerosa Don Carlos est
enojadsimo. Colrico. Este largo retraso lo ha disgustado. Mejor ni que los vea.
Pasen por el corredor, coman algo y vyanse a acostar sin hacer ruido.
Atravesamos el zagun de puntillas. En el oscuro patio la luna dibujaba,
indiferente, blancas figuras sobre el fondo negro.
- Satuco! Satuco! Qu te ha dicho el yatiri?
Preguntamos a do. Nuestra curiosidad era enorme. Qu le habr dicho
el adivino?
- Satuco! Qu te ha dicho?
- Muchas cosas... ha dicho...
- A ver... cuntanos:
- Es muy... difcil...
- Difcil? Por qu?
- No me van a creer... se pueden enojar...
- Satuco! No seas as. Cundo nos hemos enojado contigo?
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- Diinos lo que te ha dicho!
Piensa un momento. Duda. Tartamudea indeciso... y por fin habla...
- De vos... nio Luis Alberto ha dicho... que te ha visto muy lejos y solo...
lejos de aqu. Ha dicho que tu padre... nos ha ayudado...
- Mi padre?
- Y de m? Y de m? Qu te ha dicho? interrumpe Eduardo.
- De vos... ha dicho... que no te ve muy claro... que tienes una mancha
como oscuridad... Y ha dicho que sera mejor que se vayan...
- Qu se vayan...? Quines? No entiendo!
- Todos ustedes nio Eduardo... todos ustedes...
- Y por qu vamos a tener que irnos? No faltaba ms!
- No te enojes conmigo... nio Eduardo... As ha dicho la coca...
- No entiendo por qu tenemos que irnos.
- Porque dice que hay un peligro muy grande... que los est
amenazando... que mejor sera que se vayan... No me pregunten ms...
- Un peligro? Qu clase de peligro?
- No s... pero ha dicho que mejor sera que se vayan... no me pregunten
ms...
Diciendo esto se alej corriendo.
En el cuadrado patio de la casa de hacienda la indiada est reunida.
Haban arribado desde el alba acudiendo al llamado insistente del
pututu, sonoro cuerno, que en las primeras horas del da haba resonado
convocando a los jefes de familia.
Todos ya estn all.
Estn all con sus rostros amontonados en un temor agnico. Estn
mudos. Sombros. Con sus marcas de miedo inconfundibles bajo el signo
indeleble de un terror ancestral. En sus rostros de arcilla el espanto imprime su
alarido.
En el centro del patio est Manuel arrodillado.
A pocos pasos de su padre y frente a nosotros se encuentra Satuco semi-
escondido entre los adultos.
Nos mira. Brilla en sus ojos la muda llamarada de una ansiedad febril.
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Hay desesperacin en sus pupilas. Hay rencor. Hay asombro. Un
interrogante manifiesto. Un prematuro encuentro con la vida que de cuajo le
arranca su infancia soadora... Nio Eduardo, nio Luis Alberto si maana
madrugan... podramos cazar vizcachas... conozco una laguna... temibles sus
alas... no tengan miedo... Su valenta est despedazada ante la realidad de
aquel momento... Sus ojos miran con rencor adulto.
Eduardo y yo con miedo. Un miedo visceral. Un miedo que corre sobre la
epidermis. Un miedo electrizante que enfra y paraliza. Un miedo autntico. Un
miedo que aumenta y agranda con el miedo mismo. Un miedo de nosotros
mismos. Que nos hace sentir el propio desatino. Un miedo que va creciendo
dentro de tantos miedos que van llegando sin saber de dnde.
No hallamos la respuesta cabal a lo que llega presentido. Imposible
detener lo que ya est all. Algo espantoso est en el aire suspendido. Todo se
hace incomprensiblemente torturante.
Duro est el aire y huele a presagio. El tiempo est petrificado. El da se
estremece. Algo tiene que suceder. Esto ya debe terminar. No se puede
soportar ms. Que termine de una vez. Tiene que pasar pronto... o jams... Mi
cabeza da vueltas. Me siento confundido.
En el centro del patio est el padre de Satuco de rodillas. Cupertino le
arranca el poncho. Le rasga la camisa y pone al descubierto el espinazo oscuro
y macilento marcado por transcurridas huellas denunciadoras de la crueldad de
otros castigos.
Un csmico designio gravita adverso y despiadado sobre su dorso
abyecto y sometido.
Fulgencio se encuentra impaciente de actuar. El ltigo en su mano se
retuerce.
No lejos de nosotros est don Carlos. Detrs de l acodada sobre la
balaustrada de su propia curiosidad se encuentra la familia interesada en el
espectculo que les iba a ser dado presenciar.
No est su madre. No la veo.
Don Carlos de la orden... y comienza la escena que tena que suceder.
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-Indio atrevido! Pretender que se vayan los amos, los patrones! Los
dueos de la hacienda! Pagars con tu sangre tu insolencia.
La alocucin la pronuncia en aymara, en la lengua nativa para que toda la
indiada all presente se d cuenta del por qu de aquel castigo, y escarmiento...
- No ha sido l... la coca es la que ha hablado! resuena firme la
vocecilla de Satuco.
Restalla el ltigo en el aire.
Satuco, Eduardo y yo, un tro formidable.
Un proceder inexplicable. Un solo pensamiento. Una actitud inslita...
Fugaz.
Tres saltos simultneos. Tres brazos levantados se interponen. El ltigo
ha sido desviado. Se enrosca enloquecido en el brazo de Eduardo. La manga
de su gruesa chamarra resta eficacia al golpe.
Un murmullo apagado y spero recorre por el patio.
- Hijo! grita su madre.
- No te preocupes! No es nada! el tono de su voz es zumbn... suena
a desafo...
Fulgencio iracundo intenta un nuevo golpe.
- Basta!!! grita don Carlos con voz enronquecida por la ira.
- Qu despejen el patio!!
Manuel de rodillas an no atina a levantarse. No puede comprender lo
sucedido. Lo que no ha sucedido!
Es un trozo de reseca arcilla. Es un adobe mudo. Atnito nos mira.
