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Colección Ideas en debate

Serie Historia Antigua-Moderna

Director de serie

José Emilio Burucúa

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Página web: www.minoydavila.com Mail producción: [email protected] Mail administración: [email protected]

En España: Parque empresarial La Garena C/Galileo Galilei, 14 (28806) Alcalá de Henares, Madrid. En Argentina: Miño y Dávila srl Tacuarí 540 (C1071AAL) Buenos Aires.

Revisión técnica: Ana Mallea Ilustración de cubierta: San Buenaventura catedrático. Bergamo, Accademia Carrara. Diseño gráfico general: Gerardo Miño

ISBN rústica: 978-84-15295-34-1 ISBN encuadernado: 978-84-15295-35-8

De la primera edición: © 2005, Miño y Dávila srl (agosto 2005) De la presente edición: © 2014, Miño y Dávila srl/Miño y Dávila sl (segunda edición, febrero de 2014) Propiedad intelectual: registrado bajo nro. 193105

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización

de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Impreso en Buenos Aires, Argentina.

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2 a E D I C I Ó N A M P L I A D A

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A mis maestros y a mis alumnos de la Universidad de Buenos Aires,

con inalterable gratitud

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ÍNDICE GENERAL

Presentación ................................................... 11

Léxico ................................................................. 19

Sentencias ........................................................ 723

Bibliografía .................................................... 799

Índice de términos ......................................... 801

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PRESENTACIÓN

“... suscepi opus quidem a multis aliis iam pridem elaboratum, a me quoque nuper per spatium circiter decem annorum, prout potui adauctum et accumulatum [...] quantum deus donaverit adhuc superaddere pertemptabo [...] Qui, si malivoli non fuerint, leni suavissimoque docente magistro, per hanc ac veram potuerunt provehi sapientiam...”.

Papias (siglo XI)

Elementarium doctrinae erudimentum. Prologus

Para esta segunda edición sigue vigente lo dicho en la presen-tación de la primera, es pecialmente, en lo que concierne a la advertencia de que la presente obra es, como todo léxico, un instrumento de consulta ocasional. Quienes tuvieron ocasión de acercarse a edición anterior, pudieron notar que nada aña-

de, como tampoco ésta, a lo que la literatura especializada en cada tema ofre-ce ni aun, en muchos casos, a lo que registran diferentes diccionarios enciclopé-dicos de filosofía. En este sentido se impone la mención especial del Dicciona-rio de Filosofía de Ferrater Mora y, sobre todo, en lo que concierne al apéndice de sentencias, la de la Enciclopedia Filosofica di Gallarate. Pero en diccionarios y enciclopedias filosóficas que se suelen utilizar se encuentra incluido en otros contextos y disperso el material exclusivamente medieval que aquí se ofrece. No se pretende de ningún modo hacer un tratamiento monográfico en las entra-das principales: tratándose de la Edad Media, ello implicaría volúmenes enteros y constituiría otro tipo de trabajo, necesariamente colectivo. Quien está prepa-rando, por ejemplo, una tesis sobre un autor escolástico determinado, termina por dominar su terminología. Ese lector potencial no sólo no hallará notas no-vedosas en este Léxico, sino que aun echará de menos precisiones y matices que él o ella ya ha captado en el transcurso de su investigación. Pero, en compensa-ción, podrá encontrar resumidas las acepciones que tienen en otros autores los

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términos que maneja en su trabajo. Y surgirán así confrontaciones sugerentes que le permitirán iluminarlo y enriquecerlo. Por esta razón, nos hemos negado a construir este Léxico en torno de un solo autor, tarea por lo demás, que, en muchos casos, ya ha sido hecha por especialistas hace largo tiempo.

Con todo, el hecho de haberse agotado la primera edición en el lapso de pocos años, nos hace suponer que, dentro de las limitaciones señaladas, la obra se ha revelado de utilidad.

En esta segunda presentación, insistimos, pues, en los objetivos que anima-ron la primera: de un lado, brindar una síntesis de las líneas generales según las que han sido tratadas las grandes cuestiones en la Edad Media; de otro, incluir términos técnicos que no siempre son de fácil acceso. Así, este Léxico está he-cho para traductores, para los que no son especialistas en el área sino investiga-dores de otras conexas y hayan de imponerse de las acepciones medievales de los términos latinos que la filosofía suele emplear; pero también, y principalmen-te, como herramienta inicial para quienes comienzan a adentrarse en ese vas-to campo de la filosofía medieval. Los primeros podrán encontrar algunas suge-rencias de traducción y la aclaración del sentido de ciertas palabras y expresio-nes que, por poco conocidas, presentan a veces problemas a la hora de verter-las al español; a los segundos les acerca una síntesis muy apretada de cada tema, evitándoles destinar demasiado tiempo en rastreos que los distraen de su espe-cialidad; para quienes se inician en los desarrollos la filosofía de este período, se propone procurar -y es de esperar que la pretensión no sea excesiva- un elemen-to que permita, mediante sus frecuentes remisiones internas, una impresión ge-neral del pensamiento medieval.

