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Los Cuadernos del Pensamiento CONSUMO, NARCISISMO Y CULTU DE MASAS Cristopher Lasch MATERIALISMO Y CULTURA DE MASAS L a denuncia del «materialismo» america- no tiene una vieja tradición; sin embar- go, recientes acontecimientos la han devuelto nueva actualidad. La crisis de la energía, la derrota americana en Vietnam el affaire de los rehenes (*) o la pérdida de me{ca- dos . americanos . e? vor de los alemanes y de los Japoneses, hicieron renacer antiguas premo- niciones acerca de la relación entre la decaden- cia cultural y el acaso nacional. El know-how americano, a lo que parece, ya no domina el mundo; la tecnología americana ya no es la más avanzada; las instalaciones industriales se en- cuentran decrépitas; su red de carreteras y de transportes se deteriora. Se plantea la cuestión de saber si los desarreglos de la economía ame- ricana y el acaso de su política exterior no son acaso el reflejo de un acaso moral más pron- do; de una crisis cultural de alguna manera vin- culada al colapso de los «valores tradicionales» y a! surgimiento de una nueva moral autocompla- ciente. Según la versión derechista de esta argumen- tación, el paternalismo gubernamental y el «hu- manismo secular» corroyeron los ndamentos morales del tradicional espíritu emprendedor de los americanos, al tiempo que el pacifismo el «supervivencialismo» y los movimientos en' - vor del desarme unilateral acabaron por castrar a la política exterior americana y por quitar a sus hombres las ganas de seguir luchando por la li- bertad. Otra versión, más aceptable para libera- l�s y neoconservadores, recalca los ectos nega- tivos del consumismo. En julio de 1979 el presi- dente Cárter atribuía el malestar de la nación al espíritu de introspección y a la procura de cosas. La crítica convencional -por así decir- del nar- cisismo, vincula a éste con el egoísmo y consi- dera el consumismo como una especie de lapso moral que puede superarse mediante exhorta- ciones acerca del valor del trabajo y de la vida - mi_liar; deplora la quiebra de la disciplina del tra- baJo tanto como la popularización de la «moral- del juego», que vino a disminuir la productivi- dad y a minar el espíritu emprendedor del ame- ( * ) Se refiere el autor al episodio de los súbditos ameri- canos apresados, ocurrido hace unos años en el Irán de Jo- meini, y cuyo ustrado rescate supuso un duro golpe para el presidente Cárter. (N. del T.). -. 16 ricano Y, en consecuencia, a debilitar la posición competitiva del país en la concurrencia de mer- cados y, por tanto, la grandeza nacional. Una tercera postura surgió recientemente en respuesta a la crítica del «narcisismo». Un cierto número de periodistas y de sociólogos -Daniel Yankelovich, Peter Clecak, Paul Wachtel, Alvin Toffier, Theodore Roszak, Philip Slater o Mari- lyn Ferguson, entre otros- empezaron a argu- mentar que el aparente aumento de la «auto-ab- sorción» es tan sólo un subproducto de una se- rie de cambios culturales a la postre estimulan- tes y rechazan la idea de un malestar nacional o de una crisis de confianza. La sociedad indus- trial puede que vendrá a consolidar las conquis- tas del industrialismo con unas nuevas bases. Los críticos del consumismo -argumentan- ol- vida� el nómeno de abandono de la compe- tencia por el status en pro de la autosuficiencia, el descubrimiento de sí mismo, el desarrollo personal y las rmas no materialistas de «auto- realización». �a polémica sobre el narcisismo, que reaviva bo nuevas rmas antiguos debates en torno a la cultura de masas y el «carácter nacional» ame- ricano, suscita cuestiones de interés y sirve para llamar la atención sobre las relaciones entre los cambios sociales y económicos y los cambios en la vida cultural y personal. Mientras tanto, no obstante, el asunto permanece un tanto con- so. El concepto de narcisismo se nos muestra engañoso y oscuro, por mucho que parezca emi- nentemente accesible. Quienes consideran a la cultura industrial avanzada como una cultura nar- cisista no se dan cuenta de lo que tal consideración implica; mientras que quienes la asumen sin más �ir m _ ientos diría�e _que obedecen a un slogan pe- nod1stlco que se hm1tara a repetir banalidades mo- ralistas con jerga psicoanalítica. El narcisismo es u ? a idea co pleja que parece simple; una buena rmula, as1 pues, para la cosión. PRODUCCION DE MASAS Y CONSUMO DE MASAS Recientes controversias acerca de la cultura contemporánea han venido a crear una nueva �nte de consión: la incapacidad para distin- gmr entre una acusación moralista de «consu- mismo» -por ejemplo, el lamento de Cárter acerca de la obsesión por «poseer, por consumir cosas»- y un análisis que considera el consumo de masas como integrado en unos patrones más amplios de dependencia, desorientación y pérdi- da de control. En vez de ver al consumo como la antítesis del trabajo -como si estas dos activida- des respondieran a posturas mentales y emoci10- nales completamente direntes-, se impone el

CONSUMO, NARCISISMO Y CULTURA DE MASASMASAS Recientes controversias acerca de la cultura contemporánea han venido a crear una nueva fu nte de confusión: la incapacidad para distin

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Los Cuadernos del Pensamiento

CONSUMO, NARCISISMO Y CULTURA DE MASAS

Cristopher Lasch

MATERIALISMO Y CULTURA DE MASAS

La denuncia del «materialismo» america­no tiene una vieja tradición; sin embar­go, recientes acontecimientos la han devuelto nueva actualidad. La crisis de

la energía, la derrota americana en Vietnam el affaire de los rehenes (*) o la pérdida de me{ca­dos. americanos . e? favor de los alemanes y delos Japoneses, hicieron renacer antiguas premo­niciones acerca de la relación entre la decaden­cia cultural y el fracaso nacional. El know-howamericano, a lo que parece, ya no domina el mundo; la tecnología americana ya no es la más avanzada; las instalaciones industriales se en­cuentran decrépitas; su red de carreteras y de transportes se deteriora. Se plantea la cuestión de saber si los desarreglos de la economía ame­ricana y el fracaso de su política exterior no son acaso el reflejo de un fracaso moral más profun­do; de una crisis cultural de alguna manera vin­culada al colapso de los «valores tradicionales» y a! surgimiento de una nueva moral autocompla­ciente.

Según la versión derechista de esta argumen­tación, el paternalismo gubernamental y el «hu­manismo secular» corroyeron los fundamentos morales del tradicional espíritu emprendedor de los americanos, al tiempo que el pacifismo el «supervivencialismo» y los movimientos en' fa­vor del desarme unilateral acabaron por castrar a la política exterior americana y por quitar a sus hombres las ganas de seguir luchando por la li­bertad. Otra versión, más aceptable para libera­l�s y neoconservadores, recalca los efectos nega­tivos del consumismo. En julio de 1979 el presi­dente Cárter atribuía el malestar de la nación al espíritu de introspección y a la procura de cosas.La crítica convencional -por así decir- del nar­cisismo, vincula a éste con el egoísmo y consi­dera el consumismo como una especie de lapso moral que puede superarse mediante exhorta­ciones acerca del valor del trabajo y de la vida fa­mi_liar; deplora la quiebra de la disciplina del tra­baJo tanto como la popularización de la «moral­del juego», que vino a disminuir la productivi­dad y a minar el espíritu emprendedor del ame-

(*) Se refiere el autor al episodio de los súbditos ameri­canos apresados, ocurrido hace unos años en el Irán de Jo­meini, y cuyo frustrado rescate supuso un duro golpe parael presidente Cárter. (N. del T.). -.