Quiere decirnos algo. Algo que no llega a pronunciar. Las palabras se hallan
refugiadas en el interior de sus prpados. Su voz calla. Es un callar de siglos.
Sus pupilas fulguran como una luz astral... evanescente. Como el reflejo de un
planeta muerto. Quiere decirnos algo... y no puede. Sus resecados labios
besan alternativamente las manos de Eduardo y las mas...
Satuco no sabe si rer o llorar. Slo acierta a balbucir... nio Eduardo, nio
Luis Alberto...
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- Fuera de aqu so indio Fuera de aqu carajo! vocea Fulgencio
empujando brutalmente a Manuel que alza su poncho. Retazos de camisa le
cuelgan...
- Fuera de aqu vociferan los sayones arrendolos como si fueran
bestias.
Manuel y Satuco atraviesan el zagun. Los dos cruzan bajo el umbral del
portaln...
Se han ido.
Tengo la impresin, que de aquel patio el tiempo se ha salido, que todo
est vaco. Que el aire ha terminado, que slo se respira lo que asfixia y
enajena. Tengo el alma erizada. Un no s qu inexplicable se derrumba...
destruyendo mi ser...
Quedamos Eduardo y yo en aquel patio escuchando el silencio con los
ojos.
En las habitaciones resuenan pasos en un ir y venir deshabituado. Se
oyen golpes de cajones y de puertas que se abren y cierran.
Haba un movimiento inusitado.
Callados retornamos a nuestra habitacin. La encontramos
completamente recogida, desmantelada. Los armarios desocupados.
Nos sentamos al borde de las camas a comentar lo acaecido. No
llegamos a pronunciar palabra. Nos limitamos a escuchar.
En la sala inmediata don Carlos y su esposa dialogan. Dialogan? Slo la
voz alterada de don Carlos domina el ambiente. Doa Mercedes escucha y
calla. Don Carlos se pasea por la espaciosa habitacin. Sus pasos firmes se
acercan y se alejan. Sus palabras vienen y van. Llegan hasta nosotros por la
entornada puerta que haban omitido ajustar.
- T tienes toda la culpa de esto... t, que siempre encuentras la palabra
adecuada para disculpar la indisciplina de estos mierditas que hacen lo que les
da la gana... su proceder insolente desmoraliza a la indiada que ya est medio
alzada desde que se ha abolido el pongueaje... y estos indios son capaces de
todo.
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Hay que someterlos a tiempo!.. No he querido arriesgar a toda la familia.
De lo contrario no s lo que hubiera ocurrido si yo no me contengo...
No s a qu nos van a exponer estos porqueras...
Ese Luis Alberto le mete cada idea en la cabeza a tu hijo y ste ya se
pinta... He de frenarlo a tiempo, no s cmo me contuve de darles con el ltigo
destinado a los indios... Y ese llocalla insolente!!! El y su padre maana
recibirn su merecido... Fulgencio y Cupertino van a dar cuenta de ellos...
saben cmo tienen que silenciarlos... Y te advierto, que en las prximas
vacaciones ninguno de estos dos mierditas vendrn a la finca... No estoy
dispuesto a perdonar lo que han hecho hoy... no s cul ha sido el instigador,
seguramente ese llocalla mugriento que se ha permitido asistir a la reunin de
los mayores y a levantar la voz, pero maana ese llocalla va a saber lo que es
bueno... Y a tu hijo... A tu hijo si que no se lo voy a perdonar nunca!...
Nunca! Me oyes?
Alguien llama a la puerta y penetra a la sala.
Cambia la conversacin. Ya no llega a nuestros odos.
Permanecemos callados sin saber qu decir.
Pensativamente en mi interior repito: Fulgencio y Cupertino van a dar
cuenta de ellos... saben cmo tienen que silenciarlos... y ese llocalla va a saber
lo que es bueno... No puedo separar lo posible de lo imposible. La
incertidumbre roe mi ser como un cido destruyendo mi alma. Estoy deshecho.
La angustia me oprime. Me siento caer por la pendiente del desaliento. La
inquietud se hace en m cada vez ms profunda. No puedo definir lo que
experimento en aquel momento inexplicablemente expresivo. Palabras
impronunciables entre mis labios tiemblan. Me encuentro incapacitado de atinar
a la vocalizacin.
Mis ojos recorren desesperadamente la habitacin entre los latidos de mis
sienes prximas a estallar.
Me siento afrontando situaciones que me proyectaron por encima de
estos acontecimientos mostrndome la ineficacia y el fracaso de nuestra
intervencin que slo ha logrado exasperar a don Carlos y precipitar a Manuel
y a su hijo... Sabe Dios a qu situacin peor...!
Sostengo la cabeza entre mis manos.
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- Qu tienes? Qu te pasa? alterado me pregunta Eduardo que
tambin se encuentra intranquilo y nervioso.
- Creo que ha sido una imprudencia tuya el haber transmitido a tu padre lo
que Satuco nos ha confiado. Debas haber callado. Te das cuenta de las
consecuencias? Has odo lo que acaba de decir tu padre?
- Por favor no me reproches! Y qu otra cosa poda hacer? Yo cre que
mi deber era advertirle sobre un posible peligro que pudiera cernirse sobre
nosotros... No me imagin que reaccionara en semejante forma. Lo que pasa
es que... es soberbio y orgulloso y no tolera que nadie le advierta y menos que
se le aconseje... Ha querido hacer sentir, como es habitual en l, su predominio
y su poder... significativo. Nuestro pensamiento es el mismo: Los indios,
Eduardo y yo en silencio cambiamos un apretn de manos, ya son dueos de
su tierra! No ms ltigo sobre sus espaldas!
No se ha soado que nosotros, ni nosotros mismos lo hemos soado, que
pudiramos haber actuado en forma conjunta sin que nos hubiramos puesto
de acuerdo. Esto, como se lo has odo decir, no me lo va a perdonar nunca. Lo
conozco. Pero l no me conoce a m...
En ese instante sentimos que nos llaman.
Todo ya estaba dispuesto para partir sin que nosotros nos hubiramos
dado cuenta. Nuestra pena y nuestra contrariedad eran enormes. No habamos
pensado que los acontecimientos se precipitaran tan rpidamente...
