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DE RAZÓN PRÁCTICA Directores Javier Pradera / Fernando Savater N.º 152 Mayo 2005 Precio 8Mayo 2005 152 ZYGMUNT BAUMAN Claroscuros de la modernidad HELENA BÉJAR P. ANDRÉS IBÁÑEZ La ética positiva del juez DIEGO GRACIA La eutanasia y sus alternativas L. FERRAJOLI Criminalidad y globalización PAUL KRUGMAN La hora de los mayores en Estados Unidos C. AGUILERA Turquía y la UE A. RUIZ MIGUEL M. BOVERO El futuro de la democracia

Claves 152

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DE RAZÓN PRÁCTICADirectoresJavier Pradera / Fernando Savater N.º 152Mayo 2005

Precio 8€

Mayo

20051

52

ZYGMUNT BAUMANClaroscuros de la modernidadHELENA BÉJAR

P. ANDRÉS IBÁÑEZLa ética positiva del juez

DIEGO GRACIA La eutanasia

y sus alternativas

L. FERRAJOLICriminalidad

y globalización

PAUL KRUGMANLa hora de los mayores

en Estados Unidos

C. AGUILERATurquía y la UE

A. RUIZ MIGUELM. BOVEROEl futuro de la democracia

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S U M A R I On ú m e r o 152 M A Y O

LA HORA DE LOS MAYORES PAUL KRUGMAN 4 EN ESTADOS UNIDOS

MORIR A TIEMPO DIEGO GRACIA 10 LA EUTANASIA Y SUS ALTERNATIVAS

LUIGI FERRAJOLI 20 CRIMINALIDAD Y GLOBALIZACIÓN

PERFECTO ANDRÉS IBÁÑEZ 26 PARA UNA ÉTICA POSITIVA DEL JUEZ

CESÁREO AGUILERA 34 PROS Y CONTRAS DE TURQUÍA EN LA UE

DIVERSIDAD CULTURAL JOSÉ MARÍA RUIZ SOROA 40 Y DEMOCRACIA LIBERAL

Diálogo Zygmunt Bauman Helena Béjar 46 Claroscuros de la modernidad

Teoría política Alfonso Ruiz Miguel 52 El futuro de la democracia Michelangelo Bovero

Teología La teología política de Bush: Juan José Tamayo 62 una teología de muerte

Política internacional Frans van den Broek 66 Srebrenica y la vergüenza

Historia del Arte Formas de pensar el arte Neus Galí 72 en la Grecia antigua

Objeciones y comentarios Fernando Peregrín 79 A vueltas con el pensamiento ecológico

Casa de citas Carlos Rodríguez Braun 81 Frédéric Bastiat (1801-1850)

DirecciónJAVIER PRADERAFERNANDO SAVATER

EditaPROMOTORA GENERAL DE REVISTAS, SADirector general ALEJANDRO ELORTEGUI ESCARTÍNSubdirector general JOSÉ MANUEL SOBRINO

Coordinación editorial NU RIA CLAVERDiseñoMARICHU BUITRAGOCorrecciónMANUEL LLAMAZARES

DE RAZÓN PRÁCTICA

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Zygmunt Bauman

CaricaturasLOREDANO

JOAN CARRERO (Barcelona, 1969)Especializado en fotografía de moda, combina su labor publicitaria con trabajos personales. Completó su formación con técnicas informáticas aplicadas a la imagen y en el año 1996 trabajó de free lance para diversas revistas de decoración en España y Portugal. Desde 2001 su carrera derivó hacia la moda. En la actualidad vive entre Barcelona y Nueva York, donde prepara su libro Señores de York que recrea el ambiente de los años veinte y cuarenta.

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LA HORA DE LOS MAYORES EN ESTADOS UNIDOS

El envejecimiento de la población, las pensiones y el gasto sanitario

PAUL KRUGMAN

Laurence J. Kotlikoff and Scott BurnsThe Coming Generational Storm: What You Need to Know About America’s Economic FutureMIT Press, 2004

Dos problemas, no unoEstados Unidos será en 2030 “un país con una población más envejecida que la de la Florida actual”, lo que constituirá “un pro-blema muy grave” porque el coste de aten-der a todos esos mayores provocará una cri-sis presupuestaria. La nación se verá plagada de “inestabilidad política, desempleo, huel-gas laborales y tasas de criminalidad elevadas y en aumento”. Ese es el panorama descrito en Th e Coming Generational Storm, de Lau-rence Kotlikoff y Scott Burns, un libro que ha contribuido a alimentar una corriente creciente de alarma demográfi ca.

Pero, ¿es correcto este panorama? Sí y no. En Estados Unidos hay un problema de envejecimiento de la población, y un Go-bierno responsable adoptaría medidas pre-ventivas mientras que la generación del baby boom forma aún parte de la población acti-va. Estados Unidos tiene también un muy serio problema presupuestario a largo plazo. Sin embargo, estas cuestiones no están tan estrechamente relacionadas como buena parte del debate llevaría a pensar. La idea de la demografía como destino es sólo una ver-dad a medias, y, en cierto sentido, es tan da-ñina como una mentira.

En este artículo trataré de centrar el de-bate. Desgraciadamente, no lo puedo conse-guir siguiendo muy de cerca a Kotlikoff y Burns. Kotlikoff es un buen economista, uno de los expertos mundiales en cuestiones pre-supuestarias a largo plazo. Su libro con Burns está lleno de información valiosa y de ideas brillantes. Sin embargo, en su intento de cap-tar la atención del lego en la materia, Kot-likoff y Burns no distinguen entre dos cues-tiones bastante diferentes: el envejecimiento de la población y el gasto creciente en aten-ción sanitaria. Y el no hacer esta distinción distorsiona enormemente sus argumentos.

El problema demográfi co es ciertamente real, y, sin embargo, su dimensión lo hace controlable: exagerar este problema confun-diéndolo con el de los costes sanitarios no contribuye precisamente a resolverlo. Por otra parte, el problema planteado por el in-cremento de estos costes seguiría existiendo incluso si la población no estuviera enveje-ciendo, y presentar erróneamente el proble-ma como una cuestión demográfi ca difi culta la forma de abordarlo.

Comenzaré examinando el problema demográfi co –el envejecimiento de la pobla-ción– que afecta principalmente a la Seguri-dad Social, y luego analizaré las propuestas de “reforma” de la Seguridad Social: he in-cluido las comillas porque el sistema que se está debatiendo en la actualidad acabaría con nuestro sistema de seguros sociales, en lugar de salvarlo. Por último, trataré sucinta-mente la cuestión, mucho más importante y más difícil de resolver, de cómo hacer frente a los costes asociados al aumento en la cali-dad y la cantidad de la atención sanitaria, así como el estado actual del debate político.

Seguridad Social y desafío demográficoEl capítulo 1 del libro de Kotlikoff y Burns se titula De cochecitos a andadores (From Strollers to Walkers), una manera hábil de describir el envejecimiento de la población estadouni-dense. Le sigue un capítulo titulado “La reali-dad es peor que la fi cción”, que se centra en un gráfi co que resulta familiar a todos los que han estudiado este tema: las proyecciones a largo plazo de la Ofi cina Presupuestaria del Congreso, que muestran que el gasto conjun-to de la Seguridad Social, Medicare1 y Medi-caid2 se elevará de menos del 8% del PIB ac-

tual a más del 20% en 2075. Parece lógico suponer que estas proyecciones de costes tan pesimistas son atribuibles directamente al en-vejecimiento de la población, pero el libro no dice que este supuesto es erróneo.

Una manera de describir la realidad es decir que no existe un único programa deno-minado Seguridadsocialmedicaremedicaid, sino que son programas distintos con problemas diferentes. Obsérvese el gráfi co (pág. 8), en el que se muestran las mismas proyecciones efectuadas por la Ofi cina Presupuestaria del Congreso que presentan Kotlikoff y Burns pero desagregadas por programas. Es cierto que el total se eleva drásticamente, pero la Se-guridad Social, pese a ser ahora el mayor de los programas y el único de los tres cuyos cos-tes se ven condicionados principalmente por la demografía, sólo representa una pequeña parte de esa subida. Ello quiere decir que la demografía no es el principal factor determi-nante de estas proyecciones a largo plazo.

¿Cuál es la magnitud del desafío demo-gráfi co? A los eruditos que quieren parecer se-rios les encanta contraponer la Seguridad So-cial de 1950, cuando dieciséis trabajadores pagaban las pensiones de cada jubilado, con la Seguridad Social que existirá cuando se ha-ya jubilado la generación del baby boom, con sólo dos trabajadores por jubilado. Pero bue-na parte del paso de aquellos dieciséis trabaja-dores a dos ocurrió hace mucho tiempo. Des-de mediados de los años setenta hay unos tres trabajadores por jubilado, y la Seguridad So-cial ha venido registrando superávit. Lo que en realidad hay que preguntar es lo que suce-derá cuando de tres trabajadores se pase a dos. ¿Cuál es la importancia de este problema?

La respuesta es que su importancia es de segundo orden. Como puede observarse en el gráfico, el envejecimiento de la población ocasionará que el gasto de la Seguridad Social aumente del 4,2% del PIB actual a poco más del 6% en 2030, momento en que se estabi-lizará. Si la demografía fuera el único factor que empujara al alza el gasto de Medicare, és-

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1 Programa de atención sanitaria para personas mayores de 65 años, establecido en Estados Unidos en 1965 (N. de la T.).

2 Programa de atención sanitaria para individuos y familias sin recursos o con rentas bajas, establecido en Estados Unidos en 1965 (N. de la T.).

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te se incrementaría aproximadamente en la misma proporción, es decir, del 2,7% a cerca del 4% del PIB. Por ello, si ese fuera el caso, estaríamos observando un crecimiento fi nal del gasto de entre un 3 y un 3,5% del PIB en 2030, y ningún nuevo aumento con poste-rioridad a esa fecha. Este incremento no es trivial, pero tampoco es abrumador; una su-bida impositiva lo sufi cientemente importan-te como para hacerle frente seguiría dejando a los impuestos en Estados Unidos muy por debajo de la media de otros países avanzados.

Con todo, un Gobierno responsable se prepararía para el envejecimiento de la po-blación de Estados Unidos. Los manuales de Hacienda Pública afi rman que cuando un Gobierno sabe que su gasto aumentará en el futuro, ha de comenzar a registrar un superá-vit en el presente. Al principio, este superávit debería emplearse para amortizar deuda pú-blica, lo que reduciría los costes futuros del Gobierno en concepto de intereses. Si el Go-bierno la amortiza toda, puede comenzar a invertir en activos tales como acciones y bo-nos, con los que obtendrá una renta futura. Esa es exactamente la senda que ha seguido el sistema de Seguridad Social, pero no el Gobierno en su conjunto.

La Seguridad Social cuenta con su pro-pio presupuesto y con sus propios ingresos. En 1983, siguiendo las recomendaciones formuladas por una comisión presidida por Alan Greenspan, el Congreso trató de prepa-rar un programa para abordar el problema de la generación del baby boom: elevó las co-tizaciones sociales, de modo que la Seguridad

Social arrojara un superávit, con la intención expresa de establecer un fondo de reserva pa-ra ayudar a pagar las pensiones cuando se ju-bile la generación del baby boom. En un principio parecía que esta medida, junto con algunas modifi caciones de las prestaciones, había logrado lo que se proponía: “Se esti-ma que el programa OASDI3 estará cerca de su equilibrio actuarial durante los próxi-mos 75 años”, declararon los gestores del fondo de la Seguridad Social en su informe de 19854. Más tarde rebajaron sus estima-ciones: la impresión de la opinión pública de una crisis inminente de la Seguridad So-cial data fundamentalmente de mediados de los años noventa, cuando predijeron el agotamiento del fondo de reserva en el año 2029. Pero últimamente los gestores han vuelto a ser más optimistas: dicen ahora que el fondo de reserva durará hasta 2042. En la Ofi cina Presupuestaria del Congreso se afi rma que hasta 2052, y muchos econo-mistas piensan ahora que el optimismo ini-cial estaba, después de todo, justifi cado: si la economía crece en los próximos cincuen-ta años con tanta rapidez como en los últi-mos cincuenta, en un futuro previsible la Seguridad Social seguirá siendo solvente. Por cierto que si la economía no crece con tanta celeridad tampoco podría materiali-zarse en modo alguno el elevado rendi-

miento de las acciones necesario para que funcione la privatización.

En este momento un coro de voces pro-cedentes de la derecha insiste en que esas es-timaciones son irrelevantes porque el fondo de reserva de la Seguridad Social es solamen-te una partida contable sin signifi cado algu-no: es un activo de una parte del Gobierno frente a otra parte del mismo Gobierno. La verdadera crisis se producirá mucho antes de 2042, declara ese coro, porque las cotizacio-nes sociales dejarán de cubrir el coste total de las prestaciones pagadas por la Seguridad So-cial en una fecha tan temprana como 2018.

Analicemos por partes este argumento. Hay dos maneras de examinar la Seguridad Social, que no son mutuamente excluyentes: puede considerarse como un programa inde-pendiente con su propia fi nanciación o sólo como una parte del presupuesto federal. Por una parte, la Seguridad Social ha funcionado siempre como un programa independiente, y la independencia presupuestaria tiene consi-derable fuerza legal y política. Por otra, la Se-guridad Social forma parte, naturalmente, del Gobierno federal; y, en defi nitiva, es con los ingresos públicos con lo que se ha de hacer frente al pago de las prestaciones. Dependien-do de la pregunta, resulta útil en ocasiones centrarse en la fi nanciación específi ca de la Seguridad Social o en su papel en el presu-puesto total. Lo que no se puede hacer, sin embargo, es cambiar de postura en mitad del argumento. Si se quiere debatir el presupuesto del sistema de Seguridad Social, el fondo de reserva y los intereses percibidos por ese fon-

3 Nombre ofi cial del sistema de Seguridad Social de Estados Unidos (N. de la T.).

4 Véase , www.ssa.gov/history/reports/trust/trus-tyears.htm págs.2-3

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LA HORA DE LOS MAYORES EN ESTADOS UNIDOS

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do deben formar parte del análisis. Si se quie-re debatir el papel de la Seguridad Social en el presupuesto federal total, se ha de hablar en-tonces del presupuesto federal en su conjunto; el hecho de que un impuesto concreto genere menos ingresos que una categoría concreta de gasto no tiene importancia alguna.

No obstante, los propagandistas de las crisis lo que hacen es cambiar de postura a conveniencia. Por ejemplo, en su magistral encuesta sobre temas de Seguridad Social, pu-blicada el 16 de enero en Th e New York Ma-gazine, Roger Lowestein desenmascaró a Mi-chael Tanner, del Instituto Cato. La estima-ción de Tanner de un défi cit de la Seguridad Social de 26.000 millones de dólares resultó ser la consecuencia de un cálculo basado en el principio de “si es cara gano yo, si es cruz pierdes tú”: cuando la Seguridad Social arroja un superávit, Tanner no lo tiene en cuenta porque el sistema es parte del Gobierno, pero cuando la Seguridad Social registra un défi cit, la trata como un organismo independiente.

Si todo esto parece metafísica, permítan-me que formule la pregunta del modo si-guiente: ¿qué pasará realmente cuando las cotizaciones sociales dejen de cubrir el 100 por cien de las pensiones? La respuesta, bas-tante clara, es que no pasará nada. Sólo hay dos posibilidades de que la Seguridad Social no pueda pagar todas las prestaciones en 2018. Una sería que el Congreso votara espe-cífi camente repudiar el fondo de reserva de la Seguridad Social, es decir, que no pagase los intereses ni el principal de los bonos del fon-do de reserva, lo que equivaldría de hecho a la decisión de no hacer frente al pago de las deu-das adquiridas con respecto a los jubilados. En 2018, los pagos de los bonos del fondo de reserva serían sufi cientes para cubrir las pres-taciones de la Seguridad Social. La negativa a atender esos pagos es bastante inconcebible desde un punto de vista político; David Kai-ser, del National War College, sugiere en Th e Economists’ Voice que esa negativa podría vio-lar incluso la Constitución. En ese sentido, el fondo de reserva es una obligación tan real del Gobierno de Estados Unidos como los bonos mantenidos en la cartera de los fondos de pensiones japoneses. La otra posibilidad sería que Estados Unidos registrara una crisis pre-supuestaria general y no pudiera hacer frente a ninguna de sus deudas. Dado el tamaño del défi cit actual y las perspectivas de que se in-cremente mucho con el tiempo, eso podría suceder. Sin embargo, no sería por culpa de la Seguridad Social, que en los défi cit previstos constituye un factor mucho menos importan-te que el recorte de los impuestos o el aumen-to del gasto de Medicare.

El meollo de la cuestión en lo que se re-fi ere al signifi cado del fondo de reserva es

que el resto del presupuesto federal no se ha gestionado de manera responsable. El supe-rávit de la Seguridad Social debería haberse guardado en una “caja fuerte”. Aunque este término ha llegado a ser motivo de mofa, era una manera útil y sintética de decir que el Gobierno federal debería arrojar en prome-dio superávit presupuestarios al menos igua-les a los superávit del sistema de Seguridad Social. Y esto, a su vez, era una manera sinté-tica de decir que el Gobierno federal debería ser responsable y tratar de pagar con antela-ción algunos de los costes que conlleva el en-vejecimiento de la población.

En la campaña de 2000 ambos candida-tos prometieron cumplir su compromiso con la “caja fuerte”. Claramente, el presiden-te Bush no tuvo nunca intención de hacerlo; su primer recorte impositivo habría desce-rrajado por sí solo la caja fuerte, y su insis-tencia en introducir otro importante recorte tras el inicio de la guerra de Iraq puso de manifi esto que no era una casualidad. Pero esto no es un problema de la Seguridad So-cial. Vista en sus propios términos, la Segu-ridad Social se ha gestionado responsable-mente y es un sistema sostenible.

Y la implicación de esa observación es también clara: el problema no está en la Se-guridad Social sino en el resto del presu-puesto. La Seguridad Social ya ha adoptado las medidas necesarias para hacer frente al envejecimiento de la población; como mu-cho, requiere algún ajuste menor. Lo que se necesita principalmente para afrontar el de-safío demográfi co es que el resto del Gobier-no federal cumpla con su parte de responsa-bilidad y se ocupe del abultado défi cit ya existente en el fondo general.

¿Qué pasa con la privatización?Pasemos ahora a explicar el plan de privati-zar parcialmente la Seguridad Social, des-viando parte de las cotizaciones sociales de sus usos actuales –el pago de las pensiones y la acumulación de un fondo de reserva– y colocándolas en cuentas privadas.

La lógica del Gobierno en cuanto a la privatización es que es necesaria porque la Se-guridad Social está en crisis. Como hemos visto, esta afi rmación es una enorme exagera-ción; y muchas de las cosas que dice el presi-dente Bush –como su aseveración de que el sistema estará “completamente quebrado” cuando se agote el fondo de reserva– son to-talmente falsas. Asimismo, el Gobierno supo-ne que nuestro fracaso en la preparación para el envejecimiento de la población radica en la fi nanciación de la Seguridad Social; de nue-vo, como hemos visto, la Seguridad Social ha hecho mucho realmente por estar preparada para cuando se jubile la generación del baby

boom. Las medidas adoptadas por Bush –so-bre todo, su insistencia en recortar los im-puestos al tiempo que hace la guerra– son res-ponsables en gran medida del verdadero pro-blema: el abultado défi cit del fondo general.

Sin embargo, aun cuando no es necesa-rio que se produzca un cambio drástico en la manera en que funciona la Seguridad So-cial, queda pendiente la cuestión de si tal cambio es una buena idea. Cuando no nos están advirtiendo de que sólo la privatización puede salvarnos del desastre, quienes abogan por ella defi enden su punto de vista con el argumento de que la gente estaría mejor si invirtiera su dinero que con las prestaciones que obtienen de la Seguridad Social. Por ejemplo, durante la campaña del año 2000, el entonces candidato George W. Bush instó a sus oyentes a

“considerar este simple hecho: incluso si un traba-jador eligiera solamente la inversión más segura del mundo, es decir, la deuda pública estadounidense ajus-tada por la infl ación, recibiría el doble de rentabilidad de lo que obtendría de la Seguridad Social”.

El vicepresidente Cheney efectuó una comparación similar hace apenas unas sema-nas, aunque en este caso habló de invertir en acciones y no en deuda. Como señalé cuan-do Bush realizó este comentario:

Este es un hecho sorprendente; mucho más sor-prendente cuando uno se da cuenta de que el sistema de Seguridad Social invierte todo su dinero –adivine en qué– en deuda pública estadounidense. Pero la ex-plicación que los asesores de Bush entienden muy bien, aunque no [el propio Bush], es que en la actuali-dad los trabajadores no sólo están pagando su propia jubilación sino que también están pagando la de los jubilados actuales.

O para expresarlo de otro modo, se po-dría decir también que mi familia tendría más dinero si le quitáramos todo el dinero a mi suegra y la dejáramos morir de hambre. Alguien debe pagar el coste de atender a los jubilados y a los trabajadores de más edad, cuyas cotizaciones sociales se utilizaron para sostener a la generación anterior. Si las cotiza-ciones sociales de los trabajadores más jóve-nes no pueden emplearse para ese fi n porque se colocan en cuentas privadas, sería conve-niente encontrar otra fuente de fi nanciación. Este problema suele resumirse con el engaño-so e inocuo término “costes de la transición” pero es un problema enorme.

Kotlikoff y Burns presentan un plan de privatización que no trata de eludir la cues-tión de los costes de la transición. Piden un impuesto nacional sobre las ventas del 12% para pagar las pensiones de los jubilados ac-tuales y de los trabajadores de mayor edad. Este impuesto se reduciría gradualmente a

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PAUL KRUGMAN

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medida que los benefi ciarios del sistema ac-tual se fueran muriendo pero seguiría siendo elevado durante mucho tiempo. Lo anterior debería dar una idea de lo que conllevaría un plan de privatización responsable.

Yo argumentaría que, aún cuando tuvié-ramos algún modo de pagar los costes de la transición, sería un error privatizar la Seguri-dad Social: siempre se quiso que fuera un se-guro, no un sistema privado como los planes 401(k)5, y necesitamos ese seguro más que nunca debido a la creciente inseguridad eco-nómica. Sin embargo, en cualquier caso, Bush no va a proponer un aumento de im-puestos de esa magnitud ni de ninguna otra.

En cambio, Bush propone cubrir los costes de pagar las pensiones a los estadouni-denses de mayor edad tomando dinero pres-tado. Las cuentas privadas se crearían utili-zando las cotizaciones sociales que se em-plean actualmente para pagar las pensiones; el Gobierno tendría por lo tanto que endeu-darse para suplir los ingresos perdidos. Esta pérdida de ingresos se compensaría en el lar-go plazo reduciendo paulatinamente las pensiones de aquellos que las reciben según la legislación actual. Sin embargo, supuesta-mente esta futura rebaja de las pensiones no perjudicaría a los trabajadores porque se ve-rían compensados con creces por el creci-miento de sus cuentas personales.

Tales planes se presentan envueltos en bonitas frases sobre la “sociedad de propieta-rios”, pero reducidos a su esencia son como si un asesor de inversiones te dijera que no tendrás dinero sufi ciente cuando te jubiles pero que debes suplir esta carencia, no me-diante un mayor ahorro, sino tomando pres-tado un montón de dinero, invirtiéndolo y confi ando en obtener ganancias de capital. Incluso en el caso de que esta estrategia tuvie-ra éxito, el resultado tardaría en llegar. Un análisis realizado por la Ofi cina Presupuesta-ria del Congreso sobre el “plan 2”, elaborado por la Comisión de Seguridad Social de Bush, que todos consideran que será el que éste pro-ponga finalmente, encontró que el citado plan incrementaría cada año el défi cit público hasta 2050. Un análisis similar efectuado el año pasado en el Informe económico del Presi-dente concluía que la deuda en que se incurra para establecer las cuentas privadas, que al-canzaría un máximo de casi el 24% del PIB, no se amortizaría hasta el año 2060.

Probablemente los mercados fi nancieros se pondrían muy nerviosos con un endeuda-miento de tal magnitud y con la perspectiva

de amortización a tan largo plazo. Hay que te-ner en cuenta que la deuda en que se incurra durante las cuatro décadas de défi cit crecientes sería una promesa de pago real y vinculante, mientras que la afi rmación de que la privatiza-ción ahorraría dinero a largo plazo depende del supuesto de que quienquiera que gobierne en Estados Unidos dentro de medio siglo mantenga el plan de recorte de las pensiones, aun cuando las cuentas privadas hayan tenido un mal comportamiento y hayan dejado a muchos jubilados en la pobreza. En el mundo real, el mercado de bonos consideraría el he-cho de una deuda elevadísima mucho más sig-nifi cativo que las proyecciones de ahorro me-diante el recorte de las pensiones determinado en instancias políticas dentro de muchas déca-das. En la práctica, la privatización aumentaría considerablemente el riesgo de que los inver-sores internacionales dejen de prestar a Esta-dos Unidos, provocando una crisis presupues-taria en un futuro no muy lejano.

Incluso si hacemos caso omiso del peligro de provocar tal crisis presupuestaria, la aseve-ración de que el endeudamiento para crear cuentas privadas benefi ciaría de algún modo a todos es un singular ejercicio de pensamiento tipo “gratis total” (free-lunch). Si nadie sale perjudicado, ¿de dónde procede la ganancia? Si las cuentas privadas invirtieran en deuda pública, como Bush sugirió en el año 2000, posiblemente no se registraría ninguna ganan-cia: los intereses devengados por las cuentas privadas se verían completamente compensa-dos por los intereses pagados por el endeuda-miento público para fi nanciar estas cuentas. Por ello, la afi rmación de que se obtendrían ganancias con la privatización siempre se re-duce a esto: una parte de las cuentas privada se invertirá en acciones, y los defensores de la privatización insisten en que las acciones tie-nen prácticamente garantizado un rendimien-to mayor que el de la deuda pública emitida para pagar la creación de estas cuentas.

Como ha señalado Michael Kinsley, de Los Angeles Times, hay algo ciertamente pecu-liar en esta aseveración: si las acciones son cla-ramente una mejor inversión que la deuda pública, ¿por qué desearía nadie vender todas las acciones que terminarían en cuentas priva-das y comprar la deuda que el Gobierno ha-bría tenido que emitir? ¿No están los políticos defendiendo la privatización con la afi rma-ción de que ellos saben más sobre los rendi-mientos futuros que los inversores que deci-den dónde poner su propio dinero?

En respuesta a las preguntas anteriores, los defensores de la privatización eluden la cuestión conceptual y se refugian en la histo-ria: en las últimas décadas, las acciones han si-do, claramente, una inversión más rentable que los bonos. Pero como se señala en la pu-

blicidad de los fondos de inversión: “El com-portamiento pasado no es garantía de los ren-dimientos futuros”. Las acciones son mucho más caras en relación con las ganancias subya-centes de lo que lo fueron en el pasado, lo que signifi ca que cabe esperar que sus rendimien-tos sean más reducidos. La mejor apuesta, ba-sada tanto en los datos como en la teoría eco-nómica básica, es que los rendimientos futu-ros en forma de dividendos y de ganancias de capital de las acciones son algo más elevados que los de los bonos, pero no demasiado, y que el mayor rendimiento esperado de las ac-ciones se ve contrarrestado por un mayor ries-go. Por ello es por lo que la cartera de los in-versores prudentes se compone de acciones y bonos y por lo que endeudarse para comprar acciones –que, como ya he mencionado, es a lo que se reduce la privatización al estilo de Bush– es una idea muy mala.

La aritmética de la privatización se de-rrumba completamente si se descarta el su-puesto de que el rendimiento de las acciones será muy elevado. Consideremos, de nuevo, la analogía de endeudarse y de utilizar ese di-nero para adquirir acciones: si el rendimiento de estas acciones acaba siendo mucho menor que el tipo de interés del préstamo, tu situa-ción habrá empeorado. Incluso si supones que el rendimiento de las acciones superará ligeramente al tipo de interés pero no estás seguro de ello tendrás muchos problemas si tu suposición resulta ser equivocada. La ma-yor parte de los defensores de la privatización suponen, cuando venden sus planes, que las acciones tendrán en promedio un rendimien-to de un 7% al año, después de descontar la inflación, mientras que el tipo de interés, ajustado por la infl ación, será sólo del 3%. Si la prima de riesgo de las acciones –el diferen-cial entre el rendimiento medio de las accio-nes y el rendimiento medio de los bonos– fuera realmente tan elevada, endeudarse para comprar acciones no sería algo seguro pero la probabilidad de salir ganando sería muy alta. Ahora bien, si el rendimiento esperado de las acciones es sólo del 5%, o inferior a este por-centaje, lo que muchos economistas conside-ran razonable, la posibilidad de que endeu-darse para comprar acciones acabe siendo una apuesta a caballo perdedor es bastante elevada, sobre todo si se tienen en cuenta las comisiones de los fondos de inversión.

Los defensores de la privatización odian que se mencionen las comisiones; por ejem-plo, respecto al hecho de que el muy prego-nado sistema chileno tiene unos costes admi-nistrativos casi veinte veces superiores a los de la Seguridad Social, o de que, según la Comi-sión de Pensiones de Gran Bretaña, las “co-misiones de los proveedores” en el sistema privatizado de ese país reducen la cuantía de

5 Planes de pensiones privados, establecidos por el empleador, a los que realizan aportaciones tanto trabaja-dores como empresas. Reciben este nombre de la sección de la Ley Tributaria de 1978, que los creó (N. de la T.).

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LA HORA DE LOS MAYORES EN ESTADOS UNIDOS

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los ahorros para la jubilación entre un 20 y un 30%. Pero cuando se habla de las exiguas primas de riesgo de las acciones generadas por expectativas realistas sobre los rendimien-tos futuros, las comisiones se convierten en una cuestión fundamental.

El plan de Kotlikoff y Burns relativo a las cuentas personales es útil como ejemplo de lo que sería necesario para mantener las comi-siones al mínimo: los trabajadores no ten-drían ningún control sobre cómo se invierten sus cuentas personales. En su lugar, todas las cuentas se colocarían en un fondo indexado global administrado por el Gobierno: “se programaría un único ordenador, situado en la Administración de la Seguridad Social, pa-ra comprar y vender valores”. En puridad, se-ría el Gobierno, no los individuos, el que es-tarían invirtiendo, y las cuentas personales se-rian simplemente un mecanismo contable. Los costes administrativos de gestionar este sistema serían muy bajos.

Pero es muy improbable que, si se priva-tiza la Seguridad Social, el sistema se parezca a ese. Por algo los anuncios de la privatiza-ción subrayan el término “elección”. De he-cho, en 2002 el Instituto Cato rebautizó discretamente su proyecto sobre la privatiza-ción de la Seguridad Social “Proyecto sobre la Elección de Seguridad Social” (los grupos de opinión alegaron que “privatización” te-nía connotaciones negativas). Es difícil en-contrar la manera de reconciliar ese anuncio con un sistema en el que es un ordenador programado por burócratas el que toma las decisiones. Asimismo, se ha de tener en cuenta la realidad política de que el sector de gestoras de inversión no va a aceptar la idea de que una enorme cantidad de dinero y de benefi cios potenciales quede fuera de su al-cance. Las empresas de inversión realizaron generosas aportaciones para la toma de po-sesión del Presidente y contribuyen de for-ma importante a los lobbies que se han crea-do para trabajar en favor de la privatización. No están gastando todo ese dinero simple-mente porque piensen que la privatización es de interés público.

Supongamos que acabamos teniendo un sistema como el británico o el chileno, en el que los fondos de inversión compiten por atraer las cuentas privadas, En ese caso, hay motivos para pensar que las comisiones se llevarán un gran bocado. En 2003, la co-misión total media cobrada por los gestores de los fondos de renta variable de Estados Unidos en relación con el importe invertido fue del 1,5%. En Gran Bretaña, las comisio-nes de los gestores solían detraer más del 2% del rendimiento de un plan de pensiones medio; la nueva normativa ha reducido este porcentaje, pero sólo a aproximadamente un

1,1%. Si se incorporan comisiones de esta magnitud y un rendimiento realista de las acciones a un modelo típico de privatiza-ción, como el del informe de la Ofi cina Pre-supuestaria del Congreso sobre el plan 2, la privatización se convierte rápidamente en una receta para una pérdida segura: el Go-bierno se endeuda para crear cuentas priva-das que, en el mejor de los casos, tienen un rendimiento esperado inferior al tipo de in-terés que paga el Gobierno por los bonos; sin embargo, esas cuentas introducen un nuevo e importante elemento de riesgo.

Si se impone realmente la privatización al estilo de Bush, el resultado es bastante pre-decible: es lo que está ocurriendo ahora mis-mo en Gran Bretaña. En un par de décadas será obvio para todo el mundo que el rendi-miento de las cuentas privadas se habrá que-dado por debajo de las expectativas y que se producirá un resurgimiento de la pobreza entre las personas de más edad. Las deman-das para que el Gobierno anule el recorte de las pensiones serán irresistibles. (Recordemos que la población mayor de sesenta y cinco años representará un porcentaje del electora-do mayor que en la actualidad). Y el resulta-do será que las perspectivas presupuestarias serán peores de lo que habrían sido sin la privatización: el Gobierno se habrá endeuda-do en miles de millones de dólares con la promesa de futuros ahorros presupuestarios, pero esos ahorros jamás se materializarán.

Medicare, Medicaid y el desafío de la atención sanitariaSi la demografía es sólo un problema de se-gundo orden, ¿por qué las proyecciones del presupuesto federal a largo plazo producen tanto miedo? La respuesta es que suponen que se mantendrá la tendencia histórica del gasto en atención sanitaria a aumentar con más ra-

pidez que el producto interior bruto. Esa ten-dencia no ha refl ejado un gasto público des-bocado: el gasto privado en atención sanitaria se ha elevado casi con tanta celeridad como el gasto público. (En 1980, el gasto sanitario pri-vado fue del 5% del PIB; y el gasto público, del 3,8%. En 2003, las cifras fueron del 8,3 y del 7,0%, respectivamente). Tampoco es un caso de infl ación galopante: si se considera desde una perspectiva histórica, no cabe atri-buir los crecientes costes sanitarios a los pre-cios cada vez más altos de los procedimientos médicos existentes. Hay mucho despilfarro en el sistema de atención sanitaria de Estados Unidos; pero siempre lo ha habido, por lo que no constituye un elemento importante en esta tendencia. La razón principal por la que la atención sanitaria sigue absorbiendo un por-centaje cada vez mayor del PIB es la innova-ción: que el abanico de cosas que la medicina puede hacer sigue creciendo.

Un buen ejemplo de lo que hace aumen-tar el gasto en atención sanitaria es la reciente decisión de Medicare de pagar el implante de dispositivos en muchos pacientes con proble-mas cardíacos, ahora que la investigación ha demostrado que son muy eficaces. ¿Debe considerarse esto un aumento de costes? Úni-camente si somos cuidadosos a la hora de ver lo que signifi ca “coste”. No incrementa el cos-te de proporcionar la misma atención que an-tes; Medicare gasta más para aprovechar una nueva oportunidad de salvar vidas.

Dado que el aumento del gasto en aten-ción sanitaria obedece, en su mayor parte, a la existencia de nuevos avances, no está claro que un porcentaje creciente de gasto en atención sanitaria en la economía deba con-siderarse algo malo. Esto es lo que tiene que decir la Ofi cina Presupuestaria del Congre-so, la fuente de esas proyecciones a largo plazo tan pesimistas:

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Fuente: Testimonio de Douglas Holtz-Eakin, director de la Ofi cina de Presupuesto del Congreso, 4 de julio de 2003.

Gasto en Seguridad Social, Medicare y Medicaiden porcentaje del PIB

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PAUL KRUGMAN

9Nº152 ■ CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA

Aunque el aumento de los costes en atención sanitaria constituye una grave preocupación para muchos responsables de la política económica, refl e-ja fundamentalmente elecciones privadas.... A me-dida que crece la renta, los consumidores pueden preferir asignar un porcentaje mayor de sus recursos a la atención sanitaria y un porcentaje menor a otros bienes y servicios .

Ahora bien, el problema que se plantea es tanto social y moral como económico: ¿Cuánta desigualdad estamos dispuestos a aceptar en la condición humana? En la Gran Bretaña de Charles Dickens existían enormes diferencias de clase en cuanto a salud y lon-gevidad porque sólo los ricos gozaban de una nutrición adecuada y, si vivían en zonas urba-nas, de un entorno más o menos saludable. Hoy día esas diferencias siguen existiendo, aunque son mucho menores debido al creci-miento económico (lo que signifi ca que más gente puede mantener una dieta adecuada) y en gran parte también al gasto público en hi-giene, control de enfermedades y sistemas de seguridad social, que tratan, si bien imperfec-tamente, de proporcionar la atención esencial a todo el mundo.

Sin embargo, ¿qué hacemos cuando los avances médicos posibilitan prolongar la vida o mejorar notablemente su calidad pero sólo a un coste muy elevado? En la actualidad es-peramos que el sector público pague la aten-ción esencial cuando los individuos no pue-den, y lo hacemos por un buen motivo. Ima-ginemos las desigualdades que habría en Esta-dos Unidos si no existiera Medicare: los esta-dounidenses de rentas altas podrían someterse a operaciones de prótesis de cadera o de bypass cuando fueran ancianos, mientras que los de rentas bajas quedarían discapacitados o mori-rían. Con todo, el coste de prevenir desigual-dades fundamentales en cuanto a la atención médica crecerá con el tiempo.

No se trata sólo, ni siquiera fundamen-talmente, de considerar si estamos dispues-tos a elevar los impuestos federales para ha-cer frente al gasto creciente de Medicare y Medicaid. Los economistas de la salud me comentan que los peligros actuales radican en la incapacidad de los Gobiernos estatales de pagar su parte de Medicaid y en la ame-naza a los seguros médicos privados, que se está poniendo de manifi esto paulatinamen-te en vista de los costes crecientes. Entre 2001 y 2004, según la Kaiser Familiy Foun-dation, el porcentaje de trabajadores esta-dounidense que recibe seguro sanitario a través de sus empleadores cayó de 65 a 61; y este descenso continuará a menos que el Gobierno decida ayudar. (El plan de John Kerry de que el Gobierno pagara los costes sanitarios catastrófi cos fue un ejemplo del tipo de cosas que pueden ser necesarias, pe-

ro incluso este plan habría proporcionado únicamente un alivio limitado).

El problema del aumento de los costes sa-nitarios es mucho más difícil de resolver que el del envejecimiento de la población. De hecho, en el largo plazo puede que sea imposible de resolver. Pero hay cosas que podemos hacer parar retrasar la hora de la verdad. Una de ellas sería pagar por anticipado algunos de esos cos-tes futuros; como mínimo, deberíamos esta-blecer un fondo de reserva en Medicare para hacer frente al componente demográfi co del incremento de los costes, es decir, el aumento resultante de que la proporción de personas con más de sesenta años sea cada vez mayor.

Otra posibilidad sería encontrar la mane-ra de hacer más efi ciente el sistema de aten-ción sanitaria de Estados Unidos. Básicamen-te, esto podría ser el tema de otro artículo, pe-ro considero que merece la pena hacer la si-guiente observación: cuando se trata de la atención sanitaria, la ideología del libre mer-cado que domina actualmente el discurso po-lítico de Estados Unidos parece completa-mente equivocada. Los sistemas que propor-cionan cobertura universal, como los de Fran-cia y Canadá, son mucho más baratos de ges-tionar que nuestro sistema basado en el mer-cado, y, sin embargo, los resultados que obtie-nen en lo que respecta a la esperanza de vida y a la mortalidad infantil son mucho mejores. Si no se confía en ejemplos extranjeros, consi-deremos el notable renacimiento del sistema de hospitales de la Administración de Vetera-nos, descrito en un importante artículo de Phillip Longman publicado en febrero en el Washington Monthly. Longman muestra que la centralización de la información y el con-trol sobre los recursos del citado sistema les permite ofrecer una mejor atención a costes más bajos que cualquier sistema privado6.

En otras palabras, cualquiera que sea lo que el Gobierno actual y la mayoría del Congreso propongan para abordar la crisis de la atención sanitaria (pueden estar segu-ros de que declararán una crisis tan pronto como hayan acabado con la Seguridad So-cial), hará que nuestro sistema se mueva en la dirección equivocada.

De vuelta al futuroA menos que ocurra algo realmente inespera-do, se hará realidad la idea de Kotlikoff y Burns de un Estados Unidos que en 2030 tendrá una población más envejecida que la de la Florida actual. También es bastante po-sible que el estado en que se encuentre el país sea tan malo como el que sugieren en su in-

troducción. Pero una cosa no será resultado de la otra; y, de un modo perverso, exagerar el problema demográfi co hace más probable ese futuro tan pesimista.

En estos cuatro pasos es como realmen-te se esta desarrollado el debate:

1. Los intelectuales y otros líderes de opi-nión perciben esta cuestión del envejecimien-to de la población no tal y como es (un pro-blema de segundo orden que puede resolverse con cambios en la imposición y en el gasto), sino como un problema inmenso que requie-re modificar todo. Lamentablemente, esta percepción se ve alimentada por libros como Th e Coming Generational Storm, que difumi-nan la frontera entre los costes impuestos por el envejecimiento de la población y el gasto que conllevan los avances médicos.

2. Dado que el problema demográfi co se percibe como algo mucho más importan-te de lo que realmente es, la opinión pública no es consciente de la irresponsabilidad de la actual política fi scal. Como tal vez hayan observado, en la actualidad todo el mundo habla de la Seguridad Social y nadie men-ciona el sorprendente paso de un superávit a un défi cit público desde que Bush ocupa la Presidencia de la nación.

3. El hecho de que la atención se centre en la Seguridad Social –la única parte del pre-supuesto federal que se está gestionando ac-tualmente de forma responsable– ofrece, en la práctica a los artífi ces de nuestro défi cit públi-co la oportunidad de hacer aún más daño.

4. Por último, no estamos teniendo un debate nacional serio sobre el problema más importante que supone el pago de la aten-ción sanitaria; y probablemente tampoco se pueda tener en el clima ideológico actual.

Hace cuatro años, yo y otros muchos eco-nomistas instamos a los responsables de la po-lítica económica a que pensaran acerca del coste futuro de la Seguridad Social, no porque consideráramos que había algo que estaba mal, sino porque estimábamos que los costes futuros constituyen una razón de peso para no recortar los impuestos, incluso si el presupues-to total se encuentra en situación de superávit. Hoy día, con el presupuesto total en situación de défi cit y el Gobierno considerando una “re-forma fi scal” que supondrá aún más recortes impositivos para los ricos, todo esto parece se-cundario. La prioridad es hacer algo respecto a la crisis presupuestaria actual, no preocuparse por la crisis presupuestaria que pudiéramos te-ner dentro de una generación. ■

Febrero, 2005.Traducción de Ángeles Conde© The New York Review of Books

Paul Krugman es profesor de economía en la Universidad de Yale. Autor de El retorno de la eco-nomía de la depresión.

6 Phillip Longman, “Th e Best Care Ever”, Washing-ton Monthly, febrero de 2005.

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MORIR A TIEMPO

La eutanasia y sus alternativas

DIEGO GRACIA

En verdad, quien no vive nunca a tiempo,¿cómo va a morir a tiempo?F. Nietzsche, Así habló Zaratustra

E l tema de la eutanasia ha vuelto a co-brar actualidad. A ello contribuyen va-rios factores. Uno, el que hoy gobierne

en el Estado español y en varias comunidades autónomas el partido socialista (PSOE), y que uno de los cambios legales a los que se com-prometió en su programa electoral fuera el de crear una comisión parlamentaria “que per-mita debatir sobre el derecho a la eutanasia y a una muerte digna, los aspectos relativos a su despenalización, el derecho a recibir cuidados paliativos y el derecho de tratamientos de do-lor”. El presidente Zapatero ha puntualizado que no se trata de un compromiso legislativo a plazo fi jo y que probablemente no se abor-dará en esta legislatura sino a más largo plazo. La razón de esto se halla en que quiere que es-ta ley se haga por muy amplio consenso, y eso requiere un trabajo desde la base social que aún no se ha hecho. Por otra parte, el Gobierno probablemente percibe que este de-bate le podría desgastar mucho, razón por la cual prefi ere dejarlo aparcado hasta encontrar la ocasión propicia. De hecho, importantes colectivos ya están tomando postura ante lo que se avecina. No me refi ero sólo a las confe-siones religiosas sino también a grupos profe-sionales, como el de los médicos. Hace poco tiempo, el 18 de septiembre de 2004, los pe-riódicos informaban de que el Comité Permanente de Médicos Europeos, que agru-pa a los colegios médicos de 25 países, entre ellos todos los de la Unión Europea anterior a la ampliación, se han manifestado unánimes en contra de “practicar la eutanasia”, incluso cuando “sea legal o esté despenalizada”. El texto aprobado dice que “el deber principal de un médico y de su equipo con respecto al cuidado de los pacientes terminales consiste en facilitar toda la gama de cuidados paliati-vos”. Lo que sí acepta es la retirada de medi-das o técnicas de apoyo vital ante la petición

del paciente. Pero aun así, la eutanasia se halla de nuevo sometida a examen. Hace pocos meses se estrenaba en Madrid, con asistencia del presidente del Gobierno, la película de Alejandro Amenábar Mar adentro. Después ha recibido un Oscar en Hollywood. En el número de junio de 2004 de la revista Ars Medica, Íñigo Marzabal y Mabel Marijuán publicaron un artículo titulado ‘¡Oh muerte! ¿Dónde está tu victoria? La muerte en el ci-ne’1, donde analizan otras dos excelentes pelí-culas sobre la muerte: la de Ikira Kurosawa, Ikiru, que se tradujo por Vivir, del año 1952, y Wit, de Mike Nichols, que en España se proyectó bajo el título Amar la vida, y que es del año 2001. Y más recientemente, otras dos noticias han vuelto a remover el tema. Una, en Estados Unidos, el caso Terri Schiavo, una joven que se hallaba desde hace 15 años en estado vegetativo permanente; por tanto, con pérdida de todas las funciones propias de la corteza cerebral, es decir, específi camente hu-manas. Ese estado se llama vegetativo porque las únicas funciones que les quedan a esos pa-cientes son las vegetales, que pueden mante-ner mientras se les alimente. A petición de su esposo, los tribunales autorizaron la retirada de la alimentación e hidratación, tras lo que falleció, no sin la oposición de grupos integristas apoyados por el propio presidente norteamericano. Y aún más recientemente, la denuncia anónima contra el jefe del servicio de urgencias del hospital de Leganés por pre-sunta utilización indebida de la denominada “sedación terminal”. No hay duda, la eutana-sia está de nuevo de actualidad.

Y, sin embargo, hay razones para pensar exactamente lo contrario. Es curioso que este interés mediático y político no vaya parejo con el de las revistas especializadas, por ejemplo, las de ética y bioética. En ellas se percibe un claro descenso del interés por este tema, que para

muchos está casi agotado. Después del caso holandés, después de la legislación belga y de las leyes del Estado de Oregón, etcétera, se ha llegado al convencimiento de que la eutanasia propiamente dicha, el actuar en el cuerpo de otra persona con la intención directa de poner fi n a su vida a petición explícita de ésta, será siempre una excepción y que lo realmente im-portante no es la excepción sino la regla. De ese modo, el debate de la eutanasia se ha trans-formado en los últimos años en otro más gene-ral sobre el fi nal de la vida humana y el modo de poderlo afrontar digna y autónomamente. Hasta tal punto es así que hoy ya no puede centrarse el debate sólo sobre la eutanasia sino que ha de abarcar el conjunto de las situacio-nes que se presentan en el fi nal de la vida.

En el momento actual hay dos posturas extremas de perfi les muy marcados. Una es la de los movimientos pro eutanasia que han promovido ésta y no se han preocupado de los cuidados paliativos, y otra la de los movi-mientos de paliativos; que han promovido és-tos pero no quieren oír hablar de eutanasia. En este sentido, cabe decir que paliativismo y eutanasia son en alguna medida dos estrate-gias no sólo distintas sino contrapuestas. Naturalmente, en sus versiones más extremas, que por fortuna no son las más frecuentes. Las que hoy resultan mayoritarias son las pos-turas intermedias: aquellas que consideran que hay que mejorar las condiciones de las personas que están en situaciones peores que la muerte, sobre todo las de los enfermos ter-minales, y que además estarían dispuestas a justifi car la eutanasia o el suicidio asistido en situaciones excepcionales. El ejemplo más pa-radigmático lo constituye el Estado de Oregón. Los diferentes informes que se han publicado desde que se aprobó la práctica del suicidio asistido en ese Estado2 demuestran

10 CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA ■ Nº 152

1 Marzabal, I.; Marijuán, M.: ‘¡Oh muerte! ¿Dónde está tu victoria? La muerte en el cine’, Ars Medica: Revista de Humanidades, 2004;3(1):130-147.

2 Sixth Annual Report on Oregon’s Death with Dignity Act. Department of Human Resources. Oregon Health Division. Center for Disease Prevention and Epidemio-logy. Portland, Or, 2004. Fifth Annual Report on Oregon’s

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11Nº152 ■ CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA

que tanto los médicos como la ciudadanía consideran que el suicidio asistido es un mé-todo excepcional y que para evitar su prác tica, sobre todo ahora que es legalmente po sible, es necesario mejorar la atención a las personas necesitadas, en especial a los ter minales3. De hecho, en el Estado de Oregón la propia ley de suicidio asistido ha generado, como efecto colateral, la mejora de la atención a los enfer-

mos terminales4. Como se ha dicho más de una vez, la mejor situación sería aquella en la que hubiera libertad para el suicidio asistido o la eutanasia pero que a la vez no fuera necesa-rio practicarlos.

La tesis que se va generalizando en los últimos años es que el tema de la eutanasia, como tantos otros, se ha planteado de un modo dilemático, con lo cual sólo cobran re-lieve los dos extremos, el pro y el anti, que por el mero hecho de ser extremos deben considerarse excepcionales y poco prudentes. La utilización de esta lógica binaria conduce necesariamente a posiciones dilemáticas, que siempre son el resultado de la simplifi cación de una realidad que si se caracteriza por algo es por su complejidad. Vengo defendiendo desde hace tiempo que los “dilemas” son ge-neralmente simplificaciones de realidades muy complejas que tienen muchas más de dos salidas. No hay dilemas sino “problemas”. Y el del fi nal de la vida es uno de ellos, o va-rios o muchos de ellos5.

Pues bien, en los últimos años se advier-te un interesante fenómeno de abandono de

los extremos y de regresión hacia la media. Poco a poco parece que van abriéndose paso las posturas intermedias, más matizadas que las anteriores. Aquí hay que situar, por ejem-plo, todo el debate que dentro del movi-miento de cuidados paliativos se ha desenca-denado en torno a la llamada “sedación ter-minal”. El término tiene aún poca historia. Apareció por vez primera muy recientemen-te, el año 19916, razón por la que la sedación terminal aún resulta muy desconocida7. En ciertos grupos muy extremistas, es lógico que la mera expresión haya generado inquietud, unas veces, y abierto rechazo, otras. Las repe-tidas denuncias anónimas contra el director del servicio de urgencia del hospital de Leganés durante estos últimos años parecen ser buena prueba del modo cómo la sedación terminal es vivida por ciertas personas y gru-pos radicales pro life. Pero lo que resulta claro es que el mero hecho del debate demuestra que también dentro del paliativismo hay ese proceso de regresión hacia la media8.

Otra expresión de este nuevo talante lo constituye la polémica suscitada a raíz de la

Death with Dignity Act. Department of Human Resources. Oregon Health Division. Center for Disease Prevention and Epidemiology. Portland, Or, 2003. Fourth Annual Report on Oregon’s Death with Dignity Act. Department of Human Resources. Oregon Health Division. Center for D Prevention and Epidemiology. Portland, Or, 2002. Osician-assisted suicide. Department of Human Resources. Oregon Health Division. Center for Disease Prevention and Epidemiology. Portland, Or, 2001. Oregon’s Death with Dignity Act: Th e Second Year Experience. Department of Human Resources. Oregon Health Division. Center for Disease Prevention and Epidemiology. Portland, Or., 2000. Oregon’s Death with Dignity Act: Th e First Year Expe-rience. Department of Human Resources. Oregon Health Division. Center for Disease Prevention and Epidemiolo-gy. Portland, Or., 1999.

3 Hedberg, K.; Hopkins, D.; Kohn, M.: ‘Five Years of Legal Physician-Assisted Suicide in Oregon’. N Engl J Med 2003; 348:961-4, Mar 6, 2003 [Carta]. Hedberg K., Hopkins, D.; Southwick, K.: ‘Legalized Physician-Assisted Suicide in Oregon’, 2001. N Engl J Med 2002; 346:450-452, Feb 7, 2002. [Carta]. Sullivan A. D.; Hedberg, K.; Hopkins, D.: ‘Legalized Physician-Assisted Suicide in Oregon’, 1998-2000. N Engl J Med 2001; 344:605-607, Feb 22, 2001 [Carta]. Sullivan, A. D.; Hedberg, K.; Fleming, D. W.: ‘Legalized Physician-Assisted Suicide in Oregon-Th e Second Year’. N Engl J Med 2000; 342:598-604, Feb 24, 2000. [Informe especial] Chin, A. E.; Hedberg, K.; Fleming, D. W.: ‘Legalized Physician-Assisted

Suicide in Oregon’. N Engl J Med 1999; 341:212-213, Jul 15, 1999 [Carta]. Chin, A. E.; Hedberg, K.; Higginson, G. K.; Fleming, D. W.: ‘Legalized Physician-Assisted Suicide in Oregon - Th e First Year’s Experience’. N Engl J Med 1999; 340:577-583, Feb 18, 1999 [Informe especial].

4 Cf. The Task Force to Improve the Care of Terminally-Ill Oregonians (http://www.ohsu.edu/ethics/guide1.htm).

5 Gracia, D.: ‘Moral deliberation: Th e role of metho-

logies in clinical ethics’. Medicine, Health Care and Philoso-phy 2001; 4(2):223-232.

6 Enck, R. E.: ‘Drug-induced terminal sedation for symptom control’. Am J Hosp. Palliat Care 1991;8:3-5.

7 Chater, S.; Viola, R.; Paterson, J.; Jarvis, V.: ‘Sedation for intractable distress in the dying - a survey of experts’. Palliative Medicine 1998;12(4):255-269.

8 Comité de Ética de la SECPAL. Aspectos éticos de la Sedación en Cuidados Paliativos. Madrid, 2002.

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MORIR A TIEMPO

12 CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA ■ Nº 152

publicación por L. A. Printz en 1992 de un artículo titulado Deshidratación terminal, un tratamiento compasivo9. Su tesis es que la des-hidratación terminal, si va acompañada de unos correctos cuidados médicos, es un trata-miento humano y compasivo, por supuesto muy superior al suicidio asistido. Al año si-guiente, en 1993, Bernat, Pert y Mogielnicki publicaron otro trabajo en el que proponían la deshidratación terminal como alternativa al suicidio asistido10. A partir de ese momen-to el tema empezó a cobrar relevancia11, lo que ha estimulado un debate que se ha hecho cada vez más vivo con el paso del tiempo. En 1998, Franklin, Millar y Meier volvían sobre el tema, afi rmando que no es necesario intro-ducir los cambios en la legislación que piden los partidarios del suicidio asistido porque esos casos pueden manejarse muy bien, quizá mejor, con el procedimiento de la deshidrata-ción terminal, que no quebranta ninguna ley, ni en Estados Unidos ni en muchos países, incluida España. El rechazo voluntario a la ingestión de fl uidos y alimentos permite una muerte pacífi ca y digna, siempre que se com-bine con un cuidado adecuado de piel y mu-cosas y una correcta sedación terminal. Para los autores, este procedimiento tiene muchas ventajas sobre el suicidio asistido, ya que res-peta escrupulosamente la autodeterminación del afectado, facilita el acceso al procedimien-to, no lesiona la integridad profesional del médico, tiene menos implicaciones sociales y, fi nalmente, es más humano12. A esa propues-ta se han sumado en el año 2000 Timothy E. Quill, Ira R. Byock y el End-of-Life Care Consensus Panel del American Collage of Physicians-American Society of Internal Medicine13. Por supuesto, han surgido tam-bién las voces en contra del uso laxo del tér-mino “sedación terminal” que se hace en es-tos contextos. La tesis de estos autores es que se está confundiendo la “sedación terminal”, que ellos prefi eren denominar “sedación del moribundo” (sedation of the imminently dying), con “sedación hacia la muerte” (seda-tion towards death), que consideran éticamen-te incorrecta. Realizar esta última sería cola-

borar en una acción que, según ellos, es in-trínsecamente mala14. Es interesante que los autores apelen para defender sus tesis al prin-cipio del doble efecto, que manejado de otra manera podría servir como argumento a fa-vor de la posición contraria, como he inten-tado mostrar en otro lugar15. En cualquier caso, todos estos debates son fruto de algo que es lo más característico de la situación ac-tual, la búsqueda de soluciones intermedias, entre dos extremos que cada día aparecen co-mo más irreales e inadecuados.

Un punto que es necesario aclarar desde el comienzo es que la muerte y todo su corte-jo no son un hecho “natural” sino rigurosa-mente “cultural.” Todos los seres humanos, pero especialmente los biólogos y los médi-cos, tendemos a pensar que la muerte es un hecho “biológico” perfectamente defi nido y preciso. La tesis que yo intento mantener es que esto no es así; ni es así, ni ha sido nunca así. No se trata de un fenómeno biológico si-no cultural, y por tanto no está constituido sólo por hechos sino también por valores. Cerrar los ojos a esta evidencia es arriesgarse a no entender nada. La muerte es un fenóme-no “biográfi co”, histórico, y por tanto infl ui-do y hasta determinado por la situación his-tórica que a cada uno le ha tocado vivir. Lo cual signifi ca que cada época tiene que plan-tearse el tema de cómo morir, de tal modo que la muerte pueda considerarse digna.

Por esto mismo, es importante comen-zar haciendo lo que en los antiguos libros de ascética se llamaba la “composición de lu-gar”. Para lo cual tenemos que recurrir a la historia. Es necesario que entendamos cuáles son las características diferenciales de nuestra situación histórica respecto de todas las an-teriores, a fi n de entender por qué nuestras medidas en este tema, como en otros mu-chos, tienen que ser distintas. Por lo dicho, la primera parte la dedicaremos a hacer un brevísimo recorrido histórico a propósito de la muerte, el proceso de morir y la eutanasia. Después, en la segunda parte, intentaré defi -nir algunas de las características propias y di-ferenciales de nuestra época respecto de to-das las demás. En la tercera analizaremos el tema del tiempo, el tiempo de la vida y el tiempo de la muerte, y los diferentes modos de enfocar ambos. La cuarta, en fi n, estará dedicada a la autogestión del proceso del morir. Todo esto intentará resumirse al fi nal en diez tesis.

Un poco de historiaLa historia de la muerte y el morir se conoce muy mal. Pertenece a esas dimensiones que la historiografía clásica ha ignorado sistemá-ticamente. Ha habido que esperar a las últi-mas décadas, a la puesta a punto de la llama-da historia social, y más en concreto a la co-rriente historiográfi ca que aplica los métodos propios de la historia social al estudio de las llamadas “mentalidades”, para que temas co-mo el de la mujer, el niño, el anciano, la vi-da privada, hayan entrado de lleno en la consideración de los historiadores.

Es un tópico decir que hasta hace bien poco no ha habido viejos, que la vejez es, por ello mismo, un fenómeno moderno. Es com-pletamente falso. Viejos han existido siempre. No sólo porque el hecho de que la duración media de la vida humana fuera menor no signifi ca que en ella no hubiera jóvenes y vie-jos, aun en el caso de que estos viejos tuvie-ran menos años que nuestros viejos actuales. Es que, además, en todas las épocas ha habi-do viejos muy viejos. No podemos olvidar que ese dato del que tan orgullosos estamos, el aumento espectacular de la esperanza me-dia de vida, lo que mide realmente es la espe-ranza media de vida al nacimiento. Es verdad que cuando un niño actual nace tiene una es-peranza media de vida superior a los ochenta años, y que eso no sucedió en ningún siglo anterior al nuestro. Pero también es sabido que si la esperanza de vida se mide no al mo-mento del nacimiento sino a los veinte años, o a los treinta, no hemos ni mucho menos duplicado la esperanza media de vida de los seres humanos de generaciones anteriores. La razón es muy clara. La medicina ha sido enormemente efi caz en el control de las en-fermedades infantojuveniles y la mortalidad perinatal pero ha resultado ser mucho menos efi caz en la curación de las enfermedades de la edad adulta. Si a esto se añade que el peso de ambos tipos de patologías en las estadísti-cas de esperanza de vida es muy distinto, pues el evitar la muerte de un niño añade se-tenta años a la estadística en tanto que pro-longar la vida durante algún tiempo de una persona en insufi ciencia renal crónica me-diante un aparato de hemodiálisis añade muy pocos años a la estadística y por tanto tiene una repercusión en las cifras de espe-ranza de vida muy escasa, se comprenderá que, si bien nuestra esperanza de vida al na-cimiento es muy superior a la cualquier otra época, no sucede eso mismo cuando la espe-ranza de vida se mide en etapas ulteriores de la vida. Dicho de otro modo, no sólo ha ha-bido siempre viejos, aunque fueran de menor edad que los actuales; es que además ha ha-bido siempre viejos de muchos años: por tanto, viejos, viejos.

9 Printz, L. A.: ‘Terminal dehydration, a compassiona-te treatment’. Arch Intern Med. 1992;152:697-700.

10 Bernat, J. L.; Pert, B.; M. Ogielnicki, R. P.: ‘Patient refusal of hydration and nutrition: an alternative to physi-cian-assisted suicide or voluntary active euthanasia’. Arch Intern Med. 1993;153:2723-8.

11 Sullivan, R. J. Jr.: ‘Accepting death without artifi cial nutrition or hydration’. J Gen Intern Med. 1993;8:220-4.

12 Millar, F. G.; Meier, D. E.: ‘A Comparison of Terminal Dehydration and Physician-Assisted Suicide’. Annals of Internal Medicine, 1998;128(7):559-562.

13 Quill, T. E.; Byock, I. R., for the ACP-ASIM End-of-Life Care Consensus Panel. Reporting to Intractable Terminal Suff ering: Th e Role of Terminal Sedation and Voluntary Refusal of Food and Fluids. Annals of Internal Medicine 2000;132(5):408-414.

14 Lynn, A.; Cansen, L. A.; Sulmasy, D. P.: ‘Sedation, Alimentation, Hydration, and Equivocation: Careful Con-versation about Care at the End of Life’. Annals of Internal Medicine 2002;136(11):845-849.

15 Gracia, D.: Como arqueros al blanco. Madrid, Triacastela, 2004, págs. 420-426.

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DIEGO GRACIA

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Lo que sí se ha producido a lo largo de la historia ha sido un cambio de estimación por el viejo. En las llamadas culturas primitivas es claro que el viejo es el centro de la vida de las comunidades, la persona de más poder, la más apreciada y respetada. Las razones de es-to pueden ser varias. Una, muy importante, es que en las culturas ágrafas el viejo es la me-moria de la comunidad, el depósito de las tradiciones y quien guarda y transmite las se-ñas de identidad de un pueblo o de una co-munidad. El viejo, de hecho, es respetado y reverenciado. Se le considera casi un sujeto sagrado. Esto ya no sucede en la cultura clási-ca griega, en la cual el aprecio pasa del viejo al joven, a la persona que está en la plenitud de su fuerza vital. La cultura occidental ha si-do siempre, bien que con pequeñas variacio-nes, una cultura juvenil. Recuérdese, por ejemplo, la estatuaria griega y se verá que lo que el escultor quiere inmortalizar es al joven en la plenitud de su fuerza vital.

