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CRÓNICA DE UN MUSEO COLECCIÓN 39 345

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CRÓNICA DE UN MUSEO

COLECCIÓN

BIBLIOgRAfíA

ThE hISTORy Of A MUSEUM

COLLECTION

íNDICE DE ARTISTAS

íNDICE DE fORMADORES

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39

345

363

373

441

443

íNDICE

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CRÓNICA DE UN MUSEO

No sabemos qué sorpresas nos deparará el pasadoPascal Quignard

Los museos tienden a presentarse a sí mismos como instituciones intemporales y neutras.

Un tópico frecuente los presenta como oasis de belleza y saber, secuestrados de la historia

y a resguardo de la política; como un ámbito de eternidad donde sólo se cobijan valores

inmutables. Tendemos a olvidar, así, que su existencia es relativamente reciente, que sus

comienzos fueron violentos y su evolución accidentada y compleja. En suma, que hay

pocas instituciones que hayan vivido tan cosidas a las convulsiones de su tiempo.

La vida misma del Museo Nacional de Escultura es prueba de ello. Su historia en el Valladolid

de los siglos xix y xx es tan rica y expresiva, está tan estrechamente ligada a la historia de la

España contemporánea, tan entramada con la vida científica, la realidad económica y el

nivel educativo, con los límites, ambiciones y paradojas nacionales, con sus debates ideoló-

gicos, con las guerras ganadas y perdidas, que desoírla, no investigar sobre ella y no divul-

garla sería renunciar a un aspecto decisivo de nuestra identidad cultural. Pues la historia de

todo museo pertenece de manera irrenunciable a su propio patrimonio –el de su memoria–,

un patrimonio intangible y frágil, pero tan rico e interesante como las obras de arte que

cobija y estudia.

Como en tantos otros casos, la larga historia del Museo y de sus colecciones artísticas –los

ideales y circunstancias que rodearon su nacimiento en 1842, su trayectoria ulterior, sus

azares, ocasiones perdidas, momentos brillantes y desvelos personales–, lejos de mantener

un itinerario lineal, armonioso y estable a lo largo de sus más de 150 años de existencia, ha

conocido un sinuoso viaje, que se ha traducido en cambios de sede, modificaciones de su

estatuto, divisiones de sus fondos artísticos y cambios de nombre oficiales u oficiosos: Museo

de Pintura y Escultura (1842), Museo Provincial de Bellas Artes (1849), Museo Nacional de

Escultura (1933), Museo Nacional de Escultura Religiosa de los siglos xiii a xviii (episódica-

mente en 1939), Museo de Escultura Policromada (popular e informalmente), Museo

Nacional Colegio de San Gregorio (2008) y, de nuevo Museo Nacional de Escultura (2011).

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Sansón desquijarando al león. Colegio de San gregorio. Detalle de la portada.

Pareja de ángeles tenantes con el escudo de Alonso de Burgos. Colegio de San gregorio. Detalle de la portada.

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1. EL COLEgIO DE SAN gREgORIO: MáqUINA ESPIRITUAL DEL SIgLO DE ORO El Museo se ha consolidado como una de las grandes colecciones artísticas españolas. Pero el mérito de sus obras de arte no es menor que la belleza del edificio que las alberga. La creación del Colegio se enmarca en medio de un profundo cambio en las estructuras de la socie-dad europea y, por tanto, de la hispana, que se verifica a finales del siglo xv. Nuevos elementos políticos y sociales se hacen con el poder: las clases urbanas, las jóvenes monarquías nacionales, los movimientos religiosos reformadores y una burguesía intelectual e instruida de teólogos, juristas y funcionarios. Y germinan también nuevas maneras de entender el saber y la cultura. Ello se traduce en un reforzamiento institucional, en un auge del mecenazgo y en el florecimiento constructivo en las ciudades –España va a ser en el siglo xvi un país muy urbanizado–, al amparo de la prosperidad económica de uno de los Estados más florecientes y dinámicos. Prelados, órdenes regulares y prín-cipes enriquecen el panorama arquitectónico con hospitales, capillas, residencias civiles, ayunta-mientos y universidades. España se convierte en una gran cantera y modifica sus paisajes urbanos con una arquitectura ecléctica, pero siempre vistosa, que hizo de ese eclecticismo una de sus señas de identidad.

