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LOS CAUDILLOS RIOJANOS Fuente: www.revisionistas.com.ar El pueblo de La Rioja no su clase social llamada distinguida, privilegiada o rica- no tenía ninguna simpatía por el general Mitre y sentía mucho recelo hacia los porteños los demagogos- y cierto resquemor por Buenos Aires, pues el recuerdo del Chacho y del vandalismo de los ejércitos mitristas que habían arrasado los pueblos riojanos, sobre todo los de los Llanos, estaba muy vivo. ¡Cuántos de esos riojanos aún lloraban a familiares muertos por la barbarie mitrista! La Rioja, como Catamarca y Santiago del Estero, veían con espanto la guerra con el Paraguay. Y con más espanto aún cuando veían que contingentes de pobres paisanos, arreados como bestias, y fuertemente custodiados por soldados de línea eran llevados a la fuerza hacia aquella matanza. (1) En especial con respecto a La Rioja, insistimos en que nos referimos a su pueblo, con exclusión de la clase rica o distinguida, porque ésta era partidaria de la oligarquía porteña, fuese mitrista o de cualquier otra facción, pues sus intereses eran afines. Esa clase rica que había combatido a Facundo y al Chacho, ahora hacía causa común con Mitre en lo referente a la guerra con el Paraguay. Los caudillos riojanos, Facundo, el Chacho, y luego Varela, Chumbita, Zalazar, Elizondo y los restantes ¿se sublevaban contra el avasallamiento porteño por cuestiones económicas? ¿Por la intervención extranjera en nuestra política nacional? No; de ninguna manera. Léanse todas las notas de esos caudillos y no se hallará una sola alusión a tales cuestiones. Eran resistencias al avasallamiento del porteñismo. “Las provincias serán despedazadas, pero sometidas jamás”, proclama Facundo. Y de ese dictado no pasa. “Ud. general Mitre, que es como el padre de todos los argentinos, debe escucharnos” dice el Chacho a Mitre presidente. Y en cuanto a los demás caudillos, ninguno hace alusión sino al avasallamiento de La Rioja por el porteñismo. Varela insiste algunas veces en la necesidad de una reunión de países sudamericanos, idea que viene ya de Bolívar. Deducir de ello una acción antiimperialista contra Inglaterra animada por Varela, es propia de mentalidades muy jóvenes y diletantes. A partir de Facundo mismo, la lucha de los caudillos es contra la oligarquía, tanto porteña como riojana: los demagogos, es decir, los embaucadores, los charlatanes, los políticos de la oligarquía. No había cuestión alguna de banderías políticas. Para el habitante de los Llanos, por ejemplo, que montaba su caballo y empuñaba la chuza, no cabía una diferencia en cuanto a ideología. El gaucho riojano era, ante todo y por sobre todo, riojano. Con Facundo había guerreado a favor de Rosas, que era porteño y federal, y una vez muerto Facundo, luchó con el general Brizuela, el Zarco Brizuela, en contra de Rosas y a favor de los unitarios. Con el Chacho, cuando éste se sublevó como jefe, luchó contra el mitrismo. ¿Había cambiado de mentalidad este gaucho, este afincado? No, mentalmente era siempre el mismo. Él luchaba siempre en defensa de la autonomía de La Rioja. Luchó contra Rosas cuando le hicieron creer la enorme y hábil propaganda unitaria- que Rosas había instigado a que mataran a Facundo.

Caudillos

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Caudilos Riojanos

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LOS CAUDILLOS RIOJANOS

Fuente: www.revisionistas.com.ar

El pueblo de La Rioja –no su clase social llamada distinguida, privilegiada o rica- no tenía ninguna

simpatía por el general Mitre y sentía mucho recelo hacia los porteños –los demagogos- y cierto

resquemor por Buenos Aires, pues el recuerdo del Chacho y del vandalismo de los ejércitos mitristas que

habían arrasado los pueblos riojanos, sobre todo los de los Llanos, estaba muy vivo. ¡Cuántos de esos

riojanos aún lloraban a familiares muertos por la barbarie mitrista! La Rioja, como Catamarca y Santiago

del Estero, veían con espanto la guerra con el Paraguay. Y con más espanto aún cuando veían que

contingentes de pobres paisanos, arreados como bestias, y fuertemente custodiados por soldados de línea eran llevados a la fuerza hacia aquella matanza. (1) En especial con respecto a La Rioja, insistimos en que nos referimos a su pueblo, con exclusión de la

clase rica o distinguida, porque ésta era partidaria de la oligarquía porteña, fuese mitrista o de cualquier

otra facción, pues sus intereses eran afines. Esa clase rica que había combatido a Facundo y al Chacho,

ahora hacía causa común con Mitre en lo referente a la guerra con el Paraguay. Los caudillos riojanos, Facundo, el Chacho, y luego Varela, Chumbita, Zalazar, Elizondo y los restantes

¿se sublevaban contra el avasallamiento porteño por cuestiones económicas? ¿Por la intervención

extranjera en nuestra política nacional? No; de ninguna manera. Léanse todas las notas de esos caudillos

y no se hallará una sola alusión a tales cuestiones. Eran resistencias al avasallamiento del porteñismo.

“Las provincias serán despedazadas, pero sometidas jamás”, proclama Facundo. Y de ese dictado no pasa. “Ud. general Mitre, que es como el padre de todos los argentinos, debe escucharnos” dice el

Chacho a Mitre presidente. Y en cuanto a los demás caudillos, ninguno hace alusión sino al

avasallamiento de La Rioja por el porteñismo. Varela insiste algunas veces en la necesidad de una

reunión de países sudamericanos, idea que viene ya de Bolívar. Deducir de ello una acción

antiimperialista contra Inglaterra animada por Varela, es propia de mentalidades muy jóvenes y diletantes. A partir de Facundo mismo, la lucha de los caudillos es contra la oligarquía, tanto porteña como riojana:

los demagogos, es decir, los embaucadores, los charlatanes, los políticos de la oligarquía. No había

cuestión alguna de banderías políticas. Para el habitante de los Llanos, por ejemplo, que montaba su

caballo y empuñaba la chuza, no cabía una diferencia en cuanto a ideología. El gaucho riojano era, ante

todo y por sobre todo, riojano. Con Facundo había guerreado a favor de Rosas, que era porteño y federal, y una vez muerto Facundo, luchó con el general Brizuela, el Zarco Brizuela, en contra de Rosas y a favor

de los unitarios. Con el Chacho, cuando éste se sublevó como jefe, luchó contra el mitrismo. ¿Había

cambiado de mentalidad este gaucho, este afincado? No, mentalmente era siempre el mismo. Él luchaba siempre en defensa de la autonomía de La Rioja.

Luchó contra Rosas cuando le hicieron creer –la enorme y hábil propaganda unitaria- que Rosas había

instigado a que mataran a Facundo.

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Historiadores modernos, con poco respeto por la verdad histórica, quieren ver en las sublevaciones de los

caudillos riojanos luchas antiimperialistas o luchas de bandería entre federales y unitarios. A excepción

de Facundo, que luchó a favor del partido federal, rosista, los demás lucharon contra el avasallamiento de

La Rioja, contra –repitámoslo- los demagogos. Ya lo dice el cantar tradicional:

Diz que el Chacho ha muerto Y ello ha de ser verdad;

tengan cuidado “magogos” no vaya a resucitar. (2)

No toda La Rioja estuvo con los caudillos, no nos cansaremos de repetirlo. Fue necesario que pasaran

más de cien años de la muerte de Facundo para que se erigiera un busto a su memoria. (3) Irónicamente, el Departamento de los Llanos, donde nació Facundo, fue denominado por la clase

distinguida de La Rioja, Departamento Rivadavia, siendo Rivadavia, el hombre contra quien más luchó

Facundo, y podría decirse su antítesis. Ese departamento se llama actualmente “General Juan Facundo

Quiroga”, existiendo además en dicha provincia los departamentos: “General Ángel Vicente Peñaloza” y

“Coronel Felipe Varela”. La reivindicación de estos patriotas riojanos aún no es total en la provincia. Falta que la conciencia de

ello llegue a sus clases altas. Esto no es necesario en el pueblo, donde la reivindicación es profunda y

antigua. Referencias (1) “Recibí del gobierno de la provincia de Catamarca la suma de cuarenta pesos bolivianos por la

construcción de 200 grillos para los voluntarios santiagueños que marchan a la guerra contra el

Paraguay”. Rafael Cano – Catamarca al 800- (2) El doctor José María Rosa, cambia el sentido de esta cuarteta en su “Historia Argentina”, tomo

dedicado a la crónica de los caudillos riojanos, transcribiéndola así: “Diz que el Chacho ha muerto/y ello ha de ser verdad/tengan cuidado salvajes/no vaya a resucitar”. Cambia la palabra “magogos”

(demagogos) por “salvajes”, queriendo subjetivamente que el lector lea “salvajes unitarios”, dando a

entender que la lucha de los caudillos riojanos era contra los unitarios, lo que no es verdad. Ni el Chacho,

cuando fue jefe de la sublevación, ni Varela, ni los demás caudillos hicieron cuetión de federales y

unitarios. Y si el cantar dice claramente “magogos”, no hay por qué cambiar caprichosamente o

interesadamente esa palabra por la de “salvajes”. (3 )Sólo en 1942 el gobierno de La Rioja rinde homenaje oficial al brigadier general don Juan Facundo

Quiroga, y al general de la nación, Angel Vicente Peñaloza, el Chacho. El decreto respectivo dice: “Que

siendo oportuno, con motivo del 107 aniversario de la muerte del brigadier general don Juan Facundo

Quiroga, rendir por el P. E. este primer homenaje oficial a su memoria y la de su digno continuador, el

general don Angel Vicente Peñaloza asignando a sus retratos ubicación honrosa en la Casa de Gobierno,

e. Gobernador de la Provincia decreta: Artículo 1º – En homenaje al brigadier general don Juan Facundo Quiroga y al general don Angel Vicente Peñaloza, colóquense sus retratos en el salón de recepciones.

