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CANTATA A CINCO VOCES: UNA EXPERIENCIA DE SUPERVISIÓN RELACIONAL Susan Mailer (supervisora), Ana María Balbontín, Candice Fischer, Andrea Oksenberg 1 2 3 4 y Pía Varela (supervisadas) 5 Resumen El trabajo está dividido en tres partes. La primera hace un breve recorrido histórico de la supervisión. La segunda parte relata la experiencia personal de supervisión de 4 profesionales y su supervisora abordando algunas diferencias con su aprendizaje previo basado en un modelo neo-kleiniano. Las vivencias personales recorren las expectativas, dudas y angustias producidas por cada modelo y dan vida a través del relato a conceptos centrales del modelo relacional tales como: la emergencia de significado, la co-construcción, momentos de ruptura y reparación, el enactment y la develación además de la importancia del timing y el sostén por parte de la supervisora cuando existe un impasse en la díada de la supervisión. En la tercera parte se describe una situación de impasse entre la supervisora y una de las profesionales. Como sucede en la terapia analítica, dicho impasse ha sido transmitido por vías no verbales y ha involucrado a ambas, supervisora y supervisada. Vemos que en la resolución de dicho impasse, ha sido necesario tener cuidado de mantener el sostén necesario hasta el momento adecuado para poder abordarlo. Se finaliza con algunos comentarios que insertan la experiencia en un contexto de cambio social. Palabras Clave: auto develación, co-creación de significado, emergencia, enactment, impasse, ruptura y reparación, supervisión, sostén, timing Psicóloga Psicoanalista. Asociación Psicoanalítica Chilena 1 Psicóloga clínica. Ponti4icia Universidad Católica de Chile. Miembro IARPP 2 Psicóloga clínica. Ponti4icia Universidad Católica de Chile. Profesora Escuela de Psicología PUC. 3 Psicóloga clínica. Ponti4icia Universidad Católica de Chile. 4 Psicóloga clínica. Ponti4icia Universidad Católica de Chile. Miembro Corporación Psicoterapéutica Salvador 5

CANTATA A CINCO VOCES: UNA EXPERIENCIA … A CINCO VOCES: ... supervisado para pensar y soñar permitiendo que el supervisado se mantenga vivo ... En esta misma línea Frawley- O’Dea

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CANTATA A CINCO VOCES: UNA EXPERIENCIA DE SUPERVISIÓN RELACIONAL

Susan Mailer  (supervisora), Ana María Balbontín,  Candice Fischer,  Andrea Oksenberg  1 2 3 4

y Pía Varela  (supervisadas) 5

Resumen

El trabajo está dividido en tres partes. La primera hace un breve recorrido

histórico de la supervisión. La segunda parte relata la experiencia personal de

supervisión de 4 profesionales y su supervisora abordando algunas diferencias con su

aprendizaje previo basado en un modelo neo-kleiniano. Las vivencias personales

recorren las expectativas, dudas y angustias producidas por cada modelo y dan vida a

través del relato a conceptos centrales del modelo relacional tales como: la emergencia

de significado, la co-construcción, momentos de ruptura y reparación, el enactment y la

develación además de la importancia del timing y el sostén por parte de la supervisora

cuando existe un impasse en la díada de la supervisión. En la tercera parte se describe

una situación de impasse entre la supervisora y una de las profesionales. Como sucede

en la terapia analítica, dicho impasse ha sido transmitido por vías no verbales y ha

involucrado a ambas, supervisora y supervisada. Vemos que en la resolución de dicho

impasse, ha sido necesario tener cuidado de mantener el sostén necesario hasta el

momento adecuado para poder abordarlo. Se finaliza con algunos comentarios que

insertan la experiencia en un contexto de cambio social.

"Palabras Clave: auto develación, co-creación de significado, emergencia, enactment,

impasse, ruptura y reparación, supervisión, sostén, timing

"

!    Psicóloga-­‐  Psicoanalista.  Asociación  Psicoanalítica  Chilena1

!  Psicóloga  clínica.  Ponti4icia  Universidad  Católica  de  Chile.  Miembro  IARPP2

!  Psicóloga  clínica.  Ponti4icia  Universidad  Católica  de  Chile.  Profesora  Escuela  de  Psicología  PUC.3

!  Psicóloga  clínica.  Ponti4icia  Universidad  Católica  de  Chile.4

!  Psicóloga  clínica.  Ponti4icia  Universidad  Católica  de  Chile.  Miembro  Corporación  Psicoterapéutica  Salvador5

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Cantata for Five Voices: An Experience in Relational Supervision "Abstract " The experience of supervising and being supervised in a relational model setting is

described by four psychologists and their supervisor, and compared to their previous

training based on a neo-kleinian model. Their journey covers the expectations, doubts

and anxieties produced in each period of their learning process and gives life to key

concepts in the relational model such as: co-construction of meaning, rupture and repair,

enactment and disclosure, as well as the importance of timing and holding during

moments of impasse. The paper is divided into three parts. The first is a brief history of

supervision. The second describes the experience of the supervisees and the supervisor

past and present. The third analyzes a year long impasse involving one of the

supervisees and the supervisor, in which timing and holding have been necessary until a

better moment is found to disclose verbally what has been experienced in the body and

through non verbal means. Concluding comments insert the experience of this

supervision in a context of social change.

"Key Words: co-construction, enactment, emergence, holding, impasse, rupture and repair, self disclosure, supervision, timing. "ANTECEDENTES HISTÓRICOS DEL PROCESO DE SUPERVISIÓN

La supervisión puede considerarse la heredera natural de un método ancestral de

enseñanza a través del cual un maestro transfiere sus conocimientos a un discípulo. En

el ámbito de la psicoterapia, se introdujo como una derivación de la supervisión médica,

en la que un profesional experto evaluaba el curso de los tratamientos médicos y la

pericia del tratante (Fernández Alvarez, 2008). Dentro del psicoanálisis, la supervisión

como tal, surge muy ligada al análisis didáctico. Sin embargo, previo a la introducción

formal de la supervisión, encontramos como precursores a ésta los intercambios

epistolares sostenidos por Freud con sus colegas y discípulos Breuer, Fliess, Steckel,

Jung y Ferenczi. En una carta a Fliess, Freud escribe: “desgraciadamente, nunca me

siento muy seguro en cuanto a qué medidas prácticas adoptar… no sé hacia dónde

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encaminarme, ni en sentido teórico ni técnico…”. (Berg & Guraieb, 2012 ). Es

interesante esta cita ya que podemos ver que desde sus inicios el psicoanalista estará

enfrentado a la incertidumbre y tendrá que trabajar acompañado de ella sin paralizarse.