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ricano Y, en consecuencia, a debilitar la posición competitiva del país en la concurrencia de mer­cados y, por tanto, la grandeza nacional.

Una tercera postura surgió recientemente en respuesta a la crítica del «narcisismo». Un cierto número de periodistas y de sociólogos -Daniel Y ankelovich, Peter Clecak, Paul Wachtel, Alvin Toffier, Theodore Roszak, Philip Slater o Mari­lyn Ferguson, entre otros- empezaron a argu­mentar que el aparente aumento de la «auto-ab­sorción» es tan sólo un subproducto de una se­rie de cambios culturales a la postre estimulan­tes y rechazan la idea de un malestar nacional o de una crisis de confianza. La sociedad indus­trial puede que vendrá a consolidar las conquis­tas del industrialismo con unas nuevas bases. Los críticos del consumismo -argumentan- ol­vida� el fenómeno de abandono de la compe­tencia por el status en pro de la autosuficiencia, el descubrimiento de sí mismo, el desarrollo personal y las formas no materialistas de «auto­realización».

�a polémica sobre el narcisismo, que reaviva baJo nuevas formas antiguos debates en torno a la cultura de masas y el «carácter nacional» ame­ricano, suscita cuestiones de interés y sirve para llamar la atención sobre las relaciones entre los cambios sociales y económicos y los cambios en la vida cultural y personal. Mientras tanto, no obstante, el asunto permanece un tanto confu­so. El concepto de narcisismo se nos muestra engañoso y oscuro, por mucho que parezca emi­nentemente accesible. Quienes consideran a la cultura industrial avanzada como una cultura nar­cisista no se dan cuenta de lo que tal consideración implica; mientras que quienes la asumen sin más �ir�m_ientos diría�e _que obedecen a un slogan pe­nod1stlco que se hm1tara a repetir banalidades mo­ralistas con jerga psicoanalítica. El narcisismo es u?a idea co?1pleja que parece simple; una buena formula, as1 pues, para la confusión.

PRODUCCION DE MASAS Y CONSUMO DE

MASAS

Recientes controversias acerca de la cultura contemporánea han venido a crear una nueva fu�nte de confusión: la incapacidad para distin­gmr entre una acusación moralista de «consu­mismo» -por ejemplo, el lamento de Cárter acerca de la obsesión por «poseer, por consumir cosas»- y un análisis que considera el consumo de masas como integrado en unos patrones más amplios de dependencia, desorientación y pérdi­da de control. En vez de ver al consumo como la antítesis del trabajo -como si estas dos activida­des respondieran a posturas mentales y emoci10-nales completamente diferentes-, se impone el

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considerarlos como dos aspectos distintos de un mismo proceso. Las normas y conveniencias socia­les que sirven de base a un sistema de producción y de consumo de masas tienden a frenar la iniciati­va y la autoconfianza y a estimular la dependencia, la pasividad y un estado psicológico expectante, tanto en el ocio como en el trabajo. El consumis­mo no es más que la otra cara de la degradación del trabajo, la supresión de lo lúdico y lo artesanal en el proceso de producción (1).

En los Estados Unidos comenzó a surgir en los años veinte una cultura consumista, mas fue tan sólo una vez que la transformación empresarial de la industria hubiera institucionalizado la división del trabajo que sigue prevaleciendo en la sociedad industrial moderna: la dicotomía entre trabajo in­telectual y trabajo manual, entre la concepción y la ejecución de la producción.

Una vez organizada la producción masiva en ba­se a la nueva división del trabajo -ejemplo vivo de la cual es la cadena productiva-, los líderes de la industria americana apuntaron entonces al merca­do de masas. La movilización del consumidor exi­ge, a la par que la concurrencia de una importante fuerza de trabajo, una serie de profundos cambios culturales. Los ciudadanos deben ser estimulados no para satisfacer sus necesidades primordiales si­no, resocializados, para consumir. El industrialis­mo, por su propia naturaleza, tiende a desestimu­lar la producción doméstica y a hacer a las perso­nas dependientes del mercado. Una enorme labor de reeducación, iniciada ya en los años veinte, hu­bo de ser llevada a cabo antes de que los america­nos aceptaran el consumo como medio de vida. Como bien demostró Emma Rothschild en su es­tudio sobre la industria automovilística, las inno­vaciones de Alfred Sloan en la creación de merca­do -cambio anual de modelo, perfeccionamiento constante del producto, vinculación de éste con el status social, inculcación deliberada de un afán de cambios sin medida ... - constituyeron la impres­cindible contrapartida a las innovaciones de Henry Ford en materia de producción. La industria mo­derna vino a afianzar los pilares, de este modo, del sloanismo, por un lado, y del fordismo, por el otro. Ambos a su vez tendieron a desestimular la iniciativa y el pensamiento independiente y a que el individuo desconfiase de su propio juicio hasta en materia de gustos. A lo que parece, sus propias preferencias espontáneas podrían quedar al mar­gen de las modas corrientes, por lo que necesita­rían perfeccionarse periódicamente.

EL MUNDO FANTASTICO DE LAS

MERCANCIAS

Los efectos psicológicos del consumismo sólo pueden ser comprendidos cuando el consumo

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se entiende como un aspecto más del trabajo in­dustrial rutinario. La repetida experiencia del autoexamen intranquilizador, de la sumisión a la opinión de los expertos o de la desconfianza en la propia capacidad para tomar decisiones in­teligentes -tanto como productores que como consumidores- determina la concepción que tienen los ciudadanos tanto de sí mismos como del mundo que les rodea. Se estimula una nue­va especie de autoconciencia que poco tiene que ver con la introspección o el orgullo de sí. Y a como trabajador, ya como consumidor, el indivi­duo aprende a medirse a sí mismo no sólo con­tra los demás, sino a verse también a sí mismo a través de los ojos de los demás. Aprende que la imagen que proyecta de sí cuenta más que su grado de capacidad y de experiencia. Una vez que sea juzgado -tanto por sus colegas y supe­riores en el trabajo como por los desconocidos que se encuentre por la calle- a tenor de sus po­ses, de su vestimenta y de su «personalidad» -y no, como en el pasado siglo, por su «carácter»-, asumirá una visión teatral de su propia perfor­mance lo mismo en su mundo laboral que fuera de él. Claro está que una probable incompeten­cia pesará aún así contra él en su trabajo, de igual manera que sus actos de buena vecindad o de amistad prevalecerán con frecuencia sobre su habilidad para administrar impresiones. Pero las condiciones de las relaciones sociales cotidia­nas, en las sociedades basadas en la producción y el consumo de masas, conceden una atención sin precedentes a las impresiones y las imágenes superficiales, hasta el punto de que el ego se vuelve casi indistinto en su vis externa. La iden­tidad personal se hace problemática en tales so­ciedades, según podemos comprobar mediante la avalancha de comentarios psiquiátricos y so­ciológicos a estas cuestiones. Cuando los indivi­duos se lamentan de sentirse inauténticas o se rebelan contra el hecho de tener que «represen­tar un papel» no están sino testimoniando la presión dominante para que se vean a sí mismos con los ojos de los demás y modelen su ego co­mo una mercancía más para ofrecer al consumo en el mercado.

