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CONVOCATORIA En el reino de la mantis 16A

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CONVOCATORIA

En el reino de la mantis 16A

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PLANTEAMIENTO

Violencia y capitalismo 16B

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EN EL REINO DE LA MANTIS

"¡Mierda, carajo! —protesta el juez Ci­fuentes al ver pasar al sargento por la casa de la niña Ana Leonor rastrillando contra la pared la culata de su fusil— ¿es que ya no puede reunirse uno ni pa' estudiar? Compa, ahora sí empiezo a entender lo que decíamos anteayer sobre García Olano y los Comuneros: eran subversivos con razón... ¡Señor alcalde, res­peto a las ideas! ¡Señor sargento, respeto a la Constitución! No amenacen con las armas, porque ellas nunca vencen el espíritu. ¡No resucitemos la violencia, que el que siembra vientos cosecha tempestades!".

—Historia doble de la Costa: Mompox y Loba (Tomo I), pág. 166A.

Irritados por la actitud amenazante de las autoridades del pueblo ante nuestra mesa redonda sobre la cultura anfibia y el modo de ser costeños, los cinco participantes salimos de la casa de la niña Ana Leonor y nos fuimos a rumiar la situación en los sardineles de don Adolfo Mier Serpa, al pie de la gran piedra Palacín.

Varias preocupaciones nos tenían aturdidos desde aquella mesa redonda: ¿Cómo somos realmente los costeños? ¿Qué es la costeñidad? ¿A qué se debe la tolerante fluidez de nuestra sociedad? Ahora acabábamos de enfrentarnos a las autoridades del lugar con cierta sensación de triunfo, lo que podía confirmar aquello que habíamos dicho en la reunión: "el costeño aprende a tolerar al superior, no a soportarlo ' ' .

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VIOLENCIA Y CAPITALISMO

El despliegue de represión realizado por las autoridades del pueblo por el hecho de la mesa redonda sobre la cultura anfibia y el modo de ser costeño (tomo I), hace cambiar el tono y el tema central de la reunión de nuestro grupo de trabajo.

Ahora, sin dejar de pensar en la costeñidad y en lo que pue­de ser propio del costeño del Caribe, la preocupación pasa al problema de la violencia política y las formas en que nos afecta como pueblo y como región. Nuestra atención no se desviará de allí, por estimar importante estudiar a fondo —en la teoría y en la práctica del posible departamento del Rio propuesto antes— el desarrollo del caudillismo y de los partidos políticos en la Costa atlántica durante el siglo XIX. Porque los partidos polí­ticos han sido agentes de una nueva violencia que ha marchado a la par con la expansión capitalista —en la que envolvieron a las Fuerzas Armadas de la nación—, hecho que afecta el pre­sente y futuro de los pueblos riberanos de la depresión mompo­sina. En vista de que estos pueblos costeños han sido, en general, pacíficos y no tan dados a la descomposición violenta como en otras partes, es necesario examinar desde ahora el impacto que el belicismo y la violencia puedan tener sobre sus actitudes vitales y su tradición social.

¿Qué queremos decir con violencial Violencia es el uso [A] intencional de la fuerza con el fin de cambiar una situación

dada. Para ello se emplean elementos coercitivos produci­dos exprofesamente por el hombre, que van desde el garrote hasta el hipnotismo. Este factor volitivo, propio del hombre,

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No obstante, sentíamos que en nuestras vidas incidía la vio­lencia, sabíamos que ella no era cosa nueva entre nosotros. Pero era una violencia probablemente distinta de aquella del interior del país, menos cruenta quizás, con un poquito de yodo de mar, arrullada por el canto del sinsonte. ¿Aporte de la costeñidad? ¿O escape natural del alma hacia los recovecos de la paz selváti­ca que todavía impera en los caños de la depresión momposina?

El juez Cifuentes expresa con franqueza nuestra preocupa­ción del momento: "Será que la violencia quiere arreciar otra vez en nuestras tierras. ¡Adiós por ahora a la idea del departa­mento del Río, adiós a los planes de progreso que discutíamos! Ahora corran a armarse y defenderse, que vienen las tropas y los chusmeros..." [A].

Esta es la triste carga violenta de nuestra historia republi­cana, replico filosófico. ¡Cuántos recursos, lágrimas y sangre nos habríamos ahorrado si hubiéramos seguido la política civi­lista de Manuel María Mallarino y otros presidentes demócratas del siglo pasado! Nos habríamos convertido en otra Costa Rica, país que prospera sin el lastre de las grandes armadas.

Al "mascachochas" de Tomás Cipriano de Mosquera, el caudillo caucano, le debemos el derrumbe de aquella tradición civilista y la imposición de las bayonetas y las balas como argu­mento político. Desde entonces —la guerra que hizo en 1861— el campesino, el pescador, el indígena y el obrero lo han venido pagando duro, miren cómo viven, miren cómo son atacados y muertos a la primera voz de su justa protesta.

"Casi todo ahora se resuelve por la fuerza, rara vez por la razón, el entendimiento, la discusión, o la moral: hasta un peo de mariposa se ve como subversivo por el gobierno. No le dejan, pues, a uno salida distinta de la violencia, si uno aspira a algo mejor. ¿Será que ya no podemos aprender de la historia?", grita con fuerza Cifuentes como para respirar profundo y cam­biar de sangre, en dirección al cerro de doña María que enmarca al pueblo por el sur.

Un rumor de voces en crescendo le responde desde allí: "¡Libros sí, fusiles no!". Parecen venir de los destartalados colegios municipales y arruinados puestos de salud de las lade­ras y caseríos miserables de la depresión momposina. Y a la oleada de esas voces iracundas se añade como catarata otro coro estentóreo que viene de las quemadas selvas del Norosí, de los campos de concentración y tortura de Guaranda, de los ensan-

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distingue la violencia de los procesos de transformación y muer­te que corren por canales evolutivos naturales y biológicos, a los cuales se transfiere a veces, por analogía, el carácter de violen­tos. La violencia es exclusivamente humana.

Nos interesa, en especial, la violencia que se realiza en el campo político, cuyo objetivo, según Federico Engels (Antt-Dührtng sección II, cap. II) es imponer por la fuerza (física o simbólica) la voluntad de una clase o grupo social sobre otro para obtener ventajas económicas, y cuya carta de as y argu­mento final es el empleo de las armas. Este problema es una de las preocupaciones capitales contemporáneas, en vista del desarrollo del poder nuclear y de la competencia entre naciones que llevan a acelerar la carrera armamentista sin resolver las cuestiones sociales y económicas de fondo en el mundo.