Pero hablar de viejos es una vaguedad. Siempre se han distinguido varios tipos de viejos. Está el viejo sano, que es autónomo y conserva su capacidad física y mental, y el viejo enfermo, incapaz de seguir los usos y costumbres sociales. Está el viejo que es una bendición y el viejo que es una carga. En la-tín se les denomina con términos distintos. Nuestra palabra viejo procede del latín, vetus. Éste es un término vulgar y, en buena medida, despectivo. En latín el término ve-tus se opone a novus y sirve para designar co-sas pero no seres vivos o personas. Los seres vivos no son viejos o nuevos sino jóvenes o ancianos; se es iuvenis o senex. El senex es el que ya no es joven pero que todavía conser-va sus facultades físicas y mentales. De ahí que se le considere una pieza importante de la estructura social y se le respete. De senex proceden los términos “señor”, “senado”, “senador”, etcétera. Pero hay otro término, también derivado de senex, que tiene un sen-tido mucho más negativo. Es el de senilis. El senil es el viejo que ya ha perdido sus cuali-dades más respetables, el muy enfermo, el que no puede valerse por sí mismo; y, como sucede también con el término senil en cas-tellano, el que ha perdido la cabeza.

Pues bien, una cosa extraña que los an-tropólogos han comprobado múltiples veces es que en las comunidades primitivas no hay viejos seniles. De hecho, no los hay tampoco, según cuentan los etólogos, en las comuni-dades de mamíferos superiores. Los que es-tán en esas condiciones desaparecen de la co-munidad, son dejados a su suerte, apartados de la vida común, y perecen. En las socieda-des primitivas éste es un hecho repetidamen-te constatado. Quien no puede seguir las re-glas de la comunidad es sistemáticamente ex-

cluido de ella, por procedimientos que, eso sí, difi eren en cada cultura. Un ejemplo típi-co de ello lo tenemos en los esquimales de Groenlandia. Knud Rasmussen, uno de los más famosos exploradores, describió muchas de sus prácticas. Una de ellas es que los vie-jos, cuando están tan débiles que no pueden seguir la vida de la comunidad, son abando-nados en la nieve para que mueran. Este ejemplo es particularmente famoso pero po-drían añadirse sin difi cultad casos similares en otras muchas culturas primitivas .

Conviene recordar que eso mismo es lo que dice Platón en la República cuando ha-bla de la función de los médicos en su ciu-dad ideal. Según Platón, los sucesores de Hipócrates no deben ayudar a malvivir a los enfermos crónicos incapaces de seguir las re-glas de la comunidad sino abandonarlos a su suerte o ayudarlos a bien morir16. Quizá conviene recordar que la República de Platón ha sido el libro de cabecera de todos los go-bernantes occidentales hasta la aparición del pensamiento liberal; es decir, más o menos hasta la época de Locke.

Cabría pensar que esta situación cambió con la aparición del cristianismo. Pero esto no es cierto, o lo es en una muy escasa medi-da. Es verdad que el precepto cristiano de la caridad llevó a prestar atención material y es-piritual al desvalido y enfermo, y también al viejo. Pero la atención fue más espiritual (ad-ministración de los sacramentos, ayuda a bien morir) que material. De hecho, lo que materialmente podían hacer por ellos era muy poco: alimentarles y permitirles vivir en centros de acogida. Pero es que además tam-poco está claro que se considerara una fuerte obligación moral la atención cuidadosa a los ancianos. Durante toda la Edad Media la éti-ca se construye con criterios naturalistas. El orden de la naturaleza, incluida la naturaleza humana, no sólo es ontológico sino también deontológico. Y ese orden enseña, dice Aristóteles y repite Tomás de Aquino, que “los progenitores conocen a quienes han na-cido de ellos mejor que sus criaturas saben que proceden de ellos, y el vínculo entre quien ha dado el ser y su criatura es más es-trecho que el que existe entre lo producido y quien lo hizo”17. Si a esto se añade la afi rma-ción de San Pablo en la segunda carta a los corintios: “No corresponde a los hijos ateso-rar para los padres, sino a los padres atesorar para los hijos”18, se comprenderá que la ética naturalista antigua y medieval devaluara de forma muy importante el tema de los deberes intergeneracionales, en especial los de los hi-

jos para con los padres, hasta un punto que hoy nos parece difícil de entender y menos de aceptar. Hoy tendemos a pensar que entre padres e hijos hay unas obligaciones que cabe considerar biunívocas, de modo que las obli-gaciones de los padres para con los hijos pe-queños son similares a las que después ten-drán estos con sus padres ancianos. Esta opi-nión, sin embargo, no tiene una gran tradición; es fruto de la cultura moderna.

Lo mismo que la cultura occidental ha estado muy poco interesada en el viejo, y menos en el viejo enfermo, la medicina occi-dental tampoco lo ha estado. La Geriatría como especialidad médica no surge más que a comienzos del siglo xx. Es una de las espe-cialidades más jóvenes. Lo que la medicina clásica ha hecho por el enfermo grave y por el viejo enfermo ha sido “desahuciarlos”, tér-mino hoy caído en desuso pero que ha con-servado su vigencia plena hasta hace medio siglo. Desahucio era lo mismo que abando-no. El médico pasaba a un discreto segundo plano, dejando la delantera al sacerdote, pa-ra que el enfermo pusiera en paz sus asuntos espirituales, y al notario, para que hiciera lo mismo con los asuntos materiales.

Las cosas no han comenzado a cambiar más que muy últimamente, desde las prime-ras décadas del siglo xx. Y ello por la apari-ción de un fenómeno de enormes conse-cuencias, que ha sido el de la jubilación. Ni que decir tiene que la jubilación es un fenó-meno muy moderno, típico de la época del Estado liberal. Entonces empieza a crecer el llamado sector terciario, el sector servicios, y dentro de él los servicios generales del Estado, el funcionariado; y el Estado tiene que poner una fecha límite para el trabajo de éstos en la Administración pública. La jubilación comienza en el mundo de los funcionarios; de ahí se extiende después, con el auge de las leyes labores tras la revolución industrial, al sector secundario, a los trabaja-dores de la industria, y acaba llegando, fi nal-mente, al sector primario, a la agricultura. Si a esto se añade la aparición del sistema de seguros sociales, y más en concreto el seguro obligatorio de enfermedad, y el hecho de que el número de personas jubiladas aumen-ta a todo lo largo del siglo xx, se tienen las coordenadas que permiten entender por qué el viejo, y el viejo enfermo, empiezan a ser protagonistas económicos, sociales y sanita-rios. Aparece, como ya he dicho antes, la medicina de la vejez, la Geriatría, y por tan-to cambian las categorías respecto a la asis-tencia médica al anciano. Como, por otra parte, la medicina empieza a poder sustituir funciones vitales y constituye toda una espe-cialidad, la Medicina crítica o Medicina in-tensiva, para manejar las situaciones lindan-

16 Platón, Rep 407 c-e.17 Et Nic VIII12: 1161b21; cf. S Th II-II q. 26 a. 9.18 II Cor 12,14.

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MORIR A TIEMPO

14 CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA ■ Nº 152

tes con la muerte, se entiende que el cuidado y la gestión del viejo, y sobre todo del enfer-mo grave, hayan variado drásticamente.

Como resumen de todo lo hasta aquí di-cho, cabría afi rmar que ha sido el siglo xx el que de veras se ha preocupado, por vez pri-mera en la historia, de atender técnicamente, médicamente al viejo, y al viejo enfermo. Es una situación casi completamente nueva, sin precedentes en la historia de la humanidad. Lógico que también plantee problemas nue-vos; entre otros, problemas morales. De he-cho, las generaciones anteriores no parecen haber tenido excesivos problemas morales en este punto. Entre otras cosas porque el apre-cio por la vida era muy distinto y claramente inferior. Ello se debía, probablemente, a que se fi aban más de la otra vida que de ésta. La muerte era un tránsito, un paso; y para mu-chas personas era un bien que eso sucediera cuanto antes, ya que en esta vida no les espe-raban más que dolores. El respeto casi obse-sivo a la vida es típicamente burgués y no tiene precedentes en la historia de la huma-nidad, al menos de la occidental.

El problema moral: nuestros deberes para con la vidaPasemos ahora de la pura descripción histó-rica al análisis de la conciencia moral respec-to al hecho de la vida y de la muerte. Algo ha quedado dicho ya en los párrafos anterio-res. El aprecio casi obsesivo por la vida es tí-picamente moderno y constituye una de las características propias de la cultura burguesa. No parece que se diera antes de esa época ni se da hoy en las zonas del mundo donde la cultura burguesa no ha penetrado.

Intentemos precisar algo más qué sig-nifica aprecio o no aprecio por la vida; quiero decir naturalmente por esta vida, no por la otra vida, la vida futura. De hecho, ambas vidas han funcionado de modo di-cotómico y hasta cierto punto excluyente, de modo que el gran aprecio por esta vida supone una cierta devaluación de la otra vi-da, la futura, y a la inversa. Cuando al po-bre medieval se le asiste poco y mal y se le ayuda a pasar cuanto antes a la otra vida, es porque se quiere que abandone rápidamen-te este valle de lágrimas y viva la otra vida, la de verdad, en plenitud y cuanto antes. En última instancia, el problema está en sa-ber cuál es la vida que uno considera la ver-dadera o auténtica; si ésta o la futura. Parece claro que tradicionalmente se ha op-tado por la segunda y que hoy la respuesta es más bien la contraria. Alguno dirá que por qué no optar por las dos. Esta última, en cualquier caso, parece ser una respuesta claramente minoritaria.

Hay una frase de Jacobo Böhme que ci-

ta Heidegger más de una vez y que expresa perfectamente la actitud tradicional o clási-ca ante la vida o, si se prefi ere, ante la muer-te. Dice así: “Apenas un hombre viene a la vida, ya es bastante viejo para morir”19. Conviene recordar que Jacobo Böhme fue un místico alemán del siglo xvi y comienzos del xvii. En tanto que místico, bien que muy atípico, expresa perfectamente la men-talidad de quienes creen más en la otra vida que en ésta, es decir, la mentalidad más tra-dicional de nuestra cultura. Böhme infl uyó profundamente en el romanticismo y el idealismo alemanes; y también es claro su ascendiente sobre Heidegger, especialmente en su segunda etapa. Esta vida, como decía Santa Teresa, es una mala noche en una ma-la posada. Pensando así, carecía de sentido realmente dedicar mucho tiempo o mucho dinero al cuidado de los enfermos termina-les o de los moribundos. Cuando la enfer-medad grave y mortal acecha, como sucede en el anciano, no hay que ponerle trabas si-no todo lo contrario.

El problema está en que nosotros ya no pensamos así. Y ello no sólo porque hayan cambiado las creencias religiosas sino porque han sucedido muchas cosas. Nietzsche hace decir a Zaratustra: “Ahí están los tuberculosos del alma: apenas han nacido y ya han comen-zado a morir y ansían doctrinas de fatiga y de renuncia”20. En la época de Nietzsche ya no era fácil creer en la frase de Böhme. Nosotros no consideramos que desde que nace uno es-té ya maduro para morir. Todo lo contrario. Pensamos que sólo debe morir el que ha lle-gado a una edad avanzada y ha podido reali-zar su proyecto de vida. Las demás las consi-deramos vidas truncadas. La madre que no puede educar a sus hijos, el niño que no pue-de llegar a mayor, nos parecen tragedias. La muerte del anciano, de quien ha llevado a ca-bo su plan de vida y que de algún modo con-sidera que éste está concluso, nos podrá resul-tar triste pero no trágica. La valoración moral es muy distinta. Nuestra cultura valora de un modo muy distinto que la clásica la vida, y por tanto también la muerte.

La duración de la vidaHe aquí otro concepto cultural, el de dura-ción temporal. La vida humana puede inten-tar aprehenderse con las categorías propias del tiempo físico o cosmológico, el que marcan los relojes. De acuerdo con ellas, vivir es un proceso, un movimiento que se extiende des-de el primer momento, el nacimiento, al últi-

mo, la muerte. La muerte es la interrupción de ese movimiento en que la vida consiste. Es el tiempo biológico, entendido como una mera especifi cación del tiempo físico. Eso es lo que dicen los libros de biología y de medicina. Y es el concepto de muerte que mantiene bue-na parte de nuestra cultura. Pero no todo ca-be analizarlo con esas categorías. Hay otro tiempo muy distinto, el tiempo psicológico. Hay días largos y días cortos. La percepción psicológica del tiempo no es igual en todas las personas, ni siempre idéntica en el mismo individuo. Varía, entre otras muchas cosas, con el estado de ánimo.

Cabría pensar que no puede haber nada más allá de ese tiempo psicológico. Pero no es así. Hay otro tiempo, el tiempo vital, que es distinto del psicológico y, por supuesto, tam-bién del biológico. La vida tiene un argu-mento, como tantas veces dijo Ortega. Vivir es llevar a cabo un plan, un proyecto. Todos lo vamos haciendo poco a poco, con nuestras capacidades, en nuestras circunstancias, pero también creativamente, desde lo más profun-do de nosotros mismos. Quiere esto decir que el proyecto no es en su raíz libre, que se nos impone desde lo más profundo de noso-tros mismos. Esto es lo que los alemanes ex-presan con el término Stimmung, que suele traducirse por “destino”. Estamos “destina-dos”, desde dentro de nosotros mismos, a ser de una determinada manera. Luego somos li-bres de realizarlo o de no, de traicionarnos a nosotros mismos o de llevarlo creativamente a término. Esta mezcla de necesidad interna y de actividad libre y voluntaria, a la vez que ri-gurosamente situada en un medio, con unas circunstancias tanto internas (cuerpo, salud o enfermedad, capacidades intelectuales) como externas (lugar de nacimiento, geografía, con-diciones del medio en que uno se desarrolla, etcétera), es lo que Ortega quiso encerrar en la frase, tan conocida como mal interpretada, “yo soy yo y mi circunstancia”.

Hay un tiempo vital. Para entender a un ser humano, dice Ortega, no basta con saber lo que “hizo”, sus “hechos”, el orden “óntico” de su existencia, su “ser”. Tampoco basta, continúa Ortega, con conocer su “deber ser”. Pensemos que queremos escribir la biografía de un personaje. Uno puede pensar que una biografía es el relato de lo que ese individuo fue, las cosas que hizo, etcétera. De hecho, la mayor parte de las biografías se quedan en ese nivel, el puramente óntico o descriptivo. Puede que el biógrafo sea más ambicioso y se pregunte no ya por lo que “fue” sino por lo que “debió ser”. Es el segundo nivel, el que no se limita a describir los acontecimientos sino que también los interpreta, juzgándolos correctos o incorrectos, buenos o malos. Ortega cree que ninguno de estos enfoques

19 Heidegger, M.: Ser y tiempo. Madrid, Trotta, 2003, pág. 266.

20 Nietzsche, F.: Así habló Zaratustra. Madrid, Alianza, 1980, pág. 76.

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consigue darnos al personaje, como él dice, “desde dentro”. Para entender a alguien des-de dentro hay que situarse en otra dimen-sión, que Ortega llama el “tener que ser”. Todos tenemos que hacer ciertas cosas en es-ta vida; y caso de no hacerlas nos sentimos internamente frustrados, vitalmente fracasa-dos. Todos tenemos un proyecto de vida, aquel que le da sentido y que hace que me-rezca la pena. Ese proyecto nunca coincide exactamente con lo que “hacemos”, dada la restricción que ejercen siempre sobre él las circunstancias; ni tampoco tiene que coinci-dir con lo que “debemos” hacer, entre otras cosas porque ese deber se formula necesaria-mente en reglas abstractas y genéricas, dice Ortega, en tanto que el “tener que ser” es siempre concreto, es mi proyecto de vida, el que tengo que ser, que por defi nición es úni-co e irrepetible. Sólo cuando se ve al perso-naje desde este prisma se llega al fondo de su vida. Eso es lo que Ortega entiende por co-nocer a alguien “desde dentro”. Muchas ve-ces se ha criticado esta expresión suya, di-ciendo, tópica verdad, que nadie puede me-terse en el interior de otra persona o intentar comprenderla desde dentro de ella misma. Pero es una ingenuidad, más aún, un insulto a su inteligencia, pensar que Ortega se estaba refi riendo a eso. Su tesis es mucho más pro-funda. Su tesis es que todos tenemos, mejor o peor formulado, un proyecto de vida, o di-cho de modo más simple, un empeño en la vida, del que depende que ésta se frustre o no, por más que externamente nos veamos colmados de éxitos o de fracasos. Se puede triunfar “desde dentro” y vivir externamente como un fracasado, y viceversa21.

El médico utiliza para medir la duración de la vida el tiempo biológico, en tanto que el sujeto de que se trate la verá más bien des-de el tiempo vital. Cabría llevar más allá la metáfora de Ortega y decir que el tiempo fí-sico nos sirve para ver la vida “desde fuera” y que el tiempo vital nos la presenta “desde dentro”. Cabe preguntarse cómo debe ver la ética al ser humano, desde fuera o desde dentro. ¿Por qué tiempo tiene que inclinar-se, por el biológico o por el vital?

Si quisiéramos responder a esas pre-guntas desde el propio pensamiento orte-guiano, la solución sería muy sencilla. Ortega tiene claro que la ética verdadera no se halla en el plano del “deber ser”, al modo kantiano, sino en el del “tener que ser” y que, por tanto, consiste en la realización del propio proyecto de vida, en la frustración o no de la propia vida. Don Quijote sería un

ejemplo máximo de “moral alta”, es decir, de realización esforzada del propio proyecto de vida, a diferencia de lo que hacen todos aquellos que están tan “bajos de moral” que no son capaces de llevar a cabo aquello que hubieran tenido que hacer. Ésta es, para Ortega, la máxima inmoralidad22. Por tan-to, su contestación a la pregunta que hemos hecho habría sido clara: el tiempo de la éti-ca no puede ser otro que el tiempo vital. Todo lo demás es pura mixtifi cación, exe-crable moralina, como diría Nietzsche.

Pero conviene no limitar la respuesta a un pensador particular, en este caso a Ortega. Porque a lo largo de la cultura occidental las posturas se hallan claramente divididas. De hecho, cuando nace la ética, allá en Grecia, lo que se eleva a canon de moralidad es el orden de la naturaleza, de tal modo que bueno o correcto es actuar conforme a ese orden, y malo o incorrecto, lo contrario. Todas las co-sas tienen un télos interno que las dirige hacia su fi n; y alterar ese proyecto o programa es ri-gurosamente antinatural y, por tanto, perver-so. Los griegos caen de frente en la llamada falacia naturalista. Del “es” puede pasarse al “debe”. Más aún, el “es” es el “debe”. Lo cual signifi ca que reducen el debe al es. Los grie-gos reducen el deber al ser, a diferencia de lo que harán los idealistas modernos, para los que al ser se llega desde el deber.

En el caso del ser humano, el télos tiene un nombre peculiar, eudaimonía. Eudai-monía no signifi ca “felicidad”, que es como suele traducirse hoy ese término, sino pleni-tud, perfección tanto física como psíquica y vital. La naturaleza del ser humano cubre to-das esas dimensiones. La obligación del ser humano es perfeccionar su propia naturale-za, llevarla a plenitud. En el caso del ser hu-mano, la naturaleza necesita la colaboración del individuo para lograr su télos. En esa co-laboración consiste la ética. No sólo hay que preservar la vida, evitando el suicidio o el homicidio, sino además esforzarse por sacar de ella todas las virtualidades que posea. Virtualidad se dice en griego dýnamis, térmi-no que los latinos tradujeron por potentia, unas veces, y por virtus, otras. Hacer que esas potencias se transformen en acto, que la dý-namis pase a ser enteléjeia, es el objeto de la ética. Ahora bien, este último término, un neologismo introducido por Aristóteles que los latinos tradujeron por actus, lo que signi-fi ca realmente, como puede advertirse anali-zando su composición, es la consecución del télos. La enteléjeia del ser humano es la eudai-monía. En esto consiste la ética griega.

Pero sería un error hacer de los griegos unos puros naturalistas, sobre todo si el tér-mino lo entendemos en su sentido actual. Su concepto de la naturaleza es mucho más amplio que el nuestro, hasta el punto de in-cluir, como antes hemos dicho, no sólo las dimensiones físicas sino también las psíqui-cas y las humanas. De hecho, la eudaimonía es un proyecto humano, y por tanto se halla más cerca de lo que antes hemos llamado tiempo vital que del tiempo puramente físi-co. Sólo así se explica algo en lo que no se suele reparar y que sin embargo es de la máxima importancia. Se trata de que hay veces que la naturaleza está tan deteriorada que ya no permite al ser humano seguir as-pirando al ideal de la eudaimonía. Esto se ve de nuevo muy bien en el pensamiento mé-dico, concretamente, en los escritos hipocrá-ticos. Como Laín Entralgo demostró con toda suerte de detalles, cuando los médicos diagnostican una de las enfermedades llama-das kath’ anánken, por necesidad forzosa de la naturaleza, creen que su deber es no inter-venir porque lo contrario sería un pecado de hýbris o desmesura23. Es que en esos casos ya no es posible el ideal de la eudaimonía. ¿Qué queda entonces, cuál puede ser en esas circunstancias el objetivo moral de la vida humana? La respuesta no se deja esperar: la euthanasía. Ya que no es posible una vida digna lo que se impone es una muerte dig-na, la muerte fi losófi ca. Hay suicidio fi losó-fi co o moral; y se da también el homicidio fi losófi co o moral. Ni el pasaje del Juramento hipocrático que obliga al médico a no dar a nadie un “fármaco letal”24, ni tampoco el texto del Fedón platónico en que se condena el suicidio, pueden elevarse a la categoría de regla o norma. No hay que olvidar que el texto de Platón habla de “la obligación de no darse muerte a sí mismo hasta que la di-vinidad envíe un motivo imperioso”25. Sabemos bien, por un pasaje de la República, que para Platón ese motivo imperioso se da-ba cuando uno no podía seguir la vida de la comunidad ni desempeñar su función en ella26. Por otra parte, lo más usual no era ninguno de estos dos procedimientos sino el desahucio del paciente, y por tanto la reali-zación de lo que en la terminología actual se catalogaría de eutanasia pasiva27. Y en apoyo

21 Ortega y Gasset J.: ‘Pidiendo un Goethe desde dentro’. En Obras Completas, Tomo IV, Madrid, Revista de Occidente, 1966, págs. 395-420.

23 Laín Entralgo, P.: La medicina hipocrática. Madrid, Alianza, 1987, págs. 227 y sigs.

24 Cf. Juramento. En: Escritos hipocráticos, Madrid, Gredos, 1983, pág. 77.

25 Platón, Fedón 62 c.26 Platón, República 406 c, 407 d, 408 b.27 Cf. Amundsen D W. Th e Physician’s Obligation to

Prolong Life: A Medical Duty without Classical Roots. En: Amundsen DW. Medicine, Society, and Faith in the Ancient and Medieval Worlds. Baltimore, The Johns Hopkins University Press, 1996, págs. 30-49.

22 Ortega y Gasset J.: ‘‘Por qué he escrito ‘El hombre a la defensiva’’. En Obras Completas, Tomo IV, Madrid, Re-vista de Occidente, 1966, págs. 72-3.

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16 CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA ■ Nº 152

de esta tesis no es difícil aducir textos de Eurípides28, Aristóteles29 y otros. Me intere-sa resaltar que la euthanasía era un ideal mo-ral complementario al de la eudaimonía. A este respecto es muy signifi cativo un texto de Cicerón en el libro De fi nibus, que dice así:

“Cuando en las circunstancias de un hombre predominan las cosas que son de acuerdo con la na-turaleza, es apropiado para él permanecer vivo; cuan-do posee o ve muy próximas que la mayoría de las cosas son contrarias a ésas, es apropiado para él irse de la vida… Las cosas primarias de la naturaleza, ya sean favorables o lo contrario, caen bajo el juicio y elección del hombre sabio o prudente y constituyen, digamos, su objetivo, la materia a la que hay que aplicar sabiduría o prudencia. Por tanto, las razones tanto para permanecer en la vida como para partir de ella tienen que venir enteramente determinadas por las cosas primarias de la naturaleza antes dichas. Pues el hombre virtuoso no se encuentra retenido necesa-riamente en la vida por la virtud, y tampoco los faltos de virtud buscan necesariamente la muerte”30.

Es interesante que Cicerón diga esto en un libro que se titula, precisamente, de fi ni-bus. Es que el pensamiento clásico se halla dominado completamente, salvo muy raras excepciones, como la epicúrea, por la idea de teleología, que sin embargo resulta muy ex-traña al pensamiento moderno, como vere-mos inmediatamente. La moralidad viene siempre a identifi carse con el fi n, con la causa fi nal. El fi n de la vida humana es lo que los griegos denominaron “buena vida” (eû zên). Cuando el fi n ya no puede ser éste, cuando el fi n es la degradación, el deterioro, la muerte, entonces el fi n moral no puede ser otro que la “buena muerte”. Eso es la euthanasía.

Este concepto de “causa fi nal” desapare-ce casi completamente en el mundo moder-no. Si algo quiere hacer la ciencia moderna a partir de Galileo y Newton es explicar toda la realidad mediante puras causas efi cientes, hasta el punto de que la idea de causa fi nal desaparece del mundo de la ciencia. Y tam-bién decrece su importancia en fi losofía a partir de Descartes. La causalidad fi nal de la naturaleza, aunque existiera, no podríamos conocerla. Por otra parte, todo parece poder explicarse por puras causas efi cientes, lo que hace cuando menos superfl uo apelar al orden de las causas fi nales, como hacían los anti-guos. Sólo hay un orden en el cual el con-cepto de causa fi nal puede continuar vigente o incluso incrementar su valor, y es en el de las acciones personales. No podemos decir que la naturaleza tenga un télos; pero sí es claro que los seres humanos se proponen fi -

nes en sus actos y en su vida y que en eso consiste precisamente la vida moral. El ser humano es teleológico. Esto es tanto como decir que es moral. Si no pudiéramos propo-nernos fi nes, si todo sucediera por obra de las puras causas efi cientes, el ser humano no sería responsable de sus actos y, por tanto, no habría espacio para la moralidad.

El ejemplo paradigmático de esta nueva actitud es Kant. Y el término con el que qui-so signifi car toda esta nueva mentalidad es el de “autonomía”. El ser humano es autóno-mo, a diferencia de todas las demás cosas de la naturaleza, precisamente por esto: porque se propone fi nes y es responsable de ellos. Esto es lo que le lleva a Kant a hablar de una “causalidad por la libertad”31, distinta de to-das las causalidades naturales, que habrían sido las únicas bien estudiadas por la fi loso-fía hasta entonces. Zubiri habla, en un senti-do parangonable hasta cierto punto con el kantiano, de “causalidad moral” y “causa-lidad personal”32.

En este nuevo horizonte, ya no debería seguirse confundiendo el tiempo natural con el moral, ni el “ser” con el “deber ser”. El tiempo humano es el propiamente moral y no tiene mucho que ver con el tiempo natu-ral. Por tanto, a la hora de defi nir qué se en-tiende por duración de la vida parece que en el mundo moderno debería haberse abando-nado todo intento de identifi car esa duración con la puramente física o biológica a favor de la duración argumental o interna, la dura-ción de la vida biográfi ca, frente a la propia de la vida biológica. No sólo parece que esto debería haber sido así sino que en alguna medida, en buena medida, fue así. No es un azar que el tema del “suicidio” y la “eutana-sia” empiecen a preocupar precisamente en-tonces. Quizá conviene llamar la atención sobre el hecho de que estos términos en su signifi cación actual son muy recientes.

La palabra eutanasia procede del griego euthanasía, un término acuñado en la épo-ca del helenismo. Pero también es claro que en el griego antiguo ese término no sig ni-fi có lo que hoy entendemos por tal. Eti-mológicamente significa buena muerte, muerte rápida, sin sufrimiento; y también muerte moralmente digna. Ése fue su senti-do primitivo33. Según el Oxford English Dictionary, el término euthanasy aparece en 1633, y euthanasia en 1646, conservando su sentido originario. El sentido actual de ac-ción realizada en el cuerpo de otra persona a fi n de poner término a su vida a petición de

ésta no aparece hasta el año 1869. Por su parte, el término “suicidio” parece que es un neologismo construido desde el latín en el siglo xvii. En la literatura clásica se utilizan otros términos para designar la terminación de la vida por parte de uno mismo, como mors voluntaria, mortem sibi conciscere, a vita excedere, y sus correspondientes griegos34.

El hecho de que la palabra “suicidio” aparezca en el siglo xvii y que “eutanasia” adquiera su sentido actual en la segunda mi-tad del siglo xix demuestra bien que algo importante está cambiando a lo largo de esos siglos. Eso nuevo que ha surgido es la conciencia de autonomía, que poco a poco va haciéndose cada vez más evidente. Un ejemplo claro de esto lo tenemos en el ensa-yo de Hume sobre el suicidio35. Parece que quien tenía que haber sido más proclive a aceptar el suicidio y la eutanasia era Kant, el gran promotor de la idea de que el ser hu-mano es autónomo y que esa autonomía le diferencia ontológicamente de todas las de-más realidades de la naturaleza. Frente al ca-rácter heterónomo de las realidades naturales está la condición autónoma del ser humano. Lo cual signifi ca que el hombre es por defi -nición una realidad moral.

A pesar de esto, Kant dejó escritas pági-nas muy explícitas de condena del suicidio y, por extensión, de la eutanasia. La más cono-cida se halla en la Fundamentación de la me-tafísica de las costumbres. Como ya hemos di-cho antes, toda la ética kantiana está basada en la idea de la “causalidad por la libertad” y, por tanto, en la intención de la voluntad. Nada hay absolutamente bueno excepto una buena voluntad; y nada es absolutamente malo excepto una mala voluntad36. La conse-cuencia es que Kant juzga la moralidad de los actos a partir de las intenciones o, como él prefi ere decir, los móviles de la voluntad. Si el móvil es objetivamente incorrecto, entonces la acción debe considerarse mala. Y el móvil es incorrecto si al universalizarse y adquirir la forma de máxima de la voluntad no pudiera convertirse en ley en una sociedad bien orde-nada. Y esto es concretamente lo que él cree que sucede en el caso del suicidio. La persona que por una serie de desgracias lindantes con la desesperación quiere poner fi n a su vida, dice Kant, actúa por egoísmo, por evitarse incomodidades. Para saber si ese móvil es moralmente correcto pide al lector que trate de convertir ese móvil en ley natural, es decir,

31 Kant, E.: Crítica de la razón pura A 538/B566.32 Zubiri, X.: El hombre y Dios, Madrid, Alianza,

1994, pág. 207.33 Así, en Cicerón, ad Atticum 16,7,3.

28 Eurípides, Suplicantes 1109ss. Cf. Plutarco, Moralia 110 c.

29 Aristóteles, Retórica 1361 b 3-7.30 Cicerón, De fi nibus III 60-61.

34 Cooper, J. M.: Reason and Emotion: Essays on An-cient Moral Psychology and Ethical Th eory. Princeton, N. J., Princeton University Press, 1999, 515-41.

35 Hume, D.: Sobre el suicidio y otros ensayos. Madrid, Alianza, 1988.

36 Kant, I.: Fundamentación de la metafísica de las cos-tumbres. Barcelona, Ariel, 1996, pág. 117.

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DIEGO GRACIA

17Nº152 ■ CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA

en ley que rija los destinos de los seres huma-nos. Y pronto se ve, afi rma Kant, que una naturaleza cuya ley fuese destruir la vida mis-ma iría contra ella misma, de tal modo que:

“Sería contradictoria y no podría subsistir como naturaleza; por lo tanto, aquella máxima no puede rea-lizarse como ley natural universal y, por consiguiente, contradice por completo al principio supremo de todo deber”37.

De este modo, el padre de la autonomía moral negaba al ser humano su capacidad moral para poner fi n a su vida aun en el ca-so de sufrir el mayor imaginable cúmulo de desgracias. Como es lógico, pronto le salie-ron críticos a Kant incluso dentro de sus propias fi las. Y es que en el ejemplo citado parece que utiliza mal su propio procedi-miento. En efecto, el móvil de la voluntad de quien pone fi n a su vida cuando la consi-dera peor que la muerte no es el “egoísmo”, ni por tanto tiene por qué considerarse un móvil moralmente negativo. Por otra parte, no es verdad que, caso de que las personas que se encuentran en esas condiciones lími-tes pusieran fi n a sus vidas, el resultado fue-ra contradictorio con la propia naturaleza, de modo que ese móvil no podría generali-zarse ni adquirir la forma de ley universal. La sociedad podría funcionar perfectamente en esa situación. Es más, parece que eso es lo que sucede en las sociedades animales e incluso lo que ha sucedido tradicionalmente en las sociedades humanas. De lo que cabe deducir que es posible defender la morali-dad del suicidio e, incluso, de la eutanasia desde los puros presupuestos de la ética kantiana.

De hecho, es a partir de entonces cuan-do la ética empieza a tomar en serio estas dos cuestiones y a plantearse la licitud moral de tales prácticas. El argumento sería en esencia el siguiente: la moralidad es la condi-ción ontológica del ser humano, que no es una realidad natural sino moral. Por tanto, no puede medírsele con categorías puramen-te naturalistas. Aplicado al caso concreto de la duración de la vida, signifi ca que ésta no puede establecerse con criterios meramente físicos o biológicos sino morales y biográfi -cos. El tiempo de la vida humana es el tiem-po biográfico. Cuando ese tiempo se ha cumplido, cuando alguien ha cumplido con su proyecto vital, o también, cuando por las causas que sean ya no puede llevarlo más a cabo, no puede decirse que no tenga dere-cho a una rápida muerte y a una muerte digna. Ésta es la argumentación que, de una

u otra manera, subyace siempre en los movi-mientos a favor de la eutanasia.

Pero esto, lejos de acabar los problemas, no ha hecho más que plantearlos en un nuevo horizonte; o también cabe decir que ha acabado con unos problemas pero ha he-cho surgir otros. Veamos cuáles.

La autogestión de la muerteEl principio moral de autonomía puede apli-carse a diferentes ámbitos. Uno, el más clási-co, es el político. De hecho, eso es lo que sig-nifi có originariamente el término, ya en la Grecia clásica38. En el mundo moderno se adueñó de un nuevo espacio, el religioso. Cada ser humano podía profesar libremente su religión sin que nadie tuviera derecho a impedirle su ejercicio. Pues bien, última-mente la autonomía ha ganado un nuevo es-pacio: el de gestión del cuerpo y de la sexua-lidad, de la vida y de la muerte.

Aquí nos interesa la autogestión del fi nal de la vida; si se quiere, de la muerte. Esa auto-gestión tiene grados, que enumerados de me-nos a más son los siguientes. Primero, el de-recho a decidir sobre las acciones que vayan a realizarse en el propio cuerpo, aun en el caso de que procedan de profesionales y tengan por objeto promover la vida y la salud. Eso es lo que ha dado lugar a la doctrina del consen-timiento informado. Esta teoría, naturalmen-te, no causa problemas más que en el caso en que el paciente decida algo que atente contra su integridad física de modo palmario. Dicho de otro modo, eso sólo resulta difícil de asu-mir por el profesional cuando el paciente re-chaza un tratamiento vital. ¿Puede arriesgarse la vida, e incluso perderla, por permanecer fi el a las propias creencias? ¿Hay que respetar a quien está dispuesto a perder su vida a favor de un bien que considera superior? La tesis tradicional, al menos dentro de la ética médi-ca, y no sólo de ella, ha sido que no. Hoy las cosas se ven de modo radicalmente distinto. Actuar en el cuerpo de otra persona cuando ésta deniega su autorización, es considerado hoy un “trato inhumano y degradante”, por utilizar la expresión del artículo 15 de la Constitución española.

La teoría del consentimiento informado es el primer paso, y quizá el fundamental, en el proceso de gestión autónoma de su cuerpo y su vida por parte de los ciudadanos. A par-tir de ahí los siguientes pasos no son más que consecuencias lógicas, que van sacándose po-co a poco, paulatinamente, según avanza la capacidad de asimilarlas por parte del cuerpo social. La primera de esas consecuencias es la

aceptación de las llamadas Directrices antici-padas y el nombramiento de sustitutos que puedan decidir por uno cuando ya no está en condiciones de hacerlo. En la legislación española este paso se ha dado en los últimos años, especialmente con la ley 41/2002, de 14 de noviembre, básica reguladora de la auto nomía del paciente y de derechos y obli-gaciones en materia de información y docu-mentación clínica.

Lo anterior evidencia que hoy resulta imposible prohibir un espacio de autogestión de la vida y de la muerte a los ciudadanos. Se ha acabado con la tesis de que esas cuestiones no pueden quedar al arbitrio de los seres vul-gares y corrientes y que han ser gestionadas por sacerdotes, médicos y jueces. No hay du-da que el espacio de autogestión habrá de te-ner límites, pero en la defi nición de esos lí-mites hemos de participar todos. No está di-cho en ningún lado que sean los propios técnicos quienes hayan de marcar esos lími-tes. Ni los médicos ni los jueces ni tampoco los sacerdotes son quiénes para establecerlos. Los límites hemos de marcarlos entre todos. Sólo así se terminará con el secular proceso de expropiación del cuerpo que han venido realizando los profesionales aludidos. No es verdad que los ciudadanos no tengan capaci-dad para gestionar esas dimensiones de sus vidas. Eso es considerarles menores de edad. Eso es, por tanto, puro paternalismo.

¿Cuáles serán los siguientes pasos? Una vez que se ha aceptado el rechazo voluntario por parte de los pacientes de las medidas clásicamente denominadas extraordinarias, es decir, de lo que tradicionalmente se ha llamado eutanasia pasiva, el paso siguiente es la llamada eutanasia activa, la eutanasia pro-piamente dicha, aquella que consiste en ac-tuar en el cuerpo de otra persona con el ob-jeto de poner fi n a su vida, a petición expre-sa y reiterada de ésta. Será difícil no llegar ahí. A fi n de evitar en lo posible la transitivi-dad del acto, se distinguirá, como ya se ha hecho en otras latitudes, entre eutanasia y suicidio asistido, y en un principio se admiti-rá éste y no aquélla. Pero al fi nal acabará aceptándose tanto uno como otra. Y ello por pura lógica. La autonomía tiene su lógica. Y esa lógica lleva hasta ahí.

En este punto conviene volver sobre las tesis expresadas por Callahan en varios libros a partir del que encendió la polémica, titula-do Setting limits y publicado el año 1987. La tesis principal del libro es que para humani-zar la muerte y para evitar la eutanasia, que ve como indeseable, es necesario que las so-ciedades comiencen a enfocar el tema del fi -nal de la vida con una nueva mentalidad. Se trata de ver la muerte como una fase de la vida; y no tanto de la vida biológica como

37 Kant, I.: Fundamentación de la metafísica de las cos-tumbres. Barcelona, Ariel, 1996, págs. 173-5 y 189.

3

bridge, Cambridge University Press, 1998.

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MORIR A TIEMPO

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de la vida biográfi ca. Cuando la vida biográ-fi ca ha cerrado su ciclo, es decir, cuando se ha cubierto lo que él denomina la “duración natural de la vida”, deberían restringirse los medios muy costosos que se aplican a esos pacientes e invertirlos en evitar la muerte prematura de quienes no pueden cubrir su periplo vital porque enfermedades y muertes prematuras se lo impiden. En sus propias palabras:

“El Estado tiene el deber, tomando como base nuestras obligaciones sociales colectivas, de ayudar a la gente a disfrutar de una duración natural de la vida, pero no de contribuir activamente a prolongar su exis-tencia por procedimientos médicos más allá de este pe-riodo […] Más allá del punto de una duración natural de la existencia, el Estado debe suministrar tan sólo los medios necesarios para aliviar el sufrimiento, y no tec-nología para alargar la vida”39.

Callahan piensa que esa duración natu-ral de la vida puede darse por concluida al fi nal de la década de los setenta o a comien-zos de la década de los ochenta, y que, por tanto, a partir de ese momento los Estados deberían restringir los procedimientos típi-cos de la medicina terciaria o muy especiali-zada y procurar sólo cuidados básicos. Le lleva a proponer esta solución la alarma crea-da por los economistas en la década inme-diatamente anterior a la publicación de su libro, en el sentido de que en esas fases fi na-les de la vida es cuando se consumen más recursos, y de que por tanto son los ancianos quienes resultan más onerosos al sistema sa-nitario, impidiendo la atención a otras pato-logías. Su tesis es que la mera renuncia vo-luntaria a los tratamientos costosos y ex-traordinarios no sería sufi ciente para resolver el problema. Pero la propia reacción que ha levantado su libro hace sospechar que su propuesta tampoco parece la solución ideal, al menos por ahora40. Mi opinión es que hoy por hoy la restricción de prestaciones no debe verse como una cuestión política o ad-ministrativa sino como algo que deben deci-dir voluntariamente los individuos que ya han cubierto su periplo vital. No se trata, al menos por ahora, de prohibir a los ancianos el acceso a las tecnologías complejas, pero sí de educar a la población para que sepa re-nunciar a unos procedimientos, extremada-mente costosos y de poco benefi cio en su ca-so concreto, a favor de otros individuos que pueden benefi ciarse más de ellos. Se trata,

en última instancia, de gestionar la propia vida de modo razonable y prudente, dando gracias al cielo por haber formado parte de la primera generación en la historia humana que ha tenido una esperanza media de vida de más de ochenta años y que por tanto ha tenido tiempo para realizar de modo pleno su proyecto vital. Se trata de aceptar esto co-mo un auténtico regalo y renunciar a uto-pías que las más de las veces producen más perjuicio que benefi cio. Se trata, en última instancia, de asumir la propia mortalidad y aceptarla cuando la duración natural de la vida ha tocado a su fi n. Hay un tiempo para vivir y un tiempo para morir.

Diez tesis a modo de conclusiónDe todo lo anterior cabe deducir las si-guientes conclusiones:

1. El control de la duración de la vida ha sido siempre un problema cultural y no me-ramente natural. Todas las épocas han toma-do medidas, unas veces explícitas y otras im-plícitas, en ocasiones conscientes y otras mu-chas inconscientes, para abreviar la vida de los mayores impedidos, aquellos que no pue-den seguir las normas y usos de la comunidad y que constituyen una pesada carga para ella. Estas medidas en unos casos han sido activas, mediante procedimientos que directamente buscaban el poner fi n a su vida, y otras mu-chas veces pasivas, limitando las intervencio-nes y los cuidados que se les proporcionaban.

2. A lo largo de la cultura occidental, la estimación por el anciano y por el que está en situación vital comprometida ha sido más bien escasa. El siglo xx ha sido, con mucho, el que más se ha ocupado y preocu-pado por los ancianos y por quienes se ha-llan en riesgo vital.

3. Es esa mayor preocupación la que ha planteado expresamente el problema de la eutanasia, que no debe verse como el resul-tado de la falta de preocupación por los an-cianos y enfermos sino, muy al contrario, como una consecuencia de la mayor aten-ción hacia ellos.

4. La cultura occidental ha sido duran-te la mayor parte de su historia profunda-mente naturalista. Quiere ello decir que ha considerado el orden de la naturaleza como criterio de moralidad, reduciendo el tiem-po de las vidas humanas al tiempo biológi-co y la muerte a la cesación de las activida-des vitales.

5. La cultura liberal y autonomista, propia de la época moderna, ha considera-do, por el contrario, que el tiempo más

propio y defi nitorio del ser humano es el psicológico y el biográfi co, e interpretado la muerte como el fi nal del periplo biográfi co de una persona.

6. El tiempo biológico y el tiempo bio-gráfico no coinciden necesariamente, ni tampoco la muerte biológica y la muerte biográfi ca. Cuando el primer tiempo supera al segundo, las personas deberían renunciar voluntariamente a procedimientos extraor-dinarios y técnicas de soporte vital, limitán-dose a recibir cuidados básicos y medidas de confort.

7. Los recursos económicos ahorrados por esa vía deberían invertirse en la preven-ción y curación de las enfermedades que pro-vocan muertes prematuras, impidiendo a muchas personas llevar a cabo su proyecto biográfi co. También deberían utilizarse esos recursos en mejorar los cuidados básicos y las medidas de confort de los ancianos y de las personas en situación vital comprometida.

8. En consecuencia, los deberes prima-rios para con la vida que existen y se nos im-ponen hoy, a diferencia de otras épocas, son dos: primero, conseguir que todo el mundo goce de un tiempo biológico sufi ciente co-mo para llevar a cabo su proyecto biográfi co; y segundo, restringir la utilización de medios extraordinarios y técnicas de soporte vital cuando la vida biológica se prolonga más allá de la vida biográfi ca, limitando las ac-tuaciones a los cuidados básicos y las medi-das de confort.

9. Estos deberes son exactamente los opuestos a aquellos que ha venido mante-niendo la moral occidental a lo largo de los siglos. Para ésta, en efecto, el deber de hacer lo posible para que todos gozaran de tiempo sufi ciente como para poder llevar a cabo su proyecto de vida carecía de todo sentido. Por el contrario, consideraban una obligación moral respetar el curso de la vida biológica y defi nir la muerte con criterios exclusivamen-te biológicos.

10. En Así habló Zaratustra escribió Nietzsche: “Muchos mueren demasiado tar-de, y algunos mueren demasiado pronto. Todavía suena extraña esta doctrina: ‘¡Muere a tiempo!’ Morir a tiempo, eso es lo que Zaratustra enseña”41. ■

D Graciay profesor de Bioética en la Facultad de Medicina de la Universidad Complutense de Madrid.

39 Callahan, D.: Poner límites: Los fi nes de la medi-cina en una sociedad que envejece. Madrid, Triacastela, 2004, pág. 177.

40 Homer, P.:, Holstein, M. (Eds.): A Good Old Age? The Paradox of ‘Setting Limits’. New York, Simon and Schuster/Touchstone, 1990.

41 Nietzsche, F.: Así habló Zaratustra. Madrid, Alianza, 1980, pág. 114.

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Globalización y crisis del derecho penalUno de los efectos perversos de la globa-lización es sin duda el desarrollo, con di-mensiones que no tienen precedente, de una criminalidad internacional, a su vez global. Se trata de una criminalidad “glo-bal”, o “globalizada”, en el mismo sentido en que hablamos de globalización de la economía: es decir, en el sentido de que la misma, por los actos realizados o por los sujetos implicados, no se desarrolla sola-mente en un único país o territorio estatal, sino a la par de las actividades económicas de las grandes corporations multinacionales, a nivel transnacional o incluso planetario.

Las razones de este desarrollo han sido analizadas en muchas ocasiones: la mun-dialización de las comunicaciones y de la economía no acompañada de una corres-pondiente mundialización del derecho y de sus técnicas de tutela; el paralelo decli-ve de los Estados nacionales y del mono-polio estatal de la producción jurídica; el desarrollo de nuevas formas de explota-ción, de discriminación y de agresión a bienes comunes y a los derechos funda-mentales. En pocas palabras, las nuevas formas de criminalidad transnacional son el efecto de una situación de anomia gene-ral en un mundo cada vez más integrado e interdependiente y confi ado a la ley salva-je del más fuerte: un mundo atravesado por desigualdades crecientes en el que, co-mo señala el Informe de la ONU sobre Desarrollo Humano del año 2000, la dife-rencia de riqueza entre los países más po-bres y los más ricos, que en 1820 era de 1 a 3 y en 1913 de 1 a 11, ha pasado a ser de 1 a 35 en 1950 y de 1 a 72 en 19921; y en el que el patrimonio de las tres personas más ricas del mundo es superior al pro-ducto nacional bruto de todos los países

menos desarrollados y de sus 600 millones de habitantes.

Es claro que todo esto es efecto y causa de una crisis profunda del derecho. Bajo dos aspectos. Está en crisis, en primer lu-gar, la credibilidad del derecho. Dispone-mos actualmente de muchas cartas, consti-tuciones y declaraciones de derechos esta-tales, continentales, internacionales. Los hombres son hoy, por tanto, incompara-blemente más iguales, en derecho, que en el pasado. Y sin embargo son también, de hecho, incomparablemente más desiguales en concreto, a causa de las condiciones de indigencia de las que son víctimas miles de millones de seres humanos, a pesar de lo que dicen esos textos. Nuestro “tiempo de los derechos”, como lo ha llamado Nor ber-to Bobbio, es también el tiempo de su más amplia violación y de la más profunda e intolerable desigualdad.

Hay un segundo e incluso más grave aspecto de la crisis: la impotencia del dere-cho, es decir, su incapacidad para producir reglas a la altura de los nuevos desafíos abiertos por la globalización. Si tuviera que aportar una defi nición jurídica de la globalización, la defi niría como un vacío de derecho público a la altura de los nue-vos poderes y de los nuevos problemas, como la ausencia de una esfera pública in-ternacional; es decir, de un derecho y de un sistema de garantías y de instituciones idóneas para disciplinar los nuevos poderes desregulados y salvajes tanto del mercado como de la política.

Esta crisis del papel del derecho gene-rada por la globalización se manifi esta en materia penal como crisis, o, peor aún, co-mo quiebra, de las dos funciones justifi ca-doras del derecho penal y por tanto de sus dos fundamentos legitimadores. ¿En qué consisten estas funciones y estos funda-mentos? Me parece, como lo he sostenido en otras ocasiones, que consisten en la mi-nimización de la violencia, tanto la produ-

cida por los delitos como la generada por las respuestas informales a los mismos: no sólo, por tanto, como se suele entender, en la prevención de los delitos, sino también en la prevención de las penas informales y excesivas, o sea, de las venganzas, así como de la arbitrariedad y de los abusos policiales que serían infl igidos en su ausencia. Por ello he defi nido el derecho penal como la ley del más débil. Es decir, la ley –alternati-va a la ley del más fuerte– instituida en tutela de la parte más débil, que en el mo-mento del delito es la parte ofendida, en el del proceso es el imputado y en el de la ejecución de la pena es el condenado.

Pues bien, la crisis actual del derecho penal producida por la globalización con-siste en el resquebrajamiento de sus dos funciones garantistas: la prevención de los delitos y la prevención de las penas arbitra-rias; las funciones de defensa social y al mismo tiempo el sistema de las garantías penales y procesales. Para comprender su naturaleza y profundidad debemos re-fl exionar sobre la doble mutación provoca-da por la globalización en la fenomenolo-gía de los delitos y de las penas: una muta-ción que se refi ere, por un lado, a la que podemos llamar cuestión criminal, es decir, a la naturaleza económica, social y política de la criminalidad; y, por otro lado, a la que cabe designar cuestión penal, es decir, a las formas de la intervención punitiva y las causas de la impunidad.

La nueva cuestión criminalHa cambiado sobre todo la cuestión criminal. La criminalidad que hoy en día atenta con-tra los derechos y los bienes fundamentales no es ya la vieja criminalidad de subsistencia, ejecutada por sujetos individuales, prevalen-temente marginados. La criminalidad que amenaza más gravemente los derechos, la democracia, la paz y el futuro mismo de nuestro planeta es con seguridad la crimina-lidad del poder: un fenómeno no marginal ni

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1 UNDP. Rapporto 1999 sullo sviluppo umano. La globalizzazione, Rosenberg e Sellier, Turín, 1999, pág. 55.

CRIMINALIDADY GLOBALIZACIÓN

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excepcional como la criminalidad tradicio-nal, sino inserto en el funcionamiento nor-mal de nuestras sociedades2.

Sería útil desarrollar la refl exión teórica, además de la investigación empírica, sobre la criminalidad del poder: analizar, descompo-ner, inventariar y clasifi car sus diversas for-mas, identifi car sus rasgos comunes y sus relaciones, por un lado, con los poderes lega-les, y, por otro con la criminalidad ordinaria. Aquí me limitaré a distinguir tres formas de criminalidad del poder, mancomunadas por su carácter de criminalidad organizada: la de los poderes abiertamente criminales; la de los crímenes de los grandes poderes económi-cos, y, fi nalmente, la de los crímenes de los poderes públicos. Por un lado, por tanto, los poderes criminales, por otro los crímenes del poder; tanto económico como político. No se trata de fenómenos criminales netamente distintos y separados sino de mundos entre-lazados por las colusiones entre poderes cri-minales, poderes económicos y poderes ins-titucionales, hechas de complicidades y de recíprocas instrumentalizaciones.

● La primera de estas formas de crimi-nalidad del poder, la de los poderes crimina-les, es el crimen organizado: el terrorismo por un lado y la gran criminalidad de las mafi as y las camorras, por otro. La crimina-lidad organizada, obviamente, ha existido siempre. Pero hoy, como está ampliamente documentado, ha adquirido un desarrollo transnacional y una importancia y un peso fi nanciero sin precedentes, hasta el punto de confi gurarse como uno de los sectores más fl orecientes, ramifi cados y rentables de la economía internacional3. Lo extraordinario

es que el crecimiento de esta criminalidad es el efecto de un fenómeno paradójico en vir-tud del cual, como lo ha señalado Jean de Maillard, “el más conspicuo plusvalor eco-nómico tiene como origen la explotación de la miseria más absoluta”4. “Los mayores be-nefi cios”, dice Maillard, “son generados por la capacidad de valorizar la pobreza a través de la transgresión social de las prohibicio-nes”5. Piénsese solamente en los benefi cios colosales generados por el mercado clandes-tino y por el monopolio criminal de la droga a través del reclutamiento masivo de peque-ños trafi cantes y distribuidores dentro de los grupos marginados. O bien en las asociacio-nes mafi osas destinadas a eludir las prohibi-ciones de inmigración, organizando el trans-porte e ingreso de inmigrantes clandestinos en las fortalezas occidentales. Pero piénsese también en el terrorismo internacional, que recluta su mano de obra sobre todo entre los grupos más pobres y fanatizados. En todos estos casos, la pequeña delincuencia es direc-tamente promovida por las organizaciones criminales, que explotan las condiciones de miseria, necesidad y marginación social de la mano de obra que trabaja para ellas. Tam-bién la criminalidad organizada presenta, como ha demostrado Vincenzo Ruggiero, una estratifi cación de clase, pues la pequeña criminalidad empleada es a su vez explotada por la gran criminalidad integrada en los grupos dirigentes.

● La segunda forma de criminalidad del poder es la de los grandes poderes económicos transnacionales, que se manifi esta en diver-sas formas de corrupción, de apropiación de los recursos naturales y de devastación del ambiente. Es éste el tipo de criminalidad que refl eja el efecto más directo de la glo ba-

lización. Justamente porque la globalización es un vacío de derecho público, y es pe-cífi camente de derecho penal internacional, se manifi esta en el desarrollo de poderes des-regulados, que tienen como única regla el benefi cio y la autoacumulación. Por esta misma razón es cada vez más incierto el con-fín entre este segundo tipo de criminalidad y la de los poderes abiertamente criminales de tipo mafi oso. También esta criminalidad se funda en la máxima explotación de la misma pobreza provocada o acentuada por la globalización. En ausencia de límites y re-glas la relación entre el Estado y los merca-dos se invierte. Ya no son los Estados los que ponen a competir a las empresas sino las em-presas las que ponen a competir a los Esta-

2 Le marché fait sa loi. De l’usage du crime par la mondialisation (2001), traducción italiana de M. Gua-reschi, Il mercato fa la sua legge. Criminalitá e globalizza-zione, Feltrinelli, Milán, 2002, pág. 17.

3 Ivi, pág. 11, donde se calculan las dimensiones de lavado de dinero en un volumen de negocios que

va de los 800 a los 2.000 billones de dólares al año. Véanse otros datos en ivi, pág. 9.

4 Ivi, pág. 25.5 Ibídem y págs. 41-46.

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dos, decidiendo colocar sus inversiones en los países que, por su situación de indigencia o por la corrupción de sus élites dirigentes, están mayormente dispuestos a consentir impunemente devastaciones ambientales, daños a la salud de la población, explotación de los trabajadores y de los recursos natura-les, ausencia de derechos y de garantías en materia laboral y ambiental.

● Finalmente, la tercera forma de crimi-nalidad del poder es la que, operando tam-bién de forma organizada, se pone en acción por los poderes públicos. Aquí nos encontra-mos, por desgracia, frente a una fenomeno-logía compleja y heterogénea. Existen sobre todo diversas formas de corrup ción y de

apropiación de la cosa pública, que parecen actualmente haberse convertido, como lo ha documentado ampliamente Jorge Malem, en una dimensión ordinaria de los poderes públicos6. El vínculo con la criminalidad de los poderes económicos es obviamente estre-chísimo. Y existen, además, los delitos más específi camente públicos: en primer lugar, los crímenes contra la humanidad –desde las detenciones arbitrarias hasta las torturas y las desapariciones forzadas– cometidos por fuerzas policiales, fuerzas armadas y servicios secretos desde dentro y fuera de los ordena-mientos respectivos; en segundo lugar, la variada fenomenología de las subversiones desde arriba por obra de organizaciones ocultas, internas o internacionales, como las tristemente experimentadas en América La-tina en los años sesenta y setenta e intentadas también en Italia a través de asociaciones co-mo Gladio, los servicios secretos, la P2 y si-milares; fi nalmente, las guerras y los críme-nes de guerra promovidos, en abierto con-traste con la Carta de la ONU y, por lo que respecta a algunos países como Italia, tam-bién en contra de sus constituciones nacio-nales. Está claro que, como todos los fenó-menos criminales, este tipo de criminalidad es una manifestación no sólo de desviaciones sociales, sino también de desviaciones insti-tucionales. Es un signo de la patología del ordenamiento y, a causa de su carácter pre-valentemente oculto, expresión degenerada de una crisis del Estado de derecho y de la democracia misma.

En todos los casos, los elementos que hacen masivamente amenazadoras estas nue-vas formas de criminalidad son su carácter organizado y el hecho de que sean practica-das, o por lo menos sostenidas y protegidas, por poderes fuertes, ocultos, a veces subver-sivos: no por sujetos débiles y marginados sino por sujetos potentes, en posición de do-minio. Y esto apunta hacia un cambio pro-fundo en la composición social del fenóme-no delictivo. Al menos por lo que hace a la gran criminalidad, sus connotaciones de cla-se se han invertido. Las verdaderas “clases peligrosas” –como solía llamarse a los grupos marginados y proletarios por las leyes italia-nas de seguridad pública en la segunda mi-tad del siglo xix7– ya no son las clases pobres sino sobre todo las élites dirigentes, tanto económicas como políticas. La tradicional

delincuencia de subsistencia de los margina-dos es cada vez más subalterna de la gran criminalidad organizada, que directa o indi-rectamente la alimenta o por lo menos la instrumentaliza y explota.

Hay además otra razón que convierte en gravemente peligrosa la criminalidad del po-der: el hecho de que, en todas sus variadas formas, atenta contra bienes fundamentales, tanto individuales como colectivos, inclu-yendo la paz y la democracia. Al consistir en la desviación no ya de individuos aislados, sino de poderes desenfrenados y absolutistas, se caracteriza por una pretensión de impuni-dad y una capacidad de intimidación tanto mayor cuanto más potentes son las organiza-ciones criminales y sus vínculos con los po-deres públicos. Pero es justamente esta ma-yor peligrosidad y relevancia política de la cuestión criminal la que vuelve más impor-tantes que nunca las dos funciones de pre-vención y garantía del derecho penal ilustra-das en el primer parágrafo.

La nueva cuestión penalPaso a la otra gran cuestión que he mencio-nado al inicio: la cuestión penal, que el cam-bio de la cuestión criminal nos debería hacer repensar radicalmente, tanto desde el punto de vista de la efectividad como del de las téc-nicas de tutela y de garantía. ¿Cómo ha reac-cionado el sistema penal a la nueva carga de funciones y responsabilidad derivadas del cambio de la cuestión criminal? ¿Qué balan-ce podemos hacer de la función penal hoy en día, en nuestros países? Me parece que el ba-lance es decididamente negativo.

Una respuesta adecuada al cambio de la cuestión criminal debería ser una mutación de paradigma del derecho penal a la altura de los nuevos desafíos de la globalización. En otras palabras, un cambio que permitiera hacer frente a las nuevas formas de crimina-lidad del poder y a los peligros y atentados contra los bienes y los derechos fundamen-tales que la misma produce. En esta direc-ción, hay que reconocerlo, el único paso adelante ha sido la creación de la Corte Pe-nal Internacional para los crímenes contra la humanidad. Fuera de esa conquista, de enor-me importancia, no se ha desarrollado nin-gún proceso, ni siquiera en forma de tenden-cia, de globalización del derecho o de los derechos, análogo o por lo menos a la altura de la globalización del crimen. Se ha produ-cido, por el contrario, una acentuación de las tradicionales características irracionales y clasistas del derecho penal. Con el creci-miento de las desigualdades económicas se ha determinado un aumento de la crimina-lidad callejera y conjuntamente un endure-cimiento de las características selectivas y

6 J. F. Malem Seña, Globalización, comercio inter-nacional y corrupción, Barcelona, Gedisa, 2000.

7 “Disposiciones relativas a las clases peligrosas de la sociedad” era el título III (artículos 82-108) de la ley número 6144 del 30-6-1889 que retomaba las disposi-ciones análogas de la ley número 294 del 6-7-1871.

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LUIGI FERRAJOLI

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antigarantistas de la represión penal, que golpea incluso más duramente que en el pa-sado a los grupos más pobres y marginados, como los toxicodependientes, los inmigrantes o los desempleados. Por el contrario, por ejemplo en Italia, tras la breve etapa de Mani Pulite, ha crecido la impunidad y a la vez la pretensión de impunidad de la criminalidad del poder, así como la corrupción y los deli-tos societarios (falsi in bilancio) y la crimina-lidad mafi osa de los poderes criminales.

Además ha continuado la deriva infl a-cionista del derecho penal, que actualmente está llevando –en Italia, pero creo que tam-bién en otros países– a la quiebra de la ma-quinaria judicial. Justamente en una fase de desarrollo de la criminalidad organizada, que hacía necesaria la máxima defl ación penal y la concentración de las energías, la Adminis-tración de Justicia está colapsada por la so-brecarga de trabajo inútil, responsable al mismo tiempo de la inefi ciencia y de la ausen cia de garantías. Piénsese en la descon-siderada legislación sobre la droga, que se ha revelado como uno de los más potentes fac-tores criminógenos por su alimentación tan-to de la microcriminalidad de subsistencia como de la macrocriminalidad mafi osa del tráfi co. Pero piénsese también en todo el enorme derecho penal burocrático, generado por la tendencia a acompañar cada ley con sanciones penales, en parte por la bien cono-cida inefi ciencia de otras formas de control, de tipo político o administrativo, y en parte por el carácter simbólico y declamatorio de la estigmatización penal.

Asistimos en todos los países de Occi-dente a una crisis de sobreproducción del derecho penal, o incluso del derecho en ge-neral, que está provocando el colapso de su capacidad regulativa. Las leyes se cuentan actualmente en todos estos países por dece-nas de millares, hasta el punto de que nues-tros ordenamientos han regresado (a causa del caos normativo, de la multiplicación de las fuentes y de la superposición de las com-petencias) a la incerteza y a la arbitrariedad propias del derecho jurisprudencial premo-derno. Y, sin embargo, con aparente para-doja, a la infl ación legislativa se correspon-de la ausencia de reglas, de límites y de controles sobre los grandes poderes econó-micos transnacionales y sobre los poderes políticos que los alientan. La globalización, como he dicho, se caracteriza en el plano jurídico como un vacío de derecho público dentro del que tienen espacio libre formas de poder neoabsolutista cuya única regla es la ley del más fuerte.

El resultado de esta bancarrota es un de-recho penal máximo, desarrollado fuera de cualquier diseño racional y por ello en crisis

frente a todos los principios garantistas clá-sicos de legitimación: el principio de taxati-vidad de las fi guras del delito y con ello de certeza del derecho penal; el principio de ofensividad y el de proporcionalidad de las penas; la obligatoriedad de la acción pe-nal, la centralidad del contradictorio y el papel del proceso como instrumento de ve-rifi cación de los hechos cometidos y no co-mo penalización preventiva; en fi n, la efi -ciencia de la maquinaria judicial, inundada de procesos inútiles y costosos cuyo único efecto es ofuscar el confín entre lo lícito y lo ilícito y quitar tiempo y recursos a las inves-tigaciones más importantes, destinadas cada vez más a esa forma de subrepticia amnistía que es la prescripción. Afortunadamente, la mayor parte de este inútil derecho penal bu-rocrático permanece inefectivo. Si por ven-tura todos los delitos denunciados fueran perseguidos y castigados, o incluso si lo fue-ran todos los delitos cometidos, incluso los no denunciados, es probable que gran parte de la población estuviera sujeta a proceso o en reclusión, o por lo menos encargada de una u otra forma de funciones policiales y carcelarias.

