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Crónica sobre el bingo de La Plata
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Crónica del bingo
Soledad Barrenechea
Los reyes de la timba
Tras la puerta de vidrio nevado y el zaguán, se encuentra el salón principal del
bingo de La Plata. El salón, sin contar el estacionamiento, ocupa algo más de
media manzana pero pareciese que se está en el living de una casa: una luz
amarilla tenue proveniente de las dicroicas del techo se complementan con
lámparas doradas fijadas a las paredes de color crema y, tanto la alfombra
sintética como los asientos, son de color rojo.
Desde la entrada se puede apreciar una forzada amabilidad por parte de los
trabajadores del lugar: un guardia pelado y de cuerpo robusto sonríe al lado de
un detector de metales mientras pide algún que otro documento y comenta a la
pasada lo joven que se ve la persona que ingresa; más adentro, un empleado
de cambio de billetes se esfuerza por convertir cualquier pregunta en una
charla:
—Hacia la derecha se encuentran las máquinas viejas, me parece que de
aquel lado- señalando hacia la izquierda- están las máquinas nuevas— el
hombre piensa en voz alta y levanta su rostro mirando hacia lo lejos. Luego de
escucharlo una joven de pelo rubio se dirige hacia la izquierda del salón, pero
frena abruptamente ante un nuevo comentario del empleado.
—Me parece que la máquina que buscas está de aquel lado— y camina,
sonriente, unos pasos hacia la derecha y se frena en la primera hilera de
máquinas.
—No, esa no es— comenta la rubia— esa es la gold, yo busco la común.
El hombre, girando nuevamente la cabeza en busca de la máquina, repite.
—Bueno, de aquel lado están las viejas—que en total eran dos hileras de
máquinas— la máquina tendría que estar por acá— y mira en torno de él. La
joven le agradece y emprende su camino entre la hilera de máquinas,
supuestamente nuevas.
A ningún empleado del bingo se lo ve taciturno o distante. Las camareras, de
aspecto pulcro y sobrio, sonríen ante cualquier comentario. Adentro del bingo,
todos son reyes.
Los únicos obedientes son los empleados
El salón tiene 293 máquinas distribuidas en filas dobles. Entre fila y fila existe el
espacio suficiente para el jugador que está sentado frente a la máquina, el que
está sentado a su espalda y un pasillo en el medio para que pasen
cómodamente dos personas o para que se queden mirando, lo que es una
costumbre general. En el cálido ambiente el desfile comienza: de todas las
edades los apostadores se adentran y escabullen por los pasillos, algunos con
una ruta prefigurada y otros, a paso lento, dan vueltas y miran las máquinas
que titilan con colores saturados y que iluminan sus rostros curiosos. Las
personas sentadas en las máquinas, que llevan un buen rato jugando, tienen el
gesto algo rígido. Tirados hacia atrás en las sillas mullidas y rojas, con
bordados dorados y caños del mismo tono, aprietan una y otra vez el botón
para hacer girar la suerte; ya no se deslumbran por las luces continuas y
llamativas de las máquinas, quizá, sí, por lo que pagan, en caso de que lo
hagan.
En una máquina llamada Siberian Storm un hombre disfruta de su bonus. El
bonus es una serie de juegos especiales que se activan luego de que en la
pantalla coincidan tres logos en particular. Tras haber ganado varios juegos
gratis, las filas frenan y en la pantalla comienza el conteo de los créditos que
está ganado: tres pagos de más de mil créditos cada uno (alrededor de 700
pesos); el hombre canoso, de rostro alargado y anteojos redondos simula con
su mano una garra que araña el aire cerca de la pantalla, al momento en que la
animación de un tigre blanco se pasea frente a los números —Y, cuando paga,
paga. Estoy hace un buen rato, recién está comenzando a pagar, te da mucho
o nada. —comenta el hombre tras haber finalizado su gesto, al que está
sentado al lado en una máquina similar y que también esta presenciando su
bonus, el cual es bastante más bajo, y la queja en voz baja no se hace esperar.