El caso del pequeño Hans (Freud, 1909) es el más conocido e ilustrativo de una

supervisión clínica, aunque no conceptualizada como tal, ejercida por Freud al padre de

Hans. Más tarde, en 1912, en Consejos al Médico en el Tratamiento Psicoanalítico,

Freud menciona al análisis personal como una exigencia para tratar pacientes en

psicoanálisis; no menciona la supervisión, pero se hacen sistemáticos los intercambios

epistolares y científicos entre miembros de la asociación. Sin embargo no es hasta

1920, cuando Eitingon plantea en el Instituto de Berlín, la necesidad de un

“entrenamiento práctico”, que se introduce el “análisis control” como uno de los tres

elementos fundamentales de la formación analítica, junto al cuerpo teórico y al análisis

didáctico.

Entre 1920 y 1937, se imponen dos modelos de “control” en la formación

psicoanalítica, ligados a dos instituciones diferentes. En Hungría se genera con Ferenczi

lo que podríamos llamar la posición húngara, la cual planteaba integrar la supervisión

control en el análisis didáctico. Basaba su postura en la idea que el eje principal del

trabajo analítico es la contratransferencia, por lo que debería ser abordada por el analista

didacta. Sin embargo, esto coartaba la posibilidad de los candidatos de recurrir a otros

analistas ya que todo tendería a centrarse en el analista didacta. Por otro lado en el

Instituto de Berlín se desarrolla la idea de la formación tripartita: teoría, práctica

(supervisión) y análisis personal llamado didáctico. La desventaja de este modelo de

formación se expresó en la interferencia que ineludiblemente ejercía el supervisor sobre

el trabajo del candidato con su paciente. Ya que éstos, los candidatos, debían cumplir

con ciertos requisitos institucionales era de esperarse que sutilmente orientaran sus

intervenciones hacia una forma “correcta”. Podemos ver lo anterior en planteamientos

como los de Edward Bibring (Fernández, 2008) que afirmaba que la supervisión no sólo

instruía sino también evaluaba la capacidad del candidato para captar los problemas y

tomar decisiones. Más adelante Balint modificó el enfoque cambiando el término control

al de supervisión. Intentando alejar al supervisor de una posición moralista o ideal

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propuso estimular en el supervisado un estado que facilitara su permeabilidad al

movimiento inconsciente del paciente.

Vemos, sin embargo que a partir de 1920 la práctica de supervisión se introducía en

un terreno contradictorio ya que por un lado los institutos de psicoanálisis consideraban

necesario poder evaluar el desempeño de sus candidatos pero al mismo tiempo esta

evaluación, a través de la supervisión, potencialmente coartaba la creatividad y en

especial la espontaneidad del candidato. Autores como Grinberg (1975) han planteado

sus inquietudes y sugerencias al respecto. Éste se refirió al riesgo de que la supervisión

se centrara exclusivamente en el material del paciente y que el supervisado aprendiera

por imitación, sin desarrollar un estilo propio. Asimismo, señaló que el énfasis excesivo

en la contratransferencia del supervisado, podía interferir en su análisis personal.

Gradualmente, fueron incorporándose otras modalidades de supervisión,

desligadas del marco institucional y con un carácter optativo, lo que aumentó la libertad y

flexibilidad de la supervisión misma. Los diferentes desarrollos psicoanalíticos han ido

influyendo en los enfoques dados a la supervisión y progresivamente se ha ido perdiendo

el carácter de “super-visión”, entendida como la visión desde lo alto, desde un saber

omnipotente.

El auge de la perspectiva relacional/intersubjetiva no sólo ha significado cambios

en el abordaje y comprensión de los procesos psicológicos dentro de la relación

terapéutica, también ha traído cambios para la relación de supervisión (Berman, 2000).

Tradicionalmente se pensaba que el analista podía –si es que estaba suficientemente

analizado- mirar e interpretar objetivamente las dinámicas de su paciente. La revolución

epistemológica de la postmodernidad ha remplazado este ideal positivista relativo al

posible conocimiento de un analista. Hoy podemos entender la realidad como un

constructo inherentemente ambiguo y determinada por la mirada subjetiva del

observador. Inevitablemente este viraje también ha levantado preguntas respecto al

conocimiento que puede tener un supervisor y sobre su impacto e influencia en el

proceso psicoterapéutico supervisado (McKinney, 2000; Frawley-O´Dea, 2003).

La mirada intersubjetiva ha dado paso a una comprensión de la supervisión como un

espacio en el que supervisor y supervisado constituyen una pareja de investigadores,

estableciendo una comunión creativa en la aprehensión del fenómeno clínico facilitando

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“co-visiones”. El supervisor y su supervisado co-construyen y negocian significados

respecto al proceso clínico que se supervisa. Esta colaboración no implica simetría. La

asimetría es útil y necesaria (Frawley--O´Dea, 2003) pero desde este modelo se le da un

rol más activo al supervisado en el logro de la comprehensión de los procesos

abordados, se respetan las diferencias y se ayuda al supervisado a desarrollar su propio

estilo de trabajo. En este sentido Del Río (2011) plantea la importancia de otorgar al

supervisado suficiente espacio en la supervisión para que éste despliegue su self

terapéutico, sin que el supervisor imponga su estilo o pensamiento. En esta misma línea

Ogden (2005) se ha referido a la experiencia de supervisión como una forma de “soñar

guiado” y ha planteado que ésta debe proveer un marco que asegure la libertad del

supervisado para pensar y soñar permitiendo que el supervisado se mantenga vivo

frente a lo que ocurre en la relación analítica y la relación de supervisión, así como al

interjuego entre ambas.

Otro ámbito central para la supervisión relacional/intersubjetiva es su particular

consideración y abordaje de la contratransferencia. El psicoanálisis relacional acoge la

idea de que las manifestaciones transferenciales surgen en respuesta a la personalidad y

actuar del terapeuta o analista. Desde esta perspectiva no se puede entender la

experiencia de un paciente a cabalidad sin considerar la persona del analista, y por esto

se ha considerado que el análisis de la contratransferencia no puede ser relegado al

ámbito del análisis personal cómo lo era clásicamente. Berman (2000) resalta la

necesidad de que la contratransferencia se aborde en supervisión ya que el supervisor,

junto a su supervisado, puede examinar -y eventualmente validar- las atribuciones que el

paciente hace de su analista. En este sentido la supervisión no estaría limitada a la

discusión de las dinámicas intrapsíquicas del paciente y se aleja del objetivo pedagógico

de enseñar reglas o una técnica. Junto con esto se hace necesario abordar las

dificultades que el terapeuta tiene en el proceso terapéutico tanto con su paciente como

los impasse que pueden aparecer en la díada terapeuta-supervisor (Del Río, 2011).