Hay un segundo efecto de la infl ación penal que es no menos devastador. Me refi e-ro al colapso del principio de legalidad y, consecuentemente, a la quiebra de la capa-cidad regulativa de la ley. De aquél están en crisis todas las funciones políticas que le son propias en el Estado de derecho: 1. Antes que nada, la certeza del derecho, que es ga-rantía de la igualdad frente a la ley, y la cog-noscibilidad y credibilidad del sistema pe-nal; 2. En segundo lugar, la sujeción del juez a la ley, que es garantía de inmunidad del ciudadano frente a la arbitrariedad y, con-juntamente, fundamento de la independen-cia de la magistratura y de la división de los poderes; 3. Finalmente, la primacía de la le-gislación y por tanto de la política y de la soberanía popular en la defi nición de los bienes jurídicos merecedores de tutela penal y en la exacta confi guración como de sus lesiones como delitos.

Es claro que una crisis como esa del de-recho penal es el signo y el producto de una política penal coyuntural, incapaz de afron-tar las causas estructurales de la criminali-dad y dirigida únicamente a secundar, o peor aún a alimentar, los miedos y los hu-mores represivos presentes en la sociedad.

El terreno privilegiado de esta política coyuntural y demagógica es el de la seguri-dad. En todos nuestros países –en Italia co-mo en América Latina– la demanda de se-guridad, alimentada por la prensa y la tele-visión, está acentuando las vocaciones represivas de la política criminal, orientán-

dola únicamente a hacer frente a la crimina-lidad de subsistencia. El mensaje político que resulta es de signo descaradamente cla-sista y está en sintonía con los intereses de la criminalidad del poder en todas sus diversas formas. Es un mensaje preciso que sugiere la idea de que la criminalidad, la verdadera criminalidad que hay que prevenir y perse-guir, es únicamente la callejera y de subsis-tencia. No, por tanto, las infracciones “de cuello blanco” (las corrupciones, la falsedad en balance, los fraudes fi scales, el lavado de dinero, y mucho menos las guerras, los crí-menes de guerra, las devastaciones del am-biente y los atentados contra la salud) sino solamente los hurtos, los robos de coches y de viviendas y el pequeño tráfi co de drogas cometidos por inmigrantes, desempleados, sujetos marginales, identifi cados todavía hoy como las únicas “clases peligrosas”. Es una operación que sirve para reforzar en la opinión pública el refl ejo clasista y racista de la equiparación de los pobres, de los negros y de los inmigrantes con los delincuentes y para deformar el imaginario colectivo sobre la desviación y el sentido común sobre el derecho penal: que la justicia penal deje de perseguir a las “personas de bien” –éste es el sentido de la operación– y se ocupe por el contrario de los únicos delitos que atentan contra su “seguridad”.

Hay además un segundo mensaje, no menos grave, que se lanza en la campaña por la seguridad. Apunta al cambio en el sentido común del signifi cado mismo de la palabra “seguridad”. No quiere decir “seguridad so-cial”, es decir, garantía de la satisfacción de los derechos sociales, y por tanto seguridad del trabajo, de la salud, de la previsión social, de la supervivencia. Quiere decir únicamen-te “seguridad pública”, conjugada en las for-mas del orden público de policía en vez de las del Estado social. Y esto justamente por-que la seguridad social ha sido agredida por las actuales políticas neoliberales y por ello se vuelve necesario compensar el sentimiento difuso de la inseguridad social con su movi-lización contra el desviado y el diferente, preferiblemente extracomunitario. Es el vie-jo mecanismo del chivo expiatorio, que per-mite descargar sobre el pequeño delincuente las inseguridades, las frustraciones y las ten-siones sociales no resueltas.

Con un doble efecto regresivo. Por un lado la identifi cación ilusoria, en el sentido común, entre seguridad y derecho penal, como si la intervención penal pudiera pro-ducir mágicamente una reducción de los delitos callejeros que requeriría, por el con-trario, más que políticas penales, políticas sociales; más que políticas de exclusión, po-líticas de inclusión. Por otro lado, la remo-

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CRIMINALIDAD Y GLOBALIZACIÓN

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ción del horizonte de la política, de las polí-ticas sociales dirigidas a remontar las causas estructurales de este tipo de desviación y de las formas de tutela alternativas al derecho penal, unas y otras ciertamente más difíciles y costosas que los experimentos de agrava-ción de las penas.

Se sabe que los agravamientos punitivos no tienen ningún efecto disuasorio. Hay un principio teórico elemental, abonado por la experiencia, en el tema de la capacidad de prevención del derecho penal. El efecto di-suasorio de las penas y de su agravamiento es directamente proporcional al grado de exigi-bilidad de la observancia de las normas vio-ladas: es máximo para delitos como el homi-cidio, la violencia sobre las personas, la co-rrupción y los delitos del poder, pero nulo para la mayor parte de los delitos contra el patrimonio, sobre todo si están ligados a la tóxico-dependencia y a la marginación. Al ser una delincuencia originada por la pobre-za, por la inseguridad en las condiciones de vida o, peor aún, por la necesidad de la dro-ga, la delincuencia callejera no es seriamente prevenible con las penas, que aunque sean severas tienen un valor poco más que simbó-lico. Obviamente, la respuesta penal es nece-saria, al menos para evitar las venganzas pri-vadas. Pero es ilusorio confi arles la preven-ción de los delitos que atentan contra la seguridad individual, en vez de hacerlo a po-líticas sociales dirigidas a reducir las causas de la desviación. Al contrario, justamente su total inefi cacia tiene el único efecto de acre-centar el malestar y la desconfi anza en el de-recho y en las instituciones.

El futuro del derecho penal. Un programa de derecho penal mínimoFrente a esta crisis regresiva del derecho pe-nal es hoy necesaria y urgente una batalla política y cultural en torno a un programa de derecho penal garantista. Un programa de ese tipo, que he llamado de derecho penal mí-nimo, debería intentar restituir al derecho penal su naturaleza de instrumento costoso, como extrema ratio, y por otro lado su papel de ley del más débil dirigida a la minimiza-ción de la violencia y a la tutela de bienes fundamentales. En esta prospectiva me pare-ce que se pueden formular sumariamente tres órdenes de indicaciones.

1. El primero se refi ere a la necesidad de desarrollar, en la perspectiva de la dimensión hoy en día planetaria del “interés general”, una esfera pública mundial y por tanto un derecho penal a la altura de los nuevos fenómenos cri-minales que debe hacer frente. Precisamente, a la altura de la variada “criminalidad del po-der” a la que la deregulation, es decir, el vacío

de derecho en que consiste la globalización, asegura la máxima impunidad. En esta línea, la principal indicación es la defensa, la con-creta implementación y el reforzamiento de los medios y de las competencias de esa gran conquista histórica que ha sido la creación de la Corte Penal Internacional para los crí-menes contra la humanidad, que todavía no ha entrado seriamente en funciones y que ya ha sido dura y fuertemente cuestionada e incluso saboteada. Las competencias de la Corte, además, deberían ampliarse a muchos otros crímenes que comparten su carácter transnacional: como el terrorismo internacio-nal, el narcotráfi co y el tráfi co ilícito de ar-mas, las organizaciones mafi osas multinacio-nales, los delitos que afectan el ambiente o la salud, los golpes de Estado y las tentativas golpistas, y otros del género; siempre, natu-ralmente, que estos delitos no sean persegui-dos en el territorio en que son cometidos.

2. El segundo orden de indicaciones se refi ere al derecho penal sustantivo y precisa-mente a su racionalización según el modelo del derecho penal mínimo. Es evidente el nexo indisoluble entre derecho penal míni-mo, garantismo y efi ciencia. Sólo un derecho penal desburocratizado, limitado como extre-ma ratio únicamente a las ofensas a los dere-chos y a los bienes más fundamentales, puede de hecho asegurar el respeto de todas las ga-rantías y a la vez el funcionamiento y la credi-bilidad de la maquinaria judicial.

No me detendré sobre las muchas pro-puestas en que se articula el programa del de-recho penal mínimo: la introducción y la ac-tuación del principio de ofensividad, tanto en abstracto como en concreto, a través de la con-fi guración de la ofensa de daño o de peligro como elemento constitutivo del delito; la ex-tensión de la querella de parte a todos los de-litos contra el patrimonio; la despenalización de todas las contravenciones y de todos los de-litos castigados con simples penas pecuniarias, por su escasa lesividad; la reducción de los máximos de las penas de arresto y la introduc-ción de penas alternativas a la reclusión; la restauración, en fi n, del modelo acusatorio y de las reglas del debido proceso8.

Hay, sin embargo, dos reformas que quiero señalar aquí porque son esenciales para reducir la inefectividad y para aumen tar la racionalidad del derecho penal. El primer orden de reformas se refi ere al mercado de los que podemos deno-minar “bienes ilícitos”. Me refi ero, en particu-lar, a dos tipos de tráfi co. Antes que nada, a la

lógica prohibicionista en materia de drogas. Esta lógica, a causa de la incapacidad de los Estados para garantizar la observancia de las prohibiciones, tiene como único efecto dejar el monopolio del mercado de la droga a las orga-nizaciones criminales e incrementar enorme-mente sus benefi cios. La legislación prohibicio-nista en materia de droga es por ello típicamen-te criminógena: representa el principal alimento de la gran criminalidad mafi osa del narcotráfi co y de la pequeña criminalidad de-pendiente de la pequeña distribución. El único modo de cambiar de raíz este caldo de cultivo de la criminalidad es la legalización y por tanto la liberalización controlada de las drogas.

Un discurso opuesto merece el comercio de las armas. Las armas están destinadas por su propia naturaleza a matar. Y su disponibi-lidad es la causa principal de la criminalidad común y de las guerras. No se entiende por qué no deba ser prohibido como ilícito cual-quier tipo de tráfi co o de posesión. Es claro que el modo mejor de impedir el tráfi co y la posesión es prohibir su producción: no sólo, por tanto, el desarme nuclear sino la prohibi-ción de todas las armas, excluidas las necesa-rias para la dotación de las policías, a fi n de mantener el monopolio jurídico del uso de la fuerza. Puede parecer una propuesta utópica: pero es tal sólo para quienes consideran into-cables los intereses de los grandes lobbies de los fabricantes y de los comerciantes de armas y las políticas belicistas de las potencias gran-des y pequeñas.

Hay, además, otra reforma, a mi parecer urgente y previa a todas las demás, de la que quiero hablar aunque sea sumariamente: el reforzamiento del principio de legalidad me-diante la sustitución de la simple reserva de ley por una reserva de código; entendiendo con esta expresión el principio, que debe consa-grarse a nivel constitucional, según el cual no podría introducirse ninguna norma en mate-ria de delitos, penas o procedimientos penales si no es a través de una modifi cación de los códigos correspondientes aprobada por me-dio de procedimientos agravados. No se tra-taría de una simple reforma de los códigos. Se trataría más bien de una recodifi cación del entero derecho penal sobre la base de una me-tagarantía contra el abuso de la legislación especial y excepcional. La racionalidad de la ley, contrapuesta por Hobbes a la “iuris pru-dentia o sabiduría de los jueces” propia del viejo derecho común9, ha sido de hecho di-

8 Remito a mi trabajo ‘Crisi della legalitá e di-ritto penale minimo’, en Diritto penale minimo, edi-ción de U. Curi y G. Palombarini, Donzelli, Roma, 2002, págs. 9-21.

9 “No es por tanto esa juris prudentia o sabidu-ría de los jueces subordinados, sino la razón de este nuestro hombre artifi cial, el Estado y su mandato, el que dicta la ley”, T. Hobbes, Il Leviatano (1651), tra-ducción italiana de R. Santi, Bompiani, Milán, 2001, XXVI, pág. 439 (hay traducción al castellano de Ma-nuel Sánchez Sarto, México, FCE, 1940).

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suelta en una legislación caótica e incoheren-te, cuyo efecto es exactamente el de reprodu-cir, a través del crecimiento de la discreciona-lidad en la práctica jurídica, un derecho de formación prevalentemente jurisprudencial, según el antiguo modelo del derecho premo-derno. Frente a esta regresión es necesaria una refundación de la legalidad penal a través de esta metagarantía, idónea para poner fi n al caos existente y para poner al Código Penal y al de procedimientos a salvo del arbitrio y de la volubilidad de nuestros legisladores. El có-digo penal y el de procedimientos se conver-tirían en textos exhaustivos y conjuntamente exclusivos de toda la materia penal, de cuya coherencia y sistematicidad el legislador debe-ría hacerse cargo. Se acrecentaría su capacidad regulativa, tanto frente a los ciudadanos como frente a los jueces. La drástica despenalización así generada (a comenzar por ese derecho pe-nal burocrático representado por las faltas o contravenciones y, en general, las infracciones sancionadas con simples penas pecuniarias) sería largamente compensada por el aumento de la certeza, de la efectividad y de la tasa de garantismo del conjunto.

Solamente la refundación de la legali-dad inducida por la recodifi cación integral del derecho penal (acompañada de la res-tauración de todos los principios garantis-tas, comenzando por los de taxatividad de las fi guras del delito y por el de lesividad de bienes y derechos fundamentales) pue-de, por otra parte, restaurar una correcta relación entre legislación y jurisdicción so-bre la base de una rígida actio fi nium re-gundorum. Con aparente paradoja, de he-cho, en tanto que la legislación, y por ello la política, pueden asegurar la división de poderes y la sujeción del juez a la ley, reali-zando así la prerro gativa constitucional de reserva absoluta de ley siempre que el legis-lador sepa hacer su trabajo, que es el de producir leyes respetuosas de las garantías, primera entre todas la de estricta legalidad, idóneas para limitar y vincular a los tribu-nales. En pocas palabras, la ley puede ser efectivamente condicionante siempre que esté jurídicamente condicionada. El hecho de que ésta sea la vieja receta ilustrada no le quita ningún valor. Que todo esto fuera válido hace dos siglos, cuando la codifi ca-ción hizo posible el paso del arbitrio de los jueces propio del viejo derecho jurispru-dencial al Estado de derecho, no lo vuelve menos válido hoy en día, cuando la infl a-ción legislativa ha hecho prácticamente regresar el sistema penal a la incerteza del derecho premoderno.

3. El tercer orden de indicaciones se refi ere al proceso y al ejercicio de la acción penal. El derecho penal ha estado siempre

viciado, en contraste con su modelo ideal, por un grado más o menos alto de discrimi-nación y de selectividad estructural, que le ha llevado constantemente a reprimir antes que nada la criminalidad callejera de las personas más pobres. Basta observar los al-tos porcentajes de negros en los Estados Unidos y, de inmigrantes, en Europa, entre los condenados y los detenidos. Esta selec-tividad es el fruto, más que de una opción consciente, de la presión de los media y ex-presa también un refl ejo burocrático de los aparatos policiales y judiciales, los delitos cometidos por estas personas, normalmen-te privadas de defensa, son más fácilmente perseguibles que los cometidos por perso-nas pudientes.

Creo que la toma de conciencia de esta sistemática discriminación debería, por un lado, orientar la política criminal, que, por el contrario, parece preocupada solamente por apoyar y alimentar con inútiles agravamien-tos de las penas la alarma hacia los delitos de los pobres. Y debería, por otra parte, entrar a formar parte de la deontología profesional de los jueces que han de garantizar la igual-dad y los derechos fundamentales de todos, actuando en estos delitos con una mayor in-dulgencia equitativa para compensar la ob-

jetiva desigualdad y selectividad de la admi-nistración de justicia. Sólo de esta forma la jurisdicción se abriría a los valores constitu-cionales de la igualdad y la dignidad de la persona, superando el tradicional formalis-mo y el pretendido tecnicismo que sirven en realidad para cubrir el refl ejo burocrático e irresponsabilizador que es propio de todos los aparatos de poder.

Naturalmente, a corto plazo no cabe ha-cerse ilusiones sobre las perspectivas de una reforma del sistema penal a la altura de los nuevos desafíos y ni siquiera sobre las políti-cas criminales racionales alternativas a las políticas demagógicas que actualmente pre-valecen. Sin embargo, frente a la crisis de la razón jurídica, no podemos permitirnos ni siquiera un pesimismo resignado. Es verdad que en el estado actual, a causa de la sordidez de la política y de la cultura jurídica, una refundación racional del derecho penal pare-ce sumamente improbable. Pero improbable no quiere decir imposible. A menos que se quiera ocultar las responsabilidades de (nues-tra) política y de (nuestra) cultura jurídica, no hay que confundir inercia y realismo, descalifi cando como “irreal” o “utópico” lo que simplemente no queremos o no sabe-mos hacer. Al contrario, hay que admitir que de la crisis actual somos todos –legisladores, jueces y juristas– responsables; que el pesi-mismo “realista” y el desencanto resignado y “posmoderno”, del que en estos años ha he-

cho gala una parte de la cultura penalista, corresponden a peticiones de principio que se autoverifi can; que, sobre todo, de la supe-ración de la falta de proyecto que afl ige tan-to a la política como a la cultura jurídica depende el futuro no sólo del derecho penal, sino también del Estado de derecho y de la democracia misma. ■

Traducción de Miguel Carbonell.

Luigi Ferrajoli es catedrático de Teoría y Filosofía del Derecho en la Universidad de Roma III. Autor de Derecho y razón. Teoría del garantismo penal.

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PARA UNA ÉTICA POSITIVA DEL JUEZ

PERFECTO ANDRÉS IBÁÑEZ

Relevancia del asuntoEn una aproximación elemental, la juris-dicción es una función del Estado destina-da a decidir con imparcialidad sobre situa-ciones controvertidas según las reglas del derecho vigente. La previsión de una fi gura asimilable a la actual del juez, esto es de un sujeto institucional habilitado para mediar los confl ictos desde una posición de autori-dad, es un universal localizable de una u otra forma en cualquier grupo social míni-mamente organizado. En todo caso consti-tuye una constante presente desde antiguo en la experiencia europea. Pues bien, tam-bién desde antiguo, la regular presencia del juez va acompañada de la preocupación so-cial por limitar su poder1. Inquietud funda-da en la conciencia de que, aun cuando ac-túe con sujeción a normas, sus decisiones se producen en un marco de notable e inevita-ble discrecionalidad.

Es una discrecionalidad de doble ver-tiente, pues incide tanto en la determinación de los hechos como en la aplicación del de-recho. Por eso, el aludido temor se ha pro-yectado históricamente en ambos planos. En efecto, cuando se trata de la quaestio facti, es perceptible en los sucesivos intentos de re-cortar la libertad del juez al operar con ella: las ordalías, el juicio de Dios, la prueba le-gal2 y el principio in dubio pro reo son bue-nos ejemplos de lo que se dice. Comprensi-blemente asociados al proceso penal, que ha sido y es la forma más incisiva de interven-ción judicial. Pero también el tratamiento de la quaestio iuris ha suscitado recelo. Y se hace patente, de forma ejemplar por su expresivi-dad, en el histórico interés por limitar, e in-

cluso impedir, la interpretación judicial; en la pretensión ingenua de imponer, como si eso fuera posible, una aplicación mecánica del texto legal. Aquí resulta también obliga-do recordar a Montesquieu con su propuesta de juez fonográfi co, mucho más vigente de lo que pudiera parecer en fenómenos como el sistema de oposiciones basado en la memo-rización y el recitado de temas que permane-ce como procedimiento de selección3.

Es más, la preocupación por los abusos de poder cometidos en el ejercicio de la función de juzgar ha sido tanta y tan justifi -cada que el intento de evitarlos dio lugar a uno de los esfuerzos más caracterizados en-tre los que alumbraron el moderno constitucionalismo. Y no hay experiencia constituyente en la que ese tema no com-parezca4. Por lo que no es casual que en la generalidad de los vigentes ordenamientos las reglas básicas de la disciplina del proceso tengan el máximo rango normativo5.

Hoy –el tiempo no ha pasado inútil-mente– existe un mejor conocimiento de los elementos constitutivos y la dinámica de la experiencia jurisdiccional. Y gracias a este conocimiento se cuenta también con mejo-res instrumentos legales para hacerla más controlable y más racional. Como luego ve-remos, la aproximación a los problemas que

suscita la determinación judicial de los he-chos es mucho más rigurosa, pues se sabe más de ella y sobre cómo prevenir los abusos que hace posible. Y también se dispone de un importante aparato teórico en materia de interpretación del texto legal. Pero no hay que engañarse: el viejo problema subsiste como tal, pues en el ejercicio del poder deci-sional del juez hay siempre una inevitable dimensión muy personal debido a que, co-mo escribe Senese, “él mismo concurre a la defi nición de la regla que debe aplicar”6.

Tal dimensión tiene que ver, de un la-do, con las particularidades específi cas del caso concreto, de necesaria reconstrucción artesanal en la valoración de la actividad probatoria. Ésta, como bien se sabe, aconte-ce siempre en tensión, pues se produce en virtud de aportaciones parciales, es decir, interesadas y, generalmente, antagónicas. Y sobre ella inciden también las difi cultades de lectura de una pluralidad de discursos antes de que puedan entrar en escena las propias del texto legal. Éstas pueden deber-se a las peculiaridades de la materia, a defec-tos técnicos de redacción y, en ocasiones, a la precisa opción del legislador de delegar en los jueces el tratamiento de una cuestión polémica que, por razones de índole cultu-ral o político-coyunturales, no es posible o no se quiere mediar legislativamente de ma-nera adecuada.

En todo caso, y tanto en el campo de los hechos como en el del derecho, lo cierto es que al fi n se abre siempre un espacio en el área de la decisión que el juez debe cubrir con recursos propios. Se trata de un esfuerzo muy personal, en el que aquél se implica con todo su bagaje. De éste forma parte la pre-paración técnica estándar que comparte con los demás jueces y que es hasta cierto punto programable; pero, también y sobre todo, su

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1 En este punto es obligada la cita de Montes-quieu: “... el poder de juzgar, tan terrible para los hom-bres” (Del espíritu de las leyes, trad. de M. Blázquez y P. de Vega, Tecnos, Madrid, 1972, pág. 152).

2 Se trata de intentos, por más que hoy puedan parecer elementales y toscos, de racionalizar el enjuicia-miento penal mediante la limitación del arbitrio, y de legitimar así la respuesta punitiva.

3 En este contexto, vale la pena recordar el punto de vista de Oliet y Serena, para quienes “la oposición es sustancial e inevitablemente, por tanto, la ejecución en el acto del examen de los ‘discos’ previamente impre-sionados en el cerebro del opositor con arreglo al pro-grama”, en Apuntes sobre organización de los Tribunales Españoles, Imprenta Provincial, Huesca, 1948, pág. 5.

4 Es paradigmático al respecto el caso de la Asam-blea constituyente francesa de 1789. Como escribe Ro-yer, “es en el primer mes de su existencia (...) cuando se preocupa de la reforma judicial...” (J. P. Royer, La societé judiciaire depuis le XVIII siècle, Presses Universitaires de France, 1979, págs.175 y sisgs.).

5 En este sentido, es emblemático el caso de la Constitución italiana, en la que la Ley constitucional 2/1999, de 23 de noviembre, ha introducido un nue-vo artículo 111, con toda una completa disciplina del juicio contradictorio.

6 S. Senese, Giudice (Nozione e diritto costituzio-nale), cit. Por separata de Digesto, IV ed., vol. VII Pubblicistico, UTET, pág. 42.

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formación humana específi ca, sus opciones político-culturales y, de manera muy espe-cial, su actitud ética.

Estas variables siempre han jugado un papel muy importante en la realidad judi-cial, aunque no siempre han sido expresa-mente tematizadas como problema ni han recibido una consideración específi ca. Y es en las sociedades pluralistas, particular-mente, en los procesos de cambio y, más aún, en los momentos de transición de-mocrática, cuando se hacen más percepti-bles y más relevante es su incidencia, en la medida en que en ellos se amplía también el campo del debate público por el ingreso de nuevos asuntos. En efecto, cuando el dinamismo de la sociedad compromete la capacidad ordenadora del legislador se amplía en la misma medida de forma na-tural el ámbito de la jurisdicción y la rele-vancia política de su papel.

Rodotà7 ha explicado muy bien este fe-nómeno como de crecimiento de la deman-da de justicia dirigida a los jueces. Que en ocasiones se produce porque las instancias estatales que debieran hacerlo no satisfacen legítimas expectativas sociales y los ciudada-nos utilizan, por sustitución, la vía del pro-ceso para tratar de introducir en el sistema institucional sus demandas desatendidas8.

Para ello se busca generalmente el apoyo di-recto en principios constitucionales, ya por-que exista un vacío de legalidad concreta o bien porque interese denunciar la contradic-ción entre aquéllos y ésta. Pero en ocasiones el défi cit de legalidad ordinaria responde, como se ha dicho, a una opción refl exiva-mente adoptada por el Parlamento que, en presencia de alguna cuestión confl ictiva a la que no resulta fácil dar respuesta legislativa, decide remitirla al juez9.

Pues bien, desde luego en esas situaciones más o menos extraordinarias, pero también en las que pertenecen a la más estricta norma-lidad, el juez pone mucho de sí mismo en lo que hace como tal10. Lo ideal es que no fuera

así, pero la experiencia demuestra que se trata de algo realmente inevitable. Por eso, es un problema siempre vivo que es preciso afrontar como tal; generando refl exión y cultura sobre él, muy en particular entre los propios jueces, para extremar en ellos el sentido de la respon-sabilidad y la tensión autocríticas11.

Ferrajoli ha tratado este asunto con es-pecial rigor. En concreto, se ha referido a la existencia de un “poder de disposición”12 que resulta objetivamente atribuido al juez por el ordenamiento jurídico, por efecto de la exis-tencia en éste de los aludidos espacios de discrecionalidad, no todos inevitables en se-de legislativa. La transferencia de ese poder de decidir en un marco fl exible implica atri-bución de poder político13, de cierto extra-

7 S. Rodotà, Repertorio di fi ne di secolo, Laterza, Roma-Bari, 1992, pág. 73.

8 El de los derechos sociales es campo abonado para la emergencia de este tipo de confl ictos. Sobre el particu-lar, cfr. V. Abramovich y C. Courtis, Los derechos sociales

como derechos exigibles, con prólogo de L. Ferrajoli, Trotta, Madrid, 2002.

9 Es lo que sucede en campos particularmente conflictivos, como el de las cuestiones de bioética, donde la existencia de un agudo debate social en curso hace difícil un tratamiento legislativo cerrado y pacifi ca-dor. Por eso resulta casi inevitable el recurso a la juris-dicción en un marco de referencias legales necesaria-mente elástico y abierto. Sobre el particular cfr. asimis-mo Rodotà, ‘Modelli culturali e orizonti della bioetica’, en S. Rodotá (ed.), Questioni di bioetica, de varios au-tores, Laterza, Roma-Bari, 1993, pág. 422.

10 La realidad del pluralismo de las actitudes en la magistratura, más allá del (relativo) común denominador técnico, hace que, desde la perspectiva del justiciable, pueda no resultar indiferente quién sea el juez concreto que se encargue del caso. Excluida, por razones obvias, la opción del juez a la carta, la única alternativa racional es la que se concreta en el principio –hoy constitucional– del juez natural, no siempre equivalente al predetermina-do por la ley, y que responde al reconocimiento de la ne-cesidad de distribuir de forma aleatoria con criterios obje-tivos no manipulables, entre los asuntos y los

demandantes de justicia, esas legítimas diversidades, no indiferentes, de los jueces.

11 A este respecto, hay que denunciar la miopía de ciertas posiciones teóricas que, con el fi n de evitar el llamado activismo judicial, defi enden la convenien-cia de seguir difundiendo entre los operadores judicia-les el imperativo de fi delidad al imposible paradigma del “juez bouche de la loi”. Creo que no hay nada más peligroso. El juez que opere convencido de hacerlo conforme a ese modelo será un juez realmente incons-ciente del alcance real de su poder. Por eso, se impone formar a los jueces en una comprensión realista de la naturaleza del ordenamiento jurídico que aplican y de los márgenes de discrecionalidad con que cuentan pa-ra que puedan operar con la máxima lucidez de con-ciencia, presupuesto básico del necesario autocontrol.

12 L. Ferrajoli, Derecho y razón. Teoría del garan-tismo penal, trad. de P. Andrés Ibáñez, J. C. Bayón, R. Cantarero, A. Ruiz Miguel y J. Terradillos, Trotta, Madrid, 6ª ed., 2004, págs. 38-40.

13 Cfr. C. Guarnieri, L’indipendenza della magistra-tura, Cedam, Padova, 1981, pág. 32.

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PARA UNA ÉTICA POSITIVA DEL JUEZ

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poder judicial, de cuya existencia el juez tendría que ser consciente para autolimi-tarse en su ejercicio, para extremar el res-peto de las garantías y el esfuerzo en la justifi cación de sus decisiones. Pues bien, es claro que el uso de tales atribuciones debería estar presidido por una informada y exigente conciencia ética. Esta necesi-dad ilustra bien acerca de la importancia de una refl exión sobre los imperativos de esa naturaleza que deben presidir el ejerci-cio de la jurisdicción. El juez, como suje-to público y con deberes de esta clase, está obligado a inspirar su práctica en un cua-dro de principios básicos universalmente compartidos, que tienen consagración constitucional y en los grandes textos in-ternacionales de garantía de los derechos fundamentales. De esos principios se de-rivan precisas exigencias de comporta-miento en el juicio, en la relación con las partes y con el objeto del mismo. Estas exigencias no son un a priori autoevidente sino que han de inferirse del papel consti-tucional del juez y de la signifi cación tam-bién constitucional del proceso. Es lo que trataré de hacer en lo que sigue.

Política y ética de la jurisdicciónLa experiencia europea continental de los últimos 150 años en tema de jurisdicción, que es la que aquí se toma como referen-cia, permite hablar de la existencia de dos tipos ideales o modelos de juez, en el sen-tido weberiano del término. Cada modelo implica un diseño de organización, una propuesta cultural y un perfi l ético del operador judicial.

El primero se identifi ca convencional-mente como napoleónico14 y se caracteri-za, en el plano político-organizativo, por la esencial subordinación de la Adminis-tración de justicia al poder político. La magistratura aparece vinculada al ejecuti-vo a través de una élite judicial, de desig-nación política, que la gobierna y que ac-túa como longa manu del Ministerio de Justicia. En ese contexto, los jueces están articulados con un criterio vertical, toma-do de la milicia, formando una carrera. Ésta responde a las pautas del cursus hono-rum, en el que se ingresa por el nivel más bajo pero con posibilidades y expectativas de promoción profesional, libremente ad-ministradas por el vértice (magistratura de casación). La articulación jerárquica se su-perpone rigurosamente al sistema procesal de instancias y recursos, de manera que a

mayor grado en el orden jurisdiccional corresponde también un mayor grado en la jerarquía. El superior lo es así en ambos planos, lo que permite asegurar el ejerci-cio de un doble control, en particular ideológico15, que se proyecta tanto sobre las actuaciones profesionales como sobre las ajenas a la profesión, incluidos aspec-tos estrictamente atinentes a la vida priva-da16. Por lo demás, la legitimidad del juez es formal o cuasi-sacramental17 y a priori, pues la recibe en el acto de la investidura y le acompaña siempre. De “unción carismática” habló De Miguel Garciló-pez18 y de “vitalismo estamental” lo hizo Martínez Calcerrada19.

En el marco institucional descrito, la independencia tiene atribuido formal-mente un papel esencial de referencia. Pe-ro lo cierto es que su función es básica-mente propagandística y de encubrimien-to de la verdadera realidad del modelo, que impide de manera efi caz la plasma-ción práctica de ese valor. Desde el punto de vista externo, o de la magistratura en su conjunto, porque ésta es un cuerpo inte-grado en posición subordinada en el área del ejecutivo. Desde el punto de vista in-terno, porque el juez está fuertemente me-

diatizado en razón de la dependencia je-rárquica. Además, ha de tenerse en cuenta que el acceso a la función judicial pasa por un cuidadoso sistema de fi ltros20 que ya garantiza desde el inicio, la homoge-neidad político-cultural del seleccionado con la clase del poder y la integración su-bordinada en su área de infl uencia.

La cultura jurídica del juez de este sis-tema es la propia del positivismo dogmá-tico. Del derecho como code; de la ley co-mo texto omnicomprensivo y completo que encierra un único signifi cado defi niti-vamente puesto en ella por el legislador y susceptible de ser conocido como tal por el intérprete, mero aplicador aséptico y neutral. En la valoración de la prueba prevalece el principio de decisión en con-ciencia, entendido como intime convic-tion, es decir, como criterio personalísi-mo, esencialmente intuitivo y, por ello, no susceptible de racionalización ni nece-sitado de justifi cación expresa.

El sistema sintéticamente descrito lle-va implícito en sus constantes estructura-les todo un ethos del juez. Como hemos visto, éste es un operador que vive el rol desde la falsa conciencia acerca del pro-pio perfi l y de su papel institucional. En efecto, rinde culto a una independencia de la que realmente carece; se considera apolítico, no obstante desempeñar un co-metido políticamente instrumental; se ve como neutro aplicador de la ley, aun cuando esto sea objetivamente imposible. A todo ello se debe su marcada resisten-cia a la introspección autocrítica y a la aceptación de la crítica. Por otro lado, en tanto que socializado profesionalmente en el culto a la jerarquía, es esencialmen-te autoritario, decisionista, reacio a dar cuenta del porqué de las resoluciones que dicta. De estos rasgos tipológicos, pro-pios de la ideología del rol (que en el pla-no individual no serían necesariamente incompatibles con un ejercicio subjetiva-mente honesto de la función) da buena cuenta el acentuado formulismo, la pa-sión por el rito y por todo lo que separa, el hermetismo del lenguaje, la falta de fl exibilidad, incluso las difi cultades de re-lación con los restantes sujetos procesales y con el público en general.

El modelo napoleónico de organiza-ción judicial y de juez ha demostrado una extraña virtud: su extraordinaria funcio-nalidad y capacidad de integración en dis-

14 Cfr. al respecto, J. P. Royer, Histoire de la jus-tice en France, Presses Universitaires de France, París, págs. 425 y sigs.

15 Un claro instrumento de esta clase de control lo han constituido aquellas previsiones disciplinarias inspiradas en valores como “el decoro” o “la dignidad de la función”, verdaderos conceptos-válvula a rellenar de contenido según la ocasión por la autoridad jerárquica, presentes en la generalidad de las legislaciones orgánicas de inspiración francesa.

16 Una de las formas tópicas de ejercicio de ese control es la representada por los informes reservados que los superiores elaboraban periódicamente a fi n de que fueran tomados en consideración para decidir sobre la promoción de cada juez en la carrera. Con la entrada en vigor de la Constitución, en España, los jueces tuvieron la posibilidad de consultar sus dossiers, hasta entonces gestionados en secreto por el Ministerio de Justicia. Así pudo comprobarse que esos informes versaban no sólo sobre las actitudes políticas sino incluso sobre las relacio-nes matrimoniales (o extramatrimoniales) de los intere-sados, sus afi ciones, sus eventuales difi cultades económi-cas, etcétera. Un clásico y ya viejo presidente de Audien-cia Territorial, que ejercía todavía como tal en los años setenta, dando cuenta de su experiencia de inspecciones e informes, contaba que, según costumbre, al fi nal de la mañana el juez inspeccionado le invitaba a comer, y có-mo, ya relajado, se expresaba, ingenuamente, más con-fi ado y con menos reservas. Rematando: “El no lo sabía, pero yo seguía con mi trabajo”. Es decir, acumulado in-formación, así, subrepticiamente obtenida.

17 Una particularidad del modelo es el formalismo que en él se imprime a los actos propios del ofi cio judi-cial. En efecto, existe toda una liturgia o folclore, con claras reminiscencias eclesiales, que se hace especialmen-te patente en momentos como la jura y la toma de pose-sión de los cargos, verderos ritos iniciaticos.

18 A. De Miguel Garcilópez, ‘Ley penal y Minis-terio Público en el Estado de derecho’, en Anuario de Derecho Penal, 1963, pág. 266.

19 L. Martínez Calcerrada, Independencia del Poder Judicial, con prólogo de A. De Miguel Garcilópez, Edito-rial Revista de Derecho Judicial, Madrid, 1970, pág. 208.

20 Éstos, además, operaban ya a partir de la selec-ción implícita en la extracción social y en la fuerte ten-dencia a la reproducción endogámica de los cuerpos bu-rocráticos, a las que el judicial nunca fue una excepción.

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PERFECTO ANDRÉS IBÁÑEZ

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tintas experiencias autoritarias21. Sin du-da debida a la prevalente condición de ins-trumentos de poder y de control social, que no de dispositivos de garantía de derechos. De ahí que fueran profundamente cuestio-nados en los albores del constitucionalismo emergente tras la Segunda Guerra Mun-dial22. Como es sabido, la experiencia dra-mática de los fascismos europeos hizo evi-dente la necesidad de predisponer fuertes lí-mites de derecho al ejercicio de la política. De este modo nacieron esos nuevos contra-tos sociales que son las constituciones rígi-das, caracterizadas por la consagración nor-mativa de ambiciosas tablas de derechos, re-forzadas en su vigencia mediante la previsión de procedimientos agravados de reforma. De este modo, la pirámide normativa kelse-niana se enriquece con un nuevo plano, si-tuado en la cúspide del sistema. Es el repre-sentado por los derechos fundamentales, que reciben la consideración de superley po-sitiva, de obligatoria observancia para todos los poderes, incluido el Legislativo.

El nuevo tratamiento constitucional de los derechos fundamentales demanda una autoridad independiente –ajena a la políti-ca y a los demás centros de poder– capaz de garantizar su aplicación erga omnes. Es así como surge constitucionalmente un nuevo concepto de poder judicial, que re-clama la profunda revisión crítica del mo-delo precedente. De inmediato se hace evi-dente la necesidad de garantizar la indepen-dencia tanto en el plano externo (de la magistratura en su conjunto) como el pla-no interno (de cada juez en particular). A lo primero se orienta la puesta a punto de una institución, el Consejo Superior de la Ma-gistratura23, que tiene su primera realiza-

ción en la Constitución italiana de 1948. A lo segundo, la abolición de la carrera24, también en el caso de Italia, o al menos la fl exibilización de la misma, y la apertura de la organización judicial al pluralismo25. Con ello se trata de dar cumplimiento a la exigencia central de extraer a la organiza-ción judicial del área del poder ejecutivo y al juez de la sumisión a la jerarquía interna con objeto de hacer posible su exclusivo so-metimiento a la ley26.

Por lo demás, aquí, la legitimidad del juez no es meramente formal, sino que ad-quiere una dimensión sustancial. El juez se legitima o se deslegitima27 en la medida en

que cumpla su función de garante de los derechos fundamentales. No es instrumen-to de poder sino, idealmente, órgano del derecho28, quizá mejor, de los derechos de los ciudadanos.

La transformación del paradigma orga-nizativo tiene intensas implicaciones de or-den cultural, que se expresan también en la forma de relación con la ley impuesta por la distinta confi guración del ordenamiento. El juez debe realizar una muy diversa lectura de aquélla dentro de éste, pues antes de aplicar-la está obligado a formular un juicio crítico de constitucionalidad. Lo que comporta que, como gráfi camente ha escrito Prieto Sanchís, “la justicia constitucional verdade-ramente indispensable no [sea] la del Tribu-nal Constitucional, sino la jurisdicción ordi-naria”29. Tal modo de operar, que se ajusta a la efectiva realidad del orden jurídico como entidad compleja e internamente confl ic-tual, acentúa sensiblemente el grado de complejidad de la función. Pues la correcta comprensión del sentido actual de la jerar-quía normativa obliga al juez –y en general al jurista– a ser una suerte de “reformador de profesión”30, debido a que para ellos la Constitución debe funcionar como elemen-to de tracción de la legalidad ordinaria y de las prácticas institucionales hacia el ideal normativo, buscando el máximo de realiza-ción del modelo en ella prefi gurado.

De otra parte, en el plano procesal el deber de motivar las resoluciones –dotado de rango constitucional– impone un distin-ta inteligencia de la decisión en conciencia, ahora decisión consciente. La intime convic-tion sólo puede ser convicción racional-mente fundada, de una racionalidad no presumible sino que es preciso justifi car en concreto, de manera explícita, mediante un discurso articulado, intelectualmente ho-nesto y convincente.

El modo de concebir la jurisdicción que acaba de ilustrarse tiene también y como no podía ser de otro modo ricas implicaciones desde la perspectiva de la ética judicial. El deber de motivar las resoluciones, tanto en

21 Son muy ilustrativas al respecto las vicisi-tudes de la magistratura en el marco de las distintas experiencias de los fascismos europeos. Estos pudieron valerse, sin apenas reformas, de los ordenamientos judiciales heredados, y, salvo excepciones, también de los jueces. Lo mismo puede decirse de las dictaduras militares de América Latina.

22 Paradigmático es el caso de Italia. La asamblea constituyente que alumbró la Constitución actual-mente en vigor hizo objeto de una interesante revisión crítica al modelo judicial precedente. Sobre el particu-lar, puede verse F. Rigano, Costituzione e potere giudi-ziario, Cedam, Padova, 1982, págs. 1 y sigs. Interesan-tes apreciaciones críticas pueden verse también en P. Calamandrei, Proceso y democracia, trad. de H. Fix Za-mudio, EJEA, Buenos Aires, 1960, págs. 85 y sigs.

23 Es una institución que representa la alternativa al gobierno de la magistratura por el poder ejecutivo. En su versión original italiana, es de composición mixta, es de-cir, está integrado (en sus 2/3) por magistrados elegidos por sufragio dentro de la magistratura y el resto (1/3) por juristas de designación parlamentaria. Para un amplio tra-tamiento del asunto puede verse: E. Bruti Liberati y L. Pepino, Autogoverno o controllo della magistratura? Il mo-dello italiano di Consiglio Superiore, Feltrinelli, Milano, 1998. Sobre la versión francesa de la institución, cfr.: T.

Ricard, Le Conseil Superieur de la Magistrature, Presses Universitaires de France, Paris, 1990; también, L. Mon-tanari, Il governo della magistratura in Francia, Cedam, Padova, 1998. Para el caso español, cfr. P. Andrés Ibáñez y C. Movilla Alvarez, El poder judicial, Tecnos, Madrid, 1986, y L. M. Díez-Picazo, Régimen constitucional del poder judicial, Civitas, Madrid, 1991. Sobre las distintas experiencias en curso en Latinoamérica, H. Fix Zamu-dio y H. Fiz-Fierro, El Consejo de la Judicatura, Univer-sidad Nacional Autónoma de México, 1996.

24 La Constitución italiana dispone en su art. 107,3, que “los magistrados se distinguirán entre sí so-lamente por la diversidad de sus funciones”. Que es lo que corresponde a la igual dignidad de todas las que integran una jurisdicción ejercida por jueces indepen-dientes y sólo sujetos a la ley. Cfr. E. Bruti Liberati y L. Pepino, op. cit., págs. 100 y sigs. El modelo constitu-cional de organización judicial demanda, como expre-sivamente escribió A. Beria di Argentine, la conversión de “la pirámide” en “archipiélago” (en Giustizia: anni diffi cili, Rusconi, Milano, 1985, pág. 204). Lo que co-rresponde a una concepción multipolar del poder judi-cial como poder difuso, en el que el ejercicio de la ju-risdicción compete al el juez o tribunal en el caso con-creto. En sentido constitucional, no existe un poder de los jueces. Ni éstos en su conjunto tienen poder judicial, es decir, jurisdicción. Por coherencia con este planta-miento de fondo, y como ha señalado Pizzorusso, las funciones tradicionalmente llamadas de gobierno inter-no de la magistratura, en el contexto constitucional del que forma parte la nueva institución del Consejo Su-perior de la Magistratura, pasan a ser realmente “de ad-ministración de la jurisdicción” (A. Pizzorusso, L’organizzazione della giustizia in Italia, Einaudi, Tori-no, 3ª ed. 1990, pág. 105), puesto que la calidad de independencia de que aparece ahora dotado el juez ya no resulta compatible con una actividad de gobierno político-administrativo en sentido propio.

25 Es un efecto implícito de la instauración del Consejo de base en su mayor parte directamente electi-va por y entre los componentes del cuerpo judicial, lo que, como sucede en el caso de la versión italiana origi-nal, conlleva la inserción de un mecanismo democráti-co-representativo en el interior de la vieja estructura je-rárquico-burocrática.

26 Como escribiera Giuseppe Borré, la norma por la que los magistrados “estén sujetos solamente a la ley” [art. 110 de la Constitución italiana] “es una norma que no signifi ca retorno a los viejos mitos de la omni-potencia de la ley y del juez ‘boca de la ley’, porque en aquélla el acento cae sobre el adverbio ‘solamente’, y, por consiguiente, antes aún que fi delidad a la ley, la misma ordena desobediencia a todo lo que no es la ley”. (En ‘‘Le scelte di Magistratura Democratica’’, en Giudici e democrazia. La magistratura progresista e il mutamente instituzionale, N. Rossi (ed.). Franco Ange-li, Milano, 1994, pág. 45.

27 Se rompe, así, con el tópico de la jurisdicción como ejercicio de una función con algo de sacral. El juez

se justifi ca por el mero hecho formal de serlo sino, mate-rialmente, acto por acto y sólo en la medida en que cum-pla con determinados deberes constitucionales y legales.

28 Cfr. E. García de Enterría, ‘Verso un concetto di diritto amministrativo come diritto statutario’, en Rivista Trimestrale di Diritto Pubblico, 1960, págs. 326-327.

29 En L. Prieto Sanchís, Justicia constitucional y de-rechos fundamentales, Trotta, Madrid, 2003, pág. 170.

30 Es así, sostiene Ferrajoli, porque al juez, como al jurista, en el marco de un orden jurídico presidido por una constitución rígida se le confía “no ya la con-servación del derecho vigente, sino el análisis y la críti-ca de los perfi les de inconstitucionalidad, a fi n de pro-mover la progresiva adecuación de su ser efectivo a su deber ser normativo”. (En op. cit., pág. 696).

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30 CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA ■ Nº 152

lo que se refi ere a la quaestio facti como a la quaestio iuris, demanda del juez una actitud dialogante, efectivamente atenta a los argu-mentos de las partes durante todo el curso del proceso. Emerge así un verdadero deber de interlocución con ellas, que exige aten-ción crítica a sus razones, sobre las que ten-dría que discurrir expresamente. La racio-nalidad comunicativa debe, así, sustituir al auto ritarismo monologante.

Garantías procesales y ética del juicioLa imparcialidad ha sido considerada desde antiguo el atributo esencial del juez, la pri-mera garantía del juicio. “El juez”, escribió Muratori, “cuando se le presenta alguna causa debe desnudarse enteramente de todo deseo, amor y odio, temor o esperanza, y no inclinarse a favor de alguna de las partes hasta que las razones más fuertes de una de ellas le persuadan”31. En la determinación de esas razones, el juez no puede obrar de manera arbitraria sino que ha de inducirlas

de las particularidades del caso, de la situa-ción real de los implicados en él, conocida mediante la prueba. Lo escribió de manera muy expresiva un coetáneo de Muratori, Murena: “La justicia depende de la verdad de los hechos”32.

A Ferrajoli se debe el magistral y más riguroso tratamiento de la actividad juris-diccional como tendencialmente cognosci-tiva33. Esto es, como una actividad resolu-tiva de confl ictos cuyas decisiones se legiti-man por la justificación aceptable de la

verdad de sus presupuestos fácticos y jurí-dicos. El juicio del juez no es potestativo; no puede fundarse en una versión arbitra-ria de los hechos sometidos a su considera-ción; y tampoco apoyarse en normas inexistentes o que no sean las directamente previstas para supuestos de hecho como el del caso concreto, ni en una lectura capri-chosa de éste al margen del uso social y/o técnico-jurídico de sus términos. Para que pueda decirse fundadamente de qué parte está la razón en la actuación judicial, el momento de la decisión debe ir precedido de la determinación de lo realmente suce-dido entre los sujetos implicados, de la afi rmación de una verdad de hecho de cali-dad y bien obtenida.

El segundo de los modelos de organiza-ción judicial descritos, el propio del Estado constitucional de derecho, se orienta ideal-mente a asegurar al juez la capacidad de operar y decidir de la manera más impar-cial. Tal es el fin de las garantías, ahora

constitucionalizadas. De éstas, unas son de carácter orgánico y tienen como objeto el aseguramiento de la independencia; y las otras son de naturaleza procesal y buscan re-gular el papel de los distintos actores del proceso, de manera que se respeten los de-rechos de las partes y se procure efectiva-mente la imparcialidad del juez. Entre unas y otras garantías media una intensa relación de implicación recíproca. En efecto, las de carácter orgánico son condición necesaria, pero no sufi ciente, de un correcto ejercicio de la jurisdicción. Y, a su vez, las procesales, si no operasen a partir de las otras como presupuesto, estarían realmente condenadas a la inefi cacia.

La independencia como garantía del juez pretende evitar que éste actúe en el proceso como parte política: para que pue-da desempeñar su papel constitucional de órgano del derecho. En tal sentido es un presupuesto de todas las demás garantías. De este modo, la independencia no puede ser considerada como un fi n en sí misma, y menos como un privilegio castal de los jue-ces. Es un valor instrumental, predispuesto para hacer posible la actuación imparcial del juez en el proceso. Para que sea, como

quería Beccaria, un indagador “indiferen-te” del hecho34.

La imparcialidad del juez precisa de esa anterior garantía estatutaria de independen-cia pero también de la instalación en el in-terior del proceso de una dialéctica entre las partes procesales y de éstas con el juez que la hagan posible. Esta dialéctica se consigue mediante la adecuada defi nición de los dis-tintos roles dentro de aquél (juez-acusa-ción-defensa o juez-demandante-demanda-do) y por la debida protección legal de los derechos de las partes. Sin el reconocimien-to de éstos, es decir, sin que cada parte ten-ga asegurado un ámbito propio de actua-ción, sería inútil pretender que el juez ocu-pe una posición de equidistancia.

Ese modelo de relación sólo cabe en un proceso de estructura acusatoria o contro-versial. En él, quien pretende algo tiene la carga de afi rmar y probar; el acusado o de-mandado, la posibilidad de defenderse y de utilizar también todos los medios precisos

para su defensa; y, en fi n, el juez actúa sin otro interés que el de alcanzar una convic-ción racional sobre la quaestio facti con los elementos de conocimiento aportados por las partes en el juicio para aplicar la norma de derecho que corresponda.

Bobbio ha escrito que el imperativo de imparcialidad es al juez lo que el de neu-tralidad valorativa al científi co35. Y es que la imparcialidad es un presupuesto necesa-rio de la tendencial objetividad del juicio. Por eso, la idea de asimilar la tarea del juez a la del historiador36 en el tratamiento de la quaestio facti no es en modo alguno ar-bitraria. Ambas actividades tienen en co-mún la orientación a determinar una ver-dad de hecho; por eso, una y otra deberán realizarse con honestidad intelectual y con-

31 L. Muratori, Defectos de la jurisprudencia, trad. de V. M. Tercilla, Imprenta de la Viuda de D. Joachin Ibarra, Madrid, 1794, pág. 119. Una formulación actual del principio se encuentra en Principios básicos relativos a la independencia de la judicatura: “2. Los jueces resolverán los asuntos de que conozcan con imparcialidad, basán-dose en los hechos y en consonancia con el derecho, sin restricción alguna y sin infl uencias, alicientes, presiones, amenazas o intromisiones indebidas, sean directas o indi-rectas, de cualesquiera sectores o por cualquier motivo”. (Estos Principios fueron aprobados en el Séptimo Con-greso de las Naciones Unidas sobre la Prevención del De-lito y Tratamiento de Delincuente, celebrado en Milano –Italia–, del 26 de agosto al 6 de septiembre de 1985).

32 M. Murena, Tratado de las obligaciones del juez, traducida del francés por C. Cladera, Plácido Barco López, Madrid, 1785, pág. 66.

33 Cfr. op. cit., págs. 43-44 y 538-546.

34 C. de Beccaria, De los delitos y de las penas, trad. de J. A. de las Casas, Alianza Editorial, Madrid, 1968, pág. 59.

35 N. Bobbio, ‘‘Quale giustizia, quale legge, quale giudice’’, en Quale Giustizia, 1971. También en A. Pizzo-russo (ed.), L´ordinamento giudiziario, Il Mulino, Bolog-na, 1974, págs. 161 y sigs.

36 Es tópica la comparación de la actividad del juez con la del historiador, que tiene su antecedente más auto-rizado en P. Calamandrei, El juez y el historiador, en Estu-

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forme a las reglas del método hipotético-deductivo. En realidad, el modelo del jui-cio contradictorio traslada al campo proce-sal un paradigma metodológico bien acreditado en la obtención de conocimien-to sobre la realidad empírica.

En efecto, en el ámbito procesal de la cuestión de hecho lo que cada parte presen-ta al juez es una hipótesis (propuesta de ex-plicación) relativa al caso controvertido, cu-ya efi cacia demostrativa trata de acreditar con la aportación de pruebas. El juicio no es otra cosa que un debate público sobre esas hipótesis, en el que cada una de aqué-llas procura demostrar la superioridad expli-cativa de la propia. Y la sentencia expresa la opción del juez o tribunal por la que consi-dera racionalmente más fundada a la vista del resultado de la actividad probatoria so-metido a discusión. Esa opción, que se tra-duce en la decisión judicial, ha de estar jus-tifi cada de manera explícita para descartar toda posible arbitrariedad. Pues, en efecto, con la motivación se persigue que el juez dé cuenta sufi ciente de la ratio decidendi de su sentencia; pero también, y esto es muy im-portante, que ese deber de motivar las reso-luciones preactúe sobre su conciencia a lo largo de todo el proceso de adquisición de conocimiento, obligándole a controlar la ar-ticulación racional de las inferencias. En ri-gor, el juez tendría que eliminar de su dis-curso y del ámbito de la decisión las impre-siones y certezas subjetivas de inexpresable fundamento, no verbalizables y por ello no controlables intersubjetivamente.

Ahora bien, si es cierta la aludida proxi-midad del método judicial al científi co al operar con la quaestio facti, también lo es que existen diferencias, debidas sobre todo al dato relevante de que la actividad jurisdic-cional afecta a personas con dignidad y dere-chos que deben ser respetados. Por lo que en ella no sirve cualquier medio ni cabe el ex-perimento que suponga la reducción de los afectados a la condición de simple objeto. Es algo que se hace patente sobre todo en el proceso penal, que gira invariablemente en torno a una persona cuya identidad y per-sonalidad, cuya dignidad, en suma, tiene que ser respetada. Por eso, únicamente de-ben ser objeto de proceso acciones concre-tas, nunca el individuo como tal. Es más, éste, al que sólo cabe juzgar a partir de la existencia de indicios serios de delito, no está obligado a hacer ninguna aportación;

ni siquiera la de su propia declaración, que es un medio potestativo de defensa y no un medio de prueba37. A diferencia de lo que sucedía en el proceso del ancien régime y, en general, en el proceso inquisitivo, en el que el denunciado –que debía probar su ino-cencia–, era considerado poseedor de la verdad real de los hechos, que debía obte-nerse por medio de la confusión –regina probatorum– a cualquier precio y por cual-quier medio, incluida la violencia.

Precisamente como reacción frente a los errores y los horrores propiciados por ese sistema procesal, ha acabado por im-ponerse un proceso fundado en el princi-pio de presunción de inocencia. En él confl uyen dos preocupaciones históricas que son perfectamente complementarias. Una, orientada a mejorar la calidad del trato del sometido a proceso; y, otra, ten-dente a producir un conocimiento de la mejor calidad sobre los hechos. En este se-gundo aspecto, la presunción de inocencia “pretende que el poder jurisdiccional se ar-ticule avanzando a partir de una posición inicial de neutralidad”38, de la ausencia de cualquier prejuicio. Desde el punto de vista lógico, ha sido relacionada con la falacia del argumentum ad ignorantiam; la que se-gún Copi “se comete cuando se sostiene que una proposición es verdadera simple-mente sobre la base de que no se ha demos-trado su falsedad”. Como señala este autor, “el argumento ad ignorantiam es falaz en todos los contextos menos en uno: la corte de justicia, donde el principio rector es su-poner la inocencia de una persona hasta que no se demuestre su culpabilidad”39, por más vehementes que sean los indicios de delito. Lo que ha hecho que la presun-ción de inocencia, de ser una falacia en el orden lógico, haya pasado a tener el status constitucional y procesal de principio y de-recho fundamental del imputado que las modernas constituciones le atribuyen es una decisión política. Con ella se pretende hacer que el proceso, al mismo tiempo que instrumento adecuado para la persecución

de los delitos, sea también un medio apto para garantizar la tutela de los inocentes.

El principio de presunción de inocen-cia constituye el verdadero fundamento de un proceso penal garantista y es realmente fértil en implicaciones no sólo cognoscitivas sino éticas. Así:

a) Determina un concepto formal-procesal de verdad. En el doble sentido de que debe adquirirse en el proceso, dentro, pues, de un marco de reglas; y de que es relativa y contextual, es decir, que está ne-cesariamente en relación con el resultado de la actividad probatoria.

b) Determina también un tipo de pro-

ceso, el de carácter controversial y dialógico, pues la valoración contrastada de las diversas hipótesis en presencia es el medio más ade-cuado para optar fundadamente por la que mejor explica. “De la discusión sale la luz”, dice la sentencia popular, que tiene apoyo en una experiencia secular de la vida diaria.

c) Dentro ya del proceso, la presunción de inocencia opera como regla de juicio, que obliga a que, de no acreditarse, por la prueba como válida y realmente explicativa la hipótesis de la acusación, haya de preva-lecer la inocencia del acusado.

d) Es también regla de tratamiento del imputado, que tiene la consideración de inocente hasta que exista una sentencia condenatoria fi rme40.

37 Se trata del derecho al silencio, que suele reco-nocerse constitucionalmente al imputado: nemo tenetur se detegere. Como ha señalado V. Grevi (Nemo tenetur. Interrogatorio dell’imputato e diritto al silenzio nel processo penale italiano, Giuff rè, Milano, 1972), recordando un histórico argumento esencial en la materia, mediante este principio se acepta el “carácter contra natura de toda de-claración autoincriminatoria” (pág. 9), e implícitamente se proclama la inviolabilidad de la conciencia individual.

38 M. Nobili, La disciplina costituzionale del pro-cesso (I). Appunti di procedura penale, Bolonia-Perugia, 1976, pág. 263.

39 I. M. Copi, Introducción a la lógica, trad. de N. Míguez, con revisión de G. Klimowsky, Editorial Universitaria de Buenos Aires, 10ª edición, 1971, pág. 65, por la que se cita.

40 La calidad de presunto inocente que se reconoce constitucionalmente al imputado plantea un serio pro-blema de compatibilidad con la prisión provisional. Este problema se hizo presente a los teóricos de la ilustración y sigue pesando en la conciencia de los juristas sensibles. Carrara consideró a la prisión provisional “una injusticia necesaria” (cfr. Opúsculos de derecho criminal, trad. de Ortega Torres y Guerrero, Temis, Bogotá, 2ª ed., 1978. La cita aparece en Inmoralidad del encarcelamiento pre-ventivo, vol. IV, pág. 226). F. Hélie trató de superar la contradicción por la vía de negar a la prisión provisional el carácter de pena, señalando que “si se la descompone en sus diferentes elementos, es a la vez una medida de seguridad, una garantía de la ejecución de la pena y una medida de instrucción” (en Traité de l’instruction crimi-nelle ou theorie du Code d’instruction criminelle, Ch. Hin-gray, París, 1853, vol. 5, pág. 748). Ferrajoli es el autor que ha llevado hasta sus últimas consecuencias la crítica de la prisión provisional, denunciando la inconsistencia lógica e incluso técnico-jurídica de los argumentos habi-tualmente utilizados para su justifi cación. Así, ha escrito que “los principios ético-políticos, como los de la lógica, no admiten contradicciones, so pena de su inconsisten-cia: pueden romperse pero no plegarse a placer, y una vez admitido que un ciudadano presunto inocente puede ser encarcelado por ‘necesiades procesales’ ningún juego de palabras puede impedir que lo sea también por ‘necesida-des penales” (op. cit., pág. 555). Me he ocupado de este asunto en Presunción de inocencia y prisión sin condena, en P. Andrés Ibáñez (ed.), Detención y prisión provisional, de varios autores, CGPJ, Madrid, 1996, págs. 15 y sigs.

dios sobre el proceso civil, trad. de S. Sentís Melendo, Bibliográfi ca Omeba, Buenos Aires, 1961, págs. 107 y sigs. Sobre este asunto, puede verse también con prove-cho: M. Taruff o, ‘‘Il giudice e lo storico, considerazioni metodologiche’’, en Rivista di Diritto Processuale, 1967.

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PARA UNA ÉTICA POSITIVA DEL JUEZ

32 CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA ■ Nº 152

El juicio penal, ha escrito también Fe-rrajoli, es un “saber-poder”41. Un proceso de adquisición de conocimiento –con un ineliminable componente coactivo ya du-rante su desarrollo– a cuyo resultado pue-de ir asociado un gravoso ejercicio de po-der, en caso de condena. Ese aspecto de saber ha estado siempre en un segundo plano, pues en el proceso ha prevalecido por lo regular la otra dimensión, que ha hecho de él una pena en sí mismo42. Al respecto, es ya tópica la afi rmación de que el proceso penal como tal no podría sobre-vivir sin prisión provisional. Pero este aser-to no expresa ningún imposible lógico ni tampoco práctico-general; pues se refi ere realmente al proceso actual, cuya real efi -cacia descansa en gran medida en la utili-zación de ese instituto con fi nalidades de penalización inmediata.

El proceso penal de inspiración cons-titucional persigue un cambio de paradig-ma. En él adquiere inédita relevancia la dimensión epistemológica o de saber, que impone al juez operar con criterios acre-ditados en el ámbito de la adquisición de conocimiento empírico y reclama un mar-co ideal en el que el elemento constrictivo resulte desplazado íntegramente del pro-ceso a la pena, que ha de ser proporciona-da y no destructiva, algo difícilmente pre-dicable de la de privación de libertad.

Apunte de catálogo de deberes ético-profesionales del juezConforme se ha expuesto, el Estado cons-titucional de derecho incorpora una op-ción o modelo de jurisdicción y de juez, del que cabe inducir un elenco de pautas o exigencias de principio a las que tendría que ajustarse imperativamente el compor-tamiento de este último en su actuación. En tal sentido, cabe hablar de una ética positiva del juez43.

Puede decirse que, de esas pautas,

unas miran preferentemente a orientar el contenido de las decisiones; mientras que otras tienen más que ver con el proceso en sí mismo, en la doble vertiente de ins-trumento de garantía de derechos y de medio de obtención de conocimiento44. Pero, en todo caso, tal criterio de distin-ción es necesariamente relativo, debido a que en la materia incluso las indicaciones en apariencia más formales tienen impor-tantes connotaciones materiales. En cues-tión de proceso, sobre todo cuando se tra-ta del proceso penal, cualquier forma toca en seguida fondo por el carácter eminente-mente personal de los intereses y derechos en juego.

Pues bien, como prescripciones inte-grantes de esa ética básica del juez y sin pretensiones de exhaustividad, cabe enun-ciar las que siguen:

● La jurisdicción debe estar fuerte-mente orientada a la realización de los valores constitucionales, en particular los de libertad, justicia e igualdad; y, en ge-neral, a dar satisfacción a las exigencias de principio representadas por los dere-chos fundamentales y las libertades pú-blicas. Es por lo que el juez deberá resol-ver cualquier duda al respecto en el senti-do de dar a unos y otros el máximo de efectividad.

