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1 Carta de Jamaica de Simón Bolívar y Nuestra América de José Martí. El pensamiento continuo Daniuska González González Universidad Simón Bolívar, Venezuela 1. Preliminar “Los grandes hombres se caracterizan precisamente por su posición extrema; su heroísmo está en mantenerse en ella toda la vida”, escribió Marguerite Yourcenar en su novela Memorias de Adriano, y colocarse en esa situación tan vital ha llevado a esos hombres a detenerse, casi siempre, en una utopía. Utopía que convirtió sus existencias en búsqueda; que asumieron desde ella la razón de su aliento, el desvelo por un sueño; y que encontraron, como reivindicación a la entrega, la muerte, pero también el honor eterno. Simón Bolívar y José Martí fueron de esos hombres. Alumbraron, quizás, a la América de una virtud que no lograrían jamás encender, que iba más allá de sí mismos, de sus afanes, de sus circunstancias. Una luz que encandilaba aunque parecía irrealizable: la de la unificación de todas las naciones americanas. Como los grandes hombres, padecieron. Los pueblos no conciben a veces otros intereses que los de sus linderos, se aferran a voluntades primitivas, al grano minúsculo de donde crece el alimento, y se olvidan de la vastedad del horizonte, del terreno fértil en comunidad. A ambos los hostigó la decepción, la incomprensión y la soberbia; fundaron ideas, dieron sitial en el mundo a pueblos desconocidos e hicieron latir con pasión nueva el corazón de la América cautiva. De esa utopía por la que vivieron, nacieron Carta de Jamaica y Nuestra América, respectivamente. 2. La iluminación: Bolívar en Martí Casi se ha convertido en reiteración histórica argumentar que José Martí (1853-1895) surge como la continuidad de pensamiento y obra de El Libertador Simón Bolívar (1783- 1830). Setenta años separan las dos miradas más penetrantes que han determinado la América, que la definieron y conocieron; el uno, más de la espada que de altisonantes frases, legó, sin embargo, los documentos capitales para la comprensión de las guerras

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1

Carta de Jamaica de Simón Bolívar y Nuestra América de José Martí.

El pensamiento continuo

Daniuska González González

Universidad Simón Bolívar, Venezuela

1. Preliminar

“Los grandes hombres se caracterizan precisamente por su posición extrema; su

heroísmo está en mantenerse en ella toda la vida”, escribió Marguerite Yourcenar en su

novela Memorias de Adriano, y colocarse en esa situación tan vital ha llevado a esos

hombres a detenerse, casi siempre, en una utopía. Utopía que convirtió sus existencias en

búsqueda; que asumieron desde ella la razón de su aliento, el desvelo por un sueño; y que

encontraron, como reivindicación a la entrega, la muerte, pero también el honor eterno.

Simón Bolívar y José Martí fueron de esos hombres. Alumbraron, quizás, a la América

de una virtud que no lograrían jamás encender, que iba más allá de sí mismos, de sus

afanes, de sus circunstancias. Una luz que encandilaba aunque parecía irrealizable: la de

la unificación de todas las naciones americanas.

Como los grandes hombres, padecieron. Los pueblos no conciben a veces otros

intereses que los de sus linderos, se aferran a voluntades primitivas, al grano minúsculo de

donde crece el alimento, y se olvidan de la vastedad del horizonte, del terreno fértil en

comunidad. A ambos los hostigó la decepción, la incomprensión y la soberbia; fundaron

ideas, dieron sitial en el mundo a pueblos desconocidos e hicieron latir con pasión nueva el

corazón de la América cautiva.

De esa utopía por la que vivieron, nacieron Carta de Jamaica y “Nuestra América”,

respectivamente.

2. La iluminación: Bolívar en Martí

Casi se ha convertido en reiteración histórica argumentar que José Martí (1853-1895)

surge como la continuidad de pensamiento y obra de El Libertador Simón Bolívar (1783-

1830). Setenta años separan las dos miradas más penetrantes que han determinado la

América, que la definieron y conocieron; el uno, más de la espada que de altisonantes

frases, legó, sin embargo, los documentos capitales para la comprensión de las guerras

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que estremecieron al continente a principios del siglo pasado, y todavía más, para entender

el futuro de sus pueblos; el otro, a quien la muerte apagó en el primer combate, escribió la

prosa más centelleante del XIX americano, y se adeudó más al adjetivo que a la acción, a

la palabra que al galope.

Unidos, comulgaron en una imagen de la América total, recorrida por una gran república,

las naciones injertadas en un árbol único. Fue ese el sueño de ambos estadistas, que no

fructificó, y que a más de un siglo después, pervive como la utopía sagrada, como la idea

que no traspasará jamás los papeles donde se escribió.

¿Cómo inunda al héroe independentista cubano, cómo lo despierta políticamente el

ideario bolivariano? No basta con suponer únicamente que brotó del interés de Martí por

Bolívar, hecho que aunque resultaría natural dado el alcance de la actuación de El

Libertador, no marcó una huella histórica en la manera en que él se aproximó a su figura;

por cultura debió saber y apreciar su obra magna, como de seguro ocurría con San Martín,

Morelos y O’ Higgins, sin embargo no se puede afirmar que, desde que Martí se acercó a

Bolívar, éste lo influyera en tanto espejo de su propia concepción, puesto que, además, y

por mucho tiempo, el objetivo de Martí no se hallaba en su amplitud ulterior: se circunscribía

más bien a Cuba, a su isla y no al continente, sin contar que, a lo mejor, accedió a algún

documento de Bolívar en su adolescencia, o durante su primera deportación a España en

1871.

Dentro de la extensa bibliografía de Martí, ningún texto de antes de 1875 remite, con

excepción de un apunte breve sobre América en El presidio político en Cuba (1871), a una

cita que abarque más allá de su patria: “México, Perú, Chile, Venezuela, Bolivia, Nueva

Granada, las Antillas, todas vinieron vestidas de gala, y besaron vuestros pies, y

alfombraron de oro el ancho surco que en el Atlántico dejaban vuestras naves” (Martí:

1981b: 30).

Tampoco se debe obviar que su posibilidad de intercambio con personajes eruditos le

estuvo muy restringida, por su condición humilde, abierto su aprendizaje intelectual de valía

a través del maestro Rafael María de Mendive y de su amigo, más político que ilustrado,

Fermín Valdés Domínguez; si alcanzó una formación fue al recurrir a su afán de saber, no

como en el caso de Bolívar, que respiró en un ambiente favorable a su intelecto.

