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[1] Crónica de un entierro A mis amigos del colegio, a todos. I LOS SEIS pakistanís” nos decía Miranda, siempre tratando de jodernos, hasta en este momento, “no jodas negro”, pensaba yo en la formación antes de salir, “¿No ves que aquí nadie está para tus bromas?”. Pero no pues, siempre buscaba la manera de jodernos, y para qué, esta era su mejor oportunidad. Nos dejó una hora parados en el patio, esperando a que el director le diera el visto bueno para salir. Con el calor que hacía. Al menos nos salvamos del examen de álgebra, aun- que pensándolo mejor no era justamente para festejar nada. Salimos a eso de las once hacia la casa de Mario, es- taba a solo unas tres cuadras del colegio. Caminamos rápi- do para llegar a tiempo. Cuando estuvimos a una cuadra, Miranda nos hizo formar y marchar hasta llegar a la puerta de la casa. La puerta de visitas estaba abierta de par en par. Era una casa vieja, de adobe y techo de esteras bañadas en barro para hacerlas más resistentes, igual que todas las ca- sas en esta parte del pueblo. Tenía un viejo árbol de hua- rango en su frentera. La puerta de diario estaba cerrada, y era obvio porqué.

Cronica de una entierro

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3er cuento del libro, La puerta gris

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[1]

Crónica de un entierro

A mis amigos del colegio, a todos.

I

LOS SEIS pakistanís” nos decía Miranda,

siempre tratando de jodernos, hasta en

este momento, “no jodas negro”, pensaba yo

en la formación antes de salir, “¿No ves que aquí nadie está

para tus bromas?”. Pero no pues, siempre buscaba la manera

de jodernos, y para qué, esta era su mejor oportunidad.

Nos dejó una hora parados en el patio, esperando a que el

director le diera el visto bueno para salir. Con el calor que

hacía. Al menos nos salvamos del examen de álgebra, aun-

que pensándolo mejor no era justamente para festejar nada.

Salimos a eso de las once hacia la casa de Mario, es-

taba a solo unas tres cuadras del colegio. Caminamos rápi-

do para llegar a tiempo. Cuando estuvimos a una cuadra,

Miranda nos hizo formar y marchar hasta llegar a la puerta

de la casa. La puerta de visitas estaba abierta de par en par.

Era una casa vieja, de adobe y techo de esteras bañadas en

barro para hacerlas más resistentes, igual que todas las ca-

sas en esta parte del pueblo. Tenía un viejo árbol de hua-

rango en su frentera. La puerta de diario estaba cerrada, y

era obvio porqué.

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Nunca antes había estado dentro de la casa de Ma-

rio. No había muebles, apenas unas sillas viejas de paja. En

un banco viejo de madera había algunas personas, sentadas,

hablando en voz baja y una taza, ¿de café?, en las manos. La

habitación era grande, dos ventanas grandes miraban hacia

la calle y una sola hacia el patio que había dentro de la casa.

Hacia el fondo estaba el ataúd. Solo. Sin más que un par de

ramos de claveles y rosas puestos en viejos floreros, y a

lado suyo algunas velas. Todo parecía preparado tan rápido,

todo había sido tan de repente. La madre de Mario estaba

sentada a un lado del ataúd, una suerte velo o turbante

cubría su cabeza y tenía en las manos una vieja biblia. El am-

biente fúnebre nos rodeaba y asfixiaba. El silencio absoluto

era roto por el llanto indescifrable de una tía que venía de

todas las esquinas de la sala y los sollozos lentos y apagados

de la madre.

Miranda nos colocó al otro lado del ataúd, al frente

de la madre. “Ni una palabra, quiero que se estén quietos y

callados por lo menos en este momento”, la voz de Miranda

era ahora muy baja, tanto que apenas y logramos entender

lo que nos dijo. Por un momento logramos mirarnos a los

ojos todos a la vez. ¿Qué hacíamos aquí, por qué sentíamos

todo ese vacío y ese frío interminables en el cuerpo? Está-

bamos detrás de la ventana que daba al patio. Cada cierto

tiempo volteaba la vista para poder ver hacia el patio, pero

apenas podía divisar algunas cosas; unos gallineros altos de

unos cinco pisos, un cuarto de cocina en el que ahora hab-

ían unas señoras preparando comida y café. En el patio, en

el centro de este, había un pequeño jardín circular, con ro-

sas y claveles, algunos cortados y, seguro, los mismos que

estaban ahora aquí, a los pies del ataúd. Pude ver, pero ape-

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nas un poco, una habitación abierta, me parece que la de