El Colegio es un buen ejemplo de este ascenso. Fue construido entre 1488 y 1496 (casi a la vez que la otra gran institución universitaria, el Colegio de Santa Cruz), por iniciativa del dominico Alonso de Burgos, obispo de Palencia además de conde, formado con el famoso Pablo de Santa María, un sabio y poeta hispanojudío, converso y comentarista de la Biblia. El mecenas, muy vinculado a los Reyes Católicos y confesor de la Reina, para completar la labor formativa que se desarrollaba en el vecino convento de San Pablo, sufragó la construcción de este instituto religioso (en terrenos cedidos por el propio convento), destinado a la formación teológica de los Dominicos, caracterizados por su intensa dedicación al estudio y dotados de una personalidad propia como predicadores, evange-lizadores, docentes e inquisidores. Con esta fundación, la orden se proponía reforzar su papel de directora doctrinal, función que cumplirá con una autoridad indiscutida y un poder práctico durante varias generaciones, particularmente durante la etapa de la Contrarreforma, hasta ser reputado como «el mayor taller de hombres doctos que tienen las religiones». En su fisonomía constructiva es un soberbio monumento con un marcado carácter civil y urbano. Como en tantos otros casos, el comitente apela a maestros extranjeros venidos del Norte, que en-seguida se naturalizan, como Juan Guas, Felipe Bigarny, Simón de Colonia. Su signo distintivo lo aporta la ornamentación, que, con su exuberancia, desplaza la sencillez de la estructura. No obstante, la belleza desnuda del lienzo de cantería de su fachada le da una sobriedad moderna, acentuada desde 1984 por la acertada compañía de una escultura de Chillida, en una ubicación meditadamente elegida por el escultor y concebida como un homenaje al poeta Jorge Guillén, que justifica su título, «Lo profundo es el aire», verso de su poemario Cántico.

Página excepcional de la arquitectura peninsular, el edificio es muy característico de ese momento de transición que vive la cultura tardogótica, en su versión hispano-flamenca, marcada por el gusto del refinamiento, la ornamentación fantasiosa y preciosista y el entusiasta énfasis en la variedad y

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la abundancia de la naturaleza. Pues ha sido el protagonismo de algunos de sus elementos singulares lo que han convertido al Colegio en un «unicum» en su género: la escalera, el armonioso claustro (en el que intervino Bartolomé Solórzano) y, sobre todo, la portada ciega, concluida en 1499, repre-sentada hasta la saciedad y popularizada por el pintoresquismo romántico. Con su belleza amable y caprichosa, la portada se presenta como un gran lienzo muy fragmentado y profuso, en el que conviven personajes contemporáneos, santos antiguos, alegorías clásicas, es-cudos, niños, símbolos de las conquistas territoriales de los monarcas y, sobre todo, la flor de lis, emblema que recubre sin tregua los paramentos del edificio, en una autoexaltación del fundador, testimonio público de una vanidad mundana muy nueva. Más allá de sus alusiones históricas con-cretas, al origen de su fundación y a sus patronos espirituales y seculares, es una expresión muy explícita del tema de la varietas rerum, una de las obsesiones intelectuales del primer Renacimiento, que dará lugar a una nueva cultura visual y a una prolífica literatura de recopilaciones y compen-dios, en un deseo de reunir el abigarramiento que impera en el almacén del mundo. En esa visión panóptica e inorgánica de las cosas, no falta cierto sentido cómico, ni el gusto por lo grotesco y la malicia, propios, igualmente, de la libertad expresiva del momento. La importancia del trabajo escultórico es tal –formalmente, se asocia con el estilo de Gil de Siloe– que puede ser considerada como la primera «obra de arte» de la colección. De la importancia de ese complicado e intelectualizado mensaje fue muy consciente Alonso de Burgos al dejar en su testamento el encargo de comprar las casas que se encontraban frente a la portada con el fin de abrir una plaza, «para mayor aseo y apariencia» del Colegio, manifestando con ello la necesidad de dialogar con la calle y ofrecer al paseante una verdadera «fiesta para los ojos», y demostrando una intuición urbanística plenamente moderna, que todavía hoy conserva intacta su vitalidad elocuente.

