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RESUMEN: El autor recuerda cómo se planteó la problemática integración de la obra literaria del exilio al escribir la Historia social de la literatura española en los inicios del post-fran- quismo, repasa las diversas aproximaciones realizadas desde entonces y establece mar- cos de comparación con otros exilios producidos en la cultura occidental durante el siglo XX. Finalmente evoca su experiencia como miembro de la segunda generación del exilio republicano y su integración en el grupo que editaba la revista Presencia. Palabras clave: Exilio republicano; Literatura española; Siglo XX; Historia de la literatura. ABSTRACT: The author remembers how the problematic integration of the literary work of the exile was raised when writing the Social History of the Spanish Literature in the begin- nings of the post-franquismo, reviews the diverse approaches realized from then on, and establishes frames for comparison with other exiles taken place in the western culture during the XX Century. Finally, he evokes his experience as a member of the second generation of the Republican exile, and his integration in the group that published the magazine Presencia. Key words: Republican Exile; Spanish Literature; XX Century; History of the Literature. El título bajo el que nos reunimos en este muy especial Seminario, «Exilio e his- toria literaria», se presta ante todo a pensar (o a seguir pensando) en cuestiones de orden teórico general acerca de lo que —a diferencia de «diáspora» o «emigración», por ejemplo— significa el concepto de exilio y a explorar las variadas relaciones que pueda haber entre escritores exilados de diversas culturas y tiempos históricos y las literaturas de sus lugares de origen. Remitiéndome a algunas de esas cuestiones gene- rales (exilio individual, político o no, a diferencia de exilio político masivo; exilio corto o largo; exilio que acaba por convertirse en emigración; etc.) algo he dicho (pero no publicado) en los últimos tres o cuatro años sobre lo que llamo “la especificidad del La literatura del exilio en su historia Carlos Blanco Aguinaga Migraciones y Exilios, 3-2002, pp. 23-42

Carlos Blanco Aguinaga Cuadernos de AEMIC 3

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Page 1: Carlos Blanco Aguinaga Cuadernos de AEMIC 3

RESUMEN:

El autor recuerda cómo se planteó la problemática integración de la obra literariadel exilio al escribir la Historia social de la literatura española en los inicios del post-fran-quismo, repasa las diversas aproximaciones realizadas desde entonces y establece mar-cos de comparación con otros exilios producidos en la cultura occidental durante elsiglo XX. Finalmente evoca su experiencia como miembro de la segunda generación delexilio republicano y su integración en el grupo que editaba la revista Presencia.

Palabras clave: Exilio republicano; Literatura española; Siglo XX; Historia de la literatura.

ABSTRACT:

The author remembers how the problematic integration of the literary work ofthe exile was raised when writing the Social History of the Spanish Literature in the begin-nings of the post-franquismo, reviews the diverse approaches realized from then on, andestablishes frames for comparison with other exiles taken place in the western cultureduring the XX Century. Finally, he evokes his experience as a member of the secondgeneration of the Republican exile, and his integration in the group that published themagazine Presencia.

Key words: Republican Exile; Spanish Literature; XX Century; History of the Literature.

El título bajo el que nos reunimos en este muy especial Seminario, «Exilio e his-toria literaria», se presta ante todo a pensar (o a seguir pensando) en cuestiones deorden teórico general acerca de lo que —a diferencia de «diáspora» o «emigración»,por ejemplo— significa el concepto de exilio y a explorar las variadas relaciones quepueda haber entre escritores exilados de diversas culturas y tiempos históricos y lasliteraturas de sus lugares de origen. Remitiéndome a algunas de esas cuestiones gene-rales (exilio individual, político o no, a diferencia de exilio político masivo; exilio cortoo largo; exilio que acaba por convertirse en emigración; etc.) algo he dicho (pero nopublicado) en los últimos tres o cuatro años sobre lo que llamo “la especificidad del

La literatura del exilio en su historia

Carlos Blanco Aguinaga

Migraciones y Exilios, 3-2002, pp. 23-42

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exilio español del 39”. Pero he resistido la tentación de ir aquí por esa vía y, en cam-bio, voy a tratar de lo que, es de sospechar, más nos preocupa en esta reunión a todos:cómo dejar “inscrita” de una vez por todas la literatura del exilio de 1939 en laHistoria de la literatura española.

Sospecho que a estas alturas, tal vez especialmente después de la reciente Historia

de la novela española (1936-2000) de Ignacio Soldevila, mis opiniones al respecto resul-tarán elementalmente perogrullescas. Más perugrollesco aún, si cabe, es un dato queme siento obligado a recordar antes de entrar en harina: y es que si, bien por cos-tumbre (y tal vez por comodidad), solemos todos hablar de “el exilio español de1939” no debemos nunca perder de vista que en aquel exilio había personas mayores,adolescentes y niños, y que debido a esa diferencia las actividades, literarias o no, deunos y otros a lo largo de los años han sido muy diferentes y significan cosas muy dis-tintas. Por lo que va a importar para lo que propongo al final de esta ponencia, mepermito, pues, recordarles una de las cosas más olvidadas de puro sabidas: que losmás de los escritores y escritoras de los que solemos ocuparnos pertenecen a tresgeneraciones distintas, la de Picasso y Ortega, con Juan Ramón a la cabeza; la de lageneración del 27 y sus benjamines, abrumadoramente mayoritaria en el exilio de1939; y la de los niños y adolescentes de aquel exilio, los más de los cuales entre losque a veces nos ocupan son coetáneos de lo que en España tiende a llamarse «gene-ración del 50». Recordado esto, paso a nuestro tema.

LOS MAYORES DEL EXILIO EN LA HISTORIA DE LA LITERATURA ESPAÑOLA

No tengo costumbre de hablar de mi mismo cuando de cuestiones «profesiona-les» se trata, pero se me disculpará si en este caso no se me ocurre mejor manera deempezar que repensando públicamente algunos problemas que, en mi opinión, pre-sentaba —y, desgraciadamente, sigue presentando— una Historia de la literatura encuya producción he participado a lo largo de tres ediciones y algo más de 20 años.

Cuando algo antes de mediados de los años 70 del siglo pasado, a instancias delincontenible y contagioso entusiasmo de Julio Rodríguez Puértolas, él, Iris Zavala yyo nos metimos en la difícil empresa de escribir una Historia social de la literatura espa-

ñola (en lengua castellana), donde por “social” queríamos decir marxista —cosa que unosy otros entendieron enseguida, muy en particular la crítica enemiga— decidimos sindificultad que, al llegar a Juan Ramón y a la generación del 27, dividiríamos su ingen-

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te obra en dos partes: lo escrito en España y lo escrito en el exilio a partir de 1939 (enalgún caso, lo escrito a partir de 1937 y 1938).

