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130 MARIO CASTRO ARENAS Conquista del Arauco A manera de paréntesis de su reclamo sobré el Cuz- co, Almagro desplegó un ejercicio militar mayúsculo mar- chando a la conquista de la tierra del Arauco. En la hoja de servicios del viejo capitán, la conquista del Arauco sirvió para afianzar antiguos valores militares y fortalecer otros políticos. Su rol de responsable de la logística de las ex- pediciones abrió un margen de duda sobre su capacidad militar, dudas estimuladas por Pizarro en la discusión en la primera expedición al Levante. En las campañas del Darién no se menciona a Diego de Almagro, pues, como miembro de la tropa colectiva, no se individualizan sus acciones. Fue un soldado más, a diferencia de Pizarro, distinguido en las jornadas de Ojeda, Balboa y Pedrarias. Almagro debía mostrar, consecuentemente, con hechos notorios su temple militar. Le tocó hacerlo con una de las expediciones más severas de la historia de la conquista del Tahuantisuyu. Con una fuerza de 150 hombres, su hijo Diego y dos personajes indígenas aristocráticos, el prínci- pe Paullu, hermano de Manco Inca, y el Vila Orno, ingre- só por el camino de los incas de Paria a los desfiladeros de la cordillera, carentes, en esa zona, de los pasos y las gradientes labradas por mano del hombre, sello de marca de la ingeniería imperial. A los obstáculos de la natura- leza andina se agregó la resistencia indígena que le salió al paso en toda la ruta del pueblo cuzqueño de Paria a la tierra del Collao y las Charcas y en el territorio de los Dia- guitas en el flanco cordillerano del norte argentino. A ex- cepción del servicio de los naturales del Cuzco, hombres y mujeres de aquellas regiones de nieve perpetua se nega- ron a acompañar a los expedicionarios por su voluntad, por lo que recurrieron al cruel procedimiento de encade- narlos de día y de noche para que no fugaran. Apologis- tas de Almagro como Cristóbal de Molina no disimulan los episodios de crueldad que aquél ordenó:"... y cuando Anterior Inicio Siguiente

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Conquista del Arauco

A manera de paréntesis de su reclamo sobré el Cuz­co, Almagro desplegó un ejercicio militar mayúsculo mar­chando a la conquista de la tierra del Arauco. En la hoja de servicios del viejo capitán, la conquista del Arauco sirvió para afianzar antiguos valores militares y fortalecer otros políticos. Su rol de responsable de la logística de las ex­pediciones abrió un margen de duda sobre su capacidad militar, dudas estimuladas por Pizarro en la discusión en la primera expedición al Levante. En las campañas del Darién no se menciona a Diego de Almagro, pues, como miembro de la tropa colectiva, no se individualizan sus acciones. Fue un soldado más, a diferencia de Pizarro, distinguido en las jornadas de Ojeda, Balboa y Pedrarias. Almagro debía mostrar, consecuentemente, con hechos notorios su temple militar. Le tocó hacerlo con una de las expediciones más severas de la historia de la conquista del Tahuantisuyu. Con una fuerza de 150 hombres, su hijo Diego y dos personajes indígenas aristocráticos, el prínci­pe Paullu, hermano de Manco Inca, y el Vila Orno, ingre­só por el camino de los incas de Paria a los desfiladeros de la cordillera, carentes, en esa zona, de los pasos y las gradientes labradas por mano del hombre, sello de marca de la ingeniería imperial. A los obstáculos de la natura­leza andina se agregó la resistencia indígena que le salió al paso en toda la ruta del pueblo cuzqueño de Paria a la tierra del Collao y las Charcas y en el territorio de los Dia-guitas en el flanco cordillerano del norte argentino. A ex­cepción del servicio de los naturales del Cuzco, hombres y mujeres de aquellas regiones de nieve perpetua se nega­ron a acompañar a los expedicionarios por su voluntad, por lo que recurrieron al cruel procedimiento de encade­narlos de día y de noche para que no fugaran. Apologis­tas de Almagro como Cristóbal de Molina no disimulan los episodios de crueldad que aquél ordenó:"... y cuando

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no tenían indios para cargar y mujeres para que les sirviesen, Juntábanse en cada pueblo diez o veinte españoles o cuatro é cinco, los cuales parecían, y só color que aquellos indios de aque­llas provincias estaban alzados, los iban a buscar, y hallados, los traían en cadenas y los llevaban a ellos y a sus mujeres é hijos, y a las mujeres que tenían buen parecer tomaban para su servicio", ob, cit, 166. Cuando entraron a los vaües de Co-piapó encontraron, bajo compacta nieve, los caminos; se hundían las rodillas de los expedicionarios en la travesía. En sólo una noche murieron de frío setenta caballos. Más adelante, los valles de Chile les mostraron el esplendor de sus bosques, pero los capitanes y soldados almagristas los consideraron muy pobres porque allí no encontraron oro. Rodrigo Orgóñez, uno de sus capitanes más leales, que le aguardaba en Copiapó, aconsejó al viejo Almagro que no se empeñara en la conquista de una tierra donde no habían metales preciosos y los indígenas eran tan fie­ros como incivilizados, Emprendieron el regreso por el te­rriblemente desértico despoblado de Atacama "donde hay muy poco agua y yerba ni cosa verde", Molina, 172. Orgóñez le llevó documentos firmados por el rey y la noticia del levantamiento de Manco Inca. Entonces Almagro aceleró la marcha, tomando la ruta de Arequipa para encaminarse al Cuzco.