En el interior, el conjunto ha conservado básicamente su estructura de origen. El acceso se realiza a través del llamado Patio de los Estudios, que evoca la sobriedad clásica de un atrio romano. El clímax interior está dominado por el gran patio central de planta cuadrada y dos alturas, cuya riqueza en el trabajo plateresco constituye un tesoro de la arquitectura del período de los Reyes Católicos. La escalera que une ambas plantas se desarrolla en amplios tramos y presenta una abundante de-coración que exhibe el gusto ecléctico de un arte de transición, en el que se mezclan la tracería gótica del balaustre, el almohadillado renacentista de los muros y el artesonado mudéjar. A las crujías de ambos pisos se abrían las estancias que servían de refectorio, salón de grados, biblioteca, sala de mapas, sala capitular, celdas de los colegiales y salas para «ejercicios literarios domésticos, a puerta cerrada». Al Colegio, estaba asociada una gran capilla, también encargo del mismo Alonso de Burgos, y reali-zada en 1490 por Juan Guas y Juan de Talavera. El fundador la destinó a enterramiento propio y a espacio de culto de la institución colegial. A los pies, Simón de Colonia añadió años después una sacristía. Está concebida como una antesala de la vida eterna, pero también como expresión del ansia de fama y gloria póstumas, distintiva del Humanismo. En el plano arquitectónico, el recinto funerario se inscribe en una tendencia constructiva, propia del 1500, de erección de edificios menores,

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A LA DERECHA

El Museo de Bellas Artes en su sede del Colegio de Santa Cruz.

ARRIBA

Colegio de San gregorio. Patio central.

A LA IzQUIERDA

Liger, Desmaisons. Claustro de los dominicos en Valladolid. grabado, hacia 1820.

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Sesión de la Academia Provincial de Bellas Artes, 1915.

A LA IzQUIERDA

T. López Enguídanos. Retrato de fray Bartolomé de las Casas.

DEBAJO

J. Agapito y Revilla. Catálogo del Museo, 1916. Portada del libro, dedicada.

Pedro gonzález (1785-1850). Autorretrato.

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en los que la traza se simplifica para concentrar el atractivo artístico en la riqueza de su interior, gracias a la ornamentación de nervaduras estrelladas, ménsulas, motivos florales (hojas de cardo y de roble, rosáceas, granadas) y la reiterada heráldica del benefactor; así como a toda una serie de elementos artísticos destinados a guarnecer el interior, como rejas o sillerías, y especialmente un lujoso sepulcro de mármol encargado a Felipe Bigarny, o el retablo mayor, realizado por Gil de Siloe, hoy desaparecidos.

La creación del Colegio se produce en un momento muy sensible de la historia española. En la línea de la tradición europea de organizar la enseñanza no elemental bajo la fórmula de Colegio-Universidad, a semejanza de los colleges de Oxford y Cambridge, desde finales del siglo xv se crean en la península colegios universitarios o agregados a las grandes universidades. El Colegio dominico de San Gregorio, centrado en la enseñanza de Artes y Teología, se asocia a estas fundaciones univer-sitarias, destinadas a la formación de «minorías ejemplares» que habrían de dominar en la esfera político-eclesiástica. La comunidad muy selecta y limitada de estudiantes becados, de entre 19 y 32 años, procedentes de toda España, se regía por unos estatutos fundacionales y se gobernaba con suma austeridad moral y material: apenas comían carne, vestían de estameña y vivían recluidos en esa «dorada cárcel de extremada clausura». Alonso de Burgos aseguró el ornato del centro y su bienestar, proveyéndolo de platas y ornamentos para el culto y dotándolo de rentas procedentes de censos, tercios reales, juros y granjas, que en 1634 rendían siete mil ducados.