La estructura de todas las máquinas es de metal y están pintadas de negro.
Según la máquina y según el apostador, es la relación dada. Algunos apoyan el
dedo en el monitor cuando aparece algún logo en las filas rodantes que desean
detener y, manteniendo el dedo, utilizan la otra mano para hacer lo mismo en
otra fila. Otros murmuran peticiones o maldiciones de todo tipo y hay quienes
sacan y vuelven a meter el ticket con los créditos, que la máquina escupe
caliente, como si eso cambiara la situación y el aparente ánimo de una
tragamonedas. Un joven de campera verde y gomina marcó la jugada
automática y con sus manos libres le hace señas a la moza, quien se apresura
a su encuentro. En estos lugares, lo único obediente es el personal.
—Señora, por favor, no le pegue a la máquina— suplica un cambiador de
billetes a una mujer mayor. El empleado tiene los párpados caídos y levanta las
manos enérgicamente intentando mostrar determinación. La mujer, risueña, lo
mira con desdén y continúa jugando.
—Fijate, que no continúe así— acota otra empleada a la pasada, cuando el
joven le había dado la espalda a la mujer y aún se escuchaba el golpe de los
dedos sobre el monitor. La máquina se llama Lobster Mania que, como casi
todas las máquinas del lugar, tienen el nombre en inglés o se basan en
personajes anglosajones. La mujer canosa de vestido floreado sigue sonriendo
—Ya perdí como 3000 pesos —y el tono dulce de su voz no se condice con los
golpes sobre la pantalla.
En el fondo del salón el cuerpo menudo de una anciana se refleja en una de las
catorce columnas espejadas que multiplican el espacio cerrado, los jugadores y
la sensación de cercanía. La anciana mantiene la mano izquierda apoyada en
la máquina y, con la misma expresión rígida característica de los jugadores
habitúes, murmura en voz baja y acaricia el monitor a medida que las filas dan
vuelta frente a sus ojos. Su imagen frente a la máquina, sosteniendo el
cigarrillo a la altura del pecho con la ceniza larga a punto de caer, quedó atrás.
Desde hace poco más de un año no se puede fumar en el interior y el cartel de
“Prohibido fumar” se encuentra en las paredes y en los espejos junto al de “El
jugar es perjudicial para la salud”.
—No está pagando nada. La anciana chasquea la lengua y sale del salón, tiene
que ir a fumar afuera.
En el bingo, la suerte se comparte
En el centro del salón un cartel luminoso, sobre una puerta de vidrio, tiene dos
palabras: espere y pasar, que se prenden según lo permitido. Tras ésta, un
pasillo separa a la sala de máquinas del bingo. A la izquierda del pasillo una
sala vidriada se encuentra tapada desde el interior con una lona negra y afuera,
un cartel tiene escrito “Disculpe las molestias, estamos trabajando para su
comodidad”; a la derecha se ubica la puerta que conduce a una cocina
mediana, de aspecto pulcro e iluminada con luz blanca. La sala del bingo es
más espaciosa, quizá por la falta del color oscuro de las máquinas que
disminuye la apreciación del tamaño. Se mantiene la misma alfombra y el color
rojo de las sillas continúa predominando. La gente se dispone en mesas
circulares para ocho personas, habiendo cinco filas de doce en la sala principal.
A la derecha, entre dos columnas espejadas, se ubican tres filas más,
utilizadas sólo cuando las anteriores están completas.
En una mesa cercana a la entrada una pareja cena pastas, acompañadas de
un vino; más atrás, un anciano que parece ido mantiene su mirada en el cartón
verde y, con un poco de demora, toma un fibrón del centro de la mesa, usado
para marcar los números. A la izquierda, en la próxima mesa, un grupo de
cincuentones lo observan. Como si un recuerdo se le hubiera venido a la
cabeza de golpe, uno de ellos mira rápidamente al hombre que está a su lado y
comenta.