En la supervisión se pone especial atención al seguimiento detallado de la

interacción entre paciente y analista, considerando las implicancias intersubjetivas de los

intercambios verbales y no verbales. Se exploran los contextos afectivos que preceden

los silencios, los lapsus y las interpretaciones, como a su vez los contextos afectivos

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desencadenados por los mismos (Berman, 2000). Este ejercicio permite desarrollar en el

supervisado una sensibilidad e introspección en relación al impacto de sus conductas, o

ausencia de ellas, en el campo analítico y en la relación.

Este proceso de exploración de la contratransferencia y de la interacción analítica

demanda más exposición de parte del supervisado de lo que tradicionalmente se ha

requerido para lo cual se requiere un clima emocional favorable a dicha empresa. Es por

esto que Berman (2000) sugiere la necesidad de explorar la relación supervisado-

supervisor para subsanar posibles enactments e impasse que pudieran estar dificultando

el proceso. Esta exploración analítica realizada en supervisión, de la relación de

supervisión, no sólo favorecería el clima de la relación si no que también favorecería el

desarrollo de las habilidades clínicas del supervisado.

En esta misma línea Frawley- O’Dea (2003) ha planteado que el supervisor relacional

no sólo debe atender a los procesos psicodinámicos del paciente y al impacto que la

interacción con el analista tiene en ellos, sino que también debe considerar y analizar el

impacto que está teniendo él o ella como supervisor(a) en su supervisado y en el

paciente de este. El supervisor debe asumir, y no negar, que tiene un papel influyente en

la emergencia de los eventos relacionales que suceden tanto en la díada supervisor-

supervisado, como en la diada analista-paciente. En la medida en que el supervisor

puede invitar a su supervisado a explorar analíticamente la complejidad de la relación

que están teniendo, el supervisado estará mejor preparado para involucrarse de la

misma manera junto a su paciente en la exploración de la relación analítica con su

paciente. Esto implica explorar las transferencias, los enactments e impasses que surgen

en la relación de supervisión.

En síntesis, desde una perspectiva relacional/intersubjetiva, el supervisor no ocupa el

lugar de aquel que devela a través de interpretaciones la realidad psíquica del paciente

supervisado sino que utiliza sus conocimientos para explorar analíticamente junto a su

supervisado las dinámicas intrapsíquicas e interpersonales tanto en la diada paciente-

analista como en la diada supervisado-supervisor. Este abordaje permite que emerjan

nuevas comprensiones y significados y que el supervisado desarrolle sus habilidades

clínicas.

"

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LA EXPERIENCIA DE SUPERVISAR

Irwin Hoffman en su artículo “Therapeutic Passion in Psychoanalysis” (2009)

nos habla de la reticencia que tienen los analistas a expresar su pasión, entendiendo por

ésta “su deseo y devoción por facilitar el cambio en la vida del paciente en una dirección

que la hará más rica y plena, así como más abierta a posibilidades antes cerradas” (p.

629)(traducción de la autora). Agregaría a esta afirmación que los analistas y terapeutas

en formación también luchan con esta reticencia en su afán de hacer las cosas bien

suponiendo que esto significa mantenerse apegados a las “reglas” aprendidas. No es de

extrañar que lo anterior también se exprese en las supervisiones que son parte de su

entrenamiento, ya sea formal o informal. Los supervisores, a su vez, no se encuentran

libres de esta exigencia ya que en ellos cae la responsabilidad de guiar a sus colegas

más jóvenes hacia un trabajo serio y responsable con sus pacientes. No es raro que la

supervisión tenga una corriente subterránea parecida a un decálogo de lo que se debe y

no se debe hacer. En estas instrucciones entran consignas como la importancia de la

neutralidad, la abstinencia y la interpretación como acto sine qua non de la terapia

analítica.

Mi experiencia como supervisora se inició hace más de 20 años dentro de un

marco más bien clásico. Estaba inmersa en mi formación psicoanalítica y casualmente

fueron apareciendo colegas más jóvenes que iniciaban su carrera profesional a solicitar

que los supervisara. La mayoría estaba formándose en otro instituto de psicoterapia y

habían accedido a mi nombre dentro de una lista de colegas. Inicié las supervisiones con

entusiasmo pero para mi sorpresa me encontré al poco tiempo con un síntoma no

esperado. Con algunos supervisados me envolvía un sopor, una especie de manto

somnoliento que me era muy difícil disipar. Estaba consciente de la exigencia que estos

supervisados ejercían sobre mí. Querían respuestas, asumían que yo era portadora de

un saber (del cual yo dudaba) y esperaban que les brindara las pepitas de oro del

conocimiento psicoanalítico. Sin embargo, muchas veces no tenía claro qué pasaba con

sus pacientes. Buscaba en los archivos de mi mente qué habrían dicho mis maestros,

desde Freud hasta Bion, mi psicoanalista y mis supervisores. Las más de las veces no

había respuesta. Me doy cuenta hoy que tanto mis supervisados como yo esperábamos

el conocimiento con mayúscula. Yo ansiaba tenerlo para (apare)ser como una experta y

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ellos lo esperaban para trabajar como terapeutas. En ese entonces no estoy segura si

realmente nos deteníamos a pensar en los pacientes y el dolor que los aquejaba. Más

bien buscábamos diagnósticos e interpretaciones para dilucidar del discurso manifiesto el

contenido de las fantasías internas y la ruta que seguía la transferencia-

contratransferencia. No me sentía cómoda en esta función así que después de un

tiempo dejé de supervisar.

Me recibí de psicoanalista y entré a un grupo de estudio de Winnicott que

cambió el prisma desde el cual veía y vivía el psicoanálisis. Empecé a supervisar de

nuevo, esta vez con una actitud diferente. Winnicott me había dado permiso de no

saber, lo cual puse en práctica con mis supervisados y pacientes. Dejé de angustiarme

hasta la somnolencia cuando no lograba entender y generalmente podía esperar hasta

encontrar algunas luces en el material del paciente, probablemente debido también a una

mayor experiencia clínica y teórica. Sin embargo, aún no ponía en práctica el concepto

de emergencia del conocimiento co-creado. Parte importante de mi actitud y mi conducta

estaba basada todavía en la pre-concepción que a final de cuentas yo era la que portaba

el conocimiento. Podría no entender y eso estaba dentro de lo esperable, pero

finalmente yo era la experta y tendría que mostrarlo en algún momento.

