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Ciudadanía y medio ambiente, de Andrew Dobson

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Ciudadanía y medio ambiente (Citizenship and Environment) es la obra fundamental del pensamiento de Andrew Dobson, un texto de ineludible referencia. En él, Dobson nos plantea la necesidad de una ética post-cosmopolita: una ética de deberes y responsabilidades compartidas en la aldea global. Para el autor, la ciudadanía ecológica debería ser una seña de identidad colectiva más allá de incentivos fiscales y declaraciones grandilocuentes. Ni la tradición liberal ni la tradición republicana, a juicio de Dobson, bastan para fundamental el equilibrio global de deberes y responsabilidades que precisamos: se precisa ir más allá, integrar la "huella ecológica" como base para la definición de una ciudadanía ecológica y establecer una política educativa fuerte y consistente al respecto.

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Andrew DobsonCIUDADANÍA Y MEDIO AMBIENTE

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COLECCIÓN SIGLO XXI: ÉTICA ACTUAL

PROTEUS

CIUDADANÍA Y MEDIO AMBIENTEAndrew Dobson

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Dirección Editorial: Miquel Osset HernándezDiseño gráfico de la colección: CanalGràficDiseño editorial: Ana VarelaFotografía de la portada: © Ana Varela

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del «copyright»,bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra porcualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático,y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos.

Primera edición: septiembre 2010

© Andrew Dobson«Citizenship and the Environment»© Oxford University Press© Traducción de Joaquín Valdivielso y Magdalena Vázquez© para esta edición: Editorial Proteus

c/ Rossinyol, 408445 Cànoves i Samalúswww.editorialproteus.com

Depósito legal:ISBN: 978-84-15047-20-9

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ÍNDICE

Prólogo a la edición española...................................................................................................11Bibliografía (p. 23)

Agradecimientos.......................................................................................................................25

Introducción..............................................................................................................................27

Hacia el poscosmopolitismo.....................................................................................................37

Globalización e «interconectividad» (p. 38) — Una crítica a la «inter-conectividad» (p. 40) — Una crítica del cosmopolitismo dialógico:menos diálogo, más justicia (p. 51) — Cosmopolitismo distributivo ymás allá (p. 58)

Tres tipos de ciudadanía...........................................................................................................63

Método (p. 64) — Derechos y responsabilidades -y contratos (p. 71) —Público y privado (p. 82) — Virtudes de ciudadanía (p. 88) — Ciuda-danía territorial y no territorial (p. 101) — Ciudadanía cosmopolita yposcosmopolita (p. 114) — Conclusión (p. 116)

Ciudadanía ecológica..............................................................................................................119

La historia hasta ahora (p. 121) — Ciudadanía ambiental y ecológica(p. 125) — Ciudadanía liberal y medio ambiente (p. 126) — Ciudada-nía republicana cívica y medio ambiente (p. 132) — No territorialidadecológica (p. 134) — Deber y responsabilidad en la ciudadanía ecoló-gica (p. 156) — Ciudadanía ecológica y virtud (p. 167) — El ámbito pri-vado en la ciudadanía ecológica (p. 175) — Conclusión (p. 179)

La sostenibilidad ambiental en las sociedades liberales........................................................183

La naturaleza normativa de la sostenibilidad ambiental (p. 188) — Elestado liberal y la neutralidad normativa (p. 202)

Ciudadanía, educación y medio ambiente.............................................................................221

El contexto (p. 222) — Educación ciudadana en inglaterra (p. 227) — ¿Quéhay que enseñar? (p. 230) — ¿Cómo debe enseñarse? (p. 237) — Impar-cialidad liberal (p. 245) — ¿Funcionará? (p. 253) — Conclusiones (p. 256)

Conclusión...............................................................................................................................259

Referencias..............................................................................................................................265

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Para Concha, Patrick y Carla

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PRÓLOGO A LA EDICIÓN ESPAÑOLA

Es un placer y un honor ver Ciudadanía y medio ambientepublicado en español. Aunque todo libro está fuertementemarcado por los orígenes políticos y culturales de su autor,creo, y espero, que éste trata de temas de interés y relevanciaque van más allá del Reino Unido. Aunque el contexto y algu-nos de los ejemplos son británicos, creo firmemente que loslectores hispanohablantes encontrarán ecos de su propia expe-riencia en lo que aquí se dice.

Tenía dos intenciones cuando escribí el libro en 2003. Pri-mero, hacer una contribución al boom de la teorización sobretemas tocantes a la ciudadanía como concepto, y, segundo,intervenir en los debates políticos buscando formas de alen-tar el comportamiento proambiental. Desde que el libro fuerapublicado en primera instancia se han dado diversas reaccio-nes diferentes a él en los dos contextos, cuyos desarrollos qui-siera perfilar usando este prólogo a la edición española.

El primer desarrollo abarca tanto la intención «intelectual»como la «política» que tenía cuando originalmente me surgióla idea del libro. En general, el proyecto era un ejercicio de teo-ría política normativa, y tenía pocas expectativas en aquelmomento de que los elementos normativos de la ciudadaníaecológica fuesen probados «sobre el terreno». En otras pala-bras, ni buscaba ni esperaba encontrar evidencia empírica algunade la existencia de «ciudadanos ecológicos». (En aquelmomento, de hecho, era verdad que las pretensiones normati-vas hechas en Ciudadanía y medio ambiente estaban «sin veri-

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ficar por evidencia empírica alguna»; p. 259). Después de lapublicación del libro, sin embargo, me di cuenta de que los prin-cipios de la ciudadanía ecológica que había descrito en él esta-ban siendo usados como un marco para examinar y analizar elcomportamiento real de la gente. Ejemplo de ello fue el trabajorealizado por Johanna Wolf en el contexto de su estudio doc-toral sobre dos comunidades de la costa oeste canadiense (Wolfet al., 2009). Tuve la fortuna de ser uno de los examinadores desu tesis doctoral y fue sorprendente ver hasta dónde los sujetosde sus encuestas y entrevistas articulaban las razones para sucomportamiento proambiental en términos identificables conla «ciudadanía ecológica». Esto no quiere decir que se descri-bieran a sí mismos como ciudadanos ecológicos, por supuesto,pero las motivaciones, comprensiones y valores para el compor-tamiento proambiental que ellos referían son reconocibles comolos que se describen en el capítulo 3 de este libro. «Este análi-sis presenta una fuerte evidencia de que practicar la ciudadaníaecológica motiva las respuestas individuales al cambio climá-tico», escriben Wolf y sus colegas (Wolf et al., 2009: 519).

Por supuesto, la muestra del trabajo de Wolf es muypequeña (38 entrevistados), y un trabajo como el suyo es siem-pre susceptible de la acusación de excepcionalismo, de carecerde un relevancia representativa más amplia. Hasta cierto punto,otro trabajo de investigación empírico llevado a cabo por cole-gas en Suecia, donde 4000 sujetos fueron encuestados en cua-tro condados (Berglund y Matti, 2006), hace frente a esta acu-sación. Se trata de un número mucho mayor, y de nuevo losresultados fueron similares a los obtenidos por Wolf: «la genteen general tiende a asignar a los valores motivacionales inclui-dos en el grupo auto-trascendencia (altruismo) una impor-tancia mucho mayor como principios guía en la vida que a losvalores opuestos de auto-mejora (egoísmo), indicando que elrol ciudadano es de hecho importante para dar cuenta de lagestión política» (Berglund y Matti, 2006: 566).

De nuevo en Suecia, Sverker Jagers ha llevado un paso másallá el estudio empírico de la ciudadanía ecológica, desarro-

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llando una forma sistemática de hacer operativa la idea en elcontexto empírico, y de ese modo proporcionando una herra-mienta de investigación que podría, en principio, ser usadapor investigadores en cualquier lugar ( Jagers, 2009). Las con-clusiones de Jagers sugieren cierto apoyo a la idea de que laciudadanía ecológica ya existe «ahí fuera», pero también ala necesidad de llevar a cabo investigaciones ulteriores: «Enresumen, los resultados indican tanto que ya hay un grupo deindividuos (en Suecia) que al menos coinciden con algunosde los estándares de ciudadano ecológico (es decir, la volun-tad a actuar) argüidos por teóricos como Dobson, y que podrí-amos haber identificado un conjunto de factores que parecencausar esta voluntad. Aún queda mucha investigación antesde extraer conclusiones más definitivas en lo que se refiere alas perspectivas reales de una ciudadanía ecológica emergentey a cuestiones tales como qué factores y medidas podrían faci-litar y ser requeridas para que tal desarrollo tuviera lugar»( Jagers, 2009: 33).

Inevitablemente, también ha habido estudios en los queno puede encontrarse señal alguna de ciudadanía ecológica(Flynn et al., 2008). Si éste fuera el resultado común a todoslos estudios empíricos llevados a cabo sobre ciudadanía eco-lógica entonces tendría poco sentido considerarla como pocomás que un ejercicio normativo potencialmente interesanteen teoría política. Pero desde 2003 ha aparecido suficiente evi-dencia empírica para sugerir que la ciudadanía ecológica existeen el «mundo real» tanto como lo hace en las páginas de estelibro. Esta evidencia sugiere con fuerza la necesidad de llevara cabo nuevo trabajo empírico para probar, en diferentes con-diciones, la solidez de los resultados obtenidos hasta la fecha.

Hay por lo menos tres formas en las que los hallazgos empí-ricos alcanzados hasta el momento pueden ser probados. Pri-mero, el número de estudios en sí es pequeño; necesitamosque se hagan más estudios. Segundo, estos estudios podríaninvolucrar a un número mayor de encuestados, entrevistados,etc. Esto ayudaría a poner a prueba una de las críticas al tra-

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bajo empírico realizado hasta ahora: que la investigación hainvolucrado a muy poca gente como para ser capaz de propor-cionar conclusiones sólidas y generalizables. Tercero, y quizásmás importante, la investigación llevada a cabo hasta ahora esvulnerable a la crítica de que el trabajo empírico se ha confi-nado a lugares y espacios en que uno esperaría encontrar acti-tudes y comportamiento de ciudadanía ecológica: la costaoeste de Canadá y Suecia, por ejemplo. Esta tercera línea deinvestigación empírica en ciudadanía ecológica, así, deberíaexplorar el grado en que existe en culturas políticas diferen-tes. Necesitamos más estudios en culturas capitalistas-libera-les como Estados Unidos, en otras relativamente recién moder-nizadas como España, así como en socialdemocracias asenta-das como la de Suecia.

La razón por la que se necesita esta investigación es que lacaja de herramientas políticas del comportamiento proam-biental está visiblemente vacía en la medida en que concierneal «enfoque ciudadanía». La mayoría de gobiernos parececreer que la gente sólo estará preparada para cambiar su com-portamiento si se percibe que hacerlo va en su autointerés per-cibido. Esto da lugar a una serie de intervenciones basadas enincentivos y desincentivos fiscales, sobre la teoría de que si elcomportamiento antiambiental conlleva tarifas y multasmonetarias entonces la gente querrá evitar esas tarifas y mul-tas y alterará correspondientemente su comportamiento.

Un buen ejemplo de este tipo de instrumento político esla «tarifa por congestión». Cada vez más, las autoridades enciudades congestionadas en todo el mundo han optado porgravar a los conductores de coche con una tasa por entrar enlas partes especialmente ocupadas de las ciudades. El objetivoes disuadir a los conductores de llevar sus coches a esas áreasde las ciudades, y alentarles a usar formas alternativas de trans-porte. Hay evidencia de que este tipo de política funciona bas-tante bien (una reducción del tráfico del 20% en los primerosmeses de la tarifa por congestión en Londres, por ejemplo;Litman, 2004: 5). Los hábitos de la gente a la hora de condu-

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1 Una de las tarifas por congestión más conocidas y estudiadas es la del centro de Lon-dres, Reino Unido. Fue impulsada por el alcalde de izquierdas de Londres, Ken Livings-tone. En las últimas elecciones municipales en Londres, Livingstone fue derrotado porel candidato conservador, Boris Johnson, quien prometió no aumentar el tamaño delárea de la tarifa por congestión, que Livingstone planeaba hacer.

