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MANUE L SÁENZ

CONTRA LA PARED

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I

Las mullidas patas de la enorme rata emitían el justo sonsonete

para poner en guardia a mi padre. Con suma cautela se levanto. Cogió

una de sus albarcas de neumático de camión y arrinconándola tras

tenaz persecución aplasto repetidas veces con desatada furia su

cuerpo gris. La deforme y sangrante masa asida por su cola fue

arrojada por la ventana. Ya despiertos por el tumulto y despuntando el

día mis padres en silencio comenzaron a vestirse. Era Navidad,

indudablemente, cansadas de grano las ratas querían su ración de

turrón.

Hacía un frió siberiano. Los cristales velados por un neblinoso

vaho apenas dejaban entrar la primera claridad del día. La habitación

de mis padres, gélida y amueblada con oscuros muebles, solo

mantenía el calor humano bajo la espesura de cuatro mantas muleras.

Mantas zamoranas de cuadros marrones y blancos cuya pesadez

impedía cualquier movimiento. Embozados hasta la nariz mis padres

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formaban un perfecto refugio. En el centro de ese cálido abrigo nace

la primera imagen del mundo, que rebobinando la película de mi triste

vida consigo plasmar al cerrar los ojos. Más atrás solo existen

antiguas fotos.

Al llamar triste a mi vida no quiero entonar un canto victimista.

Solo quiero atestiguar en mi defensa que la búsqueda de la felicidad y

la esperanzadora luz ha sido el primordial objetivo de mis actos,

racionales e irracionales, en este asqueroso mundo. Irracionales por

buscar la paz y la serenidad a mi inquieto espíritu, obviamente, por los

caminos más bien veredas o trochas del arte de la observación en la

lejanía. Siempre manteniendo cierta prudente distancia. Contra la

pared, extraño titulo. Suena a castigo colegial, o a comisaría triste y

gris, fascista. Pero en mi singular caso se reduce a Rebeldía.

Constante y sonante contra lo que la vida me guardaba predestinado.

Y no me vengan con el cuento de que el destino no existe. Que cada

hombre forja día a día el suyo. A estas alturas creo que solo forjan su

destino los que les viene dado en su nacimiento. Como el color del

pelo, la nariz aguileña o la belleza griega. Los hijos del alma inquieta,

nervio enloquecido, y ansia insatisfecha, sufrimos hasta la muerte.

Contra la pared que forma el resto del mundo. Unos escuchan voces

interiores, y no me refiero a la locura ni a la esquizofrenia, no,

podemos pasar por personas normales. También podemos triunfar,

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pero a solas con nuestro triunfo es cuando más contra la pared

estamos. La gente se sorprende cuando una estrella del rock se

suicida o se autodestruye: Jim Morrison, J.Hendrix, J. Joplin,

K.Cobain), “will generation dead 27”, y muchos más, no solo estrellas

del rock, también poetas y literatos: Cesare Pavese, justo después de

recibir un premio literario por su libro “El bello verano”, al contrario

John Kennedy Toole, magistral escritor, autor de “La conjura de los

necios”, justo es decir que J.K.Toole se suicido ante el rechazo

editorial de su mejor obra. Del rock a la literatura, el mundo del cine,

en fin, del amplio y ancho espectro del arte, tantas vidas prematuras

se han llevado el éxito como el fracaso.

Pero nosotros, que jugamos a ganar nuestros gloriosos quince

minutos de fama, sabemos que simplemente no aguantaban más

contra la pared. No aguantaban tener fama y dinero, o una genialidad

talentosa, y estar tan jodidos. Los triunfadores son duros. No. Lo

fueron en la ascensión. Una vez arriba las mieles del éxito penetraron

en sus venas y se adormecieron con la nana de los aplausos.

Nosotros, sí, que somos fuertes. Que sabemos lo que se siente cuando

la nevera está vacía, la cartera vacía, la esperanza lejos. Cuando nos

arrepentimos, riéndonos, de mandar a tomar por el culo a un jefe

fascista y cabrón. Que conducimos sin seguro ni carné en noches de

protectora lluvia (a la Guardia Civil no le gusta mojarse). Y que

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respiramos aliviados cuando sudando sangre y hiel en trabajos mal

pagados, pagamos la entrada en la normalidad rutinaria (multas,

facturas, hacienda). Ahítos de ansiedad por recuperar fuerzas y

lanzarnos voluntariamente al abismo, nuestro querido y personal

abismo. Rebeldes pero responsables dentro del orden de nuestra

responsabilidad ante este mundo al que culpamos de nuestra

desdicha. Que lloramos ácido biliar cuando la financiera se lleva

nuestro coche. Que queremos emborracharnos para olvidar nuestra

oscura pared, y no tenemos un duro para vino aleja penas. Sí, la

rebeldía se paga. Se pierden mujeres, trabajos, casas, ciudades. Pero

no se pierde el alma, y podemos mirarnos al espejo todas las mañanas

sintiéndonos los amos de nuestro destino. Porque a los hijos de Caín,

a los que tomamos el camino a seguir con el corazón y no con la

pensante cabeza, a tumba abierta, sabedores del sufrimiento, ¿quién

nos ha dado nuestros momentos de gloria? Dios, patria, padres,

trabajo, no amigo, no. Porque si has llegado hasta aquí leyendo, te

puedo llamar amigo. No ha sido la obediencia sino la rebeldía contra la

mentira hipócrita del poder. Poder que nos golpea suave para no dejar

marca. No quieres integrarte, toma hambre y desahucio. No quiero

hacer apología de viejas doctrinas ni salir a la calle a quemar cajeros.

Solo quiero constatar los hechos, mis hechos. Circunstancias que

llevan a buenas personas a las cárceles, manicomios, perdón

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instituciones psiquiátricas, al alcoholismo, la drogadicción o a ser

morador perenne de la pensión de la Luna. Lo sé, casi todos los

escritores escriben sobre lo que no han vivido. Desde sus áticos de

diseño con una copa de vino blanco helado, sentados ergonómicos

enfrente de ordenadores de última generación exprimen sus gastados

cerebros. Contemplando a su joven amante despojarse de alambicada

lencería parisién.

Palabras sofisticadas, ningún error semántico, irreprochable

trabajo de artesano que no tiene nada que decir. Si quiere escribir

sobre la vida tiene que imaginársela. Porque está vacío y muerto en su

limbo de seguridad académica. No han oído un domingo ladrar sus

tripas en una sucia pensión del barrio chino barcelonés. Con la

incertidumbre lacerante del paso de las horas, de la inevitable y

desoladora llegada del lunes. El cerebro embrutecido de pensar

salidas, buscar primero comida, y luego una esperanza para seguir

adelante. La gente se sorprende cuando lee el periódico y busca las

páginas de sucesos: Violaciones, robos, mujeres maltratadas. Lee y

suspira aliviado por que no le ha tocado a él. Se refugia en su vida

gris, se envuelve en la cotidianidad de su vivir: su fútbol, su torero, su

perro. Pero ya está bien de demagogia. Quería avisar, el que avisa no

es traidor. Solo soy un pobre hombre con ínfulas literarias. No he

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robado, ni matado, ni violado, no sé, por cobardía o porque nunca

quise perder el bien más preciado de mi vida: mi LIBERTAD.

II

Mi madre era cocinera y mi padre pastor. Mi padre había

ganado una guerra civil. La recompensa a su inocencia perdida, al

recuerdo imborrable de la inútil sangre derramada, fueron dos

balazos, una medalla de chapa y una paga testimonial de mutilado. Mi

madre llevaba un misal con recordatorios mortuorios de jóvenes

muertos en ambos frentes (dos de ellos fugaces novios). Hubo hasta

un piloto alemán que se enamoró de ella. La llevaba al cine y la quería

llevar a volar. No sé, sí sería, de los que bombardearon Guernica, si

fue uno de ellos, peor para él. Mi padre soñó todas las noches de su

vida con la guerra. Pataleaba y golpeaba a mi sufrida madre que

trataba de que volviera de sus sangrientas pesadillas. Mal oficio el de

pastor, siempre solo con todo el día para recordar batallas, sangre y

cicatrices. Mi madre era la cocinera de un terrateniente soltero.