● El juez debe ser consciente de su condición de individuo cultural, social, religiosa y políticamente situado45; y de que su concreta ubicación en cada uno de estos ámbitos es fuente natural de condi-cionamientos de sus criterios de decisión, sobre todo en las materias más sensibles. Por eso, como presupuesto de la impar-cialidad de juicio a que está obligado, es necesario que genere rigurosos hábitos de honestidad intelectual y de autocrítica.

● Con todo, es difícil, y más en cier-tos casos, impedir que las propias opcio-nes morales se manifi esten de algún modo en las decisiones. Cuando así sea y resulte inevitable y legítimo, el juez deberá pre-sentarlas y justifi carlas como tales y no como opciones técnicas o neutras.

● El juez debe ser celoso defensor de su ámbito constitucional de independen-cia, en particular, frente a los centros de poder formal y fáctico. Y hacerlo de la forma que corresponde a una garantía constitucional, algo bien distinto de un privilegio castal o corporativo.

● El juez opera siempre haciendo uso de una mayor o menor discrecionalidad. Por ello, debe ser muy consciente de este dato para desarrollar un hábito de refl exi-va tensión a la autolimitación y a la justi-fi cación del ejercicio de tal prerrogativa.

● En el proceso, el juez debe adoptar metódicamente una posición inicial de duda, que sólo abandonará –sin perder la predisposición a retomarla– cuando por el resultado de la prueba haya alcanzado una convicción sobre el objeto del mismo, ra-cionalmente justifi cable. Esto le obliga a mantener una actitud crítica frente a las fuentes de prueba, las máximas de expe-riencia de posible utilización, la calidad de los datos. Pero también frente a su propias percepciones46. En el caso del proceso penal, ha de atenerse a la pre-sunción de inocencia como regla de en-juiciamiento. Partir de la inocencia del imputado y de que toda afi rmación que la contradiga ha de ser racionalmente de-mostrada no es una concesión a los delin-cuentes (como, a veces, demagógicamen-te, se objeta), sino una garantía de acierto en el juicio47.

● El juez respetará escrupulosamente los derechos procesales constitucional y legalmente reconocidos a los justiciables, en la aludida doble dimensión, y resolverá las dudas que puedan presentarse en la materia en el sentido más favorable a la plena efectividad de los mismos.

46 Para alcanzar esta convicción racional es preciso afrontar críticamente las impresiones obtenidas de la acti-vidad probatoria. Al operar de este modo –que es el único admisible– no será infrecuente que el juez se vea obligado a prescindir de alguna de sus apreciaciones iniciales, tras comprobar que no podría verbalizarlas y fundarlas de ma-nera adecuada. En esto radica la diferencia entre una con-cepción intimista e incontrolable de la libre convicción y otra racional de la que ha de rendirse cuenta de manera expresa. Ésta es la que constituye verdadera garantía para el justiciable. La actitud ética y de método que prescribe el principio de presunción de inocencia es trasladable a todos los ámbitos del proceso judicial. Me he ocupado de este asunto en ‘‘Sobre el valor de la inmediación. (Una aproximación crítica)’’, en Jueces para la Democracia. In-formación y debate, núm. 46, marzo/2003.

47 En la materia, cfr. L. Ferrajoli, ‘‘L’etica della giuris-dizione penale’’, en G. Visintini y S. Marotta, Etica e deon-tologia giudiziaria, Vivarium, Napoli, 2003, págs. 25 y sigs.

41 En op. cit., pág. 45.42 Es ilustrativa al respecto la ya clásica refl exión

de Carnelutti: “[el proceso penal] no solamente hace sufrir a los hombres porque son culpables sino tam-bién para saber si son culpables o inocentes”. En Las miserias del proceso penal, trad. de S. Sentís Melendo, EJEA, Buenos Aires, 1959, pág.75.

43 La vertiente ética del quehacer del juez es actual-mente objeto de preocupación en medios de la Filosofía del Derecho. Al respecto, me interesa llamar la atención sobre algunos trabajos recientes: M. Atienza, ‘‘Virtudes judiciales y Ética judicial’’, en Cuestiones judiciales, Fon-tamara, México, 2001, págs. 119 y ss.; J. Malem, ‘‘¿Pue-den las malas personas ser buenos jueces?’’, en Doxa, nº 24/2001, págs. 379 y ss., y La vida privada de los jueces, en J. Malem, J. Orozco, R. Vázquez (eds.), La función judicial. Ética y democracia, Gedisa, Barcelona, 2003, págs. 163 y ss. En la misma obra, de M. D. Farrel, ‘‘La ética de la función judicial’’, págs. 147 y ss.

44 Cfr. al respecto P. Ferrua, Contradittorio e verità nel processo penale, en Studi sul processo penale II. Anamor-fosi del processo accusatorio, Giappichelli, Torino, 1992, págs. 47 y ss.

45 “Cada juez es un mundo”, según escribe, con tanta plasticidd como razón, Igartua Salaverría en ‘‘La motivación del veredicto de inculpabilidad (Una disec-ción del voto particular a la STC 169/2004)’’, La Ley, 21 de febrero de 2005, pág. 4.

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PERFECTO ANDRÉS IBÁÑEZ

33Nº 152 ■ CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA

● Por respeto a la verdad y al derecho de las partes, el juez debe tomar en consi-deración, en su totalidad, el material pro-batorio y hacerle objeto de cuidadoso análisis antes de valorarlo en su conjun-to48.

● El juez debe respetar el derecho de las partes a afi rmar y contradecir, sabien-do que es en ese contexto de interlocu-ción, y sólo en él, donde ha de obtener razonadamente su convicción. Escuchar es, en el ejercicio de la jurisdicción, mu-cho más que una regla de cortesía; se trata de una exigencia de método49.

● El derecho de defensa50 es el pri-mero de los que asisten al justiciable; y su ejercicio, aunque pueda crear problemas al juez, no se dirige contra él. Por eso, de-be reconocerle imparcialmente el máximo espacio.

● El juez debe motivar racionalmente sus decisiones, tanto en materia de hechos como de derecho; muy en particular cuando sean privativas o restrictivas de derechos51. Sólo resolverá con apoyo en datos verbalizables y dotando a lo resuelto de un fundamento expreso que sea inter-subjetivamente aceptable.

● La prisión provisional52 es objetiva-mente una forma de anticipación de la pe-na, de lo que se deriva una siempre proble-mática compatibilidad con el principio de presunción de inocencia. El juez debe ser consciente de esta aporía para limitar al máximo el uso de aquélla. Esta dramática particularidad de la materia atribuye aquí una especial importancia al deber de moti-var las decisiones correspondientes.

● “La publicidad es el alma de la justi-cia” (Bentham53) y constituye esencialmen-te una garantía de las partes. Así, su empleo en el proceso debe ser administrado desde esta perspectiva. El asunto tiene particular relevancia en el proceso penal –donde la garantía es a favor del imputado– y en rela-ción con el uso de los medios de comunica-ción masivos. Éstos, en especial la televi-sión, producen el efecto de amplifi car la noticia, lo que lleva asociado un plus de pe-nalización. El juez ha de ser consciente de este hecho para evitar que el acusado sea presa de la frecuente voracidad sensaciona-lista e hiperpenalizadora de los media54.

● Los jueces están obligados a guardar la más estricta reserva de lo que conozcan

en el desempeño de sus funciones y tam-bién del secreto de las deliberaciones. Cuan-do por razón de la particular trascendencia pública de un determinado proceso tuvieran que facilitar alguna información a la opi-nión, deberán hacerlo siempre de modo que no interfi era el regular desarrollo del mismo ni cause perjuicio a los implicados en él.

● Como todo poder, el del juez se presta fácilmente al abuso, en especial en las relaciones con los justiciables, pero tam-bién con los profesionales que intervienen en su defensa, y con los testigos. Por eso, el juez deberá extremar la corrección y el res-peto en las relaciones con todos.

● Los juicios deben producirse confor-me a derecho, pero esto no excluye la aten-ción equitativa a las particularidades de las situaciones personales, que deberán aten-derse siempre que no signifi quen injustifi -cada desigualdad de trato y no perjudiquen a los demás interesados en la causa.

● La legitimación de las decisiones ju-diciales es legal pero la forma necesaria-mente imperfecta en que se produce su sujeción a la ley las grava con un cierto co-efi ciente de ilegitimidad (Ferrajoli55) en la medida en que –como se ha visto– el emi-sor pone en ellas siempre algo que excede del marco normativo y que es de su propio bagaje. Y, por ello, muy directamente, de su exclusiva responsabilidad.

● No es, pues, exagerado decir, según esto, que en el ejercicio de la jurisdicción –como en el de otras funciones estatales sujetas a la ley– concurre siempre un com-ponente de poder personal, según se ha di-cho. Por eso, a demás de las ya enunciadas, hay, a mi juicio, una última exigencia ética dirigida al juez del modelo constitucional. Es que debe ser muy consciente de ese da-to para ponerse en condiciones de extre-mar el (auto)control de tal plus de poder de decidir. En este sentido, me parece que de la actitud ética del juez tendría que for-mar parte un punto de mala conciencia. Se trata de una garantía de naturaleza cultu-ral no reclamada por ninguna ley escrita pero con un fundamento de principio que está fuera de duda. ■

Perfecto Andrés Ibáñez es magistrado.

48 El hábito muy común de la holística valoración de la prueba en su conjunto, característico del juicio por jurado, debe ser desterrado de la práctica judicial. A ese resultado no se puede llegar directamente sino sólo des-pués de un cuidadoso análisis del rendimiento de cada medio probatorio en particular, del que deberá dejarse constancia expresa en la motivación de la decisión sobre los hechos. La exclusiva valoración en conjunto es, pues, una recusable forma de sortear las difi cultades del análi-sis y de ahorrarse el necesario esfuerzo intelectual. Con el riesgo consiguiente de llegar a la decisión en virtud de impresiones no sufi cientemente contrastadas.

49 En efecto, sólo a través de la confrontación de unas afi rmaciones con las que las contradigan resultará posible valorar la calidad informativa de unas y otras. Es por lo que en el principio de contradicción, en el juicio como debate, late, antes aún que una cuestión de dere-chos de las partes, un imperativo metodológico. Es de sentido común que una cuestión controvertida, sea cual-quiera el campo en que se produzca, no puede ser resuelta con conocimiento de causa si no es tomando en consdie-ración las versiones y las razones de todos los implicados.

50 En este terreno, como, en general, el del ejer-cicio de la asistencia técnica a los justiciables, se hace necesaria una profunda refl exión autocrítica en los planos ético y deontológico, no interferida por intere-ses corporativos, que, con demasiada frecuencia, son los que suelen prevalecer.

51 Conviene reiterar que sólo puede hablarse en ri-gor de motivación cuando el discurso justifi cador ofrece, además y antes de las razones de derecho, los verdaderos motivos de la decisión en materia de hechos. Éstos, en el caso de la sentencia, obedecerán al resultado de la activi-dad probatoria desarrollada en el juicio; y en el de las re-soluciones en las que se disponga alguna medida cautelar, consistirán en la exposición de los indicios de delito des-cubiertos en la investigación que obligan a adoptarla.

52 Una excelente aproximación a los problemas que hoy suscita entre nosotros el polémico instituto en su regulación actual, puede verse en Alberto Jorge Barreiro, ‘‘La reforma de la prisión provisional (Leyes Orgánicas 13 y 15 de 2003) y la doctrina del Tribunal Constitucional’’, en Jueces para la Democracia. Información y debate, núme-ros 51, noviembre/2004 y 52, marzo/2005.

53 J. Bentham, Tratado de las pruebas judiciales, trad. de M. Ossorio Florit, EJEA, Buenos Aires, 1959. La cita corresponde al vol. I, pág. 140. Sobre esta ma-teria, en relación con el actual papel de los media, re-mito a mi trabajo: ‘‘Proceso penal: ¿qué clase de publi-cidad y para qué?’’, en Jueces para la Democracia. Infor-mación y debate, nº 51, noviembre/2004.

54 En este punto es imprescindible llamar la aten-ción sobre la necesidad –cargada de implicaciones éti-cas– de que el juez administre con autocontención y ri-gor exquisitos su presencia en los media. El juez no pue-de ser un personaje, y legítimamente no deberá tener –y menos procurar(se)– en ese ámbito más presencia que la que objetiva e inevitablemente se derive de la eventual signifi cación e interés público de un determinado asun-to. No puede perderse de vista que la hiperpublicidad del juez, con la mayor frecuencia, equivale también a un plus de visibilidad de los afectados por sus actuaciones, muchas veces penalizadora para éstos. Sin contar con que tales formas de presencia, tan poco judiciales, de los jueces, son fácilmente manipulables y habitualmente manipuladas. Es obvio que no postulo una suerte de juez–cartujo, blindado frente al exterior, mudo y sin opiniones, que renuncie a su status de ciudadano. Sí en cambio un juez discreto, consciente de que administra informaciones, especialmente sensibles, que no le perte-necen, y de los riesgos que ciertas formas de interven-ción social tienen para la imparcialidad y el equilibrio que deben primar en el ejercicio de su papel. Cfr. al res-pecto, Elena Paciotti, ‘‘Principios democráticos, opinión pública y control de legalidad’’, en Jueces para la Demo-cracia. Información y debate, nº 25, marzo/1996.

55 En op. cit., pág. 172.

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PROS Y CONTRAS DE TURQUÍAEN LA UNIÓN EUROPEA

CESÁREO AGUILERA

El problemaFormalmente la Unión Europea (UE) sólo exige condiciones políticas (democracia, li-bertades, Estado de derecho), jurídicas (aceptación del acervo comunitario) y eco-nómico-fi nancieras (las de la unión econó-mica y monetaria) para cualquier candidato europeo (un concepto abierto pues, para las instituciones comunitarias, aún no ha llega-do el momento de defi nir su alcance). En el caso turco planea además –como mar de fondo– la cuestión de su identidad cultural, aunque este factor no es ni puede ser una condición formal. Lo cierto es que en la úl-tima década la UE ha adoptado tres deci-siones de gran calado que no han ocasiona-do verdaderos debates cívicos en profundi-dad al haber predominado el habitual “mé-todo comunitario” basado en el consenso elitista no participativo: la ampliación a los países de Europa central y oriental; la ela-boración del Tratado Constitucional (aun-que, en este caso, la Convención ha mejo-rado el sistema deliberativo); y la admisión de Turquía como candidato ofi cial.

Un debate en serio sobre Turquía en la UE está por hacer y plantea numerosos di-lemas, pues exige aclarar qué es tal entidad y qué quiere ser; y como hay muchas res-puestas posibles y diferentes no se aborda, pues es más cómoda la ambigüedad y el cortoplacismo. Además, se ha generalizado cierto tópico –“políticamente correcto”– de que el ingreso de Turquía en la UE debería ser una suerte de “acto obligado” tanto por la “vocación europea” de ese país como por los compromisos europeos asumidos desde los años sesenta, toda vez que –en caso con-trario– se perdería “credibilidad”.

Son muchos, sin embargo, los proble-mas que suscita la candidatura turca y –de entrada– no puede obviarse que es asunto muy divisivo tanto en la opinión pública como en menor medida en las élites políti-cas, pese al consenso prácticamente unáni-me de los gobiernos. Sólo el 30% de

los europeos de la UE actual considera a los turcos como europeos y es favorable a su ingreso, mientras que el 50% no los consi-dera tales y rechaza tal candidatura (en Tur-quía, el 75% de la población está a favor). El rechazo es mayor en los Estados con fuerte inmigración no ya turca sino genéri-camente musulmana; de ahí que todos los gobiernos favorables a la candidatura turca tengan un problema añadido al no sintoni-zar con sus respectivas opiniones públicas1. Tan divisivo resulta el asunto que Francia, por ejemplo, para deslindar el debate del Tratado Constitucional de la cuestión tur-ca, ya ha anunciado que hará un referén-dum específi co y separado sobre futuros in-gresos, una cláusula que se ha introducido en la Constitución nacional con efectos posteriores a 2007 para que no se interfi era en las adhesiones ya previstas de Rumania y Bulgaria y, tal vez, la de Croacia. Una vez más es constatable el transversalismo de la política europea al respecto, pues en el sí a Turquía coinciden tanto fuerzas progresis-tas supranacionalistas como otras centristas y conservadoras que tienen una visión eco-nomicista y estatalista (intergubernamental) de la UE, contraria al federalismo político. Del mismo modo coinciden en el rechazo tanto los ultras como sectores europeístas democráticos antixenófobos; y tanto en este caso como en el anterior desde plantea-mientos bien diferentes en el seno de cada una de las dos grandes posturas.

Entre los eurogrupos las divisiones prin-cipales se dan en el seno del Partido Popular Europeo: su presidente, el alemán Hans Poettering, está en contra ya que, a su jui-

cio, Turquía debería tener una asociación especial, pero no el status de miembro ple-no. El líder de los eurodiputados de la Unión para un Movimiento Popular (UMP) francesa, Jacques Toubon, está en contra pues, desde su punto de vista, el isla-mismo no es integrable ya que se autoexclu-ye por defi nición y, además, discriminaría a las mujeres. Angela Merkel, líder de la Unión Democrática Cristiana (CDU) ale-mana, también está en contra y, sin embar-go, Aleix Vidal Quadras, del PP español, es-tá a favor, pues –desde su perspectiva– con ello se produciría un efecto contagio benefi -cioso para la democracia y la sociedad abier-ta. En el Partido de los Socialistas Europeos su presidente, Martin Schultz, está a favor, si bien reconoce que Turquía presenta mu-chas y muy importantes carencias. Entre los liberales, Graham Watson se declara favora-ble para acabar con la teoría del “choque de civilizaciones”, pero la Unión para la De-mocracia Francesa (UDF) recela y teme que, al fi nal, la cuestión turca se interfi era negativamente en la complicada ratifi cación del Tratado Constitucional.

Lo más interesante es analizar asimismo la notable pluralidad de visiones sobre la UE que se da en la propia Turquía pues, aunque el 75% está a favor (no es poco que cerca de un 25% esté en contra, siendo irrelevante el porcentaje de los que no se pronuncian), sobre todo por interés econó-mico y garantía de estabilidad democrática, cambian las percepciones según los actores y grupos. Así, los secularistas están a favor para garantizar del todo el laicismo kema-lista; los islamistas pragmáticos, para conju-rar los peligros golpistas; las fuerzas arma-das, porque con ello se asegurará la integri-dad territorial del Estado; los kurdos, por-que confían en obtener así autonomía polí-tica; algunos nacionalistas turcos, porque ello demostraría lo importante que es Tur-quía; los liberales, para atenuar precisamen-te esas pulsiones chauvinistas; los políticos,

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1 Porcentajes de rechazo popular (UE-15): Bélgi-ca (55%), Dinamarca (60%), Alemania (55%), Grecia (70%), Francia (65%), Luxemburgo (60%), Holan-da (50%), Austria (60%), Finlandia (60%), Suecia (50%). Sólo en cinco países el rechazo es inferior al 50%: España (35%), Irlanda (25%), Italia (45%), Portugal (30%) y el Reino Unido (35%). Informe 58 del Eurobarómetro, marzo de 2003.

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para enderezar la arcaica y maltrecha eco-nomía; y la mayoritaria población desfavo-recida, para recibir ayudas y subvenciones. En todo caso, no está de más recordar que en Turquía, aunque el deseo de ingresar es efectivamente muy mayoritario, no es uná-nime, pues existe un sector transversal muy nacionalista (que incluye a islamistas radi-cales, ultranacionalistas turcos y comunis-tas) que es contrario a la UE y considera que la proyección geoestratégica “natural” de Turquía debería dirigirse más bien hacia el mundo turcófono de la Comunidad de Estados Independientes (CEI) para no di-luir su “verdadera” identidad nacional. In-cluso las propias fuerzas armadas no tienen mucho que ganar en la UE como poder fác-tico, pues se acabaría su capacidad de veto político y tendrían que asumir pérdidas sig-nifi cativas de “soberanía nacional” en nu-merosos campos, algo que choca con su mentalidad tradicional.

Pros y contrasCabe agrupar en dos grandes bloques los ti-pos de argumentos a favor y en contra del eventual ingreso de Turquía en la UE, sien-do diferente el nivel de importancia

de unos y otros en el seno de cada uno de ellos y en el bien entendido de que todos son discutibles y bastante elásticos. Los de un primer bloque pueden ser califi cados como argumentos estructurales (históricos, geoestratégicos y culturales), por su tenden-cial carácter permanente, frente a los de un segundo bloque que pueden ser califi cados como coyunturales (económicos, sociales y políticos), pues en teoría son potencialmen-te superables a muy largo plazo, sin que es-to presuponga jerarquía alguna, pues su mayor o menor grado de relevancia es transversal en ambos.

A) De entrada, son muy recurrentes en la literatura sobre el tema los argumentos históricos, geoestratégicos y culturales que conforman el primer bloque; aunque en general están sobredimensionados, deben ser analizados por el abundante uso que se hace de ellos en la publicística corriente.

1. La historia. Es cierto que Turquía estuvo presente en to-dos los Balcanes nada menos que cinco si-glos (hoy sólo conserva una muy pequeña porción de la península, la región de Istam-bul), pero se trató de una proyección perifé-

rica de un centro que estaba en Anatolia y se extendía a Damasco y Bagdad. En conse-cuencia, pese a esa innegable y no irrelevan-te presencia física continuada de Turquía en los Balcanes, respondía a un Estado que te-nía su centro geoestratégico en la Asia cerca-na. Además, no puede ignorarse que la his-toria de Europa (si procede traerla a cola-ción en este sentido) se hizo precisamente en contraposición al islam, siendo el Impe-rio Otomano el gran rival oriental.

2. La geoestrategia. Los defensores del sí argumentan que con Turquía en la UE se podrá estabilizar mejor una región muy confl ictiva (Transcaucasia, Oriente Próximo) y que la política europea ganará peso y profundidad geoestratégica internacional. Sin embargo, al margen de que la porción geográfi camente europea de Turquía (en términos convencionales) es muy pequeña (5% del territorio estatal), re-currir a criterios geopolíticos es precisamen-te una opción errónea a la hora de justifi car la eventual adhesión pues –de acuerdo con tales parámetros (en sentido estricto)– se produce una alteración profunda de los in-tereses de la UE al respecto. En efecto, las fronteras orientales de Turquía son muy confl ictivas; y aunque esta ampliación po-dría dar a la UE una mayor infl uencia re-gional, la obligaría a asumir como propios problemas de muy difícil manejo para los que no está preparada. Sin ignorar que tener fronteras exteriores con Siria, Irak o Irán re-sulta muy chocante para la gran mayoría de las opiniones públicas de la UE actual. En suma, la voluntad federalizante de algunos europeístas debería moderar la aceptación incuestionable por principio de la candida-tura de Turquía pues, en caso de ingresar, se desbordarían los estrictos límites geoestraté-gicos europeos y se tendrían que asumir otros (de proyección extraeuropea) sin estar capacitado para controlarlos.

Puede argumentarse asimismo que la

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36 CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA ■ Nº152

adhesión de Turquía es una suerte de lastre derivado de su larga presencia en la Organi-zación del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) y del respaldo continuado de Es-tados Unidos (EE UU), dos factores que –por cierto– también van más allá de los es-trictos intereses europeos. EE UU apoya la candidatura de Turquía para reforzar aún más su “occidentalización”, extender al máximo la infl uencia de la OTAN y tener a la UE bien controlada. En este sentido, se ha señalado que Turquía sería el tercer “sub-marino” de EE UU en la UE (con el Reino Unido y Polonia), algo que nada menos que el propio Gaddafi ha señalado, aña-diendo que encima tal ingreso facilitaría la movilidad de los ultraislamistas en la UE2.

La perspectiva geoestratégica favorable a la adhesión de Turquía añade que ésta fa-cilitaría la resolución de los contenciosos con Grecia (la plataforma continental) y permitiría resolver la cuestión de Chipre (el problema radica ahora en la comunidad grecochipriota tras su rechazo del plan de la ONU en el referéndum del 24 de abril de 2004 ). Asimismo, este enfoque debería te-ner proyección interior, lo que implicaría reconocer fórmulas de autonomía política para sus minorías etnoterritoriales (kurdos). En este sentido, el balance de lo conseguido hasta ahora es muy insuficiente, pues es bien limitado el reconocimiento de los de-rechos nacionales de tal comunidad. Por último, no puede ignorarse que el control de fronteras es muy débil (el 25% de la droga mundial pasa por Turquía); de ahí que –por ejemplo– este país no esté en ab-soluto en condiciones mínimas para poder ingresar en el sistema Schengen.

3. La cultura. El problema equívoco es el de intentar de-fi nir “lo europeo” en este ámbito; como no existen parámetros objetivos incuestiona-bles compartidos por todos, hay división de opiniones. Turquía, en todo caso, obliga a replantear a fondo la cuestión de la even-tual “identidad europea” y la determina-ción de sus parámetros de referencia. Los defensores de su candidatura argumentan justamente que la UE debe demostrar que no es un “club cristiano” cerrado y exclu-yente y que tiene verdadera vocación de convivencia multicultural, de ahí que deba hacer suyo también el legado musulmán. Está claro que la UE laica ni es ni puede ser un “club cristiano” (esta cuestión resul-tó bastante divisiva, por cierto, durante los debates del Tratado Constitucional); pero

la Europa histórica sí lo fue (la contraposi-ción genérica con el islam fue un elemento común de los pueblos europeos) y eso sí ha dejado su poso en las percepciones cultura-les de las opiniones públicas. Además, tam-bién es evidente que el islam forma parte del legado cultural europeo pero siempre en posición no hegemónica al ser imbatible el cristianismo en este terreno. En realidad, es un argumento falaz sostener que sin Turquía no habría una Europa multicultu-ral creíble, porque la actual UE ya lo es y en grado sumo además.

De mayor peso es el argumento que sostiene que Turquía en la UE sería un ejemplo de gran interés para el mundo mu-sulmán, ya que visualizaría la compatibili-dad de la democracia plena y las creencias religiosas, lo que operaría como factor de “normalización” cultural. Desde luego, el caso del Partido de la Justicia y el Desarro-llo (AKP) del primer ministro Erdogán es interesante porque ha aprendido las leccio-nes del pasado (si se extrema el islamismo las fuerzas armadas kemalistas intervienen); de ahí que opte decididamente por la UE (para conjurar precisamente el condiciona-miento militar) y haya moderado su pro-grama (aspira a ser algo así como un parti-do de la “democracia cristiana” en versión musulmana: de hecho, acaba de ingresar en el Partido Popular Europeo, lo que es un rotundo triunfo desde su perspectiva consi-derando los recelos que suscita en muchos miembros de tal eurogrupo) con plena aceptación del laicismo constitucional. Sin embargo, no es tan evidente que el camino hacia la UE modere en el fondo el progra-ma máximo de los islamistas: éstos son ahora pragmáticos y tácticos pero no cesa-rán de dar pasos graduales hasta donde puedan para favorecer su cosmovisión so-cial y sus triunfos electorales no harán más que alentarles en esa dirección. Y es que el islam es la religión más difícil de integrar en las sociedades abiertas y la que hoy más ra-dicalismo genera; es tal sustrato de fondo lo que pone de relieve el carácter demasiado diferente de los turcos con relación a los europeos de la actual UE. En este sentido, acusar de islamofobia a los que critican el eventual ingreso de Turquía en la UE es una burda simplifi cación muy parcial, pues el abanico de los que expresan reservas e in-cluso rechazo es muy plural ya que va de la extrema derecha y populistas diversos a bas-tantes centristas e incluso a una parte signi-fi cativa de los socialistas. En consecuencia, no está nada claro que la UE pueda frenar y controlar efectivamente el programa máxi-mo de los islamistas, por suaves que sean las formas que estos utilicen hoy.

B) Por su parte, los argumentos del se-gundo bloque tienen un profundo calado de fondo, pues ponen de relieve severos problemas económicos, sociales y políticos de Turquía, teóricamente superables sólo en un indeterminado y lejano futuro.

1. La economía. De entrada se señala –y es un dato objetivo inobjetable– que la incorporación de Tur-quía implica ganar un gran mercado de se-tenta millones de consumidores potenciales (aunque, en general, de bajo poder adquisi-tivo). A continuación se añade que la UE tiene que contribuir por defi nición a mo-dernizar las arcaicas estructuras económicas turcas, aunque sólo sea por interés inmedia-to con un país vecino. En cualquier caso, la tarea de modernización económica será len-ta y costosa: Turquía tiene el nivel de renta por habitante más bajo que cualquier otro Estado de la UE actual (incluso que los can-didatos Rumania y Bulgaria), pues su PIB está en el 25% de la media comunitaria (Es-paña estaba en el 75% al ingresar en 1986). Turquía tiene atrasos enormes en infl ación (18%), una deuda pública monumental (89% del PIB en 2002), inestabilidad mo-netaria, déficit presupuestario (8% del PNB, algo enorme para la UE), liberaliza-ción incompleta, banca opaca y frágil, muy poca inversión en I+D, sanidad pública muy defi ciente, servicios sociales de baja ca-lidad, magras pensiones, sistema escolar an-ticuado y un gran volumen de economía sumergida (ésta representa, de hecho, entre el 25% y el 50% del PNB, según estimacio-nes diversas), sin ignorar que está muy lejos de estándares comunitarios de garantía en productos alimentarios o control de la con-taminación. En consecuencia, el eventual ingreso de Turquía tiene un muy alto coste económico (el más alto de todos) y un im-pacto fi nanciero sustancial, de tal suerte que puede resultar inasumible en la práctica con los actuales límites presupuestarios. La ad-hesión de Turquía costaría más que la de los diez nuevos socios que ingresaron en 2004; de ahí que los muy altos gastos que ello im-plicaría acentuarían muy seguramente las tendencias y las presiones para renacionali-zar políticas en varios países ricos. La even-tual entrada de Turquía obligaría a introdu-cir cambios drásticos en la Política Agrícola Común (PAC) y en el Fondo Europeo de Desarrollo Regional (FEDER), pues tal co-mo están hoy quedarían totalmente engulli-dos por ese país. Esto es así porque, de un lado, la agricultura turca es enorme (unos siete millones de campesinos, el 33% de los trabajadores turcos, cuando la media de la UE al respecto es del 5,4%) y supera ella so-2 El País, 17 de diciembre de 2004.

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la por su volumen a los diez nuevos socios de 2004. De otro, aumentarían en grado sumo las disparidades regionales: las regio-nes orientales de Turquía, las más deprimi-das, tan sólo alcanzan el 8% de la media co-munitaria y al ritmo actual de corrección de los desequilibrios regionales en la UE se re-queriría más de un siglo para que estas zo-nas alcanzasen un nivel de desarrollo regio-nal como el occidental actual; siendo, por tanto, previsible el mantenimiento indefi ni-do del desfase por el muy superior ritmo de crecimiento de las actuales regiones desarro-lladas, prácticamente inalcanzable para aquéllas. En suma, no parece que el mero criterio de la modernización económica sea sufi ciente para justifi car el ingreso de Tur-quía en la UE pues con esta lógica habría que incorporar a todos los países de la CEI o del Magreb para desarrollarlos.

2. La sociedad. La sociedad turca está muy atrasada, en ge-neral, en comparación con los estándares comunitarios. Hay una presencia excesiva de población rural y su crecimiento demo-gráfi co no es propio de una sociedad desa-rrollada (en 2015 sería el país más poblado de la UE si fuera socio de la misma). Sólo el 20% de la sociedad turca (la que reside en las grandes ciudades y no toda) está moder-nizada por sus ocupaciones (servicios) y mentalidades (estilos abiertos de vida). A veces se recurre al argumento migratorio para reforzar la candidatura turca, pero debe señalarse al respecto que Turquía presenta un saldo migratorio muy desequilibrado (es exportadora neta de trabajadores); y, a con-tinuación, no parece que la presencia de mi-llones de trabajadores turcos en la UE sea un argumento de recibo pues, por ejemplo, aún hay más magrebíes. Si Turquía fuera miembro de la UE el status de sus tres mi-llones de inmigrantes cambiaría del todo (serían ciudadanos europeos), un escenario que preocupa a diversos países europeos.

3. La política. Los defensores de la candidatura turca argu-mentan que Turquía ya está presente en nu-merosas organizaciones sectoriales con di-versos países de la UE (Consejo de Europa, OTAN, Organización de Cooperación y Desarrollo Económicos, OCDE, Organiza-ción para la Seguridad y la Cooperación en Europa, OSCE) –muchas son, en realidad, trans europeas– y que, por esa razón, no de-bería ser excluida. Lo cierto es que Turquía no ha participado precisamente en el com-plejo proceso de construcción de la entidad que más lejos ha ido en la integración y que es bien diferente de las demás: la CEE /

CE / UE . A continuación se añade que el ingreso facilitaría la culminación de su largo proceso de transición democrática (aún no del todo fi nalizado), algo que permitiría es-tabilizarlo defi nitivamente y mejorar su sis-tema político pluralista. En este sentido, se aduce que Turquía está haciendo notables reformas, sobre todo desde que los islamis-tas moderados gobiernan (noviembre de 2002), y eso merecería una recompensa: abolición de la pena de muerte, leyes contra la tortura, ampliación de la libertad de ex-presión, reconocimiento de algunos dere-chos culturales de los kurdos, fi n del estado de excepción en los territorios kurdos, con-trol civil del poderoso Consejo de Seguridad Nacional (su presidente ya no es militar).

Sin embargo, si Turquía necesita impe-rativamente ingresar en la UE para afi anzar su frágil e incompleta democracia es que al-go no va bien en su proceso de cambios, pues la UE no puede ser un “hospital” de países vecinos en transición. Lo cierto es que, de entrada, ninguna de las estructuras del poder en Turquía la predispone hoy a ingresar en la UE: por ejemplo, en 1997 un semigolpe de Estado militar forzó la dimi-sión del primer ministro islamista Erdogán y su partido gobernante fue ilegalizado y disuelto. Además, la represión contra los kurdos no se interrumpió ni siquiera cuan-do las guerrillas declararon el alto el fuego en 1999; y los programas de radio en len-gua kurda ahora autorizados están restringi-dos a pocas emisiones de ámbito estatal pa-ra garantizar el control del Gobierno. La balanza de los derechos humanos en Tur-quía es muy negativa: la tortura sigue sien-do sistemática; la discriminación de las mu-jeres, alta; el encarcelamiento de periodistas no ha cesado por delitos de opinión y, en este capítulo, Turquía sigue siendo uno de los países con más informadores en la cárcel (pese a cierta liberalización con el Gobierno de Erdogán); su grado de pluralismo políti-co es limitado (la ley electoral, con la barre-ra del 10% estatal, excluye de hecho a casi la mitad del electorado en las instituciones representativas); la corrupción, muy alta (pese a los esfuerzos reales del Gobierno is-lamista por atajarla); y el Consejo de Segu-ridad Nacional (pese a su reforma) sigue siendo pilar del sistema y vía para que las Fuerzas Armadas sigan conservando esa suerte de “derecho de tutela” que se han au-toatribuido, lo que hace del sistema político turco una “democracia vigilada”, algo in-usual que debiera resultar totalmente in-aceptable para la UE. En consecuencia, la ponderación global de las “fabulosas refor-mas” debe ser mucho más matizada: es po-sitivo el cambio legislativo pero es mucho

más complicada su aplicación, que es sólo parcial. Los avances reales son muy modes-tos en todos los capítulos y los informes de Human Rights Watch sobre Turquía son muy críticos. Turquía no parece interiorizar, además, que estar en la UE implica ceder bastante soberanía nacional (cada vez más) y ampliar espacios de libertad.

● Los defensores del ingreso de Turquía argumentan que el rechazo fi nal sería grave pues: 1. No hay “Plan B” si fracasan defi ni-tivamente las negociaciones (en realidad, sí lo hay –la asociación especial privilegiada–, pero Turquía lo rechaza). 2. La “turcofonía” no es alternativa realista (los países de la CEI no remontan ni tienen verdaderas pers-pectivas de hacerlo a medio plazo); y, 3. Se-rían altos los riesgos de radicalización ul-traislamista y resentimiento popular o in-cluso de nuevo golpe de Estado militar.

● Sin embargo, los escenarios catastro-fi stas exageran, pues una Turquía fuera de la UE: 1. Seguiría manteniendo altas rela-ciones con ésta (es inimaginable el rechazo unilateral turco al respecto por muy frus-trante que resultase, pues no tendría otra opción); y 2. Su atlantismo y su vincula-ción a EE UU (a parte de que la seculariza-ción sí ha echado raíces sociales en ese país) hacen prácticamente descartable un desen-lace islamista radical (aunque los factores reseñados no conjuran el golpismo, como pudo comprobarse en el pasado). Por tanto, no es creíble el argumento de que un recha-zo fi nal provocaría una explosión ultraisla-mista en Turquía y atizaría aún más el radi-calismo antioccidental en el mundo musul-mán (por ejemplo: para Al-Qaeda es, de hecho, irrelevante que Turquía sea o no so-cio de la UE, aunque es cierto que podría utilizar el rechazo como un argumento más en su retórica extremista).

● En realidad, las principales objecio-nes políticas para el ingreso de Turquía en la UE son tres: 1. En 2015 será un país más poblado que cualquiera de los actuales 25 miembros, y eso afectará al reparto del po-der en las instituciones comunitarias pues sería el primer Estado en el Consejo de Mi-nistros, que es la clave del sistema, y tendría la mayor cuota de europarlamentarios; 2. Haría casi imposible la plena federalización, pues un Estado de esas dimensiones reforza-ría el intergubernamentalismo (además, to-da la “clase política” turca es muy naciona-lista) y el atlantismo, con lo que la UE se-guirá anclada en el estadio esencialmente económico. Por tanto, todo depende del es-cenario estratégico al que se aspire (y aquí las posiciones de los actores políticos euro-peos son muy diversas): si la UE apostase por ser una verdadera federación política

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con peso internacional Turquía lo hace ex-traordinariamente difícil, pero si se confor-ma con ser poco más que un gran área de li-bre mercado intergubernamental entonces hasta podría resultar funcional su inclusión; 3. Desaparecería cualquier parámetro argu-mentativo mínimamente objetivo para re-chazar nuevos ingresos ya que, a partir de Turquía, por contigüidad territorial el pro-ceso podría estar teóricamente siempre abierto (por ejemplo, los Estados turcófonos de la CEI, la propia Rusia, Marruecos y otros). Esto pondría fi n a todo atisbo de co-herencia geopolítica e incluso civilizatoria (con toda la ambigüedad que encierra el término) de la UE, que no puede ser una especie de ONU-bis; de ahí que el concepto de “europeo” deba tener algún sentido algo más preciso para poder delimitar algún día las fronteras exteriores de esta entidad.

Las negociaciones de la fecha Ciertamente, las relaciones entre Turquía y las instituciones comunitarias son antiguas, pues en 1963 se suscribió un Acuerdo de asociación con la CEE y en 1987 ese país solicitó el status de candidato ofi cial, algo que entonces fue rechazado por la CE en 1989. Sin embargo, tras el acuerdo aduane-ro de 1996, Turquía consiguió ser candidato en 1999, pero sin fecha. En 2002 la UE ac-cedió a fi jar “una fecha para una fecha” (di-ciembre de 2004) para pronunciarse fi nal-mente sobre si abrir negociaciones o no con Turquía. La decisión comunitaria de 1999 se adoptó prácticamente sin debate en el Consejo Europeo, tanto porque la UE se niega a debatir sobre el alcance fi nal de sus fronteras exteriores (pues es cuestión rele-vante muy divisiva ya que afecta a proyectos diferentes sobre ampliación versus profundi-zación) como por dejar claro que los aspec-tos culturales y religiosos en ningún caso pueden condicionar las candidaturas. En suma, se impuso el cálculo diplomático so-bre cualquier otra consideración (el rechazo defi nitivo resultó entonces inasumible por temor a desestabilizar aún más a Turquía, que salía del semi-golpe de Estado de 1997). Por tanto, aunque hubiera sido más razona-ble (desde el punto de vista del estricto inte-rés comunitario) ofrecer a Turquía en 1999 el status de Estado asociado –incluso con ré-gimen específi co privilegiado– no se hizo así por razones políticas, de ahí que ya casi no fuera posible la marcha atrás en lo sucesivo.

En septiembre de 2004 una comisión de notables de la UE se mostró favorable en su informe a la candidatura de Turquía con tres argumentos: 1. La UE no es un “club cristiano”; 2. Con tal ampliación ganará in-fl uencia en Oriente Próximo, y 3. El recha-

zo provocaría fuerte malestar en todo el mundo musulmán e inestabilidad en Tur-quía. Este país, además, hizo saber que re-chazaría la adhesión con cláusulas especiales; tal actitud de aparente fi rmeza respondió a consideraciones tácticas tanto interiores (an-te su opinión pública) como exteriores (par-tir con fuerza inicial en las negociaciones). Sin embargo, es evidente que Turquía no tiene posibilidad real alguna de impedirlas si la UE las impone, aunque está claro que ese país no lo pueda admitir abiertamente.

La Comisión (octubre de 2004) dejó la puerta entreabierta, a la vez que de nuevo se tomó una decisión de gran calado sin un se-rio debate público en la UE3. En efecto, la Comisión aprobó el principio de apertura de negociaciones bajo estrictas condiciones, con lo que consiguió dos cosas: 1. No dar “portazo” (lo que habría provocado una alta tensión); y 2. Dar garantías a los grupos que expresan reservas (o incluso son contrarios) a tal candidatura. Efectivamente, Turquía es sometida a más pruebas que ningún otro candidato, lo que no debe sorprender, pues es el caso más especial de todos. La Comi-sión anunció en sus informes que habrá mucha vigilancia durante el muy largo pe-riodo negociador previsible y que ésta se mantendrá incluso después del eventual in-greso que, además, tendrá exclusiones secto-riales en varios capítulos (por ejemplo, la li-bertad de movimientos de los trabajadores o restricciones en las ayudas fi nancieras). Es más, se añade que si surgen problemas gra-ves las negociaciones quedarán rotas, pues la UE se reserva el derecho tanto de cortar co-mo de no aplicar algunos de sus acuerdos comunes a Turquía. La Comisiónrecomen-dó, en particular, verifi car: 1. La efectiva ca-pacidad administrativa y judicial; 2. El nivel material y personal de ambas estructuras; 3. Las medidas anticorrupción; y 4. La traspo-sición de la legislación comunitaria. Por su-puesto, Turquía insistió una vez más en que se le aplicaran estrictamente los mismos parámetros que al resto de los candidatos, pero no lo consiguió. Mayor satisfacción obtuvo de la votación del Parlamento Euro-peo, ma yoritariamente favorable en no-viembre de 2004, pero la clave estaba en el Consejo Europeo (diciembre de 2004).

En vísperas del mismo, Turquía extre-mó su posición de fuerza: 1. El único esce-nario que contempla es el de la plena inte-gración, no “fórmulas imaginativas” inter-medias; 2. La cuestión de Chipre es asunto exclusivo de toda la isla y de la ONU; 3.

La revisión de la historia (la exigencia de que se reconozca ofi cialmente la existencia del genocidio armenio) no es de recibo en las negociaciones de adhesión; 4. Turquía debe ser tratada como cualquier otro can-didato, sin condiciones especiales, pues en caso contrario no podría aceptar. Natural-mente, todo esto no fue más que un ele-mento de presión, pues está claro que –sin reconocerlo públicamente– ese Estado iba a aceptar de hecho todos los criterios que el Consejo Europeo estableciera con tal de arrancar la fecha, algo que consiguió (se ha fi jado para el 3 de octubre de 2005 el ini-cio de las negociaciones), lo que fue un triunfo no menor para Erdogán.

Con todo, aunque el Consejo Europeo ha entreabierto las puertas (el 16-17 de di-ciembre de 2004), lo ha hecho con más prevenciones que la Comisión: 1. El even-tual ingreso en ningún caso podrá hacerse antes de una década como mínimo; 2. No hay garantía total de adhesión; 3. Se impo-ne una cláusula de salvaguardia permanen-te para no aplicar a los trabajadores turcos la libertad de movimientos y estableci-miento; 4. Se limitarán los fondos estruc-turales para ese país. Se trata de un “sí, pe-ro”, con plazos dilatados y salvaguardas drásticas que postergan el desenlace a largo plazo, desactivando en lo inmediato una segura tensión si la respuesta hubiera sido negativa. Por tanto, el Consejo Europeo asume los informes de la Comisión pero los endurece para dejar claro que no hay la menor garantía de ingreso automático y seguro tras un dilatado periodo de negocia-ciones que, además, se puede interrumpir del todo en cualquier momento si hay gra-ves incumplimientos turcos (por “violación grave y persistente” de los requisitos de Copenhague). Las negociaciones de cada capítulo serán siempre supervisadas por el Consejo Europeo y se establecerán largos periodos transitorios en multitud de áreas. En realidad, no deben sorprender las ex-cepciones y las cláusulas de reserva y el tan alto nivel de exigencia (incomparable con cualquier otro candidato); pero es que Tur-quía es un caso completamente diferente a los demás y el que más problemas plantea, siendo enorme el desafío de su eventual in-tegración. Lo cierto es que este país tiene tal interés en ingresar que es probable que vaya haciendo esfuerzos extraordinarios para ir cumpliendo con todas y cada una de las duras condiciones de la UE, lo que –en cualquier caso, con independencia pues del desenlace fi nal– será positivo para el mismo. Si Turquía acaba cumpliendo (lo que, por otra parte, no es nada fácil) la UE no podrá dar marcha atrás, lo que abrirá

3 La Comisión elaboró al respecto en esa fecha tres informes, sobresaliendo el primero: “Los progresos logrados por Turquía en el camino de la adhesión”.

PROS Y CONTRAS DE TURQUÍA EN LA UNIÓN EUROPEA

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nuevos interrogantes de futuro, pues es muy posible que otros países extraeuropeos contiguos aspiren a seguir su camino.

Cuestión delicada fue la de Chipre que, al fi nal, se sorteó de modo bastante hábil: en efecto, de entrada, pareció que Turquía tendría que reconocer de modo previo y sin ambigüedades la legitimidad de un Estado (Chipre del Sur, el único in-ternacionalmente reconocido y socio pleno de la UE desde 2004) pero no se prestó a ello. Chipre insinuó la posibilidad de vetar pero –al fi nal– no lo hizo, pues hubiera quedado en solitario. Por tanto, ni recono-cimiento turco formal ni veto chipriota: la fórmula adoptada fue la de que Turquía asume el espacio aduanero general de la UE tal cual es (la UE de los 25), algo que ratifi cará antes del 3 de octubre de 2005 (la fecha ofi cial del inicio de las negociacio-nes). Esto equivale a un reconocimiento de facto, aunque para Erdogán no lo es en ab-soluto, tras sus declaraciones al respecto en función de su opinión pública.

En conclusión, si las negociaciones acaban fracasando lo más probable es que se active el “Plan B” (que ofi cialmente no existe), por mucho que Turquía lo rechace formalmente, pues no estará en condicio-

nes reales de hacerlo. Ni qué decir tiene que si el Tratado Constitucional no es fi -nalmente ratifi cado, los plazos, ya de por sí muy largos, se postergarán aún más. Parece evidente –como ha sido acertadamente se-ñalado– que la actual Turquía no cumple con ninguna de las condiciones formal-mente exigibles para ser miembro comuni-tario; de ahí que ni este país tal como está hoy ni la UE que tenemos estén prepara-dos para dar un paso como éste. ■

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Cesáreo Aguilera es catedrático de Ciencia Polí-tica de la Universidad de Barcelona.

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DIVERSIDAD CULTURAL Y DEMOCRACIA LIBERAL

JOSÉ MARÍA RUIZ SOROA

L a diferencia está en auge”, escribe Victo-ria Camps1. Desde luego, si atendemos a textos públicos recientes, como la

Declaración Universal de Unesco sobre la Diversidad Cultural 2001, o el Tratado que instituye una Constitución para Europa de 2004, es difícil disentir de esta opinión. Pues si la primera proclama que la diversidad cul-tural es nada menos que “un patrimonio co-mún de la humanidad” (art. 1) que se nos impone a todos como “un imperativo ético” (art. 4), la segunda establece como uno de los objetivos de la Unión el de “respetar la riqueza de su diversidad cultural y lingüísti-ca” (art. I-3-3º). Aunque también puede le-gítimamente cuestionarse si lo que está en auge es la diversidad en sí o más bien su re-clamación un poco histérica por parte de unos ciudadanos que se contemplan a sí mismos cada vez más uniformes. Si la diver-sidad es tanto un hecho en crecimiento ob-jetivo cuanto un moderno sentimiento de desarraigo, una extendida nostalgia por la diferencia. Alfred Weber señalaba ya hace tiempo que la homogeneización progresiva de las condiciones culturales en el mundo provocaba una reacción psicológica y espiri-tual que llevaba a percibir la particularidad como valiosa2. Una reacción difusa que se ha concretado contemporáneamente en el pensamiento comunitarista, cuyas premisas más o menos difusas se han convertido en políticamente correctas.

La incompetencia liberalAl pensamiento liberal se le achaca desde la óptica comunitarista (aunque no sólo desde ella) una incapacidad genética radical para incorporar a su estructura el dato de la diver-sidad cultural, y consiguientemente se le re-procha una sustancial incompetencia para

dar a ésta el tratamiento adecuado en el pla-no político. Por varias razones. En primer lu-gar, por proponer una concepción del ser humano abstracta, desarraigada de su con-texto, desvinculada de sus determinaciones sociales, un concepto universal en defi nitiva. Una tal concepción le impide ver que el hombre real forja sus fi nes, sus proyectos de “vida buena” dentro de una concreta matriz cultural, en un contexto particular que con-forma tanto los proyectos como al sujeto de los mismos3. Por otro lado, el liberalismo se-ría incapaz de superar una noción meramen-te procedimental del bien, una noción que le permite como mucho analizar la justicia de las reglas de distribución, pero no decir algo sustantivo acerca de los bienes o la virtud en sí mismos4. En cambio, discursos como el comunitarista (o el republicano) se atreven a hablar de los bienes substantivos que el ser humano encuentra dignos de perseguir (“la vida buena” aristotélica). Y estos bienes, na-turalmente, sólo pueden ser defi nidos dentro de una matriz cultural situada.

Por otro lado, la insistencia de los mejo-res teóricos contemporáneos liberales en una fundamentación contractualista del régimen político, sea en la versión rawlsiana del acuer-do por solapamiento, sea en la habermesiana

de la deliberación racional, hace especialmen-te difícil de integrar en ese acuerdo a quienes sostienen diversas concepciones comprehen-sivas del bien, cuando estas concepciones se consideran precisamente como elementos esenciales de la identidad política de los suje-tos. Pedir a los participantes del acuerdo que pongan entre paréntesis sus concepciones particulares, cuando precisamente aquellos sienten a éstas como lo más defi nitorio de su ser público, no es sino volver a recaer en el pecado de abstracción antroponómica que se reprochaba al liberalismo primitivo.

Dados estos cimientos defectuosos, se ar-gumenta, no es de extrañar que en la práctica real las democracias liberales estén mal per-trechadas para manejar las demandas de dife-rencia grupal (nacionales, étnicas o de grupos característicos) y encuentren serias difi culta-des para acomodarlas en los esquemas del Es-tado de derecho. En efecto, los principios de libertad individual, igualdad jurídica estricta, abstracción de las normas y otros típicos de la arquitectura liberal del Estado chocan con las reivindicaciones de respeto y promoción de los valores grupales y se acomodan mal con las politics of diff erence que se reclaman.

Pretendo en este trabajo apuntar algunas ideas acerca de esta pregonada incompatibili-dad (o, por lo menos, rechazo sintomático) entre la demanda social de diversidad cultu-ral y la democracia liberal, tanto en el terreno de los principios teóricos como en el de la práctica política concreta. Antes, sin embar-go, conviene precisar más en detalle el fenó-meno de la diversidad en sí, tanto histórica como sociológicamente.

Los parámetros de la diversidadSi atendemos a los hechos deducibles del proceso histórico humano tal como lo cono-cemos, la conclusión más evidente es que la diversidad cultural está en disminución cons-tante. Y no desde anteayer, desde que la glo-balización (esa especie de deus ex machina de todo lo negativo que sucede hoy en el mun-

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1 “La universalidad ética y sus enemigos”, en Universalidad y diferencia, S. Giner y R. Scartezzini, eds., Madrid, 1996, pág. 137.

2 A. Weber, Historia de la Cultura, México, 1941.

3 Ni que decir tiene que la crítica en cuestión sigue a pies juntillas el esquema de la que formuló Marx en otro momento histórico, es decir, el rechazo de la abstracción formal y el desconocimiento del contexto social del hombre. La única diferencia es que Marx situó el ser real del hombre en el trabajo, y en su situación de clase su determinación ideológica, mientras que el comunitarismo lo sitúa en la pertenencia cultural. En este sentido, el comunitarismo conecta mejor aún con la crítica anterior de Joseph de Maistre al individualismo racionalista de la Ilustración (vide en Alain Finkielkraut, La derrota del pensamiento, Barcelona, 1987, págs. 17 y sigs. y Stephen Holmes, Anatomía del antiliberalismo, Madrid, 1999, págs. 36 y sigs.

4 Naturalmente, la crítica arranca con la de Hegel al formalismo deontológico kantiano, y se concreta mo-dernamente con la que se dirige al neocontractualismo de Rawls; vide como ejemplo señero M. Sandel, El libe-ralismo y los límites de la justicia, Barcelona, 2000.

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do) se puso en marcha, sino desde que la ci-vilización dio sus primeros vagidos en Sume-ria hace casi tres mil años. En palabras de los historiadores Mc Neill, “la historia de la hu-manidad es una evolución progresiva de la uniformidad sencilla hacia la diversidad y de aquí a una uniformidad compleja [de manera que] la diversidad está en retroceso constante desde que las redes humanas comenzaron a entrar en contacto y ampliarse”5. Hace 10.000 años se hablaban en la tierra unas 12.000 lenguas diversas, hoy quedan 6.000 y siguen desapareciendo muchas con gran rapi-dez. Éstos son los hechos, mientras que la rei-vindicación de la diferencia y su valoración como algo positivo son fenómenos culturales reactivos y muy modernos6.

Estos hechos se presentan por el pensa-miento de inspiración comunitarista o parti-cularista en unos términos que están sutil-mente trampeados por una cierta carga de maniqueismo. En efecto, se describe esa evo-lución como una pérdida neta de riqueza cultural, como una sustitución mecánica y violenta de una primigenia pluralidad de culturas por una sociedad homogénea, que sería una sociedad pobre por su propia natu-raleza cuasi clónica. Se nos dice que la masi-fi cación homogeneizadora del planeta nos amenaza a la vuelta de la esquina si no toma-mos medidas de conservación cultural. Pues

bien, esta descripción no es correcta, o por lo menos no recoge todos los datos de la cues-tión: las sociedades actuales más amplias, fruto de la fusión de decenas de culturas an-teriores, no son sólo más homogéneas, sino que sobre todo son más complejas, más ricas en roles, estatus y contextos de elección para sus habitantes7. Por eso precisamente, por-que son más ricas, son más confl ictivas en términos culturales. Las culturas sustituidas

eran más sencillas que las sociedades actuales, eran culturalmente más pobres. Y es que la evolución no va sólo de la diversidad a la ho-mogeneidad, sino también, y sobre todo, de la simplicidad a la complejidad. Nuestra misma capacidad para percibir y valorar la diversidad es una riqueza a la que sólo una cultura moderna permite acceder.

Junto a esta precisión histórica, es tam-bién preciso subrayar el carácter marcada-mente irreal con que se describe a las cultu-ras, o a las comunidades culturales, en los relatos de inspiración comunitarista. Como señala A. Baumeister8, la idea que autores señeros como M. Sandel, C. Taylor o Y. Ta-mir manejan acerca de las comunidades cul-turales, a las que presentan como grupos se-parados, troquelados, homogéneos, incurre en la concepción que irónicamente se ha de-nominado como noción bola de billar9. Es una descripción que olvida el carácter dúctil y proclive al cambio de las identidades hu-manas, su tendencia más bien abierta y evo-lutiva, incluso refl exiva en ocasiones10. Si los grupos fueran como los describen los comu-nitaristas, si constituyesen de verdad esa es-pecie de cerrados paradigmas kuhnianos (de mónadas semánticas sin ventanas11) que se nos dice, nunca hubiera tenido lugar su hi-bridación progresiva. Y ello porque si bien “necesitamos como seres humanos de una

5 Las redes humanas, Barcelona, 2004, págs. 364 y sigs. Esta evolución trifásica (simplicidad-diversidad-complejidad) pone de manifi esto que no es adecuado ver la diversidad como un estadio “natural” (“Dios nos creó diversos”, dice Lamo de Espinosa, Lengua, nación y Estado, Claves de Razón Práctica, núm. 121, 2002), mientras que la homogeneización sería un fenómeno social (¿antinatural?) posterior. No es así: también la diversidad cultural fue en su momento una creación social a partir de sociedades simples y uni-formes. No existe un status “natural” en esta materia, todos son fruto de la evolución social.

6 Probablemente, es el romanticismo el primer mo-vimiento intelectual que magnifi ca la importancia de la diferencia cultural a partir de Herder. Sobre este comienzo sigue siendo insustituible la lectura de Isaiah Berlin, Las raíces del romanticismo, Madrid, 2000, págs. 73 y sigs.

8 Liberalism and the Politics of Diff erence, Edhin-burgh, 2000, pág. 162.

9 J. Tully, Strange Multiplicity, Cambridge, 1997. 10 Rafael del Águila, ‘La tolerancia’, en Teoría Po-

lítica de Arteta, García Guitián y Maíz (eds.), Madrid, 2003, pág. 377. “Las unidades culturales totalmente aisladas y completamente extrañas que la antropología clásica confi aba salvar tienen poco que ver con las rea-lidades de interdependencia y cambio en las sociedades no occidentales o con las culturas crecientemente hí-bridas, sincretistas y asincrónicas que las ca rac teri zan”, dice T. Mc Carthy, ‘Doing the Right Th ing in Cross-cultural Representation’, 1992, cit. por E. Garzón Valdés en Derecho, ética y política, Madrid, 1993, pág. 939.

11 La feliz expresión es de Cliff ord Geertz, op. cit., pág. 78.

7 “Como la nostalgia, la diversidad no es lo que era”, escribe Cliff ord Geertz: ya no encontramos la diversidad cultural en forma de vagones separados, como la describía Lévi-Strauss, sino entremezclada y en contacto ineludible en una misma sociedad posmoderna. Por ello, “las cues-tiones morales suscitadas por la diversidad cultural que antes se suscitaban entre sociedades, surgen ahora cada vez más dentro de ellas mismas” (“Los usos de la diversidad”, Barcelona, 1.996, pág. 81).

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DIVERSIDAD CULTURAL Y DEMOCRACIA LIBERAL

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cultura, no necesitamos de la integridad cul-tural, pues las culturas viven y crecen, cam-bian y a veces se marchitan, se amalgaman con otras”12.

Curiosamente, esta mala descripción de la realidad lleva frecuentemente a los políticos de corte particularista, nacional o cultural, a propugnar políticas de amoldamiento de los hechos a su descripción. Con lo que incurren en una notable contradicción con sus plan-teamientos teóricos, la de intentar forzar la homogeneidad cultural mediante políticas asimilacionistas, de restricción interna de los derechos de los miembros del grupo, etcétera, en lugar de aceptar la diversidad intragrupal. De esta forma, el particularismo, presunto fa-vorecedor de las diferencias, acaba partici-pando de una abstracción y uniformidad tan rígidas como el más monolítico de los cen-tralismos, termina resultando igual de monó-tono13. Y es que ninguna diferencia cultural se sostiene bien sin una homogeneización de esa diferencia en el grupo que la reclama. Pa-ra ser diferentes de otros, hay que ser iguales a nosotros mismos. La identidad acaba de es-ta forma siendo un arma de doble uso: rei-vindicativa de la diferencia hacia fuera, man-tenedora de la homogeneidad hacia dentro14.

Cómo se justifica el valor de la diversidad culturalUna vez centrados los hechos en sus más justos términos, parece conveniente exami-nar la justifi cación moral que proponen los defensores de la diversidad cultural conside-rada como un bien. Pues examinando esas razones llegaremos a curiosas conclusiones acerca de su pretendida incompatibilidad con el pensamiento liberal.

Naturalmente, esta indagación resulta carente de sentido, es literalmente “no pensa-ble”, dentro de un thick multiculturalismo (entendiendo este término en sentido estric-to). Si el ser humano no puede salir del para-digma cultural en que habita, no podría plantearse si la diversidad es o no un bien en general. Porque plantear una pregunta como ésa supone precisamente trascender el ámbi-to cultural propio e instalarse en la posición de un supuesto observador universal que es capaz de formular un criterio de valor exter-no a, y compartido por, las diversas comuni-dades culturales: por lo menos, el de que existe una regla universal que dice “no ani-quilarás a las demás culturas porque es buena

su coexistencia”. El relativismo extremo se autoderrota cuando afi rma un principio uni-versal de respeto a la diversidad15.

La analogía con la biodiversidadSin embargo, casi nadie defi ende un relati-vismo cultural tan extremo; lo normal es si-tuarse en una afirmación epistemológica más débil que, aún celebrando la diversidad como valor trascendente, no adopta un rela-tivismo cultural total. Y, desde ella, se pro-ponen dos tipos de razones para considerar un bien la diversidad. El primero es más una metáfora imprecisa que un verdadero argu-mento; puede verse recogido en el art. 1º de la Declaración de la Unesco antes mencio-nada: “La diversidad cultural es para el gé-nero humano tan necesaria como la diversi-dad biológica para los organismos vivos”.

La analogía entre las sociedades huma-nas y los organismos biológicos no es un re-cién llegado al discurso político sino que, muy por el contrario, ha sido utilizado con cierta frecuencia por el pensamiento conser-vador. Edmund Burke vio en la sociedad y en sus tradiciones un organismo vivo, substi-tuyendo así la clásica analogía ilustrada, que prefería pensar a la sociedad en términos me-cánicos (el reloj)16. Y un liberalismo extre-moso como el de Herbert Spencer no tenía difi cultad para aplicar a la sociedad los es-quemas propios del darwinismo biológico, viendo en la struggle for life de los individuos la garantía de su mejor selección17.

En nuestro caso, es la biodiversidad de la naturaleza la que ofrece el supuesto analógico conveniente para atribuir un valor positivo a la diversidad de las culturas humanas. Analo-gía, desde luego, plástica e intuitivamente atractiva. Sin embargo, analizada más a fon-do, resulta ser una estrategia sustancialmente mal orientada. En efecto, si la existencia de la biodiversidad es un bien en sí mismo, como propone el discurso ecológico más generaliza-do, con independencia del carácter destructi-vo o colonizador que unas especies animales o vegetales tengan respecto a otras, difícil-mente podría sostenerse lo mismo para el gé-nero humano. No parece que pudiera consi-derarse como algo positivo la existencia de culturas humanas destructivas, asesinas, into-lerantes o rapaces respecto de otras, ni la sub-sistencia de aquellos rasgos culturales crueles o radicalmente destructivos de la persona hu-mana. Y es que el mundo humano, a diferen-

cia del biológico, es un universo habitado por unidades morales. Las cuales enjuician y re-chazan como inaceptables ciertas prácticas culturales. De lo cual se sigue, si no me equi-voco, que la diversidad no puede considerarse un bien por sí misma, sino sólo en tanto en cuanto resulte acorde con criterios evaluativos distintos del dato en bruto de su existencia18. La biodiversidad es un bien en todo caso; la diversidad cultural sólo puede serlo según y cómo, lo que es tanto como afi rmar que no es un bien en sí misma.