Las dos vagonetas que nos trajeron a la finca estaban ya listas delante
del gran portaln. Tomamos asiento sin proferir palabra en la misma forma en
que habamos arribado. Nos sentamos uno junto al otro. Intilmente
recorremos con la mirada a travs de las ventanillas con la esperanza de ver a
Satuco y despedirnos. En vano recorremos la estril soledad con ojos
desesperados. Ningn indgena asoma. Parecera que la tierra hubiera
absorbido sus formas.
Un silencio pesado cubre la extensa planicie. Un silencio de piedra.
El silencio del insondable yermo... Silencio desolado y total. La soledad
nos mira. Silencio y soledad se adentran en m, apoderndose de mi alma...
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Todos ocupan sus lugares.
Don Carlos imparte las ltimas disposiciones a sus dos esbirros que
prestamente le escuchan.
Hubiera querido captar lo que les dice. Mejor que no!
Don Carlos toma el volante. Un sobrino suyo conduce la otra vagoneta,
una Volkswagen amplia.
Partimos.
Mis ojos quedan enredados en los guijarros, en las grietas, en los
senderos, en el despeadero. En los techos de paja. En las chozas de barro.
En los desnudos pies que caminan infatigables. Que transitan mudos. Que
acuden temerosos.
Mis ojos quedan enredados en las imgenes de Satuco y Manuel.
Quedan en el cuadrado patio.
Quedan en cualquier sitio. Un nudo oprime mi garganta. La vocecilla de
Satuco resuena en mis odos. Me parece mirar sus ojillos dulces y vivaces.
Mis prpados atrapan la fuga de una lgrima.
Mis ltimos recuerdos se convierten en presentimientos.
Me quiebro. Estoy roto. Desarticulado.
De cuando en cuando observo a travs de la ventanilla queriendo
interrogar al inmenso Altiplano el enigma que encierra aquella raza milenaria.
Slo la soledad y el silencio responden en la llanura extensa. Inconmovible.
rida... Donde el spero viento solloza entre el hirsuto e inabarcable pajonal,
como una queja inmensa.
Se alarga pesadamente el tiempo. La polvareda que levantan las veloces
ruedas al rodar lo hacen intolerable y aplastante. Estoy intranquilo. El ruido del
motor me hace sentir que tiemblo. El paisaje pasa borroso delante de los ojos.
Turbio de polvo el sol se arrastra por el camino. La lejana desoladamente
crece. Duele la tarde. Duele la distancia en un all que de hora en hora va
quedando ms lejos. La finca va convirtindose irremediablemente en
recuerdo.
Las sombras del anochecer devoran el colorido grandioso de las
matizaciones del ocaso que derrama lentamente un intenso escarlata,
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cubriendo los promontorios y las piedras de la altiplanicie, otorgndoles un
reflejo rojizo, fuertemente encarnado, que les da el aspecto de ensangrentados
dorsos.
Satuco y Manuel se convierten en una obsesin alucinante.... que me
tortura. La angustia me domina. Un grito sube a mi garganta. Cierro
fuertemente los puos hasta clavar las uas en mis manos y silenciar mi grito.
El cielo ha ennegrecido.
Embozada en su oscuro rebozo llega la noche.
En unos minutos ms har su aparicin la ciudad.
Al transponer el prximo recodo del camino el rutilante reverbero de sus
luces se presentar a nuestra vista alumbrando la oquedad profunda, rodeada
de montaas, donde se halla situada. En unos minutos ms har su aparicin
la ciudad. En unos minutos ms el Altiplano se habr desdibujado hundindose
en la profunda oscuridad.
En unos minutos ms...
Inusitado tiroteo nos sobrecoge.
Emergen de la curva del camino varios camiones cargados de hombres
armados de fusiles que disparan al aire en un estruendo belicoso.
Instintivamente don Carlos vira a la derecha, apaga las luces y se arrima a un
costado. Igual actitud asume la Volkswagen eludiendo aquella irrupcin
intempestiva. Los camiones sin apercibir nuestra presencia prosiguen por su
ruta como una tromba de ponchos, de fusiles y de gritos. Son en su mayora
indgenas campesinos alentados por remarcadas voces sediciosas. Pese a la
confusin y la alboroto se pueden escuchar frases. Viva la Reforma Agraria
Viva el Movimiento Nacionalista Revolucionario! Mueran las latifundistas! La
tierra es de los que la trabajan!
Viva el M.N.R. Mueran los gamonales!
Era un grito indiscutiblemente liberador!
Satuco... Manuel... Maana ser un nuevo y bello da!
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Viva la Reforma Agraria... Viva el M.N.R... Mueran los latifundistas...
Mueran los esclavizadores de los campesinos... Varios nombres de los
principales hacendados de la regin se escuchan. Entre ellos el de don Carlos.
Un sbito estremecimiento se concentra en el interior de la vagoneta. La
respiracin parece cortada.
Mueran los explotadores de los campesinos... viva el M.N.R.
Vivaaaa... Mueeeeraaan... Vivaaaa... Mueeeeraan
Cada minuto que trascurre dibuja las aristas de la historia. En la densa
oscuridad del altiplano el mbito irradia. Una sospecha de alborada asoma. Se
extinguen los contornos opresores de las tierras al yugo sometidas. La
esclavitud se difumina.
Me siento abrumado por el peso de la emocin. Busco el futuro a travs
de aquel tumulto de voces y de gritos.
Los gritos desgarran el aire con una sed oscura. El tiroteo rueda en las
tinieblas tragado por la noche. Un centellear catico se aleja devorando
distancias. Surcos de sombras y de luz rasgan el cielo enloquecido. La
ansiedad sube como fuego arrasando el silencio. La esperanza y la
desesperacin estn en los gatillos de sus armas. Las voces crecen como ro
turbulento que los arrastra hacia su propio destino... Viva...!
Mueeeraaan...! Vivaaaa...!
- Caramba!! Tena razn Satuco! De buena nos hemos librado! Habra
que agradecerle! - comenta en voz sonora Eduardo con una entonacin que
pareca un reto mezclado de irona.
Nadie le responde.
Pretende decir algo ms. Le doy un codazo para que se calle.