Es sabido que dicho pensamiento ha sido tejido sobre un bastidor teológi-co. Por eso, no se han eludido términos como “gratia” o “praedestinatio” para cuya síntesis ha sido imprescindible recurrir a las secciones históricas en el Dic-tionnaire de Théologie Catholique. Con todo, dada la índole de este Léxico, só-lo se han incluido aquellas nociones de teología que resultaban insoslayables pa-ra la comprensión de discusiones filosóficas habidas en la Edad Media. Alguna se ha añadido a esta nueva versión, por ejemplo, resurrectio, puesto que ayuda a comprender el tratamiento de temas filosóficos como el cuerpo y la muerte. En el caso particular de este último artículo, y a modo de ejemplo a tener en cuenta para muchos de los restantes, se ha hecho explícito por única vez el movimien-

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to de mutuo enriquecimiento y estímulo que guardan la Filosofía y la Teología en la Edad Media.

También se han incluido vocablos que pertenecen, por ejemplo, a la física de la época, puesto que, circunstancialmente, pueden intervenir en textos que abordan problemas filosóficos. Otro tanto cabe decir del vocabulario propio de la Gramática. Respecto de esta última, se tratan temáticamente no sólo térmi-nos como substantivum; se incluyen aún preposiciones, especificando en este ca-so no todas las acepciones de cada una sino los matices semánticos que más im-portan en el discurso medieval y que son a veces decisivos a la hora de captar el significado exacto de un párrafo filosófico.

En esta segunda edición se ha prestado más atención a los términos relati-vos a ese instrumento imprescindible de todo medievalista: la paleografía. Aun cuando no forman parte de lo conceptual, son una herramienta para acercarse al pensamiento medieval. De hecho, se ha optado por incluir esos términos so-bre la base de una convicción que los años han confirmado no obstante las per-manentes revisiones. Y es la que ve en el abordaje del estudio de la Historia de la Filosofía, al menos en la Edad Media, tres niveles: el primero es el filológico; es aquel que fija los textos, o sea, el que nos permite estar razonablemente seguros de que eso y no otra cosa es lo que San Agustín, por ejemplo, efectivamente es-cribió. El segundo es el hermenéutico, esto es, el plano central, aquel en el que se interpreta, se lee de determinada manera lo que fue escrito por el Hiponen-se, después de haber dejado atrás las dudas acerca de posibles falsas atribucio-nes. El tercer plano es el histórico, en el que se intenta ponderar dónde, en qué medida y cómo gravitó ya no la letra agustiniana sino el agustinismo, que se fue conformando a lo largo de los siglos, en la constitución de la mentalidad occi-dental. Desde luego, todo léxico se basa sobre el segundo de estos niveles. Pero, así como en éste al menos se hacen alusiones al tercero, indicando el desarrollo post-medieval de conceptos, de tesis y de líneas de pensamiento, también se ha resuelto acercar algunos elementos del primer plano, el relativo a la imprescin-dible documentación, a esos manuscritos que, de un lado, ponen límite a la ar-bitrariedad interpretativa; del otro, sientan las bases sobre las que se puede eri-gir cualquier tesis en esta especialidad. Atender a la literalidad es, pues, inclinar-se sobre la obra de un autor y, por ende, respetarlo.

En el último de estos niveles que se sustentan uno a otro, en el histórico, y más allá o más acá de los usuales problemas de periodización, esto es, cuales-

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quiera sean los límites que se le asignen, hay que considerar que la Edad Me-dia conforma el más largo trecho en la historia del pensamiento occidental. Es el tramo en el que las nociones fundamentales concebidas por los antiguos aca-baron de fraguarse y nos determinaron en lo que somos; definieron -seamos de ello conscientes o no- el enfoque central de nuestra visión del mundo y del hombre. Para quien se interesa en la evolución de la filosofía en Occidente, el conocimiento del período medieval es, pues, imprescindible, no sólo porque, como la Naturaleza, la Historia no admite saltos, sino también porque, parafra-seando a Gilson, no nos desharemos del pasado que nos constituye mediante el fácil trámite de ignorarlo.

