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Charles Dickens DAVID COPPERFIELD ÍNDICE Pagina PREFACIO 2 PRIMERA PARTE I. Nazco 3 II. Observo 10 III. Un cambio 19 IV. Caigo en desgracia 29 V. Me alejan del hogar 41 VI. Ensancho mi círculo de amistades 52 VII. Mi primer semestre en Salem House 57 VIII. Mis vacaciones, y en especial una tarde dichosa. 68 IX. Un cumpleaños memorable 77 X. Empiezan descuidándome, y luego me colocan. 84 XI. Empiezo a vivir por mi cuenta, y no me gusta. 96 XII. Cómo el vivir por mi cuenta no me gusta y tomo una gran resolución 105 XIII. El resultado de mi resolución 111 XIV. Lo que mi tía decide respecto a mí 123 XV. Vuelvo a empezar 133 XVI. Cambio en más de un sentido 138 XVII. Alguien que reaparece 151

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  • 1. Charles Dickens DAVID COPPERFIELD NDICE Pagina PREFACIO 2 PRIMERA PARTE I. Nazco 3 II. Observo 10 III. Un cambio 19 IV. Caigo en desgracia 29 V. Me alejan del hogar 41 VI. Ensancho mi crculo de amistades 52 VII. Mi primer semestre en Salem House 57 VIII. Mis vacaciones, y en especial una tarde dichosa. 68 IX. Un cumpleaos memorable 77 X. Empiezan descuidndome, y luego me colocan. 84 XI. Empiezo a vivir por mi cuenta, y no me gusta. 96 XII. Cmo el vivir por mi cuenta no me gusta y tomo una gran resolucin 105 XIII. El resultado de mi resolucin 111 XIV. Lo que mi ta decide respecto a m 123 XV. Vuelvo a empezar 133 XVI. Cambio en ms de un sentido 138 XVII. Alguien que reaparece 151 XVIII. Mirada retrospectiva 162 XIX. Miro a mi alrededor y hago un descubrimiento. 167 XX. La casa de Steerforth 177 SEGUNDA PARTE. I. La pequea Emily 182 II. Lugares antiguos y gente nueva 194 III. Corroboro la opinin de mster Dick y me decido por una profesin 208 IV. Mi primer exceso 217 V. El ngel bueno y el ngel malo 223 VI. Caigo cautivo 235 VII. Tommy Traddles 244 VIII. Mster Micawber lanza su guante 250 IX. Veo de nuevo a Steerforth en su casa 263 X. Una desgracia 267 XI. Una prdida mayor 272 XII. El principio de un viaje largo 278 XIII. Felicidad 290 XIV. Mi ta me sorprende 301 XV. Depresin 307 XVI. Entusiasmo 320 XVII. Un poco de agua fra 331

2. XVIII. Disolucin de sociedad 336 XIX. Wickfield y Heep 347 XX. El vagabundo 359 TERCERA PARTE I. Las tas de Dora 363 II. Una desgracia 373 III. Otra mirada retrospectiva 385 IV. Nuestra casa 390 V. Mster Dick cumple la profeca de mi ta 400 VI. Inteligencia 410 VII. Martha 418 VIII. Suceso domstico 424 IX. Me veo envuelto en un misterio 431 X. El sueo de mster Peggotty llega a realizarse 439 XI. El principio de un viaje ms largo 444 XII. Asisto a una explosin 454 XIII. Otra mirada retrospectiva 469 XIV. Las operaciones de mster Micawber 472 XV. La tempestad 482 XVI. La nueva y la antigua herida 488 XVII. Los emigrantes 493 XVIII. Ausencia 499 XIX. Regreso 503 XX. Agnes 514 XXI. Voy a ver a dos interesantes presidiarios 519 XXII. Una luz brilla en mi camino 527 XXIII. Un visitante 532 XXIV. ltima mirada retrospectiva 537 PREFACIO Difcilmente podr alejarme lo bastante de este libro, todava en las primeras emociones de haberlo terminado, para considerarlo con la frialdad que un encabezamiento as re- quiere. Mi inters est en l tan reciente y tan fuerte y mis sentimientos tan divididos entre la alegra y la pena (alegra por haber dado fin a mi tarea, pena por separarme de tantos compaeros), que corro el riesgo de aburrir al lector, a quien ya quiero, con confidencias personales y emociones ntimas. Adems, todo lo que pudiera decir sobre esta historia, con cualquier propsito, ya he tratado de decirlo en ella. Y quiz interesa poco al lector el saber la tristeza con que se abandona la pluma al terminar una labor creadora de dos aos, ni la emocin que siente el autor al enviar a ese mundo sombro parte de s mismo, cuando algunas de las criaturas de su imaginacin se separan de l para siempre. A pesar de todo, no tengo nada ms que decir aqu, a menos de confesar (lo que sera todava menos apropiado) que estoy seguro de que a nadie, al leer esta historia, podr parecerle ms real de lo que a m me ha parecido al escribirla. Por lo tanto, en lugar de mirar al pasado mirar al porvenir. No puedo cerrar estos volmenes de un modo ms agradable para m que lanzando una mirada llena de esperanza hacia los tiempos en que vuelvan a publicarse mis dos hojas verdes mensuales, 3. y dedicando un pensamiento agradecido al sol y a la lluvia que hayan cado sobre estas pginas de DAVID COPPERFIELD, hacindome feliz. Londres, octubre de 1850. HISTORIA DE LA VIDA Y HECHOS DE DAVID COPPERFIELD PRIMERA PARTE CAPTULO PRIMERO NAZCO Si soy yo el hroe de mi propia vida o si otro cualquiera me reemplazar, lo dirn estas pginas. Para empezar mi historia desde el principio, dir que nac (segn me han dicho y yo lo creo) un viernes a las doce en punto de la noche. Y, cosa curiosa, el reloj empez a sonar y yo a gritar simultneamente. Teniendo en cuenta el da y la hora de nacimiento, la enfermera y algunas comadronas del barrio (que tenan puesto un inters vital en m bastantes meses antes de que pudira- mos conocernos personalmente) declararon: primero, que estaba predestinado a ser desgraciado en esta vida, y segundo, que gozara del privilegio de ver fantasmas y espri- tus. Segn ellas, estos dones eran inevitablemente otorgados a todo nio (de un sexo o de otro) que tuviera la desgracia de nacer en viernes y a medianoche. No hablar ahora de la primera de las predicciones, pues esta historia demostrar si es cierta o falsa. Respecto a la segunda, slo har constar que, a no ser que tuviera este don en mi primera infancia, todava lo estoy esperando. Y no es que me queje por haber sido defraudado, pues si alguien est disfrutando de l por equivocacin, le agradecer que lo conserve a su lado. Nac envuelto en una membrana que se trat de vender, anuncindola en los peridicos, al mdico precio de quince guineas. No s si los marineros en aquella poca tendran poco dinero o si lo que tenan era poca fe y preferan cinturones de corcho; lo que s s es que slo se present un comprador, comerciante, que ofreca por ella dos libras en plata y el resto en jerez, negndose a pagar ni un cntimo ms por la seguridad de no morir ahogado. Como la adquisicin de los vinos no interesaba a mi pobre madre, pues acababa de vender los suyos, desisti de la venta, despus de retirar los anuncios, que tuvo que pagar. Diez aos ms tarde mi membrana fue sacada a sorteo en nuestra aldea, al precio de media corona la papeleta y con la condicin de que el agraciado con ella pagara adems cinco chelines. Yo estuve presente en el sorteo, y recuerdo que me senta humillado y confuso de que dispusieran as de una parte de mi persona. Le toc a una seora que llevaba un gran bolso de mano, del que sac de muy mala gana los estipulados cinco chelines, todos en medios peniques, y adems dio un penique de menos, no sirviendo de nada el tiempo que se perdi en explicaciones y demostraciones aritmticas, pues no lograron convencerla de ello. Y es un hecho, que todos recuerdan como sorprendente, que la seora no muri ahogada, sino triunfalmente en su lecho a los noventa y dos aos de edad. Tengo entendido que dicha seora, mientras tomaba el t, que era su ocupacin favorita, sola vanagloriarse de no haber estado encima del agua mas que una vez en su vida, y eso pasando un puente, y que se indignaba mucho contra los marinos y dems personas que tienen el atrevimiento de vagabundear por esos mundos. En vano se le demostraba que muchas cosas buenas (el t entre ellas) se disfrutaban gracias a aquellas 4. aficiones refutables. Ella replicaba cada vez con mayor energa y confianza en la fuerza de su razonamiento: -No, no; nada de vagabundear. Para no vagabundear yo tampoco, volver al punto de mi nacimiento. Nac en Bloonderstone, en Sooffolk, o por ah, como dicen en Escocia, y fui un nio pstumo. Los ojos de mi padre se cerraron a la luz de este mundo seis meses antes de que se abrieran los mos. An ahora supone algo extrao para m el hecho de que nunca me llegara a ver; y todava ms extrao es el oscuro recuerdo que conservo de mi primer encuentro, siendo un nio, con la piedra blanca de su tumba en el cementerio; la indefinible compasin que senta al recordarle all tendido y solo en la noche oscura, mientras nuestra salita estaba caliente a iluminada por el fuego y las velas, y las puertas de la casa estaban cuidadosa y cruelmente (me pareca entonces) cerradas. Una ta de mi padre y, por consiguiente, ta abuela ma, de quien hablar ms adelante, era el magnate de nuestra familia: miss Trotwood, o miss Betsey, como mi pobre madre la llamaba siempre cuando se atreva a nombrar a aquel formidable personaje (lo que ocurra muy rara vez). Mi ta se haba casado con un hombre ms joven que ella y muy elegante, aunque no en el sentido del dicho es elegante lo que el elegante hace, pues se sospechaba que pegaba a su mujer, y hasta lleg a contarse que una vez, discutiendo a propsito de cuestiones econmicas, estuvo a punto de tirarla por la ventana de un segundo piso. Estas pruebas evidentes de incompatibilidad de caracteres indujeron a miss Betsey a darle dinero para que se marchara y consintiera en una separacin amistosa. l se march a la India con su capital, y all, segn una leyenda de familia, se le vio montado en un elefante y acompaado de un Baboon, aunque yo creo que ms bien sera de un Baboo o de un Begum. Sea como fuere, diez aos despus, desde la India lleg a su casa la noticia de su muerte. El efecto que esta noticia caus en mi ta nadie lo supo. A raz de la separacin haba vuelto a usar su nombre de soltera y, comprando una casita muy alejada en la costa, se haba establecido all con su criada, como una solterona, viviendo siempre recluida en un aislamiento inflexible. Segn creo, mi padre haba sido el sobrino favorito de miss Betsey; pero mi ta se ofendi mortalmente con su boda, bajo el pretexto de que mi madre era una mueca, pues, aunque no la haba visto nunca, saba que no tena todava veinte aos. Miss Betsey no quiso volver a ver a su sobrino. Mi padre tena el doble de edad que mi madre cuando se casaron, y era de constitucin delicada. Un ao despus de su boda, y, como ya he dicho, seis meses antes de mi nacimiento, muri. Tal era el estado de las cosas en la tarde de aquel memorable (puede excusrseme el llamarlo as) a importante viernes. No puedo vanagloriarme de haber sabido en aquella poca lo que estoy contando, ni de conservar ningn recuerdo (fundado en la evidencia de mis propios sentidos) de lo que sigue. Mi madre estaba sentada junto a la chimenea, mal de salud y muy abatida, y miraba el fuego a travs de sus lgrimas, pensando con tristeza en su propia vida y en el huerfanito a quien slo esperaba un mundo no muy contento de su llegada y algunos profticos paquetes de alfileres preparados de antemano en el cajn de una cmoda del primer piso. Mi madre, repito, estaba sentada al lado del fuego, en una tarde clara y fra de marzo, muy triste y deprimida, y temerosa de no salir con vida de la prueba que le esperaba, cuando, levantando sus ojos para enjugarlos, vio por la ventana a una seora desconocida que entraba en el jardn. La segunda vez que la mir mi madre tuvo la certeza de que aquella seora era miss Betsey. Los rayos del sol poniente iluminaban a la desconocida junto a la verja, y esta tena un paso tan firme, un aire tan decidido, que no poda ser otra. 