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Concurso de Relatos - ANSES

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Concurso de Relatos (breves y no tan breves)

Volumen 1

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AUTORIDADESPresidenta de la Nación

Dra. Cristina Fernández de Kirchner

Director Ejecutivo de la ANSESLic. Diego Bossio

Concurso de Relatos Breves y no tan breves “Respeto es Amor”

1era Edición ANSESAv. Córdoba 720 – Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina.www.anses.gob.ar

Impreso en Noviembre de 2013

Queda hecho el depósito que establece la Ley 11.723.Libro de edición argentina.No se permite la reproducción total o parcial, el almacenamiento, el alquiler, la transmisión o la transformación de este libro, en cualquier forma o por cualquier medio, sea electrónico o mecánico, mediante fotocopias, digitalización, y otros métodos, sin el permiso previo y escrito del editor. Su infracción está penada por las leyes 11.723 y 25.446.

Respeto es amor. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : ANSES, 2013. v. OC, 634 p. ; 14x20 cm.

ISBN 978-987-27243-3-7

1. Narrativa Argentina. 2. Relatos. CDD A863

Fecha de catalogación: 18/09/2013

María Felisa, Etchave de Erbojo Respeto es amor / Etchave de Erbojo María Felisa ; María Belén Acuña ; Diego Hernán Farías ; con colabora-ción de Karina Juiz Ferro; dirigido por Pablo Cabás; ilustrado por Marisa Haedo; con prólogo de Diego Bossio. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : ANSES, 2013. v. 1, 315 p. ; 14x20 cm.

ISBN 978-987-27243-4-4

1. Narrativa Argentina. 2. Relatos. I. Acuña, María Belén II. Farías, Diego Hernán III. Juiz Ferro, Karina, colab. IV. Cabás, Pablo , dir. V. Haedo, Marisa, ilus. VI. Bossio, Diego, prolog. VII. Título CDD A863

Fecha de catalogación: 18/09/2013

Equipo de TrabajoDirección de Comunicaciones de ANSESDirector: Pablo Cabás

Emmanuel BossioEugenia BóvedaKarina Juiz FerroFrancisco Daniel MuñozVirginia Parrotta

Diseño de tapa: Marisa HaedoDiseño de interior: Carolina Pico

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PRÓLOGOCon un resultado sumamente exitoso tengo la alegría de presentar a ustedes el libro en dos tomos “Respeto es Amor”, producto de un concurso realizado desde la ANSES

a través de las redes sociales entre los meses de marzo y junio de este año. El objetivo que nos propusimos fue el de afianzar y enriquecer los vínculos entre los nietos y sus abuelos; eternizar la memoria, revalorizar los momentos vividos e incentivar a quienes tienen a sus abuelos a compartir cada día más tiempo con ellos.

La Administración Nacional de la Seguridad Social se consolidó como el orga-nismo principal en la implementación de políticas en materia de Seguridad Social. En abril de 2012, dimos inicio a la campaña “Valores”, que surgió a partir de la necesidad de informar acerca de las políticas aplicadas desde la ANSES para los adultos mayores, revalorizando a la vez el rol positivo que juega el adulto mayor en la sociedad, y especialmente en la vinculación con los miem-bros más jóvenes de la familia.

Así, con ese objetivo, hicimos foco en el valor Respeto, uno de los cuatro pilares más importantes sobre los que se cimentan las acciones de la ANSES: Respeto por las personas y por su calidad de vida; el resguardo del Futuro de las per-sonas, de la seguridad social y de la sociedad en su conjunto; el Amor por el prójimo, por el trabajo, por la vida; y el Trabajo como base del progreso y del bienestar de la sociedad y de cada uno de sus integrantes.

La repercusión de la convocatoria fue una victoria. A través del correo postal, el correo electrónico o por medio de Facebook y Twitter los relatos llegaron revelando historias muy sentidas, cargadas de afecto, cariño y reconocimiento a nuestros mayores; también recibimos muchas historias que planteaban de-mostraciones de amor inmenso hacia los nietos.

En ese baúl de recuerdos aparecieron otros vínculos, que nos representan fuertemente como argentinos: la familia, los partidos de fútbol, las andanzas en el campo, los mates de la mañana, la pasta del domingo, las añoranzas de la

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tierra, la complicidad entre nietos y abuelos, entre tantos otros. Y este libro fue escrito por ustedes, por personas a las cuales las motivó el objetivo de compar-tir una historia, de honrar a un ser querido.

Desde la ANSES seguiremos impulsando iniciativas que permitan fortalecer los lazos en nuestra sociedad y fomentar el reconocimiento para aquellos que han dedicado tanto a nuestro país; y en simultáneo, enfocar gran parte de nuestros recursos a las generaciones más jóvenes, nuestro presente y futuro.

Por más memoria, por más respeto y por más amor, trabajemos juntos por un país que fomente estos valores tan nuestros. Un país que no olvide sus esfuer-zos y sus recompensas. Gracias a todos por haber participado.

Lic. Diego BossioDirector Ejecutivo de la ANSES

GANADORES

Concurso de Relatos (breves y no tan breves)

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PRIMER PREMIO El abuelo que vivió en el monte

A Marcela y Gabriela, mis hijasY al recuerdo imborrable del abuelo Carlos, mi padre

María Felisa Etchave de Erbojo

Una historia contada desde el principio… Para poder comprender la magnitud de su final.

El abuelo Carlos había vivido en el monte y como suele suceder en esos luga-res sombríos y de árboles gigantescos, nunca pudo ir a la escuela.

Todas las mañanas, cuando el sol aún no brillaba sobre la tranquilidad verde del paisaje, él salía junto a sus padres y sus siete hermanitos, rumbo al campo en el que trabajaban.

En los pocos ratos libres que tenía le gustaba salir a pasear con Estrella, la ye-güita que le habían regalado.

Él le había puesto el nombre. Tal vez, porque los ojos como dos luceros de la yegüita le alumbraban la inmensidad del camino.

A veces, cuando la rapidez del galope y las ondulaciones del terreno lo hacían rodar por el suelo, Estrella se le acercaba y abriendo ligeramente el hocico, lo invitaba a continuar el viaje.

Otras veces, llegaban al trotecito hasta la laguna, y mientras él se entretenía mirando el color rojizo que toman las aletas de las tarariras cuando se asoman buscando aire, la yegüita se acomodaba a la sombra de un arbolito y alargan-

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do el labio superior, le demostraba sentirse a gusto.

Fue, quizás, junto a Estrella y en la soledad azul de las noches en el monte, donde el abuelo comenzó a crecer, en edad y en sabiduría.

A veces, ya muchacho, se miraba en los enormes ojos de la yegüita y haciéndo-la partícipe de sus sentimientos, se preguntaba: “¿Por qué tanta alegría cuando yo nací, si otros se morían de hambre y de frío?”.

Estrella se le acercaba y con esa sensibilidad que tienen los caballos para per-cibir el estado de ánimo de sus dueños, le demostraba compartir sus senti-mientos.

Otras veces, él dejaba escapar un sollozo que le oprimía el pecho y colocándo-se delante de la culpa, sin culpa, se lamentaba: “¡¡¡Qué caro haber nacido, si con eso abrevié la vida de mi madre!!!”

Porque la muerte temprana de su madre, no sólo había apagado su risa de niño, también lo había llevado a sentirse responsable de una muerte anticipa-da por la pobreza y por el abandono de quienes debían velar por ellos.

En esos momentos, Estrella se le acercaba y dejando escapar un relincho que parecía lamento, lo invitaba a caminar con esperanza hacia el futuro.

En esas noches de soledad azul en el monte, el abuelo aprendió a medir la altura del mundo y la profundidad del abismo. Se preguntó sobre el sentido de la vida y de la muerte. Sopesó los tiempos de risas y de llantos. Y también se midió a sí mismo.

Fue, quizás, en esos soliloquios, cuando decidió desplegar sus alas interiores, para tomar el camino que conduce a las estrellas.

Un camino que lo llevó a querer recuperar la infancia que no había tenido y a revivir al niño que llevaba dentro.

Un camino que lo condujo, sin proponérselo, a eternizar su memoria, por la

magnitud de su ancianidad y de la relación con sus nietos.

¡¡¡Era tan tierno verlo esconderse entre los yuyos de la calle, cuando veía llegar a los hijos de sus hijas!!!

Era tan lindo verlo armar “tolderías” en la vereda, para que pudieran jugar sus nietos.

Era tan dulce verlo ir, con ellos, a visitar a una yegüita que recién había parido y a la que, no casualmente, volvió a llamar “Estrella”.

Ese abuelo que no había podido ir a la escuela y que, según decía, había apren-dido las mejores lecciones de la vida junto a los pobres bajo los puentes, tuvo también la sabiduría de transformar en cuentos lo que había vivido, para com-partirlos con sus hijas y sus nietos.

Si aún me parece oír la historia de “Juancito, el zorro” y el cuento de “Los tres pe-rros”: “Rompe cadenas”, “Collar de plata” y un tercero cuyo nombre no recuerdo.

También me parece ver los ojitos deslumbrados de sus nietos, cuando escu-chaban las historias que el abuelo les contaba y cuyos personajes tenían su misma edad, porque iban creciendo a medida que ellos crecían.

Ese camino a las estrellas que el abuelo tomó para siempre, lo llevó una tarde a preguntarles a sus nietas si querían enseñarle, porque aunque sabía leer y escribir, también sabía cuánto desconocía.

Cuando sus nietas, de apenas seis y siete años le dijeron que sí, una sonrisa enorme se le dibujó en la cara al abuelo y un ramillete de estrellas se le deshizo en los ojos.

Todos los viernes, a las cuatro de la tarde y durante casi cinco años, el abuelo iba a la casa de sus nietas y después de cantar la Canción a la Bandera, realizaba las tareas que ellas le preparaban.

Las nenas habían tomado con tanta seriedad su enseñanza, que hasta les pe-

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dían fotocopias de más a sus maestras, “para el abuelo que vivió en el monte”, mientras las señoritas no podían disimular el hilito de agua salada que se les subía a los ojos.

¡¡¡Era tan lindo verlas, tan chiquitas preparando clases!!!

Era tan dulce verlas, a medida que crecían, elaborando cuestionarios, crucigra-mas y rompecabezas.

Era tan tierno verlas estimular al abuelo y hasta retarlo cuando no hacía los deberes.

Aquellas tardes de viernes, fueron tardes de compartir “saberes”. Ellas le ense-ñaban lo que aprendían en la escuela. Él les enseñaba lo que había aprendido en la vida.

Aquellas tardes de viernes fueron también tardes de compartir ternura. La ter-nura de un abuelo que se hizo niño por sus nietas. Y la ternura de unas nietas que se hicieron grandes por su abuelo.

Tal vez, este sea el mejor recuerdo que ellas guardan del abuelo Carlos.

Y quizás esto que el abuelo escribió en su “carpeta escolar”, una tarde de vier-nes de 1986, sea el mejor recuerdo que él se llevó de ellas:

“Aquella tarde los abuelos caminaban lentamente, como para pasar otro día, cuando de repente se encontraron con la vida.Cuando vieron a sus nietas, se llenaron de alegría.Aquellas nietas animaban al abuelo a seguir estudiando, porque había vivido en el monte y en el monte no había escuelas.Con amor y con paciencia le enseñaban cosas nuevas y le dedicaban las horas que precisaban para ellas.Aquella tarde, las nietas los invitaron a su casa y les dieron tanta alegría y tanto afecto, que con contarlo no alcanza.Aún recuerdo aquella tarde, con mate amargo y pizza casera como cena.Cuando llegó la noche, las nietas los llevaron a su casa.Y los abuelos en silencio, ante tanta ternura sollozaban”.

SEGUNDO PREMIO12.000 caracteres

María Belén Acuña

El concurso en el que fue inscripto este cuento me exige un máximo de 12.000 caracteres.

12.000 caracteres no son suficientes para relatar esas tardes frías de julio en la calesita de Palermo, o las risas que se escuchaban desde el club IMOS aquellos días de sol cálido y brillante.

12.000 caracteres opino y lo hago público, son una insignificancia para todo nieto que, como yo, disfrutó de alguna torta frita casera o de algún globo rojo y reluciente que flotaba en un ambiente plácido, en el que todo era hermoso, aunque fuera de esa atmósfera medio mundo se estuviera matando por un cachito de tierra.

12.000 caracteres no alcanzan, si se requiere que yo cuente esos juegos en los que siempre me dejaban ganar o esos cuentos antes de dormir o, acaso, si se me pide que escriba todos esos olores y ruidos que me vienen a la memoria cuando pienso en ellos; en todos y cada uno de mis abuelos y bisabuelos, que justo en este momento, con la radio encendida pasando uno de esos tangos viejos que me adornaron la infancia y un mate en mano, deben estar acordán-dose, con 12.000 caracteres, de todos esos chistes malos que se bancaron a lo largo de mis 12 años. Seguramente la abu María está leyendo una revista de tejidos que, con 12.000 caracteres, explica cómo hacer esa larga bufanda de buenos recuerdos.

En este momento, el abuelo Lolo debe estar cocinando una tarta con olor a esos días de playa jugando los dos a los tejos con 12.000 caracteres de mar a

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nuestro alrededor.

Estoy casi segura que la abuela Clota mientras pone en marcha su rutinaria ca-minata por los confines del patio, se encuentra mirando esa puerta por la cual, con 12.000 caracteres, todos sus nietos y bisnietos escribimos nuestros pasos.

La abu Lili, arquitecta, debe estar haciendo un plano de todos esos castillos en los que vivían las princesas de las canciones que, con 12.000 caracteres, ella me entonaba.

La abu Lola o abu Caro, como prefieras decirle, en estos momentos esta cu-rando a algún paciente del hospital Tornú que, con 12.000 caracteres, le sonríe agradeciéndole o como yo que tantas veces lo tendría que haber hecho, por sus cuidados a los raspones del corazón.

Todavía me falta decir, con 12.000 caracteres, que mis abuelos se fueron an-tes de que yo llegara o partieron cuando todavía era chica. Deben estar, con 12.000 caracteres, leyendo esto en un sillón de cristales de colores, que por cierto se encuentra en medio de una nube blanquísima, mirando una hermosa luna de papel que cuelga en lo alto de nuestros dos mundos.

Y ahora sí, para terminar este corto relato de 12.000 caracteres, quiero aclarar-les a todos mis abus que los quiero con más de 12.000 caracteres aunque solo así pueda expresarlo.

TERCER PREMIOMillonario

Diego Hernán FaríasBuenos Aires

Un palo eran cien pesos. Un marrón eran diez pesos. Diez mil era un peso.

La bendita convertibilidad no iba a cambiar la forma de entender el dinero que tenía mi abuela. Nada de sacar ceros ni de igualdad entre dólares y pesos. Asunta no tenía más que segundo grado, lo hizo allá en Calabria, cuando to-davía no sabía lo que era el hambre. Cuando lo empezaba a conocer se subió a un barco y vino a la Argentina, dejando atrás la guerra y parte de su familia.

Igual la idea no es traer al recuerdo cosas feas, sólo recordar lo complicado que se le puede poner a un abuelo, que no termina de hablar bien el castellano, que le cambien la forma de contar el dinero.

Ese día habíamos ido a visitar a una amiga al hospital. Era Vicenza y era amiga porque todos los viejitos de la cuadra eran amigos de mi abuela. No sabía cuando cumplían años y tampoco se hablaban muy seguido, pero en las malas siempre hay que estar decía y nos subíamos al 670 que nos dejaba en la puerta del hospital Evita Perón, Interzonal de Agudos. Antes habíamos pasado por lo del esposo de Vincenza y le dejamos la comida del día. En realidad cuando mi abuela te llevaba comida nunca era la “del día” y servía para que coma un regimiento. Cosas que te deja la guerra, el frío y ver como una papa se repartía entre nueve personas.

Cuando salíamos compramos caramelos y una gaseosa en el kiosco del hos-pital. Tres pesos era el total. Yo ya sabía los nuevos valores y como nieto mayor era “Administrador Oficial” del monedero de mi nona. Saqué uno de cinco, de

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los verdes le dije para que entienda. La que atendía era ciega. Qué raro que pongan a manejar la caja a un ciego, pensé. Tiempo después supe de leyes especiales que fomentan el trabajo de las personas con alguna discapacidad, pero en ese momento no podía dejar de llamarme la atención. El tema es que la señora me dio los caramelos, la coca y el vuelto con un billete de diez pesos. Agarré todo pero me quedé en el lugar.

“¿Listo, Diego? Andiamo.”

“¿No sé nona, es que me dio uno de diez pesos?”, dije bajito.

“¿Cuál es, ese?”

“Uno marrón”, otra vez bajito.

Todavía me da culpa haber hablado bajito. Es acordarme y ruborizarme. Sabía que algo estaba mal pero no pude decidir yo.

Fueron menos de dos minutos de mi infancia. Nadie nunca se podría haber dado cuenta del destino de esos diez pesos si mi abuela decidía quedárselos. La cieguita ya nos había dicho el hasta luego y el botín del vuelto mal dado era nuestro. Mi nona me lo podría haber dado de regalo, se lo podría haber que-dado porque nunca le sobró nada, lo podríamos haber compartido cómplices y guardado en secreto semejante picardía. Pero no era una picardía, era robar. Y robarle a una persona indefensa que seguramente no era la primera vez que se equivocaba. Y claro que los devolvió, le dijo que el chiquito se dio cuenta del error porque ella veía poco, que tenga más cuidado para la próxima y que yo me llamaba Diego y que era su nieto y que habíamos ido a ver a Vicenza y habló y habló en ese castellano tan calabrés hasta que vino otra vez el 670 y nos volvimos. Y fueron dos minutos pero en ellos había enseñanzas como para hacer dulce. Y todo enseñado desde el ejemplo, que es la mejor forma de enseñar. Fue un gesto pequeñísimo y es cierto que no hizo más que lo que correspondía hacer pero escucho a un chico decir nona y se me viene ese día a la cabeza.

No conocí mujer que viviera tanto por los demás como ella, la anécdota del

vuelto es apenitas una grano de arena entre tantas playas que construyó. Era levantarse y ver quién necesitaba algo. Era hacer berenjenas en escabeche para medio barrio. Todos los vecinos acopiaban frascos vacíos y se los traían a ella que mágicamente los devolvía llenos de algo rico. No conozco gente que haya pisado mi casa y no se haya llevado algo. Desde el cura de la iglesia, pasando por los barrenderos, policías, pobres, ricos. Para todos había algo, por-que uno no se lleva nada, decía. Y siempre hay que ayudar aunque no vuelva, aunque no lo merezcan, aunque no sobre.

Era “la nona de todos” y tardé mucho en entender lo cierto y lo valorable de esa frase. Cuando uno es chico no sabe mucho de compartir y yo quería a mi abuela para mí y para mis hermanos y no para cualquiera que tocara el timbre de casa. Por suerte crecí y más de una vez me vi ofreciéndole abuela a algún amigo que, por las cosas de la vida, andaba escaso de ese cariño tan hermoso y tan especial.

Hoy tengo poco más de treinta años y jamás me quedé con siquiera diez cen-tavos de un vuelto ni creo que mi hijo lo vaya a hacer nunca. Seguramente tendrá mucho que ver con ese día pero también con el anterior y el posterior y todos los que pude vivir con mi nona. Ella que no sabía de reservas ni de convertibilidades y medía el dinero según la comida que podía hacer con él. Ella, que tenía mil nietos y un corazón acorde a semejante demanda de cariño. Ella, que vestía batones y usaba siempre los mismos. Tenía uno nuevo que era “por si la internaban”, porque primero pensaba en el otro.

Y lo tuvo que usar y la acompañamos a ese mismo hospital dónde ya no es-taba la cieguita. Y se internó y el barrio nos llenó de comida esos días. Y no cuento más por qué la idea no es contar cosas tristes…

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MENCIONES ESPECIALESPRIMERA MENCIÓN

La heladera

Carlos Emilio Busto

1. La nieta

-Abuelo, abuelo, ¿sabes una cosa?

-No, decime…

-El papá de Carolina, mi amiga, vende la heladera.

-¿Vende la heladera, la de la familia?, o ¿te referís que vende en un comercio de artículos para el hogar, que trabaja de vendedor o algo por el estilo? Seguro que es esto último.

-¡No abuelo!, vende la heladera de ellos, la de su casa, me lo dijo esta mañana en la escuela.

-No te puedo creer ¿porqué hace eso?… una heladera… sin duda les hace falta, como a cualquier familia.

-El papá no tiene plata, no tiene trabajo y se tiene que operar y… ¡no tiene plata!, abuelo. Lo echaron del ferrocarril.

-¿Del ferrocarril?... del ferrocarril… y sí, claro… “Ramal que para”… un país ¡tan

largo! y ¡tan ancho!... ¡Qué injusticia!... ¡Manga de…! No me escuches, que tu mamá después me dice que te enseño malas palabras.

-En la casa están todos muy tristes.

-Y sí, no es para menos, mira vos, pobre gente… -el hombre mayor quedó mascullando su enojo y pensando, con la mirada perdida, hacia la calle y el mate entre sus manos.

Luego agregó -Vamos a hacer una cosa Norita, mañana en la escuela le avisas a tu amiga, ¿me dijiste que se llama Carolina?, que a la tarde voy a ir a ver la heladera.

-¿Se la vas a comprar, abuelo?

-No sé, vamos a ver, en una de esas hacemos negocio, un buen negocio. Y prepárate que ya debe estar por llegar tu madre, que viene a buscarte.

2. El negocio

-Buenas tardes señor, soy el abuelo de Norita.

-Mucho gusto, me dijo mi hija que usted iba a venir por la heladera, pase a verla… hacia la cocina, está prácticamente nueva… Hace dos años que la compramos, pase por favor.

-A ver… aparenta que está bien. ¿Cuánto está pidiendo?

-Este… novecientos pesos, vale más del doble, este… pero no sé… escucho ofertas.

-No, está bien -dijo el visitante- la compro y se la pago ya, pero con dos con-diciones.

-¿Dos condiciones?, es un buen precio lo que le pedí, menos no puedo, el dinero lo necesito medio rápido…

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-¡Nada de eso! -interrumpió el visitante- La primera condición, es, si usted me hace el favor de permitirme que la heladera quede acá mismo, donde está. No me la puedo llevar enseguida. Por supuesto, manteniéndola en marcha. Si no trabaja, se estropea y toma feo olor. Es decir, que continúen su uso como hasta ahora.

-Señor, nos viene bien porque quién sabe cuándo podremos comprar otra.

-La segunda condición. Sepa que la compro para regalarla. Por lo tanto, man-daré a una persona con una autorización, para retirarla. Esa persona le avisará con una anticipación de un mes, por lo menos. Pero desde ya le advierto que necesito que usted me permita tenerla en esta casa, que la conserve un largo tiempo, meses o hasta años, hasta que, como dije, vengan a retirarla.

-Señor, ¡ningún problema!, se la vamos a cuidar y desde ya muchas gracias.

-Muy bien, ¡hecho el negocio!, acá tiene, cuente, cuente su dinero, por favor.

3. La verdad

-¡Papá!, vos estás loco, me dice Norita que le compraste la heladera al papá de Carolina. ¿Para qué corno quieres otra, me podés decir? Si todavía no terminas-te de pagar la tuya.

-Para regalarla.

-¿Regalarla?... ¡Regalarla!... Y ¿a quién?

-A Norita, cuando se case.

-A bueno… estás completamente loco… ¡Norita tiene siete años, papá!

-Sé cuántos años tiene. No obstante, cuando se case tendrá mi regalo. Acá en este cajón del aparador, pongo la autorización para retirarla. El señor papá de Carolina, el vendedor, ya sabe. Pero te repito, la condición es cuando se case.

-No te entiendo nada papá, algo te está afectando la cabeza. Los chicos cada vez se casan menos. En mejor de los casos, no será antes de unos veinte años.

-¿Veinte, dijiste? ¡Eso es lo que quiero! No te preocupes, ya lo vas a entender, acá dejo el papel… Y, si se pierde, ¡mejor!

-Todo esto me parece una locura.

-Además creo que cuando se case, ya será una heladera muy vieja y superada técnicamente. Pero seguro que ella tendrá otras formas de lograr una. Y esta buena familia, no se verá prohibida de contar con una heladera. Y desde ayer cuentan con ese dinero, que a pesar de ser poco, tanto necesitan.

-¡LE REGALASTE LA PLATA!... ¡Papá!, solo vos haces una cosa así… lo ayudaste… le regalaste el dinero sin que lo sepa… sin humillarlo… respetando su situa-ción… me emociona… perdóname por lo de loco.

-Por favor, hija, siempre hay alguien que necesita más que uno y poder ayudar es una suerte. Nunca en mi vida tan poca plata, me dio tanta felicidad.

-Ojalá hubiera más locos como vos. ¡Norita!, bajá que nos vamos.

-Voy mamá -dijo casi corriendo al bajar las escaleras-. Chau abuelo, hasta ma-ñana.

-Hasta mañana Norita. Ah ¿Cómo te fue en la escuela? ¿Viste a tu amiga?

-Si abuelo, me dijo que vos eras muy bueno.

-Ah, y vos ¿Qué le dijiste?

-Y… ¡Qué ya lo sé abuelo!

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SEGUNDA MENCIÓNLa caja mágica

Candelaria Torres Etchegorry

Cuando era chica, tenía una caja mágica. Mis abuelos me la habían regalado, y con mis cortos 6 años la llevaba a todos lados. Era una caja increíble.

Mi abuelo vino y dijo: “Candula mirá lo que encontré, una caja mágica, te va a llevar a dónde quieras ir, nunca va a fallar”. Al principio, me pareció que la caja no funcionaba, me metí adentro y estaba todo oscuro, no veía nada, y me quedé sentada un rato largo adentro de la caja sin hacer nada, sólo pensaba a dónde tenía ganas de ir. A decir verdad me sentía bastante defraudada.

Me acordé de mis terribles ganas de andar en un globo aerostático. De chica, e incluso ahora de grande, amaba esas cosas. Increíbles globos de muchos colores que te hacían ver el mundo del lado del que lo veían los pájaros, los aviones, las mariposas.

De repente la caja se iluminó, era un canasto, y del costado se comenzó a inflar un gigantesco globo de color violeta y rosa. Inmediatamente se empezó a levantar y en un par de minutos el suelo se empezaba a alejar. Primero me asusté, después vi cómo todo se hacía chiquito, la casa de mis abuelos era solo una mancha blanca rodeada por un mar verde.

Crucé las sierras, vi el mar, olas enormes, me crucé con un par de aves que volaban a mi altura, lo cual era incluso más emocionante para mí. Vi barcos muy pequeños que se alejaban del puerto rumbo a destinos desconocidos. Conocí lagos, lagunas y ríos, animales que corrían por el verde cómo hormigas. Después de un rato, aprendí a manejarlo y cuando a mi altura el cielo estaba de color naranja, decidí emprender el regreso.

Aterricé de nuevo en el patio de mi abuelo y salí corriendo a contar a todos el día que había vivido.

Al día siguiente pensé que era hora de conocer el espacio, a luna, los planetas, eso que tanto me mostraban en el jardín y en mi grado. No estaba muy segura de que la caja pudiera llevarme, el día anterior había sido un globo, a lo mejor era sólo una caja terrestre. Pero no, cuando entré, ya no era un globo, estaba todo dispuesto cómo una nave espacial, o cómo yo imaginaba que lo sería. Bo-tones por todos lados, una silla, ventanas herméticas, palancas, pantallas, todo eso. Apreté un botón y empezó a salir fuego por abajo, un tiempo después estaba de nuevo en el aire, pero ahora me dirigía más arriba. Subí, subí y subí. Salí de la tierra, conocí la luna, no era de queso cómo me decían, ni había un burro, María y José, era piedra y arena muy finita, iluminada perfectamente por el sol en una parte, ahí entendí que la luna no era ni plana, ni crecía y decrecía a su gusto, era el sol el que la iluminaba.

El sol, también lo conocí, no me acerqué mucho, pero era inmenso. Visité otros planetas, Saturno, Júpiter y no pude ir más allá porque ya se hacía hora de volver. A la vuelta saludé a dos marcianos que venía volando con mochilas espaciales, creo que se dirigían a Neptuno, pero no entendí mucho lo que de-cían. Hablaban un idioma extraño, no eran verdes, eran azules, tenían un ojo, y extremidades largas, tenían también, una antena en la cabeza.

Así cómo esos dos viajes, también conocí China, fui a India, vi los pingüinos en la Antártida. Buceé en Atlantis, vi el Titanic y me robé una cadena de adentro del crucero. Durante muchas tardes, mi caja mágica fue mi mejor amiga, ese verano fue el mejor de mi vida. Uno no se olvida tan fácil de una caja que se transforma y te lleva a cualquier lado. El verano siguiente, los viajes se repitie-ron pero esta vez junto a mi hermana.

Hoy, estoy por mudarme a una casa más grande, ya tengo 32 años, me casé y tuve dos hijos, uno tiene 5 años y el otro 2. Estoy en el garaje y acabo de en-contrar mi caja mágica, no la reconocí, ya no era la misma, no tenía forma de nada, sólo de caja de cartón común y corriente, la estaba por usar para guardar cosas, si no fuera que vi al costado una rajadura que mi nave se había hecho en la expedición al polo Norte a conocer a Papá Noël.

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Lloré, lloré porque sentí que toda esa magia se iba, ¿Cómo no había recono-cido a mi querida caja mágica? Ya no me producía la emoción de antes, ya no era sorprendente, y deseé volver a tener 6 años para que todo en la vida me emocionara como lo hacía en ese momento, todo era nuevo, todo era una sorpresa. Decidí que desde ahora voy a empezar a ponerme esos ojos, los ojos de todo nuevo, de contagiarme de la alegría que transmiten las cosas simples.

Entró mi hijo corriendo, tenía algo en la mano, con la misma emoción que yo había decidido empezar a tener me miró y me dijo: “Mirá, mamá ¡encontré un escarabajo gigaaaante! ¡Y haaabla!!” Yo sabía que él sólo tenía en la mano una piedra, pero, seguí su juego y le dije: “Qué buen hallazgo, lo tenemos que poner en una jaulita y darle de comer”. Miré mi caja, y de repente había dejado de ser simple cartón para convertirse en la mejor jaula de escarabajos gigantes que hablan, del mundo. La agarré, agarré al escarabajo, lo metí en la caja y le dije: “Nico, me parece que le gusta esta jaula, tiene pasto, montañas, una lagu-na chiquita…”, el me interrumpió diciendo: “Nooooooo, que buenísima”. Y se dedicó toda la tarde a jugar con la caja mágica.

TERCERA MENCIÓNCamino al faro blanco

Susana RiosBuenos Aires

Lentamente comenzamos a cargar nuestras pocas cosas en el viejo coche que papá supo regalarme antes de morir. Era el fin de todas las expectativas crea-das en esta ciudad llena de indiferencia y frialdad.

Hacía cinco años que había conocido a Guido y casi tres que vivíamos como pareja. Él estaba terminando la residencia en el hospital de Wilde, yo era enfer-mera suplente hasta que una noche nos cruzamos en uno de los pasillos y no nos separamos más.

Desde que nos fuimos a vivir junto siempre tuvimos la idea de buscar un lugar tranquilo, donde pudiéramos correr libremente por campos verdes e intermi-nables y ver el cielo con su color real.

Día a día nos ahogaba más el ritmo enloquecedor de la ciudad que nunca se detiene, privándote de poder disfrutar el nacimiento de una simple flor o escuchar el mágico trinar de los pájaros,

La lucha para sobrevivir en este caos, de competencias devastadoras comenzó a desdibujar nuestros sueños y proyectos. Cuando el amor tuvo los primeros cimbronazos decidimos buscar la manera de fortalecerlo aceptando el gran desafío del cambio.

Nada resulta fácil cuando se inicia la ruta hacia lo desconocido, estaba segura que si el amor y la comprensión existen realmente, íbamos a llegar a la meta.

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A la semana comenzamos a poner en práctica nuestro proyecto vendiendo lo que no podíamos cargar en nuestro pequeño coche.

La noche anterior a la partida nos reunimos en casa con unos amigos que espontáneamente organizaron una inolvidable cena de despedida. Cuando regresamos al desolado cuarto nos acostamos sobre el colchón que estaba en el suelo, sin darnos cuenta nuestras manos se juntaron e inconsciente inicia-mos la danza de la seducción y nos hizo vibrar como nunca.

Los primeros rayos de sol entraron sin permiso iluminando nuestros rostros, con esfuerzo los ojos se abrieron lentamente, despabilándonos de inmediato porque el gran día había llegado.

En minutos todo estaba listo. Subimos al coche, acomodé la canasta con el mate a un costado de mis piernas, luego nos pusimos el cinturón, besé la cruz del rosario para que nos proteja… sin dar vuelta la cabeza para atrás, iniciamos el viaje más importante de nuestras vidas.

Cargados con las cosas más queridas, comenzamos a alejarnos de los impo-nentes edificios rodeados de avenidas atascadas de vehículos que no dejaban ver la belleza de la ciudad que lentamente abandonábamos.

La mano de Guido me acarició, fugazmente nuestras miradas se unieron son-riendo felices.

El frío de la Patagonia nos recibió haciéndonos sentir que es único y distinto a todos.

Me envuelvo en una gruesa manta y la extiendo también sobre las piernas de Guido y dormito. Cada tanto me despierto para hablarle unas palabras y pre-guntar si está cansado, su ansiedad lo mantiene alerta y despierto. Me hubiera gustado que la luna brillara para poder disfrutar del recorrido de mi primer viaje. Entre sueño siento que el motor merma la velocidad, me incorporo, veo las luces de una pintoresca hostería.

Guido estaciona, apurado saca del bolso la campera y bufanda que se pone

antes de bajar.

El lugar era acogedor, cálido y de buen gusto. Nos sentamos cerca del gran hogar a leña, nos abrazamos satisfechos por estar viviendo este sueño.

Dejamos que el dueño nos sirviera el mejor plato, con asombro observamos que nos llenaba la mesa con los manjares típicos. Cazuelita de ciervo, sopa de varios quesos, jamón con pan de chicharrón, omelette, tortilla de mariscos, jugo de cerezas y naranja, para el postre torta de chocolate con frutillas y café.

Durante dos horas nos dedicamos a comer, también a charlar de todo lo que haríamos al llegar. Luego de fumar un cigarrillo nos alistamos para seguir el tramo final.

Nuevamente estamos sobre la ruta, comenzaba a iluminarse por el amanecer.

Un cartel sobre el costado del asfalto nos indicaba que entramos a Viedma, el grito de alegría de Guido me sobresaltó, sin lugar a duda en algún punto de este pedazo de la Patagonia está el sitio elegido.

Desde el camino pude ver el imponente mar cuyas agua inquietas se deslizan sobre rocas montando por la furia del viento incesante. Era la primera vez que llegábamos hasta el fondo de nuestro país. El destacamento de Gendarmería nos anunciaba que comenzábamos a transitar por la fría zona de Puerto De-seado. La bahía agrupaba en sus orillas la más grande cantidad de rocas que servía de escenario a una población de lobos marinos. Viven sin temor, expues-tos a las miradas curiosas de miles de personas que admiran e investigan esta fascinante especie.

Seguimos con nuestro auto costeando la bahía, pues sólo faltaban pocos kiló-metros para llegar al punto que, según él, sería el comienzo de nuestro sueño.

A nuestras espaldas se puede ver el golfo San Jorge, frente a nosotros encon-tramos un gastado cartel que dice: “Cabo Blanco”. Nos internamos en la gran planicie desierta que nos da la sensación de ir subiendo a una terraza perfecta-mente plana, cuando llegamos a la cima el motor de nuestro coche se detuvo,

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se había recalentado.

Bajamos, pero antes de revisarlo Guido me toma de la mano y casi corriendo, nos sorprendimos de lo que veíamos. Nuestros ojos maravillados observan la postal real creada por las aguas verdosas del mar, la alfombra de piedras, rocas con miles de colores y el imponente faro.

Las lágrimas desdibujan por momentos esa maravilla. Siento los brazos que me aprietan emocionado.

“¡¡¡Este es el sueño… ahora estoy cumpliéndolo y jamás lo hubiera hecho sin tu ayuda!!!”, dice.

Estacionamos a metros del faro, subimos por la angosta escalera a la cima, después de un rato bajamos con mucho frío y entramos al coche para tomar unos mates calientes. Desde donde estábamos veíamos un grupo de casitas con largas antenas protegidas por altos árboles.

Cuando nos disponíamos a regresar al destacamento para averiguar dónde podíamos pasar la noche escuchamos el motor de un vehículo que se acer-caba, al vernos se detiene su veterano conductor, con mucha cordialidad nos pregunta si necesitábamos algo, Guido baja, le extiende la mano para saludar-lo, nos aconseja que no tardemos demasiado en volver al pueblo porque de noche se siente mucho más el frío. Escuchamos atento su consejo y aprove-chamos para preguntarle dónde podíamos pasar la noche.

El anciano nos dice:

“Si me esperan a que prenda el faro yo mismo los acompaño hasta la pensión de Doña Filomena, tiene varios cuartos bien calefaccionados y baño privado.”

Aceptamos a esperarlo, cuando bajaba las escaleras, sosteniendo su gorra que casi se la lleva el viento, Guido le pregunta:

“¿Usted es el encargado del prender el faro…?”

“Así es muchacho… Yo ya no estoy para esto, lo hago desde hace 40 años, pero nadie se preocupa de ponerme un reemplazo”, contestó resignado.

Cuando estaba menos viejo venía a esta hora… me quedaba todita la noche cuidando la ruta, ahora solo vengo para encenderlo, luego cada hora vienen los chicos de gendarmería a vigilar un rato.

Hace mucho tiempo le dije al Intendente que aquí tenía que hacer una buena casa, segura, bien acondicionada para que pudiera instalarse una familia así podrían hacerse cargo de este “imponente guía”… cuidarlo, sobretodo estar atento de las luces.

La cara del anciano comenzó a palidecer, sus manos heladas y temblorosas buscan un apoyo para poder recostarse.

Asustados lo socorremos. Lo ayudamos a sentarse sobre una roca y desprendo un poco su campera para que pueda respirar, lo sostengo mientras Guido co-rre al auto a buscar el maletín, en ese momento los ojos se cierran y el cuerpo comienza a desplomarse sin que lo pueda sostener. Mi desesperación es gran-de, no podía dejar que me invada el miedo, con fuerza lo acomodo sobre el piso, le hago masajes en el pecho mientras llega Guido corriendo, se arrodilla, apoya el oído sobre la boca para sentir la respiración. Más calmo que yo le coloca debajo de la lengua una pastilla, lentamente comienza a presionar el pecho para bombear su corazón fatigado.

Después de unos minutos los colores surgen nuevamente en su rostro y la temperatura comienza a normalizarse, los sentidos se instalan en el cuerpo de aquel viejo de barba blanca, bajito, robusto que hacía sólo dos horas que conocíamos y que era lo más importante en ese momento. Con un poco de di-ficultad los ojos se abren llenándose de lágrimas. La mano endurecida, áspera se mueve lentamente y con un gesto de profundo afecto acaricia el rostro de Guido abrazándose fuerte por largo tiempo. Una emoción los invade, sin saber porque siente que ese anciano podría ser el abuelo desconocido que su papá le contó… “un día se fue sin dejar rastros.”

El frío comienza a congelarnos los huesos, despacio sentamos al anciano den-

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tro de la camioneta cubriéndolo con la manta, él manejaría el vehículo del abuelo, yo iría detrás de ellos hasta su casa porque a pesar que ya estaba me-jor y compensado no era bueno que manejara. A pocos kilómetros del faro y a cuadras del destacamento encontramos la vivienda del anciano, todavía temblaba de frío, bajamos para ayudarlo, mientras buscaba las llaves nos que-damos a esperar que entrara, así nos iríamos tranquilos. Cuando abrió la puerta vino hacia nosotros, tomándonos del brazo nos invitó a pasar para comer algo caliente… quería agradecernos lo que habíamos hecho por su vida.

Cuando entramos nos envolvió el calor de un gran hogar a leña que estaba frente a la puerta de entrada, en el centro de la sala principal donde había varios sillones y una mullida alfombra.

Después que enciende las luces de la casa nos dice haciendo una seña con la mano:

“Acomódense, cuelguen sus abrigos en ese perchero y siéntense cerca del fo-gón a calentarse, yo voy a preparar algo para tomar.”

Nos quitamos los abrigos y bufandas para colgarlos dónde nos había dicho, nos sentamos frente a la estufa y comenzamos a asombrarnos de todas las bellezas que tenía decorando cada rincón de esa inmensa sala revestida en madera lustrada, iluminada con arañas y veladores de hierro con figuras mari-nas. Al instante la mesa del comedor se llena de galletas, panes, mermeladas, quesos y una jarra de café con leche muy caliente.

Todo era salido de los libros de cuentos. Conversamos de todos los temas que jamás hubiéramos imaginado, sin darnos cuenta la noche nos sorprendió. Don Serafín, que así se llamaba el abuelo, no dejaba de contarnos historias y viven-cias de sus largos 40 años en ese lugar de ensueño.

Despreocupado por la hora nos muestra la hermosa casa. Impecable, con muy buen gusto y confortable, llena de esculturas de madera, algunos retratos de fotos muy viejas pero celosamente acomodadas. Cuando terminamos de re-correrla Guido agradeció lo que habíamos vivido en esa tarde, se acercó al perchero en busca de nuestro abrigo, mientras le dice al anciano que teníamos

que seguir viaje y buscar un lugar para instalarnos.

De espalda a la puerta de entrada y casi suplicando nos invita a quedarnos, nuestro asombro fue tan grande que sin poder negarnos aceptamos sin pro-blemas.

Don Serafín camina hacia el pasillo donde están los tres cuartos, prende las luces para que eligiéramos uno, luego de hacerlo colocamos los bolsos y nos instalamos.

Su ternura y generosidad nos emociona, sin saber porque veo que entre el abuelo y Guido algo muy especial los unía, por eso ésta era la única manera de descubrir el misterio… ¡¡¡Porque mi marido quiso buscar este lugar para comenzar una nueva vida!!!

El cuarto era inmenso, a un costado una antigua salamandra, dos ventanales, un ropero de fina madera con cuatro puertas. El juego de cama, dos sillones con una mesita petisa, una biblioteca y lo que más nos llamó la atención era el gran baño que formaba parte del mismo cuarto. Todo lucía impecable como si esperara a alguien que lo usara.

Como no sabíamos el tiempo que nos quedaríamos, sacamos solo la ropa de un bolso, lo necesario para el aseo. Cuando Guido termino de bañarse salió del cuarto para ayudar al abuelo a cocinar.

Luego entré yo, dejé que el agua caliente corriera por mi cuerpo y pensaba que lo que nos estaba pasando era un sueño que teníamos que disfrutar.

Cuando terminé con mi aseo salí para encontrarme con ellos, don Serafín se acercó para agradecerme que haya aceptado quedarme en su casa, mientras nos dijo:

“Hoy es el día más especial de mi vida y no quería pasarlo solo”.

“¿Por qué?”, preguntamos con curiosidad, casi a dúo.

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Tomándonos de la mano busca una silla para sentarse y comenzó a contarnos que estaba feliz porque hoy había llegado a los 80 años de vida, además sabía que algún día, con la ayuda de Dios vendría a verlo su nieto, por eso siempre mantenía la casa cuidada y lista porque él llegaría sin avisar, se quedaría a su lado para disfrutar sus últimos días.

Nos dijo, para finalizar: “Al levantarme sabía que algo muy lindo me pasaría, pero no podía saber que era, hasta que llego el momento de ir al faro, mi co-razón comenzó a palpitar más fuerte, al verte no tuve ninguna duda. Tenés la mirada de mi hijo, Guido. Recién cuando bajé las escaleras la emoción se apoderó de mi, recé para poder resistir y compartir unos minutos con alguien que había esperado tanto…”

Las lágrimas cubrieron el rostro de Guido al escucharlo, mientras le dice:

“Abuelo yo sabía que algún día iba a encontrarte, porque cuando tenía ocho años el tío Marcos me contó que tu sueño era vivir al lado de un faro. Ser libre como el viento y las gaviotas, por eso fui creciendo con la meta de buscar el lugar, encontrarte y quedarme con vos.”

Por largo tiempo estuvieron abrazados llorando, Don Serafín y Guido estaban juntos, Dios le acababa de dar al anciano el regalo más grande y esperado que era estar con su amado nieto, frente al faro.

La noche fue única e interminable. Después que hablaron por varias horas, Don Serafín besó a su nieto y con pasos lentos fue a dormir el mejor de sus sueños.

INDICELA AbUELIDAD

Abuela Gregoria • 43Abuelo Pepe • 49Abuelo Waldino y abuela Pastora • 52Abuelos y nietos • 55Amor puro • 57Cariño incondicional • 58Compartiendo • 60Cuando se habla de “Abuelos” • 61De calesitas y ojos negros • 67Doña Rosario • 71El abuelo • 72El abuelo • 74El nacimiento de una futura presidenta • 77Faldas • 80Herencia de amor • 84Juntos de la mano • 86La deliciosa tarea de ser abuelos • 88La abuela Dorotea • 90La compu de Joaquín • 92La súper abuela • 94Las recetas de mi abuela • 97Lazos de sangre • 99Lisandro • 103Luchá por el amor, ¡siempre! • 104Marianito • 105Mi abuelo José • 107Mi ángel guardián • 111Mi gran ídola • 112Mi nieta • 114

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Mi nona • 115Mi primera nieta... • 117Mis nietos • 118Mis tesoros más preciados • 119Moreno al 1600 • 122Noche de reyes • 123Nostalgias de una abuela • 124¡Piedra libre! • 126¿Qué es un nieto? • 127Recuerdos de “Mamachede” • 129Recuerdos de mi infancia que aún están presentes • 132Súper-Pepe • 134TDK de 90 • 135Un bisabuelo recuerda a su abuelo • 137Un día de camping • 140Una mañana con la abuela • 142Universo cúbico • 144Vas a ir a pescar... Pero... • 148Vínculos entre abuelos y nietos • 155

QUIERO DARTE LAS GRACIASAbuelitas Otilia y Lola • 161Abuelos mágicos, abuelos ausencia • 162Compartir • 165Ese perfume de libertad • 166Esperando a Papá Noel • 167Gracias abuela • 168Medias de lana • 169Mi abuela, mi madre, mi compañera • 170Mi abuelita • 171Por siempre en mí • 173

Sueños de ternura y amor • 174Tantas vidas, en la vida de Paula • 176Tu sonrisa me devolvió la vida • 181Una simple anécdota sobre mis abuelos maternos • 182

RESPETO ES AMORAbuelos • 187Abuelos y nietos, respeto y amor • 190Anastasia • 195Aprender a soñar • 197Bisabuelos, abuelos, padres • 199Con olor a hogar • 205Cuando la mascota se va • 206Cuando la navidad era “Mi Nona” • 210De las cosas que me contaba mi abuela • 211Doña Argentina • 213Dos grandes mujeres del silencio • 214El cepillo • 219El cofre de la abuela • 222El patio de la vida • 225El respeto es amor • 227Ellos son un ejemplo • 229Es la historia de un amor • 230Es la vida misma • 234Homenaje a mi abuelo • 238La abuela Lorenza • 239La alcancía • 241La Candela • 245La casa de la alegría. El recuerdo de mis abuelos • 247La importancia del respeto y el amor • 251La vida pasa junto a él y lo abraza • 255

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Léxico de amor • 258Lo primero que veía cada día • 260Mañana será otro día más • 261Mi abuela • 263Mi abuela Carmen • 266Mi abuela Dorotea... • 268Mi abuela, mi ejemplo • 270Mi abuela, mi madre • 273Mi abuelo ídolo • 274Mi abuelo Paulino • 276Nacieron mis nietas mellizas • 278Para toda la vida • 279Primera promoción • 281Puertas • 283Raíces de amor • 286Recompensa • 288Recuerdos en camiseta • 291Respeto es amor • 292Respeto es amor • 294Riquezas heredadas • 296Un día como hoy • 298Un ejemplo de vida • 300Un tío abuelo que más que abuelo, fue un abuelo-padre-amigo • 304Una anécdota de mi infancia • 306¡Una leyenda que no es tal! • 307Vecindad • 309Veranos en la chacra de la abuela • 312Yo admiro a mis abuelas ¿Por qué? • 314

LA AbUELIDAD(EL vERDADERO ARTE DE PRACTICAR EL SER AbUEL@)

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Abuela Gregoria

Susana Ester Cardinali

Hoy resulta fácil pensar en un viaje a Europa. Embarque. Vuelo o abordaje. Todo disfrute. Lo que resulta impensable es la travesía que hacían miles de personas en otras épocas, en condiciones no tan placenteras para llegar a estas tierras lejanas. Mi abuela, como tantas otras personas, dejó todo en el viejo continen-te: familia, casa, afectos para iniciar una nueva vida. Llegó desde España, más precisamente de Navarra. Sola. Viajó en barco, acompañada por otras personas que, como ella, huían del horror. Ella los llamaba sus paisanos. Tenía veinte años y se llamaba Gregoria.

Esos barcos eran ciudades enormes sobre el mar y traían miles de ilusiones, esperanzas, sueños, historias de vida. Entre 1860 y 1916 llegaron a la Argentina seis millones de inmigrantes, provenientes en su mayoría, de Italia y España pero también de Alemania, Polonia, Ucrania y cada uno de ellos encontró aquí su lugar en el mundo.

Gregoria, desembarcó en el puerto de Mar del Plata. Allí, con el tiempo, conoce a Juan, su marido, padre de sus dos primeros hijos. Cuantos sacrificios y esfuer-zos para poder armar un futuro.

Siempre fue una luchadora, lo dicen quienes la conocían bien. La vida siempre la puso a prueba. Siempre.

Enviudó cuando sus hijos eran muy pequeños, Juan murió en un accidente, y ella quedó a la deriva.

Tuvo que dejar todo y buscar otros rumbos, algunos paisanos le encontraron un lugar cerca del Puerto La Plata en Ensenada. Hasta allí llegó con esperanzas renovadas .Huerta y animales. Todo lo que permitía sobrevivir. Mientras tanto, peleaba por su propiedad en Avenida Colón que le fue arrebatada injustamen-te.

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Con el tiempo, conoció a Jesús quién sería el padre de su tercera hija, mi ma-dre.

Nuevamente, el destino quiso la soledad para ella. Su nuevo compañero tuvo que volver a España para no ser considerado desertor. Nunca supo del em-barazo, ni del nacimiento. Aquí Gregoria, con sus tres hijos seguía luchando. Conoció la pobreza pero también, el valor del esfuerzo y del trabajo. Todos ellos vivieron con dignidad.

Con los años, Bartolomé, un botero que cruzaba a la gente de orilla a orilla llegó a su vida. Parecía que todo volvía a empezar y empezó. Tuvieron cuatro hijos. Cuentan, que los hijos mayores ayudaron, y mucho, en esa diaria tarea de entrega y sacrificio.

Cuando los hijos mayores eran adolescentes, Gregoria atraviesa el dolor de la pérdida primero de su hijo más pequeño, y la de su marido, poco tiempo después, en un accidente. Nuevamente la fatalidad y el dolor.

Yo, la conocí con cabello blanco en canas, menudita, pequeña, toda dulzura. Siempre alegre. A mí me gustaba estar con ella. Escucharla relatar historias, cantar coplas y contar anécdotas de vida. Hacía de esos momentos una fies-ta. Un día, tomé papel y lápiz y copié todo su repertorio. Hoy constituyen mi tesoro:”Esas que llevan corbata, esas son las más agudas porque con ellas se tapan… las ca-ga-das de las pulgas”. Todo dicho con un acento y una tonada melodiosa. Un placer.

Abuela Gregoria, la tengo en mi memoria sentada en su trono, la gran cama matrimonial. Ahí le gustaba estar. Desde allí, escuchaba y observaba todo. Atenta a todo el movimiento de la casa, escudriñaba cada palabra, cada gesto de su interlocutor .Tantas anécdotas vienen a mi mente. Los hijos le decían mama (así, sin el acento), nunca la tuteaban. Un día estando con ella vino a visi-tarla una hija que había enviudado y a partir de esa situación el novio de la hija de mi tía se había ido a vivir con ellas. Ella se excusa que tiene que irse rápido porque ahora somos cuatro, dijo. Cuándo quedamos solas la abuela dice: ésta hija mía, ¿no sé cuál es la diferencia? Si cuando vivía el marido también eran cuatro. Yo me quedé sin palabras, su reflexión fue tan acertada y graciosa que

no supe que decir… Tenía razón.

Abuela cascabel.

Abuela puente.

“Tiene mi morena, tan pequeña boca que en ella le caben cien panes en sopa, cuarenta pepinos y diez calabazas, un cajón de higos y un cajón de pasas… te tengo, te tengo, te tengo que dar un vestido blanco que te ha de gustar cortito de ‘aelante’, larguito de atrás, con cuatro volantes y adiós que te vas.”

Así la galería de cánticos era interminable, las horas que pasábamos junto a ella eran una fiesta. Mi hermano Edgardo y yo éramos los que más nos deleitába-mos con sus historias.

Abuela rezo.

Abuela canción.

Decían que de joven había sido brava, las fotos la muestran fuerte, con su fi-gura erguida, su cabello renegrido recogido en torzadas, mirada penetrante, gesto firme y decidido. Bella. Yo creo firmemente que tuvo mucho coraje para enfrentar los desafíos que la vida le presentó.

Crió sola a sus ocho hijos en la pobreza más absoluta pero la huerta y la cría de animales la ayudó a sobrevivir. Nunca bajó los brazos.

Abuela valentía.

Abuela fortaleza.

Su casa era el lugar de encuentro de toda la familia, cumpleaños, fiestas, navi-dades todos nos reuníamos en torno a ella.

Allí se respiraba calidez, al calor de la chapa y la madera se sumaba el aroma a malvones y la acogedora sombra de la parra.

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Abuela alegría.

Abuela sol.

En el límite, la ligustrina servía de pared, marcaba la división de la casa de su peor enemiga, se llamaba Pastora y era una paisana con la cual había tenido serias diferencias y desde entonces fueron irreconciliables.

Abuela muro.

Abuela refugio.

Con ella vivían uno de sus hijos con su familia. Un día recuerdo haber pre-guntado por mi prima Norma que vivía con ella y mi tía me dijo -mientras me guiñaba un ojo- que había ido hasta el almacén. La abuela me llamó a su habitación y me dijo por lo bajo: “Norma fue al cine con una amiga pero ellos no quieren que yo me entere, para no preocuparme.” Yo me quedé sin pala-bras, la capacidad visual y auditiva de la abuela me parecían extraordinarias, del mismo modo que su habilidad para tejer hermosas carpetas al crochet. Nunca usó anteojos.

Abuela bendición.

Abuela milagro.

Resultaba muy gracioso verla sentada en una silla o sillón con los piecitos col-gando algunos centímetros del suelo, así de pequeñita era, pero grande en la imagen que se acrecienta en el recuerdo.

Abuela pequeña.

Abuela corazón.

Y, sin saber cómo ni por qué llegó el tiempo de oscuridad, la época más negra que vivió la sociedad toda… fueron días de dolor, de búsqueda, de desespera-ción, de noches de vigilia esperando un regreso que no fue.

Corría el mes de Junio de 1976, toda la familia conmovida porque Edgardo, su nieto, mi hermano, el hijo de su hija, había sido arrebatado de su casa, de su cama en una madrugada aciaga, nefasta. Maniatado, golpeado, encapuchado. Un desaparecido más.

La abuela no debía saber, había que evitarle el dolor, el horror.

Todo era gris, aún los días de sol. Todo oscuro. Ella seguía en su trono, ¿sin saber, sin presentir…?

Cada noche rezaba.

“En ésta cama me acuesto, si acaso no me levanto a Dios le pido perdón, por mis culpas y pecados. Pecador que te has de ver, difunto y no sabes cuándo, recuérdate de tu Dios que por ti viene velando”.

Abuela fortaleza.

Abuela árbol.

Ella no debía saber, nunca se lo dijimos que Edgardo apareció unos días des-pués .Ella no leyó los titulares de los diarios, ni los avisos fúnebres cargados de cruces. Nunca supo de los cinco cadáveres acribillados por la espalda apareci-dos a la vera del camino que une Villa Elisa con Punta Lara.