Artículo 2º – En el acto público de colocación, se procederá a dar lectura del presente y de los trabajos

que las Instituciones y las personas adheridas hayan preparado al respecto. Artículo 3º – Comuníquese,

publíquese, etc. Firmado: De la Fuente, Gobernador. G. Kammerath Gordillo, Ministro de Gobierno e

Instrucción Pública”. Véase el decreto completo con sus considerandos en: Pedro de Paoli, Vida del

general Juan Facundo Quiroga. Fuente De Paoli, Pedro y Mercado, Manuel G. – Proceso a los montoneros y Guerra del Paraguay – Bs. As.

(1974). Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado.

BIOGRAFÍAS

• Ambrosio Chumbita • Angel Vicente Peñaloza

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• Felipe Varela • Juan Facundo Quiroga

FACUNDO QUIROGA EN BUENOS AIRES

Tumba del Gral. Facundo Quiroga en el Cementerio de la Recoleta, Buenos Aires

Los últimos años de su vida, Juan Facundo Quiroga los pasa en Buenos Aires, adonde llega en diciembre

de 1833, contento por el éxito de la Campaña al Desierto de la que fue partícipe junto a Juan Manuel de

Rosas, pero confundido por las versiones que le hacen llegar las intrigas y los traidores acerca de un

intento sedicioso por parte del general José Ruiz Huidobro, antiguo colaborador suyo en la campaña al

Desierto, contra el gobernador de Córdoba, José Vicente Reinafé.

Durante la Expedición al Desierto, Facundo Quiroga había sido designado como Director General de la

Guerra y bajo su tutela se hallaban las 3 divisiones que combatieron en el sur del país. El nombrado

general Ruiz Huidobro era, a la sazón, el jefe de la División del Centro. Quiroga siempre fue un hombre

correcto y el hecho que un hombre a su mando pudiese estar envuelto en un acto subversivo significaba

para él algo indignante y vil. El tiempo y los documentos, sin embargo, demostrarán que Ruiz Huidobro

no tuvo nada que ver con el “complot” contra el gobernador cordobés Reinafé. Ello quedaría evidenciado

con el asesinato perpetrado contra el Tigre de los Llanos, años más tarde.

Quiroga, pues, vivió en Buenos Aires desde fines de 1833 hasta enero de 1835, cuando es mandado con

suma urgencia a frenar una lucha fraticida entre las provincias de Tucumán y Salta. En el camino, el 16 de febrero de 1835, lo asesinan cobardemente. Sobre el Juan Facundo Quiroga “porteño” no hay muchas alusiones, quizás por esa tradicional costumbre

de relacionarlo únicamente como de tierra adentro, de paisajes áridos, pobres y llenos de montoneras

gauchas. Es probable y suena lógico, pero hubo un riojano patriota que dejó su huella y su presencia en la

ciudad capital de la Confederación Argentina. Su vida en Buenos Aires .

Cuando se instala en Buenos Aires, Quiroga refiere que su vida política está prácticamente terminada, y

que ha llegado el momento de enviar a escuelas porteñas a sus hijos, a recuperar su salud –sufría de reuma- y de atender sus bienes y su capital. El Tigre de los Llanos no era millonario, a pesar de haber

pertenecido a una familia tradicional y de buen linaje en los llanos de La Rioja. Sus arrojos en las luchas

por y para la causa federal le hicieron sacrificar varios fondos que el digno patriota jamás reclamó ni

quiso que le devolviesen. El edificio que en la actualidad ocupa el Sindicato de Luz y Fuerza sobre la

calle Defensa al 453, barrio de San Telmo, fue antiguamente el lugar donde habitó Facundo Quiroga hasta

un mes antes de su cobarde asesinato.

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Ya en Buenos Aires se sostiene que Facundo Quiroga había decidido afeitarse periódicamente sus espesos

bigotes y emprolijado sus robustas patillas. No obstante ello, lo veían “irreprochablemente puesto, franco

en el decir, sincero en el pensar, patriota siempre y desenvuelto y honrado en el sentir”. La relación entre el brigadier general Juan Manuel de Rosas y Juan Facundo Quiroga nunca desmejoró.

El historiador revisionista Pedro De Paoli en su obra “Facundo” sostiene lo siguiente: “Facundo siguió

siempre tan amigo de don Juan Manuel como el primer día, y apenas vuelve éste de la Conquista del

Desierto, manifiesta deseos de visitarlo. No existe un solo documento serio, una carta insospechable que de asidero a la idea de la enemistad de estos dos hombres”. Otra muestra de ello será la designación de

doña Encarnación Ezcurra, esposa del Restaurador de las Leyes, como apoderada general de los bienes de

Facundo Quiroga.

El Tigre de los Llanos ayudó, mientras vivió en Buenos Aires, a muchas personas. Una de ellas fue el

señor Fortunato Baudrix, cuya hermana, Angela Baudrix, era la esposa del coronel Manuel Dorrego.

Habiendo quedado en la ruina, Fortunato Baudrix le hace entrega de valiosa documentación sobre el

prócer Dorrego a Quiroga como garantía de un dinero que el caudillo riojano le prestara a aquél.

Devuelto ese dinero, Facundo Quiroga le restituye a Fortunato Baudrix toda la documentación histórica

de Manuel Dorrego. Como compensación por la ayuda que Quiroga le prestó a su hermano, la viuda de

Dorrego, doña Ángela Baudrix, le regala “el bastón de mi finado Dorrego, para que como memoria de él lo use el señor general Quiroga que tan dignamente merece el nombre del Libertador de la República

Argentina…”.

Entre octubre y noviembre de 1834 un muy joven Juan Bautista Alberdi –aún no intoxicado con ideas

liberales, creemos- visita a Juan Facundo Quiroga en Buenos Aires, por recomendación del Gobernador

de Tucumán, general federal Alejandro Heredia. La nobleza de los caudillos federales fue ilimitada: el

propio Heredia, al notar en Alberdi un hijo virtuoso de su provincia, le pagó todos sus estudios y su

educación. Y quería que Juan Bautista Alberdi tenga la posibilidad de viajar al exterior para profundizar

su cultura. Por ello solicita a Quiroga que le preste dinero para dicho viaje. El propio Alberdi dirá de su

encuentro con el patriota en sus “Obras Completas”: “El general Quiroga me acogió con mucha gracia.

Lo visité con repetición y muchas veces se entretuvo en largas conversaciones conmigo, ajenas del todo a la política. Yo no me cansaba en estudiar, de paso, a ese hombre extraordinario. A punto de emprender

mi viaje para los Estados Unidos, el general Quiroga me dio una orden para el Banco de Buenos Aires,

por toda la suma que debía servirme para trasladarme y residir un año en aquel país. Al día siguiente le

hice una visita respetuosa, en que tuve el gusto de restituirle su orden contra el Banco, renunciando al

proyecto de viaje para los Estados Unidos”. Cómo pagaría la patriota generosidad de los federales el

masón Alberdi es historia conocida…

Sin entrar en las mentiras que la prensa unitaria destilaba acerca de un Facundo Quiroga “enemistado” de

Juan Manuel de Rosas, pues los enemigos de la Patria siempre estaban al acecho, el Tigre de los Llanos

ocupaba “las horas de la mañana para despachar su correspondencia, para lo que está a su lado don José

Santos Ortiz”, según sostiene Pedro De Paoli en su obra. Ortiz fue secretario personal del caudillo

riojano, y su suerte quedó echada también en Barranca Yaco aquel 16 de febrero de 1835.

Tras una reunión secreta de finales de 1834 que mantuvieron Encarnación Ezcurra de Rosas y un

mensajero aliado de Rosas proveniente de Montevideo con Facundo Quiroga, presagiaron que no todo era

comodidad ni relajación para Facundo. Los logistas unitarios, asentados en Uruguay, aparecían con

mayor fuerza y presencia en diversas provincias argentinas, infiltrando las filas del federalismo. Juan

Facundo Quiroga, a partir de entonces, se hizo un hombre menos expuesto a los salones de la alta

sociedad capitalina y cada vez más preocupado por el porvenir de la Patria. Lo que siguió…lo que siguió

es bien conocido por todos. Fuente De Paoli, Pedro – Facundo – Ed. Plus Ultra – Buenos Aires (1974) Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado Turone, Gabriel O. – Facundo Quiroga en Buenos Aires – Buenos Aires (2008) www.revisionistas.com.ar

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Asesinato de Facundo Quiroga

Juan Facundo Ouiroga nació en San Juan de las Manos, Provincia de La Rioja en 1788. Su padre fue el

estanciero José Prudencio Quiroga, a quién Facundo ayudó a conducir sus propiedades a partir de los 16

años. Tras un breve paso como voluntario por el Regimiento de granaderos a caballo, en Buenos Aires,

regresó en 1816 a La Rioja, donde colaboró activamente con el ejército del norte que luchaba contra los

realistas, proveyéndolo de ganado y tropas. En 1818 recibió de Pueyrredón el título de “benemérito de la

Patria” y a fines de ese año intervino destacadamente para sofocar un motín de prisioneros españoles en

San Luis. A partir de 1820, con el cargo de jefe de las milicias de Los llanos, se inició en La Rioja la

preponderancia de Quiroga. Además asumió la gobernación de la provincia, aunque sólo fue por tres

meses, pero en los hechos continuó siendo la suprema autoridad riojana. Quiroga brindó su apoyo entusiasta al Congreso de 1824 reunido en Buenos Aires, pero pronto se produjo

su ruptura con los unitarios porteños. Junto a los otros gobernadores que resistían la política centralista de