5. Cuando estuvo delante de la casa dio otra prueba mayor de su identidad. Mi padre haba contado a menudo que la conducta de mi ta nunca era semejante a la del resto de los mortales; y, en efecto, aquella seora, en lugar de dirigirse a la puerta y llamar a la campanilla, se detuvo delante de la ventana y se puso a mirar por ella, apretando tanto la nariz contra el cristal que mi madre sola decirme que se le haba puesto en un momento completamente blanca y aplastada. Esta aparicin impresion de tal modo a mi madre que yo siempre he estado convencido de que es a miss Betsey a quien tengo que agradecer el haber nacido en viernes. Mi madre se levant precipitadamente y fue a esconderse en un rincn detrs de una silla. Miss Betsey recorri lentamente la habitacin con su mirada, de un modo inquisitivo y moviendo los ojos como los de las cabezas de sarracenos que hay en los relojes de Dutch. Por fin encontr a mi madre y entonces, frunciendo las cejas como quien est acostumbrada a ser obedecida, le hizo seas para que saliera a abrir la puerta. Mi madre obedeci. -La viuda de David Copperfield, supongo? -dijo miss Betsey con nfasis, apoyndose en la ltima palabra, sin duda para hacer comprender que lo supona al ver a mi madre de luto riguroso y en aquel estado. -S, seora -respondi dbilmente mi madre. -Miss Trotwood -dijo la visitante-. Supongo que habr odo usted hablar de ella? Mi madre contest que haba tenido ese gusto, pero tuvo consciencia de que, a pesar suyo, demostraba que el gusto no haba sido muy grande. -Pues aqu la tiene usted ---dijo miss Betsey. Mi madre, con una inclinacin de cabeza, le rog que pasara, y se dirigieron a la habitacin que acababa de dejar. Desde la muerte de mi padre no haban vuelto a encender fuego en la sala. Se sentaron. Miss Betsey guardaba silencio, y mi madre, despus de vanos esfuerzos para contenerse, prorrumpi en llanto. -Vamos, vamos! -dijo mi ta precipitadamente, Nada de llorar; venga!, venga! Mi madre sigui sollozando hasta quedarse sin lgrimas. -Vamos, nia, qutese usted la cofia -dijo miss Betsey-, que quiero verla bien. Mi madre estaba demasiado asustada para negarse a la extravagante peticin aunque no tena ninguna gana. Con todo, hizo lo que le decan; pero sus manos temblaban de tal modo que se enredaron en sus cabellos (abundantes y magnficos), esparcindose alrededor de su rostro. -Pero Dios mo! --exclam miss Betsey-. Si es usted una nia! Indudablemente, mi madre pareca todava ms joven de lo que era, y la pobre baj la cabeza como si fuera culpa suya y murmur entre sus lgrimas que lo que de verdad tema era ser demasiado nia para verse ya viuda y madre, si es que viva. Hubo una corta pausa, durante la cual a mi madre le pareci sentir que miss Betsey acariciaba sus cabellos con dulzura; pero, al levantar la cabeza y mirarla con aquella tmida esperanza, vio que continuaba sentada y rgida ante la estufa, con la falda un poco remangada, los pies en el guardafuegos y las manos cruzadas sobre las rodillas. -En nombre de Dios --dijo de pronto mi ta-, por qu llamarla Rookery? -Se refiere usted a la casa? -pregunt mi madre. -Por qu Rookery? -insisti miss Betsey-. Si cualquiera de los dos hubierais tenido un poco de sentido prctico la habrais llamado Cookery. -Es el nombre que eligi mster Copperfield -respondi mi madre-. Cuando compr la casa le gustaba pensar que habra cuervos en sus alrededores. 6. En ese momento, el viento del atardecer empez a silbar entre los olmos viejos y altos del jardn con tal ruido que tanto mi madre como miss Betsey no pudieron por menos que mirar con inquietud hacia la ventana. Los olmos se inclinaban unos en otros corno gigantes que quisieran confiarse algn terrible secreto, y despus de permanecer inclinados unos segundos se erguan violentamente, sacudiendo sus enormes brazos, como si aquellas confidencias, intranquilizando a su conciencia, les hubieran arrebatado para siempre el reposo. Algunos nidos bastante viejos de cuervos se bamboleaban destrozados por la intemperie en sus ramas ms altas, como nufragos en un mar tormentoso. -Y dnde estn los pjaros? -pregunt miss Betsey. -Los que ...? Mi madre estaba pensando en otra cosa. -Los cuervos. Qu ha sido de ellos? -pregunt mi ta. -Desde que vivimos aqu no hemos visto ninguno -dijo mi madre-. Pensbamos... Mster Copperfield crea... que esto era una gran rookery; pero los nidos son ya muy anti- guos y deben de estar abandonados hace mucho tiempo. -Las cosas de David Copperfield! -exclam miss Betsey-. David Copperfield de la cabeza a los pies! Llama a la casa Rookery, no habiendo un solo cuervo en los alrede- dores, y cree que ha de haber forzosamente pjaros porque ve nidos. -Mster Copperfield ha muerto -contest mi madre-, y si se atreve usted a hablarme mal de l... Sospecho que mi pobre madre tuvo por un momento la intencin de arrojarse sobre mi ta; pero ni aun estando en mejor estado de salud y con suficiente entrenamiento hubiera podido hacer frente a semejante adversario; as es que despus de levantarse se volvi a sentar humildemente y cay desvanecida. Cuando volvi en s, o quiz cuando miss Betsey la hizo volver en s, encontr a mi ta de pie ante la ventana. La luz del atardecer se iba apagando y a no ser por el resplandor del fuego no hubieran podido distinguirse una a otra. -Bueno! -dijo miss Betsey volvindose a sentar, como si slo hubiera estado mirando por casualidad el paisaje-. Y cundo espera usted...? -Estoy temblando -balbuci mi madre-. No se que me pasa; pero estoy segura de que me muero. -No, no, no -dijo miss Betsey-. Tome usted un poco de t. -Oh Dios mo, Dios mo! Pero cree usted que eso me aliviar algo? -exclam mi madre desesperadamente. -Naturalmente que lo creo. Todo eso es nervioso... Pero cmo llama usted a la chica? -Todava no s si ser nia -dijo mi madre con inocencia. -Dios bendiga a esta criatura! -exclam mi ta, ignorando que repeta la segunda frase inscrita con alfileres en el acerico de la cmoda, pero aplicndosela a mi madre en lugar de a m-. No se trataba de eso. Me refera a su criada. -Peggotty -dijo mi madre. -Peggotty! -repiti miss Betsey, casi indignada-. Querr usted hacerme creer que un ser humano ha recibido en una iglesia cristiana el nombre de Peggotty? -Es su apellido -dijo mi madre con timidez-. Mster Copperfield la llamaba as porque como tiene el mismo nombre de pila que yo... -Aqu, Peggotty! -grit miss Betsey abriendo la puerta- Traiga usted t; su seora no se encuentra bien; conque a no perder tiempo! Habiendo dado esta orden con tanta energa como si su autoridad estuviese reconocida en la casa desde toda la eternidad, volvi a cerrar la puerta y a sentarse, no sin antes ha- 7. berse cerciorado de que acuda Peggotty con una vela, toda desorientada, al sonido de aquella voz extraa. -Deca usted que quiz ser nia? -dijo cuando estuvo de nuevo con los pies sobre el guardafuego, la falda un poco remangada y las manos cruzadas encima de las rodillas-. No hay duda, ser una nia; tengo el presentimiento de que ha de serio. Ahora bien, hija ma: desde el momento en que nazca esa nia... -Quiz sea un nio -se tom la libertad de interrumpir mi madre. -Cuando le digo que tengo el presentimiento de que ser nia! -insisti miss Betsey-. No me contradiga. Desde el momento en que nazca esa nia quiero ser su amiga. Cuento con ser su madrina y le ruego que le ponga de nombre Betsey Trotwood Copperfield. Y en la vida de esa Betsey Trotwood no habr equivocaciones. Pondremos todos los medios para que nadie se burle de los afectos de la pobre nia. La educaremos muy bien, evitando cuidadosamente que deposite su ingenua confianza en quien no lo merezca. Yo cuidar de ello. A1 final de cada frase mi ta bajaba la cabeza, como si los recuerdos la persiguieran y el no explayarse sobre ellos le costara grandes esfuerzos. Al menos as le pareci a mi madre, que la observaba al dbil resplandor del fuego, aunque en realidad estaba demasiado asustada, demasiado intimidada y confusa para poder observar nada con claridad ni saber qu decir. -Y David, era bueno con usted, hija ma? -pregunt miss Betsey despus de un rato de silencio, cuando sus movimientos de cabeza cesaron gradualmente-. Erais felices? -ramos muy dichosos -dijo mi madre, Era tan bueno conmigo mster Copperfield. -Supongo que la habr destrozado -insisti miss Betsey. -Considerando que ahora tengo que verme sola y abandonada en este mundo, me temo que s -solloz mi madre. -Bien! Pero no llore ms --dijo mi ta-. No estabais compensados, hija ma. Habr alguna pareja que lo est? Por eso se lo preguntaba. Usted era hurfana, no es as? -S. -Y era institutriz? -Estaba al cuidado de los nios en una familia que mster Copperfield visitaba. Y era muy bueno conmigo mster Copperfield: se preocupaba mucho de m y me demostraba un gran inters. Por ltimo, me pidi en matrimonio; yo acept, y nos casamos --dijo mi madre con sencillez. -Pobre nia! -murmur miss Betsey, que continuaba mirando fijamente el fuego-. Y sabe usted hacer algo? -No s .... seora -balbuci mi madre. -Gobernar una casa, por ejemplo? -dijo miss Betsey. -No mucho, me temo -respondi mi madre-. Mucho menos de lo que deseara. Pero mster Copperfield me estaba enseando... -Para lo que l saba! -dijo mi ta en un parntesis. -Y estoy segura de que hubiera adelantado mucho, pues estaba ansiosa de aprender, y l era un maestro tan paciente... Sin la gran desgracia de su muerte... Aqu mi madre empez a sollozar de nuevo y no pudo seguir. -Bien, bien --dijo miss Betsey. -Yo llevaba mi libro de cuentas, y todas las noches hacamos el balance juntos... --continu mi madre, sollozando desesperadamente. -Bien, bien -exclam mi ta---. No llore usted ms. 8. -Y nunca tuvimos la menor discusin, excepto cuando le pareca que mis treses y mis cincos se confundan o que alargaba demasiado el rabo de los sietes y los nueves -termin mi madre en una nueva explosin de llanto. -Se pondr usted enferma -dijo miss Betsey-, lo que no ser muy beneficioso para usted ni para mi ahijada. Vamos, no vuelva a empezar! Este argumento contribuy bastante a tranquilizar a mi madre, aunque su malestar era creciente. Hubo un silencio, interrumpido slo por algunas exclamaciones sordas de mi ta, que continuaba calentndose los pies en el guardafuegos. -David se haba asegurado una renta anual comprando papel del Estado, lo s --dijo poco a poco, A1 morir ha hecho algo por usted? -Mster Copperfield -constest mi madre titubeandofue tan carioso y tan bueno conmigo que asegur parte de esa renta a mi nombre. -Cunto? -pregunt miss Betsey. ---Ciento cincuenta libras al ao --dijo mi madre. -Poda haberlo hecho peor! -dijo mi ta. La palabra no poda ser ms apropiada para el momento, pues mi madre se encontraba cada vez peor, tanto que Peggotty, que entraba con el t y las velas, se dio cuenta de ello al instante (como se hubiera dado cuenta mi ta de no estar a oscuras) y la condujo apresuradamente a su habitacin del piso de arriba. Inmediatamente envi a Ham Peggotty -un sobrino suyo a quien tena escondido en la casa haca unos das para utilizarle como mensajero especial en caso de urgencia- a buscar al mdico y a la comadrona. Aquellas dos potencias aliadas se sorprendieron sobremanera cuando a su llegada (pocos minutos despus uno de otro) se encontraron con una seora desconocida y de as- pecto imponente, sentada ante el fuego, con la toca colgando del brazo izquierdo y taponndose los odos con algodn. Peggotty no saba quin era y mi madre tampoco deca nada; por lo tanto, era un verdadero misterio; y, cosa curiosa, el hecho de estar sacando aquella cantidad de algodn de su bolso y metindoselo en los odos no haca disminuir en nada lo imponente de su aspecto. El doctor, despus de subir al cuarto de mi madre y volver a bajar, pensando sin duda que haba grandes probabilidades de que aquella seora y l tuvieran que permanecer sentados frente a frente durante varias horas, se propuso estar amable y carioso con ella. Este hombre era el ser ms afable de su sexo, el ms pequeo y dulce. Se deslizaba de medio lado por las habitaciones para ocupar el menor sitio posible, y andaba con tanta suavidad como el fantasma de Hamlet, y quiz ms despacio. Llevaba siempre la cabeza inclinada hacia un lado, en parte por un modesto sentimiento de su humildad y en parte por el deseo de agradar a todos. No necesito decir que era incapaz de dirigir un palabra dura a nadie, ni a un perro, ni aun a un perro rabioso. Todo lo ms le murmurara dulcemente una palabra, o media, o una slaba, pues hablaba con la misma suavidad que andaba y no saba ser rgido ni impaciente. Por lo tanto, mster Chillip, mirando amablemente a mi ta, con la cabeza siempre inclinada y hacindole un ligero saludo, dijo, aludiendo al algodn y tocndose la oreja izquierda: -Alguna molestia, seora? -Qu? -replic mi ta, sacndose el algodn del odo como si fuera un corcho. A mster Chillip le alarm bastante aquella brusquedad (segn cont despus a mi madre), tanto que fue milagroso que conservara su presencia de nimo. Insisti dulcemente. -Alguna molestia, seora? 