Y si bien nunca llegó la noticia a sus oídos, ni el diario a sus manos, la abuela nunca preguntó nada, ni por su ausencia, ni por los rostros desencajados de tristeza y llanto, ni por el luto riguroso de su hija, mi madre.

“San José sale triste y desconsolado, y María le dice José amado donde a ti te hieren yo me he encontrado… entre cuatro pajitas y un buey de tiro, entre el cielo y la tierra, Dios ha nacido”.

Gregoria no sabe, pero intuye y por respeto a todos no puede permitirse pre-guntar, entonces, debe seguir con su rutina de versos, cuentos y canciones sólo que ahora se percibe un dejo de tristeza en su voz. Gregoria no sabe. No

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quiere saber qué Edgardo no va a ir más a escucharla y en un acto de estoicis-mo, calla.

Su silencio, su no indagar, es un acto de amor absoluto; un pacto tácito, silen-cioso, frente a tanto dolor a tanta tristeza y desolación.

Abuela bálsamo.

Abuela canción.

Hoy te recuerdo, abuela querida, con tu mejor sonrisa y tu alegría contagiosa y quiero creer, estoy convencida, estás junto a Edgardo, con mi mamá y mi papá, compartiendo alguna de tus anécdotas en un cielo lleno de nubes y ángeles.

De fondo, una música celestial acompañando tus coplas.

“A la mar fui por naranjas, cosa que la mar no tiene… metí las manos al agua, la esperanza me mantiene.”

Abuelo Pepe

Laura Graciela Berestain

Sierras Bayas, mi pueblo natal, el pueblo que vio crecer a mis mayores; por él mis huesos de niña conocieron el exilio. Sólo tenía dos años, cuando mis pa-dres, por razones laborales, se trasladaron a la ciudad de Azul.

No fue fácil mi infancia, los abuelos estaban… lejos. No existía la posibilidad de que, al doblar en una esquina cualquiera, me sorprendieran accidentalmente con su presencia, tampoco a la salida del colegio podía refugiarme en los es-pacios mullidos de sus patios serenos.

Los años pasaron y, aunque algunos ya no están, la vida se ocupa de regalar-nos momentos de felicidad, instantes en los que Dios y los ángeles se sientan a nuestro lado, para que tengamos un adelanto del Paraíso, para que muramos de amor por un rato en la letanía de esa gota de miel que, sin aviso, suele atravesarnos.

En unos días celebraremos el matrimonio de mi hija Daniela y se nos ocurrió incluir en el menú la increíble salsa de tomates del abuelo Pepe.

La cita era a las cinco de la tarde. Él sabe que me cuesta volver porque todavía me duele la ausencia de la abuela. La casa olía a flores. Se había preparado para recibirnos y nos condujo por las habitaciones como si se tratase de una visita guiada al Museo del Prado. Al finalizar el recorrido, se volvió para mirarnos. Esperó en silencio que le devolviésemos la atención con gestos y exclama-ciones de aprobación como es nuestra costumbre. Ojalá pudiera yo abrazarlo y decirle todo lo que siento. Pero somos así, y no está mal, al contrario, es de destacar esa forma ruidosa que tenemos de romper los silencios, es como si nuestra misión en el mundo fuese traer la felicidad por la fuerza, aunque se resista, aunque haya que traerla agarrada de los pelos y privada de su libertad.

Pasado ese primer momento, el ritual se vuelve más sutil, y son las miradas,

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los diálogos cortos y las sonrisas las que declaran los amores. Sé que medio se anda despidiendo. Y la lagrima a flor de ojo que no cae. La lágrima que se muerde y no cae. Una fuerza interna la detiene para que aguante. Bajo la parra, que ahora es más hiedra perenne que fruto estival, cumplo con lo que me han mandao: pelar los ajos. Acepto contenta porque los amo y pelo los ajos como si fuese un trabajo de precisión y altamente calificado porque los amo. Ellos, a pocos pasos del piletón, lavan y trozan los tomates. ¡Soy tan feliz!. Un tango antiguo embriaga el patio, es un repertorio que grabó mi hermana Emi. De repente una letra toma cuerpo… Ella aún no lo sabe: es la canción preferida del abuelo -pero él no dice nada-. Yo lo sé porque soy la nieta mayor y recuerdo aquél día en que, siendo aún niña, lo escuché cantar por primera y última vez. Los amo. Ellos pican, trozan y hablan. Dani toma la cámara fotográfica.

-¡Mi vida! ¡Con esa máquina de sacar fotos no se puede atrapar la poesía! –pienso pero no digo nada.

Pepe, Emi y Dani ejecutan la sinfonía de las tablas.

-¿Cuándo la aprendiste a hacer? -No responde enseguida, se toma un tiempo y aclara: -“la finadita mamá la hacía siempre.” - Pausa.

Escurro el agua de los tomates sobre el pasto y ellos siguen trozando. Falta ajo. Pepe desaparece. Al rato viene con dos “ajos de la costa” en la mano.

-Abuelo ¡son ajos de un solo diente!

-Son de la costa, crecen en la arena… llené un balde y crecieron -responde como si tal cosa.

¿Faltaban ajos o sólo quería sorprendernos con estos ejemplares exóticos? Mezcla pimienta en grano, sal gruesa, albahaca y me dice: -“Nena, ¿estás mi-rando?

-Sí, abuelo… con los ojos del alma.

Le respondo que sí, moviendo la cabeza sin decir nada.

Comprendo de dónde viene mi gusto por las cosas sencillas. En cámara lenta, descifro las debilidades de mi corazón. Esto no lo dicta la razón en su repetitivo empeño, ni la costumbre, decir cultura sería como quedar en la superficie. Esto viene en la sangre, en el ADN que recuerda las deudas y los saldos a favor de una estirpe que atravesó el mar con la esperanza de hallar una realidad a la medida de sus sueños.

Pepe abre una sidra sin alcohol y brindamos. Por la vida, brindamos. Aunque nadie lo dice, por eso brindamos. Y los ojos de Pepe se irán con él, los hay ne-gros, pardos y verdosos, pero ninguno de nosotros ha heredado el azulceleste que destella cuando, en silencio, nos mira.

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Abuelo Waldino y abuela Pastora

Abuelo Puelo Isla Norte. Lago Puelo, Chubut

Abuelo Waldino:

Decide ir a ver a su médico de cabecera en la ciudad de Córdoba. Al llegar al consultorio se entera que éste se había ido a cazar y que volvía en dos semanas.

Mientras camina por la ciudad viendo que hacer, descubre un ómnibus a pun-to de partir rumbo a la Capital Federal. Verlo y decidirse a subir le lleva solo un par de segundos, y así es como aparece en el barrio de Mataderos, donde vivía y tenía su negocio uno de sus hijos. Las cinco de la mañana no era una hora apropiada para llamar, por lo que se pone a caminar por avenida Alberdi buscando un bar abierto.

En aquellos tiempos la Policía Federal había puesto en marcha un plan para estudiantes: durante un año cumplían servicio de calle en turnos de seis horas y se eximían de hacer el servicio militar.

Mi abuelo descubre uno de esos agentes y se aproxima.

-“Buenas, agente. ¿Usted sabe dónde vive mi hijo Alfredo Suárez?”

El pobre muchacho mira asombrado a aquel anciano con tal insólita pregunta.

-“Perdone, pero no lo conozco...”

-“Pero cómo… ¿Usted no conoce a los vecinos? ¿Qué clase de policía es usted? Mire si hay un facineroso o un asesino viviendo aquí y usted no lo sabe. ¿Qué clase de policía es usted?”

Mientras reta al confundido agente, mi abuelo ve a una cuadra un bar abierto y allá va, disimulando la risa. Cuando mi tío levanta la cortina de su negocio se

encuentra al padre parado en la vereda.

Mi abuelo tenía la costumbre de levantarse apenas aclaraba, lo que no cuajaba con el estilo de los demás, por lo que salía a caminar por la avenida investigan-do todo lo que le llamara la atención.

Unos años antes, tratando de amansar un caballo había recibido un golpe so-bre el ojo izquierdo por lo que no veía de ese costado. Tres días después que llegara, al intentar cruzar la avenida no ve una moto que venía circulando y re-cibe un fuerte golpe. Cuando mi tío abre el negocio se sorprende al encontrar un policía que le informa que su padre está internado en el hospital Argerich.

No tenía roto hueso alguno, solo magullones, pero los médicos lo vieron tan viejo que lo dejaron internado por precaución. Al día siguiente, mi abuelo se levanta y ve por una ventana que hay gente pescando en la cercana costanera y allá va a ver que pescan. Las enfermeras optaron por sacarle el pantalón para que no se escape.

Dos semana después y luego de ver a todos los familiares, vuelve a su casa donde lo espera mi abuela, ya bastante curtida con eso de sus desapariciones.

Abuela Pastora:

Nunca pudo acostumbrarse a los viajes en ómnibus y mucho menos a las ca-traminas que hacían el trayecto Villa Dolores-Córdoba, por caminos de ripio mal mantenidos. Era cuestión de subir y de empezar a descomponerse. Inva-riablemente a mitad de camino tenía que pedirle al chofer que pare, se bajaba, vomitaba un poco y seguía viaje. Para hacerlo se sacaba la dentadura postiza.

En uno de esos viajes, apoyó la prótesis en una piedra mientras el conductor la urgía a volver y allí quedaron los dientes sonriéndole al paisaje.

Conocía todas las hierbas, sus propiedades, caminar con ella por el campo era como ir con un libro parlante de botánica. Donde yo veía solo yuyos, ella en-

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contraba toda clase de especies diferentes. Y me explicaba para qué servía.

Cada vez que la veía me regalaba una estampita de un santo.

-“Récele a este santito, mi hijo, que lo va a ayudar.”

-“Sí, abuela...”

Esta clase de gente tendría que ser eterna.

Abuelos y nietos

María del Carmen GonzálezMorrison, Córdoba

“Abuelo”. Palabra simple pero de gran contenido. Una de las etapas más her-mosas de la vida, la llegada de los hijos y a través de ellos llegan los nietos.

Que emoción y que dulce escuchar ese “lela”, “abu”, “nonos”, pronunciado por esas personitas pequeñas, de cachetes rosados, ojos sorprendidos, manitas su-cias, bracitos, llantos y caprichos.

Mientras se escuchan los rezongos de los padres: “No lo apañes ni consientas tanto...”, “Lo malcrías y no nos obedece”.

Es verdad, pero ¿para qué están los abuelos, sino?

Corren, cantan, les ayudan en su tarea, pasean y son muy compinches en su niñez.

Nietos ya adolescentes cuentan sus secretos, proyectos, noviazgos. Utilizan ese “viejo” o “vieja” de amor, cariño, complicidad acompañando en caricia y beso.

Pero a veces, abuelos, la vida les depara otros roles, la falta de los padres debi-do a divorcios, accidentes u otro motivo. Está en sus manos esa enorme res-ponsabilidad. Con errores y aciertos dan lo mejor para contener a esos niños, adolescentes y por qué no ya adultos, enseñándoles eso, tan simple pero tan difícil, que es la vida.

Diariamente vemos alegría, emoción, satisfacción en abuelos. Su misión de criar a sus nietos ha dado buenos frutos, pero también llantos, amarguras y ese no saber explicar porque ese nieto tan querido equivocó el camino que lo llevó a una vida vacía, hacia el mundo de la perdición y corrupción.

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Habría mucho que decir sobre los abuelos. Son seres que viven la vejez con alegría, agradecidos por lo que han logrado sentir que aún valen, que no son desechables, viven sin miedos, expresan ideas. Sus rostros dulces surcados por arrugas, miran con mucho amor, ámenlos y retribuyan su cariño dando gracias Dios por permitirlo aún, que están a su lado.

Amor puro

Lidia Mary Guillén Cabrera

Zoe es una de mis nietas y de las nenas, es la más chica. Siempre juego con ella a la librería, hace de vendedora de libros y siempre me vende los mismos: Mafalda. Cuando voy a su casa a comer me vende mandarinas.

Empezó el jardín y rápidamente hizo amiguitos, pero hay un niño que se llama Román que es quien atrapó su corazón.

A Román después de algunas semanas lo cambiaron a otra sala y en otro hora-rio, entonces Zoe se puso muy triste.

El 25 de mayo fue la fiestita y ese día todos los niños participaron. Zoe me sor-prendió más que nunca y me sentí muy orgullosa de ser tu abuela.

Estábamos entonando el Himno Nacional y de pronto Zoe empezó a caminar saliendo del grupo de su sala, llegó al umbral de la puerta y allí estaba Román, de la mano de su mamá.

Llegó a él y fue tan grande el abrazo que le dio, que hizo que muchos de los que allí estábamos nos distrajéramos.

Terminó el acto y Román se va con la Escarapela que Zoe le regaló, ella se queda feliz porque lo vio y nos demostró a todos que tener un niño con ca-pacidades diferentes de amigo es demasiado importante para ella como para que ese día no lo compartiera con él.

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Cariño incondicional

Lidia Guillén

A cierta edad, cuando ya nos despreocupamos de la crianza de nuestros hijos y comenzamos a “trabajar” de abuelas cambiamos nuestras técnicas o costum-bres para el trato con los niños y entonces, nuestros nietos nos hacen sentir felices, importantes, casi diría imprescindibles en la mejor aplicación de esta palabra.

Tengo nueve nietos, dos de ellos son del corazón, Mateo y Lucas.

Mateo tiene un año y aún no lo conozco personalmente.

Lucas tiene 18 años y vivió cerca mío desde los 4.

Mateo tiene una mamá y un papá maravillosos.

Lucas tiene una mamá y dos papás, el biológico y el del corazón que es mi hijo.

Mateo tiene un carácter fuerte, chinchudo, dominante, no le gusta que lo ava-sallen con mimos.

Lucas es besuquero, mimoso y se deja querer.

Mateo viajó en avión de vacaciones con sus papás y le gustó.

Lucas sueña con algún viaje importante que seguramente hará.

Y bueno, ustedes dirán, porqué escribo todo esto y no hay anécdotas ni algo en particular que demuestre que valga la pena mi relato, y esto es lo importan-te, que cuando estoy llegando al final de mi camino siento que por las ramas de mi árbol florecen retoños muy bellos, de esos que viven en todas las esta-ciones del año y que sorprenden con sus colores y su brillo. Retoños que no

llevan mi sangre, pero que se injertaron en mi vida de tal forma que si se quie-bran, o se chamuscan por el frío abrazo con todo el amor y vuelven a surgir.

Tal vez ellos nunca sepan cuán importantes son para mí, pero eso no importa, porque quienes valen en esta historia son ellos aunque aún no conozca perso-nalmente a Mateo, aunque Lucas ya no esté tan cerca de mí.

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Compartiendo

Graciela Susana Puente

Habíamos estado construyendo un fuerte con puentes, en la arena.

Nos llevó su tiempo, pero lo mejor de todo era haber compartido el entreteni-miento y en cercanía con las manos.

Después vinieron las fotos y el halago contemplativo.

Le pedí a mi nieto que no lo destruyera. Las olas que se acercaban a la orilla se iban a encargar de volver efímero a nuestro trabajo; pero, tiene otra trascen-dencia.

Me miró y me abrazó.

¿Hay mejor recompensa?

Cuando se habla de “Abuelos”

Paula MarionBuenos Aires

Cuando se habla de “Abuelos” y quiero darle un énfasis especial a esta palabra, porque el que ha tenido o tiene la gracia de poder conocerlos y disfrutarlos sabe de qué estoy hablando, es una palabra que se escribe con mayúscula; cuando de ellos se habla podemos evocar los recuerdos más tiernos y gracio-sos de nuestra infancia y por qué no de una adolescencia con testigos cómpli-ces de picardías inocentes.

Yo viví un milagro grandioso, conocí y disfruté de mis cuatro abuelos, en eta-pas distintas y de maneras diferentes, asumiendo que cada uno era especial y único.

Empezando por contar que nací en casa de mis abuelos maternos y viví con ellos hasta mis ocho años se imaginarán que cantidad de momentos llevo guardados en mi corazón y en mi educación si se tiene en cuenta que es la edad principal para la formación de la persona.

Mi abuela materna, mi noni, como la nombré en los últimos años, era una señora acuariana de facciones angelicales y dulces, yo la tenía totalmente idea-lizada, una mujer de mucha fuerza y templanza, era mi reina; solía levantarse muy temprano y yo también, por lo que compartíamos todas las mañanas el desayuno, ella sentía mis pasitos venir corriendo del fondo y enseguida me desplegaba en la mesa una humeante taza de té con galletitas dulces y de agua, que yo hundía en el tazón para ablandarlas y saborearlas calentitas.

Luego me sentaba en su falda y mimoseaba hasta que me daba el ultimátum, es que si era por mi estaba encima de ella día y noche. Así transcurría la maña-na, ella hacía sus quehaceres y yo hacía lo que podía, líos generalmente.

Su paciencia era santa, me enseñó a bordar, a coser, a dibujar, se sentaba horas

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y horas conmigo, jugaba juegos de mesa como el Ludo, la oca, las cartas y ¡¡¡siempre le hacía trampa!!! Por supuesto se hacía la distraída y se podía apre-ciar en su rostro su sonrisa de Mona Lisa tal cual la pintó Da Vinci.

Yo era bastante atolondrada y revoltosa, iba el mundo y yo por delante, la cu-riosidad me podía y todo lo quería ya; recuerdo una frase que, hasta hoy día, la uso con mis hijos, es bastante conocida pero la escuché de su boca tantas veces que para mí es de su autoría:

“Cuando más apurada estés, ve despacio…”

Quería que piense y que haga las cosas paso a paso, para reducir errores y prevenir desencantos, quería que viva la vida en presente, no que transcurra nada más.

Ya adolescente de 18 años, mi ritual de fin de semana era ir todos los sábados o domingos a pasar el día entero con mis abuelos, ese día era para mí, coci-naban cositas ricas y elegían temas de conversación, fotos u otras actividades que podíamos hacer juntos, salvo ese día especial que me dedicaban, el resto de sus días, meses y años eran el uno para el otro, vivían un gran amor, de esos que quisieras para tu vida.

Mi abuelo materno, hombre más bien pequeño, ágil, carácter rígido y frío para quien no sabía mirarlo, era metódico y organizado para todo, caprichoso ante el mundo y blando, muy blando ante ella; él admitía rezongar si yo no obede-cía, por lo que era habitual escucharlo rezongar casi todo el día.

Era el abuelo de la plaza, el de la vuelta manzana en bicicleta, aunque nadie sabía de su especialidad, su habilidad para conquistar a los más pequeños, se preocupaba por que aprendiera las reglas básicas de todo niño, hamacarme alto hasta el cielo, saltar la soga lo más rápido posible, hacer globos gigantes con los chicles de tutti fruti más ricos del mundo y llenar mi panza con varie-dad de caramelos y golosinas que me alcanzarían para toda la semana.

Este hombre, al cual muchos no conocieron jamás, el que me apodaba ru-bia Mireya o Palocha, el que hablaba poco porque hacía más en silencio, fue

el principal productor de una hermosa historia de amor; con sus ochenta y tantos años ellos caminaban de la mano aunque fuera hasta la esquina, cu-chicheaban y se regalaban piquitos de dulzura pura, cada día de la madre o cumpleaños mi abuelo expresaba toda su galantería con un ramo de flores y una carta escrita por sus manos… Me conmovían muchísimo, aun me con-mueve pensarlos.

Su historia comenzó gracias a una caja de zapatos, un gran amigo suyo tenía una zapatería y una novia que resultó ser la hermana de mi abuela; un día este amigo le pidió a mi abuelo que llevara un par de zapatos a su prometida por-que él no podía cerrar su negocio en ese momento y ella estaba imposibilitada para poder retirarlos, mi abuelo aceptó con gusto y enseguida salió a llevar el pedido. Caminó sin cesar por esas viejas callecitas de San Justo hasta que al fin llegó a destino, cuando mi bisabuela Agustina abrió la puerta, su presencia inmaculada la impactó y lo invitó a pasar sabiendo que representaba un gran partido para alguna de sus doce hijas. Sabia la nona.

Al rato de conversar animadamente y averiguar por poco hasta quien era su tátara tío, entró al cuarto mi abuela con ese aire fresco que la caracterizaba y poco de su atención le prestó al caballero, diría que presumida por su gran be-lleza. Él se quedó perplejo y no dudó ni un segundo que era ella el amor de su vida; a partir de ese momento el no dejó de visitar regularmente a mi bisabuela Agustina, haciéndole saber sus sinceras intenciones que por supuesto fueron aprobadas inmediatamente.

Fue así que un día mi abuela llegó de su trabajo y allí estaba él, paradito con su primer ramo de flores entusiasmado para darle la gran noticia, somos novios y nos casamos pronto.

Si están esperando su respuesta por supuesto que fue SI y a los seis meses se casaron. Su matrimonio pasó por muchas cosas, momentos felices y otros no tanto, pero fue sincero y puro, amor de verdad que llegó a su fin como la iglesia cristiana lo designa.

El día que mi abuelo vio a sus nietas formar familia, asentadas con sus propios caminos y rodeadas de personas maravillosas que las acompañarían en esta

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gran aventura que es la vida, se dio cuenta que su tarea había terminado aquí y nuestro Padre supremo lo llamó para cumplir su destino en otro lado del uni-verso, en ese momento mi reina supo que ella también debía soltar nuestras manos para dejarnos crecer y su tristeza fue tan profunda que al tercer día se fue con él dejando su ejemplo y su integridad para siempre en nuestras me-morias, pedacitos de nuestro corazón.

Así culmina su historia, tantas veces le preguntaba, en esas tardes de té o café con leche, que me contaran de sus andanzas y llegué a conocerlos mucho; como también a mis abuelos paternos que forman parte de otra historia en mi vida, fue una relación diferente, si bien estuvieron desde el día de mi nacimien-to y siempre estuvimos en contacto, aprendí a conocerlos y quererlos más en mi adolescencia cuando por diferentes circunstancias fui a vivir con ellos.

Mi abuela Pocha, su apodo de pequeña y el que conservó siempre a pesar de que no le gustaba, era de estatura media, ojos grises, de rasgos bellísimos, para que tengan un parámetro, les cuento que era muy parecida a Elizabeth Taylor en su época de oro; ella era mujer de riendas tomar, segura, imponente con sus ideales, madre de seis hijos y esposa firme y cumplidora, porque debo decir que se pasó más de la mitad de su matrimonio más enamorada de su vocación, la música, añorando su conservatorio y esperando volver, deseo que se cumplió con total libertad en sus últimos años. De ella aprendí que una mujer es el eje en una familia, la importancia de ser independiente y que la fe mueve montañas, ¡¡¡ tal cual dicho popular!!! La fe y el amor, las fuerzas más poderosas que existen.

Cómplice y amiga, acompañaba mis decisiones con sus consejos y trataba de saber siempre en que estaba metida, esperaba que yo le contara para darme su aprobación. Fue la única de los cuatro que pudo conocer a mi primer hijo, que tejió para él, cosa que intentó enseñarme miles de veces y nunca logró. Hoy día guardo sus batitas y cada vez que las toco la siento a ella presente.

Su vida tal vez no fue ideal, su paso por estos lares dejaron enseñanzas a su entorno, a sus seres queridos y más que vivencias propias de la felicidad lo que transmitió es cómo obtenerla, siguiendo al corazón y no la conveniencia, amando la vocación y no un trabajo que sólo de dinero, comprender en lugar

de prejuzgar, mirar y no solamente ver, perdonar y, algo muy importante, en-tender que el amor es energía positiva en movimiento y se transforma. Con el correr de los años puede sentirse y percibirse de diferente manera, pero siem-pre hay que dejarse fluir, no temerle al cambio, a la transformación…

Mi abuelo Ítalo, alto, delgado, muy pintón, pícaro, divertido, bromista, ¡¡¡se la pasaba haciendo chascarrillos!!! Era otro niño más. Se retaban mutuamente y era un cuadro diario escucharlo decir, ¡¡¡ esta vieja loca!!! Y salir para tomar aire y distancia y, mientras cerraba la puerta, escuchar a mi abuela decir, ¡¡¡este viejo loco!!! A veces creo que eran muy parecidos en varios aspectos.

De él recuerdo su buen humor y optimismo, me divertía mucho, jugábamos a las cartas, nos quedábamos charlando hasta tarde, me daba confianza y li-bertad para expresarme de igual a igual. Recuerdo una vez que me cambié de punta en blanco para salir y él estaba regando el jardín, que era largo, lleno de árboles frutales y flores, estaba al fondo de todo y me pide que me acerque para saludarlo, yo llego a la mitad y le grito. ¡¡¡ Chau abuelo!!! Y él me contesta ¡¡¡Vení nena, dame un beso!!! Y, cuando se lo doy, me apuntó con la manguera y me bañó, tuve que cambiarme otra vez. ¡¡¡Me lo quería comer!!!

También nos peleábamos en el almuerzo o la cena porque me distraía y me robaba los bocaditos más ricos, esos que uno se guarda para saborear despa-cio; era un loco lindo, muy observador, siempre intuía si algo me pasaba y me decía, “nena, nena no te hagas problema por pavadas.”

Quería vivir la vida a su manera, no aceptaba condiciones, de bastante joven tuvo inconvenientes con su salud y como es de esperar la familia pretende que en esas instancias uno haga caso a las directivas de los médicos, bueno, el señor rebelde no, el sólo quería vivir a su gusto aunque tuviera que ceder años por sus caprichos y decisiones. Cuando finalmente no le quiso ver más la cara a ningún médico me esperó esa noche para charlar, me dijo que confiaba en mí, que sabía que era buena chica e iba a elegir bien mi camino, que me quería mucho y que me cuidara. Yo, mientras lo escuchaba con atención, pensaba porque me estaba diciendo todo eso, esa noche me fui a dormir feliz, sentía que mi abuelo me comprendía, que sabía de mí, sabía quién era yo.

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Una mañana todos empezamos el día normalmente, hasta que escuché un golpe muy fuerte, mi abuelo se había caído y ya no volvió a levantarse, en ese instante comprendí el significado de nuestra conversación la noche anterior, yo era muy importante en su vida y él quiso que lo supiera y lo recuerde siem-pre.

Los abuelos son un regalo en nuestras vidas que combinan amor y experiencia vivida; palabra justa y apretón caluroso. Amemos, respetemos y mimemos a nuestros abuelos porque inevitablemente no sabemos cuándo partirán.

De calesitas y ojos negros

Jorge Emilio BosiaBuenos Aires

Sólo mucho después entendí que la llegada de Yanina había sido una caricia del destino, y que ella, acaso sin saberlo, aligeró la angustia de mi retiro.

En efecto, yo, Arquímedes Peñalba Piolín, había postergado mi jubilación so-lamente a causa de la aparición de la niña, aquel 22 de diciembre en que abrí el candado del portón de alambre, quité la lona y di a luz otra vez al elefante, el rinoceronte, los pequeños convertibles y los caballos, como todos los días, a las 10 de la mañana.

Los tres chicos me tenían muy ocupado, así que no vi cuando ella se sentó silenciosa en el banco color verde inglés. La vislumbré sólo después que los tres bandidos se fueran, riendo y corriendo. Estaba en la punta del banco, las piernas no le llegaban del todo al piso, así que las hacía oscilar pendularmente mientras los inmensos ojos negros miraban hipnotizados la calesita. Tenía un puño cerrado sobre la falda. Le caía una cascada de pelo negro brillante por los hombros.

Me acerqué; ella extendió el puño, lo abrió y dificultosamente se fue despe-gando un billete doblado, cálido y húmedo por el calor de su mano, que cayó sobre la mía. Lo extendí y le dije: -te alcanza para dar tres vueltas.

Ella saltó del banco y avanzó hacia la calesita, eligió el convertible rojo y se ubi-có elegantemente, cuidando de no arrugar su vestido celeste. No había nin-gún otro chico, de modo que alargué indefinidamente la tercera vuelta hasta que ella me miró y comprendí que era suficiente. Saltó fuera del cadillac con la misma elegancia con la que había subido. Le ofrecí la mano para bajar de la plataforma, pero lo hizo sola, dio las gracias y salió por el portón con la misma decisión con que hiciera todo lo demás. Como vino y se fue sola, me acerqué al alambrado para ver hacia dónde iba y me pareció que ingresaba por una

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puerta de hierro a unos cincuenta metros en la misma cuadra.

Al día siguiente había olvidado a la niña, preocupado y algo triste por los de-talles del desguace inminente de la calesita y el final de mi vida activa. A las 11 volvió y se sentó en el mismo lugar con el puño cerrado. El ritual se repitió dos días más. Al cuarto, me senté en el banco y la saludé. Ella me miró fijamente y preguntó: -¿vos cómo te llamás?

-Arquímedes –le respondí.

-¿Arquímides? –dijo graciosamente.

-No, Arquímedes –repetí sonriendo y resaltando la sílaba- ¿y vos?

-Yanina Luna –dijo ella como recitando una fórmula, al tiempo que estiraba el brazo, depositaba el billete prolijamente doblado en mi mano y partía corrien-do hacia la calesita.

Fue probando cada día uno de los lugares, pero después de recorrerlos todos, su favorito resultó ser el caballo negro con la montura amarilla. Cuando me di cuenta que ya no abandonaría ese lugar le dije que para mí no era un caballo sino una yegua y que se llamaba Reina. De ahí en más, cada día, cerca de las 11 de la mañana y sin que ella lo supiera, le reservé ese lugar impidiendo con excusas que otros niños lo ocuparan.

Hoy creo que la aparición de Yanina me dio el pretexto para postergar mi deci-sión de desarmar a fin de año la calesita que había heredado de mi padre hacía tanto tiempo, y mantenerla en funcionamiento durante el verano.

Poco a poco fui conociendo a Yanina en diálogos cortos que manteníamos antes que ella montara a Reina. Así me enteré que vivía en una habitación que su mamá alquilaba en esa misma cuadra, que su mamá se iba a trabajar muy temprano a la mañana a “un lugar que se llama Temperley” y que volvía muy tarde a la noche, que ella pasaba el día con “la señora de la pieza de al lado, que era muy buena y le hacía la comida”, que tenía algunos juguetes pero que a ella le “gustaban los libros”, que “iba a empezar primer grado”, y que no conocía

a su papá. Yo le hablaba sobre todo para poder admirar sus inolvidables ojos.

Ella se enteró también de algunas cosas: que yo tenía 83 años, que no tenía nietos –algo que la sorprendió, pues ella pensaba que “los señores que tienen el pelo muy blanco tienen nietos”-, que vivía solo, y que llevaba el pelo largo porque no me gustaba ir a la peluquería. También supo que además de Reina, los otros caballos de la calesita se llamaban Rey, Estrella, Nube, Lluvia y Rocío; pero ella siguió prefiriendo a Reina durante todo el verano.

A mediados de febrero cuando casi había olvidado mi propósito de desarmar la calesita, estacionó una tarde un auto del que bajaron dos hombres que di-jeron ser coleccionistas. Se había corrido la voz de que me retiraba. La calesita era realmente una reliquia y yo la había mantenido en perfectas condiciones. Cuarenta años antes, cuando mi padre murió, había liberado al par de nobles caballos de tiro de su monótona y circular tarea y le había adaptado un motor eléctrico; todas las semanas repintaba una parte, en un ciclo que se comple-taba cada año, de modo que la mantenía reluciente. Me ofrecieron una suma que jamás hubiera imaginado, así que acepté tratando de disimular mi alegría. Me dieron una suculenta seña y prometieron venir a desarmarla cuidadosa-mente el 1º de marzo con personal especializado.

La excitación por la novedad me hizo esa tarde olvidar a Yanina. Pero a la maña-na siguiente cuando la vi sentada en el banco verde sentí el lanzazo de la culpa por el dolor del que iba yo a ser causante. No pude decirle nada, sin embargo, le dedicamos nuestros dos minutos diarios a las nuevas zapatillas azules que ella estrenaba orgullosamente ese día y que combinaban –dijo- con el vestido celeste.

Febrero era tan corto. El 28 estaba decidido a explicarle lo que iba a ocurrir al día siguiente, pero nuevamente, no me atreví. Me consolé cobardemente pensando que estaban por comenzar las clases y Yanina no tendría tiempo de venir a la calesita porque iba a ir a una escuela de turno completo, que allí co-nocería a muchos chicos y que se olvidaría de Reina y de mí. Pero la fascinación de ella estaba intacta, el brillo de sus ojos no se había empañado con la diaria rutina de dar tres vueltas sobre la yegua negra de madera. Me daba cuenta que ese día empañado de tristeza para mí, el último de mi vida de calesitero,

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era para ella tan radiante como el primero, y envidié esa frescura irrecuperable. Sólo hablamos del guardapolvo blanco que esa noche iba a traerle su mamá y ella esperaba con impaciencia.

Pero las clases comenzarían el 7 de marzo, una semana después.

Por fin el 1º de marzo a las 9.30 llegó el camión, bajaron tres operarios con herramientas diversas y prestamente comenzaron a desmontar la calesita. Qui-taron primero el techo, luego las columnas de bronce y comenzaron a separar del piso los convertibles, el elefante, el rinoceronte y los caballos.

Yo me ubiqué en un lugar estratégico para ver acercarse a Yanina. Todavía esta-ba Reina en su puesto cuando la vi avanzar por la vereda totalmente despreo-cupada y con el puño apretado. Al llegar a la altura de la calesita se detuvo y miró a través del alambrado el inusitado espectáculo durante unos segundos, yo estaba paralizado observándola a un costado del portón por donde los operarios iban y venían indiferentes llevándose partes de mi vida.

Yanina avanzó con su decisión característica hasta donde estaba yo. –Hola –dijo con seriedad.

No pude contestarle. Me senté sobre un tronco cortado para estar a la altura de su rostro aceitunado y poder observar nuevamente sus netos, sólidos, ojos negros. Noté que no estaba triste, ni siquiera demasiado sorprendida. Ella per-cibió al instante que yo estaba, en cambio, casi llorando.

-No te preocupes Arquímides –me dijo- cuando yo sea grande y vos tengas nietos, voy a tener una calesita y los voy a dejar subir todos los días.

Doña Rosario

Soledad Martínez

Doña Rosario era mi abuela, tenía 92 años, sabia como ninguna. Una tarde, después de educación física, salí del colegio y pasé por una panadería donde cada delicia se compraba con la mirada y me acordé de ella. Como no tenía plata junte todas mis monedas del colectivo y le compré una factura llena de crema y membrillo como a ella le gustaba. Me fui a su casa a entregarle y como ya se me hacia tarde solo le dije “¡¡¡Abu!!! Te traje algo rico.” Le puse el paquetito en sus manos, le di un beso y me fui… Al otro día regrese después del colegio y me pidió que me acercara, saco el paquetito debajo de su almohada con una mitad de la factura y me dijo “No es rica si no la comparto…”

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El abuelo

Jacobo AjlinBuenos Aires

Una vez te conté un cuento, una vez te conté, si bien fue hace tiempo, una vez te conté un cuento y quisiera recordar en qué tiempo fue, si fue una mañana de un día cualquiera o una tarde de ayer o esa noche en que tuviste un sueño feo y yo te conté un cuento para que tú pudieras dormir. Es que hace tanto tiempo, y el tiempo es pasado y tan rápido pasó, que no sé si he envejecido en el tiempo, eso sí que lo sé. Pero quisiera recordarlo, recordarlo, lo sé, es que pasan los días, cómo pasa la vida y no podemos hacer nada para detenerla, detenerla en el tiempo.

Y yo, tan solo en este hogar, tan solo, pero tan solo que quisiera llorar. Pero las lágrimas se han enternecido conmigo y no quieren brotar. ¡Oh, angustiosa vida que nos abandonas en un momento, en un lugar! ¿Por qué a mí no me quieres abandonar, que mis canas están más blancas y ni las puedes respetar?

¡Qué solo me quedé un día, cuando la vieja se fue, estará la pobre acunando el lugar para cuando la vaya a ver!

Que dolor, que angustia, ningún reproche, pero cuanto quisiera volver para atrás las malditas agujas del reloj del tiempo. Me duele el alma y también la vida, quisiera borrar los recuerdos, mi hijo, borrarlos y no sentir que todavía vivo.

No abuelo, no abu, soy tu nieto.

¡¡¡Ah, mi nieto!!! Es que ya la razón se borra con las emociones, es que hace tan-to tiempo que te conté un cuento que ya no recuerdo y no quisiera recordar, pero sí, ahora mi lucidez me llega, sí, me acuerdo, se lo conté a tu padre, a tu padre y hace tanto que no lo veo que ya no recuerdo, lo sé, lo sé.

Es que aquí me siento tan triste, porque me faltan ustedes y me siento tan solo.

Es que tengo tanto sueño y no me puedo dormir. Se duermen mis sentidos, pero mis ojos están abiertos. Hace tanto tiempo, mi hijo, pero hoy no lo puedo creer, hoy me está agarrando sueño y nostalgia en esta cama. Siento que hoy, hoy voy a dormir, por eso mi hijo cuéntame un cuento, por favor cuéntame un cuento, que yo también lo necesito… cuéntame un cuento que quiero dormir. Sí, mi hijo, cuéntame un cuento, que ya se me cierran los ojos y lo veo todo tan gris, es como una voz que me llama, me llama. Cuéntame un cuento, cuéntamelo, que hoy me siento feliz.

¡No, abu, no, abuelo, no me dejes por favor… Sí, abuelo, sí, mi abuelito…! “Ha-bía una vez un cuento, un cuento, un cuento…”

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El abuelo

Delia Ester Martí

Mientras camina con lentitud, el breve pasillo que va desde el fondo de la casa a la vereda, el abuelo deja su estampa de hombre sereno, prendida en la reti-na de quien lo evoque. Él, vuelve repetidamente a la memoria, con su figura erguida, con los pasos arrastrados, las manos en los bolsillos, los ojos entrece-rrados por el humo del único cigarrillo diario que paladea antes de dormir la siesta y el que posa tambaleante cerca de la comisura de los labios.

La mirada sosegada por los años busca el horizonte, elevándose sobre viven-cias contabilizadas en sus setenta y cuatro años. Vivencias de un pasado difícil. Un tiempo que lo enfrentó con duras dificultades: la temprana pérdida de la mamá eclipsa su tono de voz, cuando con escasas palabras la recuerda con pesadumbre.

En ese recuerdo doloroso palpita la imagen de los tres hermanos y el papá, a quienes golpeó muy temprano la vida. Con voz apagada y entrecortada en-tabla un entusiasmado diálogo para contar los hechos que en su juventud le dieron el pasaporte a una vejez sin sobresaltos: fue peón de campo, hasta que en 1948 pudo adquirir su tierra, pero desde los catorce años conoció el lucero de las madrugadas invernales, la oscuridad incierta de los potreros de donde arreaba los caballos para atarlos después al arado o a la sembradora. Las crudas heladas le curtieron la piel cetrina, mientras repetía giros y giros en los cuadros, dando vuelta la tierra o diseminando semillas.

El mismo cielo que vio iluminarse por tantos amaneceres hoy recibe el escru-tinio de sus ojos pardos, para que le devuelva los sueños que le fue confiando en las largas jornadas de trabajo que enmarcaron sus años jóvenes. También se ilumina cuando relata el tiempo de cosechas, con la misma alegría que habrá sentido cuando recibía el fruto del trabajo. En sus manos rústicas se abre un gesto de amistad, de emocionada lucha tenaz, reconocida por aquel tío: Pepe, que le regaló el reloj de cadena, que sabía lucir en el bolsillo de adelante del

pantalón reservado para salir.

El abuelo es un hombre paciente, sereno, nunca levanta el tono de voz, porque la impecable conducta, la valiosa “palabra” otorgan autoridad a su presencia mesurada. Todo el pueblo, lo reconoce y es orgullo de la familia que se ha transmitido a las generaciones como modelo de honestidad, que los años fue-ron consolidando.

Desprecia fuertemente los excesos, y nunca inculca frivolidad. Prefiere el silen-cio y solo habla lo preciso cuando debe intervenir.

No es demostrativo, pero su apretón de manos, o su suave golpe con la palma de la mano en el hombro, o la caricia a contrapelo en la cabeza, abrigan y pro-tegen más que cientos de palabras. Es tierno y grande de corazón.

En sus hábitos es metódico, prefiere estar en la casa, conversar con la abuela, esperar la visita de los hijos, la pasadita que se hacen cuando ¨vienen al pue-blo¨ y las ruedas con los nietos para los que siempre tiene una “propina”, a lo que la abuela agrega:

-¡Propina de catalán! (bromeando porque es escasa).

Con un gesto que da a entender que no tiene importancia, se sonríe descu-bierto en la picardía.

Si es verano, se sienta en un sillón de jardín debajo de la enredadera, se hama-ca y mira el follaje en un gesto distendido y a veces melancólico. En cambio en el invierno se acerca a la cocina, donde sentado junto a la abuela, saborea unos ̈ amargos¨, mientras conversan en idioma catalán, el cual practican desde su infancia en familias de inmigrantes. Gestos y palabras compartidos en cin-cuenta años de casados, son tan iguales en uno como en otro, se adivinan los sentimientos y se enorgullecen de todo lo que lograron.

Tiene poco cabello, no es alto pero es muy elegante. En su rostro lo que más se destaca es la frente ancha y el marcado entornar de sus párpados. Los pasos con los que se desplaza son lentos pero no dificultosos. Le encanta hablar del

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campo, de las sementeras, de los animales: prefiere sobre todo a los caballos, pero conoce el ganado bovino y sabe sobre su crianza y manejo.

Siempre intercala en los relatos los rodeos, los arreos y las yerras. Cita a sus amigos del campo, con los que siempre se prestaban ayuda mutua. También describe las tareas que aparejaba la carneada. Esta suponía encuentro de ami-gos y de parientes, noches de trabajo, cuentos y risas.

También se reunían para jugar a las cartas: truco y siete y medio eran las preferi-das. Los días de lluvia eran especiales para estos encuentros, donde no faltaba el paladear una rica torta o pan casero.

Cuando el campo se renovaba después de la lluvia, se aumentaban las tareas: entonces tenía que repartirse entre el cuidado de las plantas, de la huerta y de los animales de corral, para lo que contaba con la inestimable ayuda de la abuela.

El abuelo lleva el tiempo en su piel rugosa, no está cansado, tiene renovadas esperanzas y muchos sueños, porque su vida ha sido limpia, su perseverancia ejemplar, su sacrificio inmenso. Lee el diario, mira los informativos de televisión y escucha la radio. No reniega del presente, y solo pide que la paz y el bien-estar no escaseen para su familia. Ha interpretado la vida y sin presiones, con calma, sinceridad y aplomo sigue desde lejos los caminos que recorren sus seres queridos.

El nacimiento de una futura presidenta

Mónica Barri

Fue a fin de diciembre del 2009. Yo estaba ocupada con los preparativos de las fiestas, la comida, los regalos y todas esas tareas, que siempre me insumieron mucha energía y me ponen ansiosa; cuando mi única hija, me anunció que estaba embarazada, así, sin anestesia.

Ana Julia había deseado muchísimo ese embarazo, pero el papá de su futura hija había decidido no comprometerse con la situación.

Ana fue y es mamá soltera.

Desde que recibí la noticia, supe que el vínculo con mi nieta sería indestructi-ble y especial.

Morena Julia, nació en un año muy importante. El año de nuestro Bicentena-rio, un 10 de Septiembre a las 08:58 hs en un Sanatorio de la Av. Juan B. Justo. Luego les contaré porque fue importante este lugar y espero que coincidan conmigo.

El día anterior, había acompañado a Ana Julia a realizarse una ecografía. Si Mo-rena pesaba más de 4 kilos, tenía que llamar urgente al Dr. Fernando.

Así sucedió, la beba pesaba unos gramos más de lo indicado y en la llamada, Ana y el doctor acordaron la internación para el día siguiente a las 7 de la mañana.

Llevé a mi hija a su casa, luego de todos los abrazos, lágrimas y gritos que sole-mos hacer las mujeres y que algunos hombres no comparten.

En ese momento, Ana vivía en un tercer piso por escalera y al llegar al departa-mento, me pidió, nuevamente sin anestesia y yo, sin aliento, que la acompaña-

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se en el momento del parto, que estaba previsto por cesárea.

Nunca había escuchado algo parecido. Como mujer de la generación del ‘54 y juventud de los ‘70, me dije: ¡La vida te da sorpresas, sorpresas me da la vida!

No podía arrugar y menos al ver la carita de mi hija que me lo pedía con tanto amor y necesidad. En mi cabeza se proyectaban distintas escenas de un su-plemento que escribió José Pablo Feinmann sobre el peronismo, en particular sobre nacimiento de Evita, que había leído con Claudio en unas vacaciones y que me habían estremecido por lo que significó para Evita el tema de la bas-tardía durante toda su vida.

Evita, fue obligada a renunciar a la vicepresidencia de la Nación por la presión de los opositores y Sectores del Ejército.

Como suele suceder, ni mi hija en su casa, ni yo en la mía, dormimos en toda la noche.

Al día siguiente, a las 7 am nos registramos en el Sanatorio. Después de una corta espera, me hicieron vestir con un ambo verde y botas descartables. Mi hija fue directo a las sala de partos, cuando me acerqué, todos nos miraban con curiosidad. La diversidad todavía es difícil de aceptar.

A las 8:58 am, nació Morena Julia. Mi hija sonreía feliz y la beba asomó su carita redonda y violeta detrás de las sábanas.

¡Fui una abuela que presenció el parto de su hija! El doctor me entregó a mi nieta en mis brazos, la mecí y abracé con dulzura y la llevé a una sala donde la revisaron y la acicalaron para después ir a la habitación con la mamá. La partera nos dijo que fue la beba más linda del día y nosotras asentimos gustosas.

Morena Julia, nació en el Bicentenario, pero no sólo eso, la historia argentina se mezcló con nuestra pequeña historia y se los voy a contar.

Al día siguiente, fuimos con Claudio temprano al sanatorio. La Av. Juan B. Justo estaba llena de pancartas, carteles y pasacalles escritos a mano que decían

“¡FUERZA NESTOR!”

No lo podíamos creer. Por un lado, la felicidad de la llegada de mi nieta y por el otro la preocupación y la tristeza por el estado de salud de Néstor Kirchner, el ex Presidente, que estaba internado en el mismo lugar que Morena.

Nosotros queremos mucho a Néstor. Nos dicen “fanáticos” y esas descalifica-ciones tan de moda y muchas veces nos sentimos sapos de otro pozo.

No sé si esa admiración y respeto, serán por ser coterránea, porque nací en el Yacimiento 17 de Octubre, (hoy Cañadón Seco) y, también, porque el ex Presi-dente, había pagado la deuda al FMI, le había dicho “No” al ALCA, había bajado los cuadros de los genocidas y mil hechos más.

Néstor permaneció con la Presidenta un solo día en el lugar y al día siguiente lo vimos partir; le habían dado el alta.

Siempre pensamos que era una señal. Lo primero que dijimos fue: ¡Morena va a ser Presidenta cuando sea grande!

Hoy tiene 2 años y ocho meses, el 25 de mayo se disfrazó de negrita candom-bera y a su edad comprende que festejamos algo muy importante para el país.

Con el tiempo, podrá entender que nació en el año 2010, con el Bicentenario de la Patria, asistida por su abuela, con el amor y fuerza de su mami y que un 27 de Octubre del mismo año, moría un grande: Néstor Kirchner rodeado del Pueblo y el cariño de su compañera infatigable, la Presidenta de los argentinos y sus hijos.

Cómo amante de la historia y de los cuentos de abuelas en camisón, en unos cuantos años, contaré en otro relato qué fue de la vida de Morena Julia, ¿la futura Presidenta?

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Faldas

Mirta KrevnerisBuenos Aires

Marilina y su mamá Sarita vuelven de una tarde de compras. Viajaron hasta la avenida, miraron vidrieras, se dieron una vuelta por el shopping y ahora traen varias bolsas y una sonrisa cómplice.

Como Marilina está más alta que el año pasado, y la ropa le queda chica, le tironea y le aprieta, hubo que renovar algo del placard, hasta donde la tarjeta lo permitió.

Ahora caen exhaustas, se desparraman en el sofá suspirando y diez minutos después se levantan para mostrarle a papá Francisco lo que compraron.

Aparecen unas zapatillas con brillitos, una remera con un dibujo incomprensi-ble y una pollera, una pollerita.

“¿Y el resto de la falda está en otra bolsa?”, pregunta papá medio en serio y medio en broma.

“¿No te gusta?, es de señorita, yo la elegí, pa”, contesta Marilina desilusionada.

“Si, supongo que sí, pero ¿no es un poco corta? ¿No vas a tener frío? Yo no quisiera ser antiguo, pero creo que a esta falda le falta….como medio metro para llegar a los tobillos…”.

Al ver las caras desesperadas de Sarita y Marilina, se corrige.

“Chicas, creo que recién no era yo el que hablaba, era mi abuelo Bernardo que se horrorizaba con la ropa de las mujeres de su época… y la de todas las épocas ¡Ja ja ja! Qué hubiera dicho mi abuelo de la falda de Marilina, ja ja ja”.

“¿Y vos, te acordás de tu abuelo y de cuando jugabas con él?”, pregunta Marili-na para cambiar de conversación.

“El abuelo era un señor serio que no jugaba conmigo y que siempre retaba a todos. Además usaba refranes y sentencias para cualquier ocasión .La que lo recuerda bien es mi mamá, tu abuela Perla, hija del abuelo Bernardo, así que podés preguntarle a ella mañana, cuando venga…”.

Al otro día, cuando Marilina llega de la escuela, la abuela Perla la está esperan-do para tomar la merienda. Como mamá Sarita es maestra, ella acompaña a sus nietos todas las tardes y se queda un par de horas con ellos.

Después de la merienda, Marilina avanza con sus preguntas.

“Abuela, tenemos un conflicto con mi papá. Todo empezó con una pollerita que compramos con mamá para el cumpleaños de mi amiga Male”.

“¿Y cuál es ese conflicto?”

“Que papá dice que es muy cortita, que le falta tela, que voy a tener frío… Cuando vos tenías mi edad, ¿también te peleabas con tu papá por la ropa que elegías?

“Antes que nada quiero decirte que esta pollerita corta es un triunfo y que vos elijas tu ropa también lo es”.

“¿No entiendo?”

“Alguna vez te mostré en un libro de geografía que las mujeres japonesas usa-ban unos quimonos de seda de hermosos colores y muy ajustados y zapatos duros para que los pies no les crecieran. Y es cierto que no les crecían. Tenían unos piecitos delicados y pequeños con los que casi no podían caminar, por eso en las películas veíamos que las mujeres japonesas andaban a los saltitos y siempre dentro de sus casas.

Mi mamá usaba unas polleras largas hasta los tobillos que no le hubieran ser-

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vido para perseguir un tranvía o caminar apurada hacia su trabajo. Por eso, con el tiempo desaparecieron los sombreros y los guantes –no los que usamos contra el frío– sino los de vestir y la ropa se simplificó, para que las mujeres que salían a trabajar se sintieran más cómodas.

“¿Vos no salías a trabajar Abu?”

“No, no. Cuando terminé el Normal me anoté para trabajar como maestra mientras estudiaba piano. Pero conocí a Marcos, que después fue tu abuelo, y me puse de novia. Por suerte también les gustó a mis papás, porque si no…quién sabe si me hubiera podido casar con él.

“Y cómo era ser novia en esa época? ¿Vos le decías yo gusto de vos y listo?”

“No era tan rápido ni tan fácil. Marcos tuvo que venir a mi casa a invitarme a sa-lir a bailar, decirle a Bernardo que nos conocíamos del barrio, en qué trabajaba, qué estudiaba, cómo era su familia. Y papá después de analizarlo de arriba a abajo le avisó a qué hora tenía que traerme de vuelta a casa. Después paseába-mos por la plaza del barrio o íbamos al centro a ver una película o a Palermo a un lugar llamado El Rosedal, donde nos cruzábamos con montones de parejas que hacían el mismo paseo.

Tampoco teníamos teléfono para hablar ni salíamos todos los días, porque las vecinas hablaban mal de todas las chicas solteras del barrio y no había que darles motivo.

“¿Y te parece bien eso que pasaba?”, pregunta Marilina cada vez más interesa-da.

“Nooo, para nada. Vos sabés que cada vez que hablo del abuelo Marcos me olvido de todo lo anterior, entonces acá viene la respuesta a tu pregunta. Yo no me peleaba con mi papá Bernardo porque se hacía todo lo que él decía. Yo lo quería, pero por sobre todo le tenía miedo. Creo que él tenía con sus hijos las mismas exigencias que sus padres habían tenido con él.

En cambio mi hermana Julia sí se peleaba, mucho y muy seguido, con nuestro

papá y los dos se decían cosas fuertes y terribles. El quería que Julia fuera como yo, que se pusiera de novia y se casara y tuviera hijos que serían sus nietos y así se le volarían –como decía él – los pajaritos que tenía en la cabeza. Decía pajaritos, pero eran ideas, ideas propias. Y Julia le contestaba que quería ser ingeniera, que no pensaba desperdiciar su talento ni su facilidad para estudiar y que se casaría o no, pero que no estaba en sus planes más urgentes.

Ahí nuestro padre amenazaba con echarla de casa y ella lo desafiaba y le decía: “A ver si te atrevés. -¿Por qué tengo yo que repetir tu historia? Vos quisiste ser pintor, a tu familia no le pareció bien que te dedicaras al arte y te lo prohibie-ron. Y sos gerente. No hagas conmigo lo que hicieron con vos, papá”.

Y ahí Bernardo reconocía que Julia tenía razón pero no se lo decía. Julia se recibió de ingeniera y cuando se cansó de no encontrar empleo por ser mujer, se fue a trabajar a otro país.

“¿Y te llevabas bien con el tío Juan Carlos, tu hermano mayor?”

“Si, salvo que él tenía que acompañarme a los bailes y cuidarme”.

“¿Cuidarte de qué?”

“Todavía no lo sé y mirá que pasaron años. Sí me acuerdo que a Juan Carlos, por ser varón, lo dejaban salir de noche, fumar, tomar cerveza y hasta le dieron la llave de la puerta de casa, lo que significaba: “Podés volver a cualquier hora”.

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Herencia de amor

Nélida N. AndradaBuenos Aires

Mi abuela Teresa olía a jazmines en verano y en invierno olía a bizcochuelo de chocolate. Usaba una falda larga cubierta por un blanquísimo delantal. Una trenza gris perla se acurrucaba en su nuca en forma de rodete, apenas sosteni-do por dos hebillas de carey.

Ella y mi abuelo Daniel vivían en una casa larga con una amplia galería, y una cocina inmensa, donde elaboraba los mejores tucos domingueros.

Era moneda corriente llegar a su casa y encontrar grandes cantidades de en-harinados ravioles, prolijamente alineados sobre la mesa de la cocina. Como si estuvieran esperando el momento para zambullirse en la olla.

A la una en punto nos quería a todos rodeando la mesa. Entonces hacía su entrada triunfal. Entre sus manos, la fuente humeante repleta de comida re-cién elaborada, y un poco más arriba, la sonrisa más luminosa que pudiera regalarnos.

Con la metálica música de los cubiertos como fondo, nos divertía con anécdo-tas de sus hijos y se reía a carcajadas de las travesuras de sus nietos.

El abuelo Daniel era de pocas palabras. Pasaba largas horas sentado en su silla patas cortas, con los codos apoyados en las rodillas, nos miraba jugar y son-reía. El abrazaba tiernecito y se podía escuchar el toc-toc de su corazón justito sobre la frente.

A la hora de la siesta el domingo se tornaba mágico. Dragones, princesas, hé-roes y villanos, desfilaban frente a nosotros encaramados a la voz de la abuela, mientras sus manos, aún con restos de harina, doblaban una y otra vez las puntitas de su delantal.

A pocos metros, el abuelo humeaba su pipa marrón, mientras silbaba bajito una melodía para nosotros repetida y que aún hoy recuerdo. Al caer la tarde, la abuela preparaba una gran jarra de chocolate, que nosotros bebíamos apura-dos para reanudar nuestros juegos cuanto antes.

Cuando se acercaba la hora de irnos, me sentaba sobre sus rodillas y trenzaba mi cabello con la misma suavidad con la que lo harían las manos de un hada.