No del todo tranquilos comenzamos a descender por la carretera hacia la
ciudad. El reflejo de las luces que se percibe es ya un signo de alivio, sin
embargo, el temor de una nueva sorpresa no est descartado del todo. El
inslito acontecimiento que acabamos de presenciar est fijo en las mentes.
Esto le impide contemplar la magnfica y grandiosa visin que ofrece la
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topografa accidentada de nuestra ciudad encajada en medio de un cinturn de
montaas que a esa hora - toma el aspecto de un inmenso nido de insectos
luminosos ubicado en el fondo de un profundo abismo.
El temor que los domina tampoco les permite contemplar la aparicin de
la luna que derrama su plateada fosforescencia sobre la nieve incorruptible del
grandioso Illimani.
La suave brillantez del astro, como si lo puliera el helado silencio del altivo
nevado cae baando de ncares y lila la esttica blancura.
A pocos kilmetros de haber avanzado por la carretera tropezamos con la
dificultad de proseguir por ella. En aquel momento se encuentra interrumpida
por trabajos de reparacin, hecho que desva el trnsito de los vehculos hacia
un viejo camino polvoriento que conduce a los barrios donde se apia la
abigarrada sustancia del pueblo: obreros y campesinos, trabajadores y
desocupados, gente humilde y gente peligrosa, compradores y vendedores,
comerciantes y especuladores, contrabandistas, mercachifles y gente de toda
laya y de toda condicin bulle en un conglomerado ondulante, colorido y
espeso.
En medio de esa masa humana el paso de los autos es menos que
imposible.
Para colmo
las vendedoras de carne, de fruta y de verduras, exponen sobre el suelo
su mercanca extendida sobre retazos de tocuyo o sobre sacos de yute. Sobre
el suelo tambin exponen sus productos las que venden panes, pescados y
diversidad de comestibles. Hormiguea la gente que compra y la que vende. La
que prepara comidas y fritadas ocupando el espacio de las aceras. Las que
ofrecen a los viandantes refrescos coloreados en vasos de dudosa opacidad, o
caf caliente en jarros de fierro enlosado, casi siempre desportillados. Los que
expenden baratijas aturdiendo con el anuncio de la calidad y el precio de su
mercanca pregonada a gritos. Los que venden herramientas e implementos
de labranza. Los que trafican con objetos robados. Los que ofrecen chapas,
picaportes, candados, aldabas, llaves y otros artculos similares, producto de la
habilidad del latrocinio... All tienen tambin sus puestos de venta los que
negocian con telas, tejidos y prendas de vestir, calzados, sombreros, etc. Los
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que venden ponchos y gorros y toda clase de artculos tpicos y de artesana.
Los que venden productos de tocador, jabones perfumes. Los que venden
especias de toda clase, los baratilleros, los ropavejeros y... hasta los que
negocian con productos de la Alianza para el Progreso y de C.A.R.E., siendo
estos productos destinados a otros fines que a los turbios negociados... en fin,
tampoco faltan licores ni conservas trados de contrabando... En esas calles, se
vende y se compra todo lo imaginable y tambin todo aquello que se escapa a
la imaginacin. Se escuchan voces, regateos, insultos, risas, disputas,
carcajadas y palabrotas de todo calibre y dimensin. El aire est impregnado
de apetitosos olores de comidas criollas incitantes. Olores de frituras y de
grasas. Olores de sudores resudados. De suciedad. De aguas detenidas... de
letrinas improvisadas en cualquier rincn.
Y msica
Msica aqu y all en ensordecedor bullicio! En una incoherente
diversidad de ritmos y armonas. Y todo aquel concierto multiplicado por la
euforia de los ltimos acontecimientos que alborotan y entusiasman al pueblo.
Nos es materialmente imposible avanzar.
Una fortuita coyuntura viene en ayuda nuestra. Sale de una de esas
callejas un taxi. El taxista... a bocinazo limpio y con el pie en el acelerador se
abre paso sin consideraciones ni temores entre aquella muchedumbre que
aturdida y sorprendida semeja un rebao de ovejas en desbandada que ni mira
dnde pisa, ni a quin empuja, ni sobre quines cae... Pues, el prepotente
taxista.... Que, como todos ellos goza de privilegios y se permite cometer toda
clase de arbitrariedades y contravenciones a la leyes de trnsito... se abre paso
sin temor...!
As
detrs de aquel irresponsable y atrevido contraventor del orden pblico
establecido... pudimos proseguir sin dificultad hasta salir del populoso bario y
encaminarnos hacia las calles del centro de la ciudad para luego dirigirnos a
nuestros domicilios ubicados en el marco principal y aristocrtico de la urbe.
Mi padre, y Luz Mara mi hermana mayor, nos reciben con muestras de
alegra. Los acontecimientos del momento los haban tenido preocupados pero,
al vernos todo quedaba despejado...
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El rostro de mi padre resplandeca. No poda ser de otra manera. S, el
Decreto de la Reforma Agraria vibraba en el aire como hoja de acero recin
clavada!
Mi padre.
Caballeroso. Integro. Correcto.
Obsesionado por obtener la promocin del indio a un nivel humano. Se
haba sentido identificado con el M.N.R. cuya lnea y postulados lo convencan.
Afiliado a ese nuevo partido contravena a su propio pensar y a sus principios...
Ajenos a inmiscuirse en poltica. La poltica hasta ese momento slo haba
servido para estancar al pas en una economa personalista manteniendo al
pueblo en la miseria y en la ignorancia. Ahora, es diferente. El Movimiento
Nacionalista Revolucionario surga alentador y como una consecuencia y una
experiencia de la derrota sufrida en la guerra del Chaco.
Mi padre. Sus palabras:
el proceso revolucionario en que nos hallamos empeados es el ms
trascendental de nuestra historia. Estamos asentando las bases poltico-
revolucionarias de nuestra liberacin econmica haca metas sociales de
insospechado alcance. El M.N.R. arrasar con la oligarqua y con el feudalismo
y se sacudir del imperialismo internacional cuyas races obstructoras atentan,
desde aos atrs contra nuestro desarrollo econmico como nacin... y como
pueblo.
