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1 Cabizbajo y nostálgico El bohemio ha salido de casa con una bolsa de papel de un comercio de su zona bajo el brazo. Dentro, una biografía, una historia. Camina en una mañana fría. Faltan pocas horas para que finalice este terrible año. La ligera brisa le sonroja las mejillas, hace aflorar una cosquillosa gotita en la nariz, y, las hojas escarchadas chirrían bajo sus pies. Se detiene en la cafetería, pide lo de siempre, media de tomate y café con leche; pero que sea en vaso. El camarero, saluda y el resto lo obvia. Para qué, si todos los días (…) La bolsa, tras haber dejado por unos momentos su cobijo bajo el brazo, está sobre el mostrador, y el camarero la husmea: -Que, el regalillo de Navidad? - No hombre, que va, cosas mías. Después del desayuno, salgo, !perdón! el bohemio sale del bar, reanuda su caminar. Se detiene en la sucursal del banco y se siente intruso, allanador de morada; en el portal destinado a los cajeros, dos indigentes han pasado la noche: uno sentado sobre los cartones y harapos que le han servido de lecho, se despereza; al

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Cabizbajo y nostálgico

El bohemio ha salido de casa con una bolsa de papel

de un comercio de su zona bajo el brazo. Dentro, una

biografía, una historia. Camina en una mañana fría.

Faltan pocas horas para que finalice este terrible año.

La ligera brisa le sonroja las mejillas, hace aflorar

una cosquillosa gotita en la nariz, y, las hojas

escarchadas chirrían bajo sus pies. Se detiene en la

cafetería, pide lo de siempre, media de tomate y café

con leche; pero que sea en vaso. El camarero, saluda

y el resto lo obvia. Para qué, si todos los días (…) La

bolsa, tras haber dejado por unos momentos su

cobijo bajo el brazo, está sobre el mostrador, y el

camarero la husmea: -Que, el regalillo de Navidad? -

No hombre, que va, cosas mías. Después del

desayuno, salgo, !perdón! el bohemio sale del bar,

reanuda su caminar. Se detiene en la sucursal del

banco y se siente intruso, allanador de morada; en el

portal destinado a los cajeros, dos indigentes han

pasado la noche: uno sentado sobre los cartones y

harapos que le han servido de lecho, se despereza; al

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lado, la que aparentaba ser una mujer,

seguía acurrucada, cubierta hasta la coronilla.

-Buenos días, necesito dinero y no he tenido más

remedio que molestarles. -No, disculpe usted; pero

somos artistas callejeros y también tenemos

derecho… -Por supuesto que sí. -¿Quiere que le

demuestre lo que hacemos en la calle? -No, gracias,

ahora tengo prisa. El bohemio, impactado por la

realidad evidente: banco-indigencia, riqueza-pobreza,

ha continuado su camino.

En la librería, se presenta como montejiqueño que

desea comprar “Las Manecillas del Reloj” y dejar la

historia que va dentro de la bolsa, para su autora.

Cristobal, así se llama el librero, muestra al visitante

el libro, quien lo ojea. “Las Manecillas del Reloj” se

funden en la bolsa con “Fuego, Ceniza y …

DIAMANTE”. Simbólicamente el bohemio con sus

brazos echados sobre las dos autoras las besa en las

mejillas y se emociona orgulloso de dos escritoras,

una de su generación y ligada familiarmente, y otra

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de posterior generación, pero las dos ¡perdón de

nuevo! Los tres somos montejiqueños.

Después el bohemio ha dejado de serlo para besar y

acariciar las suaves mejillas de su madre que con 93

años irradian la frescura de una quinceañera. Irene, la

dulce y tierna Irene, con sus rasgos asiáticos de

donde procede, cuando me abraza y posa su cabeza

sobre mi pecho me enternece.

La mañana ha resultado prolija en emociones para el

bohemio. De regreso en el autobús ha sonado

el móvil. Treinta años hacía que no escuchaba

aquella voz. Voz de un buen amigo y compañero con

muchas vivencias en común, muchos

enfrentamientos difíciles y momentos delicados en

ciudades del Norte de España y en fin….. Esta

mañana del 29 de diciembre de 2012, me ha

deparado gratas sensaciones y sorpresas.

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Matices otoñales

Erguidos y reverentes girasoles que presagian el fin

del verano.

Lúcidos pinares de encendidas copas y traslúcidas

ramas.

Atardeceres matizados de intensos coloridos.

Sol radiante del mediodía y arreboles de plácidos

atardeceres que inspiran a bohemios, soñadores y

poetas.

Luz que llevas al nostálgico caminante a recorre

caminos casi en penumbras.

Cámara que en tus instantáneas inmortalizas los

momentos vividos.

Otoño que todas estas sensaciones irradias, quiero

volver a recorrer tus caminos y dejadme impregnar

por tan plácidas sensaciones.

El mes de septiembre está llegando a su fin y lo hace

con lluvia y fresquito que evidencia que el otoño ha

llegado y el verano ha quedado atrás. El otoño es

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estación de vendimia, recolección de cosechas de

maíz,

girasol, membrillo, granada, nuez, también las setas

y un sinfín de frutos característicos de la época. El

otoño representa la madurez. Es el otoño la mejor

época para salir del pueblo o la ciudad, recorrer

caminos ribereños, perderse entre la vegetación de

hoja caduca y contemplar la metamorfosis del

paisaje, como el color verde de las hojas va

cambiando hasta convertirse en un amalgama de

matices marrones, ocres, amarillos y una amplia

gama de purpura y anaranjados, que poco a poco y

con la ayuda del viento van dejando el flexible tallo

de la rama que desde el inicio de la primavera las ha

sostenido. Por mi parte, he desplazado mis paseos de

la ciudad a la naturaleza, y aunque todavía no han

llegado las primeras lluvias, si se respira ambiente

otoñal: el fresco, la apacible tarde y el colorido del

cielo, me llevaron a un agradable éxtasis por la ribera

del Río Dilar. Cuando salgo a dar mis paseos por la

naturaleza, nunca me olvido de hacerlo con mi

cámara digital. Pero la verdad es que poco pude

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fotografiar. Solo con paciencia y desde lejos pude

captar esta revoltosa ardilla, que junto a su

compañera, saltaban de árbol en árbol, de rama en

rama, deteniéndose de cuando en cuando para

mirarme, y cuando intentaba realizar la instantánea,

ya se habían escabullido entre el follaje. Cuando esto

escribo, ha comenzado a llover, por lo que presagio

un hermoso otoño, del que podremos disfrutar, con la

recolección de setas, con la fotografía o simplemente

paseando y percibiendo el agradable almohadillado

formado por las hojas muertas, sobre los caminos.

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Crujir de escarcha

Paso lento y acompasado por el almohadillado

camino alfombrado con hojas recién caídas. Crujidos

bajo la firme pisada del caminante en acorde con el

murmullo del deslizar del agua por el lecho que

custodia otoñales arbustos desposeídos de su follaje.

Vuelo de pájaros espantados. Mente limpia, que deja

volar el pensamiento entre un entorno de colinas

cuajadas de pinos, alamedas de chopos esqueléticos y

valles misteriosos. Paseo otoñal ¿que importa por

donde? Mañana limpia; de azuleado cielo moteado

por marañas de nubes grisáceas que en su transcurrir,

se desvanecen; para de nuevo aparecer.

Camino crepuscular; ahora limpio de hojarasca,

teñido de anaranjado atardecer y ocres emergentes de

arbustos de sauce que lo festonean; húmedo,

receptivo a la pisada del caminante que deja herido

con su huella.

¡Paseo otoñal, intensamente vivido!

Todos somos muy ignorantes. Lo que ocurre es que

no todos ignoramos las mismas cosas.