La conquista española ofrece muchos ejemplos de violencia política, por la imposición coercitiva y armada de un modo de vida y de producción (señorial), desarrollado en Europa en procesos regionales de violencia ancestral a todo nivel, sobre otro indígena (primitivo) que no ofrecía el mismo historial de violencia que en el Viejo Mundo. Como lo vimos en el tomo anterior sobre la depresión momposina, la formación social colonial nació en un paroxismo de violencia que condicionó desarrollos posteriores, no siempre de manera positiva para el progreso de los pueblos.

La violencia política desaforada y aniquilante parecía ser cosa nueva en el contexto americano. Se derivaba de dos hechos: 1) de la superioridad del armamento europeo —índice elocuente en sí mismo del tipo de sociedad especializada en la violencia donde se desarrolló, aquella que tuvo el genio maléfico de transformar la pirotecnia china en pólvora letal—; y 2) del desarrollo espontáneo de las perspectivas de violencia personal, familiar, clanil y feudal que eran características de la vida so­cial, política y religiosa durante la Edad Media. (Los análisis de medievalistas profundos como Johan Huizinga, J . R. Hole, Norbert Elias y Barrington Moore demuestran suficientemente esta tesis, y permiten sugerir que los estados nacionales euro­peos surgieron precisamente para ir monopolizando y controlan­do aquella generalizada violencia latente y actuante, tan peli­grosa para la sociedad europea y su supervivencia. Sólo que pasaron luego a otro nivel de violencia: el de las guerras inter­nacionales y revolucionarias).

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San Martín de Loba. Una part icipante en la tradicional Danza de la Conquista hace una amarga evocación de la contraviolencia indígena

malibú.

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VIOLENCIA Y CAPITALISMO I8B

Esas perspectivas de violencia descontrolada o espontánea no eran parte de la cultura indígena americana —por lo menos la de la región momposina— cuyos exponentes quedaron, por eso mismo, sorprendidos e inermes ante la avalancha de los conquistadores. Pero luego de la primera y natural reacción de contraviolencia incitada por los invasores, muchos indios vol­vieron a su natural pacífico y recurrieron a tácticas de acomoda­ción. En la región costeña ésta fue la regla entre los indios más avanzados (zenúes, taironas, malibúes). Otros más primitivos, como los chimilas, motilones, cunas, catíos y guajiros respon­dieron con contraviolencia a sucesivas oleadas de la violencia de conquista.

Los chimilas fueron exterminados en un cruento proceso durante el siglo XVIII (tomo I). Los motilones y catíos se refugia­ron en serranías inaccesibles donde han llevado una vida pacífica sólo desarreglada por invasiones de colonos y otros extraños a sus territorios. Los cunas y guajiros se defendieron mucho mejor, gracias al armamento avanzado (de mosquetes y pólvora) que recibieron de ingleses y franceses enemigos de España para fomentar revueltas locales en las colonias ameri­canas, mercenarios que enseñaron a los indígenas los trucos de la defensa personal armada y el arte de la guerra moderna. Es decir, a estos indios los blancos "civilizados" los convirtieron en tan violentos como ellos. Esta fue la única forma como los guajiros y cunas pudieron sobrevivir, y la herencia y transmi­sión de la cultura blanca violenta tuvo que ser asimilada y adop­tada por estos indígenas como exigencia vital. Por eso han se­guido siendo respetados y temidos por la sociedad dominante hasta el día de hoy.

Pero es obvio que no todo fue violencia en la colonia y, como lo vimos en el tomo anterior, hubo variaciones en la aplicación de las soluciones de fuerza por parte de los grupos dominantes a los vecinos libres, indios, esclavos y cimarrones. Al ethos (característica cultural dominante de un pueblo) de conquista de los españoles, muchas tribus y comunidades costeñas contes­taron con su peculiar ethos de acomodación, a veces exitoso, como acabo de señalar. Además, es posible que de algunos grupos negros africanos se hubieran recibido ciertas disposicio­nes atávicas a lo lúdico, la euforia y la informalidad que reforza­rían el naciente ethos costeño no violento. Debemos por esto preguntarnos qué ocurrió concretamente en la colonia, y sobre

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Carlos Darwin

Federico Enge ls

Teóricos de la violencia

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la función real de la violencia en el desarrollo histórico de las sociedades. ¿Es la violencia el motor fundamental de este desa­rrollo, como lo han postulado muchos pensadores desde Gum-plowicz hasta Marx? ¿Es ella la única o principal partera de la historia? (Elcapital, libro I, cap. 24, 6).

Con base en la discusión de Loba, cabe reflexionar sobre algunas limitaciones a estas tesis totalistas. Recordemos que Marx mismo recapacitó sobre el alcance de ellas cuando criticó los extremismos irracionales y contrarrevolucionarios de los blanquistas y anarquistas en Europa. Estas reflexiones resultan necesarias para el caso colombiano y la expresión política coste­ña, porque llevan a comprender mejor las relaciones que existen entre revolución, violencia y contraviolencia, tema muy traji­nado entre nosotros.

El primer aspecto por reconsiderar se refiere a la agresivi­dad'humana básica. Conocidas son las creencias sobre la maldi­ción de Caín y las tesis de Thomas Hobbes (inspiradas en Plau-to) sobre el "estado de naturaleza" en el cual el hombre es un lobo del prójimo y donde existe una caótica "ley de la selva" que sólo la civilización a la inglesa logra corregir. A esto se han añadido las teorías sobre la supervivencia biológica del más ap­to tomadas por Herbert Spencer de Carlos Darwin para adaptar­las, sin mucho rigor lógico, al ámbito social.

Ni aquellas creencias ni estas tesis sobre la agresividad humana han logrado demostrarse científicamente. No se encuentran confirmaciones adecuadas en la experiencia históri­ca costeña, ni de otras partes. Una buena corriente de sociobió-logos explica, por el contrario, que la agresividad humana —como la de muchos animales— es adaptable (no genética) y que se expresa básicamente en la competencia por recursos limitados de comida o de espacio vital, o de ambos, que, en otras circunstancias, pueden negociarse o conciliarse; es decir, esta competencia queda en el plano de la razón y la voluntad, a nivel cultural, y sujeta a determinadas reglas de conducta. No hay agresividad descontrolada totalmente.