Rivadavia que culminó con la sanción de la Constitución unitaria, se levantó en armas contra el

presidente, enarbolando su famoso lema de “Religión o Muerte”. Su lucha contra los unitarios había

comenzado, en realidad, en 1825, cuando Quiroga derrotó a La Madrid – usurpador del gobierno de

Tucumán – en El Tala y Rincón de Valladares. Caído Rivadavia, Quiroga apoyó la efímera gestión de Dorrego, cuyo fusilamiento volvió a encender la

chispa de la guerra civil. Facundo se convirtió entonces en figura descollante del movimiento federal y,

en el interior, enfrentó a las fuerzas unitarias del General Paz. El Tigre de Los Llanos, como lo llamaban

amigos y adversarios, cayó derrotado en La Tablada y en Oncativo. En Buenos Aires, con la ayuda de Rosas, formó una nueva fuerza, llamada División de Los Andes. Al

frente de ella ocupó San Luis y Mendoza, en Córdoba persiguió a La Madrid – el jefe de las fuerzas

unitarias después de la captura de Paz – y, ya en tierra tucumana, lo derrotó completamente en La

Ciudadela. En esos momentos su poder y su prestigio alcanzaban el punto más alto. Después de participar

en la etapa preparatoria de la campana del desierto realizada por Rosas, permaneció con su familia en

Buenos Aires durante un tiempo. Aquí Quiroga dedicó el resto de su vida a intentos (solo o con otros

federales) de convocar un congreso constituyente para formar la estructura orgánica de una república

federal.

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Durante el gobierno del doctor Manuel Vicente Maza, se le encomienda a Facundo Quiroga una gestión

mediadora, ante la gravedad que estaba teniendo el conflicto surgido entre las provincias de Tucumán y

Salta. La idea, con seguridad, ha sido de Rosas a quien tanto le preocupaban las disensiones partidarias.

Ocurre que la causa federal peligra en el norte de la República. El gobernador de Tucumán, Alejandro

Heredia, es federal con fervor; pero transige con los unitarios, llevado por su espíritu liberal. Rosas le ha

reprochado esta política, y le ha predicho que le será funesta. Los unitarios han reclutado gente en

Tucumán para derrocar al general Pablo Latorre, gobernador de Salta. Han fracasado en su intentona y

emigrado a Bolivia. Latorre cree ver en esa tentativa, lo mismo que en el propósito de los jujeños de

separar a su región de la provincia de Salta, la complicidad de Heredia. Los ejércitos de Tucumán y de Salta están prontos para atacarse. Solo una persona puede evitarlo: Juan Facundo Quiroga. Sólo él tiene

prestigio en el Norte como para una mediación eficaz. Rosas insinúa a Maza la idea de enviarlo allá. Esto se organiza en muy pocos días, a mediados de diciembre. Quiroga escribe el 13 a Rosas

comunicándole la solicitud que le ha hecho Maza y pidiéndole su opinión. A Rosas, que está de nuevo en

San Martín, le parece no sólo bien, sino “urgente y necesario”. Pero como quiere hablar con él y

despedirlo y acompañarlo un poco, le ruega avisarle el día de la partida, para esperarlo en Flores, en la

quinta de Terrero. La dificultad de llegar hasta Rosas, aun por medio de una carta, debe ser muy grande

cuando el mismo Rosas le dice a Quiroga que entregue su carta a Corvalán, encareciéndole su

importancia. Quiroga vuelve a escribirle el 16, y él redacta unas líneas el 17 –que tal vez no fueron

enviadas- diciéndole que, por no interrumpirle en los momentos que tanto necesita, no pasa personalmente a despedirse. “Pero me permito hacerlo por esta expresión de mi sincera amistad, rogando

al Todopoderoso le conceda la mejor salud y acierto: con estos votos le seguirá siempre, deseándole toda

suerte venturosa”. El 17 de diciembre, el general Quiroga, que ha partido esa mañana de Buenos Aires, llega en su galera a

San José de Flores. Se detiene en la quinta de Terrero, en donde se encuentra con Rosas y con Maza.

Todo ese día y parte del siguiente duran las conversaciones. El 18, Quiroga emprende su largo viaje.

Rosas lo hace subir a su galera. En Luján se detienen un rato y al oscurecer llegan a la estancia de

Figueroa, próxima a San Antonio de Areco. Allí conversan los dos generales por última vez. Quedan en

que Quiroga partirá a la madrugada y en que Rosas le enviará un chasque con una carta política. Carta de la hacienda de Figueroa Durante esa noche y parte de la mañana siguiente, Rosas dicta a su secretario Antonio Reyes su famosa

carta de la hacienda de Figueroa. Es un notable documento doctrinario, que basta para mostrar el gran

estadista que hay en Rosas. Sus enemigos, y los escritores e historiadores que le son adversos, han negado

que él pudiera haberlo escrito. Pero la afirmación de Reyes, muchos años más tarde, treinta después de la

caída de Rosas, no permite dudar de que es obra de don Juan Manuel. Comienza Rosas citando las agitaciones en las provincias y los planes de los unitarios. El país ha

retrogradado, alejando el día de la constitución. Ese estado anárquico es el mejor argumento para probar

lo que él siempre ha sostenido: que no debe empezarse por una constitución, sino por vigorizar las

provincias para labrar sobre esta base la constitución nacional. Los unitarios fracasaron por haber dictado una constitución sin tener en cuenta el estado ni la opinión de las provincias, que la rechazaron

enérgicamente. El congreso que alguna vez se elija “debe ser convencional y no deliberante; debe ser para

estipular las bases de la unión federal y no para resolverla por votación”. En estas palabras de Rosas está

todo el sentido realista y oportunista de su política, tan opuesto al doctrinarismo romántico y libresco de

sus enemigos. “Las atribuciones que la constitución asigne al gobierno general deben dejar a salvo la

soberanía e independencia de los estados federales”. El gobierno general, en una república federativa, no

une a los pueblos, los representa unidos ante las demás naciones. La organización nacional que él propicia

se basa, pues, en la soberanía e independencia de los Estados. “Si no hay estados bien organizados y con

elementos bastantes para gobernarse por sí mismos y asegurar el orden respectivo, la república federal es

quimérica y desastrosa”. Primero, pues, orden, paz, unión y organización interna de cada provincia. Y

luego, organización y constitución nacionales. Pero es preciso empezar por destruir los elementos de discordia, por terminar con el Partido Unitario. “Esto es lento, a la verdad -reconoce Rosas- pero es

preciso que así sea; y es lo único que creo posible entre nosotros, después de haberlo destruido todo y

tener que formarnos del seno de la nada”. Rosas se pronuncia, pues, por una confederación semejante a la de 1778 en los Estados Unidos; a la que

proclamaba Dorrego y a la que pactaban las provincias del litoral en enero de 1833. Los estados son las

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base de su sistema. Estos son soberanos e independientes, y delegan en un gobierno general la atribución

de representarlos ante el extranjero, así en paz como en guerra. “Obsérvese –agrega- que en Norte

América no se ha admitido como estados a los pueblos y provincias que se formaron después de su

independencia, sino cuando éstos pudieron regirse por sí solos”. Cierra su carta con esta profecía que se cumplió diez y siete años después en el Acuerdo de San Nicolás

complementado por el pacto del 6 de junio de 1860. “No hay otro arbitrio que el de dar tiempo a que cada

gobierno promueva por sí el espíritu de paz y de tranquilidad. Cuando esto se haga visible, los gobiernos

podrán negociar amigablemente las bases para colocar las cosas en tal estado que cuando se forme el Congreso no tenga más que marchar llanamente por el camino que ya los mismos pueblos de la República

le hayan designado”. (1) Contienda entre Heredia y Latorre Esta carta alcanzó al general Quiroga fuera de la jurisdicción de Córdoba. Un día antes, al llegar a la

capital de esta provincia, se vio obligado a detener su marcha a causa de la falta de caballos. Pero él los

exigió a toda costa de don Guillermo Reynafé, que se encontraba allí en la posta, y siguió su camino con

la misma rapidez con que lo había comenzado. Al llegar a Pitambalá, jurisdicción de Santiago del Estero,

sabe el desenlace de la contienda entre Heredia y Latorre. El comandante Facio, gobernador de Jujuy y

jefe de las fuerzas auxiliares de Salta, ha derrotado a Latorre el 18 de diciembre y lo tomó prisionero. El 29 de diciembre se ha producido un movimiento en Salta con el objeto, según se dijo, de librar a Latorre

de su prisión. Los soldados que lo custodiaban han hecho fuego sobre él y sobre el coronel José Manuel

Aguilar, y los han dejado muertos allí mismo. No obstante esto, Quiroga llega a Santiago del Estero y

llena los objetos de su misión con Heredia, Ibarra, Navarro y demás gobernadores a quienes escribe

interponiendo toda su influencia para llamarlos a la concordia. Cuando se prepara a regresar a Buenos Aires, Quiroga vacila entre si lo hará por Cuyo o por el camino de

Córdoba. ¿Vacilar Quiroga? Si; algo como un eco del fin de su destino resuena melancólico en el fondo

de su alma. El sabe que lo quieren asesinar. Pero ¿por qué no lo han buscado los asesinos cuando cruzó

sin escolta por Santa Fe y Córdoba? ¿Se hallan en Santiago, estarán en Buenos Aires? ¿Esperarán que

esté dormido, inerme, para hundirle el puñal alevoso? ¿Lo envenenarán acaso? ¿Quiénes son, dónde están por fin? El recuerdo de los hijos pasa como una sombra cariñosa que le murmura algo como un

reproche…. ¿por qué no aceptó la escolta que le ofreció con instancia Rosas al separarse de él en la

hacienda de Figueroa, diciéndole que muy bien pudiera ser que sus enemigos le jugasen una mala pasada?