La producción de mercancías y el consumis­mo no sólo alteran la percepción del ego, sino también la del universo circundante; generan un mundo de espejos, de imágenes inmateriales, de ilusiones cada vez más indistintas sobre la reali­dad. El efecto espejo hace del sujeto un objeto; y al mismo tiempo convierte al mundo de los objetos en una extensión o proyección del ego. Es engañoso caracterizar a la cultura del consu­mo como una cultura dominada por las cosas. El consumidor vive rodeado no tanto por cosas cuanto por fantasías. Vive en un mundo que no tiene finalidad o existencia independiente y que parece existir no más que para satisfacer o con­trariar sus deseos.

Esta inmaterialidad del mundo exterior pro­viene de la propia naturaleza de la producción

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Los Cuadernos del Pensamiento

de mercancías y no de un determinado defecto del carácter de los individuos, tal como un exce­so de avidez o de «materialismo». Las mercan­cías son producidas para consumo inmediato. Su valor no reside en la utilidad o en la dura­ción, sino en la comercialidad. Aunque no hayan sido usadas se pueden volver obsoletas, toda vez que son concebidas para ser reemplaza­das por productos «nuevos y mejorados», por modas diferentes e innovaciones tecnológicas. De esta suerte, por ejemplo, los sucesivos «ade­lantos» en materia de magnetófonos, tocadiscos y columnas estereofónicas deja a los modelos anticuados con escaso valor (a no ser como anti­güedades), por mucho que puedan seguir de­sempeñando las funciones para las que fueron concebidos y de igual manera que las novedades en la moda femenina obligan a una completa y periódica renovación del vestuario. Sin embar­go, los artículos producidos para una función sin tener en cuenta su comercialidad no se vuelven obsoletos hasta que no están completamente usados. «Es esta duración -observó hace tiempo Hannah Arendt- la que otorga a las cosas del mundo una relativa independencia de los hom­bres que las producen y las usan, una objetivi­dad que las hace perdurar, ofrecer resistencia y aguantar, al menos durante algún tiempo, frente a las necesidades y los deseos voraces de sus productores y usuarios. Desde este punto de vis­ta las cosas del mundo tendrían por misión esta­bilizar la vida de los hombres; y su objetividad residiría en el hecho de que éstos, a pesar de la peculiaridad que tienen de estar siempre en pro­ceso de cambio, lograran recuperar su mismidad, esto es, su identidad al poder relacionarse con una misma silla o con una misma mesa».

Y ahora que el sentido de lo social se confina a la sombra, nos es dado comprobar con mayor claridad que antes hasta qué punto necesitamos del mismo. Durante largo tiempo esta necesidad ha venido siendo soslayada por la euforia inicial que acompañó al descubrimiento de una vida interior plenamente desenvuelta, de una vida li­berada al fin de las miradas «pecadoras» de los vecinos, de los prejuicios aldeanos, de la presen­cia inquisitorial de los más viejos, de todo, en suma, cuanto resultaba estrecho, sofocante, mezquino y convencional. Podemos comprobar así que el colapso de la vida social vino a empo­brecer también la vida privada. Cierto que liberó a la imaginación de restricciones externas, pero vino, no obstante, a constreñirla con más fuerza que antes mediante la tiranía del conflicto y la ansiedad interior. La fantasía deja de ser libera­dora cuando se evade de las verificaciones im­puestas por la experiencia práctica del mundo y en vez de ello da lugar a simples alucinaciones; mientras que el progreso científico, del que po­dría esperarse que proyectara nuestras esperan­zas y temores hacia el mundo circundante, deja dichas alucinaciones inalteradas. La Ciencia no hizo realidad la esperanza de que pudiera ser ca-

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paz de reemplazar desacreditadas tradiciones metafísicas por una explicación coherente del mundo y del lugar que el hombre ocupa en él. La Ciencia no es capaz de decir a las gentes -y en el mejor de los casos tampoco lo pretende­cómo deben vivir u organizarse en perfecta so­ciedad. Ni tampoco lo es de ofrecer a la imagina­ción desamparada el grado de control que puede ofrecerle la experiencia práctica mundana. No sabe recrear un mundo social; en realidad no ha­ce sino aumentar en sentido creciente de irreali­dad, al permitir a los hombres la posibilidad de realizar los más locos vuelos de la fantasía, sus­tentando una perspectiva de posibilidades tec­nológicas ilimitadas -viajes espaciales, biotec­nología, destrucciones masivas-, que le retira las últimas barreras al pensamiento deseante, plegando a sus sueños la realidad ( o más bien acaso a sus pesadillas).

Una cultura montada en torno al consumo de masas estimula el narcisismo -que en conse­cuencia podemos definir como una predisposi­ción para ver el mundo como espejo y, espe­cialmente, como proyección de nuestros propios temores y deseos- y no porque haga ambiciosos y autoafirmados a los individuos, sino porque los vuelve débiles y dependientes; porque mina la confianza en la propia capacidad para enten­der y modificar el mundo y proyectar las necesi­dades propias. El consumidor tiene la sensación de que vive en un cosmos que desafía a la com­prensión práctica y a su control; un mundo de burocracias gigantescas y sobrecarga de infor­mación, de sistemas tecnológicos interconexos, complejos y a la vez vulnerables a las averías sú­bitas, como el gigantesco apagón eléctrico que sumió en tinieblas a todo el Nordeste de los EE.UU. en 1965 o la fuga radiactiva en Three Mile lsland en 1979.

