Catálogo Las artes del Nuevo Mundo

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Descripción y estudio de piezas de arte colonial lationoamericano

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  • N U E V O

    M U N D O

    L A S

    A RT ES

    D E L

  • N U E V O M U N D O

    L A S A RT ES D E L

  • L AS ARTES DEL NUEVO MUNDO

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    Fachada del Edificio Coll&Corts

  • COLL&CORTS FRANC ISCO MARCOS

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    PREFACIO

    Las Artes de la Amrica latina de los siglos XVI, XVII y XVIII repre-sentan un complejo mosaico de influencias, culturas y visiones estticas. Desde las mltiples tcnicas de las artes decorativas hasta los maestros de la pintura se organizan toda una serie de grandes corrientes y estilos que conforman un diverso y apasionante tapiz de tradiciones autctonas, influencias europeas y asiticas, junto con las ms interesantes reinterpretaciones religiosas, culturales y estticas.

    Este mundo apasionante cautiv tanto nuestro inters, el de Coll & Corts, como el de Francisco Marcos decidiendo de comn acuerdo, aven-turarnos en la preparacin de una exposicin y de un catlogo en el que hemos pretendido dar cabida a las ms importantes manifestaciones del Arte en la Amrica de los virreinatos.

    Para esta empresa hemos tenido la suerte y el privilegio de contar con los expertos de cada una de las disciplinas que aqu se exponen, y a travs de su conocimiento y erudicin poder aprender a interpretar tan diverso y complejo mundo.

    En el interesante texto de prembulo del profesor Serrera, descu-brimos los datos de la identidad criolla y aprendemos a establecer el armazn socio cultural sobre el que se sustentan las escuelas regionales. El conocimiento del autor de los escenarios reales y su admirable capa-cidad de anlisis y observacin, nos brindan la oportunidad de hacernos perfecta idea del ambiente en el que nacen estas escuelas.

    Entrando en la materia del catlogo comenzamos por las artes deco-rativas, sobre las que el profesor Junquera expone de forma clara la gran variedad y complejidad de las manifestaciones artsticas de cada uno de los virreinatos y las evidentes influencias exteriores que se reflejan en cada una de ellas.

    La plata, aun siendo parte de las artes decorativas, hemos decidido darle su propio captulo debido, principalmente, no slo a su valor intrn-seco, sino a la riqueza artstica que sus artfices aportaron en los grandes virreinatos. Para este apartado hemos tenido el privilegio de contar con la que podemos calificar como la mxima autoridad mundial en la materia, la profesora Esteras. De su mano, y gracias a su enorme generosidad y sencillez a la hora de compartir sus conocimientos, hemos descubierto un universo complejo y apasionante a la vez.

    La escultura, una gran desconocida en la historiografa de las artes americanas, ya no lo es tanto gracias a la labor del profesor Amador, que desde Mxico ha aportado su entusiasmo y erudicin ayudndonos a conocer y clarificar la enorme calidad e importancia que las maderas talladas y policromadas alcanzaron en Amrica.

    Como hicimos con la plata, era justificado deslindar la escultura en marfil de la escultura en general, cuya influencia, claramente oriental, naci como fruto del carcter comercial y del intercambio cultural que caracteriz la poca de los virreinatos. La profesora Estella, experta y conocedora absoluta de este extico material firma, como no poda ser de otra manera, este captulo. Sus conocimientos y su privilegiada memoria visual nos siguen dejando perplejos, pero es sobre todo su manera elegante y nica de expresarse lo que ms nos sigue cautivando.

    Llegamos al arte de la pintura, posiblemente el ms difundido y valo-rado. Elena Alcal, ha sabido recoger el testigo del estudio de esta disci-plina con un profundo sentido de seriedad y responsabilidad, aspectos que quedan perfectamente reflejados a lo largo del anlisis de las dife-rentes obras que conforman este captulo.

    La intencin tanto de Francisco Marcos como de Coll&Corts ha sido la de aportar, modestamente, una nueva publicacin que ayude a entender y apreciar estas Artes del Nuevo Mundo, que tan ligadas estn a nuestro propio pas, y que a nuestro entender merecen un lugar significado en la Historia del Arte universal.

  • Edicin: Coll & Corts, Francisco Marcos

    Diseo: IMAGIAofficina.es

    Coordinacin: Adriana Fernndez

    Impresin: Grficas Palermo S.L.

    Encuadernacin: Ramos

    Fotografa: Joaqun Corts

    2011 de los textos sus autores

    Depsito Legal: M-39.258-2011

    ISBN:

    Coll&Corts y Francisco Marcos desean expresar su agradecimiento a los autores que han

    realizado las fichas de catalogacin: Luisa Elena Alcal, Pablo Francisco Amador Marrero,

    Margarita Estella, Cristina Esteras Martn, Juan Jos Junquera, Ramn Mara Serrera, as

    como a las siguientes personas que han hecho posible este catlogo: Flix lvarez de la

    Pea, Mitchel Codding, Francisco Fernndez, Joe Fronek, Adelina Illn, Ronda Kasl, Ilona

    Katzew, Jorge Rivas y Rafael Romero.

  • S U M A R I O

    1 INTRODUCCIN08 CRIOLLISMO Y ESCUELAS REGIONALES EN INDIAS (siglo XVII)

    2 ARTES DECORATIVAS22 PIEZAS AMERICANAS EN LA COLECCIN COLL&CORTS

    3 ESCULTURA52 UN PATRIMONIO ESCULTRICO POR DESCUBRIR

    4 PINTURA70 SOBRE PINTORES Y PINTURAS DE LOS VIRREINATOS HISPANOAMERICANOS

    5 PLATA90 UN ARTE DE VALOR: LA PLATERA HISPANOAMERICANA

    6 MARFIL108 EL ARTE DEL MARFIL EN LA POCA VIRREINAL. LA ESCUELA HISPANOFILIPINA

    7 BIBLIOGRAFA137

    8 ENGLISH TEXTS143

  • IC A P T U L O

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    CRIOLLISMO Y ESCUELAS REGIONALES EN INDIAS (siglo XVII)

    R A M N M A R A S E R R E R A (Universidad de Sevilla)

    El siglo XVII contempla la afloracin, primero, y la maduracin, despus, de un hondo sentimiento de identidad criolla que se manifest en la creacin artstica, literaria y religiosa, y en todos los aspectos de la produccin cultural del Barroco en Indias. Siguen vigentes los patrones cultos peninsulares, es cierto, pero en suelo americano se procede a una lectura nueva, a una filtracin de lo impor-tado, teniendo como punto de referencia un marco geogrfico y un esce-nario humano que ya no son los del solar metropolitano de origen. En ese sentido cabe afirmar que, para el poblador indiano, el siglo XVII es la gran centuria de la consolidacin de una identidad continental propia y de la regionalizacin del fenmeno en una supervaloracin de la tierra chica que dot a los distintos territorios de unas inflexiones culturales muy defi-nidas, particularmente perceptibles en la creacin artstica.

    Aunque el cuadro se vislumbra ya, como en tantas otras manifesta-ciones de la vida colonial, en las tres ltimas dcadas de la anterior centuria, el historiador contempla en el siglo XVII un gradual proceso de continen-talizacin, de repliegue sobre sus propios recursos y de regionalizacin de la economa indiana. El fenmeno se refleja, en el plano mercantil, en un sostenido descenso de los intercambios comerciales con la Metrpoli, en el aumento de la circulacin interna dentro del espacio colonial y en la consolidacin de unas autnticas economas regionales. No sabemos si la nueva situacin responde a un relajamiento de los vnculos que unan el Nuevo Mundo con el Estado metropolitano, a un descenso de la demanda peninsular -o europea- como consecuencia de la crisis secular, o a una incapacidad del mundo colonial de satisfacerla. Tambin puede ser plan-teado a la inversa: incapacidad de la produccin peninsular de cubrir la demanda indiana o disminucin de la demanda ultramarina como conse-cuencia de su creciente capacidad de colmar sus propias necesidades?

    En este proceso de creciente autarqua y regionalizacin econmica del espacio colonial de base agraria influyen dos factores simultneos: la estagnacin y ulterior declive de la produccin argentfera del Nuevo Mundo y el cruce de tendencia demogrfica que se origina como conse-cuencia del descenso de la poblacin indgena y del aumento del nmero de europeos asentados en Ultramar. La gradual prdida de capacidad de compra de los reinos ultramarinos habra obligado a las Indias a producir en su suelo lo que ya no le llegaba del Viejo mundo. La formacin del mercado interno como el desarrollo de la gran propiedad agraria comienza a vislumbrarse precisamente durante el plazo comprendido entre 1570-1590 y las dos primeras dcadas del siglo XVII, consolidndose el fen-meno gradualmente en el Nuevo Mundo conforme avanzaba la Centuria del Barroco.

    No es de extraar que fueran las dos grandes zonas argentferas del continente, Nueva Espaa y Per, los escenarios en los que los centros mineros actuaron como autnticos polos de crecimiento -como los ha deno-minado Carlos Sempat Assadourian-, capaces de impulsar el avance de la frontera, estimular el poblamiento, poner en explotacin nuevas tierras y cohesionar espacios y mercados regionales. Ms asombrosa result la capacidad vertebradora del gran foco altoperuano, con Potos en su centro, que logr polarizar en su momento de mayor esplendor un vasto espacio econmico de dimensin subcontinental sumamente cohesionado, alta-mente autosuficiente y con un elevado nivel de integracin regional merced a la especializacin productiva de los territorios que lo formaban. Dentro de este marco peruano, la vida se articula en torno a la Villa Imperial, el gran centro productor de plata, y Lima, esta ltima en su calidad de gran centro administrativo y mercantil por el cual se engarza la economa peruana con la circulacin general del Imperio a travs del complejo portuario El Callao-Panam en unas transacciones que se saldan en plata. Los dos focos irra-dian impulsos y crean efectos de arrastre sobre las distintas zonas que inte-gran el espacio. Potos (con 160.000 habitantes en 1610) y Lima (con 27.000 por las mismas fechas y casi 50.000 a mediados de siglo), representan dos grandes ncleos de consumo con alta capacidad adquisitiva -plata contante y sonante-, cuya demanda alcanz un eco no slo regional sino, incluso, casi planetario. El cronista Martn de Mura consideraba en 1590 que en Lima se poda encontrar cualquier producto de la ms lejana procedencia como si estuvieran en las muy ricas y frecuentadsimas ferias de Amberes, Londres, Len en Francia, Medina del Campo, Sevilla y Lisboa.

    Todo ello representa la faceta ms espectacular del fenmeno. Pero de mucho ms alcance son sus consecuencias, ya que tal estmulo activ -polarizndola en especialidades regionales- la produccin de un inmenso territorio cuyo desarrollo econmico estuvo marcado por la capacidad de atraccin del doble foco Potos-Lima, condicionando las fluctuaciones del mercado y transmitiendo con sus efectos de arrastre la cclica alternancia contraccin-expansin a las zonas productoras. El hecho de que la zonifica-cin econmica del momento se corresponda con las demarcaciones admi-nistrativas indianas no debe tampoco sorprender. Para algunos autores la frontera del espacio econmico es incluso anterior a los lmites de los distritos oficiales (audiencias, gobernaciones, dicesis, etc.).