Al establecer aquella división nos guiaban, por supuesto, razones literarias: a par-tir del exilio cambiaban los temas y hasta las maneras y el lenguaje en aquellos poetasy narradores, no sólo en el caso de un Prados, un Cernuda, o un Max Aub, pongamospor caso, sino, incluso, en el caso del mismo Juan Ramón y en los casos de Salinas yGuillén. Por lo demás, claro está, era evidente que esos cambios respondían a unasituación histórica y política que había de guiarnos para proponer a los lectores espa-ñoles que su mejor literatura post-98 había sido obligada a un exilio que por enton-ces sumaba casi ya los famosos 40 años. Era y es más que obvio que la totalidad de laobra de los del 27 no se entiende sin aquella ruptura, que fue la ruptura de la vidaespañola, y al dividir aquel capítulo en —por así decirlo— un «dentro» y un «fuera»de España no inventábamos nada ya que, aunque los más de los estudios hasta enton-ces sobre —por ejemplo— la novela trataban de la novela escrita en España, habíatambién estudios «paralelos» sobre la narrativa escrita en el exilio (empezando, porejemplo, por el libro pionero del malogrado José Ramón Marra López, Narrativa espa-

ñola fuera de España, 1939-1961, Madrid: 1963). Y es que, sin duda, todos los españo-les (y no sólo los españoles) estaban conscientes de la existencia de lo que solía lla-marse “las dos Españas”. La diferencia, si acaso, estaba en que nosotros queríamospolémicamente establecer la división entre esas dos Españas como parte de unmismo capítulo de un solo libro sobre literatura española.

Ahora bien, la estructura de nuestra propia narrativa a partir de 1939 no podíaser lineal, precisamente porque mientras unos españoles escribían (o habían escrito)en el exilio, otros escribían en España. Así, al llegar ya al final de la Guerra Civil, notuvimos más remedio que abrir una sección aparte titulada «La España peregrina». Alhacer ese apartado, pretendíamos de paso confirmar, un tanto indirectamente, que —dijera lo que dijera Julián Marías en uno de sus más tontos artículos— León Felipehabía tenido razón cuando escribía aquello de que los exilados se habían llevado “lacanción”. Una “canción” que, por lo demás y según indicábamos en la introduccióna esa sección, se llevaron consigo no sólo los poetas, los narradores, los dramaturgosy los músicos mismos, sino, con ellos, los filósofos y filósofas, los historiadores y lashistoriadoras, los periodistas, los fisiólogos, los químicos, los maestros y maestras deescuela, los ingenieros, los torneros, los linotipistas, los sastres, las costureras...Contextualizando así aquel apartado, tratábamos de que no se olvidara que la litera-tura española escrita en el exilio era parte imborrable de una sociedad y una cultura

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que Franco había pretendido destruir. Nada menos que la de la España que en abrilde 1931 trajo la Segunda República y en febrero de 1936 votó al Frente Popular.

Los tres volúmenes de la primera edición se publicaron en 1979 y, para ser unasimple Historia de la literatura, tuvieron un sorprendente éxito de ventas, especial-mente el volumen tercero, en el que tratábamos de estas cuestiones.Correspondientemente, las reseñas críticas fueron feroces (y, en el caso de El País,sostenidas durante varias semanas). ¿Qué nervio habíamos tocado en los lectoresentusiastas que promovieron el libro por el “boca a boca” y en los críticos que noscondenaban de manera prácticamente unánime? Me permito seguir recordando algu-nas cosas más casi olvidadas de puro sabidas.

Ya en 1976 se había estrenado la película de Patiño Canciones para después de una

guerra, y tal vez los mayores entre los de este Seminario recuerden que a su estreno enMadrid acudieron toda clase de capitostes políticos y que todos ellos, sin excepción,aprovecharon la película para proponer que había que olvidar las cosas malas delpasado, en particular, por supuesto, la Guerra Civil. Luego, en enero del 77, fue lamatanza de Atocha, motivo de gran dolor y ocasión para que más de un centenar demiles de gentes gritaran en Madrid “Unidad, unidad” por la calle de Génova y por laCastellana el día del entierro de los laboralistas muertos. Vinieron luego la legaliza-ción del PC y las elecciones que ganaron Suárez y UCD. Ya para entonces, los socia-listas habían dejado de pedir la unidad de la izquierda, Felipe González estaba a puntode declarar que, en cuanto socialista, no le hacía falta el marxismo para nada (“No mehace puñetera falta” diría en una entrevista en Barcelona, preparando con ello la liqui-dación del marxismo en el seno del PSOE, que se llevó a cabo en el Congreso de esepartido en 1979) y, a pesar de los Pactos de la Moncloa, UGT y USO seguían enfren-tándose cotidianamente a CCOO. En lo que todos, salvo militantes del MC y otrospartidos de, digamos, extrema izquierda, parecían, sin embargo, estar de acuerdo eraen que seguía siendo necesario olvidar. Y en ese contexto aparece nuestra Historia

social de la literatura española (en lengua castellana).

Que yo recuerde, las críticas al libro fueron principalmente dirigidas a lo que losmás descarados llamaron nuestro “estalinismo” (hablábamos de “burguesía” a fina-les de la Edad Media, enorme error/horror histórico, según ellos; nos permitíamosdudar que Santa Teresa mereciese un lugar en la historia de la literatura que no se con-cedía —por ejemplo— a los artículos de Pablo Iglesias; hablábamos de ideología altratar de Lope y Calderón; y un largo etcétera). Pero no recuerdo que alguien cues-tionara que diéramos tanta importancia a la literatura de la Guerra Civil, o que divi-

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diéramos la obra de Juan Ramón y los poetas y narradores del 27 en dos partes y que,por tanto, separáramos la obra escrita en el exilio por españoles de la de la literaturaescrita en España a partir del 39. A fin de cuentas, como digo, ello ya se había hechoen estudios parciales. Pero en nuestra Historia, como estorbando en medio de todo lodemás, estaba el recuerdo de lo que había que olvidar, y quedaba claro en el libro que,con sus excepciones, desde luego, ya más allá de los del 98, desde 1925 o 1930 hasta,más o menos, mediados de los cincuenta, la única literatura española digna de talnombre era la de los exilados, algunos de los cuales, como Aleixandre o DámasoAlonso, habían vivido un exilio interior.

La cuestión nos parecía a nosotros tan importante que al preparar la segunda edi-ción (1981), en la que, por supuesto, se introducen correcciones, no vimos motivo algu-no para cambiar la estructura de aquellos capítulos: literatura española escrita en España/ literatura española escrita en el exilio. Seguía tratándose, por una parte, de recordar loque muchos querían que se olvidara; por otra, de que esa memoria calase lo suficiente-mente hondo como para ayudar a la “recuperación” de los escritores del exilio.

El triunfo electoral del PSOE en 1982 no cambió mucho el ambiente con res-pecto a la cuestión de la recuperación de la memoria. A fin de cuentas, en el 23-F del‘81 los “poderes fácticos” se habían hecho sentir directamente en el golpe de Tejeroy no se consideraba prudente hurgar en viejos conflictos y enemistades cuando se tra-taba de solidificar la “Transición” hacia la democracia. Esta actitud anti-historicista dequienes gobernaban o querían gobernar duró en forma beligerante hasta, por lomenos, 1986. Ya después la Transición parecía asegurada y no era tan necesariomachacar sobre el tema.