La completa dependencia del consumidor con respecto a estos sistemas extremadamente sofis­ticantes, y más en general hacia los bienes y ser­vicios por ellos suministrados, hacen renacer en él una serie de sentimientos infantiles de de­samparo. Si la cultura burguesa del siglo XIX vi­no a reforzar los modelos anales de comporta­miento -la acumulación de dinero y provisio­nes, el control de las funciones corporales, el dominio de los sentimientos ... -, la cultura del consumo de masas en el siglo actual recrea por su parte modelos orales, arraigados todavía en un estadio menos resuelto del desarrollo emo­cional, en el que el niño se encuentra depen­diente por completo del seno materno. El con­sumidor experimenta lo que le rodea como una especie de prolongación del seno, ora gratifica­dor, ora frustrante. Le resulta difícil concebir el mundo a no ser en relación con sus fantasías. En buena medida porque la publicidad que ven­de las mercancías las presenta de manera tan se­ductora; pero también porque la producción de las mismas, por su propia naturaleza, vino a reemplazar un reino de objetos duraderos por

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otro de productos efímeros, concebidos para una obsolescencia inmediata, sucede que el con­sumidor debe enfrentarse al mundo como refle­jo de sus propios deseos y de sus propios mie­dos. Un mundo que parece conocer a través de una serie de imágenes inmateriales y de símbo­los que diríamos referidos no tanto a una reali­dad sólida y palpable cuanto a su propia vida anímica interior, ella misma experimentada no como un sentimiento soportable del ego, sino como una sucesión de reflejos entrevistos en el espejo de cuanto le rodea.

CONSUMO Y CULTURA DE MASAS

La defensa más socorrida del consumismo y de la moderna cultura de masas se ha basado siempre en que ambas hacen accesibles a todo el mundo una amplia serie de posibilidades per­sonales reservadas antes tan sólo a los ricos.

Según esta forma de ver el proceso de «mo­dernización», sería la propia cantidad de posibi­lidades que las personas tienen ante sí hoy día la causa del malestar del hombre moderno. En lu­gar de atribuir una identidad a los individuos o un status social determinados, siempre según esta versión, los intereses sociales del momento nos dejan libertad para escoger el modo de vida que más nos guste, por más que la elección pue­da resultar desconcertante y hasta incluso dolo­rosa. Al mismo tiempo, los propios exégetas que celebran la «modernización» como signo de una mayor abundancia de posibilidades personales, le quitan a la opción todo su sentido al negarle al ejercicio de la misma cualquier trascendencia, reduciéndola a una simple cuestión de gusto o de estilo: a tenor de su preocupación por el «es­tilo de vida», todas las «culturas de los gustos» serían igualmente válidas. Con un uso impropio del principio de antropología cultural según el cual toda cultura debe ser analizada en sus mis­mos términos, insisten en la afirmación de que na­die tiene derecho a imponer a nadie las preferen­cias propias o los principios de moralidad. Parecen presumir que los valores morales ya no se pueden enseñar o transmitir mediante ejemplo o persua­sión y que resultan siempre «impuestos» a las víc­timas resignadas. Cualquier tentativa de ganar a al­guien para la propia forma de ver las cosas o inclu­so para acercarle a un punto de vista diferente del suyo se tendría por una interferencia intolerable en la libertad de elección del sujeto.

Parece obvio que tales principios impiden cualquier discusión pública acerca de los siste­mas de valores, ya que al hacer de la libertad de elección el test para medir la libertad moral o política no consiguen otra cosa que caer en la re­ducción al absurdo.

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La concepción pluralista de la libertad se basa en el mismo sentido protéico del ego que en­cuentra su expresión popular en panaceas tales como el «matrimonio abierto» o el «compromi­so no obligado», generadas ambas por la cultura del consumo. Una sociedad de consumidores ve la elección no como la libertad para escoger una línea de acción en vez de otra, sino como la li­bertad para elegir cualquier cosa y en el acto. «Libertad de elección» significa «mantener abiertas las opciones». La idea de que «se puede ser lo que se quiera ser», aunque conserve un poco del viejo principio de dar vía libre a los ta­lentos, acabó por significar que las distintas identidades pueden adoptarse o reemplazarse como quien cambia de corbata. Lo ideal sería que la elección de amistades, de amantes o de profesiones estuviera unida a cancelamiento in­mediato; tal sería la concepción abierta, experi­mental de la vida que fomenta la propaganda mercantil, que rodea al consumidor de imáge­nes con posibilidades infinitas. Mas si la elec­ción ya no implica compromisos ni consecuen­cias -tal como en tiempos pasados, por ejemplo, cuando hacer el amor traía «consecuencias» de importancia, sobre todo para las mujeres-, la li­bertad de elección equivale en la práctica a una abstención de elección; a menos que la idea de elegir lleve consigo la posibilidad de hallar algu­na diferencia, de cambiar el curso de los aconte­cimientos o de poner en movimiento una cade­na de sucesos que puedan resultar irreversibles; en el caso contrario estarán negando la libertad de escoger una marca X o una marca Y, de esco­ger amantes, trabajos o lugares para vivir inter­cambiables. La ideología pluralista ofrece un re­flejo exacto del comercio de mercancías, en donde los productos ostensiblemente competiti­vos se vuelven cada vez menos diferenciados, por lo que han de ser introducidos a través de una publicidad que trata de crear una ilusión de variedad y de presentarlos como novedades re­volucionarias, como avances espectaculares de la ciencia y la ingeniería modernas o, en el caso de los que van destinados al intelecto, como nuevos pasos en el mundo de la conciencia, cuyo conocimiento nos aportará una mayor agu­deza, un éxito más seguro o un mayor bienestar espiritual.

TECNOLOGIA INDUSTRIAL, CULTURA DE MASAS Y DEMOCRACIA

La tecnología moderna y la producción de masas han sido defendidas en ocasiones con el argumento de que, lo mismo que la cultura de masas, si bien han podido restar cierto encanto a la vida, también han aumentado notablemente

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el confort de que hoy gozan la mayor parte de hombres y mujeres corrientes. «Nada tengo en contra de la tradición -escribe Herbert Gans-, pero, no obstante, estoy más a favor de las lava­doras eléctricas que de las lavanderas en la orilla del río». Son, sin embargo, precisamente los efectos democratizadores de la tecnología indus­trial lo que no podemos dar por bueno sin so­meter a examen previo. Y es que, si bien es cier­to que esta tecnología suaviza por un lado la es­clavitud del ama de casa, no lo es menos, por el otro, que convierte a ésta en un ser dependiente por completo de unas máquinas -no sólo de la máquina de lavar o la secadora, sino de todo el sofisticado sistema energético requerido para alimentar a esos y otros muchos aparatos-, cuyas averías suponen la interrupción de las la­bores domésticas. La tecnología moderna viene a minar la autoconfianza y la autonomía tanto de los trabajadores como de los consumidores. El control colectivo del hombre sobre el medio ambiente es cierto que ha aumentado, pero tam­bién en perjuicio del control individual; e inclu­so ese control colectivo, como con frecuencia nos hacen ver los ecologistas, comienza a vol­verse ilusorio a medida que la intervención hu­mana amenaza con desencadenar respuestas inesperadas por parte de la naturaleza, como son los cambios climáticos, la disminución de la ca­pa de ozono de la atmósfera o el agotamiento de los recursos naturales. Resulta difícil argumen­tar que la tecnología avanzada pueda aumentar la diversidad de opciones. Sea cual sea en teoría su potencial para crear nuevas opciones, lo cier­to es que en la práctica la tecnología industrial se desenvuelve acorde con el principio de mo­nopolio radical, tal como le llama Iván Illich, se­gún el cual las nuevas tecnologías vienen a eli­minar a las antiguas, aun en el caso de que éstas se manifiesten como más eficaces de cara a múl­tiples propósitos. De esta suerte, el automóvil particular, p. e., no vino a sumar simplemente un nuevo medio de transporte a los ya existen­tes, sino que consiguió su preponderancia en detrimento de canales, ferrocarriles, coches de caballos o autobuses, forzando así a la población a depender casi en exclusiva de ese medio, aun en los casos en que se revela claramente inade­cuado, como pueden ser los viajes de ida y vuel­ta a los lugares de trabajo.