Hay tendencias naturales y sociales contrarias a la agresi­vidad. Ocurren en muchas partes —en la selva del Norosí, como en las ciudades del río Magdalena— procesos exitosos de filantropía, ajuste, simbiosis y parasitismo que se alternan con el uso de la fuerza bruta como elemento de supervivencia. Como se sabe desde los clásicos escritos de Juvenal y las observado-

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grentados playones de Tómala: "¡Tierra sí, plomo no!". Rechi­nan los gemidos y las voces como en tumulto de trueno sobre la piedra Palacín, y dan el salto de dos cuadras para golpear a las puertas de la Casa Municipal y hacerla temblar hasta los cimientos.

Asombrado y conmovido ante la avalancha de las voces del pueblo, el juez Cifuentes recula, da un manoteo a su sombrero vueltiao de 19 bandas, y elabora una crítica propia desde el pun­to de vista regional: ' 'La historia reciente del sur de Bolívar nos muestra el canibalismo político y el uso de la fuerza como última razón sobre el pueblo y sus intereses. Han sido conflictos traí­dos de fuera, conectados con intereses extraños a nosotros, dirigidos muchas veces por cachacos y paisas ambiciosos que aprendieron a matar en sus montañas, a usar el cuchillo más que la patada, el revólver antes que el puño o el grito.

"No es una historia muy pacífica que digamos. El río Mag­dalena, precisamente en la porción de la isla de Mompox y sus cercanías, ha sido de los sitios más ensangrentados del país. Por ahí han pasado los ejércitos de los partidos, las fuerzas 'sutiles', los bongos de guerra, los barcos blindados. ¿Recuerdan la co­lumna que se levanta frente al río aquí cerca, en El Banco, en honor de los muertos liberales del combate de la Humareda (El Jobo) en 1885? Allí están esculpidas las siguientes palabras del escritor bogotano José María Vargas Vila. Oigan:

" ¡El Banco, puerto inmortal! Tú guardas las cenizas del más tremendo incendio, los despojos de la más recia borrasca. Tú eres para la patria un altar de recuerdos y de gloria y de ense­ñanzas sublimes. A ti vendrán las generaciones futuras para retemplar el patriotismo, y cuando quieran aprender que sólo se es esclavo si se quiere y si falta valor para morir".

"¡Romanticismo vacío de los cachacos!", atacan a la vez Luis Murallas, el dirigente de Usuarios Campesinos de Loba, y el profesor Alvaro Mier. ' 'En ese momento de lucha fratricida no se retiempla ningún patriotismo sino el sectarismo partidis­ta más violento. Por eso el río Magdalena sigue siendo teatro de luchas entre hermanos. Ahora lo recorren los guardacostas antigucrrilleros, los aviones de bombardeo y los helicópteros de reconocimiento de la contrainsurgencia inspirada en Norteamé­rica. No hay gran distancia entre la osamenta y hierros retorci­dos que todavía se ven medio hundidos en la Humareda y el pueblo de Morales que ocupó el Ejército de Liberación Nacional

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nes de Hugo Grocio, hasta en los animales hay expresiones de altruismo. Se observan en los himenópteros del Cesar, por ejemplo; entre los peces que se "limpian" unos a otros en los caños de la Mojana y Majagual; o entre el caimán y su pajarillo mondadientes. (Cf. Michael Ruse, Sociobiology, Londres, 1979, 146, 148, 152). De modo que las teorías hobbesianas que tanto han calado, especialmente entre racistas y belicistas, no en­cuentran firme asidero en la realidad.

En segundo lugar, al contrario de lo que piensan general­mente los spencerianos y evolucionistas, los pueblos rurales y primitivos no tienden a ser violentos, sino todo lo contrario (hasta la antropofagia tiene una justificación adecuada). Gran parte del éxito militar de los conquistadores —como lo vimos al avance de Santa Cruz y de Quesada por la depresión mompo­sina— se debió precisamente a actitudes de receptividad, admiración y veneración en pueblos indígenas no muy dados a soluciones violentas, que en su historia pasada, según los arqueólogos, habían dirimido conflictos de manera diferente. Las tribus costeñas se reunían todas en Zambrano para hacer intercambio pacífico de productos, y así por el estilo.

En los casos de los malibúes y chimilas, éstos reaccionaron violentamente ante los conquistadores sólo en respuesta a las crueles devastaciones de Ambrosio Alfinger y otros. Aún asi, hubo instantes de reconciliación tanto en Mompox como en Tamalameque, para los malibúes, y en Sitionuevo para los chimilas.

En fin, estas indicaciones llevan a explicar que el peculiar ethos no violento de la Costa caribe colombiana, ya señalado en el tomo I, puede tener raíces antiguas y profundas en pacíficas culturas indígenas locales, reforzadas por factores ambientales y naturales propios, aparte de la posible influencia de elementos convergentes de culturas africanas importados con la esclavi­tud. Este ethos no violento ha persistido en la región costeña en diversas formas, y se expresa en el antimilitarismo básico, la campechanía, el dejamiento indisciplinado y el sentido del humor ("si es pa pelea, a corre"...). Como lo veremos también en este tomo, la Costa caribe no se ha distinguido en el país por el talento bélico de sus caudillos y generales; más bien, hasta épocas recientes, por la cordura y el carácter eficazmente tole­rante de sus políticos.

De manera similar, un buen número de sociedades primiti-

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El Banco. Monumento a los caídos en la batalla de la Humareda (1885), con inscripción de Vargas Vila.

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vas contemporáneas, como la de los esquimales, evitan la agresividad de manera consciente. Hasta la tribu amazónica de los mundurucus —considerada como la más aguerrida del mun­do— ejecuta actos de finta y amenaza previos a cualquier decisión de violencia frontal. Lo cual demuestra la amplia flexi­bilidad de la conducta humana en el campo de la solución de conflictos como ocurren en la práctica. El problema de las rela­ciones entre revolución, violencia y contraviolencia, por lo tanto, debe plantearse primordialmente en el campo de lo táctico.

Hay dos factores intervinientes que afectan el desarrollo [ B ] táctico de la violencia en la sociedad y que llevan a su per­

sistencia en Colombia, conduciendo en su tren a aquella gente de la Costa que pueda ser esencial y tradicionalmente no violenta.

El primer factor es el de la contraviolencia, es decir, la tendencia sentida de contestar a un acto violento con otro igual o más intenso. En política esta tendencia ha llevado a la temible "espiral de la violencia", para convocar a la defensa colectiva e invocar la guerra justa, la revolución y el conflicto civil. Lo vere­mos aquí en el recorrido de los caudillos regionales Juan José Nieto y Francisco Javier Carmona, que estudiaremos enseguida; y como fue el caso de los muchos combates fluviales que ensan­grentaron el río Magdalena a su paso por la depresión mom­posina.