Muchos años han pasado. La casa de la amplia galería ha sido totalmente re-modelada. Sólo la gran cocina permanece intacta.

En ella, espero a mis hijos y nietos... Con el tuco listo y los ravioles haciendo filita y esperando su turno para zambullirse en la olla.

Casualmente, ayer fue domingo. Cuando salí a recibirlos, mi nieta, la más pe-queña, rodeó mi cintura con sus bracitos, restregó su naricita en mi delantal y me dijo: “Abuela… olés a bizcochuelo de chocolate”.

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Juntos de la mano

¡Con amor a todos los abuelos del mundo!

Karina SperandiniParaje Zino, Ramallo, Buenos Aires

Sucedió muy lejos de aquí y muy cerquita de mi casa.

Cada vez que estoy cumpliendo años, me recuerdan que aún tengo que seguir creciendo, que debo leer y estudiar, se olvidan que soy un niño.

¿Qué le pasa a la gente grande? ¿No se acuerdan que lo fueron alguna vez?

Fue así como en mi cortita vida, solo debía “aprender lo que otros querían que aprenda”.

Pero Él estaba siempre ahí, mirando, observándome con sus ojos brillantes es-condidos detrás de los lentes y abrazándome con su presencia…

Un día decidí no ir a “mi fiesta”, porque sin que los desenvolviera ya sabía que todos mis regalos serían letras y más letras, libros, cartucheras, reglas, lápices y saca puntas. Yo estaba quebrado o en quiebras, ¡¡¡no mis lápices!!!

Fue ahí, justito en el banco frío de la plaza, donde una voz dulce empezó a contarme historias increíbles de su dificultosa juventud, cuando él, mi abuelo, era el pirata más valiente de los mares, atravesando tormentas de sol y de sal, donde las espumas y peces corrían carreras para ganarle a su barco. También me contó cuándo fue el mejor astronauta y llegó a la luna, muy cerquita, pero muy cerquita, de donde vive mi abuela. Esa y muchas anécdotas más me con-vencieron para regresar a mi cumple, ¿quién podría hacerlo? Y juntos de la mano, paso lento, sostenido, perfumado por el tiempo único e inolvidable, valía la pena intentarlo.

Sin dudas fue el mejor regalo que me dio mi larga vida, mis primeros pasos para imaginar, recrear y volver a ¡¡¡ ser un niño pensando en grande!!!

Pactamos que todas las noches me tenía que contar sus andanzas y él me dijo que todas las noches abriríamos esas historias ocultas en las bibliotecas, espe-rando que ¡¡¡los grandes se vuelvan chicos!!!

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La deliciosa tarea de ser abuelos

María del Carmen VergnanoBell Ville, Córdoba

Cuatro son los tesoros que nos regaló la vida a mi marido y a mi… son nuestros queridos ñecos como los llamaba cariñosamente el abuelo abreviando la pa-labra muñecos. Por orden de aparición Ezequiel, Valentina, Federico y Manuel.

Eran bellos ñecos y siguen siéndolo hoy que son grandes, pero traviesos incan-sables… como también siguen siéndolo hoy, al menos para mí.

Con pocos años de diferencia armaban una banda compacta e impenetrable. Eran solo cuatro, pero por momentos teníamos la impresión que se multipli-caban…

Se aparecían sin más ni más durante las vacaciones de invierno y verano… se adueñaban de nuestra casa, de nuestro patio, y de nosotros…

¡¡¡Cuánta energía desplegaban…!!! Siempre estábamos involucrados con ellos… nos invitaban a compartir y participar en sus juegos. ¡¡¡Y lo hacíamos como dos chicos más!!!

Todo ello sin contar solicitudes “tácitas” y no “tan tácitas” que ambos recibíamos complacidos. Mis deberes eran: preparar “comiditas” especiales, coser y hasta pintar alguna ropita enganchada… vaya a saber donde... para que mamá de-morara en descubrir que alguna prenda regresaba zurcida.

Anhelo del abuelo era… fabricar y/o conseguir cosas para agregar novedad a los entretenimientos de nuestras esperadas e ilustres visitas.

Hasta el perro tenía que hacer su rutina de piruetas y mostrar sus últimos aprendizajes para placer de los pequeñines.

Acompañarlos nos resultaba maravilloso, nuestras almas se colmaban de gozo, pero a veces el cansancio nos ganaba y esperábamos con ansias la noche para que al fin los traviesos se durmieran al tiempo que pedíamos a Dios desper-tar… el próximo día con más fuerza para seguir con la deliciosa tarea de ser abuelos.

Pero he aquí el nudo de esta historia: todas las noches, sin saltearse ni por piedad una de ellas, y cuando empezábamos a creer que los cuatro eran in-defensos niños que buscaban refugiarse en el sueño después de un largo día de actividad plena, uno preguntaba con voz somnolienta: ¿Abuela, nos contás un cuento…?

Y… entonces… comenzaba la implacable competencia entre la larga lista de cuentos que los cinco o seis sabíamos de memoria y mi cansancio imposible ya de remover.

Y una noche sucedió… caí vencida por el infrecuente trajín. Cuando desperté estaba dentro de un gran festín y en la cama de uno de ellos. Cuatro cabezas juntas, justo sobre la mía, me observaban con ojos chispeantes, mientras des-perdigaban sonoras risas.

A los gritos y todos al mismo tiempo me explicaban:

“¡¡¡Abuela… Yaya…!!! Dormida también te acordás de los cuentos… ¡¡¡No sabés abu, te contábamos un pedacito de uno y lo seguías, un pedacito de otro… y también lo seguías!!!”

No recuerdo cuanto tiempo duró el alboroto ni como llegué a mi cama, pero al otro día, después del sueño reparador, despertamos nietos y abuelos, ñecos y bubús, como nos llama Valen, con el brío de un nuevo día para continuar disfrutando de esas vacaciones inolvidables como tantas otras.

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La abuela Dorotea

Aída NapoliBuenos Aires

La abuela Dorotea era de estatura mediana, de andar ágil y gracioso tenía sus cabellos rubios entrecanos que siempre peinaba tirante sujetándolos en su nuca con un prolijo rodete, su piel blanca como porcelana hacía que resaltaran sus pequeños ojos azules como dos pedazos de cielo, su nariz chiquita encua-draba perfectamente en su delicado rostro, era verdaderamente una mujer fina y hermosa.

Por las tardes cuando entraba a casa, llegaba la alegría, corríamos a su encuen-tro porque sabíamos que siempre nos traía algo rico hecho por ella, como no recordar los sabrosos borrachitos que amasaba con vino tinto y que luego de freírlos rociaba con miel, las exquisitas rosetas a las que le daba forma de una rosa y espolvoreaba con azúcar, aun hoy al recordarlas agua se me hace la boca.

Era de carácter fuerte a la hora de tomar decisiones, como aquella vez que ju-gando con mi hermano a la pelota rompimos el jarrón que tanto cuidaba por ser un recuerdo de su madre, se enojó tanto que nos dio una penitencia, dos horas quietos y en silencio, decía ni el vuelo de una mosca quiero escuchar, cosa que para nosotros era una verdadera tortura y a la vez era toda dulzura cuando nos contaba las historias o cuentos de su querida Italia, era alegría pura con decirles que hasta la perrita que teníamos al verla llegar se paraba en sus dos patitas y comenzaba a bailar al compás de la tarantela italiana que ella le cantaba.

La abuela Dorotea fue la abuela que nunca tuvimos por ser mi papá y mi mamá inmigrantes italianos, a nuestros abuelos biológicos los conocimos a través de fotos y relatos de nuestros padres, es por eso que adoptamos a la abuela Doro-tea como a nuestra abuela por ser la hermana mayor de papa y por el inmenso cariño que siempre nos demostró, ganándose nuestro amor para siempre.

Cuando la abuela falleció mis hermanos y yo por largo tiempo lloramos su pérdida, nos dolió tanto su ausencia que por las tardes imaginábamos ver que la puerta de calle se abría, verla entrar con su hermosa sonrisa y gritarnos

“¿Dónde están chiquilines? Ya llegué.”

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La compu de Joaquín

Daniel Silva Molina

A mediados de noviembre de 2009, me habla Julieta desde Hasenkamp, don-de vive. Llamó informándome que Joaquín iba a ser abanderado de la escuela a la que concurría. Iba a portar la bandera provincial en los actos escolares. ¡Qué orgullo para sus abuelos!

También me comunicaba la madre, que “mi negrito” aspiraba a que lo premia-ran con una computadora, la que debería tener ciertas características. Y ahí vino un detalle de tecnicismos, enunciando las características que debía tener “la máquina”.

Como de esto no sé ni sabré nada, más allá de mis primarias necesidades como operador de “Word” y despachante de “mails”, le pedí a Julieta que me enviara un mensaje con las mismas a fin de evitar equívocos.

En cuanto pude me dirigí a la empresa que iba a ser la proveedora, y en cuanto pude ser atendido, le extendí al empleado que lo iba a ser, el “mail” impreso.

Buscó el equipo que contuviera tales especificaciones, me aproximé, a su pedi-do, a observarla, presté mi precaria conformidad, y la compré.

El plan que me ofrecían para su pago, se hacía largo y cuesta arriba para un jubilado, generalmente estos planes, encubren una importante ganancia fi-nanciera.

Llevaba un dinero por cualquier emergencia, y entregándolo como adelanto, con una cuota del mismo valor, reducía el plan en un año, con el consiguiente beneficio en el resultado final.

Me alcé con mi adquisición, y la puse a aguardar las fiestas de fin de año, para que el Joaquín tomara posesión de ella.

Cuando llegaron a Córdoba, un inimaginable “estómago resfriado” se apoderó de mí, y prescindimos de todo plazo o mejor ocasión para su entrega.

Si bien el debería conocer estas PC portátiles, se la quedó mirando en silencio. Segundos más tarde se colgó de mi cogote y pronunció el más prolongado: -¡¡¡Gracias abuelito!!! –que haya escuchado en la vida. El abrazo también fue largo.

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La súper abuela

Haydeé Wagner de CostasSantiago del Estero

Cuando me jubilé y ya con más tiempo empecé a reunir material que hace años tenía escrito para un libro de cuentos rimados para niños de primer gra-do. Con el método por mí creado podían leer cualquier palabra ya que no tenían dudas sobre silabas o letras. Lo que hacía falta eran libros de cuentos que pudieran leer con gusto, sin mucho trabajo.

Lo que se encontraban en plaza eran para niños mayores o para que les lea alguien que sepa, no solo que pueda como pasaba con chiquitos de seis años. Estos ven la ilustración y quieren saber “qué es” y “qué hace”. Si se dan con una línea de ocho, diez o más palabras, pueden retroceder ante una demasiado complicada y abandonar la lectura.

Por ello elegí cuentitos rimados cuyas líneas no pasaran de tres o cuatro pala-bras y que la música de la rima los impulse a seguir.

En octubre, día de la madre, ya sabían redactar, pero hacía falta fijar el hábito de la lectura, que los acompañaría por siempre.

Nicolás, mi nieto de cuatro años siempre andaba revoloteando por los alrede-dores con sus amiguitos, me observaba dibujar y él también lo hacía. Como pudo, le pedí que pusiera por escrito lo que había dibujado; si eso era un autito o un camión, si era una casita un rancho o un palacio. En eso estaba cuando le pregunté:

“¿Y esa casa para quién es…?”

“No sé, pero cuando sea grande te voy a hacer una de verdad, de cinco pisos…” me respondió.

“Ah, muchas gracias. Pero cómo me voy a bajar de semejante altura, si ya estaré cansada de solo subir…”, le dije.

“No te aflijas abuelita, te pondré un tobogán…”

Ya me veía yo como Mary Poppins bajando por un tobogán, colgada de una sombrilla.

De tanto en tanto, él o su hermanita mayor venía a pedir ayuda por algún problema que podía ser la ruedita del autito que se zafó, la patita del osito, la muñeca descabezada y etc. más etc. Su madre, una profesional siempre ocu-pada, no podía perder el tiempo en esos menesteres y lo que tenían a mano era la abuela para resolverlos. Los despedía con un “llévaselo a la abuelita, que si ella no puede es que no tiene arreglo”.

Otra de mis habilidades era reinventar juegos con el botón zumbador, el para-caídas hecho con un soldadito de plomo y una bolsa plástica arrojada al irse, el teléfono, con dos latitas desocupadas de leche condensada y un piolín, etc. y otros que no se hallaban en jugueterías.

Además siempre me traían, quienes me conocían, alumnos que no podían aprender a leer y con mi método (ideográfico-fonético-silábico) en unas se-manas y conocida la clave de los ideogramas, podrían decodificar solos y con seguridad, logrando leer a conciencia, sin adivinanzas.

Nicolás veía todo esto a la par que tanto él como sus amiguitos aprendieron solos; él sabía leer de corrido en el jardín.

Creo que por todo ello creyó que yo era capaz de cualquier cosa, no solo de arreglar juguetes o hacer animalitos de papel maché.

Un día en que yo había estado largas horas dibujando, ilustrando los versitos, con los brazos casi entumecidos ya muy cansados, salí al patio para hacer un poco de ejercicio. Mientras giraba los brazos enérgicamente, salió corriendo Nicolás seguido de sus amigos de una habitación hasta el patio donde yo es-taba. Freno en seco y entre sorprendido y maravillado preguntó: “¡¡¡Abuelita!!!

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¿Estás por volar…?”

En su mente de cuatro años no había nada imposible para su abuelita.

Las recetas de mi abuela

Marta Truccone de Gonella

Hace sesenta años que la abuela Catalina ya no está con nosotros, pero sus palabras aún parecen escucharse… Catalina y Antonio vivían en el campo, al abuelo las tareas rurales le absorbían mucho tiempo, a menudo se lo veía can-sado, en aquellos tiempos (1940) los trabajos no solo llevaban tiempo, sino que demandaban mucho esfuerzo, quizás por eso recuerdo más las “charlas” con la abuela, si bien las estadías en la casa de los abuelos eran muy espera-das (casi como un “premio” si nos habíamos “portado bien”) y eran felizmente disfrutadas… No había radio ni televisión, pero los días –no tantos como yo deseaba- transcurrían agradablemente… Se daba entre mi abuela y yo una “comunicación especial”, sería tal vez por mi curiosidad (sabiendo que mis pre-guntas no quedarían sin respuesta) ó porque ella tenía un modo muy particu-lar para responder...

Puchero de gallina

Ingredientes: 1 gallina, cebollas, puerros, pimiento, calabaza, papas, sal…

Lógicamente, la gallina no se compraba -cuando éramos muchos se necesi-taban dos-; tampoco las verduras, la huerta familiar proveía todo lo que la fa-milia consumía, de allí mi placer en disfrutar de una huerta actualmente (aún cuando es pequeña)… Abuela solía decir: “Hay que tener cuidado, somos es-clavos de nuestras palabras”. Yo no entendía muy bien esa frase. Una mañana, mientras le ayudaba a desplumar una gallina me dijo: Si soltamos las plumas al viento, no las podremos volver a recoger, lo mismo sucede con las palabras, cuando salen de nuestra boca se dispersan hacia todo el que las llegue a oír y ya nunca más las podremos recuperar.

Allí entendí. ¡Claro que somos esclavos de lo que decimos!

Cuando a mí me parecía que era una lástima sacrificar la gallina “más linda”, ella

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solo argumentaba: “Para la familia ¡Lo mejor!”

Recuerdo que pedía “unos mates” mientras trajinaba por la cocina, ese tiempo (para mí) se prolongaba demasiado, pero “cada tarea lleva su tiempo” era la explicación... Entonces, aún hoy trato darle a cada tarea “su tiempo” para que lo que esté haciendo “salga bien”… Sazonar las comidas también tenía sus se-cretos. “No mucha sal, se arruinaría, pero tampoco nada, un poco se puede agregar, pero no tiene que ser una comida desabrida”.

A pesar de los años que pasaron trato siempre de “medir” los condimentos, en todo caso se puede “añadir” un poco más… Las recetas de mi abuela… Pensándolo, me doy cuenta que estoy repitiendo sus conceptos y obrando como ella.

Lazos de sangre

Luis Antonio Antolloni

-Chuchuá nono, el sapo Pepe, ¡nono!... chuchuá —graciosa, pequeñita, cual suave brisa acariciando mis oídos, la voz de mi nietita me devolvía a la realidad.

Ya no más preocupaciones, ni dolores corporales; Victoria había hecho el mi-lagro de mitigar mi sufrimiento; ese soplito de vida exhalado de sus labios invadió mis sentidos llenándome de ternura. Sin proponérmelo desande los senderos de los recuerdos y de repente sentí la presencia de un niñito rubio, corriendo con su hermanita hasta la cercana esquina, henchidos de regocijo, coreando a dúo su cántico de amor: la nona, viene la nona… La silueta can-sada, con su andar cansino, corporizaba la presencia de mi abuela Angelina.

Señor, que no daría por atrapar esos momentos; sentir sus caricias y cual pe-queñito, dormirme en su regazo. La nona… ¡Dios!...hace tanto tiempo; aun me pregunto: ¿Por qué se fue?

Cuanto duele tu ausencia viejita querida; tanto, que a veces cuando estoy solo el sentimiento me traiciona, me oprime y en mi angustia, lloro como un niño que quiere volver a ese mundo encantado de sueños y fantasías.

—Tata, Pepe nono…e Pepe nono…”

Portando el muñequito del sapo Pepe, con su inocente léxico infantil, Victoria Milagros despertaba todo mi amor, me hacía sentir mejor persona.

Navegando en un océano de ternura, al timón de la barca de mis afectos, la levanté en vilo, la acuné en mi pecho cubriéndola de besos, mientras ella, mi Viki; sonreía feliz con la pureza de su alma hecha música en sus labios.

Como no agradecerte Señor, si en el otoño de mi existencia coronaste mi exis-tir, prolongándome en los hijos de mis hijas; como olvidar aquellos momentos.

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Lo presentía varón; si hasta le escribí una poesía; los últimos versos decían:

Y será mi nieto lumbrera de mi vida, / que brillará encendida, que me dará calor; / corazoncito inquieto, te espero, te presiento; / llegado de la mano del Sumo Hacedor. / Ahí anda mi colo, picardías más, travesuras menos, / emulan-do a su abuelo cuando niño.

Demás está decir el color de sus cabellos; Hernán Emanuel lo bautizó su ma-dre, él es la otra mitad de mi corazón, quien me diplomó de abuelo.

En ese deambular por mundos paralelos, imagino un italianito de tan solo veinte años regresando a casa, cobijándose en los brazos de su madre. La Pa-tria lo había llamado a cumplir sus deberes de soldado. Había conocido el ho-rror sirviendo como rescatista en el primer terremoto de Messina, perdiendo el sentido del olfato.

Dos o tres años después, los rumores de guerra se escuchaban en toda Italia; mamá Dominga con infinito amor y renunciamiento, instaba a su hijo Gaetano a abandonar el país, al menos, aunque lejos, estaría vivo. Más los lazos de san-gre eran tan intensos, qué el día en que viajaba en tren a la ciudad portuaria para embarcarse, al observar a su madre saludándolo con un pañuelito, presa del llanto, el noble gringuito se tiró del vagón sin medir las consecuencias. No Dios Santo, la mamá no debía sufrir. Empero, América lo esperaba.

Un día de octubre de 1910, “El Príncipe Humberto” lo desembarcó en Buenos Aires; ahí comenzó su periplo de peón golondrina, hasta que un día…

San Nicolás de los Arroyos era una ciudad rodeada de quintas y viñedos, aun-que no lo sabía iba rumbo a su destino. En un paraje llamado “La Bola de Oro” estaba ubicada una pequeña granja donde sobresalía una muy cuidada plan-tación de uvas; el vino patero era la especialidad de esa familia, hasta allí llegó Gaetano con la esperanza de conseguir trabajo.

Italianos ellos, lo adoptaron como uno más en el seno familiar. Así comenzaron a transcurrir los días con sus paisanos; Nazareno y Rosa eran los jefes de familia, padres de siete hijos; todos italianos. María era la cuarta en el orden genealógi-

co; Gaetano no podía evitar mirarla de un modo especial; entre ellos coexistía una corriente de simpatía.

El 18 de julio de 1913, ante el oficial interino del Registro Civil de San Nicolás de los Arroyos, Don Mateo Casales, contraían nupcias Gaetano y María. Así co-menzaron su vida en Argentina, sembrando ilusiones en los surcos de la espe-ranza en esa chacra cercana a Theobald, lugar donde nacieron los frutos de su amor; uno de ellos era papá.

Un día de la década del ochenta le escribí estos versos al abuelo gringo que no conocí:

Echaste raíces, tu hogar formaste, / en tierra argentina, también tú sembraste, / semilla de vida y nacieron hijos, hijos de tus hijos, carne de tu carne, / y ese árbol pequeño que un día plantaste, / fue retoño, vida, se hizo fuerte, grande. / y en mis venas fluye de ese árbol que tú engendraste, / la sangre italiana que vivió en tu sangre.

¡Ah!, olvidaba a otro pequeñito que creció sin el calor de sus padres, huérfano de ellos, carente de afectos, le peleó a la vida el derecho de ser hombre y vaya si lo fue.

“Vamos moro, arre zaino, fuerza cacique…” —la voz potente, campechana de Don Luis acicateaba a los equinos que marcaban el rumbo labrando la tierra”.

En cada nueva melga dibujada por las rejas del arado iba dejando su vida de obrero del surco, de hombre de familia.

Siempre se lo vio con gesto adusto, con una seriedad que lo hacía indescifra-ble respecto a sus sentimientos, más no era así; yo lo conocí muy entrado en años. Cuando no lo veían jugaba conmigo; mostrándose tal cual era; cuantas veces le arranqué una sonrisa. Don Luis y Angelina; abuelos del alma que me dieron vida.

“Nono, Tata, Ema… Upa nono, si, upa…” —otra vez mi nietita hablando en ese idioma tan particular, y propio de una gramática angelical.

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Los años me pasaron su factura, pero que importa el deterioro físico; si ante el inevitable dolor por la pérdida de seres queridos, Dios me regaló dos nietos. Palabra que no sabía lo hermoso de ser abuelo.

Lisandro

Nelly Bustos

Simplemente un día como cualquier día, preparándonos para despedir a nues-tra hija que se iba a estudiar, nos sentamos para ultimar detalles y así sin dar-nos cuenta… la noticia. Fue una mezcla de sensaciones raras, fue armarse de fuerzas para desarmar un esquema y comenzar con otro. Necesitamos tiempo, algunos segundos antes de caer desplomados en el sillón, tomar un poco de agua y darnos cuenta de lo que estaba pasando. Era como un sueño, era algo que nos tiraba y nos levantaba, las horas pasaron y llegó la primera ecografía y cuando el médico dijo: “Ese ruido es el latido del corazoncito…”, en ese mismo momento mi corazón empezó a galopar de alegría y sopló un fuerte viento, pero tan dulce que se llevó todas las dudas, los pensamientos encontrados, esos por qué, llenos de signos de preguntas y aterrizamos llorando de ale-gría… “¡¡¡Dios… Seremos abuelos!!!” Nació en febrero, se llama Lisandro, nos llena de alegría, nos dio felicidad, nos enseñó con lujos de detalles lo que signi-fica la palabra amor y hoy sabemos que Dios pensó en nosotros cuando sem-bró la semilla más linda en el vientre de mi hija, para que sigamos amándonos, dependiendo uno del otro y contando con ellos, nuestros amores: Nuestra hija y mi nieto. Tal vez ella encuentre el verdadero amor y llegue a tener otros hijos, que seguramente también amaremos, pero en nuestro corazón siempre estará presente el amor especial por la luz de nuestras vidas, Lisandro.

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Luchá por el amor, ¡siempre!

Luciana Vanesa Decimo

La mañana de su cumpleaños se despertó con un semblante especial, sabía que es un día que siempre le trae muchos recuerdo a su memoria, los días de su niñez pasados con sus nueve o diez hermanos (nunca lo recuerdo bien), las madrugadas horneando pan para todos y así cada uno empezar sus tareas en el campo. Los hombres a carpir los interminables surcos de la bendita soja ya desde ese momento, y las mujeres a los queseares de la casa y algunas a cuidar la quinta o ver las gallinas. También y creo que lo más importante de su vida fue cuando se fue con su madre y quizá unos de sus hermanos a trabajar al campo, de quien fue mi abuelo.

Ella siempre me cuenta que tenía apenas 22 años, y se enamoro de aquel hom-bre viudo hacia poco y con dos hijos varones y una mujer. La diferencia de 20 años se sintió, la hicieron sentir los vecinos, su propia familia y obviamente estos niños que no querían que nadie reemplazara la memoria de su madre.

Pero el amor fue más fuerte (diría Fito) ellos lucharon y lograron mostrar su verdadero cariño y entrar al corazón de todos. Así ella fue madre para estos queridos tíos míos y obviamente tener sus propios hijos, mi padre, al que hoy le dicen Nene es el más grande de ellos.

Mi abuela fue muy feliz los años siguientes, viendo crecer a todos y también ver nacer a sus numerosos nietos.

El 10 de octubre del 2012 le festejamos sus 80 años, éramos un total de 115 personas, nadie faltó, aunque siempre está en nuestros corazones muchos más, estábamos todos ahí por ella, mi queridísima abuela Tuta.

Marianito

Andrés LapacóBuenos Aires

Marianito tiene 21 meses. Significó una alegría inmensa para toda la familia, ya que es el primer nieto. Como ambos padres trabajan, frecuentemente viene a casa pues la abuela se ocupa de él con mucho amor.

Conmigo estaba algo alejado, ya que tengo una enfermedad que no me per-mite desplazarme mucho y él prefiere jugar con la abuela que puede moverse y traerle juguetes, mostrarles las plantas en el balcón y de noche la luna, a la que él llama Kuu, ya que mi esposa le habla en su lengua natal que es el finés. Marianito entiende términos del español y del finés, porque para él es un solo idioma. Cuando sea más grande se dará cuenta que son dos lenguas distintas.

Pero hace unos meses descubrí una forma de relacionarme mejor con mi nie-tito, a quien también llamamos Titi, porque cuando subimos y bajamos por el ascensor del edificio donde vivimos a él le gusta escuchar el ruido que hace el aparato cuando pasa por cada piso y que suena “ti-ti”.

Sobre la mesa de mi compu poseo un recipiente donde reposan unas siete pipas. Entonces, cuando sentado en mi sillón interrogo a mi nieto diciendo ¿pipa?, Marianito asiente con la cabeza, me toma de la mano con fuerza, me lleva hasta mi escritorio, lo alzo en mi regazo y comenzamos a jugar. Le acerco el tachito donde están las pipas y comenzamos: saca la primera y digo ¡¡¡Uno!!! y así hasta la sexta, la saca y digo ¡¡¡seis!!! Pero finalmente queda una pipa chi-quita, forrada en cuero, entonces digo ¡¡¡¡pipita!!! Y mi hermoso nieto la toma, la mira, se ríe y la deja sobre la mesa.

Luego comenzamos el camino inverso, una a una va colocando con mi ayuda las seis primeras pipas en el recipiente. Todas quedan sobre los bordes del mis-mo, dejando un pequeño hueco en el centro. Entonces le doy la “pipita” y él se ríe y la coloca allí. A veces si tiene ganas repetimos el procedimiento otra vez,

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porque si hay algo que le gusta a Marianito es jugar con las pipas y decir “pipa”.

También lo hacemos con un cacharro que contiene varias biromes, pero aquí lo que Marianito intenta es hacerlas pasar por el agujero del medio de un CD viejo y ya en desuso. Él las va pasando por el agujerito una a una y yo las tomo para que no se caigan. Lo hacemos varias veces ya que le gusta mucho buscar el agujerito con la punta de una birome hasta encontrarlo y empezar a pasarla.

En el recipiente donde guardo las biromes hay tres circulitos, entonces le digo

-“Marianito uno, dos, tres…” Y él busca los circulitos y va pasando su dedo índi-ce por cada uno de ellos, mientras me mira sonriendo con picardía.

Otra cosa con las que jugamos es con un librito que muestra en cada página animalitos distintos: un gatito, un perrito, una ovejita, un chanchito y una vaca muy grande. Cuando abrimos la primera hoja él toca el dibujo del gatito, yo le digo ¡miau! y se ríe. En la página siguiente ya sabe decir ¡¡¡guau guau!!! A los demás animalitos los reconoce, pero como en la ciudad no ve ninguno de ellos, no sabe cómo se oye su voz y yo le digo ¡¡¡beee!!! Y cuando mira la ovejita, ¡¡¡oink oink!!!, cuando toca al chanchito y ¡¡¡muuu!!!, cuando llegamos a la vaca a la que mira con curiosidad por que es grande.

También hay unos pajaritos dibujados en las hojas y cuando le digo “¿Dónde están los pajaritos?”, pone un dedito sobre uno de ellos y me mira sonriendo.

La abuela Sisi lo lleva a pasear a los parques del barrio. En el Parque Lezama, más conocido como Parque Rivadavia, se encuentran casi siempre con un gatito gris. Marianito lo mira pero no se acerca, el gato tampoco ya que mutuamente se ignoran. El minino no juega con los chiquitos porque tiene miedo que le tiren de sus grandes bigotes. Mi nietito juega con las hojas caídas de las plantas del parque y el gatito observa detalladamente el movimiento de los pajaritos que bajan a picotear los pastos.

Marianito es muy vivaz. La abuela y yo lo queremos mucho y jugamos con él todo lo que podemos.

Mi abuelo José

Ángel Luis CanaleBuenos Aires

Una sonrisa nostálgica asoma solitaria cuando mis pensamientos evocan la firme pero tierna imagen de mi abuelo José. Papá José, para nosotros. Puesto que había nacido en Génova, en el norte de Italia de donde arribara de joven, con los nombres de Giuseppe Ludovico.

Alojada su estampa en mi mente, brevemente –como todo recuerdo- acuden a mi memoria su figura, en todo momento elegante: con su traje oscuro, su moño negro, su blanca camisa impecable, el clavel en el ojal de la solapa de su saco. Siempre infaltable el pañuelo en su bolsillo exterior; aún de entre casa. Tal como debía ser por aquellos tiempos. Así se sentaba a la mesa –no podía ser de otra manera-, sea a la hora de almorzar; sea a la hora de cenar.

Y en las ocasiones en que mi abuelo José invitaba a mi padre a tomar un café con crema en alguna confitería ubicada sobre la avenida de Mayo, en las cer-canías de la casona, la invitación se hacía extensiva a mi persona, beneficián-dome con un helado o una Coca-Cola, según el clima.

Entonces cruzábamos la avenida a través de la plazoleta arbolada que formaba aquel boulevard que en aras del “progreso” se llevó consigo el tiempo; con blancos bancos de piedra y polvo de ladrillo en los senderos que rodeaban al césped prolijo y de intenso color verde. Así arribábamos a la otra acera. Mi abuelo y mi padre dialogando en un lenguaje amistoso, pero de respeto. Yo, silencioso; admirando la prestancia e imponencia de ambos.

Mi abuelo: con pipa y bastón labrado. Mi padre: fumando algún cigarrillo con boquilla. Cada uno de ellos con su sombrero. Impecablemente lustrados sus zapatos, al igual que los míos.

Mi abuelo José, era también: nuestro amigable confesor. Solía sentarse en una

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de las labradas sillas, junto a la mesita de hierro forjado del jardín exterior de la querida y añorada “Casona de Ramos Mejía”, ubicada sobre la tradicional aveni-da de Mayo al 500, a escasas cinco cuadras de la estación que lleva su nombre.

Allí jugábamos de chicos en oportunidad de nuestras visitas con mi familia: sea con mi otro primo y la hija de la señora de servicio, que allí residían y donde te-nían en la planta baja su habitación y baño o bien con amigos de las cercanías. Pasábamos las horas jugando sanamente, entre las grandes palmeras, los fru-tales, los teros que poblaban el parque de la casona y el alto molino de viento.

En los atardeceres diáfanos, cuando el cálido sol comenzaba a apagarse a nuestra vista, mi abuelo José nos cobijaba con sus brazos a mi hermana menor y a mí, apretujándonos a cada lado, contándonos cuentos de amor y esperan-za, a la par de prodigarnos cariño y enseñanzas.

Sus palabras traslucían sabiduría para los futuros años de nuestra vida. En ellas, estaban permanentemente implícitas: el correcto proceder; el respeto al pró-jimo; las virtudes del trabajo y el concepto de que “el Poder se recibe de Dios, no para beneficio de uno mismo sino para proteger a los más débiles y nece-sitados de justicia”.

Era el tiempo donde imperaban los códigos; la organización piramidal de la familia; la mesa larga del comedor principal con mis abuelos situados a cada extremo y el resto de la familia situados en el lugar correspondiente. En resumi-das cuentas: la noción de respeto. En tanto los chicos permanecíamos atentos al primer llamado para sentarnos a la mesa, y la autorización mayor para poder levantarnos al terminar. Era una forma doméstica de instalar el respeto a las jerarquías y el concepto de distribución de roles y funciones.

Allí pasó mi abuelo sus años, acompañado por mi abuela Ángela y sus tres hijos: Jorge (que primero fuera abogado y luego Juez de la Capital); José María (“el tío Pocho”, que fuera militar y también escribano al igual que su padre; ha-biendo sido también Presidente de la Ex Caja de Industria); y mi padre Ángel (escribano como ellos y luego Secretario de Juzgado).

Toda una familia dedicada a la Justicia, al decir de mi madre y de la cual mi

abuelo José era su inquebrantable aliado y cuya diferencia entre ambos solo residía en ser él italiano y mi madre celta. Era en esa casona, donde militares y políticos de la época se reunían a debatir los destinos de nuestro amado país, conforme los relatos más vívidos de una de mis hermanas mayores.

En esa ciudad residencial, mi abuelo José había instalado su Escribanía. Y para casos de urgencia eventual disponía de su escritorio y biblioteca situado en la planta baja, justo entre el comedor mayor con su hogar a leña, y el salón de música donde mi abuela Ángela solía tocar el piano de concierto, acompaña-da de sus más cercanas amigas; con quienes entablaba debates sobre música, literatura, y temas femeninos (“asuntos de mujeres”, como gustaba definir mi abuelo).

Desconozco si fue mi abuelo el artífice de esa idea, pero lo cierto es que ningún hombre podía acceder a ese salón. Ni siquiera mi abuelo, quien respetaba y propi-ciaba inclusive tal exclusividad. De allí que lo consideráramos “el Salón Femenino”.

Pero en compensación, los hombres de la casa disponían en determinados días y horarios –fines de semana y feriados- de otro salón. Ello sucedía cuando mi tío Jorge y mi padre (el primero de ellos Gran Maestro y Presidente de la Liga Argentina de Ajedrez por Correspondencia -L.A.D.A.C.-), se reunían con una decena de amigos, la mayoría de ellos asiduos concurrentes como ellos, al prestigioso Club Argentino de Ajedrez, sobre la calle Paraguay, para entablar partidas de ajedrez simultáneas, sistema suizo o ajedrez a ciegas –los conten-dientes se ubicaban de espaldas, cada uno con su respectivo tablero), y lue-go discutían comentando los match de los grandes maestros internacionales (Murphy, Alekhine, Mijail Tal, Capablanca y otros).

Para mi regocijo (y también de mi primo Jorge), a quienes se nos había ini-ciado en ese arte a partir de los 4 años y medio de edad, enseñándonos el movimiento de los trebejos, torres, alfiles y caballos (amén de la reina y por supuesto del rey), con enroque corto o largo incluidos: se nos permitía parti-cipar –ya cumplidos mis ocho años, y los diez mi primo- de las partidas entre nosotros en todas sus variantes, con excepción de la emisión de comentarios sobre las partidas mayores (torneos internacionales), los que estaban a cargo de nuestros padres y amigos.

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Mi abuelo José -cuando se liberaba de sus otras ocupaciones-, presenciaba en silencio el desarrollo de nuestros encuentros ajedrecísticos, con mirada apro-badora. Su mirada inteligente, su mente abierta y despierta permanecía siem-pre atenta a los razonamientos explicitados mediante los comentarios vertidos por sus hijos y amistades durante la reconstrucción de las partidas jugadas, con relación a los aciertos o errores cometidos o la conveniencia de mejor respuesta en lugar de…

Era tan recatada su presencia, que a mi humilde juicio: un fantasma no podría haber pasado más desapercibido. Toda una lección de respeto por los tiempos y la vida social y privada ajena.

Jamás discutimos con él. Claro está también, que por aquella época resultaba impensable hacerlo. Confrontar con un mayor no tenía cabida alguna en el mundo de las ideas. Pero más allá de ello, no hubiera sido en absoluto nece-sario. Puesto que de haber existido alguna divergencia en nuestras mutuas opiniones, he llegado a la conclusión de que todo se hubiera resuelto en una respetuosa esgrima verbal, tendiente únicamente al encuentro de la verdad. Tal era su postura ante la vida.

Cuando se dirigía a nosotros, lo hacía en un tono más paternal que de simple abuelo. Si debía reprendernos, no le hacía falta emplear gritos ni violencia; su energía emergía aún de su silencio. Su sola presencia y su mirada bastaban, aunque sus palabras fueran un pacífico llamado a la reflexión.

Siempre estaba dispuesto a escucharnos y a atender nuestras necesidades. Y ante cualquier dificultad, no solamente estaba presto a ayudarnos y proteger-nos, sino que contribuía a nuestra formación brindándonos un buen consejo que fuera fácilmente comprensible, de acuerdo a nuestro entendimiento por nuestra corta edad.

Sabía entretenernos con algún chiste o relato, y reflejaba en su semblante y en sus gestos que disfrutaba hacerlo. Y nosotros nos prestábamos gustosos a satisfacerlo. Es que no lo veíamos como un abuelo. Para nosotros era “Papá José” y así lo llamábamos.

Mi ángel guardián

Irene ArausNoetinger, Córdoba

Me toca hablar de los nietos… Y ¿qué decir? Ellos son esas personitas que nos hacen sentir la vida más linda y plena. En este caso voy a hablar sobre Tato, uno de mis nietos, ya que tengo trece.

Tato… terrible desde bebé, él siempre me acompañaba en todo. Cuando ya tenía unos añitos, recuerdo que se cruzaba a mi casa para mandarse alguna de las suyas, y si no me encontraba en casa, me buscaba por todo el barrio para ir contento de mi mano, a jugar a casa.

Recuerdo la manía de ponerse al lado mío para medir su altura y así ver si po-día alcanzarme o saltar contra los marcos de las puertas para ver si los llegaba a tocar. Lo recuerdo y todavía me río de esas imágenes que quedaron en mi memoria. Al crecer, imaginé que dejaría de venir a casa, ya que debía compartir más tiempo con sus amiguitos, pero no fue así. Llegaba todas las tardes a ver-me y me pedía un cafecito…. Y, a veces, otro y otro.

Nos reíamos mucho juntos, un día sacó una ranita de mi casa para asustarme; y como esas anécdotas tengo millones. Lástima que solo queden en mi memo-ria y en mi corazón. Ya no podremos acordarnos juntos de esas lindas épocas porque ya no está físicamente conmigo; pero sé que continúa cuidándome y guiándome para que nunca baje los brazos… MI QUERIDO ÁNGEL GUARDIÁN.

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Mi gran ídola

Vanesa Iglesias

Creo que un abuelo/a es muy fundamental en la vida y desarrollo de un niño y mucho más en la adolescencia. Yo particularmente tengo mucho mas afecto con mi abuela, somos las dos iguales, particularmente especiales, las dos ca-beza duras. Es la persona que más admiro y mi ejemplo a seguir. Cuando sea grande quiero definitivamente ser como ella, totalmente divertida (según ella hay que reír cinco minutos al día para no envejecer).

Siempre recuerdo cuando me llevaba todos los mediodías a la escuela, no hubo ni un día en esos siete años que no me haya llevado (ni a mí ni a mis hermanas); es totalmente mágico ya que nunca se enfermó más que un resfrío leve.

Por la mañana, cuando me levantaba más temprano de lo que debería, siem-pre me preparaba mate cocido con pan, manteca y azúcar. En ese momento era el paraíso y quería levantarme todos los días muy temprano. Mencionando este tema me lleva a acordarme de sus “recetas”. Siempre, yo decía:

-“Belita (así la llamamos con mis hermanas) ¿me decís la receta de la mezcla de panqueques?”

-“Sí, pones dos huevos, un poquito de harina, un poquito de leche y un cho-rrito de soda.”

Casi siempre sus recetas fueron “un poquito de cada cosa” y siempre agregán-dole un chorrito de soda a todo; como a los buñuelos de espinaca que ella los llama bocadillos. Su receta era: un huevo, un poco de harina y, como siempre, soda.

En las comidas siempre nos daba para comer el codito del pan que según ella era “para que te quiera tu suegra”, y lo mejor de todo es que la mamá de mi

novio me quiere mucho. Siempre después de cada almuerzo nos hacía comer manzana porque decía que limpiaba los dientes y era buena para la memoria.

Yo pasaba todas las mañanas y tardes con mi abuela y no faltaba la vez en que me veía estudiando y me decía “anda a dar una vuelta a la terraza y cuando vuelvas te vas a acordar todo”. Los primeros años de primaria ni le hacía caso pero cuando al fin le preste atención terminé aprobando todo el secundario sin llevarme ninguna materia, es una genia dando consejos.

Mi abuela hizo sólo el primario pero es sumamente inteligente; no tiene nin-guna falta de ortografía (lee muchísimo), y tiene demasiada rapidez para las operaciones matemáticas, sin usar calculadora.

Actualmente soy yo la que la visita a ella pero no es tan así. Para ir a la facultad paso por su casa y todos los días me espera abajo con una botella de agua, ga-lletitas y un poco de plata, y todos sus vecinos cuando la ven le dicen “yo quie-ro ser su nieta”. Por suerte la nieta soy yo, y estoy totalmente orgullosa de eso.

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Mi nieta

Juan Carlos Mourelos

Mi nieta no me llama abuelo, me llama Cacho. Me dijo: Cacho, ¿me acompañás al shopping Abasto a ver un bolsito muy lindo que me gustó mucho? Yo le dije: Bueno Cande, yo te acompaño “a ver ese bolsito que te gustó tanto”. Le recalqué: “a ver”.

Ella me dijo: Bueno, venime a buscar a clase de inglés, tomamos un taxi y va-mos al shopping “a ver” el bolsito.

Bueno Cande, yo te acompaño, por lo que te buscaré en clase de inglés para en taxi ir al shopping “a ver” el bolsito.

Ok Cacho. Te espero, pero no te olvides de llevar “la tarjeta”.

Conclusión: bolsito comprado en una sola cuota.

Mi nona

Zulma Esther CornejoBahía Blanca, Buenos Aires

Una mujer con todas las letras, humilde, sabia, profeta de la vida.

Los abuelos, lo más hermoso que nos puede pasar en la vida.

Mi Nona, la que me enseñó muchas cosas, mi segunda mamá.

Vivíamos en el campo y yo no veía la hora de que llegara la tardecita para ir a su casa a dormir y a mirar un programa de tele –Heidi-, que nos gustaba. Todavía recuerdo sus manos torpes, llenas de artrosis, con las que me frotaba o rascaba mi espalda hasta que me dormía y jamás la escuche quejarse de sus dolores y se la veía feliz haciéndome esos mimos.

Son tantos los lindos y feos momentos en todas nuestras vivencias, que no me alcanzaría toda la vida para contarlos.

Nuestros paseos al pueblo caminando, (diez kilómetros, más o menos) porque no teníamos otro medio de movilidad y al regresar comíamos dulce de leche, que venía en envase de cartón marrón.

Ella ya no se encuentra entre nosotros, pero si en mi corazón y la recuerdo siempre con su pañuelo en la cabeza, en el olor de un perfume, en la torta con cascaritas de naranja que ella hacía. Son tantos los recuerdos, todo lo que ella me decía que con los años me iba a pasar.

Yo se que en el lugar que ella esté, me va a cuidar siempre, porque ella es Mi Ángel Guardián.

Si hoy pudiera dejarles un consejo a todos los nietos; les diría que cuiden, rían, amen, jueguen, disfruten y escuchen a esas fabulosas personitas, grandes de

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edad y con sabiduría.

Amor: no significa darles plata para un médico o comprarles un medicamento; eso es fácil y cualquiera lo puede hacer.

Amor: significa un abrazo, una caricia, un beso, un te quiero, cosas simples, como dedicarles un tiempo. Eso es lo que los mantienen vivos a ellos y nos dan mucha felicidad a nuestro corazón

Ellos no saben que es el maltrato psicológico, la envidia, la avaricia, la codicia.

Ellos únicamente saben el significado de la palabra “Malcriados”; y eso es lo que somos los nietos.

Hoy le doy gracias a la vida por hacernos este hermoso regalo llamado abuelos.

Mi primera nieta...

Milu Monjes

Llegó un poco tarde a nuestras vidas, en principio era su abuela y el abuelo, luego de la muerte de su abuela, muy niña, comencé a ser su abuelo y se inició el encuentro especial de un día semanal, donde cocinábamos el almuerzo con sus postres, de confidencias y secretos, de apoyo explicativo a escolares y de desarrollo como persona en la comunidad, aplicando el sentimiento y la ver-dad en los hechos, todo dentro de una libertad con límites, lo que dio lugar a un acercamiento más humano y de familia, sabiendo mi nieta que en su pasaje terrenal, podrá tener lo mismo que otros, menos que otros y más que otros , sin que esto signifique ser mejor, dejando en mi lentamente comprender la verdad cierta que el amor es como el viento, se siente pero no se ve.

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Mis nietos

Elsa DubiniNoetinger, Córdoba

Creo que una de las cosas más lindas que me dio la vida es ser Abuela.

Siento que me va a resultar difícil hablar de un solo nieto, ya que tengo cinco y un bisnieto que son la alegría de mi vida.

Hablaré de Luciana, que es la que me hizo sentir abuela por primera vez; ese día fue muy especial para mí. Era una beba muy bonita y buena y, con el correr del tiempo, muy cariñosa.

Le gustaba mucho que le cuente cuentos cuando se iba a dormir; cuentos que yo inventaba, sobre conejitos blancos que se perdían en el bosque o que los agarraba la lluvia. Actualmente ella también recuerda esos lindos momentos, tanto como yo.

Cuando empezó a ir a la escuela ya no tenía más a su abuelo tan querido, pero cuando aprendió a escribir le hizo una cartita tan emocionante y cariñosa como es ella.

Cuando terminó sus estudios secundarios y se fue a Rosario a estudiar Bellas Artes, sentí que se me iba un pedacito de mi vida.

Estoy muy orgullosa de mis nietos porque me respetan y son muy cariñosos conmigo, y yo los adoro con todo mi corazón.

Mis tesoros más preciados

Aida Margarita FiszerBuenos Aires

Amaneció lluvioso. Sentada en mi mecedora miro a través de la ventana y me deleito de ver como la tierra se moja.

El césped pareciera tener un verde más brillante y el aroma a frescura me invita a pensar en MIS TESOROS MAS PRECIADOS “MIS ÑIETOS”.

Los espero con ansiedad y me siento inmensamente más feliz cuando los veo. Cuando llegan a casa quisiera que el reloj se detenga, que el tiempo no pase tan rápido, para que estemos juntos un poco más. Disfruto todo, sus juegos, sus ruidos, sus ir y venir por toda la casa.

Eri, Joaquin, Nachito, mis nietos queridos, hijos de mis hijos.

Hermosos recuerdos.

Erica querida, tu primer día en el jardín, todo un personaje, chiquito, con una mochila grande cargada de chiches que traías de casa que arrastrabas deam-bulando por todo el patio y te fastidiabas mucho cuando los chicos mas gran-des te besaban y abrazaban. Te adaptaste rápidamente.

No puedo olvidarme de tu cumpleaños de dos. Lloraste todo el tiempo mien-tras estuvieron tus compañeritos. Comenzaste a disfrutar una vez que se fue-ron, manifestando que si era tu fiesta no tenían que estar otros chicos.

No todos fueron momentos felices, también te toco vivir momentos muy tristes y fue con la desaparición de tu seño Marita. Fue ahí que tuvimos que abordar un tema que tampoco esta muy claro para nosotros, los adultos, “la muerte”, que es parte de la vida y es nuestro Señor, quien determina el mo-mento. Le hable de la desaparición física, porque en la medida que la recuerde

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seguirá viviendo.

Cerrá tus ojos, orá, recordá, respira profundo, confía en Dios y las tristezas se transformaran en alegrías. Juntas superamos el mal momento.

El tiempo no se detiene, ahora ya sos adolescente, hermosa por dentro y por fuera. Me llenas de orgullo. Fuiste y sos una excelente alumna, abanderada y becada, sin haberlo solicitado, por tener uno de los promedios más altos del colegio. El esfuerzo de tus padres para que recibas una educación y prepara-ción de excelencia no había caído en saco roto. Al mensaje que siempre te dimos, cosecharas tu siembra, agrego: no permitas, no des lugar a que nada ni nadie te aparte del camino que te trazaste; para eso esmérate cada día más mi amorcito.

Joaquín, cuando te conocí, vi que eras tal cual te había soñado, un bebe pre-cioso, sanito, chiquito, tierno; te tome en mis brazos, un cosquilleo recorrió mi cuerpo y me colmó de felicidad.

Desde muy chiquito notamos que eras todo un intelectual; te encantaba que te lean cuentitos, los escuchabas con mucha atención; también los leías solito, señalando cada palabra con un dedito. Lo increíble era que a veces leías al derecho y al revés.

Un día escucho el teléfono, ring ring, atiendo y una vocecita muy conocida me dice: abu, no soy más bebe, soy grande, no uso más pañales y uso calzon-cillos como papá. Bravo bravo contesté, te felicito. Tu primer partido de fútbol, que alegría tenías; contaste que habías hecho cinco goles, a lo que el profesor agregó, dos en un arco y tres en el otro. Sos muy inteligente, tus respuestas son siempre justas y utilizas términos académicos. Desde muy pequeñito ma-nejabas todas las nociones, números, espacio, colores, solo te faltó trabajar una que vos las invertias, día y noche; el día se hizo para jugar, pasear, ir al jardín, y la noche para dormir.

Joaquín vos sos el Rey, Erica la Reina y con mucha alegría damos la noticia que nació el Principito “Nachito”.

Joaquín su hermano es muy cuida, cuando el principito rezonga, se le acerca, lo acaricia, le dice cosas lindas y enseguida le sonríe.

Ignacio,mi Nachito, tiene una personalidad muy fuerte, cuando dice que no, es no, y no hay forma de persuadirlo. Nos asombró cuando vio una hojita en el balcón, buscó un secador y la barrió. Le gusta regar las plantas y ama a las mascotas; lo demostró cuando jugó todo el día con Lola, el caniche mini toy de Erica, su prima. Es muy ordenado en el jardín y en casa, se enoja mucho cuando otros desordenan. En su cumpleaños de tres no quería ir al saloncito, lo convencieron diciéndole que le festejarían el cumple a su papá; cuando le cantaban el cumpleaños feliz y mencionaban su nombre interrumpía y decía Nachito no, el cumple es de papito.

Queridos nietitos, doy mil gracias a Dios por la posibilidad que me brinda día a día verlos crecer, sonreír. Solo quiero decirles que no importa cuándo lleguen, sino cómo transiten ese camino; si lo hacen con perseverancia, seriedad, res-ponsabilidad, compromiso, solidaridad, es amor a la vida, al prójimo y ustedes también serán reconocidos, se sentirán realizados, serán felices y personas de bien. No me pidan que deje de pensar y amarlos a ustedes, sería como pedirle a mi corazón que deje de latir.

La felicidad de ustedes es la mía.

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Moreno al 1600

Aída Beatriz Barba Buenos Aires

Esa casa, la casa de abuela Aída, para mí la más amada, la inolvidable, ella con su batoncito rosa, con sus cabellos blancos, cortos y sus rulitos…

Me enseñó hacer la masa para los ravioles; mientras escuchábamos la novela a las doce en punto, en Radio Porteña, de Don Héctor Bates y su gran compañía. No tenía un solo minuto de descanso, siempre cosía, hacía corpiños, la jubila-ción poco alcanzaba, pero ayudaba, casi nunca me dijo: “tenés que hacer esto o lo otro”, la enseñanza estaba en su ejemplo, en su conducta.

Por las tardes, cerca de las 19 hs ya comenzaba a preparar la cena, y a las veinte comíamos, con las infaltables botellitas de Naranjín y el postre ¡qué manjar! Ro-dajas de banana en un vaso con soda y una gotita de vino y luego bajábamos corriendo las tres escaleras mis hermanos: Mary y Tito y un primo, llevando las sillas para sentarnos en la vereda, porque a esa hora, volvía seguramente de su trabajo ese actor y cantante inmenso y re-buen mozo, Hugo Del Carril, muy elegante, cada día lucía una corbata hermosa y diferente. Él vivía cerca de allí. Y después de las 20,30hs pasando la iglesia, vivía una cantante de ópera, que salía de su casa, a cantarnos a los vecinos; a abu Aída le encantaba el mundo de la cultura, el mundo del trabajo.

Nosotros los chicos nos portábamos re-bien porque después llegaba tío Luis e íbamos con él al kiosco y nos compraba todo lo rico, caramelos, alfajores, y chocolatines… Él preguntaba ¿Cómo se portaron? Y Doña Aída invariable-mente contestaba: muy bien.

Ahora, ayer y por la eternidad de la vida, mi amadísima abuela fue y es lo más, casi lo mejor que la vida me dio: Modelo de amor y de persona.

Noche de reyes

Norma Susana Toro

Mi padre fue siempre un hombre que trabajó muchos años en el puerto de Buenos Aires. En esa época no había maquinas, todo se hacía a pulmón él se sacrificaba por su familia pero había una noche que para él era especial, la Noche de Reyes. Esa noche mi papá creaba un mundo perfecto para sus hijos. Una de esas noches de reyes no había dinero para crear esa fantasía. Nosotros aún niños esperábamos con ansiedad, él sabía que nada pasaría esa noche. Un auto frenó en la puerta de casa y un hombre bajó con una caja repleta de juguetes. En el fondo de la caja había una carta que decía: “Hijo, feliz Noche de Reyes”… era mi abuela, que sabía lo que ocurría… Mi padre llorando nos abrazó y dijo “Llegaron los Reyes”.

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Nostalgias de una abuela

María Ramona VallejosDon Torcuato, Buenos Aires

Todos los sábados temprano, a la iglesia. Me preparaba para la primera co-munión. Vivíamos, creo, a tres kilómetros de Reconquista. Crecí en el campo, entre trigales y un mar imaginario de flores celestes de los linares que tenían mis abuelos. Visitarlos era una maravilla, me servían mate cocido con leche recién ordeñada y pan casero tan grande que tenía que apoyarlo en la panza para cortarlo. Decía mi abuela: “Vení, chiquita. Sentáte y tomá tu merienda”. Yo disfrutaba, más que del mate cocido, del amor con el que me trataba, su mira-da cariñosa con esos ojos azules como los linares. Suaves manos, siempre tan laboriosas, siempre cociendo.

Y llegó el día tan soñado, ¡la Comunión! Pasé la noche anterior en la casa de la abuela. Me preparó una cama en su cuarto. Tenía un colchón muy mullido y sábanas blanquísimas, que crujían de tan suaves, compradas explícitamente para mí.

Casi no pude dormir de la emoción. Dejó prendida una velita en un frasquito de vidrio, que daba una luz tenue. Tardó en acostarse: se acomodaba su larga cabellera blanca como el algodón de su chacra. Se hizo una trenza y luego un rodete.

Nos levantamos y me visitó con aquel vestido blanco hecho por ella, las zapa-tillas Pampero nuevas, el rosario y la bolsita. Me temblaba el cuerpito frágil, era muy delgada. “Tranquila, chiquita -me decía- vas a recibir a Jesús”. Y yo creía que lo vería a Jesús. La inocencia de una criatura campesina de aquellos tiem-pos…

Mi abuela tenía una casa muy grande y galpones, donde guardaba carros, sulkys y carretas. La más lujosa era la Charré: toda tapizada de rojo y revestida de cuero negro. En el pescante se sentaba el que conducía a los caballos y,

atrás, cuatro personas. Debajo de los asientos estaban unas bauleras para guar-dar las cosas de valor. En ese carruaje me llevó mi abuela al pueblo, siempre mirándome, el día de mi Comunión. ¡Cuánta emoción!