El estudio de las ideas del Grupo Intermedio y DWW me llevaron al

Psicoanálisis Relacional. Tuve la suerte de estar en NY un año en el cual asistí a grupos

de estudio con algunos de los psicoanalistas que había leído previamente, lo cual me

brindó un aprendizaje mayor en la capacidad de escuchar la propia voz, la intuición y la

queja del paciente. No sólo eso sino también profundizar en la noción de la emergencia

del conocimiento a través de la co-construcción de los significados inconscientes en el

diálogo con los pacientes. Pude poner en un marco teórico algo que desde los inicios de

mi formación había intuido aunque no puesto en práctica más que culpablemente. Y es

que si una conversa con sus pacientes de una manera genuina se va creando

significado en el camino, o en el espacio potencial como diría Winnicott. Cuando regresé

a Chile mi postura frente a los pacientes había dado un giro en 180 grados y esto por

supuesto se tradujo en mi forma de supervisar.

Al reiniciar las supervisiones en Chile no estaba en un estado de sin memoria

y sin deseo. Por el contrario tenía varios objetivos en mente. Tomando en cuenta que la

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mayoría de las personas que supervisaba tenían formación clínica clásica, mi tendencia

fue la de aumentar o exagerar un poco el involucramiento personal para descongelar la

coraza profesional. Para mí era importante que se toparan con la humanidad de sus

pacientes, que no los consideraran solamente “casos”. Por otro lado sabía que debía

haber un equilibrio entre el involucramiento personal y el poder que lleva la investidura

del terapeuta y que una de mis funciones era ayudar a que este equilibrio se mantuviera

relativamente estable dentro de los vaivenes naturales del proceso terapéutico. Esto

implicaba que la terapeuta estuviera involucrada con el sufrimiento de su paciente en vez

de observarlo desde cierta distancia, pero que al mismo tiempo estuviera atenta a

inundaciones emocionales o enactments con su paciente, considerando éstos como una

de las vías necesarias e ineludibles del proceso. Lo anterior llevaba implícita la noción

que era imposible la neutralidad del terapeuta y que su persona, su voz, su cuerpo, sus

ideas y su historia eran parte del campo intersubjetivo. Subrayaba la necesidad de usar

palabras que vienen de nuestra vida y nuestra experiencia y no frases hechas de la

teoría de la técnica. Por tanto el diálogo entre paciente y terapeuta llevaba consigo la

convicción de algo genuino y personal. Otro objetivo fue ayudar a aquellos que

supervisaba a mantener cierta confianza básica en sus ideas y por ende reforzar la

sensación tan necesaria que su trabajo clínico era útil e íntegro. No se trataba de seguir

una serie de reglas sino más bien arriesgarse a probar algo nuevo surgido del diálogo en

el campo clínico.

Pasaré a relatar mi experiencia de supervisar a 4 colegas.

Durante 5 años cuatro psicólogas y yo mantuvimos una relación profesional y cálida.

Todas ellas tenían alrededor de 10 a 15 años de experiencia clínica y habían supervisado

ampliamente y por largo tiempo con diferentes psicoanalistas de orientación clásica

básicamente neo-kleiniana. Se formaron dos grupos de 2 por la forma en que habían

llegado a mí. En un caso las dos se conocían desde hacía tiempo y en otro, yo propuse

que se supervisaran juntas por razones económicas y de tiempo. Veía a cada grupo de

dos una vez por semana en la cual una de ellas por dos semanas seguidas presentaba

un paciente. Las razones para supervisar variaban. En un inicio una de ellas decidió, tal

como lo había hecho antes, supervisar durante un año al mismo paciente. Para otras el

caso cambiaba según la necesidad.

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Rápidamente me di cuenta que sus expectativas eran altas pero esta vez

estaba más preparada para experimentar las tensiones inherentes a ser "la experta", en

parte porque tenía la profunda convicción que juntas llegaríamos a deducciones

plausibles sobre lo que aquejaba a sus pacientes. A la vez quería transmitir una forma

de hacer terapia psicoanalítica más apegada al saber cotidiano. Mi objetivo con estas

profesionales de amplia experiencia clínica y de supervisión clásica consistía en que

pudieran escuchar a sus pacientes y pensar en ellos desde otro ángulo. Por ejemplo, el

ángulo de cómo ellas contribuían a lo que transcurría en la sesión. Para esto era

necesario que lograran soltarse de las amarras de la técnica clásica. Les proponía

formas alternativas de ser interlocutoras, hacer preguntas, muchas preguntas si fuera

necesario. Invitarlas a que no tuvieran miedo de escuchar realmente a sus pacientes y

también de atreverse a caminar por senderos que no conocían, cosas muy sencillas,

como aceptar que no sabían o contestar una pregunta del paciente sinceramente y no

con un tono defensivo. O no contestarle al paciente, explicándole por qué no lo hacían.

Fuimos explorando juntas los diferentes aspectos de la intersubjetividad, lo que significa

ser parte integral del campo o cómo se hace significado en conjunto y paralelamente

des-aprender que el saber está en alguna parte y que sólo algunos tienen acceso a él.

Libre de estar en el lugar del supuesto saber, pude explorar junto con ellas, aceptar

abiertamente que muchas veces no sabía lo que le pasaba a su paciente e invitarlas a

que pensáramos juntas. Esto a su vez, ayudó que ellas hicieran lo mismo con sus

pacientes.

Estaría idealizando demasiado el proceso si me quedara en esto. Decir que una

ya no está en el lugar del supuesto saber libera, pero al mismo tiempo la coloca en un

lugar de menor seguridad donde lo que puede sentirse como rivalidad y competencia

aparece con mayor frecuencia y de manera menos velada. En varias ocasiones sentí de

parte de alguna de ellas una descalificación sutil. El metalenguaje lo traducía como " yo

sé lo mismo que tú, será tanto lo que me puedes ayudar? No sé si realmente necesito

supervisarme". Me pregunto ahora si realmente sería un cuestionamiento a mi función o

simplemente las colegas empezaban a ejercitar una mayor independencia para

reflexionar que yo interpretaba desde mis fantasmas del pasado. Aunque fuera una

supervisora y analista “Relacional” más preparada para el diálogo franco, seguía

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necesitando la protección que la función me daba. Me preguntaba si al exponer mis

dudas abiertamente no estaría poniendo en jaque mi posición de “experta respetada”.

Relacionado con lo anterior, en otros momentos aparecieron fantasías que mis

intervenciones no eran suficientemente "profundas" en el estilo kleiniano al cual ellas

estaban acostumbradas. Cuando leí que una supervisada de Emmanuel Berman se

había cambiado a otro supervisor mas "profundo" reconocí el temor del que hablaba el

autor.

Con una supervisada tuve la impresión de estar navegando aguas prohibidas

cada vez que cuestionaba alguna intervención y la invitaba a que se preguntara sobre sí

misma. Su lenguaje corporal era claro, me decía “no te metas ahí”. Pensé que tenía que

ver con diferencias culturales. En mi caso una actitud directa y algunas veces definida

como dura, y en el caso de la colega una actitud más privada y reservada.