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Bohemio y alcohólico, oveja negra de familia enriquecida en la guerra.

Había derrochado su salud por las calles del Madrid de posguerra.

Mujeriego, dandi clásico, viciosas manos enfundadas en guantes

amarillos de piel de camello. Vacío de apego a la vida, bebió de la

mañana al alba en su privilegiada situación o tal vez a causa de ella.

Hasta que un amigo médico le dijo a la temprana edad de treinta y

cinco años:

“Rafael. El campo o el campo santo”.

Asustado se recluyó en una finca de su familia. Con sus

mastines, su cocinera y sus peones. Asumió el papel de exiliado en su

propio país. Su alcoholismo descendió en una escala de intensidad. Del

güisqui se pasó a la cerveza, de la cerveza al trasiego constante de

leche aterido de dolor por sus ulceras. Insomne cobarde envuelto en

el dulce humo de innumerables cigarrillos rubios. Solía pasar las

noches escuchando un sofisticado aparato de radio comprado en uno

de sus viajes a Andorra. Con los dedos amarillentos de nicotina

martirizaba el dial de un lado a otro. De radio Luxemburgo a radio

Nápoles, de un vals a una tarantela. Solía viajar en compañía de

alguna sentimental amante, u obligada puta, hija de republicano

fusilado. Pelada al cero, salvada de los lujuriosos moros de Franco

gracias a la intervención del enlace de un coronel que encaprichado de

su lozanía la requiso para su exclusivo disfrute. Falta de recursos,

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aceptaba su maltrecho cuerpo, sus rijosas peticiones a cambio de

dinero y promesas de tenerla en nómina.

Todo un personaje “rimbaldiano”, su desértica Abisinia era la

estepa aragonesa. Solitario de triste figura, paseaba sus greñas y

fulares de seda sulfurosos de antaño vicio. Con su bastón asiento y

sus dos blancos mastines, rey desterrado del desolado paisaje de su

finca. Tiraba piedras al sol en un surrealista gesto, maldiciendo el

amanecer por que deseaba que la noche no terminara nunca. Al

abrigo de la oscuridad, envuelto en el humo de sus innumerables

cigarrillos, escuchando lejanas músicas, extraños idiomas, se sentía

cómodo.

Como hacia tantísimo frío en la estepa aragonesa, mi madre,

con toda la buena fe del mundo, cuando ella y mi padre a primera

hora abandonaban el lecho, acostumbraba a envolverme en una

manta y meterme en la cama de su amo y señor. Como comprenderán

a un niño de cuna meterlo en una habitación llena de humo y en

compañía de un alcohólico sifilítico (su nuca, siempre tapada por el

greñudo cabello y pañuelos de seda, estaba sembrada de quistes

sifilíticos supurantes) no creo que fuera lo más recomendable. Pero así

era mi madre, no era mala, simplemente, nunca reflexiono sobre sus

actos.

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“El amo tan solo, calentito en la cama. Pues metamos al niño, así

esta menos solo y el niño caliente”.

Por el amor de Dios, todo deja secuelas. Siempre que me

alcoholizaba (he tenido épocas de beber sin saciarme, días y días

bebiendo) he pensado que aquel aire viciado de mi tierna infancia

había penetrado en mi sangre envenenándola y estaba condenado a la

esclavitud de la bebida. Afortunadamente, no fue así. Si bebía era

porque me daba asco el mundo, no sabiendo otra forma de huir que

emborrachándome hasta caer enfermo, sin ningún miedo a morir. No

era un valiente autodestructivo, solo que eran los años juveniles en

que la muerte era romántica, todavía. Pero siempre está la duda

inconsciente ¿aquel ser desesperado me trasmitió la angustia

existencial que padezco de forma crónica? Luego comprendí que

aquel ser, realmente, estaba muy solo.

Me montaba con él en sus coches (siempre compraba buenos

coches para desarmarlos por agrestes caminos). Pobres coches o

afortunados por disfrutar de una vida bucólica y sentirse doblemente

vivos. En la tierra que se acumulaba bajo el volante, prueba de su

dejadez, nacían brotes de trigo.

“El coche es mi esclavo. No, yo, esclavo suyo”

Y recorríamos durante horas la finca. En la vorágine del

cierzo que doblaba los almendros hasta casi postrarlos ante la madre

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tierra. Sin miedo, indiferentes bajo tormentas de piedra y granizo que

arrasaban las cosechas ante sus impasibles ojos azules. En verano,

otoño, invierno, primavera, siempre en diferentes coches por los

mismos caminos. A veces me llevaba hasta donde estaba mi padre con

sus ovejas, ensimismado en sus recuerdos guerreros. Bajaba del auto,

le daba un beso, y él complacido sonreía. Al momento, era reclamado

por el amo que se impacientaba en el coche parado. Celda metálica,

como si necesitara mi infantil aura para paliar su latente decadencia.

No hablaba, fumaba sin cesar, y emitía una especie de ronroneo, una

letanía de murmullos, siempre los mismos “um.um.um", así

incansablemente. Más adelante, en mis tiempos místicos, cuando leí a

Herman Hess ansioso de encontrar algún tipo de verdad en la

amalgama de ideas que pululaban al llegar la democracia, comprendí

que aquellos murmullos eran “mantras” para calmar su ansiedad. Y es

que ahora que sé como son los ataques de

ansiedad por experiencia propia, y siempre tengo unos

ansiolíticos a mano, comprendo que tenía que estar muerto de miedo.

Imaginar a un hombre hundido en su desencanto y sus humanas

miserias en medio del desolado campo con un niño de cuatro o cinco

años al borde de un ataque de ansiedad o angustia; sus fármacos

opiodales en la lejana mesilla de noche, pues solo le quedaba recitar

monótonamente sus mantras hasta llegar al caserío.

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No siempre he tenido mala suerte. También, en honor de la

justicia, había momentos inolvidables, mágicos. Como cuando daba de

comer a las perdices granos de pienso que llevaba en sus chaquetas

“cheviot”. Como lo cuento, paraba el coche siempre en el mismo sitio,

y las perdices salían de sus escondites entre los romeros y las ontinas,

se acercaban tímidas y comían el grano. Amaba a los animales más

que a los seres humanos, era en lo único que coincidía con mi padre,

seguramente a consecuencia de la fratricida guerra. Nunca practico la

caza, aunque obligado por las circunstancias (la finca no era de su

entera propiedad) tuvo que permitir verdaderas matanzas perpetradas

por oligarcas militares de alta graduación y demás fauna franquista.

Pero algo me dice que sufría en silencio cada muerte en la finca,

sintiéndose en la antesala de la suya. Vagábamos por desiertos

caminos, regresábamos al cálido chalet y contemplábamos el fuego de

la chimenea escuchando música clásica en la radio. Mi madre

canturreaba incansablemente en la cocina, mientras con esmero

preparaba suculentos platos para tan sibarita dueño. Mi padre llegaba

en su burro “Chamaco” cerrando la actividad del día, satinada su

chaqueta de pana negra por el aguanieve. Recuerdo todo esto, por

que cuando pienso en cosas extrañas, cuando llevo dos días

voluntariamente sin comer, me regodeo en la nostalgia, pienso que

viví aquello, y todo me da igual. Que la depresión bipolar me atrape

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de una vez, que acabe tirado en la calle bebiendo vino. Irónico

proclamo:

“Mi reino no está en este mundo”.