9. -Qu necedad! -replic mi ta, volvindose a taponar el odo. Despus de esto, mster Chillip nada poda hacer y se sent, y estuvo contemplando tmidamente a mi ta, mientras ella miraba el fuego, hasta que volvieron a llamarle al dormitorio de mi madre. Despus de un cuarto de hora de ausencia volvi. -Y bien? --dijo mi ta, sacndose el algodn del lado ms cercano a mster Chillip. -Muy bien, seora -respondi el doctor-. Vamos.... vamos... avanzando... despacito, seora. -Bah!, bah!, bah! --dijo mi ta, interrumpindole con desprecio. Y volvi a taponarse el odo. Verdaderamente (segn contaba despus mster Chillip) era para indignarse, y l estaba casi indignado; claro que slo hablando desde un punto de vista profesional, pero estaba casi indignado. Sin embargo, volvi a sentarse y la estuvo mirando cerca de dos horas, mientras ella continuaba contemplando el fuego. Por fin lo llamaron de nuevo. Cuando despus de esta ausencia apareci: -Y bien? -dijo mi ta, quitndose el algodn del mismo lado. -Muy bien, seora -respondi mster Chillip-. Vamos..., vamos avanzando despacito, seora. -Bah!, bah!, bah! -interrumpi mi ta con tal desprecio hacia el pobre mster Chillip, que este ya no pudo soportarlo. Aquello era para hacerle perder la cabeza, segn dijo despus, y prefiri ir a sentarse solo en la oscuridad de la escalera y en una fuerte corriente de aire hasta que le llamasen de nuevo. Ham Peggotty, a quien se puede considerar como testigo digno de fe, pues iba a la escuela nacional y era una verdadera fiera para el catecismo, cont al da siguiente que, habiendo tenido la desgracia de entreabrir la puerta del gabinete una hora despus de aquello, miss Betsey, que recorra la habitacin agitadsima, le descubri al momento y se lanz sobre l, sin dejarle ya escapar. Y a pesar de todo el algodn que haba metido en sus odos no deba de estar aislada por completo de los ruidos, pues cuando los pasos y las voces aumentaban en el piso de arriba haca recaer sobre su vctima el exceso de su intranquilidad. Le tena agarrado por el cuello y le obligaba a andar constantemente de arriba abajo (sacudindole como si el chico hubiera tomado algn narctico), enmarandole los cabellos, arrugndole el cuello de la camisa y taponndole con algodn los odos, confundindolos, sin duda, con los suyos propios. En fin, le dio toda clase de tormentos y malos tratos. Todo esto fue en parte confirmado por su ta, que lo vio a las doce y media, cuando acababa de soltarle, y afirm que estaba tan rojo como yo en aquel mismo momento. El apacible mster Chillip no poda guardar rencor mucho tiempo a nadie, y menos en aquellas circunstancias. Por lo tanto, en cuanto tuvo un momento libre se desliz al gabi- nete y le dijo a mi ta con su amable sonrisa: -Y bien, seora; soy muy feliz al poder darle la enhorabuena. -Por qu? --dijo secamente mi ta. Mster Chillip se turb de nuevo ante aquella extremada severidad, pero le hizo un ligero saludo y trat de sonrerle para apaciguarla. -Dios santo! Pero qu le pasa a este hombre? -grit mi ta con impaciencia-. Es que no puede hablar? -Tranquilcese usted, m querida seora --dijo el doctor con su voz melosa, No hay ya el menor motivo de inquietud, tranquilcese usted. 10. Siempre he considerado como un milagro el que mi ta no le sacudiera hasta hacerlo soltar lo que tena que decir. Se limit a escucharle; pero moviendo la cabeza de una manera que le estremeci. -Pues bien, seora -resumi mster Chillip tan pronto como pudo recobrar el valor-. Estoy contento de poder felicitarla. Ahora todo ha terminado, seora, todo ha terminado. Durante los cinco minutos, poco ms o menos, que mster Chillip emple en pronunciar esta frase, mi ta lo contemplaba con curiosidad. -Y ella cmo est? --dijo cruzndose de brazos, con el sombrero siempre colgando de uno de ellos. -Bien, seora, y espero que pronto estar completamente restablecida -respondi mster Chillip-. Est todo lo bien que puede esperarse de una madre tan joven y que se encuentra en unas circunstancias tan tristes. Ahora no hay inconveniente en que usted la vea, seora; puede que le haga bien. -Pero y ella? Cmo est ella? -dijo bruscamente mi ta. Mster Chillip inclin todava ms la cabeza a un lado y mir a mi ta como un pajarillo asustado. -La nia, que cmo est? -insisti miss Betsey. ---Seora -respondi mster Chillip-, crea que lo saba usted: es un nio. Mi ta no dijo nada; pero cogiendo su cofia por las cintas la lanz a la cabeza de mster Chillip; despus se la encasquet en la suya descuidadamente y se march para siempre. Se desvaneci como un hada descontenta, o como uno de esos seres sobrenaturales que la supersticin popular aseguraba que tendran que aparecrseme. Y nunca ms volvi. No. Yo estaba en mi cunita; mi madre, en su lecho, y Betsey Trotwood Copperfield haba vuelto para siempre a la regin de sueos y sombras, a la terrible regin de donde yo acababa de llegar. Y la luna que entraba por la ventana de nuestra habitacin se reflejaba tambin sobre la morada terrestre de todos los que nacan y sobre la sepultura en que reposaban los restos mortales del que fue mi padre y sin el cual yo nunca hubiera existido. CAPTULO II OBSERVO Lo primero que veo de forma clara cuando quiero recordar la lejana de mi primera infancia es a mi madre, con sus largos cabellos y su aspecto juvenil, y a Peggotty, sin edad definida, con unos ojos tan negros que parecen oscurecer todo su rostro, y con unas mejillas y unos brazos tan duros y rojos que me sorprende que los pjaros no los prefirieran a las manzanas. Y siempre me parece recordarlas arrodilladas ante m, frente a frente en el suelo, mientras yo voy con paso inseguro de una a otra. Tengo un recuerdo en mi mente, que se mezcla con los recuerdos actuales, del contacto del dedo que Peggotty me tenda para ayudarme a andar: un dedo acribillado por la aguja y spero como un rallador. Esto tal vez sea slo imaginacin, pero yo creo que la memoria de la mayor parte de los hombres puede conservar una impresin de la infancia ms amplia de lo que generalmente se supone; tambin creo que la capacidad de observacin est exageradamente desarrollada en muchos nios y adems es muy exacta. Esto me hace pensar que los hombres que destacan por dicha facultad es, con toda seguridad, porque no la han perdido ms que porque la hayan adquirido. La mejor prueba es que, por lo general, esos hombres conservan cierta frescura y espontaneidad y una gran capacidad de agradar, que tambin es herencia procedente de la infancia. 11. Podr tachrseme de divagador por detenerme a decir estas cosas, pero ello me obliga a hacer constar que todas estas conclusiones las saco en parte de mi propia experiencia. As, si alguien piensa que en esta narracin me presento como un nio de observacin aguda, o como un hombre que conserva un intenso recuerdo de su infancia, puede estar seguro de que tengo derecho a ambas caractersticas. Como iba diciendo, al mirar hacia la vaguedad de mis aos infantiles, lo primero que recuerdo, emergiendo por s mismo de la confusin de las cosas, es a mi madre y a Peg- gotty. ,Qu ms recuerdo? Veamos. Tambin sale de la bruma nuestra casa, tan unida a mis primeros recuerdos. En el piso bajo, la cocina de Peggotty, abierta al patio, donde en el centro hay un palomar vaco y en un rincn una gran caseta de perro sin perro, y donde pululan una gran cantidad de pollos, que a m me parecen gigantescos y que corretean por all de una manera feroz y amenazadora. Hay un gallo que se sube a un palo y que cuando yo le observo desde la ventana de la cocina parece mirarme con tanta atencin que me hace estremecer: es tan arrogante! Hay tambin unas ocas que se dirigen a m asomando sus largos cuellos por la reja cuando me acerco. Por la noche sueo con ellas, como podra soar un hombre que, rodeado de fieras, se duerme pensando en los leones. Un largo pasillo (qu enorme perspectiva conservo de l!) conduce desde la cocina de Peggotty hasta la puerta de entrada. Una oscura despensa abre su puerta al pasillo, y ese es un sitio por el que de noche hay que pasar corriendo, porque quin sabe lo que puede suceder entre todas aquellas ollas, tarros y cajas de t cuando no hay nadie all, y slo un quinqu lo alumbra dbilmente, dejando salir por la puerta entrabierta olor a jabn, a velas y a caf, todo mezclado? Despus hay otras dos habitaciones: el gabinete, donde pasamos todas las tardes mi madre, yo y Peggotty (pues Peggotty est siempre con nosotros cuando no hay visita y ha terminado sus quehaceres), y la sala, donde nicamente estamos los domingos. La sala es mucho mejor que el gabinete, pero no se est en ella tan a gusto. Para m hasta tiene un aspecto de tristeza, pues Peggotty me cont (no s cundo, pero me parece que hace siglos) que all haban sido los funerales de mi padre, rodeado de los parientes y amigos, cubiertos todos con mantos negros. Adems, un domingo por la noche mi madre nos ley tambin all, a Peggotty y a m, la resurrec- cin de Lzaro de entre los muertos. Aquello me sobrecogi de tal modo que despus, cuando ya estaba acostado, tuvieron que sacarme de la cama y ensearme desde la ventana de mi alcoba el cementerio, completamente tranquilo, con sus muertos durmiendo en las tumbas bajo la plida solemnidad de la luna. No hay nada tan verde en ninguna parte como el musgo de aquel cementerio, nada tan frondoso como sus rboles, nada tan tranquilo como sus tumbas. Cuando por la maana temprano me arrodillo en mi cuna, en mi cuartito, al lado de la habitacin de mi madre, y miro por la ventana y veo a los corderos que estn all paciendo, y veo la luz roja reflejndose en el reloj de sol, pienso: Qu alegre es el reloj de sol!, y me maravilla que tambin hoy siga marcando el tiempo. Y aqu est nuestro banco de la iglesia, con su alto respaldo al lado de una ventana, por la que podemos ver nuestra casita. Peggotty