Tardía tuvo que ser, por consiguiente, la entrada madura de Bolívar en Martí, por lo

arraigada y palpable, porque jamás abandonó al hombre hasta que expiró su vida, el 19 de

mayo de 1895.

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Al respecto y siguiendo la investigación de Salvador Morales sobre la huella bolivariana

en Martí, se tiene que la referencia documentada inicial se remonta a 1875, entre marzo y

mayo, cuando habló en México en ocasión de un recordatorio a Hidalgo: “No son hombres

distintos en América el anciano de Mount Vernon, el sacerdote de Dolores, y el héroe que

en las llanuras del Mediodía fatigaba con la carrera su caballo [...] No son hombres distintos

en América, Washington, Bolívar e Hidalgo” (1963-65: VI: 198).

Como se percibe, Bolívar aparecía configurando la heterogeneidad de próceres que

habían alzado en valor a la América (la del Norte y la del Sur); todavía no palpitaba en Martí

el Bolívar grande, el que le guiaría con su luz.

Ya para 1877, el destino y Guatemala anunciaban otra perspectiva: su amigo Mariano

Padilla, quien le ofreció habitación por unos meses, poseía para aquel tiempo una biblioteca

que se consideraba una de las más completas de la ciudad centroamericana; allí, en la

“librería nutrida” como él la llamó, leyó e interiorizó la esencia que posteriormente se

coronaría con el viaje decisivo: el de Caracas, a la madre de Bolívar. Desde Guatemala, en

carta del 27 de noviembre al director del periódico El Progreso resaltaba:

Yo nací en Cuba, y estaré en tierra de Cuba aun cuando pise los no domados llanos del Arauco. El alma de Bolívar nos alienta; el pensamiento americano me transporta [...] ¿qué falta podrá echarme en cara mi gran madre América? ¡Para ella trabajo! -De ella espero mi aplauso o mi censura. (1963-65: VII: 111)

Resulta innegable que ya en Martí afloraba una concepción distinta, más cercana a lo

que resumiría en 1891 en “Nuestra América”, y que Bolívar empezaba a ser el destello

conductor, la sombra omnisciente. Inclusive en su tomo mínimo Guatemala exponía que

para esa época los ciudadanos se aplicaban en el estudio de lo que los rodeaba, no sólo

como país sino como continente: “Hablan de Bolívar, de los hombres patrios” (1963-65: VII:

145).

Ahora bien, sucedió que, al partir de tierras guatemaltecas, se encaminó a Cuba y en La

Habana, a través de sus colaboraciones puntuales a los periódicos, prosiguió con su

empeño de dominar el caudal de la historia anterior, de esa historia independentista de

América, imprescindible para ayudar a lo que en ese momento en él bullía. Más que nunca

la lectura, el repaso hondo, desvelaron a Martí. “¡Te ama Cuba! [...] ¡Y entre pueblos

hermanos, todas las flores deben abrirse el día del abrazo primero del amor! [...] Necesitaba

el Continente vasto, aquel poeta digno de cantarlo” (1992: 187-188).

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No sería hasta su llegada a Venezuela, el 20 de enero de 1881, cuando Bolívar adquirió

fuerza y unidad en Martí: su genio, el país, la Caracas a la que tanto amó y la que a tanta

desilusión lo condenó, todo confluyó en su alma voraz. Y la identificación vino el mismo

anochecer del arribo:

Cuentan que un viajero llegó un día a Caracas al anochecer, y sin sacudirse el polvo del camino, no preguntó dónde se comía ni se dormía, sino cómo se iba adonde estaba la estatua de Bolívar. Y cuentan que el viajero [...] lloraba frente a la estatua, que parecía que se movía, como un padre cuando se le acerca un hijo [...] El viajero hizo bien, porque todos los americanos deben querer a Bolívar [...] A Bolívar, y a todos los que pelearon como él porque la América fuese del hombre americano. (1989: 3)

Interesante la frase “como un padre cuando se le acerca un hijo”, porque se reconocía

en el venezolano al ser superior, en el sentido de respeto, admiración y continuidad, que

incidía en la voluntad del otro. Si es cierto que estas palabras se hicieron públicas en un

artículo de 1889 de La Edad de Oro, atestiguan veracidad, que para su visita a Venezuela

ocho años antes, Martí asumía la presencia de El Libertador en su actuar.

Al adentrarse en el mundo intelectual y político caraqueños, se inmiscuyó febrilmente en

un ámbito que se asomaba con prudencia, subrayada ésta por la curiosidad y el

desconocimiento, a obras de la historia nacional que trataban desde diferentes ángulos al

héroe de la Campaña Admirable. Así devoró Martí con avidez la Vida del Libertador Simón

Bolívar, de Felipe Larrazábal, Mis exequias a Bolívar, del conservador y a ratos patriota

Juan Vicente González, de José Antonio Páez su Autobiografía; la en aquel entonces

brillante Historia de Venezuela, de Rafael María Baralt y Ramón Díaz, y un libro que

deslumbró su atención hasta el punto de dedicarle unas cuartillas: Venezuela Heroica de

Eduardo Blanco.

Las nociones fracturadas que venían cohesionando en Martí una compresión de que su

lucha seguía a la de Bolívar, atemperaron cuerpo y magnitud en Venezuela; aquí alcanzó

a representarse en sus lecturas, en el diario convivir, la tragedia de El Libertador, que no

fue más que la propia tragedia de los pueblos americanos: el caos, la desobediencia, las

rivalidades que luego, en Nuestra América, denominaría de “aldeas”, la incapacidad de los

gobiernos; aquí también, desde su cátedra de oratoria del Colegio Villegas, en los artículos

a La Opinión Nacional, en la publicación que creara con efímera vida, la Revista

Venezolana, comenzó a fundirse con el ideario bolivariano, a reflejarse la conjunción de dos

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visiones en una, principalmente la que competía a que no existía una nación, existía

América:

Quien dice Venezuela, dice América: que los mismos males sufren, y de los mismos frutos se abastecen, y los mismos propósitos alientan el que en las márgenes del Bravo codea en tierra de México al Apache indómito, y el que en tierras del Plata vivifica sus fecundas simientes con el agua agitada del Arauco. (Martí: 1981c: 454).

