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NOTA DE TAPA • POR MELISA MIRANDA CASTRO • FOTOS GUSTAVO PASCANER “SÉ QUE AL ASES I NO LO VOY A EN C 26

Casos que quedaron sin justicia

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Revista 7Días. Entrevista a Isabel Yaconis, madre de Lucila Yaconis quien hace más de una década fue violada y asesinada a metros de su casa. No hay sospechosos ni detenidos.

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NOTA DE TAPA • POR MELISA MIRANDA CASTRO • FOTOS GUSTAVO PASCANER

“SÉ QUE AL ASESINO LO VOY A ENC

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ESINO DE MI HIJA NCONTRAR”

Lucila Yaconis fue asesinada hace una década cerca de la estación de Núñez. Con la causa sin detenidos y a poco de prescribir, su mamá, Isabel, transformó su dolor en ayudar a otros que pasaron por lo mismo. Cómo es vivir cuando la Justicia nunca llega.

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Mi cabeza no para y es una autodefensa. Cuando me quedo sola, no puedo ni mi-rar los álbumes fami-

liares. El año pasado se cumplieron nueve años y fue la primera vez que pude abrir el álbum donde tenía fotos de ella desde la panza, los bautismos, los cumpleaños. Cada foto de Lucila de bebé es una puñala-da. Siempre pienso ¡Qué destino! ¡Fue tan absurdo!, que te maten a cincuenta metros de tu casa, en un lugar donde constante-mente pasa gente. Yo sentía culpa porque ese día se volvió sola, pero le faltaban unos días para cumplir 17 años. En esa época no vivíamos con tanto temor como ahora.” Así describe su presente Isabel Yaconis, con un dolor que no quiebra su entereza ni su voz, pero que se refl eja en sus ojos du-rante el relato. Narra todo de corrido, ya se acostumbró a hacerlo, lo cuenta como una catarsis de palabras que salen en perfecto orden y claridad y que recuerdan cómo cambió su vida desde hace casi una dé-cada. Diez años, 1.200 meses, 3.650 cin-cuenta días, 87.600 horas sin su hija me-nor y sin conocer de su asesino más que sus genes. No hay un nombre, una cara, un cuerpo al que culpar. Su rastro más concreto e irrefutable no alcanza para dar con su identidad.

RECUERDOS. Lucila Yaconis tenía 16 años, vivía en el barrio de Núñez, y esta-ba a poco de cumplir sus 17. El 21 de abril de 2003, volvía a su casa alrededor de las 19, cuando un hombre la interceptó en el cruce de la vía, la llevó hasta un terreno cercano e intentó violarla. Ciento treinta y cinco pasos solamente separaban la casa de Lucila del lugar donde todo ocurrió. César López, que tenía un taller cerca de la vía escuchó un grito: “Soltame”, salió a ver qué pasaba y el victimario lo alejó di-ciéndole que estaba con su novia. Cuando dejó de escuchar las voces, volvió a salir, vio a Lucila muerta y llamó a la policía. Nunca se dio con el criminal. En 2015, sin un acusado, la causa va a prescribir.

Desde que perdió a su hija, Isabel se abocó a la Asociación Madres del Dolor, donde se convirtió en una referente de casos de violación. Ahora está jubilada pero sigue trabajando. Su marido Pepe, también jubilado, se levanta todos los días a las 5 de la mañana y va de Núñez a Ba-rracas a trabajar en un taller de torneado

EL 17 DE ABRIL DE 2003 LUCILA FUE

ASESINADA A PASOS DE LA ESTACIÓN DE NÚÑEZ, CERCA DE SU CASA. SU MAMÁ TODAVÍA VIVE EN

EL BARRIO.

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ALCM

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de madera. “No tenemos lujos, nunca tuve un auto, mi vida no cambió en lo absoluto, nunca acepté nada de nadie, nunca tuve ningún puesto político ni ninguno que me haya dado el Gobierno”, aclara. Pero no es tan así, su vida cambió mucho.