    Como fenmeno complementario al anterior est el de la conventualiza-cin valga el trmino- de la sociedad indiana y el creciente protagonismo de la Iglesia y los eclesisticos en todos los sectores de la vida colonial. La Iglesia, en efecto, est presente en todas las manifestaciones religiosas, econmicas, culturales, sociales, artsticas y asistenciales. Y tambin,

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    aunque de forma algo menos tangible, en la administracin y en la defensa, custodiando las fronteras territoriales del Imperio. El estamento eclesistico est presente en todos los rincones de las Indias, desde la frontera araucana a California, en la misin aislada y en el convento capitalino.

    La afirmacin de que las Indias parecan un inmenso convento viene parcialmente avalada por los copiosos testimonios (crnicas, descripciones y relatos de viajeros) que aluden al elevado nmero de personas que inte-graban el estamento eclesistico. A veces son las propias autoridades reli-giosas las que sealan que en el Nuevo Mundo sobraban personas consa-gradas a la Iglesia. Si se admite como vlida para los aos centrales del siglo la cifra de 11.000 o 13.000 eclesisticos, de los que apenas 2.000 se adscri-ban al clero secular, hay que reconocer que la proporcin resultaba cierta-mente alta. Durante el siglo XVII las rdenes religiosas, sin abandonar sus tareas estrictamente evangelizadoras en el medio rural, se van a replegar hacia los principales centros urbanos en la bsqueda de una nueva clien-tela espiritual, materialmente ms rentable, compuesta por funcionarios, comerciantes, hacendados y encomenderos. A partir de los aos finales del siglo XVI se aprecia un claro cruce de tendencia: desciende de forma mani-fiesta el nmero de edificaciones religiosas levantadas en el medio rural y crece en la misma proporcin el de construcciones erigidas en los mbitos capitalinos. El viejo convento-fortaleza de las dcadas que siguieron a la Conquista va a quedar sustituido por un nuevo concepto de recinto religioso levantado por los miembros de las rdenes regulares en los centros urbanos indianos, autnticos monasterios de inmensas proporciones arquitect-nicas que albergaban en su interior a centenares de frailes.

    El caso de Lima lleg a ser, al parecer, proverbial. Todos los viajeros refieren que la presencia de frailes y clrigos era casi consustancial a la escenografa urbana de la capital virreinal. A pesar de que un breve ponti-ficio de Pablo V del ao 1611 orden suspender la actividad de todos los conventos que contaran con menos de ocho frailes residentes, la medida -como tantas otras- no se cumpli. Y panorama similar presentaban las provincias centrales del virreinato de Nueva Espaa, en donde se apreci tambin un mantenido incremento del nmero de consagrados, tanto en el seno de las rdenes religiosas como en el clero secular. El elevado nmero de personas consagradas residentes en Lima, Mxico, Puebla o Quito resulta realmente llamativo, tanto en cifras absolutas como en porcentajes sobre la poblacin total. Y, en proporcin, algo similar aconteca en otras capitales indianas. La centuria est salpicada de infinidad de noticias de fundaciones por parte de caballeros o damas piadosas que deciden legar parte de su fortuna, en vida o despus de la muerte, para abrir nuevos cenobios en los que haban de profesar los hijos e hijas del lugar. El cdigo de valores de

    ltima Cena, por Luis de Carvajal.

    Convento de Santa Teresa de Ayacucho.

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    aquella cerrada y elitista sociedad colonial orientaba hacia el convento a un amplio sector de la juventud, sobre todo muchachas, que por razones econmicas familiares no podan llegar al matrimonio con la dote requerida por su rango social. Mientras mayor fuera la desigualdad social entre los contrayentes, ms elevada haba de ser la cantidad entregada por los padres de la joven. Resultaba ms barato dotarla para la entrada en religin que para el estado de casada.

    Difcilmente puede el lector de nuestros das imaginar lo que debi ser en estas dcadas un convento americano por dentro, tanto por el nmero de residentes como por sus dimensiones, muy especialmente los de las cortes virreinales. Casos extremos hubo en que las proporciones y desa-rrollo arquitectnico de estos monasterios dieron lugar a la formacin de autnticos macroconventos o ciudades cerradas dentro del tejido urbano de los ncleos capitalinos, claramente reconocibles por los altos muros de sus clausuras. Algunos historiadores que se han ocupado del tema aluden por ello a la existencia de un urbanismo conventual. En estos recintos, normal-mente de clausura, se reproduca en escala micro toda la sociedad colonial, con sus rigurosas jerarquas internas correspondientes a las de la sociedad civil: abadesas y superioras, monjas de alcurnia, profesas de menor rango, novicias, donadas, sirvientas e incluso esclavas domsticas al servicio de las religiosas. El rango y el lustre social de la estirpe familiar no se perdan al atravesar la clausura.

    En el seno de una poblacin oficialmente sumisa a las directrices morales y dogmticas del obispo de Roma, la Iglesia tena reservada casi en exclusiva la enseanza en sus distintos niveles y la asistencia pblica. Universidades, colegios, seminarios, noviciados, escuelas parroquiales, asilos, beaterios, hospitales, casas de recogidas, hospicios y otras institu-ciones no estatales, pero sufragadas en parte con fondos pblicos, ponan en manos eclesisticas un control absoluto de parcelas vitales del trans-currir diario del poblador indiano. Las grandes catedrales y los suntuosos conventos proyectaban en el escenario capitalino una imagen -tan barroca en su funcin- de auctoritas mayesttica, con todo lo que de pedagoga pol-tica entraaba el fenmeno. El rango de las ciudades casi se calibraba por el nmero de sus edificios eclesisticos, al tiempo que su fisonoma urbana estaba plenamente condicionada por la distribucin en su traza de iglesias y conventos.

    Con el aludido doble proceso de regionalizacin de la economa y de la progresiva conventualizacin de la sociedad, resulta plenamente explicable la emergencia durante el siglo XVII en la Amrica Espaola de una autntica Cultura Indiana, con la gestacin y maduracin de una conciencia de iden-tidad muy propia, marcada por la plena asimilacin del paisaje geogrfico,

    la reformulacin de los patrones culturales metropolitanos, la criollizacin -por qu no americanizacin?- de sus manifestaciones, la regionalizacin de sus variantes territoriales y la integracin parcial del indio, del negro y del mestizo en el cdigo de valores impuesto por el conquistador.

    Conforme se acerca el siglo XVII y el investigador se adentra en el nuevo siglo, los testimonios al respecto son cada vez ms frecuentes en la crnica, en la documentacin de archivo y en el texto literario. El poblador indiano logra identificarse en tal medida con su nueva tierra que incluso la consi-dera mejor que el solar de origen propio o de sus antepasados. El carmelita Antonio Vzquez de Espinosa, por ejemplo, con prolongada residencia en el Nuevo Mundo, al describir la ciudad de Arequipa refiere que todas sus casas tenan huertas y jardines con todas las frutas de la tierra y de Espaa, que parece un pedazo de Paraso. Por su parte, el agustino Antonio de la Calancha destacaba de Lima el complemento de lo lustroso, magnfico y seoril que hace majestuosa esta ciudad y su carcter de ciudad ms limosnera que tiene la Cristiandad. Pero tambin hay elogios para los limeos, de agudos entendimientos y de felices memorias, a cuyos hijos acelrase el uso de la razn y alcanza ms uno de doce aos que en otros reinos uno de cuarenta. Y en la descripcin de Caracas que a principios del siglo XVIII realiza el cronista criollo Jos Agustn de Oviedo y Baos como balance de la centuria que acaba de concluir, de nuevo abundan las referencias elogiosas y las comparaciones celestiales: sus muchos caballeros que la ennoblecen; sus criollos, de agudos y prontos ingenios, corteses, afables y polticos, que hablan la lengua castellana con perfeccin; su clima benvolo, que hace que los pobladores sean de airosos cuerpos y gallardas disposiciones, sin que se halle ninguno contrahecho ni con fealdad disforme; y sus mujeres, hermosas con recato y afables con seoro. Pero la admiracin y amor por su tierra se refleja, sobre todo, en alusiones comparativas como sta: Tiene su situacin la ciudad de Caracas en un temperamento tan de el Cielo, que sin competencia es el mejor de cuantos tiene la Amrica. El orgullo por todo lo local, la interiorizacin afectiva del entorno y la asimilacin de una realidad geogrfica que ya no es Espaa afloran -a veces con una gran fuerza expresiva- en las crnicas de la poca: sirva como muestra un pasaje del chileno Alonso de Ovalle, que queda deslumbrado por la soberbia gran-diosidad de los Andes. Cuando describe el espectculo que contempla desde una de sus cumbres, lo hace con estas palabras: Hallndonos en esta altura

    La Adoracin de los Reyes Magos. El rey Gaspar como monarca inca.

    leo sobre lienzo (detalle). Iglesia de Ilave, Puno.

    Criollismo y escuelas regionales en Indias (Siglo XVII) RAMN MARA SERRERA

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    Criollismo y escuelas regionales en Indias (Siglo XVII) RAMN MARA SERRERA

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    se nos cubre la tierra sin que podamos divisarla, y se nos muestra el cielo despejado y hermoso, claro y resplandeciente, sin estorbo alguno que nos impida la vista de su luz y belleza.

    La vieja aspiracin del soldado-poblador de reproducir en el Nuevo Mundo el ideal de vida peninsular ya se ha visto plenamente realizada en el siglo XVII. Esta creciente conciencia cultural criolla brotaba en un medio geogrfico lejano, distinto al andaluz o al castellano, que ya ha sido apro-piado como parte sustancial de esta experiencia pobladora hasta el punto de hacer germinar en el corazn del indiano un irreemplazable amor por su patria chica. Por ello, el cronista Domingo Lzaro de Arregui hablaba en las primeras dcadas del siglo XVII de la comn estimacin de la tierra al referirse a Nueva Galicia, y el jesuita peruano Francisco de Contreras se ufanaba de que no ha menester esta Provincia de sujetos de espritu, letras y talentos comunes, que de stos ac sobran. Y esta opinin era igualmente compartida por otro cronista criollo, el franciscano Buenaventura de Salinas y Crdova, autor de una obra de ttulo muy ilustrativo: Mritos y excelen-cias de la Ciudad de Lima (Lima, 1630). Principal vocero de la patria criolla limea, llega a expresar que la Ciudad de los Reyes era como la Roma Santa en los templos, ornamentos y divino culto; la Gnova soberbia en el garbo y bro de los que en ella nacen; Florencia hermosa, por la apacibilidad de los templos; Venecia rica por las riquezas que produce para Espaa y prdigamente las reparte a todas; y Salamanca por su florida universidad y colegios.