La creciente dependencia de tecnologías que nadie parece controlar o entender por completo ha dado lugar a un sentimiento generalizado de impotencia y de victimización. La proliferación de grupos de protesta -considerada como una «reafirmación de la personalidad» en los argu­mentos esgrimidos por Peter Clecak, Gans y otros pluralistas- se debe, en efecto, a la sensa­ción de que son otros los que controlan nuestras vidas. El pensamiento dominante que va asocia­do a las protestas políticas de la década de los 60, de los 70 y de los 80, no es un ideario de «personalización» (personhood), ni siquiera la

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conciencia terapéutica de la autoactualización; es conciencia de victimización y paranoia; de ha­llarse manipulado, colonizado y hasta poseído por fuerzas extrañas. Ciudadanos sublevados porque se encuentran viviendo junto a depósi­tos químicos venenosos o a centrales nucleares; vecinos que se aúnan para mantener abiertas apartadas escuelas para niños deficientes ( o ba­rriadas «sociales», o centros de salud ... ); contri­buyentes airados, cruzados contra el aborto o contra el busing (2), grupos de marginados ... se ven todos a sí mismos, si bien por causas distin­tas, como víctimas de políticas concretas sobre las que no ejercen el menor control; como vícti­mas no sólo de la burocracia, de los excesos de gobierno o de las tecnologías imprevisibles, sino también en muchos casos de conspiraciones de alto nivel, tras las que se esconden el crimen or­ganizado, los servicios de espionaje o los políti­cos con cargos de relieve en el gobierno. Al mis­mo tiempo que el mito oficial de un gobierno cercado y amenazado por desórdenes, manifes­taciones y asesinatos irracionales y sin motivo de hombres públicos, cobró igualmente forma otra mitología popular que ve a los gobiernos como grupos de conspiración contra los indivi­duos mismos.

EL DECLIVE DE AUTORIDAD

El mito de la modernización, predominante en los debates acerca del consumismo, de la tec­nología y de la cultura y la política de masas, da por sentado que «los movimientos en favor de la propia autonomía -según palabras de Fred Weinstein y Gerald Plott- alejaron al individuo de la autoridad» y trajeron consigo una «deja­ción en los controles externos» y una nueva «flexibilidad en las normas sociales», haciéndole posible al ciudadano «la elección de sus objeti­vos personales de entre una larga lista de fines legítimos». El respeto menguante a la autoridad, supuestamente parejo al desarrollo de los parti­dos de masas y del sufragio universal, origina la misma clase de polémicas que las suscitadas en su día en torno al declive de la artesanía o al de la «educación virtuosa». Los conservadores se lamentan de la decadencia de los liderazgos au­toritarios, mientras que los progresistas reivindi­can una vez más el hecho de que la democrati­zación de la vida política pueda llegar a compen­sar la triste realidad de la cultura política moder­na, la escasa deferencia hacia la oposición y ha­cia la misma autoridad o el desprecio irreflexivo para con la tradición.

El declive de autoridad es un buen ejemplo del género de cambios que produce la apariencia de democracia carente de esencias. Forma parte

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de la dislocación de un estilo manipulador, tera­péutico, «pluralista» y no-enjuiciador de la disci­plina social, que tiene su origen, igual que otras muchas manifestaciones, en el ascenso de una clase profesional de gestores a principios del si­glo XX, que se extendió más tarde desde la esfe­ra de la empresa industrial -en la que recibió su primer perfeccionamiento- hacia la del mundo político, como parte de un mismo todo.

Un nuevo estilo de gestión considera al traba­jador -lo mismo que la industria publicitaria­como una criatura impulsiva: de cortas miras, irracional e incapaz de comprender las condicio­nes en que se desarrolla su propio trabajo y ni siquiera de formular una defensa de sus propios intereses. Basándose no sólo en sus particulares experiencias, sino también en un cierto corpus de teorías sociales y psicológicas, los miembros de nuestra élite administrativa reemplazaron la supervisión directa de las fuerzas de trabajo por un sistema mucho más sutil de observación psi­quiátrica. Esta, inicialmente, se convirtió ella misma en un arma de control.

LA POLITICA COMO CONSUMO

La observación sistemática de datos sintomá­ticos, aun antes de convertirse en una técnica de disciplina laboral y de control social, ya había servido como base para un nuevo método de re­clutamiento industrial, centrado en la escuela. El moderno sistema de educación pública, con­cebido en consonancia con los mismos princi­pios de gestión científica que se perfeccionaron en las industrias en un primer momento, relegó el aprendizaje como forma fundamental de pre­paración de las personas para el trabajo. En or­den a tal preparación, la transmisión de conoci­mientos resulta cada vez menos importante.

La escuela habitúa a los niños a la disciplina burocrática y a las exigencias de la vida grupal; los gradúa y clasifica mediante una serie de test estandarizados y selecciona a algunos de entre ellos para las carreras profesionales y de gestión, mientras encauza a los restantes hacia el trabajo manual. La subordinación de la formación aca­démica a los test y a la orientación, indica que las agencias de «selección laboral» se posaron a formar parte de un complejo más vasto de orien­tación o de resocialización, que abarcó no sola­mente a la escuela sino también al Tribunal de Menores, a la clínica psiquiátrica y al asistente social; en una palabra, todo el abanico de insti­tuciones manejadas por las «profesiones de apoyo». Este complejo tutelar -tal como ha sido llamado con justicia- desestimula las transfe­rencias autónomas de poder entre una genera­ción y la siguiente, mediatiza los lazos familiares

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y socializa a la población de acuerdo con las exi­gencias de la burocracia y las necesidades de la industria.

La extensión de estas técnicas a la esfera polí­tica convierte a ésta en «administración» y final­mente en un artículo más para el consumo. El crecimiento del funcionariado público, la apari­ción de comisiones reguladoras, la proliferación de departamentos gubernamentales y el predo­minio de las funciones ejecutivas sobre las legis­lativas constituyen los ejemplos más obvios del paso del control político al administrativo, con lo que los asuntos supuestamente demasiado abstrusos y demasiado técnicos para la com­prensión del ciudadano medio caen bajo el con­trol de los expertos.