La amistad anudada entre el joven Manco Inca y el anciano Diego de Almagro había renacido al impulso de la enemistad común con los Pizarro. Algunos cronistas —Pedro Pizarro y Agustín de Zarate— sostienen que Al­magro tomó la iniciativa de enviarle mensajeros a Man­co Inca para concertar una entrevista, antes de llegar al Cuzco. Otros cronistas, como el sochantre Cristóbal de Molina, aseveran lo contrario, esto es que Manco Inca fue quien tomó iniciativa de cartearse con el conquistador. Fuese uno o lo otro, lo cierto es que surgió un cierto en­tendimiento porque Manco Inca, asegura Pedro Pizarro, le debía al Almagro el haber exterminado a su solicitud

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a dos cuzqueños hermanos suyos que conspiraban con­tra su aspiración de tomar la mascaipacha. Abonó a favor de Almagro haber llevado a la expedición al Aráuco a su hermano Paullu, que después se volvió pizarrista, y a su gran aliado, el Vila Oma, Manco Inca exploró el entendi­miento con Almagro, con la perspectiva de dividir más a los bandos cuyas desavenencias internas conocía. No se podría especular sobre un intento almagrista de concer­tarse con peruanos en detrimento de españoles, teniendo en cuenta que Hernando Pizarro también se carteó con el inca, argumentándole en la correspondencia que el gober­nador Pizarro era la verdadera fuente del poder político y no Almagro. No fue novedad, por lo demás, que españo­les e indígenas se concertaran y aliaran, habiéndolo hecho Hernán Cortés con los tlascaltecas en México, y Francisco Pizarro con los huancas, cañaris, chachapoyas, y con el muy joven Manco Inca en la retoma del Cuzco. Waldemar Espinoza Soriano. La destrucción del imperio de los incas. Reta­blo de Papel Ediciones. 1973.

Los vejámenes inflingidos por los Pizarro a Manco Inca durante su estada en el Cuzco inclinaban a éste a en­tenderse mejor con Almagro. Tanto es así que el sochantre Molina confirma que "el inca dio a entender que se holgaba de su venida y envióle mensajeros mucha(o)s y diversos, o es­cribíale cartas haciéndole saber la causa porque se había rev(b) elado, que es por lo que se ha dicho, y por otras muchas, quejá­base mucho de los vecinos del Cuzco diciéndole que le trataban al e injuriosamente y le escupían y orinaban y le tomaban sus mujeres; y de Hernando Pizarro solamente decía que le había dado gran cantidad de oro y porque no tenía ya más que dar se había alzado, y que él le quería venir de paz porque le tenía por amigo y le quería mucho; que le enviase allá algún españoKse omitió) amigo suyo porque le quería hablar, y Almagro le envió dos españoles y una lengua español que tenía muy bueno, que entendía muy bien los indios, y llegados allí los recibió bien", ob, cit, 178.

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Fue aprobada la entrevista con recelos de los dos lados. Convinieron en encontrarse en el valle de Yucay. Conspiró contra la realización del encuentro entre Alma­gro y Manco Inca, que éste temió ser víctima de una con­jura de almagrístas y pizarristas para prenderlo y envió quince mil hombres de guerra a Yucay. Los veteranos de Chile igualmente estaban predispuestos a no caer en una celada de los cuzqueños. Así pasaron de la desconfianza al enfrentamiento. Se produjo una refriega de una hora de duración, sin grandes bajas. Desilusionado por creer que no había español bueno para alianzas, Manco Inca se re­plegó mucho más en las boscosas montañas de Vilcabam-ba. Concluyó, por exceso de recelos por las dos partes, este conato de entendimiento entre Almagro y Manco Inca, que no se sabe hasta dónde pudo haber llegado si se hubieran unido peruanos y almagrístas contra los Pizarro.

Entretanto, después de la dura campaña de Chi­le, Almagro se decidió a tomar la gobernación del Cuz­co. Reunió las divisiones de Yucay y Urcos y envió una embajada al ayuntamiento del Cuzco con una copia de la capitulación de Nueva Toledo, reclamando que la ciudad imperial caía dentro de los dominios territoriales fijados por el rey. Los miembros del ayuntamiento se vieron en el dilema de definir los límites de la gobernación de Pizarro y la gobernación de Almagro, sin contar con medios geo­gráficos y topográficos. Plantearon una tregua a las partes para consultar a pilotos instruidos sobre la posición del río Santiago, tomado como eje de la dirimencia.