De ahí que en una conferencia dada en Madrid por ahí del 86, y luego repetidacon variantes en México en 1990, insistiera yo todavía en la dicotomía dentro / fueray tratara de expresar por primera vez de forma explícita lo difícil que —en mi opi-nión— resultaba aún incorporar de manera natural a los escritores del exilio a la his-toria de la literatura española. Cierto que en aquellas conferencias (de las que luegoresultó un artículo) distinguía entre poesía y narrativa, pareciéndome más fácil —porrazones que, para mí, son obvias— la «recuperación» de los poetas que la de los pro-sistas. Y no sólo por lo especial que es la tendencia de la poesía a «universalizar» lasideas y sentimientos, sino porque, a fin de cuentas, ya desde el libro fundamental deCastellet algunos poetas del exilio habían vuelto a reaparecer en España, no sólocomo poetas de calidad, sino como influyentes en el despertar poético y hasta en laevolución de los entonces jóvenes poetas de España. Creo que es un hecho que ni un

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Blas de Otero, ni un José Hierro, ni los más jóvenes Ángel González o Gil de Biedma(quien, no debe olvidarse, había escrito un libro sobre Guillén) habían sido ajenos aLorca, o a Guillén, o a Alberti, o a Aleixandre, como no eran ajenos a Machado o aCésar Vallejo, el gran peruano coetáneo de los del 27. Pero no es lo mismo influir enminorías que quedar en la Historia cotidiana de la literatura y, por tanto, pensábamosque era todavía importante insistir en la estructura dentro / fuera de nuestra versiónde la Historia de la literatura española.

Además, como digo, más difícil veía yo en aquellas conferencias la incorporaciónde los narradores del exilio ya que, aunque con posibles excepciones notables (Kafka,lo más famoso de Borges, por ejemplo), incluso los narradores posteriores al realis-mo del siglo XIX parecen necesitar alguna tierra, alguna lengua, algún tiempo y algu-nos lectores concretos en los que asentar sus ficciones. Esto vale no sólo paraThomas Mann, D.H.Lawrence, Pavese, Rulfo o Luis Martín Santos, sino para elUnamuno «nivolista», para Proust, para Joyce y para el Cortázar de Rayuela. Pero ¿quéocurre cuando los narradores modernos pierden su «tierra» y el contacto directo conlos posibles lectores de esa tierra? ¿Qué relaciones con esa «tierra» encontramos en lanarrativa de los múltiples exilios contemporáneos, obligados o voluntarios?

Al igual que en los casos de Joyce (individual exilio voluntario), Mann (parte deun exilio masivo obligado), Cortázar (exilio individual voluntario) o Unamuno (indi-vidual exilio obligado), la narrativa del exilio español del 39 (consecuencia de un obli-gado exilio político masivo) se ocupa, principalmente, de la tierra y el tiempo que losnarradores han dejado atrás. Tal vez el caso más extremo sea el de Max Aub quien,entre l943 y l968, no sólo escribe sus seis «Campos», sino Las buenas intenciones (l954)y La calle de Valverde (1961), a más de Jusep Torres Campalans (1958) y un nuevo Luis

Álvarez Petreña (1971). Pero no es Aub el único empeñado en narrar desde el exiliovidas españolas de la pre-Guerra, la Guerra y la post-Guerra. La obra de Sender per-dería no poca de su importancia si no hubiese escrito en el exilio Crónica del alba (1942;edición definitiva, 1965-1966), Moisés Millán (l953), o Réquiem por un campesino español

(1960). Otro tanto podría decirse a propósito de Los usurpadores y La cabeza del cordero

(ambos de 1949), de Francisco Ayala, o de los cuentos de Manuel Andujar, así comola fundamental y especialísima trilogía de Arturo Barea, La forja de un rebelde, novelaque aunque escrita en castellano en Inglaterra entre 1941 y 1944, vio la primera luztraducida al inglés en 1946. Según sabemos todos en esta reunión, la lista podría serlarguísima, y entre los autores que tendríamos que recordar encontrarían su sitio, porejemplo, María Teresa León, Serrano Poncela, Paulino Masip, Rosa Chacel, JoséRubia Barcia, José Blanco Amor y muchos más.

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Me bastaba ver las dificultades que teníamos los historiadores de la literaturaespañola contemporánea para situar en su Historia a los narradores que durante unostreinta años escribieron fuera de España, para creer que —como decía Cernuda de supropia obra— la literatura del exilio se encontraba en el “limbo”. Porque, traten sustextos de cosas de España o, según ocurre en algunos casos, de cosas de América1 esun hecho que, mientras los narradores del exilio producían desconectados no sólo desu tierra de origen, sino de los lectores españoles, la narrativa española iba haciendosu propia historia interna (La colmena, El Jarama, La Piqueta, Central eléctrica, Tiempo de

silencio, Volverás a Región...) sin contacto real alguno con lo que producían en AméricaMax Aub, María Teresa León, Ayala o Sender, entre otros.

Como, además, la narrativa del exilio español no está inserta en la cultura hege-mónica de Occidente (como, por ejemplo, está un Nabokov, y pueden estarlo, aun-que sea un tanto marginalmente, un Guillén, un Alberti, o, gracias a un sorprenden-te Premio Nobel, un Aleixandre), podría tal vez pensarse que, desde el punto de vistade la Historia literaria en cuanto ámbito supuestamente universal, se le pueden apli-car a esa narrativa aquellas terribles palabras que Max Aub escribió en La gallina ciega

(l971) acerca de los refugiados de la Guerra Civil española en general: “la verdad esque somos un puñado de gente sin sitio en el mundo”2. No es extraño que dijera estoun novelista y dramaturgo, porque si los poetas del 27 habían influido y empezabanya para entonces a aparecer con cierta naturalidad en la Historia de la literatura espa-ñola, los narradores ni habían influido ni aparecerían por mucho tiempo.

Sin embargo, como las obras literarias no son personas (es decir, la vida del textoliterario no acaba necesariamente en sí misma), y como sabemos de la calidad eimportancia de buena parte de la narrativa del exilio, inseparables esa calidad y esaimportancia del hecho de ser esa narrativa forma de la representación profunda de unmomento terrible y crucial de la conciencia española, así como de su encuentro direc-to, vivo y contradictorio con América, me resultaba imposible suponer que no tendría

01 Falta por estudiar el papel que en esta historia juega la literatura de temas americanos que seescribió en el exilio. Sospecho que aquí —siempre bajo la sombra de Tirano Banderas— habría que hablarde contactos personales y de influencias mutuas entre escritores refugiados y escritores de América. Ytal vez tengamos también que tomar en cuenta la influencia que pueda todavía tener en España lo escri-to sobre América por los escritores del exilio. Pero confieso que no tengo nada claro este aspecto de lacuestión.

02 Cf. ZELAYA, María Elena: Testimonios americanos de los escritores españoles transterrados de 1939,Madrid, Ediciones Cultura Hispánica: 1985, p. 33.