Pertenencia, identidad, autenticidadPues bien, si dejamos de lado esta desafor-tunada analogía, nos encontraremos con una relativa sorpresa: el pensamiento comu-nitarista asume una fundamentación indivi-dualista en su defensa de la conservación de los rasgos colectivos del grupo humano19. No es cierto, como suele afi rmarse indiscri-minadamente, que la doctrina comunitaris-ta se enraíce en una comprensión holista20. Al contrario, es la autonomía individual su punto de partida y su objetivo fi nal, como lo sería para un liberal clásico; lo que sucede es que esta doctrina hipostasia el compo-nente social del ser humano21. El valor pri-mero es el de la vida auténtica y autónoma del individuo, aunque una vez establecido que el ser humano no puede llegar a una vi-da plena si no encuentra su reconocimiento como miembro de un grupo determinado es de pura lógica considerar que la existen-cia y perduración de los rasgos culturales de ese grupo tiene un intenso valor positivo. Pues el grupo suministra los elementos cul-turales básicos necesarios para formar seres

15 Camilo Valdecantos, Contra el relativismo, Madrid, 1999.

16 E. Cassirer, Filosofía de la Ilustración, México, 1993, pág. 67.

17 H. Spencer, ‘El individuo contra el Estado’, ampliamente citado en J. G. Merquior, Liberalismo viejo y nuevo, México, 1993, págs. 103 y sigs.

18 “La libertad es un prerrequisito de toda cons-trucción humana, de modo que otras construcciones en las que estuviese ausente la libertad nos parecerían simplemente inmorales o, en cualquier caso, amo-rales”, escribe E. Guisán, Más allá de la democracia, Madrid, 2000, pág. 113.

19 Calificamos de relativa la sorpresa porque, bien mirado, en una cultura como la occidental que ha hecho del individualismo su rasgo defi nitorio ca-racterístico que la separa de cualquier otra en el mun-do (Louis Dumont, Ensayos sobre el individualismo: una perspectiva antropológica sobre la ideología moder-na, Madrid, 1987), sería extraño encontrar un brote de holismo que antepusiera tout court a la sociedad so-bre el individuo.

20 Esta visión holista sólo sería atribuible a Macin-tyre (Tras la virtud, Barcelona, 1988) quien claramente defi ende que el conocimiento moral es un conocimiento de roles sociales, el conocimiento de la posición de cada uno y de los deberes que ella apareja según un orden de relaciones externo al individuo. Pero este autor encaja más en una fi losofía antimoderna y tradicionalista que en una comunitarista propiamente dicha.

21 Lo que sucede es que, para ellos, el individuo que ejercita su autonomía no es una tabula rasa abstrac-ta, sino un evaluador contextualizado (R. Maíz, ‘El lu-gar de la nación en la teoría de la democracia’, Revista Española de Ciencia Política, núm. 3, 2000, pág. 61).

12 J. Waldron, ‘Minority Cultures and the Cos-mopolitan Alternative’, en W. Kymlicka (ed), Th e Right of Minority Cultures, Oxford, 1995.

13 J. Aguado, La falacia particularista, Claves de Razón Práctica, núm. 69, 1997.

14 Z. Baumant, Exclusión social y mul ti cul tura lis-mo, Claves de Razón Práctica, núm. 137, 2003.

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JOSÉ MARÍA RUIZ SOROA

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humanos (matriz), al tiempo que se consti-tuye en el medio ambiente preciso para su desarrollo como tales. De lo que se sigue que existe un verdadero derecho a la conser-vación del medio cultural propio, un right to cultural survival22.

Sin embargo, los comunitaristas entran pronto en una confl ictiva tensión con sus propias bases de partida puesto que para conservar los rasgos del grupo proponen la adopción de medidas contrarias a la auto-nomía individual. Sucede que para asegurar a largo plazo su supervivencia una cultura debe socializar sistemáticamente a sus futu-ros miembros dentro de la lengua, valores y normas que esa cultura defi ne como tales, lo cual se consigue más fácilmente si se re-ducen las posibilidades de elección de esos futuros ciudadanos. En su extremo, la con-servación de la diversidad requiere el inter-vencionismo cultural de la autoridad23. Como observa C. Th iebaut, hay una ten-sión inevitable y nunca resuelta entre la lla-mada autenticidad individual y el fomento de las condiciones comunitarias para lograr esa autenticidad. Lo que hace que los libe-rales comunitaristas comiencen hablando de un derecho individual a la cultura como forma de autonomía personal pero acaben hablando del pueblo y del sujeto político colectivo24.

En cualquier caso, y sea cual sea la in-tensidad con que se siga el argumento, el otorgar un valor moral positivo a la dife-rencia cultural sobre la base de que la cul-tura es un componente esencial de la per-sonalidad individual envuelve una serie de aporías. Desde luego, no es la menor la que hubiera sobresaltado a David Hume, quien hubiera observado que no puede de-ducirse de un hecho (los condicionamien-tos sociales de la personalidad) un valor (que tales condicionamientos son por sí mismos dignos de ser conservados). Y es que, como señala R. Gargarella25, los co-munitaristas arrancan de una constatación fáctica bastante trivial (la construcción so-cial de la individualidad, algo que ya pro-clamó E. Durkheim) para deducir de ella una prescripción normativa de carácter ho-lista acerca de la conservación de esa socie-

dad concreta y sus rasgos culturales más característicos26.

Por otra parte, el status quo cultural se convierte en un fi n en sí mismo, lo que nos acerca característicamente al conservaduris-mo más romo, y, sobre todo, implica adop-tar una visión de la identidad como una realidad coagulada en la que cada ser huma-no se descubre y que está obligado a con-servar. Pero si el ser humano en uso de su auto nomía es capaz de someter a crítica sus rasgos culturales, y rechazarlos o modifi car-los, éstos no podrán ser en ningún caso un bien por sí mismos. Si la membrecía cultu-ral es un bien primario al mismo tiempo que lo es la libertad personal (W. Kymlic-ka), ¿qué hacer en una sociedad esclavista?

La riqueza de la personalidadHabía otra ruta que, mucho antes de apare-cer el comunitarismo, conducía a parecidas ideas. La defensa de la idea de que la plurali-dad cultural es un bien en tanto en cuanto permite una pluralidad de elecciones al ser humano y, consecuentemente, un enriqueci-miento de su personalidad, se remonta a W. Von Humboldt27, cuya formulación de esta idea se convirtió en canónica para el li-beralismo clásico (J. S. Mill, A. De Tocque-ville, B. Constant, etcétera). Para ese autor, que se movía en un intento de fusión de ra-cionalismo y romanticismo, el fi n normativo del hombre es la autoactividad (selbsttati-gkeit), es decir, el desarrollo y despliegue del máximo de capacidades dirigido por uno mismo. Tal desarrollo enriquecedor requiere de circunstancias externas que lo favorezcan; y en este sentido la uniformidad cultural y la predictibilidad de reacciones nos vuelven in-capaces a los seres humanos. Por el contra-rio, la diversidad de formas de vida y cir-cunstancias sociales en general exige a los in-dividuos desarrollar capacidades autoactivas y salir de la rutina. Por eso, la diversidad es un valor instrumental para la mayor virtud: el desarrollo del individuo (la bildung goethiana).

J. S. Mill recogió estas ideas en su ensayo sobre la libertad28, e incluso las aplicó al caso

europeo y consideró que fue la notable diver-sidad de caracteres y culturas entre indivi-duos, clases y naciones la que había impulsa-do el notable progreso del continente. Para que sean diferentes entre sí, las personas pre-cisarían de dos condiciones: libertad y varie-dad de situaciones. De esta forma, la diversi-dad cultural se convierte en un bien instru-mental aparentemente integrable sin difi cultad en una ideología liberal, puesto que se coloca al servicio de la persona indivi-dual29. De esta consideración beben, sin du-da, tanto la Declaración de la Unesco como la Constitución Europea, y puede conside-rarse que es la opción justifi cativa estándar de la defensa de la diversidad en el pensa-miento democrático actual30.

Sucede, sin embargo, que la equipara-ción tout court entre diferencia y riqueza cul-tural revela también sus difi cultades. Ya en el mismo J. S. Mill se hacía patente la contra-dicción, cuando en sus consideraciones sobre el gobierno representativo31 consideraba fue-ra de toda duda que “para un bretón o un vasco de la Navarra francesa era ventajoso ser arrastrado en la corriente de ideas y senti-mientos de un pueblo altamente civilizado y culto como el francés, en lugar de vivir adhe-ridos a sus rocas como un resto semisalvaje de los tiempos pasados, girando sin cesar en su estrecha órbita intelectual, sin participar ni interesarse en el movimiento general del mundo”. Dejando de lado el matiz etnocen-trista de estas palabras (que dichas hoy provo-carían una sublevación de los espíritus), lo que nos ponen de manifi esto es el dilema li-beral en este punto: si la diferencia fuere un bien en sí, habría que aceptar las culturas tal cual son. Por el contrario, si reconocemos la conveniencia de trascenderlas y consecuente-mente amputarlas, completarlas, corregirlas o

22 Ch. Kukathas, ‘Are there any Cultural Right’, Political Th eory, núm. 20, 1992, pág. 674.

23 Andrea Baumeister, op. cit., pág. 142.24 Los límites de la comunidad, Madrid, 1992, y en

‘Charles Taylor: democracia y reconocimiento’, en Teo-rías Políticas contemporáneas, R. Maíz (ed.), Valencia 2001, pág. 220; similarmente en R. del Águila, La senda del mal, Madrid, 2000, págs. 222 y sigs. y M. J. Villa-verde, El nacionalismo light, Claves de Razón Prácti-ca, núm. 140, 2004.

25 R. Gargarella, Las teorías de la justicia después de Rawls, Barcelona, 1999, pág. 137.

29 Sería la posición de J. Raz cuando afi rma que “una persona sólo puede ser autónoma si dispone de diferentes opciones aceptables para que pueda escoger y con ello conformar su vida. Por ello, el que existan esas opciones es constitutiva de la vida autónoma y tiene un valor intrínseco” (Th e Morality of Freedom, Oxford, 1994, pág. 161).

30 Es más que cuestionable la opinión que enraíza el desarrollo temprano de la modernidad en Europa con su característica diversidad cultural. Precisamente fueron las naciones-Estado que más tempranamente avanzaron por el proceso de homogeneización cultural las que lideraron el proceso modernizador, no las que, como España, conservaron una amplia diversidad in-terna. De manera que resulta más acertado conectar la vivacidad del individualismo europeo con la pluralidad de poderes políticos en constante pugna y equilibrio, más que con una diversidad cultural propiamente di-cha (vide E. L. Jones, El milagro europeo, Madrid, 1990, págs. 182 y sigs., y Charles Tilly, Las revoluciones euro-peas, Barcelona, 2000, págs. 56 y sigs.).

31 Del gobierno representativo, Madrid, 2000, pág. 185. La contradicción de Mill es subrayada por A. de Blas Guerrero, Nacionalismos y naciones en Europa, Ma-drid, 1995, págs. 63 y sigs.

26 “De una tesis ontológica acerca de la identidad personal se desliza a una justifi cación normativa acer-ca de las pretensiones jurídicas de los grupos”, escribe S. Benhabib. Y también, “el problema de Taylor y Kymlicka es que transforman un argumento fi losófi co sobre las condiciones en que se desarrolla la identidad individual en un argumento político sobre el derecho a la cultura”, cit. por C. Sánchez Muñoz en Teorías políticas .., cit., R. Maíz (ed), págs. 282 y sigs.

27 ‘Ideen zu einem Versuch die Grenzen der Wir-ksamkeit des Staats zu Bestimmen’, Sttutgart, 1967, cit. por R. Geuss, Historia e ilusión en la política, Bar-celona, 2004.

28 Sobre la libertad, Madrid, 1991, pág. 167.

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DIVERSIDAD CULTURAL Y DEMOCRACIA LIBERAL

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retocarlas, es porque su valor no es el de su mera existencia, sino el de que sirvan adecua-damente a la persona que las utiliza. Y es que resulta un notable malentendido confundir el reconocimiento del igual valor potencial de todos los seres humanos (o de todas las cultu-ras humanas) con el valor igual de lo que en realidad han hecho con ese potencial32.

¿Y volver al liberalismo?No deja de ser curioso que los únicos inten-tos serios de justifi car el valor de la diversidad cultural arranquen del valor primero de la autonomía individual, exactamente del mis-mo que arranca la democracia liberal. Siendo ello así, parece difícil explicar una incompati-bilidad entre ambas ideas dada esa común progenie intelectual. Más aún, desde un pun-to de vista más estrictamente político, no deja de ser también curioso el hecho de que los problemas de la diversidad cultural sólo pue-dan mostrarse como tales dentro de la prácti-ca democrática liberal. Quiero decir que si nos situamos en una perspectiva política dis-tinta de la democrática liberal los problemas desaparecen, dejan de ser tales. Si las personas no ostentan un derecho a ser consideradas unidades morales y a ser respetadas como ta-les, no existe ninguna difi cultad para ignorar su particularidad cultural, como cualquier otra particularidad. Sencillamente, carecen de la condición de agente moral primario.

Ambos géneros de coincidencia nos es-tán diciendo a las claras que no es asumible la idea de una incompatibilidad o rechazo espe-cialmente fuerte entre ambos mundos, el del particularismo cultural y el del pensamiento liberal. Que estamos ante un falso problema, provocado en gran parte por una mala defi ni-ción de los términos respectivos. Por el lado del particularismo habría que refi nar el utilla-je conceptual y redefi nir los hechos hablando, más que de diversidad, de pluralismo cultu-ral. Porque así como la idea de diversidad suscita la visión de diversos mundos cultura-les puestos en el tablero de la lucha por la su-pervivencia, la de pluralismo cultural se limi-ta a recoger el hecho cierto de la coexistencia dentro de las sociedades modernas de diversas tradiciones e identidades culturales. Mientras que la primera parece implicar que la única opción es el ingreso del individuo en identi-dades sociales coaguladas, el pluralismo pone como eje de su perspectiva a un sujeto activo que adopta (y al adoptar, las adapta), tanto cumulativa como sucesivamente, identidades diversas. Lo relevante no son las identidades sino el acto de identifi carse.

Esta identifi cación es la que, desde un punto de vista liberal, deberá considerarse co-mo un tema siempre sometible a evaluación refl exiva, pues en esta perspectiva la identidad sólo puede ser un acto de libertad33. El plu-ralismo cultural es así benefi cioso para el ser humano, puesto que amplía el número y la calidad de las “circunstancias” (en el sentido orteguiano del término) por las que puede discurrir su inquieto yo. Pero en el bien en-tendido de que pluralismo entraña, por defi -nición, el sometimiento de todas las opciones culturales existentes a un criterio fundamen-tal: que sólo son valiosas aquellas que permi-ten al ser humano autoconstituirse como ser moral evaluador de su propio ambiente, aquellas que le permiten desarrollar la capaci-dad de criticar y modifi car su circunstancia34. Es en esta condición donde reside precisa-mente el rasgo más universal del ser humano: en su capacidad para trascender su propia particularidad35.

Del lado del liberalismo convendría pro-bablemente ser más fi el tanto a su rico conte-nido como a las posibilidades que conlleva, sin reducirlo a esa versión guiñolesca que en ocasiones se maneja como coartada para una estrategia de distanciamiento. Ciertamente, los primeros liberales defendieron más un de-recho a la in-diferencia que uno a la diferen-

cia. Ahora bien, esa reivindicación de la igual-dad indiferente del individuo como sujeto político no la hizo ese primer liberalismo, co-mo a veces se sugiere, como consecuencia de una noción conceptual abstracta y desvincu-lada del ser humano que ignoraba su contex-to social36, sino precisamente para recuperar al ser humano concreto de los abusos de ese contexto. Era una reivindicación rabiosamen-te contextualizada, que pretendía liberar al individuo de los moldes culturales estamen-tales (el rango, la sangre, la herencia) en los que la sociedad de su época le aprisionaba37. Por ello, el Estado de Derecho liberal no es inevitablemente ciego a las diferencias, como suele afi rmarse, sino que puede perfectamen-te tratarlas. Lo único que sucede es que cual-quier diferencia de trato motivada por una particularidad cultural debe primero argu-mentarse y justifi carse ante el principio de igualdad. Pues la desigualdad es “natural”, mientras que la igualdad es desnaturaliza-ción38. Sin olvidar, además, que también las diferencias son hechos sociales de creación y descubrimiento progresivos.

Por otra parte, el pluralismo cultural confl ictivo de la sociedad actual conecta per-fectamente con la idea básica de la democra-cia liberal, que no es la del consenso (como se nos repite machaconamente en la fi losofía contractualista) sino la del disenso, la del perpetuo confl icto entre concepciones del mundo y proyectos de vida buena. Fue el li-beralismo el que, por primera vez en la his-toria occidental, señaló de modo claro las potencialidades productivas, económicas pe-ro también éticas y sociales, de un acuerdo a favor de la diversidad y del desacuerdo de in-tereses, en lugar del acuerdo y el consenso39. El pluralismo cultural no plantea difi cultades fuera de las razonablemente manejables a una estructuración justa de las relaciones so-ciales si ésta tiene como lugar central el di-senso, y si además se preocupa más de la rea-lidad del mal (y su corrección) que de cons-truir una impoluta concepción intelectual del bien40. El pluralismo cultural confl ictivo no sería entonces sino una etapa más en la eterna persecución de una concordia de dis-cordantes que el hombre protagoniza. Im-manuel Kant, el fi lósofo al que se culpa de la pretendida abstracción del sujeto, nos lo ad-virtió reiteradamente al construir un relato de la historia humana dotada de sentido: el consenso social no es un pacífi co contrato entre iguales sino un acuerdo conseguido pa-tológicamente por unos seres que no pueden soportarse pero que tampoco pueden pres-cindirse. Su conversión en un ámbito moral viene después, si hay suerte41. ■

José María Ruiz Soroa es abogado.

33 Román Cuartango, Autodeterminarse. Acerca de la conducción de la propia vida, Barcelona, 2004, págs. 113 y sigs., cuyas ideas recogemos ampliamente en el texto.

34 Como pone de relieve E. Serrano Gómez (La inso-ciable sociabilidad, Barcelona, 2004, págs. 240 y sigs.) aun-que el imperativo categórico kantiano abstraiga toda deter-minación referida a la vida buena, ello no quiere decir que carezca de contenido sustantivo. Por el contrario, el impe-rativo categórico contiene la exigencia de constituirse en sujeto, esto es, de distanciarse de las normas vigentes en la sociedad para aceptar sólo aquellas que el individuo en-cuentre justifi cadas de acuerdo con su propia razón. En ello, los seres humanos se encuentran siempre socialmente condicionados, pero no necesariamente determinados por esas condiciones.

35 Si el término universal resulta demasiado escanda-loso, podríamos substituirlo por el de rasgo objetivista.

36 La crítica comunitarista, para poder alancearlo a placer, convierte al primer liberalismo en un muñeco irre-conocible, en un puro fetiche.

37 “Los liberales clásicos introdujeron la idea de que el estado de naturaleza es una invitación a subvertir los monopolios heredados. La emplearon consciente-mente para demoler una noción arcaica: la de que la pertenencia actual a un grupo implica la obligación mo-ral de seguir perteneciendo a él en el futuro” (S. Holmes, op. cit., pág. 241.

38 G. Sartori, Teoría de la democracia, Madrid, 1997, II, pág. 410.

39 Ferrán Requejo, Las democracias, Barcelona, 1990, pág. 87.

40 R. Vargas Machuca, ‘Justicia y democracia’, en Teoría política de Arteta, Maíz y García Guitián, cit., pág. 170. Centrarse en el mal (y el daño) para lograr un núcleo de consenso, en lugar de en el bien, es una idea que defi en-de también Brian Barry, Justice as Impartiality, Oxford, 1995, págs. 25 y 141.

41 Ideas para una historia universal en clave cosmopoli-ta (1784), Madrid, 2005, pág. 38.

32 A. Arteta, La virtud en la mirada, Valencia, 2002, pág. 42.

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1. La sociología y el problema del ordenHELENA BÉJAR: Empecemos, si le parece, con una de sus preocu-paciones de los años ochenta, su crítica a los intelectuales que pone en relación con la moder-nidad, y ésta a su vez con el ideal del progreso. Pero nunca menciona a sus críticos, tales como Rousseau o Ferguson, ni a los autores ambivalentes con respecto a ese ideal, como Mon-tesquieu o Hume. ¿No cree que la modernidad tiene también sus críticos, que se opusieron al progreso?ZYGMUNT BAUMAN: Claro, toda forma de “vida en común” tie-ne sus descontentos. Pero éstos reconfi rman de manera oblicua la pauta dominante. Si no hu-biera descontentos ¿acaso la “realidad social” no tendría que inventarlos?

H. B.: ¿Por qué es tan crítico con la fi gura de los intelectuales?Z. B.: Me remito a Foucault y a la fi gura de lo que llama “intelectual general”, relacionada con gente que usaba su conocimiento para ejercer la pasión por el saber, por

la justicia. Ahora tenemos sólo “intelectuales parciales” que lu-chan por intereses particulares, por cuestiones académicas o artís-ticas, algo relacionado con la de-cadencia del agora como el espa-cio en el que se debería traducir lo público en lo privado y viceversa.

H. B.: ¿Por qué le desagrada tan-to la fi gura del intelectual como “legislador”? Z. B.: Porque está relacionado con la hubris para legislar la “so-ciedad perfecta”. Y la realidad construida según un diseño aboca al comunismo y al infi er-no nazi y siempre lleva consigo el potencial de repetir la catás-trofe. Puede describir mis moti-vos por los que rechazo las am-biciones legisladoras como so-phrosine. Quiero diálogo en vez de mandato. Un diálogo con el sentido común en vez de “co-rrección”.

H. B.: ¿De dónde surge la metá-fora de la modernidad como jardinería y cirugía?Z. B.: La metáfora de la “cultura del jardín” (como una forma de vida plantada y cultivada) viene

de Gellner. Yo añado lo de la medicina y la arquitectura. To-do ello se reduce a cambiar la realidad humana según un dise-ño que representase la “salud”, la “armonía”, la “perfección”, ética o estética.

H. B.: ¿Por qué la construcción del Orden, tal como usted afi r-ma, es un proyecto es pe cífi -camente moderno? Yo creo que la separación entre lo útil y el desperdicio (tal como recuerda su cita de Miguel Ángel) es un universal humano, y por tanto no vinculado al proyecto de la modernidad. Es decir, que si el orden es producto de la clasifi -cación, no sería algo histórico sino más bien antropológico. En ese caso ¿por qué conecta el Orden al diseño de la Sociedad Perfecta?Z. B.: Claro que el “ordena-miento” supone un aspecto in-disociable del “ser humano en el mundo”. Lo específi camente moderno es la idea de ordenar toda la sociedad. Siempre ha habido sastres, pero sólo en la época moderna hay “sastres de la sociedad”. Y ello conlleva am-

biciones totales, ingeniería de la totalidad, impulso totalitario...

H. B.: En su crítica de la Sociedad Perfecta, de la modernidad como diseño, ¿conecta con Isaiah Ber-lin, quien plantea algo parecido?Z. B.: Mis fuentes se apoyan sobre todo en la Teoría Crítica. Ya sé que la idea original necesita ac-tualizarse mucho: el único sentido sensato de una “sociedad perfecta” es una que no se considera así y que considera necesario el perfec-cionamiento, una tarea que difí-cilmente alcanza su realización.

H. B.: Defi ne la sociología como la “ciencia de la no libertad”, el estudio de los límites que la li-bertad debe tener. Afi rma que la sociología debería estudiar có-mo se descompone el sentido común, ¿no es así?Z. B.: No exactamente: critico en cierto momento la tradición dur-kheimiana y parsoniana de “la ciencia de la no libertad”, que se basaba en el misterio de cómo unos sujetos libres de elegir caen en pautas predecibles y buscan los medios de neutralizar las con-secuencias potencialmente des-

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D I Á L O G O

ZYGMUNT BAUMANClaroscuros de la modernidad

HELENA BÉJAR

Zygmunt Bauman (Poznau, Polonia, 1925) es uno de los sociólogos con-temporáneos más sugerentes. Como Georg Simmel y Norbert Elias, dos autores que cita habitualmente, es una suerte de outsider en el mundo acadé-mico. Con varios libros a sus espaldas, se dio a conocer internacionalmente con Modernidad y holocausto (1997, 1989 primera edición en inglés), por el que recibió el prestigioso Premio Europeo Amalfi de Sociología y Teoría Social, de 1989, que también ganó muy tardíamente Norbert Elias. En él no sólo trataba el holocausto como una consecuencia del “proyecto mo-derno”, sino que también resaltaba cómo la sociología, desde su mismo origen, se ha desentendido de las cuestiones éticas. Como Simmel, Bauman pone en cuestión el concepto mismo de sociedad, interesándose en cambio por la compleja urdimbre de la interacción social. Como Elias, critica el estatismo parsoniano y se enfrenta a la sociología de moda. Tal ocurre con su crítica a los libros sobre la modernidad tardía de Anthony Giddens, que analiza las relaciones personales a la luz de una refl exividad supuestamente emancipadora. Mientras que Giddens entiende el avance de la “autoidenti-dad” como una liberación y se hace eco del lenguaje psicoterapeútico con

términos como “relación pura” o “amor confl uyente”, Bauman desvela la cara oscura de la refl exividad y la individualización.

Desde una perspectiva abiertamente normativa, Bauman critica los difíciles fundamentos de las relaciones personales en la llamada moderni-dad líquida. Nuestros vínculos son efímeros, nuestras instituciones están caducas y nuestra identidad es por ello muy frágil. En línea con el mejor Ulrich Beck, Bauman señala cómo nuestros problemas personales devienen en callejones sin salida cuando pierden su vínculo con la dimensión social de la realidad. Asimismo, critica ácidamente la infl ación sociológica del término “identidad”, nuevo fetiche que sustituye la antigua comunidad de la “modernidad sólida”. La comunidad actual toma la forma del naciona-lismo, que provee una identidad grupal y un fuerte sentido de pertenencia que blindan contra las inseguridades que crea nuestro marco social. El aná-lisis de la cultura entronca con una sociología de la moral tardomoderna. La siguiente entrevista tuvo lugar el pasado noviembre en Leeds, en cuya universidad enseñó Bauman hasta hace poco y donde tiene su residencia permanente desde hace más de tres decenios.

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manteladoras del orden, así como en los artefactos para reducir tal desorden. El sentido común es uno de esos artilugios.

H. B.: No le gusta el término de “sociedad” y recuerda el de “socie-dad de los individuos”, en el sen-tido de Norbert Elias. Usted defi -ne la sociedad como el conjunto de “redes de uniones humanas”. ¿Puede explicar esta idea?Z. B.: No es verdad que no me guste el término “sociedad”. Lo que digo es que durante la ma-yor parte de la historia de la so-ciología resultaba fácil imaginar esa sociedad con límites y ambi-ciones autárquicas. Lo que daba a la sociedad la apariencia de materialidad era la nación-Esta-do, en el cual los diferentes lazos –culturales, económicos, socia-les– estaban interrelacionados. La naturaleza “imaginada” de la sociedad se descubrió cuando resultaba más difícil, precisa-mente cuando los lazos se des-anudan o se deshacen. La “natu-ralidad” y la “materialidad” de la sociedad devinieron problemáti-cos. Creo que conviene centrarse en los procesos de “asociación”, sin adueñarse de la totalidad en la cual aquélla se enmarca.

H. B.: En varios de sus libros acusa a Durkheim de ser el res-ponsable de “la sociología del orden”. Esa era la visión de Par-sons, que ignoraba la obra polí-tica de Durkheim, en la cual se advierte una veta republicana. ¿Sigue manteniendo esa vieja crítica a Durkheim?Z. B.: Parsons creó una idea de sociedad totalizante basada en el equilibrio. En cuanto a Durkheim su idea de solidaridad orgánica reenvía al proyecto de integración

de la nación francesa. El interés sociológico de Durkheim reside en cómo integrar una sociedad tan grande donde los contactos ya no son inmediatos, cara a cara. Weber critica esto en su idea de la separación de esferas, de la familia y del trabajo y desde entonces se empieza la libertad de acción para los hombres.

H. B.: Ya, pero Durkheim no sólo piensa en la integración, porque si no ¿cómo se explicaría su interés por la anomia, que sabe irremediable en un mundo moderno?Z. B.: Tanto para Durkheim co-mo para Parsons la anomia signi-fi ca desviación y lo que hay que lograr es una pauta predecible del comportamiento humano. Ade-más, lo que le interesa a Dur-kheim nunca es lo privado, por-que cree que la sociedad nos eleva hacia fi nes superiores.

H. B.: La crítica al orden le con-duce a afi rmar el valor de la

ambivalencia, uno de los puntos clave y más oscuros de su obra. La ambivalencia se incorpora en el extranjero, en lo que llama “el desperdicio humano”. Si el Or-den simboliza la mala sociedad, la ambivalencia –en su sociolo-gía– representa las fuerzas creati-vas de la sociedad. ¿No considera esta interpretación foucaultiana una perspectiva un poco mani-quea de la realidad?Z. B.: El desperdicio constituye el fi n del estado de ambivalencia, una condición univalente. La ambivalencia es la condición de todo lo que todavía no se asigna al desperdicio. Por su parte, el Or-den no es la representación de la sociedad sino, si acaso, una mala representación de la sociedad. La llamada sociología del orden es una postura cognitiva, no una elección partidista. Pero cuando se habla de “sociedad” se alude a la lucha contra la ambivalencia, que consiste en eliminarla o en reducirla y el esfuerzo para permi-tir a sus miembros vivir con ésta, lo cual no es una empresa fácil. Lo fundamental es que, por más elegantes que sean, las divisiones pulcras no dan cuenta de las reali-dades sociales, variadas y desorde-nadas.Cuando se quiere expresar esto en categorías surge la ambivalencia. De ahí que el resul-

tado de la lucha contra la ambivalencia signifi que, paradóji-camente, producir más ambi-valencia.

H. B.: ¿Y cual es el valor de la ambivalencia?Z. B.: El que es el ámbito de la creatividad y el cambio. Un mun-do no ambiguo, si fuera siquiera posible, no tendría historia.

H. B.: ¿Qué grupos que encarna-rían hoy esa ambivalencia que usted siempre resalta en sus libros? ¿Los inmigrantes, los refugiados?Z. B.: El tipo sociológico del ex-traño. Cada sociedad divide al mundo en dicotomías, en una co-sa u otra, amigos o enemigos, pe-ro una vez conformada esta divi-sión siempre hay una categoría residual que no encaja en esas di-cotomías. Los inmigrantes, los judíos en cierta época, los que no pertenecen a ningún sitio y des-truyen o al menos ponen en cues-tión todo sentido de pertenencia.

H. B.: Usted también afi rma, a pesar de su apuesta teórica a favor de la ambivalencia, que la ambivalencia continua es parali-zante.Z. B.: Sí, lo es, porque genera in-certidumbre y con ella sufrimien-to. Crea disonancia cognitiva, que si se prolonga se torna en un estado patológico. Erikson tam-bién escribe sobre eso, creo que en su primer libro, y afi rma que la gente normal no debería tener problemas con su identi-dad, una tesis ya anacrónica por-que en la sociedad actual la incer-tidumbre acerca de la propia identidad es un estado normal. El problema no reside en el voca-bulario sino en el hecho de que haya que inventar recetas para

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ZYGMUNT BAUMAN

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cada situación nueva. La am bi-valencia es sin embargo inevitable y es algo que las ciencias sociales tienen que enfrentar y analizar en diálogo con el sentido común.

2. Sociología posmodernaH. B.: Usted ha sido frecuente-mente considerado como un pensador posmoderno, algo que yo creo incorrecto. ¿Qué piensa usted?Z. B.: Si alguna vez adopté “el giro cultural” debió ser en los primeros sesenta. Fueron Anto-nio Gramsci y sus Cuadernos de la cárcel, que difícilmente pue-den considerarse como un trata-do posmoderno o protomoder-no, los que me llevaron a consi-derar “la cultura versus la sociedad”. Aprendí de Gramsci que la cultura puede convertirse en una espina clavada en la so-ciedad y no en una criada de su monótona rutina de reproduc-ción del orden. La cultura es un medio para la propensión huma-na de separar lo que “es” de lo que “puede ser”, el “ser” del “de-ber ser”, así como la inclinación a rebelarse contra el “ser” en nombre de lo que “puede ser” o el “deber ser”. Resumiendo, su intuición es correcta. Me acogí al discurso “posmodernista” en-trando por una vía distinta a la de los otros participantes. Mu-cho antes de que la palabra “pos-modernidad” se acuñara y se transformara en el distintivo de pertenencia de una clase parlan-te y exclusiva, yo buscaba deses-peradamente un nombre genéri-co para un enorme conjunto de intuiciones. Algo que expresara que, a pesar de las ambiciones modernas, la guerra contra el ca-pricho humano y la contingen-cia histórica no se puede ganar. Que la resistencia a la tendencia humana a la lógica y a la regla es permanente y que la cruzada moderna contra la ambivalencia y el “desorden” de lo humano sólo multiplica los objetivos que intenta destruir. La “posmoder-nidad” encajaba muy bien con eso. Pero debería haberlo previs-to. Aceptar ese discurso se con-virtió en la comidilla de la co-munidad académica. Todos mis

esfuerzos para proteger el senti-do que yo quería se mostraron inútiles. Fui “clasifi cado” y, una vez que tenía la etiqueta, ya a na-die le importaba contemplar las sutilezas internas.

H. B.: Una de sus referencias es el Rorty más relativista, del que usted coge la idea de contingen-cia y la del intelectual como “intérprete”. ¿Sigue defendien-do esa idea?Z. B.: En realidad, lo que me gustaba en el advenimiento de la posmodernidad era sobre todo el retroceso de la arrogancia y el avance de la duda, del escepticis-mo, de la ironía. El reconoci-miento y la aceptación de una ambivalencia constante. Intuía en este cambio una nueva opor-tunidad para los que apostaban por la responsabilidad, la escena primigenia de la moral. Pero el concepto de posmodernidad también tenía un aspecto negati-vo. Decía lo que la realidad so-cial ya no era pero silenciaba. Se manifestaba neutral sobre lo que se había transformado. Esto se aplica también a conceptos co-mo modernidad “tardía” y “se-gunda modernidad”. Ya es hora de llegar a conceptos más “posi-tivos”, que se refi eran a lo que es nuestra realidad y no a lo que dejó de ser.

El debate sobre la posmo-dernidad bien pudo ser un asun-to breve pero en su momento fue indispensable. Como otras muchas buenas intenciones aca-bó perdiendo pie. Por otra parte ya he dicho que una cosa es lo que llamé provisionalmente “la condición posmoderna” y otra un “posmodernismo” realmente existente. La fase “líquida” actual confi gura la época del desempo-tramiento, aunque luego vuelva la era del empotramiento. Todos somos como Penélope: desgarra-mos por la noche los lienzos que hemos pintado durante el día. La sociedad ya no es un jardín; pare-ce haber vuelto a un estado salva-je, o más bien a un “salvajismo secundario”, a una tierra de fron-tera, en donde hay que abrirse camino y poner cercas para po-der colonizarlo.

H. B.: Primero habla, en varios libros, de posmodernidad, luego de modernidad líquida. ¿Hay al-guna diferencia entre ellas aparte de una radicalización de las carac-terísticas de la posmodernidad?Z. B.: Lo más importante, como-quiera que se llame, es el sentido de carencia, de no–fi nitud, de no–ejecución, de algo que falta de una manera desgarradora. Lo que nos hace buscadores com-pulsivos y obsesivos de identidad es este sentido de carencia.

H. B.: Una de sus afi rmaciones más polémicas resalta que la mo-ral es presocial, y por tanto no es un producto social, como la so-ciología ha desarrollado.Z. B.: Sí, en efecto, la conciencia moral es un material no tratado. La sociedad transforma este pro-ducto bruto en reglas éticas. Eso se ve, por ejemplo, en la Biblia. Cuando Moisés ve el fuego divi-no pregunta angustiado a Dios: “Dime lo que hay que hacer y lo haremos”. Del mismo modo cuando Jesús dice lo que hay que hacer crea moral, códigos éticos. Pero se crean no seres morales si-no conformistas, seres conformes a la norma. La moral no es eso: es aceptar las consecuencias de tus hechos y por ello ser responsable. La moral exige la responsabilidad hacia el que no tiene poder sobre mí, responsabilidad en relación al más débil. No soy moral porque se me haya dicho que lo sea sino porque sale de mí.

H. B.: Además, critica a la socio-logía como una ciencia que se deshace de la moral, hipótesis muy valiente que, sin embargo, ha dejado de lado en sus últi-mos libros...Z. B.: La moral, como responsa-bilidad en relación al Otro, la presión de aceptar que esa res-ponsabilidad se activa por la Cara del Otro, es una condición de la sociedad, no su producto. Lo mismo que el “Bien”. Sin esa pre-condición la sociedad sería im-pensable, aunque cada tipo de sociedad trate de reciclar la mate-ria prima que sirve para mante-ner esa pauta. Lo que la sociedad quiere realizar se vuelve con fre-

cuencia dañino para la moral porque sustituye la responsabili-dad hacia el otro por conformi-dad con la regla, aunque sea pro-bablemente inevitable. Puesto que la responsabilidad es absolu-ta e ilimitada, haría la vida en común virtualmente imposible si no estuviera podada por un con-junto de deberes y obligaciones soportables... Lo incondicional debe transformarse en condicio-nal para ser “realista”.

H. B.: ¿Tiene intención de desa-rrollar una sociología de la mo-ral para el mundo contemporá-neo?Z. B.: Debería conocerme mejor... Creo fi rmemente que los códigos éticos, aunque sean andamios in-evitables para el impulso moral, tienden a debilitar o a adormecer los poderes de la responsabilidad. La incertidumbre es el medio na-tural de la moral y sólo se puede desarrollar en ese terreno moral.

H. B.: Reclama al mismo tiem-po responsabilidad e incerti-dumbre...Z. B.: Sólo si hay condiciones de certidumbre hay posibilidad de ejercer la responsabilidad. Lévi-nas afi rma que somos responsa-bles en relación al otro pero que uno es sobre todo responsable por uno mismo.

H. B.: Personalmente me hubie-ra gustado que hubiera desarro-llado una sociología de la moral, el proyecto que se apunta en Postmodern Ethics.Z. B.: Bueno, puedes desarrollar una ética, unas reglas de compor-tamiento; no puedes desarrollar una moral, yo soy muy escéptico: sólo se trataría de memorizar unas reglas, pero no de ser moral. Hay que distinguir entre una ac-ción que se hace con una inten-ción (I did it in order to) y la ac-ción que se hace por algo.

3. Modernidad líquidaH. B.: Primero habla de posmo-dernidad, luego de modernidad líquida, que no parece sino la ra-dicalización de las características de la primera. ¿Tiene la moderni-dad líquida alguna especifi cidad?

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Z. B.: A nivel de la “política de la vida” la modernidad líquida que-da marcada sobre todo por la ausencia evidente del “largo pla-zo”. La transitoriedad, la no fi na-lidad y la no revocabilidad se valoran positivamente, mientras que la duración y el compromi-so, lo que se resiste a la cancela-ción –todos los “puntos sin re-torno”– se teme y se evita. En la “vida líquida” los hombres van de un proyecto a otro.

H. B.: Al contrario que con la posmodernidad, hacia la cual mantiene una postura ambiva-lente, pero no ambigua, usted es muy crítico con la modernidad líquida. ¿O no?Z. B.: Toda ella gira alrededor del consumo. El mercado y los exper-tos en marketing y publicidad nos entrenan para que nos deshagamos de nuestras posesiones sin ningún arrepentimiento, enseguida y rápi-damente. No puedes mantener tu coche viejo, aunque te sientas leal a él por los servicios que te ha prestado, ni tampoco a un móvil o a un ordenador que no incluyan las nuevas aplicaciones que pro-meten otros modelos nuevos. Si uno no está satisfecho, lo compra-do siempre puede sustituirse por otra cosa; “te devuelven el dinero”, te dan esa garantía. Aunque lo an-tiguo funcione, debe reemplazarse por lo nuevo y mejorado. La “vida líquida” sigue la lógica del consu-mo, y por tanto sucumbimos al “síndrome consumista”.

Se trata de ejercer la libertad de movimiento y de elección. El temor más profundo se relaciona con lo que “se queda pegado”, con lo que “se fi ja”, lo que perma-nece más de lo que debe, con aquello que deja de considerarse un benefi cio para convertirse en un inconveniente. Dicho de otra manera, la “vida líquida” tiene que ver con una serie intermina-ble de “nuevos principios”. De hecho, ningún “nuevo principio” se ve como la elección fi nal y se espera que cada elección no sea la última. La búsqueda de la realiza-ción es continua y las nuevas pro-mesas deben ser atractivas, lo que implica que las promesas no tar-darán en romperse y las esperan-

zas de realización se verán frustra-das. Para que la sociedad de con-sumo funcione bien el engaño en torno a esas promesas imposibles de cumplir tiene que formar parte de las creencias populares.

H. B.: En la modernidad líquida usted habla de las llamadas co-munidades percha, término a mi juicio muy afortunado. ¿Son esas comunidades percha –entre las que usted incluye a los ho-mosexuales, las mujeres maltra-tadas, las víctimas del terroris-mo– el nuevo sujeto social de una nueva agora?Z. B.: Las “comunidades percha” o, como prefi ero llamarlas ahora, las “comunidades de vestuario” están proliferando, pero los gru-pos son temporales, frágiles y efí-meros. La gente se junta mientras dura la función, cada espectador se va cuando cae el telón, a la vez que la salida del grupo tiene que ser siempre posible. La entrada en el grupo se controla y se guar-da, pero no la salida. Habrá no-tado que el mismo concepto de grupo está dejando de estar de moda y de usarse, sustituido por el de “red”. Y la red, como ya sa-bemos, es un conjunto de puntos que pueden conectarse a volun-tad pero también desconectarse. El rasgo defi nitorio de la red es su breve duración.

H. B.: También menciona la no-ción de agora. ¿Podría desarro-llarla?Z. B.: El “agora” es el escenario en el cual las preocupaciones priva-das y los asuntos públicos se en-cuentran y donde la traducción entre ambos tiene lugar. Como sugirió Cornelius Castoriadis, se trata de un espacio “privado/pú-blico”; por esa razón está poco defi nido y abierto a una renego-ciación continua. Un espacio crucial, donde los miembros de la polis se transforman en ciudada-nos, en portadores de derechos políticos y sociales. Es también el espacio que transforma la asam-blea de individuos en una res pu-blica, en una propiedad pública y en un asunto público. Los intere-ses y deseos individuales se refor-jan en cuestiones de interés colec-

tivo, a la vez que los asuntos pú-blicos se desvelan como deberes y derechos individuales.

Esto es lo que debería ser el agora. En la modernidad sólida, no hace tanto tiempo, los pensa-dores preocupados por el futuro de la república democrática aler-taron sobre el peligro de que el estado invadiera y colonizara el agora suprimiendo las libertades individuales. La amenaza era el totalitarismo. Hoy la invasión viene del ámbito de lo privado, y el agora se ha inundado de inte-reses personales y autorreferen-ciados. La representación actual del agora, los reality shows y los concursos de la televisión son los más llamativos, recuerdan a los confesionarios, sólo que ahora están iluminados y equipados de micrófonos y altavoces. Los sen-timiento más íntimos son aven-tados pero no para conectarlos con asuntos públicos y acciones colectivas, sino para ser reconfi r-mados como personales y priva-dos. Como ensayos públicos de la privacidad... El problema prin-cipal del cuerpo político tiene su raíz en la ruptura de la comuni-cación entre lo público y lo pri-vado y en la muerte de la traduc-ción entre ambas esferas.

H. B.: Así que las instituciones actuales del agora son...Z. B.: Bueno, ahora se localiza en la televisión, en los concursos tipo “Gran Hermano” que ven millo-nes de espectadores. Fíjese que votaron por los concursantes nada menos que diez millones de per-sonas en Inglaterra, mientras que sólo dos y medio lo hicieron en las últimas elecciones. Lo que ha pasado es que el agora ha perdido su función, la de transformar lo privado en público. En el periodo que llamo de la modernidad sóli-da o comoquiera que se llame, el agora residía en la fábrica, en el lugar de trabajo. Ahí los hombres se sentían conjuntamente oprimi-dos y podían traducir sus proble-mas en acciones colectivas. Ahora en esos programas de televisión sólo se trata de cuestiones priva-das, de confesiones íntimas. En este sentido pienso que vivimos en una sociedad confesional.

H. B.: Eso es muy parecido a lo que Richard Sennett escribió so-bre la “sociedad íntima”Z. B.: Sí. Él hablaba de “comuni-dad destructiva”. Pero lo hizo an-tes de que se crearan nuevos mo-dos de asociación, enteramente particularistas, como los obesos o grupos así, que van a la televisión una vez a la semana y el público aplaude si confi esan públicamen-te que han perdido un kilo. Todo ello tiende a una reconfi rmación pública de la individualidad; es un grupo de individuos, lo que se puede llamar un “saco de patatas”: hay muchas patatas en un saco pero son patatas individuales.

H. B.: ¿Eso es lo que se suele lla-mar asociacionismo por intere-ses particularistas?Z. B.: Bueno, yo los llamo “co-munidades de vestuario”: todos los espectadores ponen su ropa en el vestuario y durante dos o tres horas ven la función. Mire: he vivido en esta misma casa du-rante treinta y cuatro años y los partidos han dejado el barrio por imposible porque nadie se intere-saba nunca por participar. Sólo ha habido una ocasión en la que la gente se reunió; había anun-cios de los mítines por megafo-nía, carteles en la calle. Fue cuan-do el ayuntamiento de Leeds decidió otorgar un sitio para ins-talar un campamento de gitanos: por una sola vez este área se con-virtió en una comunidad.

H. B.: ¿Distingue usted entre di-ferentes intereses particularistas? Me refi ero a las grandes manifes-taciones por algo político, como lo que pasó en España antes de las últimas elecciones generales de 2004, algo en lo que luego Toni Negri ha visto nada menos que una manifestación de la “multitud”...Z. B.: Bueno, estábamos mi mu-jer y yo en Barcelona cuando había manifestaciones en contra de la invasión de Afganistán o de la guerra de Irak, y veíamos en las ventanas muchos trapos blan-cos y nos preguntábamos si la gente lavaba y tendía la ropa o qué, y luego nos enteramos de que era una forma de protesta.

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Bien: la gente saca la bandera de la paz y protesta durante unos días y ya está. Esto no es más que un conjunto de individuos que protestan de manera cam-biante y fl otante.

H. B.: Es usted muy crítico con el retorno del nacionalismo. La sus-titución del internacionalismo por el nacionalismo ayuda a que retroceda la “política de los prin-cipios” y la solidaridad. ¿Podría extenderse sobre ese efecto per-verso del nacionalismo?Z. B . : Yo clasifi caría al nuevo nacionalismo, aunque prefi ero hablar de “neotribalismo” (porque esto difi ere del nacionalismo rela-cionado con la construcción del Estado moderno) como un ejem-plo del fundamentalismo. Como un efecto colateral y muy extendi-do de la masiva desregulación, privatización e individualización que conllevan la erosión del poder del Estado. Los sujetos atomiza-dos por el Estado cada vez esperan menos que sus gobiernos les re-suelvan los problemas, da igual el partido político que gobierne. Abandonada a sus recursos y ca-pacidades, mucha gente sueña con un mundo menos complejo y caótico, menos inquietante. Está dispuesta a perder parte de su “li-bertad de elección” a cambio de más seguridad y menos responsa-bilidad, que precisamente vienen con los derechos. Por esa razón las tentaciones fundamentalistas en-cuentran un número cada vez mayor no sólo de gente que las escucha sino también de seguido-res acérrimos. El fundamentalis-mo ofrece lo que se echa en falta: una fórmula “comprenhensiva”, una receta para cada ocasión, una jerarquía clara de valores, una lista de preferencias, y sobre todo un lugar seguro en el mundo. En una palabra, una pertenencia que no puede ser revocada, una identidad que no requiere ni preocupación ni esfuerzo porque viene dada de una vez por todas.

Quizá piense que dicha pro-mesa no ofrece garantías, que las realidades no cumplen las expec-tativas, y que el precio a pagar por la seguridad del tipo “fundamen-talista” enseguida se vuelve inso-

portable. Sí, pero lo bueno del fundamentalismo radica en sus promesas, no en sus realidades. El nuevo tribalismo ha alcanzado la cima de su poder magnético y su influencia ideológica seguirá mientras permanezca sin cumplir, como un mero proyecto de felici-dad futura, como una tierra pro-metida pero aún no visitada ni mucho menos establecida.

H. B.: Usted defi ne la individua-lización como la transformación de la identidad humana: desde algo que está “dado” se ha torna-do en algo que hay que adquirir. La individualización convierte la identidad en una tarea y fuerza al actor a ser responsable de rea-lizar esa tarea, lo quiera o no. Así que la individualización no es, como insiste Giddens, una libe-ración sino una especie de con-dena. ¿Podría desarrollar esa idea tan radical y valiente porque conlleva un diagnóstico muy sombrío de nuestro tiempo?Z. B.: En la sociedad individuali-zada todo se plantea como una promesa, como un asunto de elección, menos la necesidad de elegir. Para convertirse en un in-dividuo de facto se necesita traba-jar muy duramente, pero tanto si uno triunfa como si fracasa actúa como un “individuo por decre-to”. Los que tienen recursos in-terpretan la individualización como emancipación. Cuanto menos afortunada y hábil sea la gente más ve el peso sobre sus hombros como un destino cruel y un regalo no deseado. Pero igualmente se trata de individuos por ley; su incapacidad para con-vertirse en individuos genuinos se manifi esta de manera más do-lorosa y el precio por el fracaso es más humillante.

De hecho el dolor es algo que afecta a todos, a los faltos de recursos más que a los otros, pero la vida de todo ser humano está preñada de incertidumbre. Des-pués de todo la identidad, el ser “auténtico” con uno mismo, no es un trabajo a tiempo parcial, algo que una vez que se alcanza le sigan el placer y el sosiego. La construcción de la identidad es tarea de toda una vida, algo que

no deja respiro ni sitio para la complacencia. Las identidades de moda pierden brillo vertigi-nosamente; como símbolos apro-bados socialmente necesitan esa aceptación para presentarse en público. Las identidades que se venden en los centros comercia-les superan la capacidad de los individuos; por eso cada identi-dad que se exhibe está condena-da a no ser completamente grati-fi cante. Entre otras cosas porque excluye muchas opciones, quizá más atractivas y placenteras.

H. B.: También relaciona la indi-vidualización con la llamada cultura de la fl exibilidad. Ambas predican, en mi opinión, la ne-cesidad de aceptar la soledad como inevitable, y la transfor-man en lo que se hace llamar “autosufi ciencia”. En contrapo-sición a este concepto, usted re-cupera la noción de interdepen-dencia, como el último Elias.Z. B.: No es exactamente cierto que la cultura de la modernidad líquida promueva la soledad. Lo que promueve es la seguridad en uno mismo y la autorreferencia-lidad, pero estos ideales necesi-tan tanto de vínculos con los demás como de “un espacio ma-yor para uno mismo”. Ambas necesidades resultan difíciles de reconciliar e imposibles de ar-monizar del todo, y su copresen-cia resulta en la experiencia de la ambivalencia en nuestros días. La fl uidez de los escenarios so-ciales realza el valor de la amis-tad. Todo el mundo anhela una presencia reconfortante, la segu-ridad de que tendremos un hombro en el que apoyarnos en caso de crisis, que cuando haya problemas tengas alguien cuyas manos puedas coger. La amistad necesita ser sólida y duradera para que signifi que algo en lo que confi ar. Pero tener un víncu-lo duradero supone ser rehenes del destino. De la noche a la mañana puede convertirse de botes salvavidas en una jaula... Y así uno quiere a la vez vínculos fi rmes pero teme que te aprie-ten. Desea atarse pero quiere mantener los vínculos sueltos y no demasiado obligatorios. Un

caso de ambivalencia aguda sin mitigar e incurable.

H. B.: Es usted también un críti-co de la cultura psicoterapéutica, que ha demolido conceptos que usted subraya como morales y necesarios: la responsabilidad, la fragilidad, la dependencia. Tales nociones se han reemplazado por ideales autorreferenciados como la autoestima, la autosufi -ciencia o la independencia que, en mi opinión, nos hacen más infelices. ¿Qué piensa de la ex-tensión de la psicoterapia al ám-bito de la psicología popular?Z. B.: Sin duda, las “relaciones” son el terreno más fértil para el boom actual de la psicoterapia. La gente es incapaz de manejarse sola entre la Scilla de la soledad y la Caribdis de la dependencia; por eso se lanza a los psicoterapeutas y demás gente que trata cómo em-pezar, conducir y romper relacio-nes. Quizá los expertos sepan có-mo resolver la cuadratura del cír-culo, quizá hayan descubierto la fórmula y nos la puedan vender para aprender a reconciliar lo irre-conciliable. Quizá es que no sea-mos conscientes de ello, digo yo...

H. B.: Reclama al mismo tiem-po responsabilidad e incerti-dumbre...Z. B.: Sólo si hay condiciones de certidumbre hay posibilidad de ejercer la responsabilidad. Lévi-nas afi rma que somos responsa-bles en relación al otro pero que uno es sobre todo responsable por uno mismo.

H. B.: Es muy curiosa su descrip-ción de los lazos contemporá-neos como relaciones “hasta nuevo aviso”. Ese es un elemento de lo que Giddens llama rela-ciones puras, algo con lo que usted es muy crítico. De hecho, usted da la vuelta del revés a Giddens. Pero parece que sólo podemos tener relaciones puras. El amor hoy ya no supone un refugio. ¿Qué es?Z. B.: Por muy curiosas que sean las relaciones “hasta nuevo avi-so”, están también llenas de do-lor y sufrimiento para sus vícti-

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Nº 152 ■ CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA

mas... En resumen, la cosa no tiene ninguna gracia, puesto que nadie sabe cual de los partners se convertirá en la víctima. Lo que cuenta Giddens es sólo parte de la historia. Hay que recordar (y uno no suele hacerlo durante el día, sino en las largas noches de insomnio) que para empezar una relación pura hace falta el consentimiento de dos personas, pero que para romperla basta sólo con la decisión de uno. Y si así ocurre: cada partner, incluso en los momentos más felices, no puede desligarse del temor co-rrosivo de que el otro puede ser el primero en decidir que ya basta y que ha llegado el mo-mento de cambiar de lugar y de buscar otros placeres. Todos queremos amor, un amor verda-dero, pero la “pureza” de las re-laciones niega todo lo que re-quiere el amor verdadero.

¿Por qué el amor tendría que ser una excepción a la regla que impera en el resto del mundo lí-quido? La “pureza” de las relacio-nes es sólo un ejemplo de la li-cuefacción de los ámbitos sociales y como otras respuestas conlleva tanto oportunidades como ame-nazas. Para que la cosa funcione bien y se alcance la satisfacción esperada, la pareja necesita una atención constante; y cuanto más dure más difícil es mantener la atención y cumplir las obligacio-nes que requiere la relación día a día. Los consumidores de bienes acostumbrados a la obsolescencia rápida y al reemplazo inmediato pensarán que dicho esfuerzo es agotador, además de carecer de capacidad y hábito, si deciden continuar la relación.

H. B.: ¿Ve usted algún aspecto positivo del amor por Internet, la nueva forma que la gente tie-ne de encontrarse? Internet podría considerarse un mercado de relaciones en una sociedad de solitarios.Z. B.: Bueno, sí, es un mercado de identidades que deben seguir una pauta para que tengan algún valor. Las personas se transfor-man en mercancías, es el caso de las agencias que tratan con las relaciones personales pero de un

modo nuevo. La gente se conoce y tiene sólo tres minutos para decidir si continúa o si el otro, el contrincante, no les gusta, por-que a los tres minutos suena un gong para indicar que el tiempo de selección se ha acabado. Des-pués de este lapso de tres minu-tos se va a otro participante. Bueno, lo que ocurre es que el gong te libera de toda necesidad de pedir disculpas si el otro no te gusta; es decir, desaparece la res-ponsabilidad con respecto al otro. Lo mismo ocurre con Internet: se ha investigado por qué la gente prefi ere ligar a través de Internet que en una agencia que establezca contactos cara a cara. La respuesta mayoritaria es que Internet permite deshacerse del otro simplemente apretando la tecla de “borrar”, con lo cual no existe siquiera la posibilidad de negociar la salida.

H. B.: He leído en su último li-bro que ahora una “relación” dura de media unos seis meses y un matrimonio o una pareja de hecho unos dos años.Z. B.: Efectivamente, ya no se habla de la crisis matrimonial después de los siete años. Se ha reducido el tiempo “de pacien-cia mutua” y lo que se quiere es acabar rápida y defi nitivamente con las relaciones insatisfacto-rias. Un nuevo problema: para la mayoría de nosotros, decirle a nuestra pareja que se largue porque no proporciona los bie-nes deseados o porque éstos ya no nos excitan es, después de todo, más desgarrador que des-hacerse de un coche o de un ordenador anticuados. Es muy cansado y doloroso romper las relaciones personales que los consumidores actuales abrazan siguiendo las instrucciones que dan los consultores psicotera-péuticos como si fueran cintu-rones de seguridad absoluta-mente necesarios. La industria de la guía de las relaciones ofre-ce un curso día a día que quiere explicar qué salió mal, así como a enseñar a no cometer los mis-mos errores... Se enfatiza cómo transformar una experiencia ne-gativa en algo que marca el co-

mienzo de algo nuevo. No me extrañaría que cualquiera de las cadenas de supermercados se pusiera a ofrecer a sus clientes cualquier día “instrucciones pa-ra el divorcio” por un descuento de, pongamos, catorce euros...

H. B.: La individualización ¿no estará produciendo una nueva anomia?Z. B.: Sí, yo no creo que seamos conscientes de hasta qué punto se está produciendo un cambio que antes se consideraba impen-sable. Por ejemplo, para genera-ciones que ahora son mayores, digamos, de cuarenta años. Por otra parte si esto sigue así, como parece marcar la tendencia... me pregunto qué va a pasar con la gente que se va haciendo mayor y se encontrará totalmente sola cuando sea vieja y se encuentre fuera del mercado de esas rela-ciones puras.

H. B.: Bueno, lo que la gente en-tre –pongamos– cuarenta y cin-cuenta y cinco años piensa es que algunos estamos sumergidos en un caos ya normalizado, co-mo dice Beck. Y se vive en la ambivalencia de, por una parte tener todas las opciones abiertas y, por otra, desear estabilidad.Z. B.: Sí, eso es lo que pasa en esta fase de la modernidad: se quiere un vínculo pero a la vez se desea libertad para seguir ex pe-rimentando. Esas son las re la cio-nes que existen, como yo repito siempre, “hasta nuevo aviso”, el cartel que se pone en las obras, en el umbral donde empieza la obra: el área está cerrada “hasta nuevo aviso”. Justo lo contrario de las premisas que mantenían el amor en la modernidad sólida y antes de ella, desde luego: “Hasta que la muerte nos separe”. Sobresale la ambigüedad permanente de que-rer nadar y guardar la ropa. Bue-no, simplemente no se puede.

H. B.: El caos normal del amor, el amor líquido, la sociedad no tan-to “de individuos” como de soli-tarios. ¿Ve algo bueno en el fenó-meno de la individualización?Z. B.: Los otros, los que son po-tencialmente compañeros sexua-

les, se transforman en productos que podemos medir como lo hacemos con un sofá. La forma de conocer gente se está ajustan-do a tratar a los demás como bienes reemplazables, y ello se hace explícitamente. Y en esas estamos. Puedes elegir una vida fácil y que otros paguen el pre-cio de tu libertad de movimien-tos. O puedes tener amor. Al fi -nal, tú decides. ■

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Helena Béjar es profesora titular de sociología en la Universidad Complu-tense de Madrid. Autora de El corazón de la república y El mal samaritano.

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Problemas de ámbitoAun de formas hoy difícil-mente previsibles, el futuro de nuestras democracias depende de dos problemas de ámbito que quiero mencionar breve-mente. En el ámbito más am-plio, el mundial, la relación entre globalización y democra-cia presenta distintas y com-plejas aristas, de las que tres me parecen bien dignas de mención: ante todo, las severas difi cultades para establecer mí-nimos mecanismos de control internacional en áreas como el de la paz y la seguridad inter-nacionales o el del deterioro ambiental; en segundo lugar, los graves riesgos de revisión del sistema de libertades como respuesta al nuevo terrorismo internacional; y, en fi n, la cre-ciente autonomía de las rela-ciones económicas respecto del control de los Estados. Me li-mito a mencionarlos porque cada uno de estos problemas por sí solo merecería refl exio-nes que exceden del limitado propósito aquí propuesto.

El segundo ámbito que me-rece destacarse preliminarmen-te es el europeo, en el que la suerte de democracias como la italiana o la española depende de la pervivencia de los actua-les Estados, que podrían ser superados por la creación efec-tiva de unos Estados Unidos de Europa pero también, en el

caso español al menos, por la desmembración interna de su configuración terr i toria l . Ahora bien, aunque la conver-s ión de la actual Unión Europea en un Estado similar a los Estados Unidos de América, si es que se realiza al-guna vez, resulta todavía muy lejana, no parece que, de cum-plirse, debiera afectar a la cul-tura y las estructuras democrá-ticas básicas.

En cambio, las tensiones debidas a los eventuales inten-tos de desmembración territo-rial de algunos de los actuales Estados europeos, como el es-pañol, sí pueden presentar ries-gos para sus estructuras demo-cráticas básicas, por más que la existencia de las instituciones europeas pudiera servir para amortiguarlas y hasta para ayu-dar a salvarlas. Esa confi anza, sin embargo, no puede ser cie-ga ni absoluta, pues conoce-mos en carne propia y ajena, ésta bien reciente, cómo el ex-citar las pulsiones más irracio-nales del nacionalismo puede desbaratar los acuerdos básicos sin los que ninguna democra-cia puede considerarse asenta-da. Que estas tensiones pudie-ran resolverse sintéticamente en una diferente y armónica Europa de los pueblos es por ahora el deseo sobre todo de los nacionalistas sin Estado, que a mi modo de ver forman

parte más del problema que de la solución.

El diagnóstico de Bobbio de 1983: promesas incumplidas y obstáculos imprevistos de la democraciaHace poco más de veinte años, precisamente en una conferencia en España en noviembre de 1983 que daría título al libro recopila-torio sobre El futuro de la demo-cracia, y sorteando deliberada-mente hablar de los riesgos exter-nos, marcados por las tensiones internacionales, Norberto Bobbio se planteaba las difi culta-des internas de la democracia mediante un análisis en el que distinguía entre seis promesas in-cumplidas y tres obstáculos im-previstos. Los incumplimientos eran los siguientes: la suplanta-ción de la soberanía individual por los grupos sociales; el desqui-te de los intereses frente a la re-presentación no vinculada; la persistencia de las oligarquías po-líticas; la limitación de los espa-cios de la democracia; la reapari-ción de poderes secretos, invisi-bles e incontrolados; y, en fi n, la escasa educación política de los ciudadanos. En cuanto a los obs-táculos no previstos, Bobbio con-sideraba el doble proceso de ex-pansión de la tecnocracia y de la burocracia en detrimento de la capacidad de decisión democrá-tica y, por último, las graves difi -cultades de los sistemas democrá-

ticos para dar respuesta adecuada a las crecientes, complejas y a ve-ces contradictorias demandas so-ciales que reciben.

Sin perjuicio de añadir algu-nos “nuevos” problemas que no aparecían en el cuadro original, me parece de interés evaluar con algún detalle hasta qué punto los distintos puntos del diagnóstico de Bobbio han resistido la prue-ba del tiempo. Y lo haré median-te la distinción transversal entre, por un lado, los problemas que afectan a la política como activi-dad formal, especializada y más bien profesional (esto es, la polí-tica de los políticos, que por de-cirlo en términos económicos confi gura el lado de la oferta), y, por otro lado, el de la demanda, los problemas que afectan a la política como esfera de la convi-vencia colectiva, donde son deci-sivas las actividades y actitudes de los ciudadanos, y no sólo en las elecciones, sino también en las manifestaciones más infor-males que refl ejan su cultura ha-cia la cosa pública.