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La torre de mis recuerdos

Cuando peinamos canas los que nos queda algo que

peinar. Cuando las obligaciones se reducen a

colaborar en el cuidado de los nietos y poco más, en

los ratos de reflexión y meditación, sin proponértelo

te viene a la memoria las vivencias de la niñez, que

en mi caso y en el de quien esta imagen de la torre de

mi pueblo me manda, mi primo Luis, aunque nos

tocó vivir tiempos difíciles, nos gusta recordar.

Al verla, me ha venido a la memoria muchas y

diversas vivencias acaecidas en su entorno. Me ha

traído a la memoria, repique de campanas que

anunciaban días festivos a las 12 del día de vísperas.

Repiques, primero, segundo y tercer toques de

llamada para las misas, salidas de procesión; toques

de Ángelus, de Oración, de alzar, de muerto y alguna

vez de arrebato; pero sobre todo me ha venido a la

memoria el día de los Santos: día de revuelo de

palomas que veían invadido su palomar por

revoltosos intrusos que de hora en hora provocaban

el estruendoso y espantadizo sonido de las campanas,

impidiéndoles el acceso a sus nidos para incubar o

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alimentar a los pichones, y en los intermedios,

jolgorio, cáscaras de castañas y vertiginosas carreras

por los 110 peldaños que componen la escalera en

caracol.

Gracias Luis por recordármelo. Otro día hablaremos

de Triana.

Todos somos muy ignorantes. Lo que ocurre es que

no todos ignoramos las mismas cosas.

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Recónditos rincones de mi Granada

Tarde fría de primavera con horario recién estrenado.

Plaza Nueva cuajada de gente, a rebosar las terrazas.

Bullir en la Carrera del Darro de cámaras que por

doquier disparan.

Tarde, plaza, bullir por donde me he abierto paso.

Rincones abandonados, sumidos en el sopor de su

encanto.

Callejones empedrados que me han absorbido.

Callejuelas de casas derruidas, en otros tiempos

refugio de cerilleras.

Rincones, callejones, callejuelas con las que, cual

nebulosa, me he fundido.

Levitando en mi nebulosa, cuarenta años atrás he

retrocedido.

He visto deambulas soldados, transitar figuras

embutidas en raídas pellizas.

De repente, puertas entornadas los ha absorbido.

Golpes, portazo, sonar de palancanas. ¡Un gemido!

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Acelerados pasos por el empedrado de alpargatas

reventadas.

¿De donde han salido, por donde se han esfumado?

Extraños y agradables aromas a la realidad me

han traído.

Incienso, aromas de yerbas, de humos exhalados ¿De

donde proviene?

Por la calderería, gentío, teterías, marroquinería.

En San Gregorio, la música suena.

Barrio emblemático de Granada de rimbombante

protocolos.

¿De quien eres patrimonio, por quien eres protegido?

Recónditos rincones de mi granada, Albaicín

abandonado.

¿Por que esconden tus encantos?

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Encuentro en el Albaycin

Ha tenido que transcurrir medio siglo para que el

encuentro se produzca. Ha ocurrido en un

emblemático lugar de Granada, en el

centro neurálgico del Albayzin, en Plaza Larga,

y cuando los protagonistas tenemos escrita la mayor

parte de la historia de su vida,

Nos hemos encontrado y saludado con entusiasmo,

con naturalidad. Como si no hubieran transcurrido

los años y nos encontráramos en alguna de aquellas

reuniones que protagonizábamos cuando éramos

mozalbetes, sentados en los escalones de la plaza de

Montejicar; el pueblo que nos vio nacer. Uno, de

Beneroso, el otro, de Triana y el más joven (lo que le

condiciona a aparecer en tercer lugar) en la Calle de

la Iglesia, justo debajo de la campana gorda, la que

estoy seguro en más de una ocasión le soliviantó el

descanso al ser golpeada por el badajo para marcar la

hora. Gracias a él, se ha producido el encuentro; pero

no ha tenido que insistir, nada más pronunciarse, se

lo aceptamos.

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Tras el encuentro, charlamos, pero lo hicimos

palpándonos; ora, posando la mano en el brazo del

otro, ora sobre el hombro, para cerciorarnos de que

el encuentro era real.

Comenzamos a caminar ¡yo que se por donde!

Callejuelas, rincones, recovecos... Íbamos despacio

sin importarnos lo que ocurría a nuestro alrededor.

No más de diez pasos andados, cuando nos

volvíamos a parar; hablando, recordando, contando

anécdotas. Melancólicos por el recuerdo, jubilosos

por el momento; perdidos por las estrechas y

pintorescas calle albayzineras, en el momento en que

la tarde se apagaba y la noche se

encendía. Montejicar, Albayzin: dos pasiones

fundidas. Aquella en nuestra niñez. Esta, en el

momento.

Vereda de En medio, transición de culturas: morisca,

judía, gitana... Abajo, el valle. Valle del río Darro

que elevas la fresca brisa humedecida de pura fuente

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de vida. Se expande por las laderas: laderas del

Sacromonte, de la Sabika.

Vereda de espectacular belleza. Para extasiarse y

soñar, ¡que digo! Para quedar despierto y mirar,

mirar las murallas, las torres de los palacios, de los

palacios nazarí; de los que por su celosías se filtran

fantasmagóricos ecos del muecín. ¡Ay de mi

Alhambra...!

La cueva de Chorrojumo no pasó desapercibida, allí

posamos nos fotografiamos, en la puerta de aquel

modesto habitáculo en donde aliviara el cansancio de

no hacer nada el Príncipe de los gitanos. Este

personaje andaba merodeando por la Alhambra, en

torno a la Puerta de la Justicia y de las Granadas, y

con el frío, buscaba sus propinas en Puerta Real.

Unos pasos más, solo unos pasos más y desde el

mirador, el éxtasis es total. Desde enfrente, la torre

de Comares atenta vigila. Por los balcones del Salón

de Embajadores, los leones del patio, se dejan

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vislumbrar ¿Estoy soñando? No. Estoy en Granada,

en el Sacromonte, en el Albayzin, en donde el

tiempo se para y el sueño se hace realidad.

El trayecto termino en aquel bello lugar con un chato

de vino, y digo chato, porque Pepe, gitano cabal y de

buen porte, así nos lo sirvió, en un baso lleno hasta el

borde y acompañado de una concha de caretos, un

buen trozo de morcilla y una cuña de pan.

Invitó la casa y de propina nos inmortalizó.

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El verano ha pasado

He transitado por el tramo de mi sendero vital sin

subidas ni descensos. Los obstáculos encontrados los

he esquivado, y así plácidamente he llegado hasta el

viso en donde termina una etapa del camino y

comienza la siguiente.

Desde el viso he vislumbrado los primeros matices

cromáticos del otoño, la mansedumbre de los ríos, las

pozas que en ellos han quedado tras refrescar los

sudores del caminante. Ostentosos los nogales,

membrillos, granados..., exhiben la madures de sus

frutos.

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Otoño. ¡Melancólico y nostálgico otoño! Eres la

etapa de mi senda vital con la que me identifico. En

tí percibo lo hermoso, el sentido de la vida.

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Pleamar

Embutido en mi atuendo de bohemio he caminado

por mis recuerdos. Dejando fluir por mis sentidos

los vaivenes y olores de la mar, el crujir bajo mis

pies de la arena, el leve cansancio de mis piernas

subiendo por el estrecho sendero al peñón. Allí, con

el azul plateado de la mar y el grisáceo del cielo me

he fundido. He perdido la noción del tiempo y bajado

al preludio de una sinfonía de colores, matices, luces

y sombras. Me he posado sobre la roca emergida de

la bajamar, y desde allí, he contemplado la más

hermosa puesta de Sol. Extasiado, cuando todo ha

terminado, me he levantado de mi aposento y he

percibido la humedad traspasando mi pantalón. He

pasado mi mano y entre los dedos me ha acariciado

el verde viscoso que ha dejado sobre la roca, la

pleamar.