La mención de lo que hoy llamamos “Occidente” impone una salvedad: de ninguna manera se desconocen en esta obra los dos anchurosos ríos que conflu-yen en el pensamiento filosófico de la Edad Media cristiana: el musulmán y el judío. Es sólo que se trata de un léxico de términos técnicos latinos y lo que se ha pretendido es indicar el significado que de cada uno de ellos quedó fijado en los textos medievales, muchas veces después de haber asumido e integrado acep-ciones que no se heredaron del mundo greco-romano sino que se fraguaron en diálogo con autores árabes, sirios, judíos...

Se trata de un pasado vivo, cuya riqueza es todavía hoy, aun para tantas per-sonas cultas, insospechada. Y lo es, entre otras cosas, por las dificultades que presenta su acceso. En tal sentido, los textos filosóficos medievales se asemejan a las castañas de la Europa en la que también ellos florecieron, abonados tan-tas veces por los preciosos aportes mediorientales a los que se acaba de aludir: son nutritivos, pero muchas veces, aunque no siempre, ásperos por fuera; por momentos, hirsutos. Es esa dificultad -sobre todo, la que proviene de los tec-nicismos que son propios de su preciso latín- la que este trabajo quisiera ayu-dar a superar.

Desde el punto de vista de la autora, subsiste ese cierto sabor amargo que se confesaba ya en la presentación de la primera edición. Resta el hecho -cabe reiterarlo- de que ningún colega especialista en un tema determinado encontra-rá satisfactorios los artículos que más le interesen. El medievalista sabe o, por lo menos, sospecha, todo lo que no ha podido transmitir, los matices de los que debió prescindir en pro de la síntesis. Pero, particularmente, si, como en este ca-so, ha dedicado gran parte de sus esfuerzos a la docencia, también sabe que lo

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esencial de esa función es incitar a ejercer la más humana de las actividades: la de pensar dialécticamente, con los otros. Mejor aún si de esos otros nos sepa-ran tantos siglos, puesto que la diferencia entre sus categorías y las que hoy ma-nejamos nos obliga a ampliar nuestro horizonte mental, a ensayar el esfuerzo de imaginar otra perspectiva. Ese ejercicio apasionante de libertad y de imagina-ción se ha de completar con el rigor de la precisión exigida particularmente por los autores medievales a todo aquel que quiera acompañar su paso; de ahí la im-portancia de lo filológico y la atinencia al manuscrito de la que se hablaba. Es posible que quien lo intente no se sienta seducido en principio por tal discipli-na. A cambio de la seducción inicial -que se da de manera tan frecuente y tan justificada con los filósofos de la Antigüedad- los de la Edad Media proponen una serena y sólida amistad, de las que se van anudando lentamente.

De lo que se trata, pues, es de comenzar a construirla. Como toda amistad, sólo puede fundarse en la escucha reiterada y atenta de la palabra del amigo a quien se intenta conocer mejor. Este Léxico quiere ayudar a comprender esa pa-labra, ese lenguaje; pero en ningún caso se propone reemplazar lo insustituible del diálogo personal con los textos. Por el contrario, desea convertirse en una puerta entreabierta hacia ellos, al allegar claves de lectura que después serán afi-nadas en la insoslayable frecuentación personal de las obras. Respecto de éstas, y dado que se pretende abrir pistas, en muchos artículos sólo se indican unas po-cas, porque ellas, a su vez, remitirán al lector a lugares paralelos o a otros textos con los que su autor polemiza. Por eso, se prefirieron escritores como Agustín y Tomás de Aquino, ya que representan los momentos de síntesis de la Patrís-tica y la Escolástica, respectivamente. Se optó también por aquellos títulos de obras plenas, a su vez, de remisiones, en las que, como en la Suma Teológica de Tomás, no sólo culmina el tratamiento de un determinado problema en la ple-nitud del siglo XIII sino que también se resume su evolución histórica. Preci-samente por respeto a esta última no pocos artículos comienzan indicando su-cintamente qué rasgos antiguos recupera la Edad Media en la noción de la que cada uno trata, y/o terminan sugiriendo cómo ella se modifica en la transición hacia la Modernidad. De esta manera, se procuró subrayar la especificidad del pensamiento medieval. Por otra parte, quizá se considere que la lista de entra-das es de corte enciclopédico y que excede el ámbito filosófico; en este sentido, se ha de tener en cuenta que la noción de filosofía en la Edad Media era mucho más amplia de lo que es en la actualidad y que la comprensión de sus textos exi-ge muchas veces la de voces ajenas a los tecnicismos que hoy llamamos “filosó-