Se hacía más latente Bolívar en Martí. A partir de Venezuela, El Libertador se erigirá en

el argumento para la prosecución de una utopía que se intentará revivir; muchos de los

escritos de los años venideros a la estancia en Caracas, sobre todo los de los Estados

Unidos, se hincharán de esta certeza: “venimos de esa tierra que vio nacer a Bolívar, aquel

hombre a quien Washington amó, y que fue menos feliz que él, pero tan grande como él”

(“Un viaje a Venezuela”, Nueva York, 1881); “Bolívar no defendió con tanto fuego el derecho

de los hombres a gobernarse por sí mismos, como el derecho de América a ser libre” (“Tres

Héroes”, La Edad de Oro, Nueva York,1889); “Surge Bolívar, con su cohorte de astros. Los

volcanes, sacudiendo los flancos con estruendo, lo aclaman y publican. ¡A caballo, la

América entera!” (“Madre América”, discurso en Nueva York, 1889); “Bolívar, dueño

incontrastable de los ejércitos..., barriendo al español, valsa, resplandeciente de victorias”

(“San Martín”, El Porvenir, Nueva York, 1891); “Su ardor fue el de nuestra redención, su

lenguaje fue el de nuestra naturaleza, su cúspide fue la de nuestro continente” (“Bolívar”,

Patria, Nueva York, 1893).

El bolivarianismo de Martí se engrandeció al reconocer en El Libertador a “nuestro primer

guerrero, a nuestro primer político y al más profundo de nuestros legisladores en el más

terso y artístico de nuestros poetas” (Citado por Morales: 1985: 76). Bolívar inauguró una

nueva sensibilidad respecto a América, que Martí continuó y que correspondieron, sin

dudas, a sus tesis posteriores sobre Venezuela, los senderos donde convergieron las ideas

rectoras del “hombre de las dificultades”.

3. De Carta de Jamaica a “Nuestra América”: continuidad de ideas

Antes de iniciar el estudio de la continuidad entre estos documentos capitales de la

historia americana del siglo XIX, una reflexión surge: ambos fueron concebidos en periodos

de decepción, en momentos en que tanto a Bolívar como a Martí los acompañaban la

frustración y el fracaso de sus ideas. Bajo la pesadumbre, bajo el signo del exilio, trágico

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de por sí, escribieron, uno la carta, el otro, el ensayo, y paradójicamente, el tono que los

recorre resulta de un optimismo preclaro; da cuenta cabal de la confianza en el futuro que

los animaba en esos instantes de lejanía: “se nos verá de acuerdo cultivar las virtudes y los

talentos que conducen a la gloria; entonces seguiremos la marcha majestuosa hacia las

grandes prosperidades a que está destinada la América meridional” (Bolívar: 1981: 61-62),

y Martí: “¡Porque ya suena el himno unánime; la generación actual lleva a cuestas, por el

camino abonado por los padres sublimes, la América!” (1981a: 167).

Para El Libertador, el año 1815 representó más que una salida temporal del escenario

político, un encuentro consigo mismo, una revisión que, aunque obligada, lo consolidó como

un estratega maduro, conocedor del alma americana; si quizás se hubiera mantenido

inmerso en las rencillas, en el aire contradictorio que envolvía a la Nueva Granada de

entonces, no hubiera accedido a mirar con ojos precisos la realidad y menos el porvenir. La

distancia fue difícil pero fructífera, porque forjó al hombre de acción y de ideas, que luego

se agigantaría.

La dominación realista era poderosa para ese 1815: perdida la Segunda República

después del descomunal esfuerzo de la Campaña Admirable; derrotado el ejército patriota

por las tropas enfurecidas del caudillo José Tomás Boves en 1814, a la causa republicana

la debilitaban las frecuentes rivalidades entre sus partidarios. ¿Qué encontró Bolívar a su

regreso de la emigración al oriente venezolano? Una Nueva Granada prisionera de odios,

donde sus arengas las devolvía el rencor y, sobre todo, un Manuel Castillo conjurado en su

contra, fatal para cualquier proyecto que pretendiese. Decepcionado, herido en su orgullo

de combatiente, prefirió marcharse de Cartagena de Indias, y embarcó, después de una

alocución de renuncia frente a sus soldados, hacia Jamaica, la isla caribeña que había

sentido de cerca los embates de la revolución haitiana. Y fue allí, en Kingston, sobreviviendo

del préstamo, sumido en la desesperanza, “afectado por ̀ la falta de documentos y de libros’”

(Polanco: 1994: 391), únicamente con la fe del espíritu, donde redactó, el 6 de septiembre,

una respuesta de íntegra historia al señor Henry Cullen, vecino del puerto de Falmouth: la

conocida como Carta de Jamaica.

Mientras que, en 1891, solo en los Estados Unidos, agobiado por asuntos de personal

resolución –ya para esa fecha las relaciones con la esposa avizoraban infeliz término–,

Martí vivía los inquietantes meses de la Conferencia Internacional Americana (1889-1890)

a la que había convocado “el país rubio”, y de la cual saldría la política del

panamericanismo:

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aquel invierno de angustia, en que por ignorancia, o por fe fanática, o por miedo, o por cortesía, se reunieron en Washington, bajo el águila temible, los pueblos hispanoamericanos. ¿Cuál de nosotros ha olvidado aquel escudo, el escudo en que el águila de Monterrey y Chapultepec, el águila de López y de Walker, apretaba en sus garras los pabellones todos de la América? Y la agonía en que viví (Martí: 1981e: 343).

“Nuestra América” (1891) y dos años antes “Madre América”, su discurso ante los

delegados al Congreso Panamericano, descubrían atento a Martí, insomne frente al destino

de las naciones del continente sureño y las del Caribe, tan apesadumbrado que su esencia

más vívida, su temblor más acendrado le alcanzaron, además, para sus Versos Sencillos,

poemas del corazón contrito y del clamor de su miedo:

Vierte, corazón, tu pena, Donde no se llegue a ver, Por soberbia, y por no ser Motivo de pena ajena. Yo te quiero, verso amigo, Ya muy cargado y deshecho, Porque cuando siento el pecho Parto la carga contigo. (Martí: 1981g: 366)

De esa naturaleza gris y del íntimo desasosiego de Bolívar y de Martí nacieron los

documentos, lo cual, como se anotó en anterior párrafo, no redundó en pesimismo, por el

contrario, revelaba esperanza en el futuro.