La contraviolencia de este tipo surge como una necesidad vital cuando la dosis de violencia que se aplica a grupos, socie­dades o clases sociales dominadas amenaza con extinguirlas o dejarlas totalmente a merced de fuerzas opresoras y explota­doras. Esa es una de las lecciones derivadas de la Conquista española: que muchos indios tuvieron que resistir con las armas en la mano para sobrevivir. O aplicaban diversas modalidades de contraviolencia, o sucumbían. Lo mismo se observa hoy en el proceso histórico-natural de nuestra formación social nacional —la persistencia de la lucha de clases— en tal forma que la vio­lencia clasista va dosificando la reacción opuesta. Es una forma de asegurar la supervivencia física a la cual las gentes explota­das tienen derecho, en las condiciones de goce integral de la economía y la cultura a que aspiran.

Una expresión importante de esta contraviolencia de clases es la guerrilla (no es igual a terrorismo). Tiene una vieja e

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Ü E J X 1 Thomas Hobbe

Nicolás Maquiuvelo

Teóricos de la violencia

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impresionante tradición en la depresión momposina y en la Costa caribe, aunque no resulte tan sanguinaria como la de la zona andina. Así lo vimos en las guerras de los palenques cimarrones en el siglo XVII y en las de la Independencia contra los realistas; como lo estudiaremos pronto en la guerrilla de Lorenzo Betancourt contra el general J u a n José Nieto, con todo y sus fallas ideológicas; durante la violencia del siglo XX y, actualmente, con la presencia activa de varios grupos guerrille­ros en la región estudiada.

Ello implica que, en este momento, el nacimiento de una nueva formación social por la cual se está trabajando revolucio­nariamente en Colombia esté ya condicionado por la contravio­lencia a que lleva la fuerza empleada en mantener a todo trance la formación social vigente con todos sus defectos e injusticias. La espiral de la violencia se quiebra entonces por arriba, con la explosión popular, con la acción colectiva y masiva de un pueblo que ya no aguanta más, como lo vemos actualmente en varios países del hemisferio americano y del mundo. Por eso sigue habiendo profetas armados costeños en lucha por la justicia en las selvas del sur de Bolívar, en San Lucas, en el San Jorge , en las praderas del Cesar y en tantos otros sitios que reclaman o preparan la explosión popular.

Por eso también se encuentran costeños en movimientos guerrilleros urbanos y rurales de otras partes , a veces como diri­gentes. Significativo que en éstos los jefes costeños se hayan distinguido por el uso del cerebro tanto o más que por el del gatillo, aportando a la guerrilla prácticas variadas que han estremecido al sistema tanto o más que ningún foco o toma armada de pueblos. Han sido capaces de entender los proble­mas de la táctica revolucionaria y articular salidas políticas no preferidas por líderes del interior formados en la escuela de Régis Debray, más inclinados a la violencia frontal, exclusiva y sectaria, contra el sistema dominante. Por estas razones, la guerrilla colombiana ha adquirido hoy una fisonomía distinta de la que tenía en años pasados.

Claro que hasta los costeños así comprometidos son capaces de aplicar la violencia total a la cual les lleva la dosis represiva de la reacción. Esto también se ha visto a través de la historia. Porque la espiral de la violencia, al seguir subiendo, va envol­viendo a todos: a los culpables e inocentes, a los violentos y no violentos, a los amantes de la paz y a los que quieren la guerra.

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La violencia en Colombia. (Grabado de Rengifo. 1963).

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El segundo factor interviniente en la violencia contemporá­nea es el armamentismo, es decir, la invención y producción de armas por gobiernos, particulares e industriales bélicos y su consiguiente distribución y monopolio en ejércitos profesiona­les. Para estas instituciones y personas, la guerra ha dejado de ser un medio para convertirse en un fin, aún más , en una forma peculiar de vivir. Los profesionales e industriales de la guerra han sufrido grandes transformaciones desde el siglo pasado: por ejemplo, ya no necesitan demostrar valentía o gallardía personal, si no una simple disposición mental a tocar botones automáticos o lejanos gatillos, para producir la destrucción del enemigo. Esta tendencia a la automatización impersonal permi­te concebir "escenar ios" escalofriantes caracterizados por la destrucción masiva y total.

Algunos teóricos creen que esta posibilidad de automatiza­ción bélica (incluyendo el empleo de armas atómicas) es progreso porque nos acerca al dominio tecnológico sobre la naturaleza. Las mismas instituciones y empresas que viven de las guerras se han encargado de propagar la idea de que éstas son saltos positivos en el desarrollo de la civilización. Nada es más falso, y un simple estudio de la historia y de la ecología lo demuestra. Se trata de un mito que busca justificar los negociados y la carrera armamentista. Esta alienación mortal se expresa en militares afectuosos en su hogar que no tendrían reparo en oprimir aquel botón apocalíptico; en empresarios corteses que viven de la producción de napalm y gases letales; en obreros europeos que se enfurecen cuando los tanques que fabrican no llegan a su destino en países pobres; en científicos "neu t r a l e s " que se encierran a calcular y diseñar medios técnicos más eficaces de matar; en universidades que se pelean contratos con ministerios de guerra y defensa; en angélicos capellanes militares.

"Las guerras empiezan en las mentes de los hombres " , dicen los estatutos de la Unesco. Pero es en la mente de los hombres , en los reclutas y oficiales jóvenes, y en muchos civiles donde se siembra la semilla inhumana de la justificación de las guerras. Es la semilla ideológica de violencia que prolifera luego en los campos y en las ciudades colombianas, que se lleva a la Costa caribe como un reto a su ethos tradicional.

Estos factores materiales y míticos, inducidos y promovidos desde hace mucho tiempo a nivel mundial por los intereses internacionales del complejo militar-industrial (hoy en el poder

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el 30 de julio de 1978. Así como existe aquí la cultura anfibia de que hablábamos en la mesa redonda, también se puede desarro­llar plenamente la guerra anfibia del pueblo ' ' . [B]

No hay duda de que ha sido éste un desarrollo canceroso nacional, como si guerreasen los leucocitos con los fagocitos en las propias venas de los pueblos. Los leucocitos son los godos: los azules; los fagocitos son los mochorocos: los rojos. ¿Cómo se endureció y aceleró por aquí la violencia que, en otras formas, venía de la colonia? ¿Cómo se crearon las lealtades a nuestros dos belicosos partidos tradicionales —liberal y conservador— y por qué terminaron en graves conflictos civiles apelando al uso de las armas? ¿Y cómo fueron mediados esos conflictos por nuestra especial manera de ser y actuar como costeños, por nuestra costeñidad anfibia, alérgica a lo castrense y a la disci­plina incomprensible?