La política de los políticosDe las seis promesas incumplidas por la democracia comentadas por Bobbio, las cinco primeras se refi eren sobre todo a la política en su signifi cado más restringido, esto es, a la política más formali-zada y profesionalizada, a la polí-tica de los políticos. De ellas, las tres primeras tienen en común el

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T E O R Í A P O L Í T I C A

EL FUTURO DE LA DEMOCRACIALos dos textos que siguen son una versión reducida de la mesa redonda ‘‘¿Qué futuro para la democracia? Miradas cruzadas de Italia y España”, con la que concluyó el X Seminario Hispano-Italiano de Teoría del Derecho, cele-brado el 24 y 25 de septiembre de 2004 en la Universidad Autónoma de Madrid. La mesa se desarrolló como homenaje del Seminario a la memoria de Norberto Bobbio, fallecido en enero de ese año, interviniendo Michelan-

gelo Bovero, discípulo y sucesor suyo en la Cátedra de Filosofía Política de la Universidad de Turín, y Alfonso Ruiz Miguel, autor de diversos escritos sobre Bobbio. El texto inicial de Ruiz Miguel fue tenido en cuenta por Bovero y en la forma aquí publicada ambos contienen nuevas referencias entre sí, en particular en el último apartado del escrito de Ruiz Miguel y, como cierre de la polémica por el momento, en la segunda nota del escrito de Bovero.

LA MIRADA DESDE ESPAÑAALFONSO RUIZ MIGUEL

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ideal liberal-democrático según el cual los individuos no están do-minados por la colectividad o por los grupos sociales. Ese ideal pro-ponía en general el criterio indi-vidualista de la soberanía política de los ciudadanos en tanto que individuos, pero esta primera promesa habría sido desmentida en buena parte por la suplanta-ción y dominación de los indivi-duos por los grupos (partidos, sindicatos, empresas, medios de comunicación, etc.), producien-do una organización social me-diatizada por los cuerpos inter-medios y más pluralista que indi-vidualista. Como manifestación particular en la esfera de la orga-nización de la política, y en espe-cial en la representación parla-mentaria, la segunda y la tercera promesas incumplidas destacaban dos fenómenos bien conocidos en nuestras democracias (y que recuerdo en orden inverso): de una parte, que en las democracias realmente existentes la participa-ción de los individuos en el poder político se limita a elegir entre las ofertas de las oligarquías gober-nantes, de acuerdo con la conoci-da descripción de Schumpeter que Bobbio relacionaba oportu-namente con las críticas de Mosca y Pareto a la democracia representativa como mecanismo de renovación de las élites; y, de otra parte, que frente a la idea originaria, casi lapidariamente fi -jada por Burke, de que el repre-sentante político está desvincula-do de todo mandato imperativo porque su misión es actuar en aras del bienestar común, lo que más bien se habría desarrollado desmesuradamente habría sido la disciplina de partido de los parla-mentarios, la vinculación de los representantes a intereses parcia-les y, en fi n, la conversión de la política en espacio de intermedia-ción entre grandes corporaciones que, como los sindicatos y las or-

ganizaciones empresariales, no representan el interés general.

No hay gran cosa que enmen-dar hoy a lo que estas tres prime-ras promesas incumplidas tienen de descripción general del fun-cionamiento de sistemas sociales y políticos como los nuestros. Hoy es innegable la existencia, y aun la inevitabilidad, de fuertes y diversos grupos sociales en varia-da competencia mutua, una competencia que ciertamente tiende a otorgar muy relevantes desigualdades de poder a los muy escasos y concretos individuos que controlan tales grupos. Tampoco se puede negar la apli-cación de esa misma desigualdad de infl uencia al ámbito estricta-mente político a través del siste-ma de competencia electoral en-tre unos pocos partidos. Y, en fi n, es también innegable que, en el juego de interacciones entre so-ciedad civil y representación polí-tica, se han ido haciendo más fuertes y en todo caso más evi-dentes las presiones de los intere-ses de los distintos grupos, sea mediáticos o económicos, y espe-cialmente de los más poderosos.

Ahora bien, como el propio Bobbio terminó por aceptar, estas eran promesas que seguramente no podían ni debían ser cumpli-das. En realidad, la concepción individualista subyacente en las dos primeras promesas sobre la

sociedad civil y la representación política como conjunto de inte-reses individuales susceptibles de armonización en el interés gene-ral procedía de la tradición liberal más radical y atomista, no siem-pre estrictamente democrática, una tradición que un liberal más realista, como Tocqueville, ya moderó brillantemente hace casi dos siglos. Por su parte, el incum-plimiento de la tercera promesa, que ha resultado en la democra-cia como mera elección entre éli-tes, tiene como referencia crítica no tanto la tradición liberal como el ideal democrático rousseaunia-no. Por ello mismo, este incum-plimiento puede ser visto más bien como un rasgo casi defi nito-rio e ineludible del sistema repre-sentativo, a su vez inevitable al menos para las más complejas e importantes decisiones de nues-tros extensos sistemas políticos. En todo caso, como destacaba el propio Bobbio distanciándose en seguida de la función crítica de esta tercera promesa, la diferencia entre la autocracia y la democra-cia, entre la opresión y la libertad, pasa por la posibilidad de la com-petencia entre élites por la elec-ción popular. Que luego, no para sustituir sino para complementar a la representación, se puedan abrir cauces para una democracia más participativa y deliberativa es todavía una promesa pendien-

te de articulación y cumplimien-to. Junto a ello, si nuestras de-mocracias no han cumplido el fuerte ideal individualista ni ga-rantizan necesariamente el cum-plimiento de la peliaguda idea del interés general, tampoco han desnaturalizado severamente el respeto al círculo que, según la conocida imagen de Mill, de-marca el territorio sagrado de ca-da individuo en una sociedad mínimamente libre (que coinci-de con la idea del “coto vedado” de Ernesto Garzón Valdés).

A diferencia de las tres ante-riores, la cuarta promesa preten-día poner de manifi esto no tanto un incumplimiento propiamente dicho como una falta de desarro-llo hasta sus últimas consecuen-cias del ideal del autogobierno de los ciudadanos, que en un princi-pio se había limitado a la esfera política en sentido estricto, al go-bierno del Estado en sus distintos niveles territoriales, pero que con el cumplimiento del sufragio uni-versal había generado también la aspiración más ambiciosa de am-pliar la democracia a otros espa-cios de poder como el económico de la empresa privada y el técnico--burocrático de la administración pública. En realidad, estos dos es-pacios tienen distinta naturaleza, siendo más controlable el poder de la administración, al menos indirectamente, sea mediante procedimientos judiciales, sea a través de órganos democrática-mente elegidos, como el parla-mento o el gobierno. En lo que se refi ere a España, mientras que el espacio del poder empresarial sigue intacto, al igual que en los países de su entorno, bajo el con-trol de los propietarios o los ges-tores, las manifestaciones de de-mocracia participativa en otros espacios públicos, de los consejos escolares en la enseñanza básica a la autonomía universitaria y de la televisión pública al gobierno del

Norberto Bobbio

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poder judicial, tampoco han col-mado las expectativas de partici-pación activa y no corporativa que parecían suscitar, de modo que no están exentas de sombras (esto me parece especialmente grave en el caso del poder judi-cial, como tendré ocasión de ar-gumentar más adelante).

La quinta promesa incumpli-da, en fin, la transparencia del poder político y su sometimiento a la publicidad, le daba ocasión a Bobbio para aludir a dos temores asociados al mal uso del secreto por parte del Estado: las oscuras (cuando no sucias) acciones de servicios secretos en el campo del terrorismo, tema al que se referi-ría más ampliamente en un artí-culo posterior dedicado al “Il po-tere invisibile”, y el riesgo de un control informático exhaustivo y no controlado de la intimidad de los ciudadanos que, como poder de ver sin ser visto, realizaría el ideal del autócrata. En lo que se refi ere a la experiencia española, creo que existe una aceptable protección legal frente a este últi-mo riesgo, por más que quepan todas las dudas sobre su efectivi-dad frente a temidos barridos in-formáticos de los servicios secre-tos de los Estados más poderosos. Pero por lo que respecta a la gue-rra sucia, la serie de asesinatos y torturas atribuibles a servicios del Estado desde los comienzos de la transición hasta el fi nal de la pri-mera legislatura socialista en 1986 recibió su censura pública y en buena parte su sanción penal una década después, al fi nal de esa etapa socialista, cuando, por esa y otras actuaciones entonces reveladas mediante una compleja trama de intereses empresariales, periodísticos y partidistas, los ser-vicios secretos españoles queda-ron en un estado de desprestigio del que parece que todavía no se han repuesto. En todo caso, aun sin olvidar el anverso negativo que un servicio secreto debilitado tiene y con la cautela de que en estos temas se puede ignorar que se ignora, creo que en España los riesgos de acciones secretas con-trarias al Estado de Derecho han resultado afortunadamente exor-cizados por mucho tiempo.

De los tres obstáculos no pre-vistos de Bobbio me referiré por ahora conjuntamente a los dos primeros, la expansión de la tec-nocracia y de la burocracia, estre-chamente ligados entre sí. La gran infl uencia en el gobierno de los técnicos y de los burócratas, cuyas competencias y decisiones están preservadas en principio del impacto del voto popular, proce-de sobre todo de la complejidad de los actuales sistemas políticos, y muy destacadamente de las vas-tas y complejas decisiones y equi-librios económicos propios de los Estados asistenciales, donde, co-mo ya vio Max Weber y recorda-ba Bobbio, el aumento de la bu-rocracia (pero también de la tec-nocracia) es consecuencia del propio proceso de democratiza-ción y de la correspondiente de-manda de derechos sociales.

Creo que los veinte años pasa-dos desde este diagnóstico lo han confi rmado con creces. Desde la extensión de estrategias Ulises en materia económica (piénsese en la expansión de la pauta de la in-dependencia de los bancos cen-trales o en las limitaciones legales, nacionales o comunitarias, sobre défi cit público) hasta la creciente infl uencia de los procesos de glo-balización económica y de las empresas multinacionales, el es-trechamiento de la capacidad de decisión política en favor de deci-siones que se presentan sólo co-mo técnicas no ha hecho sino crecer. Por lo demás, aunque el resultado más aparente de este conjunto de procesos es propiciar una amplísima libertad de merca-do a las empresas, especialmente en el ámbito internacional, tam-poco los sistemas asistenciales de las democracias más desarrolladas han decaído hasta el punto de in-vertir o detener el proceso de bu-rocratización. Y tal es, me parece, el estrecho marco dentro del que se mueven las decisiones directa o indirectamente democráticas de gobiernos como los nuestros.

En lo que se refi ere a la políti-ca de los políticos, ¿tienen hoy nuestras democracias nuevos pro-blemas que no aparecen en el cuadro que Bobbio dibujó hace

veinte años? Creo que cabe desta-car al menos dos que no tardaron mucho tiempo en afl orar, y en al-gunas de sus manifestaciones has-ta la explosión: la tendencia a la confusión de poderes y la difícil virtud de los políticos.

Con la expresión “confusión de poderes” se puede aludir a dos fenómenos bastante diferen-tes entre sí. En su sentido más amplio, puede hablarse de con-fusión de los poderes político, económico e ideológico cuando en una misma persona o grupo se unen esas distintas formas de poder. Por más que el faraón o el clásico déspota oriental encarnan por excelencia esta fi gura, cuya naturaleza esencialmente auto-crática es innecesario glosar, sis-temas políticos que considera-mos democráticos, como el ita-liano o el estadounidense, han sufrido estos últimos años mani-festaciones muy aparentes, aun-que limitadas, de tal confusión. Digo “limitadas” sobre todo por-que en ningún caso se ha llegado a fundir la totalidad de cada una de las tres formas de poder, pero no porque no se hayan llegado a unir parcialmente las tres, como en el caso de Berlusconi (a dife-rencia de Bush y Cheney, que unen su poder político a fuertes connivencias con la industria pe-trolera y logística, pero no espe-cialmente con el mundo de la información). No me detendré apenas en este punto, que no re-sulta especialmente relevante en estos veinticinco años de demo-cracia española, donde las vincu-laciones entre políticos destaca-dos y empresas importantes han sido más bien excepcionales y donde la relación entre medios de comunicación privados y go-bierno de turno, aunque siem-pre más amplia, sostenida y fi el con la derecha que con la iz-quierda, no ha pasado desde la consabida connivencia ideológi-ca hasta la obediencia debida al político-propietario. Cuestión diferente, por último, es la de las restricciones y sesgos de la infor-mación debidos a la convergen-cia de intereses entre poderes económicos y mediáticos, a los procesos de concentración de es-

tos últimos y, en fi n, a la depen-dencia de las grandes agencias de noticias internaciona-les, interfe-rencias todas ellas cuya impor-tancia y alcance no están del to-do claras ni libres de discusión.

El otro sentido en que se pue-de hablar de confusión de pode-res, más estricto, sí me parece un problema más grave y caracterís-tico de la democracia española, al menos hasta las últimas eleccio-nes de 14 de marzo de 2004 y sin excluir la anterior etapa socialista. Me refi ero a la confusión entre los propios poderes del Estado, lo que en un sistema parlamentario como el español es problemático en lo que afecta a las relaciones entre el poder ejecutivo y el judi-cial. Naturalmente, la confusión que denuncio aquí no es, ni ne-cesita ser, fusión personal u orgá-nica entre esos dos poderes, pues para empañar la máxima inde-pendencia posible exigible en el poder judicial basta con que la política de nombramientos de los altos tribunales se deje infl uir en exceso por el poder ejecutivo y, en los hechos, por el partido en el gobierno. Aun con los desfases temporales inevitables, esto es lo que de forma implícita ha venido ocurriendo en buena parte de la breve historia de nuestra demo-cracia a través del politizado y “partidizado” Consejo General del Poder Judicial, en especial en los nombramientos de la Sala Penal del Tribunal Supremo, y, aunque más parcialmente (y qui-zá más explícitamente), en varios de los nombramientos del Tribunal Constitucional.

Es verdad que un fenómeno como éste no puede atribuirse unilateralmente a los políticos y su cultura, pues aquí es también decisiva la contribución de la propia judicatura. Parezca bien o mal y a riesgo de exagerar por el lado opuesto, personalmente abrigo tanta desconfi anza sobre formas de control parlamentario que inevitablemente reflejan el peso de los distintos partidos co-mo sobre un sistema de gobierno judicial por los propios jueces que parece destinado a concluir en un spoil system repartido por las distintas asociaciones judicia-

EL FUTURO DE LA DEMOCRACIA

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ALFONSO RUIZ MIGUEL Y MICHELANGELO BOVERO

55Nº 152 ■ CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA

les (cuyo reconocimiento legal me inclino a considerar un severo error). Y la combinación de am-bos sistemas, que es lo que ahora tenemos, tiende a sumar los dos defectos en una dirección similar: un síntoma de ello, sólo un mero síntoma, es que los dos últimos presidentes de la mayoritaria Asociación Profesional de la Magistratura hayan sido elegidos magistrados del Tribunal Constitucional, uno por el Senado y otro por el propio Consejo General del Poder Judicial. No se me pidan solucio-nes milagrosas, porque, como en todos los problemas espoleados por sólidas subculturas, los cami-nos de la regeneración son de di-fícil acceso a la acción deliberada (así, la reciente introducción en diciembre de 2000 de una mayo-ría cualifi cada de tres quintos en el nombramiento de cargos por el Consejo me parece más un pa-liativo que una vía de curación).

El otro problema que quería mencionar, en realidad tan viejo como la democracia, es el de la falta de virtud de la clase política. Este es un punto en el que con-viene mantener presente la dis-tinción entre la realidad y la per-cepción popular de la realidad. Como efecto en parte de la pro-fesionalización de la política y en otra parte de la transparencia y la competitividad del propio siste-ma democrático, la imagen que suelen tener los políticos entre sus conciudadanos es más bien mala, y así desde luego viene ocu-rriendo en España. Claro que en el origen de esa mala imagen es-tán también los casos reales de corrupción, pecado que hasta ha-ce no mucho tiempo ha sido atri-buido en conjunto a la clase polí-tica de muchas democracias de Europa occidental debido a la fi -nanciación irregular de los parti-dos. En Italia fue la extensión de la corrupción lo que terminó por barrer un sistema de partidos que había sido estable durante casi medio siglo. Con todo, en lo que se refi ere a la democracia españo-la espero no confundirme ilusa-mente si digo que, en el nivel es-tatal al menos, la corrupción, y en especial la de carácter perso-

nal, ha sido una pequeña mancha en un paisaje de políticos nor-malmente decentes. Pero aunque en apariencia el problema no pa-rezca hoy especialmente acucian-te, sigue presentando su feo reto a cualquier sistema democrático.

Junto a la corrupción, hay otra falta de virtud en los políti-cos que me parece obligado men-cionar, porque en España se ha agravado en estos pasados años, especialmente durante la última legislatura del Partido Popular (PP), desde marzo de 2000 hasta el 14 de marzo de 2004. Me re-fi ero al uso y abuso de una argu-mentación mala y escasa, que en su límite concluye en el también muy viejo vicio de la mentira descarada. Aunque en el PP y sus medios más cercanos se continúa todavía hoy cubriendo con igual descaro la mentira con la menti-ra, el núcleo de la explicación más sensata del inesperado vuel-co electoral de marzo de 2004 pasa por el hartazgo de una sus-tancial parte del electorado hacia el desprecio a la verdad y al senti-do común del que abusó el ante-rior partido en el gobierno, desde su temprano apoyo a la guerra en Irak hasta su gestión notoria-mente partidista del atentado del 11 de marzo de 2004.

La virtud de la buena argu-mentación sólo se niega frontal-mente con el vicio de falsear, ter-giversar y manipular, pero tam-bién se incumple de forma menos grave por mera omisión o defec-to, esto es, por ausencia o por po-breza de los argumentos que se intercambian entre los políticos y se trasladan a la opinión. Si hu-biera que ponerla a prueba en la política española de los últimos años, la tesis de Manin de que el sistema representativo fomenta la elección de quienes descuellan sobre el común de la gente en ciertos méritos, relativos sobre to-do a la capacidad de convencer y de liderar, me temo que no pasa-ría la prueba. Y, sin embargo, la buena calidad en la argumenta-ción es, si no incluso la más ca-racterística, una de las principales virtudes del político democrático; y antes en el sentido griego de la idea de virtud, como capacidad y

habilidad de hacer algo bien, que en su signifi cado más moralizan-te. Ese buen “uso público de la razón” no es sólo incompatible con las pautas de prepotencia, descalificación del adversario y abuso del voto como mera volun-tad sin razones que desde el po-der se ha transmitido en España los últimos años, sino que ofrece, en contraste con el demagogo, la fi gura del político diestro en con-ducir dialogando, razonando y convenciendo. Si esta virtud es recuperable será gracias a que la clase política sea capaz de apren-der de sus errores, tanto en la ca-beza del propio partido como en la del ajeno. Y esa es la esperanza para augurar que nuestro sistema democrático detenga su degene-ración hacia niveles asfi xiantes.

La política de los ciudadanosEs obvio que en muchos de los problemas y riesgos anteriores los ciudadanos tienen su parte de responsabilidad, como la que también les corresponde en los procesos de regeneración demo-crática. Por más que en un siste-ma representativo el protagonis-mo de la política lo tienen los políticos, son los ciudadanos los que dan ese protagonismo a unos o a otros políticos, habitualmen-te más mediante la retirada de la confi anza electoral por la gestión pasada que por entusiasmo con la nueva. Estos últimos años el republicanismo ha vuelto a po-ner de moda el viejo tema de la virtud ciudadana. Aun con el punto de desconfi anza de la tra-dición liberal ante el riesgo de que la preocupación por lo pú-blico degenere en oprimente exaltación de lo comunitario, en esa recuperación me parece bien-venida la referencia implícita que en su apelación a la virtud se ha-ce a la responsabilidad ciudada-na, una responsabilidad en últi-mo término individual. Es en es-te marco en el que quisiera situar los dos puntos pendientes de co-mentario del análisis de Bobbio y un tercero que añadiré: la pro-mesa no cumplida del ciudada-no educado, el obstáculo impre-visto de la sobrecarga de las de-mandas y, como nuevo punto, el

reto de la incorporación política de los inmigrantes.

La propia participación demo-crática como medio esencial de educación para la democracia prometía convertir a los súbditos en ciudadanos, o en ciudadanos; activos, por recoger la redundan-te expresión empleada por Kant o por Mill. Mucho tiempo des-pués, juzgaba Bobbio, la prome-sa aparece claramente incumpli-da por dos perturbaciones del ideal democrático que incumben a los ciudadanos: la extensión de la apatía política y el aumento del voto de interés o clientelar frente al voto de convicción. Ciertamente, ambos fenómenos todavía perviven hoy y en la me-dida en que lo hacen siguen im-pugnando el principio de Mill de que el ciudadano no tiene mayor opción sobre su voto que sobre su participación y veredicto en un jurado. Con todo, a pesar de interpretaciones desalentadoras como la de la mitad del electora-do ineducado de Bovero o la de la imparable y creciente irrupción del homo videns de Sartori, que incluye también el espectro del ciudadano manipulado, no creo que en esto estemos cerca del apocalipsis. En lo que se refi ere al país que mejor conozco al menos, ni la apatía electoral es considera-ble ni el voto de interés o el ma-nipulado parece tan extendido, y menos al desnudo. Y, por fortu-na, es probable que la realidad sea más compleja y matizada que las dicotomías con las que trata-mos de captarla, pues junto a convicciones repulsivas no deja de haber intereses universaliza-bles, sin contar con que una con-tienda política marcada en exceso por las tensiones ideológicas, que muy difícilmente admiten pac-tos, puede poner en riesgo el propio sistema democrático. No pretendo con esto negar que ha-ya mucho que mejorar en la acti-tud de los ciudadanos hacia la política, sobre todo si ésta no se reduce al acto electoral. Digo simplemente que no estamos tan mal como para no poder empeo-rar, y eso permite ser optimista.

El último obstáculo no previs-to con el que Bobbio cerraba su

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diagnóstico en 1983 era –lo re-cuerdo– el escaso rendimiento de los sistemas democráticos en el cumplimiento de las demandas ciudadanas, cuya sobrecarga y confl ictividad exigiría respuestas arduas y lentas por parte del po-der político. Veinte años después no resulta fácil evaluar si las de-mandas al poder político van en aumento o en disminución, en contraste con la clara disminu-ción de la confl ictividad socio--económica, sin duda por efecto de los ajustes derivados de una economía cada vez más globali-zada y de la mayor pujanza del paradigma económico liberal res-pecto del socialdemócrata. En todo caso, la eventual disminu-ción de las demandas no borra en absoluto los riesgos de trastor-nos y tensiones en el futuro, sea por causas estrictamente inter-nas, como la temida crisis de las pensiones por el envejecimiento de nuestras poblaciones o la pro-fundización de la desafección de los jóvenes por su difícil acceso al trabajo y la vivienda, o también por causas externas, que pueden producir crisis económicas por múltiples razones, incluidas las medidas para una economía in-ternacional más ordenada (pien-so en las difi cultades que en paí-ses como los nuestros tiene la aplicación del protocolo de Kioto o las que tendría la liberalización de ciertos productos agrícolas). Pero no quiero seguir por aquí para no arriesgarme a vaticinar sobre la humanidad.

Hay, sí, un último problema que quisiera mencionar y que es nuevo en el sentido de que no era relevante hace veinte años, aunque, a su modo, es tan viejo como la democracia griega o, pa-ra no ir tan lejos, como la exclu-sión de las mujeres o de los no propietarios en los sistemas libe-rales del siglo xix. Me refi ero a la población emigrante extracomu-nitaria en países como los euro-peos, que ha crecido y parece que va a seguir creciendo hasta por-centajes considerables. En la me-dida en que se trate de personas que trabajan y permanecen de manera estable en nuestros paí-ses, lo que puede acreditarse con

unos años de residencia, se les debería reconocer derechos polí-ticos, incluyendo el derecho de sufragio, activo y pasivo, para to-do tipo de elecciones. Sospecho que la mayor resistencia para esta extensión reside en los presu-puestos tácitos de nuestra cultura política y en asentados y extendi-dos prejuicios sobre las diferen-cias entre culturas, de modo que los obstáculos a superar aparecen ante todo en el conjunto de la ciudadanía. Por ello, el camino pendiente para una política sen-sata en este punto exigirá tam-bién múltiples y complejas medi-das de acompañamiento que fa-ciliten la máxima conciliación social. Tampoco quiero simplifi -car los riesgos de las tensiones en este terreno, en el que ni siquiera dentro del pensamiento de iz-quierdas está claro el criterio so-bre el multiculturalismo. Sin em-bargo, no me parece que haya otro camino para cumplir con el criterio democrático básico, oportunamente recordado por Bobbio, de defi nir la ciudadanía con la sufi ciente inclusividad.

De Bobbio a Bovero: una conclusión provisionalBobbio concluía su análisis so-bre el futuro de la democracia con un “pese a todo...”. A pesar de las promesas incumplidas y de los obstáculos imprevistos, los sistemas democráticos no pueden identifi carse con los au-tocráticos porque han preserva-do su “contenido mínimo”: la garantía de los derechos básicos, la existencia de varios partidos en competencia y las elecciones periódicas por sufragio univer-sal, que permiten la adopción ordenada de las decisiones colec-tivas. Las distintas democracias existentes, añadía Bobbio, no pueden ser confundidas con Estados autocráticos, aunque pueden variar en su mayor o menor lejanía del modelo ideal, que en cuanto tal ideal nunca podrá ser plenamente cumplido.

En realidad, y de forma expre-sa, Michelangelo Bovero acepta la sustancia del argumento ante-rior, pero esa aceptación aparece como una mísera gota en el gran

vaso de un diagnóstico que des-taca un gravísimo y muy genera-lizado proceso de deterioro o de-generación del sistema democrá-tico. Del análisis de las seis reglas procedimentales de la democra-cia teorizadas por Bobbio, que proponen todas condiciones de carácter gradual, se diría que Bovero concluye que, como mí-nimo, hemos pasado ya a la zona de penumbra, en la que comien-za a ser dudoso que podamos ha-blar propiamente de democracia, si es que no se ha rebasado ple-namente la línea que nos impide seguir haciéndolo. Reordenando ese análisis por mi parte, aquellas seis reglas se han venido a trans-formar en ocho rasgos de un “proceso de degeneración” sus-tancialmente homogéneo de los sistemas políticos occidentales. Pero esos ocho rasgos no son a mi modo de ver propiamente de-generaciones del modelo demo-crático, sino que aluden a tres grupos de cuestiones de diferente naturaleza: de las ocho degenera-ciones, tres me parecen expresio-nes de la democracia representa-tiva, otras dos realizaciones im-perfectas de ella y las tres restantes riesgos que todavía pue-den atajarse. Aunque justifi carlo debidamente requeriría un ma-yor desarrollo, no puedo más que sugerir en trazos muy gruesos las líneas de mi objeción.

La tendencia a la personaliza-ción en la lucha por el poder po-lítico y a la conversión del debate y la deliberación democrática en un simple duelo culminan en la caracterización por Bovero de nuestros sistemas políticos como “autocracias electivas”. Ahora bien, si estos tres rasgos, y espe-cialmente este último motivo sin-tético, no se considera que hayan terminado por engendrar siste-mas autocráticos en sentido pro-pio, negadores de los derechos más básicos (y Bovero, aun con alguna ambigüedad, no parece que lo haga), lo que en realidad están poniendo de manifi esto es otra cosa: que entre las expresio-nes de la democracia representa-tiva, aunque seguramente no en-tre las más afortunadas, la forma actualmente predominante tien-

de a destacar la búsqueda del li-derazgo político entre opciones personalizadas y muy limitadas, tendencialmente limitadas a dos. Pero si la democracia representa-tiva nunca ha dejado de ser elec-ción de élites en ningún sitio, tampoco se ha apartado mucho del duelo en el clásico modelo bi-partidista británico, ni tradicio-nalmente ha prescindido de una gran personalización electoral en el sistema estadounidense, esto es, en las dos democracias moder-nas más antiguas y estables.

En cuanto a los dos motivos sucesivos de las defi ciencias en la proporcionalidad electoral y la li-mitación de las opciones electo-rales, no me parece que deban considerarse tanto degeneracio-nes como, si acaso, realizaciones imperfectas del ideal democráti-co. El propio Bovero reconoce la radicalidad de su exigencia de una proporcionalidad estricta, en el que no deja de aceptar alguna corrección. Pero, en todo caso, ni las restricciones en la proporcio-nalidad ni la reducción y empo-brecimiento de las opciones elec-torales (que por lo demás son só-lo relativos, y no siempre para mal si se piensa en los riesgos pa-ra el propio sistema democrático de una intensa polarización y las difi cultad de agregar un excesivo número de posiciones) son de entidad sufi ciente para concluir ni siquiera que estamos en la zo-na de penumbra en la que es dis-cutible si estamos o no ante una democracia. Muy pocas demo-cracias quedarían, si alguna, si ex-cluyéramos a las que siguen siste-mas mayoritarios o corrigen de distintas formas la proporcionali-dad y a las que sufren más o me-nos severas limitaciones de hecho en sus opciones electorales.

Los tres problemas restantes destacados por Bovero ponen de manifiesto riesgos hoy abiertos que plantean importantes retos a las democracias actuales: la insu-ficiente separación entre poder político y mediático, el “exceso” de democracia de quienes se pre-valen de la mayoría para suprimir libertades esenciales y, en fi n, la exclusión de los emigrantes extra-comunitarios de la capacidad de

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decisión política. Dejando a un lado este último punto (que ya he reconocido como problema real pero difícil, cuya supera-ción requiere pedagogía política y amplias y complejas medidas de incorporación social), los dos primeros tienen diferente alcance según unos u otros paí-ses. Y aunque ciertamente ese alcance es mayor en Italia, no parece que haya llegado al gra-do de quebrar el sistema demo-crático ni, sobre todo, que esté inevitablemente destinado a durar indefi nidamente.

De lo anterior me parece que cabe deducir que el diag-nóstico de Bobbio, incluso con las correcciones, adiciones y nuevas llamadas de atención de veinte años después, sigue va-liendo principalmente para destacar ciertos problemas de calidad de nuestros sistemas democráticos. Pero con la más reciente experiencia española en el trasfondo, y a pesar de posibles retrocesos especial-mente en el marco internacio-nal, creo que no es ilusorio concluir, siquiera sea provisio-nalmente (¿qué es de verdad defi nitivo en la historia huma-na?), poniendo cierta esperanza en la alternancia política de-mocrática. Porque la sucesión en el gobierno de esa división variable pero esencial entre iz-quierda y derecha, siempre que se mantenga por las dos partes con la suficiente moderación como para no romper el esen-cial acuerdo sobre la necesidad del diálogo democrático, no sólo permite excluir el mal ma-yor de la autocracia, sea del ex-tremo que sea, sino incluso confi ar en que vaya sirviendo para ir mejorando la calidad de nuestras democracias. ■

[Agradezco los útiles comentarios a una versión anterior de este texto de José-Luis Colomer, Purificación Gutiérrez, Liborio Hierro, Juan -Luis Ibarra, Diego Íñiguez, Francisco Laporta y Luis Rodríguez Abascal].

Alfonso Ruiz Miguel es catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid. Autor de Una fi losofía del derecho en modelos históricos.

* Turín, Einaudi, 1999, pág. 381; trad. cast., Madrid, Ed. Trotta, 2003, pág. 460. (La numeración de las páginas citadas en el texto corresponde a la edi-ción española).

E ra fácil esperar que Alfonso Ruiz Miguel y yo, al inten-tar un diagnóstico del ac-

tual estado de salud de la demo-cracia, recurriésemos ambos a modelos conceptuales bobbianos. La elección de Alfonso ha recaído sobre el célebre esquema de las promesas no mantenidas y de los obstáculos imprevistos. Por mi parte prefi ero usar como princi-pal instrumento de diagnóstico la tabla de las reglas del juego de-mocrático. En la obra de Bobbio se encuentran muchas versiones de ella: en las páginas que siguen hago referencia a la formulación más reciente, que contempla seis reglas y se puede leer en la Teoría general de la política.*

Esa tabla no es más que la tra-ducción sintética en normas, o en principios inspiradores de normas, de la concepción procedimental de la democracia sostenida por Bob-bio. Es más, las seis reglas no son sino la explicitación articulada de su famosa defi nición mínima “se-gún la cual –como se lee en la “In-troducción” de 1984 a El futuro de la democracia– por régimen demo-crático se entiende, ante todo [precisamente, M. B.], un con-junto de reglas de procedimiento para la formación de decisiones colectivas en el que se prevé y se facilita la participación más am-plia posible de los interesados” (pág. 12). Esto, me parece, auto-riza a asumir y utilizar este “con-junto de reglas” como un verda-dero criterio de democraticidad, aun cuando simplifi cado, o sea, como parámetro de un juicio que establezca si este o aquel régimen político real merece el nombre de democracia desde el punto de vis-ta de quien adopte la concepción procedimental y la defi nición mí-nima de Bobbio. En esta perspec-

tiva, en efecto, las “reglas del jue-go” valen como condiciones de la democracia. Aplicando de modo elemental e intuitivo la gramática del concepto de “condición”, se podrá decir que si estas reglas ha-llan correspondencia y efectiva aplicación en la vida política de una colectividad, entonces esta colectividad podrá reconocerse como democrática y denominar-se así.

En el ensayo que da nombre a El futuro de la democracia, y en el propio epígrafe titulado “Pese a todo…” recordado por Alfonso Ruiz Miguel, Bobbio considera “diversos grados de aproximación al modelo ideal” (pág. 46). Lo que me importa observar en se-guida es que el “modelo ideal” al que alude Bobbio en ese específi -co lugar no es –no debe ser con-fundido con– la suma de prome-sas e ilusiones que la doctrina democrática, de Rousseau en adelante, ha ido asociando con la prefi guración de la sociedad futu-ra, a la que Bobbio ha dedicado el núcleo central de aquel célebre ensayo. Se trata en cambio del “tipo ideal” (en el sentido neutro, weberiano; en suma, del concep-to) de democracia que Bobbio fi ja precisamente en la reglas del juego y que coincide con “el con-tenido mínimo del Estado demo-crático”: justamente aquel conte-nido que –decía en 1984– no ha decaído “pese a que” muchas pro-mesas no hayan sido mantenidas, ciertas ilusiones hayan caído, al-gunos obstáculos imprevistos se hayan manifestado. En este senti-do Bobbio decía que el aleja-miento de la prefi guración ideali-zada de la sociedad democrática no ha sido tan grande como “para ‘transformar’ un régimen demo-crático en un régimen autocráti-co” (pág. 46).

¿Es verdad todavía? ¿Estamos dispuestos a reconocer todavía como válida, veinte años después, esta afi rmación? Si mantenemos el planteamiento de Bobbio, que

asumía como término de compa-ración la “era de las tiranías”, los totalitarismos del siglo xx, proba-blemente sí. Pero preguntémo-nos: tras el análisis de Bobbio, ¿qué transformaciones ulteriores ha sufrido la democracia? ¿Es identifi cable una dirección, al me-nos una predominante, a lo largo de la cual se han movido estas transformaciones? ¿Han ido en el sentido de algún desarrollo del proceso de democratización o en sentido contrario? ¿Ha disminui-do o crecido la distancia respecto del modelo ideal (es decir, repito, del “tipo ideal” que fi ja los rasgos esenciales, las condiciones de la de-mocracia en un paradigma de re-glas correctamente aplicadas)? En mi opinión, al observar (a gran-des rasgos) los últimos quince años de vida de las democracias reales, es claramente reconocible un proceso de degeneración, es verdad que fácticamente diferen-ciado en uno u otro lugar pero sustancialmente homogéneo, que poco a poco hace asumir a la de-mocracia los rasgos de un forma de gobierno distinta. La llamaría “autocracia electiva”. Se trata ob-viamente de un oxímoron: el ad-jetivo chirría con el sustantivo, ya que el autócrata es quien se im-pone, no quien se propone a los electores. Pero confío que no dis-guste a un cultivador de parado-jas como Alfonso Ruiz Miguel, por más que no esté de acuerdo con mis tesis.

Las manifestaciones más vis-tosas y grotescas de esta degene-ración son reconocibles en la si-tuación política italiana. Por esto, la mirada desde Italia sobre el fu-turo de la democracia no puede ser sino más pesimista que desde España. Pero no quiero aquí en-tretenerme con un retrato maca-bro del monstruo itálico. Preten-do en cambio hacer una rápida reseña de las seis reglas de Bob-bio, invitando a considerarlas como las condiciones de la de-mocracia y a preguntarse si las

LA MIRADA DESDE ITALIAMICHELANGELO BOVERO

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formas y los grados de su actual aplicación, en Italia y no sólo allí, no corren el riesgo de alterar su función y signifi cado.

1. El primer par de reglas del juego, por así decirlo, “traduce” a términos normativos el principio de la igualdad democrática. Des-de los tiempos antiguos a los mo-dernos, la categoría de igualdad defi ne la naturaleza de la demo-cracia y la contrapone a las for-mas de gobierno no democráti-cas. Es casi superfl uo agregar que se trata no de la igualdad en ge-neral sino específi camente de la igualdad política, concerniente al poder de (participación en la) de-cisión colectiva. Las condiciones de la igualdad democrática esta-blecidas por las primeras dos re-glas corresponden a las dos di-mensiones en las que Bobbio in-vita a articular conceptualmente cualquier problema de igualdad, respondiendo a las preguntas “quiénes son los iguales” y “en qué son iguales”.

La primera es una condición de inclusividad: en democracia son (deben ser) iguales “todos los ciudadanos”. Está claro lo que entiende Bobbio: todo ciudadano pasivo, sometido al ordenamien-to, debe ser ciudadano activo, estar autorizado a participar en su creación. En otras palabras, un régimen es democrático a condi-ción de que todos los destinatarios de las decisiones políticas tengan el derecho-poder de participar en el proceso de decisión sin discri-minaciones. La democracia de los modernos no tiene metecos. ¿Es una condición que podemos con-siderar satisfecha en los regímenes reales comúnmente llamados de-mocracias? ¿En qué medida? ¿Y es hoy satisfecha más o menos que ayer? ¿que hace veinte años? La respuesta no es difícil. Aludo na-turalmente al problema de los inmigrantes, y sobre todo de aquellos (llamados) extracomuni-tarios, en cuyo crecimiento ten-dencial Ruiz Miguel identifi ca el cuarto obstáculo imprevisto (no previsto por el mismo Bobbio) al proceso de democratización. Pero frente a este obstáculo, en vez de detenerse, el proceso ha invertido

la marcha. Hace algunos meses, el jefe de los (¿post? ¿ex? ¿neo?) fascistas, además de Viceprimer Ministro, convertido después también en Ministro de Asuntos Exteriores, Gianfranco Fini, ha sorprendido a todos con la pro-puesta de conferir el derecho al voto en las elecciones administra-tivas locales a los inmigrantes “re-gulares”. Quien ha podido ver los detalles de la propuesta afi rma que se trataba de una trampa para osos. Aquí me limito a señalar que uno de los trucos está en ese adjetivo aparentemente obvio: “regulares”. Como es sabido, los requisitos de esta “regularidad” están actualmente fi jados en una ley de marcado carácter racista cuyos impulsores han sido los mismos Fini y Humberto Bossi, ilustre campeón de la inclusivi-dad a la vez que (entonces) Mi-nistro para las Reformas Institu-cionales, ahora brillantemente sustituido en tal encargo por un digno secuaz. Pero quisiera al me-nos aludir, además, a la prepon-derante asignación de hecho de los “inmigrantes regulares” hacia fi guras de trabajo hipersubordi-nado y semiservil (braceros tem-poreros, domésticos, cuidado-res…), así como a la creciente segregación (al menos) ideológica de los extracomunitarios dentro de difundidos estereotipos reli-gioso-culturales, envueltos en un halo de desconfi anza, si no de abierta hostilidad, fomentada en los últimos tiempos por las lógi-cas sinérgicas de la guerra global y

del terrorismo global. Nuevos metecos, pues, pero quizá no sólo: la (no-)identidad política de meteco tiende por un lado a des-lizarse hacia la (no-)identidad so-cial más o menos disimulada de semisiervo, y por el otro lado a sumarse a la identidad ideológica de potencial enemigo interno o infi ltrado. Una reminiscencia clá-sica, por analogía: en la antigua Esparta cada año los sumos ma-gistrados solían declarar ritual-mente la guerra a los ilotas y los espartiatas tenían el derecho de dar caza, como si fuesen fi eras, a los ilotas que encontrasen en la calle tras la puesta de sol. Nihil sub sole novi, podría decir alguien pensando por ejemplo en las “rondas padanas” (esas patrullas de intimidación que, con la tole-rancia del Estado, la “Liga Norte” viene alentando esporádicamente desde hace unos quince años en los barrios y calles que consideran “infestados” de emigrantes). ¿Pero esto es democracia?

2. La segunda regla precisa el principio de igualdad democráti-ca, estableciendo una condición de equipolencia: “el voto de todos los ciudadanos debe tener igual peso”. Obsérvese: “pesar” no equivale a “contar” o a “ser conta-do”. Los votos de los ciudadanos deben tener igual incidencia en la formación de la representación política, lo que signifi ca que de-ben ser (tratados como) iguales no sólo al comienzo del proceso electoral, cuando cada elector de-

posita en la urna una y sólo una papeleta idéntica a la de cualquie-ra (una cabeza, un voto), de modo que la opinión de cada uno de los individuos sea contada como una y ninguna vaya a con-tar menos o más que otra; sino también al fi nal del proceso mis-mo, cuando los votos se transfor-man en escaños mediante alguno de los conjuntos de reglas técni-cas que llamamos sistemas electo-rales. De ahí se sigue que cuando se adopta un sistema electoral que funciona como un mecanismo de distribución desigual del peso de los votos individuales se contra-viene una de las condiciones de la democracia.

Reitero lo que vengo soste-niendo hace tiempo: el único sistema electoral propiamente democrático –que satisface las condiciones de la democracia– es el sistema proporcional (o un sis-tema que tenga efectos sustan-cialmente proporcionales, como por ejemplo el alemán). Sé bien que no existe un solo sistema proporcional sino muchos, y que ninguno de ellos garantiza la consecución de una proporcio-nalidad perfecta entre votos y escaños. Pero persisto en consi-derar que cuanto más nos aleja-mos del criterio de proporciona-lidad en la opción por un sistema electoral tanto más crece la dis-tancia entre el funcionamiento real de un régimen y las condi-ciones establecidas por el modelo ideal de democracia propuesto por Bobbio mediante su defi ni-ción mínima. Y este alejamiento equivale a un deslizamiento hacia el tipo ideal de la autocracia, en el sentido kelseniano de régimen caracterizado por el fl ujo descen-dente del poder. Si después, gra-cias a complicadas sofi sterías en la ley electoral como las que algu-nos Solones están preparando en Italia con el fi n de asegurar al país mayorías estables, la composición de la representación parlamenta-ria no sólo no refl ejara de algún modo, aun puramente aproxi-mativo, la distribución de los vo-tos de las diversas orientaciones políticas, sino que no resultara ya reconducible a ella en una medi-da mínimamente plausible, se

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ALFONSO RUIZ MIGUEL Y MICHELANGELO BOVERO

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nos puede preguntar qué sentido tendría todavía ir a votar. Cierta-mente, no un sentido democráti-co. Sería como participar en un juego de azar.

No soy tan dogmático y ma-niqueo como para rehusar a prio-ri el tomar en consideración los argumentos de los críticos de la proporcionalidad, aunque sigo creyendo que en su mayoría ellos están plagados de errores de di-verso tipo. Lo que sin embargo quiero sostener, antes e indepen-dientemente de toda discusión sobre los vicios y las virtudes de los diversos sistemas electorales, es una tesis analítica (o que al menos a mí me parece tal): que un mecanismo electoral no pro-porcional o antiproporcional es un procedimiento incorrecto desde el punto de vista de las re-glas del juego democrático. Ad-mito también, aun con algunas difi cultades, que en determina-das circunstancias pueda parecer oportuno pagar cierto precio en términos de calidad democrática, de rigor en la aplicación correcta de una o más reglas del juego, para remediar el mal funciona-miento global del juego mismo (en realidad, el único coste que personalmente estaría dispuesto a pagar, por lo que se refi ere al tratamiento del voto, es el deri-vado de la introducción de una cláusula de barrera a la alemana). Pero al menos que no se diga que alterando las reglas del juego se mejora la democracia. Y en cam-bio eso es precisamente lo que ha sucedido en Italia con ocasión del paso a un sistema electoral predominantemente uninominal mayoritario, que según muchos ha permitido por fi n instaurar la “verdadera” democracia, es decir la democracia “de la alternancia”. Alternancia es un concepto claro sólo aparentemente, que habría que someter a un análisis riguro-so, empezando por responder a las preguntas: alternancia “¿entre quién?” y “¿en qué?”. En todo caso, si la posibilidad de la alter-nancia pudiera asegurarse sola-mente manipulando gravemente el voto, tergiversando la condi-ción de equipolencia, no titu-bearía en plantear la pregunta,

por mucho que pueda parecer paradójica: ¿la alternancia es de-mocrática? En suma, volvería a preguntar: ¿Pero esto es demo-cracia?

3. El segundo par de reglas con-cierne al fundamento de la demo-cracia, que para Bobbio reside en el individuo concebido como su-jeto capaz de libre elección políti-ca. Naturalmente, no existen re-glas que puedan instituir, “crear” al individuo libre, que es, dice Bobbio, una fi gura ideal, incluso un ideal límite. Pero con determi-nadas reglas se pueden establecer las condiciones de la libertad, esto es, las condiciones en las cuales la elección política individual puede plausiblemente considerarse libre: en otras palabras, donde ciertas condiciones son satisfechas, están presentes las circunstancias en las que el individuo tiene la posibili-dad objetiva de decidir libremen-te, si es capaz de hacerlo.

Conforme a la tercera regla del elenco de Bobbio, la opinión de los ciudadanos debe poder formarse “lo más libremente que sea posible”: es decir, en ausencia de condicionamientos e interfe-rencias deformantes. El problema es evidentemente el de la mani-pulación de la opinión pública. Pero es ilusorio pensar en resol-verlo con la exclusión del juego de los manipuladores (de los tramposos). En primer lugar, porque es muy difícil trazar a priori un límite entre la manipu-lación y la persuasión política; después, porque es prácticamente imposible llegar a formular un criterio compartido para distin-guir una de otra que sea traduci-ble en normas; y sobre todo por-que se trataría de conferir a al-guien la autoridad de juzgar sobre ello. ¿Y quién se fía? ¿Quis censuret censores? Lo que en cam-bio es posible, aunque todo me-nos fácil, es establecer normativa-mente las condiciones del plura-lismo de los medios (y en los medios) de información y forma-ción de la opinión pública. De este modo no se garantizará sin más la libre formación de las opi-niones políticas (para esto hacen falta capacidades subjetivas, dis-

cernimiento crítico), pero se esta-rán asegurando circunstancias en las que no es implausible pensar que se puedan formar libremente las (o algunas) opiniones. Tendre-mos, si no la libertad del indivi-duo como sujeto de elección, sí al menos algunos elementos –como dice Bobbio– de la atmósfera de la libertad. Un régimen no es demo-crático si no vive en una atmósfera de libertad, y ésta no subsiste si no se garantizan precisamente condiciones mínimas de pluralis-mo de (y en) los medios de infor-mación y persuasión. ¿De qué modo? Empezando por la prohi-bición de las concentraciones, y obviamente por la exclusión de la competición política de quien posea o controle una cuota de tales medios, por exigua que sea. A mí al menos me parece obvio. Y estoy seguro de que sobre este punto nadie me pedirá un co-mentario sobre cómo van las co-sas en Italia. Pero intentemos en cambio admitir que no es obvio. Imaginemos una competición electoral en la que los únicos can-didatos sean dos, cuatro u ocho dueños de canales de televisión. No podríamos decir que las con-diciones del pluralismo informati-vo no están formalmente satisfe-chas. ¿Pero esto es democracia?

4. Con la cuarta regla Bobbio precisa las condiciones de libertad del juego democrático por lo que concierne al objeto de la elección política de los ciudadanos: elec-ción que sólo es verdaderamente tal si existe la posibilidad objetiva (la oportunidad) de “elegir entre soluciones diversas, es decir, entre partidos que tengan programas diversos y alternativos”. Una elec-ción con lista única y bloqueada no es democrática precisamente porque una elección obligada no es libre, y una elección no libre no es una elección. Pero más allá de este caso límite, se pueden ha-cer otras consideraciones para valorar si y en qué grado y medi-da esta específi ca condición de la democracia –la condición del plu-ralismo propiamente político– re-sulta hoy satisfecha. Aludo no sólo y no tanto a las recurrentes lamentaciones sobre la homolo-

gación de los programas, imputa-da principalmente a los llamados vínculos objetivos en materia de decisiones económicas, iguales para todos los sujetos políticos de cualquier color: si las alternativas son demasiado similares entre sí, la elección queda obviamente va-ciada de sentido o se orienta hacia diferencias aparentes y en defi ni-tiva engañosas. Me refi ero más bien a la limitación en el número de las opciones que se presentan a los ciudadanos. Soy consciente de que mis ideas sobre este punto son un tanto heterodoxas y que a muchas personas les parecerán incluso paradójicas. Pero invito a tener paciencia y a analizar breve-mente lo que considero un verda-dero síndrome de transformación patológica sufrida en tiempos y modos diversos por las democra-cias (sobre todo) continentales europeas y en máximo grado por la italiana en la época más recien-te. Entre los agentes patógenos (o que yo considero tales) no es difí-cil señalar la consolidación de construcciones o arreglos, e in-cluso de simples costumbres o prácticas institucionales, que pri-vilegian a los órganos (llamados) ejecutivos y que asignan poderes preeminentes a cargos monocrá-ticos en perjuicio de los órganos colegiados representativos; la ca-nalización de la dialéctica política en formas inspiradas en la lógica de la (llamada) democracia ma-yoritaria, que tiende a contraerse a la confrontación entre gobierno y oposición; la personalización de la lucha política y de la gestión del poder. La convergencia entre los efectos de estos (y otros) bien conocidos fenómenos** ha pro-ducido la confi guración del jue-

**Me parece que Alfonso Ruiz Mi-guel, al recoger mis tesis en la parte fi nal de su intervención, ha olvidado el primer fenómeno por mí indicado, que suele venir eufemísticamente designado como “refor-zamiento del poder ejecutivo”, es decir, esa deformación (a mi juicio) patológica que en otro lugar he denominado “macroce-falia institucional”: en todos los niveles y sectores, una cabeza hipertrofi ada, y a me-nudo no inteligente, aplasta a los cuerpos representativos débiles y despotenciados. Quizá el haber descuidado este aspecto le ha impedido captar (o apreciar la importancia que yo le atribuyo) el efecto combinado de las tendencias que señalo. Por ejemplo, el fenó-

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EL FUTURO DE LA DEMOCRACIA

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go democrático, en sus distintas fases y grados, como un duelo. Epifenómeno signifi cativo son los duelos televisivos, que por todas partes se han convertido en el momento culminante de las campañas electorales, a imita-ción del arquetipo estadouni-dense, incluso allí donde no está vigente una forma de gobierno presidencial ni el sistema político es un bipartidismo perfecto; y –suprema paradoja– precisamen-te con la excepción (aparente) de Italia, en la que el señor de la te-levisión se sustrae a los duelos y, más todavía, los expertos dicen que los ha ganado justamente porque no ha participado en ellos, porque se ha sustraído a la confrontación televisiva directa privilegiando el monólogo sin contradictores.

Podríamos describir intuitiva-mente esta transformación como la tendencial reducción del plura-lismo al dualismo. A pesar de sus manifestaciones desagradables e incluso grotescas, la metamorfosis dicotomizante de las democracias reales ha estado y continúa estan-do acompañada de un difundido favor por parte de quienes (cierto que no sin buenas razones) miran con preocupación los peligros de la fragmentación de la representa-ción política, que ayer infectó a la democracia italiana –¿pero qué decir del hoy?– y que ahora se propaga por los regímenes orien-tales de nueva democracia. Para un bobbiano, además, la dicoto-mía tienen una fascinación parti-cular, incluso política: se adecua a la contraposición entre derecha e izquierda; delimita el tema de la elección en términos netos y cla-ros. Y sin embargo… El dualismo es el grado mínimo del pluralis-

mo. Pero ¿es un grado sufi ciente? La elección política entre dos ¿es (siempre) una libre elección polí-tica? Quienes no se reconocen en ninguno de los dos candidatos, si quieren contar (o pesar), deberán elegir de todas formas el mal me-nor. Pero, insisto, una elección obtorto collo ¿es una elección li-bre? ¿O no es quizá una elección demasiado condicionada? ¿Y si la elección de muchos, justamente por eso, fuese no elegir? El no voto, la desafección, la devalua-ción de la democracia, ¿acaso no dependen (también) del dualis-mo? ¿No es tal vez cierto que en muchas ocasiones es más deter-minante quien no vota que quien vota? ¿Que a menudo el resultado de las elecciones en nuestras de-mocracias dicotómicas viene deci-dido no tanto por quien vota sino por quien no vota? ¿Pero esto es democracia?

5. La quinta en el listado de Bobbio es la regla de la mayoría: procedimiento rey de la demo-cracia, aunque no pierda ocasión de advertir que no es “la única regla”, es decir, que no hay que identifi car democracia y princi-pio mayoritario. En la visión de Bobbio, el respeto del principio de la mayoría es una condición de efi ciencia de la democracia, ya que permite llegar más fácilmen-te a la decisión colectiva frente al contraste o a la simple heteroge-neidad de la multitud de opinio-nes individuales.

Ahora bien, considerada como condición de efi ciencia del juego democrático, ¿se puede decir que la regla de la mayoría se aplica correctamente en los actuales regímenes de democra-cia real? ¿Hoy más o menos que ayer? ¿Mejor o peor que hace veinte años? Por responder con una gracia, diría que se aplica más y por tanto peor: al contra-rio que las demás reglas del jue-go, ésta sufre por exceso, no por defecto de aplicación. En gene-ral, en el proceso de reforma ins-titucional en Italia, mil veces puesto en marcha y mil veces in-terrumpido, y ahora desgracia-damente encaminado a un in-tento de revisión -inversión cons-

titucional, las razones de efi ciencia casi siempre han sido adoptadas para forzar, desencar-dinar o vaciar las (demás) condi-ciones de la democracia. Especí-fi camente, uno de los riesgos más graves a los que hoy se en-frenta la democracia es precisa-mente el exceso de democracia, en el sentido del exceso de poder –de la omnipotencia– de la ma-yoría. El exceso consiste sobre todo en la violación de los que Bobbio llama “límites de aplica-ción” de la regla de la mayoría: la “potencia” de esta regla debería ante todo “detenerse” frente al “territorio” de los derechos fun-damentales (Bobbio lo dice jus-tamente así, en la Teoría General de la Política, p. 400: una evi-dente asonancia con el coto veda-do de Garzón Valdés). No es este el lugar para volver a abrir la dis-cusión sobre el complicado pro-blema de las relaciones entre constitución y democracia. Pero quisiera al menos aludir a que, en mi opinión, la considerada “objeción contramayoritaria” (horrenda expresión para indicar la tesis según la cual la indispo-nibilidad de los derechos consti-tucionales contraviene el derecho democrático de la mayoría) des-de el punto de vista de Bobbio se enreda en una contradicción: porque acepta como plenamente democrática una decisión que puede alterar o vaciar el juego democrático. Pero esta democra-cia “excesiva” ¿es todavía demo-cracia? Tratar de responder a esta cuestión conduce directamente a tomar en consideración la última regla del juego contemplada en la tabla de Bobbio, que dice: “ninguna decisión tomada por la mayoría debe limitar los dere-chos de la minoría, y en particu-lar el derecho a convertirse a su vez en mayoría en igualdad de condiciones”.

6. Esta regla conclusiva –una verdadera regla de clausura– no se asemeja a las otras: como se ha observado muchas veces, no es un “universal procedimental”, no concierne a la forma sino al con-tenido de las decisiones. No se ha advertido tan a menudo que Bo-

bbio es perfectamente consciente de ello. Basta leer el comentario que se encuentra en la voz “De-mocracia” del Diccionario de polí-tica: “todas estas reglas establecen cómo se debe llegar a la decisión política, no qué se deba decidir. Desde el punto de vista del qué, el conjunto de las reglas del juego democrático no establecen nada salvo la exclusión de las decisiones que de cualquier modo contribu-yan a convertir en vanas una o varias reglas del juego”. Podemos así considerar esta última regla como una condición de salvaguar-dia o de supervivencia de la demo-cracia: el respeto de esta regla es indispensable para que se pueda seguir jugando al mismo juego. En efecto, dicha regla prohíbe cualquier decisión que contra-venga las otras reglas del juego. Éstas son indisponibles para el poder de la mayoría. Pero no bas-ta: conforme al comentario de Bobbio, está prohibida cualquier decisión que contribuya “a con-vertir en vana” una regla del jue-go. Y para cualquier poder mayo-ritario ello extiende el “coto veda-do” (no per sé a todos los derechos fundamentales constitucionaliza-dos, sino) a aquellos derechos fundamentales que, como las cuatro grandes libertades de los modernos, son según Bobbio los “presupuestos” indispensables de la democracia. Podríamos decir que si las reglas del juego repre-sentan las condiciones de la de-mocracia, los derechos de libertad son sus precondiciones. Y quizá se deberían incluir en las precondi-ciones de la democracia también algunos derechos sociales, como el derecho a la educación (a la educación del ciudadano) y el de-recho a la subsistencia.

Pero para que quede satisfecha la condición de supervivencia de la democracia, sintéticamente (y quizás reductivamente) enuncia-da en la sexta regla, no basta tam-poco con introducir en el coto vedado frente al cual se debe de-tener la decisión por mayoría (al menos) algunos derechos sociales, además de los derechos de liber-tad. Debe ser incluida también la raíz esencial del constitucionalis-mo. Aludo a las cláusulas genera-

meno de la personalización se exaspera en presencia de la proliferación de instituciones monocráticas (hasta el absurdo, denunciado por Bobbio, del “partido personal”). Las elecciones tienden a transformarse en un rito de identifi cación y a convertirse en una delegación prácticamente incondicionada a poderes precisamente monocráticos, cuyos titulares, sintiéndose “investidos” –o “ungi-dos”–, interpretan coherentemente su papel con discrecionalidad, y a menudo arrogan-cia, autocrática. No veo cómo éstas se pue-den considerar “expresiones normales” de la democracia representativa.

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ALFONSO RUIZ MIGUEL Y MICHELANGELO BOVERO

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lísimas fi jadas por el artículo 16 de la Declaración del 89. Así pues, no sólo los derechos (ciertos derechos) cuya garantía es lógica-mente indispensable para el juego democrático, porque son sus pre-condiciones, sino también la (al-guna forma de) separación de los poderes y/o de división del poder, en suma, las técnicas idóneas para contener el despotismo, también el de la mayoría. Y no sólo la se-paración que concierne a los po-deres –órganos y funciones– del Estado, sino también la que, si-guiendo a Bobbio, considero la estructura sustentante de la cons-titución material del constituciona-lismo: la separación entre los tres poderes sociales, el político, el económico y el ideológico. Esta fundamental precondición de la democracia, sobre cuya irre-nunciabilidad Bobbio insistió cuando llegó a Italia la pluto-tele-cracia, hoy no sólo es palmaria-mente desatendida, sino ignorada y escarnecida. No me refi ero sola-mente al afortunado caso de un buen país donde el jefe del go-bierno tiene el capuchón del tío Gilito y el ojo hipnotizante-idio-tizante del Gran Hermano. Por repetir las habituales trivialidades que tienen el gran defecto de ser verdaderas, basta pensar en la in-cidencia sobre la vida de todas las democracias reales (cuál más, cuál menos) de la confusión entre di-nero y política (un amigo consti-tucionalista ha condensado en una frase la gravedad del proble-ma: el senado de los Estados Uni-dos es un club de millonarios); y, por otro lado, en la extraordinaria capacidad de los medios, sobre todo de la televisión, en el embo-tamiento cada vez mayor de la capacidad de juicio político, ya de por sí decadente, de los ciuda-danos no educados. Que son, por ser optimistas, casi la mitad de los ciudadanos en todas las democra-cias reales, y que cuando consi-guen prevalecer provocan el fenó-meno de la selección negativa: eligen a los peores. Pensemos en la aplastante verdad que dijo cán-didamente, con el aire compun-gido de Leuconoe horaciana, Laura Bush en la convención electoral de Nueva York: “La se-

guridad de América y del mundo dependen de las decisiones de mi marido”.

¿Pero esto es democracia?

7. Estaría tentado de responder: no, no lo es ya. Empieza a no ser-lo ya. Repito en síntesis: la regla –la sexta en el listado de Bobbio– que ordena el respeto a las reglas del juego, o, mejor, a las condi-ciones y precondiciones de la de-mocracia, es la meta-regla cuya observancia (por parte del mismo poder democrático de la mayoría) permite continuar jugando al mismo juego. A medida que las condiciones y las precondiciones de la democracia se desatienden, se comienza a jugar a otro juego, ya no (aun en distinta medida) democrático. Cada vez menos de-mocrático.

¿Qué ha sucedido en Italia y en el mundo en (a grandes ras-gos) los últimos quince años? Lo que precisamente ha sucedido es que se ha comenzado a jugar de modo no democrático, o menos democrático, al juego político, cuya fi nalidad en general es pro-ducir decisiones colectivas: es de-cir, aplicando incorrectamente o alterando estas o aquellas reglas del juego, las condiciones de la democracia, y atacando o erosio-nando sus presupuestos, las pre-condiciones de la democracia. Desde la mitad de los años seten-ta se comenzó a decir: la demo-cracia funciona mal o poco, no es efi ciente en el desarrollo de su función, que es la de producir decisiones colectivas (pero sería necesario agregar, siguiendo a Bobbio: “con el máximo de con-senso y con el mínimo de impo-sición”). Y funciona mal porque es un régimen “difícil”. Así pues –el consejo era claro–, para ha-cerla funcionar “mejor”, de modo más efi ciente, rebajemos las pre-tensiones. En caso de necesidad, debe convertirse en un régimen menos inclusivo (contra la regla 1). En la medida en que es útil al proceso de decisión, se puede manipular el peso de los votos individuales (contra la regla 2). Mientras por un lado las lógicas “objetivas” del mercado global favorecen o incluso “imponen”

grandes concentraciones, si no monopolios, de medios de infor-mación (contra la regla 3), por otro lado razones de oportunidad y hasta (sedicentes) razones idea-les empujan hacia la simplifi ca-ción, a mi manera de ver excesi-va, del pluralismo político (con-tra la regla 4) e incluso hacia la dicotomización del sistema polí-tico, presentada como racional en cuanto al fi n y en cuanto al valor. En fi n, y como remate, se tiende a concebir, establecer y practicar el juego político de modo que se atribuya todo el po-der al vencedor (con la absolutiza-ción indebida de la regla 5), ba-sándolo en mayorías preconsti-tuidas y lo más blindadas posible, y/o en la investidura personal del jefe, es decir, reproduciendo el paradigma del gobierno de los hombres o, peor, del hombre. Pero no basta: cada vez se practi-can más, e incluso se justifi can con razones aparentemente nor-males –o bien, según las ocasio-nes, excepcionales–, abusos de poder, es decir, decisiones, actos y prácticas inconstitucionales, mi-nando con ello las precondicio-nes de la democracia: limitacio-nes de los derechos de libertad, in primis de la libertad personal; abolición o vaciamiento progre-sivo de los derechos sociales; alte-raciones o inversión del equili-brio de poderes. En suma, un verdadero proceso de degenera-ción y tendencialmente de trans-formación de la democracia en otro juego, con otras reglas. Un proceso que no ha encontrado obstáculos imprevistos sino que, muy al contrario, ha recibido im-pulsos objetivos: de la globaliza-ción económica, que hace crecer exponencialmente las desigualda-des planetarias y las concentra-ciones de poderes sociales en las manos de oligarquías restringi-das; y de la globalización tecno-lógica y sobre todo informática, que entre otras cosas alimenta el hiperpoder de los medios y les permite funcionar como efi cien-tes fábricas de siervos contentos.

