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Caperucita se marchó del bosque robando lunares.
—Tú siempre serás mi princesa —le prometía.
En su cabeza, admitía que le gustaba soñar. Volar sin alas. Peligroso, arriesgado, lo más rompible del mundo
entero, y bastaba mirarse para que, ¡bum!, electricidad en el cuerpo y alas en la cabeza.
El lobo dice que maduró. No, yo diría que aprendió tan solo, que de aire viven otros, pero no las promesas.
Esas se esfuman como anillos de humo. Ella entendía, como entienden los niños, sin palabras, con abruptos
pensamientos sin forma concreta. Atisbaba la soledad de las palabras, la soledad rota sobre la hierba cada
vez que él atrapaba su corazón en promesas hechas de letras. Empobrecía la magia que a ella apenas le
cabía dentro.
Así que un día Caperucita. echó a correr por el bosque llevándose sus lunares y nunca más volvimos a
verla. Alguna carta garrapateada nos llegó de vez en cuando.
Aunque a fuerza de vivir hacía ya mucho que habíamos olvidado cómo se lee la magia.