Mario y su hermano porque habían pegados en la pared

unos posters de futbolistas peruanos. Recuerdo que Mario

siempre habla de ellos, de lo mucho que le gustaba como

jugaba “el Chorri” o el “Camello” Soto. Decía que eran los

mejores del Perú, pero nosotros siempre le refutábamos

porque era obvio que ahora podrían serlo también Farfán o

Juan Vargas. Pero nuestra atención estaba más centrada en

la madre de Mario, en Miranda, en la tía de los llantos de

todos los lugares, en el ataúd en el que estaba Mario Cana-

sas, en pensar sobre él, lo poco que lo habíamos conocido y

lo mucho que sabíamos sobre él. Cuán rápido y fácil nos

resultaba conocer a las personas, cuán rápido Mario se hizo

nuestro amigo, que ahora ya lo extrañábamos.

Pierita fue el primero. No sé en qué momento salió

de la formación, solo sentí un leve empujón en el hombro, y

luego estaba allí, arrodillado a los pies del ataúd de Mario

Canasas, las manos en las piernas, orando, persignándose y

acercándose a la madre, abrazándola, dándole el pésame y

viniendo hacia nosotros, con la cabeza abajo. Todo tan

rápido. Miranda se quedó lelo, nos miraba a nosotros y a

Pierita con una cara, parecía que iba a explotar, a levantarse

como en la clase y granputearnos, “¡Carajo les dije que se

quedaran parados, sin moverse, no me jodan!”. Pero no hizo

nada. Luego el negro Choque hizo lo mismo, le siguieron

Gamarra y Arnulfo, y al final Altúnes me dio el estandarte y

fue a darle el pésame a la madre de Canasas; le cogió las

manos y se las besó. Nos sorprendió a todos, pero más que

eso entendimos que era el momento de crecer y de tratar

de reconfortar, aunque fuera con un simple pésame, el do-

lor que era perder un compañero, un amigo y un hijo. Fi-

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nalmente caí en la cuenta de que faltaba yo. Estaba nervioso,

no sabía qué hacer, qué decirle a la madre cuando esté pa-

rado a su lado, si abrazarla, si no hacer simplemente nada.

“Solo acércate reza un Padre Nuestro y dile, mi más sentido

pésame”, la voz de Pierita era terminante, tenía que ir y

hacer lo que me dijo, tenía que hacerlo porque quería

hacerlo. No lo pensé más, me arrodillé, me persigné y recé

un Padre Nuestro, me levanté y abracé a la madre de Mario

Canasas, tan fuerte como si fuera mi madre y le dije, “Siento

tanto la pérdida de Mario señora, lo queríamos todos, era un

buen amigo y un buen hijo, a pesar de que no nos conocimos

mucho, se que así era”. Y luego hice algo que seguro Miranda

no me perdonaría jamás, pero que seguro todos; Gamarra,

Altúnes, Pierita, el negro Choque y Arnulfo, quisieron

hacer. Caminé rápido hacia la parte descubierta del ataúd y

miré. Los ojos cerrados, las manos en el pecho, el uniforme

del colegio con un saco viejo y una corbata negra, tenía el

cabello peinado al estilo antiguo, como mi papá, el rostro

pálido, azul-verde. Y recién pude asimilar y aceptar la ver-

dad, Mario estaba muerto y no era un sueño, lo estaba

viendo. Sin embargo, lo que me sorprendió más, lo que hizo

que comprendiera mejor lo que sucedía y, además, el frío

que me invadía desde que entramos a la sala, fue la expre-

sión de su rostro. Parecía como si le hubieran arrancado el

alma por la boca, la tenía abierta, con los dientes al aire. Era

desesperación sin duda, parecía como si algo, o alguien, lo

tuvieran sometido, hasta el final, como si no tuviera más

remedio que morir.

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II

EL CAMINO hacia el cementerio parecía intermi-

nable. Apenas eran seis cuadras, pero parecían como cien a

este paso. El sol quemaba y el calor nos asfixiaba. Era in-

vierno pero aquí ni se notaba, apenas unos pequeños vien-

tos en las tardes y nada más. Nuestras caras ya estaban ro-

jas, algunos tenían el rostro con gotas de sudor bajando

hasta llegar al cuello de la camisa - cómo terminarían nues-

tras camisas después de esto-. Miré a Gamarra, tenía el ros-

tro lloroso, seguro había llorado, claro, como no, si era su

amigo, su pata del alma, su yunta. Atrás mío estaba el cholo

Choque, qué estaría haciendo; seguro buscando la mirada

de Gamarra y riéndose, ese concha de su madre. El calor

cada vez era más fuerte, sentía como mi cara se volvía puro

carbón a cada paso, y los zapatos que se calentaban por el

asfalto y me quemaban también la planta de los pies. Y Mi-

randa delante nuestro, bien parado y caminando como

cuando uno marca el paso antes de la marcha, hasta para

eso era medio cojudo, al lado de la mamá de Canasas, con-

versando con ella despacio, bajito, para que nadie escuche.