Hay muchas muestras de tales conflictos por aquí: al sólo escarbar la historia de la Costa, aparecen los conservadores de Chambacú en Cartagena enfrentados tempranamente con los liberales de El Pozo; los rojos de Santa Ana a los azules de Piji-ño; los de Ciénaga a los de Santa Marta; los de Guamal a los de Mompox; los de Menchiquejo a los de Tamalamequito; los de San Martín de Loba a los de Papayal. Hasta los caseríos y ciu­dades costeñas se han dividido también según la política, como en el propio Mompox los godos del barrio abajo y los liberales del barrio arriba, separados por una línea imaginaria, muchas veces infranqueable, que corría por la plaza de la Libertad. Conviene entender en detalle cómo se realizaban esas guerras, combates y trifulcas en nuestros playones y barriadas, en las ciénagas y sabanas con la gente de entonces, para ver si eran tan endiabladas como ahora, tan crueles como a veces se les presenta.

Lentamente, por el artritismo de sus piernas chupadas de sanguijuelas, se nos va acercando don Adolfo Mier Serpa, el abuelo de Alvaro. Trae en la palma de la mano un insecto muer­to muy parecido a la "profet isa" de los griegos que, por llevar sus dos páticas delanteras recogidas como en actitud suplicante, la han llamado también mantis religiosa.

¿Por qué será que ha habido y sigue habiendo tanta violen­cia por aquí y en el resto del p a í s ? " , pregunta también don Adolfo. "A pesar de que somos ricos en recursos que, bien ad­ministrados, darían para todos, no nos cansamos de matar por su control.

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en países avanzados), tienden a perpetuar y extender las solu­ciones de violencia. En esto Engels (cap. III) tenía razón: "La violencia se llama hoy ejército y escuadra de guerra''.

En el caso histórico colombiano, se acogió esta fórmula de violencia armada a partir del momento en que se introdujo entre nosotros (a través de Chile) el concepto de ejército territorial profesional (con servicio militar obligatorio) iniciado por los prusianos a mediados del siglo pasado. Así se acabaron los caudillos y militares-civiles formados en el trajín directo de las guerras incidentales, personas que, mal que bien, al concluir su función bélica volvían a la civilidad. Los militares profesionales colombianos que siguieron han sido, en general, respetuosos de la ideología democrática y se han acogido, con pocas excepcio­nes, al espíritu civilista tradicional. Por ello han recibido a su vez el respeto y admiración de la población civil, respeto y admi­ración puestos en cuarentena sólo cuando los políticos antipa­triotas que representan intereses personales o de grupo han pretendido convertir a las fuerzas armadas en ejército de ocupa­ción nacional.

Al establecerse el ejército profesional en Colombia en esta forma, se confirió al Estado una función única como agente de violencia institucional (la misma que Max Weber llamaba "le­gítima"). Pero (como lo quieren otros teóricos) cuando la violen­cia legítima institucional no responde a los verdaderos intereses de las mayorías gobernadas —especialmente las gentes trabaja­doras y productoras de la riqueza nacional—, ella se convierte en violencia reaccionaria o autoritaria. Por regla general, ésta no ha durado sino lo suficiente para provocar la reacción en contrario. Contra ella se han levantado sucesivamente los pue­blos desde épocas antiguas, con caudillos o sin ellos, en paros, guerras, guerrillas y otros movimientos justos que los gobiernos y ejércitos hoy definen erróneamente como "subversión" criminal (véase capítulo 6B, tomo I).

La costa caribe no es excepción. Asi ha ocurrido y sigue ocu­rriendo en la depresión momposina (el último incidente grave fue el paro cívico de Mompox en agosto de 1977, que precedió por un mes la conocida explosión de ira popular en Bogotá). Esta es una de las características históricas importantes que nos distinguen como colombianos de los países militarizados del cono sur del hemisferio —característica que ha impedido e impide el arraigue de golpes de estado dictatoriales o fascistas en Colombia, aunque quieran intentarse a veces— y que no nos

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•¡HE:

Las dos especies principales de mariapalito de la costa caribe.

"Miren lo que traigo: éste es el ser que más se asemeja a nuestra situación como país abatido por tanta violencia irracio­nal. Mírenlo, reducido a un palito demacrado, que por eso le decimos la mariapalito. Pero observen también que lleva el gesto hipócrita de santurrona, muy dedicada al Sagrado Cora­zón de Jesús, como si fuera incapaz de hacer nada malo.

"¡Embustes!", sonríe picaronamente don Adolfo. "La ma­riapalito es una feroz caníbal que se va comiendo cuanto insecto encuentra, hasta al macho que la apareó. Además, es carnívora y, si uno se descuida, lo muerde con sus dientecitos de ametra­lladora dejando un veneno que sólo se combate aplicándole a la mordedura una contra de serpiente o barro de puerco. Por des­cuidarse de esto, se murió mi comadre Regina: una mariapalito la mordió en el seno y se le fue gangrenando que no hubo ya forma de salvarla''.

Ramón Pupo, el herrero momposino experto en la poesía de Candelario Obeso, toma la mantis por una pata y le examina la cabezoncilla redonda y brillante con sus dos pupilas saltonas como de soldado marciano. "Está viva todavía la condenada", explica incrédulo mientras la aplasta contra el suelo con ve­hemencia.

"¿Y saben qué más hace ese bicho tan endiablado?" con-

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dejan convertir tampoco en otra "república bananera" (aunque estuvimos cerca de ello en varias ocasiones).

Desgraciadamente, al ponerse al servicio del Estado auto­ritario, bajo la orientación ideológica de aquellos políticos comprometidos con la situación injusta, las armas y ejércitos se convierten en factores de descomposición social y en agentes antipopulares y, por lo mismo, en elementos antipatrióticos. El "patriotismo", en tales circunstancias ambiguas de política, no logra disfrazarse con paradas diarias en honor de la bandera nacional. Como se sugirió antes, este "patriotismo" se contra­dice con actos que se acercan a cierto tipo de terrorismo estatal, como son: la ocupación bélica del propio territorio nacional y de las patrias chicas regionales; la persecución a intelectuales críticos, labriegos, obreros y líderes sindicales que piensan distinto o caminan sin las muletas ideológicas del sistema; los bombardeos y ataques a regiones campesinas y resguardos indígenas donde la gente se encuentra mayormente inerme, y cuyos problemas no se resuelven a bala. Así se ha comprobado en la región estudiada. Por eso resulta difícil ahora equiparar servicio militar con patriotismo o con la defensa de las fronteras, como pudo haber sido en otras épocas o circunstancias.