Después de aquellos edénicos años, lo que siguió a

continuación, casi todo fue una soberana mierda. Cumplí la edad del

entendimiento, entre humo dulce de tabaco rubio, aprendí a leer.

Aleluya. Rápidamente, casi con desesperación, las palabras tomaban

significado y me abrían puertas hasta entonces cerradas. Recibía por

correo D. Rafael todo un lote de periódicos y revistas ilustradas: París

Mach, Life, Blanco y Negro, Reader’s Diggers, National Geographic (en

inglés), el ABC, la Mesta, una publicación ganadera castellana, una

revista agrícola argentina “La Chacra” (la finca, el cortijo en

argentino), Mecánica Popular. No sé si me olvidare de alguna pero

todas estas publicaciones llegaban regularmente hasta el páramo

donde habitábamos. Todas estaban al alcance de mi recién aprendido

oficio, leer. Porque para mí se convirtió en mi única ocupación. Leer,

leer: sobre la guerra del Vietnam, sobre las granjas argentinas, sobre

mecánica, sobre las fiestas y cacerías que daba el Generalísimo; todo

con siete años. Comprendéis por qué estoy algo tocado del ala. No

todo fue sobre ruedas. Cuando leí “Peter Pan”, maldije, blasfeme, me

lleve la sempiterna bofetada de la católica de mi madre, pero jamás

volvieron a darme un libro para niños. Es curioso, porque con el

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transcurso de los años, me han acusado de vivir bajo el síndrome del

personaje creado por Barrie. Pase a Salgari, insalvable claro. Pero

como nadie me vigilaba, con la llave de un baúl que estaba en la

bodega de los vinos, descubrí un paraíso lleno de selectos frutos. Al

abrirlo por primera vez el aroma de los libros largamente prisioneros

me elevo a los cielos de la salvación. Había de todo: novela negra,

teatro clásico, filosofía de antes de la guerra (prohibidísima por el

franquismo), poesía, todo a mi alcance. Nunca sospeche que aquel

descubrimiento sería en el futuro como un virus maligno que me

llevaría a leer compulsivamente. Olvidándome de prestar atención a

las demás enseñanzas necesarias para llevar una vida sana y normal.

Aquel baúl fue el sarcófago de Tutankamon, nunca he podido librarme

de su bendita maldición. A los ocho años decidieron que tenía que

tener contacto con los demás especímenes de mi raza, los restantes

niños. Craso error. La finca distaba sus buenos diez kilómetros del

pueblo. Antes de llegar había una fábrica azucarera con su poblado de

trabajadores, su pequeña escuela, y su beatifica iglesia. Se decidió por

unanimidad que mi padre a bordo de su burro “Chamaco” me llevara

al colegio de la azucarera. Partíamos con las primeras luces en el

apacible asno, arrebujados en una manta de cuadros zamorana,

envueltos en la niebla matinal nos dirigíamos por el bacheado camino

hacia mi integración en el mundo escolar. Fue de espanto. A la

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primera mención de Dios, dije, por si no se había enterado la burda

maestra:

“Dios, ha muerto” según afirmaba un filosofo alemán.

Sin poder reprimirse ante el monstruo que tenía delante me

soltó dos sonoras bofetadas que fueron contestadas por dos patadas

mías a sus espinillas. Llamaron a mi padre, que había buscado a un

pastorcillo para que le cuidara el ganado, y al enterarse de lo ocurrido

cogiéndome de la mano le dijo a la beata maestra:

“Usted es joven, no conoció la guerra. Si mi hijo dice que

Dios ha muerto, es que ha muerto. Yo, que soy mutilado de guerra le

digo que encima de las tejas no hay nada, si acaso pájaros y nubes.

Va, hijo, vámonos. Aquí no tienen nada que enseñarte”.

Cogimos el burro y volvimos por donde habíamos venido. D.

Rafael al ser informado de mi hazaña rompió a reír como nunca lo

había visto reír. Mi católica madre lloro como una magdalena, la

muerte espiritual de su único hijo. Había deseado con todas sus

fuerzas a sus treinta y ocho años tener un hijo, y después de rezar a

todos los santos, había tenido dos abortos, y al final, un Anticristo. Así

era de dura la vida. Mi madre volvió a rezar por mi salvación eterna,

mi padre volvió a sus ovejas y pesadillas guerreras, y D. Rafael asumió

mi educación. Volví a mi rincón junto a la chimenea con mis revistas,

mis libros, y los mastines. Estaba salvado al menos por ese año. Mi

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año escolar sabático fue sencillamente maravilloso. El frío invierno

junto a la chimenea leyendo, o descansando mis ojos en la

contemplación de los campos castigados con furia por los elementos,

me relajaba hasta conseguir apaciguar mi rabia. Nevaba y jugaba con

los perros. D. Rafael sacaba fotos. Mi madre y yo, nos envolvíamos en

pieles de cabra imitando a los esquimales. Nos reíamos del intenso

frío. Llegó la primavera, los campos de trigo refulgentes en su verdor

formaban mi sabana africana. Me encantaba tumbarme desnudo en

medio de ellos. Oculto por los débiles y altos tallos, respirando su

aroma a savia en crecimiento, daba rienda suelta a mi naciente

sexualidad. Los almendros en flor y mi madre en el huerto cogiendo

las verduras de la cena. Todo era un aluvión de sensaciones

placenteras. Mis estudios seguían por buen camino al ritmo anárquico

que D. Rafael les imprimía. Llego el verano, las maquinas

cosechadoras salieron de su largo letargo. Ayudaba a engrasarlas

incluso les sacaba fútil brillo. Madrugaba, los peones eventuales

nuevos para mí me gastaban bromas. Todos los chicos de mi edad

gastaban pantalones cortos, pero me negaba en redondo, terco como

una mula, a rebajarme a la condición de niño. Trabajaba en las

maquinas, ayudaba a mi padre con el ganado, acarreaba leña, ¡y tenía

que llevar pantalones cortos! Ni atado. Me llamaban mil hombres y les

hacía gracia que blasfemara como ellos. Mi mayor alegría era cuando

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junto a D. Rafael subía a la cosechadora y veía el trabajo de los

peones sudorosos en sus ropas azul mahón. Azul que el sudor

desteñía con su baño de sal. Trabajaban con tesón llenando los

ásperos sacos de arpillera con dorados granos que brotaban sin cesar

por la tolva cual fuente de prosperidad. Al lado del amo me sentía

como el elegido de un Cesar romano. Sabia, siempre he sido un espía

observador, que a su sombra le llamaban de todo: Sr. Chaquetas,

porque no se desprendía de ellas ni cuando más apretaba la canícula.

Tirillas, y otros apelativos no injuriosos pues era el mejor amo que

podían encontrar. Silencioso como un fantasma, si hacían bien su

trabajo no se metía con ellos en absoluto. La siega terminaba, el

grano descansaba en los espaciosos almacenes. Y volvía la paz a la

casa. Días largos, siestas pesadas. Cazar mariposas nocturnas de

brillantes colores que venían atraídas por la luz de los faroles. La

llegada de Paloma, sobrina de D. Rafael, era como un huracán que

cambiaba mis costumbres. De mi misma edad pero civilizada me

enseñaba juegos desconocidos asombrándose de mi docilidad. Aunque

su máxima aspiración consistía en montar a pelo al dócil “Chamaco. Su

madre montaba en cólera al descubrir sus virginales bragas blancas

tornarse grises por el roce con el lomo sudoroso del paciente animal.