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ficos”. En todos los casos, aun sacrificando salvedades, se ha seguido buscando -también en esta segunda versión- la concisión y, a la vez, una articulación in-terna lo más clara posible; de ahí que los artículos correspondientes a palabras complejas y fundamentales, como ratio, sólo registren las acepciones más gene-rales. En primer lugar, abordar todos los matices hubiera redundado en una ex-tensión excesiva; en segundo término, al proporcionar al lector los distintos pla-nos semánticos en los que se manejó el concepto en cuestión, se le da un indi-cio para determinar el significado exacto que puede adquirir en un pasaje se-gún su contexto. Con todo, no se ha podido ni querido prescindir de constan-tes remisiones externas.

Este Léxico trata así de reflejar la sistematicidad y coherencia del edificio conceptual de la Edad Media. A este objetivo también obedece la decisión de mantener, inclusive ahora acrecentado, el apéndice con las sentencias, sobre cu-yas características se extiende la correspondiente introducción. Baste señalar aquí que ellas muestran la vinculación que guardan entre sí los pilares de ese edificio, es decir, los conceptos fundamentales de la filosofía medieval: las sen-tencias los enlazan diseñando una suerte de plano de tan colosal construcción. Al introducir a las sentencias, nos hemos demorado algo más en el estilo del la-tín medieval. La palabra -conviene recordarlo una vez más- es el éthos del hom-bre. Por eso, internarse en un mundo lingüístico es adentrarse en los vericue-tos de esa morada, sabiendo, no obstante, que la palabra siempre se detiene en el umbral del ser.

Desde esa fuente de inspiración que fueron las Etimologías de Isidoro de Se-villa, los mismos maestros medievales emprendieron laboriosamente la redac-ción de léxicos, llegados hasta nosotros como testimonio apretado y precioso de su visión de la realidad. Como la de Isidoro, nuestra época asiste al cierre de un ciclo histórico y a la dolorosa apertura de uno nuevo. Es en esos momen-tos cuando se imponen las tareas de síntesis, de revisión de lo que ya concluye y de las etapas anteriores que llevaron a tal desenlace, con el objeto de capitali-zarlas en una renovada energía intelectual consciente de sí. De ahí las observa-ciones que, en sus prólogos, expresan los glosarios de Hugutio, Brito, Papías. El pasaje de este último autor, que se ha elegido como epígrafe para esta Presenta-ción, también de la segunda edición atiende más a las intenciones que anima-ron su trabajo y a las circunstancias que lo rodearon. A ellas, pues, en las con-cernientes al nuestro.

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Fruto de un esfuerzo que no ha podido ser continuo, tampoco en lo que hace a su segunda versión, este Léxico se ofrece, en suma, como aporte, no a especialistas que ciertamente no desconocen los vocabularios específicos, sino a estudiosos y estudiantes. De hecho, en mis épocas de tal, eché de menos te-ner a la mano un instrumento sencillo, de estas características, que oficiara de brújula en la selva de textos aparentemente desalentadores por su complejidad. Quien fuera mi maestro de Escolástica y un profundo conocedor de ella, el Pro-fesor Omar Argerami, de la Universidad de La Plata, me sugirió entonces redac-tar una lista de términos claves con las correspondientes definiciones. Paulatina-mente, ellas me fueron abriendo a la “gran claridad” de la Edad Media. Cuan-do, a lo largo de la actividad docente en esta especialidad, advertí que en los alumnos se reiteraban mis dificultades de los comienzos, resolví poner a su dis-posición esas páginas borroneadas que los años, las lecturas y las permanentes correcciones habían multiplicado hasta el límite de lo manejable.

Para esta edición se ha añadido más de un centenar de entradas y se rehizo o se modificó levemente poco menos de la mitad de esa cifra, en general, me-diante algún agregado. Las que más se han reformulado son las relacionadas con los grandes debates de la Escolástica: el problema de la eternidad o no del mun-do, el de la pluralidad o no de la forma substancial en el hombre, y el de la uni-cidad o no del intelecto agente.