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Las raíces del bohemio

Desde el interior de su casa, el bohemio, cada día

contempla las altas cumbres de Sierra Nevada. Hoy,

ha salido al balcón y apoyado sobre la baranda ha

quedado extasiado contemplando el manto de nieve

que se desrama por barrancos y laderas, tupido en lo

más alto y transparentándose gradualmente a medida

que desciende, como elegante vestido de fino tul que

insinuara bellos encantos. Hoy, la sierra se ha vestido

de largo y los flecos han rozado la vega. Absorto el

bohemio, se ha sentido fundido en una perfecta

simbiosis que le ha llevado a sus raíces, allí en donde

mal calzado y peor abrigado, transitaba pisando la

helada nieve por empinados callejones y fangosas

calles, hundiéndose hasta las rodillas; pero ¡era feliz!

Después de cruzar el puente, allí en donde aparecen

restos arquitectónicos, posiblemente de época

romana, el bohemio ha conducido el coche hacía la

izquierda y frente a la casa de “La Sabia” lo ha

aparcado.

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─Buenos días. ─El bohemio saluda a un hombre,

más o menos de su misma edad, que se encuentra en

el umbral de la puerta observándolo mientras se calza

las botas─.

─Si yo te digo quien soy y tú haces lo mismo, seguro

que nos conocemos ─dice el recién llegado─. Yo

nací aquí mismo, en Triana, soy hijo de Nicolás.

─Hombre, no nos vamos a conocer, yo soy de

Esteban, trabajaba en el cortijo de Las Rejas con los

Contreras. …

Después de mantener una larga conversación

recordando vivencias y correrías de la infancia y

adolescencia, ─aunque en realidad esta última en

aquella época no existía, se pasaba de niño a

adulto─, el bohemio emprende su marcha; despacio,

pausadamente, contemplando el paisaje que le

envuelve: aquella alameda que expuesta a las

corrientes de los fríos vientos que entran por los

Tajos de la Cerradura, cobijo de gorriones en otoño,

antes de que se despojaran de su carga foliar, y

también de insectos y batracios entre los juncos de la

ribera, a la sombra de sus nuevas hojas en verano;

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ahora es una zona de ocio público para practicar

deporte.

Se detiene en donde recuerda estuvo el “Arca del

agua”, la caseta de cemento en bóveda que protegía

el caudaloso manantial, surtidor de los distintos

pilares-abrevadero distribuidos por la parte baja del

pueblo: Pilarejo, confluencia de calle Leones con

Santa Ana, Joya con calle Pilones o de los Gatos, y el

de la Plaza, circular y con cuatro caños. Después se

construye el que todavía existe en Santa Ana, frente

al molino de Mistela y la fragua de Severiano.

Embelesado, contempla aquellos parajes y le viene a

la memoria la poza moldeada por la caída en cascada

del “Río” ─no se le conocía por otro nombre─ a la

altura de la Yesera, en donde se daban obligada cita

las lavanderas para hacer sus coladas y dar un repaso

a lo último acontecido, que bien podía ser la fuga de

fulana con el novio o que mengana se le habia visto

besándose tras la cortina con zutano, y, así, paliar las

penurias que aquellos tiempos difíciles imponían.

El bohemio, presta atención al balate de la margen

derecha del río, en la orilla de la poza, en donde

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manaba el cristalino y frio chorro de la Fuentecilla,

ya desaparecido, lugar a donde en las calurosas

tardes de verano acudían las mozuelas con sus

“pipotes” para llenarlos del fresco líquido elemento,

y, cómplices, confiarse sus flirteos amorosos. ¡De la

Fuentecilla, solo queda el recuerdo!

Sigue su caminar al amparo de los escarpados tajos,

observando el revoloteo de las palomas zuritas y

escuchando sus arrullos, cada paso le trae un nuevo

recuerdo: la oquedad en el curso del río, cobijo de

gentes errantes, conocida como “La Cueva de los

Gitanos”; el Hoyo de la Arena, la Fuente Cabra, los

baños desnudo en la caldera del Río, el cortijo del

Cura; cruce de nostalgias en este punto. Tras el viso,

La Ñora; tardes de trillo, acarreo de cereales subido

en el carro encima de los sacos, correrías por la

ladera del cerro de la era intentando arrancar a golpes

las conchas petrificadas y fundidas con la roca. El

bohemio, en este cruce se muestra indeciso; duda en

dejarse llevar por estos recuerdos o subir a su

atalaya.

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Fundido en su nebulosa, se eleva y posa sobre la

atalaya desde donde deja volar su recuerdos, y

retrocediendo en el tiempo, contempla extensiones

de cereales, legumbres, olivares; campesinos que

realizan su labor sin otra tecnología que su hoz,

amocafre o cualquier otro rústico apero. Yuntas

arreadas por el mulero tirando del arado que sigue la

besana arañando la asentada y pedregosa tierra

preparándola para la siembra. En la era, mulos

uncidos que monótonamente giran y giran tirando del

trillo que muele las mieses. Aventador que con

bieldo separa el grano de la paja.

Niños que se arrastran por la pendiente de los

montículos del camino de la Fuente Agria o del

camino de la Ermita. Correrías por el Cerro de los

Allozos, trozo de plomo oxidado con inscripciones

de ancestral origen, ahora expuesto en el Museo

Arqueológico de Granada.

Triana. ¡Ay Triana de mis Amores! En donde el

bohemio, y también su hermano y siete hermanas,

vieron por primera vez la luz; fértil huerto que

regado con escasa agua bien administrada, producías

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los mejores frutos de la huerta. Frondosas nogueras,

morales y frutales… Cuantos bonitos recuerdos.

Pepe el de Nicolás, Juan el Bohemio, primo Luis,

Antonio Valverde y tantos más. De cada uno un

recuerdo. La nube se extingue y el bohemio vuelve al

presente; mientras regresa, tararea estrofas que le

traen nuevos recuerdos. Es sábado y los niños suben

cogidos de la mano por el camino cantándola:

“Ay que me ve que me ve, que me ve, que me ve,

Desde el cerro.

La virgen que tengo allí, tengo allí tengo allí,

Que yo tengo.

La Virgen de la Cabeza

La que protege mi pueblo mira, mira mira mira mira,

La Virgen que tengo.

Por la vereda que sube

Cantándole este hermoso cantar.

Vamos todos a la ermita si

A nuestra virgen a visitar,

Vamos todos a la ermita sí

A nuestra madre a visitar”.

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Ancestral atalaya

Desde mi ancestral atalaya percibo ecos de otra

época.

Ecos de niños que juegan, corren y se introducen

entre la espesa vegetación de la ribera.

Que chapotean en las pozas; que se enredan en las

zarzas sin alcanzar la mejor mora.

Ecos de niñas que saltan la comba y a pica-coz,

deslizan la tita sobre los colaches; corren, cantan:

“Vengan los pañolitos que son de ceda, Ay que el río

se los lleva”.

Percibo el murmullo del manantial que brota de entre

las piedras junto a la “Fuentecilla”, que surte pozas

de lavanderas. Corriente abajo, fértiles huertas riega.

Desde mi ancestral atalaya percibo ecos de otra

época.

Cuadrillas de mujeres y niños que en el suelo helado

bajo el olivo, una a una, recogen la aceituna;

cuadrillas de hombres que las varean. El aguador,

cántaro a cuestas y jarro de lata al cinto, la sed de los

aceituneros sacia.

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Percibo el ruido del arado al voltear la tierra, el

resoplar de mulos uncidos, el grito del mulero que

los arrea: ¡arre mulo!, y veo al niño que en el surco

va echando uno a uno los garbanzos, o a puñados, las

lentejas.

El arañar de amocafres sobre tierras húmedas, entre

el verde trigo recién nacido.

El agudo chirrear de la hoz que siega, y tras las

hoces, las espigadoras.