Su fundación fue muy fecunda para el reformismo espiritual propugnado por los dominicos y para la renovación del tomismo en el seno de la Orden. Con personalidades tan prominentes como el inquisidor sevillano García de Loaysa, Melchor Cano y su oponente Bartolomé Carranza, el gran predicador Luis de Granada o el polemista Bartolomé de Las Casas, se constituyó como uno de los grandes viveros espirituales de la Castilla renacentista y barroca: de aquí salieron algunos ideólogos que, a través de obispados y universidades, dirigieron la vida pública en las Indias o determinaron la posición española en Trento. Esta misión le confiere un espesor histórico y simbólico, pues le asocia a la emergencia de los Estados modernos y a un elemento clave de su constitución: la aparición de una clase intelectual e instruida, apoyo fundamental de uno de los primeros poderes nacionales, como fue la monarquía de los reyes Católicos y la de Carlos V, quien, convocó en este lugar sus primeras Cortes Generales en su inaugural estancia española, en 1518. Su desenvolvimiento corre en paralelo, pues, a los primeros bostezos y vislumbres del Humanismo castellano y sella la fron-tera entre dos ciclos históricos bien distintos, el medieval y el renacentista, que tan bien fueron caracterizados por el humanista Juan de Lucena cuando comparaba la generación de Enrique IV con la de Isabel la Católica: «Jugaba el Rey, éramos todos tahúres; estudia la Reina, somos ahora estudiantes». Valladolid se convirtió en un laboratorio doctrinal y escenario de polémicas, como la que discutió si las obras de Erasmo debían leerse o no en España. La Conferencia de Valladolid –celebrada en el verano de 1527, en medio del vendaval de revolución religiosa y del clima de violencia creado por la noticia del Saco de Roma por las tropas imperiales– reunió a los más conocidos teólogos e inquisi-dores dominicos y franciscanos: «Todo Valladolid se apasionaba en pro o en contra de Erasmo», testifica Bataillon, pues, a pesar que quedar inconcluso, fue un proceso teológico capital para la

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demarcación de la ortodoxia. Décadas después, en 1550, se celebraron también en el Colegio –es posible que en la propia Capilla– las sesiones de la conocida controversia teológica entre el teólogo y cronista de Carlos V, Juan Ginés de Sepúlveda, y el dominico Bartolomé de las Casas, que disputaron acerca de la legalidad de la esclavitud de los indígenas americanos, discusión excepcional y dolorosa en la conciencia de la formación de los Imperios coloniales. Pero la autoridad que emanó del Colegio en el proceso de confesionalización de la monarquía espa-ñola fue decayendo progresivamente en el siglo xvii, en un movimiento de repliegue centrífugo, y, sobre todo, en el xviii, abatido ya por los vientos ilustrados y por el freno definitivo de los Borbones al poder ideológico de las instituciones colegiales. Ocupado por las tropas napoleónicas, perdida su condición de establecimiento docente público, sometido en 1821 al Decreto de Regulares pro-mulgado durante el Trienio Liberal de Fernando VII y finalmente suprimido con la exclaustración de 1835, el poderoso instituto fue definitivamente barrido por el liberalismo de sucesivos gobiernos reformistas que liquidaron las instituciones del Antiguo Régimen. Paradójicamente, la historia del Colegio concluye aquí, casi el mismo día en que comienza la vida del Museo. Uno y otro representan dos modelos históricamente antitéticos de entender la cultura y las relaciones del hombre con el conocimiento y el saber, pero han quedado enlazados por las raras coincidencias del destino.

2. fUNDACIÓN DEL MUSEO DE BELLAS ARTES DE VALLADOLID

Y es que la génesis del museo se inserta precisamente en esa frontera de la liquidación en España del Antiguo Régimen y la constitución del Estado liberal, y por tanto, en el marco del reformismo burgués y de la modernización nacional del Estado que se produce en las décadas centrales del siglo xix. Estamos, pues, en la etapa fundacional de los museos públicos en España, que siguen, aunque tímidamente, el modelo adoptado por la Francia jacobina en 1792, con la creación del Louvre. Al igual que en Francia, la formación del museo en nuestro país se vincula a un programa político liberal en materia económica y a la defensa de una cultura laica, heredera directa de la filosofía de Las Luces. Se trataba, en suma, de cumplir el proyecto ilustrado y de dar vida a la utopía de una apropiación colectiva de los tesoros artísticos de los privilegiados, liberarlos de los usos políticos, morales y religiosos, y exponerlos sin trabas a la educación y el disfrute públicos. Esta generación política concibe, pues, el museo idealmente, y, a la vez, inaugura una larga alianza entre poder, museo y sentimiento nacional propia de los Estados modernos.