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su sitio, algún sitio en alguna Historia ya que, a fin de cuentas, ninguna producción huma-na puede quedar fuera de la Historia. Sólo que, para encontrar ese sitio —proponía yoentonces—, tendríamos que inventarnos otra manera de entender y de inscribir la lite-ratura del exilio español del 39 en la historia de la literatura española. Es decir: queda-ba aún por encontrar la forma de narrar la historia de esa literatura en el interior de laHistoria de una literatura de la que, en realidad, nunca había ni ha estado ausente.

Ya para el 90, más o menos, lo tenía yo claro: fundamentalmente, era ya hora deeliminar la división entre lo escrito en España y lo escrito en el exilio. Para lo cualhabría que empezar por entender realmente, en el meollo de la conciencia, en susentrañas, lo que todos hemos sabido siempre, aquello que querían que olvidáramos yque, al parecer —yo diría que inevitablemente—, se va olvidando con la nuevas gene-raciones: que en la entidad nacional conocida desde hace siglos como «España», trasuna Guerra Civil de casi tres años de duración, todo quedó a partir de l939 divididoen vencedores y vencidos. Recordar este hecho, tan sabido por todos, pero rechaza-do por quienes pretendían borrar la memoria histórica de los españoles, significaríarecordar que, durante largos años, mientras en España los vencedores no sólo hacíany deshacían, sino que hablaban y escribían públicamente, a los vencidos se les teníaprohibido el hacer y el decir. Ahora bien, como había vencidos dentro y fuera deEspaña, la «prohibición» no afectaba a todos por igual: dentro, durante muchos años,los vencidos se vieron obligados a producir una escritura clandestina y / o socio-his-tóricamente alusiva-elusiva; fuera, se escribía y se publicaba al aire libre. Pero, en últi-ma instancia, las dos maneras de escritura tenían el mismo problema: ninguna de lasdos podía llegar directamente a los lectores españoles de todos los días. No se trata,sin embargo, de escrituras iguales. La del exterior, libre pero lejana del momentoactual de la tierra en la que vio su origen, tenía como función principal reconstruir (paraque quedara en la memoria histórica) la España que había precedido al triunfo finalde los vencedores; la del interior, que en sus inicios centralmente pedía libertad, inten-taba representar el dolor y la angustia cotidianos de quienes todavía pisaban su pro-pia tierra (conectando más o menos ambiguamente con el pasado inmediato).

Podría decirse, por tanto, que, entre —más o menos— l940 y l950 se trataba dedos facetas complementarias de una sola literatura que los vencidos todos escribían.Como en todo caso de complementarios, la una carecía de lo que tenía la otra. A loque se escribía fuera, le faltaba la concreción de las dificultades de la lucha interna,donde por “lucha” entiendo no sólo un comportamiento político, sino los quehace-res necesarios para la pura sobrevivencia; lo escrito dentro, en cambio, buscaba los

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precedentes de su lucha en una Historia cuyo discurso, prohibido en su casa, poseíantodavía quienes ya no vivían con ellos. Una comprensión clara de esa dialéctica de lapresencia-ausencia —pensaba yo— nos permitiría entender que, en esos años de la—digamos— post-Guerra inmediata, sólo hay dos historias posibles de la literaturaespañola, pero no la de dentro y la de fuera, sino la de los vencedores y la de los ven-cidos. Y esas dos historias eran parte de una sola historia puesto que el discurso de losvencidos, estuvieran fuera o dentro, no funcionaba sin el referente del de los vence-dores, al cual una y otra vez nos remite. Curiosamente, pero quizá no sea tan paradó-jico como parece, la primera reunión de todos estos diversos factores se logra en La

colmena, novela escrita en España nada menos que por un censor de antecedentes fas-cistas, pero publicada por primera vez, no lo olvidemos, en el extranjero.

A partir de ahí, van surgiendo en España los Ferlosio, Blas de Otero, Hierro,Celaya, Salinas, Ferres, Luis Martín Santos, etc. y es evidente en todos ellos la presen-cia de la ausencia, desde cuyo centro empiezan a reconstruir el mundo. Piénsese:Ferlosio titula y sitúa su novela nada menos que en el Jarama, río de grandes batallasen la Guerra que en un momento de la novela lleva aguas rojizas como de sangre; Blasde Otero incrusta en sus poemas versos de Machado o de Vallejo; Celaya dialoga conNeruda y sus poemas sobre España; Luis Martín-Santos crea un personaje cuyo fra-caso científico está presidido por una foto de Cajal, alguno de cuyos discípulos obten-dría el premio Nobel residiendo en el exilio; etc. Y fuera de España, debemos recor-dar de nuevo a Max Aub, quien por entonces publicó en México una importante anto-logía de poetas de allá (o sea de aquí), insistiendo fuertemente en que lo que le faltabaa la literatura del exilio habría de encontrarse en la lucha que contra la censura estabaya por entonces llevando públicamente la literatura que se producía en el interior.

A partir de ese tiempo, que puede situarse entre mediados de los cincuenta yprincipios de los sesenta, y que es también —entre tantas otras cosas— el momentoen que se reestablece tímidamente la comunicación (puramente epistolar en la mayo-ría de los casos) entre los escritores de dentro y los de fuera, sospecho que la pro-ducción literaria del exilio, sin perder nada de su importancia ni, por supuesto, dejarde ser española, pasa a cumplir una función ya ancilar, aunque todavía significativa:será uno de los depósitos de la memoria que la España anti-franquista del interior teníaque ir recuperando poco a poco para encontrarse a sí misma como distinta pero, dealgún modo, todavía heredera de la España progresista de la República y anti-franquis-ta de la Guerra. Tres novelas escritas por españoles del interior, pero publicadas fuerade España, son testimonios notables de esta difícil dialéctica. Me refiero a El exilio inte-

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rior, de Miguel Salabert, publicada en francés en París en 1961; a Estos son tus hermanos,de Daniel Sueiro (México: 1965); y a Si te dicen que caí, de Juan Marsé (México: 1973).

Hemos de notar también que, cuando —vencida en no pocos casos por la muer-te física de quienes la produjeron— va cesando la escritura de nuestros mayores en elexilio, algunos de sus textos van apareciendo en España. Sin embargo —por razonesque, ya digo, me parecen obvias— es muchísimo más amplia la «recuperación» espa-ñola de la poesía que la de la narrativa del exilio. Y, aún así, depende de qué poesía.Por ejemplo, durante mucho tiempo no se pudieron publicar en España poemasimportantes de Alberti, ni partes claves del Clamor de Guillén. Y no puedo sino recor-dar que, todavía en 1975 y 1976, de los dos tomos de las Poesías completas de EmilioPrados, editados por Aguilar, el primero de ellos, que es el que contiene su poesíapolítica de los años treinta y de la Guerra, tuvo que publicarse en México.

