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2. El equipaje Asomado a la ventana del salón con la nariz pegada al cristal y un círculo de vaho a la altura de la boca observaba mi calle. Sí, era una calle fea, oscura y gris, no lo voy a discutir, con aceras estrechas, pavimentadas con piedras blancas e irregulares por las que apenas se podía correr, sobre todo cuando estaban mojadas, pero era mi calle y a mí me gustaba. Mientras contemplaba el exterior en un intento de defenestrar el aburrimiento cualquiera hubiera podido pensar que estaba escudriñando la lejana línea del horizonte, o un misterioso bosque donde se ocultaban extrañas criaturas nunca antes vistas, tal vez la pequeña luz de un balandro en su batalla contra las olas de un mar proceloso y embravecido en un desesperado intento de regreso al socaire del puerto, pero no, la verdad es que lo único que podía ver desde allí era el cierre metálico, sucio y oxidado, ennegrecido tanto por el paso del tiempo como por

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2. El equipaje

Asomado a la ventana del salón con la nariz pegada al cristal y un círculo

de vaho a la altura de la boca observaba mi calle. Sí, era una calle fea, oscura y

gris, no lo voy a discutir, con aceras estrechas, pavimentadas con piedras

blancas e irregulares por las que apenas se podía correr, sobre todo cuando

estaban mojadas, pero era mi calle y a mí me gustaba. Mientras contemplaba el

exterior en un intento de defenestrar el aburrimiento cualquiera hubiera podido

pensar que estaba escudriñando la lejana línea del horizonte, o un misterioso

bosque donde se ocultaban extrañas criaturas nunca antes vistas, tal vez la

pequeña luz de un balandro en su batalla contra las olas de un mar proceloso y

embravecido en un desesperado intento de regreso al socaire del puerto, pero

no, la verdad es que lo único que podía ver desde allí era el cierre metálico,

sucio y oxidado, ennegrecido tanto por el paso del tiempo como por su habitual

sombra, de la hace ya muchos años abandonada carbonería. A pesar de no

recordar haberla visto abierta nunca aún me tiznaba la espalda de hollín cuando

me refugiaba en el poyete de su puerta para observar como las pompas surgían

tan de repente como luego explotaban en el interior de los charcos. Y ahora

pienso que quizá Despacho de cisco y carbón fuesen las primeras palabras que

comencé a deletrear mirando con mi madre a través de la ventana en el hastío

de aquellos lluviosos días de color ceniza. Podría afirmar que sentir el frío del

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cristal en la frente era uno de mis pasatiempos habituales en aquellas

monótonas tardes. Pero este día no, al comenzar a dibujar un diminuto triángulo

de luz en la cornisa del último piso del edificio de enfrente, el sol prometía color.

Diminuto de momento, pues poco a poco iría creciendo, resbalando engulliría

insaciable en su luz a toda la fachada, la acera, la calle y por un instante entraría

en mi casa donde yo acostumbraba a esperar su calor con los ojos cerrados.

Según el tamaño de ese triángulo escaleno había aprendido a adivinar la hora

yendo y viniendo velozmente una y otra vez desde la ventana al reloj redondo de

la cocina. De cuando en cuando, solo las pocas veces que la casa permanecía

en silencio, el reloj redondo de la cocina dejaba oír su tictac, que en realidad era

más un clap, clap, y cuando yo era mucho más pequeño, aún no había nacido el

bebé, pensaba que estaba roto y que por allí como una gotera se escapaban los

segundos y un día puse debajo un barreño vacío para recogerlos pero mi

hermana se tropezó, ¿aún no había contado que mi hermana siempre se caía y

le picaban todos los bichos? Lo peor del castigo fue que lo tuve que quitar. De

momento mi reloj de triángulo solar solo me funcionaba en verano y por eso

sabía que aquella mañana era muy temprano.

- Ya está. Es mucho mejor llevarlo así, sin atar. Así. Esta cuerda no sirve para

atar. Yo lo llevaré, mamá - rezongaba en voz alta para que le oyera mi madre.

Tengo que advertir que mi padre llamaba mamá a mi madre, excepto si estaba

delante su verdadera madre, por supuesto. A mí me sonaba raro, un poco

repelente.

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Madrugón, equipaje, nervios, claro, pensé, están todos levantados tan temprano

porque nos vamos de vacaciones. Corrí a mi habitación donde mi madre había

dejado perfectamente doblada la ropa de viaje, la nueva, mucho más incómoda

que la de salir a jugar a la calle pero que a ella, como no se la tenía que poner,

le gustaba más. En venganza cruel apareció en mi cabeza vestida con pantalón

de tergal planchado con raya y niqui de cuadritos azules. Con esta visión me

vestí de mala gana pero con media sonrisa. Recuperé del pantalón del día

anterior mi lupa y mi pequeña navaja para guardarlas en los bolsillos del nuevo.