no deja de mirarla ni un momento: se conoce que le gusta cerciorarse de que no la han desvalijado ni hay fuego en ella. Pero aunque los ojos de Peggotty vagabundean de un lado a otro, se ofende mucho si yo hago lo mismo, y me hace seas de que me est quieto y de que mire bien al sacerdote. Pero yo no puedo estarle mirando siempre. Cuando no tiene puesta esa cosa blanca s es muy amigo mo, pero all temo que le choque si le miro tan fijo, y pienso que a lo mejor interrumpir el oficio para preguntarme la causa de ello Qu har, Dios mo? 12. Bostezar es muy feo, pero qu voy a hacer? Miro a mi madre y noto que hace como que no me ve. Miro a otro chico que tengo cerca y empieza a hacerme muecas. Miro un rayo de sol que entra por la puerta entreabierta del prtico, pero all tambin veo una oveja extraviada (y no quiero decir un pecador, sino un cordero) que est a punto de colarse en la iglesia. Y comprendo que si sigo mirndola terminar por gritarle que se marche, y qu sera de m entonces? Miro las monumentales inscripciones de las tumbas y trato de pensar en el difunto mster Bodgers, miembro de esta parroquia, y en la pena que habr tenido mistress Bodgers a la muerte de su marido, despus de una larga enfermedad, para la cual la ciencia de los mdicos ha sido ineficaz, y me pregunto si habrn consultado tambin a mster Chillip en vano; y en ese caso, cmo podr venir y estarlo recordando una vez por semana? Miro a mster Chillip, que est con su corbata de domingo; despus miro al plpito y pienso en lo bien que se podra jugar all. El plpito sera la fortaleza; otro chico subira por la escalera al ataque, pero le arrojaramos el almohadn de terciopelo, con sus borlas y todo, a la cabeza. Poco a poco se me cierran los ojos. Todava oigo cantar al clrigo; hace mucho calor. Ya no oigo nada, hasta el momento en que me caigo del banco con estrpito y Peggotty me saca de la iglesia ms muerto que vivo. Y ahora veo la fachada de nuestra casa, con las ventanas de los dormitorios abiertas, por las que penetra un aire embalsamado, y los viejos nidos de cuervos que se balancean todava en lo alto de las ramas. Y ahora estoy en el jardn, por la parte de atrs, delante del patio donde est el palomar y la caseta del perro. Es un sitio lleno de mariposas, y lo recuerdo cercado con una alta barrera que se cierra con una cadena: all los frutos maduran en los rboles ms ricos y abundantes que en ninguna otra parte; y mientras mi madre los recoge en su cesta, yo, detrs de ella, cojo furtivamente algunas grosellas, haciendo como que no me muevo. Se levanta un gran viento y el verano huye de nosotros. En las tardes de invierno jugamos en el gabinete. Cuando mi madre est cansada se sienta en su butaca, se enrosca en los dedos sus largos bucles o contempla su talle, y nadie sabe tan bien como yo lo que le gusta mirarse y lo contenta que est de ser tan bella. Esa es una de mis impresiones mas remotas; esa y la sensacin de que los dos (mi madre y yo) tenamos un poco de miedo de Peggotty, y nos sometamos en casi todo a sus rdenes; de aqu dimanaban siempre las primeras opiniones (si se pueden llamar as), a lo que yo vea. Una noche estbamos Peggotty y yo solos sentados junto al fuego. Yo haba estado leyndole a Peggotty un libro acerca de los cocodrilos; pero deb de leer muy mal o a la pobre mujer le interesaba muy poco aquello, pues recuerdo que la vaga impresin que le qued de mi lectura fue que se trataba de una especie de legumbres. Me haba cansado de leer y me caa de sueo; pero como tena permiso (como una gran cosa) para permanecer levantado hasta que volviera mi madre (que pasaba la velada en casa de unos vecinos) como es natural, hubiera preferido morir en mi puesto antes que irme a la cama. Haba llegado a ese estado de sueo en que me pareca que Peggotty se inflaba y creca de un modo gigantesco. Me sostena con los dedos los prpados para que no se me cerra- sen y la miraba con insistencia, mientras ella segua trabajando; tambin miraba el pedacito de cera que tena para el hilo (qu viejo estaba y qu arrugado por todos lados! y la casita donde viva el metro, y la caja de labor, con su tapa de corredera que tena pintada una vista de la catedral de Saint Paul, con la cpula color de rosa, y el dedal de cobre puesto en su dedo, y a ella misma, que realmente me pareca encantadora. Tena tanto sueo que estaba convencido de que en el momento en que perdiera de vista cualquiera de aquellas cosas ya no tendra remedio. 13. -Peggotty -dije de repente- Has estado casada alguna vez? -Dios mo, Davy! -replic Peggotty-. ,Cmo se te ha ocurrido pensar en eso? Me contest tan sorprendida que casi me despabil, y dejando de coser me mir con la aguja todo lo estirada que le permita el hilo. -Pero t no has estado nunca casada, Peggotty? -le dije- T eres una mujer muy guapa, no? La encontraba de un estilo muy diferente al de mi madre; pero, dentro de otro gnero de belleza, me pareca un ejemplar perfecto. Haba en el gabinete un taburete de terciopelo rojo, en el que mi madre haba pintado un ramillete; el fondo de aquel taburete y el cutis de Peggotty eran para m una misma cosa. El terciopelo del taburete era suave y el cutis de Peggotty, spero; pero eso era lo de menos. -Yo guapa, Davy? -contest Peggotty-. No, por Dios, querido. Pero quin te ha metido en la cabeza esas cosas? -No lo s. Y no puede uno casarse con ms de una persona a la vez, ,verdad, Peggotty? -Claro que no -dijo Peggotty muy rotundamente. -Y si uno se casa con una persona y esa persona se muere, entonces s puede uno casarse con otra? Di, Peggotty. -Si se quiere, s se puede, querido; eso es cuestin de gustos --dijo Peggotty. -Pero cul es tu opinin, Peggotty? Yo le preguntaba y la miraba con atencin, porque me daba cuenta de que ella me observaba con una curiosidad enorme. -Mi opinin es -dijo Peggotty, dejando de mirarme y ponindose a coser despus de un momento de vacilacin que yo nunca he estado casada, ni pienso estarlo, Davy. Eso es todo lo que s sobre el asunto. -Pero no te habrs enfadado conmigo, verdad, Peggotty? --dije despus de un minuto de silencio. De verdad crea que se haba enfadado, me haba contestado tan lacnicamente; pero me equivocaba por completo, pues dejando a un lado su labor (que era una media suya) y abriendo mucho los brazos cogi mi rizada cabecita y la estrech con fuerza. Estoy seguro de que fue con fuerza, porque, como estaba tan gordita, en cuanto haca un movimiento algo brusco los botones de su traje saltaban arrancados. Y recuerdo que en aquella ocasin salieron dos disparados hasta el otro extremo de la habitacin. -Ahora leme otro rato algo sobre los crocrodilos -me dijo Peggotty, que todava no haba conseguido pronunciar bien la palabra-, pues no me he enterado ni de la mitad. Yo no comprenda por qu la notaba tan rara, ni por qu tena aquel afn en volver a ocuparnos de los cocodrilos. Pero volvimos, en efecto, a los monstruos, con un nuevo in- ters por mi parte, y tan pronto dejbamos sus huevos en la arena a pleno sol como corramos hacia ellos hostigndolos con insistentes vueltas a su alrededor, tan rpidas, que ellos, a causa de su extraa forma, no podan seguir. Despus los perseguamos en el agua como los indgenas, y les introducamos largos pinchos por las fauces. En resumen, que llegamos a sabernos de memoria todo lo relativo al cocodrilo, por lo menos yo. De Peggotty no respondo, pues estaba tan distrada, que no haca ms que pincharse con la aguja en la cara y en los brazos. Habiendo agotado todo lo referente a los cocodrilos, bamos a empezar con sus semejantes, cuando son la campanilla del jardn. Fuimos a abrir; era mi madre. Me pareci que estaba ms bonita que nunca, y con ella llegaba un caballero de hermosas patillas y cabello negros, a quien ya conoca por habernos acompaado a casa desde la iglesia el domingo anterior. 14. Cuando mi madre se detuvo en la puerta para cogerme en sus brazos y besarme, el caballero dijo que yo tena ms suerte que un rey (o algo parecido) pues me temo que mis reflexiones ulteriores me ayuden en esto. -Qu quiere decir? -pregunt por encima del hombro de mi madre. El caballero me acarici la cabeza, pero no s por qu no me gustaban ni l ni su voz profunda, y tena como celos de que su mano tocara la de mi madre mientras me acariciaba. Le rechac lo ms fuerte que pude. -Oh Davy! -me reproch mi madre. -Querido nio! -dijo el caballero, No me sorprende su adoracin! Nunca haba visto un color tan hermoso en el rostro de mi madre. Me rega dulcemente por mi brusquedad, y estrechndome entre sus brazos, daba las gracias al caballero por haberse molestado en acompaarla. Mientras hablaba le tendi la mano, y mientras se la estrechaba me miraba. -Dame las buenas noches, hermoso -dijo el caballero, despus de inclinarse (yo lo vi!) a besar la mano de mi madre. -Buenas noches! --dije. -Ven aqu. Tenemos que ser los mejores amigos del mundo -insisti riendo-; dame la mano. Mi madre tena entre las suyas mi mano derecha y yo le tend la otra. -Cmo! Esta es la mano izquierda, Davy -dijo l riendo. Mi madre le tendi mi mano derecha; pero yo haba resuelto no drsela, y no se la di. Le alargu la otra, que l estrech cordialmente, y diciendo que era un buen chico, se march. Un momento despus le vi volverse en la puerta del jardn y lanzarnos una ltima mirada (antes de que la puerta se cerrase) con sus ojos oscuros, de mal agero. Peggotty, que no haba dicho una palabra ni movido un dedo, cerr instantneamente los cerrojos, y entramos todos en el gabinete. Mi madre, contra su costumbre, en lugar de sentarse en la butaca junto al fuego, permaneci en el otro extremo de la habitacin canturreando para s. -Espero que haya pasado usted una velada agradable -dijo Peggotty, tiesa como un palo en el centro de la habitacin y con un palmatoria en la mano. -S, Peggotty, muchas gracias -respondi mi madre con voz alegre-. He pasado una velada muy agradable. -Una persona nueva es siempre un cambio muy agradable -insisti Peggotty. -Naturalmente, es un cambio muy agradable -contest mi madre. Peggotty continu inmvil en medio de la habitacin, y mi madre reanud su canto. Yo me dorm, aunque no con un sueo profundo, pues me parcera or sus voces, pero sin en- tender lo que decan. Cuando me despert de aquella desagradable modorra, me encontr a Peggotty y a mam hablando y llorando. -No es una persona as la que le hubiera gustado a mister Copperfield -deca Peggotty-; se lo repito y se lo juro. -Dios mo! -exclam mi madre-. Quieres volverme loca? En mi vida he visto a nadie ser tratado con tanta crueldad por sus criados. Adems, hago una injusticia si me con- sidero una nia. No he estado casada, Peggotty? -Dios sabe que s, seora -respondi Peggotty. -Y cmo eres capaz, Peggotty -dijo mi madre-, cmo tienes corazn para hacerme tan desgraciada, dicindome cosas tan amargas, sabiendo que fuera de aqu no tengo a nadie que me consuele? 