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cir se cambian bastante drástica y rápidamente. Así que, ¿deque habría que quejarse?

En resumen, hay cuatro problemas potenciales con la víade los des/incentivos fiscales para cambiar el comportamientode la gente en relación al medio ambiente. Primero, impues-tos y tarifas pueden ser derogados de la misma forma en queson aprobados. Los impuestos y las tarifas casi nunca son popu-lares, y los políticos podrían buscar su elección sobre la basede derogar impuestos y tarifas. 1 Segundo, el volumen de lastarifas requeridas para asegurar el cambio de comportamientopodría ser políticamente impopular —esto nos deja, pues, conuna herramienta política que algunas veces podría ser literal-mente inutilizable.

Tercero, en un régimen de des/incentivo fiscal la gentepuede responder al envite fiscal y no a las razones que le sub-yacen. El peligro aquí puede ser visto si nos fijamos de nuevoen el problema potencial de esta herramienta política —quelas tasas pueden ser abolidas tanto como aprobadas. ¿Qué pasa-ría si una tarifa por congestión de tráfico en una ciudad fueraeliminada? ¿Se mantendrían los conductores alejados delcoche, o volverían a él? Cuando se hace esta pregunta, la mayo-ría de gente responde que, por supuesto, la gente volverá ense-guida al coche. La razón para esto es que el castigo monetarioha desaparecido. En ausencia de un compromiso con la razónque subyace a la tarifa —que conducir menos significa menosemisiones de dióxido de carbono y así un impacto menor sobreel cambio climático— la gente regresará al comportamientodel que fue desalentada por el envite fiscal.

El cuarto y último problema es que la herramienta políticadel des/incentivo fiscal trabaja con un abanico bastante estre-cho de opciones motivacionales humanas. Asume que la gente

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está motivada principalmente por consideraciones de interéspropio. Por supuesto que es cierto que el interés propio es unaclave motivadora, pero basar la política del comportamientoambiental casi exclusivamente en este hecho es potencialmenteun error. Los psicólogos sociales han señalado hace tiempo elhecho aparentemente contraintuitivo de que los incentivos fis-cales pueden a veces lograr exactamente lo contrario que sesupone han de lograr, especialmente cuando la herramienta esutilizada en contextos en que su uso conlleva algo parecido alo que los filósofos llaman un «error categorial». Es biensabido que cuando a la gente se le ofrecen recompensas pordonar sangre, se dona menos sangre. Las motivaciones para uncomportamiento proambiental podrían ser vistas bajo la mismacategoría que los envueltos en la donación de sangre —concer-niente al otro, antes que a uno mismo. Las políticas de com-portamiento ambiental que no tienen en cuenta esta posibili-dad pudieran ser contraproducentes. Incluso en Suecia, donde,como hemos visto, hay evidencia de que existen de hecho ciu-dadanos ecológicos, también hay evidencia de que las razonesque la gente da por su comportamiento proambiental, de unlado, y las creencias gubernamentales sobre el cambio de com-portamiento, por otro, no encajan entre sí: «En lo que con-cierne a la descripción del gobierno sobre los individuos comociudadanos o consumidores, los primeros tienden en gran partea ser pasados por alto en la política ambiental sueca» (Ber-glund y Matti, 2006: 558).

Y hasta aquí sobre las implicaciones prácticas y orientadasa la gestión política de la ciudadanía ecológica. Al principiode este prólogo he mencionado una segunda motivación quetenía para escribir este libro: contribuir al aumento de los deba-tes sobre la naturaleza de la ciudadanía como concepto. Eneste contexto he presentado diversas críticas a la ciudadaníaecológica, algunas de las cuales estoy dispuesto a aceptar, y unao dos a las que estoy más inclinado a oponerme. Estas críticaspueden encontrarse, por ejemplo, en los trabajos Tim Hay-ward (2006a, 2006b), Teena Gabrielson (2008), Lucie Middle-

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miss (2010), Alex Latta (2007), Joaquín Valdivielso (2005),Emilio Luque (2005), y Sherilyn MacGregor (2005). Una crí-tica constructiva, sostenida y útil también se puede encontraren el trabajo de Ángel Valencia (2005).

Estas críticas pueden ser agrupadas bajo los siguientes enca-bezados: el problema de la pertenencia a la comunidad del ciu-dadano ecológico; demasiado énfasis en la agencia y no sufi-ciente en la estructura; demasiada confianza en la educacióncomo un medio de «creación» de ciudadanos ecológicos; téc-nicamente hablando, la ciudadanía ecológica no es en abso-luto una forma de ciudadanía; la huella ecológica no puedeser considerada como un espacio «político» y mucho menoscomo un espacio en el que la ciudadanía puede operar; la ciu-dadanía ecológica es concebida demasiado instrumentalmentey dedica muy poca atención a los elementos democráticos ydemocratizadores de la idea de ciudadanía; y, finalmente, lacrítica feminista de que la ciudadanía ecológica, con su insis-tencia en que las acciones privadas pueden tener importantesconsecuencias públicas, impone una carga injusta de respon-sabilidad a las que ya soportan una responsabilidad demasiadogrande en la reproducción de la vida social.

Comprender estas críticas presupone alguna familiaridadcon los argumentos de este libro, así que para el lector lo mejorpodría ser volver al resto de este prólogo una vez que el librohaya sido leído.

En lo que concierne a la comunidad del ciudadano ecoló-gico, Tim Hayward ha escrito que «Los lazos de ciudadanía[ecológica] vinculan en una única dirección, en la de los bene-ficiarios de las desigualdades; a los otros se les atribuye dehecho el papel de “pacientes morales”. Esta explicación no esta-blece con claridad si comunidad política alguna incluye a lasvíctimas como ciudadanos. Una cuestión crítica es determi-nar si las víctimas —p. ej., los que más pierden en la privaciónecológica y las obligaciones derivadas de ella— pueden o noser ciudadanos ecológicos» (Hayward, 2006: 445). Los teóri-cos de la ciudadanía están acertadamente preocupados con la

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cuestión de la pertenencia —después de todo, determinarquién es o no miembro de cualquier comunidad ciudadanadetermina quién dispone de los derechos (y obligaciones) queacompañan a la ciudadanía. Esta preocupación por la perte-nencia, sin embargo, está mayoritariamente confinada a losdebates sobre la ciudadanía como estatus legal —el tipo de ciu-dadanía asociada con la posesión de un pasaporte. La ciuda-danía ecológica está menos relacionada con el estatus legal ymás con la ciudadanía como actividad. Desde este punto devista, la pertenencia no es realmente un problema.

Habiendo dicho esto, no obstante, y para contestar direc-tamente a la cuestión de Hayward, las «víctimas» del com-portamiento insostenible pueden ser de hecho ciudadanosecológicos. Es así porque es su derecho a una cantidad justade espacio ecológico lo que da lugar a la obligación de redu-cir el tamaño de la huella ecológica por parte de los que ocu-pan demasiado espacio ecológico. «Víctimas» y «autores»están juntos en una ciudadanía apuntalada por relaciones dederechos y obligaciones políticos.

La siguiente crítica que ha sido lanzada contra la ciudada-nía ecológica es que es demasiado «voluntarista», que con-tiene una visión naif de las capacidades de la agencia indivi-dual para dar lugar a cambio social. El argumento es que lasteorías del cambio deben tener en cuenta las estructuras enque los agentes individuales actúan, estructuras que hacen difí-cil que los individuos reduzcan el tamaño de su huella ecoló-gica. Creo que es justo decir que esta cuestión está de hechoinfrateorizada en Ciudadanía y medio ambiente, aunque digoque es importante evitar «el voluntarismo ingenuo ignorantede los poderosos intereses políticos y económicos que estruc-turan el mundo de un modo insostenible» (p. 140). Se podríay se debería añadir mucho más a esto, y la ciudadanía ecoló-gica como actividad intencional individual debería ser inser-tada en un análisis de las estructuras que tomen en cuenta losconstreñimientos (y quizás, por supuesto, las oportunidades)culturales, organizativos e infraestructurales a la agencia indi-

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vidual (Middlemiss, 2010). El resultado pudiera ser un mayorénfasis en el papel del ciudadano ecológico en actividades deciudadanía «tradicional» en la sociedad civil y en la esferapública —agitación, campañas, protestas— tanto como en lasactividades que a menudo son categorizadas peyorativamentebajo la cabecera «estilo de vida».

La tercera crítica se refiere a la cuestión de cómo promo-ver la ciudadanía ecológica. El hecho de que todo un capítulode este libro (el nº 5) esté dedicado a la educación ha llevadoa algunos lectores a creer que yo pienso que las escuelas, ins-titutos y universidades son los mejores emplazamientos quetenemos para la transformación de ciudadanía ecológica. Dehecho, mis creencias en este punto se resumen mejor en doscomentarios hechos casi en passant: «el libro de texto debe-ría sustituirse por una campaña ambiental» (p. 257), y «unahora de “experiencia vivida” puede producir más politizaciónque un año en clase» (p. 263). El tema es que la ciudadaníaecológica no puede ser «enseñada», si con eso queremos decirque la gente puede entrar en las instituciones educativas sincompromiso alguno con esa idea o práctica, para luego salirde ellas como ciudadanos ecológicos en toda regla. Porsupuesto, las semillas científicas y normativas de la práctica dela ciudadanía ecológica pueden ser sembradas en escuelas einstitutos, pero el pivote transformativo clave es lo que losfranceses llaman «le vécu», la «experiencia vivida». La polí-tica es lo que politiza, no la educación. Habiendo dicho queeste libro fue escrito justo cuando el gobierno del Reino Unidoestaba imponiendo la enseñanza de la ciudadanía como unaasignatura obligatoria en el currículo nacional en todos loscentros de enseñanza secundaria ingleses y galeses, parecía asíapropiado en aquel momento tratar este tema con cierto deta-lle. Soy consciente de que también ha habido en España encen-didos debates sobre la enseñanza de la ciudadanía. Esto pro-porciona la oportunidad de analizar el currículo de ciudada-nía por su potencial como un vehículo para la enseñanza dela ciudadanía ecológica. Mi conclusión en el contexto del

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Reino Unido fue (y es) que la ciudadanía ecológica podría ser«legítimamente» enseñada como parte de un currículo másgeneral sobre ciudadanía, aunque como digo estoy lejos decreer que la mejor manera de promover la ciudadanía ecoló-gica sea a través del sistema educativo formal (Melo Escrihuela,2008).

La siguiente crítica es que, en términos de una definiciónformal, la ciudadanía ecológica no es ciudadanía en absoluto.Tim Hayward resume esta crítica como sigue: «La idea deciudadanía normalmente se refiere, inter alia, a un estatus queaparece con la pertenencia a una entidad política y confiere alos ciudadanos un conjunto de responsabilidades y derechosrecíprocos (…). En una interpretación convencional, por lotanto, lo que Dobson llama “ciudadanía” no contaría comotal» (Hayward, 2006: 435). Desde el punto de vista de la ciu-dadanía como un estatus legal en relación a una entidad polí-tica que confiere ciudadanía, Hayward está absolutamente enlo cierto. Tal punto de vista comprometería también a Hay-ward, por supuesto, a rechazar que la ciudadanía cosmopolitasea ciudadanía, puesto que no hay una «entidad política» nicriterios de «pertenencia» mundiales. A pesar de ello, la pre-sencia legítima de la ciudadanía cosmopolita en los escritossobre ciudadanía parece absolutamente firme. Una vez másnecesitamos distinguir entre ciudadanía como estatus legal ycomo actividad. Si estamos preparados para aceptar que la ciu-dadanía puede ser considerada como una actividad, entonceslos criterios definitorios estipulados por Hayward parecenmenos relevantes para nuestro caso.