¿Cuáles ideas determinan entonces la unidad de la Carta de Jamaica con el ensayo

martiano? Para detallar estas líneas de enlace, se necesita asentar, primeramente, lo que

se comprende como continuidad, recurriendo para ello a la conceptualización que legó a la

filosofía Hegel y la cual propone, en síntesis: “se supone que toda unidad, para no quedar

en una abstracción estéril, se integra con otra, la afirma y en esa afirmación puede eliminar

o conservar” (A.A.V.V.: s/f: 158-200). Se desprende, por tanto, que las ideas de la misiva

de Kingston y las de Nuestra América, se vincularán, cuando así se requiera, además de

por su unidad, por la percepción de superación en el documento de 1891 respecto al de

1815, que queda ratificado y actualizado en el primero.

Muchas vienen a ser las nociones que se pueden extraer de una en otra, tomando

siempre de punto de partida que, por su época, Martí avanzó sobre ciertos aspectos que

Bolívar, por sus límites históricos, no experimentó, como lo referido al rol de potencia

imperialista –que no antimperialismo, como se analizará más adelante– que ya se entreveía

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en los Estados Unidos. Asimismo, mientras El Libertador hablaba en nombre de una clase1,

la de los criollos mantuanos, lo cual como señalara Acosta Saignes “la expresaba tan

profundamente, que a la vez la guía, la obedece y la enrumba; la comprende y le da pautas”

(1977: 192), Martí era el hombre solo, el luchador que encontraba, en los finales de siglo, a

su Patria bajo la hegemonía española.

Válidas estas acotaciones en tanto premisas de la comparación, se desglosarán, a

continuación, las ideas que aúnan a los dos pensadores.

3.1 El desconocimiento entre los pueblos de América

En este primer punto, hay que detenerse en un argumento lógico en el siglo XIX: el de

los impedimentos materiales para acercar las distintas ciudades; se sabe de hombres que

jamás abandonaron el Cuzco por los obstáculos de los míseros caminos que existían. Por

supuesto que tal situación y otras de similar origen, reprimían la comunicación, pero a lo

que atendió con énfasis Bolívar fue al desconocimiento político, y Martí, más lejos, al

espiritual, al de la hermandad que debía estrechar la América y a las rencillas que dividían

los contornos y las almas, a esas pugnas, pequeñas de generosidad:

un país tan inmenso, variado y desconocido, como el Nuevo Mundo [...]; aunque una parte […] de la revolución de América es conocida, me atrevo a asegurar que la mayor está cubierta de tinieblas […]; pues cuantas combinaciones suministra la historia de las naciones, de otras tantas es susceptible la nuestra por su posición física, por las vicisitudes de la guerra y por los cálculos de la política (Bolívar: 1981: 12-13)

Y el mismo Bolívar: “Estábamos como acabo de exponer, abstraídos, y digámoslo así,

ausentes del universo” (1981: 45).

Mientras Martí:

Cree el aldeano vanidoso que el mundo entero es su aldea, y con tal que él quede de alcalde, o le mortifique al rival que le quitó la novia, o le crezcan en la alcancía los ahorros, ya da por bueno el orden universal [...] Los pueblos que no se conocen han de darse prisa para conocerse [...] Los que se enseñan los puños, como hermanos celosos, que quieren los dos la misma tierra, o el de casa chica, que le tiene envidia al de casa

1 Clase aludiendo a Carl Marx: “Se es clase en la medida en que se deja de ser un agregado de individuos unificados por una característica externa, para devenir una unidad no sólo objetiva y estructuralmente (...) sino con una conciencia de sí” (en Bermudo, José Manuel. “Marx”. Historia del Pensamiento, s/f: Tomo IV, 19-60).

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mejor, han de encajar, de modo que sean una, las dos manos [...] Es la hora del recuento, y de la marcha unida (1981a: 160)

Para Bolívar pesaba más la fragmentación política; para Martí, como se deduce de la

cita, lo espiritual determinaba lo político, sin embargo, confluyen en una dirección: por

motivos disímiles, América se desconocía a sí misma. Ambos estadistas se percataron que

los obstáculos para identificarse semejaban enormes rocas que para apartarlas del sendero

demandaban un descomunal esfuerzo: poblaciones alejadas por ríos en crecida o abruptas

montañas, hombres interesados sólo en su parcela, carencia de recursos para la movilidad,

y, sobre todo, una metrópoli a quien favorecía que en Lima poco se informarse de Quito o

de Cartagena, porque separadas y desconocidas, las gobernaba mejor.

3.2 El continente distinto

Al juicio del desconocimiento continental, se le subordina otro: América figuraba desigual

por sus características y por su fisonomía mestiza respecto a Europa y a Norteamérica:

para Bolívar “Nosotros somos un pequeño género humano; poseemos un mundo aparte;

cercado por dilatados mares, nuevo en casi todas las artes y ciencias” (1981: 42), mientras

que para Martí “en el amasijo de los pueblos se condensan, en la cercanía de otros pueblos

diversos, caracteres peculiares y activos, de ideas y de hábitos, de ensanche y adquisición,

de vanidad y de avaricia” (1981a: 167).

El constituir un continente distinto presuponía enfrentarse con hechos de difícil

comprensión, para los que no se hallaban respuestas, a simple vista, a través de otras

historias. Por su génesis, por sus caracteres mezclados, por esa piel mestiza que la

recubría, América era única: “Con los pies en el rosario, la cabeza blanca y el cuerpo pinto

de indio y criollo, vinimos, denodados, al mundo de las naciones” (Martí: 1981a: 163); y la

claridad de estos dos pensadores radicó en entenderlo y, en consecuencia, intentar el

aglutinamiento para un proyecto que si bien permaneció en utopía, y más en Martí que en

Bolívar, sentó bases para cierta iluminación interior del hemisferio.

Al desconocimiento entre sí y a la noción de continente distinto Bolívar culpará de la

fractura de la unidad continental –y Martí lo confirmará–, es la idea fundamental que imbrica

ambos documentos y que, por su trascendencia, se desarrollará en el acápite siguiente,

junto a la del sistema político más conveniente para América y a la del futuro de sus países,

derivadas del primero.