Prescott aborda el asunto de los límites con pondera­ción: "El real decreto ponía bajo la jurisdicción de Almagro a todo el país situado a doscientas setenta leguas al sur del río Santiago a un grado y veinte minutos norte del ecuador. Doscientas seten­ta leguas en el Meridiano, según nuestra medida, hubieran ter­minado los límites un grado antes del Cuzco, y apenas hubieran comprendido la ciudad de Lima. Pero las leguas españolas de de diez y siete medias por grado hubieran estendido los límites meri-

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àionales de la jurisdicción de Pizarro a cerca de medio grado más allá de la capital de los Incas, la cual de este modo recaía dentro del término de aquella jurisdicción. Sin embargo, la línea de divi­sión caía tan cerca del terreno disputado que racionalmente podía dudarse del resultado verdadero, no habiéndose hecho minuciosas investigaciones científicas para obtenerlo, a pesar de que cada una de las partes aseguraba, como sucede siempre en tales casos, que sus conclusiones eran claras e incuestionables", ob, cit, 150.

Fray Tomás de Berlanga, obispo de Tierra Firme, y Gaspar de Espinosa, presunto financista de la conquista, llegaron al Cuzco para mediar en la disputa; cada uno arrojó dictámenes opuestos.

La divergencia de carácter científico se iba a solucio­nar con medidas de fuerza. Hernando Pizarro se fortificó en el Cuzco, a pesar del pacto de tregua, mientras el ayun­tamiento examinaba las capitulaciones. Conociendo Al­magro la mala fe de quien nunca le entregó el original de la capitulación de la Nueva Toledo y tuvo conversaciones secretas con su hermano sobre el punto apenas llegó de Panamá, el ocho de abril de 1537 entró a la plaza del Cuzco con las espadas desenvainadas de los veteranos de Chile. Ordóñez sitió a Hernando y Gonzalo Pizarro en un galpón donde dormían y le prendió fuego para obligarlos a salir y entregarse. Todos los Pizarro, excepto el marqués resi­denciado en Lima, fueron encarcelados en un fulgurante operativo. Orgóñez y sus compañeros de Chile urgieron al mariscal a que los ejecutara, sin pérdida de tiempo, con­vencidos que el clan hubiera hecho lo mismo con él en si­milar situación. Poco tiempo después, al vencer al general Alfonso de Alvarado del lado pizarrista en la batalla del río Abancay, el mariscal se vio fortalecido hasta el punto de poder haberse dirigido a Lima para someter al goberna­dor y tomarle cuenta por sus deslealtades e ingratitudes.

Poco antes de las acciones de Almagro en el Cuzco, Francisco había pasado por las dos peores pesadillas de su trayectoria en el Tahuantisuyu.

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Una derivó del sitio e incendio del Cuzco, donde por ocho meses las huestes de Manco Inca tuvieron cercados bajo amenaza de exterminio a sus tres hermanos. Otra fue el asedio que soportó en la ciudad de los Reyes, por el cerco de las fuerzas de generales indios de Manco Inca, La posible resurrección del imperio inundó de pánico a Fran­cisco Pizarro. Desesperadamente, mando cartas pidiendo auxilio a Hernán Cortes en México, a Pedro de Alvarado en Guatemala y a Gaspar de Espinosa en Panamá para poder salvarse del ímpetu de la reconstruida maquinaria de guerra incaica. Mientras llegaban de Panamá las naves de Espinosa, de México las de Cortés, de Santo Domingo las del arzobispo Alonso de Fuenmayor y de Nicaragua las de Diego de Ayala, Pizarro, astutamente, ganó tiempo, envolviendo una vez más al crédulo Almagro con embaja­das de negociadores. A la vez movía sus piezas en el Cuz­co para movilizar a su gente y sobornar a los guardianes de sus hermanos en prisión.

Al retirarse de Lima las fuerzas incas, Pizarro rehizo su tropa con españoles llegados de Panamá, Nicaragua y México, fuerza mermada después de la derrota de Alonso de Alvarado y la deserción de Pedro de Lerma en Aban-cay. Su propósito inicial fue socorrer a sus hermanos atra­pados en el sitio del Cuzco, pero luego consideró enfrentar a las fuerzas de Almagro con los refuerzos llegados de los mencionados países. Sin embargo, detuvo sus fuerzas en Nazca al conocer la prisión de Hernando y Gonzalo y re­trocedió a Lima para maquinar una nueva ofensiva políti­ca. La mediación de Gaspar de Espinosa, su capitán en las jornadas panameñas, surgió de los intrigantes cerebros de sus asesores. Pizarro rehusó el combate abierto con Alma­gro, prefiriendo enredarlo con otras tortuosas considera­ciones sobre los límites territoriales de las capitulaciones, mientras Hernando maniobraba en el presidio del Cuzco.