El sostener con las armas un Estado impopular y autoritario se vuelve así el esfuerzo más violento de que se tenga noticia nunca, y también de los más costosos. Es el caso actual de muchos países, entre ellos Colombia. Así, en la Costa atlántica aparecen cada vez más soldados, lanchas patrulleras y retenes con ánimo puramente represivo. Eventualmente, esta costosa fórmula reaccionaria resulta contraproducente y antihistórica, porque ni paz ni la justicia, y menos aún el progreso, nacen de las armas. Por fortuna hay en el Ejército Nacional una corriente de oficiales inteligentes y pundonorosos que piensan así. Saben que la represión desaforada y terrorista contra una "subver­sión" mal entendida e interesadamente interpretada lleva más bien al derrumbe del propio Estado, cuando no por causas externas, por el peso de su propio lastre, por el prohibitivo costo social y económico de esa represión infundada, que impide el desarrollo real de un país y el avance de su pueblo.

Porque la disponibilidad y uso de las armas dependen del proceso general de producción y del desarrollo económico de la respectiva sociedad: no es un proceso autónomo ni es descon­trolado, y tiene su límite. Con excepción del empleo marginal

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tinúa don Adolfo. "Cuando algún animal se lo traga por equivo­cación —por no distinguirlo en la hojarasca— la víctima se infla y le empieza a doler la barriga. Así, la mariapalito nunca pierde. Es tan brava que, poco antes de morir, expulsa de la cola, envuelta en mierda, una culebra viva que la castrea y le hace el amor. Díganme si la mantis mariapalito no es como la personifi­cación de la maldad, de la violencia misma que devora a sus amantes y a sus propios hijos y que renace en cada muerte". [D]

¡Una santurrona violenta! ¿Será esto Colombia? ¿Podemos llamar progreso a esas transformaciones sucesivas de mariapa­lito en culebra y de serpiente en mantis que no logran romper la endemoniada espiral de la violencia heredada del siglo pasado? Porque, aunque nos hemos desarrollado materialmente (podría ser mucho más, en vista de nuestras riquezas), no ha habido una real prosperidad económica ni mayor justicia social ni certi­tud política desde entonces. Lo peor es que esa espiral violenta parece irse acelerando. Y que mientras más capitalistas y ricos, más violentos nos volvemos. [C]

"La violencia va subiendo", sostiene don Adolfo. "Miren que mi abuelo Adolfo —el tatarabuelo de Alvaro— pudo huir al principio de las persecuciones de! doctor Pantaleón Germán Ribón en las Tierras de Loba (de las que éste se creía dueño) como también se escapó de las guerras civiles. Logró refugiarse en la medicina popular, la minería y la música. Pero ya de la Guerra de los Mil Días (1899-1901) no se pudo escurrir. Tuvo que aceptar que a su hijo Pablo Emilio lo reclutaran como alférez en El Banco y, por eso, se vieron ambos envueltos en el terrible combate fluvial de Los Obispos. Mi abuelo, que vivía entonces en Puerto Nacional, atendió en su casa a los heridos de ese combate, que le llegaron en el vapor "Colombia". Finalmente el viejo, dejando otra vez el río de las guerras, se vino adentro, a San Martín de Loba. Pero aquí poco después lo machetearon a muerte unos liberales de Papayal que vinieron a atacarnos''.

La "niña" Benita Vidales, la de la pepa'e erica, se acerca al grupo saltando. Desde cuando los jóvenes estudiantes del Cole­gio Cooperativo le fueron a consultar sobre la historia del pue­blo, se siente crecida y orgullosa. "Ya moriré tranquila", dice, aunque nadie en el pueblo espera que esto vaya a ocurrir pronto. Las últimas palabras de don Adolfo Mier, escuchadas desde la cerca de su casa, le animan a hacer una rectificación:

"Señor Adolfo, recuerde que los conservadores de aquí fueron primero a Papayal a atacar a los de allá. Era una guerra

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generado por las industrias bélicas y servicios conexos, la violencia militar institucional no crea riqueza, antes gasta y aprovecha la que existe, para fines no productivos e impide que estos recursos se dirijan a resolver los problemas fundamen­tales del desequilibrio ecológico, la pobreza, el hambre, la enfermedad y la ignorancia que están en las raíces de la llamada "subversión". Otra cosa sería si, con esos mismos dineros que se gastan en armas y ejércitos, se hiciera la guerra a estos pro­blemas seculares. A la corta o a la larga, la humanidad no podrá negarse a confrontarlos con todo lo que puede porque irá en ello su propia supervivencia.

De allí que pueda decirse que la violencia autoritaria y el militarismo antipopular y antidemocrático llevan en sí el ger­men de su propia desaparición, que puede ser cuando su gigan­tismo los haga insoportables hasta para aquellos que se benefi­cian de la reacción y el belicismo.

El fomento del negocio de las armas y la violencia reaccio-[C] naria en Colombia y en la Costa han corrido parejos con la

expansión capitalista mundial. El capital va necesitando y exigiendo la protección de las armas cuando sus fórmulas de control político (inspiradas en el liberalismo clásico) le fallan sucesivamente. Así, en la historia de la Costa se observa que la violencia misma de los conflictos civiles se ha ido incrementan­do en ferocidad, desde las tragicómicas y ceremoniosas aventu­ras de los caudillos de principios y mediados del siglo XIX, cuando aún seguía dominando el modo de producción señorial, hasta la ofensiva de los terratenientes contra los ocupantes de las Tierras de Loba en 1881; la destructiva explosión de la Gue­rra de los Mil Días (1899-1901) —con un segundo pico, más agudo, en la violencia de 1947 a 1958—; la intervención nortea­mericana en Loba por el dominio de la tierra (1913-1922); y la formación de ligas campesinas, sindicatos agrarios y comités de Usuarios Campesinos, capítulos que veremos en sucesivas entregas de esta serie. Las últimas organizaciones mencionadas son ya expresiones regionales claramente vinculadas a la expan­sión del capital en el país. Y su establecimiento ha llenado cár­celes y cementerios en todas partes. (Cf. Fernando Guillen Martínez, El poder político en Colombia, Bogotá, 1979, 366).