Entre 1835 y 1837, bajo la regencia de María Cristina, su ministro de Hacienda, un liberal retornado del exilio londinense, Mendizábal, decreta la disolución de monasterios y conventos, la salida a venta pública de sus propiedades muebles e inmuebles y la creación en cada provincia de una Junta Científica y Artística, que luego pasará a llamarse Comisión de Monumentos, encargada de recoger, inventariar, clasificar y «poner en paraje seguro» los bienes artísticos. La medida, reclamada ya antes por ilustrados como Campomanes o Jovellanos, pretendía así liquidar el poder económico y político de la Iglesia (alarmante entonces por su alineación con el carlismo armado), sanear las arcas

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ARRIBA

J. Laurent. Interior del museo en el Colegio de Santa Cruz, hacia 1880.

Palacio de Villena. Rehabilitación de f. Partearroyo.

E. Santonja. Cartel del Patronato Nacional de Turismo, hacia 1930.

A LA IzQUIERDA

Anónimo. Dolorosa, siglo xvi.

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El Colegio de San gregorio a comienzos del siglo xx.

E. Moya y C. Candeira. Instalación de la colección en 1933.

DEBAJO

Ricardo de Orueta y el Patronato del Museo Nacional de Escultura, 1933.

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de la desmedrada Hacienda real, fomentar una clase media de propietarios afín al régimen liberal burgués y promover la regeneración política y el reajuste social. La Desamortización, en suma, había de ser el motor de una modernización de la atrasada sociedad española. Las medidas de expropiación dieron lugar a un vasto movimiento de preciosidades y a un nuevo orden en la consideración de lo artístico: un formidable conjunto de conventos y monasterios, y millares de obras de arte y de libros quedaban ahora huérfanos de dueño. Resultado de este proceso será la fundación en Valladolid, Sevilla, León, Valencia o zaragoza, de los así bautizados Museos Provinciales de Bellas Artes, primer paso para crear una red de implantación territorial, ambiciosa por cuanto obligaba a todas las provincias.

Valladolid fue de las más diligentes a la hora de formar su Museo de Pintura y Escultura que nació el 4 de octubre de 1842, acomodado en una sede distinta de la actual, el renacentista Colegio de Santa Cruz, ya citado, uno de los primeros edificios civiles del Renacimiento español. Pocos meses antes se habían fundado el de Bellas Artes en Sevilla y el de la Trinidad, en Madrid (cuando el Prado contaba con más de veinte años de existencia); en el extranjero, algunos de los grandes museos escultóricos aún no habían visto la luz: el Museo de Cluny de París, dedicado a la civilización medieval, se abrirá dos años más tarde y el Bargello florentino no lo hará hasta 1886.

El proceso, «mejor inspirado que ejecutado», como dice Juan Agapito y Revilla, lleno de limitaciones y curiosidades, de intenciones filantrópicas y negligencias irreparables, se caracterizó por el contraste entre la nobleza de la tarea y el desapego del Estado, por el vacío legal y la mermada financiación y por una combinación entre la impericia del personal facultativo, tanto en materia artística como técnica, y su dedicación, estudiosa y esforzada, que fue, a la postre, la clave oculta de este proyecto de ámbito nacional. Así, mientras la inauguración se hacía con gran aparato militar, merced a la participación de la Compañía de Granaderos, los responsables se veían obligados, para costear la instalación, a vender libros desechados, puertas y ventanas.

No todo el grueso de las obras acopiadas alcanzaba el mismo nivel de calidad y mérito. Esto es algo común en los museos cuya gestación histórica ha sido tan azarosa. Los miembros de la Comisión Provincial de Monumentos que ejecutaron las leyes desamortizadoras recogieron todos los objetos artísticos de los conventos de la provincia indiscriminadamente, con desorden y retrasos irrepara-bles, a veces dejando perder obras valiosas –pues las depositadas en los pueblos iban a parar a otras iglesias o a manos de particulares–, produciéndose en el tráfago inicial devoluciones y reclamaciones (caso de los herederos del Duque de Lerma), o conservándose solo fragmentos desajustados. Inicialmente se trajeron piezas de una veintena de conventos de la capital y, con mayor lentitud, de Nava del Rey, Olmedo, Medina de Rioseco y otras localidades de la provincia, que se depositaron en el convento de San Diego, la Academia de Bellas Artes y la iglesia de los Premostratenses. En con-junto, se reunieron en torno a unas mil pinturas y doscientas esculturas, además de las sillerías de San Benito y San Francisco. Entre los bienes desamortizados se hallaban un importante conjunto de figuras de los pasos proce-sionales. Las cofradías y la costumbre de procesionar imágenes en Semana Santa habían caído en