Mientras habla con 7 DÍAS, Isabel se maquilla porque sabe que después vienen las fotos. Ya está acostumbrada al circuito: charla, micrófonos, cámaras, fotos, todo esto lo fue naturalizando a lo largo de los años. De ser una empleada administrativa en una mueblería, pasó a encabezar una lucha y a manejarse con los medios como pez en el agua. Pero se queja de que el fo-tógrafo empieza precozmente a disparar la cámara antes de que esté lista. “Nunca pensé que mi vida iba a tener este vuelco. Cuando me pinto los labios para hacer una nota, pienso en Lucila que era tan coqueta y quería ser artista, entonces le digo: ‘Per-doname porque los fl ashes llegaron tarde’. Ella soñaba participar en concursos, ha-cía teatro y le encantaba cantar, tenía una voz preciosa. Su vida eran sus cuatro ami-gas, ir a las clases de teatro que la apasio-naban, ¿qué pecado cometió? ¿El de haber cruzado la vía?”, se pregunta Isabel, con resignación en la mirada.

Su casa está repleta de recuerdos, en la repisa de la cocina hay algunos por-tarretratos con fotos familiares. Toma uno, orgullosa, y dice: “ésta me cambió la vida”, mientras muestra a una beba re-gordeta con cachetes rozagantes. Se trata de Emma, su primera nieta, que todavía no camina pero ya se la puede considerar como un terremoto. En otros estantes es-tán las fotos de Lucila, ésas que circularon por los medios y que la grabaron en la reti-na. “Ella se quedó en sus casi 17 años, por eso los chicos del colegio me conmueven tanto, porque me recuerdan a ella. Siem-pre va a tener esa edad”, dice Isabel.

LUCHA INCANSABLE. “Cuando fue lo de Lucila, al otro día vino Juan Carr a mi casa, y a los tres días me estaba organizan-do una marcha, armamos cartelitos con números de teléfono pidiendo testigos. ¡Qué importante es sentirse acompañada! Me presentó otras madres que habían per-dido a sus hijos. Ahí empezó mi lucha y no paró. Quizás ya no la búsqueda del asesi-no, porque sé que no lo voy a encontrar. Pero sí puedo entender por qué pasó todo esto. ¿Por qué cuando yo fui a la fi scalía me enteré de tantos casos de chicas viola-

das en esta zona? ¿Por qué yo no lo sabía? Cuando me senté con el fi scal tenía carpe-tas de causas y causas y eran todos hechos alrededor de la estación. Por supuesto, los autores de esas víctimas nunca apare-cieron”, refl exiona Isabel, que se cargó la investigación al hombro, preguntó casa por casa, cruzó la ciudad para entrevistar testigos que no la llevaron a nada y peleó para que cada violador que era encontrado culpable, con un modus operandi similar, fuera cotejado con la muestra encontrada en el uniforme de Lucila.

“Mi cabeza trabajó tanto, tanto, tanto, que yo ya no vivía. Los primeros quince días me la pasé a café y salía todos los días a golpear una puerta, a buscar testigos, yo hacía de investigadora. Estoy segura que el asesino es del barrio, que está en el ba-rrio y que fue un oportunista”, relata.

En esas recorridas encontró a una tes-tigo que trabajaba en una casa de familia sobre la calle O’Higgins a la misma altura de su casa. La mujer vio a Lucila cruzar la vía y a un hombre delgado, con piernas muy fl acas y pantalones chupines, que al

“SALÍA TODOS LOS DÍAS A GOLPEAR UNA PUERTA, A BUSCAR TESTIGOS, YO HACÍA DE INVESTIGADORA. ESTOY SEGURA QUE EL ASESINO ES DEL BARRIO, QUE FUE UN OPORTUNISTA.”

