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cordoba nueve ocho cinco

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Extracto del cuento contenido en el libro "El horror está por aquí".

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Córdoba

nueve ocho cinco

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LADO A Entendéme. Yo no tenía dónde ir a vivir. Es necesario que me entiendas eso. Así que

aunque hubiera prestado más atención a la entrada oscura, a las paredes altas y viejas, a las puertas de cada piso siempre cerradas, al ruido de las mirillas cerrándose a mis espaldas, a la actitud del único vecino con que me crucé en dos meses –me acuerdo que fue en el primer piso; carraspeó fuerte tapando mi saludo y apuró el paso-, aunque hubiera visto y entendido todo eso, igual me hubiera quedado. Príncipe y yo necesitábamos un espacio, y ya te conté que a mis viejos no les gustan los perros.

Por eso cuando este amigo me habló del departamento de su tía, una tía internada en un geriátrico desde hacia no sé cuánto, y me dijo: “No tenés más que pedírmela, cuando quieras te doy la llave y listo”, yo me dije: “Ahora o nunca”.

Me acuerdo que llegué una tarde de sábado con un solazo otoñal espectacular. Me bajé del diez y de ahí fui caminando. La dirección exacta es avenida Córdoba nueve ocho cinco. Por si faltaba algo para hacer más oscura la entrada -¿te conté que era re deprimente, no?- la reja del portón era negra.

Entré. En una mano la valija y en la otra un paquete con algunas revistas y paquetes de harina, café, yerba, qué sé yo paquetes de qué, que ya estaban abiertos. Después de caminar cuatro o cinco pasos me doy vuelta: Príncipe había asomado sólo la cabeza. No me miraba a mí, miraba al fondo del pasillo, que quien venía de la luz de afuera casi no podía ver, con la cabeza gacha y las orejas echadas para atrás. Meneó la cabeza estirando el hocico hacia la calle, como invitándome, y después de un instante en que vio que yo no saldría entró caminando lento, como resignado.

Segundo ache, decía el llavero. La escalera tenía varios escalones dañados. Parecían mordidos. Cuando doblé para

empezar a subir, una puerta se cerró atrás mío. Miré, pero nadie se asomaba. Encendí el automático –casi veía mejor a oscuras, te cuento-. Hacia un frío raro. De hecho estaba mucho más frío que afuera, que estaba bárbaro. Con decirte que me corrió frío por la espalda. La cuestión es que cuando llegué al primero ya casi no me quedaban ganas de seguir hasta el segundo. Como si hubiera necesitado salir, retomar valor y volver. Entendéme; yo no soy miedosa; creo que nunca lo fui. De chiquita, mientras todos mis primos, vecinos y hermanos se cagaban en las patas, yo me iba solita al cuartito del fondo; y ahí me quedaba horas, haciendo nada, a oscuras.

Pero lo del edificio era otra cosa. Y no me preguntes qué, porque no sé. Bueno, la cuestión es que no podía quedarme ahí parada y la idea de irme me daba

vergüenza, así que seguí hasta el segundo. Llegué, miré a un lado y a otro del pasillo. Con la luz amarillenta alcancé a ver la i sobre la última puerta hacia la derecha. Fui para ahí. Por supuesto, la ache estaba una puerta antes. Puse la llave y abrí. La puerta se deslizó muy rápido, como si las bisagras estuvieran recién aceitadas; cosa difícil porque fijáte que los bordes de las puertas estaban llenos de telarañas como si hiciera mucho tiempo que no iba nadie. De hecho, mi amigo me contó que desde que su tía se había ido al geriátrico –la habían llevado, en realidad- seis o cinco años atrás, la casa había estado deshabitada. Salvo algunas incursiones de mi amigo. Con compañía, claro. O

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sea, me dio a entender que lo usaba de bulo. O sea... bueno, vos me entendés. De todas formas me había dicho que hacía ya como un año que no iba.

Lo que se supone era el comedor o salón de estar era bastante grande. Dos sillones individuales y uno de dos cuerpos en el centro estaban puestos de costado, contra la pared que daba a otro ambiente. Estaban tapizados con flores, pero el paño era viejísimo y tenía más tierra que las patas de Príncipe.

Enfrente de los sillones... ¿a qué no adivinás? Una reliquia. Un Zenith a válvulas enorme, blanco y negro. El túnel del tiempo. En cualquier momento podría abrirse una ventana, entrar el sol de octubre o noviembre, mis hermanos varones vendrían corriendo desde la cocina y nos revolcaríamos para ver “Los tres chiflados”, mientras mamá, cocinando, nos gritaría que mucho cuidado con manchar los sillones.

Pero los sillones ya estaban sucios, yo estaba sola y en ese ambiente no había ventanas. Solamente la luz amarilla de una lamparita colgando de un cable, que pude encender después de poner los tapones. Dejé para después la tarea de comprobar si la tele funcionaba o no, total... seguro que los tres chiflados no estarían, y seguí recorriendo el depto.

Como entrabas de la calle, en la pared de adelante, hacia la derecha, había una puerta. En realidad sólo el marco. Me acerqué. Desde ahí se tenía acceso a un corredorcito que daba, al fondo, con un salón del que sólo se veían enormes espejos –cuando vi a una persona, y hasta que me avivé que era yo, no te cuento el susto que me pegué-. Después pude ver que esos espejos eran las puertas de unos armarios grandísimos. La tía de mi amigo había sido modista, mientras que la artrosis se lo permitió, pero de esas de alta costura, por lo que él me contaba, por las ropas que encontré en los armarios y por la bola que se ve que le daba al trabajo. Maniquíes, de esos sin cabeza, ni brazos ni piernas, había dos. No, tres. Y ropa... no te puedo explicar. Del año de ñaupa, pero cualquier cantidad. Igual de eso después te cuento.