Se iba Paloma de regreso a la ciudad, quedaba triste contemplando el

polvo del coche que se alejaba. En mis rojas mejillas restos de cola-

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cao. En mi inocente recuerdo la ausencia de su olor a niña. Llegó

septiembre, se decidió que tenía que ir a la escuela del pueblo. Para

evitar el subir y bajar diario mi madre acordó con mi tía Teresa que

me quedaría pensionado de lunes a sábado. Allí llegue salvaje como

un zorro, un animalillo del campo ilustrado. Mis primeros contactos

con el ámbito escolar fueron un shock. No sabía ningún juego

colectivo, las lecciones me parecían estúpidas comparadas con mis

autodidactos saberes. Acostumbrado a la elegancia silenciosa de D.

Rafael los aldeanos me parecían brutos y analfabetos. Gritando por las

calles, entrando y saliendo de los bares con andares y modales de

gañanes. Las calles sucias y sin asfaltar, embarradas, me parecían una

especie de descenso a los infiernos. Comparadas con mis caminos

rurales, limpios y bordeados de esplendorosos campos de cultivo. Así,

en medio de las bromas de mis primas que me llamaban “señoritingo”

pase un año escolar. El contraste entre mis dos hogares me trastorno

por completo. Pasaba el fin de semana en la finca con mis revistas,

mis perros, la televisión que había llegado por aquellos días, y el resto

de la semana en el pueblo. Asistiendo a una vieja y mediocre escuela,

cuyos profesores acérrimos al Régimen franquista se pasaban el día

enseñándonos himnos, canciones falangistas, y vidas e hechos de

héroes por Dios y por España. Mis compañeros solo pensaban en jugar

como bestias y aprender con esfuerzo a escribir y manejar las cuatro

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reglas. Enseguida creé un muro entre ellos y yo. Mi ropa era buena,

comprada en la ciudad, sin los remiendos y herencias que arrastraban

sus raídas vestimentas. Ellos sabían que procedía de la finca, que era

“el hijo de la cocinera”, me insultaban por ello, me peleaba por ello y

ello me causaba tal dolor que me inventaba gripes, enfermedades,

para poder quedarme en la finca. Si conseguía estar enfermo ficticio

hasta el jueves estaba salvado, pues esa semana ya no tenía que pisar

el pueblo. Esa semana la pasaba en mi cómodo mundo propio. Lejos

de toda aquella vulgar gente a la que detestaba, gente que más tarde

al tratar integrarme en su sistema, al intentar formar parte de su

mundo, me destruyeron. Gracias al cariño de mis tíos, a la paciencia

de mis primas Carmen y Teresa, pude sobrellevar aquellos ataques sin

motivo. Mi tío Daniel, más joven que mi padre, no había conocido la

guerra. Dicharachero y campechano gozaba de mostrarme como su

sobrino “el del monte”. Juntos bajábamos al huerto por verdura y

recogíamos caracoles tras las lluvias. Me subía al pescante del carro, y

ufano me llevaba a ver sus viñas. Padre de dos hijas, echaba de

menos haber tenido un hijo para llevarlo al campo y enseñarle sus

saberes. Cuando al calor de la estufa, las invernales horas se

eternizaban, aburrido de las novelas de la radio, solía enfurecer al

abigarrado elemento femenino que cosía sus labores, pergeñaba un

futuro ajuar, y comentaba las incidencias lastimeras de la radionovela.

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Me guiñaba un ojo, para a continuación suspirar y decir: ¡Ay, si el

buen Dios me hubiera dado un hijo! Un hijo para comprarle un tractor

y trabajar las tierras. ¡Ay, un hijo! Mis primas y tía, levantaban los ojos

de la labor para replicarle furiosas: ¡Otro burro, como tú!, Mi tío,

complacido, volvía a cucarme el ojo, volviendo a sus ensoñaciones. Mi

tía Teresa era muy religiosa, pero cuando mis enemigos me

perseguían hasta la puerta del corral, salía en mi defensa, esgrimiendo

la alpargata, y encorajinada hacia huir a mis perseguidores. Por la

noche me arropaba con cariño y me daba una virgencita fosforescente

que llenaba con su luz mis sombríos pensamientos.

Entre envidias y rencores llegó inevitablemente la catequesis.

Teníamos que prepararnos para recibir a Dios. Las piadosas

catequistas, chicas de quince años más o menos, fue un

descubrimiento de la mujer en toda regla. Hasta entonces mi mundo

femenino se resumía a mi madre, mis tías, mis primas, y las putas que

recalaban por la finca en las cenas que organizaba D.Rafael. Escasas

pero bien organizadas: buenos vinos, buenas carnes y buenos licores,

puros habanos del nº 1. Toda aquella parafernalia festiva y burguesa

de los años sesenta. Comer, beber, matar algunas inocentes liebres

desde los coches por la noche. Presumir de puta o de querida. Todo lo

que engrandecía a la clase dirigente, rica o bien situada políticamente.

Asistían militares de renombre, auténticos borrachos gorrones,

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presidentes de club de fútbol, joyeros, herederos de rancias fortunas.

A mí me llamaban “secretario.” Les hacía gracia que a mis ocho años

estuviera presente en sus jaranas. Sirviéndoles güisqui, almendrillas

saladas y vaciando ceniceros. Cuando observo ahora alguna vieja foto

espero que por sus caras de fantoches y sus miradas relucientes de

viciosa lujuria estén esperándome en el infierno.

Volviendo a las catequistas, eran muchachas preciosas. Muy del

pueblo llano, sanotas de prietas carnes. Pero al oírlas hablar del

catecismo, envueltas en incienso, embelesadas por sus descripciones

del cielo; sentía una sensación de nerviosismo que ahora identifico con

un sádico deseo de arrancarles la ropa y poseerlas allí mismo. Ya he

dicho que siempre he tenido la certeza de estar perturbado,

inofensivo, sutil hasta parecer desinteresado. Buscador incansable de

una salida para un torrente de lava sanguíneo que quemaba mis

tiernas entrañas. Inteligente, guapo, pero con el cerebro sobrecargado

de vileza inútil por su correr interno. Turbios pensamientos en lugar

tan sagrado que pague bien caros.

El día de la confesión general se suponía que teníamos que

hacer acto de contrición y enumerar la larga lista de nuestros pecados.

Eso decía el gordinflón y goloso párroco, cura tragaldabas que en la

guerra había sido capellán castrense de pistolón al cinto.

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Bueno, la tarde de la confesión, agobiante sábado del mes de

junio, aburrido de no encontrar falsos pecados que confesar, salí a las

calles desiertas por la obligada siesta. Deambulé sin rumbo hasta que

divise a lo lejos a mi catequista preferida. Una falsa delgada que me

traía loco con su angelical rostro de virgen purísima, provista de

sensuales labios carnosos, unos erguidos pechos sobre una cintura de

avispa y un culito respingón que bailaba una samba constante bajo

sus vestidos de flores. No iba sola, la acompañaba un chico mayor. Se

dirigían en la sagrada hora de la siesta hacia el lavadero público.