Desafortunadamente, y por razones que no vienen aquí al caso, no se pudocorregir en la tercera edición de nuestra Historia el cambio en el que yo venía pen-sando. Cosa que mucho lamento, y tal vez especialmente porque entre 1981 y 1984habían ya aparecido en la editorial Crítica los tomos 7 y 8 de la Historia y crítica de la

literatura española, dirigida por Francisco Rico.

Los dos tomos se publicaron bajo el título de «Época contemporánea», yendo elprimero de 1914 a 1939, y el segundo de 1939 a 1980. Si se hojean los índices se veque en ninguno de los dos tomos hay división entre la España interior y la Españaperegrina. Se diría, pues, que se trata de la estructura que a mi llegó a parecerme sen-sata varios años más tarde. Pero, claro, no todo está en la forma, en eliminar el den-tro y el fuera: la verdadera recuperación de la literatura escrita durante la Guerra y enel exilio exigía atención a los contenidos de lo escrito entre —digamos— 1932 y1965. Para entendernos, les recuerdo los índices de estos dos tomos.

En el que va de 1914 a 1939, aparece la nómina casi completa de los poetas del27, con lo cual quedan indiscutiblemente incorporados a la historia de la literaturaespañola. Sólo que, abrumadoramente, los fragmentos de artículos o libros que com-ponen el estudio de cada poeta, tratan de obras anteriores a la Guerra Civil, peroexcluyendo la poesía política de los años treinta, en tanto que apenas uno o dos de losapartados se dedican a la poesía escrita en el exilio. Bien es cierto, por otra parte, queel último capítulo de este volumen 7 trata de «La literatura de la guerra civil», perobalanceando exquisitamente (“!Ay, balance, balance!”, que cantaba Sarita Montiel)páginas sobre la revista Hora de España con páginas sobre «Las revistas de Falange»

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(páginas todas, por cierto, muy buenas), páginas sobre «La poesía escrita en la zonarepublicana» con páginas sobre «La poesía escrita en la zona nacionalista»; etcétera. Ytodo ello al final del volumen, como si fuese al final de los años que van del 14 al 39, yno en su centro, donde se encuentran los tres años de Guerra que van del 36 al 39;años cuya producción literaria debería haber sido tratada como parte fundamental enlas anteriores páginas de los más del 27 (con excepción, tal vez, de Guillén y Salinas).

El tomo 8 de esa Historia y crítica de la literatura española, el que va de 1939 a 1980,es, si cabe, más sorprendente. Como si todos hubieran muerto en 1936, no apareceahí ni un solo poeta del exilio. No cabe sino pensar que el editor de este volumensuponía que la importancia de la obra de Juan Ramón y de los poetas del 27 habíasido suficientemente aclarada en el volumen anterior (que si cubismo, que si surrea-lismo, que si primeros poemas de Emilio Prados) y que, por tanto, no importaba yaconsignar lo que escribieron en el exilio aquellos poetas que, en la mayoría de loscasos, es lo más de su obra.

Dada esta idea de la historia de la literatura española de la segunda mitad del sigloXX, quizá no sea de extrañar, por tanto, que en la lista oficial de lecturas para los insti-tutos de la Comunidad de Madrid —tomo por caso— sólo aparezca un texto de unnarrador exilado y que ese texto sea, asombrosa ocurrencia, Platero y yo; sólo dos poe-marios de poetas del exilio exterior, Piedra y cielo, de Juan Ramón Jiménez, y Sobre los ánge-

les, de Alberti; y que, entre los ensayistas, no aparezca ninguno de escritores exiliados.

A pesar de lo cual, me atrevo a pensar que el enorme esfuerzo de las gentes deGEXEL —y, en mucha menor medida, de algunos de nosotros—, esfuerzo queempezó con la voluntad político-cultural de «recuperar» una literatura semi-descono-cida en la España franquista, ha dado ya sus principales frutos. Y, salvo que ha habi-do casos más «difíciles» de «recuperar» que otros (digamos, por ejemplo, Max Aubfrente a Guillén o a Ayala), están todos perfectamente «recuperados». Unos se leenmás, otros menos; de unos se leen unas cosas y no otras; pero Juan Ramón y la gene-ración del 27 —en su sentido más amplio— están tan asentados en la historia litera-ria española como cualquier otra generación. Que cuando unos u otros tratan de laGuerra o de su exilio el asunto resulte aquí de poco interés general es una cosa; perocreo —y lo digo por experiencia propia— que es un hecho que para dar una confe-rencia o publicar un artículo sobre Emilio Prados, sobre Moreno Villa, sobre Jarnés,etcétera, no hace ya falta acudir a esta Barcelona de GEXEL: están la Residencia deEstudiantes, la Fundación García Lorca, la fundación ésa de Alberti, la FundaciónMax Aub, la Fundación Jorge Guillén, el CSIC, los cursos de Verano de varias uni-

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versidades, y las Facultades de Filosofía y Letras de cualquier universidad española,sin excluir la de Vigo, ni la de la Universidad del País Vasco en Vitoria, ni la de laUniversidad de Granada. A fin de cuentas, hasta el PP (tan carente de «canción» comoel franquismo) ha apoyado a la Fundación García Lorca y a la Fundación Max Aub,en tanto que el mismísimo Aznar ofició en la ceremonia de entrega de los papeles deCernuda a la Residencia de Estudiantes.

Es decir, queda todavía por escribir una Historia de la literatura española con-temporánea en base al método dialéctico del que he venido hablando pero, dadas laspreocupaciones mayormente apolíticas con que lo más joven de España se enfrenta ala vida, me imagino que también eso se andará, aunque, tal vez (o seguramente) per-diendo en el camino gran parte del sentido histórico-político de la literatura del exilio.

LA GENERACIÓN SIGUIENTE Y LA HISTORIA DE LA LITERATURA ESPAÑOLA. (UN

EJEMPLO DE MÉXICO)

Muy distinto es el caso de quienes, habiendo salido de España de niños, se hicie-ron escritores en el exilio. Cierto que se ha escrito algo sobre lo que les diferencia de susmayores, y el libro de Susana Rivera, Última voz del exilio, por ejemplo, me parece en estesentido especialmente importante. Sin embargo, como sin darnos cuenta, seguimostodos usando las frases «el exilio español», «el exilio español del 39», etc., sin distinguira unos de otros. (En un precioso artículo lo hace, incluso, Enrique de Rivas, que tenía8 años al terminar la Guerra y llegó a México de 10). Pero hay más: tampoco suele dis-tinguirse entre quienes llegaron a México con 12 o 14 años de los que llegaron con 6, ocon 2. Así, por ejemplo, la misma Susana Rivera, que tan bien distingue entre los mayo-res y los pequeños del exilio, aceptando lo que llama “la exigencia cronológica señaladapor Ortega” para distinguir entre generaciones, junta a un Manolo Durán, nacido en1925, exilado desde los 14 años y llegado a México con 17, con un Federico Patán, naci-do en 1937 y llegado a México en 1939 con 2 años de edad. ¡Ahí es nada la diferenciaque iba de caer en México D.F. en 1939 con 17 años a caer allí con 2 años!

