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Buena Vista Social Club

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Los placeres y los días de Alma Guillermoprieto

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Durante dos semanas de marzo de 1996, en un desgastado estudio de grabación en el centro de La Habana, un grupo de músicos cubanos, an-cianos en su mayoría, se reunieron para grabar algunas sesiones de música bajo la tutela del guitarrista, compositor y productor norteame-ricano Ry Cooder. En el transcurso de esas po-cas sesiones, algunas producidas directamente por Cooder, otras con arreglos y producción del músico cubano Juan de Marcos González, los intérpretes grabaron suficiente material para tres discos compactos: Introducing Rubén Gon-zález, Afro-Cuban All Stars, y el álbum que dio nombre al conjunto de las sesiones y los tres discos: Buena Vista Social Club.

El cd del Buena vista Social Club se volvió

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disco platino (un millón de ejemplares vendidos en todo el mundo) y es, oficialmente, el álbum de música afrocubana más vendido de todos los tiempos. Es un éxito en Plymouth, Inglaterra, pero también en París y Buenos Aires. A prin-cipios de este año, algunos de sus solistas ofre-cieron un concierto en Carnegie Hall ante un público delirante; los del Buena Vista –al piano Rubén González, de setenta y nueve años, y en los vocales Compay Segundo e Ibrahim Ferrer, de noventa y un y setenta y un años respecti-vamente– son estrellas habituales del circuito internacional de música.

Después de Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band, Buena Vista Social Club es quizás el disco de música popular que más se acerca a la perfección. Al igual que el de los Beatles, Buena Vista logra el cometido casi imposible de hacer que se vuelva familiar, lógica e instantáneamente memorable una música desconocida y extraña y cantada en otro idioma, tal y como le ocurrió hace más de treinta años con las canciones del Sargento Pi-mienta a los jóvenes de todo el mundo que no hablaban inglés.

Al igual que aquel álbum de los Beatles, el im-

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pacto de Buena Vista Social Club comienza en la portada. Lindísima, sorprendente pero no des-concertante, no se parece a ninguna. Las fotos de carátula y contraportada muestran las ca- lles extrañamente solitarias del centro de La Habana: unos cuantos transeúntes pasan al lado de automóviles de otra época, encallados aho- ra en el presente cubano. Un hombre muy negro, enjuto y entrado en años, se acerca a la cámara sin prestarle ninguna atención. Tiene el atuen-do y la actitud del típico chévere (ser jactancioso que se distingue por su habilidad para ganarle al destino). Arruinado pero airoso, su caminar llama respetuosamente la atención a su boina y sus zapatos blancos (no importa que el calzado sea de lona y no de cuero) el cigarro que lleva en perfecto equilibrio entre los labios, y su swing. La fotografía, hermosa en sí misma, nos permite descifrar otro motivo fundamental del éxito del Buena Vista Social Club. Al ver esa imagen nos sorprende y atrapa el corazón la nostalgia por algo que no sabíamos que nos faltaba. Ese algo es Cuba.

Parecería que parte del destino de Cuba es existir en la imaginación del mundo, ser siem-

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pre sueño y deseo. La Revolución sustituyó con los suyos propios los sueños de carne y resplan-dor que en los años cuarenta y cincuenta jalaron a hordas de turistas jadeantes a la isla. Resultó (y no fue una mera coincidencia), que el auge del juego y la prostitución, la frivolidad cruel, y la segregación racial (las playas se reservaban “sólo para blancos”) fue también la era dorada de la música nacional, de la rumba de conga y tumbadora, y el lírico son.