El pueblo
un pueblo de contrastes incomprensibles. Sufrido y convulso. Crdulo y
desconfiado. Pervertido por el despotismo. Explotado por los curas y por la
demagogia de los oportunistas. Envilecido por la abyecta poltica, por la pugna
de los partidos y por el caciquismo. Desquiciado. eternamente descontento.
Estancado en una parlisis econmica. Obsesionado por su adverso destino.
Mantenido en la ignorancia por la conveniencia de sus opresores y
explotadores.
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El M.N.R., integrado por una generacin joven y renovadora haba
derrotado al ejrcito vibrando en los gatillos de las armas:
Vencimos porque no podan vencernos
Sobre la sangre de los cados se alzaba un gran destino en marcha. Los
postulados de la Liberacin Econmica... pronto seran una realidad!
El pueblo alzaba la cabeza avizorando nuevos horizontes. Inslito
amanecer se dibujaba sobre su suelo indito. Irrumpa un tumulto de
voluntades enardecidas.
La antorcha de la libertad llameaba al viento. La llama encendida
alumbraba las pocilgas, reverberando en las charcas. La luz borraba la
oscuridad. La fiebre quemaba el pensamiento.
Las nuevas voces sembraban mil promesas en las absortas pupilas que
se llenaban de esperanza. El grito propalaba hasta los lmites de la percepcin
la sublimidad de la hora......
- Es verdad que la Reforma Agraria es un error y es un fracaso? -
pregunt un da a mi padre.
- Hijo. No pretendo saber a quin lo has escuchado. Pero quiero que
sepas, que los que la desvirtan presentndola como un fracaso son aquellos
que se han sentido afectados por ella, aquellos que han tenido que aceptar y
reconocer que las tierras no son ya su feudo porque han sido devueltas a sus
legtimos propietarios: los indios; a los que inhumanamente los han explotado.
Pero error o fracaso, o como quieran denominarla es la promocin del indio a
un nivel humano. Es el primer peldao que la incorpora a la vida nacional. Es la
brecha abierta por donde pasarn las nuevas generaciones libres, que
laborarn su propia tierra, esa tierra que nuestra revolucin les est
devolviendo.
Hijo, en toda revolucin se cometen errores. La revolucin es paradojal
destruye y construye a la vez. Se justifica si logra beneficiar a las mayoras
oprimidas y explotadas. En este momento no podemos ver los resultados de la
Reforma Agraria. No se puede medir la dimensin que entraa la transicin de
siglos de esclavitud al momento de libertad que hoy tienen en las manos. El
tiempo se encargar de ello. Pero, todos los errores, que nuestra revolucin
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entraaren, no sern suficientes para restar la grandeza de sus postulados, ni
podrn apagar la antorcha que ya flamea en el agro. Slo este hecho basta
para darle inmortalidad porque significa la liberacin del hombre que labora la
tierra, la liberacin de esa gran mayora que con el esfuerzo y el sudor de su
cuerpo, con su miseria y con su hambre, con su pobreza y suciedad han
sostenido el lucro de una minora privilegiada y explotadora...
- Yo no pens que hubiera podido ser tan fcil derrotar a la oligarqua, a
los gamonales... a los grandes latifundistas...
- Hijo, cuando el pueblo se alza... no hay fuerza que lo detenga... su
voluntad es poderosa, es arrasante y nuestra revolucin est identificada con
ese pueblo que anhela sacudirse de sus explotadores y vivir en paz, vivir
tranquilamente de su trabajo...
- Vivir en paz y tranquilamente... Has dicho? Crees t que nuestro pas
podr vivir algn da tranquilamente en paz? T crees? Si en los ciento
cincuenta aos de nuestra vida republicana no se ha conocido ni paz ni
tranquilidad... pues nuestra historia es... tan slo una trayectoria de lodo y de
sangre donde han imperado los cuartelazos, la traicin, el vandalismo, la
conspiracin y los crmenes... y las venganzas...
- No s que responderte. No se puede negar que lo que afirmas es la
verdad... Somos un pueblo muy especial... Sacudido por el infortunio.
Despedazado en su estructura geogrfica. Dominado y aherrojado por el
fanatismo. Iglesia, Militarismo y Oligarqua lo han sometido y explotado cada
cual a su manera. Somos un pueblo dislocado tnicamente, es largo el camino
que hay que recorrer entre una raza y otra. Un pueblo de culturas encontradas.
Falto de educacin y de madurez. Somos un conglomerado de odios y
rencores, de envidias y venganzas. Un pueblo ignorante que sabe rezar y
temer pero que no sabe leer... el que lee es un peligro... leer... el privilegio de
los explotadores.
Un pueblo que como todos los pueblos de nuestro Continente ha logrado
su Independencia... In-de-pen-den-cia. Irrisorio vocablo... Si slo hemos
cambiado de amos. Del imperialismo Hispnico hemos pasado a la oligarqua
resabio de aquel y sin salir de sta estamos sometidos a otros imperialismos...
Desde nuestra seudo-Independencia hemos sido vctimas de la ambicin
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desmedida de los de adentro... de los nuestros y de la ambicin tambin
desmedida de los de afuera, de los vecinos... el Brasil nos ha arrebatado el
Acre... Chile y la hegemona britnica nos han privado de nuestro Litoral,
encerrndonos en la mediterraneidad... los consorcios Multinacionales de la
Standard Oil y de la Shell en pugna por imponer su predominio econmico nos
han lanzado a una guerra injusta con el Paraguay en la que perdimos el
Chaco... Y como siempre! Como siempre...! En cada uno de estos casos,
las fronteras lejanas, abandonadas, ignoradas, sin caminos de penetracin.
Guerras conducidas por un militarismo apto para escalar los peldaos del
poder y asaltar el gobierno pero incapaz de defender al pas de sus agresores.
Militarismo venal y corrompido, con pocas excepciones... Militarismo que
ignorando su misin especfica de defender la integridad nacional slo se
caracteriza por realizar hazaas que embadurnan la Historia... Y por aadidura
una oligarqua, ocupada en precautelar sus propios intereses cerrando los ojos
ante las situaciones difciles del pas importndole un rbano las mutilaciones
territoriales... de las que slo ha sacado sus propias tajadas... El rememorar
nuestra Historia me deprime. Me enferma! Tienes razn! Nuestra Historia... es
una trayectoria de lodo... de lodo... y de sangre...