La siguiente crítica es también de definición. La «huellaecológica» juega un papel clave en mi exposición de ciudada-nía ecológica. Todas las concepciones de ciudadanía contie-nen una versión del «espacio político» de la ciudadanía. Demanera típica, el espacio político de las concepciones domi-nantes de ciudadanía es el Estado-nación, mientras que parala ciudadanía cosmopolita es la «cosmópolis», o el mundoen su conjunto. Para la ciudadanía ecológica, el espacio rele-

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vante es la huella ecológica. Tim Hayward se opone a ello,sobre la base de que «las relaciones definidas en términos deutilización diferencial del espacio ecológico son precisamenterelaciones no políticas» (2006: 438). Es así porque, dice, «lasugerencia de que el espacio ecológico es “la versión que da laciudadanía ecológica del espacio político” supone un errorcategorial: mientras ningún tipo de “espacio” traza parcelasdiferenciadas de territorio, aquél se refiere sin embargo a laspropiedades biofísicas del territorio, no al “espacio” en que lagente tiene relaciones políticas» (2006: 438). Mi respuesta esque las huellas ecológicas desiguales son una injusticia, que la(in)justicia es un concepto político porque supone relacionesde poder, y que por lo tanto la huella ecológica, como un áreaen que se ejerce poder, es un espacio político.

Otra crítica que ha sido lanzada contra la ciudadanía eco-lógica es que resulta demasiado instrumental. Como he dichoal principio de este prólogo, veo de hecho la ciudadanía eco-lógica como un concepto que puede y debe ser puesto a tra-bajar en la arena política, así como un concepto que enri-quece el campo de investigación de la ciudadanía y la teoríapolítica más en general. Esto deja mi tratamiento de la ciu-dadanía ecológica abierto a este tipo de crítica: «una de lasconsecuencias de aprovechar el lenguaje de la ciudadaníapara el fin de la sostenibilidad ha sido una concepción másbien anémica de la ciudadanía que es promovida instrumen-talmente y que de ese modo disminuye el potencial demo-crático del concepto» (Gabrielson, 2008: 430). Si esta críticaes válida, entonces parecería socavar el uso instrumental deprácticamente cualquier concepto político —igualdad, liber-tad, etc. No veo mayor perjuicio, y desde luego ninguna «dis-minución del potencial democrático», en hacer uso políticode la igualdad y la libertad, y diría lo mismo de la ciudada-nía ecológica.

Finalmente, necesitamos tener en cuenta la crítica femi-nista de que la ciudadanía ecológica, con su énfasis en laesfera privada, impone una carga injusta sobre la mujer. Las

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feministas han argüido extensamente que la mujer a menudojuega un doble rol —trabajo en el mercado laboral y la tareade provisión y cuidado en casa. Así, feministas como She-rilyn MacGregor nos invitan a considerar «las implicacio-nes para la mujer de añadir un tercer o cuarto rol —el de“cuidar de la Tierra”— a sus ya tan ocupadas vidas» (Mac-Gregor, 2005: 185). Éste es sin duda un punto muy impor-tante. Ha sido siempre una preocupación feminista el que elproclamado universalismo de la ciudadanía es de hecho unaforma machista de política que favorece los intereses delhombre (Young, 1989). MacGregor recoge las implicacionesprácticas de esto y muestra cómo, si es que la ciudadanía eco-lógica ha de tener fuerza emancipadora, debe tener en cuentalas circunstancias materiales de quienes se espera sean ciu-dadanos ecológicos: «Sugeriría que para cualquier visiónque haya de funcionar de una sociedad alternativa, y quemejore las disposiciones actuales, debe hacer frente a cues-tiones de equidad, acceso, y las condiciones de la vida diariaque se necesitan para promover la participación democrá-tica en el ámbito político» (MacGregor, 2005: 185). Esto esimportante para todos, pero especialmente, como MacGre-gor señala, para las mujeres.

No hay duda de que a los lectores hispanohablantes se lesocurrirán más críticas de las ideas perfiladas en este libro apartede las discutidas aquí. Estoy deseando ver como se desarrollaesta conversación. Quisiera agradecer a los traductores, Joa-quín Valdivielso y Magdalena Vázquez, con toda sinceridad,su maravilloso trabajo. Milan Kundera ha escrito que «el pen-samiento común europeo es el fruto del inmenso y duro tra-bajo de los traductores. Sin traductores, Europa no existiría;los traductores son más importantes que los miembros del Par-lamento Europeo». He tenido la gran suerte de dar con el tipode práctica que Kundera tenía en mente.

Andrew DobsonKeele University. Abril de 2010

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AGRADECIMIENTOS

Quisiera mostrar mi agradecimiento por los consejos recibi-dos de los participantes en las conferencias que, sobre los temasde que trata este libro, he dado en los siguientes lugares: Bir-mingham University, Dundee University, Redding Univer-sity, Nottingham University, London School of Economics,Luleå University of Technology, Universidad de Valencia,Keele University, Open University, Universidad de Santiagode Compostela y Learning and Skills Development Agency.Un buen número de amigos y colegas han tenido la carga deleer mi trabajo, cosa que agradezco de forma especial a lossiguientes: Robert Barrett, John Barry, Mark Beard, DerekBell, Margaret Canovan, Robyn Eckersley, Cecile Fabre, JohnHorton, Ken Jones, Rosemary O’Kane, Raia Prokhovnik,Ángel Rivero, Mike Saward, Piers Stephens, Hidemi Suganani,Ángel Valencia, Rob Walker, y Marcel Wissenburg. La mayo-ría de ellos reconocerán mi intención de tratar las objecionesque plantearon y las sugerencias que hicieron, pero es proba-ble que ninguno de ellos quede plenamente satisfecho. Algu-nos de ellos, desde luego, apuntaron a tareas que van más alládel ámbito de este libro —o por lo menos me refugiaré tem-poralmente en esta idea. Gracias también a Frank Ford, porayudarme en mi primer año en la Open University, y a Domi-nic Byatt en Oxford University Press por su favorable edición.

Andrew DobsonOpen University Milton Keyes. Enero de 2003

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INTRODUCCIÓN

Hay una directiva de la Unión Europea que exige una drásticareducción en la cantidad de residuos domésticos enviados alos vertederos del Reino Unido —actualmente unos 1400. «LaDirectiva de Vertederos de la UE exige que el Reino Unidoreduzca el volumen de residuos municipales biodegradablesque envía a los vertederos para 2010, con futuras reduccionesen 2013 y 2020. El incumplimiento de estos objetivos puedeacarrear multas de hasta 180 millones de libras esterlinas anua-les» (Strategy Unit, 2002: 9). Esto deja al gobierno británicocon la difícil tarea de averiguar cuál es la mejor manera de aca-bar con la costumbre que tiene la gente y sus instituciones detirar las cosas. En Downing Street tienen una Unidad de Estra-tegia encargada de sugerir respuestas a tales preguntas, y ennoviembre de 2001, Margaret Beckett, Secretaria de Estadopara el Medio Ambiente, Alimentación y Asuntos Rurales,anunció un «Estudio sobre Residuos de la Unidad de Estra-tegia», que iba a ser completado en cuestión de un año. Lapropuesta de la Unidad da una perspectiva interesante a lavisión imperante de cómo conseguir que la gente realice accio-nes beneficiosas para el medio ambiente, cuando su inclina-ción es no hacerlas.

El informe indica que los residuos domésticos están cre-ciendo un 3% cada año —más deprisa que el PIB— y los auto-res se preguntan por qué. La respuesta que ofrecen es que«hay pocos incentivos financieros para que la industria o lospropietarios busquen alternativas a los vertederos» (Strategy

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Unit, 2002: 8). Una vez establecida esta premisa, la soluciónal problema es obvia y el informe recomienda, como era pre-decible, «mayor libertad para que las autoridades locales des-arrollen nuevos incentivos financieros a fin de que los pro-pietarios reduzcan y reciclen sus residuos. Los propietariosactualmente pagan el mismo impuesto municipal, sin impor-tar cuantos residuos producen o si reciclan o no. Esto signi-fica que no tienen ningún incentivo para gestionar sus resi-duos de un modo más sostenible» (Strategy Unit, 2002: 13).Una de las sugerencias concretas que se lanzaron en el veranode 2002 fue la de cobrar a la gente por tirar más bolsas debasura de lo permitido —digamos una libra (1.54 €) por bolsa,o 5 libras (7.7 €) al mes.

Desde cierto punto de vista esta lógica es impecable: lagente querrá evitar pagar la tasa de la basura y entonces redu-cirá la cantidad de residuos que tira. La propuesta se inspiraen un modelo de la motivación humana basado en el «actorracional autointeresado», según el cual la gente hace cosas seapor sacar beneficio sea por evitar algún mal para sí misma. Loscríticos del programa propuesto señalaron inmediatamenteque este modelo contiene el germen de su propia desaparición.La gente no comprometida con la idea que subyace al pro-grama tomará el camino más fácil de un modo enteramenteconsistente con el modelo de comportamiento del quedepende el programa, pero totalmente en desacuerdo con losresultados deseados. Como señaló una de las voces líderes delperiódico The Guardian, «más que pagar, es más probableque la gente vote con sus coches o coja su basura y la tire enlas calles, en el campo o en el patio trasero de alguien» (12 deJulio de 2002).

Los partidarios de tomar la vía del incentivo financierohacia la sostenibilidad sostendrán, sin embargo, que funciona,y que hay muchas pruebas que lo demuestran. Indican, porejemplo, el programa de tarifación vial que ha estado en fun-cionamiento en una parte de la antigua ciudad inglesa de Dur-ham desde hace unos cuantos meses (escribo en enero de 2003).

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29INTRODUCCIÓN

Cuesta 2 libras (3.08 €) llevar tu coche a la plaza que está en laparte alta de la ciudad, y se esperaba que esto redujera el trá-fico de la zona en un 50% en un año. De hecho, se ha reducidoen un 90% en apenas unos meses. Este es un éxito que va másallá de los sueños más ambiciosos de quienes lo planearon.

Imaginemos, sin embargo, que el programa fuese retiradomañana. Sin duda, algunas personas seguirán cogiendo el busa la ciudad, o la bicicleta, o irán caminando, habiendo visto ladiferencia que hay entre una plaza sin coches y una plaza llenade ellos. Pero la experiencia italiana de los días de ciudad sincoches sugiere que, cuando se vuelve a permitir la entrada decoches, la gente enciende los motores y conduce hasta el cen-tro. Es probable que, en pocas semanas o meses, los niveles detráfico vuelvan a los niveles previos al impuesto. El «éxito»del programa de Durham, entonces, se logra a costa de unseñero fracaso en conseguir algo más que una impresión super-ficial en los hábitos y prácticas de las personas. El cambio decomportamiento dura solamente mientras los incentivos odesincentivos sigan en juego —y éstos están inevitablementesujetos a los caprichos de la moda, experimentos, y a la direc-ción del viento político que resulte estar soplando en un deter-minado momento.

En ningún momento de este debate se esbozó un enfoquealternativo, cosa que captó Ludwig Beckman en el pasaje quesigue:

El hecho de que la sostenibilidad del estilo de vida consumista eindividualista se ponga en cuestión sin duda abre toda una seriede preguntas sobre cómo reconstruir nuestra sociedad. ¿Quénuevas instituciones políticas y económicas necesitamos? ¿Quéregulaciones y conjunto de incentivos son necesarios para redi-rigir los patrones de comportamiento en direcciones sostenibles?