Aunque, en mi opinión, está muy bien estudiar a los pequeños del exilio, segúnse viene haciendo desde hace algún tiempo, creo que, según lo hizo Susana Rivera, esnecesario separarlos de sus mayores. Para empezar, dejando tal vez de hablar de «el exi-lio español del 39» como si fuese un bloque. Porque, ya digo, no es lo mismo atrave-sar el Atlántico hacia México en 1939 o 1942 con 35 o 18 años de edad (como ocu-

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rre con los del 27 y sus benjamines) que hacerlo con 2, 8, o 12 años. Si por su edad ypor sus vivencias culturales y políticas, los más de los escritores exiliados pertenecíana la generación de Juan Ramón y a la del 27, entre los que les siguen, los más son coe-táneos de lo que en España sería el grupo del 50, aunque algunos estarían, por ejem-plo, más cerca de Vázquez Montalbán (n. 1939). No ha de extrañarnos, por tanto, quela poesía de Patán (2 años al llegar a México) o de Deniz (8 años a su llegada) tenganpoco, muy poco que ver con la de un Yomi García Ascot (llegado a México a los 12).

Tomaré como ejemplo el caso de los de la revista Presencia. Valdría casi igual elcaso de los de Clavileño (quienes, dicho sea de paso, eran para los de Presencia los“pequeños”), pero conozco mejor los entresijos de Presencia ya que colaboré en todossus ocho números, desde 1948 hasta 1950. Me permitirán, pues, que, para explicar-me, utilice un cierto tono rememorativo.

Aunque todos los de Presencia trabajábamos en algo3, nos veíamos casi a diario,generalmente en el café de la Facultad de Filosofía y Letras, que estaba entonces enel muy venido a menos pero hermoso edificio de Mascarones, en Ribera de SanCosme. Pasábamos también horas hablando en los llamados cafés de chinos, pasean-do por la Reforma, yendo al cine a ver las primeras películas del neo-realismo italia-no y películas francesas o inglesas que discutíamos tan detallada y apasionadamentecomo el último texto de Camus, o páginas de El ser y la nada de Sartre, o un poemade Saint John Perse que habíamos «descubierto» todos a la vez. O Kafka. O La forja

de un rebelde, de Arturo Barea, de la que, antes de aparecer la versión en español en1951, Roberto Ruiz publicó una excelente y apasionada reseña en el último númerode Presencia.

Porque es que teníamos e íbamos adquiriendo esa cultura histórica y literaria quesuele suponerse en los escritores incipientes y que, por lo demás, era común en elMéxico de entonces. Así, por ejemplo, algunos conocíamos bastante de filosofía ytodos estábamos bastante al día de las tendencias existencialistas (impulsados, enparte, por los cursos de Gaos y Nicol en la Facultad de Filosofía y Letras); entre unosy otros hablábamos o leíamos dos o tres lenguas y habíamos leído o estábamos leyen-do a escritores ingleses o norteamericanos; leíamos la literatura mexicana; nos cono-

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03 Por lo general, y Roberto Ruiz era al principio una excepción (trabajaba en una chocolatería),trabajábamos dando clases particulares aunque, pronto, algunos de nosotros hicimos de profesores uni-versitarios, en un College para americanos que se fundó por entonces, el Mexico City College, o de ayudan-tes-suplentes de profesores de literatura de la Facultad de Filosofía y Letras.

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cíamos casi de memoria la edición «Laurel» de la editorial Séneca, esa gran antologíade poesía «Hispano-Americana» que va desde Darío y Unamuno hasta los del 27,incluyendo, claro está, a Huidobro, Barba Jacob, Vallejo y un largo etcétera. Y, porsupuesto, nos eran familiares poemas como el «Canto a Stalingrado» de Neruda,publicado en México en 1942. No es de extrañar, por tanto, que Yomi García Ascotescribiera su tesina sobre algo así como el existencialismo de Baudelaire, ManoloDurán sobre el surrealismo en la poesía española y Roberto Ruiz sobre el Petit Prince

de Saint Exupery.

Nos tomábamos la producción de Presencia muy en serio, reuniéndonos todos lossábados por la tarde para discutir los materiales del siguiente número. Quienes habíanescrito (o traducido) algo que —siempre con dudas, claro— creían digno de publica-ción lo leían en voz alta, así fuera un poema breve, un ensayo largo o un cuento, trasde lo cual venían las apreciaciones de los demás, siempre rigurosas (enorme atencióna cuestiones de lenguaje y estructura, pero obsesión, también, por lo socio-histórico),a menudo discutidas por quienes no se ponían de acuerdo sobre si valía la pena publi-car aquel texto o no.

Pero no creo que ninguno de nosotros pensara que la revista iba a revolucionarel Mundo. Carecíamos de la soberbia (supongo que necesaria) de los grupos literariosque, con revistas o sin ellas, han influido algo, unos más, otros menos, en la historiade la literatura. Tal vez debido a la falta de estabilidad que nos caracterizaba a todos,éramos los más demasiado modestos para suponer que podíamos revolucionar nada.Creo que incluso Tomás Segovia, quien —yo diría— nunca ha dudado de su talento,y que ya a los dieciséis o diecisiete años se había declarado «escritor» y «poeta» (y nada

más), se veía a sí mismo más como inserto en una tradición que como radical anta-gonista de sus predecesores. Y Roberto Ruiz —me atrevo a seguir opinando—, talvez a su manera el más orgulloso del grupo, si bien despreciaba (como todos, por otraparte) a —digamos— Baroja o al Cela de Pascual Duarte, entendía muy bien dónde sesituaba su incipiente obra entre narradores como Galdós, Melville, Tolstoy, SherwoodAnderson, Joyce, Steinbeck, o el mucho más incipiente Norman Mailer de The Naked

and the Dead, pongo por caso.

De ahí, sospecho, que, habiendo dedicado tanto quehacer apasionado a Presencia,cuando por fin tuvimos que “cerrar el charango” los más nos quedáramos pormuchos años con la idea de que aquella revista había estado bien, pero que, en elfondo, no había sido gran cosa. Pero ocurre, y es lo que me importa aquí especial-mente, que habiendo releído de vez en cuando unas y otras cosas de los ocho núme-

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ros de la revista, he llegado a la conclusión de que han quedado ahí poemas, ideas yprosas de principiantes de, por lo menos, tanta calidad como las prosas y versos deotros principiantes de nuestra misma generación, lo mismo en México que enEspaña. Como, por otra parte, es un hecho que varios de aquellos compañeros handestacado en diversas actividades literarias, debo dar todavía algunos detalles para lle-gar a mi meta de estas páginas.

Pagábamos la revista con lo poco que podíamos sacar de nuestros bolsillos ydando uno que otro «sablazo» a algunos de nuestros mayores en el exilio. Como es (onos parecía) lógico, nosotros mismos lo pasábamos todo a máquina, llevábamos losmateriales a una imprenta barata, corregíamos las pruebas, recogíamos los ejemplaresy los distribuíamos como buenamente podíamos. Pero (y ahí está el busilis, comodiría algún personaje de Galdós), ¿para quién hacíamos todo aquello? ¿Para quiénescribíamos?