Percibo el golpeteo de herraduras sobre el pedregoso

camino y el rodar de carros arrastrados por reatas de

mulos, que barcinan.

Al labrador sentado en el trillo que gira y gira sobre

la parva, y mientras muele, Entona desgarradores

quejidos.

Percibo desde mi atalaya, la paja revolotear aventada

por la brisa que del grano la separa.

En el Pósito, percibo grandes pilas de sacos: el

labrador amontona sus sudores, las incertidumbres

del año, la recompensa a sus sacrificios, la cosecha.

La paja, en los pajares.

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Desde mi ancestral atalaya percibo ecos de otra

época:

Repicar de campanas, hoy, también “la gorda”,

vísperas de días festivos.

Acordes de pasacalles entre el jolgorio de la

chiquillería. Los entona la banda del Ave María

Percibo tronar de cohetes, olor a pólvora; pero

también a chocolate y tallos calientes; helados, turrón

y azúcar quemada.

Tío vivo empujado por mozalbetes, en las veredillas.

Las barquillas que se balancean, y para los más

atrevidos, las voladeras.

Por la vereda a hombros de sus devotos, baja la

Patrona, la Virgen de la Cabeza; la preceden jinetes

en sus caballos. Son los Moros y los Cristianos.

En la plaza, percibo galope de caballos, sonido de

metales; cruce de lanzas y cimitarras, y la voz que

atruena: “Moro chiquitín, ya te puedes retirar, y

decirle a tu rey moro, que aquí lo voy a esperar.” Y,

“Yo creo en un Mahoma, que es un dios justo y

cabal, que pesa cuarenta arrobas de acero fino y

metal”.

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Y fuegos artificiales en el cielo sobre la plaza, el

trueno gordo, y percibo la fe, la esperanza de las

gentes de mi pueblo.

Y desde mi Atalaya yo percibo las andadas de mi

niñez. Y percibo día de San Isidro, de San Marcos;

hornazos y tortas, espárragos, collejas, cardillos…

Y percibo sensaciones, sentimientos, difíciles de

expresar.

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Vestigios de otra época

Envuelto por sutil bruma, percibiendo la ligera y fría

brisa que acaricia mi piel, contemplo la estación

abandonada, derruida. Los ocupantes de los escasos

trenes que circulan lo hacen sin que sus pasajeros

perciban ni si quiera su existencia. Ensimismado, de

mi subconsciente aflora, como si del revelado de un

rollo fotográfico se tratara, la visión de vagones

cargados de cereales, harina, ganado; producto de

fértiles tierras labradas de sol a sol por campesinos

pagados con míseros jornales.

Percibo el bullir de gentes que arrastran sus cansados

pies por el andén: Pies doloridos, envueltos en

alpargatas con suela de cáñamo, destrozadas y

ensangrentadas por la dureza del largo camino.

Gentes que envuelven sus pertenencias, sus miserias,

en fardo de saco y se dirigen a lugares desconocidos,

con la esperanza de poder sobrevivir. Sus numerosas

proles así se lo demandan. La estación que

contemplo, ahora en eterno letargo, fue punto de

partida de gentes que obligadas por las miserias tenía

que abandonar su pueblo, sus gentes, su familia, con

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la esperanza de encontrar en lo desconocido su

dignidad y el sustento de sus familias.

Con estos recuerdos bullendo en mi subconsciente he

caminado en sentido opuesto hasta llegar al origen de

parte de aquellas gentes, de las que más cercanos o

lejanos, todos en esta comarca, hemos tenido alguien

en nuestros antepasados.

Por el camino he visto extensos secanos, montones

de escombros de cortijos derruidos, y, activando de

nuevo mi subconsciente, he percibido grandes reatas

de mulos cargando sobre sus lomos hinchados

costales de cereales, otros arrastrando carros. ¿Hacia

dónde se dirigían? ¿Qué abres paliaban?

Siguiendo mi subconsciente, por los caminos de los

Montes Orientales he caminado. He subido al

mirador y desde allí, deslizando la mirada por los

tejados del pueblo que por las laderas del Castillo se

derraman, he visto el huerto, el entorno y la casa en

donde nací, viví y fui feliz hasta mi adolescencia.

Son vestigios del pasado. De los recuerdos de mi

pasado.

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Por los pueblos de Granada

Además de sus yacimientos arqueológicos,

Orce tiene una más reciente historia cuyos

palacetes, casas señoriales y otras edificaciones la

delata. Situado al norte de la provincia de Granada y

limítrofe con la de Almería, este pueblo conocido por

sus yacimientos arqueológicos bien merece la pena

una visita y disfrutar recorriendo plácidamente sus

calles y rincones que resuman y te impregnan de un

pasado esplendoroso, de espectaculares paisajes y de

unas gentes de extrema cordialidad y abiertas, que

solo con verte llegar irradian satisfacción y alegría.

Tal es el caso de Mª Josefa, señora de 98 años, con la

que mantuvimos un rato de conversación

compartiendo y haciéndonos cómplices de

interesantes historias de su pasado. Tuvo la gentiliza

de permitirnos entrar en su casa que trajo a nuestro

recuerdo aquella estampa añeja de nuestra niñez,

cuando entrábamos en casa de la abuela.

Desde esta entrada animamos a quien hasta aquí ha

llegado interesado en la lectura que no deje de visitar

Orce y además de disfrutar de sus encantos

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arquitectónicos y paisajísticos ya descritos, también

disfruten de una lata de cordero segureño al horno,

una autentica delicia culinaria para el paladar.

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Por la Alpujarra

La mañana gris y de espesa niebla nos mantenía

indecisos; pero al fin optamos por realizar lo que ya

teníamos proyectado y equipados de chubasqueros,

muy bien acompañado, el bohemio se ha deleitado

por una ruta que no por repetida, resulta menos

placentera. Los tres pintorescos pueblos alpujarreños

del Barranco de Poqueira, derramando sus terrados

de launa y tinados por las laderas y jalonados por las

altas cumbres cubiertas del gélido e inmaculado

manto de nieve, invitaban a quedarse, degustar sus

platos alpujarreños y perderse entre sus empinadas y

estrechas callejuelas, contemplando bellas

panorámicas, alucinante puesta de sol e

impregnándose de la ligera brisa cargada de

agradables olores, dejamos aquellos bellos parajes

con un “hasta pronto.

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Pasear por Granada

Perderse por recónditos rincones y callejuelas.

Detenerse ante sus palacetes.

Dejarse llevar al pasado y percibir los ecos históricos

que irradian, me colman de paz, de sosiego.

Introducirse en las sombras de los misteriosos

bosques de la Alhambra.

Percibir el poético rumor que emiten regatos

y surtidores, de hermosas sensaciones me colman.

Por la Alcaicería y Bib-Rambla reverberan clamores

de cantaor, vibración de cuerdas de guitarra, zapateo

de bailaor.

Plaza de las Pasiegas, sobre el tablao, figura que

dramáticamente se contonea, pies que de puntillas se

giran y taconean; rostro desencajado con mirada

perdida, y, los brazos, al cielo se elevan.

Manos cual mariposas dibujando extrañas

filigranas, al infinito se alzan ¿Que pretenden, a

quien señalan?

Guitarra, cantaor, figura que baila ¿Cuál es vuestro

drama,si estáis en Granada, donde las penas se

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extinguen solo con recorrer sus calles, contemplar

sus fuentes y sentarse a descansar junto a ellas?

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Mañana de niebla

Sentado ante una taza de café y deleitándose con el

sabor de la tostada, el bohemio observa el trajín de la

clientela que entra y sale en la cafetería. Observa con

atención el físico de cada una de las caras y casi

todas les inspiran algún rasgo familiar; como si

alguna vez, a lo largo del camino de la vida ya

recorrido, hubieran tenido determinado tipo de

relación. Con la mirada perdida a través de la

cristalera, van pasando por su mente secuencias de

las diferentes etapas de su vida que el alcance de su

intelecto es incapaz de ordenar.