verla pasar se dio media vuelta y empezó a caminar atrás de ella. “En ese entonces yo estaba obsesionada, me la pasaba mi-rando los pantalones de los hombres. Sa-bía que tenía una camisa blanca, que era delgado, pelo ondulado, bien peinado y no medía más de 1,70 de altura. Es el día de hoy, que cuando trabajo en el local de Cabildo se me cruza un joven que es raro. Debe tener unos treinta y pico de años y tiene el cabello ondulado. Yo me lo cruzo y digo qué ganas tengo de seguirlo a ver a dónde va. Siempre tiene una mochila. Nunca lo seguí porque tendría que dejar mi trabajo y no quiero abusar. Pasa al-rededor de las 12 del mediodía, pero no siempre lo veo. Son fantasías, cosas que se me cruzan”, dice Isabel.

El asesinato de Lucila conmocionó al barrio, a la ciudad y al país. Después de la muerte de Lucila y de Elsa Escobar -quien también falleció a manos de un violador al poco tiempo del caso Yaconis-, se implementaron algunas medidas de seguridad como las cámaras en las esta-ciones de tren, el protocolo para que en

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los hospitales haya un kit profi láctico y los corredores seguros. Pero lo que Isabel Yaconis, lucha por instaurar desde 2004 es el Banco de Huellas Genéticas de Con-denados por Delitos contra la Integridad Sexual, que en 2006 tuvo media sanción en Senado, pero perdió estado parlamen-tario al no ser tratado por Diputados. La segunda oportunidad fue el 31 de agosto de 2011, que volvió a adquirir media san-ción en Senadores y desde entonces no se ha tratado en Diputados.

“Al asesino de Lucila le salió bien, por-que por más que esté el ADN, no hay dónde compararlo. ¿Qué habría que hacer para eso? No te digo condenar a toda la pobla-ción, pero en caso de violadores, una vez que los encontraron culpables, creo que en el legajo debería estar junto a su foto y su identifi cación, el ADN. En algún momen-to, las condenas se cumplen pero como son reincidentes, a la primera víctima quizás no la vamos a salvar, pero vamos a evitar que

haya una segunda”, refl exiona pero se in-digna: “Eso es lo que creo que no entienden hasta ahora los legisladores porque hay mucha oposición. Dicen que una vez que vos los condenaste, llevarlos a una base de datos sería darles una doble condena, sería estigmatizar al delincuente sexual, violar las garantías personalísimas”. Sin embar-go, no baja los brazos y desde Madres del Dolor sigue pujando para que esto suceda. “Una vez, una persona me dijo que si le hu-biera pasado lo que me pasó a mí, hubiera salido con una ametralladora. ¿A quién? Si yo supiera quién es el asesino, tampoco lo mataría. Nosotros apostamos a la pena en vida, pero sí quiero que se pudra en la cárcel. La justicia, cuando se trata de vio-ladores es más fuerte. Mi esencia ha sido siempre protectora por eso creo que el dar una mano todos los días, darle mi hombro a alguien para llorar, es lo que más satis-facción me está dando en los últimos tiem-pos”, asegura.

Madres del Dolor cuenta en su haber más de 8 mil casos de todo tipo de delitos, por los que la gente acude a la entidad a pedir ayuda. Cuando Isabel empezó a in-tegrar la asociación comenzó a recorrer el país y a ocupar todas las horas que no de-dicaba a su trabajo de administrativa a los casos que requerían su colaboración. “Que mi marido entienda que me tengo que au-sentar varios días o que estamos cenando, suena el teléfono por un caso nuevo y tengo que atender, eso para mí ya es demasiado. Analía, mi hija mayor, también fue muy madura. Siempre respetó que yo hiciera lo que hago. Ella perdió a su hermana y perdió a su mamá, porque yo empecé a desaparecer”, cuenta Isabel. “El papel de los hermanos es tremendo, uno no se da cuenta el rol que ellos tienen que cumplir. Ella pasó a ser hija única y a vivir por no-sotros. Hasta que pasó lo de Lucila yo no tenía celular, pero me compré uno, así con Analía sabíamos siempre dónde estaba la otra y si estaba bien”, explica Isabel. “La muerte de Lucila no es una mochila para mí. Soy consciente de que está muerta, es-tuve consciente de eso desde el primer mo-mento, pero creo que luchando mantengo viva su memoria”, declara una madre que a pesar de todo no baja los brazos.