Sin embargo, la cuestión del comportamiento sostenible nose puede reducir a un debate sobre combinar palos y zanaho-rias. La ciudadana que separa su basura o que prefiere produc-tos ecológicos lo hará a menudo porque se siente comprome-tida con los valores y fines de la ecología. El ciudadano puede

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que no actúe de un modo sostenible solamente por los incenti-vos económicos o prácticos: la gente a menudo elige hacer elbien por otras razones que no sean el miedo (al castigo o pér-dida), o el deseo (de recompensa económica o estatus social).La gente a veces hace el bien porque quiere ser virtuosa.

(Beckman, 2001: 179)

Beckman está apuntando hacia una concepción de la ciu-dadanía ambiental o ecológica, que es de lo que trata estelibro. Las sanciones financieras invitan a intentar evitarlas,como es la tentación de comprar medios con los que hacerilegibles los números de las matrículas para las cámaras alentrar en la Zona de Peaje por Congestión del centro de Lon-dres. Los consumidores reaccionan ante señales superficialessin que les preocupe, entiendan o estén comprometidos conla lógica subyacente a los incentivos a los que responden. Losciudadanos ecológicos, por otro lado, albergarían un com-promiso hacia estos principios y «harían el bien» porque eslo que hay que hacer.

En cierto sentido, entonces, este libro es una contribuciónal debate acerca de cómo conseguir una sociedad sostenible.No entiendo la ciudadanía ecológica (la cual diferenciaré dela ciudadanía ambiental en el capítulo 3) como la respuesta aesta cuestión, pero sí que la entiendo como una respuesta aúnsin explorar. Ni siquiera la entiendo como una alternativa com-pleta a la vía de los des/incentivos antes esbozada, ya que talesinstrumentos serán casi seguro parte del conjunto de herra-mientas de las políticas de sostenibilidad, particularmente enel contexto de las corporaciones privadas. Sin embargo, poruna serie de razones (algunas de las cuales veremos en el capí-tulo 2), la ciudadanía, de forma manifiesta en los últimos años,ha regresado. Ahora es común encontrar que se utiliza paraarticular proyectos a lo largo de todo espectro político, y se hadedicado una cantidad considerable de esfuerzo intelectualpara situar estos proyectos en el complejo campo conceptualen el que se ha convertido la ciudadanía. Por el contrario, no

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1 El término inglés workfare, sin traducción castellana, refiere a una forma alternativa,basada en una condicionalidad demostrable, de asignación de las prestaciones socialesdel bienestar —welfare—, particularmente en el ámbito del «trabajo» —work— y lossubsidios al desempleo. (Nota de los Traductores)

31INTRODUCCIÓN

se ha hecho ningún intento sistemático para relacionar lostemas de la política ecológica con los de ciudadanía (de nuevo,discutiremos el trabajo que hay en el capítulo 3). Esto es sor-prendente, dado que, desde su reemergencia contemporánea,la política ecológica se ha asociado habitualmente a temas rela-cionados con la ciudadanía, como el fortalecimiento de laesfera pública, el compromiso con la participación política, yla sensación de que los individuos pueden cambiar la política.

Por otro lado, sin embargo, algunos aspectos del proyectopolítico-ecológico parecen residir fuera del territorio discur-sivo de la ciudadanía. Primero, sabemos que los problemasambientales no se confinan simplemente a los límites entreEstados-nación, aunque la ciudadanía se piensa normalmenteen base a estos límites. ¿Puede el lenguaje de la ciudadaníaextenderse más allá del Estado? ¿Qué es, en otras palabras, el«espacio de la ciudadanía» o la política ecológica? ¿Es dealguna ayuda la ciudadanía cosmopolita? Del mismo modo,mientras estamos acostumbrados a pensar la ciudadanía entérminos de derechos y obligaciones, los primeros cada vez seentienden más como «ganados» en el justo ejercicio de lossegundos (por ejemplo, los programas de «workfare»). 1 Algu-nas de las obligaciones del ciudadano ecológico putativo, sinembargo, parece que se expresen de manera inapropiada eneste lenguaje de reciprocidad (no todos somos igualmente res-ponsables de la degradación ambiental). ¿Significa esto que lapolítica ecológica no se puede discutir o aplicar en términosde ciudadanía? De nuevo, la ciudadanía casi siempre seentiende como algo propio de la esfera pública, aunque la polí-tica ecológica es una política de la vida diaria e incluye espa-cios tanto privados como públicos. ¿Es entonces la ciudada-nía un vehículo inapropiado para que los verdes viajen en él?¿Es hacer compost en tu jardín un acto de ciudadanía o no?

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Estas breves observaciones serán suficientes para mostrarque los ecologistas políticos no pueden ocupar el terreno dis-cursivo de la ciudadanía sin dificultades. Los dos primeroscapítulos de este libro están, así, dedicados a discutir los aspec-tos del contexto contemporáneo de la ciudadanía (capítulo1), y a desarrollar un tipo de ciudadanía que yo llamo poscos-mopolita (capítulo 2), creo que requerida por este contextocontemporáneo, y que no puede expresarse en ninguna de lasformas dominantes de ciudadanía, la liberal o la republicanacívica. Entiendo que estos dos capítulos contribuyen a losdebates contemporáneos de la ciudadanía, independiente-mente de las implicaciones ambientales que puedan tener.

El capítulo 3 desarrolla la ciudadanía ecológica como casoparticular e interpretación específica de la ciudadanía poscos-mopolita, y aprovecho la oportunidad para establecer una dis-tinción entre ciudadanía ambiental y ciudadanía ecológica.Estoy más interesado intelectualmente en la segunda, aunquenos las veo como opuestos políticos. Ambas son claves paraprogresar hacia una sociedad sostenible. Este libro trata sobretodo de ciudadanía ambiental y ecológica en el contexto delas sociedades llamadas avanzadas, en general democráticas-liberales, así que en el capítulo 4 debatiré sobre las dificulta-des ideológicas de llevar a cabo la ciudadanía ecológica en talessociedades. La idea con la que lidio aquí es que la «neutrali-dad en valores» putativa del Estado liberal lo hace inadecuadocomo promotor de la idea y práctica de la sostenibilidad, tanobviamente dirigida por una «doctrina comprehensiva»acerca de cómo debería vivirse la «vida buena». Evito las dosrespuestas estándar a este argumento. La primera es que losEstados liberales no son en realidad neutrales respecto a losvalores, así que ¿por qué no pueden adherirse a la concepciónsostenible de la no neutralidad? La segunda es que la sosteni-bilidad no es una cuestión de valores, sino de ciencia, así quelos Estados liberales no tendrán ningún problema en adoptarel camino a la sostenibilidad, una vez se haya demostrado cien-tíficamente dónde está este camino. Mi alternativa es ofrecer

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una «crítica inmanente» de la neutralidad del Estado liberaly mostrar cómo, por lo menos en el caso de la sostenibilidad,estar a la altura de su declarada neutralidad en valores le empu-jará a una inmersión de cuerpo entero en valores y a la apro-bación (quizás contraintuitiva) de las llamadas versiones«fuertes» de la sostenibilidad.

Cualquier debate sobre ciudadanía al final se encuentra conla pregunta acerca de la procedencia de tales ciudadanos, lo quees especialmente cierto en el contexto ecológico, donde parecehaber cierta escasez de oferta. En el capítulo 5, abordo única-mente un tipo de respuesta a esta pregunta —la educación ciu-dadana. Lo que ofrezco es un estudio discursivo del caso de laexperiencia inglesa. Esto parece apropiado porque la educa-ción ciudadana acaba de convertirse recientemente en requi-sito legal (desde agosto de 2002) en las escuelas de educaciónsecundaria (o institutos) en Inglaterra, así que el programa seha diseñado prácticamente desde cero. Me pregunto si este pro-grama ofrece la posibilidad de enseñar ciudadanía ecológica,tal como la he descrito en el capítulo 3, y si, siguiendo con elcapítulo 4, esto se puede hacer de manera efectiva en escuelaspúblicas en el contexto liberal. Llego a conclusiones optimis-tas, en términos generales —en este contexto particular, por lomenos— pero con la advertencia de que el Caballo de Troyacon el que el gobierno británico ha armado al profesorado tieneque ser ocupado y conducido en la dirección adecuada paraque marque alguna diferencia.

El gobierno espera que las clases de ciudadanía mejoren lacalidad de la democracia —o, por lo menos, que atraigan másgente a la primera base de la democracia representativa: lascabinas electorales. Veo la ciudadanía ecológica como unamejora de las posibilidades de la democracia de llegar a resul-tados sostenibles. Buena parte de la teoría política verde de losúltimos años se ha dedicado a debatir la relación entre demo-cracia y sostenibilidad, en respuesta, en gran medida, a la acu-sación de que la sostenibilidad implica inevitablemente algúngrado de autoritarismo, ya que la gente no hará voluntaria-

INTRODUCCIÓN 33

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mente los cambios que requiere la sostenibilidad. La granmayoría de contribuciones a este debate convergen en la«democracia discursiva» como la que ofrece la mejor opciónde habilitar procedimientos democráticos con los que obte-ner resultados sostenibles. Esto se debe a que la democraciadiscursiva implica no sólo registrar las preferencias de la genteen el proceso de toma de decisiones, sino también la posibili-dad de que estas preferencias se revisen como resultado deldebate y la discusión. Una vez llamamos la atención sobre eltema ecológico, en otras palabras, la idea es que la gente veacuán bueno es y que consecuentemente llegue a pensar y actuarde un modo sostenible. En el mejor de los casos, sin embargo,todavía no se ha alcanzado un consenso al respecto. GrahamSmith, que ha trabajado más que nadie sobre esto, escribe que«si estamos buscando pruebas decisivas de que la institucio-nalización de la deliberación llevará a que las democracias libe-rales se vuelvan “verdes”, y en particular, a la emergencia deuna ciudadanía ecológicamente ilustrada, nos decepcionare-mos. Las pruebas no son más que sugestivas» (Smith, 2004).

A finales de 2000, Europa estaba sacudida por las protestaspor el precio del combustible (gasolina para los coches ycamiones), y en el Reino Unido el gobierno echó atrás unasubida de impuestos debido a los piquetes en las refinerías depetróleo y en general al alto nivel de enfado público. BarryHolden señala que el gobierno no supo defender ambiental-mente el caso de los altos precios del combustible y comentaque «esto no significa que hacer de ello un caso ambientalhubiera salvado el día. Pero sí sugiere que podría haberlohecho, si se hubiera intentado» (Holden, 2002: 76). Fue desdeluego extraordinario que un gobierno que había proclamadosu compromiso con el medio ambiente durante las eleccionesgenerales no aprovechara esta oportunidad de oro para defen-der ambientalmente la causa de los altos precios del combus-tible. Pero el problema, en cualquier caso, es que la introduc-ción del factor ambiental en el debate solamente «podría»haber salvado el día. No tenemos ninguna garantía, por

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supuesto, pero a la democracia se le podría dar un empujon-cito hacia la sostenibilidad, admitiendo los temas ambienta-les de entrada. La gente es la «materia prima» del procesodemocrático y lo que piensa y hace supone una diferencia paralos resultados del proceso —si no lo creemos así, ¿entoncespara qué abogar por procesos democráticos en primera ins-tancia? Mi visión es que los ciudadanos ecológicos harán quelas democracias respondan mejor a las demandas de la soste-nibilidad que los consumidores a los que se les cobre una libra,un euro, un dólar o 100 yen, para que se les retire una bolsa debasura de más. Una a una, entonces, se dan las señales de lasostenibilidad y yo entiendo que la ciudadanía ecológica esuna incorporación clave a la lista.