Desierto de lavanderas con una chopera frondosa, ofrecía a la pareja

el mejor lugar para sus tocamientos y besuqueos. Escondido dentro de

una acequia vacía pude observar con una total impunidad, sacando la

cabeza entre los juncos, como el gañan acariciaba las musculosas

piernas y sus manos ascendían hasta sobar un soberano culo oculto

por unas bragas blancas. Ella, desorbitados sus bellos ojos, parecía

estar en el séptimo cielo. Mordía los labios del mozo como si quisiera

comérselos. Él, abrió su blusa, le bajo las copas del sujetador que

elevaron hacia el cielo sus blancos pechos, extasiado miraba los

henchidos pezones color hígado a la vez que se acariciaba la abultada

entrepierna. Cuando no pudo más, bufando y rojo como tomate

maduro, saco su venosa verga enhiesta cual mazorca de maíz. La

dulce catequista la tomo entre sus manos moviéndola arriba y abajo

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como si de una zambomba se tratara, roja como la grana no tardo en

estallar, al notar las descargas de esperma, la catequista se arrodillo

apuntando el trabuco hacia sus pechos que quedaron llenos de blanca

lechada. Froto la cabezota sobre sus pezones, ordeñando hasta la

última gota, a la vez que con la otra mano, entremetida en sus bragas

se rascaba como si le picaran mil rabiosas pulgas. No tardo en soltar el

seco cipote para con la falda por montera y las bragas por las rodillas,

iniciar sobre el verde musgo una frenética danza. Se quedo quieta,

solo para convulsionarse y abrir su sexo por completo justo enfrente

de mi inocente mirada. Entonces ocurrió, una sacudida eléctrica me

sobrevino, un placer intenso pero doloroso se centro en la cabeza de

mi colita. Había tenido mi primera corrida. Bueno, sin eyaculación,

claro, ni siquiera agüilla, nada. Solo electricidad que postro mi cuerpo

sobre el barro de la acequia. Cuando curioso saque mi cosita muerto

de miedo comprobé la rojez de mi capullo. Tendido en el barro,

mirando a un acusador cielo, espere el rayo exterminador. Cansado de

esperar, me levante, sacudí el pegajoso barro y me fui a casa de mi

tía.

Entre, recibí una descarga de insultos por mis manchados

pantalones y me puse unos limpios. Llegada la hora, aseado y

decidido a mentir como un bellaco, subí a la iglesia. Forme cola ante

el confesionario y, cuál no sería mi sorpresa, cuando la cachonda

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catequista de la chopera se sentó a mi lado. Estaba solo, obviamente,

mis comulgantes compañeros guardaban las debidas distancias. Ahora

me regodeo al creerme una especie de “poeta de siete años”

(Rimbaud). Me miro sonriendo, seguramente compadeciéndose de mi

soledad intento cogerme la mano. Mi reacción fue brutal. Como se

atrevía, después de estrujar la verga del mozo cual ubre de cabra, sus

pechos llenos de esperma, su mirada de bruja frotándose el coño ante

mi cándida mirada, provocándome una explosión que no sabía

catalogar, si gozosa o dolorosa, ¿Quería traspasarme su impureza?

Bastante inmundo me creía ya, como para que me contaminara con

parte de sus abominables pecados. Encorajinado, me levante, la

fulmine con la mirada, y le expele:

“Déjame en paz, cacho puta”.

Me senté en otro banco y desde allí pude ver como se

arrodillaba rompiendo a llorar. Mis compañeros me miraban con odio,

ella era también su preferida. Esperando mi turno para la confesión

comprendí que había sido cruel, que la amaba, y como era un niño mi

forma de amarla era hacerle daño. Comprendí que siendo una chica

maravillosa, su acción en la chopera tenía que ser normal, lejana de

cualquier clase de pecado. Entendí que la culpa no era mía, sino de

aquel cura gordinflón, seboso y de pensamiento cenagoso que nos

había inculcado toda la deyección del pecado, del sexto mandamiento

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de los cojones. No llore. Nunca lloro cuando estoy furioso, solo cuando

estoy triste y desesperado. Me toco mi turno, era el último en pasar

por el confesionario. Tras las palabras de rigor me preguntó,

llegándome al olfato su aliento nauseabundo que seguro que procedía

de la ciénaga de su estomago podrido, la pregunta eterna:

¿Cuáles son tus pecados?

Cuando iba furioso a decir cualquier barbaridad verdadera o

inventada, me interrumpió, carraspeo y soltó el muy bribón:

“Manolico, mañana cuando veas a D. Rafael le dices de mi parte

que se me ha acabado el vermú “Carpano”. Que me mande una caja,

se lo dirás, verdad, no se te olvide. Anda ya puedes marcharte, reza

tres avemarías, chavalín”.

Ni siquiera quería saber de mis pecados. Me levante y salí. Ni

avemarías ni hostias en vinagre. Furioso, absorto en mis negros

pensamientos, me fui a ver las carteleras del cine. Al atravesar la calle,

distraído y enfadado, un hombre que venía del huerto con su bicicleta

me soltó una patada para no atropellarme. Insultando y veloz siguió

su camino. Golpeado en mí estomago, solté una gruesa blasfemia y

vomite un líquido verdoso y amarillo. Las mujeres sabiendo mi

situación de futuro comulgante se santiguaron alborotadas como si

tuvieran presente al mismísimo diablo.

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Sentado en la acera, doliéndome a rabiar la patada del

hortelano, supe que si no había sido feliz entre la gente, sería muy

difícil que algún día llegara a serlo. Solo deseaba subir a la finca,

escapar por la ventana en noches de luna llena y con mi galga rusa la

“Fea” recorrer los rastrojos hasta dar con alguna liebre despistada.

Que la “Fea” la atrapará, con mis manos ensangrentadas, sudoroso,

buscar la frescura de las cepas, arrancar un verde racimo, y sediento

beber el ácido néctar de la uva. Amargo, sin madurar como mi vida,

pero vivo como mi rabia.

Llegó el domingo, me lavaron someramente, me vistieron de

marinerito y me llevaron a recibir a Dios. Todo fue normal, o sea

llegue tarde y tuve que comulgar el último en vez del primero como

esta ensayado. Tome mi parte del cuerpo de Cristo y salí limpio de

pecado a celebrar el convite. Nunca olvidaré el accidente. Al salir de

casa de mi tía monté en una furgoneta para subir a la finca. Humilde

en mi recién estrenada condición de supuesta pureza, subí detrás.

Pero el ocupante del asiento delantero, muy caballero, me ofreció el

suyo. Más feliz que nunca trepe por el camino más corto, me senté

junto al conductor y ufano iniciemos la marcha. En la primera curva mi

cuerpo de ocho años por inercia se desplazo hacia la puerta, puerta

que el gentil hombre había dejado abierta. Resultado, mi cuerpo

impoluto de pecado fue a dar violentamente contra el adoquinado

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suelo. El susto fue mayúsculo. Caí sobre el adoquinado dando varias

vueltas sobre mí mismo. Recogieron mi maltrecho cuerpo enfundado

todavía en mi traje de marinero, me asustaron más sus gritos que el

dolor que suavemente se apoderaba de todo mí ser. Al fin había

descendido el rayo castigador sobre mí. Restañadas mis heridas con

mercromina, la gente se tomaba a risa mi aspecto de mártir, por el

contrario me lo tome en serio. Jamás he vuelto a comulgar,

confesarme o a doblar la rodilla. Creo que en mañanas de domingo,

borracho como una cuba, he entrado en la iglesia. Pero siempre como

el que va al teatro. Nunca tuve problemas, casi nunca los he tenido.

Desde mi tierna juventud he vivido bajo la bendición de la santa

locura. Bendición que te salva de la cárcel, del juicio de la plebe, y casi

siempre de volverte loco de verdad.

Terminó aquel curso, nos dieron las vacaciones y pase todo el

verano al amparo de mis dioses. Me construía cabañas con alpacas de

paja y en ellas leía o escuchaba música en mi pequeño transistor

regalo de D. Rafael. Con mis perros recorría los rastrojos en las

noches de luna llena. Reventaba alguna madura sandia y comía su

carnosa carne observando las estrellas. Todo marchaba a mí entero

placer: la siega, el esquileo, la paz del campo libre de faenas. Solo era

un respiro, obviamente, agazapada como vil comadreja, me esperaba

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la próxima trampa. Llegó septiembre, el nuevo curso. Había pasado el

verano convencido de que volvería al pueblo a casa de mi tía. Pero no

tuve esa dicha. A mis padres, a mi madre concretamente, se le había

ocurrido la feliz idea. Mi educación sería más completa en la ciudad.