15. -Razn de ms -repuso Peggotty- para decirle que eso no le conviene. No, no puede ser. De ninguna manera debe usted hacerlo. No! Pens que Peggotty iba a lanzar la palmatoria al aire del nfasis con que la mova. -Cmo puedes ofenderme as y hablar de una manera tan injusta? -grit mi madre llorando ms que antes-. Por qu te empeas en considerarlo como cosa decidida, Peggotty, cuando te repito una vez y otra que no ha pasado nada de la ms corriente cortesa? Hablas de admiracin. Y qu voy yo a hacerle? Si la gente es tan necia que la siente, tengo yo la culpa? Puedo hacer yo algo, te pregunto? T querras que me afeitase la cabeza y me ennegreciera el rostro, o que me desfigurase con una quemadura, un cuchillo o algo parecido. Estoy segura de que lo desearas, Peggotty; estoy segura de que te dara una gran alegra. Me pareci que Peggotty tomaba muy a pecho la reprimenda. -Y mi nio, mi hijito querido -continu mi madre, acercndose a la butaca en que yo estaba tendido y acaricindome-, mi pequeo Davy! Pretender que no quiero a mi mayor tesoro! El mejor compaero que haya existido jams. -Nadie ha insinuado semejante cosa ---dijo Peggotty. -S, Peggotty -replic mi madre-; lo sabes muy bien. Es lo que has querido decirme con tus malas palabras. No eres buena, puesto que sabes tan bien como yo que nicamente por l no me he comprado el mes pasado una sombrilla nueva, a pesar de que la verde est completamente destrozada y se va por momentos. Lo sabes, Peggotty, no puedes negarlo! Y volvindose cariosamente hacia m, apretando su mejilla contra la ma: -Soy una mala madre para ti, Davy? Soy una madre mala, egosta y cruel? Di que lo soy, hijo mo; di que s, y Peggotty lo querr; y el cario de Peggotty vale mucho ms que el mo, Davy. Yo no te quiero nada, verdad? Entonces nos pusimos los tres a llorar. Creo que yo era el que lloraba ms fuerte; pero estoy seguro de que todos lo hacamos con sinceridad. Yo estaba verdaderamente destro- zado, y temo que en los primeros arrebatos de mi indignada ternura llam a Peggotty bestia. Aquella excelente criatura estaba en la ms profunda afliccin, lo recuerdo, y estoy casi seguro de que en aquella ocasin su vestido debi de quedarse sin un solo botn, pues saltaron por los aires cuando despus de reconciliarse con mi madre se arrodill al lado del silln para reconciliarse conmigo. Nos fuimos a la cama muy deprimidos. Mis sollozos me desvelaron durante mucho tiempo; y cuando un sollozo ms fuerte me hizo incorporanne en la cama, me encontr a mi madre sentada a los pies a inclinada hacia m. Me arroj en sus brazos y me dorm profundamente. No s si fue al siguiente domingo cuando volv a ver al caballero aquel, o si pas ms tiempo antes de que reapareciese; no puedo recordarlo, y no pretendo determinar fechas; pero s que volv a verlo en la iglesia y que despus nos acompa a casa. Adems, entr para ver un hermoso geranio que tenamos en la ventana del gabinete. No me pareci que se fijaba mucho en el geranio; pero antes de marcharse le pidi a mi madre una flor. Mi madre le dijo que cortara l mismo la que ms le gustase; pero l se neg, no comprend por qu, y entonces mi madre, arrancando una florecita, se la dio. l dijo que nunca, nunca, se separara de ella; y yo pens que deba de ser muy tonto, puesto que no saba que al da siguiente estara marchita. Por aquella poca, Peggotty empez a estar menos con nosotros por las noches. Mi madre la trataba con mucha deferencia (ms que de costumbre me pareca a m), y los tres estbamos muy amigos, pero haba algo distinto que nos haca sentir violentos cuando nos reunamos. Algunas veces yo pensaba que a Peggotty no le gustaba que mi 16. madre luciera todos aquellos trajes tan bonitos que tena guardados, ni que fuera tan a menudo a casa de la misma vecina; pero no lograba comprender por qu. Poco a poco llegu a acostumbrarme a ver al caballero de las patillas negras. Segua sin gustarme ms que al principio y continuaba sintiendo los mismos celos, aunque sin ms razn para ello que una instintiva antipata de nio y un vago sentimiento de que Peggotty y yo debamos bastar a mi madre sin ayuda de nadie; pero seguramente, de haber sido mayor, no hubiera encontrado estas razones, ni siquiera nada semejante. Poda observar pequeas cosas; pero formar con ellas un todo era un trabajo que estaba por encima de mis fuerzas. Una maana de otoo estaba yo con mi madre en el jardn, cuando mster Murdstone (entonces ya saba su nombre) pas por all a caballo. Se detuvo un momento a saludar a mi madre, y dijo que iba a Lowestolf, donde tena unos amigos, dueos de un yate, y me propuso muy alegremente llevarme con l montado en la silla si me gustaba el paseo. Era un da tan claro y alegre, y el caballo, mientras piafaba y relinchaba a la puerta del jardn, pareca tan gozoso al pensar en el paseo, que sent grandes deseos de acompa- arlos. Sub corriendo a que Peggotty me vistiera. Entre tanto, mster Murdstone desmont, y con las bridas del caballo debajo del brazo se puso a pasear lentamente por el otro lado del seto, mientras mi madre le acompaaba, paseando tambin lentamente, por dentro del jardn. Me reun con Peggotty y los dos nos pusimos a mirar desde la ventana de mi cuarto. Recuerdo muy bien lo cerca que parecan examinar el seto que haba entre ellos mientras andaban; y tambin que Peggotty, que estaba de muy buen humor, pas en un momento a todo lo contrario, y comenz a peinarme de un modo violento. Pronto estuvimos mster Murdstone y yo trotando a lo largo del verde seto por el lado del camino. Me sostena cmodamente con un brazo; pero yo no poda estarme tan quieto como de costumbre, y no dejaba de pensar a cada momento en volver la cabeza para mirarle. Mster Murdstone tena una clase de ojos negros vacos. No encuentro otra palabra para definir esos ojos que no son profundos, en los que no se puede sumergir la mirada y que cuando se abstraen parece, por una peculiaridad de luz, que se desfiguran por un momento como una mscara. Varias de las veces que le mir le encontr con aquella expresin, y me preguntaba a m mismo, con una especie de terror, en qu estara pensando tan abstrado. Vistos as de cerca, su pelo y sus patillas me parecieron ms negros y ms abundantes;.nunca hubiera credo que fueran as. La parte inferior de su rostro era cuadrada; esto y la sombra de su barba, muy negra, que se afeitaba cuidadosamente todos los das, me recordaba una figura de cera que haban recibido hara unos seis meses en nuestra vecindad. Sus cejas, muy bien dibujadas, y el brillante colorido de su cutis (al diablo su cutis y al diablo su memoria), me hacan pensar, a pesar de mis sentimientos, que era un hombre muy guapo. No me extraa que mi pobre y querida madre pensara lo mismo. Llegamos a un hotel a orilla del mar, donde encontramos a dos caballeros fumando en una habitacin. Cada uno estaba tumbado lo menos en cuatro sillas, y tenan puestas unas chaquetas muy amplias. En un rincn haba un montn de abrigos, capas para embarcarse y una bandera, todo empaquetado junto. Cuando entramos, los dos se levantaron perezosamente y dijeron: -Hola, Murdstone! Creamos que te habas muerto! -Todava no --dijo Murdstone. -Y quin es este chico? -dijo, cogindome, uno de los caballeros. -Es Davy ---contest Murdstone. 17. -Davy, qu? --dijo el caballero-. Jones? -Copperfield -dijo Murdstone. -Ah, vamos! El estorbo de la seductora mistress Copperfield, la viudita bonita! -exclam el caballero. -Quinion -dijo Murdstone-, tenga usted cuidado. Hay gente muy avispada. -Quin? -pregunt el otro, rindose. Yo mir enseguida hacia arriba; tena mucha curiosidad por saber de quin hablaban. -Hablo de Brooks de Shefield -dijo mster Murdstone. Me tranquilic al saber que slo se trataba de Brooks de Shefield, porque en el primer momento haba credo que hablaban de m. Deba de haber algo muy cmico en la fama de mster Brooks de Shefield, pues los otros dos caballeros se echaron a rer al orle nombrar, y a mster Murdstone tambin pareci divertirle mucho. Despus que hubieron redo un rato, el caballero a quien haban llamado Quinion dijo: -Y cul es la opinin de Brooks de Shefield en lo que se refiere al asunto? -No creo que Brooks entienda todava mucho de ello -replic mster Murdstone-; pero en general no me parece favorable. De nuevo hubo ms risas, y mster Quinion dijo que iba a mandar traer una botella de sherry para brindar por Brooks. Cuando trajeron el vino me dio tambin a m un poco con un bizcocho, y antes de que me lo bebiera, levantndome el vaso, dijo: -A la confusin de Brooks de Shefield! El brindis fue recibido con aplausos y grandes risas, lo que me hizo rer a m tambin. Entonces ellos rieron todava ms. En resumen, nos divertimos mucho. Luego estuvimos paseando; despus nos fuimos a sentar en la hierba, y ms tarde lo estuvimos mirando todo a travs de un telescopio. Yo no poda ver nada cuando lo ponan ante mis ojos, pero deca que vea muy bien. Despus volvimos al hotel para almorzar. Todo el tiempo que estuvimos en la calle los amigos de mster Murdstone fumaron sin cesar, lo que, a juzgar por el olor de su ropa, deban de estar haciendo desde que haban salido los trajes de casa del sastre. No debo olvidar que fuimos a visitar el yate. All ellos tres bajaron a una cabina donde estuvieron mirando unos papeles. Yo los vea completamente entregados a su trabajo cuando se me ocurra mirar por la claraboya entreabierta. Durante aquel tiempo me dejaron con un hombre encantador, con abundantes cabellos rojos y un sombrero pequeo y barnizado encima. Tambin llevaba una camisa o un jersey rayado, sobre la que se vea escrito en letras maysculas Alondra. Yo pens que sera su nombre, y que, como viva en un barco y no tena puerta donde ponerlo, se lo pona encima; pero cuando le llam mster Alondra me dijo que aquel no era su nombre, sino el del barco. Durante todo el da pude observar que mster Murdstone estaba ms serio y silencioso que los otros dos caballeros, los cuales parecan muy alegres y despreocupados, bromean- do de continuo entre ellos, pero muy rara vez con l. Tambin me pareci que era ms inteligente y ms fro y que lo miraban con algo del mismo sentimiento que yo experimentaba. Pude observar que una o dos veces, cuando mster Quinion hablaba, miraba de reojo a mster Murdstone, como para cerciorarse de que no le estaba desagradando; y en otra ocasin, cuando mster Pannidge (el otro caballero) estaba ms entusiasmado, Quinion le dio con el pie y le hizo seas con los ojos para que mirase a mster Murdstone, que estaba sentado aparte y silencioso. No recuerdo que mster Murd- stone se riera en todo el da, excepto en el momento del brindis por Shefeld, y eso porque haba sido cosa suya. 18. Volvimos temprano a casa. Haca una noche muy hermosa, y mi madre y l se pasearon de nuevo a lo largo del seto, mientras yo iba a tomar el t. Cuando mster Murdstone se march, mi madre me estuvo preguntando qu haba hecho durante el da y lo que haban dicho y hecho ellos. Yo le cont lo que haban comentado de ella, y ella, riendo, me dijo que eran unos impertinentes y que decan tonteras; pero yo saba que le gustaba. Lo saba con la misma certeza que lo s ahora. Aprovech la ocasin para preguntarle si conoca a mster Brooks de Shefield; pero me contest que no, y que supona que se tratara de algn fabricante de cuchillos. Cmo decir que su rostro (aun sabiendo que ha cambiado y que no existe) ha desaparecido para siempre, cuando todava en este momento le estoy viendo ante m tan claro como el de una persona a quien se reconocera en medio de la multitud? Cmo decir que su inocencia y de su belleza infantil, han desaparecido, cuando todava siento su aliento en mi mejilla, como lo sent aquella noche? Es posible que haya cambiado, cuando mi imaginacin me la trae todava viva, y aquel verdadero cario que senta y que sigo sintiendo, recuerda an lo que ms quera entonces? Al referirme a ella la describo como era: cuando me fui aquella noche a la cama despus de charlar y cuando despus