Además, la expansión capitalista ha producido un tipo de violencia patológica —especialmente en las ciudades— que se expresa en escuadrones sueltos de la muerte, "pájaros" (mato-

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de nunca acabar. Claro que el abuelo suyo no tenía que ver con esa pelea, que de pronto al que buscaban aquí era al coronel Falencia, el de las cincuenta mujeres, que peleó en El Banco a órdenes del general Mayorca. Eso era todos contra todos. El general Mayorca se soplaba con un pañuelo cada vez que pasa­ba frente a la casa de un liberal, para decirle hediondo. De allí le provino después que las narices se le fueron estirando y se le volvieron como una trompa de elefante que goteaba sin cesar. Tuvieron que ponerle una palangana al pie. ¡Qué tiempos esos! Se sentía el odio en el aire..

"Como después, cuando llegó Mister Cannon y la compañía americana para sacarnos de nuestras t ierras, hacia 1920. Mi padre y muchos otros lobanos se organizaron y lucharon contra Cannon" , recuerda don Adolfo meciéndose en la hamaca, luego de despedir gentilmente a un vecino que venía a peluquearse. "Pero fue peor durante la Violencia grande que siguió a la muerte de Gaitán en 1948. Por aquí pasó un cabo de apellido Lozano que quiso sembrarnos la semilla de la maldad por órde­nes que traía de los mandones cachacos de Bogotá. Fue mucho el daño que hizo cuando la elección de Laureano Gómez para presidente, tanto que al fin hubo protesta de conservadores y liberales y al fin Lozano se fue del pueb lo" .

"Esa fue, sin duda, una solución cos teña" , observa Mura­llas. "Pero no dejaron de quedar los retoños de esa mala semi­lla. Un conflicto violento resultó por aquí cerca, a causa del asesinato de Gaitán, Hubo casi guerra entre Pinillos (liberal) y Palomino (conservador). Se metieron entonces los hacendados de allí para aprovechar y quedarse con los playones de los ríos. Nos opusimos los campesinos, que organizamos ligas y sindica­tos para defendernos. La tierra, antes libre y común, empezó a ensangrentarse por la lucha contra los que pretendían monopo­lizarla. Ni la llegada del Instituto Colombiano de la Reforma Agraria (Incora) resolvió el problema del monopolio de la tierra. Los ricos querían hacerse más ricos y explotar cada vez más a los pobres. Respondimos al fin con los Usuarios Campesinos, formando comités, fundando cooperativas y baluartes, y recu­peramos algunas tierras. Pero entonces llegaron las tropas a sacarnos a la fuerza, pues se pusieron de parte de los ricos. Les hicimos frente a como dio lugar. La situación sigue así, en ten­sión violenta, sin resolverse quién sabe hasta cuándo. .

Mucho depende de los que retienen el poder, trato de expli-

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nes a sueldo y a traición), pandillas juveniles armadas, motoci­clistas de cruz gamada, secuestradores, atracadores y extorsio-nadores varios, todo de manera e intensidad sólo experimenta­das antes en la Edad Media. (E. J. Hobsbawm, Revolutionari.es, Londres, 1973, 209-215). De modo que no sólo se crea violencia política (de partidos y naciones), sino violencia individualizada, atomizada y alienada a nivel personal y grupal, aparentemente inmotivada.

No es difícil explicar teóricamente el desarrollo de la violen­cia capitalista y de sus acompañantes patológicos o aparen­temente inmotivados, así en la ciudad como en el campo. El empeoramiento observado en este sentido en la región mompo­sina y en Colombia —como en el resto del mundo— ocurre por dos tipos de contradicciones que van incorporadas a los proce­sos de acumulación de capital: la competencia por la posición de clase y la competencia por el consumo. (Cf. William J. Chambliss, "Toward a Political Economy of Crime", Theory andSociety, II, No. 2, 1975, 149-170). Estos dos tipos de compe­tencia enardecen la agresividad —como en los financistas y empresarios, en la mafia y las pandillas, y en algunos políticos ambiciosos—, estimulan el egoísmo y el afán de lucro, y llevan a aplicar indiscriminadamente tácticas maquiavélicas o inmora­les en el manejo de la cosa pública. De allí la perplejidad de líderes cívicos colombianos alimentados en la tradición liberal, por ejemplo, que encuentran rotos los niveles morales del control social y destruidas las formas de explicación de la violen­cia actual, y sólo hallan factible, como solución, resucitar los métodos de terrorismo estatal que los mismos liberales habían proscrito y grandemente eliminado en el siglo pasado.

Por eso, al extenderse por la región costeña, el capitalismo ha llevado a la gente a abandonar parcialmente su tradición no violenta para conformar, ahora sí, una jungla de pasiones desenfrenadas. De allí la guerra de la mariguana en la Guajira, la violencia urbana de Barranquilla, la mafia en alza en Santa Marta y la incipiente contaminación criminal de sitios aislados, como Mompox. Además de los ya frecuentes casos de corrup­ción administrativa y sevicia que llevan allí a la violencia patológica, la persecución ideológica, la tortura y los campos de concentración.

Tales conflictos y contradicciones del capitalismo liberal contemporáneo implican una situación creciente de desequili-

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car con el fin de volver la atención del grupo hacia el tema cen­tral del nuevo encuentro. Todo lo que aquí se ha dicho lo estu­diaremos a fondo más adelante, si nos lo proponemos.

El juez Cifuentes también lo entiende así: ' 'Para responder a estas inquietudes sobre la violencia y la costeñidad tenemos que estudiar el aspecto político de nuestra historia local. Hagamos como cuando analizamos el señorío: comencemos por el princi­pio. Algo importante ocurrió en 1810: se quebraron las formas usuales del poder y se creó un vacío en el estado que no pudo llenarse sino con una clase política que tomó el lugar de los burócratas peninsulares y de los nobles. Esta nueva clase polí­tica era la de los gamonales de pueblo y caudillos regionales. ¿Quiénes fueron los gamonales que suplantaron en la provincia de Cartagena de Indias y en Mompox a los antiguos gobernado­res y sus agentes? ¿Qué representaban esos caudillos y cómo surgieron a la vida pública ?".