Sabía que tenía que ser cuidadosa ya que la línea entre la terapia personal y

la supervisión puede hacerse tenue y es importante no confundir las dos. Lo anterior

toca un tema interesante que menciona Berman en su artículo sobre la supervisión

relacional. Dado que estamos hablando de un modelo intersubjetivo, la supervisión roza

aspectos personales de los tres involucrados, la que supervisa, la que es supervisada y

la paciente. Muchas veces se cruzan las identificaciones y toma tiempo entender qué le

pertenece a quién. En la supervisión clásica, cuando se llega a un impasse entre el

paciente y su terapeuta, muchas veces el supervisor puede decir, como me dijeron a mí

en más de una ocasión, “tendrías que ver eso en tu análisis”. En el modelo relacional no

existe una división rígida entre lo tuyo, lo mío y lo del tercero que estamos analizando,

pero es precisamente por este límite menos claro que tenemos que ser muy cuidadosos

cuando entramos a explorar terrenos menos conocidos. Un aspecto importante que me

ayudó a discernir la línea divisoria entre la supervisión y el análisis personal fue el hecho

que cualquier comunicación de la vida personal de la supervisada, así como cualquier

indagación por parte mía estaba centrada en lo que sucedía con el paciente, es decir el

material que traía la colega. Con respecto a develaciones propias, me sentía con la

libertad de comentar lo que parecía atingente, en especial si se relacionaba con un

impasse entre la terapeuta y yo, o una dificultad mía en escuchar el diálogo con el

paciente por razones personales. Además, en esta experiencia de supervisión me

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ayudaba que éramos tres colegas en mi consulta pensando en la paciente que

presentaba una de ellas. Muchas veces el insight de una de ellas aclaraba no sólo el

impasse entre la terapeuta y su paciente sino que también abría la comprensión de cómo

podría estar involucrada yo misma, me permitía tomar cierta distancia a la manera de

tercer analítico y observar(nos) en la situación clínica. En ese sentido existió una

colaboración continua entre las tres en los dos grupos. No sólo había dejado de ser la

única portadora del conocimiento sino que entre las tres creábamos los posibles

significados relacionados al material presentado.

LA EXPERIENCIA DE SER SUPERVISADA

A continuación pretendemos resumir la experiencia de dos parejas de psicólogas

en supervisión; cuatro historias que confluyen en un momento, con sus diferencias y

puntos de encuentro.

Se trata de cuatro psicólogas, formadas en la misma universidad con 10 a 15 años

de experiencia clínica al momento de iniciar la supervisión. Pese a nuestra diferencias,

reconocemos un pasado común; una formación en psicoanálisis clásico, fuertemente

influida por la corriente kleiniana y de relaciones objetales. Esta tendencia caracterizó

nuestros psicoanálisis personales, nuestra forma de trabajar durante años y nuestras

experiencias anteriores de supervisión. Reconocemos además que en nuestra historia,

sobre todo en los comienzos de nuestra carrera profesional, compartíamos una

necesidad de encontrar respuestas precisas a nuestras inquietudes y una búsqueda

constante de teorías y personas que calmaran nuestras angustias frente a la

incertidumbre de la práctica clínica.

Inicialmente, las supervisiones que tuvimos se caracterizaron por una relación de

asimetría, en la que el o la supervisor(a) se encontraba en el lugar del sujeto supuesto

saber. Buscábamos una verdad que suponíamos alguien poseía y que nos haría a

nosotras también poseedoras de las respuestas que necesitábamos. Así, las

supervisiones se constituían en situaciones con una doble cara. Por un lado, sentíamos

una fuerte admiración hacia los supervisores y teníamos la ilusión de alcanzar algún día

ese grado de “certeza” y “verdad” que en ellos proyectábamos y que probablemente ellos

también fomentaban. Buscábamos la “interpretación correcta”, el “timing preciso”, la

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“intervención exacta” para calmar nuestras angustias. Pero junto con lo anterior,

persistía una sensación de inseguridad que no disminuía con el paso del tiempo

manteniéndose una visión de nosotras mismas como incapaces e insuficientes. No se

trataba de esa incertidumbre semejante a la que Bion describe cuando habla de la

capacidad para tolerar el "no saber", sino más bien un sentimiento de insuficiencia

crónica (“nunca sabré tanto como sabe esta persona”). Frecuentemente habitaban en

nosotras pensamientos alusivos a que otros lo harían mejor con nuestros pacientes y de

no estar haciéndolo “suficientemente bien”.

En ese tiempo las supervisiones se convertían también en una fuente de

evaluación. Aún cuando éstas no se realizaban en el marco de programas de formación,

experimentábamos ansiedad pensando sobre la evaluación que estaría haciendo de

nosotras nuestro(a) supervisor(a). El deseo de ser aprobadas por estas figuras

idealizadas y el temor a dar una mala impresión, frecuentemente nos impulsaba a llevar

material clínico a la supervisión que considerábamos digno de una buena evaluación, y

no lo que más nos aquejaba de nuestra práctica. Podíamos en ocasiones, inclusive omitir

intervenciones que nos parecían “poco analíticas”. Buscábamos valoración, respuestas,

qué hacer y qué decir. A veces salíamos de la supervisión con la satisfacción de

llevarnos un nuevo conocimiento, pero con el temor de no ser capaz de recordarlo o

transmitirlo posteriormente. “¿Podré recordar y repetir esa interpretación “exacta”,

“perfecta” con mi paciente en la próxima sesión?”

El estilo de supervisión permeaba nuestra forma de hacer terapia. Con nuestros

pacientes tendíamos a ponernos el traje de terapeutas, tratando de adoptar la identidad

prestada por el supervisor. También convivíamos muchas veces con la ansiedad de

estar haciendo “cosas prohibidas”. Lidiábamos con las reglas fundamentales del

psicoanálisis como la interpretación de la transferencia, la neutralidad y la abstinencia,

buscando cumplir con un método que nos prometía el conocimiento y aseguraba el

éxito terapéutico.

Creemos que lo positivo de las experiencias de supervisión descritas fue aprender

un modelo sentido como consistente y sólido. Esto junto con tener la confianza en

alguien que sabía y que nos podía orientar resultó ser un alivio para las incertidumbres

propias de nuestra inexperiencia. Algo similar repetíamos con nuestros pacientes; nos

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ubicábamos frente a ellos en el lugar del saber, del poseedor de la interpretación correcta

de sus padecimientos. A su vez nuestros pacientes experimentaban ambivalencias

similares a las nuestras: el alivio y confianza por tener a una terapeuta que “sí sabía",

pero la angustia de no tener acceso a ese tesoro del saber como algo propio. Era

habitual escuchar a nuestros pacientes quejarse que no le dábamos respuestas, que

éramos frías y poco humanas.