Recuerdo su serenidad, propia de los abuelos extranjeros. Sin caricias ni besos, tampoco elogios. Pero todo lo expresaba con la mirada. Una sola vez me retó: me dijo que no molestara al loro. Y me puse a llorar de vergüenza.

Hoy tengo setenta y un años. Me trajeron a los doce a Buenos Aires a un ve-tusto colegio donde sólo veía paredes y muros. Sufrí mucho el desarraigo de mi vida casi salvaje. A mis veinte, me llevaron, con un cuento, a un encuentro sorpresa con mi abuela. Cuando me vio, casi no me reconoció; ella estaba muy mayor. Fue el primer y el último abrazo que nos dimos. Nunca más la vi, pero tengo su foto familiar.

Hoy día yo lucho por mis nietos, por una educación mejor. Cuesta porque la calle, la tele y los mismos padres van contra la marea. Con tanta tecnología se perdieron valores fundamentales. Hoy no se habla, se grita. Si el niño dice cosas soeces, se lo festeja. Y si lo corregimos está el “Abuela, no te metas”. Igual seguiremos dando lo mejor para ellos, que les toca una vida muy difícil y pe-ligrosa.

Siempre tengo a mis nietos alrededor. Les preparo comidas que les gustan y aprovecho para darles algún consejo. Soy una abuela besucona. ¿Cuál es el motivo de ayudarlos? ¡Fácil! Tenerlos un poco junto a mí, están creciendo y se alejan.

Pienso que algún día ya lejano recordarán a esta Abu (como me llaman) tejien-do, cocinando y contándoles cuentos inventados por mí. O tal vez en paseos al Centro o al Tigre, o jugando a las cartas.

Creo que se cosecha, entre los nietos, la semilla plantada que te dieron tus ancestros. Los abuelos queremos ser reconocidos como pilares de la familia. Y, claro, queremos un “Hola, Abu. ¿Cómo estás?”

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¡Piedra libre!

Analía De Blasis Buenos Aires

Fui a buscar una toalla en el viejo ropero y al abrir la puerta me asombre al ver la cantidad de dibujos que había pegado con tachuelas, cuando comenzó a sostener el lápiz a los dos años la osadía de trazar círculos multiformes, su primer sol, una ballena, o algo parecido que era yo.

¡Jajá... su abuela! Miraba los dibujos de mi nieto (Gael) como si descubriera el tesoro más sorprendente, la obra más preciada del mejor pintor del mundo. Cerré despacio el ropero y me inundé de amor y recuerdos.

Mi nieto tiene casi 6 años, brillantes, indómitos, dulces, rebeldes, inquietos, an-helantes de respuestas a todos sus porqué y cómo se hace. ¿Es ‘verdás’? ¡Si me mentís... te lanzo mi rayo ‘superdetructor’ de abuelas ‘bordas’!

La emoción me anudó la garganta y de un manotazo los recuerdos dijeron presente.

Con la misma mirada embobada mi abuela “Leli” miraba en su viejo ropero em-papelado mis dibujos. Yo no había notado que repetía la historia. Y mi corazón gritó ¡Piedra Libre!

Atrás de esa puerta están los dibujos de Gael. La risa de mi abuela y mágica-mente fui al mismo tiempo niña y nieta, niña y abuela.

¡Piedra libre Leli! Mi alma siempre te va a encontrar donde sea que te ocultes. Aunque te escondas en los dibujos de mi nieto, en un viejo ropero. ¡Piedra libre a mi infancia! ¡Piedra libre a mi vejez!

¿Qué es un nieto?

María Isabel Silveira de AndradeMisiones

Un nieto es un pedacito de cielo que Dios decide regalarnos a los seres huma-nos privilegiados llamados abuelos.

Un nieto es la perfecta corporización de la esperanza plasmada en una vida que nutre nuestra vida.

Un nieto, señoras y señores, no es otra cosa más que la oportunidad fantástica y maravillosa que nos regala la vida de amar sin medida.

Un nieto tiene la suprema autoridad de hacer que nos pongamos de rodillas cantando loas y alabanzas a Dios por su existencia.

Un nieto es el artífice de las más profundas y sentidas lágrimas de emoción y de alegría.

Un nieto, mi querida gente, es el elixir de la eterna juventud y la sonrisa. No te-nemos cansancio, ni caras viejas o tristes los abuelos frente a un nieto. No hay enojos, ni reproches, sólo mimos, juegos, abrazos y “te quieros”…

Un nieto, definitivamente, es la mágica fórmula para seguir inventándonos sueños, de sentir que somos árboles frondosos con raíces y con frutos y es ahí, en ese instante, donde surge con orgullo la típica y orgullosa frase: “Es mi nieto”.

Y no importa si es bebé, niño, joven o adulto, en el corazón de los abuelos siempre será el amor en su máxima expresión que nos convierte, queridos amigos, en los cómplices secretos de tímidas travesuras, en los defensores in-natos de derechos que sólo nosotros les arrogamos.

Un nieto hace que nuestra comida sea la más rica, la más sabrosa, la más ape-

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titosa, descartando y perdonando a todos los chefs del mundo entero, porque nada se compara con la comida de una abuela. Nada se compara con el beso y el abrazo gigante y puro de los abuelos.

Es cierto que quizás provoquemos celos infundados en sus madres y en sus padres por tener la exclusiva preferencia a la hora de los mimos y los cuentos. Es que un nieto nos hace aflorar toneladas de paciencia, quintales de ternu-ra, kilómetros de historias fantásticas y divertidas. Porque un nieto es la musa inspiradora de las mejores canciones de cunas inventadas, de los tradicionales cuentos infantiles aggiornados y actualizados.

Un nieto te hace cantar, correr, jugar. Te convierte en alegre bufón, en jinete, en vaquero, en ladrón o policía, en guerrero intergaláctico o en alienígena, en arquero obligado de los goles inventados… o te lleva de la mano a tomar té invisible en diminutas tacitas de plástico de color rosa.

Y lo más valioso es que un nieto y un abuelo crean códigos únicos, irrepetibles, lazos que nada ni nadie pueden comprender, entender o descifrar.

Queridos míos, un nieto es la extensión extraordinaria del amor de nuestros hijos, ¡¡¡es la extensión milagrosa de nuestras propias vidas!!!

Recuerdos de “Mamachede”

María ZamudioBuenos Aires

Todo comenzó cuando mis padres se trasladaron a la ciudad en la búsqueda de nuevos horizontes porque ya estaban cansados de trabajar en “campos aje-nos”, como los llamaban ellos. Fue así que, al igual que mis tíos, consiguieron trabajo en las fábricas que comenzaban a abrirse en mi querida Goya, en Co-rrientes. Se casaron, construyeron sus casas y llegamos los hijos. Claro, había que dejarnos con alguien y entonces trajeron a mi abuela, que había quedado en aquellos campos.

Recuerdo que éramos como doce primos y ella a la cabeza de todos. Recuerdo sus comidas (su especialidad, el locro), sus tortillas asadas y sus estofados de gallina (había que entrar al gallinero a buscar la “colorada” o la “bataraza” para hacer el puchero). Recuerdo el gusto de la leche recién ordeñada de la vaca, con mate cocido o cascarilla.

Recuerdo cuando estaba sentada frente a su mortero pisando maíz para hacer locro o mazamorra. Recuerdo el aroma de su planta de naranjo, que utilizaba cada vez que estábamos un poco inquietos para hacer un té con sus hojas. Recuerdo su patio de tierra, cuando lo regaba y barría con su escoba hecha de un yuyo al que ella llamaba “pichana”.

Recuerdo con qué amor nos hablaba sobre la limpieza al ir al colegio: “Cabello atado, uñas limpias y delantal blanco”. Recuerdo cuando nos bañábamos en sus latones enormes y nos hablaba sobre nuestro cuerpo. Recuerdo cómo nos enseñaba cuando las frutas estaban maduras para comer (“No hay que ser cor-sario con la fruta verde”, nos decía).

Recuerdo cuando le dedicábamos canciones de chamamé en “Complaciendo su pedido”, un programa que se emitía en una radio local, sobre todo aquella canción “Mercedita”. Recuerdo cuando escuchábamos los radioteatros de Juan

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Carlos Chiape: “Juan Moreira”, uno de ellos.

Recuerdo que una tarde mi primo estaba tan enojado con el personaje del malvado “Chirino”, que cortó el cable de la radio y jamás pudimos saber cómo había terminado ese capítulo…

Recuerdo las noches en las que nos relataba cuentos y leyendas mirando la luna llena, y ella parecía una gallina rodeada de pollitos. Una de esas noches nos contó que las manchas que veíamos en la luna daban forma a la Virgen María, que marchaba sobre un burrito a tener al niño Jesús, junto a José, acom-pañados por liebres, conejos, ovejas, vacas y otros animales. Y nosotros mirá-bamos fascinados la luna…

Ella no sabía leer, así que no conocía sobre los cráteres de la luna. Nosotros tampoco, hasta que fuimos a la escuela secundaria. Recuerdo sus enaguas blancas y almidonadas, llenas de puntillas hechas al crochet. Con cuánta ter-nura nos enseñaba a tejer, sobre todo a las mujeres. Y a mis primos les decía: “Miren para enseñarle después a sus esposas”.

Recuerdo que fuimos creciendo, las mujeres fuimos haciéndonos “señoritas” y mis primos “muchachones”, como los llamaba ella. Recuerdo nuestros pri-meros bailes de carnaval en el Club Unión: nos preparaba desde temprano, haciéndonos rulos con pedacitos de cable (enrollaba el pelo y lo mojaba con una mezcla de agua y limón y salían unos rulos perfectos).

Recuerdo que mientras nosotras bailábamos hasta el amanecer, ella se senta-ba en una mesa, y nos esperaba a los “cabezazos” porque el sueño la vencía. Recuerdo que al otro día de ir a bailar teníamos que ir a misa y luego a su casa, donde nos esperaba para darnos su bendición. Después, todos nos sentába-mos a comer alrededor de una mesa armada con tablones porque éramos mu-chos entre tíos, primos y algún vecino que siempre era bienvenido. Recuerdo que fueron pasando los años y, como ella no tenía jubilación ni pensión, todas las semanas sus hijos la ayudaban con mercaderías, otros con cortes de tela y, seguramente, hasta algunos de mis tíos o mi madre le darían dinero.

Recuerdo que un día se cayó, persiguiendo a sus gallinas. “Es apenas un ras-

pón”, quiso despreocuparnos. Pero esa herida se transformó en un tétano y al tiempo se nos fue, dejando un gran vacío en todos nosotros. No recuerdo haber ido a su entierro…

Los años pasaron, nos convertimos en adultos y, naturalmente, cada primo avanzó por un camino distinto. El mío, como el de mis hermanos, tuvo como destino Buenos Aires. Recuerdo una charla con mi nieta, hace tan sólo unos meses, en uno de sus viajes de vacaciones (ellos viven en el sur del país).

Estábamos sentadas, mirando la luna llena, que lucía tan hermosa como hace tanto tiempo. Y preguntó, tal vez poniéndome a prueba: “Abu, ¿qué son esas manchas en la luna?” Entonces vino a mi memoria lo que mi abuela alguna vez nos había contado, aquello de la Virgen María que iba sobre un burrito a tener al niño Jesús, al lado de José, las liebres, los conejos, las ovejas y las vacas.

Cuando terminé mi relato, ella me miró sorprendida, con ojos más grandes que de costumbre y me respondió: “¿Qué decís, Abu? Si yo no veo nada”. Claro, había olvidado que ya transitamos el siglo XXI, la era de la televisión en HD y las computadoras portátiles. Quién sabe, quizá a sus siete añitos y en Internet, ya haya averiguado casi todo sobre los cráteres…

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Recuerdos de mi infancia que aún están presentes

Analía Luján Maneiro

El presente relato está plagado de olor a dulces recuerdos, que apelan a movi-lizar los cinco sentidos de todo nieta/o.

Pasaron ya 31 años desde su graduación como abuela; título otorgado por el sólo hecho de mi existencia, y luego la de mis hermanos, sus nietos.

Según definición del diccionario los abuelos son los progenitores del padre o la madre, definición cierta, y diría mi abuela “que novedad”, pero a mi criterio carente de afectividad, la cual intentaré agregar a esta definición a través de la propia experiencia.

Cómo no tener bien presentes en esta definición las tantas experiencias com-partidas, los tantos momentos de su presencia, sus intentos –frustrados- por enseñarme el arte de tejer, coser o bordar; o más académico, el uso del diccio-nario a través del suyo, oxidado por el paso del tiempo. Elemento que aportó mucho a mi vida de alumna, ya sea en principio para realizar tareas de la escue-la primaria, luego, ese aprendizaje adquirido, me ha sido de mucha utilidad a la hora de ser alumna del profesorado de inglés, carrera de mi elección y hoy con el título logrado, en la cual el diccionario ha sido un aliado y amigo inevitable.

Intacto está el recuerdo de las tardes de lotería o “casita robada” (casi el único juego de cartas aprendido) en tardes grises, lluviosas y frías donde el aburri-miento reinaba y debía ser destronado. Tanto como el “mataburros” destrona-ba mi ignorancia de significados…

Tardes perfectas también para amasar tortas fritas, bizcochos o hacer buñuelos para acompañar los aún presentes mates de media tarde, durante los cuales generalmente algún recuerdo ligado a su experiencia florece: su niñez en el campo y sus costumbres, los bailes de su adolescencia, su gusto por la es-cuela, el conocimiento y la política, su interés por el bienestar de los niños y

por volver a ver grande a su país, ese país que ella relata haber visto crecer y transformarse de a poco en el actual. La inmigración de su padre, los entrete-nimientos de su época muy distantes de los actuales, sus costuras, mascotas, y su dedicación a ser abuela.

Tantos paseos y viajes compartidos; almuerzos por doquier con exquisiteces ‘home made’, incluso con materia prima extraída de su quinta, infaltable espa-cio en su pequeño gran patio que alberga marimoñas, pensamientos, sombri-llas de la virgen, rosas y un sinfín de otras variedades florales, como así también perejil, albahaca, tomates y orégano, entre otras, protegidas de caracoles, in-sectos, etc. Dispuestos también a probar sus manjares con olor a campo y con calidez de hogar… de su hogar.

Vienen a mi mente muchos de esos sabores y aromas tantas veces sentidos en exquisitas sopas o comidas que aún hoy puedo degustar. También debo mencionar que siempre ha estado dispuesta a ser una especie de salvavidas monetario, compañera de emociones y de inversiones, compañera de mis lo-gros en lo referente a lo académico, en la adquisición de mis dos primeros autos, en lo laboral, en mi casa propia haciéndose realidad, la cual visitamos asiduamente para ver los distintos avances de obra de cada rincón, que será puesto a su disposición luego de sus más de treinta años de abuelidad, térmi-no recientemente descubierto por mí y que utilizo adrede a cuento de aquella habilidad adquirida hace más de veinte años gracias a su infinita paciencia con aquel diccionario de páginas amarillas, hojas dobladas o despegadas, oxidado por el paso el tiempo que tanto utilicé para aprender nuevas palabras, muchas de las cuales he podido utilizar para obtener muchos de mis logros y que están vertidas en el presente relato…

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Súper-Pepe

En memoria de Salvador Rubén Pérez

Ángela Dolores ParelloBuenos Aires

Siete de septiembre de 1984. Para esta fecha mi nieto Pepe cumplió dos años de edad.

En la televisión comenzaron a pasar la publicidad sobre la reposición de la película que relata la aventura de Superman.

Uno de los cortes nos muestra como Superman salva a un tren rápido de un descarrilamiento.

En efecto, los malvivientes sacaron un trozo del riel y, al advertirlo, Superman coloca su cuerpo ocupando el trozo del riel que falta, o sea, llenando el vacío y con ello salva o mejor evita el descarrilamiento por cuando el tren circula por la vía como si nada faltase.

Unos pocos días después me hallaba sentado en el living con los niños y me había sentado en uno de los dos sillones individuales, el otro se encontraba colocado en el costado, en forma paralela, la distancia entre ambos brazos sería de unos 50 cm (separación entre ambos).

En eso el bebe se subió a uno de los sillones y estirándose se colocó a modo de puente entre ambos brazos de los sillones. Seguidamente llamando a mi atención, me dijo señalándome con la mano el costado de su cuerpecito: “Aba, por aquí tren”, queriendo significar qué él hacía lo mismo que Superman.

TDK de 90

Cecilia LerzBariloche, Río Negro

Mi nombre es Tamaso, Tamaso Domingo Kreuse. Soy argentino (naturalizado), tengo 90 años, todavía escritor. Hace un tiempo grabo lo que quiero en este aparato, lo compré en una feria, pero no es un dato importante. Lo verdade-ramente importante es reencontrarme con mis anteojos. No puedo leer mis libros. Me gustan los acrósticos de noche, tampoco los puedo hacer más. ¿Los habré perdido en la plaza? Anoche me tomé una jarra de té, insomnio, la tele-visión me aburre, me lava el estómago.

La señora del quinto piso, muy amable ella, me ofreció los suyos en el mientras tanto, para que pudiera continuar mi lectura. Se los devolví por borrosidad (no obstante con mucha pena). El marco verde-turquesa me devolvió una ima-gen insólita, me gustó. Tanto es así que puse empeño en recordarla bien, a la tal imagen, para intercalarla entre los momentos vividos cuando me llegue la hora: el marco verde-turquesa sobre mis ojos.

Los habré perdido en la plaza. Dos chiquitos se me acercaron, yo estaba sen-tado, y me dijeron ¿Abuelo, nos lees este cuento? Abuelo a mí. No los conocía. Y no doy crédito de mi edad tampoco, pero luego les vi las medias azul y oro... Ayer nomás caminaba por las calles de Rosario, la camiseta de Central tenía solo rayas verticales, sin inscripciones ensuciando sus colores. Los colores del Parma, los de La Boca de Buenos Aires. Hay una extraña coincidencia cuando la gente se congrega por colores. Seremos primos, pienso yo.

En fin... los miré un poco asombrado a decir verdad. Uno puede ser abuelo de quien quiera, padre de quien le plazca, pariente en sus propios encuentros. Recorrí el perímetro de la plaza con la vista, buscando a la madre responsable. Dos pibas tomaban mate, sentadas en el pasto, una de ellas saludó desde lejos, se ve que me conocía. ¡¡¡Mamá dice que sí !!!, dijo el más alto. Levanté la mano en un grato gesto de saludo, para no resultar descortés y miré a mis inespera-

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dos oyentes.

El libro era grande, pocas hojas, lleno de dibujos coloridos, y para mi sorpresa, ni una sola frase.

¡¡¡ Esto es broma, no hay nada que leer. Son libros para inventar!!!, me dijo el más chico. La que me faltaba. Dejé el diario a un costado, me saqué los lentes, (Ahí los perdí...¡¡¡ los perdí en la plaza!!!) y ellos en el acto corrieron atrás de una pelota. Tengo el libro en mis manos, mientras improviso al aire. Sólo imágenes, no hay nada que leer.

Un bisabuelo recuerda a su abuelo

Octavio Físner OlivaOlavarría, Buenos Aires

Por una cuestión que no se explica suficiente, la relación viva o de memo-ria entre los abuelos y sus nietos, se concibe como si fuese únicamente entre nietos infantiles o jóvenes y abuelos ancianos. No es frecuente que personas de mucha edad tengan de sus abuelos el recuerdo claro de sus figuras, sus conductas, sus afectos y demás de la relación familiar. Por eso es que puede resultar extraño que yo, con 91 años bien cumplidos y bisabuelo de siete vás-tagos entre niños y adolescentes, tenga presentes a mis abuelos, tanto los de parte de mi madre, como del único que conocí de parte de mi padre. Porque tuve con éste el mayor contacto y como fue el que más me duró, me voy a re-ferir a ése que fue don Manuel Oliva, tan Manuel él, que impuso ese nombre a todos sus hijos. Fueron ellos Manuel Pedro; Manuel Faustino; Manuel Olegario y Manuel Cristiano, mi padre. Hubo una sola mujer, a la que el viejo abuelo hizo bautizar Manuela Justina.

Lo tengo presente a mi abuelo Manuel. Un criollo viejo no achacoso, de semi melena blanca y bigote amostachado, también blanco. Hablaba siempre tran-quilo, pero tenía un modo muy particular de no separar las palabras. Cuando llegaba a casa de visita su saludo era siempre un “Cómolevaijo”, que quería decir “¿Cómo le va, hijo?”. Ese modo de hablar nos causaba mucha gracia a mi hermano y a mí, del mismo modo que nos reíamos, a escondidas, cuando advertíamos que si se le ofrecía queso fresco para picar, lo comía con cáscara y todo.

Nunca supe cuántos años tenía ese abuelo que trabajaba de cochero de plaza y amaba a su mateo que mantenía siempre impecablemente limpio. En esos años nuestra ciudad tenía muchas calles adoquinadas y ese carruaje de mi abuelo tenía enllantado de acero, lo que lo hacía ruidoso sobre la piedra que transitaba, razón por la cual su anhelo-objetivo era tener algún día un coche enllantado en goma, que lo hacía silencioso y más muelle. Lo logró y lo disfrutó

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hasta ese momento en que, alrededor de los 70 de edad murió serenamente. En esa instancia, yo estaba bajo bandera cumpliendo mi servicio militar y me escribió mi padre dándome la noticia de su muerte. Me dolió. Sólo eso, pero dejó rastro indeleble.

De ese abuelo, tanto como de mi padre y mis tíos aprendí lo que es el respeto cariñoso por una persona. Porque eran tiempos de un “usted” riguroso en la relación padre-hijo en esa generación, distinto en las formas con el trato entre mi hermano y yo respecto de mi padre, que era -para nosotros- el viejo y así lo llamábamos y así él nos lo permitía. Solían darse ocasiones en que llegaban a nuestra casa, separadamente, mi abuelo Manuel y uno o a veces dos de sus hijos, nuestros tíos, quienes nunca tutearon al abuelo y nunca encendieron un cigarrillo en su presencia. Nadie se lo prohibía. Pero era el respeto, el cariño por esa persona casi anciana –que no fumaba- lo que constituyó el ejemplo que me caló profundo. Yo y mi hermano tuteábamos a papá, pero jamás di una pitada a mi pucho cuando me encontraba con él –que tampoco fumaba- de visita o en la calle, como solía ocurrir ya en mis tiempos de jefe de mi propia familia.

Todo venía de arriba para abajo en la relación con aquel hombre mayor que fue mi abuelo, a quien recuerdo siempre y tengo la suerte de verlo como era: vivo, activo, enhiesto, cariñoso y, por fuerza de la evolución después de tantos años, pintoresco en su presencia, en su modo de hablar, en su tranquila feli-cidad que se le brotaba cada vez que hablaba de su trabajo, de su coche, de sus caballos y de sus clientes, en especial de esas dos maestras que lo habían contratado para llevarlas y regresarlas desde sus domicilios a la escuela de las afueras de la ciudad, todos los días de clase. Vivía en una dependencia anexa a ese establecimiento. Ahí íbamos de visita y nos deleitábamos con sus “peras de agua” maduras y sabrosas que arrancábamos de las plantas, o de aquellas otras que él nos recomendaba porque eran las “peras de Navidad”, que sazonaba para la fecha.

Es bueno este ejercicio de recuerdo, mas a esta altura de mi vida cuando la memoria difumina no pocos aspectos gratos, ejemplares y preciosos de la re-lación en la familia y el aprendizaje que he aprovechado a raudales. Sí, tengo 91 años. Nací en 1922 y mi abuelo murió en 1943; pero está presente en mis

sentimientos y en ese modo de ser respetuoso que aprendí del respeto que mi padre y sus hermanos le profesaron siempre a ese querido Manuel, el más Manuel de los Oliva. Mi abuelo.

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Un día de camping

Héctor Francisco García

El respeto pienso que comienza en los padres. Porque yo lo tuve para con mis abuelos.

Hoy tengo tres nietos, de los cuales no me puedo quejar porque mis hijas si-guen el mismo camino para con sus hijos.

De mi hija mayor tengo la parejita: Federico, de 14, y Luciana, de 11.

De mi hija menor tengo a Anita, de 6.

Por eso quiero inculcar en ellos todo lo bueno para que no se olviden del amor y el respeto.

Un día de camping

Una vez tuve la oportunidad de tenerlos juntos a los tres y se me ocurrió lle-varlos a pescar.

Después pensé “¡En qué lío me metí!”, pero ya estaba hecho. Y recordé que mi abuelo también me había llevado a pescar.

Y así empezó el baile. No me alcanzaban las manos para prepararles las cañas; cuando terminaba con uno al otro se le enredaba la tanza o al otro le comían la carnada y así sucesivamente. Lo de siempre.

Les faltaba lo principal del pescador: la paciencia, que se obtiene con el tiem-po.

Me parece que el que la estaba perdiendo era yo… ja ja. (¿O ganando?).

Pero me repuse pensando en lo lindo que fue cuando yo comencé. Era una mañana tranquila, soleada, daba gusto estar en la orilla del río.

Lo esperado estaba por llegar a su fin: una de las cañas tenía un pique.

Ahora venía lo mejor, ¿cómo sacarlo?

Primero tuve que contenerlos. Luego pude ayudarlos a sacar el tan preciado pez. La afortunada fue Luly. Había sacado su primer pez, era una boguita.

Para ellos, un pescado enorme, entre nosotros: de mediano para abajo.

Mientras le sacaba con cuidado el anzuelo les dije: “¡Este pescado no va a al-canzar para el almuerzo!”.

Los tres se miraron, yo los miraba de reojo. Con sus miradas dijeron todo (¡No!) y de común acuerdo: “Dejémoslo en el río, que crezca”. Yo pienso que en ese pez se reflejó el amor al prójimo y el respeto al medio ambiente.

Y después dijeron: “¡Si tenemos sándwiches de mila y gaseosa!”. Cargaron al hombro sus cañas y marchamos al campamento pensando en revancha para Fede y Anita, que no habían tenido suerte en la pesca.

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Una mañana con la abuela

Daniel B. Silva Molina

Domingo, ocho y media de la mañana. Joaquín en cuanto se despertó, se pasó a la cama con la abuela. El abuelo estaba preparando el mate y hojeando el diario.

Cuando Joaquín se pasaba de cama, lo hacía dormido, y buscaba el cuerpo de alguno de los abuelos, se arrimaba, y aprovechaba el calorcito, y seguía dor-mitando, hasta que la fisiología hacía su parte. Pis y se volvía con la abue o el abue, ya más despierto, Se desperezaba, y restregándose sus ojitos observaba sus posibilidades.

Primero, lo social:

-Hola abue -ésta, haciéndose la dormida, daba vuelta en el lecho, se ponía de frente a él, abría descuidadamente sus brazos, y el “negrito”, se metía dentro de la abuela.

Silencio. Como si recién se despertara, la abuela lo acercaba a su regazo, lo abrazaba, lo sacudía como para despertarlo, y -le decía - Hola ¿Dormiste bien Joaqui?.

–Si abue.

-¿Tuviste frío?

–Si no hace frío –respondió el niño con lógica. Y bué. Hay que ir armando una conversación.

-¿Querés jugar abue?

-¿A qué querido?

El nieto pensó un momento.

-¡A las escondidas Nona!

-¿En la cama?

-¡Sí!

-¿Y quién se esconde? –preguntó la abuela sin lógica.

-Y ¡yo!

-¡Dale!

En ese momento el abuelo estaba por entrar en la habitación con el termo, el mate y el diario, cuando un gesto urgente de Mary, lo detuvo. Ahí se quedó.

Joaquín buscaba donde meterse, y sólo atinó a hacerlo debajo de la sábana, la que perfilaba todo su físico y la colita había quedado al descubierto.

-¡Ya estoy abuela!

¡Cuánta inocencia, cuanta dulzura!

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Universo cúbico

Virginia Albertina MolinariBahía Blanca, Buenos Aires

La mirada incrustada en las flamas de los estereotipados leños refractarios y el leve rumor del vaivén, ritmo milenario, adelante – atrás, adelante – atrás, ade-lante – atrás… sólo mirada y soledad en cada pliegue, trazo fino e indeleble del tiempo, en el compás armónico, incansable, casi eterno, sin fin; sólo la mirada existía, era un latir vivaz, un destello inagotable, una palabra tras otra en medio del silencio, todo un pensamiento coordinable…

Así día tras día, el rito devocional se cumplía: los leños ardiendo simétrica-mente, el tric – trac rítmico, incesante… y la mirada, comunión con la flama, punto tangencial entre existir y dejar de hacerlo, único indicio de vida en el rostro inexpresivo, en la inmovilidad de los miembros, en todo el esteticismo del cuerpo inerte de voluntad y no de enfermedad. La mirada, casi eternidad en círculo diario, radio vector generador de cada arco de unión entre el hoy, mustia hoja de un otoño inexorable, donde la nevisca de los olvidos es un silbo constante en la pesadumbre de la desgastada memoria, consumida de dolores, de tristezas, de batallas no ganadas, de guerra totalmente perdidas y el ayer, alegre y multicolor pétalo, ardiente néctar y aroma primaveral, donde las brisas no eran siquiera presagio de devastadores huracanes en los que el devenir sucumbiría arrastrado por un maremoto de errores, maledicencia y una imbatible y fría soledad, con ausencia de caricias o un beso o una palabra redentora de todas las culpas, de todas las equivocaciones…

“¡¡ Dale, no vayás!! La vamos a pasar bárbaro en lo de Maru…”

“No, tengo que ir,…me espera…”

“¡¡Estás loca!!… Si ni sabe que vas…”

“Sabe que voy… Sabe todo… Sabe que mamá ya no está…”

“Bueno, andáte… No sabés lo que te perdés….

“Chau…mañana te veo.”

“¿Cómo estás, mi viejita hermosa?... A ver, a ver, si acomodamos estos rulitos…”

“Nena… no te escucha… vos sabés…”

“Si… todo lo que me quieran decir, pero está acá conmigo… Vos sí que no parecés estar preparada para esto…”

“Y bue…”

“¿No ves cómo se le iluminan los ojos cuando la abrazo? … Andáte, salí de acá… Dejáme sola con ella. Si te necesito te llamo…”

“Abu… mirá lo que te traje ¿Te acordás? ¡¡¡Qué bien lo pasamos en la playa!!! Miráte con esa hermosa frazadita de arena que te hice…. Y acá, eras mi esta-tua en tu pedestal de arena… (Susurrando al oído)… Claro que te acordás… ¡¡¡Ah!!! Cómo quisiera que me contaras esas historias de cuando eras chica… Bueno, sabes que me tengo que ir… Pero vengo mañana… y me contás de cuando te perdiste en el parque con tus hermanos, ¿Si?... ¡¡¡Ah!!! Y ni se te ocurra desaparecer… mira que ya no puedo creerte ese cuento chino… ¿Soy grande no?.... Dale… dame un besote… Ahora que no soy arisca no me besas… Chau, mi hermosa viejita…”

“Abuela, es hora de descansar. Así que nos vamos a la cama”.

Abuela, con ese tono desahuciante, dirigiéndose al rezago de la vida, a lo iner-me, yermo, totalmente inútil… y los leños apagándose, manteniendo la incan-descencia y el agradable calor, pero la flama perecida tragándose la mirada… entonces sólo un rostro inexpresivo, ciego de luz, de color, de existir…

La oscuridad entibiada de radiadores, sábanas extremadamente limpias de desinfectantes, empecinadamente ásperas para la piel senil y decididamen-te frías, casi como el lecho mortuorio; la mirada vagabunda en medio de la

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umbría habitación, único destello encendido, hilo de plata para volar hacia la luz… Luz de niñez endulzada de duros caramelos de leche, de amorosos muñecos con corazón de estopa y rostro de porcelana, de rodillas heridas y triciclos veloces, claridad de blanco guardapolvo, de letras temblorosas en una esquina del negro corazón de un aula lejana, risas y temores como cuando se perdieron los cuatro en el parque y ella, la mayor, con todo el miedo junto en su alma los tomó de la mano muy, pero muy fuerte y los llevó hasta donde estaban los micrófonos e hizo llamar a los papis…

Y sintió que estaba transitando hacia la melancólica diafanidad de ese tiempo de adolecer… , descubriendo día a día el arduo paso por la senda circular de la crónica visceral, hacia la deliciosa aventura de navegar mares a veces tor-mentosos, otros, apacibles, mares profundos, donde crecer la madurez, donde soñar, callar, aguardar, donde ser…

Mirada, vivencia totalizadora en este tiempo de estar y casi haber dejado de ser; apenas humo ligero deslizándose entre le presente y el pasado, apenas con levedad sobre todas las sendas desandadas y el retornar de eses leve trán-sito, ser ingravidez en si misma…

Mirada y sonido, conjunción de todos los sones perdidos, no, sólo flotando en la vaciedad de ese tiempo de silencio, tiempo monologal donde la palabra, la única, la del primer balbuceo, la del primer te quiero, la del ruego y el grito, la del “quiero no estar” era sólo eso “palabra”…

Palabra diciendo sol-vida, nube-tristeza, ternura, hijos, lluvia, congoja, milagro, nietos, noche, soledad eterna…

Palabra silenciosa y mirada vivencial en el universo cúbico de sus vigilias.

“¡¡¡Déjeme pasar…!!!”

“Pero a esta hora no. Todos descansan…”

“No, ella no… Me llamó… quiere…”

“No podés pasar… ¡¡¡Guardia!!!.... Deténgala…”

Abrió la puerta intempestivamente…

“Abuela… acá estoy… contáme la historia…”

La luz inundando el universo cúbico. La sorpresa en el rostro juvenil… Y… un montón de pliegues en el lecho…

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Vas a ir a pescar... Pero...

Aldo Perasso

Es una linda tarde de marzo y voy a aprovechar a ir a ver a mi hija Alicia, de paso aprovecho a caminar un poco, bueno… mucho no voy a caminar porque vive a cuatro cuadras de casa… ¡¡¡Já já já!!!

Soy abuelo, mi hija Alicia y su marido José tienen dos hijos, una nena y un nene; Milagros de once años y Joaquín de cuatro añitos, el dueño de todas nuestras expectativas, satisfacciones y… preocupaciones.

Milagritos, mi nieta y ahijada, ya juega a ser “grande y superada”, pero es tan inocente, como toda niña inocente, no importa lo que sepa o se imagine que sabe; muy inteligente (es abanderada en su escuela ) por esas cosas difíciles de hallarles explicación sus mensajes del ”celu” o “face” son imposibles de descifrar para los “no iniciados”; principalmente la ortografía ha sido declarada “materia no grata” en esa “zona liberada” a la imaginación, a la creación de nuevas pala-bras o al simple amontonamiento de letras y signos… já já já.

Bueno, tampoco es un invento de esta generación, aunque están dando un paso gigantesco para “mejorarlo”.

Cuando yo era chico, sí, claro que fui chico… Allá, en mi querido y jamás olvi-dado Entre Ríos, en Victoria, para más datos, los gurises también hablábamos y nos entendíamos con nuestras propias palabras y no nos preocupaba si exis-tían o no; no nos olvidemos del lunfardo, jeringoso, etc.

Debo aclarar que vivo en la provincia de Buenos Aires, cómodo, contento, pero la nostalgia siempre me toca el hombro y las ganas de volver a vivir en mi pago me suele entristecer la mirada; pero dejemos estas cosas y voy a seguir con lo que estaba contando.

Ahh… si, Joaquín… llegó a nuestras vidas hace cuatro años y hoy todos somos

un poco satélites que giramos alrededor de sus gustos, caprichos y “encantos”.

Nunca termino de asombrarme de la inteligencia y picardía que nos muestran, apenas nacidos, los bebes. No tengo duda que la humanidad está evolucio-nando aceleradamente y Joaquín trajo al nacer una porción extra y con esto ha comprado nuestra “devoción y benevolencia” hacia todo lo que hace.

De todos… menos de su hermanita Milagros, ella lleva una lista muy detallada y actualizada al minuto de todas las picardías reales o inventadas de su querido hermanito. Yo entiendo a mi ahijada, hasta que llego Joaquín todos los privile-gios, mimos y caprichitos, todo era de ella y para ella.

Por supuesto que nadie la ha dejado de lado, al contrario, se la cuida y quiere, mucho, es un pimpollito abriéndose a la vida, pero existe algo que se llama: celos, celos, celos.

No es que no lo quiera, lo quiere, mucho, pero cierta “competencia” no le gusta nada. Por eso siempre está atenta y cuando llega la ocasión saca a relucir todo lo mal que se porta “Él” exagerando y dramatizando todo, claro, y haciendo hincapié: “Estas cosas no pasaban antes que llegara él”. Y así sigue, hasta que el padre o la madre cambian de dirección la “rendición de cuentas “y empiezan a recordarle cuestiones pendientes sobre: contestación, oídos sordos, quien es ese amiguito del celu, etc. Y ahí sí, la ahijadita sabe que ha llegado el momento de cerrar el “pico”. Já já já.

A pesar de todo esto y como dije anteriormente, lo quiere muchísimo y esto sale a luz si alguien se pasa con los retos o le niega algo que le provoque un amague de llantos, al primer “pucherito” le salta la “térmica” y se va a enfrentar a la madre, al padre, a quien sea, defendiéndolo. Y ahí invierte todos sus argu-mentos, del: “Antes no pasaba esto” pasa a decir: “¿Y para qué lo trajeron si le molesta todo lo que hace?”

Y no termina más, ni con la amenaza de la madre: “Termínala, Mili, termínala, porque si no te quito el celular…”.Nada, sigue con la suya hasta que la gana o termina llorisqueando abrazada al hermano. Esta es Milagritos, un ángel. Mul-tifacético, eso sí.

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Y de mi hija Alicia: ¿qué puedo decir de mi hija Alicia?

Mi hija fue el sueño hecho realidad de tener una nena en nuestra casa. En ese entonces mi mayor deseo era que siempre tuviera ocho años, o nueve, no más, para que siempre fuera mi nenita (que loco, verdad) no pudo ser y hoy es una hermosa mujer, brava cuando tiene que ser brava y cariñosa todo el tiempo.

Casada con José, “culpable” de que yo viva solo en mi casa, mi señora se me fue un día, para allá, para arriba, demasiado pronto, sin previo aviso, sin conocer sus nietos, pero sigue estando presente en el recuerdo, en el: “Mira si mamá lo viera”, por algo que sus nietos hacen bien y que nos pone contentos y orgu-llosos.

Bueno, se casó, tiene su propia casa y me conformo pensando lo que pien-san casi todos los padres: no perdí una hija, gane un hijo… Lástima que no lo “gane” más chiquito porque me iba a dar el gusto de “educarlo” a mi modo, a la antigua. Já já já.

Soy afortunado al tener la familia que tengo, pero creo que, salvo el amor que todos los días de mi vida siento por mi hija y algún consejo que puedo darle, mi “misión” como padre es más de espectador que de protagonista y así debe ser. Pero una nueva “tarea” llego a mi vida: ser abuelo; y ser abuelo significa estar en un delicado equilibrio entre los padres y los nietos. Los abuelos que-remos a nuestros nietos como queremos a nuestros hijos, ni más ni menos, ni mejor, distinto, porque ya no tenemos la presión de educarlos, ponerles límites y eventualmente tener que “disciplinarlos” y entonces, liberado de esas respon-sabilidades, hacemos lo que nos reprochan: malcriarlos y apañarlos, exageran, siempre exageran, já já já.

Claro que cuando digo abuelo, también estoy diciendo abuela y las abuelas, por ser mujeres y madres, tienen un plus de ternura y comprensión con el que “envuelven” y protegen a sus nuevos “hijos”.

Yo, como abuelo, jamás voy a cuestionar a los padres por las decisiones que tomen con sus hijos, sobre el tema que sea, educación, deportes, religión, etc. Los padres y solo los padres tienen la potestad para decidir sobre esto, siempre

de acuerdo a normas y leyes, claro.

Pero un instinto (ancestral, ¿tal vez?) me dice que mi tarea ahora, es mediar en los conflictos padres-hijos, aprovechándome, claro, del amor y respeto que me tienen. Y con esto consigo, muchas veces que los castigos, sanciones, pe-nitencias o como quieran llamarlas, sean más leves o que directamente no se apliquen.

Claro que corro el riesgo que mi hija saque a relucir cosas que pasaron en su infancia. Y tener que escuchar palabras como: “Ah… claro, a él (o a ella) si lo defendés, pero cuando yo lo hacía, y por mucho menos, capaz que ligaba un coscorrón. ¡¡¡Qué exagerada mi hija!!! Ahora se a quien sale mi ahijadita. ¡Cos-corrones! ¿Cuándo? … Yo no me acuerdo… já ja já.

Caminando y pensando estoy llegando (me salió un verso). Me olvide de de-cirles que me llamo Aldo, pero en mi familia perdí el nombre y me bautizaron: Tata, já já já.

Aparte de visitarlos vengo a decirles que el domingo los espero en casa para comer un asadito. Este domingo quiero pasarlo en casa, no tengo ganas de salir a ningún lado y qué mejor que pasarlo con la familia. ¿Verdad?

Ahora sí, ya llegué, espero que ya haya traído a mi nietito del jardín de infantes.

Oh, oh… sí que llegó, ya escucho su voz y por el tono (y volumen) me parece que mi pequeño Joaquín está rindiendo cuentas de algo que no tendría que haber hecho.

Apenas me vio mi hija me recibió con un: “Ah, hola papi, menos mal que vinis-te, vení, vení, vos que tanto defendés a tu nieto, pregúntale que hizo hoy en el jardín el señorito.”

Ahí es donde mi ahijada mete su cuchara: “Siii, tata, pregúntale a tu querido nieto lo que hizo…” y deja abierto un suspenso para que yo empiece a imagi-nar qué ‘atrocidades’ pudo haber cometido.

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Los ojos de mi nieta y mi hija están fijos en mí esperando que empiece a pre-guntarle a Joaquín, con toda la severidad posible. Eso les agradaría. ¡Cómo las conozco! Já já já.

Igual no me doy por enterado y pregunto con un tono lo más inocente posi-ble, y digo: “¿Qué hizo este angelito de Dios?”Para qué pregunté así. Mi ahija-dita me quería comer con la mirada y mi hija con los ojos desorbitados, tarta-mudeaba: “Este angelito, este angelito, le contestó mal, muy mal a la seño…”

Se hace un silencio momentáneo mientras pienso a toda máquina y evito un probable tirón de orejas al acusado. Ahora sí estoy serio y preocupado.

“¿Qué pasó?”, pregunto, y casi tengo miedo de saberlo. “La seño le dijo que se quedara quieto y callado y tu nietito le contestó que ella no era la madre para retarlo, que no iba a hacerle caso y le dijo una “mala palabra”. Se adelantó Milagritos a contarme, noté que tenía ganas de decirme que mala palabra dijo Joaquín, pero la madre la miró mal y ahí se acabo la cosa.

Sin darme cuenta me encontré pensando cuando yo iba a la escuela ¡¡¡Síiii!! Ya sé que se necesita mucha memoria para eso, pero tampoco hace tanto tiempo. (¿O sí?)

Me acuerdo de mis maestras con nombre y apellido y no es extraño porque se nos enseñaba que las maestras eran nuestras segundas madres y así las quería-mos y respetábamos ¡¡¡Cómo no me voy a acordar de mis segundas madres!!!

Vuelvo a concentrarme en lo que está pasando y miro a Joaquín, que con su carita compungida me mira como si yo pudiera liberarlo de lo que sabe que va a pasar; porque mi hija está realmente enojada y decidida a no dejar pasar esto sin su correspondiente castigo.

Le digo a Joaquín, mirando de reojo a su madre: “Mañana tenés que decirle a la seño que te perdone y que nunca más le vas a contestar así, ¿de acuerdo, amigo?”

Se le llenaron los ojos de alegría pensando que eso iba a ser todo el castigo,

pero mi hija saltó como leche hervida.

“Síii, vas a hacer eso y prepárate para cuando lo sepa tu padre, ahora está tra-bajando pero ya va a venir, también olvídate de que vas a ir el sábado al cum-ple de tu primito Sebas, así vas a aprender a hacer caso y portarte bien.” No terminó de decir esto que empezó un concierto de lloros, gritos, retos… Y mi ahijadita que empezó a protestar porque no le gustó este ultimo castigo.

Siento que Joaquín me tironea el pantalón, lo miro y tiene los ojitos llenos de lágrimas y me dice: “Tata, Tata, decíle que me deje ir, me voy a portar bien Tataaa…”

En medio de todo esto estoy yo, el abuelo, pensando ¿Qué hago? No le puedo pedir a mi hija que levante el castigo, la conozco y sé cuando quiere, y espera, que interceda para que levante o aliviane alguna penitencia y aunque diga lo contrario se que le gusta que intervenga.

Esta vuelta no es así y yo tampoco quiero hacerlo, así que, como dando por terminado este asunto, digo, cambiando de conversación: “¿Sabés que el do-mingo me voy a pescar? No alcanzo a decirlo y Joaquín se me cuelga de los brazos: “Lleváme Tata, lleváme a pescar. Mami, mami ¿me dejas ir, me dejas ir?”

“¡¡¡Nooo!!! Estás castigado. ¡¡¡Te dije y no vas a ningún lado!!!

“Mami, mami… Tata, Tata… ¿me llevás?”

“No señor, no va, está castigado…”

“Ali (le digo como si no entendiera algo) ¿No era que no lo dejabas ir al cum-ple?”

Ahí titubea (y yo sonrío para mis adentros)

“Sí, claro que no va al cumple y si no va al cumple tampoco va a pescar.”

“Ali, pero el cumple es el sábado y yo voy a pescar el domingo…”

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Me mira, y su mirada va cambiando del enojo al cariño.

“Ay… papi… papi, vos siempre igual… siempre igual…”

Se agachó, tomó a Joaquín de los hombros y con una voz que quiere ser recia, severa, pero que no le sale porque la ternura ya le ganó, le dice: “Esta bien, está bien… vas a ir a pescar…pero… más vale que… ¡¡¡escucháme, escuchámeee!!!

¡¡¡Pero ya todo es alegría!!!

Y el asadito y lo de: ¿el domingo no quiero salir a ningún lado? ¿Dónde está? ¡¡¡ Bien, gracias!!! Já já já…

Vínculos entre abuelos y nietos

Elda Vernieri

De mi infancia, lo mejor que me pasó fue el vínculo entre él y yo, mi abuelo Floreano.

Era quien me mandaba a buscar, y al llegar corría hacia donde él estaba.

Observaba todo lo que hacía, que no era poco ya que todo le servía, y pregun-taba con avidez todo lo que no entendía, con la paciencia de abuelo explicaba para que lo entienda. Así este vínculo fue creciendo sabiendo yo lo que él necesitaba y entendiendo lo que a mí me gustaba.

Lo esperaba en la puerta cuando volvía de su trabajo y corría hasta alcanzarlo al verlo.

Tomaba su café que la abuela le servía, pero ella decía que era muy chica para tomar café, él volcaba de su taza un poco en el platito y me dejaba tomarlo, así con poco me conformaba y ¡yo feliz!

Sabía yo que él iría a regar la quinta así le preparaba la pileta llena de agua, colocaba él una canaleta en la salida de agua, destapaba la pileta y el riego iba directamente al surco de los tomates, ya que según decía si se mojaban se enfermaba la planta, ese ingenio me fascinaba. Lo admiraba porque con poco hacía cosas útiles o hermosas.

En casa aún tengo un macetero que hizo y lo adornó con pedacitos de azu-lejos que se rompían y guardaba. Quizás heredé algo de eso ya que todo me sirve y puedo reciclar muchas cosas. ¡Gracias al abuelo! Qué ricos eran esos to-mates rosados, y la lechuga francesa. ¡Ni qué hablar de las brevas de los higos! “Ésos son para la nena”, decía y era así.

Son pequeñas cosas, quizás, pero qué importantes fueron para mí.

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Te quiero abuelo y hoy te agradezco más que nunca que hayas intervenido cuando mis padres no querían dejarme terminar el sexto grado y por vos me dejaron.

Tampoco me olvido de la enorme torta que me hiciste cuando cumplí quince años. ¡Te quiero igual que entonces, Abuelo!

Hoy, en la vejez, fueron los nietos lo mejor que nos pasó a mi marido y a mí.

Cuando nació Martín, el 21 de septiembre de 1993, entendí aún más lo que el abuelo sentía por mí.

Hoy los tiempos son diferentes, las costumbres distintas. Antes de los dos años ya los mandan a “salita”.

Pero a él, igual que a Julián, les dediqué todo mi tiempo cuando venían.

Todo podía esperar, ese día era dedicado a ellos, las comidas y los postres pre-feridos ya estaban preparados.

Lo demás era jugar, contar cuentos, enseñarles poseías y canciones y disfrutar el jardín.

Les encantaba sacar las ciruelas del árbol, que comían encantados.

Cuando cada uno en su momento hizo el primer viaje del secundario, con pro-fesores y compañeros, me acariciaron el alma, ya que se acordaron trayéndo-nos una atención para nosotros, los abuelos, y no es por el regalo en sí mismo sino que en esa edad en que todo es diversión, se acordaran, me emocionó.

Con el abuelo tienen un vínculo muy estrecho con el fútbol y sufren por el mismo equipo.

Conmigo comparten temas políticos y de estudio.

Los dos me acompañan con las cosas que yo hago, artesanías, dibujos, me

prestan atención.

Con ellos hoy seguimos jugando tejo, cartas, juegos de mesa. Cuando Martín puede se llega a cenar con nosotros.

El abrazo y el beso que me dan cuando se van me hacen sentir mimada por ellos. El vínculo es muy fuerte y entre nosotros el “te roquie chomu” es algo especial.

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QUIERO DARTE LAS GRACIAS

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Abuelitas Otilia y Lola

Laura Silvina LiewiskiBuenos Aires

Abuelita Otilia siempre me diste tu cariño. Me bañabas de chiquita y prepara-bas frazada y sábana sobre la mesa, para pasar la plancha calentita y que sienta el calor cuando me sentabas para vestirme. Gracias por tus viajes a casa para cuidarnos, tu dedicación incondicional. Siempre necesitabas dar algo, aún cuando no tenías algo material; recuerdo que desesperada para que me lleve algo de tus manos me pusiste un jaboncito para que me lleve a casa.

Te moriste en mis brazos. Me cuidaste y te cuidé hasta el último momento. Un amor seguro e incondicional. Me diste hasta tu último aliento. ¡¡¡Uf!!!, cuánta emoción me embarga sentir aún tu sonrisa y tus ojitos tiernos llenos de com-pasión y paciencia, a prueba de todo y de todos. Gracias Abu.

¡¡¡Lolita querida, cuánta entrega para tus nietos primeros!!! En el patio de tu casa, en verano, sentada en una silla, en malla, dejabas que te laváramos la cabeza con la manguera y después te peinábamos y jugábamos a cortarte el pelo. Con vos sentimos la importancia de estudiar, cuidar la vista y los dientes, jugar con imaginación; escuchar asombrados tus cuentos y compartir tus lá-minas para la escuela.

Recuerdo tu aroma característico a pastillas DRF, sabor a mentol.

Siempre impecable, perfumada y atenta a todo cambio que se asomaba al crecer. Te extraño Lolita, siempre preparabas la comida y con tu hijo Mario, mi tío, ponías folklore para bailar y cada ritmo era ensayado para participar en los actos. Con tu hijo Roberto, mi otro tío, delegabas las salidas al club, la pileta, los deportes; pero siempre presente en avanzar, en las vacaciones y en las respon-sabilidades, en los cumpleaños y en la salud. Gracias Lolita.

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Abuelos mágicos, abuelos ausencia

Yamila Melisa Valeria RuppelBahía Blanca

Abuelos es tanta la ternura que me invade al recordarlos que no puedo evitar conmoverme. Es así como de repente se asoman recuerdos de quince años atrás, cuando a mis cinco años, mis besos pegoteados de caramelos les roba-ban mimos a los abus, mis ruegos por aquellos paseos prometidos, nuestros juegos, las canciones, los cuentos para lograr que tenga un dulce sueño, las manos tibias de la abuela y el olor a pipa del abuelo son momentos que no se olvidan.

Abuelos defensores de retos de mamá y papá, compinches en la hora de la siesta, abrazos inmensos que alejaban el miedo de la noche, y mi infancia re-volcándose en esa alegría.

Abuelos, más que abuelos, compañeros de momentos imborrables, ese ami-go, esa amiga que me dio la vida naturalmente y los volvería a elegir en mu-chas vidas más.

Abuelos los recuerdo en ese campo, esas caminatas, en que me hacían cono-cer el mundo en mi niñez a través de sus palabras, los lugares que recorríamos que son inolvidables y esas historias que permanentemente recordaré, que se quedaron en mi memoria y me hicieron crecer.

Un día me dijeron que ya no estarían y todo fue dolor, dolor en el que me eno-jé al saber que ya no los vería más, mis pocos años no entendían de muerte. Sin embargo crecí y guarde en un lugar los recuerdos abrigados con el calorci-to de mi infancia. Y aprendí a cambiar lágrimas por sonrisas, a encontrarlos en los gestos de mamá y papá.

Ahora sé que los recuerdos son momentos mágicos, tengo cada uno de los momentos e inmortalizarlos para que siempre al acordarme me saque de mi

rostro la más bella sonrisa.

Basta sólo recordarlos para saber lo que es el amor puro, verdadero y sin pedir nada a cambio, solo tenerlos en la memoria eternamente para seguir el día con alegría.

Y saber que los recuerdos fortalecen día a día, mantienen vivo el corazón, ha-cen alegrar el día de quien los tenga, en las noches más frías de las soledades, es un abrazo cálido al alma y apaga la soledad, mantener vivos los recuerdos a cada instante, como así también encienden la llama de la vida, del alma y de la paz.

Mantener vivos los recuerdos es una forma de que el amor hacia esas personas que se fueron siga latente y presente en nuestros corazones.

Dispersa ante un manojo de recuerdos, temiendo llegar a mi día final y dor-mirme como ustedes para siempre, sin haber concretado los sueños, sin haber amado lo suficiente. Pero sabiendo que este temor es casi una ofensa a sus recuerdos, me desdigo cada día y no lo vivo como si fuera el último, sino como el primero, y cada tanto sigo visitando los rostros en sus fotografías, en donde estos se dibujan perfectos y felices.

Me reencuentro todos los días como una cita inaudible con sus fotografías, que sin razón alguna se fueron a buscar su libertad y su paz por caminos la-mentablemente sin regreso, su final les llegó demasiado pronto, quizás su vida era allá, o alguien los quiso a su lado demasiado pronto.

Con el aliento entrecortado y apretando los dientes, trato de traerlos a este presente. Entonces susurrando bajito, para que no crean que estoy loca, pro-nuncio las palabras mágicas que llegan, estoy segura, a sus oídos de viento y estrellas: ¡Los quiero y los amo!, nunca los olvidaré. Y en respuesta me llega un suspiro del cielo que me dice que hoy los soñaré y guardaré los recuerdos, los sueños bajo mi almohada, para mañana volverlos a soñar, despertar con fortaleza para seguir caminando esta vida y cuando me llegue mi hora nos volveremos a ver.

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Desde allá nos iluminan los pasos, acompañándonos día a día con sus lindos recuerdos que dejaron aquí en el alma, la mente y en el corazón de todos nosotros para poder llevar estas ausencias con la cabeza en alto y poder decir con orgullo que fue un placer encontrarnos en esta vida y cuando alguien lo disponga nos volvamos a encontrar en un mismo cielo.

El cielo eterno donde se juntan todas las personas buenas, transparentes y con mucha luz para poder seguir guiando a las almas de luz que quedaron aquí abajo, en la tierra.

Aquí estoy entre la tierra y el cielo aprendiendo a apreciar los recuerdos con alegría, esa alegría que teníamos cuando estábamos juntos, que se quedaron aquí, en mí y en el susurro de las noches que me dice en mis sueños que uste-des nunca se fueron, que siguen a mi lado y esos recuerdos también están en cada parte de sus almas, de su espíritu y de su ser.

Recuerdos son solos los que queda de ustedes, sobrevivimos recordando los buenos momentos vividos. Recuerdos de lindos momentos que jamás volve-rán, únicos e irrepetibles, que no estarán presentes pero sí están en el interior de cada uno de nosotros.

¡Nunca olvidemos y respetemos a esas personas eternas!