Esto no quiere decir que la tradición de la mú-sica afrocubana no viva y florezca en la isla hoy día, pero no ha existido en América Latina una reunión de talento y dominio musical mayor que la de los hombres y mujeres que se presentaron en los decadentes (¡y divertidísimos!) centros nocturnos y estaciones de radio de La Habana en los años inmediatamente anteriores a la Revolu-ción de Fidel Castro. Celia Cruz fue la estrella más rutilante en una constelación que incluyó a Beny Moré, Cachao, Pérez Prado, el Trío Mata-moros, el septeto de Ignacio Piñeiro, la orquesta Aragón, Guillermo Portabales y, desde luego, la Sonora Matancera (la sonora banda de son de Matanzas) con su propio grupo de fulgurantes

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intérpretes. Los artistas que llevaron a la música afrocubana a su glorioso apogeo pudieron traba-jar sin cesar gracias a la demanda generada por la vida nocturna de La Habana.

Los interesados pueden seguir el desarrollo artístico de la música popular cubana en una compilación de dos discos compactos (Cuba 1923-1995, Frémaux & Associés).1 En el pri-mero, que incluye grabaciones de las décadas de 1920 y 1930, podemos escuchar a músicos que ya eran muy conocidos en Cuba –Ignacio Piñei-ro, Arsenio Rodríguez– tocando canciones que después se volverían mundialmente conocidas. La música es deliciosa pero, en esta etapa inicial, apenas se distingue del folklor. El segundo dis-co, en el que aparecen muchos de los músicos del anterior, trae cuerda de principio a fin. En los diez o veinte años que separan al primer disco del segundo, la técnica de los músicos populares cubanos, así como su visión del mundo y de su propia música, evolucionó de lo folklórico a lo cosmopolita. Tocaron las canciones y absorbie-ron las lecciones del compositor Ernesto Lecuo-

1 Este y prácticamente cualquier otro disco o cd de música afrolatina se puede conseguir en www.descarga.com.

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na, quien tenía formación clásica pero también los había escuchado a ellos con minuciosa aten-ción. viajaron a Nueva York y encontraron la forma de atravesar la barrera del lenguaje. Es-cucharon jazz e incorporaron su configuración de instrumentos y de arreglos.2 Por último, en los antros de placer de La Habana, frente a la multitud de parejas que danzaban en un éxtasis casi narcótico, sintieron la dicha de ser grandes entertainers –esa categoría de artista que se dedi-ca a provocar euforia en su público. Los músicos cubanos aprendieron a soñar con ese público tal y como desde entonces nosotros hemos apren-dido a soñar con ellos, arrobados y anhelantes,.

En ese sentido escuchar Buena Vista Social Club e Introducing… Rubén González es un acto de reunión casi fantasmal, incluso para quienes

2 El intercambio funcionó en ambos sentidos. En su muy útil antología de textos sobre la música afrolatina, vernon Boggs nos recuerda que en los años cincuenta la música popular cubana “no sólo tuvo un poderoso efecto en los patrones de baile en los Estados Unidos, sino también en los ritmos de jazz y del rhythm and blues. La popularidad de esta música contagió tanto a la música estadounidense que muchos no latinos co-menzaron a formar bandas expresamente dedicadas a tocarla. Algunas de ellas encabezadas por Herbie Mann, George Shearing y Cal Tjader”. (vernon F. Boggs, Salsiology: Afro-Cuban Music and the Evolution of Sal-sa in New York, Excelsior Publishing Co., 1992.)

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nunca se les había ocurrido comprar un solo disco de música afrocubana. Aquí está Ibrahim Ferrer (que no había participado en una sesión de grabación en años, y a quien llevaron directo al estudio desde la calle habanera donde solía pasar el rato), quien le imprime tal tensión se-xual y romántica a la música y letra del clásico “Dos Gardenias”, que escucharlo equivale a la experiencia de enamorarse en la cubierta de un trasatlántico de lujo. Difícilmente se encuentra hoy un cantante de pop que sepa provocar esa reacción sin inundar el recinto de melcocha, y entre aquellos que alguna vez tuvieron esa ha-bilidad son pocos los que aún la conservan. Pero en Cuba, los grandes cantantes –como los gran-des automóviles– siguen ahí, sin darse cuenta de su supuesta obsolescencia.