Ordóñez demandó a Almagro la ejecución de Hernan­do y Gonzalo Pizarro, pensando que Francisco acusaría el

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impacto sicológico y militar de la pérdida de sus herma­nos. Otros, como Diego de Alvarado, hermano de Pedro, se oponían a la ejecución de los Pizarro, arguyendo que las huestes de los conquistadores españoles se desmoralizarían viendo el desencadenamiento de una guerra fratricida.

Almagro ingenuamente cayó en la emboscada po­lítica, optando por el reinicio de negociaciones. Nombró como representantes a Alonso Enríquez de Guzman, al factor Diego de Mercado y al contador Juan de Guzmán. Después de escuchar a los delegados almagristas, Piza­rro planteó la búsqueda de una salida pacífica y propuso que ésta se entregara a frailes amigos. Estos dictamina­ron, en contra de los intereses de Almagro, la liberación de Hernando Pizarro, la restitución del Cuzco y la des­movilización de los ejércitos. Asimismo recomendaron un encuentro de Pizarro y Almagro en la población de Mala. Mientras tanto, Gonzalo Pizarro y Alonso de Alva-rado sobornaron a sus guardianes y escaparon del Cuzco a encontrarse con el marqués. Almagro acató el dictamen frailuno. El encuentro con Francisco Pizarro en Mala fue una patraña, y pudo convertirse en una celada, como lo comprobó don Diego al descubrir que Francisco, después de abrazarlo y proclamar que haría honor a sus compro­misos, tenía tropa escondida en un cañaveral cercano a la población de Mala.

El desenlace de la contienda fue funestamente pre­sagiado por Gaspar de Espinosa al fracasar la negociación sobre los derechos del Cuzco: "El vencido vencido y el ganador perdido", dijo el abogado. Recordaría, asimismo, el achacoso capitán, la expresión lanzada por Rodrigo Or­donez cuando supo que entraba en negociaciones para li­berar a los Pizarro: "Un Pizarro jamás olvida una injuria, y la que éstos ¡van recibido de Almagro es demasiado grave para que la perdonen" Prescott. 152.

Almagro regresó al Cuzco sintiéndose comprometi­do con el acuerdo de Mala. No sólo liberó a Hernando

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Pizarro, sino que lo visitó personalmente, pidiéndole que olvidara los agravios en nombre de su antigua amistad. Más aún, instruyó a su hijo Diego que le escoltara hasta Mala, donde el viejo Francisco lo espolvoreó con azuca­radas alabanzas, asegurándole que las rencillas quedaban mitigadas después de un reencuentro tan auspicioso entre los viejos camaradas de la conquista. No demoró el viento en disolver el polvo de la cabalgata del joven Almagro a su regreso al Cuzco, cuando el marqués Pizarro, con el so­lemne desparpajo que signó su vida, instruyó a Hernando a que de inmediato se pusiera al mando de la tropa que él ya estaba alistando para recuperar el Cuzco y le ajustaran cuentas al crédulo Almagro.

La conducta errática, abúlica, en la defensa de sus derechos e intereses y como subordinada a los planes ma­quiavélicos de los Pizarro, lleva a la presunción que pro­bablemente las bubas o mal gálico que padecía de tiempo atrás ya le había corroído la razón. Después del fiasco de Mala, Almagro pasó de pronto, sin solución de continui­dad, de la ofensiva a la defensiva, dando a algunos la im­presión de que la entrevista con su socio le había perturba­do el equilibrio mental al punto de anularle la iniciativa. A partir del encuentro de Mala, Almagro fue como una som­bra del hombre que había sido el dínamo de la conquista. La secuencia de esfuerzos que va de la dura campaña de Chile a la toma del Cuzco y al encarcelamiento de los Pi­zarro se diluyó a partir del encuentro con Francisco. Aca­so la enfermedad venérea había llegado al último grado, atacándole el sistema nervioso y el cerebro; o, digámoslo con misericordia, el peso de los años gravitaba enerván­dole la correcta toma de decisiones. En resumen, Almagro estaba derrumbado a su retorno al valle del Cuzco; dán­dose cuenta del derrumbamiento físico y síquico, atinó en confiarle el mando a Rodrigo Orgóñez, a manera de com­pensación por los consejos que no atendió. Entretanto, Francisco Pizarro, con lucidez y energía, reorganizaba sus

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fuerzas y entregaba el mando a sus hermanos Hernando y Gonzalo para salir en persecución de Almagro y recuperar la capital de los incas, que nunca llegó a disfrutar.