Cuando pienso que entre quienes asistíamos con regularidad a las reuniones delos sábados o publicamos en todos los números, desde el verano de 1948 hasta elnúmero doble 7-8 del verano del 50, sólo tres eran mexicanos (María Teresa Silva,narradora; Luis Villoro, filósofo; Enrique Echeverría, pintor) en tanto que los otrosonce4 éramos refugiados españoles y que, además, publicamos los primeros poemasde los algo más jóvenes Inocencio Burgos, Alberto Gironella y Luis Rius, así como laque quizá sea la primera traducción del francés al español de un poema de JorgeSemprún, parece claro que, trataran los textos o no de cosas de España, a concienciao no, pero inevitablemente, nos dirigiríamos a lectores españoles.

Pero, ¿a qué españoles? Desde luego que no a los de España. Estábamos abso-lutamente convencidos de que León Felipe había tenido razón al escribir que noshabíamos llevado “la canción”. Allí no había sino represión, «garcilasistas» y «pensa-dores» o «escritores» fascistas, Laín Entralgo, Azorín, Cela (estamos, no se olvide,entre el verano del 48 y el verano del 50, y La colmena no aparece hasta 1951, en tantoque El Jarama se publica en 1956). Nuestros lectores posibles, pues, a más de algunosmexicanos de buena voluntad (quienes, por lo demás, bastante tenían con ocuparsede su propia literatura, por no hablar de todo lo demás que importaba en México),habían de ser nuestros mayores en el exilio, nuestros padres, o tíos, o maestros, o ami-gos de nuestros padres, tíos y maestros, especialmente, claro está, los escritores del

04 Pancho Aramburu, Carlos Blanco, Manuel Durán, José Miguel -“Yomi”- García Ascot, ÁngelPalerm, Roberto Ruiz, Tomás Segovia, Lucinda Urrusti, Jacinto y Carmen Viqueira y Ramón Xirau.

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exilio. Sólo que manteníamos una muy importante distancia con ellos: jamás nos pasópor la cabeza pedir un texto cualquiera a Prados, a Altolaguirre, a Bartra, o a MaxAub, pongamos por caso, o dibujos a Ramón Gaya y Elvira Gascón, todos más omenos conocidos nuestros y, en el caso de Prados, incluso ya muy buenos amigos.

Tengo la impresión de que estábamos funcionando como cualquier generaciónnueva que quiere afirmar su «presencia» (los índices de la revista decían / dicen:«Presencia de...»), sólo que, por razones históricas que a mi me parecen claras, esa«presencia» no podía afirmarse, como en tantas otras revistas o movimientos, contra

nuestros mayores. Podíamos bien no tener interés en publicarles, porque —a más queellos tenían otras revistas— no éramos ellos, pero (aunque nos quejábamos de lasobsesiones de Max Aub, de la politiquería partidista de nuestros mayores todos en elexilio, o de los «rollos» de las conferencias del Ateneo Español de México, fundadopor refugiados) no se nos habría ocurrido jamás ir contra ellos. ¿Quiénes, si no ellos,habían luchado por nosotros? ¿Quiénes, con gran dolor y nostalgia suya, habíanintentado educarnos como no se educaba a nadie en la España de Franco? Así, porlo que respecta a la tradicional guerra entre generaciones, ni afirmábamos nada con-tra nuestros mayores del exilio, ni luchábamos en su contra. ¿Qué pretendíamos, pues,hacer con Presencia, aparte de darnos a conocer, y no necesariamente entre los jóve-nes mexicanos que también por entonces hacían sus pinitos literarios (¡pensar quepor esos años Juan Rulfo escribía historias conocidas sólo por sus pocos amigos, losmás de su tierra, Jalisco!)?

Varios de nosotros éramos ya de nacionalidad mexicana, pero —ya se sabe— noacabábamos de ser mexicanos. ¿Dónde estaba la cabeza de Roberto Ruiz, quien siem-pre escribía sus cuentos sobre españoles, o sobre España, o sobre memorias de suacentuado madrileñismo? ¿Qué significaba el que Ramón Xirau y Manolo Duránescribieran y publicarán muchas de sus cosas en catalán?5 Los de Presencia, comotodos los exiliados de mi generación, vivíamos como aquel indio de mediados delsiglo XVI que, preguntado por el cura de su pueblo que cómo estaba, contestó sen-cillamente que “aquí no más, padrecito, nepantla”; es decir, en medio. Ni aquí ni allá,quería decir el indio legendario; ni del todo con mis antepasados, ni realmente conustedes. Está contando esto aquí quien, único entre todos aquellos amigos, hizo porentonces su servicio militar en el ejercito mexicano.

05 Todavía hoy, cincuenta y dos años después de liquidada Presencia, en una entrevista recienteRamón Xirau, filósofo y crítico literario en castellano, explica que “la poesía solamente la puedo escri-bir en catalán, porque es un asunto de sonido y ritmo”; La Jornada, México D.F., 19 de marzo de 2002.

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Supongo que para intentar resolver aquel dilema nuestro, publicábamos tambiénen Presencia textos en inglés y francés, no sólo poemas y cuentos, sino ensayos (Sobrela dictadura de Haití, sobre la sartriana responsabilidad del escritor...). Si éramos, perono acabábamos de ser, españoles y mexicanos, ¿qué mejor que resolver la confusiónsiendo internacionales? A fin de cuentas, teníamos extraordinarios modelos de inter-nacionalismo cultural en nuestros mayores ya que, para fortuna de la cultura españo-la, los intelectuales del exilio todos, literatos o fisiólogos, matemáticos o filósofos, todos

habían estado siempre al corriente de lo que se producía en el Mundo. Pero ellos habíansido internacionalistas en función de transformar la realidad española y, ya en el exi-lio, seguían pensando en España como ámbito natural de su producción, fuese éstaliteraria, científica o pictórica. Nosotros, en cambio, éramos «internacionales» porqueni éramos españoles como ellos, ni éramos mexicanos; en verdad, no sabíamos dóndeestábamos situados. Me temo que en aquel entonces lo nuestro era desequilibriopuro, y el que para todos los refugiados de nuestra generación en México se hayainventado el término «Hispano-Mexicanos» no debe esconder el hecho de que, másque ser las dos cosas, no éramos ninguna de ellas. El bueno de Luis Rius lo decía conlúcida tristeza: “era demasiado temprano para que al llegar a México, fuéramos ya,como nuestros padres, españoles; y demasiado tarde para poder ser mexicanos”.