Después de haber revisado la primera edición en la preparación de la pre-sente, después de retoques, expurgaciones, correcciones y añadidos, se ahondó la conciencia de que los artículos que siguen son inevitablemente perfectibles. Es con cierta resignación, pues, como cedo a la sugerencia de una segunda edi-ción por parte de los editores, Pedro y Gerardo Miño, que con obstinado espí-ritu de empresa, persiguen la excelencia en un país que raramente la busca. Pe-ro eso los hace merecedores de su hermoso oficio. Por otra parte, citando a Al-fonso Reyes, Borges escribió alguna vez que lo malo de no publicar los trabajos estriba en que se va la vida en corregirlos. A propósito de libros, quiero mencio-nar aquí al personal de la biblioteca humanística de la Università degli Studi di Firenze, en especial, a Margherita Loconsolo: con su habitual generosidad, me ha allanado el acceso al material bibliográfico necesario para este Léxico ya des-de el primer intento de redacción.

Silvia Magnavacca

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Mi agradecimiento va también a los alumnos de la Universidad de Buenos Aires, quienes -en la inmensa mayoría de los casos, sin saberlo- me incitaron a hacer esta invitación al pensamiento de la Edad Media. Pero, sobre todo, quie-ro expresar mi gratitud a alumnos, ex alumnos y colaboradores de la cátedra de Filosofía Medieval de la UBA. Reitero los nombres mencionados en la primera edición por las razones que entonces hice explícitas: Carla Llopis, Carolina Fer-nández, Antonio Tursi, Julio Castello Dubra, Diana Fernández, además de los de mis colegas, Ana Mallea, y, sobre todo, José Emilio Burucúa. Más que nunca ahora, cuando inicio mi retiro del claustro, sigue siendo un grato deber mencio-nar a Claudia D’Amico, que alguna vez fue mi discípula y que volcó en el voca-bulario cusano de esta nueva edición lo investigado en los últimos años.

Otros discípulos se sumaron a los de entonces y también aportaron lo su-yo, por lo que les adeudo reconocimiento: Gustavo Fernández Walker, Natalia Jakubecki, Marcela Borelli, Julián Barenstein y Paula Pico Estrada.

La memoria de mi padre, de quien espero haber heredado al menos en par-te la capacidad de trabajo, me acompañó y me sostuvo a lo largo de muchos años. Entre la primera y la segunda edición de esta obra, han iniciado su via-je definitivo María Antonia, mi madre, y Cecilia, mi hermana, que ahora habi-tan -como diría Régine Pernoud- aun más allá de la luz. Este Léxico es, desde luego, demasiado poco para ofrecer en su memoria; no lo es, en cambio, el en-trañable amor que les profeso ni mi gratitud por la gozosa amistad que disfru-tamos en este mundo.

Silvia Magnavacca

Buenos Aires, primavera de 2013

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A. Como primera vocal de la palabra affirmo, se usó en Lógica para indi-car la proposición universal afirmati-va. Su carácter, como el de la vocal E (véase), que señala la universal negati-va, aparece sintetizado en el verso de Pedro Hispano: “A affirmat, negat E, sed universaliter ambae” (Summ. Log., 1, 21 y 4, 18). Otra formulación tra-dicional de lo mismo es “Asserit A, negat E, verum generaliter ambo”. Re-cuérdese que en todos estos casos se deben emplear las mayúsculas.

a-ab. 1. Preposición de ablativo, a la que se añade la letra b ante vocal o consonante líquida. Puede referirse a: 1. lugar: en este orden, señala, ya sea en sentido real o figurado 1.1. punto de partida; 1.2. lugar desde donde; y, sobre todo, origen o procedencia, co-mo en la expresión ab alio. También puede indicar la acción de 2. apar-tarse, como en deterrere a peccato. 3. tiempo a partir del cual, como en ab initio; 3. indica la persona de quien se solicita algo, como en petimus a magistro; 4. con verbo en voz pasi-va, introduce al agente, por ej., a Deo creatum; 5. tampoco es infrecuente que aluda a una causa. Cualquiera de estos dos últimos sentidos, sólo dis-cernibles por el contexto se encuentra en la expresión a Deo creatum.

a contrario. Esta locución, así co-mo a pari, designan formas opues-tas de demostración. Se demuestra a pari cuando, dados o supuestos ante-

cedentes idénticos, se infieren idénti-cos consecuentes. Por ej., si X, como político, tiene el deber de velar por el bien común, Y y Z, en cuanto que son también políticos, tienen el mis-mo deber. En cambio, se demuestra a c. cuando, supuestos antecedentes contrarios, se infieren consecuentes contrarios. Por ej., si X, que está en uso de sus facultades mentales, es ci-vilmente responsable, Y y Z, en cuan-to dementes, no lo son. Si bien estas clases de demostración abundaron en la práctica jurídica durante la Edad Media, no es infrecuente encontrarlas también como formas de argumenta-ción filosófica.