Ha caminado en una mañana de niebla alta, gris el

cielo, percibiendo el frio húmedo en el rostro, por

una ciudad tranquila, todavía desperezándose. Se ha

detenido en el rastrillo: numismática, sellos, juguetes

antiguos de hoja-lata, madelman, muñecos de

cartón…. Nuevos recuerdos de la niñez. Cada paseo

por la ciudad le proporciona renovadas sensaciones,

cual enamorado con su amada. Los mismos rincones:

callejuelas, plazas o monumentos, cada vez se

muestran con distinto esplendor. Abundante caudal

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del río Darro que en tiempos pasados se pavoneó

recorriendo el centro de la ciudad, ahora se ruboriza

y escode por Plaza Nueva como si quisiera ocultar

las cicatrices de las heridas causadas por la

contaminación.

Arriba, en la colina roja, torres y alminares, palacios

nazarís. Bajo los frondosos olmos, el bohemio

saboreó los primeros besos, los labios de su amada,

de su mujer ¡Que amalgama de recuerdos! Enfrente

el Albayzin.

Sentado en el escalón del convento, el mismo

vagabundo de “Tristeza de Amor”, que fuera

fotografiado en anterior ocasión, sigue con su

guitarra entonando sus melódicas canciones, que hoy

al bohemio le cuesta reconocer, se detiene a su lado,

y tras depositar la moneda, entabla conversación.

Cinco minutos a lo sumo ha permanecido

escuchando sus sabias palabras, pronunciadas con la

vista pérdida y sus manos posadas sobre la guitarra.

─Oiga, ─el bohemio se vuelve cuando ya había

reanudado el caminar─ diga usted en internet que

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todavía sigo esperando el contrato que me dé una

oportunidad.

Realejo: nazarenos y vírgenes en Semana

Santa, Casa de los Tiros, museo, Capitanía General;

centinela que ha mediado de los años sesenta

vigilaba, no sabía qué. Enfrente, palacio de los

Condes de Gabia, en donde se detiene. En fechas

recientes pasadas, encuentro de montejiqueños al que

no pudo asistir; otro acontecimiento coincidente se lo

impidió.

El bohemio mira el reloj ¡Son las dos! Sale de la

nebulosa que le imbuyó, y vuelve a la realidad.

Acelerando el paso se pierde entre el bullicio de la

ciudad.

Mensajero de la paz

Me apetecía conocerle, escuchar su voz en vivo. Esa

voz que en mi juventud tantas veces escuchara a

través de las ondas de radio en aquellos vetustos

transistores que me llevaban a un paseo de ensueño

por selvas, pueblos y arcaicas culturas americanas.

Tenía ganas de conocer al cronista “corresponsal de

la paz” como él mismo se define en alguna de sus

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crónicas en el IDEAL de Granada, su tierra y

también la mía, ciudad de la que es Cronista Oficial.

Pero además, se da la circunstancia de que somos

comarcanos. Esto es, de la misma comarca. El de

Piñar, servidor de Montejicar, allá por los Montes

Orientales de Granada, en donde sus secanos

sembrados de cereales, a la entrada de verano se

convertían en mares dorados cuyas granadas espigas

movidas por la brisa asemejaban suaves olas de un

día de calma en el mediterráneo, frente a la Playa de

las Azucenas de Motril, puerta mariana que abriera la

imagen de la Virgen de la Cabeza en 1510.

Pues he tenido la oportunidad de conocerle y de

compartir unas horas con él, algunos momentos

solos, entrañables, ante la Virgen en su Camarín, en

donde envuelto en las doradas filigranas que lo

conforman, te transformas y brota la oración.

El día 5 de agosto de 2010, Tico Medina ha estado

en Motril, en donde vio por ver primera la mar. Ha

pronunciado el pregón de exaltación mariana a la

Santísima Virgen de la Cabeza, aquí, en su

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Santuario. En esta “Colina de la devoción”. En

“tierra de sal y azúcar”.

Gracias Tico. Muchas gracias por darme la

oportunidad de conocerte y tener esta vivencia junto

a ti compartida con el motrileño de adopción Alfredo

Amestoy, y, hacerme el honor de referirme en tu

crónica del día 15 de agosto en IDEAL y llevarte un

grato recuerdo mío.

Espero un nuevo encuentro por estas tierras.

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El encuentro

El destartalado autobús avanzaba lentamente

levantando una espesa polvareda por la carretera sin

asfaltar.

Paró en la placeta aledaña, en la entrada de la

población; se abrieron las puertas y un grupo de

viajeros se apeó. Todos, excepto uno, desaparecieron

en las oscuras sombras de los confluentes callejones.

Apoyado sobre la pared, un avispado muchacho

observaba al solitario viajero que decidido se le

acercó.

— ¿Eres Sebastián? —Preguntó el viajero—

—Sí, mi hermana me ha enviado a esperarte

¡sígueme! —Dijo Sebastián—

Cogió su bicicleta y llevándola sujeta por el manillar,

se introdujo por angostas, tortuosas y empedradas

callejuelas. —El forastero le siguió—.

Atravesaron el pueblo hasta llega al Portichuelo en

donde comenzaron a bajar. Era un camino estrecho y

encharcado que transcurría entre zarzas, saúcos y un

espeso matorral.

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Ahora, tras finalizar la vereda caminaban en silencio

por el amplio carril que se extendía por la llanura

entre huertos, alamedas, frutales y plantaciones de

fresón.

— ¿Falta mucho para llegar? —preguntón el

forastero—

—Ya falta poco, después de la alameda, está. —

Contestó Sebastián—

Pasaron la alameda, el puente y un buen tramo de

carril, y ante sus ojos se vislumbró, la aldea entre el

pinar.

Las puertas de las casas permanecían cerradas; a

través de las rendijas de los postigos entreabiertos, se

filtraba la luz.

En el centro de la calle estaba el resplandor. Surgía

de la única puerta abierta y, a ella había que llegar.

Sebastián dejo la bicicleta sobre el arríate y, sin

mediar palabra, entró. El visitante le siguió.

Ella bordaba junto a la estufa. Levantó la mirada y

con una tímida y graciosa sonrisa le recibió.

Afuera, los ríos, el bosque ¡La Naturaleza en todo su

esplendor!

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Cautivo quedé

Si mis cálculos no me fallan han trascurrido cuarenta

y siete años desde que, aquel destartalado autobús,

por carreteras de tierra todavía sin asfaltar me trajera

a estos hermosos parajes. A mis veintidós años ¿qué

otro motivo podría haber que no fuera una mujer?

Ella fue Mari Carmen, mi fiel compañera, la madre

de mis hijos, mi amada…

Desde 1967 he tenido, sigo teniendo, dos amores:

ella y la hermosura de la tierras que la vieran nacer.

La Resinera. Allí creció, fue a la escuela, se casó, y

yo fui el afortunado de salir por la puerta de este

recoleto lugar cogido de su brazo.

Transcurridos los años, enamorado, sigo

perdiéndome por estos parajes. Disfrutando de sus

cristalinas aguas, de sus bosques, del inmenso

silencio, solo roto por murmullos del agua que fluye

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por sus ríos, brota de sus fuentes y refrescan mis

sentidos.

El más inmenso de mis placeres es recorrer estrechas

veredas que fueron y que ahora se funden con jaras,

lirios silvestres. De vez en cuando, gladiolos,

orquídeas que con mi cámara suelo hurtar.

Escuchad esta confidencialidad: si alguna vez me

pierdo, si dejáis de saber de mi, buscadme por la

resinera, en donde hace ya muchos años cautivo

quedé

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Ilusión

AMANECIA un día otoñal, fresco y húmedo.