Lo que no quita que, con el tiempo, Ángel Palerm llegara a ser uno de los gran-des antropólogos mexicanos; Jacinto Viqueira un extraordinario ingeniero, diseñadory constructor (con otros, claro) de gran parte del sistema eléctrico de México, y hoytodavía (¡con sus años!) excelente profesor en la UNAM; Ramón Xirau eminentemiembro de El Colegio Nacional; o Tomás Segovia reconocido (y premiado) poetamexicano6. En ellos, como en la inmensa mayoría de quienes llegamos a México con,más o menos, los mismos años que los de Presencia, parece haberse cumplido la defi-nición-propuesta de José Gaos: acabada con el tiempo lo más doloroso de la angus-tia del des-tierro, todos éramos, o seríamos, o deberíamos ser (o haber sido) transterra-

dos. No en vano varios de los de Presencia participamos algunos años después conmexicanos (estando esta vez nosotros en minoría) en la Revista mexicana de literatura.

Pero aquí viene lo grave. Año más, año menos, los de Presencia, somos de la gene-ración de Ángel González, Gil de Biedma, Caballero Bonald, Carlos Barral, Sánchez

06 Pero la ambigüedad persiste. A propósito del Premio Octavio Paz otorgado este año a JuanGoytisolo, se menciona que en el año 2000 lo recibió "el (también) español" Tomás Segovia (El País, 20de marzo, 2002).

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Ferlosio, Carmen Martín Gaite, José María Castellet, Ana María Matute, AntonioFerres, Daniel Sueiro, Miguel Salabert, etcétera; la generación llamada por algunos enEspaña «del 50». No sé bien qué harían ellos en España mientras nosotros hacíamosPresencia (o sea, en sus meros inicios), pero sé, seguro, porque a todos los he leído ycon varios de ellos he hablado a lo largo de los años, que —por culpa del franquis-mo, sin la menor duda—, en aquel México gobernado por Miguel Alemán, nosotros,y no digo sólo los de Presencia, sino todos los jóvenes intelectuales y escritores delMéxico de aquellos años, «sabíamos» mucho más que ellos de literatura no escrita encastellano, tanto de la de los ya entonces entronizados (Joyce, Kafka, Dos Passos,Camus, Pound, así como —por supuesto— la de T.S. Eliot, aquel tonto pretenciosoque creía ser poeta teológico, uno de los peores poetas modernos), como de la de losnuevos, Normal Mailer, por ejemplo; o de cine (frecuentábamos el Cine Club delInstituto Francés, que llevaba García Ascot, donde lo vimos todo); o, como digo, delpensamiento existencialista (valga como ejemplo de esto último el que un día se nosapareció por allí Merleau Ponty, con quien en varias reuniones privadas discutimos losde Presencia nuestros acuerdos y discrepancias con Sartre. ¡Casi nada! Digo, aparte deque durante un par de meses yo le di clases particulares de español a la inteligente ybellísima segunda esposa de Paul Elouard, quien también andaba por allí).

Sin embargo, y a pesar de nuestra educación privilegiada y de nuestras relacionescon gentes que entonces significaban mucho, nosotros no hemos sido decisivos, nien México ni en España, mientras que, en cambio, nuestra generación ha sido claveen el país donde nacimos. ¿Quién negará, por ejemplo, la importancia (para España,por supuesto) de El Jarama? ¿O de novelas como La piqueta; o la hermosa poesía pri-mera de Ángel González; o del compromiso vital y complicaciones que significa lapoesía de Gil de Biedma?

¿Hemos de concluir, por tanto, que así como —según pensaba León Felipe ypensábamos todos— lo mejor o más productivo de la generación de nuestros padresse encontraba en el exilio, lo mejor de la nuestra había quedado en España? Bienpodría ser, desde luego; pero sería mucha casualidad, y en la Historia las casualidadessiempre se dan en el interior de tendencias explicables. Tiene que haber, por tanto,otras explicaciones para entender nuestra diferente importancia en el ámbito de laliteratura española de la segunda mitad del siglo XX. Es de sospechar que, en últimainstancia, la razón fundamental se encuentra en que nosotros no estábamos allí (esdecir: aquí). Y no quiero decir con esto que, debido a la distancia del exilio, no se nosconocía y no se nos conoce. No. Lo del desconocimiento o «ninguneo» tiene todo

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que ver con lo mucho que se tardó en «recuperar» en España a nuestros mayores, losescritores del exilio que nos educaron, pero no tiene nada que ver con nosotros. Laclave de la diferencia entre nosotros y nuestros coetáneos de España podría encon-trarse, sospecho, en que, si bien nosotros teníamos a mano maestros, libros y cine endos o tres lenguas, así como todo un mundo cultural mexicano y latinoamericano,ellos, oprimidos, reprimidos y en gran desventaja cultural, vivían en una realidad que,sin dudas, era la suya, en tanto que nosotros no acabábamos de saber dónde vivía-mos. Y sin realidad, sin que puedas decir aquí estoy yo y este mundo es mi mundo,no hay creatividad significativa que pueda encontrar lugar y asentarse en la historialiteraria de una cultura específica cualquiera.

De ahí que la literatura de post-guerra escrita por nuestra generación que impor-ta sea la de ellos, no la nuestra. No se puede hacer la historia de la literatura españo-la de entre 1936 y —digamos— 1965 sin tomar en cuenta la producción de nuestrosmayores en el exilio: el vacío sería de dar espanto, o vergüenza. Pero se hace y se debehacer la historia de la literatura española a partir de mediados de los cincuenta con loscoetáneos nuestros que nunca salieron al exilio, y sin nosotros, que no influíamospara nada en el desarrollo de esa literatura.

Eso no tiene vuelta de hoja. Lo escrito por nuestra generación en el exilio ni puede,ni debe «recuperarse». O sea: no tiene por qué entrar en una Historia de la literaturaespañola. Si encaja o no en otra parte, cosa que está por ver, eso sería otra historia.

Dicho todo lo cual, queda todavía pendiente el proponer de forma algo másexplícita cómo podría hacerse una Historia de la literatura española del siglo veinte,en particular a partir de 1931. Mi opinión —que, como dije al principio, ha de tenera estas alturas muy poco de original— es que las sencillas líneas directrices deberíanser las siguientes:

1.-Al llegar a 1939, no dividir entre lo escrito dentro y lo escrito fuera. En vez, yen una línea narrativa de orden cronológico, distinguir (y oponer) bien, por lo menoshasta principios de los años cincuenta, entre literatura de vencedores y literatura devencidos.

2.-Insistir en la importancia de la poesía (Prados, Alberti...) y la narrativa (Sender,Fernández...) de los años 30 y de la Guerra. No olvidar la relación del teatro de losaños 30 (la Barraca, por ejemplo) con el de la Guerra (Alberti, por ejemplo). Tratarde las revistas, de los años treinta y de la Guerra, de izquierdas y falangistas.

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3.-Contextualizarlo todo en términos de lo que sería una Historia social de los

años 30. Así, por ejemplo, ya en la Guerra, sería fundamental tratar de la cuestión de

la alfabetización de los milicianos. Es decir —según sabemos y no hay que olvidar—

la voluntad de transformación social de la República se representa no sólo en la lite-

ratura (o en las ciencias), sino en todas las dimensiones de la Cultura.

4.-Olvidarse de la cuestión de los «niños» del exilio. Para la Historia de la litera-

tura española, ésta es la generación perdida.

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