Esto era todo mi equipaje.

Con la lupa me gustaba hacer fuego en papeles y hojas secas concentrando los

rayos de sol en un punto minúsculo y aguantando el pulso hasta que empezaba

a salir humo. Si se lo hacías a una persona en el brazo también se quemaba

pero no salía tanto humo. Además solía mirar con ella a los insectos y cualquier

cosa pequeña. Siempre me gustaron los bichos, incluso sentía cierta empatía

con ellos. No podía evitar el impulso de seguir cada autopista de hormigas hasta

averiguar de dónde venían y adónde iban o rescatar a las avispas ahogadas

para resucitarlas enterrándolas en arena. Era incapaz de entender cómo las

demás personas podían salir a la calle sin lupa. Debería de ser obligatorio llevar

siempre una para ver todo eso que no se puede apreciar a simple vista.

Mi navajita tenía unas bonitas cachas nacaradas de color rojo, casi granate. La

hubiera reconocido entre mil. Me servía para afilar palitos y jugaba a clavarla en

el suelo cuando la tierra estaba mojada. Había intentado muchas veces

recordar, sin conseguirlo, quien me la había regalado hasta por fin deducir con

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sabiduría infantil que siempre había estado conmigo. Era mi objeto preferido y

me gustaba abrirla y cerrarla metiendo la mano en el bolsillo. Mi madre no quería

que me metiese cosas en los bolsillos, pero llevar los bolsillos llenos de cosas es

algo común a todos los niños. Es más, pensaba en aquel momento que los

bolsillos debían de ser la genial idea de algún niño.

- Oye Papá, ¿cómo se llamará cuando lo acabes eso nuevo que te estás

inventando?- habría dicho hace muchísimo tiempo un pequeño troglodita

mientras pintaba bisontes por las paredes de la caverna, porque antes no te

regañaban por pintar bisontes en las paredes, ahora sí.

- Pantalón- contestaría el ancestral sastre.

- ¡Ah, muy interesante! ¿Y por qué no le pones colgando un saquito a cada

lado para llevar cosas?

- ¿Por fuera?

- No, hombre, no me seas neardental, por dentro. Y así podríamos llevar

chapas, canicas, piedrecitas, imanes, trozos de cuerda, amuletos, alambres,

ranas…

- ¿Ranas?

- …ranas, botones, soldaditos, terrones de azúcar, monedas, peonzas,

conchas marinas y terrestres, tornillos y tuercas, güitos, tizas o lo que sea y

nadie lo vería. Incluso al andar podríamos meter las manos dentro para

hacernos los chulitos.

- No sé yo, no sé yo…y además los tornillos y tuercas aún no los han

inventado.

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Mientras fantaseaba con la invención de los bolsillos en mi casa continuaban los

preparativos del viaje. Los nervios y voces seguían in crescendo. Contribuía

hasta el bebé, normalmente tranquilo, que expresaba en esos momentos su

excitación por el viaje con un escandaloso berrinche. Me acerqué a verle a su

cochecito, encajonado entre las maletas y la caja de cartón, ya preparado junto a

la puerta. Quise aportar algo de mi parte a la situación:

- ¡Mamá, está muy rojo el bebé, parece que va a estallar!

La estación de ferrocarril no quedaba demasiado lejos. Incluso cuando el cielo

se nublaba desde mi casa se podía oír el inconfundible sonido metálico del tren

y entonces mi padre acostumbraba a sentenciar con voz premonitoria que

llovería. Unas veces llovía y otras no. Si lo hacía nos lo recordaba con sabiduría,

y varias veces, con un os lo dije pero si no caía ni una gota entonces no decía

nada y mi hermana y yo nos mirábamos con complicidad pero tampoco

decíamos nada.

Después de unos divertidos momentos de tensión y trifulca por fin salimos

caminando en fila por la irregular acera. Mi madre vibraba con el cochecito y una

maleta; mi hermana, quien por cierto se torció un tobillo por culpa de los

tacones, con su maleta y su neceser; mi padre con la maleta grande y la caja de

cartón agarrada por la cuerda que finalmente, tanto para su escarnio como para

su comodidad, había atado mi madre con primor. Yo iba el último con otra

pesada maleta. Cuando el asa me dejaba su marca, unos puntitos blancos en la

palma enrojecida, me la cambiaba de mano. Llevábamos mucho equipaje, y

pesado, porque nos íbamos casi un mes entero. Sonreí al pensar que a la vuelta

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de las vacaciones por fin podría recoger los segundos caídos en el cubo que a

escondidas había colocado justo debajo del reloj redondo de la cocina.

Eché un último vistazo. El luminoso triángulo de luz en su persistente avance

había conquistado la ventana del tercer piso. Eran las ocho y media.