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antonioruiz612
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relato
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1. Mi familia
Como si poseyera una sabiduría ancestral conocedora de la brevedad del
tiempo nada más despertar y entrever que la claridad se había apoderado de la
habitación con un corto pero preciso pataleo me deshice de la sábana, salté de
la cama y corrí atravesando el pasillo hasta llegar a la cocina donde ya mi madre
trajinaba.
-¿Adónde vas?
No contesté. Reanudé mi carrera y llegué al recibidor ahora rebosante de
maletas amontonadas y una caja de cartón que mi padre se afanaba en atar. La
punta de la lengua asomando por la comisura izquierda era un inequívoco indicio
de que se encontraba en apuros. Me restregué los párpados con el dorso de la
mano tanto para acabar de despertar como para asegurarme de que lo que veía
era real.
-Ven, te voy a enseñar como se hace un paquete- dijo al verme-. Pon el dedo
aquí en el nudo. Más fuerte, que no se escape, más fuerte hombre. Así.
Agachado ante mí con retorcida postura de contorsionista intentaba domar la
caja girándola como si fuese un gran cubo de Rubik mientras se enredaba cada
vez un poco más con un trozo de cuerda, posiblemente demasiado largo. Ajeno
a estas intrincadas maniobras yo resistía a duras penas la tentación de soltar mi
dedo índice del nudo y poder dibujar con él un círculo alrededor de su calva
coronilla que con el ajetreo había quedado al descubierto. No lo hice al recordar
que la última vez me había reprendido con un manotazo.
De improviso y sin mirar atrás me alejé corriendo de esta incómoda situación.
- ¡Dick! ¡Ven! Así no aprenderás nunca ¿Adónde vas?
Iba a asomarme a la ventana del salón en un impulso que pudiera parecer a
simple vista innecesario.
Ahora sabéis más cosas de mí. Una que me llamo Dick, bueno, no es mi nombre
real. Al nacer me empezó a llamar así mi hermana creo que por algún actor o
cantante, o tal vez porque ella aún no hablaba muy bien, algo que ahora me
cuesta imaginar. La verdad es que no lo sé y nunca se lo he preguntado. Otra,
que en aquel tiempo yo siempre corría. Corría de un lado para otro, muchas
veces sin ir a ningún sitio, únicamente impulsado por el placer de correr. Al parar
me quedaba en silencio, observando. Si alguien me hablaba corría en sentido
contrario hasta desaparecer de la habitación. Las hormonas, supongo. Cuando
mi madre quería explicarme algo importante para asegurarse de que lo había
entendido correctamente me sujetaba por el brazo tirando repetidas veces hacia
abajo con ca-da sí-la-ba has-ta que yo a-sen-tí-a. Una vez liberado volvía a
correr.
También habréis advertido que hablaba poco. Muy poco. El motivo principal era
que normalmente no tenía nada que decir. Y cuando lo decía siempre pensaba
que no me entendían. No es que tuviera nada en contra del poder de la palabra,
ni antes ni ahora, pues es bien cierto que sí recuerdo la admiración, en su
frontera difusa con la envidia, que sentía por los interminables circunloquios que
usaba mi hermana para contar cualquier asunto por insignificante que pudiera
parecer, dando vueltas y vueltas metafóricas hasta conseguir que fuese más
interesante el relato que lo relatado. Incluso cambiaba la voz según que
personaje interviniera en la narración. Esto sí que me gustaba, alguna vez llegué
a aplaudir. Cuando así lo hacía se podía llegar a saber si alguien le caía bien,
voz dulce y tranquila, o mal, chillona y excitada. Como ejemplo, al sentarnos a
cenar mi madre solía preguntarle qué tal el día en el Instituto. Ella, después de
acumular una buena cantidad de aire como el odre de una gaita, no paraba de
hablar desplegando su variado registro de voces, desgranando lo sucedido con
minucioso detalle, aderezando cada escena con impactantes diálogos y
expectantes silencios, incluyendo, además de un completo análisis de la
situación, colores de los vestidos, ultimas tendencias de moda y surtidos
rumores de noviazgo de sus amigas. Y hablaba y hablaba hasta que terminaba
el postre ya que además tenía la habilidad necesaria para concluir su relato a la
vez que daba el último bocado.
-¡Hala! ¿Cómo lo has hecho?- preguntaba asombrado.
Ella, limpiando delicadamente sus labios con un pico de la servilleta, cabeza
erguida, espalda recta, meñiques extendidos, me lo explicaba atizándome por
debajo de la mesa una patada en la espinilla. Al final mi padre, quien había
estado todo el tiempo moviendo la cabeza con ritmo cadencioso y haciendo que
le interesaba lo que escuchaba, eso sí, sin perder de vista el plato ni dejar de
comer, me preguntaba:
- ¿Y tú que tal?
- Pues bien- le resumía yo encogiéndome de hombros.
Esta es mi familia. Bueno, me falta hablar del bebé pero es que todavía no
hacía nada, solo estaba allí, todo el día durmiendo.