Esperaba en la estación la llegada del tren que le

llevaría al lugar que tanto tiempo llevaba añorando.

Desde la infancia, bullía la ilusión de ver su sueño

cumplido. Ahora, por fin, se acercaba el momento.

Después, cuando el sol se alzaba por el horizonte, a

través de los cristales empañados por el vaho,

contemplaba las vastas llanuras que se

extendían hasta fundirse con la bruma de los lejanos

confines. Extensos campos de color ocre recién

sembrados, moteados de grises majanos de piedra

caliza y yerbajos pardos que los envolvía, quedaban

a tras, y de nuevo aparecían. Más próximo, a escasa

distancia, los postes del tendido pasaban velozmente,

en una fugaz sin fin.

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El maquinista hacía sonar el silbato en aquel tortuoso

valle de empinadas laderas y despeñaderos por donde

el tren se había introducido, salvados por largos y

oscuros túneles, por donde el estruendo emitido por

el rodar de las ruedas sobre los raíles y locomotora,

rompía el monótono y acompasado ruido del

descampado.

Cuando caía el ocaso y el sol decaía, en la lejanía se

vislumbraba el resplandor de la ciudad preparándose

para el sopor y el descanso.

El chirrido de los frenos lo soliviantó. Poco a poco,

el tren perdía velocidad y junto al andén quedó

parado.

Con dificultad bajó arrastrando la maleta hasta entrar

a la sala. vio al indigente dormitando, sentado en el

vetusto banco del más escondido rincón. A través de

la sucia cristalera se colaba los focos de los

automóviles que le deslumbraba.

Salió a la avenida y estático quedó. Por fin la ilusión,

la esperanza que tanto tiempo había dado sentido a

su vida se consumó.

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Temblaba. Desde arriba, rozando altas torres, tejados

y terrazas descendió.

Un nebuloso halo lo envolvió y en perfecta

simbiosis, se esfumó.

El tío Frasquito

Aunque su nombre era Paco, todos le llamaban “Tío

Frasquito”. Siempre trabajó de peón en el

campo, empleo que, por su lealtad y honradez, nunca

le faltó.

De piel morena y curtida como el cuero, el Tío

Frasquito había soportado sobre sus ahora

encorvados huesos, escarchas y helados vientos,

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labrando, en las desabrigadas llanuras, los trigos que

después, en el verano, tendría que segar.

Con un mísero salario, sacó adelante a su numerosa

prole –todos estudiaron y se colocaron en la ciudad.

Acostumbrado a calzar albarcas con suelas de

recortes de ruedas de coche, ahora llevaba botas de

material; vestía pantalón de pana, jersey de cuello

alto, que en tiempos pasados María, junto a la lumbre

y alumbrada por el candil, en las largas veladas de

invierno le tejió. Echada sobre sus hombros, su raída

y gruesa chaqueta de la que nunca se despojó.

La cabeza la cubría con boina negra, encasquetada

hasta las orejas. Su barba siempre aparentaba llevar

tres días sin afeitar.

Viudo y jubilado, Frasquito deambulaba por las

calles del pueblo, melancólico, con la mirada perdida

en lo infinito, sumido en los recuerdos de su pasado,

y luchando contra aquel fantasma que le

atormentaba: que sus hijos, lo llevaran a la ciudad.

En otoño, cuando las alamedas de la ribera se

despojaban del follaje ocre y púrpura, a Frasquito no

se le volvió a ver más. ¿Qué habría sido del Tío

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Frasquito? ¡Quizá su temor se había cumplido y sus

hijos lo arrancaron de su entorno y lo llevaron a la

ciudad!

(I)

Apareció una fría mañana de otoño y ocupó la

esquina del bulevar protegiéndose del relente y de la

lluvia bajo la cornisa del tejado. Desde este lugar

contemplaba el trajín de la ciudad: serenos y

trasnochadores en retirada, barrenderos, regadores,

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vendedores de periódicos y desocupados

madrugadores que se incorporaban a sus quehaceres

rutinarios unos, y a ver pasar la vida sin das golpe,

otros. El, el hombre de la esquina, sabía el orden de

aparición y el papel que cada cual interpretaba. De

menos edad de la que aparentaba, lucía una menuda

figura; pelo largo y rizado cuyos bucles festoneaban

el rostro moreno y arrugado que reflejaba

sufrimientos y adversidades. Lucía larga, espesa y

descuidada barba que descolgaba sobre su

desabrigado pecho; se cubría con escasos y

harapientos ropajes; calzaba zapatos de cuero

resquebrajado y en parte descosido, dejando al

descubierto por las punteras sus pies sin calcetines,

expuestos a la intemperie. Nunca se separó de un

viejo periódico que llevaba difícilmente

sosteniéndose en el desgarrado bolsillo de su

chaqueta unas veces, y bajo el brazo las que más.

Difusos recuerdos le atormentaban desde que, siendo

un niño, un grupo de hombres con uniforme

irrumpieron en su humilde casa de aquel pequeño

pueblo y a empujones, se llevaron a sus padres;

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escena que nunca pudo olvidar. Huyó despavorido y

se encontró solo trotando por polvorientos caminos,

mendigando de pueblo en pueblo y al acecho de un

posible descuido que le permitiera hurtar el sustento

que le aliviara el hambre aquel día. ¡Después, lo que

dios quisiera!

Creció sin amparo y ante el desprecio de

muchos. Trabajo en las más duras faenas del campo,

fue picador en canteras y minas; descargo pesados

fardos en muelles de puertos y estaciones y en

ningún sitio permaneció ni se dio a ver más tiempo

del necesario para conseguir un jornal que le

permitiera cubrir sus necesidades durante algunos

días. Con el mismo misterio que aparecía, volvía a

desaparecer.

Horizontes de esperanza vislumbró cuando descubrió

en la polvorienta estantería de aquel viejo almacén el

rancio periódico que ahora le acompañaba.

Lentamente lo fue ojeando hasta que, en una de las

páginas interiores, con dificultad leyó un borroso

párrafo que le sobresaltó y trajo a su memoria

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nebulosos recuerdos del pasado. Con cuidado lo

enrolló, lo metió debajo del brazo y se marchó.

Ahora, desde la esquina, nada de lo que ocurría a su

alrededor pasaba desapercibido ante su atenta y

felina mirada. Cuando desde la estrecha callejuela

surgía la escuálida figura vistiendo descolorida

sotana y dirigiéndose a la iglesia situada tres calles

más abajo haciendo esquina, su mirada se clavaba en

ella, siguiéndole, hasta que desaparecía tras el

umbral de la amplia puerta del templo. Después, se

alisaba el pelo, estiraba su raída chaqueta, metía la

mano en el bolsillo del pantalón y lentamente se

encaminaba acera abajo hasta el carrito de golosinas

y cigarrillos instalado desde que amanecía en la

puerta de la taberna, frente a la iglesia. Todo estaba

previsto: cuando la mujer veía que se aproximaba,

cogía el cigarrillo, se lo ofrecía y de una cajetilla de

cerillas que tenía al uso, extraía una, la encendía y el

hombre con mano temblorosa llevaba el cigarro a los

labios, daba una profunda calada, exhalaba el humo y

con la misma tranquilidad con la que se había

acercado, sacaba una moneda, la entregaba a la

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mujer, y con lento caminar, sin prisa y envuelto en su

misterio, por las calles adyacentes desaparecía. Al

día siguiente, todo se repetiría.

(II)

Un rato después de que los hombres uniformados

abandonaran la casa con los padres cautivos, alguien

entro en el fantasmal habitáculo y momentos después

salió con dos niños, mellizos, que solo hacía un mes

que habían nacido. Eran niño y niña.

Él fue dejado en la esclusa del orfanato y a la niña la

recogió una familia adinerada residente en la capital,

aunque con bienes agrícolas en las proximidades de

aquel pueblo rural.