    Esta nueva mentalidad se manifiesta en todas las facetas de la vida: en fiestas y celebraciones pblicas; en la religiosidad popular; en la expre-sin folklrica y musical; en usos, costumbres e indumentaria; en el habla; en la cocina; en la creacin literaria y en la crnica; en la obra arquitect-nica, escultrica y pictrica, etc. Pero la tendencia en el siglo XVII est ya generalizada y afecta en mayor o menor grado a toda la expresin cultural indiana, manifestndose en distintos planos complementarios. En primer lugar, la valoracin y exaltacin de lo propio en su variante continental o regional. En segundo lugar, la identificacin con el entorno humano de las Indias en su compleja diversidad tnica, asumiendo el pasado y el presente del mundo indgena hasta considerarlo componente sustantivo de la nueva realidad cultural. Y en tercer lugar, la progresiva participacin del indio y el mestizo en la produccin artstica, literaria e historiogrfica dentro de los patrones formales europeos.

    El caso de la cocina es una buena muestra de lo dicho. Para algunos autores, entre ellos el autor de estas lneas, la tradicin culinaria es un elemento esencial en la configuracin cultural de un pueblo. En la Amrica Espaola ello no poda ser una excepcin justo en una poca en que fragua

    y se desarrolla una identidad propia. No es de extraar que el XVII sea tambin el gran siglo de la cocina criolla en sus mltiples variantes regio-nales, en la que a la tradicional dieta europea se han incorporado productos de origen americano. El maz, el frijol, el aj, el tomate y la papa forman desde entonces parte, en mayor medida que en la centuria anterior, del yantar diario de la familia indiana. Y lo mismo puede expresarse de la repostera criolla, mestizada asimismo con componentes locales. El goloso paladar del espaol pronto bendijo el matrimonio entre el cacao (planta autctona) y el azcar (trasplantada desde Europa) para su ingestin lquida o slida. En las tertulias de las damas criollas rara vez faltaba la chocolatada acompaada de los sabrosos dulces locales. No es una casualidad, en este sentido, que el famoso mole poblano, plato mestizo por excelencia sea una de las grandes contribuciones de Mxico a la cocina universal.

    Fenmeno similar se percibe tambin en fiestas pblicas y manifesta-ciones religiosas. La entrada de un virrey, el nacimiento de un prncipe o la entronizacin de un nuevo monarca, segn ya vimos, siempre fue motivo para que la ciudad indiana rompiera su monotona y contemplara desfiles, corridas de toros, fuegos de artificio y arcos triunfales. Gremios y corpo-raciones rivalizaban a la hora de deslumbrar a un pblico vido de cele-braciones. Proliferaban los motivos alegricos y mitolgicos: la Justicia, el Amor, la Belleza, la Poesa, polifemos, cclopes, unicornios, Marte, Saturno, arcos romanos, guirnaldas pompeyanas y cartelas alusivas con ampulosas inscripciones. Todo ello formaba parte de este escenario efmero de arqui-tectura en trapo, papel y madera. Pero alguna vez tena que romperse la tradicin. Ocurri en 1680, cuando con motivo de la llegada a Nueva Espaa de un nuevo virrey, se comision para la organizacin del festejo al pol-grafo don Carlos de Sigenza y Gngora. Profundo conocedor del pasado mexicano, ste decidi abandonar el modelo clsico e hizo representar en carrozas y alegoras a emperadores aztecas, encarnando cada una de las virtudes que deban adornar la actuacin de un gobernante virreinal. El ejemplo podra parecer anecdtico. Pero refleja una nueva visin del mundo y de la vida en la que el orgullo de ser mexicano y americano comienza a manifestarse en una inflexin cultural nueva, teida de unos rasgos propios distintos a los metropolitanos.

    Tambin aprendi el americano a rezar a sus santos y devociones locales. De los que subieron a los altares o estaban en fase previa de alcanzar la santidad, algunos eran peninsulares, otros criollos e incluso alguno que no era de raza blanca. Pero era comn el escenario de sus vidas: el Nuevo Mundo. Toribio de Mogrovejo, Juan de Palafox, Francisco Solano, Luis Beltrn, Pedro Claver, Rosa de Lima, Gregorio Lpez, Pedro de Bethencourt, Martn de Porres, Sebastin de Aparicio y Felipe de Jess

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    representaban, como se lleg a decir, un orgullo para toda la Amrica. El caso del mulato limeo Martn de Porres supona por parte de la Santa Sede una llamada a la santidad universal sin distincin de raza o rango social. Y en este contexto hay tambin que comprender la extensin en esta centuria del culto a Vrgenes no blancas (Guadalupe, Copacabana, Zapopan, etc.), cuyas advocaciones arraigaron profundamente entre el sector indgena de sus respectivos mbitos territoriales. Tambin en esta esfera de su vida, el indgena aprendi a preservar su identidad tnica y su autoafirmacin cultural dentro del cdigo de valores -religiosos en este caso- del pueblo conquistador.

    Un tema an poco estudiado es el lingstico. Faltan investigaciones serias y rigurosas sobre esta importante cuestin que usen como fuente tanto el texto literario como el documento de archivo. Pero existen indicios para afirmar que, durante el siglo XVII, tambin se acenta el proceso de diver-sificacin, con matices regionales propios, del espaol escrito y hablado. Comienzan a aparecer giros, trminos, expresiones verbales e inflexiones semnticas espacialmente localizadas. Los peninsulares ya perciben en el indiano variedades de entonacin -el tonillo o deje- distintas a las de las hablas metropolitanas. Es cierto que la estructura sintctica del lenguaje y el acervo lexicogrfico se mantienen con gran pureza, a veces conser-vando incluso formas arcaicas que en Espaa ya se estaban perdiendo. Pero algunos viajeros y funcionarios que recorren las Indias son capaces de apre-ciar ya desde esta poca la variante indiana con sus matices regionales. Porque ya no se trata slo de que el criollo americano se exprese en un habla distinta a la del espaol peninsular, sino que el peruano manifiesta unas inflexiones distintas a las del mexicano, al tiempo que el chileno se distingue del panameo o el cubano. Es el doble proceso reiteradamente descrito de criollizacin y regionalizacin de la expresin y cultural.

    Otro tanto sucedera con la expresin musical, de extraordinaria riqueza y originalidad durante toda la poca colonial en ncleos urbanos, medio rural y centros misionales. En el choque cultural de la Conquista tambin entraron en pugna dos estructuras armnicas muy distintas: la occidental y la indgena, esta ltima disonante para los espaoles. Como un aspecto ms del nuevo orden colonial, tambin en este terreno triunfaron los esquemas tonales europeos, al menos en lo que podra denominarse produccin musical oficial (manifestaciones cortesanas y eclesiales). El indgena, no obstante, tambin aportaba una rica tradicin armnica e instrumental autctona, con su conocida escala pentatnica en el rea andina, tan extraa al odo occi-dental, acostumbrado a su octava cromtica de tonos y semitonos. Todo ello, unido a la influencia musical africana en las zonas litorales de economa esclavista, termin dando origen a una nueva expresin musical que no

    Convento de Santo Domingo del Cuzco.

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    dudamos en calificar de criolla, fruto del mestizaje entre las normas composi-tivas europeas, la sensibilidad indgena y el ritmo negro. Y algo similar ocurre con la danza. En contacto con la nueva realidad multitnica, los primitivos bailes llevados desde la Pennsula adquieren en suelo americano una nueva fisonoma en tempi y movimientos para hacer el viaje inverso y regresar de nuevo a Europa aportando caracteres de novedad. Tal es el caso de la gayumba, la zarabanda, el zambapalo o la famosa chacona, tan popular por su despliegue rtmico entre las empolvadas damas dieciochescas.

    Todos los rasgos apuntados en el anterior epgrafe pueden ser vislum-brados igualmente en la produccin literaria e historiogrfica del siglo XVII en Indias. La identificacin con el medio y la exaltacin de lo propio afloran en los textos de los escritores americanos al eco de los influjos de la crea-cin culta peninsular. La obra de Bernardo de Balbuena, Grandeza Mexicana (1604), es bien expresiva tambin en el ttulo. En este poema describe la capital novohispana con encendidos elogios de sus excelencias. Su fantasa se desborda al compararla con los grandes focos de intelectualidad clsica. Lo mismo cabe decir del Arauco domado, de Pedro de Oa (1570-1643), o del Cautiverio feliz, de Francisco Nez de Pineda Bascun (1607-1682). En comparacin con La Araucana de Ercilla, en la obra del primero aparece ms un mundo idlico que guerrero; el poeta es ms diestro en manejar la retrica que la espada. Por su parte, en el Cautiverio feliz narra su autor el que protagoniz durante siete meses, en 1629, entre los indios araucanos. Tampoco hay que llamar demasiado la atencin sobre el ttulo, que refleja una nueva forma de ver lo americano al perder el indgena su tradicional condicin de enemigo y merecer un nuevo tratamiento literario.

    La maduracin de esta nueva conciencia criolla no fue obstculo para que durante toda la centuria se mantuvieran unos constantes flujos rec-procos entre Espaa y las Indias, en un deseo de participar en la produccin literaria culta. El ms significativo es el caso ya aludido del mexicano Juan Ruiz de Alarcn, uno de los cuatro grandes del teatro espaol de la poca junto con Lope de Vega, Tirso de Molina y Caldern de la Barca, que se tras-lad a Madrid cuando contaba treinta y tres aos. De Per era, a su vez, la poetisa que se esconda bajo el seudnimo de Amarilis, autora de la cono-cida Epstola a Lope de Vega, su Belardo. Y en Per tambin, concretamente en Cuzco, vivi el cura indgena Juan Espinosa Medrano, conocido como el Lunarejo y el Doctor Sublime, autor en 1662 del Apologtico en favor de Don Luis de Gngora, en el que refutaba al portugus Manuel de Fara y Souza por haber atacado el culteranismo. El gongorismo est presente en numerosos poetas indianos del siglo XVII, entre los que cabe mencionar a Sor Juana Ins de la Cruz y Carlos de Sigenza y Gngora en Nueva Espaa, Luis Jos de Tejeda y Guzmn en el Ro de la Plata y Hernando Domnguez

    Fachada del convento de San Francisco. Lima.

    Criollismo y escuelas regionales en Indias (Siglo XVII) RAMN MARA SERRERA

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    Camargo en el Nuevo Reino de Granada, todos ellos asimiladores o imita-dores en cierta forma de la poesa del gran autor cordobs.