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1 Postwestfaliano: posterior a la Paz de Westfalia (1648), que comprende los dos tratadosque pusieron fin a la Guerra de los Treinta Años. Con ella se dio inicio a una diploma-cia internacional basada en el concepto de soberanía nacional. (Nota del Editor)

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HACIA EL POSCOSMOPOLITISMO

El cosmopolitismo y la globalización desempeñan un papelcentral en mi articulación de la ciudadanía ecológica, peroteniendo en cuenta que son términos muy controvertidos, esimportante dejar clara mi manera de entenderlos. Además,dado que creo que los usos más comunes de estos términosson inadecuados para desarrollar una noción de ciudadaníaecológica, no me limitaré a escoger entre las definiciones dis-ponibles, sino que las reconstruiré. Así, en este capítulo pro-pongo una crítica de concepciones particulares, tanto de laglobalización como del cosmopolitismo, y muestro cómo miconcepción asimétrica de la primera supone una crítica de lasformas «dialógica» y «distributiva» de la segunda. A su vez,esta crítica da lugar al poscosmopolitismo que desarrollo enel capítulo 2, en el contexto explícito de la ciudadanía.

La visión de la globalización que creo deberíamos recha-zar se expresa en términos de interdependencia e interconec-tividad de los Estados en el mundo postwestfaliano 1 en glo-balización. El lenguaje de la interdependencia implica unaparidad tosca de causa-efecto mientras los Estados se abrencamino en un mundo globalizador, «negociando» para suprovecho cuando es posible, en negociaciones sostenidas enel reconocimiento de que ningún Estado puede esperar ais-

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larse de los efectos más o menos recíprocos de otros Estados.Algunos objetarán que «interdependencia» no implica enabsoluto una paridad tosca y que simplemente denota rela-ción. Estoy dispuesto a conceder que la relación entre amo yesclavo, por ejemplo, puede ser descrita como una relación de«interdependencia», pero espero que, a su vez, se me con-ceda que esta descripción obvia completamente la caracterís-tica que mejor nos permite entender la naturaleza de esta rela-ción: su desigualdad.

GLOBALIZACIÓN E «INTERCONECTIVIDAD»

En una de sus más recientes articulaciones sobre la globalización,David Held sostiene que ésta posee cuatro características:

Primero, implica una extensión de las actividades sociales, polí-ticas y económicas a través de fronteras políticas, regiones y con-tinentes (…). Segundo, la globalización está marcada por una cre-ciente magnitud de redes y flujos de comercio, inversión, finan-zas, cultura y demás. Tercero, la globalización puede ser vincu-lada a la aceleración de las interacciones y procesos globales, yaque la evolución de un sistema mundial de transporte y comu-nicación aumenta la velocidad de la difusión de ideas, bienes,información, capital y personas. Y, cuarto, implica el impactocreciente de las interacciones y procesos globales de forma quelos efectos de acontecimientos distantes pueden ser altamentesignificativos e incluso los desarrollos más locales pueden llegara tener consecuencias globales enormes. En este sentido parti-cular, los límites entre lo doméstico y lo global se desdibujan. Enresumen, podemos pensar en la globalización como ensancha-miento, intensificación, aceleración e impacto creciente de lainterconectividad mundial.

(Held, 2002: 60-1)

Permítanme destacar que este breve párrafo no refleja todolo que Held ha escrito sobre la globalización y que, por tanto,

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lo que sigue debería tomarse en referencia al animus queinforma su descripción y no como una crítica a Held in toto.Creo, sin embargo, que el lenguaje utilizado aquí es a menudoutilizado en las descripciones de la globalización y que vale lapena dedicarle cierta atención, ya que capta, representa y, sobretodo, reproduce de un modo preciso el criterio de «interde-pendencia» de la globalización que actualmente domina eldebate político. Tomemos tres de las características que iden-tifica Held, una a una.

En primer lugar, Held se refiere a una extensión de activi-dades a través de formas de espacios políticos, sociales e inclusogeográficos que anteriormente pensábamos quizá constituíanlímites para dichas actividades. Dejando a un lado la objeciónde que este estiramiento ha supuesto una constante de la his-toria social y económica, especialmente en tiempos de impe-rio, este lenguaje nos evoca la expansión de un globo cuyasuperficie se estira con la misma proporción simultáneamenteen todas sus partes. Volveré a los inconvenientes de este modode expresar esta característica de la globalización una vez haya-mos considerado la alternativa.

En segundo lugar, Held habla de «una creciente magni-tud de redes y flujos de comercio, inversión, finanzas, cul-tura y demás». Una vez más, el lenguaje de «redes» y «flu-jos» expresa un imaginario político bastante específico enel que los actores políticos de todo tipo (y no se establecedistinción alguna entre ellos) son nodos en un enrejado inter-conector en el que bienes, dinero y personas «fluyen» demodos y en direcciones determinadas por el «estiramiento»esbozado como primera característica. En breve regresaré alas redes y flujos.

En tercer lugar, Held se refiere al modo en que la globa-lización implica un colapso del espacio, que provoca que losacontecimientos que distan del observador puedan tener unimpacto significativo, aparentemente desproporcionado enrelación con la distancia a la que ha sucedido. Los límitesentre lo «doméstico» y lo «global» se «desdibujan», y

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todo ello (me refiero a este colapso y a las otras dos caracte-rísticas que Held comenta) se expresa en el tropo que dominaesta particular organización de la globalización: la interco-nectividad mundial.

UNA CRÍTICA A LA «INTERCONECTIVIDAD»

Lo que le falta a esta descripción de la globalización es la asi-metría que opera en ella. «Las comunidades políticas»,escribe Held, «están atrapadas y arraigadas en estructurascomplejas de fuerzas, procesos y movimientos superpues-tos» (2002: 61). Es fácil exagerar la complejidad y es espe-cialmente fácil exagerar la superposición. Comparemos lavisión de Held con la de la ambientalista india VandanaShiva:

Lo «global» en el discurso dominante es el espacio político enque un local particular dominante persigue el control global, yse libera de las restricciones locales, nacionales e internaciona-les. Lo global no representa el interés humano universal, repre-senta un interés local particular y provinciano que ha sido glo-balizado en el ámbito a su alcance. Los siete países más podero-sos, el G-7, dictan los asuntos globales, pero el interés que lesguía sigue siendo estrecho, local y provinciano.

(Shiva, 1998: 233)

Como recordaremos, Held habla de la dilución de los lími-tes entre los asuntos domésticos y globales. La posición deShiva es que no todos los afectados por esta dilución la expe-rimentan del mismo modo. Held nos dice que «los efectos deacontecimientos distantes pueden ser altamente significati-vos, e incluso los desarrollos más locales pueden acabarteniendo enormes consecuencias globales». La correccióncrucial de Shiva es que únicamente los «desarrollos locales»de países y de otras agencias con potencial globalizador tie-nen consecuencias globales. Como ella dice:

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La noción de lo «global» facilita esta visión sesgada de unfuturo común. La construcción del medio ambiente global estre-cha las opciones del Sur mientras que aumenta las del Norte. Através de su alcance global, el Norte existe en el Sur, pero el Surexiste sólo en sí mismo, ya que no tiene alcance global. Así, elSur sólo puede existir localmente, mientras que sólo el Norteexiste globalmente.

(Shiva, 1998: 233)

Según esta lectura, la globalización es un proceso asimé-trico cuyos frutos no sólo se reparten de manera desigual sinoque, además, la misma posibilidad de «ser global» está des-equilibrada. No es que la postura de Held sea incompatiblecon el matiz de Shiva, pero empezar con la asimetría más queañadirla sobre la marcha supone una diferencia considerablecon las prescripciones políticas que se derivan de esta descrip-ción. Esto debería ir quedando claro durante el desarrollo deeste capítulo, pero permítanme detallar un poco más el efectode la postura de Shiva en Held.

En primer lugar, la metáfora de la «extensión» no con-sigue captar el modo en que las actividades sociales, políti-cas y económicas a las que se refiere atraviesan los límites enuna única dirección. Es ahora más cierto que nunca que «siAmérica estornuda el resto del mundo se resfría», pero Ban-gladesh puede contraer una neumonía viral sin que estosuponga ninguna diferencia para Estados Unidos. El Sur,como afirma Shiva, puede existir sólo localmente, y la direc-ción de la globalización es, generalmente, desde el poderosoal impotente.

En segundo lugar, describir el movimiento de «comer-cio, inversión, finanzas y cultura», en términos de «redes»y «flujos», como hace Held, es definirlo de un modo tanequívoco como lo es describir la relación entre señor y esclavocomo de «interdependiente». Como ejemplo del modo enque los términos globales de negociación están desvirtuados,consideremos el modo en que opera la Organización Mun-

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dial del Comercio (OMC). La OMC niega esta desvirtuación,alegando que las decisiones de la organización se toman porconsenso. Según la OMC, este sistema es mucho más equita-tivo que un simple sistema de votación por mayoría, ya queincluso el más pequeño y menos poderoso de los participan-tes en las negociaciones se puede oponer a un acuerdo utili-zando lo que es efectivamente el poder de veto. La realidad,sin embargo, es algo diferente: la toma de decisiones por con-senso solamente funciona como sugiere la OMC cuando todoslos participantes son igualmente poderosos. Como la propiaOMC reconoce, no obstante, «no todos los países tienen elmismo poder de negociación». En los casos en los que losgobiernos se niegan a cooperar, la OMC continúa diciendo,sombríamente, que «a los países reacios se les persuade ofre-ciéndoles algo a cambio». La pregunta clave aquí es: en unmundo de globalización asimétrica, ¿qué se les puede ofre-cer a los países que ya tienen la mayor parte de lo que desean?¿Qué se le puede ofrecer, por ejemplo, al presidente de Esta-dos Unidos si se niega a entenderse con todos los demás? Larespuesta es, en efecto, nada. Los países más poderosos notienen que pensar en términos de negociación o asociación.En resumen, describir la OMC como si fuera un «nodo» enuna «red» de flujos multilaterales de «comercio, inversióny finanzas» es hablar de la globalización en términos decaracterísticas que desearíamos que tuviera más que de las querealmente tiene.

Para Held, una tercera característica de la globalización es«el aumento de la velocidad de la difusión de ideas, bienes,información, capital y personas». Held obvia aquí que lamayor parte de esta difusión es unidireccional —hasta talpunto que «difusión», en su sentido multidireccional, es unapalabra errónea para describir el fenómeno. Tomemos porejemplo el movimiento de personas. Para algunos, el espacioparece casi haber sido borrado del todo, ya que los medios paraatravesarlo (física y virtualmente) cada vez son más rápidos yestán más «a mano». Para otros, el espacio —denso, mate-

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rial, resistente— es lo que los encierra. Los primeros «difun-den» y los segundos sólo lo «discuten» —y a menudo nisiquiera eso. La postura de Zygmunt Bauman sobre la cues-tión de las personas bajo los efectos de la globalización segu-ramente sea más veraz que la de Held:

Como toda otra sociedad conocida, la sociedad posmoderna deconsumo es una sociedad estratificada. Pero es posible distinguirun tipo de sociedad de otro por la escala de estratificación de susmiembros. La escala a lo largo de la cual los «de arriba» y los«de abajo» son trazados en una sociedad de consumidores essu grado de movilidad, su libertad para elegir dónde estar.

(Bauman, 1998: 86)

En la globalización según Bauman hay un primer y unsegundo mundos, cuyos habitantes se distinguen por su capa-cidad para atravesar el espacio cómo y cuándo deseen:

Para los habitantes del primer mundo —el mundo cada vez máscosmopolita y extraterritorial de los hombres de negocios glo-bales, los administradores de la cultura global o los académicosglobales, las fronteras estatales se rebajan, así como se desman-telan para las mercancías, capital y finanzas globales. Para el habi-tante del segundo mundo, los muros construidos de controlesmigratorios, leyes de residencia y políticas de «calles limpias»y «tolerancia cero», se han hecho mayores; los fosos que les sepa-raban de los lugares de deseo y soñada redención se han hechomás profundos, mientras que todos los puentes, al primer intentode cruzarlos, resultan ser levadizos. Los primeros viajan a volun-tad, se divierten en el viaje (particularmente si es en primera claseo en avión privado), son engatusados o engañados a viajar, y reci-bidos con sonrisas y con los brazos abiertos. Los segundos via-jan subrepticia, a menudo ilegalmente, a veces pagan más por latercera clase de un barco innavegable hediondo y atestado queaquellos por sus lujos dorados en primera clase —y recibidos deceño fruncido, y, si tienen mala suerte, arrestados e inmediata-mente deportados, cuando llegan.