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3.3 La definición del hombre americano

Para Bolívar, de acuerdo con el panorama histórico que acontecía, el americano era un

individuo ansioso para el comercio y los adelantos que exhibían Europa y Norteamérica,

esto último con el objetivo de imitarlas; ansiosos también de virtudes más débiles y talentos

políticos menos consistentes que los de otros hemisferios, los pobladores de la región

debían dejar al futuro la representatividad política, por lo mucho que ésta exigía. Una

concepción que pudiera descansar, en parte, en la decepción que lo condenaba al exilio.

El cubano se insertó en esta visualización bolivariana, pero le contrastó que algo se

transformaba, que ya no era “aspirar a” sino “levantar con brazos propios la América”, que

los criollos iban prescindiendo del calco para surgir por sí mismos. A “Éramos una máscara,

con los calzones de Inglaterra, el chaleco parisiense, el chaquetón de Norteamérica y la

montera de España” (1981a: 165) le interpuso “Los jóvenes de América [...] entienden [...]

que crear es la palabra de pase de esta generación. El vino, de plátano; y si sale agrio, ¡es

nuestro vino!” (165). Latía en Martí la confianza que se saldría del estanco imitativo que

obsesionaba a los de Tierra Firme en época de Bolívar, el protagonismo se sentía ya como

brisa. Lo que en Carta de Jamaica se veía con cuidado, “los americanos han subido de

repente y sin los conocimientos previos” (Bolívar: 1981: 46), en “Nuestra América” se diluía:

“con el genio de la moderación [...], por el influjo de la lectura crítica [...] que ha sucedido

[...] a la lectura de tanteo y falansterio en que se empapó la generación anterior, le está

naciendo a América, en estos tiempos reales, el hombre real” (Martí: 1981a: 164).

3.4 Sobre la raza

En un continente mestizo no pueden omitir sus pensadores el tema de la raza, y menos

Bolívar y Martí. Como la visión de esta monografía apunta hacia la continuidad de la Carta

en el ensayo, deviene pauta que se subraye que la concepción martiana de la raza supera,

por su sustrato, a la bolivariana. ¿Cómo esperar de un mantuano, dueño de esclavos,

descendiente de aquellos para quienes la masa indígena significó sólo manos para el

trabajo, que asimilara que los hombres debían ser reconocidos ante la sociedad sin

intervenir para nada su raza? Lejos llegó Bolívar al premiar con la libertad a muchos

esclavos y al comprender que para la lucha se demandaba del esfuerzo de todos por igual.

Martí, en cambio, marcado desde joven por los maltratos esclavistas que presenció en una

hacienda que visitaba en Caimito de Hanábana, provincia de Matanzas, en 1862, y que

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llevó luego a versos, criticó siempre en sus escritos la injusticia racial, que culminaría con

el ensayo “Mi raza”, aparecido en el periódico Patria en 1892:

Rojo, como en el desierto Salió el sol al horizonte: Y alumbró a un esclavo muerto, Colgado a un seibo del monte. Un niño lo vio: tembló De pasión por los que gimen: ¡Y, al pie del muerto, juró Lavar con su vida el crimen! (1981e: 360)

Bolívar se fijaba en la condición de mansedumbre del negro y del indio y sentenció con

una frase: “El alma de un siervo rara vez alcanza a apreciar la sana libertad” (1981: 57);

realista o no, la percepción de la clase mantuana se encontraba detrás sus palabras.

“No hay odio de razas, porque no hay razas [...] El alma emana, igual y eterna, de los

cuerpos diversos en forma y en color” (1981a: 167), dijo Martí, y el escalón que remontó lo

ubica en una idea de avanzada, puesto que, aunque para su época, el problema de la raza

acaparaba la atención, él lo abordó desde el concepto de universalidad, que el hombre era

uno sin distinciones ajenas a su identidad moral, ética y espiritual: “Peca contra la

humanidad el que fomente y propague la oposición y el odio de las razas” (167).

3.5 Mirar hacia a los tiempos clásicos

Otro de los vínculos que aproxima a Carta de Jamaica con “Nuestra América” lo

constituye el volver la mirada a Grecia y Roma, signos referenciales que siguieron a Bolívar

y a Martí desde perspectivas, en cierto modo, distintas.

Porque si Bolívar accedió a la época romana fue para repasar su estructura imperial e

integrarla a las nociones que iba señalando en su recorrido por los diferentes sistemas

políticos, hasta concluir en el más conveniente para América: el de las repúblicas. Así

sucedió también con Grecia, cuando rememoró a Corinto como símbolo de unidad: “¡Qué

bello sería que el Istmo de Panamá fuese para nosotros lo que el de Corinto para los

griegos!” (1981: 58). Martí acudió a lo clásico, pero desde otro centro, el de la educación:

“La historia de América, de los incas acá, ha de enseñarse al dedillo, aunque no se enseñe

la de los arcontes de Grecia” (1981a: 163).

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Hay que considerar que Carta de Jamaica es un texto más político, mientras que

“Nuestra América” se aplica a la reflexión, a veces filosófica, sobre diversos asuntos, entre

los que la educación emerge como primordial en el esquema martiano de la libertad. La

antigüedad clásica encerró en ambos un empeño de que el pasado alumbrara el panorama

incierto de sus presentes, en una comparación que intentaba eludir errores y evitar

desaforos:

No ejerciendo la libertad imperio [...], ningún estímulo excita a los republicanos a extender los términos de su nación, en detrimento de sus propios medios, con el único objeto de hacer participar a sus vecinos de una constitución liberal. Ningún derecho adquieren, ninguna ventaja sacan venciéndolas; a menos que los reduzcan a colonias, conquistas o aliados, siguiendo el ejemplo de Roma. (Bolívar: 1981: 52-53)

Y Martí:

Nuestra Grecia es preferible a la Grecia que no es nuestra. Nos es más necesaria. Los políticos nacionales han de reemplazar a los políticos exóticos. Injértese en nuestras repúblicas el mundo; pero el tronco ha de ser el de nuestras repúblicas (1981a: 163).

3.6 Los Estados Unidos

En otro orden, se descubre en “Nuestra América” una reflexión que Martí enfatiza y que

Bolívar, para 1815, no pudo constatar, y que, pese a no tejer un hilo entre ambos escritos,

resulta digna de atención: los Estados Unidos.