Como en un secuestro, sin previo aviso, fui montado en el camión de

mi tío Andrés, y llevado a su casa en Zaragoza. Nunca me sentí más

sin importancia en mis pocos años, la verdad me sentí como un perro

o un gato que se regala a un familiar que tiene ratones. De un día a

otro, me encuentro en un piso pobre de un barrio obrero. Rodeado de

primos, tres primos, uno mayor y dos más jóvenes. Del jamón a la

mortadela. De la cocina elaborada de mi madre a los humildes guisos

de mi tía. Si el pueblo era un infierno, era un averno pequeño, pero la

ciudad, bueno, la ciudad era la enfermedad del cuerpo y del alma. No

recuerdo mucho de aquella estancia. Algunas bofetadas, unos

embrutecidos profesores, mi primo mayor queriendo domesticarme.

Duro poco, a lo sumo un par de meses. Al igual que el animal

salvaje enjaulado, extraído de su habitad, enferme. Deje de comer, en

clase estaba ausente, y solo esperaba morirme. A los nueve años en

aquel ambiente tuve mi primera depresión. Cuando D. Rafael junto a

mi madre me vio bajar las escaleras del colegio: solitario,

enflaquecido, ojeroso, sin vida en el rostro, no perdieron el tiempo. Me

metieron en el coche y partimos hacia la finca. Después de

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recuperarme junto al fuego, pase mis Navidades con mis libros y

revistas, juguetes, recuperando la vitalidad y la alegría. D.Rafael

retornó a su labor de maestro. Tarde en recuperar los quilos perdidos,

las pocas alegrías. Era un niño herido. Llegó la primavera y salí a su

esplendor, volvimos a pasear en el coche y a dar de comer a las

perdices. Mi padre empezó a hablarme de sus batallas y todo mi

universo se volvió a reagrupar. Era un exiliado de nueve años, lleno de

palabras, lleno de soledades. Había roto, sin quererlo, los lazos con las

dos ramas de mi familia. Siempre me mirarían como un bicho raro. Un

prematuro solitario. Un salvaje que se resistía a ser civilizado. Un niño

que jugaba al fútbol contra la pared. Era delantero y portero. Buscaba

en mi atlas países de extravagantes nombres y los enfrentaba en

campeonatos mundiales. Kuwait contra Hawái, Liechtenstein contra

San Merino, dando patadas al balón contra la pared que me lo

devolvía para ejercerme como portero de un país exótico. Cuando

llovía jugaba pelota vasca en el pasillo. La mano izquierda

Madagascar, la derecha Bali, seguía deportivamente mi camino hacia

la locura total. Solo, jugando contra la pared. Terminó el verano y tuve

que abandonar mi desolado paraíso, suspendida nebulosa de mi

estabilidad. Preferible a lo que en un supuesto por mi bien, me traería

el nuevo curso escolar. Decidió D. Rafael traer a un sobrino suyo,

oveja negra, alcohólico y eterno estudiante de maestría industrial, a la

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finca. Para que sirviera de chofer, secretario, y poco más. Teniendo

chofer se decidió respecto a mí, que cursaría el nuevo curso en el

pueblo. Bajándome por las mañanas y subiéndome por las tardes.

Bueno aquello no fue tan malo, hice amigos, también enemigos,

pobres envidiosos más que nada; pero me adapte un poco al medio

escolar. Comía en casa de mi tía pero por las tardes regresaba a la

finca. Pronto sentí que este sobrino del “dueño” me odiaba. No

aceptaba el hecho de que D.Rafael me quisiera más que a él. No le

concedí la menor importancia. Este individuo era un ser repugnante.

Se bebía el vino de los trabajadores (su tío tenía la llave de la bodega

a buen recaudo). Bebía de gorra en los bares rodeado de la peor

gentuza, ávidos aduladores que pagando unos vinos querían enterarse

de los aconteceres de la finca, o peor aún, los secretos del pasado de

D.Rafael. Me subía en el “Land Rover” abofeteándome con su aliento a

vinazo, siempre en silencio, pues no se dignaba, tal era su inquina, a

hablar conmigo,. Vomitaba sus borracheras en botas militares que mi

madre enfurecida tiraba a la basura, buscándose también su

desprecio. Pero mi madre era la cuidadora del “dueño y amo”, por lo

tanto, era intocable. Solo a veces la soledad de la finca la enloquecía.

Me cogía de la mano, bajábamos andando a la estación del tren,

subíamos al tren y llegábamos a Zaragoza. Pasábamos a lo máximo

dos días buscando piso. Calmada, triste, llena de añoranza,

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compungida ante mis ruegos y su nostalgia, volviamos en taxi a la

finca a reanudar sus labores en silencio. Mi padre se alegraba pero no

decía ni esta boca es mía. D.Rafael suspiraba y todo volvía a su

normalidad. Subía y bajaba al colegio, tenía mi grupo de amigos.

Pescábamos en el río cangrejos y madrillas. Robábamos fruta, nos

mediamos nuestros erectos penes y hacíamos concursos de pajas, lo

normal. Empezábamos a tontear con las chicas, por primera vez una

chica un poco mayor me escribió una cartita. Cartita que una amiga

suya me hizo llegar. Aquello era soberbio, alguien aparte de mi

“gente” se había fijado en mí. Luego cuando me entere quien era mi

anónima admiradora me decepcione, pero algo era algo. Luego

descubrí que no era la única, había otras que se habían fijado en el

extraño chico que era. Claro, era diferente al resto. Vestía con ropas

que elegía mi madre en la capital, pagadas en secreto por D.Rafael.

Mis modales eran diferentes, no refinados pero educados, aparte, qué

coño, era bastante guapo. Aquello me granjeó la inquina de muchos

pobres diablos, envidiosos chicos de pocas luces. Que llevan una vida

de serios y respetables ciudadanos en un pueblo que es el mismo que

amo y odio.

Por otra parte, hijos de labradores fuertes, ganaderos y

tenderos me abrieron su amistad. Entre la envidia, la fraternidad, los

tediosos estudios pasaron dos años. Tenía doce años, siempre un

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paquete de rubio en el bolsillo, dinero para coca-cola y buena ropa. Un

grupo de buenos amigos, parecía capaz de integrarme. No aspiraba a

mucho. Mis compañeros, hijos del sudor del campo, ayudaban a sus

padres en sus duras faenas. Empecé a ayudar al mío con el ganado.

Aprendí a conducir coches, tractores. Me compró D. Rafael una

pequeña moto, podía bajar al pueblo con ella. La Guardia Civil hacia

como que no me veía. Empecé a saborear la vida. Sacaba el nº 1 en la

escuela, trabajaba, tenía vida social. Un primer radio-casete donde

grababa las canciones de moda de la radio, alguna cinta de los

Beatles. Vamos que era la alegría de la huerta.

D.Rafael, amigo íntimo del director de la fábrica azucarera

compró dos chales y unos almacenes. Convenció a mi madre para que

a un bajo precio comprara un chalet al lado del suyo. Todo andaba

sobre ruedas, solo esperaban a que el chalet, largo tiempo

abandonado, fuera reformado para bajar a vivir en él. Se había

decidido arreglar el de mi madre, y junto a D. Rafael vivir todos

juntos.

Me las prometía muy felices a los catorce años, podía abandonar

la escuela y trabajar en la finca junto a mi padre. No quería ser

médico, ni veterinario, ni maestro. Quería con todas las fuerzas de mi

alma ser feliz.

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Pero no, mi madre, ambiciosa por naturaleza, auspiciada por

unos estúpidos maestros, quería que su único hijo fuera todo lo que él

aborrecía.