(Bauman, 1998: 89)

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Esta no es la «difusión» de «ideas, bienes, información,capital y personas», sino su transfusión, mayormente unidi-reccional. Incluso el fenómeno ocasional que pareciera estarmoviéndose en dirección opuesta, acaba siendo expresadoen los términos del espacio político y cultural del primermundo de Bauman —piensen en el caso de Bollywood, porejemplo.

Son tan profundos los fosos y tan altos los muros que sepa-ran a quienes se mueven de los que se quedan, y estamos tanacostumbrados a estas firmes barreras, que nos quedamos estu-pefactos cuando son transgredidas. Ésta es una de las verda-des más duraderas del ataque a las Torres Gemelas en NuevaYork en septiembre de 2001, captada en los versos finales delpoema La Convergencia del Twain, escrito por el Poeta delMilenio Simon Armitage.

VIEn retrospectiva ahora rastreamosla estela de vapor de cada ruta de vueloarqueándose a través de la mañana, como un pensamiento

curvado.VIIY en retrospectiva medimosel extraño panorama de un avión de pasajeros doblegando un edificio de oficinas.

VIIIPero mucho antes de ese amanecer,con esas torres destacandoen valor y en nombre en toda su altura, un opuesto se estaba

formando.

IXUna fuerzatodavía lejana en años y millas,aun así avanzando de cabeza, abocada a una colisión.

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XY entonces el tiempo y el espaciose contrajeron, de tal manera que cualquier distanciaque mantenía a esos dos mundos separados se diluyó en un

instante.

XIDurante el cual, las cámaras encuadraronmomentos de graciaantes del furioso contacto donde la tierra y el cielo se fundieron.

(Armitage, 2002, Faber and Faber Ltd.)

La contracción del tiempo y del espacio anotada en laestrofa X resulta bastante familiar para el primer mundo; es elazote dramático sobre este primer mundo, lo que a día de hoysupone una experiencia única. Este hecho supuso un incum-plimiento solapado de la primera ley de la globalización: eldesplazamiento sólo se permite de manera unidireccional.

Como recordaremos, la característica final de la globaliza-ción según Held incluye la fascinante idea de que «el impactocreciente de las interacciones y procesos globales» significaque «los efectos de acontecimientos distantes pueden ser alta-mente significativos e incluso los desarrollos más locales pue-den llegar a tener consecuencias globales enormes». Ya he des-tacado la respuesta de Shiva a este razonamiento, y me pareceque es la correcta. Su respuesta es que, mientras algunos paí-ses pueden ser locales y globales, la mayoría pueden ser sola-mente locales: «a través de su alcance global, el Norte existeen el Sur, pero el Sur existe solamente en sí mismo, ya que notiene alcance global. Así, el Sur sólo puede existir localmente,mientras que sólo el Norte existe globalmente» (Shiva, 1998:233). Bauman nos ofrece un sonoro eco de esta idea.

Junto a las emergentes dimensiones planetarias de negocios,finanzas, comercio y flujo de información, un proceso «locali-zador», fijador de espacio, está en marcha. Estos dos procesosestrechamente interconectados establecen una división profunda,entre ellos, de las condiciones existenciales de poblaciones ente-

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ras y de diversos segmentos de cada una de ellas. Lo que paraalgunos aparece como globalización, significa localización paraotros; señal de una nueva libertad para algunos, sobre muchosotros cae como un destino inesperado y cruel (…), los efectos deesa nueva condición son radicalmente desiguales. Algunos denosotros nos hacemos total y verdaderamente «globales»; otrosson fijados en su «localidad» —una tesitura ni agradable nisoportable en el mundo en que los «globales» marcan el ritmoy dictan las reglas del juego de la vida.

(Bauman, 1998: 2)

Siendo así, las políticas ambientales son un ejemplo exce-lente —especialmente en lo que respecta al calentamiento glo-bal— de la naturaleza de la globalización asimétrica. Pense-mos por un momento en la estructura ideal de un medio o unfenómeno a través del cual «se puede convertir lenguaje localen gramática global». Tiene que existir una «versión» localde ella, por supuesto, pero de un modo igualmente evidente,esta versión local tiene que poder ser traducida a efectos glo-bales. En otras palabras, tiene que ser «globalizable». Mejoraún, representar localmente la versión local debería tener efec-tos globales inmediatos y constantes, de tal forma que cadarepresentación de la versión local es siempre simultáneamente(o es «siempre ya», en jerga postmoderna) un acto de globa-lización. ¿Es posible la existencia de un medio o fenómenoque esté a la altura de parámetros tan exigentes? Desde luegoque sí: el medio ambiente es el medio, y el calentamiento glo-bal el fenómeno. Me explico.

En noviembre de 2001 una fase clave del Protocolo deKyoto sobre cambio climático se negoció en Marrakech.Actualmente es sabido que el objetivo del Protocolo era y eslimitar la emisión de los seis gases más claramente respon-sables del calentamiento global. El resultado de las negocia-ciones en Marrakech ni se acercó a satisfacer las reivindica-ciones del movimiento ambientalista —ni tampoco las delPanel Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Cli-

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2 «always already».

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mático, que recomienda, para el 2012, haber recortado enun 60% las emisiones de gases de efecto invernadero con res-pecto a las de 1990. El Protocolo de Kyoto, incluso si se cum-ple a rajatabla, solamente supondría una reducción del 5.2%,retrasando el calentamiento que tendría lugar en 2094 al 2100—una tregua de sólo seis años. A pesar de la naturaleza rela-tivamente frágil del acuerdo, de los treinta y nueve paísesque comenzaron el largo viaje desde Kyoto en 1997, sólotreinta y ocho llegaron a Marrakech en 2001. El país queabandonó fue Estados Unidos. A pesar de que Estados Uni-dos, con sólo un 5% de la población mundial, produce uncuarto de los gases de efecto invernadero del mundo, onceveces más por cabeza que la población de China, veinte vecesmás que la de India, y trescientas veces más que la deMozambique —a pesar de todo esto Estados Unidos alegaque el protocolo de Kyoto es «injusto», ya que exime a lospaíses en vías de desarrollo y perjudica los mejores intereseseconómicos de Estados Unidos.

Se suele sostener que, retirándose del protocolo de Kyoto,la administración Bush simplemente estaba devolviendo favo-res acumulados durante su primera campaña para las eleccio-nes presidenciales, a la cual varias compañías de petróleo, car-bón, gas y demás empresas de servicios públicos contribuye-ron con cincuenta millones de dólares. Estos contactos y favo-res están seguramente relacionados con la retirada de Esta-dos Unidos de las negociaciones del protocolo de Kyoto, perotambién representan un modo de vida. Un modo de vida quees imposible perseguir sin estar «siempre» 2 afectando a per-sonas en otras partes del planeta. Al explicar su rechazo alprotocolo de Kyoto, George W. Bush dijo que «una pobla-ción creciente requiere más energía para calentar y refrescarnuestras casas, más gasolina para conducir nuestros coches»(Bush, 2001). Bush querría presentar esto como una consta-tación de hechos, pero se parece más al anuncio de un modo

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de vida. «Calentar nuestras casas» (antes que ponerse algomás de ropa), «refrescar nuestras casas» (antes que abrir unaventana); «más gasolina» (antes que reducir el consumo decombustible) «para conducir nuestros coches» (antes quedesplazarse menos, o de otra manera). A su vez, este anunciolocal tiene efectos globales inmediatos en su contribución alcalentamiento global. No es mi intención demonizar Esta-dos Unidos con estas observaciones. Es más un ejemplo delmodo en que opera la globalización asimétrica, y el procesose repite a diario en números incalculables y manifestacionesmenos espectaculares por todos y cada uno de los agentes concapacidad globalizadora.

En resumen, mientras entendamos la globalizaciónmediante términos atractivos e indiferenciados como sonredes, procesos e interdependencias, no seremos capaces deponer en el centro de nuestra concepción del fenómeno susaspectos divisivo, estratificador y desigual. El hecho clave atener presente aquí es que «hay polarización en la distribu-ción de la riqueza a nivel global, evolución diferencial de ladesigualdad de renta dentro de cada país, y un crecimientosustancial de la pobreza y de la miseria en el mundo en gene-ral, y en muchos países, tanto desarrollados como en desarro-llo» (Castells, 2001: 352). Con mayor detalle:

En un enfoque global, ha habido, durante las tres últimas déca-das, creciente desigualdad y polarización en la distribución dela riqueza. De acuerdo con el Informe de Desarrollo Humanodel PNUD de 1996, en 1993 sólo cinco billones de dólares de los23 del PIB global fueron de países en desarrollo aún cuandosuman casi el 80% de la población total. El 20% más pobre delas personas del mundo ha visto reducirse su parte de la rentaglobal del 2.3% al 1.4% durante los últimos treinta años. Mien-tras tanto, la parte del 20% más rico ha ascendido del 70 al 85%.Esto ha duplicado la ratio de la parte de los ricos sobre los pobres—de 30:1 a 61:1.

(Castells, 2001: 351)

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Estos detalles son suficientes para mostrar por qué el len-guaje de «compartir y negociar» que utiliza Held para des-cribir la globalización —«el poder político es compartido ynegociado entre diversas fuerzas y agentes a muchos niveles,desde el local al global» (Held 2002: 62)— es inadecuado paratal tarea. Permítanme destacar otra vez que no tengo motivospara pensar que Held pondría en entredicho los datos de Cas-tells; más razón tiene, entonces, cuestionar la disonancia cog-nitiva entre las asimetrías y las desigualdades que los datosponen de manifiesto y la propia glosa de Held sobre las diná-micas que operan en la globalización con las que hemos abiertoeste capítulo. En este contexto es desafortunado para Held,aunque síntoma de las insuficiencias de su glosa sobre la glo-balización, el hecho de que eligiera las negociaciones de Kyotocomo ejemplo de una «acción coordinada multilateral» queél considera como un aspecto sintomático y loable del procesode globalización (Held, 2002: 62). Sabemos ahora que la deci-sión unilateral de Estados Unidos de retirarse del acuerdo deKyoto sobre emisiones de gases de efecto invernadero esmucho más significativa para el clima mundial que las nego-ciaciones multilaterales que llevaron en primera instancia alacuerdo. En este sentido, la globalización es una oportunidada aprovechar por aquellos que estén dispuestos o sean capacesde convertir prácticas locales en marcos globales.

Se objetará, como he sugerido, que la visión de «interco-nectividad» o «interdependencia» de la globalización es per-fectamente compatible con una concepción asimétrica del sis-tema global. Según esta lectura, la interconectividad denotasolamente el modo en que lo «internacional» está siendo sus-tituido por lo «global» y que, una vez ya hemos establecidoesta idea, las diferencias de poder entre los distintos actoresentran en el juego descriptivo y las asimetrías relevantes salena la luz. Esta visión supone un contraste para la descripcióntotalmente ingenua del proceso de globalización que empiezay termina en una noción de interdependencia en la que el poderestá más o menos completamente ausente. Por supuesto, David

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Held no suscribe esta ingenuidad. Pero mantengo que sigueexistiendo diferencia entre una postura en la que el poder «esañadido» posteriormente y una en la que el poder es constitu-tivo de la descripción. Pienso que sería muy difícil encontrarun párrafo sobre la globalización en los textos de Shiva o Bau-man como el que he utilizado para abrir la sección de «Globa-lización» o de «Interconectividad». Y éste es un aspecto quemarca la diferencia, porque considerar que la globalización esconstitutivamente asimétrica deja más claras la naturaleza y ladirección de las obligaciones políticas que conlleva. Para el cos-mopolitismo basado en la concepción de la globalización comointerconectividad, la primera virtud es a menudo «diálogo igualy abierto». Desde una perspectiva materialista asimétrica, es«más justicia». De nuevo, en descripciones de la interdepen-dencia de la globalización abunda el lenguaje de la reciproci-dad, y sin embargo, la visión de Shiva según la cual algunos Esta-dos y agentes son globalizadores, mientras que otros son glo-balizados, da a entender que los primeros cargan con un mayornúmero de obligaciones que los segundos. Diré más de estohacia el final de este capítulo, y mucho más en el siguiente.