Entonces ¿cómo se superan las pérdidas? Sencillamente mediante recuerdos, respeto y amor que son todo para mí.

Gracias eternas a ellos, porque caminamos seguros acá en la tierra, porque sabemos que nos observan y nos cuidan con todo el amor que son, fueron y serán por siempre.

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Liliana Miriam GarcíaBuenos Aires

Que maravillosa idea recordar a los abuelos cuando se tiene edad para querer ser uno de ellos, cómo se valora a la distancia el tiempo compartido con esos viejitos divinos que nos enseñaron a vivir desde el amor. La imagen más ma-ravillosa de mi niñez corresponde a mis abuelos, domingo de invierno afuera lluvia, frio, viento bahiense ese que te traspasa, la nena no quiere dormir la siesta, ¿adónde va? a tomar la leche de la abuela, es fin de mes así que no hay para comprar masitas, la abuela se inventa unas con los fideítos amasados que le sobraron del mediodía los hace rosquita, los fríe y le pone miel, el abuelo le agrega kerosén al Bram Metal, preparamos un chocolate espeso y ahí los tres solitos compartimos el momento más hermoso, el que todavía me empaña los ojos, ese que quiero volver a vivir, ese que deseo compartir con mis nieti-tos. Gracias por existir en mi corazón, gracias por mostrarme que no importa donde estas, ni si sos rico o pobre, solo importa con quien estas y como se da el amor, así desinteresado, así sin esperar nada a cambio, así como lo dan los abuelos.

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Ese perfume de libertad

Luis Adolfo Dominguez

Era un templado domingo de otoño y me hallaba caminando por las calles de mi pueblo, después del almuerzo y antes del fútbol, ritual de ese día de la semana. Llegué a la plaza y miré el reloj que me indicaba que contaba con el tiempo suficiente como para llegar a casa e instalarme frente a la tele para ver a mi equipo.

Tranquilo, seguí mi caminata y mis pasos me llevaron, de manera inconsciente, a mi viejo barrio. Todo estaba bastante cambiado, sin embargo algunos lugares me recordaron a mi infancia. Esa sana etapa de mi vida llena de juegos y risas. Así, entre todas las imágenes que vinieron a mi mente, apareció el recuerdo de mi abuelo Luis. Su cara redonda y morena, su cabello entrecano y su mano apretando la mía.

Claro, ya no está el potrero donde nos divertíamos pateando una pelota. Allí, me enseñó a remontar mi primer barrilete, esa estrella azul con flecos zum-bones que él mismo había hecho para mí. Un día de viento me explicó por qué las golondrinas migran y vuelan inmensidades de distancias buscando otro verano. También de él aprendí por qué los versos de Manzi hablan de un perfume de yuyos y alfalfa.

Todo eso pasó muy rápido para mí, ya no estás conmigo. Hoy sos un dulce recuerdo que viene a mí cuando veo jugar a un pibe a la pelota, cuando con-templo el vuelo de un barrilete o, simplemente cuando mis ojos se pierden detrás del rumbo de una golondrina que va buscando otro cielo y otro verano. Y es entonces cuando siento tu mano, otra vez apretando la mía y el pecho y el alma se me llenan de ese perfume de yuyos y de alfalfa. Ese perfume de libertad que vos me enseñaste a respirar, querido abuelo Luis.

Esperando a Papá Noel

Patricia Gabriela ParodiJosé C. Paz, Buenos Aires

24 de diciembre de 1974. Tenía apenas cinco añitos. Sentados en el patio con mi abuelo Ezequiel, esperábamos la cena y yo muy ansiosa a Papá Noel.

- ¿Cuándo llega? ¿Por dónde viene? ¿Falta mucho?

Mi abuelo me tomó del hombro y señaló el cielo.

-Allá. ¿Lo ves? ¡Allá en el cielo!

Miré hacia arriba y mi sueño se hizo realidad. Pude verlo en su trineo lleno de regalos, con una luna llena gigante que lo abrazaba.

Fue tan real que aún hoy cierro los ojos y lo puedo ver.

Gracias abuelo por enseñarme a ver con los ojos del corazón.

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Gracias abuela

Viviana Gimenez

Cuando solo tenía cinco años, me recibiste como tu hija, me diste cariño y me enseñaste con sabiduría.

A medida que iba creciendo, te enojabas porque siempre te decía que nunca iba a casarme ni a tener hijos.

Nunca comprendí porque te decía eso, solo sé que durante mi niñez con vos fui feliz. Me enseñaste a ordenar mi ropa, a limpiar los muebles e intentaste que bordara, pero nunca aprendí a bordar. Pero las lecciones más importantes de la vida, las que me ayudaron a ser quien soy ahora las aprendí muy bien, y desde el cielo sé que me estas mirando.

Quiero darte las gracias abuela querida, por todo lo que hiciste por mí, por mi futuro, quiero decirte que tenés dos hermosos bisnietos. Que aunque me dejaste sola, mi vida a tu lado fue lo mejor que tuvo mi niñez, gracias por todo lo que me diste. Me enseñaste verdad, gratitud, honestidad y, por sobre todas las cosas, me enseñaste a perdonar y a amar.

Medias de lana

Walter Ulises Ayllapan

Soy de San Carlos de Bariloche y al ser un lugar frío en invierno muchas veces se necesita abrigarse más de lo común. La anécdota que tengo de mi abuela paterna, Tránsita Comolay, remonta a cuando tenía 5 años más o menos, ella me enseñó cómo hacer medias de lana; con 4 palillos pequeños que sujetaban los puntos y uno más para ir tejiendo. Lo más difícil era hacer el talón, y la punta de la media, ya que cuando se empieza el talón no se teje en algunos palillos y en la punta de la media se van uniendo los puntos hasta lograr que quede uno solo. Fue muy lindo cuando pude hacer mi primer par de medias con su ayuda, y usarlas.

Yo veía como hilaba la lana con una varita que tenía una piedra en la punta que hacia girar y luego hacia las medias con esa lana. Es un hermoso recuerdo y una demostración de amor al cuidar de mis pies para que no pasen frío. Gra-cias Abuela Tránsita.

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Mi abuela, mi madre, mi compañera

Giselle Waters

Quién estuvo siempre de mi mano, quién se preocupó por mí cuando mi ver-dadera madre me olvidó, quién se pasó días de mi niñez enseñándome a for-marme, a leer, a escribir, a estudiar, a dibujar y hasta colorear.

Quién jamás me haría daño, la que me entendió y aconsejó cuando los demás me juzgaron, la que me daba de comer, la que me lavaba la ropa, la que me bañó, y también la que me hizo tortas fritas con mate cocido cuando ya no quedaba opción, la que me abrigo en mis noches de frío y la que me abanicó cuando hacía calor, la que me abrazó cuando tuve miedo, la que me enseñó cómo debería ser yo… (“tenés que estudiar una carrera”, “no te embaraces”, “tienes que tener un buen marido”, etc.).

Si no la habré escuchado decir eso obviamente. Tuve que crecer para darme cuenta, y tuve que vivirlo. Hoy le digo: tenías razón… tengo la suerte de tener-la viva y abrazarla y agradecerle todo lo que me dio, todo lo que enseñó, agra-decerle su tiempo, sus retos, sus enseñanzas, sus canciones infantiles. Cómo olvidar de mencionar “La farolera” jajá… entre otras… qué no ha hecho mi abuela por mí… su amor, su dulzura, su cariño, su respeto, su comprensión, su dedicación.

Mi abuela, mi madre, mi amor, mi todo.

Te amo, mamá…

Mi abuelita

Mirtha Esther Lorenzetti

Me contaron mis padres que vino a mi casa, cuando mamá comenzó con los dolores de parto para traerme a mí a este mundo y se quedó para siempre.

Mi abuelita materna se llamaba Estefanía, tuvo ocho hijos, su primogénito y único varón falleció de pequeño, luego vinieron siete mujeres. Mi nacimiento coincidió con el casamiento de su hija menor, Margarita, la número siete, no es bruja y es la única que vive aún.

Mi papá le propuso a mi abuela que se viniera a vivir con nosotros y así sin pen-sarlo mucho, trajeron la mudanza en un carro desvencijado tirado por bueyes, dejando para la nueva pareja la casita y la chacra.

Así que yo crecí creyendo que las familias se componían de papá, mamá, her-manos y abuela. La teníamos naturalmente incorporada. Vivió siempre con no-sotros, nací en sus manos, adolecí, novié y me casé siempre bajo su mirada de amor y desconfiada supervisión.

Hoy la recuerdo con su metro setenta y cinco de estatura, delgada, con sencilla elegancia, sus cabellos cubiertos por un pañuelo de seda anudado en la frente con un pequeño moñito, su vestido largo con cinturón de tela, sus impecables boyeros y su olorcito tan particular, que aspiraba acostada en su huesudo re-gazo, entre sus brazos.

A mi abuelita le gustaba que le acariciara el pelo, que se lo peinara. Su pelo era tan largo que le llegaba a la cintura, usaba un prolijo rodete en la nuca, yo le colocaba las horquillitas y ella me premiaba con frutas, recogidas del huerto y que maduraban en una palangana enlozada, que atesoraba escondida en algún rincón de su habitación.

La recuerdo trasladándose, sentada como una reina sobre la montura de su

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caballo, en las alforjas llevaba siempre una maleta, blanca como la nieve, de un lado sus efectos personales y del otro, ricos manjares: masitas caseras, rapadura con maní o con batata, miel de caña. Ella paseaba por la casa de sus siete hijas, pero siempre volvía a mi casa.

Mi abuela enviudó muy joven, su esposo se llamaba Julio. El tenía cincuenta años cuando se casaron, ella catorce. El era un inmigrante italiano. Un día al volver de arar la chacra, sintió calor y se sumergió en las frías aguas del arroyo López, le hizo mal y se murió. Mi abuela crió a sus siete hijas sola, todas se ca-saron y vivieron con sus maridos como Dios manda.

Abuelita, hoy quiero darte las gracias por acurrucarme en tus brazos cuando tenía miedo, por enseñarme a encontrar la Sagrada Familia en la Luna llena, por orar en vos alta y decir mi nombre, por llevarme en la grupa de tu caballo contándome cuentos, por entender mis penas de amor y por enseñarme a ser mujer.

Por siempre en mí

Mariana G. AguirreMar del Plata. Buenos Aires

Cuando tenía apenas año y medio perdí a mi papá y a causa de esta triste situa-ción mi mamá decidió que viviéramos junto con mis abuelos y mi tío, pero to-dos trabajaban y decidieron llevarme a una guardería maternal, a la cual nunca me adapté y lo expresaba llorando todos los días. Fue por esta razón que mi abuelo Juan decidió dejar su trabajo para cuidarme y así día a día peinaba mis rulitos, cocinaba las papas fritas más ricas del mundo y me llevaba a jugar a la plaza. Íbamos a todos lados juntos y nos llamaban Heidi y su abuelito (que era un dibujo animado de los años 80 y pico) Y aunque ya no esté físicamente conmigo sigue siendo el abuelo más presente y dulce que pude tener.

Gracias por tanto cariño abuelo Juan Gregorio Cheppi por siempre en mi co-razón…

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Sueños de ternura y amor

Glenda Josefina Bacher de Viotti

“Contemplar un mundo en un grano de arena. Un cielo en una flor silvestre. Sostener el infi-nito en la palma de la mano. Palpar la eternidad en una hora. Todo es posible”

William Blake

Eran los últimos días de Diciembre, muy cerca de Navidad, estaba cuidando a mi nieto de 7 años. Lo tenía que hacer durante toda la semana y, precisamente en esos días, sentí un aroma a infancia y adolescencia de provincia. Un sabor a mesa puesta. La simpleza de jugar, saberse compañeros. Todo ayudaba. El cielo azul, el pasto del patio verde brillante, una planta al costado meciéndose como una hamaca, esas tardes de verano calurosas, silenciosas, todo se prestaba, ha-bía perfume de flores en el aire.

Los que jugaban eran tres niños y una niña, casi todos de la misma edad. La niña jugaba tan pero tan bien al fútbol que era un encanto verla, muy inocen-te, jugaban en orden, tirando penales, pero sin griterío sino en forma calma y con muchas risas. Luego llegó la hora en que les serví jugo y galletitas. Hacían un descanso charlando, contaban historias.

Luego marcando con una tiza, dibujaban la rayuela por turno. Jugaban, sin peleas, respetando los turnos, celebrando el que terminaba primero. Cuando se cansaban jugaban a las escondidas, sin cruzar la calle, siempre sonriendo, alegres. No miraban televisión, ni jugaban con la computadora.

¿Te interesa? Seguíme. El patio estaba separado por un tejido, del otro lado había dos niños muy bonitos, una niña de 7 años y un niño de 2, y dos perros graciosos llamados Pancho y Morita, y estos personajes inocentes eran los que alentaban a los otros niños que jugaban.

Hablando, aplaudiendo, riéndose a carcajadas y los perros haciendo miles de

monerías, compartiendo los juegos y ladrando.

Yo sentada los observaba, sentía en el corazón que volvía al tiempo de mi infancia, esa lejana vida sana, alegre, en la que de tanto jugar dormíamos muy bien de lo cansados que estábamos.

Me sucedió algo curioso, me sentí transportada a otro tiempo. Lloré de ale-gría, y me di cuenta de que no todo estaba perdido. Si educamos a los niños, sembrando esa semilla de juegos sin agresividad, con alegría, esta germinará.

Más tarde asistí a una reunión de adultos. Me sentí extraña, les conté a mis compañeros; no sé si me entendieron o pensaron “esta vieja está loca”.

Pero nunca olvidaré esto que me pasó. Agradezco a Dios haberme otorgado esa semana, llena de recuerdos alegres, de paz y serenidad y días muy puros. En un mundo globalizado espero volver a vivirlo.

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Tantas vidas, en la vida de Paula

Norma TalaveraExaltación de la Cruz, Buenos Aires

Mi abuela Paula nació un caluroso mediodía de enero de 1911. Tiene 102 años colmados de historias, anécdotas y relatos que le encanta contar a quien quie-ra escucharla. Los médicos que la atienden, las visitas, los amigos que fue co-sechando toda su vida, mis amigos y hasta las amigas de mis hijas quedan encantados y cautivados con su personalidad y su manera de contar una tras otra sus interminables historias. Mi abuela es una persona especial y sabia, su detallada y descriptiva forma de narrar, inducen rápidamente a volar con la mente al lugar preciso de los hechos.

Yo llevo gran parte de mis 46 años escuchando relatos que me llevan a distin-tos lugares y momentos, como por ejemplo: La Guerra de Pavón, que para mí, era un hecho histórico, el que me enseñaron en la escuela; pero para ella, que no fue a la escuela, es un acontecimiento que quedó grabado en su historia familiar.

Cuenta la abuela que su abuelo Isac vivía en una gran estancia con su esposa Gregoria y ocho hijos. Un día vinieron a buscarlo para la Guerra de Pavón.

Cuando esto ocurría las mujeres dejaban las estancias y marchaban para ir a vivir al pueblo junto con los niños y las hijas. Y así lo hizo Gregoria con cinco hijas mujeres y dos niños, pero Rudecindo, luego padre de mi abuela, quedó al cuidado de los caballos.

Rudecindo tenía catorce años y llevó a los caballos a una isla en Campana. Pa-saba sus días comiendo la comida que había llevado o la que le proporciona-ban los vecinos y pasaba las noches durmiendo en un árbol para resguardarse de pumas y tigres que habitaban el lugar.

Cuando Isac volvió de la guerra, sano y salvo, todo volvió a la normalidad. La

vida continuó para la familia como continuaron las historias de la abuela, aun-que siempre hubo una que me costó creerle por el solo hecho de no poder imaginármelo; ella afirma que las vías del primer tren Urquiza cortaron el cam-po de su abuelo a la mitad y que por esas vías, como ella dice: “Con rieles y dur-mientes como ahora” pasaban pequeños vagones de carga, que eran tirados por caballos y cadenas.

También sus relatos me llevaron a esa estancia familiar pero con su padre Ru-decindo que había quedado viudo con dos hijos, Félix y Santiago, y al casarse nuevamente con Juana Sosa nace mi abuela Paula y después llegarían nueve hermanos más.

En esos campos la abuela cuidaba las ovejas siendo una niña, descalza y “Con los pies duros como cueros”, como ella dice.

Más tarde su padre pierde la estancia apostándola en el juego; él era amante de las carreras de caballos y tenía un caballo inglés al que hacía correr. Una noche, este se escapó y lo encontraron muerto de un tiro.

Dice la abuela que hasta hace unos años, en una de las paredes de su ex estan-cia familiar, que volvió a visitar, aún estaba escrito “Isac Gallardo”, el nombre de su abuelo y todavía se podía leer bien, a pesar del tiempo pasado.

Cuando nevó en Buenos Aires en el año 2007, volvió a su memoria la primer nevada en esta provincia, que fue el 22 de junio de 1918; ella tenía siete años y asegura que nevó mucho más que esta última, que disfrutó con mis pequeñas hijas y logramos inmortalizar ese día en una foto, que luego revelamos en co-lores sepia, como diciendo: “también estuvimos con vos en tu primera nevada”.

Cuenta la abuela que a los dieciocho años ya era modista y su tía Nerea, le ofre-ce trabajo en su taller de costura, en Capital Federal. Se muda con ella a una casita que alquilaba Nerea en Junín 927. Luego la tía no le da el trabajo, por lo tanto encuentra, por medio del diario, uno de mucama en una casa quinta en la localidad de Muñiz, provincia de Buenos Aires. Es en esa casa quinta es donde conoce a Pedro Pizzorno, mi abuelo, un italiano que iba a visitar como ella dice “a un paisano” o compatriota como decimos nosotros, que trabajaba en el lugar.

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La mujer de dicho paisano los presenta y muy pronto se comprometen.

Pedro trabajaba como jardinero en otra casa quinta en Muñiz. Cuando se casa-ron construyeron su casa en Bella Vista, porque el abuelo consigue trabajo en los estudios de filmación San Miguel.

Consigue trabajo como carpintero y sus compañeros lo apodan “Cuñita”. Des-pués pasa a trabajar de yesero, haciendo estatuas, hasta que termina en el equipo de filmación, como sonidista, iluminador y camarógrafo.

Recuerda la abuela que una noche fue a ver una filmación con mi mamá, que en ese entonces tenía tres años, y que durante un cuadro donde cantaba el famoso actor y cantante Alberto Castillo, mi mamá se escapa de las manos de mi abuela, provocando un alboroto entre los asistentes de filmación que la ven correr y paran la grabación, al grito de: “¡¡¡La chica, corten!!!”, ya que ella aparecía en escena. Desde ese momento, la abuela tuvo que conformarse con ver las películas en el cine. El estudio les regalaba dos entradas para ver, como ella dice todavía, “la cinta” terminada.

Queda en sus mejores recuerdos haber conocido a Tita Merello, entre otros artistas.

El abuelo se jubiló de los estudios San Miguel pero siguió siendo jardinero y en esta parte de la historia aparezco yo, hija de esa que fue la niña traviesa que suspendió una grabación.

Mi nacimiento fue en una de esas habitaciones de la casa, que construyeron con esfuerzo mis abuelos.

Disfruté poco tiempo a mi abuelo y cuando partió, comencé a compartir la habitación con mi abuela, esa misma habitación que me vio nacer.

A partir de ahora, me adueño de este relato, para contar mis historias, vividas en esta vida compartida.

Mi infancia en una casa con jardín adelante, repleto de flores y algunos árboles

frutales, digno jardín de un jardinero; atrás un patio techado y un parral que cobijaba guitarreadas y mateadas.

Eran cuatro los amigos de la casa que tocaban la guitarra, ¡¡¡y cómo tocaban!!! Yo me sumé a los cuatro años de edad cantando.

Alcancé a ver a mi abuelo tocando el acordeón, con su cara iluminada, con esa luz que te da la alegría de la música y esa complicidad porque yo cantaba, porque era parte de esa alegría.

El Tano, uno de los músicos, me enseñaba las letras.

Cada mañana, mientras se afeitaba, con suma paciencia me iba sumando es-trofas día a día, ya que yo no sabía leer.

Las guitarreadas en verano, se prolongaban y yo nunca me cansaba de cantar, pero mi amiga Vicky me zamarreaba el brazo diciéndome “¿Vamos a jugar? ¿Vamos a jugar?”. Su abuelo era uno de esos grandes guitarristas, que nombré antes.

La abuela, viendo que se acercaba la noche; sin interrumpir y sin avisar, cocina-ba para todos y la fiesta continuaba.

Nuestra habitación con piso de ladrillos y lámpara con caireles, era tan acoge-dora como nuestra. En invierno la calentábamos con brasero; arriba una ca-cerola con agua y hojas de eucaliptos, y a la cama íbamos temprano, porque mientras ella tejía al crochet, yo le leía cuentos, que junto a nuestros colchones de lana y nuestras mantas tejidas propiciaban los sueños.

A la mañana, cuando nos despertábamos nos contábamos los sueños, solo si eran buenos, porque ella me enseño: “Los sueños malos no se cuentan en ayunas, porque se pueden cumplir”.

Las noches de verano tenían otro ritual para ir a dormir; en vez de cuentos, le cantaba todas las canciones aprendidas con la guitarra que me regaló cuando tenía ocho años; se la pedí a los cinco, pero no se conseguía tan chiquita y

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como no había crecido lo necesario, me la hicieron a medida. Esa guitarra aún hoy es mi tesoro.

Después de cantar se le rezaba al ángel de la guarda, eso siempre, sea verano o invierno.

En la pieza había una caramelera de cristal, solo de ella, de mi abuela, pero de todos. Contenía caramelos que convidaba a aquel que entraba. Nunca tomé ninguno sin su permiso porque eran más ricos si ella me los convidaba.

Hoy la caramelera es de cerámica y mi hija menor, cada noche, vuelve de salu-dar a su bisabuela con un caramelo en la boca.

Y aunque la abuela ya no camina hace un año y su voz está más apagada; sus ojos brillan cuando cuenta un relato y yo la escucho, la escucho… y nunca me voy a cansar.

“Agradezco a la vida que nos cobijo bajo un mismo techo, a tres generaciones junto a Paula”

Tu sonrisa me devolvió la vida

Del Rosario Chaparro ValdézSan Isidro, Buenos Aires

Matías, eres mi primer y hasta hoy mi único nieto llegaste a este mundo mara-villosa creación de Dios un 23 del mes de diciembre.

No vi tu gestación porque yo estaba muy lejos en otro lugar en otra provincia, pero a dos meses de tu nacimiento un día llegaste a mi casa acompañado de tu madre; bendito sea Dios grité cuando ella me dijo: traigo a Matías para que le conozcas, sigilosamente me acerqué a ti con mi corazón rebosante de ale-gría, te miré a los ojitos, te toqué las manos y la respuesta fue instantánea de tú parte con una sonrisa fascinante pleno de amor que me devolvieron años de vida.

De eso hace cuatro años, hoy estoy contigo, te cuido, te mimo, te preparo la leche, la comida, te preparo para irte al jardín, te acompaño a tu fiesta escolar para festejar el 25 de mayo, hiciste de gaucho hasta vendedor de pastelitos en el escenario, siempre repartiendo sonrisa y alegría entre tus compañeritos.

Como abuelo soy feliz, te veo crecer y constantemente en mis plegarias diarias pido al Creador por ti y tus compañeritos del aula.

Matías soy un abuelo muy contento con lo que me toca vivir; doy gracias al Creador por premiarme con una vejez muy feliz y agradable.

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Una simple anécdota sobre mis abuelos maternos

Melina JerazziJacinto Arauz, La Pampa

Me llamo Melina y quiero contarles la historia de cómo crecí junto a mis abue-los maternos. Cuando nací, la mayoría del tiempo me cuidaba mi abuela Nora ya que mi mamá y mi papá trabajaban mucho.

Cuando crecí, siempre visitaba a mi abuela, estaba la mayoría del tiempo con ella y comía en su casa porque ella cocina muy bien; casi tenemos los mismos gustos sobre la comida, ella es una persona muy tranquila, honesta y difícil de hacerla enojar. Todos los días salíamos a andar en bicicleta ¡¡¡nos dábamos toda la vuelta por el pueblo!!! Y hasta nos íbamos al campo en bicicleta a tomar mate, el campo quedaba muy lejos, pero nosotras estábamos acostumbradas y no tardábamos en llegar.

MI abuelo es un hombre muy trabajador, le gustan los animales, en especial los caballos, toda la vida se dedicó a criarlos. A mis seis años recuerdo bien que mi abuelo Cuqui (porque así le dicen) tenía un enorme horno de ladrillos, él tam-bién se dedicaba a hacer ladrillos para luego venderlos y me hizo un molde pequeño para que yo hiciera ladrillitos de barro. Mi abuelo es hincha de Boca Juniors y es tan fanático que hasta las rejas de su casa las pintó con los colores de Boca; llenó el garaje de posters y láminas y, cuando juega boca, coloca la bandera. Gracias a él yo también soy de boca.

En la familia tengo un ejemplo de vida, mi bisabuela María de 98 años de edad y es un orgullo tenerla. Camina sin bastón y posee muy buena salud, para el pueblo ella es muy importante porque es la más anciana. Vive con mis abuelos desde que murió mi bisabuelo Luis Espinosa, no era mi abuelo verdadero pero para mí sí lo fue, ya que le tuve un gran cariño. Me hubiera gustado mucho que estuviera aquí, pero sé que él nos está mirando desde algún lugar. Lo que nunca voy a olvidar de él es que cuando yo era pequeña tuve una hernia en el ombligo y él me colocó el pie en un árbol y lo recortó con la forma de mi pie.

Luego dijo: “cuando la corteza se seque se cerrará y la hernia se curará” y así fue, pero nunca supe qué fue realmente lo que pasó.

Hoy tengo dieciséis años y estoy orgullosa de tener estos abuelos y agradecida por el cariño que me brindan y brindaron.

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RESPETO ES AMOR

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Abuelos

Adolfo Fernández

El hombre, fiel a sus principios, camina la vida con su mochila cargada de ilu-siones y de sueños. Los sentimientos viven en el corazón con la bondad y amor recibidos desde la cuna; de la familia.

A mí me criaron los queridos abuelos paternos en tiempos de simplezas y con-formismos, habitamos una humilde casa, con el blanco tiza en sus paredes y el cerco del ligustro, techo alto y el corredor abierto, la cocina grande era el centro de reunión familiar y allí veo a la abuela Gerónima ordenando todo, lavando medias sufridas de los potreros, con la plancha a carbón que mi niñez balanceaba para encender las brasas.

La recordada casita de los abuelos, aldea que cobijo mi infancia, casita simple, bondadosa, pequeña... pero el sol también la ve… y sobre ella esparce sus rayos.

El patio grande con la quinta del abuelo Manuel, compromiso, trabajo y frutos en la economía del hogar. Yo era el nieto menor y siempre estaba a su lado, asi-milando sus enseñanzas con el testimonio de sus tareas. El abuelo con mirada buena y profunda del majestuoso águila preparaba su embestida, la verdura lista para retirar, sacar yuyos y regar, cuidar las visitas inoportunas; era simpá-tico ver al noble “espantapájaros” en el medio del patio,- un palo de escoba, cabeza de trapo y brazos extendidos- método antiguo pero eficaz e insobor-nable para los pájaros. El abuelo decía… los tomates cerca de la pileta, así no se gasta agua en los surcos… eran palabras de su experiencia. Regamos con baldes y regadera, mientras él seguía con el bombeo para mantener agua en la pileta, luego nuestro premio, jugar al futbol con los chicos del barrio.

A la tardecita, todos adentro, completar los deberes y la lectura diaria controla-da por mi abuela, el abuelo leyendo el diario semanal y su toscanito avanti de horas agradecidas, la radio grande acompañaba la humilde cena con los “Pérez

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García”, Tomás Simari o el Glostora Tango Club. Luego las palabras maternales..., a lavarse los pies en la palangana con agua tibia para ir a la cama.

Abuelos queridos... sencillos, obreros de la vida, con el recuerdo en el corazón hablaban de su amada España, los bailes, gaitas y jotas.

Como muchos, viajaron en busca de nuevos soles en una América bondadosa, el ferrocarril recibió al abuelo como guardabarreras en tiempos de frutos y bo-nanzas. Humilde y laboriosa mi abuela con la ropa en el fuentón y la tabla de lavar que mis manos agradecidas hicieron en la primaria, mucho sol y el jabón blanco “Tosso” para blanquearla; ¡remendado pero limpio decía! Y nos pedía cuidarlas.

Llevamos ceniza caída en el año 1932 de la erupción del volcán “el descabe-zado” en Chile para lavar las ollas. En los fríos invernales se nos cuidaba, bien abrigados, medias hasta la rodilla , gorrito de tela y guantes tejidos con ternura y las “curas caseras” para sabañones, resfríos, empachos y otras “nanas” que la niñez acaparaba. Yo acompañaba siempre a la abuela al Ramos Generales para el pedido mensual con la clásica libreta de entonces. Y la “yapa” de masitas cumplía nuestra ansiedad. Tiempos de nostalgias, casa por casa pasaban los carros carnicero, sodero, panadero, almacenero y el laborioso cartero repar-tiendo noticias esperadas.

En la tardecita primaveral me bañaba en el fuentón con el agua templada por el sol amigo, con el “jardinero” azul de salidas, zapatillas del colegio... Y a pasear junto a los médanos ; el abuelo con saco azul ferroviario, pañuelo al cuello y la abuela coqueta con su vestido negro ... en familia gozamos la naturaleza, sol… la brisa suave, las melodías de pájaros liberados y el silencio del pasto agreste. Horas bellas con bendiciones en el mundo único de la niñez y el amor infinito de los abuelos en el venturoso arcoíris de la vida.

Verdadero amor de abuelos y nietos, tiempos inigualables de felicidad; por eso decimos que al observar la película de la vida, comprobamos con gozo y ale-gría que los momentos más bellos de nuestra existencia, nada tienen que ver con el materialismo.

Con los juegos simples y manuales… el barrilete, payanas, bolitas, catangas, escondidas… en todas ellas los abuelos aprobaban con sus sonrisas y la com-pañía.

En el milagro del corazón los recuerdo con amor… y en el sepia de la vida los observo en el corredor abierto con el perfume de los amados abuelos espa-ñoles.

Los abuelos… volaban con sus sueños y ya no están. ¡Pero quedan sus cenizas, y se moldearán alas!

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Abuelos y nietos, respeto y amor

Irma Callejas

Introducción

“Abuelos y nietos” - “Respeto y Amor”.

Seres y Valores que marchan al unísono.

El amor del nieto va penetrando lentamente, nos invade sin que lo podamos percibir en nuestra mente y se hace carne de nuestra carne.

La frescura generosa, la sana sencillez, su sincero alborozo ante todos los amo-res fecundos que embellecen la vida, penetra volando por la ventana de la casa de los abuelos, llenando los rincones más vacíos.

La experiencia cotidiana acumulada, la sencillez y claridad de las cosas, termina reuniendo a los seres destinados a recorrer juntos las vicisitudes del destino, con la sutil magia que une a nietos y abuelos.

La vida de los abuelos es la espuma de un mar eterno. Sentimos una vida pura y real, cuando la envuelve la dulzura de nuestros nietos. Sus ojos llenos de sueños hacen brillar el sol claro de nuestras sonrisas.

II

Vida cotidiana

¿Qué cosas nos pasan diariamente a los abuelos?

Ponemos la pastilla al lado de la taza, terminamos el desayuno y no sabemos si

la medicación se nos cayó o si la colocamos en la boca, la buscamos por todos lados y nos resignamos: “¿La habré tomado?”

Cuando vamos a leer el diario no encontramos los anteojos, “¡¡¡Caramba, si los tengo puestos!!!”

Escribimos la lista para hacer las compras en el supermercado, llegamos a las góndolas y nos damos cuenta que dejamos el papelito arriba de la mesa.

Después de haber charlado media hora con un amigo, nos damos cuenta que nos pusimos la remera al revés.

Llamamos por teléfono a nuestros nietos y al escuchar una voz desconocida, advertimos que nos hemos equivocado de número.

Nos prendemos un saco, abajo nos sobra un botón y arriba un ojal.

Comemos tallarines y nos manchamos la ropa con tuco.

Si nos llaman por teléfono después que nos acostamos, tenemos que ir co-rriendo a buscar la prótesis al vaso, porque no podemos hablar sin dientes.

Cuando nos damos un baño de inmersión, ni bien tomamos el jabón, se nos cae al fondo de la bañera y al encontrarlo ya está todo derretido.

Nuestros nietos nos enseñan a manejar el celular; si nos llaman y hasta que lo encontramos se corta la comunicación.

Si hacemos un trabajo en la computadora, listo para imprimir, accionamos una tecla que no corresponde y se nos borra todo. Bueno, todo esto y mucho más, no me preocupa, porque cuando concurrimos a la U.P.A.M.I., nos encontramos con nuestros pares y todos contamos las mismas cosas.

Si hay algún abuelo que no le ocurre algo de esto, que levante una mano.

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III

La casa de los abuelos

Se transforma en un jardín florido cuando en ella invade la fragancia de los nie-tos. El perfume que derraman regocija y energiza a los abuelos que disfrutan el ambiente desbordado por la calidez y el candor de los niños y adolescentes.

Abuelo: “¡¡¡Son un canto a la vida!!!”

Abuela: “¡¡¡¡Son nuestra felicidad!!!”

Se constituye en un recinto desconocido, como si hubiera pasado un fuerte viento, amontonando juguetes, libros, ropas y utensilios. Por doquier se nota el paso de los descendientes.

Abuelo: “¡¡¡No es nada. Tenemos tanto tiempo para ordenar!!!”

Abuela: “¡¡¡Si no los tuviéramos sería tan aburrido!!!”

Los domingos se asemeja al mejor restaurante. Hijos y nietos se sientan alrede-dor de una larga mesa. En el centro se destacan crocantes pizzas y humeantes fuentes de pastas caseras con tuco.

Un nieto: “Qué olorcito a casero”

Otro: “Mi abuela es la mejor cocinera”

Otro: “Mi abuelo es un capo. Compra gaseosas y helados”

Los adolescentes convierten los sillones del living en confesionarios, contando a sus abuelos las cuitas amorosas escondidas y sus guerras con papá y mamá. Los dueños de la casa logran un diálogo efectivo, para que sus interlocutores se retiren convencidos de las bondades de una buena convivencia familiar.

Abuelo: “¡¡¡Ya están grandes!!!”

Abuela: “Todavía les falta madurar”

Se convierte en un lugar bailable, ciber o cancha de deportes. Algunos es-cuchan música y bailan. Otros miran dibujitos animados, partidos de fútbol o juegan con los electrónicos.

Abuelo: “Están entretenidos”

Abuela: “Nos alegran la vida”

Es una casa solitaria y silenciosa si no vienen los nietos. Sus moradores juegan a las cartas, leen el diario, miran televisión, riegan el jardín, pasean… pero ex-trañan las visitas.

Abuelo: “¿Qué habrá pasado que no vinieron?”

Abuela: “Tendrán mucho que estudiar”

Los nietos llegan y los abuelos están radiantes. Los nietos se van y los abue-los se sienten satisfechos. La casa queda colmada de amor. Adornada con los dibujitos y las cartitas que trajeron de regalo. Arrogantes de haber acogido a personitas tan queridas.

En la vejez se aprende a ser feliz con los besos, cantos, gritos, risas, agradeci-mientos, mimos, berrinches y muchas más situaciones que llenan el hogar. La Casa de los Abuelos es “Única”.

IV

Una mirada desde nuestra vejez

Con satisfacción hoy observo a mis pares. Somos los viejos jóvenes que hemos

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decidido tomar un camino: llenar nuestros espacios libres con la computación, la escritura, la radio, el teatro, el idioma y todo lo que nos brindan los docen-tes que ponen su mirada en los abuelos. Ellos, en comunión con la UPAMI (Universidad Para El Adulto Mayor Integrado), nos han dado la oportunidad de reconocer que la vejez es el mejor momento para conectarse con el arte, la relación con el prójimo, la convivencia con la naturaleza y la comprensión de la vida.

Nuestros nietos nos miran como ejemplo de vida. La simplicidad y la elocuen-cia de los caminos transitados por los adultos mayores y la experiencia cotidia-na acumulada, renuevan el vigor de la existencia.

Todo se adquiere desde la cuna: modales, distinción, educación, bondad, pru-dencia. Nada se improvisa. La formación obtenida es la cultura heredada de nuestros mayores.

El deseo de un abuelo es fecundar en los niños valores propios. A partir de allí, esparcirlos a todas aquellas personas que los rodean, para generar una con-ciencia cierta de lo que implica una vida de excelencia.

Es el vuelo de la vida que nos enseñó, nos maduró, nos asustó, nos enorgu-lleció y nos dio la satisfacción de llegar al final del recorrido, con la mejor dis-posición para seguir disfrutando el camino de nuestra existencia, brindando a nuestros nietos y seres que nos rodean el mismo “Respeto y Amor” que ellos nos brindan.

Anastasia

Maru Mondino

Amanecía en Victoria, Entre Ríos. El cantar de los pájaros, el sol saliendo perezo-so en el horizonte entibiando de a poco los campos, hace frío, muchísimoooo frío y mis pies se hielan cuando bajo de la cama y toco el piso. Corrí como loca al baño, me miro al espejo y pienso, cómo me gustaría acostarme de vuelta, me muero de pensar que tengo que salir a pisar la escarcha.

-¡¡¡Anastasia!!! Grita mi abuela... ¡¡¡Anastasia!!!

-Uffff... si, abuela, ya me levanté.

-Niña venga que ya está su desayuno...

Cuando entro a la cocina me inunda el olor a hogar, los leños en la estufa chispeantes, en la radio se escucha un tango y, en la mesa un tazón de mate cocido humeante con pan casero.

Y, ahí, ella parada sonriente, me abraza con esos brazos fuertes, y me acaricia la cara con sus manos tibias y suaves.

Todavía hoy siento su olor y cada vez que me siento a tomar un mate cocido, no puedo dejar de extrañarla.

Cada vez que voy a Entre Ríos la siento más cerca, es mi bisabuela, dueña de mis raíces, protectora y sabia.

Si tenés un abuelo/a hacele saber lo importante que es para vos tenerlo, que gracias a él estas hoy acá, y decile: Abu “TE AMO”.

Todas las veces que quieras, que lo más hermoso y regocijante es ver un nono feliz, porque ellos lo valen y merecen lo mejor de nosotros. No al olvido de los

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abuelos que están en geriátricos y esperan a que alguien se acuerde de ellos, no a aquellos que miran por la ventana a ver si se hace el milagro y aparece algún nieto. ¡Acordate y cambia!

Aprender a soñar

María Cristina Magdalena BottoBuenos Aires

Los domingos pasados en casa de mis abuelos tenían un sabor especial.

Después del almuerzo, mientras los grandes prolongaban la sobremesa, yo quedaba en libertad de jugar donde quisiera, subía entonces hasta la planta alta donde estaba la biblioteca. Allí, en dos grandes habitaciones integradas y cubriendo las paredes desde el piso hasta el techo, se alineaban los libros de mi abuelo. Sobre una de las puertas de entrada, había una mascarilla del rostro de Beethoven, que a mis siete años le inspiraban un poco de temor por el ges-to hosco que mostraba. Me sentía a gusto entre los libros prolijamente ordena-dos en las estanterías pero desbordando también de una mesita baja y hasta apoyados en la escalera que se usaba para alcanzar los estantes más altos.

Como me permitían hojearlos, siempre y cuando fuese cuidadosa, pasaba de uno a otro deletreando los títulos grabados en letras doradas, algunos nom-bres difíciles como “Orfeo y Eurídice”, “La Eneida”, “Pigmalión” me atraían sin sa-ber porqué, tomaba uno al azar y me sentaba en el sillón tapizado en cuero que me parecía un trono. Quedaba entonces frente al imponente escritorio de madera lustrada y herrajes dorados, a la izquierda una lámpara de bronce con pantalla de seda verde que alumbraba el trabajo o la lectura, sobre la derecha una graciosa talla en madera de Don Quijote que mi abuelo había traído de España y que era mi preferida, tal vez porque me había contado la historia del pobre caballero. Pesadas cortinas velaban los grandes ventanales que daban al jardín, para que el sol no dañara los libros. Había siempre en el ambiente un aroma al tabaco que mi abuelo fumaba y también a cuero y maderas nobles.

Al costado de una de las ventanas estaba el violín en su estuche y el atril con las partituras. Después de su siesta, mi abuelo entraba en la biblioteca y to-mando el violín comenzaba a tocar. Lo hacía ausente de todo lo que lo rodea-ba; hasta de mi presencia que yo trataba de disimular sentándome en el hueco

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de la ventana, la música lo inundaba todo y me hacía sentir feliz.

A veces la melodía sonaba como cascabeles alegres, otras en cambio, parecía que algo denso y oscuro descendía sobre nosotros, aprendí a distinguir los estados de ánimo de mi abuelo por la música que elegía para tocar. Cuando terminaba me contaba algo de la historia del autor, detalles de su vida que me lo hacían cercano en el tiempo.

Así, de esta manera simple, aprendí a querer la música y guardo en mi corazón esas tardes pasadas con mi abuelo como el ejemplo de una comunicación sin palabras.

Bisabuelos, abuelos, padres

Edith Beatriz Sáenz

¿Dónde está? Sentí un zumbido, una ráfaga pasar,

un súbito soplo que me despeinó el jopo.

¿Fue para allá? ¿Dónde? Todo es brumoso, la espesura no dejó ver qué fue eso que me rozó, o casi, porque no veo marca, como un empujón sin serlo, apenas la inestabilidad de un instante.

¿Pasó o aún está cerca? Sin escucharlo puedo presentir que merodea, nada hay alrededor pero algo transita hacia algún lugar

Debí contener el aliento, para inhalar hondo después.

Un hálito perfumado, tibio, percibido en la infancia me envolvió.

¿Será un Flecha que acude cada tanto para espiar...?

Como si yo no lo sintiera adentro, al muy sonso.

A mi papá lo llamaban Flecha porque era incapaz de correr un tranvía. Eso de-cía él que era muy tranquilo, no se apuraba por nada, es decir era lo contrario a su apodo.

Jugaba conmigo cuando yo era muy pequeña a un juego que habíamos in-ventado.

-Estamos en el escritorio, gritaba yo.

-No, contestaba él.

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-Ya se, ¡en la cocina!

-Tampoco.

Montada sobre sus pies enfundados en las zapatillas de paño marrones, me llevaba caminando así por todo la casa, yo con los ojos cerrados y agarrada de su cintura, tenía que adivinar en qué lugar de la casa estaba cuando él paraba. Jugábamos a muchas cosas pero la que más recuerdo es ese juego, tal vez porque lo abrazaba.

Junto con mamá siempre tenían en mi casa algún amigo tomando un café o un vaso de vino y charlaban largas horas casi siempre de política, porque al abuelo de papi le gustaba mucho la política. Venían a mi casa a escuchar la opinión del Negro sobre las cosas que sucedían en el país. Discutía y se eno-jaba. Eso a mí no me gustaba. Entre esas personas también pasó por la cocina de la casa de mis padres a tomar mate y charlar, quien llegó a ser presidente de la Nación, Néstor Kirchner, cuando era muy joven, estudiaba Derecho en la Universidad y era amigo del tío Pepe.

Mi padre trabajó en muchas cosas pero la que yo le conocí fue la profesión de visitador médico. Lo recuerdo salir todos los días vestido de traje y corbata, muy elegante, eso sí me gustaba, llevando su valija llena de remedios para visi-tar a los médicos en los hospitales y en los consultorios. Les enseñaba los pro-ductos del laboratorio que él representaba. Decía siempre que era “valijero”.

Mis padres se querían mucho y eran muy compañeros. Salían a caminar, iban al cine o al teatro. En las tardecitas de verano sacaban los sillones de mimbre a la vereda a la sombra de dos grandes fresnos en la calle 59 y leían La Razón, el diario de la tarde, mientras yo andaba en bici o jugaba a la escondida con mis amigas. Esa era una costumbre ya perdida.

Papá ponía sobrenombres a todos los conocidos, era bromista y amigo de mis amigas y amigos. A mamá le decía Rabanito y a mí Chechidí, ponía apodos medios locos. En frente de nuestra casa, vivía el dueño de la propiedad que mis padres alquilaban porque nunca pudieron comprarse una casa, bueno a ese hombre le decía “Ursulino” supongo porque era urso, es decir grande y

corpulento, yo lo veía gordo y en camiseta, sentado siempre en el umbral de su casa mirando pasar a los vecinos caminando y a los autos transitar por esa calle adoquinada.

Mamá era muy buena y le gustaba mucho cocinar. Hacía galletitas de quaker para que comiera mientras realizaba la tarea de la escuela. Yo era muy flaca, ella quería que engordara. Amasaba los tallarines de los domingos. Desde tempra-no picaba ajo y perejil en la tabla de madera para el tuco. Yo a su lado desayu-naba leche con Vascolet, todavía siento ese olor mezclado de ajo y chocolate en mi nariz cuando lo evoco. Estiraba la masa con un palote sobre la mesa, la dejaba bien finita, la arrollaba y cortaba parejos con un cuchillo los rollos de cintas que luego desplegaba, les ponía harina y los dejaba orear un rato mien-tras hervía el agua para prepararlos. Jamás pude cocinar tan bien como lo ha-cía ella pero algo aprendí y cada tanto repito algunas recetas que le vi preparar.

Por las tardes, cosía en su máquina Singer mis vestidos. Muchas veces los di-bujaba en un papel y los hacía tal cual yo quería. Luego los usaba para salir a pasear. Nunca aprendí a coser, pero sí me enseñó a bordar.

Íbamos juntas a una tienda muy grande de varios pisos y ascensores llamada Gath & Chaves que estaba en la calle 7 y 50. Allí me compraba unas carpetitas de tela que tenían dibujos marcados con tinta azul. Con hilos de colores yo bordaba flores, moños y guardas en distintos puntos: yerba, relleno, guante, cadena. Después ponía esas carpetitas sobre las mesas para adornar mi casa. Ella de joven había bordado un hermoso mantel y las servilletas. También en esa tienda me compró mis primeros libritos de la colección Bolsillitos.

No trabajó afuera de su casa. Cuando yo era pequeña la mayoría de las madres se quedaban trabajando en sus casas. No era ni bueno ni malo, era diferente a las actividades que ahora hacemos las mujeres. Había estudiado en el Liceo Víctor Mercante y se había recibido de bachiller. Luego estudió Periodismo pero no terminó esa carrera. Siempre tenía tiempo para hablar con los vecinos. Era muy solidaria, entre otras cosas les conseguía las muestras gratis de los remedios que necesitaban.

Además de muchos amigos los dos poseían gran cantidad de libros, eran muy

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pero muy lectores. Algunos de ellos con sus hojas amarronadas desde el bor-de, envejecidas, que aún conservo en mi biblioteca.

Mientras mamá se dedicaba a los tallarines los domingos, papá lustraba sus zapatos de cuero marrones y negros. Algún par tenía en su capellada perfo-raciones muy pequeñas en el cuero que formaban arabescos, otros eran lisos, pero todos con cordones. Los acomodaba sobre la mesita del patio arriba de un papel de diario, les ponía betún con cepillito y luego de un ratito los lus-traba con uno más grande. También limpiaba los míos y los de mamá. Antes había puesto en el tocadiscos un disco de Carlos Gardel.

Gardel fue un cantante de tango muy famoso que murió hace muchísimos años, pero siempre se dijo que cada día canta mejor. A mi papá le gustaba es-cucharlo, y yo de tanto oír ese disco, aprendí algunos tangos de memoria. Al canario que tenía le había puesto de nombre Carlitos, por lo bien que cantaba. Cuando el canario se murió, papá no quiso tener otro y en su jaula colocó un cartel: “Esta no es una jaula vacía, es un pájaro en libertad”.

Una mañana estaba yo en mi cama, era temprano. Mamá me despertó. Es vago el recuerdo de las palabras, sólo el concepto se retiene en la memoria, el resto se inventa. Me despertó y me dijo: “Papá está triste porque murió su mamá”. Eso quería decir que había muerto mi abuela. Papá se acercó a mi cama y me abrazó llorando.

Fue la única abuela que conocí. La recuerdo chiquita, flaca y peinándose el ca-bello entrecano largo para hacerse un rodete, al lado de las perfumadas glici-nas en la galería de su casa. No me resuena su voz en alguna canción, tampoco un gesto de cariño, lo único que me gustaba de ella era su nombre: Agustina.

Nombre que me hubiera gustado llevar. Supe que había nacido en el campo, en la zona de Pila, provincia de Buenos Aires, que crió a siete hijos sola, lavando ropa ajena. Por eso mi papá fue pocos años a la escuela primaria y tuvo que salir a trabajar desde los ocho años como repartidor en un negocio del centro de La Plata que vendía café molido.

Eso me lo contó él.

Momentos alegres fueron los paseos que hacíamos con mi viejo en motoneta de marca “Siambreta” color crema. Poníamos a mi perro que se llamaba Chis-pita adelante donde se apoyaban los pies y nos íbamos al bosque para jugar con él. El perro se quedaba quietito y no se caía durante el recorrido. El viento le tiraba las orejas para atrás. Cuando llegábamos saltaba y corría como un loco entre los árboles hasta cansarse. A la hora del regreso volvíamos igual, con él adelante sin moverse hasta llegar a casa.

Sra. Directora, Señora Inspectora de Enseñanza Primaria, Miembros de las Fuer-zas Armadas, Señores miembros de la Asociación Cooperadora, padres, niños:

Nos hemos reunido hoy para conmemorar el día...

Nos ponemos de pié para recibir a la Enseña Patria.

“Febo asoma, ya sus rayos, iluminan el histórico convento...”

Estaba comenzando el acto escolar.

Yo escoltaba la Bandera parada al lado del escenario. Mamá miraba desde las primeras filas. Tu abuelo sentado adelante, al lado de la directora. Era el presi-dente de la Cooperadora de la escuela. Por eso me decían “la ganchuda” mis compañeros y a mí me daba mucha rabia. Crueldades infantiles.

También fue secretario general del sindicato de visitadores médicos de La Pla-ta, ayudó a mejorar las condiciones de trabajo de sus compañeros. Una sala de la casa del gremio en la calle 38 que él propició su compra, tiene su nombre en una placa homenajeándolo.

A pesar de la falta de enseñanza escolar, aprendió leyendo solo, un autodi-dacta. Mi mamá lo ayudó mucho para que escribiera sin faltas de ortografía y siempre lo puso como ejemplo de esfuerzo y progreso en su avance personal con el afán de dar ejemplo de vida.

Esta es parte de la historia de sus mis padres, historias que sucedieron en la segunda mitad del siglo XX en la ciudad de La Plata. Mi intención es que los

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recuerdos no se pierdan con el tiempo y puedan de ser conservados por uste-des que son mis nietos y por los que estén por venir y no conoceré. Ellos lleva-rán algunos rasgos de sus mayores: un gesto, un lunar, una manera de mirar, el gusto por una comida, señas en las mezclas que se han de formar.

A ustedes nietos y a ellos, están dedicadas estas evocaciones, con el propósito de prolongar nuestra presencia.

Con olor a hogar

Lorena Soledad GonzálezEzeiza, Buenos Aires

Y por cosas de la vida, mi educadora fue ella… ese olor… el de su casa; esas manos… Que aún amasan panes para el mate cocido; esos ojos que miran tan dulce...La nostalgia más linda de mi niñez es ella, las mejores anécdotas que pueda anhelar son de ella, pero lo que más recuerdo es ese olor a hogar. Mi mama trabajaba todo el día y junto con mi hermana quedábamos a su cuidado y ha de ser el inmenso amor que nos daba que sin darnos cuenta terminamos llamándola mami… y ella feliz.

He de tener muchos objetivos en esta vida, pero el que me gustaría alcanzar alguna vez, es el de que en mi casa haya olor a hogar.

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Cuando la mascota se vaCuento infantil

Dardo Bianco

Estaba el abuelo en el parque del pueblo, sentado en un banco, mientras su nieto correteaba entre los añosos árboles, imaginando que perseguía a furio-sos leones que pretendían comerse a inocentes “bambis” que sólo estaban en su soñadora mente de niño: ¡Él era un superniño y con su poder no iba a per-mitir la matanza de esas simpáticas criaturas!

El abuelo lo seguía con su vista aunque le hubiera gustado hacerlo corriendo junto al chiquilín pero si su mente estaba intacta, sus piernas mostraban su avanzada edad.

Había comenzado la primavera de modo que daba placer sentir la tibieza del aire, el perfume de las flores y recrear la vista con el eterno milagro del rebrote de los árboles y plantas, el revolotear de mariposas multicolores, el canto de los pájaros que denotaba gozo, algo así como gritos de alegría dando la bien-venida a la esperada estación.

El niño, al pasar en una de sus vueltas frente al abuelo se detuvo y se sen-tó junto a él, quizá un poco cansado pero sin duda deseoso de preguntarle algo pues no dejaba de mirar al cielo y señalando con su brazo en alto le dijo: ¿Qué es esa bandada de pájaros obscuros, todos iguales, que van y vienen, dan vueltas todos juntos con tremenda velocidad? ¿O es una flotilla de ovnis que quieren invadir la Tierra?

El anciano mostró satisfacción ante el deseo de su nieto de informarse, de querer acumular conocimientos y experiencia y pasándole un brazo sobre los hombros, como dos amigos, dos compañeros, le dijo: son golondrinas que lle-gan después de un viaje de miles de kilómetros desde el otro hemisferio, vale decir de la otra mitad de nuestro planeta Tierra, huyendo del rigor del otoño y del invierno para buscar refugio en estas latitudes- por eso se las llama aves

migratorias. Ese viaje lo hacen todos los años, de ida y de vuelta, cruzando los océanos, casi sin descanso y aprovechando cualquier cosa flotante para des-cansar un poco (a veces en un barco, haciendo peligrar la estabilidad de éste por el peso de tan gran cantidad de aves)

¿Sabés una cosa? siguió el abuelo…Siempre vuelven al mismo lugar de años anteriores a ocupar sus mismos nidos. Indudablemente el gran esfuerzo que acarrea tal viaje hace que muchas no resistan y caigan al mar para morir, sobre todo las que son más viejitas, como también mueren de frío las que no se animan a emprender la gran travesía ¿Sabes que hay una tradición que dice que las golondrinas con sus picos fueron sacando una a una las espinas de la corona con que fue martirizado y burlado Nuestro Señor Jesucristo estando en la Cruz y por eso todo el mundo las trata con cariño, nadie las molesta y menos se le ocurriría maltratarlas o matarlas?

Hablando de golondrinas-agregó el abuelo- una vez vi en el Golfo San Jorge (Comodoro Rivadavia) a un lobo marino enorme que descansaba en la costa y sobre su lomo lustroso y húmedo muy tranquila y confiada a una golondrina pero que al acercarme demasiado, naturalmente levantó vuelo, revoloteó va-rias veces a baja altura y se alejó. Pasaron dos días y regresé al mismo lugar de la playa y ¿Sabes que vi? Otra vez la golondrina reposando sobre el lomo del lobo marino, lo que despertó mi curiosidad y regresé al día siguiente: la golon-drina ya no estaba pero el lobo sí, aunque acostado sobre la arena (de lejos me di cuenta que estaba muerto)

Casualmente paseaba por la playa un veterinario amigo y nos pusimos a char-lar sobre lo observado y me dijo: Este lobo marino por sus molares, por el as-pecto de su piel, por su enorme tamaño, murió de viejo y se ven signos de que ya estaba sufriendo mucho. ¡Seguramente habrá querido morir para dejar de padecer!

Coincidimos mi amigo y yo que la muerte de los animales como la de los seres humanos y los vegetales es una cosa natural según la Ley Divina y compren-diendo que cuando se ha sobrepasado la edad normal se aumentan los males-tares, los dolores y las falencias, realmente dejar la vida es una bendición, una gracia más del Creador.