    Este afn por abrirse a las ms recientes corrientes cultas del pensa-miento, sin renunciar por ello a su identidad criolla, es el que se refleja en la produccin del polgrafo mexicano Carlos de Sigenza y Gngora (1645-1700), arriba tambin ya citado, catedrtico de matemticas y astrologa en la univer-sidad de la capital novohispana. Su inters por el pasado indgena mexicano se materializ en varias obras: la Historia del imperio de los chichimecas, la Genealoga de los reyes mexicanos y el Calendario de los meses y fiestas de los mexicanos. Domin las lenguas autctonas y reuni libros, cdices, mapas y manuscritos relacionados con la historia prehispnica de su tierra.

    Mximos representantes de la produccin culta del Seiscientos, tanto por la extraordinaria calidad de su creacin potica como porque son claros exponentes del alto nivel cultural de las dos cortes virreinales, fueron otros dos grandes de la literatura espaola de todos los tiempos: Juan de Valle Caviedes y la mexicana sor Juana Ins de la Cruz. Los dos reciben claras influencias metropolitanas, pero no por ello dejan de ser dos poetas de sensibilidad autnticamente criolla. El primero, natural de Porcuna (Jan), emigr muy joven a Per y residi durante toda su etapa de madurez en Lima. Suele ser comparado con Quevedo con toda justicia. Pero no nica-mente por su frustracin y su crtica mordaz a la sociedad que le rodea, su humor custico, su sombra obsesin por la muerte, su amargura corrosiva y su escepticismo. Porque detrs de esta visin del mundo como teatro y feria de farsantes, de su feroz crtica a los mdicos limeos, de sus personajes caricaturescos y de la crueldad de su tono burlesco, en la poesa de Caviedes, que nace de las ms ntimas fibras del alma, brota una honda sensibilidad lrica que -en este caso s- nos recuerda la mejor inspiracin amorosa del autor de Los Sueos. Y, por su parte, cotas de calidad pocas veces alcan-zada en la literatura hispanoamericana logr igualmente la obra de la monja criolla Juana Ins de Asbaje y Ramrez, ms conocida por sor Juana Ins de la Cruz, su nombre de religin en la orden jernima. Su produccin, en la que se cultivan todos los gneros (romances, villancicos, sonetos, autos sacra-mentales, cartas, etc.), est inspirada en un profundo drama de represin y desengao que se expresa, no como en Valle Caviedes -en una burlesca visin terrenal-, sino en tono lgico, metafsico e intelectualista.

    Panorama bien distinto es el que ofrece la Historiografa Indiana del Seiscientos. Una sociedad que haba experimentado profundas transforma-ciones desde la poca de la Conquista necesariamente tena que crear una forma nueva de hacer historia de su propio pasado. La nueva realidad del siglo XVII es muy distinta. Aunque hay cambios y acontecimientos dignos de ser reseados, lejos estn ya de las gestas gloriosas del primer momento

    de la Conquista. No se olvidan, por supuesto; constituyen la razn de ser de la presencia espaola en el Nuevo Mundo. Pero son analizadas ahora desde una nueva perspectiva temporal definida por un distanciamiento multige-neracional con respecto a aquellos hechos. Pero, aparte de este cambio de encuadre temporal, la creacin historiogrfica del siglo XVII viene marcada por una serie de caractersticas que la distinguen con nitidez de la de la anterior centuria, entre ellas la regionalizacin del relato, la conventuali-zacin -en autora y temtica- del gnero y la creciente incorporacin a la tarea de historiadores indgenas y mestizos.

    Y una breve alusin a la literatura jurdica indiana, ya con desarrollo suficiente como para constituirse en disciplina autnoma (la Poltica Indiana, de Juan de Solrzano Pereyra, y el Gazofilacio Real del Per, de Gaspar de Escalona y Agero, ambas de 1647, son muestras palpables de ello), y al primer trabajo importante de recopilacin bibliogrfica sobre el Nuevo Mundo, emprendido con carcter exhaustivo por un funcionario con amplia experiencia en asuntos de Ultramar. Nos referimos al Eptome de la Bibliotheca Oriental y Occidental del jurisconsulto Antonio de Len Pinelo, aparecida en 1629. Las tres obras citadas son simples muestras; es cierto. Pero ponen de manifiesto que Amrica en el siglo XVII ya no era un mero apndice del Imperio. En stos, como en otros muchos mbitos, haba emprendido la marcha por unos propios y originales derroteros.

    Por lo que respecta las manifestaciones pictricas, escultricas y arqui-tectnicas, sigue asombrando en la actualidad la cantidad y calidad de la creacin producida por la Iglesia en Indias durante el siglo XVII. Ms que en su anlisis formal, tendramos los historiadores que volcarnos en la consi-deracin de esta produccin plstica como lenguaje y expresin cultural de una sociedad multitnica que se desenvolvi en el seno de unas estruc-turas polticas, econmicas y administrativas muy precisas, marcadas por el signo de la dependencia a un poder exterior metropolitano. En este sentido, la denominacin de Arte Colonial es, a nuestro juicio, la ms ajustada a su contenido por las condiciones histricas en que nace y se desarrolla.

    En lneas generales, toda la produccin artstica indiana estuvo condi-cionada por varios factores que no dudamos en calificar de estructurales: la distancia, medida en espacio y en tiempo, entre Espaa y sus provincias de Ultramar; la continentalidad e inmensidad territorial de las Indias; las profundas diferencias regionales en su geografa; la diversidad de niveles culturales de la poblacin indgena sobre los que se levant el nuevo orden colonial; la mayor o menor concentracin demogrfica aborigen en las distintas reas del continente; la heterognea evolucin administrativa y econmica que experiment cada reino a partir del siglo XVI; y la dispar cronologa regional en los procesos de descubrimiento, conquista y ocupa-

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    cin del territorio durante toda la Edad Moderna. Resultante de lo dicho fue un progresivo proceso de regionalizacin de los estilos, en el que la creacin de cada zona dependi de los materiales locales, de sus recursos agrcolas y mineros, del ndice de miscigenacin tnica y cultural de la poblacin, del grado de integracin administrativa y de su insercin en la red de comunicaciones martimas y terrestres que permitan la recepcin de influencias exteriores. Nacen as las llamadas escuelas regionales tanto en produccin pictrica como escultrica y arquitectnica. Y por ello hoy hablamos de escuelas quitea, cuzquea, arequipea, bogotana, poblana, mexicana, etc.

    Nos llama la atencin que aparezca un rey inca como Gaspar en un lienzo de la Adoracin de Reyes Magos en una parroquia rural de Juli?, o que San Jos sea representado con claros rasgos indgenas en una tabla de la escuela cuzquea?, o que en el Cuzco se use como material la dura piedra basltica, en Arequipa la blanda y blanca piedra pomita, en Lima la quincha y en Mxico la chiluca y el tezontle?, o que la escuela poblana relance en el Nuevo Mundo la tradicin yesera andaluza en interiores y la polcroma azulejera trianera en exteriores?, o que el artesonado mudjar sea la estructura de cubierta ms utilizado durante los tres siglos del periodo colonial en los Andes como adecuada prevencin arquitectnica ante los frecuentes movimientos ssmicos?, o que Guatemala levante sus templos con maciza volumetra en aras de la estabilidad y rotundez de las edifica-ciones?. Porque, al igual que ya dejamos expresado anteriormente al tratar del habla criolla, ya no se trata slo de que la creacin plstica colonial se exprese en un lenguaje distinto al peninsular, sino de que cada zona (Per, Mxico, Nueva Granada, Quito, las Antillas, Chile, etc.) comience a reflejar en esta centuria del XVII unas inflexiones estilsticas propias y especficas dentro de ese doble proceso descrito de criollizacin y regionalizacin de la expresin artstica.

    Todo lo dicho termin gestando en Indias un arte que debe ser expli-cado ms por pocas que por estilos, atemporal e incluso arcaico por la persistencia de determinadas invariantes regionales; que combina, enca-balgndolos, elementos de diversos estilos y procedencias; que se adapta -se criolliza- a los condicionantes orogrficos y ssmicos del territorio; en el que coexisten aportes cultos y populares, oficiales y no oficiales; en el que predomina la ornamentacin (luz, color, complejidad decorativa) sobre las innovaciones espaciales; y, sobre todo, que est al servicio de los intereses del Estado, tanto profanos como espirituales.

    Esta ltima caracterstica, la de la funcionalidad de la creacin artstica, es tema que resulta trascendental a la hora de comprender y no slo de ver- el monumento colonial. Para la Iglesia y los eclesisticos la creacin

    plstica no fue nunca una actividad neutra. Formaba parte de sus obje-tivos pedaggicos, encaminados a lograr unos ptimos en su afn evangeli-zador. En el siglo XVI en Mxico pudimos contemplar, al analizar el recinto conventual, la incorporacin de unas originales innovaciones formales (atrios, posas, capillas abiertas, etc.) que se justificaron en razn de una actividad didctica y litrgica fundamentalmente exteriorista. Pero a partir de los aos setenta y a lo largo del siglo XVII, el crecimiento de la pobla-cin urbana, el repliegue de las rdenes religiosas hacia las ciudades y la ostensible disminucin de la poblacin indgena obligaron a otorgar una nueva consideracin al recinto sagrado. Sin perder su condicin de imagen que se proyecta hacia el exterior -slidas proporciones, elegantes torres, deslumbrantes portadas-, se inicia ahora la revalorizacin del espacio inte-rior. Es cierto que no se producen innovaciones en la estructura y dispo-sicin de las plantas. No pasan de dos docenas las edificaciones religiosas del perodo espaol que alteraran el modelo clsico de iglesia de saln, de testero plano y base rectangular, con una, tres o cinco naves, a diferencia de lo que aconteci en el Brasil portugus, con ms originales modelos de planta y soluciones estructurales. Y tambin lo es que se avanza gradual-mente hacia un amplio despliegue ornamental en las fachadas, con obras que evolucionarn en la primera mitad del siglo XVIII hacia formas que algunos autores denominan ultrabarrocas o churriguerescas. Pero ello no impide que durante esa larga etapa que se extiende a lo largo de todo el siglo XVII, desde los primeros sntomas formales manieristas hasta el pleno desarrollo de las formas barrocas, la arquitectura indiana sea, fundamental-mente, una arquitectura de interiores.

    Esta afirmacin podra sorprender si se analiza el fenmeno desde las categoras estticas actuales. Pero no si el historiador acude a los testi-monios escritos del periodo barroco en Indias, en los que se juzga la obra arquitectnica desde la perspectiva de una pedagoga religiosa, en la que los tres elementos que conforman el tringulo espacio interior-luz-superficies doradas perfilan una finalidad didctica muy concreta: incidir en la sensibi-lidad del pueblo creyente. La grandiosidad de las formas, el dinamismo de las lneas, los reflejos dorados y el dramatismo de los gestos barrocos cons-tituyen un captulo ms de ese gran libro de la Historia del Arte que estudia la utilizacin de la creacin artstica como arma evangelizadora. Dentro de este planteamiento, la contemplacin de un retablo o de una cubierta dorada puede y debe despertar sentimientos religiosos, induciendo al espectador a asimilar un mensaje doctrinal muy concreto, como bien puso de manifiesto en su da Jos Antonio Maravall en su antolgico estudio sobre la cultura del Barroco. Los templos haban de reflejar la majestad del recinto y la grandio-sidad del culto divino y mover a la devocin, ayudando al individuo a entrar

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    en un marco favorable de relacin con el Altsimo. En cierta medida, eran el escenario en el que se prefiguraba la belleza fulgurante de la Vida Celestial. Como afirmaba el franciscano Juan de Torquemada, por esto hay tanto cuidado entre los religiosos de que los oficios divinos se celebren... [porque] parece todo aquel lugar con su adorno, personas y ruido de campanas un cielo abreviado en la tierra.