El orfanato era regentado por monjas de la caridad y

así el niño fue bautizado; a medida que crecía, se le

fueron administrando todos los sacramentos que la

jerarquía eclesiástica imponía. Con doce años

ingreso en el seminario –más que por su propia

vocación, por la de sus cuidadoras–. Fue aplicado y

brillante en los estudios y pronto se ordenó y celebró

la primera misa.

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Antes de venir a la parroquia de la ciudad, pasó por

otras en diversos y lejanos pueblos. Ahora se alojaba

en la residencia del obispado, junto a otros

sacerdotes que como él carecían de familia que les

cuidaran.

Impaciente esperaba todos los días que las monjas le

sirvieran el desayuno para ir a la iglesia; más que

para comenzar a ejercer su misión, obsesionado por

volver a contemplar aquella indigente figura de la

esquina que tan extrañas sensaciones le producía,

cuando percibía que le clavaba su penetrante mirada

y le seguía. En varias ocasiones tuvo la tentación de

acercarse, dirigirle unas palabras de saludo y aliento

y ofrecerle unas monedas; pero nunca tuvo el

convencimiento de que la presencia del hombre en la

esquina fuera para mendigar. Cuando entraba en la

iglesia, a través de las rendijas de las puertas del

cancel, contemplaba la escena del cigarrillo entre el

hombre y aquella mujer del puesto de golosinas.

(III)

La niña creció junto a los hijos de la familia

adinerada que la recogió, participó con ellos en todos

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sus juegos y entretenimientos, si bien nunca los

acompaño ni asistió a la escuela. Aún siendo una

niña, se le encomendaron las duras tareas de la casa:

fregó suelos y cacharros, limpio el polvo de los

muebles y sirvió la comida. Después, arrinconada,

ella podría comer. Cuando todavía era adolescente,

fue victima de los perversos deseos del “señor” y en

varias ocasiones, con cautela y comprando su

silencio con promesas que nunca cumplió, la obligó a

ir a su cama. Harta de tanta afrenta, en una oscura

madrugada desapareció.

Pasó por burdeles, casas de citas y cabaret; de su

trabajo se aprovecharon sinvergüenzas, chulos y

alcahuetas. Cuando su atractivo juvenil se

desvaneció, se refugió en un insalubre cuartucho del

hueco de escalera en un patio de vecinos de un

angosto callejón, de donde solo se le veía salir

cuando con su carrito de golosinas se dirigía a

instalarse en la puerta de la taberna que estaba frente

a la iglesia del bulevar. Ahora, con lo que ganaba en

su puesto de golosinas y cigarrillos, a penar podía

subsistir.

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(IV)

En los largos días de primavera, el bulevar se

animaba; allí se reunían personas llegadas desde

todos los suburbios y barrios de la ciudad. Unos leían

el periódico y los que más, paseaban de esquina a

esquina solo para tomar el sol.

La escuálida figura vistiendo descolorida sotana,

como cada día, surgió de la callejuela, dirigió la

mirada a la esquina y quedo sorprendido al no

apreciar la indigente figura. Momentos antes, la

mujer del puesto de golosinas y cigarrillos, también

había sido sorprendida con la visita del hombre,

antes de lo habitual. La figura con descolorida sotana

siguió su caminar hasta que alcanzó el umbral de la

puerta; antes, se paró, miro a la mujer del puesto de

golosinas y la saludó. –fue la primera vez desde que

instaló su carrito en la puerta de aquel bar– Cuando

subió el escaló y entró al cancel, quedo absorto y

sintió un repeluzno que le estremeció hasta lo más

profundo de su ser. En las penumbras del atrio, casi

imperceptible, estaba la harapienta figura apoyada

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sobre el portalón. Permanecieron frente a frente,

cruzadas sus miradas y sin que ninguno fuera capaz

de pronunciar palabra alguna. Al fin, el cura reanudó

su marcha y cuando se disponía a atravesar la puerta

que da acceso desde el atrio a la nave central, sintió

la mano del hombre que le asía de la manga de la

sotana al tiempo que con la libre le mostraba el

amarillento y sucio periódico. El párroco, con

lentitud y con los nervios a flor de piel, leyó la

noticia. Según leía, sus ojos se tornaban brillantes y

se humedecían con emocionantes lágrimas que le

enturbiaban la visión, dificultándole leer el final con

claridad. Cuando levantó la cabeza y ambos se

volvieron a mirar, el instinto y la conmoción fueron

tan intensos, que, lejos de intercambiar palabra, entre

sollozos, se abrazaron

Muy juntos, casi rozándose, como si quisieran

impedir una nueva separación, salieron del templo,

cruzaron la estrecha calle y se dirigieron a la puerta

del bar. Se detuvieron junto al carrito de golosinas; la

mujer, aunque extrañada por aquella segunda e

inhabitual visita, –en aquel hermoso día primaveral–

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tanto de la misteriosa y harapienta figura de la

esquina como del hombre con sotana, cogió el

cigarrillo y como de costumbre se lo alargó; pero su

mano fue asida y acariciada por las del indigente

hombre de la esquina. El cura, con el periódico frente

a si le dirigió una misteriosa frase que la mujer

comprendió. Ahora, el abrazo fue de los tres.

Después, abandonaron el carrito, pasaron por la

iglesia y la esquina; allí se detuvieron, se miraron y

sin intercambiar palabra alguna, continuaron su

marcha hacia un futuro que nunca ninguno, –si a

caso, el hombre de la esquina– habían vislumbrado.

En la estela dejada tras de si, fue quedando el

turbulento pasado que les dejó huérfanos y les

separó.

Solo ellos supieron el mensaje que les transmitió, y

nadie, quien lo escribió y dejó el rancio periódico

sobre la polvorienta estantería de aquel viejo

almacén.

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Matices de la naturaleza

La Naturaleza envuelta en extraños matices me

fascina. Hoy ha sido uno de esos días en los que

abres la ventana después de una lluviosa madrugada

y te sientes atraído por lo que se vislumbra tras las

colinas. Hacia allá me he dirigido con la mente

limpia, sin fijarme destino ni proyecto. Después, me

he encontrado sumido en

unos parajes espectaculares: negros nubarrones

errantes imponían su normas cubriendo con sus luces

y sus sombras laderas de pinares y dehesas de

encinares. Me ha aflorado la vena de bohemio

melancólico que en otras ocasiones me han llevado a

recorrer sin rumbo callejas y callejones en la ciudad

para percibir la historia, la vida que fue de

generaciones pasadas. Me he fundido con nubes,

bosque y arboledas. He percibido extrañas

sensaciones de paz y libertad indescriptibles. El

viento soplaba con moderación, seco y

frío, haciéndose sentir en las partes del cuerpo

descubiertas y encrespando mi canoso cabello.

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En la venta, sentado en una mesa junto a la lumbre,

ensimismado he contemplado como el

fuego devoraba un grueso tronco de almendro y he

experimentado la tranquilidad y relajación que

infunde este ejercicio. A través de la ventana,

tamizada por las desnudas ramas de la acacia, he

percibido lejanas montañas tocadas con sutil velo

blanco. Por el camino, la mujer vestida a la antigua

usanza: falda larga, chaqueta de lana grande y

desgarbada, pañuelo jaretón en la cabeza anudado

bajo la barbilla y calzado cómodo, caminaba en

dirección a la venta, hasta que, inesperadamente,

dejó el camino y campo través, desapareció.

En casa, mi mente ha seguido volando sobre esta y

otras de mis rutas, en las que me siento acompañado

ahora por ti que has tenido la paciencia de llegar

hasta este punto de mi aventura.

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Mulhacen, el placer de la altura

Hoy, 17-9-08, ha amanecido Granada con oscuras

nubes cubriendo el cielo casi por completo. Cuando

regresaba a casa después de cumplir con mis

obligaciones de abuelo, me ha sorprendido un

chaparrón que me ha calado hasta los huesos.