ISABEL ES LA CARA DE “MADRES DEL

DOLOR”, QUE ATIENDE A PERSONAS QUE PIDEN AYUDA EN MÁS DE 8 MIL CASOS DE TODO TIPO DE

DELITOS.

“ESTUVE CONSCIENTE DE QUE LUCILA ESTABA MUERTA DESDE EL PRIMER MOMENTO, PERO CREO QUE LUCHANDO MANTENGO VIVA SU MEMORIA”

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Los nueve imputados a los que se in-vestigó por la muerte de Jimena Hernán-dez fueron sobreseídos por falta de prue-bas o prescripción de la causa. La nena, de 11 años, apareció muerta el 12 de julio de 1988 en la pileta del Colegio de la San-ta Unión: en un principio se habló de un accidente, pero después el caso llevó la carátula de “ataque sexual seguido de ho-micidio”. El juez que siguió el proceso de-terminó que la joven había sido asesinada, pero no determinó quién lo hizo. En 1997

EN DICIEMBRE SE CUMPLEN 20 AÑOS DEL INCENDIO EN

EL BOLICHE EN QUE MURIERON EL HIJO

DE RAÚL BUGANEM Y OTROS 16 CHICOS.

“HUBIERA QUERIDO A LOS INSPECTORES Y AL INTENDENTE PRESOS”

VIVIR SIN JUSTICIA

El 20 de diciembre de 1993 un grupo de alumnos de 5º año del Colegio La Sa-lle disfrutaba de su fi esta de egresados en Kheyvis, un boliche de Olivos. Sonaba una canción de Los Pericos cuando empezaron a oler a quemado: el lugar se incendiaba. Esa noche murieron 17 chicos y otros 24 sufrieron heridas, pero no hubo responsa-bles penales por el hecho.

Los jóvenes no tuvieron cómo escapar de las llamas: no había salidas de emer-gencias, las puertas abrían hacia adentro, el techo era de paja. En febrero de 2006, 13 años después de la tragedia, la causa penal que se les seguía al dueño de la discoteca y a la empleada municipal que habilitó el local, por los delitos de homicidios y lesio-nes culposas, prescribió. El propietario fue condenado a dos años de cárcel por falsifi -cación ideológica de instrumento público y en 2011 la justicia civil condenó a la Mu-nicipalidad de Vicente López y a una com-pañía de seguros a pagar unos 50 millones de pesos a los familiares de las víctimas fa-

tales. “La vida me dio dos cachetazos: uno cuando me quitaron a mi hijo y el segundo cuando la Justicia no hizo nada”, dice Raúl Buganem, papá de Leandro, que falleció en Kheyvis. “Yo hubiera querido ver a todos los inspectores presos y al intendente En-rique García también”, asegura.

El 30 de diciembre de 2004 un incen-dio terminó con la vida de 194 chicos que estaban en un recital de Callejeros en el boliche República de Cromañón. Por esos días Buganem sintió que todo volvía

a comenzar, que nada se había aprendi-do: “Sucedió exactamente lo mismo: fue un fi el refl ejo de Kheyvis, en proporcio-nes mayores. Reviví todo lo que había pasado”. En 1996 él y otros padres forma-ron la asociación civil Padres de Kheyvis: “Trabajamos para que no volviera a pa-sar algo así. Algo habremos hecho mal”, asegura. “No digo que si los culpables de Kheyvis, los inspectores, hubieran sido sancionados, Cromañón no pasaba, pero al menos era un antecedente. En vez de eso, se hizo como que ahí no había pasado nada”, refl exiona.