    Pero hay ms interrogantes: quien desembols las elevadas sumas que se requeran para la construccin de miles de conventos en todas las Indias?, qu mecanismos financieros se pusieron en prctica para mantener esta actividad constructora durante tres centurias?, y, sobre todo, qu fina-lidad movi a los benefactores a la hora de hacer entrega de sus ayudas y donaciones? Las preguntas planteadas requeriran un amplio espacio para intentar ofrecer unas respuestas adecuadas o, al menos, aproximativas. Pero, en aras de la brevedad, cabe indicar que, en lneas generales, la cantidad y calidad de la produccin artstica colonial -en especial la obra arqui-tectnica- dependieron, como ya indicamos ms arriba, de la coyuntura econmica general del Imperio y de sus distintos mbitos regionales; pero tambin del cruce de tendencia de crecimiento que experiment el clero en sus ramas secular y regular dentro del estamento eclesistico. Para ilustrar estas afirmaciones puede muy bien servir como muestra el caso de Mxico, esplndidamente estudiado por el gran historiador holands Adriaan C. van Oss, quien puso de manifiesto que los mayores ndices de actividad cons-tructora de edificaciones religiosas se sitan durante el perodo 1540-1610, justo el de mxima bonanza argentfera y comercial, mientras que la tnica languidece en cifras absolutas conforme avanza la centuria hasta experi-mentar una nueva recuperacin en el siglo XVIII. Parece como si se hubieran superpuesto las grficas de las remesas de metales preciosos llegados a la Pennsula y del trfico atlntico con la curva correspondiente a la produc-cin arquitectnica.

    Otro tanto cabe expresar de la distribucin territorial de las edificaciones. En alguna medida, la geografa de la produccin artstica en Indias durante el periodo colonial se corresponde con su geografa fiscal y el mapa de la distribucin de la riqueza sobre todo metalfera- en Indias. No era igual construir en centros mineros que en zonas agrcolas, en reas nucleares o en espacios marginales. Fcilmente se explica que en ncleos urbanos prsperos por su produccin argentfera, como Zacatecas o Potos; en flore-cientes ciudades agrcolas y obrajeras, como Puebla o Quito; o en centros administrativos del rango de Lima, Mxico o Santa Fe, la Iglesia dispusiera de ms recursos humanos (clientela espiritual y mano de obra) y finan-cieros (liquidez y abundancia de numerario) para emprender el levanta-miento de sus templos.

    Fachada de la Iglesia de la Compaa de Arequipa.

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    En lo que concierne a la financiacin de la arquitectura diocesana (cate-drales, parroquias, seminarios y hospitales dependientes de las mitras), sabido es que desde 1501 el Rey Catlico disfrutaba, por concesin papal, del derecho a la percepcin de los diezmos de Indias a cambio de velar por la difusin de la fe, el sostenimiento del culto y la construccin y dotacin de los templos. Desde 1539-1541 se estableci que el montante de la recau-dacin decimal de cada dicesis se distribuyera en dos partes iguales. De la primera, una mitad corresponda al obispo (25% del total) y otra mitad al cabildo catedralicio (otro 25%). La segunda parte (el otro 50%) se divida a su vez en nueve fracciones iguales: dos novenos (11,1% del total) ingresaban en la Real Hacienda, cuatro se destinaban al clero diocesano (22,2%) y los tres novenos restantes (16,6%) a la edificacin y mantenimiento de iglesias y hospitales. Esa fue la norma general que se mantuvo vigente prcticamente durante todo el perodo espaol y, como tal, fue incorporada a la Recopila-cin de 1680. La Corona cumpli con creces sus compromisos. Subvencion incluso un elevado porcentaje de los conventos levantados por los regulares durante las dcadas que siguieron a la conquista; es decir, cuando fueron realmente rdenes mendicantes. El tema, de por s poco investigado, ofrece una gran complejidad. La construccin eclesistica siempre dependi del momento y de la riqueza agropecuaria de la dicesis, de cuya produc-cin provena el monto decimal recaudado. En cada circunstancia se arbitr el sistema ms idneo para hacer frente a las nuevas necesidades mediante el establecimiento de alguna exaccin temporal complementaria, la cesin por parte del obispado del importe de las sedes vacantes o la entrega por la Real Hacienda de las sumas precisas para el objetivo deseado.

    El problema ms grave surgi cuando el Estado comenz a desenten-derse de las rdenes religiosas en respuesta a la excesiva proliferacin de conventos en Indias y como consecuencia de la poltica de concentrar sus recursos en el fortalecimiento del clero diocesano. Los regulares tuvieron que obtener rentas que compensaran la prdida de la ayuda pblica. El enrique-cimiento progresivo de las rdenes a partir de 1570-1580 es, por ello, causa y consecuencia a la vez e este proceso. Desde entonces, puede decirse que vivieron casi exclusivamente de la generosidad particular o de su habilidad empresarial para administrar sus bienes. En este sentido, cabe sistematizar el origen de estas subvenciones en cuatro grupos. El primero se engrosaba con los fondos provenientes de la donacin de un particular con recursos econmicos que entregaba en vida o al final de sus das sumas o propie-dades a una institucin, de la que era patrono o benefactor, como signo de devocin y con el deseo de asegurar en la otra vida la misma bonanza que alcanz en la terrenal. Un segundo tipo tiene su origen no en la financiacin individual del protector, sino en todo un grupo de la lite local de encomen-

    deros, mineros o funcionarios acaudalados que controlaban la economa y la administracin de una ciudad y que concentraban sus aportaciones en varias fundaciones de la zona, en las que, por lo general, haban profesado sus hijos o hijas, sobre todo estas ltimas. Sustancialmente es idntico al anterior, pero participa todo el grupo, con todas las consecuencias finan-cieras y sociales que esto conlleva. Un tercer sistema era el aporte colectivo por parte del pueblo llano de pequeas limosnas y donaciones; exiguas, es cierto, pero que, sumadas, podan arrojar cantidades ms que apreciables. Y un cuarto procedimiento fue la aventura empresarial de las propias rdenes o, lo que es lo mismo, la capacidad de multiplicar su riqueza mediante la aplicacin de unos adecuados criterios de rentabilidad financiera en la administracin de sus propiedades rsticas y urbanas, entre los que se contemplaba la adquisicin de nuevos bienes patrimoniales y la inversin de los lquidos disponibles en empresas de escaso riesgo y segura rentabi-lidad. El panorama se completa, en el caso de las rdenes femeninas, con la institucin de la dote, suma -por lo general en metlico- que aportaba la mujer en el momento de profesar en religin y con la que se le aseguraba su diario sustento hasta el fin de sus das.

    Especial importancia tienen los testimonios de ltimas voluntades expresados en los testamentos. La obsesin por asegurarse el premio celes-tial, la salvacin del alma, es una constante en todas las manifestaciones religiosas del Barroco. Es una autntica idea motriz que pone en marcha complejos mecanismos en el comportamiento espiritual y econmico de la poca. Si el testador es patrono de alguna fundacin suele concentrar en sta la mayor parte de las mandas, aunque es normal que diversifique el plantel de los beneficiarios de su generosidad. Estamos ante una repro-duccin exacta de los hbitos mentales y religiosos del espaol de la poca: Lima o Toledo, Puebla o Segovia, Cartagena de Indias o Sevilla; lo mismo da. Tambin para morir y expresar sus anhelos ultramundanos el poblador indiano supo recrear en las lejanas tierras del Nuevo Mundo el cdigo de valores culturales de la vieja sociedad metropolitana. Todo lo dicho fue configurando un complejsimo entramado de lazos morales e intereses financieros entre la poblacin civil y el estamento eclesistico. La mayora de estas donaciones tenan formas legales muy precisas, como fundaciones, obras pas, capellanas y censos en sus mltiples modalidades. La Iglesia tena por ello organismos competentes y funcionarios eficaces que velaban por el estricto cumplimiento de la voluntad de los donantes.

    Convento de Santo Domingo del Cuzco.

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    PIEZAS AMERICANAS EN LA COLECCIN COLL&CORTS

    J U A N J O S J U N Q U E R A (Catedrtico de Historia del Arte Hispanoamericano. Universidad Complutense de Madrid)

    R esulta paradjico que, a pesar de conocerlo desde el siglo XVI, haya sido tan poco estudiado el arte de Amrica. Los esfuerzos, entre otros, del Marqus de San Francisco, de Toussaint, Buschiazzo, Harth Terr y, muy especialmente de Angulo y Marco Dorta, abrieron en el siglo XX la Amrica espaola a la Historia del Arte universal. Desde entonces el Arte Hispanoamericano ha fluctuado en su consideracin como algo aparte del resto tendencia que renace con las corrientes indigenistas o, por el contrario, con su inclusin dentro de la evolucin general de la Historia en un continente que vendra a ejempli-ficar las teoras de Riegl sobre la provincializacin o la panofskiana disyun-cin de fondo y forma.

    Ya en la Bruselas del emperador Carlos V, cuando se expusieron los objetos enviados por Hernn Corts el efecto que causaron fue el estupor, lejos de cualquier consideracin artstica. Slo Durero, tan posedo por la Belleza, apreci en ellos esas cualidades artsticas que hoy consideramos y especialmente la hermosura de las materias y la habilidad manual de sus artfices1. El llamado tesoro de Moctezuma acab en una wunderkamer junto a curiosidades como animales de dos cabezas o extraos mine-rales, lejos de las obras de arte. Las excavaciones impulsadas por Carlos III supusieron un nuevo inters, el antropolgico y etnogrfico, que domi-nara hasta el siglo XX. Fue entonces cuando, siguiendo la moda del arte negro descubierto por las vanguardias, se empez a considerar artsticas las piezas precolombinas.

    En cuanto al arte virreinal fue conocido sobre todo por las pequeas cosas, por los objetos decorativos que formaban parte de los ajuares domsticos, nicas cosas que indianos y peruleros podan mandar a la lejana Espaa o traer consigo cuando tenan la fortuna de volver en una azarosa navegacin. En sus pueblos de origen, a sus iglesias, como prueba de devocin y de xito mandaban frontales de plata, clices, ostensorios y, en ms raras ocasiones, una pintura de la Guadalupana o un retrato para la casa familiar.