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desuso desde mediados del siglo xviii, debido a la secularización de la sociedad y el abandono de las expresiones de devoción pública, los vientos ilustrados y reformistas, y la modernización de las costumbres. En ese momento, muchas piezas se encontraban dispersas y abandonadas por las iglesias penitenciales de la ciudad, repintadas de modo burdo y perdida su estructura de conjunto; algunas venían estando tuteladas por la Academia local, desde su fundación. Como en muchas otras provincias españolas, los primeros pasos del ‘recién nacido’ están estrecha-mente ligados a la historia misma de la Academia local, donde fueron recogidas parte de las obras incautadas. Desde los tiempos de Carlos IV, las Academias eran consideradas instituciones deposita-rias naturales del saber, y tenían el monopolio de la tutela de las obras de arte, las antigüedades y los monumentos históricos. Constituían una administración cultural puramente honorífica, confiada a gestores no profesionales, lo que no dejaba de poner en evidencia la postergación con que el Estado abordaba sus obligaciones con el patrimonio de la nación. En el caso de Valladolid, a esta jurisdicción se añadió el hecho de que su Academia había ido acumulando desde 1828 algunas esculturas de las iglesias penitenciales de la ciudad, así como gran número de objetos preciosos de gran estima. De manera que, cuando la Junta Científica y Artística acometió su tarea, se encontró con un embrión de museo, lo que, en los primeros momentos, no dejó de crear tensiones entre ambos órganos. Una vez pasados los titubeos de la hora fundacional y superado este comienzo ‘posjacobino’, el Museo irá entrando en una fase más despolitizada, de normalización estética, erudita y pedagógica. En 1849 fue rebautizado como Museo Provincial de Bellas Artes, del que se segregó en 1875 una Galería Arqueológica, embrión del futuro Museo Provincial de Antigüedades. Podría decirse que esta madura-ción nunca fue completa: el Museo siguió una desalentada trayectoria –un efecto más del encogi-miento en riqueza cultural y en ilusiones del desgraciado siglo xix español– marcada, como ha señalado Gaya Nuño, por el desafecto del Estado, la deseducación popular, las trabas burocráticas del centra-lismo, la mermada financiación y la falta de profesionalidad en una disciplina tan indocumentada. De hecho, durante largos períodos, su existencia pública fue puramente nominal: sus recursos eran muy exiguos y se mantenía frecuentemente cerrado a excepción de los días de ferias, en que era visitable. Su supervivencia, como en tantos casos, fue posible gracias a la cumplidora entrega per-sonal de algunos de sus responsables, como su primer director, el pintor y académico Pedro González, y al celo de algunos estudiosos que lo sostuvieron con su dedicación. Testimonios tan estimables como los de Richard Ford, Edmundo de Amicis o Emilia Pardo Bazán lamentan el estado de suciedad y el abandono en que permanecían las obras, su «presentación grotesca», caótica y mal iluminada. La inglesa Lady Tenison es testigo en 1853 de la desilusión de su director, «que se queja con gran amargura de la indiferencia de los cargos oficiales y del pueblo para fomentar las bellas artes», y denuncia que «las pocas cosas buenas que hay están casi perdidas entre la basura de tal forma jun-tada, sin que se haya realizado aún un intento de clasificación». En efecto, una carta de la Comisión central a los dirigentes del Museo vallisoletano les exhorta a que reescriban el catálogo añadiendo datos sin consignar, como la procedencia de las obras, y a que ajusten las medidas y la numeración a los criterios clasificadores usuales. Según algún informe, el hecho mismo de tener que descolgar un cuadro de su sitio para colocar en su reverso el sello preceptivo que lo certificaba como patrimonio del Estado se convertía en un problema para los responsables. Las imágenes de la época no hacen

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Casa del Sol.

más que confirmar esa caótica impresión: un tapiz continuo de piezas embrolladas entre sí, que ocupan las paredes en hileras a lo largo de corredores mal iluminados.