Cuando he llegado, desde mi mirador privado —el

balcón de mi casa— placenteramente he visto las

cumbres de Sierra Nevada surgir de entre las blancas

nubes, que ya más livianas se posaban sobre sus

faldas. De entre ellas, aparecían las más

emblemáticas elevaciones: Veleta, Caballo,

Trevenque… sobre las que de hito en hito he posado

mi mirada tratando de encontrar un resquicio que me

permitiera ver el “coloso”, el más alto de la

península, El Mulhacén, pero no. No me ha sido

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posible ni siquiera vislumbrar alguna de sus aristas y

es que, el Mulhacén, desde mi mirador privado no se

ve; pero a pesar de ello, mi inconsciente ha

revoloteado sobre aquellos parajes, recordando el día

14 de agosto, un caluroso día, que, obviando las

fiestas que se celebraban en Motril, un grupo de

amigos han optado por disfrutar de los placeresque

ofrecen esta hermosas tierras del Sur de España, en

donde el mar se funde con las alturas y en menos de

40 minutos puedes pasar del baño en la playa a tener

que abrigarte con rigor en las altas cumbre de la

sierra: el Mulhacén.

El trayecto de Motril a Capileira, como es habitual,

se hizo en coches particulares, dejándoles en esta

localidad alpujarreña para coger el microbús-

lanzadera que realiza el trayecto hasta el paraje

conocido como Mirador de Trevelez o Chorrillo.

Desde aquí hasta la cumbre, hay que salvar una

distancia 7,5 Km y un gran desnivel, pasar de los

2.675 m a los 3.484 m de altura desde el nivel del

mar, aproximadamente. Además de tener que superar

este reto, se nos presentaba una dificultad añadida: el

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viento. Aunque moderado al principio, nos obligaba

a ajustarnos los sombreros y recurrir a alguna prenda

de abrigo. A medida que avanzábamos el viento

soplaba con más fuerza, poniéndonos en dificultad,

especialmente, cuando el sendero se extendía sobre

las escarpadas crestas. Las perspectivas no eran muy

alagüeñas, al recordar la subida del año pasado que

también fue en un día de fuerte viento que no nos

dejó ni siquiera disfrutar unos minutos en la cumbre,

en donde para evitar ser desplazado había que

echarse al suelo y reptar o cogerse fuertemente a las

rocas. Con este temor, continuamos la marcha

aunque en alguna ocasión pasó por nuestra mente la

idea de desistir; pero nos habíamos propuesto

cumplir el reto y contra viento, y no contra marea,

insistimos en la idea de llegar a la cumbre.

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Subida al refugio de Elorrieta

Después de la ruta a Través del río Trevelez hasta el

Juntillas —a la que se hace referencia en la anterior

crónica de esta página— y cuando nos refrescábamos

en una de las terrazas de tan pintoresca localidad

alpujarreña, acordamos que la siguiente ruta a

realizar sería a los Lagunillos de la Virgen, esta vez

por la vertiente Norte de Sierra Nevada.

En la ruta del río Trevelez, contábamos con la

compañía de Pepe Guirado, pero un problema en la

garganta le impidió poder acompañarnos a esa ruta

que en `principio él había propuesto. Ahora, cuando

planeábamos esta otra, confiábamos en que el

problema habría desaparecido y esta vez Pepe sí nos

acompañaría. Cuando en la mañana del día 17 de

julio, fecha que acordamos para realizar esta

excursión, llegó Antonio al lugar de partida y nos

comunicó que Pepe tampoco vendría, la desilusión

fue unánime. Nos fuimos sin él con la esperanza de

que sus dolencias le desaparecieran y a la próxima,

por rutas más accesibles y sin vértigos, podamos

contar con su compañía.

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Partimos de Motril después de la hora acordada, en

dos vehículos particulares, suficientes para el grupo;

y en este medio llegamos hasta la Hoya de la Mora.

Hacía una mañana soleada y calurosa durante todo el

trayecto, pero en aquellas alturas el viento que

soplaba fuerte te helaba la piel y pronto hubo que

enfundarse en prendas de abrigo y untarse las partes

del cuerpo al descubierto con crema protectora para

evitar las desagradables consecuencias que nos

pudieran producir las condiciones atmosféricas en las

que durante la mayor parte del día íbamos a

permanecer.

Oteando horizontes que se extiende por los cuatro

puntos cardinales, comenzamos las andadas,

vencidos hacia delante para contrarrestar la fuerza

del viento que nos zarandeaba, callados y afanados

en salvar aquellas crestas propicias al paso del viento

para alcanzar la zona de Borreguiles, en donde las

hondonadas glaciares nos fueran más propicias. En

aquella zona comenzamos a realizar las primeras

fotos tanto de paisajes como de endemismos, así

como comunicarnos verbalmente —hasta ahora nos

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lo había impedido el fuente viento reinante— y saber

de las intenciones de Antonio, que no eran solo las

de llegar a los Lagunillos, sino al refugio de

Elorrieta, idea que todos compartimos.

Telecabina de Prado-llano a Borreguiles y tele silla

de Borreguiles al Veleta estaban en funcionamiento,

razón por la que de vez encunado nos encontrábamos

con montañeros solitarios, uno octogenario y

experimentado en el desenvolvimiento en estos

parajes, que nos desveló el nombre de una misteriosa

laguna, de la que descosíamos el nombre y que él nos

desveló como Laguna Secreta, (quizás sea la laguna

del caballo) por estar situada de forma que solo es

visible desde la alturas o cuando prácticamente estas

encima de ella.

Superado Borreguiles, radar y observatorio

alcanzamos la cabecera del río Dilar

En estas latitudes el camino transcurre mas suave y

por hermosos parajes encharcados y surcados por

infinidad de meandros de aguas frías procedentes de

las escasa manchas de nieve todavía existentes en

zonas umbrías y que perduran gracias a la

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acumulación en tiempos de nevadas en grandes

ventisqueros. Así alcanzamos la laguna de las

Yeguas, rebosaste de cristalinas aguas y en donde no

pudimos pasar sin pararnos para contemplarla,

fotografiarla y disfrutar de tan apacible estampa.

Desde las Yeguas a los Lagunillos de la Virgen, el

tramo es corto y allí, en donde en un principio se

pensaba terminar la subida, decidimos hacer una

parada, para refrescarnos y tomar alguna fruta que

nos proporcionara energía para continuar el tramo

con más desnivel que nos llevaría hasta el refugio de

Elorrieta.

Que estupenda decisión la tomada en Borreguiles

para llegar hasta aquella cumbre. Nos encontramos

con un montañero, que habiendo salido dos días

antes desde Orgiva, daba descanso a sus fatigados

pies y echado sobre el rocoso suelo perdía su mirada

por lejanos horizontes. Después supimos que era de

nacionalidad inglesa y se ofreció para hacernos una

foto de grupo. Las gracias ya se las dimos.

La decisión de subir a Elorrieta fue un acierto.

Algunos, ya lo conocía, para otros, entre los que se

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encuentra el cronista, era la primera vez; pero unos y

otros disfrutamos de aquellas alturas contemplando,

casi tocándolos, el colosal Mulhacen, el Veleta, el

Caballo y junto a él Laguna Cuadrada… y que

maravilloso deslizar la vista por el vasto Barranco de

Poqueira.

Tras da buena cuenta del bocadillo, permanecer un

rato en silencio contemplando las espectaculares

panorámicas que se abrían ante nuestra vista,

emprendimos el regreso con la misma tranquilidad y

relajación que se había realizado la subida.

Junto a Borreguiles, nuevamente nos encontramos

con el octogenario solitario, quien igual que nosotros

regresaba encantado, el con intención de coger el

telecabina y nosotros con la de seguir caminando

hasta Hoya de la Mora en donde teníamos los coches.