    La habilidad que apreci Durero en los indios la describi muy bien Fray Toribio de Benavente, Motolinia, en su Historia de los indios de Nueva Espaa, escrita a mediados del siglo XVI: En los oficios mecnicos, as los que de antes tenan como los que de nuevo han aprendido de los espaoles, se han perfeccionado mucho; porque han salido grandes pintores despus que vinieron las muestras e imgenes de Flandes y de Italia que los espaoles han trado, de las cuales han venido a esta tierra muy ricas piezas, porque a donde hay oro y plata viene todo; en especial los pintores de Mxico, porque all va a parar todo lo bueno que a esta tierra viene; y de antes no saban pintar sino una flor o un pjaro, o una labor; y si pintaban un hombre o un caballo, era muy mal entallado; ahora hacen buenas imgenes. Apren-dieron tambin a batir oro, porque un batidor de oro que pas a esta Nueva Espaa, aunque quiso esconder su oficio de los indios, no pudo, porque ellos miraron todas las particularidades del oficio y contaron los golpes que daba con el martillo, y cmo volva y revolva el molde, y antes que pasase un ao sacaron oro batido. Han salido tambin algunos que hacen guada-maciles buenos, hurtado el oficio al maestro, sin l se lo querer amostrar, aunque tuvieron harto trabajo en dar la color dorado y plateado. Han sacado tambin algunas buenas campanas y de buen sonido; ste fue uno de los oficios con que mejor han salido. Para ser buenos plateros no les falta otra cosa sino la herramienta, que no la tienen, pero una piedra sobre otra hacen una taza llana y un plato; mas para fundir una pieza y hacerla de vaciado, hacen ventaja a los plateros de Espaa, porque funden un pjaro que se le anda la lengua y la cabeza y las alas; y vacan un mono u otro monstruo que se le anda la cabeza, lengua, pies y manos; y en las manos pnenle unos trebejuelos que parece que bailan con ellos; y lo que ms es, que sacan una pieza la mitad de oro y la mitad de plata, y vacan un pece con todas sus escamas, la una de oro y la otra de plata2. Podramos alargar aun ms la cita con el caso de los silleros, canteros, herreros etc., pero creo que con lo repro-ducido es suficiente para acreditar la habilidad de los artesanos indgenas.

    Entre ellos no faltaron, en el Per, los tejedores que acomodaron el gusto espaol a las tcnicas del mundo prehispnico para satisfacer una demanda suntuaria muy extendida entre los espaoles en cuyas casas prin-cipales nunca faltaban los tapices. Lo mismo sucedi con los que pasaron a Amrica donde ya en el siglo XVI hubo importantes colecciones como la reunida por Hernn Corts3.

    No parece que, a diferencia de Espaa, fueran habituales las tapiceras flamencas que, comerciantes como los Forchoudt tan activos en el mercado americano suministraron en cantidades sorprendentes a la clientela metro-politana4. Sin embargo s fueron numerossimos los tapices tejidos en Sala-manca en llegar a Amrica. Estos eran de los llamados reposteros, paos

    1. Joseph Alsop: The Rare Art Traditions. The History of Art, Collecting and Its linked

    Phenomena, Princeton University Press, 1982, pp.6-7).

    2. Edicin de Claudio Esteva Fabregat, Madrid, 2001, p.p. 262-263.

    3. Juan Jos Junquera: El tapiz espejo de la aventura: su reflejo americano,

    Archivo Espaol de Arte, n292, 2000, pp.275-285.

    4. J. Denuc: Exportation Doeuvres Dart Au 17 Sicle A Anvers La Firme Forchoudt,

    Anvers, 1931.

    Fig. 55. Detalle.

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    2 ARTES DECORAT IVASPiezas americanas en la coleccin Coll&Corts JUAN JOS JUNQUERA

    Fig. 1.

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    herldicos de los cuales se conservan algunas imitaciones peruanas. Tambin fueron frecuentes los falsos tapices pintados por los sargueros que se utili-zaban en los ornatos con motivo de procesiones o entradas de autoridades como testimonia la pintura- y tampoco faltan las decoraciones murales que fingan tapices como en la Casa del Den en Puebla (Mxico), o la casa cuzquea de Clorinda Matto, obras de pintores de sargas, como debieron ser los artistas que llenaron de decoraciones textiles numerosas iglesias andinas. Podramos sealar algunas como, por ejemplo, el artesonado de la iglesia de Urcos obra de Diego Cusi Guaman- o los muros de la capilla de Canincunca y, especialmente, los murales del coro de Andahuailillas donde Luis de Riao pint unos jarrones bajo una arquera adornada con festones directamente relacionados con los del tapiz presentado en la exposicin5.

    El tapiz (fig. 1), de urdimbre de algodn y trama de lana de camlido, est tejido segn las tcnicas tradicionales andinas y en una reducidsima gama de colores: rojo vinoso y un pardo-gris sobre fondo blanco.

    El motivo del pao lo constituye una arquera de dos arcos sustentados en estpites y que cobijan, cada uno, un jarrn con flores estilizadas y flan-queados por unos leones en pie. De los arcos penden cintas y esquemticos frutos. Al pie de los jarrones aparecen unos pajarillos dispuestos simtrica-mente. El fondo est lleno de cintas y recortes que siguen modelos de un tipo de grutesco que triunf en Amberes en la segunda mitad del siglo XVI, principalmente gracias a Frans Floris y Vreedeman de Vries. Estas ferrone-ries fueron ampliamente difundidas en Amrica y se utilizaron profusamente como decoracin arquitectnica.

    La cenefa, escoltada por lneas de roleos de color vino, est compuesta por una serie de copas con frutos sumidas en una maraa de ferroneries.

    El tapiz responde al tipo llamado en Espaa galeras ya que habitual-mente se colgaban en los corredores. Este tipo de paos fue muy abundante y aun podemos ver en las Colecciones Reales muchos ejemplos que responden a un prototipo: una arquera adornada por plantas trepadoras y, bajo ella, jarrones con flores multicolores. No sabemos quin ide el modelo pero se teji, con variantes, a partir de 1620 en Bruselas y en otros centros liceros en innmeras ocasiones. Algn ejemplar debi llegar a Per donde un pintor desconocido, con toda probabilidad uno de sargas, hara el cartn por el que se teji este ejemplar y los otros conocidos de la misma serie. Este pudo ser Luis de Riao o alguien prximo a l como lo sugieren las pinturas murales de Andahuiailillas.

    Pero, a diferencia de los otros seis ejemplares conocidos, este pao no tiene ni amarillo ni azules, colores que destacan en ellos lo que hizo a Elena Phipps, al advertir el posible uso como colorante no slo del ndigo sino probablemente del azul de Prusia, a fecharlos en el siglo XVIII6.

    5. Jos de Mesa y Teresa Gisbert: Historia de la pintura Cuzquea, Lima, 1982.

    6. E. Phipps: Tapestry with urns and lions. V.V.A.A. The Colonial Andes: tapestries

    and SIlverwork, 1530-1830. Metropolitan Museum of Art Series, pp.236-238;

    Jos Antonio de Lavalle: Tejidos milenarios de Per. Ancient peruvian textiles.

    Coleccin APU CA.AFP Integra Editores, 1999. p. 723 y p. 728.

    Fig. 1. Detalle.

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    Figs. 2 y 3.

    2 ARTES DECORAT IVASPiezas americanas en la coleccin Coll&Corts JUAN JOS JUNQUERA

    Phipps -quien no tuvo la oportunidad de ver este pao- tambin seal la existencia de costuras en los otros tapices, lo cual sugera que haban sido cortados al centro y cosidos ms tarde para hacer uno, y una tcnica europea en la manera de utilizar los diferentes colores para el sombreado y el relieve.

    El que nuestro pao sea prcticamente bicromo sin lanas teidas con azul de Prusia, parece indicar una fecha anterior a la de los otros ejemplares y que podramos situar en el entorno de 1670.

    Como piezas de mobiliario se presentan tres muy caractersticas, dos mejicanas y una peruana.

    El escritorio con armario en la parte superior fue un tipo muy exten-dido en el siglo XVIII. En Espaa exista desde el siglo XVII y se emple con frecuencia en la cornisa cantbrica pero, a diferencia del que triunfar en el siglo siguiente, el tablero para escribir cuando se encontraba cerrado

    era vertical. En realidad tal mueble estaba constituido por un pie cerrado al que se le superpona un escritorio bargueo en palabra moderna y a ste una alacena.

    En el siglo XVIII y por influencia posiblemente inglesa apareci el tipo que nos ocupa: un pie cerrado o una cajonera, rematados por un tablero para escribir que, cerrado, es un plano oblicuo y que, a su vez, recibe un armario clausurado con dos portezuelas.

    El de Coll y Corts (fig. 2) es un mueble de maderas finas caoba, palo-santo y cedro - taraceado con otras que contrastan por su color sobre un fondo uniforme y dibujan grandes rectngulos arriba- o cuadrados en el pie- que encierran rombos. La decoracin se completa por unos rosetones de marquetera y por estrellas de marquetera y hueso embutido, igual que en el copete.

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    Abierto (fig. 3), tanto en el tablero de escribir como en el frente de sus tres cajones y las puertas del armario se repiten los rombos de marquetera.

    El armario presenta tres baldas que, por su separacin y retranqueos, sugieren su uso como expositor de objetos de porcelana o plata.

    Por su estilo parece un mueble de la regin de Oaxaca y fechable a mediados del siglo XVIII.

    La cmoda-escritorio fue muy popular en todo el mundo hispnico en la segunda mitad del siglo XVIII y se la denomin, en Espaa, cmoda papelera.

    Este ejemplar (fig. 4), mexicano del ltimo tercio del siglo XVIII, con cuatro grandes cajones y uno, muy fino, bajo el tablero de escribir presenta en el frente de ste una delgada repisa destinada a la exposicin de un libro o documento. Los herrajes de metal dorado son posiblemente de fabricacin inglesa.

    Cuando bajamos la tapa (fig. 5) aparecen unos cajoncillos con frentes abombados y una arquera que apoya en otros tallados.

    El mueble responde a un prototipo ingls como el que tenan en su cmara los capitanes de la Armada espaola, pero los pies son muy seme-jantes a los de los muebles coloniales de Estados Unidos y, concretamente a los realizados en Filadelfia en la misma poca que este, es decir hacia 1770.

    El tercer ejemplar (fig. 6) es un mueble posiblemente destinado a guardar vajilla. Se compone de un pie cerrado con dos puertas y tres cajones sobre el cual aparece superpuesto un armario de dos puertas coronado por un copete rococ.

    Los contornos del mueble (fig. 7) as como los cajones y puertas aparecen fileteados en una madera ms clara (cedro?). Los pies siguen todava modelos del siglo XVI.