Pizarro y Almagro dejaron atrás el menesteroso pa­sado en España y los días recoletos de ganaderos en Da­rían. En el Tahuantisuyu hubo oro para saciar la gula de ambos y de muchos gobernadores y capitanes. Su opaco origen de bastardos impecuniosos se elevó a las estrictas esferas de la nobleza de espada; uno, marqués de los Ata-villos; mariscal adelantado de Nueva Toledo, el otro. En el fondo, la disputa por la posesión del Cuzco era baladí. Pi­zarro todo lo tenía: máxima jerarquía política; tierras, oro, indios de servicio; título de nobleza: respeto y autoridad: el amor reposado de una princesa india de edad nubil. ¿Qué le llevó, entonces, a no compartir el poder que, en buena ley, también había ganado Almagro? ¿Qué fuerzas demoníacas le incitaron a violar contratos, profanar jura­mentos religiosos, degradar apoyos, emponzoñar la gra­titud y la fraternidad? ¿Por qué, en resumen, odió tanto a su compañero de armas, socio y camarada en las malas y en las buenas?

El final de Salinas

La batalla de Salinas canceló la fraternidad pizarro-almagrista. De la elección del escenario de la batalla a la distribución de fuerzas se sucedieron errores en el campo almagrista. Un pantano y un riachuelo dividían el campo de batalla. La caballería almagrista era superior a la piza-rrista, pero era inferior la infantería y la artillería. Rodrigo Ordóñez planteó el combate en una llanura que favorecía el despliegue de la caballería, pero no tomó en cuenta que estaba el terreno a la vera de una ciénaga. Hernando Pi­zarro ordenó que los artilleros se parapetaran en una emi­nencia de terreno favorable a las nuevas piezas de caño­nes y arcabuces llegadas de Santo Domingo y, desde allí.

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quebró la caballería. Ordóñez concibió que el pantano iba a ser inexpugnable para el despliegue de la caballería de Hernando, pero éste lo cruzó con gesto osado de tempe­ramento familiar. Cometiendo un segundo error, Ordóñez le salió al paso en forma prematura, queriendo derribar y fulminar a Hernando para desmoralizar a su gente. Con­fundió a Hernando con otro, o éste vistió a otro teniente con sus galas para engañar, y aunque logró derribarlo, cayó del caballo por la fuerza del encontronazo. Lo que buscó se ensañó en él. Los infantes de Hernando lo aco­saron. Espada vigorosa, repartió mandobles hasta donde pudo. Desarmado y viril, pidió entregarse a Hernando. Uno de los secuaces fingió que iría a llamar al general. Lo que hizo fue acercársele y asestarle una puñalada en el pecho. Luego le degollaron y pusieron la cabeza en una picota. Don Diego de Almagro, inutilizado por las bubas, montado en un caballejo, seguía de lejos las acciones. Al caer Ordóñez, y desbandarse las filas de su bando, com­prendió que su suerte estaba echada. Caricaturesco fue el intento de fuga para refugiarse en la fortaleza de Sacsa-yhuamán. Desde las graderías de colinas cercanas, los in­dígenas cuzqueños siguieron el espectáculo alucinante de la batalla en la que españoles luchaban contra españoles. Aullaron jubilosos a la caída de cada viracocha. Cuando concluyó la contienda, desvalijaron los muertos y vendie­ron las prendas en los mercadillos del Cuzco.

Hernando no cayó en las cavilaciones almagristas que le salvaron la vida y deliberó la muerte inmediata del mariscal. Zarate da cuenta que "como él entendió que mien­tras don Diego fuese vivo nunca acabaría de quietarse ni sose­garse la gente, porque en esta probanza y en otras que Hernando bizarro hizo halló en diversas partes motines de gente conjurada para venir a sacar de la prisión a don Diego y alzarse con la ciudad; por todo lo cual le pareció convenía matar a don Diego, justificando su muerte con las culpas que había tenido en todas las alteraciones pasadas", ob, cit, 613.

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Don Diego desfalleció al enterarse de la sentencia a muerte. Apremió a Hernando a que recordara cómo en circunstancia similar habíale respetado la vida. Ante la in­transigencia en el razonamiento político, apeló a lo huma­no: imploró le dejara fenecer en la prisión, pues estaba en las últimas por las bubas y era muy anciano. Hernando replicó que si le era inminente la muerte no le temiera a su adelanto y le increpó que se mostrara pusilánime. Invocó Almagro al Redentor, pero Hernando no se prestó a con­trapuntos más o menos teológicos ni aceptó la apelación al Consejo de Indias y le entregó al verdugo, consintiendo que le dieran muerte por sofocación y no le descabezaran a la vista de los vecinos cuzqueños. Otros conmilitones de Almagro, como Pedro de Lerma, fueron asesinados sin pro­ceso en lecho de enfermo. Las peores venganzas y arreglos de cuentas aterraron la población de la ciudad imperial.