— ¿Te acordas del viejo que la otra vuelta tenía el acumulado y no cantó?
—Sí, ¡Casi le agarra un patatus!, lo cantó, y después se empezó a poner mal.
—Es verdad, se puso pálido, lo tuvieron que sacar de la sala.
En ese momento, luego de los gritos de los vendedores que anuncian cuántos
cartones les sobran, comienza la jugada de bingo. En dos de los cinco tableros
electrónicos que hay en la sala, distribuidos en las paredes color crema, hay un
contador que indicaba el número de bolilla que se está jugando; el acumulado
se cobra cuando se canta bingo antes de la número 39.
Se sucede la bolilla 29, luego la 30, y los hombres iban metiendo bocado.
—Pero no es la primera vez que le pasa, una vuelta le pasó lo mismo pero no
era en el acumulado.
Los habitúes suelen jugar de a dos o más cartones. Puestos en hilera, los
sujetan a la mesa con una pegatina roja que tiene el logo del bingo, para que
les sea más cómodo rayar los números. Los hombres recorren ligeramente el
cartón cada vez que se canta un número, imagen que se repite en todas las
mesas y, con parsimonia en la del anciano, que una vez terminada la jugada
pide un whisky J B. Como si hubiera salido de su letargo, observa cómo la
moza le sirve el vaso, el que comienza a beber con la mirada encendida.
En el menú, que tiene pastas, sánguches, guarniciones, postres y bebidas, hay
mayor variedad de whisky que de cerveza. Como fórmula inseparable, se
conjuga el whisky con el juego y, tiempo atrás, con el cigarrillo.
—Allá se está levantando la sala para fumadores– comenta un hombre de
rostro cansado a una joven rubia a su lado, señalando hacia el lugar cubierto
de lonas negras; en ese momento se sienta una pareja. Sin mediar palabra, la
mujer hace un breve relevo por el salón y el hombre, un poco más joven, no le
quita la mirada de encima.
—Dame ocho cartones— pide la mujer a la vendedora y, tras dividirlos con el
hombre, comienza la jugada.
Un número, otro número, uno más y…—Bingo— anuncia la mujer sin
inmutarse y levanta su brazo derecho, como si no pudiera cambiar el gesto
pétreo de su rostro. El resto de los hombres de la mesa la miran y luego dejan
de prestarle atención. Una empleada apoya en la mesa una especie de trofeo
dorado con un círculo en la punta donde está estampado el logo del bingo, en
rojo y en dorado. Tras ésta distinción, una nueva empleada acerca la suma
total ganada por la mujer junto con un ticket, sobre una charola de plata. En un
pasillo cercano, una moza a paso ligero lleva un pedido de comida finamente
decorada.
A cada fila de mesas corresponde una moza o mozo, cuya vestimenta es una
chaqueta roja sobre una camisa blanca, pantalones o pollera negra y zapatos
del mismo color. Los vendedores de cartones llevan una camisa blanca y un
pantalón o pollera color crema. Todos, sobriamente arreglados.
La joven vendedora, respetando el orden de llegada de los jugadores a la
mesa, reparte nuevamente los cartones. La mujer, que ganó el bingo, invita esa
ronda a quienes están en la mesa. Tras un breve intercambio de palabras,
todos fijan nuevamente su mirada en los cartones. Es una costumbre que quien
gana el bingo invitar la próxima ronda de cartones.
Nuevamente, la luz de la entrada se enciende en Pasar y el intercambio hacia
la sala comienza una vez más. Los apostadores vuelven al salón de máquinas
y allí, un anciano apoyado en su bastón y con el labio inferior blando mira a las
máquinas manoseando un billete. Las mozas que pasan a su lado y que lo
miran le sonríen, y las tragamonedas hacen su show de luces. El anciano
comienza a caminar lentamente hacia la fila más cercana buscando una
máquina que en algún momento le haya pagado.