La globalización puede presentarse, por supuesto, comouna oportunidad para resistirse a las asimetrías que están pre-sentes en sus manifestaciones existentes. La forma de resisten-cia que quiero discutir aquí lleva el nombre de «cosmopoli-tismo». Soy consciente de que «cosmopolitismo» es un tér-mino complejo y controvertido (e.g. Cheah y Robbins, 1998;Linklater, 1998a; Jones, 1999; Breckenridge y otros, 2002) ytampoco pretendo hacer un informe exhaustivo. Me referiréa dos tipos de cosmopolitismo a los que llamo respectivamentecosmopolitismo «dialógico» y cosmopolitismo «distribu-tivo». Tengo más afinidad con las intenciones del segundo,ya que su atención se centra firmemente en la justicia tantocomo en el diálogo, lo que es crucial para desarrollar unanoción de ciudadanía sólida, más allá del Estado. Su desven-taja, no obstante, es que, al estipular principios para la redis-tribución, se olvida de que también necesitamos motivos para

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la acción, y no creo que su explicación «diluida» de los lazosque unen —y que comparte con el cosmopolitismo dialó-gico— constituyan razones políticamente convincentes. Estoadquiere una importancia especial si pretendemos desarrollaruna noción de ciudadanía más allá del Estado orientada haciala acción como pretendo aquí. Por ello esbozo la teoría de laobligación que yace en el corazón de lo que yo llamo poscos-mopolitismo, basándola tanto en el cosmopolitismo distribu-tivo como en la concepción asimétrica de la globalización quehe desarrollado hasta ahora.

UNA CRÍTICA DEL COSMOPOLITISMO DIALÓGICO: MENOS DIÁLOGO, MÁS JUSTICIA

Para Held, «el cosmopolitismo actual (…) parece ofrecer unaexplicación convincente de la concepción clásica de la perte-nencia a una comunidad humana por encima de todo, y la con-cepción kantiana de someter todas las creencias, relaciones yprácticas a la prueba de si permiten o no la interacción abierta,el acuerdo libre de coerción y el juicio imparcial» (Held, 2002:64). Mi objeción más general a este tipo de cosmopolitismotoma la forma del siguiente juicio: no empecemos por aquí.Igual que la globalización de la interdependencia comienza conpremisas descriptivas equivocadas, este cosmopolitismo se cen-tra en la forma equivocada de comunidad («la comunidadhumana»), el modus operandi equivocado («imparcialidad»)y el objetivo político equivocado (más diálogo y democracia).En su lugar deberíamos estar fijándonos en comunidades espe-cíficas de obligación —o «espacios de obligación»— produ-cidas por actos de «globalización» (por ejemplo, accioneslocales con consecuencias globales); deberíamos reconocer queéstas son, ante todo, comunidades de injusticia y, sólo luego,de diálogo forzado; que, en consecuencia, el remedio es másjusticia tanto como más democracia; y que esta parcialidad escrucial para hacer justicia efectiva. A continuación intentarédesarrollar estas ideas.

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Permítanme empezar con la naturaleza de la comunidadpolítica del cosmopolitismo dialógico. Andrew Linklater,exponente claro de la promesa de este tipo de cosmopolitismo,dice que está interesado en «los vínculos sociales que unen yseparan, asocian y disocian» (Linklater, 1998a: 2). Señala que«con el ascenso del Estado-nación se seleccionó una identi-dad y se hizo central para la vida política moderna. La identi-dad nacional compartida se consideró como un vínculo socialcrucial que une a los ciudadanos en una comunidad políticaideal» (Linklater, 1998a: 179), y quiere resistir al aparente-mente ineludible vínculo entre «comunidad política» yEstado. Así, «el respeto por los intereses del forastero puedesufrir altibajos según la época: de ahí la importancia de unaética cosmopolita que cuestione la trascendencia moral de loslímites nacionales» (Linklater, 1998a: 2). Notemos, de paso,el trance de «político» a «moral», ya que esto será impor-tante más adelante (es este error del cosmopolitismo, creo, loque confunde la comunidad moral con la política), pero porlo demás compartamos la determinación de Linklater a encon-trar comunidades políticas más allá del Estado.

Linklater nos ofrece dos tipos de vínculo social más alládel Estado. El primer tipo de adhesión que podría mantenera las personas unidas sería el «compromiso por el diálogoabierto»: «el vínculo que une [a los miembros de una socie-dad] le puede deber tanto al compromiso ético por el diálogoabierto como a un sentido de apegos primordiales» (Linkla-ter, 1998a: 7). La tarea política del cosmopolita es «crear mar-cos institucionales que ensanchen los límites de la comunidaddialógica» (Linklater, 1998a: 7). La crítica más común a estetipo de afirmación es que requiere, en demasía, suspender nues-tra incredulidad; que el «compromiso por el diálogo abierto»es un candidato desesperadamente débil como adherentesocial, en comparación con los «apegos primordiales» de lafamilia, la historia y la cultura. Pero mi crítica tiene otra forma,tiene forma de pregunta: ¿qué nos dirá el «diálogo abierto»que no sepamos ya? El apoyo que da el cosmopolitismo dialó-

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gico al diálogo abierto y ausente de coerción está claramentedirigido a escuchar lo que Linklater y otros llaman «vocessubalternas» —las voces de los desposeídos, los marginados,los excluidos. La llamada cosmopolita a más diálogo es tancentral en su programa que se podría llegar a pensar que losdesposeídos, los marginados y los excluidos vivieran en silen-cio total. Pero no. Sabemos, por lo menos, que son desposeí-dos, marginados y excluidos (a nuestro modo de ver, en cual-quier caso), porque si no, no los denominaríamos así.

Y disponemos de gran número de ejemplos a mano. Sabe-mos, por ejemplo, que dos islas que formaban parte de lanación del Pacífico de Kiribati han desaparecido (Environ-mental News Network, 1999) al subir el nivel del mar, y sabe-mos con un alto grado de certeza que una parte de esta subidase debe al calentamiento global. También sabemos que la«Alianza de Pequeños Estados Insulares» se creó para darvoz, entre otras cosas, a las preocupaciones de estos Estadosrespecto a los efectos que tiene el calentamiento global sobrecasi cuarenta Estados insulares amenazados. El diálogo en elque están ocupados (por ejemplo, sus apariciones ante laAsamblea General de la ONU) no será tan «libre y ausente decoerción» como los cosmopolitas dialógicos desearían, peroha sido lo suficientemente libre y ausente de coerción comopara que estas pequeñas islas-Estado hayan podido contarnosque, en lo que respecta a mitigar los efectos del calentamientoglobal, creen que las iniciativas deberían guiarse por el prin-cipio de «responsabilidad común pero diferenciada». Esteprincipio se basa en el reconocimiento de que algunos paísescontribuyen más al calentamiento global que otros, y que, enconsecuencia, deberían cargar con una mayor responsabilidada la hora de hacer algo al respecto. Esto supone un claro con-trapunto a la posición de George W. Bush cuando dice que laresponsabilidad es de todos: «Este es un reto que requiere el100% de esfuerzo; nuestro y del resto del mundo» (Bush,2001). La postura de las pequeñas islas-Estado sobre el modelode obligaciones apropiado en el contexto del calentamiento

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global es un buen ejemplo de la naturaleza no recíproca de laobligación que creo implica un mundo asimétricamente glo-balizado. Sería por lo menos raro pretender que los habitan-tes de los Pequeños Estados Insulares (exceptuando los pocosque hacen una contribución neta al calentamiento global) tie-nen obligaciones relacionadas con el CO2, respecto a mí, porejemplo. Aún así, la «reciprocidad compartida» de Bushfluye, sin fisuras, obviamente, desde la concepción de la glo-balización como interdependencia.

En resumen, es difícil ver qué más nos dirá el diálogo másallá de estas posturas bastante claras y ya contrastadas. El focodel cosmopolitismo en el diálogo lleva a Linklater a sugerirque «una sociedad justa es una que «reconoce y permite atodos los participantes tener voz, narrar desde su propia pers-pectiva» (Linklater, 1998a: 96). Pero los Pequeños EstadosInsulares ya no quieren hablar más. Lo que quieren es queaquellos que contribuyen al calentamiento global reduzcan suimpacto en el medio ambiente global.

La sensación de que la estrategia a seguir es apañarnos conlo que ya tenemos, en cuanto a posiciones discursivas serefiere, está implícita en el propio reconocimiento del cos-mopolitismo dialógico de que obtener toda la informaciónpotencial es imposible en cualquier caso: «destacar la voz del“otro” subraya la dificultad (y finalmente la imposibilidad)de entrar en puras relaciones dialógicas en las que sólo lafuerza del mejor argumento prevalece. Las comunidades dia-lógicas nunca pueden estar completamente seguras de que sehayan eliminado todas las barreras para un discurso abierto»(Linklater, 1998a: 99). Y, aún así, el foco normativo y cosmo-polita en el diálogo es tan determinante que, como esos muñe-cos tentetiesos que nunca se tumban, siempre vuelve a su posi-ción inicial. Así Linklater dice: «si las sociedades fueranmayoritariamente autocontenidas e incapaces de perjudicarseentre ellas, entonces los límites de las comunidades moralespodrían converger con los límites de las comunidades políti-cas reales, pero la realidad es bastante diferente y las socieda-

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des están inevitablemente abocadas a complejos diálogossobre los principios de la coexistencia internacional» (Lin-klater, 1998a: 85). El salto desde «perjuicio» hacia «diálogo»es significativo. ¿Porqué no es un salto hacia la justicia redis-tributiva o restaurativa?

Otra vez se evidencia en la presentación del cosmopoli-tismo de Linklater algo de mi propia postura, en lo que sigue:«el deber primario de proteger al vulnerable descansa en lafuente del perjuicio transnacional y no en los gobiernosnacionales de las víctimas» (Linklater, 1998a: 84). Esta for-mulación reconoce certeramente la asimetría de la globali-zación y la naturaleza no recíproca de los deberes que com-porta. Esto no significa exactamente que «más diálogo» seaincompatible con liberarse de este deber de «protección».Mi objeción, simplemente, es que más diálogo no es nimucho menos la respuesta más obvia a la pregunta de cómoliberarse de este deber. Si está habiendo perjuicio, entoncesel primer requisito es más justicia, y no más diálogo. Así que,si sabemos que hay y ha habido perjuicio, la «comunidad decomunicación universal» del cosmopolitismo es, en el mejorde los casos, demasiado, y, en el peor, una indulgencia. Quizáse ha pasado demasiado tiempo escuchando a los críticos del«proyecto universalizador de la Ilustración» (Linklater,1998a: 103) y no el suficiente a los pueblos del Pacífico cuyoshogares están desapareciendo.