El Marqués Pizarro partió al Cuzco para refrendar el señorío de los Pizarro. Gonzalo se fue al Collao y llegó hasta Charcas. Toda la tierra hasta donde se esfumaba el horizonte entre los elevados espacios andinos y en la tie­rra de los Llanos donde el sol se hundía en la mar del sur, llevó en esas horas de gloria momentánea el escudo he­ráldico de Francisco Pizarro y sus hermanos. El marqués regresó a los Reyes, llevando en la comitiva al hijo de Don Diego, sin percatarse que, con esa fingida protección seu-dopaternal, no impediría que, más tarde, con sangrienta caligrafía, el mozo Almagro escribiría su propio epitafio. Quedaban almagristas, aquí y allá, prestos a vengar la muerte despiadada de don Diego. "Era Diego de Almagro —recuenta Gomara— natural de Almagro; nunca se supo con certeza quién fue su padre. Decían que era clérigo y no sabía leer. Era esforzado, diligente, amigo de honra y fama; franco más con vanagloria, pues quería que supiesen todo lo que daba. Por las dádivas le amaban los soldados, que por otro lado muchas veces los maltrataba de lengua y manos. Perdonó más de cien mil ducados, rompiendo las obligaciones y conocimientos de los

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que fueron con él a Chile, Liberalidad de príncipe más que de soldado; pero cuando murió no tuvo quien pusiera un año en su degolladero. Tanto peor pareció su muerte, cuando él menos cruel fue, pues nunca quiso matar a hombre alguno que tocase a Francisco Pizarro. Nunca estuvo casado; empero tuvo un hijo de una india de Panamá, que se llamó como él, y al que se crió y enseñó muy bien, pero acabó mal, como después diremos", ob, cit, 237.

A pesar del ajusticiamiento de Almagro, subsistió el almagrismo, y con sangre en los ojos de los derrotados en las Salinas. Mientras se dispersaban los pizarristas, los almagristas se concentraron en Lima. Hernando partió a España. Gonzalo a Quito, con el nombramiento de gober­nador en el brazo. Francisco desdeñó el Cuzco y consolidó los Reyes como sede oficial de gobierno. El marqués no perdía pisada de Almagro el mozo y le quitó el servicio de indios para obligarle a que fuese a comer a su mesa y se alejara de los de Chile, desprovistos de sus bienes y rique­zas y condenados al ostracismo y a la pobreza. Confió al casquivano secretario Antonio Picado el seguimiento de los movimientos de los veteranos, pero éste no redobló la vigilancia del palacio de gobierno. Luego aparecieron in­dicios del ánimo rencoroso de los de Chile: se las ingenia­ron para colgar sogas de la picota en las casas de Picado y del doctor Juan Velasquez, justicia de varas. Sin embargo, el marqués no autorizó que se hiciera pesquisa de los au­tores de la colocación de los símbolos funestos. Pensó que los almagristas no tenían agallas para conspirar y mate­rializar venganza. Se convenció de ello cuando Juan de Rada, conquistador de la primera hora, amigo de él y de Almagro, le visitó para pedirle protección de guardas para Almagro el mozo, solicitud planeada para despistarlo de la conjura en proceso. Asegura Zarate que era público en los Reyes el concierto de los de Chile para matarlo y que muchos le dieron aviso de la conjura, pero él se mostró incrédulo y subestimó el coraje de sus adversarios. Tanto

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M A R I O CASTRO ARENAS

desvalorizó a los almagristas que no creyó las confiden­cias deslizadas a sus validos del palacio por un cura de la iglesia mayor que le visitó para confiarle que uno de los de Chile le había revelado, bajo secreto de confesión, la trama para ultimarlo. Creyó que el clérigo alentaba propósito de cobrar la confidencia con su ascenso en una parroquia que ambicionaba. Al momento de esas confidencias clericales, don Francisco estaba al tanto de la llegada del licenciado Vaca de Castro, enviado por la corona para recopilar in­formación sobre la ejecución de don Diego de Almagro y otras alteraciones de la tierra de las que él debía responder. En esa perspectiva de rendición de cuentas, el arresto de los Chile daría al enviado del rey una imagen de alboroto y desestabilización que perjudicaría al marqués. La vo­luntad de querer demostrar un cuadro de buen gobierno, indudablemente, le amarró las manos y abrió el camino a la venganza de los de Chile. Conocía también que Diego de Alvarado, hermano del capitán de Guatemala, había ido a la metrópoli con el propósito de acusar a Hernando Pizarro por los actos de atrocidad que le llevaron por mu­chos años a las mazmorras de Valladolid. Así, pues, por cuidarse la espalda, descuidó la garganta.