Un momento singular en la historia del Museo, ya en el siglo xx, llegó de la mano de un fenómeno extraartístico, pues, desde 1920, la ciudad vive un relanzamiento programado de su religiosidad, dirigido por el arzobispo Gandásegui, que potencia la Semana Santa vallisoletana, en una voluntad de propagandismo religioso ante los avances de «las turbias aguas del materialismo». Con la ayuda de Juan Agapito y Revilla, que venía efectuando la identificación y documentación de numerosas tallas dispersas por diversas iglesias, y con el apoyo del director del centro, Francisco de Cossío, se reconstruyeron algunos grupos que salieron a la calle desde 1922. Este papel cumplido por eruditos e historiógrafos en la investigación sobre la colección y el arte local fue fundamental en la consolidación del Museo. Los estudios de José Martí y Monsó, director en la Restauración (1873-1910) y autor de un modestamente denominado Catálogo provisional; de Esteban García Chico o del citado Juan Agapito y Revilla, director en tiempos de Primo de Rivera (1923-1931), serán de una valía indudable en los avances en una más justa documentación de los fondos artísticos del centro. Con todo y a pesar de sus crisis, el museo, de manera universal y en sus plasmaciones locales con-cretas, terminará por consolidarse a lo largo del siglo xix y más aún en el xx, como la institución cultural más genuina de su tiempo. Lo dirá Walter Benjamin en su Obra de los Pasajes: «Así como el recinto más propio de la Edad Media es la catedral, y el del siglo xvii, dominado por el absolutismo, es el palacio, el más característico del siglo xix es el museo, que se consagró como un ámbito dotado

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de una formidable autoridad intelectual». Una autoridad respetable que le permitió sobrevivir a su propia indigencia material, a la estrechez de sus recursos y al abandono de los poderes públicos.

3. LA fUERzA DE CARáCTER DE LA COLECCIÓN

Esta procedencia de los fondos históricos ha ido dando, con el paso del tiempo, al Museo una cre-ciente originalidad, que ha terminado por distinguirlo de los restantes museos de bellas artes –en un momento, como el presente, de tanta uniformidad cultural y donde todos los museos se parecen tanto entre sí–. Esa singularidad pivota sobre el predominio de la escultura, que sigue siendo el eje de la actividad investigadora del centro, la médula de la exposición permanente y la razón de las expectativas del visitante.

Su contenido principal es de tema religioso, y abarca un arco temporal que, aunque literalmente cubra un largo ciclo que arranca de la Baja Edad Media y llega hasta el siglo xx, en realidad asienta su corazón sobre un período más corto, el de la edad dorada de nuestras artes plásticas. Y en particular sobre algunos grandes tallistas de la madera policromada que trabajaron en el ámbito castellano y en el Norte de la Península entre 1520 y 1650: Alonso Berruguete, Juan de Juni o Gregorio Fernández, acompañados de contemporáneos como Bigarny o Leoni. La lenta incorporación de piezas proce-dentes de Aragón, Murcia o grandes andaluces, como Pedro de Mena o Alonso Cano, han ido confi-gurando un paisaje cada vez más justo de la escultura «española», a condición de que este término no se entienda en un sentido restrictivo pues, a pesar del énfasis tradicionalmente puesto en el castellanismo de la colección, su naturaleza es, en realidad, muy cosmopolita, dado que muchos artistas o las obras proceden de Borgoña, Francia, Flandes, Italia o Alemania, lo que da a sus fondos una dimensión europea que refuerza su complejidad y su encanto. Sin embargo, junto a los escultores no debe olvidarse la presencia de notables muestras de pintura, pertenecientes en su mayoría al mismo período, destacando maestros tan europeos como Jorge Inglés, Antonio Moro, Rubens, zurbarán o, ya más tardío, Luis Meléndez. Hay además interesantes ejemplares de artes aplicadas y mobiliario. La colección escultórica es particularmente rica en algunos géneros no clasificables en las llamadas Artes Mayores, pero muy expresivos del quehacer artístico de esas centurias, en particular en retablos –pues en buena medida las obras hoy presentadas en soledad son fragmentos arrancados de grandes conjuntos–, así como en sepulcros y sillerías de coro, además de poseer un grupo muy original de pasos procesionales. A estos fondos hay que añadir algunos artesonados propios del edificio o procedentes de conventos desaparecidos, que enriquecen y dan color a la sobria arquitectura interior del Colegio.

