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Decidí venir hasta acá junto con ella. Quería estar cerca, acompañarla, conocer su lugar y acercarme a sus gentes. Después de un viaje de casi seis horas llegamos a su tierra natal. De los vehículos bajamos todos para caminar con ella. El verde de la montaña inundó mis ojos y su exuberancia aguzó mis sentidos. Muchas veces, leyendo los textos donde ella describía sus recuerdos, imaginé su pueblo: abundantes helechos, la neblina al atardecer, el cielo azul surcado por las aves, las matas florales y sus aromas; lo que hoy por fin veía, no distaba mucho de la estampa que gracias a ella había podido figurar. La gente estaba allí reunida esperándonos con impaciencia. Sus rostros se serenaron al descubrirla, se unieron a nuestro paso y seguimos avanzando. Percibí en todos ellos su calor humano, observaba sus gestos y ¡Hasta podía sentir su canto! Las emociones me remontaron al tercer año de la escuela primaria, cuando gracias a ella, mis compañeros dejaron de reír a carcajadas al escuchar mis lastimosos “mugidos”. Dejé de ser el “mudito” de la clase, el bultito imperturbable que no brincaba de gusto cuando sonaba la chicharra que anunciaba el ansiado recreo. Recuerdo con gusto que su visión universal y congruencia con la justicia y la equidad impulsaron mi aceptación, no sólo en el grupo, sino en la escuela toda. Su firmeza y tenacidad impulsaron formas creativas para mi comunicación con el resto del grupo. Muy pronto perdí el miedo, cada día ella me convencía de seguir subiendo la cuesta; me desplazaba por la escuela, asistía a las bibliotecas, me relacionaba con los otros, construía mis planes a futuro, y volvía con ella para contagiarme de optimismo. El apretón de mano de Carola, mi eterna compañera desde la escuela primaria, anunció mi turno, avanzo y cargo su féretro desde su costado superior derecho. Justo a su oído, le susurro mi gratitud y le platico que por fin conozco su pueblo; le informo que su padre me ha concedido el honor de dirigir un mensaje a los acompañantes de su cortejo fúnebre, y le aseguro que no será un discurso desolado. Lentamente la bajan a su tumba y una lluvia de flores cubre su ataúd. Alguien anuncia que el arquitecto Durán dará un mensaje. Incumplo mi palabra, las lágrimas inundan mis ojos. Carola apenas puede comunicar entre sollozos lo que yo empiezo a decir con señales: “conocí a Sarita en tercer grado, yo era apenas un niño que se sentía marginado e incapaz, y ella una maestra decidida a enseñarnos los caminos para lograr la felicidad”. Recuerdo mi promesa, tomo aliento y mis manos vuelan rápidas y vigorosas para platicarles la gran oportunidad que fue para mí tener una maestra como ella.

Carta a una maestra

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Page 1: Carta a una maestra

Decidí venir hasta acá junto con ella. Quería estar cerca, acompañarla, conocer su lugar y

acercarme a sus gentes. Después de un viaje de casi seis horas llegamos a su tierra natal. De los

vehículos bajamos todos para caminar con ella.

El verde de la montaña inundó mis ojos y su exuberancia aguzó mis sentidos. Muchas veces,

leyendo los textos donde ella describía sus recuerdos, imaginé su pueblo: abundantes helechos, la

neblina al atardecer, el cielo azul surcado por las aves, las matas florales y sus aromas; lo que hoy

por fin veía, no distaba mucho de la estampa que gracias a ella había podido figurar. La gente estaba

allí reunida esperándonos con impaciencia. Sus rostros se serenaron al descubrirla, se unieron a

nuestro paso y seguimos avanzando. Percibí en todos ellos su calor humano, observaba sus gestos y

¡Hasta podía sentir su canto!

Las emociones me remontaron al tercer año de la escuela primaria, cuando gracias a ella, mis

compañeros dejaron de reír a carcajadas al escuchar mis lastimosos “mugidos”. Dejé de ser el

“mudito” de la clase, el bultito imperturbable que no brincaba de gusto cuando sonaba la chicharra

que anunciaba el ansiado recreo. Recuerdo con gusto que su visión universal y congruencia con la

justicia y la equidad impulsaron mi aceptación, no sólo en el grupo, sino en la escuela toda. Su

firmeza y tenacidad impulsaron formas creativas para mi comunicación con el resto del grupo. Muy

pronto perdí el miedo, cada día ella me convencía de seguir subiendo la cuesta; me desplazaba por la

escuela, asistía a las bibliotecas, me relacionaba con los otros, construía mis planes a futuro, y volvía

con ella para contagiarme de optimismo.

El apretón de mano de Carola, mi eterna compañera desde la escuela primaria, anunció mi

turno, avanzo y cargo su féretro desde su costado superior derecho. Justo a su oído, le susurro mi

gratitud y le platico que por fin conozco su pueblo; le informo que su padre me ha concedido el honor

de dirigir un mensaje a los acompañantes de su cortejo fúnebre, y le aseguro que no será un discurso

desolado.

Lentamente la bajan a su tumba y una lluvia de flores cubre su ataúd. Alguien anuncia que el

arquitecto Durán dará un mensaje. Incumplo mi palabra, las lágrimas inundan mis ojos. Carola

apenas puede comunicar entre sollozos lo que yo empiezo a decir con señales: “conocí a Sarita en

tercer grado, yo era apenas un niño que se sentía marginado e incapaz, y ella una maestra decidida a

enseñarnos los caminos para lograr la felicidad”. Recuerdo mi promesa, tomo aliento y mis manos

vuelan rápidas y vigorosas para platicarles la gran oportunidad que fue para mí tener una maestra

como ella.