Un da de esos comentamos con Eduardo.
- Sabes? He quedado intrigado con la prediccin del yatiri y con la
insistencia del Satuco en que abandonemos la finca... No s por qu.
- Yo tambin. No se podra creer que los indgenas ya tenan
conocimiento de lo que iba a suceder...?
- Bien pudiera ser...
- Crees en la premonicin?
- Y t?
- Slo te puedo responder que el que se ha quedado sentado sin poder
retornar ms... a su finca a sido mi padre. Quin hubiera pensado en aquel
momento lo que iba a ocurrir! De todos modos, estoy seguro que mi padre no
me va a perdonar nunca... nunca... lo que ha pasado en el patio de la casa de
hacienda. S que no me lo va a perdonar... pero... me importa un bledo, lo
conozco carajo! Lo conozco... Pero l no me conoce a m...!
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(Pero l no me conoce a m. Era la segunda vez que escuchaba decir a
Eduardo esta frase).
Los que han sido derrotados por el M.N.R. no se resignan. La hiedra
parsita que estrangulaba el crecimiento de la nacin pretende recuperar el
poder para seguir succionando... Obstinada la obstinacin en la retina de los
conjurados... En contraposicin el aparato de represin agranda amenazante,
aterrador.
Agria es la noche que germina en pugna y tremenda la cara encendida de
odio de los adversarios cuyos alientos encontrados chocan.
Irritada es la faz de la violencia y turbio el desvaro que la agita. Furia y
clamor se arrastran confundidos.
El terror rueda por las calles. Polvo de sangre en el aire crece. Acre sabor
se expande en el ambiente. Los rencores ascienden hasta alcanzar alturas de
tormenta. Despiadado el encono y la venganza.
Noches de incertidumbre. Noches envilecidas de lamentos. La luz
siniestra horada y escudria. Rastrea los escondrijos.
El cielo temeroso se estremece.
La ciudad se repliega dolida.
La oligarqua descorre los cortinajes de sus ventanas. Las cierra
hermticamente ignorando lo que pasa afuera.
Despreocupados y ajenos a la situacin poltica proseguimos nuestro ciclo
escolar. Integramos un club socio-deportivo en el que la competencia no slo
radica en patear la pelota sino que Eduardo y yo nos vemos obligados a
realizar muchas veces demostraciones de hombra pues los deportes
degeneraban en trompeaduras.
Parecera que la idiosincrasia de nuestro pueblo estuviera conforme con
la violencia.
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Violencia en la poltica. Violencia en los deportes. En el aire que se
respira. Violencia en el ambiente que nos rodea.
Hasta los cadetes se ven envueltos en ella. Pues los jvenes cadetes del
Colegio Militar y los de las fuerzas policiarias estn en abierta beligerancia. Al
cruzarse en el camino se fulminan con miradas iracundas, agresivas y si las
circunstancias lo permiten se lanzan al pasar insultos indignos y soeces...
Todo, porque las fuerzas policiarias haban contribuido con el M.N.R. al
derrocamiento del Ejrcito... Y ahora los jvenes cadetes de las fuerzas
policiarias gozaban de grandes privilegios... uniformes brillantes, etc. etc. En
cambio los cadetes del ejrcito se encontraban subestimados,
menospreciados... y esto no lo soportaban y as los cadetes de ambos bandos
eran enemigos irreconciliables... Violencia en el remanso que se quiebra.
Violencia en los cristales que se trizan. Nadie escapa a su influencia.
Los que, por el momento... se encuentran en el poder... imaginan que son
dueos del poder. Del poder!
Pero en realidad
el poder es el que se incauta de ellos crendoles tentaciones, imperativos,
exigencias que los violentan, que los dominan los ensaan y los ofuscan.
El poder! El poder!
Embriaguez seductora del poder. Fascinante fascinacin del poder. Ayer.
Como hoy. Como maana. Como siempre. El poder exacerba a los que lo
detentan y los induce a cometer errores...
De tal suerte
que el peculado se impone a la integridad y al patriotismo.
Proliferan los lderes venales. Los polticos prevaricadores. Los
acaparadores voraces...
Surge una nueva clase... una nueva oligarqua. Una nueva forma de
latrocinio y de saqueo...
Ya no existe opinin pblica.
Es decepcionante ver cmo el momento va revelando lo que sucede sin
que nadie pueda rebelarse ni reaccionar....
Los que estn en el poder se imponen por la fuerza y por el terror...
Los aos nos empujan.
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Eduardo y yo nos hacemos hombres. Los amigos... las primeras farras...
Nuestros pasos nos llevan con frecuencia por las alejadas y sinuosas callejas
del placer.
La vida bulle en las arterias con su latido intenso y misterioso que nos
impulsa y nos arrebata inexplicablemente. Nos arrastra en su loco torbellino.
Descubrimos la nueva cara de la vida!
Nuestra adolescencia haba quedado atrs.
Y de la infancia, qu nos quedaba?
Ni el osito. Ni el payaso. Ni los cajones de juguetes.
Todo se iba diluyendo. Se dilua la finca en la obstinada bruma del
recuerdo como pluma flotando en el vaco... La finca!
La infancia haba dejado paso a la vida...
La infancia replegada en su profunda orilla con sus encantos y con sus
hechizos que todo lo subliman cobrando dimensiones de acuerdo a su
imaginacin y fantasa... agrandando el regao... la represin de algn
capricho... la privacin de una golosina... las injusticias... Cada cosa se hace
susceptible a la intensidad de sus efluvios... la alegra el temor de lgrimas las
risas los das la oscuridad... El pequeo jardn adquiere la magnitud de una
arboleda o de un bosque sombro y misterioso... Ah! La infancia soadora...
sublime...!
Perdida nuestra infancia nos encontramos enredados en turbadoras
emociones... sorpresivas... Inconsistentes...!
La situacin actual tambin todo lo cambiaba.