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Charla va, comentario viene, proseguimos con el paseo, juntos. Me contaba este veterinario que muchas veces en su consultorio asistió a animales de to-das clases pero hubo una que no olvidará jamás por la lección que significó para su vida profesional y me contó la historia. Era una perrita muy, muy viejita, que sus dueños querían mucho, que siempre la habían atendido bien, como un miembro de la familia, que nunca le faltó ni alimento ni medicamento ni abrigo pero sobre todo la llenaron de seguridad y amor, mas... por su vejez ya no tenía fuerzas, su organismo estaba lleno de tumores internos que la ator-mentaban de día y de noche y cuando se dispuso a darle una inyección para prolongarle un poco la vida, lo miró con ojos tristes y moviendo su cabeza de un lado al otro parecía que le pedía que la dejara morir en paz (Por eso optó por darle un calmante que hiciera menos dolorosa su partida).

El nieto que escuchaba atentamente a su abuelo, a esta altura del relato le preguntó si la familia que crió a la perrita soportó la muerte con resignación o si no se conformaron. El anciano se levantó de su asiento, tomó su bastón y mientras emprendían el regreso a casa contestó a su nieto con esta pregunta: ¿Y vos cómo lo hubieras tomado si fuera tuya la perrita? El chico no lo pensó, respondiendo de inmediato: hubiera sufrido mucho y siempre la recordaría como a una amiguita que quise mucho y me quiso mucho pero no hubiera soportado su dolorosa lenta agonía.

Con un beso en la frente de su nieto el abuelo aprobó la respuesta de su nietito que se animó a seguir preguntándole ¿Tienen alma los animales como los se-res humanos? ¿A dónde van cuando mueren? ¿Podemos hacerles una tumba y ponerles flores?

El anciano se puso serio, no por enojo sino porque la pregunta era brava y la respuesta que tenía para darle era muy personal, de acuerdo con su propia filosofía y así se lo aclaró al niño: Mira, según las religiones actuales y las muy antiguas, sólo los seres humanos tienen alma y cuando al morir esa alma se separa del cuerpo va hacia Dios, que lo juzgará sobre si fue bueno o malo y lo premiará o castigará si se comportó en una u otra forma; pero yo pienso que todos, hombres, animales y vegetales son obra de su genio creador... y ningún creador (pintor, escultor, músico, arquitecto, inventor, etc) quiere que su obra se destruya o se pierda ¿Por qué entonces el Supremo Creador querría que

algo que salió de su poder creativo desaparezca y sí en cambio que se trans-forme? ¿Por qué no se transformaría el cuerpo de un animalito muerto en una flor, en una estrella, en una mariposa, en un ángel? ¿Por qué no podemos pen-sar que es esa flor que nos está devolviendo con su color y su perfume el amor que le brindamos en su vida anterior y espera la gota de agua que le haga más placentera su nueva vida? ¿Por qué no creer al ver una estrella brillante que es aquel animalito que amamos y nos hace guiños luminosos de agradecimien-to por lo bien que lo tratamos mientras compartía nuestra vida terrenal. ¿Y si fuera esa mariposa que revolotea a nuestro derredor desplegando su vistoso ropaje en una danza en nuestro honor? ¿Y por qué no un ángel invisible que nos guía, nos cuida agradecido porque en su anterior estado le dimos amor y felicidad?

Los designios de Dios no podemos entenderlos porque nuestra mente, por más inteligentes que seamos, es menos que una gota de agua en la inmensi-dad de los mares o menos que un granito de arena entre las de un desierto y las playas juntas si intentamos compararla con la del Creador.

Charlando e intercalando preguntas y respuestas, el viaje de regreso se hizo más llevadero pues ambos estaban cansados: el nieto por todo lo que corrió y el abuelo porque sus muchos años ya le pesaban... pero gozoso al escuchar lo que el niño le prometió.

Abuelo, le dijo, voy a cuidar mucho y respetar a los árboles y a las plantas, a los animalitos y a las flores y jamás les haré daño porque son obra del Creador y pueden ser antiguos seres que convivieron conmigo, alguna mascota que quise mucho y que tuvo que dejarnos. ¡Te lo prometo, abuelo, y gracias por lo que me enseñaste. Pues me hizo comprender que ¡RESPETO ES AMOR!

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Cuando la navidad era “Mi Nona”

Karina Andrea Aloi Magdalena, Buenos Aires

Hubo un tiempo, lejano y fortuito, en que la Navidad era un tiempo con abue-las. Y el auténtico sentido de comunión cristiana, lo llenaba todo. Porque don-de quiera que estuvieran ellas, congregaban una multitud. Una mesa larguísi-ma exponía un sin fin de delicias italianas y una alegría inexplicable que nacía desde el alma, nos hacía más nobles, menos pretenciosos, más humanos. La noche buena de mi infancia, también tenía árboles con luces, estrellitas, papá Noel y frutos secos. Pero tenía sobre todo, otro lema y el espíritu cristiano se hacía eco entre regalos, aromas, besos y abrazos. Ni bien daban las doce, mi abuela Ninela, mi cariñosa nona italiana y mi tía Antonia, su hermana, se po-nían de pie para cantar un villancico que anunciaba la buena nueva: “E´ nato il bambino, e´ nato il bambino…”. Y mientras ellas repetían alegremente el estribillo, todos acompañaban la entrañable canción con palmas o golpeci-tos de tenedores sobre los cristales. Era como cantarle a Jesús, su canción de cumpleaños. Probablemente ese sea el recuerdo más noble y auténtico que guardo de aquellos tiempos de navidad. Aprendí muchas cosas de mi abuela. Una de las cosas más sabias que transmitía, era la sensatez. Ella lo llamaba: “Po-nerle verdadero amor a las cosas”. Quizá por ello su recuerdo esté asociado a las cosas bellas y valiosas, a las circunstancias especiales. Cuando me abruman los anuncios navideños que fomentan el aspecto estrictamente comercial de estas fechas, hago un claro en mi mente y la veo a ella. Con los ojitos brillantes y una enorme sonrisa, cantando aquella canción. Y todo parece cobrar sentido. Sobreviene la calma y recupero instantáneamente el verdadero sentido de las cosas. Mi abuela representa para mí, la Navidad que más me gusta. Aquella que tiene que ver con la alegría de la comunión, la paz interior y el milagro de la vida.

De las cosas que me contaba mi abuela

Gerardo Caffaratti

…“de las cosas que me contaba mi abuela, este suceso, es uno de los que más me ha impactado… Corría el año 1910… Era un crudo invierno , con un hijo pequeño y otro en camino, con apenas 24 años de edad y una cierta experien-cia en traer niños al mundo (por técnicas de enfermería aprendidas en un Insti-tuto religioso de su lejana y añorada Italia) mi abuela siempre tendía una mano a quien la necesitaba, cosa que mi abuelo apoyaba, si bien él se dedicaba más a consolidar y asegurar el sustento diario… Habían instalado una “despensa-verdulería” y una especie de “hospedaje”, donde daban albergue a sus clientes que por unas pocas monedas podían dejar sus bártulos, descansar y abrevar sus caballos… Allí empezó a transcurrir la vida de mis jóvenes abuelos, inmi-grantes recién llegados a un pueblo muy joven también… En una tarde muy fría llegó pidiendo auxilio un joven y desgreñado gitano… Habían acampado -en la cercanía- con sus carromatos y caballos en la noche anterior… Pedía ayuda porque su compañera estaba con dolores de parto, la situación se pre-sentaba complicada, no había médicos ni parteras en la zona… Solo un cruce de aprobatorias miradas con el abuelo y partió mi abuela con el desesperado gitano hacia sus carpas y carromatos… Allí encontró una angustiada joven ru-bia y bella, que dijo llamarse Deborah a la que fue tranquilizando y dominando la situación, en un par de horas con precarios medios (mucha agua hervida) había traído al mundo una beba a la que, de acuerdo a la tradición, bautizó con el nombre de María Ángeles… Por días estuvo atendiendo a madre e hija, brindándole ayuda, alimentos nutritivos y su afectuosa presencia; no vaciló en sacrificar una gallina porque una parturienta –según creencias de la época– necesitaba caldo de gallina para su pronta recuperación, en la semana llegaron más carromatos de la misma grey y con muchos integrantes… Alegres y tras-humantes los gitanos - por varios días – festejaron el nacimiento de la beba y el feliz desenlace de la situación… En un matriarcado muy pronunciado, una vieja y enjoyada gitana quería gratificar a mi abuela por los servicios prestados, pero ella –en su bajo perfil– decía “una mano lava la otra, otro día alguien me ayudará a mí” y no aceptaba pago por la ayuda brindada… Entonces, la vieja

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gitana decidió: “pero un regalo te dejaré” y quitándose una gruesa cadena de oro con un hermoso medallón -cuyos caracteres se han borrado con el uso– se la entregó con un apretado abrazo y se fueron… Mas al retirarse de la pobla-ción, algunas vecinas vieron a la vieja gitana y a su grey derramando agua y ha-ciendo exclamaciones hacia el cielo y en dirección a la población… De aquel lejano hecho, mi abuela minimizaba los molestos piojos que le contagiaron los gitanos y valoraba lo generosa que había sido la vida con su familia… Hoy, con mis 83 años, yo creo que el bienestar que disfrutaron es fruto de sus acciones, de su forma de vida, y que la no discriminación, el respeto y el amor al prójimo que manifestamos es mérito de las enseñanzas que nos fueron trasmitiendo… También nuestra población -en aquella época con escasos habitantes a cua-tro años de su fundación- pareció recibir bendiciones del Altísimo: la buena gente, el buen clima, la permanente hospitalidad, sus cosechas, todo lo bueno que nos sucedió… ¿Será una “condena eterna” de la vieja gitana al progreso y bienestar de esta población?… O, más bien… ¿No será que fueron muchos los que sembraron respeto, amor al prójimo, buscando una convivencia pacífica sin discriminaciones…? Hoy, no sólo mis hijos y nietos conocen y viven según los patrones de vida de aquellos abuelos, son muchos los que recibieron la misma herencia…”

Doña Argentina

Belén Natalia Sánchez BelmontSalta

Doña Argentina fue una Sra. que nos dejó sus historias tatuadas en el corazón, en la que cada una tenía algo para aprender, como especie de metáfora.

Una mujer fuerte y dura en la crianza de sus cinco hijos y la ternura “con patas” para las generaciones siguientes.

Siempre tenía la excusa perfecta para juntarnos. La gastronomía era su espe-cialidad, ¡¡¡y nuestra gran debilidad!!!

La enseñanza más importante que nos dejó fue, sin dudas, la de juntarnos a compartir y refugiarnos en el seno de nuestra familia, superando las diferen-cias, perdonando los errores e ignorando viejos problemas; manifestando la importancia de demostrarnos amor al respetar al otro para poder compartir momentos que en nuestra memoria quedaron como los más lindos de nues-tra infancia.

Primero era medio por obligación y ahora, a la distancia, atesoramos tan gratas reuniones como perlitas en los recuerdos, que se grabaron a fuego en cada uno de sus nietos el día en que Argentina, durante un profundo sueño, consi-guió alitas para irse al cielo.

¡Un besito en la “patita” angelito mío!

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Dos grandes mujeres del silencio

Graciela B. BornemannMunro, Buenos Aires

Mis abuelas fueron mujeres que lucharon en silencio, sin voz. En aquella época al género femenino, en la mayoría de los casos, le tocaba el lugar de la sumi-sión. Lidia, de la línea materna, oriunda de la ciudad de La Plata, se casó con Máximo, 15 años mayor que ella; Gelsomina, una maestra entrerriana, con Juan. Entre ambas, se encargaron de moldear mi pensamiento, de marcar honda huella en mi carácter. Mujeres que no pasaron en vano por esta vida terrenal.

“Abuela”, era de origen italiano, su padre un exponente del tano cantor, cariño-so con sus coterráneos y con los del boliche, su mamá murió joven y siempre estuvo a cargo de los hijos, debido al idealismo extremo de su esposo.

“Oma”, de origen alemán, nunca contó con detalles las condiciones de vida de su familia de origen. Antes de hablar prefería actuar. Se la pasaba haciendo, co-mida, ordenando en la casa, alimentando los animales y a su numerosa familia.

“Yo”, la primogénita para Lidia y la primera nieta mujer. La malcriada, la capri-chosa, la más linda o la más graciosa. La que no comía “nada”. La que llevaban al colegio, la que esperaban por las tardes con la merienda. La que se pasaba todo el día en el fondo entre los perros y gatos o con las amigas del barrio. La que aprendió las tablas sobre una mesa de cocina sobre el hule “plavinil” floreado.

De mí, unas cuantas décadas después, quisiera contar solamente que fui una “verdadera afortunada”. “Soy rica” les enseño a mis sobrinos. Las tuve a ambas, las disfruté, las viví, las olí, las acaricié. Sobre todo, aprendí con ellas el diálogo, la crítica, el disenso. Con profunda pena, tuve que resignarme a no verlas más.

Recién empezaba el siglo XX cuando estas hijas de inmigrantes vieron la luz en cuanto conocieron la República Argentina. Cada una de ellas, a su manera,

hizo de este país, cara a los cartógrafos, su patria. Hicieron patria, es decir, con esfuerzo construyeron sus familias, sus techos en aquel entonces en un pujan-te y prometedor barrio destinado a familias. Jamás las oí renegar acerca de su tierra, ni siquiera pretender viajar hacia una Europa idealizada, de hecho jamás conocieron el viejo mundo.

Lidia se convirtió en ama de casa a los 19 años, cuando su destino hubiera sido cursar estudios universitarios debido a su inteligencia, su memoria y su esme-ro. Si, hubiese terminado su educación secundaria con honores pero Donatello la dio en matrimonio, con la promesa a su futuro esposo; solo la palabra basta-ba en aquel entonces, de que sus pretensiones no irían más allá de la atención al cónyuge, parir a sus hijos, ocuparse de los quehaceres domésticos.

Gelso, era maestra, lo que indica que había alcanzado los máximos estudios esperables para una mujer ¿burguesa?, no sé. No fue por Johny que no siguió con esa “vocación” ya que su esposo mostraba un carácter ciertamente más dócil. Él, alemán de nacimiento, hizo de esta Nación “su patria”; un hombre que enseñó a sus hijos a entonar las estrofas del Himno Nacional Argentino, de pie, dentro de su propia casa.

Una curiosidad. Estas dos mujeres, con estudios, luego criarían a hijas e hijos para lanzarlos hacia el mundo del trabajo. Claro, mis padres nacieron durante el período de “pleno empleo”. Esto no quiere decir que los puestos brotaran como agua de manantial, en esta familia, los prodigios devinieron de acciones. Sin embargo, hubo un momento histórico donde Maximiliano, con su empleo público pudo estudiar kinesiología y Juan pudo tener su pequeña industria. La posibilidad de un pedazo de tierra para estos inmigrantes fue producto del desarrollo de la industria y el comercio. No crean que la bonanza duró por siempre, el mundo proletario siempre está sujeto a las voluntades de los an-tiguos terratenientes de siempre. Un puñado de dominadores ocultos detrás de apellidos, de bienes; esos inaccesibles que desde que el mundo es mundo, dirigen los destinos de “su” patria.

En resumen, mis padres se construyeron trabajadores. Mamá comenzó a tra-bajar a los catorce años; Papá, no tan de joven porque tuvo la oportunidad de estudiar en la escuela técnica, aunque no terminó. Lástima.

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Ella vive, festejará pronto sus 80 años con bombos y platillos. Él falleció; lo mató su alma noble, su idealismo. ¿Qué heredo yo de ellos? Valores, principios, espí-ritu de lucha. Ambos, posibilitaron mi crecimiento; entre tornillos y avisos pu-blicitarios. Un particular perfeccionismo alemán lleno de creatividad de papá, la habilidad para la supervivencia de mamá.

El barrio fue también mi familia. Nicanor, el almacenero y la negra libreta de fiado. Gino, el diariero. Doña Segunda, la vecina incondicional de la abuela. Los de enfrente, los de la vuelta, los de la esquina, todos, conformaron una red de protección desinteresada.

Tuve y tengo tres amigas del barrio. Juntas jugábamos a “Batman y Robin” en la cancha de mis abuelos. Sí, mi abuelo fundó un IDEFI, un club de básquet, en el propio terreno de su modestísima casa. Mi abuela sentó a su mesa a miles de comensales, cocinando entre el polvo y pelotazos. Más tarde pudieron cons-truir el suelo de cemento, con aros y todo.

Mi infancia transcurrió con el barrio, entre risas, junto a estas dos entrañables amigas. A mi abuela la recuerdan ambas. Lidia, como la llamaba Patricia, revive muchas veces cuando nos construía la “casita”, para jugar a la mamá (de una escalera “a dos aguas” colgaba trapos a modo de paredes). Claudia recuerda cuando nos prestaba cacerolas pequeñas, para que con las hojas de los árbo-les, hiciéramos la “comidita”.

La escuela transcurrió junto a mis abuelas. Cursé mis estudios primarios en una escuela bilingüe, aunque lo poco que sé de alemán lo aprendí de mi Oma o de papá diciendo: “mach das licht aus”; si, siempre cuidaron la electricidad.

La educación primaria era en casa, ni con campañas publicitarias, ni con folle-tos explicativos. Los desechos se tiran en la basura (propia o comunitaria), la autoridad y las instituciones se respetan. Punto.

Mis maestros de primaria fueron unos “adelantados”, establecieron conmigo el vínculo afectivo necesario como para que yo sobrellevara las exigencias de la doble escolaridad.

La secundaria no fue divertida para mí. A veces pienso ¿Cómo es que volví a la escuela?, a enseñar, por supuesto. Y me contesto a mi misma que se debe al respeto por las instituciones que me inculcaron los adultos mayores. Tomé de mis abuelas mucho más de lo que ellas pudieron ver. Llevo a cabo la profesión de la Oma, aunque soy profesora en la escuela secundaria pública. De Lidia he-redé conocimientos de pedagogía y didáctica. Estudiaba conmigo, me decía: “Acordate, Bel-grano, tiene un grano…” “así no te vas a olvidar del creador de la bandera.”

Mi Oma murió relativamente joven, y yo me recibí de grande. Estamos empata-das, espero me vea desde donde está en el oficio que, imagino, heredé de ella, ya que no hago repostería, como se esperaría de alguien que lamió más de mil cucharas mientras preparaba enormes “Kuchen”. Tampoco tengo una huerta, un gallinero, tres perros, dos gatos, un tero, todos de una vez. Ya no cocino su “carne al horno con papas y salsa marrón”. No obstante, conservo su cercanía, su mirada fuerte, de ojos verdes. Sus manos arrugadas dejándome limpiar el gran bol de vidrio donde había mezclado los ingredientes de múltiples varie-dades de tortas. Crecí cerca de ella, cada día. Festejé los primeros años sobre las rodillas de mi Opa, mientras preparaba “canapés” que constituían obras de arte en miniatura, tanto que me daba lástima comer de un bocado. Legar, dar a otro, transmitir la información y transformarla en conocimiento. Principios. Amor heredé de aquella maestra que solo fue una ama de casa más.

Mi abuela Lidia se secó de a poco con mi último recuerdo de nuestros grandes momentos de diálogo. Previo a mi viaje a Madrid, donde en ese momento residían dos de mis hermanos, estábamos pasando la última tarde juntas, ella se acercó y me dijo: -nena, ¿Y a vos, qué te motiva a viajar, ahora, sin tu esposo, a España? Le contesté: “Abuela, ¡¡¡quiero ver con mis ojos la tierra que nos trajo el idioma, tocar el escritorio donde escribió Lope de Vega!!!”

Ella supo entonces, me lo dejó entrever, mi necesidad de tomar coraje, animar-me a cambiar de rumbo. Entonces se quedó tranquila porque creo que nunca quiso imaginar a sus nietos lejos, en esas otras tierras ya ajenas, aunque fueran la de sus ancestros. Partí a las pocas semanas. A poco de volver, mientras iba camino a conocer el barrio de Montmartre, la abuela Lidia dejó de respirar. De ella traigo aquel último diálogo, cuando casi sin fuerzas necesitó saber si había

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hecho bien su trabajo, si llevaba dentro de mí sus enseñanzas, sus mates de leche, sus asociaciones libres.

En cierta forma, este relato es un homenaje al silencio de la primera; la capa-cidad de diálogo de la segunda. A esos otros tiempos de sencillez, de unión familiar que partieron un poco con ellas. Ambas, cual caciques, defendieron sus tribus, en casa, en el silencio, entre las cuatro paredes de cada hogar.

Este pedazo de vida mía terminará en este último párrafo, mas de ninguna manera terminará mi historia, con mis abuelas o sin ellas. Dos grandes del si-lencio. Sus hazañas no están documentadas en museos sino en el corazón de quienes las sobreviven. Su legado quedó puertas adentro, sin aplausos, sin reconocimiento instituido. A la vista de un indolente, mediocres amas de casas por imposición.

Yo, rescato, sé de su don de liderazgo, de la aceptación, la amplitud de criterio, del reconocimiento de lo otro, la devoción puesta al servicio de estrechar sóli-do vínculo entre generaciones.

Yo, aprovecho una oportunidad para oficiar como su embajadora. Transmitir más que un slogan, un gran enunciado: “Respeto es amor”, no me cabe nin-guna duda.

El cepillo

Mercedes Rosa MateuBuenos Aires

Terminó el almuerzo de domingo. Las mujeres, jóvenes madres, hermanas o cuñadas entre sí, se ocupan de todo lo concerniente para que la casa paterna luzca limpia y prolija otra vez. En tanto, ríen y conversan. Los maridos preparan la mesa para el Truco y el abuelo se arrellana en el sillón a la espera del café. Sus ojos color cielo se entrecierran clamando por un descanso reparador, pero los once nietos saben que es el momento ideal para escuchar anécdotas o histo-rias y se ubican como pueden a su alrededor. El más pequeño sobre sus rodillas y los otros meneando el trasero sobre el piso, definen cada cual su espacio.

“Abue, contá lo que hiciste al maestro que te pegaba…”

“No, mejor lo de la tranquera, allá en la masía…”

“Yo quiero que cuentes la del campanario de la iglesia de tu pueblo…”

A los chicos les encanta escuchar hasta el cansancio la repetición de la misma anécdota. Son historias de vida, cosas que sucedieron, travesuras de niño mag-nificadas por la nostalgia y ensanchadas con algún detalle, añadido como al pasar, cada vez que se contaron. ¡Y fueron muchas veces!

“Yo te pido que cuentes de cuando ataste a tu hermanito al árbol”, dijo Enriqui-to mientras deslizaba sobre el aparador, como al descuido, un objeto avejenta-do y tan cuarteado como las manos del abuelo.

“Eso no es juguete, déjalo ya”, ordenó el abuelo.

“Es sólo un cepillo viejo, abue”

“No es un cepillo viejo, es un antiguo cepillo y no es lo mismo”

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“¿Qué... lo trajiste de Mallorca, acaso?”

“Sí muchacho, te contaré: cuando era más pequeño que tú, llegó a la masía una encomienda, muy grande, cosas que Padre había encargado en alguno de sus viajes a la ciudad. Cuando desempacaron el bulto, ante la mirada curiosa de toda la familia, repartió algunas cosas: un traje nuevo para Antoñi, que ya es un hombrecito; lanas para que teja Merced... y así, cuando llegó mi turno extendió una cajita y me dijo: Esto será de gran utilidad, para ti y para todos, cuídalo.

Al abrirlo, vi la parte superior de ese objeto, era de un cuero suave, como ca-britilla, recamado en dorado que formaba dibujos. Puse la mirada a su misma altura y observé que de ahí salían pelos duros –cerdas, me dijeron- que acari-ciaban la mesa sin rallarla.

Aprendimos a usarlo y muy pronto ya olía a pelusa, a tierra y a betún. A escon-didas, solíamos ponerle hormigas para verlas desorientarse en ese laberinto de cerdas. Pocos años después y dentro de ese monte de crines doradas, se enredaban hilachas, pastitos y cuanto resto de andanzas pudiera aparecer en sacos y pantalones.

Ya era un mocito de dieciséis años, cuando llegó al pueblo la noticia más llo-rada que jamás hubiera oído. Reclutaban a los de mi edad, para darles ins-trucción y enviarlos a la guerra de Marruecos. Madre, que ya había perdido al mayor de los hijos, decidió que no entregaría otro más. Y así la vi apurar el baúl con mi equipaje: interiores, camisas, trajes, abrigos, ropa blanca y mantas. Y las infaltables facturas, quesos y chacinados que se elaboraban en la masía. A último momento, me acercó el cepillo y me dijo: Úsalo y consérvalo, hijo mío, que la prolijidad en un hombre, es la mejor carta de presentación.

Y así llegué a la Argentina, solo, con dieciséis años, y con el cepillo que ven ahí, entre mi bagaje. Está viejo, para él han transcurrido los mismos años que blanquearon mis cabellos, que me refrescaron la memoria lejana y lentificaron mi andar.

Mírenlo bien, imaginen a este mismo cepillo cuando era nuevo, ¡¡¡era bello!!!

Los vecinos solían pedirlo en préstamo para sacudir el polvo de sus prendas. Aún ahora, fíjense, hasta la anilla que tiene para colgarlo, se empeña en man-tener el dorado impecable, como desafiando el paso inexorable del tiempo, para brindar una prueba de su orgullo y gallardía…”

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El cofre de la abuela

Enrique Trajtenberg

La medianera de la casona estaba cubierta por ramas de madreselva. La planta era muy alta, de ella nacían decenas y decenas de ramas no muy gruesas, que con sus flores, cubrían toda la pared.

No había en la zona una madreselva tan hermosa. Sus raíces habían hecho sal-tar los ladrillos del patio, los colibríes que la rozaban con su hermoso plumaje, parecían pequeñas joyitas.

Su aparición en vuelo rasante, era en momentos inesperados, no se posaban sobre la flor, sino que aleteaban continuamente y con su pico largo y filoso comenzaban a libar.

Mi abuela, mi hermana y yo, que era el menor, nos sentábamos cerca de la madreselva floreciente y no nos cansábamos de observar con alegría a Juani-to- así llamábamos a uno de los colibríes-. Giraba y giraba alegremente de flor en flor gozando la dulzura que le brindaba el polen.

Nosotros jugábamos a imitarlo, intentando lograr su vuelo alrededor de la flor y así gozábamos de su fragancia cual si saboreáramos el mejor licor, sorbo a sorbo.

Mamá desde su vieja Singer nos espiaba mientras cosía la ropa que cada sema-na entregaba en la tienda más prestigiosa del lugar y su paga nos alimentaba a todos.

La abuela por las noches nos abría su cofre de los recuerdos.

“Tu padre que se nos fue, de pequeño jugaba a las bolitas o a las figuritas, pero a temprana edad aprendió el oficio de ebanista y esta madreselva y esta casona es fruto de su trabajo, en lucha siempre con la enfermedad impiadosa.

Siempre dijo que el trabajo dignifica al ser humano. Él nos enseñó a utilizar el terreno que tenemos al fondo para tener unos pollitos y cultivar zapallos y zanahorias”.

Mi hermana se abrazaba a la abuela, sin palabras, necesitaba sentir el recuerdo cálido y tierno.

A veces la abuela retrocedía y nos hablaba de su Andalucía natal. Aparecían los viñedos en todo su verdor, que enriquecieron a pocos, los dueños por supuesto, y a su lado los trabajadores rurales no compartían la riqueza, más bien compartían la pobreza. Pero la abuela decía que el amor reemplazaba con fuerza los momentos de tristeza y de la ayuda mutua entre ellos nacía la dignidad, el respeto y fuertes sentimientos solidarios.

La noche terminaba cantando y bailando. Las palmas de la abuela le ponían música y el cofre se cerraba hasta el día siguiente y las huellas del ayer segui-rían brotando.

Recuerdo la admiración que suscitaba el patio y su madreselva. No faltó quien pidiera entrar para fotografiarse junto a ella y eternizarla en el tiempo.

Después de una lluvia, la planta se cubría de gotas. Nos daba la impresión de estar asistiendo a una función de ballet, las gotas caían de un lado a otro, de flor en flor, de rama en rama. Y al alba, el sol las transformaban en pequeñas perlas de brillantes colores, que se disolvían lentamente.

Era el momento de las abejas, pero sobre todo, la casa se envolvía en un suave perfume que se extendía por toda la cuadra, llevaba su romanticismo a cada puerta, a cada balcón, a cada sueño…

La abuela era el eje de la casa. Mi madre trabajaba hasta bien entrada la noche para entregar en término el trabajo.

Los años fueron pasando y la abuela aconsejó mandarme a la ciudad a estu-diar y trabajar.

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Y gracias a ella fui forjando mi futuro, me casé, tengo dos hijas.

Y un día fuimos de paseo a la casona, otra abuela esperaba a mis hijas, en el barrio se sintió murmurar “Llegaron las nietas vestidas de madreselva”.

En ese momento recordé que habíamos pasado a ser “los madreselvas” para los vecinos. Los muchachos me gritaban: “¡¡¡Tirá, madreselva… Pasála, madre-selva!!!”. Y la pelota de trapo que las habilidosas manos de la abuela la hacían real, marcaba el juego.

Hoy son mis hijas las que abren cada noche el cofre, en busca de cuentos, cartas, fotos, en busca del alma de la familia.

Las niñas preguntaban: “¿Con cuántas vueltas cerramos hoy la caja?”

Con una sola, la llave de la memoria, la que alimenta la vida y va marcando los senderos del amor, el trabajo, la dignidad, el respeto.

El patio de la vida

Fernando Agustín CasinelliTandil, Buenos Aires

Esta historia empezó cuando tenía siete años.

Mi hermano y yo nos mudamos a lo de nuestros primos porque mi papá esta-ba muy enfermo y mamá se quedaba con él en el hospital.

Estuvimos muchos días y siempre a la noche esperábamos a que mamá nos llame para que nos cuente de alguna mejoría de papá. Pero hubo un día en que la tía no nos despertó con un “Buen día” sino con un “Chicos, papá falleció”.

En mi primera reacción me puse contento por él. Era como que se había cu-rado, que ya era libre, que ya no sufriría más por esa enfermedad. Me acordé cuando él jugaba con nosotros en casa, en la plaza, en la playa. Los trucos de magia que nos hacía de chicos...

Pero a medida que pasaban los días, cada vez que precisaba un consejo, cada vez que quería contarle algo, me daba cuenta que en realidad estaba solo.

Yo tenía todas las esperanzas puestas en mi papá. Como no teníamos abuelos yo creía que él era el único que podía contarme los secretos de la vida, cómo enfrentarla, cómo solucionar los problemas. Era el único que podía darme esos consejos pero ya no lo tenía.

Hablaba del tema con mamá, con mi tía, con mi hermano, con amigos, pero no era lo mismo y cada día que pasaba me convencía más y más que nunca lograría nada.

Pero hoy me miré en el espejo y vi que estaba viejo, que tenía canas. Vi que me había casado, que tenía hijos y nietos hermosos. Me di cuenta que mi vida no había sido ningún fracaso.

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Entendí que aunque nos sucedan cosas malas, aunque caigamos de espalda en un pozo, todavía se puede ver el cielo.

Cuando manejo el coche, no miro todo el tiempo el velocímetro, manejo mi-rando para adelante. Y si adelante hay muchos autos o mucha niebla, no me importa que el velocímetro me diga que voy despacio. Lo importante es lo que hay adelante.

Cuando yo vengo desde Tandil, lo importante sos vos, no me importa lo que tarde.

Culminada mi historia, mi nieto se bajó de mis rodillas y se fue picando la pelo-ta por el patio. Pensando, seguramente, que algún día será un tipo sabio como su viejo abuelo.

El respeto es amor

Ángela Presenza

Realizarse como persona es: “Tener un hijo, escribir un libro, plantar un árbol” y yo le agregaría: ver crecer a un nieto. Acaso, ¿hay algo más maravilloso que las vivencias adquiridas con los nietos?, es decir con los hijos de los hijos, dos veces hijos como dice la poesía y me recuerda siempre mi nieta María Paula cuando me pide algo y yo le digo: “¿por qué tendría que hacerlo?” Y ella me contesta: “¡Porque vos decís que soy dos veces tu hija!”

Pero más espectacular lo es, cuando una persona como yo con 60 años de vida, 40 de matrimonio y 5 de noviazgo con mi esposo, DISFRUTAMOS de tres hijos y siete nietos, por ahora (digo por ahora porque mis hijos aún son jóvenes y fértiles y seguro, seguro no me privarán del DISFRUTE de algún otro nieto).

Mis nietos SON LO MÁS como dicen los jóvenes y repetimos las abuelas ba-bosas.

María Victoria (15 años) transita su adolescencia con una figura envidiable y su larga cabellera. Parece tallada en ébano le digo a menudo pero ella siempre se encuentra un defecto.

Agustina (14 años) es rubia, menuda y muy coqueta. Dice que en eso se parece a mí y cuando viene a casa ¡infaltables los aros y la cartera!

María Paula (9 años) es una niña con cuerpo de mujer. ¡Cómo sufrimos el día que se tragó una gema! Acarreábamos yogur y espárragos porque nos habían dicho que debíamos darle de comer esos alimentos y cuando se comió un buen bife la largó ¡y nosotros festejábamos! Ahora esa gema la llevo colgada en mi pecho como un trofeo.

Matías (8 años) es un picarón, un poco fabulador pero simpático. Practica ka-rate. Un día nos invitó a una exhibición prometiéndonos una sorpresa. ¡Qué

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risa nos dio cuando sobre el escenario anunciaron que iba a demostrar cómo romper una madera con la mano y asombrados vimos que era un pedazo de telgopor pintado!

Nicolás (7 años) es todo un personaje. Juega muy bien al fútbol y le gusta pes-car. Como todo pescador es mentiroso y según él siempre saca la pieza más grande. Como es chiquito le parece pequeño el tamaño del pescado que dice haber sacado, entonces cuenta que el pez que capturó es tan grande que “la cabeza” mide lo que sus brazos alcanzan a mostrar.

Morena (4 años) es una hermosa nena que, como sueña con ser princesa vive disfrazada y aprovecha la corona del disfraz para disimular los pelitos rebeldes del flequillo que se cortó ella misma. Además sufre las consecuencias de tener hermanos mayores que ofician de maestros, tal es así que en una de sus trave-suras perdió varias piezas dentarias ¡menos mal que eran los de leche!

Y Maite, la más pequeña por ahora, vive obsesionada con mis pinturas y cre-mas. Un día me vio encremándome y me dijo: ¿te ponés crema porque sos “IE-JITA”? Le contesté que sí y le quise poner crema a ella, entonces salió corriendo diciendo: Yo no soy “iejita”, yo no soy “iejita” soy “foven”.

Cuando están todos juntos juegan, gritan, bailan, se pelean, se amigan... pero se aman y yo los amo con todo mi corazón.

Diría mi madre: “Los abuelos tenemos dos grandes alegrías: cuando llegan los nietos y cuando se van”. Porque en nuestra familia tratamos de tener en claro que los padres los crían y los abuelos los malcrían sin perder de vista que “EL RESPETO ES AMOR”.

Ellos son un ejemplo

Belén Arbizu

Los abuelos son personas que dejan miles de recuerdos, pequeños detalles como enseñarte a sumar, enseñarte a jugar a las cartas, prepararte la merienda con esos pancitos con manteca tan ricos, contarnos sus historias o enseñarnos con consejos.

Mi abuelo Marcelo siempre me toca los pies y me dice que me abrigue por-que están fríos. Me acuerdo que él siempre me sacaba los castigos porque le daba pena y mi abuela Ester siempre me hacia trenzas y ahora me deja hacerle todo el crucigrama, aunque sabe que lo hago mal. O mi abuelo Juancho que siempre me hace chistes y es el encargado de limpiar la pecera o mi abuela Chichina, que cuando puede cocina y no podemos dejar de comer.

Todos estos pequeños detalles, nos demuestran el amor que nos tienen a no-sotros, sus nietos, y nos recuerdan que pase lo que pase siempre estarán a nuestro lado.

Ellos son un ejemplo de vida, y podemos agradecérselo con respeto y amor.

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Es la historia de un amor

Milagros Palma

Somos una familia extensa, el pilar mis abuelos más conocidos como “los no-nos”, seis hijas, seis yernos, 18 nietos y 5 bisnietos. Cual familia tradicional así crecimos, en manada como quien dice. Pudimos y podemos gozar del dere-cho de tener una familia.

Somos 18 nietos… sí… desde los 32 hasta el año hay de todas las edades. Mi abuelo hoy tiene 80 años, de origen humilde y trabajador, nunca abandonó su vocación de abogado ni si hobby del fútbol y llegó a ser profesional en ambas cosas. Deportista hasta que su cuerpo se lo permitió, estudioso hasta estos días. Mi abuela y su compañera de vida, fue maestra por unos años hasta que se dedicó a cuidar y criar a sus seis hijas. Ellos dos son las raíces de nuestro ár-bol querido, y nos regalaron la mejor infancia, eternizando en nuestra memoria esos momentos. Nos enseñaron a divertirnos, pero también nos enseñaron que todo lo que lograron fue con esfuerzo, voluntad y responsabilidad.

Siempre nos contaron las historias de lucha de sus abuelos que vinieron de la guerra, escondidos en barcos, separándose de sus padres y hermanos muy jóvenes. Empezando a construir su historia sin siquiera saber el idioma y apren-diendo un oficio. Cómo no vamos a escuchar asombrados esas historias que parecieran cuentos pero que son la historia de nuestras raíces, el origen de nuestra familia. Uno no se cansa de hacerlo, al menos yo.

Los primos crecimos como hermanos, con un lazo de sangre muy fuerte, con veranos compartidos en la “quinta”, una gran casa ubicada a 30 km de la ciu-dad de Santa Fe en la localidad de Desvío Arijón, precisamente en un pequeño barrio llamado Río Grande. La casa se llamaba “Las mellis”, ya que sus primeras hijas fueron mellizas, una de ellas mi madre. Por aquellos años éramos diez nietos que sin más preocupaciones disfrutábamos del calor y las vacaciones en familia allí. Había varias habitaciones, pero lo mejor era la gran pilera y la casita del árbol. Construida por mi padre arquitecto, con la colaboración de

mis tíos y de los nietos también. No había nada más hermoso que levantarse con la tranquilidad de un pueblo alejado, con un camino asfaltado lleno de árboles, que se bifurcaba encontrándose con el río Coronda. Allí metros antes estaba la casa, que comenzó siendo hace más de 50 años atrás un terreno donde mis abuelos y sus padres sembraban para consumir frutas y verduras, y conservaban la comida en sal y con barras de hielo. Casa que se convirtió en nuestro hogar familiar, resguardo de verano y domingos de asados familiares durante muchos años. Por la mañana una mesa larga nos esperaba llena de las tortitas negras de la panadería del pueblo, que el nono buscaba recién hor-neadas, café con leche y la infaltable mermelada casera de higos. Delicia casera inigualable, sabor que hasta el día de hoy no encontré en ninguna góndola de mermeladas. Era el resultado de horas de un fino trabajo de la abuela, desde recoger los higos de la higuera del fondo de la casa antes que se los coman los pájaros hasta colocar el dulce fresco cada mañana en la mesa. Quilos y quilos de dulce pasaban por esa mesa, y frascos que se iban para la ciudad y volvían vacios reclamando ser llenados con tanto amor y sabor.

La vida era tan simple en esos años, el nono nos consentía cada vez que podía, colgaba su traje de abogado y se ponía su nariz de payaso. Así era cuando se oía en Río Grande el heladero a los lejos y los nietos que para ese entonces es-tábamos - que éramos la mayoría- sabíamos que el postre estaba garantizado. Pero cómo satisfacer a todos con gustos y variedades… de frutilla, de naranja, palito de agua o de crema… con un simple heladero de pueblo que tenía una conservadora de telgopor y andaba en bicicleta. No sabemos cómo, siempre nos complacía y el heladero se hacía el día.

De juegos de cartas, bingo, actuaciones, juegos en la casa del árbol, de siestas y de pileta se trataban nuestros veranos. En el fondo del terreno había un árbol de naranja, un limonero y una higuera, juegos, hamacas, tobogán y otras cale-sitas. Mi abuelo acostumbraba a comerse una naranja de postre, pero la parte más divertida era cuando hacía una dentadura postiza con las cáscaras y se las colocaba como dientes, inmediatamente las tapitas de gaseosas también for-maban parte de la monería, colocándoselas sobre sus ojos. Nos causaba mu-cha gracia, y lo más hermoso es que lo sigue haciendo hoy con sus 80 años!!!!

Mesas extensas cada domingo, de asados y ensaladas de frutas, con pilas de

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platos sucios y una sobremesa hasta entrada la tarde. Los abuelos siempre en la cabecera de la mesa, después de todo lo que sucedía era un mérito de ellos. Cómo no querer quedarse en esos años!

Y cómo no admirarlos, y cómo no respetarlos, y cómo no emocionarse y se-guir mirando esas fotos de la infancia y retrotraerse a esos momentos con una sonrisa en la cara. Y cómo no querer dejar de crecer y detenerse en esos años.

La simpleza de un buen recuerdo y el respeto por todo lo que ellos construye-ron. Hoy ya casi todos los nietos adultos, otros adolecentes, otros niños y otros bebés. Agradecidos de todo los que nos dieron, queriendo darle a nuestros futuros hijos y nietos las mismas satisfacciones y experiencias. Y aunque esas extensas mesas se repiten, ya no en el mismo lugar, necesitamos hacerlo, para que los abuelos nos consientan y nos sintamos niños por un rato. Y todavía le pedimos a la abuela que nos amase ñoquis, y que nos haga mermelada de higo, aunque tenga que ir a comprar los higos envasados en el súper.

Sin querer o queriendo, ellos hicieron en nosotros una sólida imagen de fami-lia, que necesitamos, que queremos, que admiramos y anhelamos. Que tra-tamos de imitar y nos damos cuenta cuán difícil es. En el ajetreado presente donde todo sucede muy rápido, pareciera que cuando uno piensa en la niñez y los momentos compartidos con los abuelos todo se detiene y todo se relaja como lentizandose. Como si los sabores del pasado, la mermelada de la abuela volvieran.

Hoy nos damos cuenta que somos lo que ellos nos enseñaron, y lo que nos siguen enseñando. Hoy esos abuelos están cansados, pero tienen años vividos y siguen siendo el hilo convector que articula toda la familia.

Esta es la historia de un amor, que fue la base para que esté orgullosa de mis abuelos, y que los quiera con toda el alma y los admire por todo lo que hicie-ron. Qué sería de nosotros los nietos sin el amor de nuestros abuelos en cada comida, en cada punto tejido. Estos abuelos que las vivieron todas, el blanco y negro y el color, la libertad y la dictadura, la máquina de escribir y la com-putadora, la barra de hielo y la heladera, lo analógico y lo digital, el casete y el cd, la minifalda. Una era de abuelos que tienen más historia vivida, evolución

y cambios en la historia que cualquier otro. Que nos dejan un legado, difícil de seguir en estos tiempos, pero que el recuerdo de todo lo que nos dieron nos darán el incentivo para seguir ese camino.

“Un pueblo que cuida la vida es un sembrador de esperanza. Cuidar la vida de los niños y de los ancianos, las dos puntas de la vida. Un pueblo que no cuida a sus niños y a sus ancia-nos comenzó a ser un pueblo en decadencia; cuidad a los niños y a los ancianos porque en ellos está el futuro de un pueblo: los niños porque son la fuerza que va a llevar adelante la Patria; los ancianos, porque son el tesoro de sabiduría que se vuelca sobre esa fuerza. Fuerza

y sabiduría”.Papa Francisco I

Sabias palabras, impecables, simples y tan ciertas. Esto me hace pensar en lo que mis abuelos significaron en mi infancia y aún siguen significando. Nos hace repensar cuánto los admiramos, cuidamos y respetamos.

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Es la vida misma

Angélica Yabrán

Corría el año 1950, hace mucho tiempo ya. Mi familia estaba compuesta por: padre, madre y diez hermanos. Los abuelos paternos vivían a ocho cuadras, sobre la “Cuchilla” y a la entrada del pueblo. Ellos, al igual que mis padres, eran inmigrantes libaneses que respetaban sus costumbres. Mis abuelos no habla-ban mucho nuestro idioma pero se hacían entender. Mi papá lo hablaba a su manera pero mi mamá lo hablaba perfectamente.

Todos los días, luego de desayunar, mamá nos llamaba a mi hermano – un año menor que yo – y a mí, y nos mandaba a la casa de los abuelos, para “hacerle los mandados” y ayudar en las tareas que ambos realizaban. La Villa estaba poco poblada, ellos poseían una manzana completa, que además de la casa muy grande, estaba rodeada de jardín. También había un lugar para la huerta, entre los espacios que dejaban muchos árboles frutales de todas clases y con los que el abuelo hacía injertos, sin salir de mi asombro, pude observar un árbol que tenía una rama con naranjas, otra rama con mandarinas y otra rama con limones, ¡¡¡ Increíble!!! Y él, con santa paciencia nos enseñaba cómo teníamos que hacer para lograrlo… Todo a su tiempo…y hacerlo con mucho amor… Pero, también poseía al fondo cajones con enjambres, desde donde cosechaba la sabrosa miel, pura como ninguna. Todo eso les servía para subsis-tir, para sobrevivir pues vendían o intercambiaban los productos cosechados que no consumían.

El abuelo hablaba mucho, la abuela no tanto, era más seria, más reservada, seguramente porque no dominaba el idioma y extrañaba su tierra, sus cos-tumbres, los familiares que habían quedado allá, en el lejano oriente.

Se ponía tan contenta cuando nos veía llegar, que a pesar de su seriedad, y que no lo demostraba, nos recibía con amor. Esa rutina diaria era un compromiso que teníamos que realizar, nos guste o no, era casi una obligación… era la vida misma. Nos enseñaron así… a respetarlos, a valorar su sabiduría, a compartir

momentos en su vida que ellos retribuían con su silencio, con su amor , con la rigidez de sus acciones , con valorar nuestro comportamiento de no dejarlos solos,

Recorríamos el jardín con la abuela, que nos indicaba qué flores cortar para poner delante del cuadro de la Virgen del Perpetuo Socorro y del santo de su devoción: San José, que tenía en su dormitorio. Generalmente juntábamos violetas….¡¡¡Tan difícil de encontrar entre las hojas!!! y ante la insistencia de la abuela debíamos sacarlas a todas…yo no sé cómo hacía, pero, a pesar de sus años, veía cuando quedaba una violeta entre las hojas…y sí o sí debíamos cortarla, luego íbamos a la quinta a buscar las verduras que utilizaría ese día en la comida y nos señalaba las que teníamos que cortar y cómo hacer para no dañar la planta.

¡¡¡ Todo el día era…enseñanza…!!!

Luego del almuerzo, acompañábamos al abuelo a ver cómo trabajaba con las abejas, se ponía un traje muy particular que a nosotros nos causaba risa… y él reía también junto con nosotros. Pero, su experiencia había hecho que se fabricara su propio traje para poder extraer la miel sin problemas. Nosotros mirábamos de lejos, nomás. Luego de realizadas esas engorrosa tarea, íbamos con él hacia el lugar de la casa donde había instalado su peluquería, una habi-tación con una puerta al exterior.

¡¡¡Con orgullo podemos decir que fue uno de los primeros peluqueros de la incipiente Villa, que crecía a la vera del ferrocarril!!!

No nos olvidaremos jamás de cómo nos agradecía antes de volver a nuestro hogar, nos hacía sentar a la mesa y traía toda clase de fruta que había cosecha-do el abuelo.

Toda una variedad… y colocaba en el centro de la mesa naranjas, mandarinas, granadas, nísperos, uvas, manzanas, miel….además, unas rosquitas de mante-ca que eran… una delicia.

Sus costumbres ancestrales, era agasajar con todo lo que cosechaba en su casa

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y tenía a su alcance.

En más de una oportunidad, volvíamos a nuestra casa con los bolsillos llenos de productos, pues era obligación saborear todo lo que ponía sobre la mesa. ¡¡¡Era mucho!!! Debíamos comer todo porque si no lo hacíamos, era una ofensa para ella. Pobre abuela… así nos demostraba su agradecimiento y su amor.

Nuestra familia se caracterizó siempre por la cultura que aprendimos de nues-tros padres y de nuestros abuelos. De esa sabiduría que nos transmitieron en la dignidad del trabajo diario por sobrevivir, en una tierra que los cobijó y que ellos devolvieron con una familia inmensa, con su trabajo, con sus enseñanzas de las pequeñas cosas compartidas con amor, con respeto y con responsabi-lidad.

Nunca, pero nunca, les contestábamos mal a los abuelos. Le debíamos respeto, y ese respeto era amor.

Jamás, le hicimos un mal gesto, pues según mi madre, le debíamos respeto y ese respeto era amor.

Ni por asomo, pensábamos en no satisfacer su pedido de juntar las violetas, pues le debíamos respeto, y ese respeto era amor.

Tampoco expresábamos nuestro desagrado, cuando nos hacía sacar los yuyos de las plantas. Eso, decía mi madre, es respeto y ese respeto era amor.

Las enseñanzas de otros tiempos, eran ésas: respeto hacia los mayores, respeto a sus tradiciones , respeto a sus acciones, porque ese respeto es parte del amor que se profesaba a quienes habían abandonado su tierra, sus parientes, sus amigos…y habían llegado a esta sagrada tierra con mucho sacrificio .

¡¡¡Cuánto habrían sufrido el desarraigo y comenzar de nuevo con las manos vacías!!!

Las nuevas generaciones no están al tanto de ese pasado de prohibiciones de nuestros mayores. Por eso, los padres los complacen en todo para que no su-

fran, acordándose seguramente del sufrimiento de sus abuelos, que llegaron a estas tierras escapándole al dolor y a las privaciones de una guerra injusta.

Mis abuelos ya no están, mis padres tampoco, pero en mi corazón quedaron forjados a fuego esos momentos compartidos, esos ejemplos de vida austera y sacrificada, que he tratado de transmitir a mi familia.

Las enseñanzas de nuestros padres, fueron siempre, el respeto, porque ese res-peto evidenciaba el amor a nuestros mayores.

¡¡¡Así aprendimos. Así vivimos y así moriremos!!!

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Homenaje a mi abuelo

María del Carmen di Ruocco Avellaneda, Buenos Aires

En estas pequeñas palabras quiero recordar a mi abuelo Ray, vino de su As-turias natal con un montón de sueños a esta bendita tierra, como solía decir. Por ese amor se hizo ciudadano argentino y votó hasta la última elección que hubo en este país con el mismo entusiasmo de siempre.

Formó su familia querida en esta aldea nueva que ofrecía trabajo, seguridad y salud, para él era un país rico y bendito por Dios. En lo generoso que era en riquezas y bellezas naturales.

Terminó sus días rodeado de todos sus hijos y nietos que lo colmaron de todo el respeto y amor que él supo ganarse a través de los años.

Desde el cielo, donde seguramente estará sentado con su gorra de vasco junto al Señor y a los suyos nos bendecirá todos los días de nuestra vida y segura-mente estará susurrando en esa canción de su lejana tierra que siempre can-taba y que decía…

… A dónde vas, buen soldado, voy por leña, por hijo, por pan... lara la laaaaaaa...

La abuela Lorenza

María Rosa BarbaresiCañada de Gómez, Santa Fe

Ella era mi abuela. Descendiente de los indios querandíes que vivían en las márgenes del río Carcarañá.

Su mirada siempre se dirigía hacia el horizonte como buscando sus raíces. Ha-bía vivido sus primeros años en medio de la naturaleza y le resultaba vertigi-nosa la vida en la ciudad. Dentro del delantal, que apretaba contra su regazo, estaban las chauchas que debía elegir para la comida de la familia.

Mi madre, siempre frente a la máquina de coser le prestaba poca atención, por eso yo me sentaba a su lado y le ayudaba a elegir las mejores chauchas para sacarles el hilo. A nuestro lado estaba sentado el Capitán, un perro abandona-do que ella acarició un día y se instaló al lado de su silla. Cuando terminaba los deberes escolares ambos eran mi compañía.

Ella me contaba historias reales de su vida cerca del río, de su tarea de lavar la ropa, recoger raíces y semillas de plantas para cocinar, de mirar con asombro la cacería de los hombres montados en sus bravos caballos, que solo mataban para traer el alimento. Entre esos cazadores hubo uno que se enamoró de ella. Era un mestizo que siempre estaba dispuesto a ayudarlos.

Ya era una mujer de 16 años y sus padres lo aceptaron. La ceremonia nupcial fue alrededor del fuego un día del mes de julio, cuando subió al anca del ca-ballo de Gregorio e inició una nueva vida. El trabajaba en un campo cortando malezas y sembrando papas. Con la madera de los árboles caídos hacían el car-bón. Cómo habrá sentido la soledad esta abuela habitando un nuevo lugar...

Todavía puedo recordar sus manos rugosas sobre mi cabeza acomodando mis trenzas... Cuando quedó embarazada nunca fue a un hospital ni la revisó médi-co alguno. Así tuvo a su única hija, Rosa, mi madre.

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La pequeña casa en la que vivían con Gregorio tenía pisos de tierra y techo de chala y barro, casi una tapera. Allí Rosa dio sus primeros pasos entre gallinas y patos, bajo los eucaliptos del patio. En un brasero muy negro de tiempo y humo, había una olla donde se preparaba la comida, casi siempre un guiso a base de papa que traía Gregorio del campo.

Mi madre concurrió a los 7 años a una escuela rural donde le enseñaron a leer y escribir y a los 14 años fue a un taller de costura donde aprendió a fabricar camisas y pantalones.

La abuela envejeció joven, la recuerdo muy chiquita y arrugada, con su melena blanca y sus zapatillas de yute. Rosa se casó con un italiano que llegó al país a hacer la América. Siguió pasando sus días frente a la máquina de coser para pagar mis estudios, su única hija, mientras él trabajaba entre el surco de maíz recolectando las espigas.

La abuela siempre estuvo a nuestro lado, y hasta hoy me pregunto por qué cuando se sentaba bajo el paraíso volaban a su alrededor bandadas de pájaros cantores que acompañaban su soledad. Se llamaba Lorenza, había nacido en el respeto hacia la naturaleza, hacia el animal, el árbol y el agua, sin ofensas para el semejante, por eso supo darnos en su paso por nuestras vidas el men-saje de amor y de esperanza.

No se nos hubiera ocurrido abandonarla a su suerte por eso tuvo nuestras manos apretando las suyas en el momento de su partida que sucedió cuando había cumplido 88 años aproximados porque nunca se supo su día y año de nacimiento. Seguramente debe estar sentada bajo algún árbol añoso, rodeada de pájaros mirando hacia el horizonte. Yo aún siento su caricia en mi cabeza acomodando mis trenzas…

La alcancía

María Teresa HorniPunta Alta, Buenos Aires

El pequeño Juan tomó la enorme alcancía que su madre le había comprado a pedido suyo y moviéndola para evaluar su contenido permaneció pensativo. ¡¡¡Aún faltaba mucho para que estuviera llena!!! Debería encontrar un modo más rápido de juntar ese dinero que necesitaba con toda urgencia. Pensó una y otra vez en cómo lograrlo y de pronto recordó que, en apenas una semana, su abuelo Lucas cumpliría sus ochenta años, razón por la cual se había progra-mado realizar una gran fiesta a la que asistiría mucha gente. Su abuelo era por todos querido y daba por seguro que nadie faltaría a esa cita. ¡¡¡No podía dejar pasar de largo esa oportunidad!!! No diría a nadie nada, ni a su propia madre, ella no iba a permitir que su hijo anduviera pasando la alcancía entre los in-vitados como un mendigo. ¡¡¡Qué iban a pensar éstos!!! Posiblemente creerían que todo había sido preparado y eso a ella la pondría muy pero muy mal…

Tal lo previsto, la fiesta se realizó una semana después. ¡¡¡Muchos amigos y mu-cha alegría!!! Ya en mitad de los festejos, cuando los espíritus se encontraban más sensibles por la simple razón de que el estómago estaba siendo mimado, Juan tomó su alcancía y sigilosamente, comenzó su recorrido yendo de mesa en mesa. Entre sorprendidos y risueños, los invitados iban depositando su dá-diva y no faltó alguien que comentara en tono bromista:

-“¡Lo tienen bien entrenado al niñito! ¿No?”...

Juan no cabía en sí de gozo. Todo estaba resultando demasiado sencillo y poco faltaba para que esa suerte de cofre, estuviese lleno. Como aún le quedaban algunas mesas sin visitar, decidió continuar su camino procurando no ser visto por sus progenitores pero, de pronto, una mano se posó en su hombro y una voz potente lo interrogó con tono áspero:

-“¿Qué crees que estás haciendo hijo atrevido? ¡¡¡Dime!!! ¿Qué crees?

