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Ceta, con ce de caída.
Llevaba el abecedario pintado en las mejillas. Ceta era inconfundible.
Nunca se le quitaba de la piel. Por mucho que riera, se mojara. Mira que le vi llorar veces,
noches enteras ahogados los dos entre sollozos como pánfilos mientras la tenue hoguera
alumbraba improvisados campamentos. No sé cómo lo hacía. Él no quiso que lo supiera.
Par de idiotas al que se le atragantaron tantos polos de verano. Será cierto eso de que no
estamos hechos para la felicidad. A nosotros se nos atragantaron las piscinas, el cloro, la sal del
mar, la piel tostada, las largas tardes en la hierba sin nada en qué pensar.
No sé si fuimos nosotros o se nos acabó el calendario, pero cuando Ceta hizo las maletas y se
fue para siempre, me sonrió, enigmático. Él se fue y a mí se me quedó la manía de cerrar los
ojos bajo el agua y sentirme pez. Sentirme tritón, como era él en secreto. Hijo del océano.
Nunca me crecieron las escamas que tanto gustaban a Ceta, pero bueno, es la mejor manera
de espera a que me llegue su mensaje atrapado en una botella. Ceta siempre decía que los
peces de colores eran mensajeros de recuerdos, una escama por cada sonrisa de dos amigos.
Ceta era el niño de ojos traviesos que me marcó cada verano desde entonces, esperando que
reaparezca con una sonrisa, el abecedario escrito en las mejillas y un pez en la manga.