Y hasta las reformas pensadas para acrecentar la participación popular -como es el caso de las elecciones primarias para la presidencia de los EE.UU.- han conocido el efecto contrario. La política del siglo XX terminó consistiendo pro­gresivamente en el sondeo y el control de la opi­nión pública. El estudio del «electo americano» incorporó técnicas que fueron perfeccionadas en primera instancia en los sondeos de mercado, donde servían para conocer los caprichos del «consumidor soberano». Tanto en la política co­mo en la industria, técnicas que en un principio apenas servían para otra cosa que no fuera regis­trar opiniones -sondeos, muestreos o las mis­mas votaciones-, sirven hoy día igualmente pa­ra la manipulación de la opinión, erigiéndose en norma estadística que convierte automática­mente en sospechosa cualquier desviación. Ha­cen posible la exclusión del debate político de cuantas opiniones puedan resultar poco popula­res (de igual manera que son retirados del su­permercado los productos «impopulares»), sin la menor preocupación por su grado de verdad, no más que por razón de su probada falta de atrac­tivo.

Al confrontar el electorado con el reducido abanico de posibilidades existentes, confirman a estas opciones como las únicas capaces de obte­ner apoyo. Sondeos y prospecciones trivializan las opciones políticas al reducirlas a una serie de alternativas casi indiferenciables. Quienes ocu­pan el poder, y nunca mejor dicho, lo hacen bajo un velo de imparcialidad científica. El estudio del «comportamiento» electoral se convierte al mismo tiempo en factor determinante de ese mismo comportamiento.

LA NUEVA «PERSONALIDAD»

Los cambios sociales hasta ahora señalados -la sustitución de la observación y el enjuicia­miento por sanciones sociales de tipo autoritario

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y «desjuiciado»; la transformación de la política en administración; el reemplazo del trabajo cua­lificado por la maquinaria; la redefinición de la educación como «selección de fuerzas labora­les», concebida no tanto para generar capacidad de trabajo como para clasificar a los trabajadores y encauzarlos tanto hacia la reducida clase de los administradores, técnicos y gestores que toman decisiones, como a la vasta clase de los produc­tores con mínima preparación, y que poco más hacen que cumplir órdenes- transformaron gra­dualmente un sistema productivo basado en la producción artesanal y en el trueque regional en una compleja e intrincada red de tecnologías ba­sadas en la producción, el consumo, la comuni­cación y la cultura de masas y en la asimilación de todas las actividades -hasta las que incluso anteriormente estaban vinculadas a la vida pri­vada- a las exigencias del mercado.

Estos procesos generaron una nueva forma de «ser uno mismo» (self-hood), caracterizada por algunos comentaristas como egoísta, hedonista, competidora y «antinómica» y que resultaba pa­ra otros cooperativa, «abierta siempre a lo nue­vo» y esclarecida. A estas alturas debería estar claro que ninguna de esas posturas percibe el sentido dominante del ego. La primera ve el consumismo poco más que como una invitación a la autoindulgencia; deplora el «materialismo» y el ansia de «cosas», aunque olvida los efectos más insidiosos de la cultura del consumo, que soslaya el mundo de las cosas sustanciales -le­jos, en consecuencia, de realzarlo- y lo reem­plaza por un sombrío cosmos de imágenes que aumenta de este modo las fronteras entre el ego y su entorno. Los críticos del «hedonismo» atri­buyen su creciente atractivo al colapso de los principios educativos, a la democratización de una «cultura enemiga» -que anteriormente tan sólo resultaba atractiva para poco más que la vanguardia intelectual- y al declive de la autori­dad política y de los liderazgos. Se quejan de que la gente piensa mucho más en los derechos que en los deberes; se quejan también de que cada vez está más extendido el sentimiento de «tener derecho», así como la exigencia de privi­legios inmerecidos. Todas estas argumentacio­nes invitan a responder que por más que unas estructuras democráticas puedan molestar a los «adalides del orden público y la alta cultura», como los denomina Theodore Roszak, también dan acceso al ciudadano de a pie a una mayor calidad de vida y a un abanico más amplio de opciones.

Ninguna de las partes implicadas en este de­bate se molesta en poner en tela de juicio la rea­lidad de toda una serie de «elecciones» que no ofrecen consecuencias trascendentes. Ninguna de ellas se alza contra una concepción envilece­dora de la democracia, que reduce a ésta al sim­ple ejercicio de las preferencias consumistas; ninguna de ellas cuestiona la ecuación que igua­la el «ser uno mismo» (seljhood) con la capacita-

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ción para representar una variedad de papeles y de asumir una serie de identidades ilimitadas, li­bremente elegidas.

Una vez que esta defensa de la «personali­dad» consigue a duras penas refutar las críticas de egoísmo y de hedonismo, ya no puede con una argumentación que recuse las cuestiones fundamentales del debate: tan sólo es capaz de elaborar ingeniosas variaciones sobre el mismo tema, construyendo nuevas tipologías para ex­presar el mismo contraste -toscamente concebi­do, por lo demás- entre el viejo individualismo y la «nueva ética social», como la denomina Da­niel Y ankelovich. La «Conciencia II y III» de Charles Reich, el «Aprendizaje II y III» de Gre­gory Bateson, la «Segunda y la Tercera Ola» de Alvin Toffier, ... todo sirve para poner etiquetas a unas configuraciones culturales estilizadas y a unos rasgos de personalidad sin la menor refe­rencia a nada que pueda estar más allá de la pro­pia oposición. De este modo, la nueva concien­cia, según Reich, sostiene la «totalidad del ego» y rechaza «la búsqueda disciplinada, agresiva y competidora de objetos concretos». La vieja cul­tura, por otro lado, se basa, tal como explica Toffier, en una actitud exploradora con relación a la naturaleza, en un «modelo atómico de la realidad» que apenas ve las partes y olvida el to­do, en una visión mecanicista de la causalidad y en un sentido lineal del tiempo. Theodore Ros­zak, al igual que tantos otros, insiste en que la ética de la personalidad emergente no debe ser confundida con el narcisismo, el egocentrismo o la autoabsorción. Por más que el «ansia de desa­rrollo, de autenticidad y de aumento de expe­riencias» pueda tomar a veces un aire de «im­pertinencia, de vulgaridad y de ardor juvenil», estos efectos secundarios representan, tanto pa­ra Roszak como para Pete Clecak, Daniel Yan­kelovich o Paul Wachtel, una etapa pasajera del desarrollo de una sensibilidad que reconciliará el ego con la sociedad, con la humanidad y con la naturaleza. Los críticos de la nueva cultura, en opinión de Roszak, «se percataron mal del nuevo ethos de búsqueda de uno mismo, con­fundiéndolo con el viejo vicio del autoengrande­cimiento». Confunden «el deseo sensible de plenitud con el hedonismo desordenado de nuestra economía altamente consumista». Creen percibir una nueva «revolución de las ma­sas» donde no hay, de hecho, más que una «re­belión de los individuos contra la masificación y en favor de su personalidad amenazada».