Esta forma de relacionarnos con nuestros supervisores, con nuestros pacientes y

con nosotras mismas entró en crisis emergiendo paulatinamente un deseo de cambio.

Paralelamente, en nuestras vidas tuvimos diversas experiencias que nos confrontaron

con la omnipotencia. Se nos fueron moviendo las certezas en distintos planos de

nuestras vidas, enfrentándonos inevitablemente con la incertidumbre y las limitaciones de

nuestras convicciones.

En este punto es cuando nuestras historias confluyen y llegamos a una

supervisión que se definía como “intersubjetiva”. Con una idea general sobre lo que esto

podía implicar, todas buscábamos algo diferente, una posibilidad de darle sustento a

nuestras intuiciones.

Creemos ahora que probablemente estábamos en crisis con nuestra identidad

terapéutica. Y como toda crisis, debimos enfrentar el dolor y angustia de la pérdida junto

con la ilusión del cambio. Comenzamos a sentirnos cada vez más contentas y

entusiastas con la nueva forma de ver las cosas. Nos encontramos con un espacio

abierto, que validaba nuestras experiencias, conocimientos e intuiciones. La supervisora

se nos aparecía como una persona con disposición a escuchar y construir junto a

nosotras una nueva visión sobre la experiencia con los pacientes. Es evidente que en

este período funcionábamos con una dosis de idealización hacia ella y el modelo que

aprendíamos. Sin embargo gradualmente, se fue instalando una nueva forma de

entender el proceso de supervisión y el de terapia; fue desapareciendo la figura del

poseedor de la verdad omnisciente y emergiendo un otro disponible para la co-creación.

Comenzamos a vivir en la supervisión, la noción de intersubjetividad.

La experiencia nos hizo sentir más libres y creativas pero también nos enfrentó

con nuevas angustias. Si la supervisora no tiene la respuesta, ¿quién la tiene?. Si la

supervisora no era la poseedora del conocimiento, entonces no había más opción que

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asumirse como la principal conocedora y responsable de los propios pacientes. En más

de alguna ocasión sentimos la frustración de que no se nos dijera qué hacer o qué decir

a nuestro paciente. Estábamos teniendo una experiencia de supervisión que

cuestionaba nuestros antiguos paradigmas de relación en supervisión y en terapia.

Inevitablemente, los cambios se fueron expresando en la forma de trabajar con

nuestros pacientes. Sentimos confusión, dudas, ansiedad. Nos preguntábamos si no

estábamos tal vez “relajándonos demasiado”, si no estábamos “dejando de hacer

terapia”, si no estaríamos nadando en aguas sin rumbo, dudas que posiblemente se

relacionaban con el proceso de cambio de un modelo clásico a uno relacional. Todo

crecimiento conlleva también un duelo por lo que se deja atrás. Nos ha costado y nos ha

dolido irnos desprendiendo de antiguas convicciones e identidades a las que nos

aferrábamos con fuerza, trabajo y cariño. Hemos descubierto también, que crecer

personal y profesionalmente no significa terminar con todo lo anterior, sino construir

sobre la base de lo existente.

Le hemos dado un significado distinto a la supervisión; la supervisión como un

espacio donde el conocimiento surge del encuentro entre nosotras las supervisadas y

nuestra supervisora, como una mirada plausible, co-creada, y no una verdad absoluta.

Donde este saber creativo se traduce después en la terapia con nuestro paciente, desde

el mismo lugar, en una plataforma de confianza que permite que emerja un saber

también co-creado, y del cual nuestro paciente se puede adueñar y gradualmente sentir

que emerge su propia verdad.

Preparando este trabajo, nos hemos dado cuenta de que estos años de

supervisión, fueron años de transición. Pasamos de un enfoque psicoanalítico a otro;

cambiamos nuestra forma de relacionarnos con nuestros pacientes y con nosotras

mismas. Como todo cambio, ha sido doloroso, angustiante, liberador y por supuesto

esperanzador.

Nos sacamos el traje y nos expusimos con nuestra propia vestimenta.

"TERCERA PARTE: IMPASSE EN LA SUPERVISION.

La Versión de Pía

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Cuando Susan me pidió que pensara y escribiera sobre mi experiencia en

supervisión se me vino espontáneamente a la mente el titulo de una canción de R.E.M.

que se escuchaba mucho por la radio cuando estaba en el colegio, “Losing my Religion”.

Le siguieron varias asociaciones relacionadas a esa época. La canción se la dedicaban

amistosamente a una compañera que era nueva en nuestro colegio. Venía de un colegio

tradicional chileno, siempre había sido una muy bien portada y buena alumna pero un

tanto apagada. Alentada por sus nuevos compañeros empezó a participar de las

actividades extracurriculares, fiestas y salidas nocturnas y empezaba a disfrutar de una

espontaneidad y vitalidad no vista en ella previamente. Sin embargo el recuerdo de esta

compañera que florecía contrastaba en mi mente con las imágenes del video de la

canción que en ese tiempo era tan popular y que le dedicaban. Eran imágenes de

ángeles caídos, dantescas, perturbadoras y angustiantes.

Mi experiencia en supervisión tuvo estos dos aspectos. Por un lado el

descubrimiento de una mirada clínica que creo me ha permitido ser una mejor terapeuta

y disfrutar más de mi trabajo y otro lado más complicado y conflictuado en dónde tuve

que luchar con creencias que había previamente adoptado como verdades y sobre las

cuales me había construido hasta ese momento como terapeuta.

Llegué a esta supervisión buscando una mirada distinta. Mi formación había

sido desde una orientación clásica y tradicional. Había aprendido mucho y sin duda había

tenido buenos profesores. Sin embargo mi experiencia trabajando con mis pacientes me

impulsaban a buscar algo más, algo diferente. Quería poder ayudar a esos pacientes que

no calzaban y no se beneficiaban de una técnica tradicional. Empecé a leer y a

interesarme por el psicoanálisis relacional y cuando se presentó la posibilidad de

supervisarme con Susan no dude en tomarla.

Resulto ser que, a pesar de mi interés y entusiasmo por conocer esta otra

manera de mirar la psicoterapia y de entender el psicoanálisis, en determinados

momentos el proceso de supervisión no resultó ser tan fácil como me había imaginado.