Abrí todas las puertas del armario de los espejos menos una, la de arriba a la izquierda, que estaba cerrada con llave y la llave váyase a saber dónde estaba.

El salón era amplio, bonito. Tenía una de las dos únicas ventanas de toda la casa –la otra estaba en el baño-. De todas formas las dos daban a un cubo gris y alto. Si te asomabas, allá arriba se veía el cielo y las nubes pasaban corriendo. El cubo ese era de cemento gris, y se veía alguna que otra ventana. Todas cerradas, por supuesto, ya te dije cómo eran los vecinos. Una sola vez, creo que era una vieja... ni bien la vi se corrió para adentro, se le vieron los brazos cuando agarró los postigos y cerró.

Por el corredorcito que daba a ese salón, a la derecha, tenía el baño –te aclaro que la bañadera y los grifos pertenecieron a Isabel la católica- y a la izquierda la habitación.

Perdonáme un segundo... sí, me atraganté... ¿Por qué que soy una boluda? No puedo recordar esa habitación sin atragantarme. Como te decía, no tenía ventanas. Parada en la puerta, era como estar a la entrada de un sótano negro y profundo.

En el centro del cuarto había una lámpara de cristal, de esas viejas, llenas de bolitas y figuras planas de vidrio en círculos concéntricos, más cortitos hacia fuera y más largos hacia el centro. Cuando yo era chica había una en la habitación de mi abuela. Yo podía quedarme una hora entera o más embobada con los reflejos de colores que la luz de las lamparitas formaba en el vidrio.

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En la habitación el silencio era enorme. El ruido de mi rodilla cuando pude moverme se escucho más o menos hasta la otra cuadra. Sacudí la cabeza, me puse a silbar un tango –“Bahía Blanca”, ¿te acordás?- y me fui a hacer unos mates. “Tranquila, Tere –me dije-, es sólo hasta que consigas algo”.

A la tarde salí. Silvi festejaba su cumple; pero no volví muy tarde. No quería llegar sola con la noche muy entrada. Hasta acostumbrarme al depto y al edificio, al menos, ¿me entendés?

Príncipe me esperaba sentado adelante del corredorcito mirando a los espejos del fondo. Fruncía el hocico mostrando los dientes como si gruñera, pero no hacía ni un sonido. “Tonto –le dije-, sos vos”. Pero te miento si te digo que pude ver su reflejo. Volví a silbar, me saqué la ropa y me fui a bañar.

¿Era Príncipe que hacía los ruidos? Dos o tres veces tuve que salir a ver qué pasaba porque se oían voces en el comedor. Ya no sabía qué silbar –podría haber probado con “Volvió una noche” ¿no?- y dejando la luz de la habitación encendida me acosté a dormir.

Tuve muchos sueños, todos feos, la primera noche que pasé aquí. Después de cada uno me despertaba, toda sudada y sobresaltada, pero quería recordar el sueño y no podía. Y luego, al dormirme nuevamente, el sueño, que en realidad era uno sólo, continuaba, yo lo comprendía mientras dormía, pero me resultaba imposible de recordar al despertarme.

Ya te había contado que aquí me pasaron cosas raras y que por eso había tomado esta decisión.

Esas cosas comenzaron a la mañana siguiente. Me levanté cansada, como te imaginarás, porque con aquel sueño no había podido descansar nada. Fui hasta el baño y, cuando tenía la cara entre las manos llenas de agua, comencé a escuchar un ruido... creo que los técnicos lo llaman ruido a fritura, como de alguna radio mal sintonizada. Era evidente que el ruido venía de dentro de la casa misma. Puse atención. El ruido venía del comedor. Me acerqué despacio. Recuerdo que quedé paralizada bajo el marco: el televisor, ese viejo blanco y negro del que te hablé, estaba prendido. Un hormigueo inquieto de puntitos negros sobre fondo blanco. Off. No sé si podría transmitir alguna programación, era muy temprano todavía. Miré para un rincón: Príncipe, echado con toda la quijada apoyada en el suelo, me miraba levantando los ojos con una expresión aterrada. Tan asustado estaba, pasando la mirada de mí al aparato y del aparato a mí, que recuerdo que pensé que si en ese rincón hubiera una cueva, seguro se hubiese metido dentro. Esto estaba pensando, cuando el televisor se apagó. Príncipe clavó en mí sus ojazos. Y yo desenchufé la estúpida caja idiota.

¿Por qué seguí viviendo aquí? ¿Cuál era el fondo que necesitaba tocar para demostrarme que debía irme, aunque fuera con lo puesto, o en bolas si era necesario? No lo sé, pero me dije que no tenía dónde ir, que yo no había elegido eso, que ya me iría ni bien pudiera. Desayuné y salí.

El aire de la calle me pareció extrañamente fresco. Extraordinariamente fresco y puro.

LADO B

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¿Te estoy aburriendo? Sé que sí, pero por favor escucháme. No es que yo lo necesite.

Lo necesitás vos. Creo que fue ese día o al día siguiente…