Va vestido de negro puro, parece una sombra completita,

un aparecido. Cuando llegó al colegio todos nos quedamos

mirándolo y casi nos sacamos los ojos de la risa, parecía

siempre una sombra, una mancha andante, quien lo manda a

ponerse un terno tan negro con lo negro que él también

era, sus trajes crema le quedaban mejor, eso era. Seguro. Le

estaría diciendo algo a la madre, sentimos la pérdida de su

hijo, era un buen chico, estudioso, juguetón, sus amigos

también lo sintieron mucho cuando se enteraron, es una

gran pérdida para el colegio, y quien sabe que cosas más.

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A nuestro alrededor había unas personas que no

conocía, no los había visto nunca, supongo que serian fami-

liares de Canasas. Al único que distinguí fue a su tío. Era

joven y lo veíamos de vez en cuando jugando futbol en la

canchita del pueblo. A veces nosotros también nos uníamos

pero nunca me enteré de su nombre porque todos le de-

cían Tano -Tano la pelota, Tano pásala, Tano patéala-. Y

creo que era el único con el que Mario hablaba aparte de

Gamarra. Yo los veía juntos a los dos después del partido,

hablando y, lo más raro en Mario Canasas, riéndose. Des-

pués de Tano no conocía a nadie más. Él siempre fue muy

cerrado con sus cosas, no nos contaba mucho, solo cosas

del colegio y de los cursos. Aunque yo no era su mejor

amigo si platicaba con Canasas, nos llevábamos bien y jugá-

bamos siempre en el mismo equipo en los recreos y a veces

nos decíamos chapas para molestarnos. Era raro luego, en la

clase siempre callado, ni siquiera se movía o reía cuando los

profesores salían y nosotros empezábamos a molestar a las

chicas y a darnos de empujones entre nosotros o lo em-

pujábamos a él. Y más raro aún, creo que nunca lo molestá-

bamos con ninguna chica de la clase o de otra. Sí, ahora que

hago memoria, nunca.

Éramos seis los de la escolta del colegio, y los úni-

cos que íbamos de blanco, el cojo Altúnes era el que llevaba

el estandarte del colegio; caminaba medio chueco pero era

el más alto de todos los de quinto y, además, el único que

seguro aguantaría tanto tiempo con el asta en los brazos

con esta calor y con todo el tiempo que seguro faltaba para

llegar a la iglesia. Gamarra y yo en sus flancos, el negro

Choque, Pierita –que esta vez reemplazaba a Mario- y Ar-

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nulfo detrás de nosotros, padeciendo todos los mismo y,

seguro, pensando en lo mismo.

Miranda de vez en cuando volteaba hacia nosotros y

nos miraba como diciendo, “Como me hagan otra escenita de

esas en el cementerio los mando a las cloacas a pasarse toda la

semana”. Ya faltaba poco. Eran casi las tres de la tarde y

parecía como si el tiempo hubiera pasado tan rápido. Ahora

apenas y sentía las cuatro horas de parado y la última aquí,

caminando bajo el sol. A cada calle que pasábamos nos mi-

raba alguien conocido, saludaba con el sombrero y seguía su

camino. En realidad, después de hacer un recorrido con la

vista y contarnos, no éramos más que 20 o algo más en esta

procesión del amigo de hace unos meses.