25 AÑOS DE IMPUNIDAD

“DESPUÉS DEL PRIMER AÑO ME DI CUENTA

DE QUE NADA SE IBA A RESOLVER”, DICE

JORGE, EL PAPÁ DE LA CHICA ASESINADA EN

LA PILETA DEL COLEGIO SANTA UNIÓN.

POR DANIELA ROSSI

CASO KHEYVIS

CASO JIMENA HERNÁNDEZ

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sufrieron heridas. En diciembre de ese año fueron procesados el escultor y la dueña de la galería por homicidio y le-siones culposas, y a cinco funcionarios municipales y policiales.

La causa nunca llegó al juicio oral y en 2005 prescribió, después del cambio de plazos que produjo la reforma del Código Penal en 2004. La sentencia fue apelada y llegó a la Corte Suprema, pero allí tampoco obtuvo un fallo favorable. La causa estaba cerrada y no volvería a retomarse el proceso.

“Tuvimos que salir afuera a pedir Justicia, fue muy triste. A Marcelita no la voy a tener más, pero espero que haya alguna respuesta. Uno siempre espera que se dé algo positivo”, asegura Eduar-do. “Ya pasaron muchos años, ella era nuestra única hija. Sólo esperamos po-der llegar a ver la Justicia, que llegue-mos a tiempo”, dice.

“TUVIMOS QUE SALIR AFUERA A PEDIR JUSTICIA”

Hace cuatro años y medio que Nora y Eduardo Iglesias enviaron a la Corte In-teramericana de Derechos Humanos la causa en la que se investiga la muerte de su hija Marcela. “Esperamos un voto a nuestro favor y que después de eso pue-da haber alguna sanción. La causa no se va a volver abrir, pero tenemos la mejor expectativa de que haya alguna respues-ta”, cuenta Eduardo. El 5 de febrero de 1996 Marcela, de cinco años, caminaba por el Paseo de la Infanta junto a sus compañeros de la colonia del Club Banco Hipotecario. La Galería Der Brücke, uno de los locales del lugar, había instalado una muestra de esculturas gigantes sin permiso municipal. Una de esas escul-turas, de dos metros y medio de altura y más de 270 kilos, cayó sobre Marcela. Ella murió en el acto y dos compañeras

se dictó el cierre de la causa sin identifi car a los culpables; años más tarde volvió a abrirse, pero sin llegar a una resolución. Para evitar que la causa fuera cerrada, la familia llevó el pedido de emmarcar-lo como un crimen de lesa humanidad, intentando seguir el curso que había to-mado el caso de Walter Bulacio, y bajo la premisa de que le hecho ocurrió dentro de un establecimiento que contaba con la subvención del Estado. La Corte Suprema de Justicia descartó ese camino y el suma-rio penal fue cerrado.

“Durante los primeros seis meses del proceso confi aba mucho en la Justicia, has-ta que empecé a indagar y vi que había gra-vísimos problemas”, cuenta Jorge, el papá de Jimena, a casi 25 años de la muerte de su hija. “Luché muchísimo, me expuse a las malas artes de quienes quisieron ame-drentarme. Uno sigue porque se trata de la muerte de una hija, la asesinaron. Pero me persiguieron y acusaron con infi nitos motivos, no les quedó ni un artículo por querer aplicarme”, asegura. “Después del primer año me di cuenta de que nada se iba a resolver”, sostiene.

UNA ESCULTURA SIN PERMISO MUNICIPAL

CAYO SOBRE LA PEQUEÑA MARCELA EN

EL PASEO DE LA INFANTA EN 1996. LA CAUSA

PRESCRIBIÓ EN 2005.

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CASO MARCELA IGLESIAS