En el álbum que lleva su nombre, el pianis-ta Rubén González interpreta “Siboney” como si la canción hubiera sido compuesta apenas el año pasado. Los escuchas más viejos se sentirán rejuvenecer; los más jóvenes podrán acceder a la sofisticación de los mayores, y volverse nostál-gicos antes de tiempo. Compay Segundo, quien está entrando a su décima década de vida, en-

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treteje una línea basso vocal a lo largo de “Chan Chan”, un éxito que compuso hace muy poco. Aquí, al igual que a lo largo de todas las graba-ciones, este conjunto de músicos logra el difícil arte de ser a la vez lascivos, simpatiquísimos y líricos, sin absolutamente ningún esfuerzo. Y a lo largo de cada una de las canciones, a veces fer-viente, otras hipnótico, está el compás: complejo, suntuoso, intrincado y, sobre todo, sabroso.

Una foto en el cuadernillo de Introducing… Rubén González muestra al pianista –atildado, de cabello blanco e impecablemente trajeado– frente a la diminuta cocina improvisada de su hogar. Por lo que se ve, vive en una de las mu-chas mansiones del fin de siglo habanero que se han subdividido hasta el infinito para darle ca-bida siempre a un inquilino más. El cuadernillo nos informa también que, desde que su piano se desintegró bajo el peso del tiempo y la polilla, el artista ha vivido a la caza de un instrumento, agenciándose sesiones clandestinas de práctica en los bares y el lobby de los hoteles. Al igual que otros músicos que participan en estas gra-baciones, en los días anteriores a la Revolución, González no fue de las estrellas mayores del fir-

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mamento musical cubano. Junto con sus compa-ñeros, estuvo simplemente entre los mejores de los grandes profesionales. Como Ibrahim Ferrer y Compay Segundo, después de la Revolución, poco a poco fue desapareciendo del panorama. Lo mismo ocurrió con el estilo interpretativo que ellos tres representan.

Por una lado la Revolución dio vida a su pro-pia forma de música, no afrocubana. Se llamó la nueva trova, mezcla fuertemente lírica entre lo folklórico y lo que en otras partes del mun-do se conoció como “canción protesta”, género que, por evidentes motivos, en Cuba carecía del elemento de confrontación. Por su parte, la mú-sica afrocubana también se desarrolló y cambió, incorporando disonancias contemporáneas, ale-jándose de los cantos y ritmos folklóricos que son el eje de la rumba y del son, e incluso asi-milando ciertos manerismos del rap. También estuvo la diáspora que se dio después del triunfo del Ejército Rebelde de Fidel Castro: un éxo-do de antirrevolucionarios que partió en dos a la comunidad musical y la desmoralizó. En los Estados Unidos, exiliados como la cantante Ce-lia Cruz y el bajista Cachao (Israel López), con

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el tiempo hallaron una nueva comunidad entre los músicos puertorriqueños y dominicanos y volvieron a establecer su renombre. En Cuba la Revolución consagró a un par de grupos que to-caban dentro de la tradición del son –Enrique Jorrín y su orquesta, la orquesta Aragón– y los envió al extranjero con sus grupos de cha-chachá en incontables giras de buena voluntad. Pero casi todos los que se quedaron –ya sea por convicción revolucionaria o por temor al riesgo físico que significaba abandonar la isla– fueron perdiendo público.

Además, las potentes fantasías de sexo, ro-mance, arrojo y glamour que llenaban de energía la música popular cubana de los años cuarenta y cincuenta, ya no estaban permitidas ni eran plausibles. El régimen embalsamó el Tropicana, uno de los mayores centros nocturnos de la épo-ca prerrevolucionaria, conservando todo en una ambiente apolillado: desde las rutinas de baile hasta la iluminación del escenario. Pero con el tiempo casi todos los demás centros nocturnos fracasaron. A lo largo de los últimos cuaren-ta años, el Tropicana ha sido el sitio adonde se transporta a las luminarias que visitan la isla,

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para que se den una idea de La Habana noctur-na (que es, implícitamente, la Habana de antes). Pero esos esfuerzos oficialistas jamás podrían mantener con vida una cultura musical que se-guramente habría languidecido bajo cualquier circunstancia, como ocurrió con las grandes ban- das de swing en los Estados Unidos.