Los acontecimientos se precipitaron un día domingo cuando los de Chile se enteraron que el marqués no oiría misa en la catedral y temieron que lo hacía por seguridad y que saldría en pos de ellos. Sin perder tiempo, salieron a la calle a jugarse el todo por el todo, profiriendo gritos contra el tirano Pizarro a la hora del mediodía en que el marqués y los vecinos de los Reyes acostumbraban almor­zar. Al enterarse por indios de servicio de los gritos que alborotaban la ciudad, el marqués mandó a Francisco de Chaves a que abriera la puerta del palacio. Espada en ris­tre, el grupo al mando de Juan de Rada no respondió las preguntas que soltó Chaves y lo descuajeringaron a esto­cadas. El doctor Velasquez, con la vara entre los dientes, huyó por una ventana, seguido.de otros cobardes comen-

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sales. Pizarro y su hermano Francisco Martín de Alcántara dejaron la mesa y corrieron presurosos a la sala de armas a ponerse las coracinas. No pudieron atarse las correas de las coracinas por la ligereza del avance de los conjurados y salieron a enfrentarlos a pecho descubierto. Relata Zara­te que "como los de Chili vieron que se les defendían tanto, que les pondría venir socorro, y tomándoles en medio matarlos fácil­mente, determinaron aventurar el negocio con meter delante si un hombre de los suyos, que más bien armado estaba, y por em­barazarse el Marqués en matar aquél, hubo lugar de entrarle la puerta, y todos cargaron sobre él con tanta furia, que de cansado no podía menear la espada. Y así le acabaron de matar con una estocada que le dieron por la garganta, y cuando cayó al suelo pedía a voces confesión; y pidiendo los alientos, hizo una cruz en el cielo y la besó, y así dio el ánima a Dios", ob, cit, 632.

No hubo misericordia, sólo rencor, en la muerte de los socios de la conquista del Perú. Pareciera que la lucha mortal de Huáscar y Atahuallpa marcó una impronta trá­gica que determinaría que un hermano abatiera al otro, y que siguieran el mismo escabroso final los camaradas españoles que habían jurado ante Dios, perdonarse las ofensas y apoyarse sin recelos ni discordias. Sin embargo, ¿qué los llevó a su mutua y absurda destrucción? ¿el oro, deidad maléfica y perversa? ¿la ambición? ¿el egoísmo, la peor de las enfermedades del alma?

Quizás el egoísmo fue el pecado capital de Francis­co Pizarro. Porque ganó el oro en mucha mayor cuantía que los otros conquistadores, aunque no fue ostentoso en la exhibición de la riqueza. Ganó oro y poder engañando pérfidamente a Atahuallpa y a Manco Inca y traicionando a Vasco Núñez de Balboa y a Diego de Almagro. Desde el punto de visto de la moral de la conquista, su hoja de ser­vicios provoca arcadas de repugnancia ética. Más allá de posiciones subjetivas, más allá del antihispanismo, la re­visión objetiva de su actuación en tierras de América con­duce a conclusiones que podrían parecer destempladas

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a sus panegiristas, pero son justas, desapasionadamente hablando, sin afiliación ai campo de antipizarristas.

Al lado de Alonso de Ojeda no relumbró la solidari­dad. Abandonó la defensa de San Sebastián en el golfo de Urabá, dejando en la estacada a compañeros, a merced de loa indios flecheros. Se desmarcó de Ojeda en los peores momentos de su adalid y se pegó a Vasco Núñez, que lo incorporó a las faenas del descubrimiento de la mar del Sur. Luego se colocó a la sombra de Pedradas Dávíla cuan­do se desdibujó el poder de Vasco Núñez y no trepidó en ponerse al mando de la guardia que apresó al jerezano y lo entregó a Pedrarias, a sabiendas que lo llevaba al verdugo. Ganó encomienda de manos de Pedrarias y se unió a Diego de Almagro y al clérigo Hernando de Luque en la crianza y engorde de ganado que recicló su pasado de guardián de puercos. Cuando conoció el fracaso del noble y gentil Pas­cual de Andagoya suplicó a Pedrarias le diera licencia para llevar a cabo lo que debió corresponder, en justicia, a Vasco Núñez. Suscribió un contrato con Almagro y Luque para descubrir el imperio de los incas que obligaba a los socios a compartir en partes iguales los frutos de la conquista. A la hora del reparto de riquezas marginó flagrantemente a los socios. No hay registros que le diera la tercia parte a Alma­gro que le correspondía legalmente; y se quedó con la otra tercia parte de Luque, reclamada después por los descen­dientes de Gaspar de Espinosa. Fue a España para presen­tarse como conquistador único monopolizando títulos de poder, postergando deslealmente a su socio y camarada de armas con un cargo ridículo de gobernador de la fortaleza de Tumbes. Privilegió a sus hermanos, articulando una oli­garquía familiar despiadada que avasalló y despreció a su socio Almagro. Desconoció los derechos y la solidaridad política de quien manejó con habilidad y coraje la invasión de Pedro de Alvarado, negociando un arreglo político y económico que le puso a cubierto del riesgo de enfrentarse a un hábil y despiadado conquistador.