Decidieron internarme en un colegio de la capital. Colegio donde

estudiaban dos futuros universitarios del pueblo, universitarios

póstumos, pues solo llegaron a colocarse de auxiliares de banca en

sendas Cajas Rurales. Allí llegue con mi maleta, un cabreo de mil

demonios, y ganas de matar a alguien o morirme. El primer día

contemplé como lloraban desesperados algunos chicos nuevos; al

segundo día me sorprendí llorando de pura nostalgia.

Había dejado mi escuela del pueblo, mis amigos, mis campos, mi

libertad, para pasar toda la semana o más (los castigos de fin de

semana abundaban) en aquel tétrico manicomio cuartelero.

Durmiendo como las ovejas de mi padre en dormitorios comunitarios

sin ningún tipo de intimidad. Chicos de siete años junto a bachilleres

de dieciséis, verdaderos sádicos, veteranos pervertidos en la más

abrupta rijosidad. Todo este amoral infierno dirigido por un falangista

“camisa vieja” condecorado por sus heroicidades en Rusia como

miembro de la División Azul. Ahora sí que estaba contra la puta pared.

Pasábamos hambre, la comida era detestable. La carne dura e insípida

era cortada a pedazos, metida en bolsas de plástico, sacada en el

calcetín y tirada a los retretes. Nos alimentábamos a base de galletas

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y mantequilla, bocadillos y embutidos que traíamos de casa. Los

saqueos nocturnos de armarios eran constantes. Tenías que esconder

los víveres entre calzoncillos con zurrapas para que pasaran

inadvertidos a los saqueadores. Por la noche como una premonición

de las putadas cuarteleras tenías que soportar las novatadas de los

veteranos. Desde que amanecieras con la cara llena de semen o betún

con la cama en medio de los grandiosos y malolientes servicios.

Justo lo que necesitaba, ahora que mi vida se arreglaba, me

mandan a instruirme al infierno. Hambre, frío, vejaciones, aprendizaje

de sevicias y practicas antinaturales. Odie a mi madre. La odiaba

cuando aparecía por los pasillos llamándome los viernes por la tarde.

Por primera vez tuve la verdadera visión de la realidad. Era vieja.

Buena y trabajadora, generosa, hubiera dado la vida por mí, pero era

mayor. Las madres de mis compañeros eran mujeres quince años más

jóvenes o veinte, vestían a la moda. Además, aquel colegio sin ley,

acogía a todos los expulsados de los demás colegios, y las madres de

los rebeldes siempre han sido guapísimas. Mi madre desentonaba,

gorda, con ropa anticuada, gestos pueblerinos, desentonaba. Me

obligaba a mentir. Decía que era la cocinera de mis padres. D.Rafael,

siempre con coche a la última, era mi abuelo. Siempre mintiendo…

que mi madre estaba en la Argentina (enseñaba unas fotos de una

amante de D.Rafael, hija de un criador de caballos en la pampa,

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escultural mujer de sublime belleza) mentiras que mis compañeros del

pueblo corroboraban sabedores de mis sufrimientos. Mentiras que me

hacían vomitar bilis, sentirme como un verdadero hijo de puta.

Que me perdone mi santa madre. Madre que cuido de mí en mis

depresiones, mis etapas alcohólicas, y que se merece él más dulce

descanso en su Cielo. Que me perdone. Pero me había jodido la vida,

ella y sus aspiraciones. Ilusa me llevo con mil amores a que tuviera

mejores oportunidades. Me cerró sin saberlo todas las puertas.

Deje de estudiar. En aquel demencial colegio pasabas de un

curso a otro solo con renovar el contrato de interna estancia. Me volví

un sádico, golpeé a los débiles, compré a los fuertes. Pervertí a los

más jóvenes, me pervirtieron los más adultos, saboreé la dulce huida

del vino. Moscatel, cerveza, cubalibres, todo lo que podía conseguir.

Era a mediados de los setenta. La cultura hippie llegaba tardíamente

a España, más si cabe a una capital de provincia. Pelos largos, jeans,

música psicodélica, drogas (que no tomábamos pero pensábamos

tomar en cuanto pudiéramos echarles mano) de estudiar nada. Llegue

a octavo de E.G.B. con quince años. Suspendí todas las asignaturas, y

como por nada del mundo pensaba volver, allí se quedaron

suspendidas para siempre. Había aprendido a beber, despreciar a mis

padres, llevar unas pintas que me descalificarían en el pueblo.

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Solo pensaba en largarme a Ibiza. Follar, fumar porros, meterme

algún ácido y pasar de todo. Eso en el verano del setenta y cinco,

políticamente anarquista. A la mierda con todos los valores. Solo

quería rubias: rubias chicas, rubias y frías cervezas, rubio tabaco

aliñado, y que me dejarán en paz. Me lo merecía tras tres años en el

infierno.

III

Volví al pueblo. Muchas cosas habían cambiado. Vivíamos en

la azucarera en el chalet de mi madre bien amueblado y

acondicionado.

D.Rafael, septuagenario, enfermo y débil vivía con nosotros

sufragando todos los gastos. Leía la prensa. E.T.A. La organización

terrorista independentista vasca había asesinado a un presidente del

Gobierno, el Almirante Carrero Blanco. Mano derecha del Dictador, que

enfermo, se disponía tras cuarenta años de dictadura a morir en la

cama de un hospital dos años más tarde. La guerra de Vietnam había

significado la primera derrota del Imperialismo norteamericano. Las

manifestaciones en contra de aquella absurda guerra habían forjado

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toda una serie de ídolos: escritores, poetas, pintores. La contracultura

era la vanguardia en aquellos locos días. La minifalda, las drogas, la

música rock; todo esto no le era ajeno. Cada día más asceta e

indiferente pero al tanto de todo lo que ocurría en el mundo. D. Rafael

nunca se disgusto por mis suspensos, mis pelos, mi afición a la

cerveza. Seguro que para él eran males de la época, comparables y

similares a los que crearon su caída en el abismo. Respetaba en

silencio mi derecho a joderme la vida. Por otra parte siempre observe

una respetable y educada conducta hacia su persona. Me seguía

atrayendo más que nunca su esquelética figura. Su sempiterno

cigarrillo, antes rubio ahora negro, en la huesuda mano. Su discreción,

su elegancia en su cuidada dejadez, blancas greñas, desaliño de

bohemio, y sobre todo, su enigmática mirada azul.

Aquel verano para conseguir apaciguar la furia de mi madre, su

frustración por mi fracaso, me puse a trabajar con mi padre. Mi padre

seguía con sus ovejas, sus recuerdos nocturnos de la guerra cada vez

más acentuados y dolorosos. Seguía en la finca, ahora deshabitada.

Subía y bajaba en una sencilla moto, pastoreaba su ganado. Nunca

demasiadas reses por los inmensos campos. Dormitaba sobre las

alpacas de paja, escuchaba escéptico los partes de la radio y

sobrellevaba los dolores de su vida. Jamás me reprochó nada. Para mí

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era Manolo, casi nunca le llamaba padre. Era el Manolo, de siempre, el

pastor de la finca.

Para que los corderos dejaran de tetar de sus madres había que

separarlos, llevarlos a los pastos más ricos y que cogieran buen peso.

Ya lo había hecho otros años, así que volví a hacerlo. Subía con mi

moto, una “mini-cross” amarilla a las primeras luces del alba

acompañado por mi perro “Tarzan” un setter ingles que me seguía a

todas partes. Soltaba a los borregos que se desgañitaban buscando a

sus madres y los llevaba a un rastrojo rico en grano. Encendía la

radio, un cigarrillo, enseguida la tímida luz del amanecer me permitía

leer un libro. Recuerdo que me sobrecogió “Archipiélago Gulag” del

disidente sovietico Alexander Solzhenitsyn. Me reafirmo en mi

hostilidad hacia el marxismo en aras devocionarias hacia el

anarquismo. Puro y duro. Español C.N.T.- F.A.I. Durruti, único nombre

de héroe y caudillo anarquista que figuraba en mis adolescentes

registros.