vino ella a mi lecho a besarme, se arrodill alegremente al lado de mi camita y con la barbilla apoyada en sus manos y riendo me dijo: -Qu es lo que han dicho, Davy? Reptemelo; no lo puedo creer! -La seductora... -empec. Mi madre puso sus manos sobre mis labios para interrumpirme. -No sera seductora -dijo riendo-. No puede haber sido seductora, Davy. Estoy segura de que no era eso! -S era: la seductora mistress Copperfield -repet con fuerza-. Y la bonita . -No, no; tampoco era bonita; no era bonita -interrumpi mi madre, volviendo a poner sus dedos sobre mis labios. -S era, s: la bonita viudita. -Qu locos! Qu impertinentes! -exclam mi madre riendo y cubrindose el rostro con las manos. Qu hombres tan ridculos! Davy querido... -Qu, mam? -No se lo digas a Peggotty; se enfadara con ellos. Yo tambin estoy muy enfadada; pero prefiero que Peggotty no lo sepa. Yo se lo promet, naturalmente: Nos besamos todava muchas veces, y pronto ca en un profundo sueo. Ahora, desde la distancia, me parece como si hubiera sido al da siguiente cuando Peggotty me hizo la extravagante y aventurada proposicin que voy a relatar, aunque es muy probable que fuese dos meses despus. Una noche estbamos (como siempre cuando mi madre haba salido) sentados, en compaa del metrito, del pedazo de cera, de la caja que tena la catedral de Saint Paul en la tapa y del libro del cocodrilo, cuando Peggotty, despus de mirarme varias veces y abrir la boca como si fuera a hablar, sin hacerlo (yo pens sencillamente que bostezaba; de no ser as me hubiera alarmado mucho), me dijo cariosamente: -Davy, te gustara venir conmigo a pasar quince das en casa de mi hermano, en Yarmouth? Te divertira? -Tu hermano es un hombre simptico, Peggotty? -pregunt con precaucin. -Oh! Ya lo creo que es un hombre simptico! -exclam Peggotty levantando las manos-. Y adems all tendrs el mar, y los barcos, y los buques grandes, y los pesca- dores, y la playa, y a Ham para jugar. 19. Peggotty se refera a su sobrino Ham, ya mencionado en el primer captulo; pero hablaba de l como de una parte de la gramtica inglesa. Aquel programa de delicias me cautiv, y contest que ya lo creo que me divertira; pero qu dira mi madre? -Apuesto una guinea -dijo Peggotty mirndome intensamente- a que nos deja. Si quieres, se lo pregunto en cuanto vuelva. Ah mismo! -Pero, qu har ella mientras no estemos? -dije, apoyando mis codos pequeos en la mesa como para dar ms fuerza a mi pregunta-. No va a quedarse sola! Si lo que busc Peggotty de pronto en la media era el roto que cosa, verdaderamente deba de ser tan pequeo que no mereca la pena de repasarlo. -Digo, Peggotty, que sabes muy bien que no podra vivir sola. -Dios te bendiga! -exclam al fin Peggotty, mirndome de nuevo-. No lo sabes? Tu madre va a pasar quince das con mistress Grayper. Y mistress Grayper va a tener en su casa mucha gente. Oh! Siendo as, estaba completamente dispuesto a ir. Esper con la ms viva impaciencia a que mi madre volviera de casa de mistress Grayper (pues estaba en casa de aquella misma vecina) para estar seguro de que nos dejaba llevar a cabo la gran idea. Sin ni mucho menos sorprenderse, como yo esperaba, mi madre consinti enseguida en ello; y todo qued arreglado aquella misma noche: hasta lo que pagaran por mi alojamiento y manutencin durante la visita. El da de nuestra partida lleg pronto. Lo haban fijado tan cercano, que lleg pronto hasta para m, que lo esperaba con febril impaciencia y que tema que un temblor de tierra, una erupcin volcnica o cualquier otra gran convulsin de la naturaleza viniera a interponerse interrumpiendo la expedicin. Debamos ir en el coche de un carretero que parta por la maana despus del desayuno. Hubiera dado dinero por haber podido vestirme la noche anterior y dormir ya con sombrero y botas. Con qu emocin recuerdo ahora, aunque parezca que lo digo como algo sin importancia, la alegra con que abandon mi feliz hogar, sin sospechar siquiera lo que dejaba para siempre! Me gusta recordar que, cuando el carro estaba a la puerta y mi madre me besaba, una gran ternura por ella y por el viejo lugar que nunca haba abandonado me hizo llorar. Y me gusta saber que mi madre tambin lloraba y que yo senta latir su corazn contra el mo. Me gusta recordar que cuando el carro empez a alejarse, mi madre corri tras l por el camino, mandndole parar, para darme ms besos, y me gusta saber la gravedad y el ca- rio con que apretaba su cara contra la ma, y yo tambin. Mi madre se qued en la carretera, y cuando ya partimos, mster Murdstone apareci a su lado. Me pareci que le reprochaba el estar tan conmovida. Yo los miraba a travs de los barrotes del carro, preocupado con la idea de por qu ese seor se metera en aquello. Peggotty, que tambin estaba mirando, no pareca nada satisfecha; se lo not en cuanto le mir a la cara. Durante algn tiempo permanec mirando a Peggotty y pensando que si ella quisiera abandonarme, como a los nios en los cuentos de hadas, yo sera capaz de volver a en- contrar el camino de casa guindome slo por los botones que, seguramente, se le iran cayendo. CAPTULO III UN CAMBIO 20. Quiero suponer que el caballo del carretero era el ms perezoso del mundo, pues caminaba muy despacio y con la cabeza baja, como si le gustase hacer esperar a la gente a quien llevaba los encargos. Y hasta me pareci que, de vez en cuando, se rea para s al pensar en ello. Sin embargo, el carretero me dijo que era tos porque haba cogido un constipado. Tambin l tena la costumbre de llevar la cabeza baja, como su caballo, y mientras conduca iba medio dormido, con un brazo encima de cada rodilla. Y digo conduca aunque a m me pareci que el carro hubiera podido ir a Yarmouth exactamente igual sin l; era evidente que el caballo no lo necesitaba; y en cuanto a dar conversacin, no tena ni idea; slo silbaba. Peggotty llevaba sobre sus rodillas una hermosa cesta de provisiones, que hubiera podido durarnos hasta Londres aunque hubiramos continuado el viaje con el mismo medio de transporte. Comamos y dormamos. Peggotty siempre se dorma con la barbilla apoyada en el asa de la cesta, postura de la que ni por un momento se cansaba; y yo nunca hubiera podido creer, de no haberlo odo con mis propios odos, que una mujer tan dbil roncase de aquel modo. Dimos tantas vueltas por tantos caminos y estuvimos tanto tiempo descargando la armadura de una cama en una posada y llamando en otros muchos sitios, que estaba ya cansadsimo, y me puse muy contento cuando tuvimos a la vista Yarmouth. Al pasear mi vista por aquella gran extensin a lo largo del ro me pareci que estaba todo muy esponjoso y empapado, y no acertaba a comprender cmo si el mundo es real- mente redondo (segn mi libro de geografa) una parte de l puede ser tan sumamente plana. Imaginando que Yarmouth poda estar situada en uno de los polos, ya era ms explicable. Conforme nos acercbamos veamos extenderse cada vez ms el horizonte como una lnea recta bajo el cielo. Le dije a Peggotty que alguna colina, o cosa semejante, de vez en cuando, mejorara mucho el paisaje, y que si la tierra estuviera un poco ms separada del mar y la ciudad menos sumergida en l, como un trozo de pan en el caldo, sera mucho ms bonito. Pero Peggotty me contest, con ms nfasis que de costumbre, que haba que tomar las cosas como eran, y que, por su parte, estaba orgullosa de poder decir que era un arenque de Yarmouth. Cuando salimos a la calle (que era completamente extraa y nueva para m); cuando sent el olor del pescado, de la pez, de la estopa y de la brea, y vi a los pescadores paseando y las carretas de un lado para otro, comprend que haba sido injusto con un pueblo tan industrial; y se lo dije enseguida a Peggotty, que escuch mis expresiones de entusiasmo con gran complacencia y me contest que era cosa reconocida (supongo que por todos aquellos que haban tenido la suerte de nacer arenques) que Yarmouth era, por encima de todo, el sitio ms hermoso del universo. -All veo a mi Ham. Pero si est desconocido de lo que ha crecido -grit Peggotty. En efecto, Ham estaba esperndonos a la puerta de la posada, y me pregunt por mi salud como a un antiguo conocido. Al principio me daba cuenta de que no le conoca tanto como l a m, pues el haber estado en casa la noche de mi nacimiento le daba, como es natural, gran ventaja. Sin embargo, empezamos a intimar desde el momento en que me cogi a caballo sobre sus hombros para llevarme a casa. Ham era entonces un muchacho grandn y fuerte, de seis pies de alto y bien proporcionado, con enormes espaldas re- dondas; pero con una cara de expresin infantil y unos cabellos rubios y rizados que le daban todo el aspecto de un cordero. Iba vestido con una chaqueta de lona y unos pantalones tan tiesos, que se hubieran sostenido solos incluso sin piernas dentro. Sombrero, en realidad, no se poda decir que llevaba, pues iba cubierto con una especie de tejadillo algo embreado como un barco viejo. 21. Ham me llevaba a caballo encima de sus hombros, y con una de nuestras maletas debajo del brazo; Peggotty llevaba la otra maleta. Pasamos por senderos cubiertos con montones de viruta y de montaitas de arena; despus cerca de una fbrica de gas, por delante de cordeleras, arsenales de construccin y de demolicin, arsenales de calafateo, de herreras en movimiento y de muchos sitios anlogos. Y por fin llegamos ante la vaga extensin que ya haba visto a lo lejos. Entonces Ham dijo: -Esta es nuestra casa, seorito Davy. Mir en todas direcciones cuanto poda abarcar en aquel desierto, por encima del mar y por la orilla; pero no consegu descubrir ninguna casa; all haba una barcaza negra o algo parecido a una barca viejsima, alta y seca en la arena, con un tubo de hierro asomando como una chimenea, del que sala un humo tranquilo. Pero alrededor nada que pudiera parecer una casa. -No ser eso? -dije- Eso que parece una barca? -Precisamente eso, seorito Davy -replic Ham. Si hubiera sido el palacio de Aladino con todas sus maravillas, creo que no me hubiera seducido ms la romntica idea de vivir en l. Tena una puerta bellsima, abierta en un lado, y tena techo y ventanas pequeas; pero su mayor encanto consista en que era un barco de verdad, que no caba duda que haba estado sobre las olas cientos de veces y que no haba sido hecho para servir de morada en tierra firme. Eso era lo que ms me cautivaba. Hecha para vivir en ella, quiz me hubiera parecido pequea o incmoda o demasiado aislada; pero no habiendo sido destinada a ese uso, resultaba una morada perfecta. Por dentro estaba limpia como los chorros del oro y lo ms ordenada posible. Haba una mesa y un reloj de Dutch y una cmoda, y sobre la cmoda una bandeja de t, en la que haba pintada una seora con una sombrilla pasendose con un nio de aspecto marcial que jugaba al aro. La bandeja estaba sostenida por una Biblia. Si la bandeja se hubiese escurrido habra arrastrado en su cada gran cantidad de tazas, platillos, y una tetera que estaban agrupados su alrededor. En las paredes haba algunas lminas con marcos y cristal: eran imgenes de la Sagrada Escritura. Despus no he podido verlas en manos de los vendedores ambulantes sin contemplar al mismo tiempo el interior completo de la casa del hermano de Peggotty. Abrahn, de rojo, disponindose a sacrificar a Isaac, de azul, y Daniel, de amarillo, dentro de un foso de leones, verdes, eran los ms notables. Sobre la repisita de la chimenea haba un cuadro de la lgubre