Evidencia el manifiesto de Jamaica que el pensamiento que rondaba a Bolívar acerca

de los Estados Unidos estaba influido por la Revolución de Independencia –que lo

deslumbraba–; por su sistema político, por la personalidad de George Washington, y por el

drama de la guerra, de connotaciones épicas, que acaparó su sueño en noches de lecturas

de libros heroicos, pudiera decirse que no estaba exento de cierto romanticismo. Pero el

país del norte revelado a Martí era sombrío: nacía la fase imperial, de ahí que toda cita de

él sobre Norteamérica se selle con la inquietud, con el miedo de lo que se cernía sobre el

continente americano. Como expresa Salvador Morales:

Bolívar pertenece a la época de ascenso revolucionario de la burguesía europea, cuando las ideas de los enciclopedistas estremecían al Viejo y al Nuevo Mundo casi al unísono. En cambio Martí, es testigo y actor de los comienzos de una nueva fase en el desarrollo de la sociedad

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capitalista, la fase imperialista, en la cual no queda ni la sombra, ni el recuerdo, de las capacidades revolucionarias de la burguesía (1985: 20)

Así, no se debe recalcar la continuidad de ideas sino la distinción de épocas. En “Nuestra

América”, Martí destaca:

El desdén del vecino formidable, que no la conoce, es el peligro mayor de nuestra América; y urge, porque el día de la visita está próximo, que el vecino la conozca, la conozca pronto, para que no la desdeñe. Por ignorancia llegaría, tal vez, a poner en ella la codicia. Por el respeto, luego que la conociese, sacaría de ella las manos (1981a: 167)

Martí fue antimperialista más allá de la acepción maniquea del término, porque primero

fue americanista y lo que observó y escribió estuvo encaminado a la relación visceral, de

conveniencia, que los Estados Unidos pretendían respecto a América, y temió por esa

dependencia económica, cultural y política, que cien años después, aún caracteriza a los

países del continente frente a su vecino norteño.

“Nuestra América” constituye la palabra premonitoria sobre los Estados Unidos; en ella

se sintetiza, en las postrimerías de siglo, la verdad que estremecería al siguiente: el carácter

verdadero de una nación que jugaba al papel de protectora y de vecina indulgente con la

convocatoria de un Congreso para la concordia. Martí arrebató la máscara y ese gesto, su

ensayo, se convirtió en el grito avizor del peligro de subordinación que acechaba.

3.7 Las dos alas: la circunstancia de Cuba y de Puerto Rico

Carta de Jamaica abordó la problemática de Cuba y de Puerto Rico, islas que para 1815

se erigían en las dos colonias españolas de estabilidad en la región. Aunque para cuando

se concibió “Nuestra América” ya había acontecido la Guerra de 1868 en la mayor de las

Antillas y se preparaba la de 1895, a grosso modo la situación no se diferenciaba de la que

El Libertador esbozó en su manifiesto jamaicano.

A lo largo de su carrera militar, Bolívar había planeado la liberación de las islas, proyecto

que obvió con posterioridad, debido, quizá, a la cantidad de suministros y dificultades

materiales que acarrearía una expedición de tal magnitud; o, a lo mejor, pensaba que con

la dependencia de Cuba y de Puerto Rico, España calmaría sus ímpetus de reconquista en

Tierra Firme:

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Bolívar fue informado acerca de la `interposición de los Estados Unidos para que suspendamos toda empresa hostil contra la isla de Cuba porque puede malograrse la negociación que tiene pendiente a fin de que Rusia influya en Madrid a favor de nuestro reconocimiento [...] Yo haré contestar en términos equívocos a fin de no desairar la interposición ni declarar que suspendemos nuestros preparativos […]´ Es evidente que el juego diplomático de Henry Clay motivado por la iniciativa de Bolívar, paralizó la invasión proyectada. (Polanco Alcántara: 1994: 806-807)

En su misiva a Cullen, Bolívar retrató con datos más demográficos que especulativos, el

estado de Cuba y de Puerto Rico, a las que no les “arriesga el resultado de sus cavilaciones”

como al resto de América, y de ellas destacó que “son las que más tranquilamente poseen

los españoles, porque están fuera del contacto con los independientes” (Bolívar: 1981: 37).

Por su parte, Martí no afloró en el ensayo sus sentimientos hacia ellas, ya que respondía

con él a una generalización y para no dar a entender preferencias por su Patria en un

estudio más abarcador que específico; en realidad, cuando profundizó sobre las dos islas

fue en el mes de abril de 1894, en “El alma de la Revolución, y el deber de Cuba en

América”: “la independencia de Cuba y Puerto Rico no es sólo el medio único de asegurar

el bienestar decoroso del hombre libre en el trabajo justo a los habitantes de ambas islas,

sino el suceso histórico indispensable para salvar la independencia amenazada de las

Antillas libres, la independencia amenazada de la América libre” (1981d: 118).

4. La unidad americana: utopía en dos tiempos

4.1 La unidad americana

El ideal de una América unida se erige en la voluntad de escritura de ambos documentos.

Es la semilla desde donde germinan las demás reflexiones y la génesis desde la cual

alcanzan altura y se dimensionan los postulados políticos. Carta de Jamaica y “Nuestra

América” constituyen la proyección de una utopía, febril en su objetivo, delirante en su

concreción.

Este sueño de integración tuvo en Francisco de Miranda su primer hacedor. Tanto como

los libros que le aportaron datos precisos para la comprensión de América, el pensamiento

mirandino creció en Bolívar, socavando hasta salir a la superficie en 1815, con Carta de

Jamaica. Al respecto, plantea Polanco Alcántara:

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La preocupación de Simón Bolívar por la existencia de América como un todo integrado fue debida a la influencia de Francisco de Miranda, sin negar sus propias preocupaciones, estudios y observaciones. No se nota en el pensamiento de Bolívar, antes de su visita a Londres en 1810, una clara visión americana. En cambio, Miranda tenía esa idea como constante fundamento de su ideología política. (1997: 60)

En Bolívar, su aspiración cobró realidad al mantener por un tiempo, bajo la égida unitaria,

a la Gran Colombia Bolivariana, a Venezuela, a la Nueva Granada –que incluía a Panamá–

y a Ecuador, en Martí no sucedió así. Desigual transcurrieron los años, distintos sus

protagonistas, porque cuando El Libertador se empeñó en extender su desvelo de unidad

americana, el concepto de nación2 no existía, la referencia era América, no una nación

determinada y aún no se había asumido la individualidad que, para la época de Martí, ya

se tenía. Se hacía más viable, más posible, pese a las circunstancias adversas, agrupar a

los pueblos en un mismo estandarte: se decía América y se decía todo: “¿No es la unión

todo lo que se necesita para [...] expulsar a los españoles, a sus tropas y los partidarios de

la corrompida España para hacerlos capaces de establecer un imperio poderoso, con un

gobierno libre y leyes benévolas?” (Bolívar: 1981: 59).