Pero él puede obtener esa escolta en Santiago del Estero, y escoger por sí mismo sus hombres…. Hay

momentos en que piensa trasladarse a Mendoza y comunicar desde allí al gobierno de Buenos Aires el

resultado de su misión y sus vistas sobre ésta. La ocasión lo favorece. El gobierno de Mendoza a invitado

a los de San Juan y San Luis a darse la Constitución que debe regir las tres provincias bajo la

denominación de Provincias de Cuyo, para entrar así en la Federación Argentina, bajo la protección del

general Quiroga. (2) Pero i los asesinos están en Santiago, como se lo avisan, huir es indigno de él. Que

vengan, pero que vengan pronto, porque él también tiene una misión que desempeñar, y no quiere ser el

juguete de temores pueriles. Sus amigos vienen en ayuda de esta duda que lo irrita y avergüenza al mismo tiempo. El gobernador

Ibarra se sincera a sus ojos: en Santiago el general Quiroga no tiene sino amigos, ordene lo que quiera

para comprobarlo así. No es de aquí; es de Córdoba de donde viene el peligro, los Reinafé son los

promotores del plan para asesinarlo. Quiroga recapitula con desprecio los antecedentes que concuerdan

con este aviso que no puede serle sospechoso. Recuerda las revelaciones que le hiciera su íntimo amigo el

general Ruiz Huidobro, de las cuales aparecía que los Reinafé tramaban algo contra él desde el año

anterior. Pero en ello esta mezclado el nombre de don Estanislao López. ¿Será López también de la

partida? ¿Luego las cartas que le dirigieron López en 26 y 29 de diciembre, y el gobernador Reinafé en 22

del mismo, son urdidas para que él vaya a entregárseles? Así lo dicen todas sus noticias, y la carta

anónima que le dirigen de Córdoba el día 30, avisándole que a su regreso será asesinado por orden de los

Reinafé. (3) Esto mismo se lo corrobora el coronel Manuel Navarro desde Catamarca, en carta de 8 de enero de 1835. Y bien, son ellos; él los sorprenderá con su regreso, como los sorprendió con su venida

precipitada. El asesinato

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Quiroga fija al fin su resolución. La energía de sus sentimientos primitivos, adormecida por el amor de los

suyos a quienes recuerda con ternura infinita, despierta en presencia del peligro más soberbia y más

temeraria que nunca. Una fuerza irresistible lo empuja a su fatal destino. Este lo llama, lo atrae. El lo ve,

lo palpa, y sigue a su encuentro, camino de Córdoba. El 15 de febrero de 1835 llega a la posta del Ojo de

Agua, distante poco más de 20 leguas de la ciudad de Córdoba. Por la noche un vecino le comunica al

coronel José Santos Ortiz que el capitán Santos Pérez se encuentra en el lugar de Barranca-Yaco con una

gruesa partida para asesinar a Quiroga y a toda su comitiva. El maestro de posta lo sabe también, y lo

repiten todos los que están allí, y se da cuenta de cuántos son y de las armas que llevan. Estos detalles

horribles acerca de su muerte casi segura aterran a Ortiz, y quiere separarse de la comitiva. Pero Quiroga lo contiene diciéndole que sea cual fuere esa partida le ha de servir de escolta hasta Córdoba. Manda

preparar algunas armas con su asistente y se duerme como si esta noticia a fuer de muy sabida no

mereciera mayor prevención. A la mañana siguiente se dirigen Quiroga, Ortiz, un negro asistente, dos

correos, un postillón y un niño en dirección a Sinsacate. Como dos leguas antes de llegar a este punto, a

tres leguas de la estancia de Cerrillos o Totoral, que administraban los Reinafé, y hasta donde llegaban las

partidas del curato de Tulumba, del cual era comandante don Guillermo Reinafé, en el lugar indicado de

Barranca-Yaco, la galera en que iba Quiroga es rodeada por una partida armada al mando del capitán

Santos Pérez. Al verla, Quiroga saca la cabeza por la portezuela y pregunta: “¿Qué significa esto?

Acérquese el jefe de esta partida”. En ese instante recibe un balazo en un ojo que lo deja muerto; y Ortiz y

todos los que lo acompañan, incluso el inocente niño del maestro de posta, son bárbaramente sacrificados

y saqueados, y sus cadáveres arrojados en el bosque próximo donde Santos Pérez había espiado el momento de cumplir la consigna que tenía recibida. (4) Así acabó Quiroga; víctima de una temeridad sin ejemplo, y cuando según sus propias declaraciones y los

hechos que quedan apuntados, se preparaba a ejercitar su influencia en el interior para trabajar la

organización constitucional de la República. Búsqueda de culpables Algunas personas pretendieron atribuir a Rosas la participación en el asesinato. Pero los mismos

antecedentes de este asunto, la actitud que asumió Rosas con ocasión del asesinato, la publicidad que se

empeñó en dar a todos los detalles que a ello se referían, la circunstancia especialísima de haber solicitado él mismo y obtenido de los gobiernos confederados el derecho de hacer juzgar a los Reinafé por los

tribunales ordinarios de Buenos Aires, y de no haber éstos imputado a Rosas el mínimo cargo, ni la

mínima participación en dicho asesinato, durante la larga y laboriosa secuela del proceso, en el cual

depusieron todos cuantos fueron llamados para el mayor esclarecimiento del crimen; todo eso reduce esa

sospecha leve a una afirmación sin fundamento que rechaza la crítica tranquila y severa. Ninguno ha ido

más allá contra Rosas que Rivera Indarte, después de haberlo exaltado a la par de los más entusiastas; y

que Sarmiento, que fue durante quince años el batallador contra el gobierno del restaurador de las Rosas.

El primero imputa a los Reinafé el asesinato de Quiroga; y el segundo dice en su Facundo que “la historia

imparcial espera todavía revelaciones para señalar con su dedo al instigador de los asesinos”. Y la luz se ha hecho al respecto. Los Reinafé procuraron por todos los medios hacer recaer la culpabilidad

sobre Ibarra, al mismo tiempo que hacían creer a Santos Pérez y a otros que el asesinato de Quiroga era una cosa convenida entre ellos, López y Rosas. (5) Ibarra se justificó, como se justificó Rosas, aún al

sentir de sus enemigos políticos; pero López no pudo conseguirlo, ni mucho menos los Reinafé. Del

estudio detenido que ha hecho Adolfo Saldías de todos los antecedentes de este asunto; del examen de

todos los papeles que ha podido proporcionarse, algunos de los cuales se desglosaron del voluminoso

expediente seguido a los Reinafé, pudo afirmar que el asesinato de Quiroga fue una obra preparada por

Estanislao López y su ministro Domingo Cullen, de acuerdo con los cuatro hermanos: José Vicente, José

Antonio, Guillermo y Francisco Reinafé. Desavenencias entre Estanislao López y Quiroga Desde luego, es indudable que López y Quiroga se miraban con ojeriza. En 1831 se produjo entre ambos una grave desavenencia con motivo de haber el primero hecho nombrar a José Vicente Reinafé

gobernador de Córdoba, a pesar de la resistencia del segundo quien alegaba que el nombrado era un nulo

que entregaría la provincia a los mismos a quienes él acababa de vencer asegurando el triunfo de la

federación en Cuyo, el interior y el norte. Reinafé y sus hermanos, que no ignoraban esta circunstancia y

las consecuencias que podrían sobrevenir, como quiera que Quiroga se expresara con su franqueza genial,

compartieron naturalmente de esa misma ojeriza, que Rosas se la recordaba después hábilmente a López

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en su carta sobre el suceso de Barrana-Yaco. (6) El resultado fue que Quiroga se retiró entonces

manifestando a todos los que querían oírle, que López quería colocar instrumentos peligrosos en el

interior; pero que en este camino debía cuidarse de que no se los colocara él (Quiroga) en Santa Fe; y que

López dijo a sus íntimos, y se lo hizo repetir a Rosas, que se hacía necesario que interpusieran juntamente

su influencia para evitar que Quiroga trastornase el orden de la República. La influencia de López pesaba demasiado sobre el gobierno de Córdoba para que pasara desapercibida a

la mirada suspicaz de Quiroga. Y para que fuese más mortificante, los Reinafé se empeñaban en

asimilarse elementos hostiles a Quiroga, los cuales al favor de la condescendencia que, de acuerdo con López se les dispensaba, podían constituir una amenaza seria sobre La Rioja, Catamarca, San Luis y todo

Cuyo. El general Ruiz Huidobro que se encontraba en esa provincia con los restos de la división con la

que había expedicionado al desierto, ponía a Quiroga al corriente de la conducta de los Reinafé, de la

influencia que sobre ellos ejercía López, y hasta creyó haber descubierto un plan tramado entre Domingo

Cúllen, los Reinafé y los emigrados unitarios de Montevideo, para convulsionar el litoral por los auspicios

de López, y para deshacerse de Rosas y de Quiroga. La revolución de junio de 1833 contra los Reinafé

para colocar en el gobierno de Córdoba a Claudio Arredondo, que había sido el candidato de Quiroga, fue

atribuida a los manejos de Ruiz Huidobro y a las indicaciones del mismo Quiroga. En la causa que con

este motivo se le siguió a Ruiz Huidobro, el gobierno se vio obligado a sobreseer en virtud “de la

dificultad de esclarecer ciertos hechos y circunstancias de grave trascendencia para la cosa pública que no

se debía complicar más”. Es indudable que estas palabras se referían no solamente a la participación indirecta que a juicio del gobierno de Buenos Aires tenía Quiroga en ese movimiento, sino también a las

revelaciones que había hecho Ruiz Huidobro al mismo doctor Maza, acerca del plan combinado entre