Shara Jane, comprado en Sunderland, que tena una mujercita en relieve: un trabajo de arte, de composicin y de carpintera que yo consideraba como una de las cosas ms deseables que poda ofrecer el mundo. En las vigas del techo haba varios ganchos, cuyo uso no adivin entonces; algunos bales y cajones servan de asiento, aumentando as el nmero de sillas. Todo esto lo vi, nada ms franquear la puerta, de un primer vistazo, de acuerdo con mi teora de observacin infantil. Despus, Peggotty, abriendo una puertecita, me ense mi habitacin. Era la habitacin ms completa y deseable que he visto en mi vida. Estaba en la popa del barco y tena una ventanita, que era el sitio por donde antes pasaban el timn; un espejito estaba colgado en la pared, precisamente a mi altura, con su marco de conchas; tambin haba un ramo de plantas marinas en un cacharro azul, encima de la mesilla, y una cainita con el sitio suficiente para meterse en ella. Las paredes eran blancas como la leche, y la colcha, hecha de retales, me cegaba con la brillantez de sus colores. Una cosa que observ con inters en aquella deliciosa casita fue el olor a pescado; tan penetrante, que cuando sacaba el pauelo para sonarme ola como si hubiera servido para envolver una langosta. Cuando confi este descubrimiento a Peggotty, me dijo que su hermano se dedicaba a la venta de cangrejos y langostas, y, en efecto, despus encontr 22. gran cantidad de ellos en un montn inmenso. No saban estar un momento sin pinchar todo lo que encontraban en un pequeo piln de madera que haba fuera de la casa, y en el que tambin se metan los pucheros y cacerolas. Fuimos recibidos por una mujer muy bien educada, que tena un delantal blanco y a quien yo haba visto desde un cuarto de milla de distancia haciendo reverencias en la puerta cuando llegaba montado en Ham. A su lado estaba la nia ms encantadora del mundo (as me lo pareci), con un collar de perlas azules alrededor del cuello, pero que no me dej besarla, cuando se lo propuse se alej corriendo. Despus que hubimos comido de una manera oppara pescado cocido, mantequilla y patatas, con una chuleta para m, un hombre de largos cabellos y cara de buena persona entr en la casa. Como llam a Peggotty chavala y le dio un sonoro beso en la mejilla, no tuve la menor duda de que era su hermano. En efecto, as me le presentaron: mster Peggotty, seor de la casa. -Muy contento de verte -dijo mster Peggotty-; nos encontrar usted muy rudos, seorito, pero siempre dispuestos a servirle. Yo le di las gracias y le dije que estaba seguro de que sera feliz en un sitio tan delicioso. -Y cmo est su mam? --dijo mster Peggotty-. La ha dejado usted en buena salud? Le contest que, en efecto, estaba todo lo bien que poda desearse, y aad que me haba dado muchos recuerdos para l, lo que era una mentira amable por mi parte. -Le aseguro que se lo agradezco mucho -dijo mster Peggotty-. Muy bien, seorito; si puede usted estarse quince das contento entre nosotros --dijo mirando a su hermana, a Ham y a la pequea Emily-, nosotros, muy orgullosos de su compaa. Despus de hacerme los honores de su casa de la manera ms hospitalaria, mster Peggotty fue a lavarse con agua caliente, haciendo notar que el agua fra no era suficiente para limpiarle. Pronto volvi con mucho mejor aspecto, pero tan colorado que no pude por menos que pensar que su rostro era semejante a las langostas y cangrejos que venda, que entraban en el agua caliente muy negros y salan rojos. Despus del t, cuando la puerta estuvo ya cerrada y la habitacin confortable (las noches eran fras y brumosas entonces), me pareci que aquel era el retiro ms delicioso que la imaginacin del hombre poda concebir. Or el viento sobre el mar, saber que la niebla invada poco a poco aquella desolada planicie que nos rodeaba, y mirar al fuego, y pensar que en los alrededores no haba ms casa que aquella y que, adems, era un barco, me pareca cosa de encantamiento. La pequea Emily ya haba vencido su timidez y estaba sentada a mi lado en el ms bajo de los cajones, que era precisamente del ancho suficiente para nosotros dos y pareca estar a propsito esperndonos en un rincn al lado del fuego. Mistress Peggotty, con su delantal blanco, haca media al otro lado del hogar. Peggotty y su labor, con su Saint Paul y su pedazo de cera, se encontraban tan completamente a sus anchas como si nunca hubieran conocido otra casa. Ham haba estado dndome una primera leccin a cuatro patas con unas cartas mugrientas, y ahora trataba de recordar cmo se deca la buenaventura, a iba dejando impresa la marca de su pulgar en cada una de ellas. Mster Peggotty fumaba su pipa. Yo sent que era un momento propicio para la conversacin y las confidencias: -Mister Peggotty -dije. -Seorito --dijo l. -Ha puesto usted a su hijo el nombre de Ham porque vive usted en una especie de arca? Mster Peggotty pareci considerar mi pregunta como una idea profunda; pero me contest: 23. -Yo nunca le he puesto ningn nombre. -Quin se lo ha puesto entonces? -dije haciendo a mster Peggotty la pregunta nmero dos del catecismo. -Su padre fue quien se lo puso -me contest. -Yo crea que era usted su padre! -Mi hermano Joe era su padre --dijo. -Y ha muerto, mster Peggotty? -insinu, despus de una pausa respetuosa. -Ahogado -dijo mster Peggotty. Yo estaba muy sorprendido de que mister Peggotty no fuese el padre de Ham, y empec a temer si no estara tambin equivocado sobre el parentesco de todos los dems. Tena tanta curiosidad por saberlo, que me decid a seguir preguntando: -Pero la pequea Emily -dije mirndola-, esa s es su hija? No es as, mster Peggotty? -No, seorito; mi cuado Tom era su padre. No pude resistirlo a insinu, despus de otro silencio respetuoso: -Ha muerto, mster Peggotty? -Ahogado --dijo mister Peggotty. Sent la dificultad de continuar sobre el mismo asunto; pero me interesaba llegar al fondo del asunto y dije: -Entonces no tiene usted ningn hijo, mster Peggotty? -No, seorito -me contest con una risa corta---, soy soltero. -Soltero! -exclam atnito- Entonces quin es esa, mster Peggotty? -dije apuntando a la mujer del delantal blanco, que estaba haciendo media. -Esa es mistress Gudmige --dijo mster Peggotty. -Gudmige, mster Peggotty? Pero en aquel momento Peggotty (me refiero a mi Peggotty particular) empez a hacerme gestos tan expresivos para que no siguiera preguntando, que no tuve ms remedio que sentarme y mirar a toda la silenciosa compaa, hasta que lleg la hora de acostamos. Entonces, en la intimidad de mi cuartito, Peggotty me explic que Ham y Emily eran un sobrino y una sobrina hurfanos a quienes mi husped haba adoptado en diferentes pocas, cuando quedaron sin recursos, y que mistress Gudmige era la viuda de un socio suyo que haba muerto muy pobre. -l tampoco es ms que un pobre hombre -dijo Peggotty-, pero tan bueno como el oro y fuerte como el acero. Estos eran sus smiles. Y el nico asunto, segn me dijo, que le encolerizaba y sacaba de sus casillas era que se hablase de su generosidad; y si cualquiera aluda a ello en la conversacin daba con su mano derecha un violento puetazo en la mesa (tanto que en una ocasin la rompi) y juraba con una horrible blasfemia que tomara el portante y se lanzara a nada bueno si volvan a hablar de ello. Por muchas preguntas que hice nadie pudo darme la menor explicacin gramatical sobre aquella terrible frase tomar el portante, que todos ellos consideraban como si constituyese la ms solemne imprecacin. Pensaba con cario en la bondad de mi husped mientras oa a las mujeres, que se acostaban en otra cama como la ma en el extremo opuesto del barco, y a l y a Ham col- gando dos hamacas, donde dorman, en los ganchos que haba visto en el techo; y en el ms eufrico estado de nimo me iba quedando dormido. Conforme el sueo se apoderaba de m, oa al viento arrastrndose por el mar y por la llanura con tal fiereza, que sent un cobarde temor de la gran oscuridad creciente de la noche. Pero me convenc 24. a m mismo de que despus de todo estbamos en un barco, y que un hombre como mster Peggotty no era grano de ans a bordo, en caso de que ocurriera algo. Sin embargo, nada sucedi hasta que me despert por la maana. En cuanto el sol se reflej en el marco de conchas de mi espejo, salt de la cama y corr con la pequea Emily a coger caracoles en la playa. -T sers ya casi un marinero, supongo? -dije a Emily. No es que supusiera nada; pero senta que era un deber de galantera decirle algo; y viendo en aquel momento reflejarse la blancura deslumbrante de una vela en sus ojos cla- ros, se me ocurri aquello. -No --dijo Emily, sacudiendo su cabecita---, me da mucho miedo el mar. -Miedo! -dije con aire suficiente y mirando muy fijo al ocano inmenso- A m no me da miedo. -Ah!, pero es tan malo a veces -dijo Emily-. Yo le he visto ser muy cruel con algunos de nuestros hombres. Yo he visto cmo haca pedazos un barco tan grande como nuestra casa. -Espero que no fuera el barco en que... -En el que mi padre muri ahogado? --dijo Emily. No, no era aquel. Yo no he visto nunca aquel barco. -Ni tampoco a l? -le pregunt. Emily sacudi la cabecita. -Que yo recuerde, no. Qu coincidencia! Inmediatamente me puse a explicar cmo yo tampoco haba visto nunca a mi padre, y cmo mam y yo habamos vivido siempre solos en el estado de mayor felicidad imaginable, y as vivamos todava, y as viviramos siempre. Tambin le cont que la tumba de mi padre estaba en el cementerio, cerca de nuestra casa, a la sombra de un rbol, y que yo iba all a pasearme muchas maanas para or cantar a los pjaros. Sin embargo, parece ser que haba algunas diferencias entre la orfandad de Emily y la ma. Ella haba perdido a su madre antes que a su padre, y nadie saba dnde estaba la tumba de este ltimo, aunque era de suponer que estaba en cualquier sitio de las profundidades del mar. -Y adems --dijo Emily mientras buscaba conchas y piedras- tu padre era un caballero y tu madre una seora; y mi padre era pescador y mi madre hija de un pescador, y mi to Dan tambin es pescador. -Dan es mster Peggotty? --dije yo. -El to Dan -contest Emily, sealando el barco-casa. -S, a l me refiero. ,Debe de ser muy bueno, verdad? -Bueno? -dijo Emily-. Si yo fuera seora, le dara una chaqueta azul cielo con botones de diamantes, un pantaln con su espada, un chaleco de terciopelo rojo, un sombrero de tres picos, un gran reloj de oro, una pipa de plata y una caja llena de dinero. Yo no dudaba de que mster Peggotty fuera digno de todos aquellos tesoros; pero debo confesar que me costaba trabajo imaginrmelo cmodo en la indumentaria propuesta por su agradecida sobrina y, principalmente, de lo que ms dudaba era de la utilidad del sombrero de tres picos. Sin embargo, guard aquellos pensamientos para m. La pequea Emily, mientras enumeraba aquellas maravillas, se haba parado y miraba al cielo como si le pareciera una visin gloriosa. De nuevo nos pusimos a buscar guijarros y conchas. -Te gustara ser una dama? -le dije. Emily me mir y se ech a rer, dicindome que s. 25. -Me gustara mucho, porque entonces todos seramos damas y caballeros: yo, mi to, Ham y mistress Gudmige. Y entonces no nos preocuparamos cuando hubiese tormenta. Quiero decir por nosotros mismos, pues estoy segura de que nos preocuparamos mucho por los pobres pescadores y los ayudaramos con dinero cuando les sucediera algn per- cance. Este cuadro me pareci tan hermoso, que lo encontr bastante probable, y expres la alegra que me causaba