Bolívar apunta hacia la unificación pero más política que cultural. En la cita anterior se

percibe la integración como el arma real para la derrota de la metrópoli y como la certeza

de que con ella terminará su dominio. De esta manera, profundizaba: “Seguramente la

unión es la que nos falta para completar la obra de nuestra regeneración [...] Yo diré a Vd.

lo que puede ponernos en actitud de expulsar a los españoles y de fundar un gobierno libre:

es la unión, ciertamente” (1981: 60-61). Sin embargo, él sabía de “climas remotos,

situaciones diversas, intereses opuestos, caracteres desemejantes” (1981: 58) y de “los

moradores [...] muchas veces errantes [...], perdidos en medio de los espesos e inmensos

bosques, llanuras solitarias y aisladas” (41) que conspiraban y, precisamente, en este

conocimiento radicó su grandeza: pese a advertir estos obstáculos, insistió en su idea hasta

llevarla a sus consecuencias más extremas, hasta la decepción de sus últimos días: “Es

una idea grandiosa pretender formar de todo el Mundo Nuevo una sola nación con un solo

vínculo que ligue sus partes entre sí y con el todo [...] ¡Qué bello sería que el Istmo de

2 Para el concepto de nación se atenderá el del historiador y filósofo francés Ernest Renan (1823-1892), quien nació, al otro lado del continente americano, en los momentos de esplendor de la acción de Bolívar y que desarrolló su obra intelectual bajo la madurez de Martí escritor y político; un hombre eminentemente del siglo XIX. “La nación: gran solidaridad, constituida por el sentimiento de los sacrificios realizados y los que se realizarán en caso necesario, lo cual presupone un pasado y se resume en el presente por un hecho tangible: el consentimiento, el deseo claramente expresado de continuar la vida en común”. Evidentemente, el caos de Venezuela excluía toda lógica de nación.

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Panamá fuese para nosotros lo que el de Corinto para los griegos!” (58); o: “Yo deseo más

que otro alguno ver formar en América la más grande nación del mundo, menos por su

extensión y riquezas que por su libertad y gloria” (51).

Sólo por su nombre, Nuestra América, se revela la doctrina martiana de la unidad. En el

decurso de Bolívar a Martí, se visualiza lo que el último señaló en sus juicios: el

distanciamiento de lo político, de lo estatal, para darle entrada a una preocupación vital: la

unificación de espíritu. En verdad, para 1891 poco se podía inventar en el concierto de

naciones, ya que las que estaban poseían, mal que bien, conciencia de individualidad, de

sus perfiles geográficos y políticos y de sus situaciones respecto a las otras; lo conocía

también Martí y ello no le amedrentó su sueño, al igual que le ocurrió a Bolívar.

Por eso cuando escribía “del Bravo a Magallanes, sentado en el lomo del cóndor, regó

el Gran Semí, por las naciones románticas del continente y por las islas dolorosas del mar,

la semilla de la América nueva” (Martí: 1981a: 167), no ocultaba su esperanza de ver un

continente renovado, con pueblos fundidos en uno solo, ancho por corazón y por propósitos;

y si expresaba “el deber urgente de nuestra América es enseñarse como es, una en alma”

(166), reconocía, entonces, la posibilidad de comunión entre las naciones americanas, para

que fructificara la unidad.

Pero en Martí este anhelo entraña, a la vez, contradicción, pues aparece marcado por la

incertidumbre que venía de sus análisis sobre el hombre americano, de esa condición de

mestizaje que convertía al continente y a sus habitantes en una entidad distinta a la del

resto del mundo. Como aprecia Fernández Retamar: “Martí diseña en el exterior un proyecto

grandioso para nuestra América, pero en su interior teme por la no realización de ese

proyecto, que incumbe a países que ni son colonias del todo ni han dejado enteramente de

serlo” (s/f: 12). “Nuestra América” es, por ese temor lacerante que sentía Martí, el aliento

para llamar a la unificación, su deseo de alejar de sí mismo la idea de que no fuera viable

el proyecto. A partir de este ensayo, sus artículos reforzarán este ánimo: “Nuestra alma es

una, y la sé [...]; pero estas cosas son siempre obra de relación, momento y acomodos. Con

la representación que tengo, no quiero hacer nada que parezca extensión caprichosa de

ella” (1981f: 138-139). Lo escribió el 18 de mayo de 1895, un día antes de su muerte.

4.2 El sistema político más adecuado para América

Este ítem se deriva de la noción anterior de unidad, lo que Bolívar propuso, fue

confirmado después por Martí: la conveniencia de las repúblicas. El Libertador se detuvo

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en su Carta en las dificultades de las monarquías y de las formas democráticas y federales,

concluyendo que, para ese momento, no resultaba ni factible una gran federación para

América:

las instituciones perfectamente representativas, no son adecuadas a nuestro carácter, costumbres y luces actuales [...] En tanto que nuestros compatriotas no adquieran los talentos y las virtudes políticas que distinguen a nuestros hermanos del Norte, los sistemas enteramente populares, lejos de sernos favorables, temo mucho que vengan a ser nuestra ruina. […] Supongamos que fuese el istmo de Panamá, punto céntrico para todos los extremos de este vasto continente, ¿no continuarían éstos en la languidez y aun en el desorden actual? Para que un solo gobierno dé vida, anime, ponga en acción todos los resortes de la prosperidad pública, corrija, ilustre y perfeccione al Nuevo Mundo, sería necesario que tuviese las facultades de un Dios, y cuando menos las luces y virtudes de todos los hombres. […] Muy contraria es la política de un rey cuya inclinación constante se dirige al aumento de sus posesiones, riquezas y facultades […] Por estas razones pienso que los americanos ansiosos de paz, ciencias, artes, comercio y agricultura, preferirían las repúblicas a los reinos (Bolívar: 1981: 50-53) (Lo destacado en cursivas: DG)