a digniori. Es término equivalente de a potiori (véase). Algunos autores, co-mo Buenaventura, lo prefieren a este último. Así, señala, por ej., “Denomi-natio debet fieri a d.; dicendum quod non est verum, nisi in eo, in quo illud, quod minus dignum est, conformatur digniori” (In I Sent. XIV, q. 1, a. 1).

a fortiori. Esta expresión, que se sue-le traducir por “tanto más”, deter-mina una forma de razonamiento. Tal determinación puede ser genéri-ca o específica. En el primer sentido, una argumentación se denomina a f. cuando uno o varios de sus enuncia-dos refuerzan la verdad de la proposi-ción que se intenta probar; por ej., “si los animales superiores se adaptan a la naturaleza, a f. también puede ha-cerlo el hombre”. En este uso gene-

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ral, el argumento a f. no se conside-ra probatorio en sí mismo, sino que apunta a la verosimilitud, añadiendo una razón a lo sostenido, con el ob-jeto de neutralizar posibles objecio-nes. En su sentido más específico, y de mayor fuerza demostrativa, indi-ca un razonamiento comparativo y transitivo, del tipo “A es mayor que B; B es mayor que C; a f. A es mayor que C”. No se ha de confundir con a potiori o a digniori (véanse).

a pari. Cf. a contrario.

a parte ante-a parte post. Locucio-nes muy usadas durante la Escolásti-ca, aluden, respectivamente, a lo que antecede y a lo que sucede a algo. Así, por ej., un cuerpo, que ha sido gene-rado y que es corruptible, tiene un término a p.a. y a. p.p.; en cambio, el alma humana, que se concibe creada pero inmortal, tiene un límite a p.a. pero no a p.p.

a parte rei-a parte mentis. Expre-siones escolásticas que caracterizan la consideración que se hace teniendo en cuenta la realidad o el pensamien-to referido a ella, respectivamente. En Duns Escoto, en particular, a p.r., o, como también se la llama, ex natura rei, refiere a una clase una distinctio (véase distinctio, in fine).

a perfectiori. Cf. a potiori.

a posteriori. Cf. a priori.

a potiori. Equivalente de a digniori o a perfectiori, esta expresión indi-ca la definición que se hace conside-rando lo más noble, digno o perfecto de la cosa definida. En las definicio-nes clásicas, hechas por género próxi-mo y diferencia específica, lo a p. está dado en esta última. Ejemplo típi-co al respecto es la del hombre como

animal “rationale”. En otros térmi-nos, la definición o aun la denomina-ción a p. es la que se hace ab illo quod est principalius. Tomás de Aquino re-cuerda su origen aristotélico en S. Th. I-II, q. 25, a. 2, ad 1. Conviene ad-vertir, con todo, que si bien esta clase de denominación o definición se to-ma del acto de la cosa denominada o definida, lo a p. no debe contradecir aquello que se encuentra en lo deno-minado o definido; por ej., el hecho de que se indique que el hombre es racional no significa que sea un pu-ro espíritu.

a priori-a posteriori. Las nociones a las que aluden estos términos –o sus equivalentes griegos– se originan en la Antigüedad y, atravesando la Edad Media, llegan y se afirman en el pen-samiento moderno y contemporá-neo, en el que son más frecuentes. Con todo, en cada una de estas eta-pas adquieren matices específicos. En el pensamiento antiguo, la distinción entre lo primero y lo posterior se re-fería sobre todo a la naturaleza mis-ma de las cosas y, consecuentemente, a la del conocimiento. La Edad Me-dia –en particular, durante la Escolás-tica– retomó esta relación, haciendo hincapié en el aspecto epistemológico de esta distinción. Así, se prestó aten-ción al pasaje aristotélico de An. Post. I, 2, 72a 1 y ss., donde el Estagirita es-tablece la siguiente diferencia: de un lado, señala lo que es absolutamen-te anterior y más cognoscible, en el sentido de más digno de ser conoci-do, aunque su conocimiento sea más arduo en la medida en que está más alejado de la sensación; de otro, lo que es anterior para nosotros, es de-cir, aquello que, por estar más próxi-mo a la experiencia sensible, viene primero en el orden natural de nues-