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Era su madre, cuyos ojos se habían vuelto aún más azules y despedían chispas.

Muy avergonzado, Juan pudo comprobar que los invitados lo observaban en-tre curiosos y divertidos y, rojo como un tomate, pidió a todos disculpas por lo que había hecho pero aclaró que lo dado, dado estaba y que él no iba a devolver ese dinero porque lo necesitaba con toda urgencia y que, quizá, cuando esa urgencia pasara él iba a darles la explicación que estaban desean-do escuchar de su parte.

Fuera de sí, ante tamaño desparpajo, sus progenitores le exigían que explicara su conducta y la razón por la cual él decía “necesitar ese dinero”.

-“En la casa no le falta nada, a no ser que el motivo sea la obtención de esa bicicleta que, no por falta de dinero sino por falta de tiempo, no le he podi-do comprar aún -se excusó el padre muy molesto ante los allí presentes, para luego agregar- “¿Se trata de eso no?... ¿Se trata de la bicicleta que vimos días pasados y que prometí regalarte en cuanto lograra desocuparme un poco?... ¡¡¡Respóndeme muchacho, si no quieres que me enoje aún más!!!”

A punto de llorar, Juan negó con un gesto pero permaneció en un obstinado silencio retorciéndose nerviosamente los dedos.

-“Entonces de que se trata” - exclamó la madre, a lo que el niño respondió que eso era un secreto que no podía revelar pero que no se trataba de nada malo.

-“No es nada malo, mamá… No es nada malo”, atinó a defenderse Juan casi en un ahogo.

En ese instante llegó su abuelo Lucas que, pese a su sordera, alcanzó a escu-char una buena parte de lo dicho y poniéndose de parte del niño logró calmar los ánimos. Después, tomando la alcancía que éste sostenía, reinició él mismo la colecta como si nada hubiera pasado. Mientras esto hacía, iba explicando a los nuevos donantes que, si su nieto se había embarcado en esa empresa, el motivo debía ser muy válido, tan válido que él podría las manos en el fuego por él.

-“Si sabré yo de su bondad… Yo, que sólo recibo ternura y atenciones por par-te de este chiquillo. No hay nadie más atento que él hacia mí” -agregó emo-cionado el anciano.

De retorno a casa, terminada la fiesta, Juan se sentía enormemente feliz; la gran alcancía había resultado pequeña para tanta generosidad. Generosidad que se vio duplicada después de lo que, para ellos, resultaba ser un extraño incidente que había picado su curiosidad. ¿Qué secreto guardaba ese niño que no podía ser develado?

El abuelo debió agregar una caja más, en la cual él también depositó su im-portante donativo y los padres no volvieron a tocar el tema con la esperanza de que, durante el transcurso del día, el pequeño les confesara al fin, el secreto que guardaba oculto.

Por la mañana, Juan abandonó la cama muy temprano y, tras desayunar, corrió a su habitación. Abriendo su mochila, puso en ella el total del dinero recogido. Procurando no ser visto, salió sigilosamente y tomó la calle con paso apresu-rado. Su madre, que se había mantenido expectante, fue tras él y al cabo de unos minutos, observó que se detenía ante la puerta de una humilde vivienda, lo vio empujar la misma y entrar decidido.

Cuando la mujer llegó, Juan abrazaba a un anciano andrajoso que lloraba emocionado y que se negaba a recibir esa suma de dinero que el pequeño le ofrecía. Era “El viejo Martín”, un pordiosero al que, seguramente, los habitantes del pueblo habían visto arrastrar sus miserias pero al que nadie había prestado debida atención. Sólo ese niño que hoy estaba frente a él rogándole que acep-tara sus ahorros, conocía muy bien sus penas y carencias. Más de una vez se había detenido a escucharlo al regresar de la escuela y más de una vez le había saciado el hambre con ese alimento que le alcanzaba oculto en su mochila. ¡¡¡Ahora sí, la madre podía entender ciertas raras actitudes en su hijo!!! Ahora sí podía comprender ese afán suyo de apartar ese trozo de carne o de pollo asado diciéndole que era para el perro.

Al día siguiente, los invitados que habían participado del cumpleaños, se em-peñaron en hacer conocer a todos esa historia que ponía al desnudo los no-

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bles sentimientos de ese pequeño. Pese a sus negativas, Juan debió enfrentar-se a las cámaras de televisión.

De cara al conductor, con su abuelo Lucas que aprisionaba fuertemente su mano a su derecha y con don Martín, que lucía impecable por primera vez en su vida, a su izquierda; el pequeño comenzó a responder las preguntas. Cuando se lo interrogó por qué razón no había querido decir nada a nadie so-bre el destino que daría al dinero recolectado la noche del cumpleaños, Juan respondió con una simple respuesta; la que se ubica más allá de todo cuestio-namiento. Una respuesta que, solamente un alma transparente y un corazón puro como el suyo podían dar dejando a todos esos adultos perplejos:

-“No quise que nadie lo supiera porque mi abuelo me enseñó que cuando uno ayuda a otro, para que esa ayuda valga, se debe mantener firmemente en secreto. Él siempre repite que la mano izquierda no debe enterarse de aquello que da la derecha. La única que lo sabía era mi alcancía, pero ella no lo podía contar porque las alcancías no ven, no oyen y no hablan”, concluyó Juan miran-do a su abuelo cuyos ojos se mostraban empañados.

La Candela

Stella Maris Verdoljak Marcos Juárez, Córdoba

Llegaron muy jóvenes desde Croacia; se conocieron y se casaron en la Argenti-na. Tuvieron siete hijos. Se abrieron horizonte teniendo solo como herramien-ta sus brazos fuertes, su espíritu de lucha y fe. Trabajaron en el campo y se radicaron en una chacra cerca de la ciudad de Marcos Juárez, que llamaron “La Candela”. Levantaron una gran casona, con montes frutales y una entrada cubierta de plantas de vid.

Era el lugar de importantes concentraciones familiares donde la abuela Elena era la anfitriona, la cual nosotros los nietos respetábamos todas sus decisiones.

Pasamos tiempos inolvidables siendo niños. Momentos recordados son los cinco de enero que pasábamos esa fiesta en el campo. Organizando la llegada de los Reyes Magos; con un tío muy gracioso llamado Bartolo; tal era nuestra inocencia que él nos hacia preparar grandes montones de pasto y vasijas llenas de agua por lo cual se reía del enorme desorden que hacíamos; mientras los adultos se conducían hasta la ciudad de Marcos Juárez a comprar alimentos y regalos. Esa noche era de juegos, charlas y luego a dormir, para despertar a la mañana con la llegada de los Reyes Magos; y la algarabía nuestra se confun-dían con los gritos de la abuela en croata que no entendíamos, la rodeábamos y la imitábamos.

Para las niñas eran las muñecas y autitos para los varones. Nosotras jugábamos trepándonos a los altos respaldares de las camas de bronce y le sacábamos los caireles de las lámparas que colgaban del techo; con ellos confeccionábamos collares, pulseras y jugábamos a venderlas. Al llegar la noche se preparaba una larga mesa donde abundaba la comida y los mayores destapaban los vinos elaborados en la misma chacra.

Nos dejaron profundas huellas marcadas por laboriosidad, bondad y anécdo-

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tas risueñas de la abuela que era muy coqueta. Por eso los recordamos siem-pre, porque con ellos aprendimos a valorar y practicar la conducta de nuestros padres y abuelos; conservar en el tiempo todas las cualidades que hacen a una gran familia.

La casa de la alegría. El recuerdo de mis abuelos

Nerina Aiello Paraná, Entre Ríos

De niña siempre me gustaba ir a la casa de mis abuelos paternos, no recuerdo mucho de mis abuelos maternos. Los días lunes, al salir de la escuela con mis hermanas, almorzábamos en su casa. Mi abuela Corina, maestra, ama de casa, cocinaba todos los días, le encantaba. Dueña de una dulzura y ternura que nos llenaba de paz el alma. La recuerdo, sencilla pero coqueta. Nunca, antes de salir iba a dejar de ponerse un par de aros, un poco de crema, algo de maquillaje y algún que otro perfume, el cual compartía con nosotras. Entrar en su habita-ción era de lo más divertido, nos encantaba ver qué había al abrir sus placares y allí usábamos su peine, nos maquillábamos con sus pinturas y nos poníamos algún sombrero. También saltábamos en su cama, nos calzábamos sus pantu-flas, alguna bufanda o chalina y siempre era disfrazarnos con su ropa.

Con mis hermanas adorábamos ir a su casa y esperábamos ansiosas que llega-ra el día para encontrarnos en esa mesa redonda, llena de alegría. Todavía no se por qué, pero la casa de mis abuelos tenía ese “algo” tan especial, que la hacía única, ellos hacían únicos nuestros días, nos plasmaban una realidad mejor.

Después del almuerzo, que recuerdo los característicos ñoquis de sémola con aceite de oliva y queso, las fuentes grandes de lasaña, los ravioles con salsa, el budín de berenjena, los niños envueltos y el guiso de lentejas, todo hecho por mi abuela. A la hora de la siesta, mientras ellos dormían, nosotras aprovechá-bamos a jugar, en esto tengo que destacar que nunca recibimos penitencia alguna por las risas o algún ruido, porque nunca se quejaban, al levantarse siempre tenían una sonrisa y algo dulce para compartir; caramelos, nueces o una barrita de chocolate.

Así, llegaba la hora de jugar un rato, antes de hacer los deberes. O nos dejaban solas o jugábamos a los palitos chinos, a las cartas o algún juego de mesa. También acompañábamos a mi abuelo a su estudio, donde tenía sus cuadros

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de plátanos. El, a quien todavía no presenté, llamado Antonio, pintaba en hojas de plátano, con acrílico, lo que hacía en su tiempo libre, es maravilloso saber que todo eso lo hizo de grande sin ningún curso, ni profesor al lado.

Ella, como buena maestra, se sentaba con nosotros, sus nietos y nietas, a leer y escribir, practicar lenguas, matemática, ciencias naturales y sociales. Y con él, no faltaba la hora de italiano, ya que mi abuelo era descendiente, siempre que nosotras estuviéramos de acuerdo en aprender. Ambos tenían la paciencia para explicarnos y disfrutaban mucho al enseñarnos.

Según el día salíamos a dar una vuelta, dar un paseo por la plaza, mirábamos alguna película en el cine o íbamos de compras por el centro. A menudo, te-níamos algún amigo a la hora del té.

Recuerdo su casa, una hermosa y amplia casona antigua, compuesta de varias habitaciones, con techos muy altos. Al entrar al baño, quedaba fascinada por la bañera grandísima y como en casa sólo teníamos ducha, aprovechaba los días en casa de ellos para jugar en el agua. La parte que más me gustaba era el altillo, ubicado arriba de la cochera, donde solíamos subir, para hacer de las nuestras y jugar con mis hermanas y primos. Además tenía un balconcito don-de asomábamos nuestras cabecitas para hacer bromas a los que pasaban ca-minando. Generalmente salía mi abuelo por la puerta de entrada para llamar-nos la atención y que bajáramos urgente. Al fondo de la casa, se encontraba el patio, no muy amplio, pero lindo. Se me viene a la mente la enredadera que trepaba por una de las paredes del mismo, me encantaba. Y estaba lleno de gatos. Eran cerca de once, sí, y de todas clases y colores. Mi abuelo era a quien le gustaban, y mi abuela, pobre, los toleraba. Siempre alguno cedía en algo.

A la hora de la merienda, leche chocolatada con pan y mermelada de manzana casera, hecha por mi abuela, era mi preferida. Y es fascinante recordar que a la tarde se formaba la misma mesa redonda que al mediodía y noche, y tan sólo para merendar. Había tiempo para todo, nadie corría, nadie tenía apuros, no había obligaciones de trabajo. Ellos me hicieron conocer la paciencia, el esfuerzo, el respeto, el amor, y todo, con su ejemplo.

Por la tarde, ayudábamos a barrer, lavar los platos, ordenar y así, mi abuelo nos

daba una propina que nos servía para comprar algo en la escuela. Y por ahí, cuando nos daba algo de más, nos decía “guárdenla”, eso significaba que tenía-mos que ponerla en el tarrito de lata que teníamos en casa de mamá. Yo creo que así nos quería transmitir el valor del esfuerzo y el trabajo.

A la noche, a la vuelta del paseo, terminábamos el día en la redonda mesa, reunidos para la cena, siempre temprano porque al otro día debíamos volver a la Escuela.

Cuando teníamos permiso para quedarnos a dormir, era lo más lindo y diver-tido. Y al día siguiente disfrutábamos del desayuno más rico. Para mí, era así de simple. Estaba tan contenta de estar ahí, de saber que me tocaba un día de juegos y diversiones. Y estoy segura que mis primos y hermanos se sienten identificados al leerme. Nos mimaban con un cariño tan especial que no es fácil expresarlo entre líneas.

Ya de grandes, nos aparecíamos con mayor frecuencia, quizás por unos mates, una chocolatada, un abrazo o una palabra de apoyo. Seguíamos reuniéndonos los lunes, el día fijo, pero ya dueños de nuestro camino y nuestra vida, era más fácil visitarlos cuando queríamos.

Ellos fueron los que me transmitieron el significado de familia, recuerdo las Pascuas, Navidades, Año Nuevo, cumpleaños y demás festejos vividos en su casa. Ellos eran el motivo de unión, porque siempre había un lugar para reunir-nos, un motivo para compartir, una mesa donde sentarnos. Cuando venían mis parientes de Córdoba (mis dos tíos y mis tres primos), la casa estaba colmada de alegría, risas, juguetes, colchones en el piso, todo revuelto y ellos estaban felices, porque nosotros, todos sus nietos estábamos ahí, sonrientes, corriendo, trece nietos y dos abuelos.

A la hora de irnos, mi abuelo nos agradecía por hacer “tan feliz” a la abuela, ¿cómo explicar eso?: El respeto y el amor que ellos se tenían mutuamente, es claro, un ejemplo a seguir.

Lo más llamativo de mi historia, es que justo el día de mi cumpleaños número dieciséis, salí de la escuela contentísima y fui a casa de mis abuelos para buscar

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a mi papá y visitar a mi abuelo que estaba internado. Cuando entré, el hablaba por teléfono, hasta el día de hoy, hace casi diez años, no me olvido el gesto, sin necesidad de decirme una palabra entendí todo, mi abuelo había fallecido.

Fue un día muy triste, desde entonces, con dieciséis años, me volví incondicio-nal compañera de la Abuela, con mayúscula, una mujer de fortaleza incompa-rable, de una mirada profunda, llena de ternura.

Íbamos juntas al supermercado, al médico, nos gustaba ir a mirar obras de teatro, vueltas en el parque, almuerzos y cenas.

Pasábamos todos los días juntas, hasta que tres años después, en diciembre, mi papá decidió irse con mi abuelo y dejarnos a mi abuela y a mí un trece de diciembre. Así fue como en enero, vino mi tía de Córdoba y decidió llevarse a mi abuela, a otro mundo, al menos para ella. Un mundo nuevo por descubrir después de tantos años de vida en su ciudad natal, sin su compañero de ruta y sin uno de sus tres hijos.

Después de diecinueve años en esa casa llena de vida, alegría, risas y juegos, mi mundo se desvaneció, ese parque de diversiones y donde todo era bueno y permitido, se esfumó.

Hoy, con Valentín, separada de su papá, hace seis años desde la muerte del mío, viajo incansablemente a Córdoba, a la casa de mis tíos Manolo y Corina, a visitar a mi abuela, tiene 96 años, vive en un hogar, se ha hecho de nuevas amigas con quienes comparte las tardes y juegos de cartas. Su habitación se encuentra llena de portarretratos con nuestras fotos y de momentos vividos, asiste a talleres de literatura y lectura. Ahora, comparte más tiempo con sus nietos cordobeses. Y ella, igual que siempre, dulce, coqueta, paciente, se alegra cuando uno está alegre y nos abraza cuando estamos tristes. Es mi ejemplo a seguir.

Lo cierto es que esta casa, ahora es la casa de la alegría, la casa de mis abuelos y vive en el mejor de mis recuerdos, de mis primos y hermanos.

Hoy, el tío Manolo es el abuelo adoptivo de mi Valen, pero esa es otra historia.

La importancia del respeto y el amor

Walter J. Walter

Corría el año 1984 a finales de mayo, el frio y la llovizna golpearon con toda su furia sobre los campos de Santa Fe, en algún olvidado rincón del litoral un señor mayor de edad llamado Julio, un día más se levantó muy tempano para trabajar en un campo alejado a 30 km del primer pueblo, donde la mayor parte de su vida se desempeñó como peón por más de 40 años, cuidador de anima-les vacunos, atención de aguadas y alambrados, porque por motivos económi-cos nunca pudo estudiar y dedicarse a otra cosa.

Muy contento estaba porque a pesar de su pobreza y las pesadas jornadas de trabajo que la piel le marcó y la salud le deterioró, estaba al lado de la mujer que más amaba, Zulma, una señora de su misma edad casi que toda la vida luchó a su lado, haciéndole frente a tanta miseria. Y Tobías, un niño de 7 años que concurría todos los días a una escuela rural que estaba a 5 Km, era hijo de la única hija que tenían, y que murió durante el parto a darlo a luz, el padre lo dejó para que críen la pareja de ancianos, lo abandonó y se fue a Buenos Aires para nunca más regresar.

Desde bebé a Tobías lo criaron sus abuelos. Ellos amaban a ese niño, era como el hijo varón que jamás pudieron tener. Julio lo levantó al grito de: -¡Mijo Mijo! levántese tiene que ir a la escuela, lávese la carita y cepíllese los dientes, que no se le haga tarde, la agüela ya le preparó el mate cocido con pan y su caballo está ensillau.

Por ser personas de bajos recursos no tenían otro medio de transporte que tres caballos. El niño dijo: -Pero Abu, hace frio, ¡no quiero ir al cole!... Julio lo miró dulcemente, lo tomó de las manos y le dijo: -¡Toby queridu! Debe de aprendé a ser más responsable, porque no es bueno ser ignorante, como yo, que apenas se firmá un papel y nada más, que por mi pobreza tuve que empezá a trabajar desde gurí como vos y nunca supe más que seguir ordenes y no saber defen-derme ni hablá corretamente como se debe, vaya a la escuela, póngale ganas

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al estudio, quizás sea dotor o abogau algún día, respete a todos por igual, nada importa más que el respeto y el amor, con esas dos cosas y más la educación nada le será imposible cuando sea grande.

El niño reflexionó y aceptó diciéndole que le haría caso, que se iba a portar bien y que iba a respetar a sus compañeros y maestros, se dirigió al colegio sin más quejas.

Por su parte Julio desayunó unos mates amargos junto a su señora, ensilló un viejo caballo, entró al espeso monte, se perdió con un silbido suave entre árboles de algarrobo y ñandubay. Luego de haber curado animales enfermos, unido alambres cortados y controlar aguadas, volvió muy cansado a almorzar con su compañera, que los esperaba en un fogón con un guiso de charqui y de postre arroz con leche. Pero al llegar al puesto se encontró con el hijo del patrón, con malas intensiones. El ingeniero Rodríguez que había sido nom-brado administrador hace poco tiempo y lo esperaba sentado bajo un fresno, apoyado en su moderna y nueva camioneta, para pagarle unos pocos pesos y darle la dura noticia: que ya no requeriría de sus servicios, que estaba despedi-do porque era un “viejo” que ya no servía más, que buscaría alguien más joven, que tenía 15 días para retirarse y que al haber firmado unos papeles hace me-ses atrás quedaba excluido de todo tipo de juicio o indemnización.

El hombre se sintió muy mal, le dio un dolor fuerte en el pecho, quizás por los problemas cardiovasculares que venía padeciendo o por la inesperada traición y su única respuesta fue: - Está bien señor, como usted mande. Y se quedó apo-yado a un árbol con los ojos llenos de lágrimas al pensar que sin lugar a donde ir y sin trabajo para alimentar a Tobías que era la razón de cada despertar, su vida sería un infierno. El joven encargado subió a su camioneta, sin saludar, con una risa burlona porque podría librarse de su peón sin indemnizarlo y tener gastos de dinero, solo pensó en su propio beneficio, le faltó el respeto a un pobre anciano trabajador y responsable pero no le importó, aceleró su camio-neta imponente y chocó por accidente fuertemente contra un árbol, quedo atrapado entre hierros torcidos, gritando de dolor y pidiendo ayuda.

Sin dudarlo Zulma y Julio lo sacaron muy mal herido, y si no recibía atención médica quizás moriría. En eso venía Toby de la escuela y al ver la horrible ima-

gen no dudó en cambiar de caballo y emprender su viaje hasta el pueblo que estaba a más de 6 leguas, salió como un rayó hacia el camino que iba al sur en busca de una ambulancia.

El patrón estaba en el suelo, Zulma lo cobijó y colocó una almohada. Julio le dijo: - Señor, aguante que pronto mi niño vendrá con una ambulancia pa’ llevarlo al hospital. Y así fue, luego de unas 3 horas más o menos llegó la am-bulancia, el señor Rodríguez se sintió feliz con Tobías y con los ancianos que él mismo había llamado “inútiles”.

En el hospital luego de 3 días con varios huesos quebrados, y mucho mejor por la atención con calmantes fueron a visitarlo Julio, Zulma y el niño. Le trajeron un pan casero que doña Zulma le había amasado y un queso que había hecho. -Para que se reponga con fuerza agregó Don Julio, saludando amablemente y le dijo: - Le vengo a pedir un enorme favor señor ingeniero, cuando usted salga de este hospital, se lleve mi Toby con usted porque yo ya no voy a poder darle más de comer, no he podido conseguir trabajo debido a que soy viejo, y no tengo rancho adonde dormir, el Toby no tendrá papá ni mamá, porque por fuerzas del destino quedó solito, pero yo le enseñé a respetar, a querer, a ser buena persona, lo mando a la escuela todos los días y lee muy bien, ya sabe contar hasta cien, es bueno andando a caballo, jamás robaría nada y sabe com-portarse como un hombrecito, es mi nietito y solo le pido que abra su corazón, no quiero que pase hambre.

El ingeniero Rodríguez se dio cuenta que Julio era un hombre con el corazón lleno de amor, que no había lugar para el rencor, que sabía respetar y que no tenía odio por nadie, los ojos se le pusieron brillantes, reflexionó por un mo-mento, agradeció con miles de palabras a Julio, Zulma y Toby, que de no ser por ellos habría muerto en el campo y agregó: - Don Julio, Doña Zulma y vos Tobías sépanme disculpar, he sido un ciego toda mi vida, por tener dinero me he creído dueño de todo y le falté el respeto a tanta gente buena, quiero que conserve su trabajo, quiero enmendar mi daño, que el niño tenga todo lo útil para terminar la escuela y seguir sus estudios, voy pagar sus aportes atrasados, así ya se jubila pronto y los voy a dejar quedarse en el campo ¡hasta que uste-des quieran! Y así fue por muchos largos años.

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Hoy mayo de 2013 Tobías es un joven doctor, con ganas de ayudar a todos los necesitados, tiene una camioneta 4x4 que recorre caminos rurales para auxiliar enfermos y aunque sus abuelos ya no están en este mundo los recuerda con cariño como a mis padres queridos, y en la puerta de su consultorio de un pueblito de menos de dos mil habitantes de Santa Fe está escrito con letras doradas: “Si no tienen el dinero para la atención, aquí serán recibidos y atendi-dos por igual, porque una vez un hombre sabio me enseñó que nada es más importante que el respeto y el amor”. Doctor Tobías al servicio de todos.

La vida pasa junto a él y lo abraza

Norma Noemí de Líbano ElorrietaBuenos Aires

¿Qué ve la gente cuando cruza en la calle a un Juan sonriente que los saluda? ¿Sienten cerca de Juan? ¡Los de la Sociedad de Fomento de su barrio lo quie-ren y hablan con él! Juan suele ser muy atento y le ayuda a las vecinas a llevar sus compras hasta su casa.

Ángela, su abuela, está lejos de su querido Tucumán. Su día lo pasa en el tra-bajo dentro y fuera de la casa ¡Qué difícil es entender que su nieto se muestra diferente a otros jóvenes! Pero ve que siente igual que todos.

Ella conoce muy bien el estallido del dolor en el momento en que nacía Juan y no llegaban al hospital, el parto difícil de su hija, el color azul de su bebé que estaba casi asfixiado. Realidades que agregaron más surcos a su cara, nublada por los vendavales de sufrimiento. Él creció con su amor y el de toda la familia, pero los chicos del barrio lo veían diferente, no lo llamaban para jugar. Pero ¡¡¡Qué bueno fue cuando en el Club lo integraron en la ludoteca y ahí jugó y aprendió natación!!! La “abu” recuerda cómo los compañeros supieron lo que tenían que hacer. Un día en el que Juan no quería jugar, otros chicos hicieron una ronda alrededor de él y cantaron con esas voces bullangueras de los cua-tro años. Su carita se transformó y una enorme sonrisa la iluminó.

Pudo ir a la escuela con niños como él y maestras que lo querían y compren-dían mucho, que lo alentaban, que le enseñaron a divertirse y a jugar. El miste-rio de la lectura llegó tarde y también aprendió la hora, junto a los programas de dibujitos que tanto le gustaban.

Juan vive feliz en este taller protegido ¡Su familia del corazón! Aquí es libre, muestra el vuelo de su emoción cuando está con un compañero y expresa lo que siente. Usa pocas palabras, pero iluminadas con gestos, con bailes, con un trabajo bien hecho. Disfruta cualquier parte de su cuerpo, fantasea, ríe, llo-

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ra, comparte… Sabe que todo esto forma parte de vivir bien. Le alegran los encuentros de folklore porque baila la chacarera con María, en el ritmo ágil y festivo de esta danza picaresca.

Juan ama esta vida en el taller, su trabajo, sus profesores, sus amigos. Ama el olor que llega desde la panadería del barrio, el sabor de las manzanas frescas, el perfume de los paraísos florecidos, el tumulto de voces de los chicos cuando salen de la escuela, el arrullo de las palomitas que juguetean sobre los cables. Ama a su abuela que lo cuida y lo mima con esas pequeñas cosas hogareñas: un beso en la frente, un abrazo y unas cosquillas, una rica torta de ricota, una remera limpia y una cama mullida como la viejita linda.

Él disfruta de las estaciones del año en Villa San Luis porque cambia de colores su lugar, se tiñe de amarillos y naranjas en otoño, de verde apacible en verano, de marrones en invierno y de rosas, blancos y verdes en primavera, cuando las plantas comienzan a florecer.

Un día sale de paseo a la Ciudad de Buenos Aires. Enmudece ante el vibrante aroma balsámico de los “liquidámbar”. Sus maestros dicen:

-¡Es el rey del otoño en Buenos Aires!

El grupo del taller protegido de detiene en el Jardín Botánico sólo para disfru-tar de las estatuas de mármol y cerca del arroyo Juan se funde con las expre-siones de sentimientos que le generan los cantos de los pájaros, fuerte, con un registro impresionante de silbidos y borboteos .

¡Qué sensación de libertad, de alegría en esta magnífica tarde lila, violeta que estalla con el suave sol de la tarde!

Embriagado de color y de luz camina por las calles de Palermo entre cafés y restaurantes bulliciosos. Y se pierde en el placer…

En el taller él ha ganado confianza y autoestima, se saludan con sonrisas y abrazos y así pretende hacerlo en su barrio. Juan no se da cuenta que algu-nos lo ven distinto porque viven el fantasma del miedo a lo prohibido, raro

y misterioso, porque no lo ven cuando trabaja, baila, pasea o juega con sus compañeros.

Juan encontró su lugar en el mundo y su existencia se ata con los finos hilos que lo unen a él. No está solo, el taller le muestra la vida, la toca y la vida pasa junto a él y lo abraza. Ama a María y se muestra en la calidez de sus ojos que son de de ámbar y de miel, es cariñoso, le habla, la siente ¡Ríen juntos!

Nada le impide quererlo porque Juan es como ella. Comenzaron a tender un puente con un dulce beso y pudieron amarse sin prejuicios y sentir su sexua-lidad como todos. Se muestran su placer, ternura, vivencias, gestos, miradas.

Ángela sufre, porque piensa que si no se cuidan pueden tener un bebé y que él sería como todos.

-¿Cómo podrían criarlo?

-¿Cómo haría ella para poner la cara frente a los prejuicios y las realidades que la rodean?

¡Sabe que Juan no es una persona incontrolable, pero no ignora que manifies-ta las emociones que pueden tener repercusiones!

Juan y María viven naturalmente sus afectos y sus posibilidades aumentan. Son más libres y seguros en los encuentros de danza, hacen una obra de teatro que emociona al público que los aplaude de pie, las artesanías lucen más bellas, animan las fiestas. Ellos saben que no pueden pasar de largo el uno del otro.

Algunas personas le han dicho a Ángela que si todo ser humano necesita educación sexual, también la precisan los jóvenes con necesidades mentales especiales.

¡Así ve que puede pedir ayuda! ¿Será en el taller protegido?

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Léxico de amor

Beatriz PrietoMercedes, Buenos Aires

Evocando los recuerdos de mi niñez, llega tiernamente a mi memoria, la ima-gen de las manos de mi abuela, siempre ocupadas en alguna labor, repletas de harina, amasando dulcemente los buñuelos para la reunión familiar del domingo, o tejiendo carpetitas al crochet; conservo con mucho cariño unas carpetitas blancas que me tejió cuando yo tenía 14 años, para que las usara en mi casa cuando me casara y formara mi propia familia y hoy en día las uso en mi hogar, con mi marido y mi bebé.

Añoro el aroma a café con leche, que preparaba en las tardes soleadas de in-vierno, el aroma a su perfume… también las historias que me contaba a la hora de la siesta, debajo de la higuera, cuentos con moraleja que siempre de-jaban una enseñanza, un consejo y yo quería que me los contara una y otra vez hasta aprenderlos de memoria, me parece que aún escucho su dulce voz, llena de amor, eran momentos que parecían eternos, donde el tiempo transcurría lento, sin prisa.

Son tantos los recuerdos… Su hermoso jardín lleno de rosas, jazmines, mar-garitas, claveles y muchísimas flores más, también el gran cuadro de la Virgen de Luján que tenía en la cocina siempre con flores frescas, recuerdo cuando cortaba las flores y me decía: “Estas flores son para la Virgencita”. Ella siempre acostumbraba regalar un ramito de flores a todas las personas que la iban a visitar. Tenía muchas verduras y árboles frutales, de los cuales la higuera era mi preferida, ella misma los había sembrado, al igual que sus flores, arreglaba su jardín con mucho cuidado… ¡Cómo le gustaba!

Y hablando de sabores… todo lo que preparaba mi abuela Laura era riquísimo. La ensalada rusa que preparaba siempre para Navidad, sus postres, sus ham-burguesas, la batata asada; hasta el agua que tomaba en la casa de mi abuela en mi niñez era para mí la más rica del mundo e incomparable. Los asados de

los domingos, el lechón asado que solo ella sabia darle el punto exacto para que quedara tan exquisito. La recuerdo enseñándole a mi hermano como ha-cer el asado tan rico.

Ella estaba preocupada de poder llegar bien a la fiesta de mis 15 años. Recuer-do que en la noche de mi fiesta elegí entrar del brazo con mi mamá y mi papá y que mi abuela me recibiera, ella me esperó en la puerta del salón recuerdo su emoción y la ternura de su mirada.

Pura sabiduría y para todo tenía una solución, una respuesta. Siempre trataba de protegerme con sus amorosas palabras de todo aquello que me pudiera hacer sufrir. Como me gustaba que me peinara, recuerdo que era tan suave… tenía tanto cuidado, no puedo evitar emocionarme y derramar un par de lágri-mas, hace ya tantos años que está en el cielo… lágrimas de nostalgia por no tenerla, de emoción por sus recuerdos, de alegría por haberla disfrutado y de agradecimiento por todo su amor.

Le di tanto amor a mi abuela como ella a mí y gracias a Dios pude disfrutar de ese amor hasta mis 15 años, a partir de ahí siento que siempre me está cuidan-do, si fuera posible sería, sin duda, una de las personas que elegiría para que esté a mi lado eternamente.

A vos, si por suerte tenés a tu lado a un abuelo, me voy a permitir darte un con-sejo… Dedícale parte de tu tiempo, disfrútalo muchísimo, cuídalo, escúchalo atentamente, seguro tenés tanto que aprender de tu abuelo… y sobre todo demuéstrale cuanto lo amas. Yo tuve la suerte de poder hacerlo y comprobar que en el amor cotidiano, en las expresiones cálidas, en las cosas simples está la felicidad.

Amor. Bondad. Unión. Ejemplo. Léxico de amor, todo eso y más simboliza mi abuela. ¡¡¡Te amo por siempre abu!!!

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Lo primero que veía cada día

Guillermo Vergani Mior

Donde yo nací casi todo era verde. Al menos yo veía casi todo verde (aun hoy miro más lo verde que otro color). Verde el pasto donde jugaba al sol, verde el parral en el verano, verde de la asombrosa huerta, verde oscuro de la bicicleta, verde, de los castaños y los nogales, del mandarino y el limonero…y el verde inmenso y profundo de los ojos de mi abuelo. Mi abuelo que jugaba conmigo en el pasto, que había podado cada año el parral protector donde comíamos y cantábamos canzonetas italianas, la huerta que parecía mágica tocada por su amor, cuando me enseñaba a desbrotar tomates y berenjenas con sus ma-nos fuertes pero tiernas, huerta que daba maravillas gigantes para mi metro de altura. El castaño y el nogal que plantó él ni bien pisó esa tierra y donde yo aprendí a trepar, a volar y a entender el idioma de los pájaros. La bicicleta que había viajado con él en barco y cruzado juntos el Atlántico. Esa misma con el canasto de mimbre donde el abuelo me llevaba a pasear por las calles arboladas de mi pueblo, donde viajaba feliz, oliendo a azahares y paraísos en flor hasta el arroyo mojándonos los pies con la excusa de juntar berro. La bicicleta donde me llevaba a la escuela en primer grado en los firmes inviernos aromando frío y a leña de chimenea. También fue la única ambulancia capaz de llevarme a toda velocidad cuando tuve mi primer herida importante, con mi abuelo pedaleando, como nunca, a toda velocidad. También era verde su bufanda y el banquito de madera donde cada mañana me servía el desayuno de mate y pan tostado con queso de rallar.

Por eso antes de todo, antes de hablar, escuché la música de su voz alegre y, antes de escribir, dibujaba sus zapallos enormes, sus tomates rojos, y a él aca-riciando la tierra para sembrarla. Antes de todo, antes de antes, está la sonrisa más hermosa del mundo, como una luz que me cuidaba de todo y la bondad infinita de sus ojos verdes. Es lo primero que recuerdo de mi vida, es lo primero que veía cada día.

Mañana será otro día más

Alicia Kliczkowski

Era una costumbre de toda la vida acompañar a mi madre en las veladas en que tocaba el piano.

Cuando ella movía la cabeza yo sabía que tenía que dar vuelta la hoja de la partitura.

Llegó un día especial, esperaba a mi segundo bebé, pero igual acompañé a mi madre hasta los minutos previos a salir corriendo a la maternidad.

Ya en la calle, mi marido Juan, manejaba nervioso y me decía: falta poco, ya llegamos y me preguntaba si había sido necesario esperar hasta el último mo-mento.

Apenas bajé del auto me acercaron una camilla, corrieron las cortinas de am-bos lados del corredor

Y… nació Camila.

Juan estacionó el auto y cuando entró preguntó: “¿Dónde está la señora que vino a tener un bebé?”. “¡¡¡Ah!!!, ¿la señora que tuvo una nena?”. “No, no, la se-ñora que vino a tener un bebé”. Juan no entendía que su hijita había nacido y era hermosa.

No se cansaba de mirarla, decía como todos los padres. “Es la más linda del mundo”

Pasaron los años, la familia se fue agrandando y yo seguía acompañando a mamá en los encuentros musicales. El auditorio crecía, sus nietos iban a escucharla y la miraban con mucho cariño. A ella se le iluminaban los ojos al ver a esos chicos tan pendientes de su música y terminaba tocando canciones infantiles.

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Esto duró hasta que se hizo mayor. Luego tomé su lugar y fue Camila la que daba vuelta las hojas de las partituras. Las veladas siguieron, siempre tuvimos presente a mamá y no faltaba quien dijera: tocas el piano casi tan bien como tu madre y para mí era un placer enorme escucharlo.

Esas reuniones familiares, con amigos o con gente que me escuchaba por pri-mera vez, eran tan emotivas que eran un granito más que agregaba al sabor de la vida.

Mi abuela

María del Carmen Jramoy de Trombotto

A mi abuela, Fernanda Quiroga Coceres, la conocí recluida siempre en los lími-tes del rancho de mamá, aunque por haber tenido cinco hijos, todos de padres diferentes y por ello supongo que antes debió haber vivido una vida distinta.

La recuerdo delgadita, muy morocha, con su larga pollera y un eterno pañuelo anudado a la cabeza, sentada en un banquito bajo, conmigo en brazos, creo que yo tendría unos tres o cuatro años, mostrándome las bandadas de pájaros negros que al amanecer partían desde la plaza central de nuestro pueblo y cruzaban sobre nosotras en raudo vuelo, que según la abuela, lo llevaban a “sus trabajos diarios” y que volvían a sus nidos de plaza, indefectiblemente en cada atardecer.

Mamá y la abuela eran lavanderas, de grandes atados de ropa ajena que eran llevados a casa para tal fin; “llevados” es una forma de decir, los llevaba mamá y yo la acompañaba.

Nunca supe por qué mi abuela nunca trasponía el portón del rancho, sin tener ninguna discapacidad. Pero no traía la ropa, ni el agua, no hacía los manda-dos… ¡¡¡no iba a ningún lado!!! Solamente hacía la comida y ayudaba a mamá a lavar la ropa.

No teníamos agua corriente, debíamos traer el agua con grandes baldes de la-tas que fueron de remedios veterinarios y que mamá y yo llenábamos de agua en la canilla pública, distante dos cuadras de nuestro rancho y que acarreába-mos pendiéndolos de un palo de escoba que sosteníamos por los extremos.

El ámbito del lavado era casi el centro del patio, bajo la sombra del paraíso, cer-ca de las calas. De cuclillas, mamá y abuela lavaban esas interminables ropas ajenas. Toda el agua sucia y jabonosa, iba a las calas que siempre retribuyeron con sus blancas flores destinadas a nuestros muertos, a quienes aprendí a hon-

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rar desde la más tierna infancia.

Abuela me contaba cuentos de su inventiva. Hablaba casi siempre en guaraní con mamá, pero ambas impedían que yo lo aprendiera, porque creían que ello me haría inculta.

Abuela Fernanda vivió hasta el 5 de julio de 1962, siempre cuidada y atendida en todas sus necesidades por mamá. Murió de tuberculosis, enfermedad muy frecuente en esa época, en el Hospital Civil de Curuzú Cuatiá.

A la fecha de la muerte de la abuela yo estaba pupila, cursaba el segundo año de magisterio y pasaba uno de los periodos más dolorosos de mi vida, alejada de mamá y de la abuela… y en cautiverio.

Después de enterrar a la abuela, mamá llegó al colegio toda vestida de negro, siempre con el consabido atado de ropa lavada (en este caso la mía). Supe de inmediato al verla que su amada madre había muerto y que me la ocultó, por miedo a la contagiosa enfermedad.

Abuela Fernanda es un recuerdo dulce en mi vida, pero escaso, evoco por ejemplo su “Chaque Honoria el memby” (cuidado Honoria, la niña), anticipan-do que me acercaba para dejar ambas de hablar en guaraní, porque me volve-ría “saguaá” (inculta) ¡¡¡Cuan equivocadas estaban, cómo querría haber apren-dido el guaraní de mis mayores!!!

En memoria de mi abuela, mi segunda hija lleva su nombre.

A ella encomendé finalmente la más penosa misión derivada del dolor más grande que el destino me deparó: cobijar en su regazo de tierra, a mi bebé, Martín Miguel José que murió, naciendo en 1975 y a quien conoceré recién cuando yo también me muera. Sé que nadie mejor que ella para recibirlo en el cielo, donde ya abierta a toda la sabiduría, no le habrá negado el aprendizaje de la dulce lengua de nuestros ancestros.

Estos pretendidos versos concluyen mi homenaje:

Abuela

Tan lejanaen el tiempo

tu imagenviene a vecesdulce y tierna

como los viejoscuentos queinventabas

cariñosay etérea.

Las bandadasde pájaros

te traeny te llevan

en su vuelopor un cielode ángeles.

Donde túvelas uno

que me espera.

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Mi abuela Carmen

Alicia Passano

En unos días cumple 102 años, se llama Carmen y es mi abuela. Nos conoce-mos desde siempre, mi infancia está plagada de canciones, juegos y rondas compartidas en vacaciones, cuando con mis primos nos quedábamos en la casa de los abuelos. Eran hermosos los momentos en que jugábamos a la pe-luquería, la abuela –por supuesto-, nuestra mejor cliente, siempre paciente, dejándonos ensayar los peinados más extravagantes en su hermosa cabellera.

Hace un tiempo vive en casa con mi mamá, que es su hija mayor. Formamos un equipo de mujeres, nos sostenemos y cuidamos la una a las otras. Desde la convivencia he aprendido las cosas más importantes de la vida, expresadas con lenguaje claro, sencillo, de una manera tan natural y obvia, que sorprende el no haberlas visto antes.

“¿Te diste cuenta que hoy la gente no canta?, antes las personas hacían las co-sas cantando, silbando” rememora cuando, muy joven, en su pueblo, Coronel Seguí, para ayudar a la precaria economía familiar lavaba ropa ajena en una batea, con agua fría que jugando, bombeaban manualmente los chicos entre saltos y risas. “Un día en el que no se ha reído, es un día perdido”, expresa con convicción.

Cada momento de la vida es un momento maravilloso en el que descubre los detalles que hacen la diferencia entre correr cumpliendo con las obligaciones cotidianas y disfrutar del verdadero vivir.

Muy joven conoció a quién fue su compañero durante muchos años de vida, con él se casó y tuvo cinco hijos, seis nietos, ocho bisnietos y dos tataranietos. Esta mujer, de frágil figura que apenas pasa los 42 kg, crece en valor y fuerza de voluntad. Ha pasado penurias, que resultaron suavizadas por una visión amo-rosa de la familia. Conmueve verla caminar con lentitud y cierta dificultad hacia la cama de mi madre, su hija, para darle un beso, abrazarla y desearle pronta

mejoría cuando nota que está con problemas de salud.

Humildad y sencillez son su mayor fortaleza, los brazos extendidos que rodean, contienen, cobijan y son el refugio esperado luego de un día de trabajo.

Mi abuela tiene la sabiduría de los años. Está tan lejos de cualquier tipo de elu-cubración, envidia, celos que, casi diría, estar a su lado es estar cerca del cielo.

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Mi abuela Dorotea...

Margarita Mercedes CardosoAzul, Buenos Aires

Érase una vez, una dulce muchacha de origen español, de mirada clara y ca-bellos largos, que siendo muy pequeña se quedó huérfana y fue adoptada por integrantes de una comunidad de pueblos originarios, cuyas tolderías se erguían orgullosas en las cercanías de la margen izquierda del Callvú-Leovú (Arroyo azul).

Así, entre recuerdos de su primera infancia y las nuevas costumbres, el tiempo transcurrió....y formó una hermosa familia con un joven del lugar (no aborigen) con quien tuvieron once hijos; cuatro mujeres y siete varones.

Los años pasaron....y la vida la convirtió en mi abuela materna ¡¡¡Dorotea!!! ...y desde entonces ella pasó a ser uno de los seres que más amé en mi vida y forma parte de mis mejores recuerdos.

Siempre fue miembro de una familia humilde y muy trabajadora. Estas con-diciones hicieron que por ahí no pudieran tener demasiados estudios, pero sí una gran capacidad para transmitir conocimientos.

Mis recuerdos se remontan a mis primeros años, cuando disfrutaba enorme-mente de mis visitas a la casa de mis abuelos, casa construida por ellos mismos con paredes de adobe y techos de paja que siempre lucía impecable, tanto en higiene como en conservación....con amplios ambientes y un gran patio con aljibe y macetas muy florecidas...

Luego, era costumbre acompañar a mi abuela hasta la puerta grande de calle cuando se marchaba para entregar la ropa que lavaba para afuera, la que lleva-ba artísticamente calzada sobre su cabeza en un enorme atado y así caminaba muy segura y elegante.

Durante otros días de la semana, compartía con ella largas horas de charlas en las cuales me fascinaba escuchar las historias de tolderias, en las que no faltaban numerosas expresiones en la lengua quechua, que lamentablemente ya no recuerdo y que se fueron perdiendo porque la misma no tiene escritura. Así, en esos momentos, sentadas en un banco de madera que le había cons-truido mi abuelo, ella se dedicaba a hilar lana de oveja mientras yo le ayudaba a sacarle las impurezas. Era maravilloso ver sus manos trabajando, tan seguras, tan veloces, tan suaves... Una vez hecho el hilo, hacíamos las madejas en el “espagüe” como ella le llamaba; para luego proceder a su teñido.

Esta era otra instancia de su trabajo que a mi me encantaba. Con mi abuela, durante horas caminábamos por el campo recogiendo yuyos y plantas que luego les permitían conseguir los colores con los que teñiría las lanas. Que emoción sentía cuando después del proceso lograba los colores y las lanas tomaban distintas tonalidades.

Pero esto no finalizaba ahí...si no que luego mi abuela armaba su telar de ma-dera y sus manos se deslizaban como palomas tejiendo las coloridas mantas, que luego comercializaba para contribuir a la economía familiar...

...Terminada la jornada laboral, y después de dedicarse a las tareas que deman-daba el hogar, siempre tenía un lugarcito para seguir prodigándome sus mi-mos y sus cuidados. Así, nos dirigíamos a un cobertizo que tenía la casa, y allí compartíamos el mate, el mate cocido con leche o la cascarilla con leche (con la única persona y en el único lugar que yo tomaba leche), para lo cual encen-día un brasero de hierro con carbón de piedra y/o leña en el que calentaba la pavita tiznada que con un silbido nos avisaba que la merienda sería una realidad al final de la tarde....

Hoy mi abuela Dorotea ya no está...pero su recuerdo, su amor y sus enseñan-zas, estarán por siempre en mi corazón.

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Mi abuela, mi ejemplo

Julia Alicia Soraire Madariaga, Buenos Aires

Mi abuela tenía una extraña capacidad: mantenerse inconmovible ante mis travesuras y la de mis hermanos, aún en aquellas en las que más se esmeraba mi imaginación infantil.

Mi infancia transcurrió en un barrio tranquilo, para lo que el término significa-ba en la década de los años ‘70, pero los miedos maternos la habían limitado a un reducido patio cercado con un paredón y rejas, con lo cual, analizando ahora y muchos años después, el desarrollo de nuestra imaginación se poten-ció enormemente.

Liderando la producción de iniciativas, me encontraba yo, haciendo merecido uso de mi título de hermana mayor, enormemente jerarquizado familiarmen-te como portador de rol y estatus.

Cada vez que mamá debía internarse para dar a luz a un nuevo hermano o se enfermaba, impidiéndole esto desarrollar a plenitud su esforzada tarea, hacía su aparición la infranqueable presencia de mi abuela materna, Francisca para el mundo, “Pancha” para sus afectos.

Residente ella en Intendente Alvear, provincia de La Pampa, y nosotros en Itu-zaingó, provincia de Buenos Aires, lamentablemente no eran muchas las opor-tunidades en que disfrutábamos de su visita. Pero siempre había admirado en ella su equilibrio y serenidad, tal vez porque la contraponía a la exigida situa-ción de mi madre criando sola prácticamente a siete hijos, con las prolongadas ausencias de mi padre por motivos laborales.

Portadora de la serenidad y la calma que sólo proveen la experiencia y una vida transitada por dificultades que la obligaron a desarrollarlas y ejercitarlas permanentemente, a mi me enojaba no lograr, ni aún con la mas esforzada de

mis creaciones, escucharla levantar la voz, retarnos o enojarse, cosa que con mucho menos obteníamos de nuestra pobre madre.

Así mi abuela fue provocando, desde mis más cortos años, una profunda ad-miración que se fue incrementando con la información que me aportaban los relatos maternos. Miraba sus manos sufridas por el desgaste del tiempo y las múltiples actividades que desarrolló para llevar adelante una familia con diez hijos ella sola, viuda muy joven y con ausencia de la seguridad social en aque-llos años. A pesar de ello, esos dedos deformados por la artrosis se movían ágiles y sorprendentes guiando la aguja de crochet y la lana y yo, entonces, encontré a su lado un motivo que lograba mantenerme largos ratos sentada y tranquila para beneplácito de los mayores.

Ella me fue aportando su técnica y con la paciencia que, ahora que soy madre comprendo, sólo pueden tener los abuelos, me daba secretos para obtener puntos parejos, facilitar el tránsito de la lana de manera fluida y evitar que los ovillos de colores terminaran fusionándose en un desorden.

Me introdujo en los principios de la religión, cuando a partir de un cuadro que había en una de las paredes de su casa me habló de Jesús y de su amor y sacrificio por toda la humanidad.

Ella, muchos años después lo comprendí, entendía nuestra situación y en cada oportunidad en que quedaba a nuestro cuidado, omitía contarle a nuestra ma-dre lo mal que nos habíamos portado, pues sabía que con ello, sólo lograría sumar más limitaciones a nuestra ya comprimida infancia.

Cuando crecí y me convertí en esposa y madre, en la última visita que realiza-mos en su casa, pude en un arranque de afecto y admiración, decirle pública-mente cuánto agradecía la actitud que había tenido durante nuestra infancia, a pesar de nuestros mejores esfuerzos por desbordarla. Ella me contestó con muy pocos argumentos que nos quería mucho. Con esto se alivió enorme-mente mi remordimiento adulto, pero se incrementó en igual medida mi amor y mi respeto hacia ella. Ahora, desde la reflexión que me permiten los cincuen-ta años, creo comprender las motivaciones de su accionar: cuando se quiere tanto, como ella nos quiso, siempre se entiende y se encuentran los motivos

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para las actitudes de los seres amados, aún aquellas que nos duelen.

Hace muchos años que lamentablemente la perdí, pero me sucede con ella algo muy especial. Siento verdaderamente que no se ha ido. La mantiene muy presente mi admiración y el respeto que su recuerdo tiene. Al mirarla en una gran foto que tengo colocada en un lugar destacado de mi casa, le dedico los mejores esfuerzos y logros de mi día. Le hablo a mis hijos frecuentemente de ella, de su forma de ser, de su esfuerzo y su ejemplo que ha guiado la vida de mi madre y ahora la mía.

Cuando siento que las dificultades me desbordan, pienso en su serenidad y con ello reencuentro la fortaleza para superarlas. Cuando algo vincula su re-cuerdo directamente con el presente, me emociona ver cómo en los ojos de mi madre afloran las lágrimas y me dejo contagiar.

Haber transitado la vida y dejar un testimonio tan fuerte y tan marcado en su familia es un privilegio que no todos alcanzan y ella lo logró.

Mi abuela, mi madre

Graciela Isabel MöenBuenos Aires

Mi madre era demasiado joven para ser madre. Mi padre amaba demasiado las fiestas para ser padre. Mi hermano y yo vivíamos sacudidos por el desamparo y la zozobra del náufrago emocional.

Mi abuela nos amaba demasiado para ser sólo la abuela antes nuestras nece-sidades. El tazón de café con leche que siempre nos preparaba fue un elixir de vida. El aroma a jazmines del hogar que nos ofreció nos sigue acompañando -aunque ella ya no está físicamente- en cada momento importante de nues-tras vidas.

Mi abuela se convirtió en mi madre, nuestra madre: ¡la mejor madre del mun-do!

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Mi abuelo ídolo

Fabiana Villalba

Hay distintos tipos de abuelos... Cada uno tendrá su forma de ser. Sus años vividos, sus experiencias vividas.

El mío es ÚNICO... Hay tanto para contar de él. No hay mejor doctor que él. ¿Te duele la cabeza? ¿Estás engripado? ¿Estás mal del estómago?

El dice… los remedios no sirven. Y te hace un té... amaaaaargooo… que con apenas mojar el labio o sentís el olor y ya te sanás.

Los domingos cuando vamos a visitarlo siempre tiene guardado un poco de asado y pica en una maderita para que comamos todos juntos.

Y si no tiene asado porque cocinó otra cosa, nos da huevo duro (hervido) para comer, o nos hace pororó. Siempre golpeando la olla y diciendo el nombre de todos los que estamos. Según él explotan mejores los granos de maíz…

Cuando yo iba al colegio -uno que quedaba a media cuadra de su casa- con mis hermanos siempre pasábamos a saludarlo antes y siempre quería hacer-nos tomar un té con galleta.

No quería que vayamos sin comer algo porque nos desmayaríamos en el cole. Y eso que desayunábamos en casa. Y, aparte de eso, a las 6:30 am ya se sentía el olor a comida. Él ya estaba cocinando, después llegaba la hora de cocinar y ponía a calentar su sopa. Y, si pasábamos después del cole nos hacia sentar a comer si o si. Y si le decías: no, gracias, me duele la panza… ya te hacia un té.

Cuando vienen los domingos a casa mi mamá siempre quiere hacer el asado en el horno, pero el abuelo siempre quiere asarlo afuera, y si al final se termina haciendo en el horno él no queda quieto ¡ni un ratito! Siempre quiere arreglar algo.

La verdad es que quedan pocos como él… Grande... toda una vida recorrida pero todavía con tanto amor para dar y tantos nietos y bisnietos para malcriar.

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Mi abuelo Paulino

Jorge Ilifor VelázquezBuenos Aires

“Respeto es amor” es el lema para todo orden de la vida, en la cual hoy nos toca hablar de nuestros abuelos. Yo puedo contar mi historia de vida real; tres de mis abuelos cuando nací ya no estaban con vida, pero sí mi abuelo materno llamado Paulino y de él recuerdo sólo una anécdota.

Esto pasó cuando tenía cinco años, en la provincia de Catamarca (límite con Santiago del Estero), era un día de invierno, lloviznaba y hacía mucho frío. Salí con mi madre a las 8 de la mañana para llevar a pastorear a un rebaño de cabras, cuando mi madre decidió volver a casa, dejando a los animales en ese lugar de pastoreo. Allí emprendimos el regreso, pero en sentido contrario. Camina-mos, caminamos y no nos dimos cuenta que estábamos perdidos. Seguimos caminando desorientados y encontramos un puesto en el medio del campo, nos acercamos a ese lugar, nos atendió una señora a la cual le pedimos agua, la tomamos y luego seguimos caminando siempre en esa dirección contraria.

Yo con cinco años no podía razonar lo que estaba pasando, entonces segui-mos caminando por ese campo con la única compañía de unos perros que nunca se separaron de nosotros y yo me sentía protegido por ellos. Ahora lle-gando al medio día, sentimos hambre y sed, entonces para que mi madre no se preocupara le dije que iba a tomar el agua de la llovizna que se depositó en las hojas de las plantas. Y así luego seguimos caminado bajo esa llovizna fría, se hacía de tarde y luego de noche hasta que llegamos a un lugar llamado El Tala que es una estancia de un paraje, la dueña nos atendió y nos preguntó que hacíamos por allí y mi madre, ya cansada y preocupada, le contó que es-tábamos perdidos, todo mojados, con frió, con sed y mucho hambre porque ya habíamos caminado doce horas y muchos kilómetros bajo esa inclemente llovizna.

Entonces la señora nos hace pasar, nos pone cerca de una estufa a leña que

echaba mucho calor, nos dio ropa seca y también nos preparó un buen café con leche bien caliente con un aroma muy rico que aún hoy recuerdo cuando entro a algún café en Buenos Aires. Cuando estábamos tomando el café con leche y pan casero caliente, aparece como un milagro mi abuelo Paulino junto a un amigo que lo acompañaba, bajan del caballo y nos encuentran. “¡¡¡Qué alegría, mi abuelo nos encontró!!!”, le dije a mi madre. Terminamos nuestro café con leche y nos preparamos para el regreso a casa, nos despedimos de la se-ñora y su familia, agradeciendo ese gran gesto desinteresado de cobijo, tan típico de dichos lugareños.