Cúllen, López, los Reinafé, y los unitarios de Montevideo, en descargo de la ingerencia que se le atribuía

en el movimiento de Córdoba. Y estas revelaciones (7) concordaban en un todo con las denuncias

contenidas en la carta del doctor Moreno al ex-ministro Ugarteche, del plan entre esas mismas personas

para convulsionar el litoral y deshacerse de Rosas y de Quiroga. Quiroga desaprobó la conducta de Huidobro en aquella revolución, pero López y los Reinafé vieron en él

al instigador principal de lo sucedido; y a partir de ese momento no se creyeron seguros hasta que no

desapareciera esa influencia que podría abatirlos. Cuando Quiroga pasó para Buenos Aires con el

regimiento Auxiliares de los Andes, hubieron de realizar un plan para deshacerse de él en la misma ciudad de Córdoba; y si ese plan fracasó, no fue porque el temerario caudillo no les diera tiempo

suficiente para consumarlo, sino porque no encontraron instrumentos capaces de llevarlo a cabo sin que

resaltara su complicidad. En setiembre de 1834 el coronel Francisco Reinafé se dirigió a conferenciar con

López, sin que promediara ningún asunto ni interés interprovincial que así lo requiriese. Según lo dice el

mismo López en su carta a Rosas, Reinafé le habló de la probabilidad de que Quiroga los atacase a

ambos; y entabló con él una correspondencia continuada. (8) Que López se hizo cargo de esta

probabilidad, se comprueba por el hecho de salir en esa época a recorrer los departamentos y las milicias,

y por declararlo él mismo que se preparaba a sostener una lucha con Quiroga. La prensa de Buenos Aires

lo consignó así; y cuando López regresó a la capital de su provincia, la de Montevideo agregó que esto

destruía los cálculos de los que creían inminente un rompimiento entre él y Quiroga. (9) Opinión del general Paz El general Paz que todavía se hallaba preso en Santa Fe, dice en sus memorias (10) que las relaciones de

López con los Reinafé eran íntimas; que el coronel Francisco Reinafé estuvo en Santa Fe un mes antes de

la muerte de Quiroga, habitando en la propia casa de López y empleando muchos días en conferencias

misteriosas con éste. “En Santa Fe –agega- fue universal el regocijo por la muerte de Quiroga; poco faltó

para que se celebrase públicamente. Quiroga era el hombre a quien más temía López, y de quien sabía

que era enemigo declarado. No abrigo ningún género de duda que tuvo conocimiento anticipado y acaso

participación en su muerte”. En una de estas conferencias, Domingo Cúllen, ministro general de López,

arregló con Reinafé la manera e sacrificar a Quiroga. Cuando el gobierno de Buenos Aires comunicó a los

del interior la misión confiada a Quiroga, a fin de que le prestaran los auxilios necesarios de caballos en

las postas del tránsito, López se apresuró a dirigir por su parte al gobernador Reinafé una carta aparentemente destinada a confirmar los deseos de aquel gobierno, pero en realidad con el designio de

señalarle la oportunidad que esperaban; pues en ella le indicaba el camino que recorrería Quiroga, las

postas en que debía detenerse, y las conveniencias de hacerlo custodiar con oficiales de confianza, que

resultaron después complicados en el asesinato de ese general.

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Inmediatamente el gobernador Reinafé delega el mando bajo pretexto de enfermedad y se retira a su

estancia del Totoral, después de ordenar que una partida se aposte en el monte de San Pedro, como a ocho

leguas del partido de Tulumba que comanda su hermano Guillermo, y que asesine a Quiroga y a todos los

que lo acompañen. (11) Pero Quiroga ya está en Córdoba, y sigue su marcha con la misma precipitación

con que cruzó por Buenos Aires y Santa Fe, y consigue escapar todavía a la celada que le tiende. Sin

embargo, el gobernador Reinafé sabe por dónde regresa Quiroga y cuándo llegará a tal o cual punto,

porque con fecha 13 de febrero escribe a su hermano Guillermo “que por el bajo de Recua andan unos

siete salteadores; y si puedes custodiar la persona del general Quiroga, a su pasada, debes hacerlo a toda

costa; no sea que viniendo con poca escolta esos pícaros intenten algo y nos comprometan”. (12) Análisis de Rosas “Aquí es de notar –decía Rosas en su carta a López ya citada- que la orden es condicional; y no es fácil

comprender lo que importaba esta condición desde que no se puede concebir qué imposibilidad tan

absoluta se preveía que podría tener Guillermo de custodiar al general Quiroga, supuesto que debía

hacerlo a toda costa. También es de notar que la orden no dice si debe custodiarlo a su pasada por su

provincia o por donde estaba Guillermo. Si lo primero, debían ser muy públicas las providencias de este

señor para dar cumplimiento a la orden, o hacer constar no haberlas tomado. Si lo segundo, era

igualmente ridícula la orden de precaución, y lo es mucho más el decir que no surtió efecto por haber

pasado el señor Quiroga sin ser sentido; pues según estoy informado, el lugar del asesinato dista como tres leguas de la estancia que administran los Reinafé y como a doce de Tulumba, donde el mismo

Guillermo tiene una fuerza como de seiscientos hombres”. En esta carta importante del punto de vista del examen legal de los hechos, Rosas analiza minuciosa y

hábilmente el sumario mandado levantar por el gobierno delegado de Córdoba; apunta las contrariedades

que indican visiblemente que han participado en el crimen personas a quienes estudiadamente se les

presenta como empeñadas en descubrirlo; señala las informalidades del juez Figueroa, y las inexactitudes

que a sabiendas establece en el sumario a fin de ocultar lo que todos los antecedentes están confirmando;

se detiene en el hecho del oficial y dos soldados de Guillermo Reinafé que aparecieron y desaparecieron

en seguida en la posta del Ojo de Agua, y la declaración del correo Marín que dice que viniendo detrás de

la galera oyó que un oficial mandaba hacer alto y que se disparaban cinco tiros sobre ella; y de este estudio prolijo, y de los detalles que reúne y comenta, deduce que el asesinato no se ha perpetrado por una

partida de salteadores sino por una partida militar de Córdoba, en el distrito comandado por Guillermo

Reinafé; que sobre éste y el gobernador de Córdoba pesa la responsabilidad del atentado, por más que se

esfuercen en atribuirlo a influencias extrañas para eludirla por su parte. Rosas se empeñó en darle la mayor publicidad posible a todas las medidas que tomó para descubrir a los

que tenían participación en la muerte de Quiroga; y López se manifestaba por el contrario interesado en

que no se llevasen adelante esas investigaciones. (13) A Rosas no se le ocultaba que los Reinafé y otros

personajes de Córdoba habían llegado a decir que la desaparición de Quiroga era una medida concertada

entre ellos, López y el mismo Rosas, y que respondía a exigencias de alta política; (14) y creyó que el

medio mejor de levantar el cargo era acusar públicamente a los que aparecían complicados en el

asesinato, y provocar a los Reinafé a que hablaran. Al efecto acusó a los Reinafé; y López no pudo menos que consentir en que fueran conducidos a Buenos

Aires para ser juzgados por sospechas de asesinato en la persona de un enviado de esta provincia. Del

largo proceso que se les siguió resultó la culpabilidad de los cuatro hermanos Reinafé. En poder de

Guillermo se encontraron los papeles de Quiroga y de Ortiz; y por manos de los jueces de la causa

pasaron antecedentes que comprometían a López, pero que no figuran en el extracto que se hizo de dicha

causa. Estanislao López perdió desde entonces la preponderancia que había adquirido en el litoral y en el

interior. La muerte de Quiroga lo desacreditó entre sus propios amigos, y no le quedó otro apoyo serio

que el que quisiera prestarle Rosas. Sentencias de muerte El proceso a los asesinos de Facundo Quiroga acaba de terminarse y las sentencias de muerte van a

cumplirse. Rosas ha querido que el acto sea espectacular, sin duda para que sirva de ejemplo. El 26 de

octubre de 1837 en la plaza de la Victoria, los dos Reinafé, José Vicente y Guillermo, y Santos Pérez, van

a ser fusilados y luego colgados en las horcas. La plaza está rodeada de tropas, al mando del general

Agustín Pinedo. Una inmensa multitud de espectadores, entre los que hay no pocas mujeres, espera en

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todos los edificios de la plaza, en el pórtico de la Catedral y en las calles. Antes de subir al patíbulo, se lee

a los condenados la sentencia de muerte, bajo los arcos del Cabildo. A Santos Pérez se le da una silla,

porque no puede tenerse en pie. Ya están los reos en el patíbulo. No se les quitan las cadenas. Varios sacerdotes los acompañan. Hasta los

espectadores llegan las voces de los religiosos cuando, apartándose de los banquillos, porque se acerca el

momento de la ejecución, exhortan a los infelices a soportar sus sufrimientos y a pensar en Dios. Llega el

momento de la Justicia. Se ve a Santos Pérez hacer ondear su brazo. Alguien asegura que pronuncia estas

palabras: “¡Rosas es el asesino de Quiroga!”. Si las ha pronunciado es porque a él se le hizo creer, para que se decidiera al crimen, que Rosas lo ordenaba. Y mientras los soldados del pelotón hacen fuego,

rompen el aire las bandas de varios batallones y las tropas se ponen en movimiento y marchan alrededor

de la plaza. Ahora, los criminales son colgados de las horcas, en donde van a permanecer seis horas. El cuerpo de

Santos Pérez chorrea de sangre, y sus pantalones de hilo han dejado de ser blancos. Es un horrible

espectáculo el de esos ahorcados. Pero no nuevo en Buenos Aires. Rivadavia, veinticinco años atrás, hizo

fusilar y colgar allí mismo a los treinta y tres implicados en la fracasada conjuración de los españoles,

entre los que había hombres eminentes y hasta un sacerdote. Cuando lo mataron, el mito de Facundo era mucho más importante que la persona del general Quiroga. Por eso el mito siguió viviendo muchos años en la imaginación ferviente de sus paisanos. De todos

modos, hizo cuanto pudo para ver constituida su Patria a la manera que él concebía. Y cuando debió

luchar, peleó con alma y vida, como un demonio. Ciertamente el Tigre de los Llanos fue un hombre

excepcional y su vida también lo fue. Su recuerdo sigue aún vigente en los llanos de La Rioja, donde perduran las leyendas que en su tiempo

contribuyeron a conformar el mito: el general no dormía nunca., el general leía el pensamiento, al general

no se lo podía engañar, el general no estaba muerto sino escondido “en los reinos de arriba”.