Su familia se había mudado hace poco, venían de un

pueblo de la sierra, de Pampacolca creo. Su madre, su tía, su

hermano pequeño y él. De su padre no sabíamos nada, nun-

ca nos dijo nada, ni siquiera a Gamarra. Demoró mucho

para acoplarse a nuestro grupo, era muy timido y reserva-

do. En los recreos solo nos miraba jugar, hasta que Gama-

rra, con el que ya había conversado algunas veces, lo puso

en el equipo. Desde allí pudimos conocerlo un poco, pero

todo quedó truncado. Ahora íbamos detrás del amigo que

pudo ser, del que pudimos aprender y disfrutar. Solo que-

daban algunos pocos recuerdos, como esa vez que se le

rompió el pantalón y todas las chicas se rieron de él, se pu-

so rojo como tomate y salió corriendo hacia su casa, o

aquella en la que le preguntó a Miranda de donde era, el

loco de Miranda lo mando a la cloaca a rostizarse y ‘pudrir-

se’, como él le decía. Las pocas veces que salía a la calle, era

para jugar con su tío en la canchita. Él fue el que les consi-

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guió esa casita y el que les buscó empleo a su madre y a su

tía. Él también el que les regaló esas rosas y claveles que

había en el jardín, y las gallinas y los conejos, y los posters

del “Camello” y del “Chorri” a Mario. Nos conocíamos po-

co, pero a la vez mucho. Quizás hubiéramos llegado a ser

grandes amigos, y después de terminar el colegio irnos a

estudiar a la ciudad. Quizás.

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III

CUANDO PIENSAS en la muerte, generalmente

piensas en la muerte de viejo, o en un accidente. General-

mente piensas que no te va a suceder a ti o a nadie de tú

alrededor, y mucho menos que le puede pasar a alguien

como tú, de tu misma edad, de tu misma clase. Menos a

alguien que apenas estás conociendo, y de quien tienes al-

gunas expectativas.

Cuando me enteré que Mario Canasas había muer-

to, no pude creerlo. Pero cuando lo vi allí en el ataúd, post-

rado, y más aún en ese grado de petrificación, solo en ese

momento pude asimilar lo que es una muerte. Y quise de-

cirle, o quizás lo hice, al oído muy despacio, “Aquí estamos

tus amigos, lo que quisimos serlo, esperándote para jugar otra

pichanguita”.

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IV

Mario Canasas salía todos los días a las 7 y 30 de la mañana

de su casa hacia el colegio. Después de ayudar a su madre y

a su tía en los quehaceres: limpiar los gallineros, darles de

comer a los pollos, regar el jardín y alistar a tu hermano. En

el camino se encontraba con algunos de sus compañeros;

con el negro Choque, Pinto, el chato Juárez y Gamarra. Iban

hablando de futbol, de los cursos de la clase, del profesor

de álgebra, del negro Miranda y alguna que otra vez de chi-

cas. De la casa de Mario apenas había tres cuadras al cole-

gio. Nunca llegaba tarde y siempre antes que su hermano.

En clase Canasas atendía, pero no preguntaba, no participa-

ba, no se reía ni mucho y menos molestaba cuando no había

profesores en la clase. Era tímido, era claro. Le costó mu-

cho ambientarse a los nuevos compañeros y obtener ami-

gos. En los recreos jugaba fútbol con los chicos de la clase,

los de quinto contra los de cuatro, y a veces hasta hacia

algunos goles. No jugaba mal. Le gustaba el fútbol, y de eso

era de lo único de lo que hablaba con Gamarra. Todo era

fútbol para ellos. La jugada de Ronaldinho, los goles de Ro-

naldo, los pases de Figo, la genialidad de Zizu. Todo fútbol.

Cuando estaban en la cancha él se creía Zidane. Que la lle-

vada, que el pase, que el tiro libre. Llegaba a su casa rápido

después de clases. Dejaba sus cosas y se iba a la chacra a

recoger faina para los pollos y los conejos. Si se encontraba

con alguien de la clase jugaban algo un rato o charlaba un

momento y luego se iba rápido, “tengo que ayudar a mi ma-

dre en la casa, tengo que hacer las tareas, tengo que mirar el

partido”, tenia siempre una buena excusa. Salió algunas veces

con los chicos de la clase al río. La primera vez casi se aho-

ga. No sabía nadar y así se metió al agua. Lo bueno fue que

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había muchos y lograron sacarlo. Fue gracioso y preocupan-

te pero al final las cosas salieron bien. Le gustó tanto que la

pocas veces que fueron al río Canasas siempre era uno de

los primero en apuntarse. Aprendió a nadar al poco tiempo,

pero siempre se hundía, perdia fuerza o algo. Una vez los

chicos llevaron pisco “para pasarla mejor” y lo hicieron en-

trar al agua un poco ebrio. Nadó como los dioses, el alco-

hol le hizo bien. La última vez que lo vieron estaba tranqui-

lo, como siempre, nada hacia indicar que algo le podría

suceder, nada aparte de que ese día, sin nadie que lo recor-

dara, era su cumpleaños número diez y seis.