Todas nuestras miradas se dirigen entonces a los más ancia­nos: la niña Benita y don Adolfo. "Sigan a la cocina antes de que vuelvan las mantis mariapal i tos" , replica don Adolfo, "y les cuento lo que refería mi abuelo Adolfo a mi padre Pablo Emilio, que éste a su vez me repetía cuando yo ya estaba en capacidad de entender las cosas. En esto me podrá ayudar Benita, pues ya se le dio por creerse profesora. Claro que mi abuelo no fue gamonal, ni general, ni cabo, sino, como dije, simple curandero, músico y minero. Pero su vida ocupó casi todo el siglo pasado, vio las guerras civiles y sintió sus efectos, y conoció al principal caudillo costeño de esa época, el general J u a n José Nie to" .

Nieto, ¿el que fue presidente del Estado Soberano de Boli-

Adolfo Mier Serpa, nieto del músico, minero y curandero Adolfo Mier Arias, en San Martín de Loba (1981).

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VIOI.EM IA V CAPITALISMO 2*B

brio interno de recursos (problemas de distribución de riqueza) que no puede sostenerse sino sobreexplotando a la clase traba­jadora de la región. Esta condición política de sobreexplotación genera la violencia estructural, aquella que se expresa en la pobreza, el hambre, la ignorancia y la enfermedad de las mayorías nacionales y regionales, como se palpa en las laderas y caseríos miserables de la depresión momposina y de la Costa, y en todas las ciudades del Caribe. Es la misma condición que lleva a la justificada revolución social y política violenta en busca de alternativas adecuadas , aunque los personeros del sistema dominante, hipócritamente, nieguen que aquella pueda ser justa.

Algunos caudillos del pasado, como Juan José Nieto en la Costa, lucharon a su manera contra esta violencia estructural, a la cual llamaron " t i ranía" . Aquí estudiaremos en detalle cómo se luchaba en esa época contra los defectos y fallas estructurales de la formación social. Hoy aparecen otras clases de dirigentes populares —como lo exige el proceso histórico-natural que sigue su marcha inevitable— de quienes se requiere mayor claridad ideológica y mayor eficacia en la conducción de las masas que son víctimas del capitalismo rampante (capítulo 6B).

En la cultura anfibia que estudiamos en el tomo anterior [ D ] se destacó el mito del hombre-caimán como personifica­

ción global de la misma. En el presente trabajo, por razón del foco conceptual de la nueva investigación, surge otro ele­mento popular mítico en la superestructura ideológica: el de la mariapalito (ponemesa) o mantis religiosa, como símbolo de la violencia.

San Martín de Loba. Casa de Adolfo Mier Serpa, sitio de la dis­cusión sobre violencia y capitalismo en la costa.

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var?, pregunto curioso. "El mismo", contesta don Adolfo. "Se conoció con mi abuelo porque ambos eran masones. Y por allí creció el respeto y admiración que éste le tenía al general".

¿Cómo sería ese general y caudillo costeño? Intrigante pregunta. ¿Sería sanguinario como el mascachochas Mosquera, cruel como Morillo, en fin, violento y disciplinado, o más bien dejao como el coronel Obeso de Mompox y jovial como los gene­rales loriqueros Lugo y Zarante?

El trabajo investigativo sobre este asunto me parece compli­cado, informo a mi vez. Que sepa, casi no hay nada escrito sobre Nieto, y habrá que comenzar por revisar el gran archivo de baúl que el coronel antioqueño Anselmo Pineda, contemporáneo de Nieto, formó y conservó y tuvo la generosidad patriótica de donar a la Biblioteca Nacional. Y habrá que visitar la región, entrevistar ancianos lúcidos e intelectuales e historiadores amantes de lo propio, y buscar en los otros archivos de baúl que quedan vivos por ahí.

"No parece mala idea", sentencia el juez Cifuentes. "Así veremos la historia política regional doblemente, por arriba con los caudillos y por abajo con las masas populares. Esto nos permitirá también comparar a los gamonales de ayer con los de hoy. Lo cual es útil: en efecto, un departamento del Río sin jefes adecuados tampoco resultaría; y nuestros dirigentes han sido y siguen siendo muy especiales'',

Este puede ser el comienzo de la nueva tarea del grupo de trabajo de Loba, que habremos de ampliar con compañeros de Bogotá, Cartagena, Mompox y otras partes de la región, según las necesidades que experimentemos. Procedamos entonces a organizamos para obtener la información necesaria.

Don Adolfo nos impulsa en esta convocatoria, y anticipa la presentación del informe sobre el caudillo costeño: "Si ustedes averiguan lo de Juan José Nieto, como dicen, yo les voy contan­do, al mismo tiempo, lo del tatarabuelo de Alvaro: mi abuelo''.

Y así lo hicimos.

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En la Costa colombiana, la mariapalito tiene dos variedades: la del insecto delgado como un palito seco (de allí su nombre común), de color marrón, que puede mimetizarse con ramas y hojarascas, clasificable entre los fasmópteros originarios de España y la Europa mediterránea; y la del insecto un poco más grande de color verde, también capaz de mimetismo, que desa­rrolla alas y una cola medio abultada, clasificable entre los mantoides de probable origen asiático, que es la mantis propia­mente dicha. Tiene hábitos diurnos o nocturnos según la espe­cie. Cuando no se reproduce sola (por partenogénesis), la hembra devora al macho después del apareamiento. Aunque come hojas, este canibalismo la lleva a comerse también otros insectos que no alcanzan a distinguirla.

El pueblo riberano de la depresión momposina le ha añadido elementos míticos a la mariapalito, todos los cuales se relacio­nan con la crueldad, la maldad y la violencia. Se cree que de la mariapalito verde sale una culebra que luego la envuelve para copular con ella (como hace la iguana con la serpiente); que es venenosa y muerde a hombres y animales. A primera vista no se le teme mucho, quizás por su pequenez, pero la mariapalito no deja de producir rechazo y tensión dondequiera que aparece. Ha llevado incluso a desarrollar una serie de conjuros para evitar su acción malévola, como los que reza el general Carmona en Mompox (capítulo 2A). Esta es apenas una de las variaciones de conjuros contra la mariapalito existentes en la región.

De manera coincidente —y esta coincidencia no deja de tener significación— el maestro caucano Luis Ángel Rengifo también concibió la violencia desatada en Colombia entre 1947 y 1958 como una mantis con garras, a veces bicéfala. Así lo expre­só en una serie de trece extraordinarios grabados hechos por él en 1963 (con textos del Popol Vuh) cuando era profesor de bellas artes en la Universidad Nacional. De ellos he tomado dos con el fin de ilustrar el planteamiento del presente tomo.