De acuerdo con Morris Berman, la nueva «cultura planetaria» relega la «ego-conciencia» en pro de un «sentido ecológico de la realidad». Basándose en la «terrible síntesis» ofrecida por el antropólogo cultural Gregory Bateson -la «única ciencia holística plenamente desarrollada y articulada de que disponemos hoy en día»-, Berman anuncia la muerte de la concepción car­tesiana del mundo y la urgente necesidad de un nuevo sentimiento de «conexión cósmica». El

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aprendizaje verbal-racional (Aprendizaje II, tal como lo denomina Bateson) disocia al individuo de su medio ambiente, así como también de sus vecinos, acentúa la separación entre el espíritu y el cuerpo, entre el acto y su valoración, y partici­pa de una concepción lineal del tiempo. La con­ciencia holística (Aprendizaje III) vuelve a unir hechos y valores y a disolver el ego, ese «ego tan querido del pensamiento occidental». El final de la concepción mecanicista del mundo, opina Berman, anuncia una «sociedad holística», «más soñadora y sensual de lo que es la nuestra» y en la que «el cuerpo será considerado como parte integrante de la cultura» y no como «una líbido de contención problemática». La nueva socie­dad valorará a la comunidad más de lo que lo hacía la competitividad. Se fundamentará en fa­milias amplias y no en la «familia nuclear com­petidora y aislante, que constituye hoy en día un epicentro generador de neurosis». Tolerante, pluralista y descentralizada, se preocupará por «adaptarse a la naturaleza en vez de tratar de do­minarla». La nueva conciencia nos lleva, pues, a una concepción «reilusionada del mundo».

Con miras a contrastar la «nueva personali­dad» con el individualismo adquisitivo, sus par­tidarios argumentan que la revolución cultural, lejos de fomentar el narcisismo, le da una finali­dad a la «ilusión narcisista de autosuficiencia», tal como la denomina Philip Slater. En ciertos pasajes de reminiscencias de Norman O. Brown, Slater mantiene que la ilusión de «omnipotencia infantil narcisística» se halla subyacente en el individualismo competitivo, en la ética de las realizaciones y en el ansia prometeica por domi­nar la naturaleza y «desarrollar el propio yo de una forma lineal con el entorno». Una vez que las «virtudes disyuntivas» -«las más apreciadas en otros tiempos»- han perdido su «valor de su­pervivencia», comienza a tomar forma una nue­va conciencia ecológica que tiende a la integra­ción del hombre en un sistema de vida más am­plio. La antigua cultura se basaba en «una pre­sunción arrogante acerca de la importancia del individuo singular en la sociedad y la de la hu­manidad en el universo». La nueva cultura, por su parte, revaloriza las «virtudes humildes», que adquieren un «valor de supervivencia superior» en un mundo en peligro por culpa de la tecnolo­gía incontrolada, del desastre ecológico y del ho­locausto nuclear. «Las condiciones para poderle dar a la competitividad un valor de superviven­cia, hace mucho ya que han desaparecido».

En Second Stage, de Betty Friedan, estos mis­mos postulados se tiñen de tonos feministas. Según ella, el movimiento feminista se alió con ciertas agrupaciones moderadas de hombres americanos, para generar una personalidad an­drógina que ya ha empezado a dejar sentir su in­fluencia tanto en el ámbito familiar como en el laboral. Cita también los estudios realizados por el Stanford Research Institute -fu'énte de una buena parte de las valoraciones optimistas acer-

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ca del «cambio de imagen del hombre»-, que supuestamente documentan la transición de un estilo autoritario en la gestión de empresas hacia otro más pluralista. El estilo Alfa -una nueva variante de las tipologías establecidas- se basa en el «pensamiento analítico, racional y cuanti­tativo», según las palabras de Friedan, y presu­me erradamente que cada elección convierte a unas personas en vencedoras y a otras en venci­das. Puede haber sido éste, en efecto, un estilo adecuado para una «sociedad autoritaria y mo­nolítica» en el pasado reciente; sin embargo, con la llegada de un nuevo tipo de sociedad en la que los «principales problemas de superviven­cia psíquica e incluso física tiene más que ver con las relaciones complejas, el comportamiento y los valores de las personas que con las de las cosas», se requieren nuevas formas de liderazgo. «Contextual», «relacionista», flexible y tolerante y más preocupado por las «sutilezas de la inte­racción humana» que por la imposición de valo­res uniformes, el estilo Beta es femenino o an­drógino y su importancia creciente se la atribuye a la decadencia del «pensamiento masculino y lineal del gana o pierde». Su expansión junto a la del renacimiento religioso, la del movimiento de realización humana y la del deseo de «miras más amplias por encima del ego» desarma a los críticos sociales, que hacen toda un teoría de pa­labras hueras y sin sentido acerca de la «genera­ción del Y o» y de la «cultura del narcisismo».

En una obra escrita a partir de los trabajos del Stanford, Volunta,y Simplicity, Duane Elgin re­sume la perspectiva industrial y post-industrial en series paralelas: «materialismo» como opues­to a «espiritualidad»; «competitividad a muerte» como opuesta a «cooperación»; «consumo nota­ble» como opuesto a «conservación». El indus­trialismo considera al individuo como «separado y solitario»; la nueva perspectiva planetaria lo presenta, sin embargo, como «una parte al mis­mo tiempo única e inseparable de un universo más vasto». Según la opinión de Elgin, el movi­miento ecologista, el antinuclear, la contractura, el movimiento de realización humana, el interés por las religiones orientales y la nueva preocu­pación por la salud han venido a simultanear una «revolución tranquila» con un «interés cre­ciente por los aspectos de la vida interior». Mari­lyn Ferguson es del mismo parecer en The Aguarian Conspiracy, todavía un libro más con­tra «los críticos sociales, que cuando hablan no están partiendo sino de su propia desesperanza o de una especie de elegancia cínica que sóloconsigue engañar (sic) a su propio sentimientode impotencia». La crítica de la nueva concien­cia, sostiene Ferguson, basada en un «miedo alego» y en un «prejuicio cultural contra la intros­pección», la haría «narcisista y escapista». Dehecho, la nueva cultura, a su entender, repudiael «egoísmo», porque sabe que «el ego aisladono es más que una ilusión»; por lo cual armoni­za ego con sociedad, espíritu con cuerpo y misti-

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cismo con ciencia, y rechaza la concepción ma­terialista de la realidad ampliamente asumida por el racionalismo occidental. La realidad sería así, según Ferguson, un espejismo racionalista. «Si la naturaleza de la realidad es holográfica y el cerebro funciona holográficamente, el mundo es entonces en efecto, y por decirlo con un tér­mino oriental, maya: un espectáculo mágico. Su concreción no es más que una ilusión».

¿EGOISMO O SUPERVIVENCIALISMO?