Mi madre subió al caballo del amigo de mi abuelo y yo subí al caballo de mi abuelo, él me cubrió con un ponchito que me trajo para mí, emprendimos ese viaje siendo más de las 11 de la noche. En el camino mi abuelo me relata-ba todo el padecimiento y el temor de toda mi familia cuando no nos vieron regresar ese día, luego del pastoreo de las cabras. Muy cansado me quede dormido y al despertar mi mente registra hasta el día de hoy ese dulce sueño de niño sintiendo el amor, la protección, la aflicción y el cobijo con ese pon-chito que él había llevado para mí; lo hermoso es la sensación de sentirme tan respetado.

Este es mi fiel relato de vida, que me llevó a estrechar el vinculo con mi abuelo Paulino, y el gran aprendizaje del valor humano de que “El respeto es amor”.

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Nacieron mis nietas mellizas

María Cristina NogueraPergamino, Buenos Aires

En el bosque hay una enorme variedad de seres. En esta tarde templada de octubre camino entre naranjos, sauces y fuertes robles. Cada ser se eleva bus-cando el sol y abriendo las puertas de su alma. Todos somos seres de este maravilloso universo y vivimos buscando la paz en este santuario de la vida.

Hoy sobre el piso del bosque, algo húmedo, veo plantas muy pequeñas que se preparan para el verano. El arrullo de la armonía moja mi corazón.

Me detengo y en ese momento tan especial, con sorpresa, las veo. Son dos pimpollos que se abren a la naturaleza. Gracias vida por este regalo. Son pe-queñas las dos flores recién nacidas. El rosal, mi hija, las cuida, las muestra con orgullo, con fuerza las alimenta. Un grupo de aves alegres revolotean y cantan el aleluya.

Mi alma algo inquieta sueña con el mañana. Ellas, mis nietas Lina y Amelia, se-rán dos rosas que dejaran aromas en el bosque de la vida. Yo les enseñaré que el respeto es un valor importante para vivir en esta sociedad.

Para toda la vida

Jonatan Folgar ParisiBuenos Aires

No hace muchos años atrás recuerdo al niño que fui, criado en la casa de mi abuela materna, la “Nonna” como le decíamos con mi hermano, o Doña Gracia, como la llamaban los vecinos.

La casa de la Nonna es muy grande, una planta baja con tres habitaciones, cocina, baño, comedor, garage y un fondo donde ella tenía una higuera, tres limoneros, un nogal frondoso y alto. Además de parcelas de tierra donde cre-cían distintas plantas y vegetales. Con tanto verde siempre aparecían pájaros y el lugar era muy agradable, gracias al aroma que brindaba un rosal de rococó.

La Nonna siempre nos traía regalos a mi hermano y a mí, como comidas que mamá no gustaba de darnos, ella misma tenía recetas propias y una salsa case-ra que a veces también hacía en abundancia para conservar.

Cuando ella venía alguna vez a buscarnos al colegio yo me sentía muy conten-to, aunque un poco culpable por ver el esfuerzo que ella hacía para caminar, igualmente predominaba mi alegría ya que no era usual que ella nos retirara.

Ella hablaba con marcado acento tano, y cando enunciaba frases populares de su patria natal, tenía la maravillosa costumbre de decírnoslo en italiano, luego preguntaba “¿entendieron lo que significa?”, y si no entendíamos algo, nos lo traducía.

Recuerdo particularmente las lecciones que nos brindó junto con mi herma-no, marcándonos a fuego en más de una ocasión. Quizás la más significativa era una historia que nos contó a cerca de dos hermanos que trabajaban el campo. Tras la cosecha separaron a la mitad los frutos de la labor. Cuando cayó la noche, uno de los hermanos, ya casado y con familia, se planteó que tenía suficiente dicha y no necesitaba tanta ganancia. Prefería entonces que su her-

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mano tuviese más granos ya que así también este último podría pasarla mejor. Así que tomó una parte de los granos que le correspondían y la llevó a la pila del hermano.

Paralelamente, el hermano del primero también esa noche se quedo pensan-do de la siguiente manera “yo estoy solo, no tengo familia que alimentar y de-penda de mi. No necesito tanta ganancia, le hace más falta a mi hermano, que tiene su vida realizada, con esposa e hijos que deben comer”. Pensado esto el hermano también fue al granero, tomó una parte de la cosecha y la llevó a donde su hermano aprovechando la noche.

Al día siguiente, cuando cada uno se despertó y fue a ver su granero, se en-contró exactamente con la misma cantidad de granos que habían repartido la jornada anterior.

Noche tras noche repitieron el proceso y día tras día amanecían con la misma cantidad de granos. Hasta que una noche ambos se encontraron en el granero y confesaron lo que hacían cada noche. Conmovidos uno del otro, terminaron por estrecharse en un abrazo y comprender el amor que se tenían.

Esta fábula llamada “Los Dos Hermanos Buenos” es uno de los regalos más her-mosos que me dejó la Nonna, y estoy convencido de que mi hermano bien podría ser uno de los personajes del cuento.

Nunca conocí a dos de mis abuelos (el Nonno y mi abuela paterna) pero mi Nonna fue tan espectacular que verdaderamente haberla tenido tantos años conmigo fue un tesoro que me dio la vida.

Su tono, sus modos, los mimos. Aún hoy el lugar donde me siento más a gusto sigue siendo esa casa maravillosa donde supimos hacerla renegar tanto con mi hermano y ser todos tan felices. Y si seguimos nuestras vidas teniendo en cuenta sus enseñanzas y mensajes, se que ella seguirá viviendo con nosotros mientras los transmitamos a la próxima generación.

Cuando tengas bisnietos míos Nonna, voy a poder verte nacer de nuevo.

Primera promoción

Fernando Nicolás FortunatoAzul, Buenos Aires

En la escuelita de Los Sauces la actividad se desarrollaba a pleno luego de las vacaciones de verano, los nuevos ingresados miraban con curiosidad las no-vedades que se mostraban a sus ojos, eran veinticuatro alumnos provenientes de distintas escuelas que comenzaban sus estudios secundarios, dicho núme-ro estaba formado por jóvenes de ambos sexos, ya que la institución era de escolaridad mixta.

Los primeros días sirvieron para que alumnos y profesores se fueran conocien-do, para “romper el hielo”, como se dice; y casi desde el primer día uno de ellos, Juan, comenzó a destacarse ya sea por su solidaridad, por su inteligencia, por su conducta o por su condición de líder.

Cuando el curso formó un equipo de fútbol él fue su director técnico, cuando se organizó el baile de fin de curso, el organizador, cuando se realizó la lección paseo fue…, y así una y otra vez se fue adentrando en el grupo, con el que se amalgamó hasta tener con todos una amistad que con el paso del tiempo se fue tornando más y más abigarrada.

Los años siguieron pasando, el grupo siguió avanzando en sus estudios, sola-mente fueron dos o tres compañeros quienes por distintos motivos se aleja-ron de la escuela, mientras Juan, que por otra parte tenía notas sobresalientes, era a esta altura el referente y guía del mismo, de manera que era querido y admirado por sus compañeros y profesores.

El tiempo siguió pasando inexorablemente y aquel grupo de casi niños que comenzó sus estudios hace años en la escuelita de Los Sauces, hoy es un gru-po que está cursando su último año de estudios secundarios, arribando ya al final para recibir el ansiado título y es por eso que todo el pueblo está conmo-cionado por la primera promoción de la escuela de la localidad.

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Por fin llega el día, todos lucen sus mejores galas, los alumnos sus guarda-polvos relucientes siendo los habitantes del pueblo quienes colman la capa-cidad del salón de actos. Los egresados esperan en la sala de música, desde allí marcharán hasta las gradas donde se ubicarán, mientras todo es charlas y anécdotas.

La señora directora hace su ingreso a dicha sala para poner en conocimiento de todos que: “En esta tan especial ocasión y por unánime acuerdo del grupo de padres, del grupo de alumnos y de las autoridades y profesores de la escue-la será encargado de portar la bandera Nacional, Juan, siendo escoltas Romina y Mariana”. Al oír esas palabras todos se conmueven y dos lágrimas bajan por el rostro del abanderado y se pierden en los abrazos de sus compañeros.

Durante el acto su rostro muestra alegría, ansiedad, agradecimiento y amor, cuando se oyen las notas del Himno Nacional otra vez las lágrimas invaden sus mejillas. Finalizado el acto protocolar se procede a la entrega diplomas, los alumnos son llamados y los reciben de manos de una autoridad. Llegado el turno de Juan, éste deja la bandera en mano de uno de las escoltas y a paso firme se dirige al centro del escenario, donde el ministro de Educación, invitado especialmente al acto y mientras deposita en sus manos el diploma, expresa: “Alumno Juan Di Pietro, mejor promedio, edad setenta y seis años”, y lo estrecha en un abrazo, mientras el salón de actos está a punto de estallar de tantos aplausos, gritos y alegría.

Juan se recompone y dice: “ Debo agradecer a este grupo de chicos que siem-pre me hizo sentir uno más de ellos, porque me respetaron, me escucharon y me ayudaron, todos fueron mis maestros y también quiero agradecer a este país, que cuando me vio llegar a él siendo un niño junto a mi familia que huía de la guerra, me recogió sin preguntar nada, tan solo haciendo realidad lo que dice una parte del Preámbulo de la Constitución Argentina, “… y para todos los hombres del mundo que quiera habitar el suelo argentino…”

La emoción le impidió seguir hablando, bajó del escenario, se sumó al trencito que habían formado sus compañeros y que cantaban “No se va… la promo no se va… la promo no se va…”

Puertas

Marta Graciela MiguezBuenos Aires

Mi abuela Susana vive en una buhardilla de una casa de pensión. Al doscientos de la calle Talcahuano se alzan tres puertas idénticas. Sobre cada una de ellas hay un rostro de mujer tallado en madera. En una de esas tres casas vive mi abuela. Una escalera de mármol conduce al tercer piso de un departamento en cuya sala, a mano izquierda, una puertita oculta una escalera caracol con peldaños de cedro. Por esa escalera se accede a la habitación de la abuela. Es amplia y luminosa, desde su ventana se ven las cúpulas de la Avenida de Mayo.

Cuelgan de la pared varias fotografías de una mujer de rasgos delicados y pes-tañas espesas. Hay un afiche de ella con una peluca platinada de su antiguo debut como María Antonieta. Otro más, con un traje flamenco y una fotografía, más ajada, de un grupo de coristas. Se la reconoce por sus hermosas piernas y la mirada siempre lejana. También hay unas fotos de mi madre con el gran moño azul del internado.

A los pies de la cama, casi oculto por un mantón de Manila, hay un baúl con muchos sellos de aduanas lejanas. Vino con ella desde un pueblo de Castilla que ya no está en los mapas y que sólo existe en mi memoria. Mi abuela no tenía aún quince años cuando la miseria la expulsó de su tierra con un pasaje de tercera rumbo a Buenos Aires. Dentro de ese baúl, plegado con extremo cuidado, guarda un vestido con profusos volados y una chaqueta de terciope-lo bordada con canutillos y lentejuelas. También conserva peinetones, manti-llas, abanicos y viejas partituras. Y guardados y envueltos en papel de seda los zapatos rojos de tacón grueso.

Dentro del cajón de la mesa de luz, amorosamente cubiertas con un paño de lana, guarda las castañuelas para que no se resfríen. Sobre la cómoda hay una polvera con un cisne, colorete y una cajita de metal que contiene una sombra, cremosa y azul, que huele a chocolate.

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Mi abuela con el tapado largo de nutria negra, un poco de rimel en las pesta-ñas, que aún son espesas, y la cartera de cocodrilo que hace juego con los za-patos, atraviesa conmigo la puerta giratoria del almacén de ultramarinos que está sobre Talcahuano. Pide un frasco de confites de almendra o de chocolate.

Luego vamos a tomar leche con crema y vainillas o, si hace mucho frío, cho-colate con churros en la Avenida de Mayo. El paseo termina en algún cine. No hay muchos lujos, la abuela vive de una magra pensión de la Casa del Teatro. No quiso jubilarse por no deberle nada a Perón.

“Es un fascista, igual que Franco”.

De vez en cuando envía una modesta encomienda a su familia en España, agobiada por las estrecheces de la posguerra.

Al terminar el paseo ascendemos con precaución la angosta escalera y, ya de noche, intenta dormirme cantando una canción con su voz, espesa y dulce como chocolate.

Aún tengo puestos los zapatos de tacón, el mantón de Manila y la cara man-chada de sombra azul.

A veces, para entretenerme, habla de un viaje en un barco que se mece bajo el cielo africano. Desde su camarote de tercera escucha risas y arriba, en la cu-bierta de primera, algunos pasajeros arrojan monedas por la borda y un grupo de negritos se zambulle en el agua a rescatarlas.

Otras veces habla de romerías, de verbenas y música. Hay siempre un balcón, una muchacha vestida de domingo, también hay un galán que da una sere-nata.

Vivió poco, no llegó a cumplir cincuenta años y nunca volvió a España.

Mi madre, de luto riguroso y lentes negros, vacila ante la terquedad de esas tres puertas que, empeñadas en su similitud, le impiden distinguir cuál de las tres nos llevará a la sala, a la estrecha escalera, a la buhardilla de donde hemos ve-

nido a recoger el baúl, los afiches, las fotos, las negras y arropadas castañuelas, el escaso legado de esa mujer que en vida fue mi abuela.

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Raíces de amor

Graciela Susana ActisAltos de Chipión, Córdoba

Los años pasan demasiado rápido, pero la felicidad y el respeto mutuo que me daban mis abuelos eran muy entrañables.

La educación que nos dieron fue muy fructífera, nos contaban de sus épocas de niñez y su educación. Nos adoraban tanto como nosotros a ellos, nos daban lo justo y necesario, siempre explicando el “porqué”.

Todos los días íbamos a jugar a su casa, sí, a su casa, como les cuento. Tenía un gran patio, una quinta enorme y, sin duda, el infaltable gallinero. Allí con mis primos, amigos y hermanos construíamos nuestra casita, era muy emocionan-te ver a mi abuelo ayudando para que tuviéramos el lugar de juego que tanto nos gustaba.

Me acuerdo cuando le ayudábamos en la quinta, sembrábamos, poníamos hilos con trapitos que cortaba la abuela para que los pajaritos no coman las semillas, nos enseñaban a hacer molinetes para también espantarlos, siempre todos unidos, ellos enseñando y nosotros aprendiendo.

Sí, a veces nos tomábamos el tiempo para hacer alguna travesura, le cortába-mos alguna zanahorias y chauchas para hacer la comidita de nuestro juego.

Nos invitaban a comer esas ricas pastas caseras con lindos olores a hierbas que hacia la abuela, eso sí, jamás faltaba el postre, lindas charlas y maravillosas sonrisas. Cuando terminábamos de comer, ayudábamos a la abuela a barrer, los platos eran lavados por la abuela y el abuelo los secaba, porque decía que los hombres también tenían que ayudar en las tareas del hogar, por eso es que hoy en día se los inculco a mis hijos.

Nos gustaba por la tardecita tomar unos ricos mates con ellos, mientras jugá-

bamos al veo -veo.

En las noches de verano, la familia se reunía en frente de la casa a tomar un jugo o alguna otra cosa que la abuela preparara mientras cuidaban de noso-tros, ¡¡¡claro que sí!!! , era infaltable el juego de las escondidas, recuerdo que nos escondíamos detrás de los abuelos y ellos nos resguardaban bien en nuestro escondite, siempre haciendo algún chiste exclamando; “¡¡¡Ahí vienen, guarda, guarda…!!!”

Siempre respetamos a nuestros abuelos, ellos son el amor más grande que nos dio la vida, son los padres de nuestros padres. Llevan cada año como cada arru-ga en su cuerpo, las que contábamos cada vez que nos levantaban en su falda, mientras el abuelo con sus besos nos pinchaba la cara con sus bigotes blancos.

Entonces le pregunte; “¿Abuelo, porque esas arrugas? “ Y él me respondió: “No son arrugas, son raíces que la vida fue marcando, es todo lo que he aprendido y se arraigan a mi cuerpo, para poder transmitírselos a mis nietos”.

Es por eso que en la actualidad me pongo a pensar en el motivo de sus ca-bellos desteñidos, es que nosotros ya estamos grandes, ya tenemos nuestros hijos y surgen nuevos abuelos, la generación cada vez va aumentando, pero siempre sin olvidar el respeto y las enseñanzas que nos fueron dejando.

Por eso el amor y el respeto que les tenemos a nuestros abuelos jamás se olvi-darán y la lucha de no querer se va haciendo cada vez más superficial.

Porque el “Respeto es Amor“, amor y respeto a dejarlos ser simplemente abue-los, a comprenderlos y entenderlos y debemos saber que sin ellos no seriamos cada uno de nosotros.

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Recompensa

María Rosa BattilanaSan Justo, Buenos Aires

La abuela le cantaba a su nieta las canciones de Lolita Torres.

“Sabes, cuando yo tenía tu edad nos sentábamos en el césped de la plazoleta y Monina traía las letras que repartía para que todas cantáramos.”

Mientras le enseñaba a su nieta a fruncir el género que sería una pollerita para la Barbie, le parecía escuchar aquellas voces.

Ahora ya no cantaba, estaba muy triste porque hacía mucho tiempo que no veía a su nieta.

“Viste Juan, ya no viene como antes; te acordás que cuando iban al supermer-cado ella quería quedarse conmigo.

La abuela salió al patio a tender la ropa y sonrió al ver la manguera vivoreando en el piso, recordó cuando jugaban a que eran las vías del tren. “Dale Abu, yo salgo de esta punta y vos de la otra; la que recorre más antes de cruzarnos gana”. Sentía todavía su risita cristalina y contagiosa.

“Juan, hará quince días ¿no?, no viene, no llama...”

“Pero María, sabes que tiene mucho que estudiar”.

Con pena comprendía que los nietos cuando crecen tienen sus compromisos y se olvidan un poco de los abuelos.

María fue a buscar su remedio, era el último, al tirar el envase pensó que antes lo guardaba para jugar con su nieta. Todavía tenía el cartel “Farmacia y Perfu-mería July”.

“Juan, recuerdo un día que jugando le compré un frasco gotero y una caja vacía de comprimidos que le pagué con papelitos y cuando me fui, dejé el frasquito y ella me avisó que lo olvidaba. Yo la felicité y le expliqué que eso era ser honesta.”

María amasaba ñoquis como todos los sábados, “tal vez hoy venga”, pensaba. Cuando esparció la harina sobre la mesada le vino a la memoria el día que con su nieta jugaban a la heladería. Habían hecho un engrudo que mezclado con yerba era helado de pistacho, con azafrán de crema, con café de chocolate, el que no tenía nada era de limón. Después tenían que servirlos en vasitos con sus respectivas cucharitas.

“Abu seguí vos es mucho trabajo”.

María le explicó que no hay que abandonar las tareas, poniendo amor el traba-jo es más fácil y te da alegría ver lo que podés crear y lograr.

“Tenés razón Abu, con las cucharitas de colores quedó muy divertido y pienso que con remolacha puede ser de frutilla”.

María se alegró cuando le dijeron que el domingo vendrían, al colgar el telé-fono se acordó de un domingo cuando Juy era chica, le había dicho al abuelo: vos calláte, no sabés nada porque sos viejo.

“Abu, vení…”, dijo llorando por la reprimenda que le dio su papá.

María tuvo que consolarla y decirle que como ella estaba triste el abuelo tam-bién lo estaba, que no hay que ofender, hay que saber escuchar aunque no pienses igual. El abuelo te ama y merece tu respeto.

La abuela comprendió que esa niña de los juegos se perdió para siempre; la farmacéutica, la cocinera, la maestra, la veterinaria: “Abu traéme los peluches que estén enfermos”, la mamá que venía taconeando con los zapatones de la abuela y cargada con tres muñecas y un bolso. La que tanto reía en la piscina, la que corría por la playa: “Abu vamos a ponernos las botas” y se cubrían las piernas con la espuma yodada del mar y mil juegos más compartidos que la

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abuela guardaba con amor en su memoria.

Esa mañana Juan extrañado escuchó nuevamente cantar a María las coplas de Lolita Torres, era domingo y esperaba con alegría a su familia.

Tocaron el timbre y apareció una hermosa adolescente que sonriendo le dijo: “Abu te traje una sorpresa” y le mostró un premio ganado en su escuela por un trabajo que había escrito sobre el respeto, la honestidad y el amor al trabajo.

“Abu, me acordé de vos, te quiero mucho.”

Recuerdos en camiseta

Karina A. Perticará

Cierro los ojos y lo veo, sentado viendo pasar el tiempo o echando la siesta en la mecedora de mimbre con su camiseta blanca, siempre con su sonrisa pícara y su mirada profunda.

Mi abuelo era para mí una persona mágica. Sus brazos eran el lugar especial donde me relajaba hasta dormirme y, que a pesar de tener tantos nietos guar-daba para la más pequeña, unos mimos exclusivos y un lugar preferencial para hacerme upa.

El recuerdo me hace sonreír hasta hoy en día y me sigue poniendo orgullosa. A él le faltaba la pierna izquierda y ese muñón era mi trono, en el me enseñó a no temer lo diferente y a ser fuerte para afrontar las situaciones difíciles que la vida nos va poniendo en el camino.

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Respeto es amor

Enriqueta María Varchione de MorelliBuenos Aires

¡Qué lindo poder ir a Santiago, a la fiesta del Señor de los Milagros en Mailing! Exclamó esperanzado mi consuegro, que después de treinta años consecu-tivos de visitar ese pueblo, que es su pueblo de origen, existía la fuerte po-sibilidad de no poder concurrir ya que todos sus hijos tenían compromisos laborales que dificultaban el acompañamiento.

Ya que mi querido “Don Atilio”, de apenas 85 años, una operación de cadera que le cambió la vida y varios stent al corazón, pero con una alegría de vivir desmesurable, lleno de cariño, muy sociable, amable y con una enorme capa-cidad de amor a sus seres queridos (sobre todo después de perder a su com-pañera de toda la vida) intuía que este año se quedaría sin paseo.

Entonces con mucha nostalgia exclamé ante todos, que estábamos reunidos como casi todos los fines de semana, asadito de por medio, en su casa de Quilmes:

-Me encantaría ir con Usted, pero ya sabe que ando con pocas monedas, sino seguro que iba.

A los pocos minutos se acercaron sus hijos que emocionados y felices por lo que dije habían reunido todo el dinero para los viajes, la estadía y algunos regalitos.

Mi marido estaba feliz porque sabía que yo me sentía emocionada de poder acompañar a Don Atilio, y también porque todos depositaron su confianza en mi.

A los dos días partimos, el viaje fue muy bueno y llegar allá fue realmente una fiesta, descubrí un mundo nuevo, donde la humildad basada en el respeto ha-

cía que no tuvieras miedo, la sencillez de los pueblerinos te atrapaba, siempre atentos y simpáticos, tranquilos y serenos… como disfrutando el momento final.

Oramos mucho por los que se fueron y por los que están, comimos todo lo habido y por haber en platos regionales, disfrutamos de cada trago, de cada plato, de cada canción, de cada rincón de la casita alquilada, que con mucho amor y esmero estaba prolijamente decorada y muy limpita; de cada plegaria al Señor de los Milagros.

En fin, siento que viví algo único y maravilloso, conocí algo completamente diferente a mi querida vida de Buenos Aires, pero por sobretodo me llevo el recuerdo casi sagrado de verlo al abuelo muy feliz. Ojalá algún otro año pueda volver a visitar ese lugar donde el respeto y el amor brotaba de cada paisano hacia nosotros los visitantes, donde los viejos y los chiquitos eran valorados y bien queridos.

Por un instante tuve reminiscencias de mi infancia, en donde la vida social estaba basada en el amor y el respeto, éramos solidarios, demostrábamos mu-cho más seguido lo que sentía el corazón, como más puros. No sé, será que me estoy poniendo vieja, pero yo sé que hay valores que no deben morir jamás: lealtad, sinceridad, respeto, amor, trabajo, constancia, y alegría… Mucha ale-gría para desbordar y contagiar así al mundo entero.

Y muy contentos llegamos a casa, de vuelta, envueltos en el gran cariño de todos los nietos y familiares, repartimos los regalitos.

¡Que Dios los bendiga siempre y mucho! Con amor,

Enriqueta

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Respeto es amor

Gladys Mabel Suárez

Cuando ejercemos sentimientos que nos aproximan a una convivencia nor-mal, -solidaridad, afecto, comunicación-, nos convencemos de que es real nuestra necesidad de compartirlos Lo contrario, socava la calidad de vida de la sociedad, haciéndola insolidaria, agresiva.

Días atrás, escucho por radio, al conductor del programa, solicitarle a la au-diencia, un recuerdo de algún momento padecido en tiempos de la dictadura. Pensé, como si yo fuera a contestarle e inmediatamente surgió ante mí, una de las situaciones más desagradables y excesivas que, sin embargo, eran moneda corriente en esa época.

Uno de mis hijos, cursaba su secundario y era y es, amante del atletismo. Com-petía representando a su escuela. Las autoridades provinciales de ese tiempo, deciden premiar a todos los alumnos que habían ganado trofeos.

Invitan a la familia al estadio de una de las dos más importantes instituciones de la ciudad. Halagados por el logro deportivo del hijo, fuimos para acompa-ñarlo, aunque él concurriría a ese acto con las autoridades de su escuela.

Lo que vimos, nos paralizó el corazón. Soldados apostados en la entrada al Es-tadio, con ametralladoras, que a mí, me parecieron que ya estaban dispuestas para disparar. Ingresamos para subir a las gradas y desde allí presenciar el es-pectáculo. Los alumnos de las escuelas de toda la ciudad formados en la can-cha, esperando el reconocimiento y las familias mirando azoradas a soldados, tirados sobre las tribunas techadas, y en cuanto lugar creyeron conveniente, con armas en posición para nada tranquilizadoras.

Este recuerdo me sirve para compararlo, por oposición, al tema propuesto. Respeto es amor.

El término Respeto, nos propone, miramiento, consideración al otro, al prójimo.

Amor, es el término sublime que define al sentimiento imprescindible para que la convivencia sea saludable, armónica.

Mis nietos, hoy, pueden visualizar otro panorama. Asentados en nuestro relato leyendo e incluso conociendo a personas que han sufrido las consecuencias de un poder desmedido y comparando a través de la comunicación lo que sucede en cualquier parte del planeta.

Desde esa perspectiva, más amplia, me animo a pensar que no se permitirán un retroceso tan degradante y de tanto sufrimiento. Al mantener esta con-ducta, abierta, solidaria, alcanzarán la calidad de vida saludable, para llevar adelante sus proyectos siempre impregnados de ideal, que en un territorio así preparado sin dudas, fructificará.

Aunque la mayoría de los adultos aún arrastremos todas las formas de autori-tarismo, aún veamos en el otro al enemigo, es imprescindible intentar librarnos de ese encierro, abandonar esa piel gastada, emerger de ella, con una visión renovada del entorno, para que unidos en la diversidad, por medio del Respe-to y desde el Amor, brindarnos al hermano en dificultades. Seguramente, con el lema “respeto es amor“, logremos insertarnos en la calidad de humanos que honren la especie.

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Riquezas heredadas

Luis FornichelliLanús, Buenos Aires

Hace pocos días perdí a mi abuelito, al que tanto quería. Mi padre y mi madre trabajaban y él los suplió en mi educación y cuidado. Siento una profunda angustia en el corazón. En su homenaje quiero relatar parte de las historias y cuentos que me narraba. Me decía que en el barrio donde vivía se juntaban en las esquinas una cantidad de chicos y jóvenes y que para entretenerse ju-gaban en las calles con una pelota de goma o de trapo. Los domingos, como existían muchos baldíos, se habían armado canchas de fútbol y jugaban par-tidos entre equipos de otros barrios. El canchero, así se llamaba el señor que habilitaba el campo de juego, hacia también de réferi. Cada dos por tres se producían discusiones con los perdedores, que acusaban el árbitro de haber-les bombeado y lo corrían por toda la cancha para golpearlo.

En su esquina, él con un amigo habían tendido un cable como antena y por medio de una piedra galena y unos auriculares escuchaban emisores de radio. Las radios que fabricaban en esos tiempos eran a lámparas incandescentes y no estaban al alcance de muchos. Había en el barrio un joven un poco raro Carlitos, al que apodaban “el loco”. Él afirmaba en aquellos tiempos que por medio de auriculares y un percutor, la gente podría recibir comunicaciones telefónicas en la calle. Viendo el adelanto tecnológico de la actualidad, más que loco era un adelantado.

Con mi abuelo mirábamos los atardeceres y aprendí a amar y respetar la natu-raleza. Él decía que todos los bichos, animales, árboles, plantas y flores, entre otras cosas, eran creaciones de Dios. Cada uno de ellos cumplía una misión en la tierra, porque de lo contrario no hubieran sido creados. También me hablaba de la Luna, que iluminaba las noches y ejercía su poder sobre los mares y las plantas; que el sol nos da calor y energía y que lastimarlos era atentar contra la naturaleza, ya que ésta, a la corta o a la larga, nos castigaba por medio de lo menos pensado.

Se le llenaban los ojos de lágrimas, cuando me contaba que sufrió mucho el derrocamiento del General, los sicarios de la oligarquía destruyeron la funda-ción Eva Perón, donde trabajaba Evita en su obra benéfica. Él decía que si lo hicieron por venganza u odio, hubieran cambiado el nombre de dicha funda-ción para que siguiera funcionando. Al no hacerlo, demostraron que no les importaba el pueblo.

También me contaba mi abuelito, que una jovencita que vivía en su misma cuadra, vestía con una pollera que llegaba a sus rodillas. Ella producía el repu-dio de las señoras decentes, que la tildaban de descocada. Pienso que si esas señoras de esa época vieran como visten las jóvenes en la actualidad, seguro se desmayarían.

El abuelo me contaba que, cuando él era niño, la mayoría de la gente andaba en alpargatas y el trabajo escaseaba. Un solo vecino tenía un automóvil y era mirado como un potentado. Él decía que cuando llegó al poder el General Perón y se creó la clase media el trabajo abundaba. Era una realidad la justicia social, la defensa de los trabajadores. La compañera Eva Perón, llamaba cordial-mente Evita, se ocupaba personalmente de los desamparados.

Todos esos recuerdos me fueron trasmitidos mientas jugábamos. Sé que ahora estará en alguna estrella y desde allí es mi ángel de la guarda. Fueron tantos y tan sabios los consejos que me dio: que aprenda un oficio; que trabaje para ganarme el sustento; que no toque nunca nada que no me pertenezca; que no haga discriminación de ninguna clase; que ayude a todo el que pueda y ame al prójimo, como manda el señor; que no me quede con el dinero de na-die por medios, legales o ilegales, porque eso me dará riqueza material, pero perderé para siempre la espiritual. Cuando recuerdo todo lo que me enseñó, comprendo su sabiduría.

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Un día como hoy

Horacio Antonio Elorriaga

La tarde del verano arrecia. La quietud del viento parece remarcar a fuego len-to el calor estival… Ya te has levantado, te has puesto tu gorra vasca, la que no abandonas llueva o truene. Tu camiseta “frescolina” tiene agujeros que el hilo y la aguja en las hábiles manos de la abuela, no pueden tapar, merecería un cambio, pero te identifica, te quiero con esa camiseta agujereada y tu gorra a medio acomodar.

Llego después de la siesta, tomo mi banquito, me acerco a tu lado y te doy un beso. Mis hijos te saludan, repiten mi ritual y se van a jugar a la sombra de los añejos paraísos que parecen mostrar cicatrices como las de tu rostro. Algunas ramas parecen secas, pero siguen estando, imperturbables al paso del tiempo que como el ciclo de la vida parecerán morir en el otoño, pero renacerán en primavera.

Los mates amargos no lo parecen, tienen el sabor de la dulzura de tu ser, tu optimismo, tus ganas de vivir. Me cuentas de tu trabajo, del calor agobiante de estos tiempos, del partido de “mus” jugado en el bar y que ganaste ¡dos alfajores!, gran triunfo, gran….

Te pregunto si recuerdas cuando miramos el Mundial 78 en el boliche del Tito y me comprabas una “Coca” y masitas “Kokitos”, las que saboreaba como el manjar más exquisito jamás probado. Lo recuerdas, como no hacerlo, si me llevabas de la mano y me abrazabas a cada gol, ignorantes de lo que pasaba allá, en la Gran Ciudad.

Y en las elecciones del 83, arriba de los camiones gritábamos hasta cansarnos del triunfo de tu partido, el partido de los pobres, me decías y yo te acompaña-ba, ¿te acordás? Me comprabas banderas partidarias que aún conservo, no por ideología, sino como recuerdo de aquella hermosa época, tenía 12 años y vaya que nos divertíamos cuando la abuela nos retaba por llegar tarde a tu casa, a

esta casa, la que te sigue cobijando a pesar de todo.

¿Y cuando egresé? ¡Qué alegría! Prácticamente toda la secundaria viviendo con vos. Te merecías que fuera escolta, era lo mínimo que te podía ofrecer. Al menos tendríamos la foto de recuerdo…

Un día como hoy estuvimos juntos, el agua se ha enfriado, los mates ya no tienen sabor, la tarde ha transcurrido evocando recuerdos.

Un día como hoy, dejé volar mi imaginación y me trasladé en el tiempo, volví a sentir tu vos, tu mirada, tus caricias, volví a sentir que me tomabas de la mano y me llevabas por la vereda…

Un día como hoy dejé volar mi imaginación, porque un día… partiste, nos dejaste, te llevaste tu pava y tus mates amargos, te llevaste tu gorra vasca des-acomodada y tu camiseta con agujeros…

Un día como hoy, te llevaste parte de nuestras vidas…

En la foto de egresado hay un espacio vacío, el que nunca pude llenar si vos no estabas. El mismo año que egresé, en mayo del 89, Dios quiso que no es-tuvieras conmigo, seguramente te necesitaba a su lado, pero yo también te necesitaba. Siempre me preguntaré si eso fue justo, si esa deuda de la vida tiene sentido…

Creo que nunca encontraré una respuesta…

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Un ejemplo de vida

Bárbara Jorgelina LatorreBuenos Aires

La semana pasada estaba con mis compañeras reunidas en el patio del cole-gio hablando sobre pruebas, chicos, odios y otros asuntos ínfimos. De repente surgió un interesante debate.

-¿A quién admiran, chicas?- preguntó Lara inesperadamente. No sé por qué tenía ese interrogante, pero me pareció llamativo de conversar.

- ¡Ay!, yo adoro a los de One Direction cantan bien, son lindos y todo el mundo los conoce, contestó Gabriela con euforia.

- Por mi parte, creo que una persona inspiradora es Eva Perón, gracias a ella ahora tenemos tantos derechos – exclamó Micaela- y vos, Bar, ¿quién es tu gran ídolo?

- Mi abuela Quica, contesté firmemente y se quedaron mirándome con asom-bro, era todo un ejemplo de vida y ojala algún día llegue a ser como ella.

Mis compañeras me miraban con lástima. Supongo que esperaban que mi respuesta hubiera sido diferente. Supe después que se sintieron incomodas, ya que había fallecido unos pocos meses atrás y yo nunca quise tocar el asunto. Una de ellas pronto cambio de tema drásticamente de modo que, lo que dije, quedó en el olvido.

Sonó el timbre que le ponía fin al recreo. Subí las escaleras con Lara, que pare-cía estar interesada en mi opinión.

Bar, ¿por qué admiras a tu abuela y no a otra persona? ¿Qué cosa importante hizo?, me preguntó finalmente.

Mirá Lari, era una mujer cuya única preocupación era ser feliz. Disfrutaba cada momento, por más singular que sea, sabiendo que era único e irrepetible. Se daba todos los gustos y realizaba todo con dedicación y amor. Se dejaba llevar por sus instintos, la pasión que tenía por cada cosa la destacaba. En su adoles-cencia tuvo el coraje suficiente para enfrentar a sus padres y decidió venir a la Argentina, dejando atrás toda la fortuna que le ofrecían en España, comenzan-do aquí desde cero. Siempre me dijo que era una necesidad que tenia de irse y sentía en el corazón que este país era el indicado. Vino con la esperanza de vivir en bienestar y encontrar su identidad, que luego obtuvo. Creo que es gracias a ella que le tengo tanto amor y respeto a mi patria, me enseñó a valorar y a confiar en la Nación, ya sea en prósperas épocas, como en negativas.

Te entiendo perfectamente. Ojala pueda tener tantos buenos recuerdos de mi abuela, comentó Lara con decepción y entramos al aula.

Me quedé todo el día pensando en mi viejita. Me di cuenta de todo lo que la extrañaba y me hacía falta. No pude concentrarme en clase, miraba fijamente al profesor pero no prestaba atención a ninguna palabra que decía. Lo único que deseaba era irme a casa.

Cuando finalmente llegué, lo primero que hice fue revisar el antiguo armario de roble de Quica. Aún tenía guardada la factura de compra de hace más de medio siglo atrás en una tienda italiana de muebles artesanales, que imagino que no debe existir más.

Entre sus pertenencias había mucha bijouterie, pues era una dama coqueta y elegante. Le importaba la apariencia y creía que esta identificaba a una per-sona. Pensaba que una debía verse bella para sentirse bien. Además, una pe-culiaridad que también la caracterizaba era la simpatía. Tenía un don especial para ser aceptada por todos.

Ahí encontré cantidad de fotografías en blanco y negro, ordenadas cronológi-camente. Esa es otra cosa más que heredé de ella; el orden y la organización. Tenía la costumbre de escribir la fecha y el lugar de donde eran tomadas. Hallé fotos de mi familia; de mi mamá cuando usaba pañales, del bautismo de mi madrina y hasta de mi tío en su primer día de escuela, entre otras. Todas me

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causaron gracia y ternura.

A continuación, divisé una imagen que me erizó la piel y las lágrimas comen-zaron a deslizarse por mi rostro. Era una foto del año 2009 en la que estábamos mi abuela y yo en el patio de nuestra vivienda. En seguida, miles de gratos re-cuerdos atravesaron mi mente. Nosotras solíamos encargarnos de la jardinería, nos preocupábamos por cuidar las plantas y mantener agradable la vista. Por esta razón se debe mi cariño a la naturaleza y el medio ambiente.

Una singular pero alegre memoria se vino a mi cerebro; en ese mismo rincón unos veranos antes, mientras regábamos un jazmín oímos a nuestras perras ladrar y correr. Por ese motivo mi nana fue a averiguar qué estaba pasando. Caminó sigilosamente ayudada por su bastón y yo la acompañaba a su lado. Seguimos a nuestras mascotas hasta la terraza, donde las encontramos ju-gando con una indefensa paloma que habían atrapado. Inmediatamente mi abuela juntó fuerzas y ahuyentó a las caninas con su sostén. Cuando estas se alejaron, vimos al pájaro debilitado, pero aún vivo. En seguida, la anciana me pidió que le ayude a agarrar al ave. A mí me causó asco, sin embargo, ella lo hacía con naturalidad. Juntas la colocamos en una caja de zapatos y cuidamos del desamparado animalito hasta que se recuperó y pudo continuar su rumbo.

Si bien esa experiencia fue simple, a mi me dejo demasiadas enseñanzas que aún tengo presentes, como por ejemplo el afecto a los animales. Unas sema-nas atrás, me pasó algo similar, pero mi abuela ya no estaba. Por lo tanto me tuve que arreglar sola. Me costó, pero logré defender y cuidar al pichón. Me sentía orgullosa de hacerlo por mis medios, sentí que me parecía a Quica y estaba contenta por eso.

Pienso que con mi abuela establecí un vínculo que no pude establecer con nadie más. Ni siquiera con mi madre. Teníamos mucha confianza, yo no solo la veía como un familiar, la veía como una amiga, una especie de guía; diver-tida, cariñosa y mimosa, en la que podía contar mis secretos, pedir consejos y compartir momentos.

Quince minutos antes de su deceso me llamó y me dijo “te quiero” con sus úl-timas fuerzas, ya tenía 97 años y se encontraba muy debilitada. Poco a poco se

fue apagando como una vela, hasta que dejó de respirar y sus ojos se cerraron. Murió en paz. Tuvo una vida ejemplar; cumplió sus sueños, disfrutó, amó, viajó, aprendió. Fue feliz.

A pesar de que ya no la tenga a mi lado, aun la siento presente. Siento que desde algún lugar está guiándome por el buen camino para ser una buena persona. Gracias a ella soy quien soy, si bien me hubiese gustado tenerla junto a mí más tiempo entiendo que es el ciclo de la vida y en el momento que ella murió, otra vida tuvo comienzo en otra parte del mundo generando felicidad a una familia.

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Un tío abuelo que más que abuelo, fue un abuelo-padre-amigo

Maria Nelly E, MuñozVilla Mercedes, San Luis

Les relato mi historia: nací en una familia donde somos cuatro hermanos (eda-des: 52 y 48 varones, yo de 40 y mi hermanita de 37), y donde también vi-vían mi abuela materna-Petrona-, dos tías abuelas-Marcelina y Amada- y un tío abuelo-Vicente- (solteros-Amada falleció tres días después que yo naciera); después vino Secundina, la hermana mayor de mi abuela, porque había que-dado viuda y sin hijos ¿Cómo la íbamos a abandonar? Mi papá trabajaba en la Municipalidad (hoy jubilado) y el tío empleado ferroviario, así que no abunda-ba el dinero pero si la comprensión y el amor. Mis hermanos cuando fueron mayores se fueron a trabajar a Buenos Aires y ahí viven en la actualidad.

Como verán, re criados de abuelos, con todo lo que eso significa. Permisos, mañas, comida de la abuela, postres de la tía abuela y el tío abuelo el que nos llevaba a la escuela primaria cuando mamá no podía hacerlo, nos bancaba mientras estudiamos, fotocopias, meriendas; cuando fuimos creciendo las sali-das y por qué no de grandes, ya con nuestras familias algún fin de mes que no llegábamos, ahí estaba el tío. Pero por sobre todo esto, su amor incondicional y apoyo a todo lo que emprendimos.

Incluso con mis hijos, sus bisnietos. Tengo cuatro, uno con parálisis cerebral. Ahí estuvo el tío con su amor incondicional y su apoyo a pesar de sus años. Obvio que cuando a mi mamá se enfermó de alzheimer y falleció hace 4 años, el fue nuestro apoyo (también mi papa, nuestros maridos). Ella fue la que nos inculcó el amor por nuestros “viejos” que, como verán, fueron muchos. Creo que lo mejor que nos paso en la vida fue ser criados de abuelos.

Nos fueron dejando de a poco (es la ley de la vida), cada uno dejo en nosotros un ejemplo de vida pero sobre todos nos inculcaron a que siempre estemos

juntos en las buenas y malas, el amor y el respeto hacia nuestros mayores, que hoy aplicamos en nuestra vida diaria (mi hermana y yo trabajamos en ANSES) y es lo que tratamos de inculcar en nuestros hijos.

Escribo sobre Vicente porque necesitaría hacer un libro entero con tantos abuelos ¿no?, y porque es el más nos acompaño en esta vida; desgraciada-mente nos dejo el 06/6/2013 a la edad de 92, físicamente porque su amor in-condicional, los valores para que seamos hoy quienes somos estarán siempre en nosotros. Espero que nuestros hijos, hayan aprendido que lo que mejor que te puede pasar es un abuelo y que cuando ya no nos sirven, no los abando-nemos…

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Una anécdota de mi infancia

Rosa KrawiecBuenos Aires

Mi nombre es Rosa. Actualmente tengo 73 años, pero el recuerdo de mis abue-los maternos es tan intenso como si todavía estuvieran vivos. De muy chica con mis padres estuve radicado en Bolivia en la ciudad de La Paz a 3600 metros de altura. Mis padres se habían ido de la ciudad de La Plata para obtener un mejor pasar del que tenían como comerciante. Yo me acuerdo que cada tres años hacíamos el viaje en tren de La Paz a Buenos Aires que duraba una sema-na. Pera mamá ahorraba para poder ir a ver a sus padres y yo a mis abuelos, estuvimos súper contentos, como contábamos los días. Mi abuelo Jacobo que era un inmigrante polaco nos venía a esperar en la estación de Retiro. El iba hasta la punta del andén y ahí agitaba su pañuelo hasta que el tren se detenía. Luego de los abrazos enfilábamos hacia La Plata donde nos esperaban el resto de la familia y amigos que era numerosa.

Cómo me agasajaban mis abuelos los dos meses que yo estaba ahí, con el mate y mis tortitas negras. Yo les contaba esto a mis tres nietos que ya son grandes, los recuerdos vividos de aquella época, se me humedecen los ojos por la nostalgia. Es muy feo cuando uno se va del lugar donde uno nació, el desarraigo y todo eso. Ahora vivo en Buenos Aires y de vez en cuando viajo a La Plata (la ciudad de los tilos) y visito la casa de mi infancia y de mis abuelos, aunque ahora vive otra familia. Para mí el recuerdo es respeto y amor para siempre por ellos.

¡Una leyenda que no es tal!

Victoria Eugenia Verón Udrizard

Josep Udrizard, vino al país a los 20 años con su madre y una hermana, se quedaron vivir en Villaguay, provincia de Entre Ríos, eran suizos franceses y algo ocurrió en su país para que emigraran tan lejos; eran muy inteligentes y trabajadores, se pusieron a sembrar arroz, papas, batatas y fueron progresando hasta tal punto que formaron un pueblo que hoy es una aldea con todo lo que se necesita para vivir.

Este muchacho no tenía tiempo para tener novia y concurría a los prostíbulos cercanos. Entonces contrajo la sífilis por contagio, fue al médico de la ciudad de Villaguay y le dijo que no tenia cura pero un peón con el que hablaba le dijo que acuda al curandero de esos lugares que lo aconsejaría. Josef, hizo caso porque era casi un niño, pero se había echado al hombro a toda su familia. El hombre, famoso curandero se llamaba Monzón, lo revisó y le dijo que había una cura, pero era muy complicada y él contestó que lo haría fuese lo que fuese.

Tenía que viajar a Brasil y buscar a una africana para traerla a Villaguay y fue a los lugares donde vivían los esclavos que traían los portugueses para hacerlos trabajar en los desmontes y en las cosechas por un plato de comida, fue a un lugar que había un cacique que tenía muchas hijas hermosas y se las vendía muy caras, Josef se enamoró de una cuya belleza lo encandiló; la pagó con todo gusto y cuando se proponía subirla a la volanta el cacique le dijo que no se la entregaba sin casarse porque algunos después la traían de vuelta y reclamaban el dinero. Josef se casó y regresó a sus plantaciones con su mujer. Con el tiempo, la ciencia y los análisis de sangre se descubrió que los negros africanos tienen un tono más alto de vos, un tiempo de velocidad mayor en los músculos y una encima y una bacteria en la sangre superior a todas las demás razas. Josef amó a su mujer con toda su alma, le dio seis hijos, tres mujeres y tres varones, y falleció. Él se curó, con cada parto de Genera él sanaba más y ella se deterioraba hasta que su hermoso cuerpo no pudo más y se murió como

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dijo Monzón: le devolvió la vida a su esposo y le dejo seis hijos.

Una de ellas, llamada Aurelia, era mi madre; quisiera que pasen este relato que no es ningún cuento, sólo la realidad de la vida de mis abuelos. Quisiera que lo averiguaran, la Aldea todavía existe, mi abuelo vivió 130 años hasta que logro lo que había soñado y cuando vino a esta maravillosa tierra con una esperanza y su nombre quedó para siempre en esa hermosa Aldea que se llama Josef Udrizard, mi bisabuela vivió 105 años y acá estoy con mis 80 años soñando que alguien algún día contara la hermosa historia, de los abuelos de Victoria Eugenia Verón Udrizard, del pueblo de Villaguay Entre Ríos. No quiero ni pre-tendo un premio, solo el recuerdo de quienes lucharon tanto por este país y se merecen que así sea.

Vecindad

Noemí Beatriz StrocovskyBuenos Aires

Él es mi amigo.

La primera vez que lo vi, bebé de meses, iba en brazos de quien, lo supe des-pués, era su abuela; subían a un taxi (el papá lo maneja).

A veces, al entrar o salir de mi casa, nos cruzábamos, somos vecinos.

Me gusta, en algún momento del día, mirar la calle a través del vidrio. Algunas personas opinan que eso es curiosear; no estoy de acuerdo. No es la intimidad lo que veo, es la vida: la gente, apurada, a su trabajo; las madres llevando los chicos a la escuela; los camiones con mercadería; la lluvia y, lo más agrada-ble, las cuatro estaciones pasan frente a mí; las exhibe el árbol de la vereda. Ahora, del follaje verde intenso del verano, cobijo de gorriones y palomas, se desprende una lluvia dorada, última nota de color que desnudará las ramas, solitarias transeúntes del invierno hasta que, silenciosa, imperceptiblemente, irán vistiéndose con pequeños brotes, inequívoco anuncio de la primavera. El ciclo recomienza.

Él también marcaba el paso del tiempo. Llegaron sus primeros pasos.

Sonrío, la memoria me acerca una anécdota, me invita a detenerme y contarla: en varias oportunidades escuché, a través de la puerta, que él lloraba (era el niño más pequeño en el edificio). Un día me asomé y le di un caramelo; ya no lloró. Al día siguiente se repitió la situación y al otro y al otro… Finalmente, la mamá me contó que cuando se acercaban a mi puerta él comenzaba a llorar. A partir de aquel hecho, se generó la amistad que mantenemos, fortalecida, ellos, familia C. y yo, hasta el presente. Compartimos cumpleaños, despedidas de año, paseos, charlas.

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Más tarde llegó el tiempo de los paseos en triciclo. Y el tiempo de la bicicleta y el tiempo de aprender a nadar. Y la práctica de fútbol, que sólo disminuiría por el ingreso al secundario.

Ya en el jardín de infantes, demostró su actitud colaboradora, las maestras le contaban a su mamá que él siempre se ofrecía a ayudarlas.

Así continuó en la escuela, fue elegido, en varias oportunidades, como mejor compañero.

Cercano el fin del ciclo escolar, expresó su decisión de ingresar al Colegio Na-cional de Buenos Aires; afrontó el esfuerzo que significaba transitar el último grado de la primaria junto con la preparación para el examen de admisión. ¡¡¡Lo consiguió!!! Cursa el tercer año.

A veces le pido ayuda por algún inconveniente con la computadora. Siempre accede, sin mostrar disgusto.

Hoy, con quince años, se ha convertido en un robusto, dinámico, solidario ado-lescente, de espontánea sonrisa y saludo. En este punto debo destacar que él nació en un hogar donde es amado y respetado y recibe el ejemplo del trabajo y la honradez.

El valor del respeto entre las personas reside en que, cuando ayudamos a un no vidente o un anciano a cruzar la calle, cedemos el asiento, damos paso o simplemente sonreímos, abrimos la posibilidad de la convivencia.

Considero que el respeto (del lat. “respectus”, atención, consideración) es la condición imprescindible para todo vínculo humano.

Él es Lucas. Él lo manifiesta. Igual que muchos otros niños y adolescentes. Si yo tuviera un nieto, me gustaría que fuese como él.

Él es mi nieto del corazón.

Nosotros, mayores, fomentemos con el ejemplo el respeto por todo ser vivo.

Será la mejor herencia que podamos dejar. Porque el respeto es amor. ¿Y qué legado podría ser más valioso que el amor?

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Veranos en la chacra de la abuela

Raúl José Castronuovo

La abuela Rosa se sentaba siempre a la cabecera de la gran mesa que ocupaba casi todo el largo de la amplia cocina de la casona de la chacra. A su alrede-dor hijos, nueras y nietos completaban el cuadro familiar que se repetía todos los mediodías para el almuerzo. Mientras en la plancha de la cocina a leña se cocían humeantes churrascos o se impregnaba el aire con el aroma inconfun-dible del delicioso tuco preparado por la tía Felicidad, la conversación giraba sobre aspectos de la producción o la economía familiar.

Mis tíos, hombres rudos, curtidos por el trabajo, intercambiaban opiniones: lo-tes a sembrar, precios de los granos y hacienda, qué productos vender, cuál acopiador resultaba más conveniente…

En algún momento, como en un acuerdo tácito hacían silencio y dirigían sus miradas hacia la cabecera, desde donde la abuela dominaba la escena con su esbelto porte de mujer fuerte y la incomparable ternura de sus hermosos ojos celestes. Pocas palabras, a veces un simple gesto, significaban la aprobación o no sobre el tema tratado y su opinión pesaba a la hora de tomar decisiones.

Terminado el almuerzo y la limpieza, la abuela se sentaba en el largo corredor y conversábamos animadamente o nos contaba historias de su vida, hasta que uno a uno los habitantes de la casa iban desapareciendo en las habitaciones que daban al corredor para cumplir con la sagrada hora de la siesta. Entonces, sólo el canto de los pájaros en el monte o el mugido de las vacas podían inte-rrumpir el silencio mientras el sol derramaba su calor sobre la inmensidad del campo.

A mí me gustaba pasar las vacaciones de verano en la chacra, compartía el tiempo con mis primos, algo menores que yo, y me deleitaba la vida de cam-po; y aunque no nos estaba permitido a los chicos participar de los trabajos, era para mí una fiesta conducir el sulky llevando a la abuela al pueblo cercano

o de visita a chacras vecinas donde Doña Rosa –como todos la llamaban- siem-pre era recibida con agrado y respeto.

Han pasado más de treinta años desde que la abuela Rosa no está entre noso-tros, primero perdió la razón y tiempo después se fue con la paz dibujada en su rostro. Poco a poco también partieron los hijos que compartían la casa de la chacra, que en los últimos años era un hermoso edificio tipo chalet, premio al trabajo de aquellos hombres para quienes el bienestar de la familia era su principal objetivo.

Hoy, la chacra ya no pertenece a la familia, sin embargo basta percibir el aroma de un tuco, oír el trinar de un pájaro o sentir el calor del sol desplomándose so-bre el pasto verde, para que vuelvan a mi memoria los ojos celestes de la abue-la que desde la cabecera de la gran mesa marcaba, casi sin palabras, el rumbo de la vida familiar; entonces siento que mi amor de nieto es también respeto y admiración por aquella mujer que sin más escuela que la vida y viuda desde muy joven, supo salir adelante apoyada por el esfuerzo y trabajo de sus hijos.

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Yo admiro a mis abuelas ¿Por qué?

Iara Leal Trelew- Chubut

Por este motivo: Te voy cortando por parte, empiezo con mi abuela Cora. Bue-no, ¡¡¡ella es una laburadora mal!!! Tiene 74 años y reparte diarios. Se va a buscar los diarios a las 11 de la noche ¿Quién tiene tanta valentía hoy en día? Nadie prácticamente. Una vez que pasa por el diario Chubut va al Jornada y todo eso lo hace sola y ca-mi-nan-do. Llega como a las una y media de la noche y al otro día se levanta a las 6 de la mañana, se viste, lee la Biblia mientras toma mates, se hacen las 8 de la mañana y va a repartir hasta las 12 hs. Después cocina para sus nietos Dante, Terri y Lorenzo, los tiene como reyes, obvio, ellos siempre le agradecen todo. Es buena con todo el mundo, lo que necesitemos, ella está ahí para su familia.

También está mi otra abuela, se llama Raquel. Ella es la mejor abuela del mun-do, siempre está conmigo para lo que necesite, siempre me apoya en todo. Obvio, como toda abuela también tiene sus retos y su carácter. Yo siempre fui muy celosa con ella porque yo tengo un primo de seis años y con él siempre nos peleamos por mi abuela, es el típico juego de “A mí me quiere más que a vos”. Yo ¿cuándo me voy a quedar con ella?, los fines de semana, en cambio Alejo vive con mi abuela por su mamá, que también está viviendo con ella. Entonces cuando me voy a quedar con mi abuela, siempre dormimos con ella y nos peleamos por quién duerme a su lado. Pero no sólo me peleo con él, sino también nos ponemos en complot para hacerle un desayuno en la cama. Ella se pone re contenta y nosotros también. Cada día que va pasando pareciera que más fuertes se ponen. ¡¡¡Ellas son las mejores abuelas del mundo!!!

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