pensar en ello. La pequea Emily tuvo entonces el valor de decirme, tmidamente: -Y ahora no crees que te da miedo el mar? En aquel momento el mar estaba lo bastante en calma como para no asustarme; pero no dudo de que si hubiera visto una ola moderadamente grande avanzar hacia m hubiese huido ante el pavoroso recuerdo de todos aquellos parientes ahogados. Sin embargo, le contest: No, y aad: Y t tampoco me parece que le temas como dices, pues en aquel momento andaba por el borde de una especie de antiguo rompeolas de madera, por el que nos habamos aventurado, y me daba miedo no se fuera a caer. -No es esto lo que me asusta -dijo Emily-. Le temo cuando ruge, y tiemblo pensando en el to Dan y en Ham, y me parece or sus gritos de socorro. Por eso es por lo que me gustara ser una dama. Pero de esto no me da ni pizca de miedo. Mira! Y de repente se escap de mi lado y ech a correr por un madero que, saliendo del sitio en que estbamos, dominaba el agua profunda desde bastante altura y sin la menor proteccin. El incidente est tan grabado en mi memoria, que si fuera pintor podra dibujarlo ahora tan claramente como si fuese aquel da: la pequea Emily corriendo hacia su muerte (como entonces me pareci), con una mirada, que no olvidar nunca, dirigida a lo lejos, hacia el mar. Su figurita, ligera, valiente y gil, volvi pronto sana y salva hacia m, y yo me re de mis temores y del grito intil que haba dado, pues adems no haba nadie cerca. Pero ha habido veces, muchas veces, cuando ya era un hombre, que he pensado que era posible (entre las posibilidades de las cosas ocultas) que hubiera en la sbita temeridad de la nia y en su mirada de desafo a la lejana cierto instintivo placer por el peligro, como una atraccin hacia su padre, muerto all, y a la idea de que su vida poda terminar ese mismo da. Hubo un tiempo en que siempre, cuando lo recordaba, pensaba que si la vida que esperaba a la nia me hubiera sido revelada en un momento, y de tal modo que mi inteligencia infantil hubiera podido comprendera por completo, y si su conservacin hubiese dependido de un movimiento de mi mano, debera habero hecho? Y durante cierto tiempo (no digo que haya durado mucho, pero s que ha ocurrido) he llegado a preguntarme si no habra sido mejor para ella que las aguas se hubiesen cerrado sobre su cabeza ante mi vista, y siempre me he contestado: S; ms habra valido. Pero esto es quiz prematuro. Lo he dicho demasiado pronto. Sin embargo, no importa: dicho est. Vagamos mucho tiempo cargndonos de cosas que nos parecan muy curiosas, y volvimos a poner cuidadosamente en el agua algunas estrellas de mar (yo en aquel tiempo no conoca lo bastante la especie para saber si nos lo agradeeeran o no), y por fin emprendimos el camino a la morada de mster Peggotty. Nos detuvimos un momento debajo del piln de las langostas para cambiar un inocente beso y entramos a desayunar resplandecientes de salud y de alegra. -Como dos tortolitos -dijo mster Peggotty. No hay que decir que estaba enamorado de la pequea Emily. Estoy seguro de que la amaba con mucha ms sinceridad y ternura, con mucha mayor pureza y desinters del que pueda haber en el mejor amor durante el transcurso de la vida. Mi fantasa creaba 26. alrededor de aquella nia de ojos azules algo tan etreo que haca de ella un verdadero ngel; tanto es as, que si en una maana radiante la hubiera visto desplegar sus alas y desaparecer volando ante mis ojos, no me habra parecido extrao ni imposible. Acostumbrbamos a pasear cariosamente horas y horas por la montona llanura de Yarmouth. Y los das discurran por nosotros como si el tiempo tampoco pasara y, convertido en nio, estuviera siempre dispuesto a jugar con nosotros. Yo le deca a Emily que la adoraba, y que si ella no confesaba adorarme tambin me vera obligado a atravesarme con una espada. Y ella me responda que s con cario, y estoy seguro de que era as. En cuanto a pensar en la desigualdad de nuestras condiciones, o en nuestra juventud, o en cualquier otra dificultad, no se nos ocurra nunca. No nos preocupbamos, porque no se nos ocurra pensar en el futuro; no nos interesaba lo que pudiramos hacer ms adelante, como tampoco lo que habamos hecho anteriormente. Mistress Gudmige y Peggotty no cesaban de admirarnos, y cuchicheaban por la noche, cuando estbamos tiernamente sentados uno al lado del otro en nuestro cajoncito: Dios mo, pero no es un encanto?. Mster Peggotty nos sonrea fumando su pipa, y Ham se pasaba la noche haciendo gestos de satisfaccin, sin decir nada. Yo supongo que encontraban en nosotros la misma satisfaccin que encontraran en un juguete bonito o en un modelo de bolsillo del Coliseo. Pronto me pareci que mistress Gudmige no era siempre todo lo agradable que poda esperarse, dadas las circunstancias de su residencia en aquella casa. Mistress Gudmige es- taba casi siempre de mal humor y se quejaba ms de lo debido, para no incomodar a los dems en un sitio tan chico. Lo sent mucho por ella; pero haba momentos en que habra sido ms agradable (yo creo) si mistress Gudmige hubiera tenido una habitacin para ella sola, donde retirarse a esperar a que renaciera su buen humor. Mster Peggotty iba en algunas ocasiones a una taberna llamada La Aficin. Lo descubr porque la segunda o tercera noche despus de nuestra llegada, antes de que l volviera, mistress Gudmige miraba el reloj entre las ocho y las nueve, diciendo que mster Peggotty estaba en la taberna y, lo que es ms, que desde por la maana saba que ira. Haba estado todo el da muy abatida, y por la tarde se haba deshecho en llanto porque sala humo de la lumbre. -Soy una criatura sola y sin recursos -fueron las palabras de mistress Gudmige cuando ocurri aquella desgracia-, todo va contra m. -Eso pasa pronto --dijo Peggotty (me refiero de nuevo a nuestra Peggotty)-, y adems, como usted puede comprender, no es menos desagradable para nosotros que para usted. -Yo lo siento ms! --exclam mistress Gudmige. Era un da muy crudo y el viento cortaba de fro. Mistress Gudmige estaba en su rincn de costumbre al lado del fuego, que a m me pareca el ms calentito y confortable, y su silla era sin duda la ms cmoda de todas. Pero aquel da nada le pareca bien. Se quejaba constantemente del fro, diciendo que le produca un dolor en la espalda, que llamaba hormiguillo. Por ltimo, empez de nuevo a llorar, repitiendo que era una criatura sola y sin recursos, y que todo iba contra ella. -Es verdad que hace mucho fro --dijo Peggotty-; pero todos lo sentimos igual. -Yo lo siento ms que nadie! -dijo mistress Gudmige. Y lo mismo sucedi en la comida, aunque a ella se la serva inmediatamente despus que a m, que se me daba preferencia como si fuera un invitado de distincin. El pescado le pareci pequeo y las patatas se haban quemado un poco. Todos reconocimos que 27. aquello nos decepcionaba; pero ella dijo que lo senta ms que nadie; y se puso a llorar de nuevo, haciendo aquella formal declaracin con gran amargura. As, cuando mster Peggotty volvi a casa, a eso de las nueve, la desgraciada mistress Gudmige haca media en su rincn con el aspecto ms miserable del mundo. Peggotty trabajaba alegremente; Ham estaba arreglando un gran par de botas de agua, y yo y Emily, sentados uno al lado del otro, leamos en voz alta. Mistress Gudmige, desde que tomamos el t, no haba hecho ms observacin que lanzar un suspiro desolado, y despus no volvi a levantar los ojos. -Bien, compaeros -dijo mster Peggotty sentndose-: cmo vamos? Todos le dijimos algo y le miramos, dndole la bienvenida, excepto mistress Gudmige, que nicamente inclin ms su cabeza sobre la labor. -Qu ha sucedido? -dijo mster Peggotty con una palmada-. Vamos, valor, vieja comadre! Mistress Gudmige no pareca muy dispuesta a tener valor. Sac un viejo pauelo negro de seda para enjugarse los ojos, no lo guard, volvi a enjugrselos y de nuevo volvi a dejarlo fuera preparado para otra ocasin. -Qu pasa, mujer? -repiti mster Peggotty. -Nada -respondi mistress Gudmige-. Viene usted de La Aficin, Dan? -S; esta noche le he hecho una visita --dijo mster Peggotty. -Me apena mucho el obligarle a ir all -dijo mistress Gudmige. -Obligarme! Si no necesito que me obliguen -respondi mster Peggotty con una risa franca-. Estoy siempre dispuesto a ir. -Muy dispuesto --dijo mistress Gudmige, sacudiendo la cabeza y enjugndose los ojos de nuevo, S, s, muy dispuesto; es precisamente lo que me entristece, que sea por mi culpa por lo que est usted tan dispuesto. -Por su culpa! No es por su culpa -dijo mster Peggotty-, no lo crea. -S, s lo es --exclam ella-. Yo s lo que me digo. Yo s que soy una criatura sola y sin recursos, y que no solamente todo va contra m, sino que yo contraro a todo el mundo. S, s, yo siento ms que los dems y lo demuestro ms, esa es mi desgracia! Yo no poda por menos de pensar, mientras le oa todo aquello, que la desgracia se extenda a algunos otros miembros de la familia adems de a ella. Pero a mster Peggotty no se le ocurri hacer semejante observacin, limitndose a contestarla con otro ruego para que tuviera valor. -Yo misma no s lo que deseara ser; pero s lo que soy. Mis desgracias me han agriado. Las siento, y veo que me vuelven agria. Deseara no sentir, pero siento. Quisiera poder ser dura de corazn; pero no puedo. Hago la casa insoportable, y no me sorprende. Hoy mismo he estado todo el da molestando a su hermana y al seorito Davy. Al or esto me sent conmovido y grit con gran turbacin: -No, no nos ha hecho usted nada, mistress Gudmige! -Comprendo que no deba decirlo; pero preferira ir al asilo y morir all. Soy una criatura sola y sin recursos, y es mucho mejor que no siga aqu fastidiando. S, las cosas van contra m, y yo tambin voy contra todo. Djenme que vaya a llevar la contraria en el asilo. Dan, lo mejor es que me vaya all y le libre de esta pejiguera. Mistress Gudmige se retir con estas palabras y se meti en la cama. Cuando se hubo marchado, mster Peggotty, que slo haba demostrado un sentimiento de profunda simpata, nos mir a todos, y moviendo la cabeza todava con una marcada expresin del mismo sentimiento, dijo en un murmullo: -Es que ha estado pensando en el viejo . 28. Yo no comprenda bien quin era el viejo en quien suponan que tena puesto el pensamiento mistress Gudmige, hasta que Peggotty, al acostarme, me explic que se trataba del difunto mster Gudmige, y que su hermano siempre la compadeca muy sinceramente en aquellas ocasiones y hasta se conmova. Un rato despus, cuando ya se haba acostado en su hamaca, le o repetirle a Ham: Pobrecilla, ha estado pensando en el viejo. Y siempre que mistress Gudmige estuvo de aquel humor, durante nuestra estancia all (lo que suceda muy a menudo), l repeta la misma disculpa, siempre con igual conmiseracin. As pasaron los quince das, sin ms variacin que las de las mareas, que alteraban las horas de ir y venir de mster Peggotty, y tambin las ocupaciones de Ham. Este ltimo, cuando no tena trabajo, se vena de paseo con nosotros y nos enseaba los barcos y los buques, y una o dos veces nos embarc con l. No s por qu a veces una ligera impresin se asocia ms particularmente con un sitio que otras, aunque creo que esto le sucede a la mayora de la gente; sobre todo me refiero a las asociaciones de la infancia. Nunca he odo o ledo el nombre de Yarmouth sin recordar al momento cierto domingo por la maana en la playa: las campanas sonaban en la iglesia; la pequea Emily se apoyaba en mi hombro;