Ya me había cuestionado principios técnicos como el de la neutralidad, la primacía e

importancia de las interpretaciones profundas, la interpretación y comprensión de la

transferencia como fenómenos que emergen desde el paciente sin intervención por parte

del terapeuta/analista y la postura del terapeuta omnisciente que sabe lo que le pasa al

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paciente. Pero cuestionarlos era una cosa, cambiar, otra. Me atormentaban ciertas

preguntas y dudas. ¿Si no interpreto, estaré realmente haciendo un trabajo terapéutico

valioso? ¿Si no interpreto será que en realidad estoy contra actuando y no

verdaderamente pensando? ¿Estoy conteniendo realmente a mi paciente y sus

angustias? ¿Estoy perdiendo la neutralidad, poniendo demasiado de mi subjetividad en

juego? ¿Estoy siendo intrusiva? Yo sabía bien a esas alturas que no hay intervención

neutra, que una interpretación puede ser una contra actuación, poco contenedora e

intrusiva, pero de igual modo me atormentaba la posibilidad de estar haciendo algo que

pudiera resultar dañino, simplemente porque alguna vez había escuchado que ciertas

cosas no se debían hacer. Había cuestionado estos principios técnicos, pero atreverme a

relacionarme con mis pacientes de un modo distinto, abandonando ese lugar protegido

del terapeuta que “sabe” y que tiene la interpretación correcta no era fácil. Me estaba

desatando de las restricciones de una técnica que me parecía limitante para transitar a

un modelo cuyo abordaje clínico me resultaba liberador pero incierto. Más bien me sentía

suelta y perdida. En ese momento la "devoción al método" me parecía tanto más segura

en comparación a un abordaje de los procesos psicoterapéuticos "co-construido". Me

encontraba anhelando "la interpretación correcta". ¿No estaba uno ahí como terapeuta

para descifrar los contenidos ocultos interpretativamente? ¿Las fantasías inconscientes?

¿La transferencia? ¿No era ese mi trabajo? Me acordaba de advertencias que escuche

cuando me iniciaba como terapeuta relacionadas con la inconveniencia de hacerle

preguntas a los pacientes ya que ellos acudían a nosotros precisamente porque no

sabían lo que les pasa y esperaban que nosotros les diéramos la comprensión requerida

a través de interpretaciones, no hacerlo era exigirle demasiado. Renunciar al ideal de la

interpretación correcta me hacía sentir negligente e incompetente. Y temía las penas del

infierno.

Es así como esta supervisión me llenaba de entusiasmo y también de preguntas y

dudas. Durante una primera etapa no sabía si era apropiado plantearlas abiertamente.

¿Correspondía? ¿Se podía? ¿Sería muy interferente para la relación? En mi decisión de

supervisar con Susan influyó el hecho de que ella fuera norteamericana. Tenía la fantasía

relativamente consciente de reencontrar en ella una cultura "gringa", democrática,

respetuosa de las diferencias y que valora el pensamiento autónomo. Sin embargo, y a

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pesar de que yo había estudiado en colegios norteamericanos, indudablemente soy

chilena y esto conlleva una relación particular con la autoridad. La autoridad se respeta,

se acata y se teme. ¿Cómo recibiría Susan mis dudas y cuestionamientos? Supervisar

con Susan me parecía una oportunidad prometedora y quería cuidar el espacio. Sabía

que en ese período ella pasaba por un duelo familiar y opté en ese momento por no

exponer mis dudas abiertamente. Pero como todos sabemos, lo callado y disociado

generalmente es enactuado. Susan dice que mis caras me delataban.

"La Versión de Susan.

Como menciona en Losing my Religion, Pía tenía la ilusión del cambio, pero este

deseo estaba mezclado con temores que se expresaban por vías no verbales como el

silencio o la mirada y que a su vez me producían sensaciones incómodas. El proceso

que describiré a continuación tiene que ver con las dificultades que experimentamos

ambas durante el primer año de supervisión para facilitar por un lado que Pía

construyera un modelo propio para trabajar con sus pacientes y que yo me sintiera

cómoda en mi función como su supervisora.

Pía había vivido en USA y asistido al mismo colegio internacional de mis hijos,

hablaba inglés fluidamente. Todo esto ayudó a que sintiera hacía ella inmediata cercanía,

cómo si viniéramos de lugares similares. Sin embargo junto con éste “parentesco” me

encontré con otro lado de Pía, uno más reservado y en ese momento asustado.

Teniendo en el cuerpo dos modelos docentes, el norteamericano y el chileno Pía

había navegado durante mucho tiempo en dos aguas, lidiando con los conflictos que

esta dualidad le generaba. Este elemento dual (y disociado) se puso en acción durante el

primer año de la supervisión. Ella me había buscado en parte queriendo reencontrarse

con su modelo inicial de aprendizaje. Sin embargo tenía internalizado el modo más

clásico de psicoterapia y aunque tenía críticas hacia dicho modelo éste le era familiar y

le daba seguridad. El proceso de aprender a escuchar a sus pacientes desde otros

ángulos y atreverse a interactuar con ellos con más libertad fue lento, teniendo que

moderar su superyó analítico para paulatinamente liberarse del “coro griego” que

funcionaba como advertencia frente al cambio. A la vez, después de un año de

supervisión ingresó a un grupo de estudio que yo coordinaba lo que le ayudó a sumar

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una teoría a lo que analizábamos en las supervisiones. Ahí sí me podía cuestionar

abiertamente ya que nos manejábamos en el terreno de los conceptos y el desacuerdo

podía sentirse menos personal y por lo tanto menos amenazante para nuestra relación.

Se iba cerrando la brecha de la disociación. He mencionado el lenguaje no verbal de

Pía. En ocasiones pensaba que no estaba de acuerdo conmigo, lo cual era cierto, en

otras que le incomodaba lo que yo expresaba. Esto era sólo parcialmente así, ya que

lo que yo no captaba con suficiente claridad era la angustia que le generaba comparar y

enfrentar los dos modelos. Lo que yo interpretaba como crítica negativa hacia mi función,

para Pía era más bien un temor de expresar abiertamente sus dudas, asustada que lo

que ella criticaba fuera recibido como algo agresivo o dañino por mí. Su temor central

era que no sobreviviéramos. Por mi parte, aún cuando en ocasiones le preguntaba si no

estaba de acuerdo con lo que le sugería, o si el impasse que describía con su paciente

tendría que ver con algo personal, intuitivamente percibía que era mejor no insistir ni

explicitar mi desazón e incomodidad, conteniéndola hasta un momento más oportuno.

Pía me ha dicho ahora que en ese tiempo sentía que le pedía que se sacara

las alitas y nadara sola en aguas desconocidas. Como ella expresó en algún momento,

quería nadar pero sólo tenía una mano libre ya que la otra todavía estaba aferrada a la

orilla. Experimentaba un conflicto de lealtades personales y modelos teóricos ya que en

su grupo de referencia aún existía cierta desconfianza hacia el modelo Relacional.