Hasta los domingos ya no eran los mismos... Mi padre no frecuentaba
como antes la casa de don Carlos. Ni charlaba de poltica.
Las grandes fiestas haban quedado relegadas... slo se mantenan las
tardes familiares, mesuradas, discretas, una que otra tenida de pker o de
rummy y las veladas ntimas veladamente quietas.
La ciudad se habituaba a la nueva situacin. Se replegaba en s misma,
en sus contornos, en su periferia, escuchando el chapoteo de las manos que
escarbaban en las oscuras y cenagosas charcas donde pululan las ambiciones
personales de los que estn arriba.
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Mi padre
ya no es el mismo. Lo veo desalentado. Abatido.
- Qu tienes?
- Algo inexplicable. Algo que me lastima y que me duele aqu, aqu, aqu!
Al decirlo oprime con angustia y con la mano crispada sobre su corazn.
- El corazn! Habr que consultar con el mdico!
- No hijo. No es asunto de mdicos afirma con honda conviccin Lo
que tengo, es algo que muy pocos lo sienten... pocos... muy, muy pocos... es la
Hora la que me lastima y me duele...
Su voz adquiere una sonoridad extraa. Una resonancia sobrecogedora
que enmarca su singular figura en el cuadro rectangular de la ventana junto a la
cual se encuentra ubicado. Sus ojos buscan dolorosamente un punto donde
posar la triste fijeza de su mirada que mira sin mirar.
Me doy cuenta de que una inquietud enorme lo atormenta.
- La Hora? le pregunto desconcertado y confundido.
- S... La Hora!...
El tono de su voz es profundo. Penetrante.
Pesadamente sus palabras caen...
- La Hora! La Hora! La nica! La nica aprehendida ntegra! Contenida
en su todo y apresada en el instante mismo! Esa Hora amasada con desvelos,
inquietudes y esperanzas... y con sangre... Esa Hora, estaba en nuestras
manos y las manos no han sido capaces de retenerla. Esa Hora se ha perdido
cuando cobraba forma. Cuando se converta en imagen imperecedera. Esa
Hora...! La nica...! Tal vez la ltima! Estaba en nuestras manos y de ellas se
ha escurrido como se escurre el agua o se escurre la arena... Como se
dispersan las hebras que se desatan. Algo irreparable se ha perdido en esa
Hora. Algo que la acerca a su propia muerte...
Corta sus frases, cierra los ojos y queda pensativo. Su silencio se
aposenta en los ngulos de la habitacin.
Me da la impresin de que a sus pies se abriera un abismo de siglos o
que un mundo abyecto lo aplastara.
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Se refugia en su aliento y contina. Sus palabras son un reproche
amargo.
- Lo que se pierde ya no se encuentra ms. Lo que una vez sucede no
vuelve a suceder. La Hora...! Esa hora! Esa misma Hora no se repetir
jams...! No se repetir nunca ms. Nunca ms! Esa Hora era algo que
hubiera tenido nombre sino se hubiera malogrado en el preciso instante. Esa
Hora se ha soltado del borde y ha resbalado...
Esa Hora ha naufragado bajo las estrellas!
Sus labios tiemblan y nuevamente calla. Se lleva la mano a la frente como
si quisiera borrar lo que en ella bulle. Su silencio es una resonancia.
Quedamente sus palabras vuelven. Amargamente se desprenden...
- Es imposible poner lmite a la ambicin desmedida que existe! A la
ambicin de esos que desprestigian la revolucin. El ansia irresistible del poder
los ha cegado y los extrava... El poder los ofusca, los trastorna... Parece que
el tiempo se hubiera revertido y que la historia se repitiera...! Hemos censurado
la corrupcin... y ahora... se medra al amparo de la corrupcin... estamos
cayendo en todo lo que hemos reprobado... Hemos condenado la venalidad
poltica y giramos dentro de una poltica venal... que conduce al soborno, a la
coima, a los negociados especulativos e inescrupulosos... negociados nada
limpios... inducidos por el descaro, la turbiedad, la desfachatez...
Cambia el tono de su voz y exclama: Cuntos muertos
desconsoladamente sacrificados! Qu desesperacin saber que nada queda
por hacer...!
La sombra expresin de su mirada me conmueve.
- Soy testigo de mi tiempo! exclama - Soy testigo de su
desgarramiento! Vivo posedo de lo nuestro... de nuestras ideas y de nuestros
anhelos y de todo lo imaginable que no ha alcanzado a concretar su forma.
Sufriendo por lo irrealizable de lo ideado. La Hora destinada a manipular y
conducir un destino... un gran destino ha sido alterado, trastrocado... por esos...
por esos que desprestigian la revolucin... Ahora es tarde, como casi siempre...
Se haba necesitado ms de una voluntad para enderezar el cauce del ro, que
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hoy, retoma su antiguo re-ho-yo... Se ha revertido el tiempo! Es un retorno a
todo aquello que hemos censurado... Es triste ver como cae ms bajo que aos
atrs...
La decepcin destrua su noble espritu. Se hallaba ensimismado en sus
ideas.
Luego como si despejara de su mente esas ideas en los ojos me mira. En
los suyos fulgura un extrao reflejo. Sus pupilas irradian.
Posa sobre mis hombros sus dos manos
Puntualiza en el aire algunas frases.
- Hijo! No te has equivocado. Nuestra historia es una trayectoria de
lodo... y de sangre... Esa es nuestra historia... es... y seguir siendo...
Pero existe una historia limpia, transparente... la historia de mi vida...
Tienes motivo de levantar la frente... tienes motivo...
Sus manos abandonan mis hombros. Sus brazos pesadamente se
descuelgan.
Nuevamente se hunde en sus pensamientos. No me atrevo a quebrar su
silencio.
Me doy cuenta del desgarramiento de su espritu.
Los ltimos reflejos de la tarde destacan su figura en el claro oscuro de la
penumbra de la habitacin y en la tenue luz que plida se filtra atravesando los
cristales de la ventana. Debajo del dintel se dibuja su forma.
Lo miro largamente. Contemplo su figura: La imagen del orgullo... pero
con la cabeza gacha.
Lo intuyo. Lo comprendo. Lo admiro.