Así pues, ¿a dónde va la de-mocracia? A lo largo de las líneas de la tendencia que he tratado de ilustrar (y soy consciente de ha-

berlas enfatizado, quizás dema-siado y de modo unilateral) me parece entrever la imagen de una vida política que se asemeja cada vez más a una medieval “querella de las investiduras”: a una com-petición, regulada o desregulada (pero en todo caso no ya, o cada vez menos, regulada por las reglas del juego democrático), entre unos pocos personajes, llamados líderes, para ser investidos de un poder que, a su vez, se asemeja cada vez más al de un autócrata. Otro juego, otra forma de régi-men: precisamente, una autocra-cia electiva. ¿Es éste el futuro de la democracia? No lo sé. Espero que no. Nos opondremos mu-chos. Pero prestemos atención. La democracia es una forma. Una coraza de reglas. Pero dentro de la coraza desarticulada y des-aforada de las (llamadas) demo-cracias reales la vida democrática corre el riesgo de no sobrevivir. Es desde luego exagerado pero no insensato el temor de que ya hoy, nosotros, los estudiosos de la política, sobre todo en Italia, nos encontremos frente a la que lla-maría la democracia de Agilulfo, el caballero inexistente de Italo Calvino: al alzar su celada quizá tendríamos que constatar que dentro ya no hay nada. O bien, que lo que hay no es ya la vida democrática, sino otra cosa, to-davía indefi nida, aún invisible, no distinguible. Pero, tal vez, al aproximar el oído se podría oír que de abajo, del fondo de la co-raza, sube la risita satánica y triunfante de un extraterrestre. Desde luego, totalmente ajeno a la democracia. ■

Traducción de Abraham Sanz.

Michelangelo Bovero es Ordinario de Filosofía Política en la Universidad de Turín. Autor de Una gramática de la democracia. Contra el gobierno de los peores.

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Bush, “teólogo” fundamentalista de la seguridadPresentar a George W. Bush co-mo “teólogo” fundamentalista de la seguridad no es ninguna fi gura literaria sino la descrip-ción de uno de los principales rasgos de su personalidad, si no el principal. El fundamentalis-mo es la forma que tiene de ser creyente y de presentarse como tal, tanto en su vida privada co-mo en su actividad política. Lo que está en plena sintonía con el clima religioso norteamericano. Sirvan estos tres datos que reco-ge Lewis H. Lapham, jefe de redacción de Harpers, Nueva York y autor de Th eater of War: el 48% de los estadounidenses consideran el evolucionismo una herejía; el 68% dicen creer en el diablo, más aún, afi rman verlo o haberlo visto alguna vez; más de 50 millones compran novelas sobre el Rapto. Por la senda del fundamentalismo ca-mina Midland (Texas), ciudad donde se crió Bush, que no al-canza los 100.000 habitantes y cuenta con 250 iglesias. Sus ha-bitantes leen la Biblia en su lite-ralidad sin recurso alguno a la interpretación, rechazan el ma-trimonio homosexual y creen en el “Rapto”, el Juicio Final que arrojará a los pecadores al fuego eterno del infi erno y transporta-rá por el aire a los elegidos, ele-vándolos junto a Dios y librán-dolos de la Gran tribulación.

En los Estados Unidos, Parti-do Republicano y movimientos fundamentalistas se encuentran desde hace varias décadas en ple-na sintonía. Fue a fi nales de la década de los setenta y durante toda la década de los 80 cuando los fundamentalistas jugaron un

papel importante en la esfera po-lítica con la creación de la Mayo-ría Moral S. A., del pastor bau-tista y teleevangelista Jerry Falwell, y de la Coalición Cris-tiana, del teleevangelista Pat Ro-bertson. Rompían así el aisla-miento político en el que se en-contraban y colocaban la Mayoría Moral al servicio de una política ultraconservadora en lo político, lo religioso, lo cultural, lo educativo y lo moral, que con-trarrestara la decadencia de la religión en todos los campos. El apoyo de los fundamentalistas fue decisivo en los dos triunfos electorales de Ronald Reagan, en 1980 y 1984, y en el de George Bush padre en 1988. Bush hijo sirvió de enlace con el mundo evangélico conservador en la campaña de reelección de su pa-dre, durante la cual hablaba sólo de su testimonio personal de fe, se autopresentaba como un cris-tiano “renacido” y decía ser con orgullo “un hombre con Jesús en el corazón”, ya que le había libra-do de su adición al alcohol.

El actual presidente de los Estados Unidos es una persona que siempre tiene el nombre de Dios en labios, con ocasión y sin ella, oportuna e importuna-mente, y es partidario de man-tenerlo en los actos políticos y en las manifestaciones patrióti-cas. Durante el segundo debate de la campaña electoral contra Kerry, Bush dijo que nunca nombraría a alguien que fuera partidario de eliminar las pala-bras “bajo Dios” del juramento a la bandera. Es verdad que también Jimmy Carter y Bill Clinton explotaron política-mente la fe religiosa durante sus mandatos presidenciales, pero no hasta el extremo de la burda

manipulación de Bush hijo du-rante su primer mandato y en la campaña electoral de 2004.

En las elecciones de 2000, un elevado porcentaje de los votos a favor de Bush venía de los cristia-nos evangélicos; porcentaje que se ha incrementado en las elec-ciones del 2 de noviembre de 2004, a los que hay que sumar los apoyos, al menos indirectos, de la jerarquía católica, que de-monizó al candidato demócrata John Kerry por defender la inte-rrupción voluntaria del embara-zo. Efectivamente, el discurso religioso de Bush durante la cam-paña electoral movilizó a los cris-tianos evangélicos, que represen-tan una quinta parte de los vo-tantes norteamericanos, porque sintonizaba plenamente con sus valores morales. La estrategia de convertir el voto de los evangéli-cos en pieza fundamental de la campaña, perfectamente diseña-da por Karl Rove, brazo derecho de Bush, ha dado los resultados esperados. Más que como un po-lítico, Bush actuó durante la campaña como un predicador apocalíptico y amenazador. Cada uno de los escenarios de campa-ña se convirtió por unos meses en una especie de púlpito desde el que dirigía severas condenas contra el matrimonio homo-sexual, contra el aborto y la in-vestigación con células madre embrionarias. La oposición a los matrimonios homosexuales –ase-vera Carrie Gordon, portavoz de Focus on the Family– sirvió para “renovar la energía que se había disipado en el movimiento evan-gélico”. Dicho apoyo le obliga ahora a Bush a defender la en-mienda constitucional para la prohibición explícita de loa ma-trimonios entre homosexuales.

También Kerry, consciente de que el factor religioso era de-cisivo para ganar la presidencia de los Estados Unidos, contó con asesores religiosos que faci-litaron su acceso a las comuni-dades religiosas para conseguir el voto favorable de 25 millones de cristianos moderados que eran claves en Estados como Florida, Missouri, Ohio, Nueva Jersey y Pennsylvania. Pero no logró conectar, y menos sinto-nizar, como lo hizo Bush. Y no porque no hiciera profesión pú-blica de sus creencias religiosas, que las hizo, sino porque los vo-tantes no le creyeron o porque no supo transmitirlas adecuada-mente. “La fe me ha dado valo-res y esperanza, desde Vietnam hasta hoy, de domingo a do-mingo”, afi rmó cuando aceptó ser candidato del Partido De-mócrata a la presidencia. Con una fórmula retórica no exenta de teísmo político, Kerry osó afi rmar: “No quiero presumir de que Dios está de nuestro lado”, para a continuación decir, citan-do a Abraham Lincoln: “quiero rezar humildemente que noso-tros estemos de su lado”.

Los resultados electorales muestran que el 60% de los vo-tantes de Bush son cristianos practicantes que asisten a la igle-sia una vez por semana, frente al 39% de los votantes de Kerry. Un estudio reciente sobre reli-gión y política realizado por la Universidad de Akron revela que el 68% de los estadounidenses desea tener un presidente de fuertes convicciones religiosas y que el 63% está a gusto cuando oye a los candidatos hablar de su fe. Está claro que los criterios morales y religiosos, así como la lucha contra el terrorismo, han

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T E O L O G Í A

LA TEOLOGÍA POLÍTICA DE BUSH:UNA TEOLOGÍA DE LA MUERTE

JUAN JOSÉ TAMAYO

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primado sobre los criterios polí-ticos, económicos y sociales. Los votantes de Bush están entre quienes consideran más grave el terrorismo que el paro.

Pero no es oro todo lo que re-luce entre los evangélicos. Tam-bién hubo dentro de ellos críticas severas a Bush por su teología de la guerra que llamaba a los cris-tianos a sumarse a la cruzada contra los enemigos. Así, por ejemplo, Glen Stassen, profesor de Ética cristiana en el Seminario Teológico Fuller, el más grande de los seminarios evangélicos de los Estados Unidos, quien acusó a la retórica religiosa de Bush de confundir la causa del cristianis-mo con la causa de una nación en guerra. En octubre de 2004 dicho Seminario hizo pública la Declaración Confesando a Cristo en un mundo de violencia, en la que criticaba el mal uso de las Es-crituras Sagradas por Bush du-rante el discurso del primer ani-versario del 11–S. En concreto se refería al conocido texto de Isaías: “la luz resplandece en las tinieblas, y las tinieblas no preva-lecieron contra ellas”, identifi -cando a Estados Unidos con la luz y las tinieblas con el “Eje del Mal”, del que hablaré más ade-lante. Cristo, afi rma la declara-ción, no conoce fronteras; y los cristianos no pueden confi ar en la guerra. Ya en septiembre de 2002 un grupo de 40 profesores del Seminario Evangélico Fuller había fi rmado una carta contra la defensa de la guerra preventiva por parte de Bush.

Contra el humanismo secularDesde los orígenes del movi-miento fundamentalista, el principal objetivo de la derecha religiosa, aliada con la derecha

neoconservadora, era condenar el humanismo secular, ideología que, a su juicio, estaba a punto de destruir América, minando su fi bra moral. Con la expresión humanismo secular se refería al ateísmo, el evolucionismo, el materialismo, el antropocentris-mo, el amoralismo, el socialis-mo y el pacifi smo. El pastor bautista Jerry Falwell explicaba el avance del humanismo secu-lar en estos términos:

“Hasta hace treinta años, las escuelas públicas americanas servían como orien-tación y ayuda a nuestros niños y niñas. La Biblia se leía en todas las escuelas de la Nación. Pero la decadencia en nuestro sistema político sufrió una enorme fata-lidad cuando la Corte Suprema retiró de las clases la lectura de la Biblia. Nuestro sistema público está ahora perneado por el humanismo secular, que cree que cada hombre es su propio dios y que los valo-res son relativos. Bajo el presunto propó-sito de la educación sexual, los libros de texto están pervirtiendo las mentes de millones de estudiantes. Yo creo que la grandeza de América puede atribuirse al Gran Libro, así como a los buenos libros científi cos, literarios e históricos que nos han llevado a asimilar los hechos necesa-rios para construir una gran República bajo la tutela de Dios”.

La Mayoría Moral defendía los valores tradicionales del mo-do de vida americano, mostró su apoyo a la “Contra” de Nicara-gua y creó un lobby favorable al gobierno racista de Sur África, país visitado por Jerry Falwell. Entre las organizaciones consi-deradas pilares de este humanis-mo a combartir estaban los sin-dicatos obreros, las Naciones Unidas, la Liga de los derechos del Hombre y el movimiento feminista. En el plano económi-co-político hay una coinciden-cia entre ambas derechas, que viene a reforzar el programa de

los neo-conservadores actuales: enriquecimiento individual, re-ducción del papel de los gobier-nos, concretada en la reducción de impuestos y de ayudas socia-les; refuerzo del patriotismo y de la lucha contra el islam, con-siderada la religión más intole-rante y belicista de las tres reli-giones monoteístas.

Fundamentalismo norteamericano y ortodoxia judíaEn la política internacional los fundamentalistas cristianos con-ceden un papel fundamental a Israel. Ven en la restauración del Estado de Israel el signo de la inminencia del reino de Dios y de la llegada de Cristo para ins-taurar su reino de los mil años. La relación entre los fundamen-talistas cristianos norteamerica-nos y los ultraortodoxos judíos es muy estrecha. Los dos grupos han recuperado dos conceptos teólogos cuya traducción políti-ca resulta peligrosa: “Pueblo Elegido” y “Tierra Prometida”.

● Pueblo elegido. Dios ha elegido al pueblo judío para que cumpla los mandamientos divinos conte-nidos en la Torá y así se convierta en signo para todas las naciones de la tierra. En consecuencia, sólo posee plena legitimidad un Esta-do que se rige por la Torá. En consecuencia con este principio, los grupos citados creen necesario desecularizar las instituciones po-líticas y judiciales e introducir elementos teocráticos en el orde-namiento estatal. Se concede es-pecial relevancia a temas como la observancia del sábado, la disci-plina religiosa del matrimonio, el servicio militar para estudiantes de escuelas talmúdicas. La mayor

difi cultad radica en la elaboración de una Constitución, ya que se considera que la única Constitu-ción es la Torá, que ha de conver-tirse en fuente primaria de las le-yes del Estado.

● Tierra Prometida. En el plan-teamiento de los sionistas religio-sos, el retorno de los judíos a Is-rael forma parte del plan de re-dención del pueblo judío y, a través de él, de toda la humani-dad, por parte de Dios. Y esto sólo es posible con la ocupación de los territorios cuyos límites fi jó Dios desde el principio. “La totalidad de la posesión de la Tie-rra de Israel marca un avance en el proceso mesiánico”, escribe Alain Dieckhoff . Cualquier con-cesión en este avance supone un retroceso en la obra de la reden-ción del mundo, del que Dios haría responsable a Israel.

Los sectores minoritarios ul-traortodoxos se han integrado en el sistema político de Israel pero no por convicciones demo-cráticas, y menos aún por la de-fensa del Estado laico, sino con el objetivo de subordinar el Es-tado a la autoridad religiosa. Los sionistas religiosos defi enden la reunifi cación del pueblo de Is-rael con la Tierra de Israel como exigencia irrenunciable para que puedan observarse los manda-mientos divinos en su totalidad. Para unos y otros, Estado y de-recho tienen una fi nalidad reli-giosa, no política.

Fundamentalismos en racimoLas prácticas políticas de Bush son inequívocamente fundamen-talistas, o mejor, la suma de los distintos fundamentalismos per-fectamente armonizados y en ra-

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LA TEOLOGÍA POLÍTICA DE BUSH: UNA TEOLOGÍA DE LA MUERTE

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cimo: el religioso, el político, el económico y el cultural. El fun-damentalismo político se traduce en la religión del Imperio, pre-sentado como expresiones eufe-místicas como “imperio de la paz” “imperio de la libertad”, e incluso “imperio democrático”, pero siempre imperio especializa-do en derrocar gobiernos como en Irán y Guatemala, siendo pre-sidente Eisenhower, en Chile ba-jo Nixon en 1973, en guerras preventivas: contra Iraq en 1991, siendo presidente George H. W. Bush, contra Afganistán en 2002 y contra Iraq de nuevo en 2003, las dos últimas bajo la presiden-cia George W. Bush hijo, y en amenazas contra otros países co-mo Corea del Norte e Irán.

Siguiendo la mejor tradición de quienes le precedieron en el cargo, Bush se cree bendecido por Dios para realizar una misión histórica y tiene conciencia de estar dirigiendo el país del ‘Des-tino Manifi esto’, que el senador disidente Pettigrew defi nía críti-camente como “el grito del fuerte para justifi car su expolio del dé-bil”. No pocos fundamentalistas religiosos americanos lo conside-ran “el preferido de Dios”, sobre el que ha vuelto a posarse el Espí-ritu Santo en forma de paloma como sobre Jesús en el bautismo de Juan para declarar: “Éste es mi hijo amado, escuchadle”.

Bush defi ende también el fundamentalismo económico, es decir, la religión del mercado, encarnada en el FMI (Fondo Monetario Internacional), el BM (Banco Mundial) y la OMC (Organización Mundial del Co-mercio) y formulada paradigmá-ticamente en el “consenso de Washington”, cuya aplicación unívoca ha conducido derecha-mente a la ruina a muchos país del Tercer Mundo, especialmen-te a quienes han llevado a la práctica de manera más orto-doxa las recetas neoliberales. En alianza con el fundamentalismo económico camina el funda-mentalismo cultural, que de-fi ende la superioridad de la cul-tura norteamericana, quin-taesencia de la cultura occidental, que se pretende exportar al

mundo entero, eliminando las culturas indígenas del propio te-rritorio de los Estados Unidos y de América Latina por conside-rarlas subdesarrolladas.

Bush practica el fundamenta-lismo democrático que pretende imponer, incluso por la fuerza de las armas, su modelo de demo-cracia como único válido a todo el mundo, y que sofoca la liber-tad y la democracia, bajo su pro-pia invocación, cuando no sirven a sus intereses. Es éste el funda-mentalismo de una democracia que, como observa Juan Luis Cebrián en su obra El fundamen-talismo democrático1 Taurus, Madrid, 2003, “se aparta con peligrosa insistencia de los sen-deros de la duda, para revestirse de certezas cada vez más reso-nantes: mercado, globalización, competencia”, tres artículos del credo del fundamentalismo de-mocrático neoliberal.

Providencialismo, maniqueísmo y teísmo políticoCaracterística del fundamentalis-mo religioso es el providencialis-mo, rasgo de la personalidad re-ligiosa y política de Bush, quien se olvida de varios siglos de fi lo-sofía de la historia y retorna a una trasnochada teología provi-dencialista de la historia: Dios guía el destino de la humanidad y ésta no tiene que hacer más que dejarse llevar. “Los acontecimien-tos –afi rma– no son movidos por cambios ciegos ni por el azar sino por la mano de Dios justo y fi el”. Interpreta la libertad del ser hu-mano no en clave antropológica, sino trascendente. El discurso del Estado de la Nación de 28 de enero de 2003, dos meses antes de la invasión de Iraq, terminaba con estas palabras:

“La libertad que nosotros aprecia-mos no es el don de América al mundo, sino el don de Dios a la humanidad. Nosotros, los Americanos, confi amos en nosotros mismos… No pretendemos conocer todos los caminos de la provi-dencia. Sin embargo, podemos creer en

ellos poniendo nuestra confi anza en el Dios Amor que está detrás de toda vida, de toda historia. Que él nos guíe ahora. Y que Dios siga bendiciendo a los Esta-dos Unidos de América”.

La expresión “que Dios siga bendiciendo a los Estados Uni-dos de América”, tan habitual en el discurso de los políticos norte-americanos, tiene aquí todo el peso de la justifi cación, de la le-gitimación religiosa. América es la mediadora de la libertad entre Dios y la humanidad. En la cru-zada contra el Eje del Mal, Dios está de su lado. Su misión impe-rial es derecho divino.

Después del ataque a Iraq el Congreso de los Estados Unidos decidió por amplia mayoría que el 31 de marzo de 2003 sería un “día de humildad, de oración y de ayuno” para que Dios siga ayudando a América en la difícil y trascendental misión que le ha confi ado. Tony Blair ratifi caba la trascendencia de dicha misión en el discurso dirigido a los miembros del Congreso Estado-unidense en el que consideraba la guerra contra Iraq como una guerra justa: “El destino os ha colocado en este lugar en la his-toria, en este momento en el tiempo”. Es la ratifi cación del Destino Manifi esto, en el que creen no pocos norteamericanos desde el momento de su funda-ción. En nombre de la obedien-cia a la ley moral, Bush lleva a los norteamericanos a rechazar los valores que ellos tienen por sa-grados: igualdad, libertad, de-mocracia, para dar paso al valor supremo, que es la voluntad de Dios. En la medida en que estos ideales pueden constituir un obstáculo a la misión que Dios ha confi ado a los Estados Unidos de ser faro y guía para otras na-ciones pierden su primacía.

El providencialismo desembo-ca derechamente en el teísmo po-lítico (más propio de sistemas teocráticos que democráticos), que consiste en la implicación de Dios en la vida pública como le-gitimación de la misma y de los dirigentes políticos. “No sería go-bernador –aseveraba Bush en su etapa de gobernante tejano– si

no creyera en la existencia de un plan divino que reemplaza todo plan humano”. Preguntado, sien-do ya presidente, por un perio-dista en una rueda de prensa si consultaba con su padre las gran-des decisiones, respondió que sólo lo hacía con su Padre del cie-lo. A ello va unida la manipula-ción de la oración con fi nes polí-ticos, una de sus prácticas prefe-ridas, que seguía también el Secretario de Justicia Ashcroft durante el anterior mandato, quien cada mañana comenzaba su actividad rezando y leyendo la Biblia con sus colaboradores

El discurso y la actividad po-lítica de Bush se caracterizan por el maniqueísmo con tonos apo-calípticos y espíritu de venganza, que desemboca en violencia e incluso en terrorismo de Estado. Bush aparece como uno de los más puros herederos de la vieja teoría maniquea que establecía una división rígida en la reali-dad, en toda realidad: el Mal Absoluto y el Bien Absoluto. Maniqueísmo inconsciente en la mentalidad norteamericana e irracional en Bush. Esta doctri-na, que predica la intolerancia, la negación de la libertad y el dualismo, se remonta al siglo iv antes de la Era Común y es in-compatible con el Dios de la Biblia en que dice basarse. No se entiende fácilmente que pueda ser defendida por un político como Bush que alardea de cris-tiano ferviente.

La mejor traducción de este maniqueísmo es su teoría del Eje del Bien y del Eje del Mal, repe-tida insistentemente y cada vez de manera políticamente más simplista. Coloca del lado del Eje del mal a tres países: Irán, república islámica; Iraq, pobla-ción de mayoría musulmana, y Corea del Norte, que tiene régi-men comunista. Y todo ello para justifi car su particular cruzada contra la civilización islámica y contra el comunismo ateo. Co-mo observa el teólogo y biblista norteamericano Juan Stam, rec-tor de la Universidad Evangélica de las Américas en San José de Costa Rica, la expresión inglesa axis of evil posee connotaciones

1 Juan Luis Cebrián, El fundamen-talismo democrático, Taurus, Madrid, 2003.

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JUAN JOSÉ TAMAYO

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diferentes a la del castellano “eje del mal”. Axis aquí recuerda ma-yormente a Hitler y a los nazis. Evil es un término con una carga teológica y moral muy negativa, y hace referencia a algo siniestro, incluso diabólico.

El país que mejor representa el Eje del Bien, como no podía ser de otra manera, es Estados Unidos. De ahí su legitimidad “manifi esta” para luchar contra el mal. Así lo reconocía Bush en una conferencia de prensa el 15 de octubre de 2001 con una simpleza rayana en la estupidez, si no fuera por el cinismo que esconde:

“Me confunde ver que hay tanto malentendido de lo que es nuestro país, y que la gente nos pueda odiar… Simplemente no puedo creerlo, por que yo sé cuán buenos somos. Tene-mos que hacer un mejor trabajo al re-presentar a nuestro país ante el mundo. Tenemos que explicar a la gente de Oriente Medio, por ejemplo, que es contra el mal contra el que estamos lu-chando, no contra ellos”.

Ni siquiera se le ocurre pen-sar que el eje del mal puede pa-sar por Estados Unidos y menos aún, como señala Ignacio Ra-monet, que el eje del mal esté constituido por el FMI, el BM y la OMC. En la lucha entre ambos ejes hay que tomar pos-tura: no vale la neutralidad o la indiferencia, que se consideran complicidad con el enemigo y agresión contra el Imperio. Y para exigir esa toma de postura, Bush se apropia de las palabras de Cristo y usurpa su personali-dad cuando afi rma: “Quien no está conmigo, está contra mí”.

Prioridad de lo militar y teología de la seguridadEste razonamiento dinamita lo político como mediación, eli-mina toda posibilidad de nego-ciación y torna prioritario lo militar, que se sitúa por encima de lo político. En el discurso del Estado de la nación de enero de 2002 afi rmó: “No habrá lugar para malos entendidos. El com-promiso más básico de nuestro gobierno será la seguridad de nuestro país… Nuestra primera prioridad es lo militar”.

El maniqueísmo bushiano es inseparable de la venganza. El primer nombre dado a la opera-ción militar contra Afganistán como respuesta a los atentados del 11-S, fue “Justicia Infi nita”, nombre que posee innegables connotaciones religiosas, y no precisamente pacifi cadoras. Al aplicar a dicha operación el ad-jetivo “Infi nita”, que las religio-nes sólo aplican a Dios, se la estaba revistiendo de un aura sacral y divina. Y ello remite de-rechamente a desmesura en el castigo y la venganza, tan fre-cuente en el comportamiento de los dioses. La expresión “Jus-ticia Infi nita” comporta la pues-ta en práctica de la ley del talión con el consiguiente retroceso en la conciencia ética de la huma-nidad. El confl icto se convierte así en “guerra santa”, como la guerra del Golfo Pérsico desen-cadenada diez años antes por Bush padre, entrando así en lo que el antropólogo René Girard llama “violencia de lo sagrado”. A la vista de los resultados, de-vastación de Afganistán, la Jus-ticia Infi nita desembocó en una Injusticia Sin Fin.

En el “sermón” pronunciado por Bush durante el memorial celebrado en la Catedral Nacio-nal de Washington tres días des-pués del atentado contra las Torres Gemelas, afi rmó amena-zante: “Esta nación es pacífi ca, pero feroz cuando se la provoca a la ira”. Es uno de los nuevos cruzados del siglo xxi, junto con Blair y Aznar, a quienes di-rigí mi “Carta abierta de un teólogo a los nuevos cruzados del siglo xxi”, Diario de Guada-lajara. Esta interpretación des-emboca en una política de segu-ridad con un fuerte componen-te militarista, que Bush justifi ca en la llamada “guerra contra el terrorismo” y en la protección de la vida de los estadouniden-ses tanto dentro del territorio nacional como en el exterior, aunque ello lleve a considerar delincuente o cómplice del te-rrorismo a cualquier ciudadano. Es la política desarrollada en el documento Estrategia de la Se-guridad Nacional, publicado por

la Casa Blanca en septiembre de 2002, donde se hace pública la nueva doctrina de la “guerra preventiva”:

“Desde hace tiempo los Estados Unidos son favorables a una reacción anticipada cuando se trata de respon-der a una amenaza velando por la segu-ridad nacional… Para impedir o preve-nir que tales actos sean perpetrados, los Estados

Unidos se reservan la posibilidad de actuar anticipadamente”.

Política ésta que, a la postre, tiene su base en una teología de las seguridad, que en realidad es una teología necrófi la, de la muerte. “Vamos a exportar la muerte y la violencia a los cua-tro rincones del planeta para defender nuestra gran nación”, dijo en otra ocasión. La defensa de la gran nación justifi ca la ex-tensión de la violencia y de la muerte por todo el mundo, sin parar mientes en la población civil, que actualmente está su-friendo las consecuencias de las agresiones militares estadouni-denses en Iraq y Afganistán. Dentro de la lógica de su teolo-gía necrófi la de la seguridad está su defensa de la pena de muerte con la ejecución de 152 perso-nas durante su mandato como gobernador de Texas. Es posi-ble, no lo sé, que esas penas de muerte fueron fi rmadas delante del crucifi jo; lo que supondría la legitimación de su modo de actuar necrófi lo por parte del Crucifi cado. Manuel Vázquez Montalbán resumía así la alian-za entre la teología de la seguri-dad y la teología neoliberal en un excelente artículo publicado en este mismo diario el 8 de abril de 2002 bajo el título “Im-perialismo”:

“Si prospera la lógica neoimperial, el valor de lo política, económica y estra-tégicamente correcto, quedaría por en-cima de los presupuestos benefi ciantes del liberalismo. La Teología Neoliberal, revelada por un Dios a Hayek en la cumbre de Monte Peregrino, se supedi-taría a la Teología de la Seguridad, reve-lada a Ariel Sharon en el Sinaí. Proba-

blemente se trataba del mismo Dios. Ese Dios especializado en aparecerse en montañas sagradas para anunciar los cambios de horarios éticos y las rebajas de los derechos humanos, gran liquida-ción, fi n de temporada”.

Dios, “la palabra más vilipendiada”Ante el uso y abuso del nombre de Dios por parte de Bush para justifi car sus comportamientos personales y sus acciones bélicas, habría que recordar un texto del fi lósofo Martin Buber, que tiene hoy tanta vigencia, o más, que cuando lo escribió:

“Dios es la palabra más vilipendiada de todas las palabras humanas. Ningu-na ha sido tan mancillada, tan mutila-da... Las generaciones humanas han hecho rodar sobre ella el peso de su vida angustiada, y la han oprimido contra el suelo. Yace en el polvo y sostiene el peso de todas ellas. Las generaciones huma-nas, con sus partidismos religiosos, han desgarrado esta palabra. Han matado y se han dejado matar por ella. Esta pala-bra lleva sus huellas dactilares y su san-gre... Los hombres dibujan un monigo-te y escriben debajo la palabra ‘Dios’. Se asesinan unos a otros, y dicen: ‘lo hacemos en nombre de Dios’... Debe-mos respetar a los que prohíben esta palabra, porque se rebelan contra la in-justicia y los excesos que con tanta faci-lidad se cometen con una supuesta au-torización de ‘Dios’ ¡Qué bien se com-prende que muchos propongan callar, durante algún tiempo, acerca de las ‘úl-timas cosas’ para redimir esas palabras de las que tanto se ha abusado”2.

Ése es también el camino que yo he elegido: no utilizar apenas la palabra de Dios por miedo a hacerlo en vano o a justifi car en su nombre las guerras del Impe-rio o del Fundamentalismo Te-rrorista. Prefi ero ser acusado de teólogo “ateo”, como se acusaba los cristianos primitivos por ne-garse a adorar al Emperador, que ser señalado como teólogo “idó-latra”, por adorar al nuevo Em-perador Bush. ■

Juan José Tamayo es director de la Cátedra de Teología y Ciencias de las Religiones, “Ignacio Ellacuría” (Univer-sidad Carlos III, Madrid). Autor de Fun-damentalismos y diálogo entre religiones.

2 Martin Baber, Werke I, Munich-Heidelberg 1962, págs. 509 y ss.

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La historia y su (in)validez para la vidaIgnoro el estado del saber histó-rico entre los habitantes de la Unión Europea actual, pero sos-pecho que gran parte de las refe-rencias ancestrales, de los mitos, las leyendas, los hechos heroicos o batallas épicas que llenaron mi imaginación infantil y juvenil habrán desaparecido de la con-ciencia olvidadiza del ciudadano medio del Viejo Mundo. La educación que fue normal y obligatoria para mi generación, a pesar de pertenecer a un país en las márgenes de todos los im-perios contemporáneos, no pasó por alto las grandes gestas de la civilización griega y romana, los vericuetos teológicos de la Edad Media, las oscuridades inquisi-toriales o los tumultos revolu-cionarios de la Revolución Fran-cesa. Por ello nombres como el de Pericles o Julio César, san Agustín o Robespierre forman aún parte de mi trasfondo cultu-ral humanista, aquel que supo-nía que la educación histórica era parte integral del cultivo es-piritual del futuro ciudadano de las patrias modernas. Ignoro también si esta noción humanís-tica de la educación histórica tiene aún validez alguna para las políticas educativas europeas, pero si he de deducir por los he-chos debo concluir que antes que la memoria histórica y sus lecciones se fomenta, querién-dolo o no, una memoria trivial y simplista; o, si se quiere, un olvi-do funcional y tecnológico, que resulta ulteriormente en el mue-lle estado de conciencia aletarga-da que parece haberse converti-do en la segunda naturaleza del ciudadano moderno de los paí-ses industrializados.

Sabemos que los seres huma-nos suelen defi nirse por contra-rios reales o imaginarios y el eu-ropeo no se inhibe de hacer bur-la de la ignorancia cultural de los americanos, implicando al mismo tiempo, por supuesto, la propia sofisticación y cultura. Esto puede haber sido cierto hasta hace una generación o dos. Pero pregúntese a cualquiera por la calles de la vieja Europa si sa-be decir algo más o menos sus-tancioso de Pericles o de We-llington, por lanzar dos nombres al azar, y verá tal vez atemperada su burla antiamericana por los balbuceos de su improvisado in-terlocutor. Y pregúntesele tam-bién por Srebrenica, episodio re-ciente de la historia europea, y me atrevo a predecir que no po-cos europeos –nunca tan masi-vamente educados, alimentados, consentidos y liberados– debe-rán confesar que no sabe de qué le está hablando usted.

Y quizá sea mejor así, pues a nadie le gusta vivir bajo el peso de la vergüenza; y tampoco está del todo claro que las circuns-tancias sociales de la actualidad demanden del individuo cono-cimiento histórico alguno, ni si-quiera de lo reciente. Uno pue-de, a fin de cuentas, trabajar duro, pagar sus impuestos, criar a sus hijos y enviarlos a la uni-versidad, votar disciplinada-mente a la socialdemocracia o a algún partido conservador y ser miembro de una organización de voluntarios –ser, en suma, un buen ciudadano– y no saber nada de Pericles o del general Mladic. Pero algo en mí se nie-ga a aceptar que esto último sea del todo verdad. Explicarme es-te sentimiento es el origen de estas líneas.

Leónidas y sus trescientosUno de los episodios históricos que debimos estudiar cuando fuimos adolescentes y que más impacto hicieron en mi impre-sionable espíritu fue aquel de Leónidas y sus trescientos en la guerra contra los persas. Los detalles han pasado al olvido y hoy sé que la historia es tam-bién imaginación y leyenda, pe-ro la línea principal del episo-dio ha permanecido en mi me-moria, como arquetipo ético, si se quiere, como referencia mítica a la que acudir para dar orden al confuso mundo de los quehaceres humanos. Leónidas fue, me dicen mis vagos recuer-dos, un guerrero espartano, que decidió defender a su tierra y a su gente plantándole cara al po-deroso Ejército persa en el paso de las Termópilas, con la ayuda de sólo trescientos hombres va-lerosos. La geografía les ayudó, pues el paso aquel sólo permitía a pocos hombres a la vez en-frentarse en combate directo, y los guerreros griegos estaban mejor preparados para este tipo de lucha. Leónidas y sus tres-cientos sabían que las circuns-tancias estaban en su contra, que pretender derrotar a miles de persas sería imposible, que al fi nal quizá perecerían de todas formas. Pero no les importó, pues su deber era defender aquello que entendían como Grecia, como su patria. Es en estas circunstancias cuando al-guien en el bando de Leónidas hace un comentario sobre el poderío de los persas, sobre la abundancia de sus fl echas, que al lanzarlas serían tantas que ta-parían el sol meridional de esa tierra abrasada. “Mejor así”, responde si no recuerdo mal

otro griego, “de ese modo pe-learemos a la sombra”.

Sé que las cosas pueden no haber ocurri do de este modo, que los hombres tendemos a la leyenda y la exageración, que eran tiempos brutales y que tal vez Leónidas no hubiera duda-do un segundo en cortarle la garganta a cualquier persa ino-cente o a otro griego en otra guerra. Quiero creer, sin embar-go, con la convicción que dan la necesidad de modelos y la in-tuición de las virtudes, que a aquellos hombres los movió a pelear también el pensar en el destino que les esperaría a sus familias y conciudadanos de ser derrotados; el pensar en la ver-güenza de volver sanos y salvos sin haber hecho el esfuerzo de defender a los suyos; el pensar en la libertad perdida, una liber-tad concreta y real, enmarcada por la esclavitud que acaecería sobre sus pueblos de ser subyu-gados por los persas. Mi recuer-do quiere incluso, tendenciosa-mente, que la lealtad patriótica o étnica hayan pesado menos que la dignidad personal y el valor para esos hombres a la ho-ra de pelear a la sombra de las fl echas persas, en el estrecho pa-so de las Termópilas, bajo el cie-lo iluminado de la Grecia míti-ca. Mi memoria imagina –si se me permite imaginar un recuer-do– que esos hombres fueron ejemplares de aquello tan des-prestigiado en estos días, héroes arquetípicos, capaces de sacrifi -car su vida por aquello que es superior a la misma, por la vir-tud, por su deber sagrado como hombres, por la libertad y la verdad. Leónidas y sus trescien-tos murieron al fi nal en defensa de Grecia, y fueron traicionados

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P O L Í T I C A I N T E R N A C I O N A L

SREBRENICA Y LA VERGÜENZAIn memoriam

FRANS VAN DEN BROEK

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por algún lugareño que indicó a los persas la existencia de un pa-so secreto en las montañas que les permitió aparecer por la re-taguardia de Leónidas y aniqui-larlos. Éste también es un ar-quetipo en mi memoria: el de la traición sin nombre, el del inte-rés personal y la codicia, el de la cobardía. Y todas estas imágenes adolescentes acudieron sin re-medio a mi conciencia al ente-rarme día a día, al averiguar mes a mes, lo que sucedió en aque-llos calurosos días de comienzos de julio de 1995 en el supuesto enclave seguro de Srebrenica.

Pero no debe el lector pensar que intento una apología retró-grada de una ética del valor y el heroísmo, apropiada perversa-mente por ideologías fascistas y nacionalistas, por las que profe-so un natural desprecio. Mi edu-cación humanista no sólo llenó mi mente de hechos heroicos y leyendas épicas sino del arduo y gradual trabajo realizado por la humanidad en nombre de la li-bertad individual y la cultura democrática, el cual no dejó ni deja de tener, por supuesto, sus héroes y sus mártires, pero que ocurre las mayor parte de las ve-ces en la anonimidad y la oscu-ridad, en la simpleza de la vida cotidiana, en la tenacidad de los individuos que mantuvieron y mantienen el espíritu crítico a pesar de todos los pesares; críti-co también, y sobre todo, contra quienes acudieron y acuden a mitos y leyendas para utilizarlos en aras del poder totalitario y de empresas desaforadas. Tragedias como la de Srebenica, sin em-bargo, nos recuerdan que la his-toria no es inútil, que hay ense-ñanza en la memoria de los va-lores pasados y que la cultura

democrática moderna y el espí-ritu liberal no son suficientes para guiar todos nuestros actos y que aún necesitamos de arqueti-pos éticos para enrumbar con propiedad nuestras existencias; escogidos libremente, eso sí, en una sociedad abierta que permi-te la circulación de las ideas y la crítica constante.

Porque si bien no pretendo una apología del heroísmo, en-terarme de lo que pasó en Sre-brenica me hizo anhelar, con intensidad que no experimenta-ba desde niño, que fuera verdad todo aquello que aprendí de la historia y la leyenda; más ver-dad en todo caso de lo que aho-ra soy capaz de creer, verdad to-do aquello de que los hombres somos capaces de valor y sacrifi -cio y que ésta debe ser una me-dida de nuestra conducta. Por-que lo que ocurrió aquel verano en aquel lugar –como en tantos otros lugares y en tantos otros veranos, me temo– me hizo querer que Leónidas hubiera es-tado en Srebrenica, y se hubiera enfrentado a la bestia –que aún anda libre por allí– del general Mladic y sus huestes, y hubiera podido evitar la peor masacre en suelo europeo desde el fi n de la Segunda Guerra Mundial.

Los hechosLa literatura sobre Srebrenica no ha dejado de aumentar des-de el año 1995 y el lector podrá con facilidad comprobarlo utili-zando un buscador de Internet cualquiera. ¿Qué hubiera apare-cido como resultado de una búsqueda de no haber pasado lo que pasó aquel julio fatal de 1995? Unas cuantas páginas tan sólo, me imagino, y no las cien-tos de miles que aparecen ahora. Al pequeño pueblo de Srebreni-ca no lo conocería casi nadie en Europa, salvo sus habitantes, al-gunos turistas y algún que otro curioso. Hoy es una mancha en la conciencia europea que no han podido lavar aún los res-ponsables directos o indirectos de la tragedia. A lo que no ayu-da, por cierto, el que a pesar de tantos estudios la ignorancia so-bre esta tragedia sea más bien la norma que la excepción entre la población europea en general. Muchos detalles de lo que ocu-rrió son aún materia de contro-versia, pero lo principal se sabe, y no debería olvidarse. Quien esté interesado en una recons-trucción de los hechos puede acudir a más de un libro o do-cumento. Le advierto, eso sí, que corre el peligro de perder el

perfi l del bosque –que es lo que ahora nos interesa– por ahogar-se en la maraña de las hojas. Es-to es particularmente cierto en el caso de los documentos ofi -ciales elaborados por los gobier-nos o sus comisionados, de los que hay miles de páginas. Na-die, repito, tendría que ocuparse innecesariamente de estos labe-rintos verbales, salvo por maso-quismo o especialismo (desvia-ciones psíquicas, vale decirlo, que no pocas veces suelen ir juntas). Pues lo que no encon-trará allí es quizá lo más impor-tante y lo que quiero comentar en esta peregrina conmemora-ción. Puede usted leer cientos y cientos de páginas, y arribar a sesudas y cuidadosas conclusio-nes, sin que se mencionen ni una vez palabras como valentía, cobardía o estupidez. Y sólo en-contrará responsabilidades di-luidas, salvo las más evidentes, como la del general Mladic. Pe-ro lo principal se sabe y está ahí, desafi ándonos, esperando ser re-cordado para aprender de ello, si es que a la naturaleza humana le es dado aprender de atrocida-des como ésta.

Srebrenica, se sabe, era un enclave seguro (safe haven, en el eufemístico argot diplomático), al que habían huido miles de bosnios durante la cruenta pe-núltima guerra de los Balcanes (la última, recuérdese, fue la de Kosovo, de momento). Este en-clave estaba bajo protección de las Naciones Unidas, y había allí estacionados unos 400 soldados holandeses de las Fuerzas de Protección de las Naciones Uni-das (UNPROFOR). Unos años antes de los hechos trágicos, un general francés con mando en la zona, en un gesto dramático ha-

General Mladic

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bía quebrantado los acuerdos diplomáticos y militares de aquel momento y se había aven-turado hasta Srebrenica para in-tentar salvar a los refugiados allí reunidos. En un acto que capta-ron las cámaras les había dicho que desde aquel momento esta-ban bajo protección de las Na-ciones Unidas, para alivio de los bosnios y entre vítores de felici-dad. Había nacido, pues, el en-clave seguro de Srebrenica. Este general, por cierto, fue acogido por sus jefes directos con dureza y sacado del comando operativo en aquella zona. En otras pala-bras, su quebrantamiento de las órdenes le valió el puesto, pero salvó las vidas de muchos refu-giados, incluso llevándolos per-sonalmente, con riesgo propio, ocultos en vehículos de las Na-ciones Unidas. Una de las con-secuencias de sus actos fue que los refugiados de Srebrenica le creyeron y asumieron que esta-ban realmente bajo la protec-ción de las Naciones Unidas. Este pacto de confi anza es im-portante, porque ambos, el pro-tector y el protegido, estaban vinculados no sólo formal sino también moralmente a los ojos del mundo y de los propios in-teresados.

La situación en Srebrenica era, sin embargo, terrible. Miles de refugiados se hacinaban don-de podían y escaseaban los ali-mentos. La guerra podía haber-se detenido en las fronteras del enclave para los refugiados; pe-ro, violando el acuerdo, es pre-ciso decirlo, la guerrilla bosnio-musulmana de Naser Oric utili-zaba el enclave como base de sus operaciones en territorio ser-bio-bosnio. Algunos reportajes indican que estas operaciones compitieron en ocasiones en crueldad y ensañamiento con las de los serbios. Se habla de pueblos aniquilados, de civiles masacrados, de venganza, en su-ma, pues la capacidad militar de los musulmanes bosnios no les permitía avanzar a causa de la guerra en ningún sentido dis-cernible. Su permanencia en Srebrenica se justificaba por motivos de defensa, algo razo-

nable, dada la experiencia pasa-da, pero está claro que se abusó del acuerdo que permitió al en-clave adquirir existencia en pri-mera instancia. Los holandeses trataron varias veces de contener estos actos, pues al menos sos-pechaban de su existencia, pero fue en vano. Los musulmanes bosnios recibían armas oculta-mente cuando se podía y se ne-gaban a entregar las suyas. Co-mo fuera, la relación de los ho-landeses con los musulmanes fue casi siempre tensa, aunque formalmente más o menos or-ganizada.

Desde el inicio de la misión estuvo claro para varios ofi ciales del contingente holandés que los habían mandado a lo que después, no pocas veces sólo para justifi carse, se acostumbra-ron a llamar “misión imposi-ble”. En cierto sentido lo era. Si algún día al Ejército serbio-bos-nio se le ocurriera atacar, como al fi nal acabó haciendo, dicho contingente no tendría ninguna posibilidad de defender el en-clave militarmente. ¿Por qué los mandaron allí, entonces? Res-ponder a esta pregunta supone responder a la más general del por qué la ONU se empeña en enviar tropas cuyo poder de ac-tuación está seriamente limita-do a lugares donde existe una buena probabilidad de que se vean involucradas en acciones armadas; o, peor aún, donde el que se vean obligadas a actuar militarmente es hasta moral-mente necesario, y no es éste el lugar para ello. La más simple y tautológica respuesta sería decir que el Gobierno holandés se ofreció a enviar un contingente y Naciones Unidas aceptó este ofrecimiento. Para Holanda ha sido siempre una cuestión de prestigio, me imagino, enviar estas misiones a países con pro-blemas, como ahora mismo tie-ne hombre s en I r ak y Afganistán. Siendo el país in-signifi cante que es, militarmen-te hablando, y siempre dispues-to a alinearse con las causas que dan prestigio internacional, el Gobierno habrá pensado, con ceguera política e inteligencia

militar nula, que le convenía asistir a Yugoslavia para no per-der el tren de las Naciones Uni-das y la OTAN. A fi n de cuen-tas, si no hubieran ido ellos, otro país hubiera tomado ese puesto; y en ese sentido da igual que en Srebrenica se esta-cionaran los holandeses o los daneses o los afganos. Pero, ¿da completamente igual? No lo creo del todo, como se verá más adelante.

Los holandeses se limitaron, básicamente, a observar lo que pasaba y a asistir a la población en lo que pudieran. Su sola pre-sencia disuadiría cualquier in-tento de abuso de los acuerdos por parte de los serbios, pensa-ban, pues la guerra mediática era tan importante como la mi-litar, y las repercusiones interna-cionales más rápidas. Distancias culturales entre holandeses y bosnios fueron, no obstante, in-evitables, y no pocas veces lleva-ron a problemas. Podrán ambos ser europeos, pero nadie que sea lo sufi cientemente honesto po-dría negar ahora que los holan-deses se consideraban más euro-peos que los musulmanes de Bosnia, y que ninguna lealtad mayor que el deber abstracto los ataba a ese lugar y a esas gentes. Muchos soldados se pregunta-rían antes y después de los he-chos trágicos qué diablos hacían en ese lugar perdido del conti-nente europeo y por qué ha-brían de morir por una causa que ni comprendían ni conside-raban la suya. Los ideales abs-tractos de los derechos humanos o la paz mundial son, lo sabe-mos, poco aptos para despertar pasiones en nadie. Y entonces cumplían su labor con la efi ca-cia nórdica y el desapego buro-crático que se les conoce. Hasta aquellos primeros días de julio.

Hacia los días 6 y 7 de julio se constataron movimientos de tropas serbio-bosnias fuera del enclave. Más tarde entraron tropas al enclave, por la parte Sur. Intrigados por la razón, la UNPROFOR especuló que querrían asegurar la carretera que pasaba por el sur del encla-ve para así controlar mejor el

terreno, pero que no se atreve-rían a atacar más allá por temor a las represalias internacionales. Esta especulación resultó ser errada, pues Mladic, el general serbio-bosnio, no sólo quería controlar la carretera, sino que había decidido tomar todo el enclave. Los UNPROFOR si-guieron observando e intenta-ron movilizar a sus jefes en Zagreb o en las Naciones Uni-das para hacer algo, pero no sirvió de mucho. Entretanto, un holandés había muerto, no por fuego serbio, sino por una granada musulmana arrojada por un habitante del lugar al ver que la tanqueta holandesa de un puesto de vigilancia se retiraba en lugar de quedarse en su puesto y resistir a los ser-bios. Ésta fue desde el comien-zo de esta tragedia hasta el fi nal la percepción de los musulma-nes: los holandeses los estaban abandonando a su suerte. Uno tras otro fueron cayendo los puestos de vigilancia, no en ba-talla, sino por intimidación de los serbios o retirada estratégica de los UNPROFOR. En un momento determinado hubo un intento holandés de detener a los serbios, armando una es-pecie de barricada con tanque-tas, aunque aún sin el más mí-nimo recurso al fuego directo. Fue, sin embargo, inútil y de-masiado tarde. También tuvie-ron que retirarse dejando el pueblo de Srebrenica a la mer-ced de Mladic.

Los musulmanes intentaron, ellos sí, defenderse, pero era una batalla perdida de antemano, como un gato queriendo estran-gular a un elefante. El poderío militar serbio era muy superior y los bosnios apenas tenían mu-niciones o armas en aquel mo-mento; y, para colmo de males, su admirado y respetado líder –el peculiar Naser Oric, un gue-rrero al parecer temible, con co-raje y de pocos escrúpulos– no se encontraba en el enclave, sino en territorio bosnio musulmán, llamado, se dice, por sus supe-riores. ¿Y las Naciones Unidas, la OTAN misma? La historia de su actuación es una sarta de es-

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tupideces sin cuento, de proba-ble mezquindad personal, hasta de absurdo. Después de múlti-ples requisitorias, se ordenaron ataques aéreos, que llegaron mal y tarde. En una ocasión el ata-que no pudo llevarse a cabo, pues una de las peticiones escri-tas no formulaba correctamente el tipo de ataque que se reque-ría, así que había que llenar de nuevo otro formulario con la correcta petición, lo que costó tiempo valioso. Una frase y un formulario pueden haber costa-do la vida a miles. El general francés Janvier, conocido por el tiempo considerable que le to-maba el asumir cualquier deci-sión, bloqueó más de una vez una respuesta militar por razo-nes que sólo él acabaría cono-ciendo: que no había que preci-pitarse para no provocar a los serbios, que sería inútil, que el enclave se perdería de todos modos, que mucho riesgo para los propios soldados, y un ma-remágnum de razones de las que uno no acaba de enterarse leyendo el ingente material dis-ponible, lectura tras la cual se acaba con la sensación de que todas estas razones no fueron si-no pretextos que utilizó la inde-cisión, la flaqueza, el espíritu burocrático o la simple pereza, para sabe Dios satisfacer qué motivaciones.

La ciudad de Srebrenica esta-ba perdida el día 11 de julio de 1995. Los refugiados entonces huyeron por donde pudieron, por el monte algunos, en busca de territorio bosnio musulmán –muriendo muchos en el inten-to durante la cacería serbia que tuvo lugar los días siguientes–, y la mayoría en dirección a Poto-cari, un par de kilómetros al norte de Srebrenica, donde se encontraba el puesto principal de UNPROFOR, pensando in-genuamente que las Naciones Unidas les protegería de los ser-bios. Las fotos de esta marcha parecen sacadas de cualquier li-bro de la Segunda Guerra Mun-dial o de la Guerra Civil es-pañola: una columna larga de seres aturdidos por el pánico, desarra pados, sucios, exhaustos.

Viejos llevados en carromatos, incapaces de caminar; niños so-bre los hombros de sus padres, o de la mano de sus madres, con los ojos serios como nunca e irreconocibles; todo adulto hombre cargando lo que pudie-ra haberse llevado y pensando en que su muerte sería segura de caer en manos de los serbios. Antes de que pudieran evitarlo el puesto de las Naciones Uni-das se llenaría de miles de refu-giados y otros miles tendrían que esperar afuera, implorando la ayuda de los holandeses, in-ciertos sobre su próximo desti-no. La televisión serbia muestra entretanto a un Mladic exultan-te, disfrutando de la relativa-mente fácil toma de Srebrenica, instando a sus tropas a prose-guir hasta Potocari, en busca de los bosnios musulmanes y en especial de los guerreros de Oric, a quien odiaba con ardor.

El pánico se apoderó de to-dos, los holandeses incluidos, menos de los serbios, quienes fi nalmente llegaron a Potocari y se hicieron cargo de la situa-ción. A su merced, decenas de miles de refugiados, y sólo las fuerzas de UNPROFOR para impedirles cometer crímenes contra la humanidad. Pero el destino, que tiene muchos nombres, no quiso que esto se pudiera impedir. Antes bien, al contrario, pues Mladic empezó en cierto momento a separar a los refugiados en mujeres, niños y ancianos incapaces de pelear en un grupo y todo hombre re-clutable en el otro, y los holan-deses hasta colaboraron directa o indirectamente en la separa-ción, como han demostrado in-cluso los informes más parciales a su favor. Podría aducirse que no sabían qué les esperaba a aquellos hombres, que pensa-ban que serían llevados a cam-pos de trabajo o utilizados para intercambio de prisioneros, o lo que fuera, si no fuese porque varios soldados y ofi ciales de la UNPROFOR habían ya tenido oportunidad de apreciar sin du-da alguna el talante criminal de los serbios antes y durante la se-paración de los refugiados. No

sólo habían visto cadáveres a todas luces asesinados sumaria-mente (hubo incluso un militar holandés que tomó unas fotos de cadáveres, fotos que, extra-ñamente, se estropearon duran-te el proceso de revelado, al pa-recer por un error involuntario en el laboratorio del Ministerio de Defensa), sino escuchado los disparos, oído los gritos, visto a gente desaparecer. Nadie en su sano juicio hubiera apostado una moneda por la vida de aquellos pobres hombres y jó-venes musulmanes a los que Mladic se llevó en cuanto trans-porte pudo a lugares de ejecu-ción y enterramiento. Sin em-bargo, Naciones Unidas no pu-do o no quiso hacer nada, salvo preocuparse de la seguridad de sus hombres, y hasta cooperó indirectamente en su desapari-ción. Hay incluso papeles ofi -ciales que demuestran más inte-rés por el costoso material que no debería dejarse atrás al reti-rarse las tropas que por el desti-no de aquellos refugiados. Hay casos flagrantes de voluntad torcida, como la que tuvo que padecer el traductor ofi cial de los holandeses en el puesto, quien pidió, rogó encarecida-mente al ofi cial pertinente que accediera a llevarse a su herma-no con ellos, si fuera necesario escondido en el automóvil en el que viajarían, porque de que-darse moriría a manos de los serbios. El ofi cial encargado se negó, no quiso traspasar la línea estipulada ni arriesgarse a mo-lestar a los serbios; y el herma-no del traductor sigue desapare-cido hasta ahora, yaciendo quién sabe en qué fosa común de la nueva república de Srpska. Al final, Mladic hizo lo que quiso, como lo captó tenden-ciosamente la televisión serbia.

En unas imágenes que han quedado grabadas en mi memo-ria de modo indeleble y que to-davía me hacen sentir vergüenza ajena, se ve al generalote Mladic inquiriendo a gritos a un ofi cial holandés, de cuyo nombre me-jor olvidarse, sobre por qué ha-bía ordenado ataques aéreos so-bre sus tropas; y se ve a este ofi -

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cial balbuciendo unas respuestas mecánicas y evasivas, como un gatito asustado. Se les ve brin-dar juntos por la victoria serbia; y más tarde, cuando era claro que al menos los UNPROFOR se salvarían y ya se había consu-mado la separación y evacua-ción de los refugiados, se ve a este mismo ofi cial riendo al re-cibir un regalito de Mladic, pre-guntándole con gracia si era pa-ra su mujer o para él, y se ve a Mladic seguir la broma, como viejos camaradas. Este oficial, lejos de alejarse de la publicidad para siempre, como hubiera te-nido que hacer, se dio el lujo de enfrentarse a la prensa en esos días para explicarles muy sa-biondo que el mundo no podía dividirse en “good guys and bad guys”, aludiendo quizá a las atrocidades cometidas por am-bos bandos, y justo en momen-tos en que los serbios estarían ocupados enterrando a los mu-sulmanes asesinados que él ha-bía dejado a su suerte sin reme-dio. Más aún: este hombre fue a su tiempo promocionado, y es-cribió un libro para defenderse de quienes con razón le habían acusado de decisiones incorrec-tas y palabras sin tacto, siempre en el convencimiento de que no había hecho nada malo y había sido enviado a una misión im-posible. La culpa, se sabe, siem-pre es del otro.

Pero la gran mayoría de mu-sulmanes hombres en edad de pelear, que buscaron refugio en aquel puesto de las Naciones Unidas, no vivieron para escri-bir un libro, o defenderse o ser promocionados. Todos ellos fueron asesinados sin compa-sión, salvo un puñado de super-vivientes a quienes el destino evitó la muerte y pudieron con-tar su historia. Los refugiados fueron separados y asesinados ante los ojos impotentes de las Naciones Unidas y en lo que se da a veces en llamar, no sin de-gradación, el mismísimo patio trasero de Europa. Una vez de vuelta en territorio croata, el contingente holandés tuvo el mal gusto de entregarse a una procaz celebración de su liber-

tad recién ganada de las garras del temible Mladic, acompaña-dos por el primer ministro e in-cluso el heredero al trono, todos danzando, haciendo el tonto y emborrachándose, mientras en ese mismo momento miles de musulmanes que habían huido por el monte seguían siendo ca-zados sin piedad por las fuerzas de Mladic, como conejos o co-mo ratas, que sería el concepto que tendrían de ellos los solda-dos serbios. Miles se quedaron en el camino, y sólo unos cuan-tos lograron llegar.

La tragedia fue noticia, por supuesto, y causó estupor en el mundo, pero la reacción ofi cial fue no menos cobarde, a mis ojos, que el comportamiento de las Naciones Unidas con los re-fugiados. Se formaron comisio-nes, fueron conjurados expertos para investigar los hechos, los periodistas escribieron libros al respecto. Se intentó no pocas veces diluir los hechos, pasar la culpa a cualquier otra instancia u organización, se estiró los bra-zos al aire pidiendo perdón y declarando impotencia. El Go-bierno holandés llegó a caer a raíz del informe fi nal de la co-misión investigadora, pero fue un gesto simbólico, tardío y, co-mo se acostumbra en estos paí-ses, consensuado. Las elecciones estaban a sólo un par de meses y nadie fue dirimido responsa-ble directo de nada. Fue un acto más bien mediático, si bien sen-tido con sinceridad por algunos. Hasta ahora prefi ere no hablarse de Srebrenica, y sospecho que muchos habrán olvidado aquel lugar y aquellos días de julio que me hicieron añorar a Leó-nidas y sus trescientos.

Los límites de la libertadSin embargo, se preguntará el lector, ¿qué podría haberse he-cho de todas formas en dicha si-tuación, cómo podría haber ac-tuado la ONU para salvar a aquellos desgraciados musulma-nes? A esta pregunta sólo puedo responder con perplejidad. Pro-bablemente nada hubiera podi-do hacerse, pero algo en mí sigue rebelándose a creer que todo es-

taba perdido y quiere creer que las cosas pudieran haber sido de otra manera. Y me instiga a de-sear, por ejemplo, que el contin-gente de UNPROFOR hubiera tenido el coraje de enfrentarse a Mladic con decisión, si fuera ne-cesario con el sacrificio de sus propias vidas, y no hubiera reci-bido regalitos entre bromas. Por-que uno se hace soldado para cumplir con su deber y para arriesgar la vida cumpliéndolo si fuera necesario. Y el deber de aquellas tropas era en aquel mo-mento y en aquel lugar defender ese enclave, defender a esos hombres, mujeres y niños que se encontraban completamente in-defensos frente a un conocido violador de los derechos huma-nos, frente a un criminal de gue-rra hoy buscado por la justicia internacional (y todavía suelto por allí, amparado por poderes que las Naciones Unidas tampo-co pueden controlar). Y la reali-dad es que murieron por lo me-nos 7.000 hombres aquellos días a las manos del Ejército serbio y que las Naciones Unidas o la OTAN no hicieron nada o casi nada para evitarlo, o lo hicieron mal y tarde.

Pero, ¿puede pedírsele al hombre moderno europeo que sea valiente? ¿Puede esperarse que actúe más allá del cumpli-miento del deber, como suele decirse? Obviamente no, por-que la cultura liberal y demo-crática evita que seamos oprimi-dos y protege nuestra individua-lidad y libertad individual, y asume que no haremos nada que atente contra las libertades básicas de nuestros conciudada-nos sin que pueda exigirnos más que lo que la ley estipula, y no hay ley posible que exija de no-sotros el coraje y condene la co-bardía, salvo que signifi que que-brantamiento del orden legal. Y el contingente de UNPROFOR en Srebrenica cumplió con su deber y el mundo debe, ya sólo por eso, estarle agradecido.

Pero en situaciones como esa, el deber no es sufi ciente. Aun-que varios miembros del contin-gente holandés mostraron ente-reza y hasta un comedido coraje,

lo que se necesitaba en ese mo-mento era algún Leónidas que dijera a Mladic que los refugia-dos que se encontraban allí no saldrían a ninguna parte salvo acompañados por ellos y en di-rección a territorio musulmán, o lo harían sobre sus cadáveres pri-mero. ¿Hubiera Mladic osado asesinar a todo el contingente holandés, a algunos de ellos? No se sabe. Pero estas situaciones no son de las que puede resolver el espíritu burocrático y de con-senso propio de un holandés o de un sueco; y en este sentido es cierto lo que dijera en alguna parte el sociólogo Ernest Gellner hablando sobre el nacionalismo, aquello de que los países muy prósperos y estables no produ-cen buenos soldados. Soldados efi cientes, sí, organizados y dis-ciplinados, pero nada más. Y lo que se necesitaba en aquellos momentos, de parte de todos, desde el secretario general de las Naciones Unidas hasta el último soldado del contingente de UNPROFOR, pasando por los encargados militares de la zona, por la OTAN y los gobiernos involucrados, era más, mucho más, aquello que no pudieron dar para desgracia de más de 7.000 musulmanes y sus fami-lias, las que aún siguen pregun-tándose cómo pudo pasar aque-llo que jamás debió de pasar en territorio europeo a fi nales del siglo xx. Aquello que quizá no le hubiera pasado a Leónidas y sus trescientos, si no hubiera si-do sobre sus cadáveres, y del cual probablemente no saben nada la mayoría de nuestros sol-dados coetáneos en Europa y quizá no pocos de nuestros go-bernantes. Pero ahora podemos por lo menos tener el valor de recordar y aprender. ■

Frans Van Den Broek es profesor de Filosofía y Literatura en la Universidad de Amsterdam.

SREBRENICA Y LA VERGÜENZA

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H I S T O R I A D E L A R T E

FORMAS DE PENSAR EL ARTE EN LA GRECIA ANTIGUA

NEUS GALÍ

En griego antiguo no existe palabra alguna que corres-ponda con precisión al tér-

mino “arte” y mucho menos a Arte con mayúsculas. La única palabra con que podríamos tra-ducir “arte” es tekhnê, término que expresa originariamente la noción de “habilidad en algún ofi cio” (de ahí que tal término tienda a traducirse por “arte”, que incluye esta acepción). Pero el ámbito de la tekhnê abarca multiplicidad de signifi cados que consideramos ajenos a nuestra idea de Arte. Sin embargo, es en Grecia donde paradójicamente aparece por primera vez un con-cepto de “arte”. A raíz de la divi-sión tripartita de la tekhnê que Platón realiza en el libro X de la República, el arte queda defi nido como práctica mimética. La deli-mitación del terreno de la tekhnê se produce, pues, a partir de su adjetivación: el “arte” es una mi-mêtikê tekhnê, “arte imitativo o mimético”. La especulación pla-tónica acerca de las disciplinas sometidas, por así decirlo, a la mimesis se refi ere exclusivamente a la poesía y a la pintura, pero es sabido que la teoría mimética acabó por extenderse al resto de las artes. Por otra parte, cuando Platón aísla pintura y poesía del resto de productos de la tekhnê, las separa de la artesanía. La falta de funcionalidad práctica de las obras poéticas y pictóricas traza una frontera entre arte y arte-sanía, entre actividades imitativas y actividades productivas o de fabricación. Hasta entonces, nunca en Grecia se había distin-guido entre arte y artesanía, entre artistas y artesanos1.