He mencionado anteriormente que la «comunidad dia-lógica» es sólo uno de los dos tipos de vínculo social capta-dos por el cosmopolitismo dialógico. El otro es la pertenen-cia a la «comunidad humana» que da lugar a ciertos debe-res: «hay ciertos deberes que los miembros de estos Estadostienen con respecto a los demás en virtud de su humanidad»(Linklater, 1998a: 78). A este deber se le da un nombre espe-cífico: «las nociones de ciudadanía mundial a menudo hacenreferencia a la compasión por el resto de la humanidad» (Lin-klater, 1998a: 179, énfasis añadido). En este contexto Linkla-ter se muestra de acuerdo con la idea de Michael Walzer de

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que tenemos obligaciones del tipo «Buen Samaritano» paracon desconocidos no nacionales: «Walzer sostiene que losparticipantes en el proceso de toma de decisiones deberíanprestar atención al principio moral del “Buen Samaritanismo”,que se extiende más allá de los límites nacionales» (Linkla-ter, 1998a: 80). Presumiblemente, Linklater se apunta a Wal-zer de este modo debido a la conocida desconfianza de ésterespecto a la idea de obligación internacional. Así que, inclusosi Walzer admite la existencia de tal obligación, entonces quizáno sea tan descabellado después de todo el plan de extenderlaque tiene el cosmopolitismo.

Pero esta victoria se ha conseguido a un precio: específi-camente, a costa de confundir las obligaciones morales conlas políticas. A su vez, esto debilita el «vínculo» de las obli-gaciones internacionales y le pone más difícil al cosmopoli-tismo hablar de sí mismo como un proyecto de ciudadanía,que es lo que quiere hacer (cf. Linklater, 1998a: 179, másarriba). Permítanme retomar estos dos puntos, y ya volveréal segundo en el capítulo 2.

Para empezar, que el Buen Samaritano ayudara al hombreherido en el camino fue un acto de caridad. Jesús lo describesignificativamente como «proísmo» (Lucas 10: 36). La cari-dad es una base notoriamente débil para la obligación —seretira fácilmente («lo siento mucho, esta mañana no llevosuelto»)— y su estructura de donación cimenta y reproducela vulnerabilidad del receptor. Contrastemos esto con la jus-ticia. El hecho real de la compensación, o de evitar perjuiciosjusticiables, puede ser interrumpido, por supuesto, pero laobligación de hacer justicia persiste. Del mismo modo, lasrelaciones de justicia son relaciones entre iguales putativos.En ambos sentidos, la justicia es preferible a la caridad, perola caridad es todo lo que esta forma de cosmopolitismo nospodrá ofrecer, siempre y cuando la pertenencia a la «comu-nidad humana» (para con la cual solamente podemos tenerobligaciones supererogatorias, samaritanas) siga siendo el ori-gen del vínculo social.

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En segundo lugar, si la ciudadanía tiene que tener algúnsignificado, entonces la condición de ciudadano debe distin-guirse de la de ser humano. En otras palabras, tiene que haberdiferencia entre la comunidad de ciudadanos y la comunidadde la humanidad. El cosmopolitismo de Linklater omite, efec-tivamente, estas dos comunidades, al considerar que la fuentede obligación samaritana es común a ambas. Quiero soste-ner que, mientras este tipo de obligaciones es apropiado pararelaciones entre seres humanos qua seres humanos, no sepuede predicar apropiadamente para relaciones entre ciuda-danos. Desafortunadamente, la obligación samaritana es pre-sentada por Linklater como la única alternativa transnacio-nal aparente a otros tipos de obligaciones: «Inevitablemente,un sentido de obligación humanitaria tiene que mantenersepara la nacionalidad compartida o interés común en el casode la ciudadanía del mundo» (Linklater, 1998a: 201), y «encircunstancias en las que las culturas son radicalmente dife-rentes, el compromiso de ayudar al vulnerable recae en nadamás que un sentido de común humanidad» (Linklater, 1998a:87, énfasis añadido).

Pero uno de los principios propios del cosmopolitismoofrece otra opción, una opción que a la vez que presenta laposibilidad de tipos de obligación más vinculantes y menospaternalistas, permite trazar una distinción entre «ciudada-nía» y «ser humano». Linklater dice que «el impulso prin-cipal para una responsabilidad moral global surge en el con-texto del creciente perjuicio transnacional» (Linklater, 1998a:105). La relación entre los autores y las víctimas del perjuicioes completamente diferente a la del Buen Samaritano y elpobre desgraciado en el camino. El Buen Samaritano no eradirecta ni indirectamente responsable de la suerte del hom-bre herido. Aún así, en la formulación citada anteriormente,Linklater apunta a relaciones de perjuicio real. La obligaciónde compensar por el perjuicio o de actuar para evitarlo no esuna obligación de caridad a resolver mediante el ejercicio dela compasión, sino mediante el de la justicia. La justicia, como

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he señalado, es una fuente y forma de obligación más vincu-lante y menos paternalista que la caridad, y su naturaleza polí-tica nos lleva del ámbito de la «común humanidad» al de laciudadanía. Esta obligación de hacer justicia es una obligaciónpolítica más que una obligación moral general y es, en conse-cuencia, más apropiadamente predicada para el «ser ciuda-dano» que para el «ser humano».

COSMOPOLITISMO DISTRIBUTIVO Y MÁS ALLÁ

Al considerar la justicia como la principal preocupación cos-mopolita, lo que llamo cosmopolitismo distributivo se acercamás a la visión poscosmopolita que deseo articular. En unareseña de las teorías y principios de la justicia distributiva inter-nacional, Simon Caney describe lo que considera la «princi-pal reivindicación del cosmopolitismo» como sigue: «dadaslas razones que proponemos para defender la distribución derecursos y dadas nuestras convicciones sobre la irrelevancia dela identidad cultural de las personas para sus derechos, se sigueque el ámbito de la justicia debiera ser global» (Caney, 2001:977). No me propongo defender aquí esta postura (aunquepara un resumen útil de esta propuesta y sus réplicas, véase elresto de Caney, 2001); simplemente recojo aquí el hecho deque forma una parte del cuadro poscosmopolita, sin llegar acompletarlo. Lo mismo se puede decir de cualquier númerode caracterizaciones similares, como la de Charles Jones: «Laidea fundamental es que a cada persona afectada por una dis-posición institucional se le debería dar la misma considera-ción» ( Jones, 1999: 15). He dicho antes que el cosmopoli-tismo distributivo nos ofrece principios defendibles para laredistribución, pero razones inadecuadas para la acción. Enforma de pregunta, habiendo extendido el ámbito de la justi-cia más allá del Estado, ¿cuán persuasivas son estas razones delcosmopolitismo para hacer realmente justicia? El origen de laobligación en el cosmopolitismo distributivo es una teoría de

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la «personalidad moral» según la cual «los derechos de laspersonas son independientes de su cultura, raza y nacionali-dad» (Caney, 2001: 979). El corolario es que hay algo en todaslas personas —su autonomía o su posesión de derechos, porejemplo— que les da derecho a una cuota, en principio igual,de lo que sea que haya que distribuir. Éste es un paso más alládel cosmopolitismo dialógico en dos sentidos. Primero,implica un tipo de obligación específicamente política, en con-tra de un tipo más moral en términos generales, y esto abre laspuertas a una concepción potencialmente más convincentede la ciudadanía más allá del Estado. En segundo lugar, seemplea más en términos de justicia que de compasión, y lasobligaciones relacionadas con la primera son menos revoca-bles que las relacionadas con la segunda.

Lo que tienen en común el cosmopolitismo dialógico y eldistributivo es una noción diluida y no material de los lazosque unen a los miembros de la comunidad cosmopolita. Parael primero es la «común humanidad», expresada a través del«compromiso ético con el diálogo abierto». Para el segundoes también esta «común humanidad», pero esta vez expre-sada a través de la posesión indiferenciada de ciertas caracte-rísticas que dan derecho a sus poseedores a un trato justo. Elposcosmopolitismo, por el contrario, ofrece una versión den-samente material de los lazos que unen, creados no sólo a tra-vés de la actividad mental, sino a través de la producción yreproducción material de la vida diaria en un mundo desigualy asimétricamente globalizado. Desde esta perspectiva, el espa-cio político de obligación no está fijado para tomar la formadel Estado, o la nación, o la Unión Europea, o el Globo, sinoque es «producido» por las actividades de los individuos ygrupos con capacidad para propagarse e imponerse en espa-cios geográficos, diacrónicos y —de especial importancia enel contexto de este libro— ecológicos.

Así, mi observación más general es que es mejor conside-rar la globalización como productora de espacio político conobligaciones asimétricas. Otra manera de decir esto es que la

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globalización convierte sistemáticamente relaciones quepodríamos pensar que son «samaritanas» en relaciones deciudadanía, en el sentido al que me he referido anteriormenteen mi referancia a Linklater. Judith Lichtenberg, a quien ten-dré motivos para referirme en el capítulo segundo, ha des-crito este fenómeno como sigue: «mi reivindicación es quela historia ha implicado la transformación gradual (o no tangradual) de la Tierra desde una colección de varios mundosrelativamente abiertos hasta un solo mundo cerrado» (Lich-tenberg, 1981: 86). Esto se hace especialmente evidente en elcontexto ambiental:

Algunas de las relaciones en virtud de las cuales la Tierra ahoraconstituye un mundo son penetrantes y de tan largo alcance queson difíciles de precisar o medir. También hay acciones que pue-den tener consecuencias perjudiciales sin ninguna implicacióndirecta entre los agentes y los afectados. Por estas razones es fácilignorarlos como fuente de obligación.

(Lichtenberg, 1981: 87)

Y no sólo es la fuente de la obligación lo que se cuestionaaquí, sino también su naturaleza. Tomemos el caso de los desas-tres «naturales», por ejemplo. Si un volcán entra en erupción,podemos estar bastante seguros de que el desastre es, efectiva-mente, natural, en el sentido de que no tiene un origen antro-pogénico. Pero, ¿podemos estar seguros de que la crecienteincidencia de grandes inundaciones alrededor del mundo sepuede describir del mismo modo? La mayoría de climatólo-gos sugiere que, aunque los impactos desagregados del calen-tamiento global son muy difíciles de predecir, es probable queexperimentemos un aumento de la incidencia de aconteci-mientos climáticos extremos —el llamado «clima extraño».Así que, cuando las inundaciones devastan grandes áreas enpaíses en desarrollo, nos congratulamos por la generosa can-tidad de ayudas que les ofrecemos para aliviar su sufrimiento.Desde el punto de vista de una «Tierra cerrada», no obstante,el tema de campaña no es tanto cuán generosa debiera ser la

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ayuda, sino si «ayuda» es la categoría apropiada en absoluto.Si los países ricos son los principales causantes del calenta-miento global y si el calentamiento global es, por lo menos enparte, causante del clima extraño, entonces los dineros debe-rían ser transferidos como justicia compensatoria más quecomo ayuda o caridad.

La globalización, propiamente entendida, cambia la fuentey la naturaleza de la obligación y hace inadecuada la visión cos-mopolita «diluida» tanto de la naturaleza de la comunidadtransnacional como de las obligaciones que conlleva, para latarea de remediar los perjuicios especiales de la globalización.Así que el vínculo entre mi crítica a la globalización tipo Heldy el cosmopolitismo diluido es el siguiente. Held no alcanza aponer lo suficiente en el centro de su análisis la naturaleza asi-métrica de la globalización. El cosmopolitismo diluido se cons-truye de un modo similar dentro y fuera de una «común huma-nidad» indiferenciada, y las obligaciones que comporta la per-tenencia a la comunidad humana. Por otro lado, reconocer lanaturaleza asimétrica de la globalización permite tener unaimagen más precisa de sus procesos, a la vez que aporta losrecursos para una concepción más sólida de la «comunidad»transnacional y de las obligaciones que comporta. Ésta no esen absoluto una comunidad cosmopolita, sino una relacióncosmopolita de perjuicio real que es posible a través de la glo-balización, ilustrada por algunos de los procesos que se llevana cabo en ella. Con la esperanza de haber esbozado adecuada-mente las que considero son las características clave de la glo-balización y del poscosmopolitismo, pasaré ahora a considerarel contexto más específico en el que la ciudadanía ecológica(capítulo 3) está inscrita: el contexto de la ciudadanía misma.

HACIA EL POSCOSMOPOLITISMO 61