“…Ved girones de ponchos y lanzas en duro entrevero bajo el quebrachal,

y la voz de Quiroga, un trueno, acallado por ser federal…”

Referencias 1) La carta de Rosas se publicó en el Archivo Americano, Nº 26, página 146 y en la Gaceta Mercantil del

15 de marzo de 1851. Lleva la fecha de 20 de diciembre de 1834. 2) Ley de la Sala de Mendoza de 8 de enero de 1834. 3) Véase el plano especial levantado con motivo del juicio seguido a los asesinos de Barranca-Yaco. 4) Esos detalles son bien conocido merced a la publicidad que dio Rosas a estos sucesos. Véase la causa

criminal seguida a los Reinafé, la Gaceta Mercantil de julio de 1839. 5) Véase el extracto de la causa seguida a los asesinos de Barranca-Yaco, f. 308. 6) Véase esta carta de Rosas a López, publicada en el Archivo Americano, 2ª serie, número 20, página 40

y siguiente. 7) Véase la Gaceta Mercantil del noviembre de 1833 y la exposición del general Huidobro. 8)Véase esta carta del 12 de mayo de 1835. 9) Véase El Universal de Montevideo del 27 de enero de 1834. 10) Tomo II, página 379. 11) En el extracto de la causa seguida a los asesinos de Barranca-Yaco, el reo Cabanillas declaró

conmovido que con fecha 24 de diciembre de 1834 había escrito a un amigo de Quiroga que le dijese a

éste que no pasase por el monte de San Pedro, porque él se encontraba allí con una partida de 25 hombres

para asesinarlo por orden del gobierno de Córdoba. 12) Véase éste y otros documentos correlativos en el diario de sesiones de Buenos Aires, 1835, número 503. Véase la causa citada. 13) Véase La Gaceta Mercantil de los primeros días de julio de 1836. 14) Véase entre otras declaraciones del proceso las de Cabanillas, Santos Pérez, etc. Fuentes Efemérides –Patricios de Vuelta deObligado

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Gálvez, Manuel – Vida de Don Juan Manuel de Rosas Himno de la Provincia de La Rioja Ibarguren, Carlos – Juan Manuel de Rosas – Buenos Aires (1972). Luna, Félix – Los caudillos – Buenos Aires (2000). Saldías, Adolfo – Historia de la Confederación Argentina

¿Quién era Santos Pérez?

Asesinanto de Facundo Quiroga en Barranca Yaco

Pérez era un gaucho que pasó su vida trabajando de peón en las estancias de la provincia de Córdoba.

Aprendió a manejar el puñal con total destreza, al tiempo que merodeaba las sierras y los montes en busca

de nuevas aventuras o refriegas. Cuando menos se dio cuenta, estaba inserto en las milicias rurales que

peleaban sin descanso y por largos años.

Antes de pasar a la historia como el matador del caudillo federal Quiroga, Santos Pérez aparece en las

filas de la montonera de Juan Bautista Bustos, pero debe huir de Córdoba cuando el unitario general José

María Paz toma el poder de la provincia. Entonces, Pérez se traslada a Santa Fe, brindando su apoyo a Estanislao López. Capturado el “manco” Paz en 1831, el capitán Santos Pérez es elegido como parte de la

escolta encargada de trasladar al prisionero al campamento del gobernador santafecino Estanislao López.

Santos Pérez poseía un bien ganado respeto en su zona de influencia, quizás por ello fue escogido para

llevar a cabo uno de los más abominables atentados contra la patria: el asesinato de Juan Facundo

Quiroga.

De todas maneras, creemos que Pérez fue apenas el autor material de toda una perversa operación

destinada a debilitar al federalismo como fuerza política argentina. Era ingenuo el capitán Santos Pérez;

abusaron de su extrema confianza los hombres más cultos y poderosos de su entorno. El día que mató a Juan Facundo Quiroga, Pérez “salió de su casa de Portezuelo seguido de un puñado de hombres. Ellos no

sabían que iban a matar al riojano; no querían saberlo. Se alejaron callados; sólo se oía la coscoja de los

frenos”, dice el periodista Juan Pablo Baliña en una nota referida al matador del caudillo federal.

En medio del monte cordobés, los jinetes se esconden hasta esperar la caravana que trae al Tigre de los

Llanos y su comitiva. Las órdenes las daba Santos Pérez, a la sazón, jefe de la partida criminal. Hay algo

que no se dice con mucha frecuencia: Pérez no solamente se cargó la vida de Facundo Quiroga sino que

también la del doctor José Santos Ortiz, secretario de aquél. El revisionista Pedro de Paoli, así lo indica

en su obra “Facundo”: “Santos Pérez sube en seguida a la galera y atraviesa con su espada al doctor

Ortiz”.

Consumado el hecho, de medular importancia porque precipitó la vuelta al poder de don Juan Manuel de

Rosas, Santos Pérez y sus hombres tratan de borrar todas las huellas del crimen, mientras fugan hacia la

localidad de Los Timones. Y aguardan.

Haciéndose notar lo menos posible, Santos Pérez se mezcla en diversiones rurales con peones ahogados

en ginebra. “En las cuadreras, Santos Pérez, inmutable, oficia de juez de raya entre el lobuno de Urquijo y

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el rosillo de Bustamante. Días después, busca a Reinafé y le entrega dos pistolas y un poncho de vicuña

que habían sido del general (Quiroga). Ha cumplido su parte”, refiere Baliña en su ya mencionada nota

periodística.

Parafraseando al salvaje unitario y masón Sarmiento, la “sombra terrible de Facundo” acecha las

conciencias tormentosas de los asesinos, sean intelectuales o materiales. El país se hace eco del más

grande crimen que experimentó desde que, en 1828, moría fusilado el coronel federal Manuel Dorrego en

los pagos de Navarro. Las culpabilidades de lo ocurrido en Barranca Yaco van y vienen. Los Reinafé

intentan culpar al leal Juan Felipe Ibarra, el gobernador santiagueño, que nada tiene que ver en el

embrollo.

Ibarra, que unos días antes del 16 de febrero había advertido a su amigo Quiroga de que podían llegar a

matarlo en su paso por Córdoba, se defiende y señala al capitán Santos Pérez como autor material del

atraco. Si éste llegaba a declarar la verdad de la trama, la vida de los hermanos Reinafé estaba terminada.

Sigamos el relato de Baliña:

“Alarmado, José Vicente Reinafé, entonces, manda llamar al jefe de la partida (Santos Pérez) y lo invita a

su casa de Córdoba. Le convida aguardiente y al poco rato el capitán empieza con terribles dolores hasta

que se descompone por vómitos. Sudoroso, gana el camino. El arsénico no consigue matarlo. Huye y se

refugia en las sierras; prefiere no marcharse lejos”.

Vuelto a los pagos de su mocedad, Santos Pérez es perseguido por infatigables partidas de gauchos

federales. Sabía que no viviría para contarla, que si había matado, ahora le tocaba a él.

Andaba enamorado el fugitivo capitán, por eso, una tarde baja a la ciudad para encontrarse con la hija de

don Fidel Yofre, propietario de unas chacras. Allí, el quintero encargado del cuidado de las tierras,

apodado “Porteño”, denuncia la presencia de Pérez a la milicia rural. A la mañana siguiente, el capitán

despierta rodeado de trabucos y fusiles pesados. No se resiste; no había alternativas. Ese era su destino.

El final del capitán Santos Pérez fue ante el público de Buenos Aires, en aleccionadora represalia por

haber negado a la patria a uno de sus mejores hijos: el brigadier general Juan Facundo Quiroga. Contaba

con treinta y tres años de edad y vestía para enfrentar a la muerte chaqueta oscura y pantalones blancos de

lienzo. Era de mediana estatura y de tez morena.

El cancionero federal se acordó de Pérez por su ferocidad y valentía al momento de asesinar al noble

caudillo de La Rioja. Por eso, al momento de ser detenido, unos versos dicen lo siguiente: “Al gaucho

Santos dormido/ en la cama lo pillaron/ tan corajudo el bandido/ rugió cuando lo rodearon”. Y cuando el

Restaurador de las Leyes hizo aplicar la justa sentencia del fusilamiento y la horca, se entonaban estos otros versos populares: “¡Amigos aquí presentes:/ que les sirva de ejemplar/ la vida de Santos Pérez/ y

como vino a acabar!”.

Autor

Gabriel O. Turone

Bibliografía

Baliña, Juan Pablo. “La doble tragedia del capitán Santos Pérez”, Diario “La Nación”, 4 de abril de 2009.

De Paoli, Pedro. “Facundo”, Editorial Plus Ultra, 1973.

Gálvez, Manuel. “El General Quiroga”, Editorial Theoría, Buenos Aires, Abril de 1971.

Newton, Jorge. “Juan Facundo Quiroga. Aventura y Leyenda”, Editorial Plus Ultra, Buenos Aires 1965.

www.revisionistas.com.ar

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EL GENERAL QUIROGA VA EN COCHE AL MUERE

El madrejón desnudo ya sin una sed de agua

y una luna perdida en el frío del alba

y el campo muerto de hambre, pobre como una araña.

El coche se hamacaba rezongando la altura;

un galerón enfático, enorme, funerario.