    Por su estilo general podramos pensar en una produccin limea de la poca del virrey Amat, quien tanto difundi el rococ, estilo que encon-tramos en los elementos vegetales tallados en el copete, pero la prolijidad de la talla que adorna todas las partes del armario y su ejecucin un tanto plana sugieren su fabricacin en el Alto Per y en el ltimo tercio del siglo XVIII.

    Un mueble que tuvo gran difusin tanto en Mxico como en Sudam-rica fue el biombo. Encontramos ejemplares ya desde el siglo XVII que, como el que retrata el palacio del virrey en la plaza de Mxico, reflejan la influencia oriental, influjo que sera mucho mayor en el siglo XVIII con la moda de lo chinesco.

    Estas corrientes llegaron a la actual Colombia donde en la decoracin de las casas, segn la documentacin de archivo7, aparece reiterativamente el apelativo chinesco y el uso de los biombos. Por eso resulta extremada-mente interesante que una pieza de este tipo, por lo comn relacionada con lo oriental o con el reflejo en sus paneles de la vida cotidiana, tenga una decoracin de sentido moral.

    Figs. 6 y 7.

    7. Lpez Prez, Mara del Pilar: En torno al estrado. Cajas de uso cotidiano en Santaf

    de Bogot, siglos XVI al XVIII, Museo Nacional de Colombia, Bogot 1996; Rivero

    Lake, Rodrigo: La Visin de un Anticuario, Mxico, 1999).

    Fig. 4 y 5.

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    ARTES DECORAT IVAS

    Piezas americanas en la coleccin Coll&Corts JUAN JOS JUNQUERA

    Fig. 8.

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    El biombo (fig. 8) consta de cinco hojas compuestas por lienzos que, en la cara principal, son enterizos aunque cada uno de ellos presente dos motivos diferentes acompaados de una cartela explicativa; sin embargo, en el reverso (fig. 9), en cada hoja, vemos tres escenas separadas por los listones de la armadura sobre los cuales aparece una sentencia.

    En el anverso, bajo cada una de las imgenes, aparece una quintilla con la correspondiente explicacin. Tanto estas explicaciones como las ms escuetas del reverso son todas de contenido moral, reglas para el bien vivir o sentencias. El biombo se convierte as en una especie de libro de emblemas que ensea a vivir cristianamente.

    Estos libros -muchos de ellos salidos de las prensas de los Plantin- Moretus- tuvieron una amplia difusin en Amrica y han sido, con sus grabados, fuente de numerosas representaciones plsticas. Uno de los ms ledos fue el de Sebastin de Covarrubias Orozco Emblemas Morales, de 1610, cuyas reflexiones sirvieron, por ejemplo, de modelo al escultor del tmpano de la iglesia de San Lorenzo de Potos, quien manej los prrafos dedicados a la platoniana armona de las esferas y que hoy interpretan como tema indgena dentro de la corriente llamada Arte Mestizo. La emble-mata empleada para el biombo llevara presumiblemente unas ilustra-ciones explicativas que habran de servir de modelo al pintor.

    Por el estilo debe tratarse de un artista santafereo que, a pesar de pintar en el siglo XVIII, utiliz grabados del siglo anterior y de origen flamenco.

    El encargo en esa poca de una obra con un carcter moral tan acusado sugiere a un eclesistico como comitente.

    El otro biombo (fig. 10) de la coleccin est compuesto por tres hojas con lienzos pintados con chinescos en el siglo XVIII; su reverso es una tela adamascada de principios del siglo XX.

    Las tres hojas estn enmarcadas por cenefas de yeso talladas y doradas segn una tcnica que, quizs por influencia nambn, encontramos en Mxico ya en el siglo XVII y que se emple tambin en el charolado de los muebles en Espaa.

    A pesar de su estilo chinesco, hay elementos que, transformados, parecen proceder de Europa como son el jardn cerrado y la fuente, que responden a las ilustraciones de los libros de horas de hacia 1500 y a xilografas de los primeros volmenes impresos con representaciones de santas o damas en un hortus conclussus. Lo mismo podramos decir del peculiar elefante tan ajeno al Celeste Imperio y que parece tener su origen en un grabado proba-blemente alemn como los que comercializaban -tanto en Europa como en Amrica hasta su expulsin por Carlos III- los Remondini.

    Fig. 10.

    Fig. 9.

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    ARTES DECORAT IVAS

    Piezas americanas en la coleccin Coll&Corts JUAN JOS JUNQUERA

    Fig. 11. Fig. 12.

    Coll y Corts ha reunido un numeroso conjunto de cajas y cofrecillos tanto de Mxico como de Sudamrica. Son piezas por lo general de tamao medio y que debieron tener muy variados usos, aunque en los inventarios suelen aparecer en los estrados lo cual indica un uso preferente por parte de las damas.

    Las hay que debieron servir para guardar guantes, cintas y frusleras de todo tipo. Sus formas son variadas y van desde los escritorillos de estrado a algunas con tapa en forma de pirmide truncada u otras en las que la tapa es convexa y tienen forma de baulillo. Presentan cerraduras que, en las ms antiguas se asemejan a las de los escritorios y, a medida que avanza el tiempo se van convirtiendo en bocallaves frecuentemente de gran tamao. Muchas, presentan una aldabilla en la tapa y, otras tienen refuerzos met-licos en las esquinas o en sus aristas. Estos elementos metlicos pueden ser de plata, plata dorada o latn, lo mismo que los pies -en forma de voluta o de garras- que presentan algunas.

    Los materiales son variados pues las hay de madera -cedro y caoba prin-cipalmente- por lo general taraceadas e incrustadas de hueso con motivos geomtricos, estrellas o hexgonos de tipo mudjar, pintadas o recubiertas de carey y ncar, material este ltimo que se populariza gracias a los objetos de la China que llegaban en el galen de Acapulco.

    Entre las piezas mejicanas, del siglo XVI es el baulito pirograbado y con zulaque que presenta dos guilas en su tapa y dos santas mrtires con la palma del martirio y un libro en sus manos, figuras tomadas de un grabado popular (fig. 11).

    De la misma procedencia es otro baulillo pirograbado y con taracea de cedro (?) (fig. 12) en cuyo frente vemos a un nio jugando y a una nia taendo un laud dentro de una cenefa geomtrica. En uno de los laterales aparece una dama vestida a la moda de 1630 lo que nos sirve para fechar la pieza, (fig. 13) posiblemente procedente de Peribn en Michoacn.

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    Fig. 13.

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    Fig. 18.

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    Fig. 14.

    Fig. 19.

    Entre las de marquetera y hueso, la ms antigua es otro baulillo con decoracin geomtrica aldabas laterales y una cerraja como la de los escri-torios, pieza del siglo XVII. (fig. 14).

    Las siguientes con tapas en forma semihexagonal o curva son ya del siglo XVIII (figs. 15, 16 y 17).

    Pieza de hacia 1600 es el escritorillo de estrado con incrustaciones de hueso al estilo de las obras aragonesas del siglo anterior al que en el XVIII se le aadieron como adorno unas placas de plata en los laterales y en la capilla interior (fig. 18), obra mejicana.

    De las recubiertas de carey la ms antigua es una que tiene ondula-ciones en el carey y cantoneras, patas, aldabas y cerraja en plata fechable en el siglo XVI (fig. 19).

    Figs. 15 y 16.

    Fig. 17.

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    Piezas americanas en la coleccin Coll&Corts JUAN JOS JUNQUERA

    Hay varias del siglo XVII, todas con herrajes de plata (figs. 20, 21, 22, 23 y 24) y otra, con pies de garra y bellas cantoneras doradas de hacia 1700 (fig. 25).

    Fig. 20.

    Fig. 23

    Figs. 21 y 22.

    Fig. 24

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    Fig. 25.

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    Fig. 29.

    Fig. 26.

    Fig. 27.

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    Hay dos de formas cbicas - una de tapa piramidal- y otra con el escudo de la Orden Mercedaria con incrustaciones de ncar lo que las hace posible-mente obras veracruzanas del siglo XVIII, (figs. 26 y 27) como la rectangular prcticamente revestida en su totalidad de madreperla (fig. 28).

    Por su forma destacan dos estuches, posiblemente ambos del siglo XVIII.Uno es un prisma que descansa sobre una pirmide truncada, tiene

    todas sus aristas de plata lo mismo que unos rosetones y cadena que sujeta la tapa y destacan sobre el carey del fondo. Su uso puede que fuera para guardar los tiles del afeitado. (fig. 29)

    El otro tiene incrustaciones de ncar en forma de pjaros y perros y es de forma poligonal. (fig. 30) Presenta el mismo trabajo que otra caja de tapa semicircular y patas de bola (fig. 31).

    Fig. 30. Fig. 31.

    Fig. 28.

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    Fig. 34.

    Fig. 32.

    Fig. 33.

    Peruana y de carey es otra pequea caja que destaca por su bella deco-racin incisa (fig. 32).

    De las cajas pintadas salvo dos, posiblemente michoacanas y del siglo XVII (figs. 33 y 34) son colombianas o peruanas.

    Las sudamericanas tienen una prolija decoracin a base de figuras humanas y de animales y plantas de tierra caliente.

    Por el tipo de decoracin que recuerda a obras textiles del siglo XVI y sus herrajes, debe de ser de esa poca la que presenta escoltando a la cerradura dos leones africanos (fig. 35).

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    Fig. 35.

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    Piezas americanas en la coleccin Coll&Corts JUAN JOS JUNQUERA

    Posiblemente de Pasto y de mediados del siglo XVII es una caja que destaca por su extraordinaria conservacin. Tiene una tapa que, levantada, deja ver unos compartimentos y abatido su frente, un cajn.

    En el interior de la tapa, dentro de una cartela un ave, que apoya su pata en una calavera, lleva una filacteria en su pico con la leyenda:vigilate edo rate. rboles, monos, una ardilla cuis y pjaros completan la decora-cin. En el frente, monos, pumas, faisanes y una figura humana desnuda aparecen entre roleos vegetales y racimos (fig. 36).

    En otra, ya del siglo XVIII, y que tiene tres pequeos cajones en su inte-rior, vemos en la tapa a dos espadachines y una mujer. Flores claveles entre ellas pjaros y otros animales completan la decoracin (fig. 37). En su frente dos cazadores apuntan sus escopetas entre roleos y flores que albergan a animales, pjaros y dos lechuzas.

    Un escritorillo de estrado (fig. 38) presenta en su interior seis cajoncillos recubiertos de carey y una ornamentacin en la tapa con un guila bicfala, leones africanos, otros animales y plantas y una gran cerradura.

    Fig. 36.

    Fig. 37. Fig. 38.

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    Otro baulillo dorado tiene una gran cerradura circular del siglo XVIII y una decoracin con perros entre flores (fig. 39); como flores de claveles y cantuta (?). De un acusado tono verdoso otro ejemplar, posiblemente de fines del XVII (fig. 40), con un hombre que lleva a dos perros atados, monos, pjaros y otros animales, destacando los ciervos de la parte posterior de la caja. En el interior de la tapa aparece un grifo alado.