Despus de algn tiempo renuncia al M.N.R. Deja la poltica
completamente decepcionado.
Cuelgo el auricular del telfono terminando de hablar.
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- No comprendo por qu a ltimo momento ha cambiado de idea. No
entiendo protesto en alta voz golpendome la frente.
- Qu es lo que no entiendes? me pregunta mi padre que acierta a
pasar junto a m y escucha mi exclamacin...
- No entiendo por qu Eduardo a ltimo momento se ha decidido por el
estudio de las Finanzas si ambos habamos acordado ingresar a la universidad
optando por el estudio de Las Leyes... No me entra a la cabeza este su
proceder... Es una deslealtad!
- No lo tomes as. Es muy probable que a ltimo momento se haya dado
cuenta de que no tiene disposiciones para estudiar Derecho y que ms le
conviene Finanzas. Es lgico y razonable que hubiera cambiado de parecer
antes de decidirse por algo a lo que no se halla predispuesto... No lo tomes
como una deslealtad.
- En realidad, lo que no me agrada de todo esto, es, que por primera vez
en la vida nuestras ideas no coinciden... y esto me decepciona.
-Tampoco lo tomes por ese lado. Ustedes ya son hombres y las cosas
cambian. Cada uno tiene su propia personalidad. Tienes que convencerte que
todos somos mundos diferentes y Eduardo y t son totalmente distintos...
- Eso s que no! le interrumpo T no nos conoces, tenemos las
mismas inquietudes, nos animan los mismos sentimientos. Esta es la nica vez
que nuestras ideas no coinciden.
- La nica? no querido hijo la primera.
- Por qu lo afirmas con tanta seguridad?
- La experiencia habla por m. Y a ti, el tiempo te convencer. Pero no te
preocupes, es un asunto sin importancia. Cada uno tiene sus propios puntos de
vista, esto no quiere decir que van a dejar de ser amigos. Todo cambia en la
vida hijo, todos cambiamos.
Dndome unas amigables palmadas en la espalda deja el dilogo
cortado.
Sus palabras me dejan desconcertado. Siento como si algo se
desprendiera sin que pudiera definir de qu lugar de mi ser se desprenda.
Present un no s qu... que se alejaba o que se encontraba prximo a
caer.
No puede ser, me dije, como alejando de mi mente ese pensamiento.
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Mi padre se diriga a su escritorio.
Yo qued pensativo colocado en un punto esttico sin poder avanzar ni
retroceder.
La universidad
producto del propio ambiente entraa una problemtica de continuas
contradicciones. Cada hecho inmerso en el momento actual crea una confusin
que se hace difcil clarificar. El pueblo no tiene las luces suficientes para captar
lo que sucede. La universidad constituye el centro de gravedad de las
circunstancias por la que atraviesa el pueblo. La juventud, conciente de su
fuerza, abiertamente la manifiesta y por ser metafsica no puede prever las
consecuencias de sus actos y al pretender remediar algunos desaciertos de los
gobernantes slo consigue intensificar el caos y el desorden.
Pretender reprimir las ideas de los universitarios usando la violencia es un
desatino.
A la fuerza violenta de la represin, la juventud responde con la violencia.
Se suscitan disturbios. Huelgas que adquieren proporciones inesperadas,
que se prolongan ms all de lo previsto.
La situacin en las universidades se torna delicada.
Semanas y semanas de estudios suspendidos que se prolongan hasta no
se sabe cundo.
Los estudiantes que tienen las posibilidades econmicas para salir del
pas a continuar sus estudios en colegios y universidades del exterior...
emigran...
Ha sido ste el momento en que por primera vez se ha realizado un
xodo de juventud hacia otros pases. Drenando y trasegando posteriormente
ao tras ao, la savia vivificadora de las nuevas generaciones, restando as, el
concurso al propio suelo que no haba sido capaz de entenderlos ni retenerlos.
(Las consecuencias de ese proceso emigratorio se vern en las elecciones de
la poltica de 1979-1980 a las que se presentaron nicamente polticos
gastados).
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El xodo se lleva a muchos de nuestros compaeros de estudio.
Eduardo y yo quedamos. Por qu?
Hay leyes de la casualidad que no podemos discernir.
Alguien ha dicho: LA REVOLUCIN DEVORA A SUS HIJOS.
Los hijos de la grandiosa Revolucin de Abril... se devoran entre ellos.
Qu final! Que final! Para tan gran designio!
Sobreviene el ocaso de los astros fugaces. Asoma el tiempo de la
desercin. Se anticipa la accin de las ocultas disidencias. Se precipita el
drama. Se decapitan las figuras, los smbolos, la metfora. En las paredes
escupe el insulto que se lanzan recprocamente los altos jerarcas del partido.
El aire se enturbia. Est podrido. Todo est mancillado.
El alba lacerada se estremece estampada en los muros.
Fragmentos de victoria se desparraman por el suelo.
La incertidumbre asoma. La duda crece expectante.
Inconexa la realidad. Trastornados el comienzo y el fin. El tiempo gira
incontenible.
Se difuminan los contornos del da. Se vaca la luz. Demasiado tarde para
mirar claro.
Todo se desmorona. Nada est en su lugar.
El horizonte se tie de negro.
El cielo ensombrecido y bajo el peso de una lpida.
El partido ms popular. Ms potente. Ms representativo. Ms fuerte:
Vencimos porque no podan vencernos. Se viene abajo. Se fracciona. Se
desintegra. Se descompone. Se auto elimina. Se autodestruye. Se au-to-des-
tru-ye!
Su armazn, su estructura levantada con el impulso de las voluntades,
con el mpetu de construir... se tambalea. El andamiaje cruje, oscila, se viene
abajo.
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El alto batiente del rbol queda de pie. De pie. Solo y sin amigos. El rbol
que no afronta su destino se desgaja. Se abate. Se aniquila.
De pie escucha el desgajarse de sus ramas, el caer y el revolcarse de sus
hojas.
De pie. Solo y sin amigos. Como una talla oscura.
Surge lo que l se negaba a mirar. Lo que se obstinaba en no admitir.
Se alza el que ya estaba all. El