a pari

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zelus. El valor positivo asignado al celo tiene origen escriturario. A pro-pósito de la expulsión de los merca-deres del templo por parte de Cristo, el evangelio de Juan relata que los dis-cípulos, al verlo, recordaron que esta-ba escrito “El celo de tu Casa me de-vorará” (Ps. 69, 9). Por otra parte, el Pseudo Dionisio escribe que Dios es llamado “celoso” (zelotes) a causa del mucho amor que tiene a lo existente. Retomando esta línea, pero ya en sus consideraciones antropológicas y filo-sóficas, los autores medievales conci-bieron el celo como proveniente de la intensidad del amor. Ahora bien, se-gún una de las caracterizaciones agus-tinianas, el amor es, fundamental-mente, un movimiento que se diri-ge hacia determinado objeto (cf. De div. quaest. 35). Así pues, los escolás-ticos entendieron que cuanto más in-tensa es la dirección de esa potencia, más fuertemente repele todo lo que es contrario a ella; de ahí que el amor intenso trate de excluir o rechazar lo que se le opone. En tal movimien-to reactivo consiste precisamente el z. En el amor concupiscente (véase amor), esto se da como repulsa de to-do lo que impide la consecución o el gozo pacífico del objeto amado, co-mo el amante respecto de la amada, o como el que ama la gloria se opone a quien parece aventajarlo, que es el ce-lo propio de la envidia. En cambio, en el amor de amistad, el z. se da co-

mo rechazo a aquello que es contrario al bien del amigo: de él, pues, se dice tener celo. De esta manera se expresa, por ej., Tomás de Aquino (cf. S. Th. I-II, q. 28, a. 4). Otra cuestión vincu-lada con el término que nos ocupa es la referida a su distinción respecto de la envidia (véase invidia). Al respecto, el mismo Tomás señala que el z. se es-fuerza en la emulación para obtener un bien; en cambio, la invidia se em-peña en que los demás no lo obten-gan (cf. De malo q. 10, a. 1).

zeugma. Entre los gramáticos medie-vales, se denomina así una forma de enlace. Es una figura de construcción gramatical que consiste en la elipsis en una oración de un término enun-ciado en otra contigua.

zodiacus. En la perspectiva medie-val, se designó z. al último de los or-bes concéntricos (véase orbis). Por es-ta razón, se lo conoció también como circulus maximus. Se divide en do-ce partes llamadas dodecatemoria, de aproximadamente 15° cada una. Co-rresponden a las constelaciones que se toman como punto de referencia pa-ra fijar la situación del sol en su curso anual aparente. Son: Acuario, Piscis, Aries, Tauro, Géminis, Cáncer, Leo, Virgo, Libra, Escorpio, Sagitario, Ca-pricornio. El z. es, pues, la zona celes-te en que está contenida la Ecliptica u orbita solis.

Z

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SENTENCIAS

Nota preliminar

A manera de complemento del Léxico, se añade aquí una selección de sentencias escolásticas. La decisión de este agregado obedece a varias razones: en primer lugar, a un fin didáctico. De hecho, en ellas se ejem-plifica de modo muy sintético lo que se ha indica-

do en el cuerpo de este volumen como acepción o acepciones de algu-nos términos; el verlos incorporados en un contexto mínimo, contribu-ye a esclarecer sus respectivos significados y usos. La segunda razón es de carácter, por así decir, arquitectónico: como se señaló en la presen-tación de este volumen, los términos constituyen elementos esenciales, pero son las sentencias las que, por sí mismas, considerando su conte-nido, diseñan las columnas centrales de la estructura conceptual con la que la Edad Media vio la realidad. El tercer motivo es de naturaleza for-mal, pero no por ello se ha de tener por accesorio o prescindible: es sa-bido que, en las diversas etapas de la historia de la Filosofía, el modo de expresar un pensamiento dice mucho sobre su contenido y, por tan-to, es inescindible de él, precisamente porque revela en gran medida el modus operandi intelectual sobre el que dicho pensamiento se apoya.

Respecto de las cuestiones formales del latín escolástico, es insosla-yable una famosa referencia histórica. Un lugar tan común cuanto in-

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fundado es el que repite que la luminosidad del Humanismo renacen-tista vino a despejar la supuesta oscuridad de la Edad Media. Corría el año 1485 y, en un clima de nostalgia platónica, el humanista Ermolao Barbaro dedicaba sus esfuerzos a traducir las obras aristotélicas en “ele-gante” forma latina, convencido de que sólo el brillo del estilo confiere a un autor fama inmortal. En este período dirige a Pico della Mirandola una carta en la que, tangencialmente, ataca a los escolásticos, calificán-dolos de rudi, inculti et barbari. La respuesta piquiana no se hace espe-rar, suscitándose así entre ambos una célebre polémica que, según algu-nos intérpretes, versa sobre Retórica y Filosofía.