Cuatro tapaos con pinta de muerte en la negrura

tironeaban seis miedos y un valor desvelado.

Junto a los postillones jineteaba un moreno.

Ir en coche a la muerte ¡qué cosa más oronda!

El general Quiroga quiso entrar en la sombra

llevando seis o siete degollados de escolta.

Esa cordobesada bochinchera y ladina

(meditaba Quiroga) ¿que ha de poder con mi alma?

Aquí estoy afianzado y metido en la vida

como la estaca pampa bien metida en la pampa.

Yo, que he sobrevivido a millares de tardes

y cuyo nombre pone retemblor en las lanzas,

no he de soltar la vida por estos pedregales.

¿Muere acaso el pampero, se mueren las espadas?

Pero al brillar el día sobre Barranca Yaco

hierros que no perdonan arreciaron sobre él;

la muerte, que es de todos, arreó con el riojano

y una de puñaladas lo mentó a Juan Manuel.

Ya muerto, ya de pie, ya inmortal, ya fantasma,

se presentó al infierno que Dios le había marcado,

y a sus órdenes iban, rotas y desangradas,

las ánimas en pena de hombres y de caballos.

Jorge Luis Borges (Luna de Enfrente -1925)

Descargar poema recitado por Jorge Luis Borges (la descarga demora unos minutos);

http://www.ivoox.com/descargar-audio_md_75321_1.mp3

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COMBATE DEL POZO DE VARGAS

Coronel Felipe Varela (1819-1870)

l 10 de abril de 1867, en torno al jagüel de Vargas, en el camino apenas saliendo de La Rioja a

Catamarca, durante siete horas desde el mediodía hasta el anochecer, se libró la batalla más sangrienta de nuestras guerras civiles. Los primeros días de abril el ejército “nacional” (mitrista) del Noroeste –reforzado con los veteranos del

Paraguay y su brillante oficialidad y con los cañones Krupp y fusiles Albion y Brodlin que los buques

ingleses habían descargado poco antes en el puerto de Buenos Aires- al mando del general liberal Antonio

Taboada (del clan familiar unitario de ese apellido que dominó Santiago del Estero durante casi todo el

siglo XIX), entró a la ciudad capital de La Rioja aprovechando la ausencia de su caudillo y obligó al

coronel Felipe Varela a volver al sur para liberarla. Al frente de los batallones de su montonera iban los

famosos capitanes Santos Guayama, Severo Chumbita, Estanislao Medina y Sebastián Elizondo. En plena

marcha, el día 9 el caudillo invitó caballerescamente a Taboada “a decidir la suerte y el derecho de ambos

ejércitos” en un combate fuera de la ciudad “a fin de evitar que esa sociedad infeliz sea víctima de los horrores consiguientes a la guerra y el teatro de excesos que ni yo ni V.S. podremos evitar”. Pero el

general no era ningún caballero y no respondió. Ubicó sus fuerzas en el Pozo de Vargas, una hondonada

de donde se sacaba barro para ladrillos, en el camino por donde venían las montoneras. El sitio fue

elegido con habilidad porque Varela llegaría con sus gauchos al mediodía del 10, fatigados y sedientos

por una marcha extenuante, a todo galope y sin descanso. Mientras, los “nacionales” habían destruido los

jagüeles del camino, dejando solamente al de Vargas, a la entrada misma de la ciudad, a un par de

kilómetros del centro. Taboada les dejará el pozo de agua como cebo, disimulando en su torno los

cañones y rifles; sus soldados eran menos que los guerrilleros, pero la superioridad de armamento y

posición era enorme.

En efecto, la montonera se arrojó sedienta sobre el pozo (“tres soldados sofocados por el calor, por el

polvo y el cansancio expiraron de sed en el camino”), y fue recibida por el fuego del ejército de línea. Una tras otra durante siete horas se sucedieron las cargas de los gauchos a lanza seca contra la imbatible

posición parapetada de los cañones y rifles de Taboada. En una de esas Varela, siempre el primero en

cargar, cayó con su caballo muerto junto al pozo. Una de las tantas mujeres que seguían a su ejército –que

hacían de enfermeras, cocineras del rancho y amantes, pero que también empuñaban la lanza con brazo

fuerte y ánimo templado cuando las cosas apretaban- se arrojó con su caballo en medio de la refriega para

salvar a su jefe. Se llamaba Dolores Díaz pero todos la conocían como “la Tigra”. En ancas de la Tigra el

caudillo escapó a la muerte.

Al atardecer de ese trágico día de otoño se dieron las últimas y desesperadas cargas, y con ellas se

terminaron de hundir todas las esperanzas de un levantamiento federal del interior en favor de la nación

paraguaya de Francisco Solano López y la “guerra de la Unión Americana”. Con un puñado de

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sobrevivientes apenas, Felipe Varela dio la orden de retirada, diciendo –despechado- al volver las bridas:

“¡Otra cosa sería / armas iguales!”. La retirada se hizo en orden: Taboada no estaba tampoco en

condiciones de perseguir a los vencidos. Pero del aguerrido y heroico ejército de 5.000 gauchos que

llegaron sedientos al Pozo de Vargas al mediodía, apenas quedaban 180 hombres la noche de ese

dramático 10 de abril de 1867. Los demás han muerto, fueron heridos o escaparon para juntarse con el

caudillo en el lugar que los citase, que resultó ser la villa de Jáchal. Pero Taboada también había pagado

su precio: “La posición del ejército nacional –informa a Mitre- es muy crítica, después de haber perdido

sus caballerías, o la mayor parte de ellas, y gastado sus municiones, pues en La Rioja no se encontrará

quien facilite cómo reponer sus pérdidas”. En efecto, como nadie le facilitaba alimentos ni caballos voluntariamente, saqueó la ciudad durante tres días. Alto, enjuto, de mirada penetrante y severa prestancia, Felipe Varela conservaba el tipo del antiguo

hidalgo castellano, tan común entre los estancieros del noroeste argentino. Pero este catamarqueño se

parecía a Don Quijote en algo más que la apariencia física. Era capaz de dejar todo: la estancia, el ama, la

sobrina, los consejos prudentes del cura y los razonamientos cuerdos del barbero, para echarse al campo

con el lanzón en la mano y el yelmo de Mabrino en la cabeza, por una causa que considerase justa.

Aunque fuera una locura. Fue lo que hizo en 1866, frisando en los cincuenta años, edad de ensueños y

caballerías. Pero a diferencia de su tatarabuelo manchego, el Quijote de los Andes no tendría la sola

ayuda de su escudero Sancho en la empresa de resolver entuertos y redimir causas nobles. Todo un

pueblo lo seguiría por los llanos. Varela era estanciero en Guandacol y coronel de la nación con despachos firmados por Urquiza. Por quedarse con el Chacho Peñaloza (también general de la nación) se

lo había borrado del cuadro de jefes. No le importó: siguió con la causa que entendía nacional, aunque los

periódicos mitristas lo llamaran “bandolero”, igual que a Peñaloza.

La muerte del Chacho lo arrojó al exilio en Chile. Allí leyó dolido sobre la iniciación de la impopular

guerra al Paraguay. Además, presenció el bombardeo de Valparaíso por el almirante español Méndez

Núñez, y se enteró con indignación que Mitre se negaba a apoyar a Chile y Perú en el ataque de la

escuadra. Si no le bastara la evidencia de la guerra contra Paraguay, ahí estaba la prueba del

antiamericanismo del gobierno de su país. Pero cuando conoció en 1866 el texto infame del Tratado de la

Triple Alianza (revelado desde Londres), no lo pensó dos veces. Dio orden que vendieran su estancia y

con el producto compró unos fusiles Enfield y dos cañoncitos (los “bocones” los llamará) del deshecho militar chileno. Equipó con ellos a unos cuantos exiliados argentinos y esperaron el buen tiempo para

atravesar la cordillera. Cuando se hizo practicable, al principio del verano, retornó a la patria mientras la

noticia de Curupaytí con sus 10.000 bajas sacudía a todo el país. Como la plata no le daba para contratar

artilleros, los bocones apuntarían al tanteo, pero Varela no reparaba en esas cosas. En lo que sí gastó su

dinero fue también en ¡una banda de músicos!, para amenizar el cruce de la cordillera y alentar las cargas

futuras de su “ejército”. Esa banda crearía la zamba, la canción épica de la “Unión Americana” en sus

entreveros, la más popular de las músicas del Noroeste argentino. A mediados de enero está en Jáchal, San Juan, que será el centro de sus operaciones. La noticia del arribo

del coronel con dos batallones de cien plazas, sus dos bocones y su banda de música corrió como el rayo

por los contrafuertes andinos. Cientos, y luego miles de gauchos de San Juan, La Rioja, Catamarca,

Mendoza, San Luis y Córdoba sacaron de su escondite la lanza de los tiempos del Chacho, custodiada como una reliquia, ensillaron el mejor caballo y, con otro de la brida, galoparon hacia el estandarte de

enganche. A los quince días el coronel contaba más de 4.000 plazas con apenas 100 carabinas. No hay

uniformes, ni falta que hacen: la camiseta de frisa colorada es distintivo suficiente; un sombrero de panza

de burro adornado con ancha divisa roja (“¡Viva la Unión Americana! ¡Mueran los negreros traidores a la

patria!”) protege del sol de la precordillera. A veces la divisa se ciñe como una vincha sobre la frente,

evitando que la tupida melena caiga sobre los ojos. Y, ¡cosa notable!, hay una disciplina inflexible: un

soldado de la Unión Americana debe ser ejemplo de humanidad, buen comportamiento y obediencia. Por

las tardes, Varela les leía la Proclama que había ordenado repartir por toda la República:

“¡Argentinos! El pabellón de Mayo, que radiante de gloria flameó victorioso desde los Andes hasta

Ayacucho, y que en la desgraciada jornada de Pavón cayó fatalmente en las manos ineptas y febrinas del caudillo Mitre, ha sido cobardemente arrastrado por los fangales de Estero Bellaco, Tuyutí. Curuzú y

Curupaytí. Nuestra nación, tan grande en poder, tan feliz en antecedentes, tan rica en porvenir, tan

engalanada en gloria, ha sido humillada como una esclava quedando empeñada en más de cien millones y

comprometido su alto nombre y sus grandes destinos por el bárbaro capricho de aquel mismo porteño que

después de la derrota de Cepeda, lagrimeando juró respetarla.