    Fig. 39.

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    Fig. 40.

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    Fig. 42.

    Fig. 43.

    Fig. 41.

    Fig. 44.

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    Excepcionales son dos piezas cuzqueas que llevan en sus frentes unas representaciones alegricas de los cuatro elementos a las que acompaan signos del zodaco y, en un paisaje, a menor escala, damas y caballeros vestidos a la usanza de los primeros aos del siglo XVIII. En la primera de ellas (fig. 41) un hombre desnudo adornado con hojas y frutos a sus pies lleva una cartela que le identifica con el Fuego; frente a l hay una reina coronada y con cetro, identificada como la Tierra- junto a los smbolos de Sagitario, Libra y otro no identificado.

    En la otra, (fig. 42) son dos personajes masculinos: un anciano coronado sobre una nube blandiendo un cetro el Viento-, y otro, un joven coronado de pmpanos con una jarra en la mano que es el Agua.

    Ambas cajas tienen sus tapas decoradas con flores y, las traseras, con canastillos de rosas (figs. 43 y 44).

    En el primero de ellos (fig. 45), en sus laterales vemos unos msicos enanos sacados de una bambochada y un banquete en el campo, segura-mente copiados de grabados flamencos. Los paisajes son amplios y en ellos vuelan pjaros multicolores (fig. 46). Los personajes visten a la moda de fines del XVII pero, curiosamente, un criado que est escanciando vino lleva unas calzas y un coleto de la poca de Carlos III lo cual retrasa la fecha.

    En la parte lateral del otro ejemplar (fig. 47) vemos en un paisaje con pjaros tpicamente cuzqueo a un caballero y una dama seguida por dos dueas. Ella luce un peinado, originado en Versalles y que en la corte de Madrid impuso M Luisa Gabriela de Saboya, llamado la fontonges.

    En el otro lateral (fig. 48) como en el ejemplar anterior, se describe una comida en el campo pero en este caso los caballeros visten casacas con grandes puos vueltos tpicos de los primeros aos del siglo XVIII.

    Fig. 45. Fig. 46.

    Fig. 48.Fig. 47.

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    Piezas americanas en la coleccin Coll&Corts JUAN JOS JUNQUERA

    Fig. 49.

    Por ltimo, un cofre en forma de bal tambin peruano (fig. 49). Enco-rado, tiene en su guadamec una decoracin abundantsima y polcroma con roleos, flores, frutos, pjaros y animales. Por su ornamentacin y cerradura podemos fecharlo a fines del siglo XVII.

    Muy curioso resulta el estuche formado con un trozo de bamb que lleva inscripciones y personajes cuzqueos incisos (fig. 50). Obra que debemos fechar por la indumentaria en los aos centrales del siglo XVIII. En la tapa desfilan unos hombres con caras de perro de los cuales uno

    porta una bandera. En el primer registro (fig. 51) un fraile franciscano predica a unos indios y una inscripcin dice: Biba Jesus muera la culpa. En el segundo vemos a un franciscano con una bandera y otro con un tambor, un msico, un caballero con casaca y una dama; las inscripciones dan el nombre de Cuzco y el de algunos pueblos prximos. En la tercera faja aparecen un caballero cazador, un indio disparando un arco, un len, un mono, flores y un pjaro. Los diferentes niveles estn separados por una decoracin geomtrica.

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    Figs. 50 y 51.

  • De poca imprecisa pero posiblemente de hacia 1800 son una serie de ocho vasos de madera y de tamao decreciente decorados con cenefas de roleos, perros, leones, pjaros y flores (fig. 52).

    Posiblemente sean de Pasto y su uso puede que fuera el de medidas de cereales.

    De un caracterstico color rojo es el gran jarrn de cermica de Tonal (fig. 53) de hacia 1800 en cuya decoracin vemos un corazn estilizado acompaado de pjaros y formas vegetales. La forma ovoidea con gollete y asas es muy tpica de esta manufactura, cuyas producciones fueron conocidas en la Espaa del siglo XVII.

    Puebla es el gran centro cermico de Mxico durante toda la poca virreinal. La cermica lleg a utilizarse como elemento fundamental en la arquitectura poblana desde el siglo XVII. Los alfares de la ciudad hicieron piezas de ajuar domstico imitando a las que llegaban de Talavera deco-radas en color azul sobre fondo blanco que en la Nueva Espaa se llamaron Talavera de Mxico y que se pueden relacionar con las manchegas hechas a imitacin de la porcelana Ming.

    La orza (fig. 54), de finales del siglo XVII, que est decorada por dos grandes bandas con elementos derivados de las ferroneres manieristas que enmarcan un anillo con motivos vegetales y animales como cuis y pjaros parecen apuntar a un origen peruano. En Lima hubo abundante cermica de Triana cuyos motivos ornamentales, que vemos en zcalos limeos, aparecen en la parte central de esta orza. Pero la pieza presenta

    unos punteados y una decoracin a modo de encaje en una banda que apuntan un origen talaverano.

    En las Exercitatio de Juan Luis Vives, traducidos al espaol como Dilogos que, describiendo una sala de banquete pone en boca de sus personajes Crito y Escopas el siguiente dilogo:

    -Escnciame en aquel vaso de color castao. De qu est hecho?-Es un coco de las Indias con el borde tapado con plata. No quieres

    aquel jarro de madera de bano que dicen que es muy saludable?8

    A esta categora de objetos pertenecen las dos piezas siguientes: una coquera y un vaso.

    La coquera (fig. 55) est realizada en madera torneada y tallada profu-samente con una decoracin vegetal en la que aparecen flores de cantuta y hojas de achicoria de un incipiente rococ.

    El vaso (fig. 56) es de madera de cocobolo profusamente tallada con elementos vegetales estilizados y pjaros.

    Ambos son caractersticos de los objetos realizados en las misiones de Moxos y Chiquitos antes de la expulsin de los Jesuitas por Carlos III, lo que nos lleva a fecharlos antes de 1750.

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    Piezas americanas en la coleccin Coll&Corts JUAN JOS JUNQUERA

    Fig. 52.

    8. Juan Luis Vives: Dilogos y otros escritos. Introduccin, traduccin y notas de Juan

    Francisco Alcina. Barcelona 1988, p.87.

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    Fig. 53.

    Fig. 55.

    Fig. 56.

    Fig. 54.

  • IC A P T U L O

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    E S C U L T U R A

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    3 ESCULTURA

    UN PATRIMONIO ESCULTRICO POR DESCUBRIR

    PA B L O F R A N C I S C O A M A D O R M A R R E R O (Instituto de Investigaciones Estticas. UNAM. Mxico)

    F rente a otros campos de los estudios que analizan las relaciones artsticas entre Espaa e Hispanoamrica -o viceversa- durante los siglos en que compartieron bandera, el concerniente a la escul-tura es, sin duda, el que encontramos en mayor desventaja; ms an las enviadas desde aquellas lejanas tierras a la por entonces metrpoli. Si repasamos la bibliografa y exceptuamos el caso de las Islas Canarias -donde el tema es bien atendido con un continuo engrose de la nmina del ya por si respetable nmero de piezas arribadas, como resultado de las naturales relaciones entre el Archipilago y los diferentes centros produc-tores americanos-, nos percatamos de cmo las aportaciones son dispersas para la Pennsula. Generalmente esas referencias estn en artculos o fichas catalogrficas puntuales, sin que hasta el momento contemos con el necesario monogrfico que las estudie en conjunto y evale los diferentes aspectos que se desprenden de su anlisis, tanto histricos como artsticos. A ello se suma el propio hecho de que si bien la escultura americana posee relevancia en sus centros particulares de origen, con frecuencia sus estudios son escasos y enfocados slo a ciertos artistas o escuelas, quedando aun mucho por desarrollar. El ejercicio de aproximacin a ejemplos tan dispares y complicados como los que aqu exponemos est condicionado a esta realidad, condicin de un campo del saber artstico que, a su vez, obliga a un llamado de atencin sobre un patrimonio en gran parte por descubrir, y ms an, por valorar.

    UN ARCNGEL ARRANCADO DE LA CRISTALINA PIEDRA. EL SAN MIGUEL DE HUAMANGA

    Si atendemos a la materialidad de esta obra, su labrado y hasta lo singular de su parcial policromado, nos encontramos ante un buen exponente de las labores desplegadas en los talleres virreinales del Per y su famosa produccin de imgenes en piedra de Huamanga.

    Es esta zona, actual Ayacucho y en origen San Juan de la Frontera -1540-, la regin en la que se elabor este tipo especfico de imgenes que alcanzaron gran fama y volumen de exportacin debido a su particular enclave, verdadera encrucijada en el comercio de aquella zona andina.

    La piedra de Huamanga es un alabastro de gran calidad cuyo cromatismo vara del blanco cristalino hasta los tonos marfil -segn la veta de la que se obtiene- y de relativo fcil labrado, por ello desde la colonia fue muy apre-ciada para diferentes fines, en especial la elaboracin de pequeas esculturas principalmente de orden religioso. Frente a la produccin de piezas seme-jantes como las que se dieron en el valle de Puebla-Tlaxcala, en la por entonces

    Nueva Espaa, donde el trabajo escultrico -condicionado por la tcnica- es menos elaborado1, las hechuras peruanas alcanzaron grandes cotas de calidad, adaptndose en su gnero a los modelos y estilos imperantes. As lo encon-tramos en la imagen del Arcngel que tratamos (fig. 1), donde es fcil advertir su impronta barroca tanto por el propio trazado general de la obra -de claros dbitos con modelos importados- como en ciertos elementos de la composi-cin tales como la tipologa de elementos ornamentales, del escudo o la peana. Su annimo artfice, docto en el trabajo con el material, ha sabido establecer aquellos elementos necesarios para lograr el movimiento -abriendo huecos- afianzando la obra a su vez con base en su composicin, manteniendo puntos de contacto en su fijacin. As lo vemos, por ejemplo, en la particular forma de trazar la espada flamgera o los revoltosos drapeados del manto.

    Fiel a la iconografa, y dependiente -como ya hemos sealado- de modelos forneos, se nos muestra a Miguel, general de las huestes celestiales, en actitud triunfante, con el demonio a sus pies, en forma de serpiente de amplia cabeza, y asentado sobre las flamas rojizas del averno. Como militar, el ms impor-tante de los arcngeles viste coraza, en la que si bien lo ms comn es que vaya decorada con estrellas, el sol y la luna, aqu su annimo autor opt por incorporar el anagrama de Jess, con dorado y a modo de la sagrada forma. No hemos de olvidar que en muchas representaciones lo comn es que en el escudo quede impresa la frase Quin como Dios, de lo cual aqu se carece, siendo remplazada por el referido anagrama resplandeciente. Siguiendo con el atuendo, porta vistoso casco con remate de plumas, que a su vez ayuda en la estructura de la pieza a ser punto de refuer