Sea de ello lo que fuere, la epístola de Pico del 3 de junio de dicho año constituye una suerte de manifiesto que se conoce como de genere dicendi philosophorum. El mismo Ermolao le proporcionó involuntaria-mente ese título al referirse, al comienzo de su réplica posterior, a la “litem et controversiam veterem inter nos et illos de genere dicendi philosophorum”. En la respuesta, Pico recoge las acusaciones de su corresponsal a los fi-lósofos “bárbaros” y, con abierta ironía, se lamenta de haber desperdi-ciado seis de sus mejores años: descuidando el estudio de las bellas le-tras, se ha dedicado, en cambio, a frecuentar la lectura de Alberto Mag-no, Tomás de Aquino, Duns Escoto, Averroes; en fin, todos esos “bár-baros” que “tenían a Mercurio en su corazón, si no en los labios”. Con todo –continúa– si alguno de ellos volviera a la vida, siendo como eran expertos en argumentar, podría defender su caso. De esta manera, Pi-co apela al recurso literario de no enfrentarse directamente con Ermo-lao: pone en boca de un imaginario acusado la defensa de la filosofía es-colástica y del latín en que ésta se expresa. No obstante, más allá de esta cortesía, se revela el verdadero pensamiento piquiano al respecto, que se podría sintetizar como sigue:

En primer lugar, el valor de la Filosofía, de la Escolástica en particu-lar, no radica tanto en la forma en que se presenta cuanto en su objeti-vo mismo que es dilucidar las razones de lo humano y lo divino. Así, la gloria de los filósofos se adquiere “ubi non de matre Andromaches, non de Niobis filiis, atque id genus levibus nugis, sed de humanarum divinarumque rerum rationibus agitur et disputatur...”.

En segundo término, en la investigación de dichas razones, la filo-sofía “bárbara”, lejos de merecer la acusación de ruda u oscura, ha sido tan aguda que hasta se la tilda de excesivamente escrupulosa, si es que se

Léxico Técnico de Filosofía Medieval

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puede serlo demasiado en esta clase de búsqueda; pero los caminos que conducen a la majestad de lo verdadero son estrechos y carecen del en-canto de la mollitudo. El encantamiento de esta última constituye el ar-ma peligrosa con que el rhetor seduce a la multitud, la que experimenta, en cambio, horror ante la casta exigencia de la filosofía. La misión de la filosofía consiste en conocer la verdad y demostrarla, sin trampas artifi-ciosas, a los pocos capaces de mirar algo en profundidad.

En tercer lugar, si se admite que el latín filosófico de los escolásticos no debe ser elegante, pero que, sin embargo, debe ser latín, la cuestión radica, entonces, en decidir qué es buen latín y si éste se reduce exclusi-vamente o no al estilo romano. Así, por ejemplo, en lugar de decir “a sole hominem produci”, los filósofos “bárbaros” utilizan la expresión “a sole hominem causari”, que es recusada por los retóricos en nombre del la-tín clásico. Sin embargo, esta segunda es correcta en la medida en que se ajusta mejor a lo que pretenden enunciar: aunque Pico no lo mencione explícitamente en su respuesta, los escolásticos tendieron a concebir la productio como acción que sólo concierne a aquellas artes cuyo carácter propio y fin radica en los objetos producidos, como mencionamos en el artículo correspondiente. El sol no es agente de un ars que tenga por objeto “producir” al hombre; sí es causa per accidens y remota en la ge-neración de éste. Una vez más, añadimos, basta leer lo señalado por To-más en S. Th. I, q. 115, a. 3.

En cuarto lugar, Pico anota que, en una lengua, la propiedad de los términos es determinada o bien convencionalmente por arbitrium, o bien por la índole misma de las cosas. En el primer caso, no se puede negar a los escolásticos su derecho de usar las voces latinas con un signi-ficado preciso en el que todos ellos concuerden. En el segundo, no es el rhetor sino el philosophus quien ha de erigirse en juez, puesto que es este último quien contempla y explora la naturaleza de la realidad. De este modo, contra la perspectiva y el criterio de Ermolao, Pico opta por asu-mir los que conciernen a la rectitudo y, en ella, la precisión semántica es más decisiva que los criterios de vuelo y brillo formales.

En quinto término, de iure, el Mirandolano concede que nada im-pide que se aúnen ambas cosas en el discurso filosófico. Pero aquí im-pone a su respuesta un sutil y tal vez subrepticio cambio de registro. En efecto, a partir de este momento, ya no habla de retórica y filosofía, si-no de eloquentia y filosofía, lo que, como también se ha anotado en los

Sentencias