Afro-Cuban All Stars, el menos conocido de los tres discos que resultaron de las sesiones del Buena vista Social Club, es particularmente emocionante porque muestra que las formas po-pulares afrocubanas –la rumba, el guaguancó, el chachachá, la guaracha– pueden resucitarse con el motor intacto pero con un nuevo sistema de combustión. Ry Cooder produjo Buena Vista So-cial Club, el primero de los tres álbumes a los que me he referido aquí, con el oído de un extranjero que entiende lo que puede funcionar allende la frontera musical. Gran parte de su fuerza radi-ca en su accesibilidad. La selección de canciones y los arreglos del Afro-Cuban All Stars son del productor cubano Juan de Marcos González, fa-moso en Cuba como miembro del grupo Sierra Maestra, y quien conoce su música al derecho y al revés. Ninguna de las selecciones del disco

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ha sido un éxito fuera de Cuba pero cada una de ellas es notable. El despliegue de control rít-mico y exuberancia vocal de Pío Leyva en “Pío Mentiroso” en sí vale el precio del disco.

Y, a su manera, los músicos restablecen el nexo con sus colegas en el exilio. En “Habana del Este” alguien susurra el nombre del legenda-rio bajista Cachao, mientras su sobrino, orlan-do López, Cachaíto, ejecuta en su bajo una típica floritura de su tío. En “Alto Songo” el cantan- te Raúl Planas hace alarde de su proeza artís-tica, añadiendo para enfatizar: “…y Celia Cruz, que está ausente, confirmará lo que digo”. Que yo sepa, es la primera vez que el nombre de la más grande cantante jamás producida por Cuba se haya mencionado tan públicamente desde que ella abandonó la isla en 1961. (Sin embargo, el espíritu conciliador no siempre prevalece en los dos bandos de la división cubana: hace unos meses los militantes anticastristas protestaron cuando a Compay Segundo por fin se le otorgó una visa con la que pudo presentarse en Miami.)

En septiembre de este año varios de los in-térpretes de las sesiones del Buena vista, en-cabezadas por Juan de Marcos González, se

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presentaron por primera vez ante el público de la Ciudad de México. La gozosa respuesta a su actuación no difirió de la de los otros conciertos del Buena vista en otras partes del mundo. Hubo un embotellamiento de varias cuadras alrededor del teatro, y en esa noche lluviosa los revende- dores cobraron hasta dos veces el precio del boleto. Al salir, los integrantes del público ha-blaron sorprendidos del fervor que habían sen-tido y expresado a lo largo de la velada musical. Hubo vivas y llanto cuando el pianista Rubén González –inesperadamente pequeño y frágil– fue llevado hasta el piano, y aullidos de deleite cuando le sacó el primer acorde a las teclas. En ese instante los demás músicos se metieron al ritmo como a una locomotora, y de ahí no se ba-jaron. Hubo quienes se pararon a bailar en los pasillos en respuesta a los untuosos movimien- tos de los artistas sobre el escenario, y muchos más corearon sus canciones. Ibrahim Ferrer cantó, y a medida que avanzó la noche, su voz se volvió más cálida y más intensa. También hizo un paseíllo por el escenario con su andar chévere (es el mismísimo Ferrer quien aparece en la por-tada de Buena Vista Social Club) para que quienes

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estábamos entre el público pudiéramos apreciar el fino corte de un maravilloso saco del más puro tono escarlata.

Me pareció que tenía razón al querer que el saco tuviera tanta importancia para el público como evidentemente la tenía para él. Las tablas necesarias para vestirlo con estilo, el donaire de pavo real, el compromiso de vivir la vida como un acto permanente de autoinvención, forma-ban todo ello parte de la música recobrada y del sueño largamente perdido de Cuba, y en el pú-blico nos entregamos a la música como quien vuelve a casa.

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