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Existen otros elementos que informan del comporta­miento de Francisco Pizarro. La carta de Hernando Piza-rro a los oidores de la Audiencia Real de Santo Domingo, escrita a su paso por esta ciudad en su viaje a España, omi­tió por completo la participación de Diego de Almagro y Hernando de Luque en las expediciones. Se circunscribió la carta a un resumen de la captura de Atahuallpa en la que su hermano Francisco fue protagonista principal. Esta carta delató el contenido excluyente de la información que suministró Hernando Pizarro en representación de su her­mano al rey y a sus asesores. Tanto Hernando como Fran­cisco escondieron en sus informaciones la extraordinaria colaboración que recibieron de los señoríos étnicos adver­sos a los incas, colaboración que se tradujo en términos de apoyo humano y militar de miles de indios auxiliares que combatieron en alianza con los españoles y aportaron vi­tuallas y aún servicio de mujeres. Si los hermanos Pizarro y los cronistas allegados al clan hubieran revelado que su llegada al Perú excitó la rebelión en frío de los señoríos sojuzgados por el imperio incaico, el monarca español no habría aceptado la versión idealizada de que poco más de un centenar de soldados dominaron el imperio que con­quistó dos tercios del territorio de América del Sur. Como sostiene Waldemar Espinoza Soriano'' muerto Atahualpa en Cajamarca y publicado por el Imperio su trágico fin, ya no sola­mente fueron los curacas sino también la gente común los que marchaban multitudinariamente en dirección al antiguo reino de Cuismancu. Iban a ofrecer sus servicios al caudillo español, y a través de éste, prestar juramento al rey de España. Mientras Atahualpa era velado en la iglesia de Cajamarca, Pizarro no des­cansaba recibiendo a las diferentes delegaciones que arribaban para rendirse ante su persona. A los Ruancas les interesaba un bledo que los españoles hubieran muerto al inca. Tampoco les interesaba que lo hubieran hecho por vengar a Huáscar como decían los cuzqueños. Para los nuanças, sencillamente signifi­caba la hora de su liberación. Por lo tanto la alegría de éstos fue

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inmensa. Ante la noticia del agarrotamiento de Atahualpa, do­cenas de reinos señoriales creyeron recobrar su independencia. Por lo menos así lo imaginaron en un principio. Muchos reyes destronados por los incas volvieron a recuperar sus poderes per­didos en el incario"f ob, cit, 94.

Gracias a las investigaciones de Espinosa sobre el apoyo de los huancas a los españoles, se comprenden las reticencias de algunos cronistas españoles que describen los espléndidos regalos de curacas a Pizarro en Caxamar-ca en lugar de organizar la reacción militar por la muerte de su jefe Atahualpa. En su trayecto de Caxamarca a Pa-chacamac, Hernando relata lo que pudo parecer una con­tradicción inca: "los caciques comarcanos me vinieron a ver y trajeron presente". Carta de Hernando Pizarro a los magníficos señores, los señores oidores de la Audiencia Real de Su Majestad que residen en la ciudad de Santo Domingo. Pero Hernando no se sorprendió de los obsequios indígenas a españoles, porque en Caxamarca vio el desfile de las delegaciones de curacas enemigos de los incas. Calla; es un premeditado silencio que tiene el significado político de la mentira.

Pues bien. La recopilación objetiva de los actos de Francisco Pizarro, desde su llegada a Panamá con Alonso de Ojeda hasta su muerte en Lima, trasuntan la historia personal de alguien que, para conseguir sus fines, se valió de abominables actos de codicia, ingratitud, deslealtad, ilegalidad, engaño y mentira, en menoscabo de españoles y peruanos del siglo XVL Fue, en el peor de los sentidos, discípulo de Pedrarias Dávila. No tuvo como conquista­dor la nobleza de Vasco Núñez de Balboa, el vuelo intelec­tual de Hernán Cortés, la intrepidez de Pedro de Alvara-do, el desprendimiento de Pascual de Andagoya, el coraje de su hermano Gonzalo en la revuelta de los encomende­ros. Gomara escribió en la Historia General de las Indias que "halló y tuvo más oro y plata que ningún otro español de cuantos han pasado a Indias, ni que ninguno de cuantos capi­tanes han sido por el mundo". Gomara no destaca que, en

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rigor. Almagro debió ser tan rico como Pizarro porque así lo estipuló el contrato de Panamá y porque ambos cele­braron misas y compartieron una hostia con y juraron re­cibir equitativamente las riquezas mal habidas con sangre y felonía. Cieza de León se espanta de cómo Pizarro faltó a su palabra con Atahualpa, Manco Inca y Almagro. Glo­sando el juramento de Pizarro y Almagro, Cieza denota su angustia de cristiano viejo y español honrado con estas palabras: "Esto que avéys visto fue el juramento que se hizo en el Cusco: consideraldo bien y notad lo que pidieron porque lo hallaréys en el discurso desta obra cumplido tan a la letra ques cosa de espanto y para temer de hazer tales juramentos, pues con ello tientan a Dios todopoderoso, el qual no permita de les condenar las ánimas como tanbién pidieron", ob, cit, 277.

Si lo dijo Cieza...

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