Asumida por Bolívar en 1815 la idea de república como la más conveniente, ésta volverá

a la palestra en “Nuestra América” pero con un agregado: la necesidad de que los gobiernos

que guíen estas repúblicas se cohesionen con las cualidades propias de ellas, que sean

cónsonos con su naturaleza. Martí reclamaba gobernantes patrios, con una visión de patria:

el buen gobernante en América es [...] el que sabe con qué elementos está hecho su país, y cómo puede ir guiándolos en junto, para llegar, por métodos e instituciones nacidas del país mismo, a aquel estado apetecible donde cada hombre se conoce y ejerce […] El espíritu del gobierno ha de ser el del país. La forma del gobierno ha de avenirse a la constitución propia del país. El gobierno no es más que el equilibrio de los elementos naturales del país [...] Gobernante, en un pueblo nuevo, quiere decir creador. (1981a: 161-162)

A la postulación de república que defendió Bolívar, Martí le sumó su consideración de lo

autóctono como categoría que debía investir al conductor de la república y le añadió una

percepción que retrata a la América de hoy: “En pueblos compuestos de elementos cultos

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e incultos, los incultos gobernarán, por su hábito de agredir y resolver las dudas con su

mano, allí donde los cultos no aprendan el arte del gobierno” (1981a: 162). También en el

pensador cubano se produjo el anticipo que alumbrara a Bolívar respecto a las repúblicas.

4.3 El futuro de los pueblos americanos

Para cerrar la concatenación que se desprendió de la idea de unidad, faltarían los

designios para el futuro de la región, que los estudiosos de Bolívar y de Martí han coincidido

en denominar “augurios” o adelantos, y que los dos estrategas esbozaron en sus

documentos. Vale tomar en cuenta, sin embargo, lo que Acosta Saignes destacó acerca de

las “profecías” de Bolívar:

La mayor parte de los historiadores [...] insisten hasta el cansancio estéril en la condición de profética de esa pieza política. Ciertamente Bolívar, como todos los genios de la acción, pudo ver en medio de la maraña sociológica hasta donde no alcanzaban las miradas de muchos de sus contemporáneos. Pero no porque fuera una especie de augur [...], sino porque era un combatiente con un propósito. Su más cabal predicción se fundió con su propia actividad: la libertad de América (1977: 189)

De México, El Libertador esperaba una república representativa, con atribuciones para

el poder ejecutivo y una persona que, de gobernar bien, conservaría su autoridad, pero

también “si el partido preponderante es militar o aristocrático, exigirá probablemente una

monarquía que [...] declinará en absoluta” (1981: 54), lo cual se hizo realidad, primero con

Agustín de Iturbide en 1822 y luego, en 1864, con el emperador Maximiliano de Austria.

Acerca de los estados centroamericanos, convino que por el istmo de Panamá disfrutarían

de un comercio sin igual con el mundo y que integrarían una asociación (para 1824, se

agruparon en las “Provincias Unidas de Centro América”). Sobre Argentina vislumbró que

caería bajo una dictadura –una fue la de Rosas en 1835, por ejemplo– y que a Chile

correspondería mantenerse largo tiempo en “las justas y dulces leyes de una república”

(56), mientras que del Perú detalló, además de la tiranía mestiza y de la humillación contra

el indígena todavía presente y por las cuales, como pueblo, no ha conseguido “recobrar su

independencia” (57), un punto interesante: “Supongo que en Lima no tolerarán los ricos la

democracia [...], preferirán la tiranía de uno solo, por no padecer las persecuciones

tumultuarias y por establecer un orden siquiera pacífico” (57), que se sustentaría entre 1845

y 1862 con el mando del general Ramón Castilla.

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Respecto a Venezuela y a Nueva Granada enfatizó: “si llegan a convenirse en formar

una república central” (1981: 55), ¿presentía Bolívar la separación hostil que sucedió a

meses de su muerte? Acierta en la constitución de un poder ejecutivo (jamás hereditario),

con una cámara o senado legislativo y un cuerpo legislativo; y en que Nueva Granada

convendría en un estado solo, “porque es muy adicta a la federación” (56). Aunque no lo

suscribió a una república determinada, adelantó que algunas “devorarán sus elementos”

(58), y acaso, ¿no aconteció esto en su país de nacimiento durante la Guerra Federal?

No tan explícitamente como Bolívar en Carta de Jamaica, Martí ofrece su visión futura

de América, que inunda como afluente subterráneo toda la lectura: “con los oprimidos había

que hacer causa común, para afianzar el sistema opuesto a los intereses y hábitos de

mando de los opresores” (1981a: 164), lo cual se demostraría en el siglo precedente con la

Revolución Mexicana (1910) y con la Revolución Cubana (1959), sin enjuiciar hacia qué

direcciones enrumbaron posteriormente.

“Algunas repúblicas [...] se echan a pie a la mar, a recobrar, […], los siglos perdidos.

Otras, […], ponen coche de viento y de cochero a una pompa de jabón [...] Otras acendran,

[…], el carácter viril. Otras crían, en la guerra rapaz contra el vecino, la soldadesca que

puede devorarlas” (1981a: 166). Así, a diferencia de Bolívar que lo hizo individualmente,

definió el porvenir de América: el derroche, el desarrollo acelerado y destructivo, las

rivalidades entre vecinos y el exacerbado espíritu de guerra como falso símbolo de

identidad.

5. Conclusión

Tanto en Carta de Jamaica como en “Nuestra América”, las miradas hacia una utopía

están centradas en el futuro: en Bolívar, como captó Mijares, “no animado por el rencor,

sino por legítimas esperanzas de un mundo mejor” (1987: 287), mientras que en Martí

cuando se regara “la semilla de la América nueva” (1981a: 167) y comenzara entonces la

obra de los pueblos en el venidero siglo: conocerse y unir voluntades.

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Artículo publicado en Anuario de Estudios Bolivarianos 9, Año VIII, 2000, Universidad Simón Bolívar, Caracas, Venezuela, 109-132 (Latindex)