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Crimenes topilejo
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Los crímenes de Topilejo
Elsa Aguilar Casas (INEHRM)
Los obligaron a cavar su tumba. A punta de pistola, les dieron picos y palas para que
cavaran su propia tumba. La orden estricta de no hacer escándalo se obedeció, los diarios
callistas guardaron silencio absoluto acerca de los crímenes de Topilejo. El delito: apoyar la
candidatura de oposición de José Vasconcelos a la presidencia de la República.
José Vasconcelos, el abogado, ideólogo, filósofo, ensayista y revolucionario
oaxaqueño, nacido en 1882; quien de joven hizo activa campaña en favor de Francisco I.
Madero; el “Ulises criollo” que ha trascendido en la historia de México por su labor
educativa, como rector de la Universidad Nacional (1920) y, especialmente, por ser el
primer secretario de Educación Pública de México (1921) e implementar una novedosa
estrategia para combatir el analfabetismo en el país apoyado en los maestros misioneros
que iban de escuela en escuela por el campo enseñando y distribuyendo textos. Él,
Vasconcelos, en 1924 se vio distanciado del régimen del general Álvaro Obregón. Las
insuperables diferencias políticas con el grupo en el poder lo motivaron a permanecer
cuatro años fuera del país. Volvió a México en noviembre de 1928, y al año siguiente lanzó
su candidatura a la presidencia de la República.
Vasconcelos echó a andar su campaña presidencial respaldado por el Partido
Antirreeleccionista. Seguido por una generación de entusiastas estudiantes, emprendió una
batalla desigual contra la candidatura callista del ingeniero Pascual Ortiz Rubio. El sistema
echó a andar una poderosa maquinaria de represión para contrarrestar la fuerza que tomaba
el vasconcelismo. Pronto, las multitudinarias manifestaciones de apoyo a Vasconcelos se
convirtieron en baños de sangre, sucumbiendo sus seguidores a la tortura y la muerte, no
sólo en la capital, sino en otras ciudades del país.
El 17 de noviembre de 1929, día de la elección, los funcionarios del oficialista
Partido Nacional Revolucionario (PNR) se apoderaron de las casillas para tapizarlas de
propaganda ortizrubista. El PNR no tuvo límites: distribuyó armas, barras de hierro y
pulque a sus funcionarios de casilla; el descarado acarreo en camiones y trenes de gente
para votar a su favor era una demostración de fuerza. Los actos de intimidación y la
presencia de hombres armados impidió que los vasconcelistas emitieran su voto. El fraude
fue evidente.
El 28 de noviembre el Congreso mexicano aceptaba la victoria de Ortiz Rubio.
Como era de esperarse, Vasconcelos desconoció el resultado emitido oficialmente y
proclamó el Plan de Guaymas, por el que llamaba al país a las armas para imponer respeto
al voto popular. Acusado de incitar a la rebelión, se dictó auto de aprehensión al ex
candidato oposicionista, cuya única salvación fue salir del país, lo que hizo por la frontera
norte el 2 de diciembre de 1929. Pero la represión contra los seguidores del “Ulises Criollo”
no paró; entre finales de 1929 y los primeros meses de 1930 cientos de personas fueron
asesinadas y miles más fueron encarceladas.
Uno de los casos que evidencia los excesos con que actuó el gobierno comenzó el
24 de enero de 1930. Ese día fueron sorprendidos en un despacho del centro de la ciudad
de México, el licenciado Román R. Millán, un hermano de éste y 17 personas más, todos
partidarios de Vasconcelos. El plan para tomarlos presos se pudo llevar a cabo con la
colaboración de José Gutiérrez, un espía que denunció sus reuniones. Sin imaginar lo que
les esperaba, uno a uno fueron llegando para ser inmediatamente detenidos; luego, con lujo
de violencia, fueron llevados a los separos de la Inspección General de Policía.
Entre los detenidos estaban Salvador Azuela, Ricardo González Villa, Adolfo
González V., Ernesto Carpy Manzano, Román y José Millán, Alejo Blancarte Pérez,
Antonio Cárdenas, Camilo Álvarez Razo y Ricardo Siller. Otros detenidos fueron Juan
Ramón Solís y el italiano Carlos Verardo Lucio, quienes fueron encerrados en el cuartel del
Chivatito, donde estaba preso Carlos Pellicer. Los detenidos recibieron tortura física y
psicológica. La estrategia era hacerlos llorar de miedo para que firmaran una declaración,
para que clamaran piedad. La brutalidad policiaca hacía creer a cada preso que él era el
siguiente en pasar al paredón; hacían simulacros de fusilamiento y luego pasaban celda por
celda diciendo “ya”, con la finalidad de hacerlos confesar su filiación vasconcelista.
El general Eulogio Ortiz, comandante militar del Valle de México, llevó a cabo la
“investigación”, apoyándose en el policía José Mazcorro. Ortiz salía en su coche y
personalmente hacía las aprehensiones. Comisionó a un capitán que se hizo pasar por
vasconcelista para acercarse a personas de esa filiación y ofrecerles armas para un supuesto
levantamiento.
Delatados, humillados y torturados, la noche del 14 de febrero de 1930 varios presos
fueron conducidos hacia la carretera vieja a Cuernavaca. Se encontraban allí el estudiante
de ingeniería Ricardo González Villa, los generales León Ibarra y Macario Hernández, el
obrero Roberto Cruz Ezquerra, un ingeniero Domínguez, otro ingeniero Olea, Carlos
Casamadrid, Toribio Ortega, Manuel Elizondo, Jorge Martínez, Pedro Mota, Carlos
Manrique y Félix Trejo, entre otros, que eran escoltados por policías y soldados a las
órdenes “El Gato”, un teniente del 51º Regimiento de Caballería. Con ellos iba también un
jardinero japonés de la hacienda de Narvarte, cuartel de esa tropa, quien fue el encargado
de proporcionar palas y picos a los presos para que cumplieran cabalmente la encomienda.
“El Gato”, diligente en su tarea, examinó con su linterna un terreno a la altura de
Topilejo. Todos aquellos hombres bajaron de la camioneta y se echaron a caminar entre las
milpas. El teniente dio la orden: “aquí!”. Presos, policías y soldados cavaron fosas. Uno a
uno, los detenidos pasaban a manos de sus verdugos, ante el terror y la impotencia de sus
compañeros. La operación fue realizada con monotonía: lanzaban la soga sobre las ramas
de un árbol, con un extremo rodeaban el cuello de la víctima, lo ahorcaban al grito de
“!revoltoso!”, y llamaban al siguiente. Finalmente, enterraban a las víctimas en las fosas
que ellos mismos habían cavado.
Al día siguiente, los diarios sólo comunicaron la liberación del licenciado Octavio
Medellín Ostos, líder vasconcelista, y publicaron la declaración que se vio obligado a
firmar, donde decía “… gocé de todas las garantías necesarias”. Los cuerpos fueron
descubiertos el 9 de marzo por un campesino.