Es, pues, en su creciente orientación escultórica donde radica esa identidad, una identidad que deriva de cierta «anomalía» historiográfica, pues la escultura como género artístico posee un esta-tuto subalterno en el seno de la Historia del Arte y de las colecciones museísticas. A excepción de los museos monográficos dedicados a escultores con nombre propio, ocupa siempre una posición relegada en las salas de los museos, en las exposiciones temporales y en las investigaciones histo-riográficas. Razones de distinta índole, como su asociación con el mundo «no artístico» del ídolo primitivo o de la imagen de devoción, su apego a una dimensión demasiado artesanal, su tenaz

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Vista parcial de la sala 8, artesonado y Santo Entierro. Colegio de San gregorio.

Vista general de la sala 15, artesonado y Cristo yacente. Colegio de San gregorio.

A LA DERECHA

Museo Nacional de Escultura. Rehabilitación de Nieto-Sobejano.

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Vista general de la sala 7, sillería de coro del monasterio de San Benito el Real. Colegio de San gregorio.

Vista general de la sala 4, retablo mayor de San Benito el Real. Colegio de San gregorio.

DEBAJO

Vista general de la sala 19, artesonado y Magdalena penitente (detalle). Colegio de San gregorio.

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adhesión a la figura humana, han dado como resultado esta llamativa escasez de una historia escrita propia –de ahí el mérito de este catálogo–, y su alejamiento de los intereses de artistas, historiadores, estudiosos y responsables de museos, fascinados por el atractivo magnético de la pintura, más ima-ginativa e innovadora, a primera vista. Pero es en ese desatendido territorio donde se muestra el nervio artístico de este Museo Nacional, gracias al cual se hace justicia al interesante panorama que presenta la tradición escultórica espa-ñola, su riqueza artística y el vigor de sus significaciones, su expresividad material, más vehemente aún en el trabajo de la madera; su fuerza icónica, tan importante en la vida social de las imágenes; su interacción con la arquitectura y la pintura, o su pluralidad de formatos y soportes –relieves, sepulturas, retablos–, sobre todo en el período en el que es más rica esta colección; la presencia de personalidades insólitas y de trayectorias singulares, que tanto se resisten a las categorías pensadas para la pintura y que distorsionan la especificidad de un lenguaje, el del bulto sólido y real, distinto del ilusionismo de la representación pictórica. Porque ese conjunto de «sólidos tridimensionales» que pueblan las salas del Museo tienen un esta-tuto más enigmático y amplio de lo que hoy identificamos como «escultura». En primer lugar, porque el fenómeno de la imagen religiosa, próximo etimológicamente del término imaginería –de connotaciones extraartísticas y usado incluso, informalmente, para nombrar al Museo–, recubre distintas categorías y distintos soportes. En segundo lugar, porque, en determinada clase de obras (los retablos, por ejemplo), la combinación de pintura, escultura y otras artes ‘menores’ da como resultado una obra plurimaterial –no olvidemos la importancia de la policromía en los fondos del Museo ni la abundancia y excelencia de las arquitecturas que acogen a las tallas–. Finalmente, porque la figura del escultor solo empezó a gozar del grado de especialización profesional y de indi-vidualización ya avanzado esta etapa, manteniéndose largo tiempo en una frontera incierta entre el trabajo artesanal y la creación artística. De modo que la escultura, sin perder protagonismo, aparece inscrita en un discurso más amplio, un «campo expandido» de las artes de la imagen, más acorde con la manera de entender las prácticas artísticas en los períodos renacentista y barroco. A esta complejidad habría que añadir el anacronismo que podría representar la separación entre arte culto y arte popular, frontera muy permeable, a veces imperceptible, cuando hablamos de la cultura visual del momento. En el límite, además de a la Escultura entendida como una rama de las Bellas Artes, la colección histórica del Museo remite también a categorías propias de una Antropología de la imagen, como la de «figura», cuyos usos históricos y valor cultural han disfrutado en el Occidente cristiano de una posición ejemplar. Así que si, por un lado, la identidad del Museo radica en su carácter casi monográfico, por otro, su campo de comprensión se ensancha al desbordar los marcos convencionales de la Historia del Arte, sobre todo cuando ésta se entiende como una historia formalista de los estilos. No olvidemos que, a pesar de su solvencia y de su capacidad de gestionar el estudio de millones de objetos y de una inmensa cantidad de información, esta disciplina universitaria es una invención extraordinariamente novata cuando la confrontamos a la vejez de su objeto de estudio, que sólo en lo relativo al arte religioso tiene miles de años de antigüedad. Y los fondos de la colección se sitúan en ese décalage