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“Tal es el odio que aquellos fratricidas porteños tienen a los provincianos, que muchos de nuestros

pueblos han sido desolados, saqueados y asesinados por los aleves puñales de los degolladores de oficio:

Sarmiento, Sandes, Paunero, Campos, Irrazával y otros varios dignos de Mitre. “¡Basta de víctimas inmoladas al capricho de mandones sin ley, sin corazón, sin conciencia! ¡Cincuenta

mil víctimas inmoladas sin causa justificada dan testimonio flagrante de la triste e insoportable situación

que atravesamos y es tiempo de contener! “¡Abajo los infractores de la ley! ¡Abajo los traidores de la patria! ¡Abajo los mercaderes de las cruces de Uruguayana, al precio del oro, las lágrimas y la sangre paraguaya, argentina y oriental! “Nuestro programa es la práctica estricta de la constitución, la paz y la amistad con el Paraguay y la unión

con las demás repúblicas americanas. “¡Compatriotas nacionalistas! El campo de la lid nos mostrará el enemigo. Allí os invita a recoger los

laureles del triunfo o la muerte vuestro jefe y amigo, el coronel Felipe Varela”.

Un día llega a los fogones de Jáchal donde se preparaba el ejército nada menos que Francisco Clavero, a

quien se tenía por muerto desde las guerras del Chacho cuatro años atrás. Antiguo granadero de San

Martín en Chile y el Perú, era sargento al concluir la guerra de la Independencia. Integrará bajo Rosas las guarniciones de fronteras donde su coraje y comportamiento lo hacen mayor. Don Juan Manuel lo llevará

mas tarde al regimiento escolta con el grado de teniente coronel. Asiste a la batalla de Caseros –del lado

argentino- y será con el coronel Chilavert el último en batirse contra la división brasileña del marqués de

Souza. Urquiza, que prefería rodearse de federales antes que de unitarios, después de Caseros no admite

su solicitud de baja y en 1853 estará a su lado en el sitio de Buenos Aires. Con las charreteras de coronel

otorgadas por Urquiza combate en el Pocito contra los “salvajes unitarios” y fusila al gobernador

Aberastain después de la batalla. Cuando llegan las horas tristes de Pavón debe escapar a Chile

perseguido por la ira de Sarmiento, pero vuelve para ponerse a las órdenes del Chacho. Herido

gravemente en Caucete, cae en poder de los “nacionales” que lo han condenado a muerte y tienen

pregonada su cabeza. Sarmiento, director de la guerra, ordena su fusilamiento, que no llega a cumplirse

por uno de esos imponderables del destino: un jefe “nacional” cuyo nombre no se ha conservado, compadecido del pobre Clavero, lo remite con nombre supuesto entre los heridos nacionales al hospital de

hombres de Buenos Aires e informa al implacable director de la guerra que la sentencia “debe haberse

ejecutado” porque el coronel “no se encuentra entre los prisioneros”.

Un milagro de su físico y de la incipiente ciencia quirúrgica le salva la vida en el hospital. No obstante

faltarle un brazo y tener un parche de gutapercha en la bóveda craneana, abandona el hospital cuando

llegan a Buenos Aires las noticias del levantamiento del norte. El viejo sargento de San Martín consigue

llegar al campamento de Varela, donde todos lo tenían por muerto; se dice que, sin darse a conocer entre

la tropa –donde su nombre tenía repercusión de leyenda- se acercó a un fogón, tomó una guitarra y

punteando con su única mano cantó: “Dicen que Clavero ha muerto, y en San Juan es sepultado. No lo lloren a Clavero, Clavero ha resucitado”

El entusiasmo de los gauchos fue estruendoso, tanto que sus ecos retumbaron en Buenos Aires, donde los

diarios se preguntaban por qué no se cumplió la sentencia contra el coronel federal, y quién era

responsable por no haberlo hecho. La noticia de la resurrección de Clavero llegó hasta Inglaterra, donde

Rosas, viejo y pobre pero nunca amargado ni ausente de lo que ocurría en su patria, seguía con atención la

“guerra de los salvajes unitarios contra el Paraguay” y llegó a esperar que fuera realidad la unión de los

pueblos hispánicos “contra los enemigos de la causa americana”. El 7 de marzo de 1867 escribe a su

corresponsal y amiga Josefa Gómez (otra ferviente paraguayista), en una carta que se guarda en el Archivo General de la Nación: “Al coronel Clavero, si lo ve V., dígale que no lo he olvidado ni lo

olvidaré jamás. Que Dios ha de premiar la virtud de su fidelidad”. Pero volvamos al Quijote de los Andes, que después del desastre de Pozo de Vargas no se siente vencido.

Entra a Jáchal entre el repique de las campanas y el júbilo del pueblo entero. A los pocos días sus fuerzas

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aumentan con los dispersos que llegan de todos los puntos cardinales y se dispone a marchar por los

llanos. En los altos de la marcha, los sobrevivientes cantan la letra original de la zamba de Vargas.

Los “nacionales” vienen ¡Pozo de Vargas! tienen cañones y tienen las uñas largas. ¡A la carga muchachos, tengamos fama! ¡Lanzas contra fusiles! Pobre Varela, que bien pelean sus tropas en la humareda. ¡Otra cosa sería armas iguales! Luego el ejército mitrista se apropiaría de esa música (como se apropiaría de tantas cosas) y le cambiaría

la letra a la zamba de Vargas. El coronel es baqueano de la cordillera. Deja la villa y por escondidos senderos se interna en las montañas para caer por sorpresa en los lugares más inesperados. Es una guerra de recursos, difícil, pero la única

posible cuando no se tienen armas y se sabe que la inmensa mayoría de la población le apoyará y seguirá.

Como un puma se desliza entre sus perseguidores. No se sabe donde está. Diríase que está en todas partes

al mismo tiempo. No es posible arrearse maneado un contingente de “voluntarios” para la guerra del

Paraguay, porque los jefes “nacionales” siempre temen que Varela se descuelgue de los cerros y ponga en

libertad a los forzados como hizo el otro Quijote, el de la Mancha, con los galeotes. Pero estos no le

pagarán a pedrada limpia, sino que se le unen para seguir la lucha imposible por la alianza con las

repúblicas de la misma sangre. Cuerpeando las divisiones nacionales, Varela se desliza por los pasos

misteriosos de la cordillera. En octubre, mientras se lo supone en San Juan y se lo espera en Catamarca,

Varela baja de la cordillera con mil guerrilleros, esquiva a los “nacionales” que han corrido a cerrarle el

paso, y al galope va a Salta donde espera proveerse de armas y alimentos. Toma la ciudad por una hora escasa (aunque los defensores contaban con 225 entre escopetas y rifles contra 40 de las montoneras). De

allí siguió a Jujuy y por la quebrada de Humahuaca llegó a Bolivia, donde Melgarejo –en ese momento

simpatizante del Paraguay- le dio asilo. En Potosí, Varela publicará un manifiesto explicando su conducta

y prometiendo el regreso. Cuando Mitre terminó su presidencia y lo reemplaza el candidato opositor Sarmiento (si bien era el

máximo culpable de la muerte del Chacho –o tal vez por eso- con el apoyo electoral de Urquiza), se

esperó por un momento que terminase la guerra con Paraguay. No hubo tal cosa, y eso decide el regreso

de Varela. (También que Melgarejo ha cambiado de opinión y ahora está muy amigo de Brasil). El

coronel, con escasos seguidores y sin armas de fuego, toma el camino de Antofagasta. Su hueste no

alcanza a cien gauchos. La “invasión” amedrenta en Buenos Aires, que manda al general Rivas, al coronel

Julio A. Roca y a Navarro a acabar definitivamente con el ejército gaucho. No tremolará mucho tiempo el estandarte de la Unión Americana en la puna de Atacama. Basta un piquete de línea para abatirlo en

Pastos Grandes el 12 de enero de 1869. Los dispersos intentan volver a Bolivia, pero Melgarejo lo

impide. Toman entonces el camino de Chile. Dada la fama del caudillo, el gobierno chileno manda un buque de

guerra para desarmar al “ejército”. Encuentran un enfermo de tuberculosis avanzada y dos docenas de

gauchos desarrapados y famélicos. Les quitan las mulas y los facones y los tienen internados un tiempo.

Después los sueltan, vista su absoluta falta de peligro. Varela se instala en Copiapó, donde morirá el 4 de

junio de ese año. “Muere en la miseria –informará el embajador Félix Frías al gobierno argentino-

legando a su familia que vive en Guandacol, La Rioja, sólo sus fatales antecedentes”. Pero también debemos decir que Felipe Varela nos dejó a los argentinos –además de su magistral legado

de hombría de bien, dignidad y coraje- una creación esencial de nuestro patrimonio cultural, al traer la

zamacueca chilena que tocaban los músicos para distraer los ocios y entonar el combate de sus

montoneras. Tal vez la tierra argentina y el acento del canto de los gauchos hizo mucho más lánguidos sus

compases. Lo cierto es que en los fogones de Jáchal y en los llanos riojanos nacerá la zamba, que

rápidamente se extenderá por toda la región.

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Fuente Agenda de Reflexión Nº 271, Año III, Buenos Aires, Lanzas contra fusiles. Investigación histórica de

José María Rosa.