Por su alegre utilización de etiquetas, su amor a los s/ogans, su reducción del cambio cultural a una serie de conjuntos simplificados de carac­terísticas contrapuestas y su convicción de que la realidad es una ilusión, esta defensa simplista de la «revolución cultural» demuestra su afini­dad con el consumismo al que pretende refutar. Por lo pronto, parece evidente que el punto más débil de esta argumentación -aunque débiles también en su conjunto- es la identificación del narcisismo con el «egoísmo en su grado máxi­mo», en palabras de Daniel Yankelovich. Am­bos términos, sin embargo, tienen poco en co­mún. El narcisismo supone una pérdida de la propia identidad y no una autoafirmación; apun­ta a un ego amenazado de desintegración por un sentimiento de vacío interior. Para evitar la con­fusión, lo que calificamos como «cultura del narcisismo» acaso fuera mejor denominarlo, aunque sólo sea provisionalmente, «cultura del supervivencialismo». La vida cotidiana comien­za a amoldarse ya a unas estrategias de supervi­vencia obligadas para quienes se hallan expues­tos a una extrema adversidad. Apatía selectiva, falta de compromiso emocional para con los de­más, renuncia al pasado y al futuro, determina­ción de vivir cada día como si no fuera a haber otro ... Todas estas técnicas de autogestión emo­cional, necesariamente llevadas al extremo en condiciones extremas, en un grado moderado acaban por regir la vida de la gente corriente ba­jo los condicionamientos de una sociedad buro­crática grosso modo entendida como un vasto sistema de control total.

Frente a un medio aparentemente implacable e ingobernable, los individuos se inclinan a la autogestión. Con la ayuda de una sofisticada red de profesiones terapéuticas que, a la desespera­da, renunciaron ya a la comprensión introspecti­va en favor del «enfrentamiento» y la modifica­ción de la conducta, multitud de mujeres y hombres tratan hoy en día de montar una tecno­logía del ego como única alternativa aparente al colapso personal. En muchas personas, el recelo del hombre a ser esclavizado por la máquina dio lugar a una especie de esperanza de que él mis-

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mo se convirtiera en algo parecido a una máqui­na y alcanzar así un grado de conciencia para «la superación de la libertad y de la dignidad», se­gún palabras de B. F. Skinner. Por encima del interés por «entrar en contacto con los senti­mientos» -reminiscencia de una primitiva psi­cología de la «profundización»- estaría la idea, hoy en día habitual, de que no hay profundidad alguna, ni siquiera deseo, y de que la personali­dad humana no es sino una mera suma de nece­sidades programadas tanto por la biología como por la cultura.

No estaremos cerca de acceder a la compren­sión de la cultura contemporánea mientras pen­semos que los puntos centrales del debate son, por un lado, el egoísmo y la autocontemplación y, por el otro, la introspección y la autorrealiza­ción. Según Peter Clecak, el egoísmo sería «la parte deudora de la liberación cultural, un inevi­table subproducto en la búsqueda de la pleni­tud». Una parte de la cultura que no debe ser confundida con el todo. «Por más que, hasta un cierto grado, resulten acertadas las caracteriza­ciones que se hacen de la americana como una cultura egoísta, se suelen confundir, no obstan­te, los excesos con las normas, los sub-produc­tos con los resultados principales y generalmen­te saludables de la búsqueda» de la autorrealiza­ción. Sin embargo, la cuestión no estriba en sa­ber en qué medida los efectos saludables de la «personalidad» prevalecen sobre el hedonismo y el conocimiento de uno mismo. La cuestión es averiguar en qué grado responde cualquiera de esos términos a los esquemas dominantes en las relaciones psicológicas o en la concepción más extendida de la personalidad.

La idea predominante de la personalidad con­sidera al ego como una víctima impotente ante las circunstancias. Es ésa una visión respaldada tanto por nuestras experiencias de dominación en el siglo XX como por las muchas escuelas de pensamiento social contemporáneo que tienen su mayor exponente en el behaviorismo. No re­sulta, por cierto, una visión capaz de ayudar a un renacimiento del individualismo adquisitivo, no precisamente de moda (y que presupone bastan­te más confianza en el futuro que la que tiene hoy la mayor parte de la gente) o ni siquiera al modelo de búsqueda de la autorrealización fes­tejada por Clecak, Yankelovich u otros optimis­tas. Una reafirmación genuina del ego insiste, por último, en el concepto clave de «ser uno mismo» (seljhood) no sujeto a los imperativos del medio ni siquiera en condiciones extremas. La autoafirmación persiste como posibilidad precisamente en la medida en que una concep­ción más antigua de la personalidad, enraizada en la tradición judeocristiana, se mantuvieron junto a otra concepción behaviorista o terapéuti­ca. No obstante, este tipo de autoafirmación, que sigue siendo una potencial fuente de reno­vación democrática, nada tiene en común con la búsqueda actual de supervivencia psíquica. Los

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individuos han perdido la confianza en el futu­ro. Ante la carrera de armamentos, del aumento de la criminalidad y del terrorismo, del deterioro medioambiental y de la perspectiva de una crisis económica duradera, comenzaron a prepararse para lo peor; en ocasiones construyendo refu­gios antinucleares que llenaron de provisiones, pero en la mayoría de los casos practicando una especie de retiro espiritual con respecto a los compromisos perdurables que presuponen un mundo estable y seguro. La esperanza de que la acción política humanizaba gradualmente a la sociedad industrial dio lugar a una decisión de sobrevivir a la ruina general o, más modesta­mente, a mantener en armonía la propia vida frente a presiones cada vez mayores. El peligro de la desintegración personal sirve de estímulo a un interés por «ser uno mismo» ni «im- � perial» ni «narcisista»: tan sólo obli- •� gado. �

(Traducción: Eduardo Méndez Riestra)

NOTAS

(1) En The Cultural Contradictions of Capitalism, DanielBell asegura que la cultura del consumo mina la disciplina industrial por el hecho de inculcar una ética hedonista. El capitalismo avanzado sufre a su vez la siguiente contradic­ción: mientras precisa por un lado de consumidores que pi­dan gratificación inmediata sin negarse nada a sí mismos, precisa también por el otro de productores que se nieguen a sí mismos, ansíen los puestos de trabajo, laboren sin parar y sigan los dictados al pie de la letra.

La fuerza de la argumentación de Bell reside en que ha sabido percibir la relación entre el capitalismo avanzado y el consumismo, cosa que tantos estudiosos atribuyen sin más a enseñantes y a padres permisivos, a la decadencia moral y al relajo de la autoridad. Su error reside en que re­lacione tan estrechamente el consumismo con el hedonis­mo. El estado psicológico propiciado por aquél es descrito más bien como de desasosiego y de ansiedad crónica. La promoción de mercancías, al igual que la producción de masas, depende de una desestimulación del individuo a confiar en sus propios recursos y en su capacidad de juicio; en este caso, saber qué necesita para ser sano y feliz. Las personas se encuentran en observación constante: si no es por capataces y directivos, por expertos entonces en marke­ting y sondeos, que les dicen lo que los demás prefieren y, en consecuencia, lo que también ellas deben preferir; o por médicos y psiquiatras, que las examinan en razón de una serie de síntomas de enfermedades que podrían escapársele al ojo no habituado.

(2) Busing.-Para conseguir la integración racial en loscolegios públicos de los EE.UU. muchos municipios se vie­ron obligados por los tribunales a transportar en autobuses contingentes de estudiantes negros con destino a escuelas donde hubiera un gran número de estudiantes blancos y vi­ceversa.

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