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antonioruiz612
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relato
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2. El equipaje
Asomado a la ventana del salón con la nariz pegada al cristal y un círculo
de vaho a la altura de la boca observaba mi calle. Sí, era una calle fea, oscura y
gris, no lo voy a discutir, con aceras estrechas, pavimentadas con piedras
blancas e irregulares por las que apenas se podía correr, sobre todo cuando
estaban mojadas, pero era mi calle y a mí me gustaba. Mientras contemplaba el
exterior en un intento de defenestrar el aburrimiento cualquiera hubiera podido
pensar que estaba escudriñando la lejana línea del horizonte, o un misterioso
bosque donde se ocultaban extrañas criaturas nunca antes vistas, tal vez la
pequeña luz de un balandro en su batalla contra las olas de un mar proceloso y
embravecido en un desesperado intento de regreso al socaire del puerto, pero
no, la verdad es que lo único que podía ver desde allí era el cierre metálico,
sucio y oxidado, ennegrecido tanto por el paso del tiempo como por su habitual
sombra, de la hace ya muchos años abandonada carbonería. A pesar de no
recordar haberla visto abierta nunca aún me tiznaba la espalda de hollín cuando
me refugiaba en el poyete de su puerta para observar como las pompas surgían
tan de repente como luego explotaban en el interior de los charcos. Y ahora
pienso que quizá Despacho de cisco y carbón fuesen las primeras palabras que
comencé a deletrear mirando con mi madre a través de la ventana en el hastío
de aquellos lluviosos días de color ceniza. Podría afirmar que sentir el frío del
cristal en la frente era uno de mis pasatiempos habituales en aquellas
monótonas tardes. Pero este día no, al comenzar a dibujar un diminuto triángulo
de luz en la cornisa del último piso del edificio de enfrente, el sol prometía color.
Diminuto de momento, pues poco a poco iría creciendo, resbalando engulliría
insaciable en su luz a toda la fachada, la acera, la calle y por un instante entraría
en mi casa donde yo acostumbraba a esperar su calor con los ojos cerrados.
Según el tamaño de ese triángulo escaleno había aprendido a adivinar la hora
yendo y viniendo velozmente una y otra vez desde la ventana al reloj redondo de
la cocina. De cuando en cuando, solo las pocas veces que la casa permanecía
en silencio, el reloj redondo de la cocina dejaba oír su tictac, que en realidad era
más un clap, clap, y cuando yo era mucho más pequeño, aún no había nacido el
bebé, pensaba que estaba roto y que por allí como una gotera se escapaban los
segundos y un día puse debajo un barreño vacío para recogerlos pero mi
hermana se tropezó, ¿aún no había contado que mi hermana siempre se caía y
le picaban todos los bichos? Lo peor del castigo fue que lo tuve que quitar. De
momento mi reloj de triángulo solar solo me funcionaba en verano y por eso
sabía que aquella mañana era muy temprano.
- Ya está. Es mucho mejor llevarlo así, sin atar. Así. Esta cuerda no sirve para
atar. Yo lo llevaré, mamá - rezongaba en voz alta para que le oyera mi madre.
Tengo que advertir que mi padre llamaba mamá a mi madre, excepto si estaba
delante su verdadera madre, por supuesto. A mí me sonaba raro, un poco
repelente.
Madrugón, equipaje, nervios, claro, pensé, están todos levantados tan temprano
porque nos vamos de vacaciones. Corrí a mi habitación donde mi madre había
dejado perfectamente doblada la ropa de viaje, la nueva, mucho más incómoda
que la de salir a jugar a la calle pero que a ella, como no se la tenía que poner,
le gustaba más. En venganza cruel apareció en mi cabeza vestida con pantalón
de tergal planchado con raya y niqui de cuadritos azules. Con esta visión me
vestí de mala gana pero con media sonrisa. Recuperé del pantalón del día
anterior mi lupa y mi pequeña navaja para guardarlas en los bolsillos del nuevo.
Esto era todo mi equipaje.