Deseaba que yo me hiciera cargo de la crítica y la ayudara a responderles. Creo que

capté implícitamente esta demanda ya que más que con otros supervisados tuve deseos

de convencer a Pía que se abriera a pensar y explorar otros caminos de interacción y

diálogo con sus pacientes.

Por otro lado me sentía evaluada y no muy bien evaluada. Creo que este

elemento siempre está presente en una supervisión y es mutua. Pero además los

silencios de Pía me llevaban a una experiencia personal poco confortable relacionada

con los silencios que había vivido en mi propio análisis. Es interesante como durante

este período se entrecruzaban las historias de las dos produciendo un impasse. Tal como

había aprendido, Pía se quedaba callada para no dañar o ser atacada y yo recibía el

silencio con un signo de interrogación desconcertante que me recordaba momentos poco

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gratos y persecutorios de mi análisis. Ambas detenidas en el pasado sin poder todavía

movernos fluidamente hacia el presente.

Debimos hablarlo en ese primer año? Muchas veces lo pensé, optando

finalmente por esperar hasta otra oportunidad. Me sentía insegura. En cierto sentido Pía

tenía razón ya que no estaba lista para que se criticara mi función. Ideas sí pero no mi

desempeño. También intuía que probablemente Pía no estaba preparada todavía para un

disclosure. Caminábamos por sendas paralelas con supuestos parcialmente

equivocados lo cual provocaba en el proceso de supervisión un impasse.

Paulatinamente, estableciendo la rutina semanal, encontrando una manera mejor de

comunicarnos empezamos a crear puentes entre teorías. La apertura que le brindó el

grupo de estudio también fue una ayuda adicional. Como resultado Pía tuvo suficiente

libertad para combinar los modelos dándose cuenta que no era necesario desechar uno

por otro. Usó finalmente la supervisión y el trabajo en grupo para elaborar sus dudas.

En ese tiempo cada una eligió no explicitar lo que transcurría entre las dos. Fue

interesante y reparador para ambas cuando al elaborar este trabajo discutimos en

profundidad lo que había transcurrido y estoy segura que no habría sido posible llegar a

ese nivel de apertura durante el primer año de supervisión. El timing y el holding, como

siempre, fueron fundamentales ya que para poder hablar abiertamente lo que nos

producía angustia era necesario ir construyendo la confianza y seguridad que da el

conocimiento mutuo.

"ALGUNAS REFLEXIONES

Si en la narración se ha puesto énfasis en el elemento persecutorio de la

supervisión clásica y se ha subrayado una sensación de mayor libertad en la relacional

es probable que esto sea así por ciertos elementos que creemos importante destacar. El

primero es la edad de las supervisadas cuando iniciaron su formación clínica. Como

ellas mismas mencionan en ese momento temprano de la formación profesional hay una

tendencia natural a querer respuestas y certezas. Sin duda que el modelo neo kleiniano

ofrece un marco teórico sólido donde se puede tener la ilusión de estar en el camino de

la verdad. Tanto es así, que durante la elaboración de este trabajo discutimos si el

modelo relacional era adecuado para profesionales que se iniciaban en el área clínica

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(discusión que aún no termina). Por otro lado no podemos olvidar que, a diferencia de

otros países como USA, en Chile, durante la década del 90 y a principios del siglo XXI, el

psicoanálisis en general y el modelo neo-kleiniano en particular, pasaba por un momento

de auge. No es de extrañar que los profesionales de la salud mental vinculados al

psicoanálisis idealizaran a sus supervisores con la concomitante ambivalencia que

produce la idealización: los amores y expectativas de la mano de las descalificaciones y

desilusiones, además de la cualidad persecutoria que generalmente acompaña este

vaivén. También tendríamos que tomar en cuenta la personalidad de las supervisadas y

de los supervisores en ese momento. Como sabemos no da lo mismo la persona del

terapeuta ni tampoco la del supervisor. Ellos, los y las supervisores(as), probablemente

trabajaban bajo supuestos que les eran afines con un estilo de enseñanza y aprendizaje

heredado en donde la asimetría es más vertical y por tanto la autoridad del experto más

venerada.

Cuando las colegas iniciaron la supervisión intersubjetiva se encontraban en un

momento particular de sus vidas personales y profesionales. Tenían mayor madurez

clínica y también cuestionamientos producto de su experiencia. Esto coincidió con que

en el país ocurrían transformaciones en todos los estamentos de la sociedad, incluyendo

la Asociación Psicoanalítica Chilena. La atracción que ejerció el modelo relacional para

muchos tuvo que ver con la apertura que ofrecía para cuestionar dogmas establecidos.

No se trata de escoger un modelo por sobre otro. El ser humano es

suficientemente complejo para permitir la combinación y el uso de diferentes teorías

según las necesidades del paciente. Sin embargo, si tuviésemos que destacar un

elemento central dentro del universo de conceptos teórico-clínicos del modelo relacional

este sería la co-construcción.

Desde los inicios del psicoanálisis se ha planteado el dilema de cómo transmitir el

conocimiento adquirido sin imponer el propio estilo y sin adormecer la creatividad del

estudiante de psicoanálisis. Es indudable que la idealización juega un papel importante

durante la formación y que ésta puede ir cambiando de nombre o de teoría durante la

vida profesional. El modelo Relacional no está exento de dicho problema. Pensamos,

sin embargo, que cuando el “experto” no se asume como el poseedor de la verdad puede

abordar el encuentro con una actitud más humilde. Esta postura no niega sus

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conocimientos, su experiencia ni su función didáctica. Sin embargo, al dejar abierta la

puerta a expresar su propia subjetividad y estar dispuesto a usarla explícitamente en

función de la tarea, creemos que eventualmente se logra traspasar la idealización y la

imposición de conocimientos. En su lugar se produce un diálogo fértil co-creado, basado

en la experiencia que incluye los dos aspectos de la disciplina psicoanalítica, la teoría y

la práctica.

Por tanto, desde nuestro punto de vista la posibilidad de encontrar significados en

conjunto es un factor que implica una diferencia significativa en el aprendizaje, la

supervisión así como la práctica de la psicoterapia y el psicoanálisis. Es evidente que

produce angustia e incertidumbre ya que las certezas son reemplazadas por

posibilidades a ser exploradas. Sin embargo, junto con esto al construir significado en

conjunto se tiende a facilitar el descubrimiento del estilo personal y la propia agencia con

los pacientes. Fortalece la posibilidad de usar las intuiciones e ideas que aparecen en el

encuentro clínico, aquellas que vienen de una fuente compartida que se va creando en

lo que Winnicott llamó el espacio potencial.

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