Nos encontramos, por tanto, con dos problemas iniciales al enfrentarnos a las formas pre-platónicas de pensar el arte: la polisemia del término tekhnê y, consecuentemente, la indiferen-ciación entre arte y artesanía. El arte del escultor no se distinguía conceptualmente del arte del na-vegante: ambas prácticas perte-necían a la misma categoría. Con ello quiere decirse que to-das las consideraciones arcaicas acerca de la tekhnê abarcan ne-cesariamente lo que nosotros hubiéramos distinguido como Arte y separado de otras prácti-cas que el término griego englo-ba. Parece evidente que si el pensamiento preplatónico no había establecido una diferencia categorial entre las distintas téc-nicas, tampoco nosotros pode-mos hacerlo sin caer en inter-pretaciones anacrónicas. Tanto el mito como el pensamiento presocrático hablan de tekhnai en general, por lo que las refe-rencias acerca de su origen y funciones valen necesariamente para las actividades artístico-ar-tesanas aunque éstas no sean expresamente mencionadas.

El recorrido que aquí me propongo hacer se inicia en las explicaciones míticas y legenda-rias de la tekhnê, sigue con los primeros intentos de racionali-zar el problema del arte y con-cluye en la teoría platónica de la división de las tekhnai. En este proceso de racionalización es fundamental la intervención de la escritura. Por decirlo de modo más radical, sólo lo que se ha denominado “revolución alfa-bética” hace posible el surgi-miento de un pensamiento de tipo teórico o especulativo acer-ca del arte.

Dentro del ámbito de las artes, me referiré sólo tangencialmente a la poesía. La primitiva divergen-cia entre poesía y pintura, su pos-terior asociación por Simónides y fi nal asimilación por Platón son temas que, con mayor o menor fortuna, ya he tratado en un li-bro. Sin embargo, es inevitable que algunas de las consideracio-nes que aquí exponga repitan en parte las ya publicadas2.

Arte y mitoLas primeras tentativas de teo-rizar acerca del origen y estatu-to de las artes surgen como contraposición a las explicacio-nes míticas de la cultura griega más antigua, que considera las técnicas artísticas como un don otorgado por los dioses. En efecto, para la imaginación de los griegos de la llamada Edad Oscura –esto es, del siglo xii al viii a. de C.– los dioses son los últimos responsables no sólo de lo que acontece a los hombres, sino de sus virtudes, habilida-des y talentos. Del largo perio-do en que los griegos carecen de cualquier forma de escritura sólo hemos conservado la épica homérica, poemas de tradición oral que se pusieron por escrito hacia fi nales del siglo viii a. de C., poco después de que los griegos inventaran el alfabeto a partir del silabario fenicio. La Ilíada y la Odisea nos ofrecen una visión del mundo que el advenimiento y difusión de la escritura modifi carán paulatina pero irreversiblemente. En Homero “la acción humana no tiene ningún inicio efectivo e

independiente; aquello que se resuelve y se cumple es decisión y obra de los dioses”3. Así pues, la idea de que las tekhnai tienen un origen divino se enmarca dentro de la concepción global de un mundo gobernado por la divinidad. Sólo en el momento, que hay que situar entre los si-glos vii y vi a. de C., en que la visión homérica comienza a ser criticada, aparecen los primeros intentos de limitar la responsa-bilidad de los dioses y transfe-rirla a los hombres.

En la Odisea se describe a un artesano como “un hombre sa-bedor que de Hefesto y de Palas Atenea aprendió todo arte (te-khnên) y realiza preciosos traba-jos” (VI 232-234). En el breve Himno homérico a Hefesto se re-lata que el dios, junto con Ate-nea, enseñó a los hombres los trabajos civilizadores. Según esta concepción, Hefesto y Ate-nea son los que otorgan a los hombres la capacidad para rea-lizar hermosas obras. El origen último de la tekhnê es indiscuti-blemente divino; sin embargo, los artesanos (dêmiourgoi) no son directamente inspirados por la divinidad, como sucede, por ejemplo, con los aedos o los adivinos. Ya veremos como esta no sacralidad del artesanado allana el camino para una vi-sión laica del origen y estatuto de las artes.

Otra explicación mítica del origen de las artes la encontra-mos en la leyenda de Prometeo. En los textos de Hesíodo, Teo-gonía y Trabajos y Días4, vemos

1 Cf. Coarelli (1980).

2 Galí (1999). Remitiré a las páginas del libro en que se tratan, por regla general con mayor extensión, los mismos temas.

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3 Snell (1963:55).4 Este mito está extraordinariamente

bien analizado por Vernant (1974:177-194).

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73Nº 152 ■ CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA

cómo las acciones de Prometeo, el “previsor”, dictadas por su amor a la humanidad, desem-bocan en una “expulsión del paraíso”, en una separación en-tre hombres y dioses. Prometeo, en su fi lantrópico intento de favorecer a los hombres, acaba provocando el alejamiento defi -nitivo de los dioses, la ruptura de la armonía que hasta enton-ces reinaba entre unos y otros. Los distintos episodios que es-tructuran el mito de Prometeo establecen el cuadro referencial de la condición humana, que queda situada entre dioses y animales5. En este cuadro el fuego cumple un papel esencial. Según el mito hesiódico, cuan-do Zeus priva a la humanidad del fuego que hasta entonces les otorgaba espontáneamente con sus rayos, Prometeo roba una semilla ígnea y la entrega a los hombres6. El fuego es el princi-

pio civilizador que “arranca a la humanidad de su primitiva bes-tialidad”7. El fuego permite a los hombres cocinar los alimen-tos y ofrecer sacrifi cios a los dioses. Pero además el fuego es visto como el origen de las ar-tes. Duchemin (2000:27) co-menta:

“Desde los más lejanos orígenes de la humanidad, el fuego ha sido a la vez el fundamento de las artes y de las téc-nicas de los hombres y uno de los po-los de atracción de su pensamiento y de su sentimiento religioso”.

Esquilo recrea el mito pro-meteico en su Prometeo encade-nado, la única tragedia de la trilogía consagrada a esta divi-nidad que conservamos. En la versión esquílea del mito, el fuego robado por Prometeo es “maestro de todas las artes” (di-daskalos tekhnês pasês)8. Ade-

más, Esquilo atribuye a Prome-teo multitud de invenciones, entre ellas la de la escritura (vv. 459-461):

“saber debes, en fi n, que no hay humana arte que en Prometeo no ten-ga su principio” (vv. 505-506).

El mito de Prometeo está también recogido en el Protá-goras de Platón. El sofi sta ho-mónimo relata una leyenda según la cual Prometeo, para paliar los errores de su herma-no Epimeteo, quien, encarga-do de repartir las facultades naturales entre los seres vivien-tes, deja a los hombres sin re-cursos, roba a Hefesto y a Ate-nea la sabiduría técnica junto con el fuego “ya que sin el fue-go esta sabiduría no podía ser adquirida ni utilizada” (321d). De esta forma la humanidad adquiere las técnicas artesana-les. Poco después cuenta Protá-goras que Prometeo

“pudo entrar sin ser visto en el ta-ller donde Hefesto y Atenea practican juntos las artes que aman, de manera que tras robar las artes del fuego que pertenecen a Hefesto y robarle a Ate-nea las artes que le son propias, pudo dárselas al hombre” (321d-e).

En las tres versiones del mito Prometeo aparece como una di-vinidad benefactora que da a los hombres el fuego robado a los dioses. En la dos versiones hesiódicas, el relato se limita a decir que Prometeo roba el fue-go celeste y se lo entrega los hombres. La necesidad del fue-go, fundamento de las tekhnai, surge a raíz del acabamiento de la Edad de Oro, o, por decirlo en términos bíblicos, de la ex-pulsión del paraíso. En la trage-dia de Esquilo se insiste en que el fuego prometeico es el fun-damento de todas las artes. En la versión del mito que relata Protágoras, el fuego aparece también como el principio téc-nico por excelencia. Sin él, la sabiduría técnica de Atenea y Hefesto es imposible e inútil.

El origen de las artes cono-ce, pues, dos explicaciones mí-ticas estrechamente vinculadas. En la épica homérica, que no menciona a Prometeo, son los dioses Hefesto y Atenea quie-nes conceden a los hombres la capacidad para fabricar obras de “arte”. En la otra explica-ción, recogida por Hesíodo, Esquilo y Platón, el origen de la tekhnê se debe al fuego que Prometeo roba a los dioses y regala a los hombres. La tekhnê ha pasado de ser un don direc-tamente concedido por los dio-ses a ser un robo que Prometeo perpetra contra estos mismos dioses. En el Prometeo encade-nado se especifi ca que el fuego robado por el titán procede de la fragua de Hefesto. En el Pro-tágoras Prometeo roba el fuego y las artes propias de Hefestoy Atenea. Estas tres divinida-des, como señala Vernant (1985:243), están vinculadas a las artes del fuego. El culto, el mito y la representación fi gura-da así lo atestiguan, al menos en época clásica.

El fuego establece un nexo

5 Vernant (1974:191).6 Según distintas versiones del mito, Pro-

meteo roba el fuego de la fragua de Hefesto o del carro del Sol. Diodoro Sículo (I a. de C.-I d. de C.), en un intento de racionalizar el mito, atribuye a Prometeo la invención del fuego a partir del frotamiento de dos palos (V 67, 2).

Prometeo

7 Vernant (1974:192).8 Prometeo encadenado (v. 110). La mis-

ma idea aparece al principio de la obra. Dice Prometeo a Hefesto “Debes cumplir, Hefesto, los mandatos que el padre te dio y (...) atar a este facineroso que por dar a los hombres tu orgullo,el esplendor del fuego con que todas las artes se ejercitan, te lo

robó” (vv. 3-8). Y más adelante, dirigién-dose al corifeo: “...les di el fuego también (...) gracias al cual pudieron aprender mu-chas artes” (vv. 252/254).

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FORMAS DE PENSAR EL ARTE EN LA GRECIA ANTIGUA

74 CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA ■ Nº 152

de unión entre el dios Hefesto, el “ilustre patizambo”, y el titán Prometeo9. Pero los vínculos entre el dios artesano y el titán no se limitan a los episodios de sus respectivas leyendas. Como apunta Delcourt (1982:155), uno y otro son, según explica-ciones míticas que se solapan y contradicen, creadores a partir del barro, de la humanidad. Es Hefesto quien, por encargo de Zeus, crea a Pandora, la prime-ra mujer y la madre de las ge-neraciones de los hombres, mo-delándola con arcilla. Pero ésta es su única obra de barro, por-que para los griegos el arte de la alfarería es privilegio de Prome-teo. Siguiendo un larga tradi-ción, dice Apolodoro (siglo ii a. de C.) que fue Prometeo quien “modeló a los hombres con agua y tierra y les dio además el fuego” (I 7).

Para el imaginario griego la fi gura de Hefesto queda deter-minada por su trabajo en la fra-gua, en tanto que Prometeo lo suplanta como alfarero. El me-tal y el barro, los dos materiales que quedan ligados a Hefesto y a Prometeo respectivamente, tienen connotaciones muy dife-rentes. Los mitos que vinculan el trabajo en metal con la magia y el trabajo en barro con la crea-ción son numerosos. El metal, dice Delcourt (1982:156), es la materia mágica por excelencia. Hefesto fabrica estatuas de me-tal dotadas de movimiento. Su arte está estrechamente ligado a la magia, como el de muchos otros artesanos míticos.

En la épica homérica el tér-mino tekhnê se aplica tanto a la habilidad de los demiourgoi como a las facultades mágicas del dios Hefesto. “Entre el lo-gro técnico y el éxito mágico la diferencia aún no está determi-nada”10. La concepción homé-rica de la técnica tiene, pues, un fuerte componente de ma-gia. Kris y Kurz (1979:88) se-ñalan que en el mito el artista no aparece como una fi gura

claramente delimitada: “El ar-tesano homérico, el demiurgo, todavía pertenece a un mundo unitario en el que la práctica de la magia incluía las artes de la pintura y la escultura”.

Al lado de las divinidades ar-tesanas aparece una plétora de fi guras legendarias como Déda-lo, los Telquines o los Dáctilos, que comparten con el dios He-festo la habilidad artesanal y su vinculación con elementos má-gicos. En las explicaciones mí-ticas de las artes se les atribuye variedad de inventos e innova-ciones. Entre estos artesanos legendarios el más conocido es, sin duda, Dédalo. El primero en esculpir estatuas de dioses, era considerado como el ances-tro de los escultores atenienses. Fabricaba estatuas de madera, de piedra, de metal. Dotado de poderes mágicos, se decía que sus estatuas podían caminar y hablar.

Magia y tekhnê aparecen también estrechamente ligadas en el caso de los Telquines y los Dáctilos. De los Telquines cuenta la tradición que fueron los primeros en trabajar el bronce y el hierro y en fabricar imágenes de los dioses. La téc-nica de la metalurgia en bronce y hierro se atribuye también a los Dáctilos, que además ha-brían descubierto el uso del fuego. Todas estas fi guras legen-darias encarnan el origen míti-co de las tekhnai y están estre-chamente vinculadas a poderes sobrenaturales y mágicos.

Humanización de las artesPoco a poco las distintas técni-cas pasarán de ser consideradas un don que los dioses otorga-ron a los hombre a reconocerse como una invención humana. En este proceso de desacraliza-ción intervienen diversos facto-res que, a mi entender, son consecuencia de un factor prin-cipal: la escritura.

La escritura, y muy especial-mente la escritura en prosa, no constituye sólo, en relación a la tradición oral, un nuevo modo de expresión, un cambio de téc-nica de comunicación, sino una forma de pensar radicalmente nueva. Como afirma Sini (1992:40): “La escritura deter-mina al hombre, su experiencia, su conocimiento, su palabra”. En el marco de la cultura griega la introducción y difusión del alfabeto modifi ca profunda e irreversiblemente las antiguas concepciones acerca del mun-do, los hombres y los dioses. Esta nueva forma de pensar afecta muy directamente al ori-gen y estatuto de las artes.

En las interesantísimas in-vestigaciones que Luria llevo a cabo en regiones remotas de la antigua Unión Soviética11 entre individuos de distinto grado de alfabetización, me interesa des-tacar la incapacidad de los indi-viduos analfabetos para la defi -nición y la lógica. Luria llega a

la conclusión de que los indivi-duos que no han integrado los procesos de escritura y lectura poseen un tipo de pensamiento experiencial y situacional que se contrapone al pensamiento teórico y especulativo. Es decir, que sólo a través de la escritura se accede a un pensamiento dis-tanciado, por aludir a un térmi-no estrechamente ligado a la palabra griega theoria12. “Teo-ría”, “crítica”, “análisis”, son vocablos griegos cuyo signifi ca-do nos habla de separación, dis-tancia, alejamiento.

La concepción mítica del mundo nada tiene que ver con esta nueva forma de pensa-miento que se va imponiendo a través del uso de la escritura. Del mito al logos designa, con dos palabras griegas (mythos, logos), la profunda modifi cación que la introducción de la escri-tura alfabética produjo en la mentalidad de los antiguos he-lenos. Dos términos que origi-nariamente pertenecían a la misma esfera semántica del “de-cir” acabaron oponiéndose como dos maneras de entender el mundo. El mito fue paulati-namente reemplazado por el logos y adquirió una connota-ción de falsedad, de leyenda, de la que primitivamente carecía. Naturalmente, la creencia en las explicaciones míticas siguió vigente en los rituales religiosos y entre las clases populares, la siguieron utilizando los poetas; pero lo que aquí me interesa destacar no es el acatamiento a una larga y arraigada tradición mítica, sino los esfuerzos por destruirla, por pasar a un tipo de explicación en el marco de la cual el hombre se convierte en el protagonista principal. Por otra parte, si hay algún tema que impregne profundamente toda la tragedia clásica, cuyos argumentos están extraídos de los mitos tradicionales, es el de la responsabilidad humana

11 Recogidas y comentadas por Ong (1986:80-89).

9 Para la vinculación entre Hefesto y Prometeo, cf. Duchemin (2000:47-57).

10 Vernant (1985:281).

12 Término derivado de theôros, una de cuyas acepciones es la de “represen-tante de una polis enviado para asistir como espectador a los festivales dramá-ticos que se celebraban en Atenas.”

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frente a la responsabilidad divi-na. Uno de los factores que sin duda contribuyeron a una vi-sión desmitifi cadora del origen de la tekhnê es la fi rma de las obras:

“Desde fi nales del siglo vii, la es-tatua deja de ser un signo religioso, pasa a ser una ‘imagen’, un signo fi gu-rado que intenta evocar en el espíritu del hombre una realidad exterior. Uno de los aspectos de esta mutación es la aparición de la fi rma en la base de la estatua o en el plano de la pin-tura; en la relación que el artista ins-tituye con la obra fi gurada, se revela como agente, como creador, a mitad de camino entre la realidad y la ima-gen. En los planos escultórico y pic-tórico, hay una solidaridad, y la más estrecha, entre la toma de conciencia del artista y la invención de la ima-gen”13.

El artista ya no es aquel “hombre sabedor que de Hefes-to y de Palas Atenea aprendió todo arte y realiza preciosos tra-bajos”. Consciente de su labor creativa, fi rma las obras. Esta afi rmación de su autoría no puede sino contradecir la con-cepción homérica del arte como don de la divinidad. Por mucho que los griegos sigan atribuyen-do a personajes míticos, como Dédalo, multitud de obras, so-bre todo esculturas de época remota, los productos de la te-khnê empiezan a llevar el nom-bre de personajes históricos. La autoría artística comienza a im-ponerse paralelamente a la autoría poética. El concepto mismo de autoría es una de las consecuencias más directas de la escritura. El paso de un mun-do oral a un mundo de la escri-tura implica el fi nal del anoni-mato y el inicio de la autoría.

Hacia la misma época en que se va imponiendo la fi rma de las obras de arte surge una serie de pensadores cuya con-cepción de la realidad empieza a contradecir la visión mítica que transmiten los poetas. Des-afortunadamente, los textos de tales pensadores, conocidos tra-dicionalmente como los fi lóso-fos presocráticos, nos han llega-

do de forma extremadamente fragmentaria. Hay que tener en cuenta, además, que las re-fl exiones que conservamos se refi eren por regla general a cuestiones ajenas al problema de la tekhnê. A pesar de ello, los escasísimos fragmentos que se ocupan directa o indirectamen-te de tal problema revelan un profundo cambio de actitud en relación a la imagen tradicional de la naturaleza de los dioses y su intervención en los asuntos de los hombres. La crítica al contenido religioso de la poesía homérica y hesiódica, que Pla-tón conduce a sus últimas con-secuencias (la expulsión de los poetas de su Ciudad Ideal o Justa), se inicia con los presocrá-ticos. Conservamos varios frag-mentos de Jenófanes, Heráclito y Pitágoras que se oponen a las representaciones poéticas de la divinidad14. La poesía mostraba a los dioses cometiendo injusti-cias y crímenes y sometidos a pasiones que les hacían compor-tarse de forma totalmente inmo-ral. De hecho, lo único que pa-recía diferenciar a los dioses de los hombres era su mayor per-fección física, su superior poder y su inmortalidad. Esta visión antropomórfi ca de los dioses es duramente criticada por Jenófa-nes de Colofón (21 B 11 / 12 / 14 / 15 / 16 DK).

Parece evidente que el recha-zo a la imagen antropomórfi ca de la divinidad está estrecha-mente vinculado a la interpre-tación del carácter humano de las tekhnai. Porque, como seña-la Cambiano (1991:17-18), “concebir la divinidad como detentadora y portadora de téc-nicas –piénsese en Hefesto o en Atenea– signifi caba claramente darles una interpretación antro-pomórfi ca”. En uno de sus frag-mentos más conocidos dice Je-nófanes: “Pues los dioses no revelaron desde un comienzo todas las cosas a los mortales, sino que éstos, buscando, con el tiempo descubren lo mejor”

(21 B 18 DK)15. Vemos aquí claramente expresada la idea de un progreso que depende ex-clusivamente de los hombres y no de una revelación divina. Si la humanidad ha progresado es gracias a sus propias fuerzas. El impulso divino queda así susti-tuido por el afán de investiga-ción de los hombres.

Un siglo después, la respon-sabilidad humana del descubri-miento y evolución de las artes queda expresada con mayor precisión en varios fragmentos de Demócrito. En uno de ellos, perteneciente a un texto acerca del origen de la sociedad que nos ha sido transmitido por Diodoro Sículo, afi rma:

“Cuando, por fi n, se conoció el fuego y las demás cosas útiles, se fue-ron descubriendo paulatinamente las artes y todo cuanto podía prestar ayu-da a la vida en común. En general el uso mismo se convirtió en maestro de los hombres, haciendo familiar el aprendizaje de cada cosa a ese ser vivo bien dotado y que posee como colabo-radores, en toda circunstancia, manos, inteligencia y vivacidad de espíritu” (68 B 5 DK).

En este pasaje Demócrito prescinde totalmente de la in-tervención de la divinidad. Ni siquiera la invención del fuego es atribuida a los dioses. Los hombres, una vez han descu-bierto el fuego, concebido como principio civilizador, avanzan poco a poco en el co-nocimiento de las tekhnai. El progreso humano depende del aprendizaje que aporta el uso y son en todo momento sus fa-cultades naturales las que posi-bilitan tal aprendizaje. En nin-gún estadio de la evolución se precisa de la colaboración de los dioses.

El papel esencial que Demó-crito otorga al aprendizaje se pone de manifi esto en otros dos fragmentos. En el primero afi r-ma: “Ni el arte ni la sabiduría son cosa accesible para quien nada ha aprendido” (68 B 59). La misma idea se expresa en el

segundo: “Los niños a quienes se les permite no esforzarse, como entre los bárbaros, no aprenderán la escritura, ni las artes.” (68 B 179). La tekhnê ha dejado defi nitivamente de ser vista como un don de la divini-dad para convertirse en una práctica cuyo dominio requiere un aprendizaje. Ambas concep-ciones –las tekhnai son un don concedido por los dioses o son resultado del aprendizaje hu-mano– son claramente irrecon-ciliables. Para Demócrito, sólo se puede acceder al dominio de las tekhnai a través de un es-fuerzo que depende exclusiva-mente del hombre.

Si en el primer fragmento de Demócrito que he citado el aprendizaje humano se hacía depender del uso, no es éste el único método que interviene en el progreso del hombre. En otro fragmento el fi lósofo nos ilustra acerca de otro medio de evolucionar. Se trata de un tex-to especialmente interesante porque relaciona el nacimiento de las artes con la mimêsis. El origen de las tekhnai se describe como producto de la imita-ción:

“Demócrito demuestra que hemos aprendido de ellos [scil. de los anima-les] en todas las actividades más im-portantes: de la araña en el arte de te-jer y remendar, de la golondrina en el de construir casas, y de las aves cano-ras, el cisne y el ruiseñor, en el canto; y [todo ello] mediante la imitación (kata mimêsin)” (68 B 154 DK).

Gracias a la observación del comportamiento animal el hombre aprende las distintas tekhnai. El esfuerzo por buscar una explicación racional para el origen de las tekhnai implica un distanciamiento inevitable y necesario del horizonte del mito. El protagonismo de He-festo, Atenea y Prometeo ha quedado relegado a la esfera del culto y de las creencias po-pulares. El pensamiento preso-crático no niega en ningún mo-mento la existencia de los dio-ses, pero se opone radicalmente a la tradición mítico-poética, que los representa humanos,

14 Para un interesante análisis de la te-khnê entre los presocráticos, cf. Cambiano (1991:15-60).13 Detienne (1983:112).

15 Utilizo las traducciones de la Biblio-teca Clásica Gredos.

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FORMAS DE PENSAR EL ARTE EN LA GRECIA ANTIGUA

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demasiado humanos. Lo que los presocráticos pretenden es depurar el ámbito de la divini-dad del exceso de antropomor-fi smo que la impregnaba. La interpretación del carácter hu-mano de las técnicas acabó por imponerse, no sin resistencias, a la creencia de los dioses como inventores de las técnicas. Como apunta Vernant (1985: 281),

“en la época clásica la laicización de las técnicas es cosa hecha (...). Al mis-mo tiempo que la tekhnê se ha desvin-culado de lo mágico y lo religioso, se ha precisado la idea de la función de los artesanos en la ciudad”.

La desacralización de las téc-nicas no podía ser paralela a la de la poesía16. Si bien el origen de las artes se entendía como un don concedido por la divi-nidad, los artistas-artesanos no eran seres poseídos por ella, como sucedía con los aedos, cuya voz, como la de los adivi-nos y los sabios, era vehículo de la voz divina. El canto había sido otorgado por Apolo y las Musas y el cantor estaba inves-tido de sacralidad. Las artes eran un trabajo manual, no ha-bía un dios que guiara los dedos del escultor o del pintor17. La voz que modulaba cantos esta-ba impregnada de divinidad; la mano que cincelaba, esculpía o pintaba nunca lo estuvo. Fue precisamente el aspecto manual que adquirió la poesía a partir del uso de la escritura uno de los factores que con mayor fuerza contribuyeron a su desa-cralización.

De hecho, una de las fi nali-dades de la primera compara-ción entre poesía y pintura que estableció Simónides de Ceos fue justamente la de colocar el quehacer del poeta en el mismo plano técnico de las obras del artesano. La necesidad de que la poesía fuera remunerada lle-vó a los poetas a resaltar el lado

artesanal de su labor. Esta ope-ración muestra que el esfuerzo por desacralizar la poesía pasó por su equiparación con la arte-sanía, cuya desacralización se había limitado únicamente al rechazo de su origen divino.También la fi gura del dios ar-tesano por excelencia, Hefesto, sufre una evolución de la ma-gia a la técnica. En el siglo V Hefesto es simplemente el pa-trón de los artesanos atenien-ses. Su vinculación con los po-deres mágicos se ha ido desdi-bujando.

Platón y la ‘tekhnê’He comenzado diciendo que no existe en la Grecia antigua una precisión terminológica respecto a lo que entendemos por Arte (con mayúscula) y que el “arte” del carpintero, del he-rrero, del zapatero no se distin-gue conceptualmente del “Arte” del pintor o del escultor. El pri-mero que establece una diferen-ciación conceptual entre arte y artesanía es Platón.

Platón alude en numerosas ocasiones a las artes plásticas, especialmente a la pintura. A lo largo de los diálogos, las refe-rencias al arte pictórico son lo bastante abundantes como para que algunos estudiosos hablen de una “estética” platónica. Pero si examinamos de cerca las referencias platónicas a la pin-tura y a la escultura, podemos darnos cuenta de que no hay en Platón una teoría del arte orga-nizada sistemáticamente. Sus alusiones a la pintura, como muy bien remarca Keuls (1978), están al servicio del dis-curso principal y sirven a me-nudo de mera ilustración a los tema que en cada diálogo se discute. No me propongo ana-lizar aquí todas las referencias platónicas a la pintura18. Me limitaré a seleccionar algunos textos en los que la tekhnê pic-tórica aparece contrastada o asi-milada a otras actividades. En primer lugar haré referencia a

tres pasajes en que la tekhnê del pintor se pone como ejemplo a fi n de negar la tekhnê del poeta y la del sofi sta. Me interesan es-pecialmente porque en la Repú-blica la asimilación de poeta y pintor se fundamenta en que sus obras son resultado de una misma tekhnê.

En los tres primeros diálo-gos en que aparece una alusión al arte pictórico Platón trata únicamente de demostrar que la poesía (Ion) y la sofística (Gorgias, Protágoras) carecen de tekhnê, a diferencia de la pintura. En el caso de la poe-sía, tema del Ion, la tekhnê de los pintores se contrapone a la inspiración de los poetas. En el Gorgias, la tekhnê pictórica (considerada como un produc-to de la acción y no de la pala-bra y opuesta, por tanto, a la pretensión de una tekhnê sofís-tica) se incluye en la misma categoría que la de los arqui-tectos, médicos, constructores de naves y maestros de gimna-sia. Es decir, que en el marco de la tekhnê se integran una se-rie de prácticas que nosotros no incluiríamos en el término “arte” stricto sensu. En este es-tadio del pensamiento platóni-co no se ha establecido la dife-renciación de las distintas “ar-tes” lato sensu. Arte y artesanía están no sólo incluidas en la misma categoría, sino mezcla-das con prácticas tan dispares como la medicina y la gimnás-tica. También en el Protágoras se alude a los pintores con la fi nalidad de contraponerlos a los sofi stas, cuya falta de tekhnê trata de demostrarse. Para Pla-tón el arte es una tekhnê sin discusión alguna. En cambio, a la poesía, que en libro X de la República queda incluida, jun-to con la pintura, en una mis-ma tekhnê, se le niega expresa-mente en varios textos (Apolo-gía de Sócrates, Ion, Menón) esa naturaleza “técnica”.

La República es, con diferen-cia, el diálogo que más alusio-nes al arte pictórico contiene. En la primera parte del libro X (595a-608b) Platón establece una extensa analogía entre poe-

sía y pintura19. Su argumenta-ción puede estructurarse a par-tir de tres puntos de vista que he denominado ontológico, gnoseológico y psicológico. En el marco de la perspectiva gno-seológica (596c-602c), donde se trata de demostrar que tanto pintores como poetas carecen de auténtico conocimiento, aparece la fi gura del usuario y la consiguiente división tripartita de la tekhnê.

Platón inicia su argumenta-ción examinando los procedi-mientos de la tekhnê pictórica, cuyas imágenes compara con las imágenes que se refl ejan en un espejo: ambas son meras apariencias. Al pintor le es po-sible reproducirlo todo, pero precisamente esa competencia universal lo descalifi ca para po-seer un verdadero conocimien-to sobre aquello que pinta. La pintura queda califi cada como un arte imitativo y el pintor como un ignorante respecto a los modelos que reproduce.

Antes de ocuparse de la poe-sía, Platón introduce la fi gura del mimêtês y su pretensión de omnisciencia. Acorde con el principio de especialización que preside todo el diálogo, cual-quiera que pretenda ser un en-tendido en todos los ofi cios y asuntos ha de ser tachado de imitador. Sólo un charlatán o un imitador pueden pretender que posee una competencia universal.

Se trata a continuación de examinar si los poetas poseen un conocimiento verdadero o son tan sólo, como el pintor, meros imitadores. La demostra-ción de la ignorancia de los poe-tas, a quienes la opinión común atribuye un saber universal, se fundamenta en la nula infl uen-cia que han ejercido tanto en la vida pública como en la priva-da. Sócrates concluye que “to-dos los poetas son imitadores de imágenes de virtud o de aque-llas otras cosas sobre las que componen; y que, en cuanto a la verdad, no la alcanzan, sino

18 Cf. Demand (1975:3-9); Keuls (1978); Galí (1999:257-284). 19 Cf. Galí (1999:285-367).

16 Acerca de la desacralización de la palabra poética, cf. Detienne (1983); Galí (1999 : 27-45 y 141-178)

17 Debe recordarse que no había Mu-sas para las artes plásticas.

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que son como el pintor de que hablábamos hace un momento” (600 e). El creador de una ima-gen, el imitador, no entiende nada del ser, sino de lo aparen-te. Las obras de pintores y poe-tas son imágenes de imágenes, representaciones del mundo fe-noménico que, a su vez, es una representación de la única reali-dad verdadera, la de las Ideas.

Uno de los argumentos que aduce Platón para probar la ig-norancia de los imitadores es que si tuvieran conocimiento de los objetos que imitan no se en-tregarían a la fabricación de imágenes, sino que se dedica-rían a hacer tales objetos. En su opinión, nadie que pudiera ele-gir entre fabricar objetos o re-presentarlos elegiría lo segundo. Como ya había hecho a raíz de la crítica ontológica, Platón afi r-ma la inferioridad del pintor y del poeta con respecto al artesa-no. La producción de objetos es superior a la producción de imágenes.

Sin embargo, tampoco el productor de objetos, el artesa-no, tiene verdadero conoci-miento acerca de las cosas que fabrica, ya que este saber co-rresponde en realidad al que las utiliza, al usuario. El pintor puede pintar unas riendas y un freno, pero ni él ni el herrero guarnicionero saben cómo de-ben ser. El único que entiende es el que se sirve de estos obje-tos, en este caso el caballista. “Sobre todo objeto –dice Sócrates–, hay tres artes (tekh-nas) distintas: la de utilizarlo, la de fabricarlo y la de imitarlo” (601d). La excelencia, belleza, y perfección de un mueble, un animal o una acción están en función del uso para el que na-cieron o se fabricaron. De modo que sólo el que utiliza los objetos tiene conocimiento20. El que los fabrica, aconsejado por el usuario, tiene únicamen-te una creencia correcta. Pues bien, los imitadores carecen tanto de conocimiento como de creencia correcta. Pintores y poetas hacen sus imitaciones sin saber en qué son buenas o malas las cosas que imitan. Con

la interposición de la fi gura del usuario Platón rebaja un grado más los conocimientos del imi-tador, al que despoja no sólo de un verdadero saber, sino inclu-so de una opinión correcta.

La imitación es lo que sus-tenta la comparación entre el arte pictórico y el arte poético. Como ya había hecho Simóni-des de Ceos, a quien debemos la primera comparación entre pintura y poesía; ambas prácti-cas son colocadas por Platón en el mismo terreno de juego. Se las considere desde la perspecti-va que se quiera, ontológica, gnoseológica o psicológica, pin-tura y poesía pertenecen al mundo de la fantasía, la ima-gen, la apariencia. Ciertamente, para Platón, ése es el peor de los mundos posibles, el más alejado de la verdad y la razón.

Platón no sólo es el primero en proponer una equiparación entre pintura y poesía desde un punto de vista teórico (ontoló-gico, gnoseológico y psicológi-co), sino el primero en aislar el fenómeno artístico de otras prácticas. La división platónica de la tekhnê en tres actividades distintas (el arte de fabricar el objeto, el de utilizarlo y el de imitarlo) establece una doble distancia del arte: respecto de la ciencia, que corresponde al usuario, y respecto de la opi-nión correcta, que corresponde al artesano. Platón, al conside-rar que la tekhnê del artesano no es similar a la tekhnê de poe-tas y pintores en razón de la falta de funcionalidad práctica de sus obras, califi cadas de me-ras imágenes, independiza el fenómeno artístico, aísla un te-rritorio que hasta entonces no estaba delimitado. Defi niendo la pintura y la poesía como ar-tes de imitación y separándolas del resto de las tekhnai, Platón traza una frontera teórica que ya nadie va a traspasar.

EpílogoMe he limitado hasta ahora a examinar lo que representa el paso de la concepción mítica del origen de las artes a una concepción de orden racional y

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teórico. Este recorrido preten-día únicamente poner de relieve las consecuencias que tenía en el concepto de arte la sustitu-ción del mundo de oralidad pri-maria por el mundo de la escri-tura. O lo que es lo mismo, la sustitución del mito poético por el logos fi losófi co. Sin embargo, la relectura del mito de Prome-teo y del libro X de la República platónica me ha sugerido unas últimas consideraciones sobre el arte, personales y ciertamente poco académicas, que expongo a modo de epílogo.

Como ya he señalado, la aparición de un pensamiento teórico, distanciado, afecta di-rectamente la visión del origen y estatuto de la tekhnê. En Pla-tón, la especulación acerca de pintura y poesía como dos pro-ductos de la mimesis representa el fi nal de un camino teórico que se había iniciado con la re-fl exión presocrática. Platón de-fi ne el arte en el sentido etimo-lógico del verbo “defi nir”, esto es, “poner límites”, “trazar fron-teras”. En esta operación deli-mitadora el arte queda extra-muros de la Ciudad Ideal y ocupa un nuevo territorio en el que sólo habitan imágenes, fan-tasías y fantasmas que, para Platón, carecen de sustancia, realidad y verdad. En la Ciudad planifi cada por el fi lósofo las únicas tekhnai admisibles son las de utilización y producción. El arte ha quedado así defi niti-vamente separado de la arte-sanía porque no produce obje-tos útiles, sino sólo apariencias engañosas que infl uyen negati-vamente en los ciudadanos del ideal platónico. Platón expulsa la mimêtikê tekhnê de un mun-do perfecto gobernado por la fi losofía.

En el mito prometeico las tekhnai nacían como inevitable consecuencia de una expulsión que representaba el fi nal de la Edad de Oro. En Platón deter-minadas tekhnai son desterra-das de su idea de lo que debería ser el paraíso. El paraíso mítico dependía de la armoniosa con-vivencia entre dioses y hombres y, al igual que en el mito bíbli-

co de la expulsión del Edén, el fi nal implica un alejamiento de la divinidad, que castiga a los hombres a su condición mortal: nacimiento y muerte, trabajo, procreación, enfermedad, do-lor. ¿No son, pues, la expulsión y el desarraigo lo que determi-na la materia de la que está he-cho el hombre? La expulsión convierte al hombre en un ser desarraigado que contempla con nostalgia el paraíso perdi-do. La ausencia de la proximi-dad de los dioses le conduce a crear un nuevo lugar en el que templos, estatuas, imágenes, himnos conjuren primero y evoquen luego su presencia. El Arte surge del sentimiento reli-gioso. El término latino religio viene, al parecer, de religare, “volver a unir”. Signifi cado si-milar al de símbolo, que en griego (symbolon) deriva de symballein “poner juntos”, “re-unir”.

En el mito el arte nace como consecuencia de una expulsión del paraíso. Paradójicamente, Platón, al expulsar el arte de su paraíso, de su utopía, le otorga-rá un nuevo nacimiento: el del Arte con mayúscula. Es cierto que Platón sólo hace explícita la expulsión de la poesía, pero a lo largo de su refl exión la asimi-la a la pintura, fundamentando tal asimilación en la mimesis. Y hay que tener en cuenta que para Platón tanto, la poesía como la pintura son prácticas opuestas al ejercicio de la razón y de la verdad que deben impe-rar en su Ciudad. Se trataría de dos expulsiones que dan lugar a dos nacimientos. La primera, la mítica, al nacimiento de las tekh nai en general. La segunda, la platónica, al nacimiento de dos tekhnai en particular: poe-sía y pintura.

El arte –arte como religio, como symbollon– es un vehícu-lo privilegiado para retornar al paraíso mítico, a la unión con los dioses, al arraigo con el mundo. ¿No será precisamente ésa la razón por la cual Platón lo considera un peligro para el alma y la inteligencia de los hombres? ¿La razón de su parti-

cular expulsión? Si en el edén del mito hesiódico el hombre formaba un todo con el mundo que habitaba, aún no separado por los límites de su propia de-fi nición (que lo sitúa en una posición intermedia entre dio-ses y animales, como muy bien señala el análisis de Vernant), Platón no puede permitir que esos límites, que son justamen-te los que confi guran al hombre como theôros (espectador dis-tanciado que analiza e interpre-ta), se desdibujen a través de la experiencia artística, porque para él tal experiencia apela a la parte irracional y, por tanto, más vil, del alma humana.

Creo que el arte es una expe-riencia capaz de conducirnos a una situación empática con el mundo –para Platón esa era la peor de las situaciones en que el hombre puede colocarse por-que anula su capacidad críti-ca–. Y entiendo por situación empática una demolición del principio de individuación. Ciertamente el arte se presenta bajo el disfraz de ese principio –apolíneo por excelencia–, pero bajo ese disfraz inevitable aso-ma el rostro de Dionisio, que representa la pulsión contraria, disolutoria, como Nietzsche afi rma de la tragedia griega. Apolo no existe sin Dionisio, ni Dionisio sin Apolo.

El arte entendido como sym-bollon, reunión de dos piezas partidas, separadas a raíz del mito prometeico de la expul-sión. En la tensión y equilibrio simultáneos de Apolo y Dionisio, de individuación y disolución, el arte no es una de las dos piezas, sino el misterio de su unión, misterio siempre sin resolver que nos devuelve a una situación primigénea de no-distancia. ■

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Neus Galí es profesora de la Facultad de Humanidades de la Universitat Pompeu Fabra. Autora de Poesía silen-ciosa, pintura que habla.

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O B J E C I O N E S Y C O M E N T A R I O S

A VUELTAS CON EL PENSAMIENTO ECOLÓGICO

FERNANDO PEREGRÍN GUTIÉRREZ

L amento que el profesor Jorge Riechmann haya visto en mi artículo El

pensamiento ecológico: ciencia ética y mitología (Claves de Razón Práctica, núm. 148, de septiembre de 2004) una bofetada disimulada a no sé bien qué supuesto interlocutor (Réplica a Fernando Peregrín, Claves de Razón Práctica, núm. 148, diciembre de 2004). Y más aún cuando compruebo que su réplica, que por cierto está en clara contradicción con su aserto de que mi breve ensa-yo “clausura el posible espacio de diálogo”, está bien provista de falacias ad hominem. Tengo para mí que la bofetada, de provenir de alguna parte, pro-viene de su réplica y no de mi artículo. Pero eso carece de im-portancia para los lectores de esta revista.

Me acusa de “simplifi car y exagerar para reducir al absur-do”. Y como pruebas, señala que en mi texto no distingo en-tre “biocentrismo” y “ecocen-trismo” y que cito de segunda mano un conocido aforismo de Barry Commoner. Respecto de lo primero, mi distinguido interlocutor parece ignorar el contexto en el que aparecen en mi artículo esos dos términos como equivalentes, que es en la consideración de las éticas eco-lógicas contrapuestas a la antro-pocéntrica. La equivalencia de ecocentrismo y biocentrismo como perspectivas éticas que se oponen al antropocentrismo es difícil de negar; y esos numero-sos autores a los cuales se refi ere, a granel, el profesor Riechmann porque han distinguido cuida-

dosamente ecocentrismo y bio-centrismo, así lo aseveran cons-tantemente. Es verdad que en ciertos cenáculos ecologistas existen debates sobre las impli-caciones éticas de detalle que conllevan ambos conceptos, pero estaba, y estoy, convencido de que dicho debate es una cuestión menor que no tenía cabida en mi ensayo sobre el de-sarrollo del pensamiento ecoló-gico. Los lectores juzgarán si es una simplifi cación o una exage-ración absurda, o ninguna de ambas cosas, cuando sepan –que muchos seguramente sa-brán– que básicamente ambas posturas fi losófi cas se caracteri-zan por asignar al llamado mun-do natural (del que el hombre es una parte que puede estar in-tegrada en la naturaleza o ser una plaga destructiva para ésta) un gran valor intrínseco (de he-cho, el máximo valor posible; como si dijéramos, “la medida de todas las cosas”) y se defi nen en contraposición al antropo-centrismo, como ya ha quedado dicho.

El término biocentrismo se suele usar –que en esto no hay unanimidad– para aquellos puntos de vista cuyo enfoque y valores se centran en los orga-nismos vivos (animales en ge-neral y, algunas veces, también plantas); el de ecocentrismo in-cluye, además de los organis-mos vivos, las entidades llama-das abióticas, como pueden ser los desiertos, los ríos y sus cuencas, las marismas, los ma-res, etcétera, o lo que es lo mis-mo, se refi ere a ecosistemas completos. De una manera ge-neral, los pensadores a los que

se les califi ca de biocéntricos tienden a resaltar los valores de las entidades individuales, mientras que los que se procla-man o se los tiene por ecocén-tricos ponen su énfasis en las especies, los ecosistemas y la biosfera en general; esto es, su pensamiento se defi ne como más holístico que el anterior. Sin embargo, no es nada infre-cuente que en aquellas cuestio-nes en las que ambos pensa-mientos ecológicos coinciden, como en su oposición al antro-pocentrismo o en la fundamen-tación de las éticas medioam-bientales en valores intrínsecos, se use el término ecocentrismo cuando se considera que éste in-cluye al término menos amplio de biocentrismo, o que, al revés, se use sólo el de biocentrismo por considerar que todas las en-tidades ecológicas está dotadas de “vida” en un sentido panin-cluyente de este término1.

Respecto de la segunda prueba que aporta el profesor Riechmann en su alegato con-tra mi supuesto procedimiento de “simplifi car y exagerar para reducir al absurdo”, la cita del conocido aforismo Nature

knows better, no se puede decir peyorativamente que sea de segunda mano o, que en todo caso, esto sea relevante. Por dos motivos: uno, porque es textual, aunque yo la haya to-mado, por razones que expon-dré a continuación, de un co-nocido texto de filosofía medioambiental (se deja claro, no obstante, la procedencia de la cita en la correspondiente nota a pie de página) y no di-rectamente de Commoner. Por cierto, que ese aforismo –que se ha convertido en uno de los mantras de ecologismo– lo ha usado con frecuencia el profe-sor Riechmann sin mayores precisiones en algunos escrito suyo de los que tengo noticia. Y otro, porque me interesaba, más que mi interpretación de ese aforismo (que según Rie-chmann lo empleo como una especie de “exabrupto panteís-ta”), dar la interpretación del autor del texto de donde la es-taba citando. En particular, remito al profesor Reichmann y a mis lectores a la nota a pie de página 31 de mi menciona-do artículo2.

A partir de este punto que

1 Si bien en mi artículo no se abor-dan las diferencias entre ambos enfo-que en el apartado correspondiente a la ética, las diferencias entre biocentrismo y ecocentrismo están incluidas implí-citamente en la discusión, más técnica que ideológica, que se hace de los dis-tintos planteamientos de las llamadas, respectivamente, escuelas “merológica” y “holológica”. Adicionalmente, en varios documentos y manifi estos de la llama-da Izquierda biocéntrica, por ejemplo, podemos leer que biocentrismo y eco-centrismo se consideran conceptos total-mente equivalentes.

2 Para facilitar la comprensión de mis asertos, me permito citar de nuevo dicha nota: Barry Commoner, Th e Clo-sing Circle, Man and Technology. Ban-tam, Nueva York, 1971. Citado por Christopher Belshaw, Environmental Philosophy: Reason, Nature and Human Concern. McGill-Queen’s University Press. Montreal & Kingston, 2001. Bel-shaw, matiza esta expresión, diciendo que “este pensamiento no signifi ca que la naturaleza tenga algún tipo de noción particular que corresponda a la de los valores que tienen los humanos, sino que, la naturaleza, en su conjunto, se cuida muy bien de sí misma”.

Nº 152 ■ CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA

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comento, la réplica del señor Reichmann entra de lleno en descalifi caciones sarcásticas de mi persona y de ciertos pasajes de mi texto, para las cuales no aporta, desgraciadamente, ar-gumento alguno. Me permiti-rán pues, tanto mi ilustre cen-surador como mis lectores que no las tome en consideración mas sí que indique que la ma-yoría de los asertos u opiniones que expongo en mi trabajo y que son objeto de esa displi-cente descalifi cación están sufi -cientemente documentados en las correspondientes notas a pie de página. No pretendo con ello incurrir en la falacia de la cita de autoridad, por lo que acepto y doy la bienvenida a cualquier argumento que contradiga, racional y justifi ca-damente, esas opiniones y ase-veraciones. Lamentablemente, tengo para mí que todo esto es algo de lo que adolece de for-ma notoria el texto de réplica al que intento responder (lo que no es tarea fácil, ya que no

hay argumentación dialéctica en la que apoyarse para ello)3.

Dicho lo cual, y saltando al

párrafo fi nal de la réplica, es de agradecer que mi amable desca-lifi cador, tras tildar mi artículo de “embestida ideológica no de-masiado bien informada ni fun-damentada” (según su opinión, que así deja constancia de ello), asevere que “muchos ecologistas comparten –compartimos– su-puestos básicos del señor Pere-grín en lo que a ontología, epis-temología o ética se refi ere” (lo cual me sorprende, teniendo en cuenta que el autor de esta répli-ca se refi ere a mí, inopinada y chocantemente, como “crítico musical”. ¿Qué tendrá esto que ver con mi artículo?), aunque a

renglón seguido vuelva a ningu-near mi ensayo afi rmando que “ello [lo que dice que comparti-mos] importa poco en este caso”. Es difícil para mí entender, tras leer esto, por qué la réplica del señor Riechmann, en vez de re-ferirse, siquiera sea mínimamen-te, a las cuestiones importantes en toda discusión racional sobre el pensamiento ecológico –que son, muy en primer lugar, las ontológicas, epistemológicas y éticas– y en las que podemos en-contrar puntos de apoyo y arranque para un posible debate inteligible y coherente, se centre casi exclusivamente en descalifi -caciones ad hominem y en citas fuera de contexto de las adjeti-vaciones que más le han disgus-tado de mi texto, sea cual sea la razón de ello.

Fernando Peregrín Gutiérrez es miembro del panel de expertos (TEAP) de la UNEP (ONU) para el Protocolo de Montreal sobre la protección de la capa de ozono.

A VUELTAS CON EL PENSAMIENTO ECOLÓGICO

3 Aunque de menor calado, hay dos objeciones a las que me gustaría respon-der, si quiera sea en tono también menor y en esta nota a pie de página. Una es que mis fuentes son todas estadouni-denses, lo cual no es cierto. Considero que siempre he tratado de estudiar este asunto recurriendo a los textos académi-cos y revistas de pensamiento que se han ocupado con mayor rigor y objetividad de la fi losofía medioambiental (y no de los manuales de propaganda al uso de los movimientos ecologistas y partidos “verdes”) y a los libros y artículos de los pioneros, tanto de la ciencia de la ecolo-gía como de los movimientos ciudada-nos. Da la casualidad de que casi todos ellos están escritos en inglés o traducidos al inglés o sólo disponibles en inglés. La otra es mi uso del término “desarrollo sostenido” en lugar del más común “de-sarrollo sostenible”. Se debe a una sim-ple decisión personal, que no hay que compartir ni considerar necesariamente acertada. El adjetivo “sostenible” es una aporía y parece implicar la posibilidad de que se pueda llevar a cabo esa utopía (que es una utopía se ve de inmediato: no es posible el desarrollo sostenible de la población humana, por ejemplo. En mi citado artículo me explayo más dete-nidamente sobre esta cuestión, aunque me temo que no lo haya entendido bien

el profesor Reichmann a la vista de lo que me dice de los marcianos y de un tal Bush). El adjetivo “sostenido” es más realista, entre otras razones porque es lo que ha venido haciendo –más mal que bien, por cierto– la humanidad (o una parte importante de ella) desde sus inicios; y porque no se refi ere a una acti-vidad hipotéticamente realizable por los siglos de los siglos. Mas estoy dispuesto a aceptar que tal vez no haya sido una opción muy acertada si así se me hace ver y entender.

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81Nº XX ■ CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA

■ Hombres de la expoliación: vosotros que, por la fuerza o por la astucia, y con desprecio de las leyes o por medio de las leyes, engordáis con la sustancia de los pueblos; vosotros que vivís de los errores que propagáis, de la ignorancia que man-tenéis, de las guerras que encendéis, de las trabas que ponéis a las transacciones; vo-sotros, que ponéis tasa al trabajo después de haberle esterilizado; vosotros, que os hacéis pagar por crear obstáculos, a fi n de tener luego ocasión de que se os pague también por quitar una parte de ellos; manifestaciones vivientes del egoísmo en su peor sentido, excrecencias parásitas de la falsa política, preparad la tinta corrosiva de vuestra crítica; vosotros sois los únicos a quienes no puedo invocar, porque este libro tiene por objeto sacrifi caros, o más bien sacrifi car vuestras injustas pretensio-nes. Aunque deba amarse la conciliación, hay dos principios que no se pueden con-ciliar: la libertad y la coacción.

■ El ejemplo del hombre cuyo atolondra-do hijo rompe un cristal… Vendrá el vi-driero, hará su trabajo y cobrará seis fran-cos, frotándose las manos y bendiciendo en su fuero interno la torpeza del chico. Esto es lo que se ve. Mas, si por vía de de-ducción se quiere signifi car, como sucede con demasiada frecuencia, que es útil

romper los cristales porque de este modo circula el dinero fomentando la industria en general, habré de objetar que, siendo cierto que semejante teoría se ocupa de lo que se ve, pasa por alto lo que no se ve. No se ve que, puesto que nuestro hombre se ha gastado seis francos en una cosa, ya no los podrá gastar en ninguna otra.

■ De todo el bien atribuido al gasto pú-blico ya verificado, hay que descontar todo el mal derivado del gasto privado re-primido, a menos que se pretenda soste-ner la idea de que el ciudadano no habría empleado en nada los francos que supo ganar y que los impuestos le arrebatan. […] Cuando se trata de impuestos, hay que demostrar su utilidad con sólidos ar-gumentos, y no con el malhadado aserto de que ‘el gasto público hace vivir a la cla-se obrera’. Esta afi rmación tiene el defecto de disimular un hecho esencial, a saber, que el gasto público sustituye siempre al gasto privado, y que, en consecuencia, contribuye al sustento de un trabajador determinado, pero no aporta nada al be-nefi cio de la clase trabajadora considerada en su conjunto.

■ El proteccionismo benefi cia de un modo muy concreto; pero el mal que causa se di-luye en una masa sin contornos. Lo pri-

mero es sensible para los ojos; lo segundo sólo puede ser percibido por la mente. Jus-to lo contrario ocurre con la libertad.

■ Lo que confunde a los adversarios de las importaciones y de las máquinas es que las juzgan por sus efectos inmediatos y transitorios, en vez de buscar las conse-cuencias generales y defi nitivas. El efecto cercano de una máquina ingeniosa es que convierte en superfl ua, para determinados objetivos, cierta cantidad de mano de obra. Pero el efecto de aquélla no acaba ahí. Como se obtiene un producto con menos esfuerzos, se puede vender a un precio más bajo, pero lo que ahorran los compradores pueden invertirlo en la com-pra de otras cosas, con lo cual estimularán la mano de obra en general.

■ [Informe al rey que] propone prohibir a vuestros fi eles súbditos el uso de la mano de-recha. Señor, no nos infl ijáis la ofensa de pensar que hemos adoptado a la ligera una medida que, a primera vista, puede parecer extravagante. El estudio porme-norizado del régimen protector nos ha re-velado el silogismo en el que dicho régi-men se basa por completo: a más trabajo, más riqueza. Mientras más obstáculos haya que superar, más habrá que trabajar. Ergo mientras más obstáculos haya que

Siempre saludado como divulgador –Schumpeter lo llamó “el más brillante periodista económico de todos los tiempos”– el vascofrancés Claude Frédéric Bastiat fue probablemente el eco-nomista liberal más difundido en el siglo xix, también en Espa-ña, y denunció el intervencionismo con diestras sátiras como la famosa Petición de los fabricantes de velas que reivindican la pro-hibición legal de abrir las ventanas para fomentar la actividad y hacer frente a la “competencia desleal” de la luz del sol. Pero po-cos reconocieron que Bastiat fue no sólo un publicista sino tam-bién un pensador interesante, que desarrolló la noción smithiana de la mano invisible en lo que importa, que es, paradójicamente, el adjetivo. Subrayó la complejidad de los “órdenes extensos”, que diría Hayek, y reclamó atención, como tituló uno de sus en-sayos, a “lo que se ve y lo que no se ve” en el mercado, la socie-dad y la política. Un siglo más tarde repetirá esa misma idea Henry Hazlitt en su clásico La economía en una lección. En sus obras principales –Sofi smas Económicos (1845), Armonías Econó-micas (1850) y La Ley (1850)– Bastiat sostuvo que no era el

mercado libre sino su negación lo que equivalía a una lucha de clases (Marx le dedicó gruesos insultos) y atacó a los grupos de presión que aspiran a lograr privilegios a costa del pueblo, y a los políticos que presumen de fi lantropía cuando gastan el dinero ajeno. Defendió la propiedad privada, porque no era justo que la vulneraran ni una persona ni muchas, y también el carácter so-cial e igualitario del liberalismo, y rechazó la visión lúgubre de los socialistas que clamaban, como aún claman, que con menos Estado la sociedad se empobrece y degrada. Un fi rme enemigo de la esclavitud, el imperialismo, el nacionalismo y el militaris-mo, sostuvo que no era cierto que las cosas que el Estado hace no se harían o se harían peor si él no las hiciera, y subrayó que la hi-pertrofi a de la política intervencionista en tanto que “gran fi c-ción” mediante la cual todos aspiramos a vivir a costa de los de-más, no era dañina sólo para la economía, sino sobre todo para lo que es desde el punto de vista liberal mucho más importante: la moral, la justicia y la libertad.

Carlos Rodríguez Braun

C A S A D E C I T A S

FRÉDÉRIC BASTIAT (1801-1850)

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superar, se obtendrá más riqueza. ¿Qué es, en efecto, la protección, sino una aplica-ción ingeniosa y en su debida forma de este razonamiento?... Cuando los obreros de toda condición se vean limitados al uso de su mano izquierda, imaginemos, Se-ñor, cuántos harán falta para hacer frente a las necesidades del consumo actual… La enorme demanda de mano de obra se-guro que determinará una subida consi-derable de los salarios, y la pobreza des-aparecerá del país como por ensalmo.

■ Dado que, por un lado, todos nos diri-gimos al Estado con alguna demanda y, por otro, es innegable que el Estado no puede satisfacer a unos si no es a costa de otros, en espera de otra defi nición del Es-tado me creo autorizado a proponer la mía: … el Estado es la gran fi cción a través de la cual todo el mundo se esfuerza por vi-vir a expensas de todo el mundo.

■ La Personalidad, la Libertad y la Propie-dad, existen no porque los hombres hayan inventado leyes, sino al contrario; las leyes no se hicieron sino porque preexistían la Personalidad, la Libertad y la Propiedad.

■ ¿Cómo averiguar su existencia [la del despojo por ley]? Muy fácilmente: exami-nando si la ley quita a unos lo que les per-tenece para dárselo a otros, a quienes no pertenece; examinando si la ley verifi ca en provecho de un ciudadano, y con perjuicio de los demás, un acto que aquél no podría verifi car por sí solo sin cometer un crimen.

■ Se desea no sólo que la ley sea justa, sino que sea también filantrópica. No basta con que garantice a todo ciudadano el libre e inofensivo ejercicio de sus facul-tades aplicadas a su desenvolvimiento físi-co, intelectual y moral; sino que se le exi-ge que derrame directamente el bienestar, la moralidad y la instrucción sobre el país. Este es el lado agradable del Socialismo. Pero estas dos tareas se contradicen: el ciudadano no puede ser y no ser libre al mismo tiempo. Monsieur de Lamartine me escribía en cierta ocasión: ‘Vuestra doctrina no es más que la mitad de mi programa; vos os quedáis en la libertad, y yo llego hasta la fraternidad’. Y yo le con-testé: ‘La segunda mitad de vuestro pro-grama destruirá la primera’. Y en efecto, yo no puedo en modo alguno separar la palabra fraternidad de la palabra volunta-ria. No puedo concebir la fraternidad obligada por la ley, sin que quede destrui-da por la ley la libertad, y hollada por la ley la justicia.

■ Haced que la ley sea religiosa, fraterni-taria, igualitaria, fi lantrópica, industrial, literaria, artística… y en seguida os halla-réis en lo infi nito, en lo incierto, en lo desconocido, en la utopía impuesta por la fuerza, o, lo que es peor, entre la multitud de utopías que pugnan por apoderarse de la ley e imponerse; porque la fraternidad y la filantropía no tienen límites fijos como la justicia.

■ El socialismo, por muy complaciente que sea consigo mismo, no puede desconocer que al fi n de sus sistemas y esfuerzos apare-ce el monstruo del despojo legal. Pero ¿sa-béis lo que hace?: lo disfraza ingeniosa-mente para que ni él mismo, si es posible, pueda conocerlo, y lo bautiza con los her-mosos nombres de fraternidad, solidaridad, organización y asociación; y porque noso-tros no pedimos tanto a la ley, porque sólo le pedimos justicia, supone que rechaza-mos la fraternidad, la solidaridad, la orga-nización y la asociación, y nos arroja a la cara el epíteto de individualistas.

■ El socialismo hace como la antigua po-lítica, de la que procede: confunde el go-bierno con la sociedad. Por eso cada vez que nos oponemos a que el gobierno haga una cosa, se fi gura que no queremos que la cosa se haga. Nosotros rechazamos la instrucción del Estado; luego, dice, no queréis la instrucción. Rechazamos una religión de Estado; luego, dice, no queréis religión. Rechazamos la igualación por medio del Estado; luego, dice, no queréis la igualdad, etcétera; que es lo mismo que si nos acusase de que no queremos que los hombres coman, puesto que no queremos que se cultive trigo por cuenta del Estado.

■ Es evidente que si los socialistas se dedi-can a buscar una organización artifi cial es porque piensan que la organización natural es mala o insufi ciente, y piensan que ésta es insufi ciente o mala porque creen ver en los intereses un antagonismo radical, pues de otro modo no recurrirían a la coacción… Y esto explica por qué, aun abrigando en su corazón una especie de fi lantropía senti-mental, destila odio de sus labios.

■ Cuando Robespierre solicita la dictadu-ra, no es sólo para rechazar al extranjero y combatir las facciones, sino para asentar por medio del terror y con preferencia al juego de la Constitución sus principios particulares de moral. Su pretensión llega-ba nada menos que a extirpar del país por medio del terror ‘el egoísmo, la sed de ho-nores, los usos, los cumplimientos, la

moda, la vanidad, el amor al oro, la ele-gancia, la intriga, el artifi cio, el lujo y la miseria’. Y sólo está dispuesto a consentir que las leyes recobren su imperio cuando haya realizado dichos milagros, que así, con razón, los llama. ¡Ah! Miserables, que os creéis tan grandes, y juzgáis a la huma-nidad tan pequeña, y queréis reformarlo todo, andad y reformaos a vosotros mis-mos, que no será escasa tarea.

■ Los servicios se cambian por servicios. …Industriales, abogados, médicos, funcio-narios, banqueros, comerciantes, marinos, militares, artistas, obreros, todos –a ex-cepción de los que roban– prestamos y re-cibimos servicios. Y como estos servicios recíprocos sólo son conmensurables entre sí, en ellos reside el valor, y no en la mate-ria y en los agentes naturales que éstos utilizan. No se diga, pues, como hoy se estila, que el comerciante es un interme-diario parásito. ¿Afronta o no una fatiga? ¿Nos ahorra o no un trabajo? ¿Nos presta o no un servicio? Pues bien, si nos presta un servicio, crea valor, exactamente igual que el fabricante.

■ La condición esencial para que se for-men los capitales es que toda persona esté segura de ser realmente ‘propietaria’, en toda la extensión de la palabra, de su tra-bajo y de sus ahorros. Propiedad, seguri-dad, orden, paz, economía: esto es lo que interesa a todo el mundo, y muy en parti-cular a los proletarios.

■ No es la propiedad la que debe respon-der de la desoladora desigualdad que constatamos en el mundo, sino su princi-pio opuesto, la expoliación. Que es la que ha desencadenado en nuestro planeta las guerras, la esclavitud, la servidumbre, el feudalismo, la explotación de la ignoran-cia y la credulidad públicas, los privile-gios, los monopolios, las restricciones, los préstamos públicos, los fraudes mercanti-les, los impuestos excesivos y, por último, la guerra al capital y la absurda pretensión de vivir y desenvolverse cada uno a expen-sas de todos.

Carlos Rodríguez Braun es catedrático de Histo-ria del Pensamiento Económico en la Universidad Complutense. Autor de Panfl etos liberales y del es-tudio preliminar de La Ley, de F. Bastiat.

CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA ■ Nº 152

FRÉDÉRIC BASTIAT 18011850