Con la lupa me gustaba hacer fuego en papeles y hojas secas concentrando los
rayos de sol en un punto minúsculo y aguantando el pulso hasta que empezaba
a salir humo. Si se lo hacías a una persona en el brazo también se quemaba
pero no salía tanto humo. Además solía mirar con ella a los insectos y cualquier
cosa pequeña. Siempre me gustaron los bichos, incluso sentía cierta empatía
con ellos. No podía evitar el impulso de seguir cada autopista de hormigas hasta
averiguar de dónde venían y adónde iban o rescatar a las avispas ahogadas
para resucitarlas enterrándolas en arena. Era incapaz de entender cómo las
demás personas podían salir a la calle sin lupa. Debería de ser obligatorio llevar
siempre una para ver todo eso que no se puede apreciar a simple vista.
Mi navajita tenía unas bonitas cachas nacaradas de color rojo, casi granate. La
hubiera reconocido entre mil. Me servía para afilar palitos y jugaba a clavarla en
el suelo cuando la tierra estaba mojada. Había intentado muchas veces
recordar, sin conseguirlo, quien me la había regalado hasta por fin deducir con
sabiduría infantil que siempre había estado conmigo. Era mi objeto preferido y
me gustaba abrirla y cerrarla metiendo la mano en el bolsillo. Mi madre no quería
que me metiese cosas en los bolsillos, pero llevar los bolsillos llenos de cosas es
algo común a todos los niños. Es más, pensaba en aquel momento que los
bolsillos debían de ser la genial idea de algún niño.
- Oye Papá, ¿cómo se llamará cuando lo acabes eso nuevo que te estás
inventando?- habría dicho hace muchísimo tiempo un pequeño troglodita
mientras pintaba bisontes por las paredes de la caverna, porque antes no te
regañaban por pintar bisontes en las paredes, ahora sí.
- Pantalón- contestaría el ancestral sastre.
- ¡Ah, muy interesante! ¿Y por qué no le pones colgando un saquito a cada
lado para llevar cosas?
- ¿Por fuera?
- No, hombre, no me seas neardental, por dentro. Y así podríamos llevar
chapas, canicas, piedrecitas, imanes, trozos de cuerda, amuletos, alambres,
ranas…
- ¿Ranas?
- …ranas, botones, soldaditos, terrones de azúcar, monedas, peonzas,
conchas marinas y terrestres, tornillos y tuercas, güitos, tizas o lo que sea y
nadie lo vería. Incluso al andar podríamos meter las manos dentro para
hacernos los chulitos.
- No sé yo, no sé yo…y además los tornillos y tuercas aún no los han
inventado.
Mientras fantaseaba con la invención de los bolsillos en mi casa continuaban los
preparativos del viaje. Los nervios y voces seguían in crescendo. Contribuía
hasta el bebé, normalmente tranquilo, que expresaba en esos momentos su
excitación por el viaje con un escandaloso berrinche. Me acerqué a verle a su
cochecito, encajonado entre las maletas y la caja de cartón, ya preparado junto a
la puerta. Quise aportar algo de mi parte a la situación:
- ¡Mamá, está muy rojo el bebé, parece que va a estallar!
La estación de ferrocarril no quedaba demasiado lejos. Incluso cuando el cielo
se nublaba desde mi casa se podía oír el inconfundible sonido metálico del tren
y entonces mi padre acostumbraba a sentenciar con voz premonitoria que
llovería. Unas veces llovía y otras no. Si lo hacía nos lo recordaba con sabiduría,
y varias veces, con un os lo dije pero si no caía ni una gota entonces no decía
nada y mi hermana y yo nos mirábamos con complicidad pero tampoco
decíamos nada.
Después de unos divertidos momentos de tensión y trifulca por fin salimos
caminando en fila por la irregular acera. Mi madre vibraba con el cochecito y una
maleta; mi hermana, quien por cierto se torció un tobillo por culpa de los
tacones, con su maleta y su neceser; mi padre con la maleta grande y la caja de
cartón agarrada por la cuerda que finalmente, tanto para su escarnio como para
su comodidad, había atado mi madre con primor. Yo iba el último con otra
pesada maleta. Cuando el asa me dejaba su marca, unos puntitos blancos en la
palma enrojecida, me la cambiaba de mano. Llevábamos mucho equipaje, y
pesado, porque nos íbamos casi un mes entero. Sonreí al pensar que a la vuelta
de las vacaciones por fin podría recoger los segundos caídos en el cubo que a
escondidas había colocado justo debajo del reloj redondo de la cocina.
Eché un último vistazo. El luminoso triángulo de luz en su persistente avance
había conquistado la ventana del tercer piso. Eran las ocho y media.