La mañana pasaba con rapidez, antes de las once encerraba a

los borregos y partía a toda hostia hacia el pueblo. Una ducha rápida,

cogía el bañador y la toalla, ansioso me dirigía a las piscinas

municipales. Me daba un refrescante baño, y en la terraza saboreaba

una cerveza rodeado por las chicas más a la sazón del verano. Casi

todas de buena familia, eximidas de las labores de casa. Eran casi

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enviadas por obligación a las piscinas a lucir carnes y de paso sembrar

la atracción en los posibles novios con posibles. También se hallaban

los estudiantes de vacaciones, aunque residían el resto del año en

Madrid, Zaragoza o Barcelona, eran enviados a casa de los abuelos o

familiares por sus temerosos padres. Creían que el pueblo les evitaría

el contacto con las drogas o las modas perniciosas que encubaban sus

gérmenes en las grandes ciudades.

Allí me encontraba como pez en el agua. Ellas creían, más o

menos, D.Rafael me dejaría su parte en la finca o al menos una buena

cantidad de dinero. Añadido al capital ahorrado por mis padres me

facilitaba codearme en igualdad de condiciones con ellas. Alguna hubo

que me ligo descaradamente, me pidió paseos en moto por solitarios

caminos, sus carnosos labios apoyados en mi nuca descubierta por el

viento, prodiga en caricias y sin llegar a la vulgaridad de violarme, me

abrió un abanico de posibilidades, posibilidades que no aproveche

pues tenía miedo a una reacción violenta. Fui un tonto redomado, y

peor era que otros pensaran que me daba unos lotes de miedo, pues

aumento el haber de envidiosos de mi suerte.

Ellos, educados en colegios de curas, futuros miembros del

Opus, eran atraídos por mis desenvueltos modales. Mis amplios

conocimientos sobre lo que no debe saber un español de bien.

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Siempre escasos de dinero, aceptaban de buen grado un porrón

compartido de rubia cerveza.

Oliendo mis interiores al imborrable e inmemorial olor del

terruño, prodigo en cardos, amapolas y soledades.

Transcurría el vermú sosegado. Dulces cuerpos adolescentes,

llenos de ilusión y esperanza afianzada en tierras, solares y negocios

prósperos. Todo era una sinfonía fresca, húmeda y apacible.

Sobre las dos de la tarde la comida bien elaborada por mama, y

corriendo de vuelta al pueblo. La partida de cartas llena de rijosos

chascarrillos veraniegos.

A la caída del sol vuelta al monte por el polvoriento camino.

Cruce con tractores, empacadoras de paja. Rostros tostados,

sombreros amplios de paja y sonrisa franca. Soltaba los borregos,

encendía la radio, un cigarrillo y volvía al libro: las frías estepas

siberianas, el dolor de miles de cautivos. En contraste, un mar de

amarilla paja, paz campestre y espera de la noche. Cuando llegaba la

inmensa legión de estrellas, el campanilleo de las lentas esquilas se

volvía armoniosa música.

El sentirse en la oscura soledad como un Dios menor, me

embriagaba una fuerza vital nerviosa. No pudiendo soportar la tensión,

me desnudaba sobre la paja, o sobre la solitaria carretera y, tendido

sobre el aún caliente asfalto, me masturbaba con inusual alegría. Los

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rostros de las muchachas más bellas bailaban en el cielo, entre las

estrellas. Rápido llegaba el potente orgasmo, convulsionándome y

derramándome sobre el asfalto.

Suerte tuve que no pasara algún despistado turista o camionero,

pues me habría sido imposible reaccionar en medio del éxtasis, siendo

aplastado sobre el asfalto, desnudo y feliz. Hubiera sido el máximo

acto de enajenación con el que hubieran brindado mis críticos su

acertada reprobación. Pero sigo vivo rondando los cincuenta. A

joderse, perros.

Sensación de aislamiento. Seguridad en comunión con la madre

tierra que respira la frescura que le procuraba la madre noche, aliviada

de los calores del sofocante día. Plenitud mística ajena a cualquier

filosofía, libre y anárquica, solo atemperada por los elementos. Paz en

la sangre joven y ardiente.

Armonía convertida en manual agitación, éxtasis lunar,

eyaculación.

Vivir la plenitud de la locura de los tiernos años, libertad de

acción.

Cantar, bailar sobre un alto escenario de balas de paja

amontonadas. Los borregos espectadores selectos y únicos del

irracional espectáculo.

Ni Dios ni Demonio.

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Un chaval liberado de estar contra la pared.

Con la cara y el pensamiento perdido en el infinito espectro del

espacio abierto.

Lejano el miedo al día, al futuro, a la estupidez del grupo, del

género humano, al tedio, a la rutina.

A la muerte en vida a la que somos condenados por no ser

piedras inmutables al borde del camino.

Cansado de ser feliz, encerraba el ganado y cogía la moto. Volvía

a las calles grises, los arrugados rostros de las abuelas sentadas en

bajas sillas de anea. Los nietos a su lado como pan recién hecho.

En grupos las chicas y los chicos paseaban por la avenida de los

plataneros de la Avenida de la Azucarera.

Me saludaban, reían mi personalidad, mi distancia; pero

mudaban el semblante al pensar en mi devenir futuro.

Rimbaud, el niño poeta, tuvo un profesor que sintió ese

escalofrío interno.

“Es muy inteligente pero acabará mal”.

No se acaba ni bien ni mal, simplemente, se acaba.

El vagabundo con su botella y su perro callejero, feliz mirando

en su agonía a sus compañeras las estrellas.

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El burgués entre sabanas de hilo, asustado por las miradas

ávidas de riqueza de sus parientes, deshumanizados por la ambición

terrena.

Se acaba y se descansa. Y punto.

Llegaba a casa, me lavaba, ungía mi agreste olor a monte

con unas gotas de pachulí, y me dirigía a los bares abiertos. Vuelta a

empezar. Chicas en minifalda, cerveza fría, sueños y pasiones ocultas

al amparo de la madrugada.

Aquel verano D. Rafael murió.

Sufrió la cercanía de la enferma humanidad, él enfermo crónico,

solitario. No me dejó dinero alguno. Unas cuantas buenas camisas, un

reloj, y eso si herede su habitación con terraza sobre el jardín.

Fume mi primer porro en el salón, cogí para mal las riendas de

aquella casa.

Tuve mi primera depresión consciente. Me emborrache

desesperado.

Alejado de unos pezones rosas, de un pelo rubio sobre una

muchacha de angelical rostro, vestida con un vestido a cuadros azules

y blancos hecho por ella misma. Mi primer verdadero amor.

Tanto la ame, que por su bien la abandone llorosa, un domingo

de mis quince años.

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Después, vendrían otras, que creyeron cambiarme. El hielo da

calor pero es un calor falso, al final solo es agua y frio. Solo me crie y

solo moriré. Ya no existe el miedo, la búsqueda esperanzada, tan solo

el cansancio de pertenecer a la raza humana.

Y presentí que con los primeros fríos del otoño todo sería

diferente. Más duro, más contra la pared. Más muros que derribar,

más estériles lágrimas que derramar. Por el simple hecho de ser joven

y estar vivo en un mundo medio podrido, que goloso se alimenta de

sus ruinas. Día a día hasta el final. Sin remisión ni espíritu de

enmienda.

“Salí al campo, negra la noche, negra mi galga “Fea”.

Desesperado apure la cerveza, la tire al borde del camino, y me

puse a reír en medio de mi nada. Esperando, como siempre, un rayo

de luz en mi eterna noche.

Manuel Sáenz – Isla de Formentera, Septiembre de 2008.-

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