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Cuadernícolas Nº2

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Revista Literaria de distribución gratuita Cuadernícolas, Medellín Colombia, Noviembre - Diciembre de 2010, Nº2 Año 1. ISSN 2216-0469

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opinanlosilustrados.blogspot.com

Los Ilustrados

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CuadernícolasRevista literaria [email protected]

Director:Momo [email protected]

Editor:Nerön [email protected]

Diseño y Diagramación:Daniel [email protected]

Mercadeo y Ventas:Diana Soto314 850 [email protected]

Colaboradores:Ana Castaño / Diego Hernández / Andrea Echeverri

Foto en portada:“A Máquina” Momo Suheskun

Caricatura:“Roncejal Guarín” Nerön Navarrete

Escritores:José Raúl Jaramillo / Juanita Rayuela /Juliana Gómez Sarrazola / Mateitoh / Momo Suheskun / Nerön Navarrete / Omar Castillo /Usted (si quiere) / Vichugo / @morcheros

Impresión:Editorial San MatíasLínea única: 444 [email protected]

Editorial

Derechito Nerön Navarrete

¿Qué hemos hecho?

Recapitulemos. Cuando una persona se encuentra algo suyo en la red, o cae en la red de algo suyo, se gana inmediatamente una facultad peligrosa, una especie de privilegio que otorga el tiempo perdido navegándolo, recorriendo su cabeza y sus embustes.

En realidad no es un derecho fundamental ni humano, no es político ni económico, no es ni siquiera del tamaño que aparenta. Es un “derechito”. Así, minúsculo pero agresivo. Un “derechito literario”. Pero es personal e intransferible; y le buscará sin que la noche o el día marquen diferencia, le llamará, le exigirá incluso más material que supere al anterior, cuando ni uno mismo lo considera de alguna calidad. Ambos comienzan a creerse el cuento.

En la sequía le pedirá goticas de agua dulce, para pasar por alto las enturbiadas lagu-nas donde difícilmente conviven los renacuajos incomprendidos (caso de escritores que no conectan sus ideas para que se sientan idiotas los que los leen), o un mar de libros con el mismo sabor de un papel sin tinta: simple, simple, simple… nada dicen, nada hacen, sólo nadan en nada.

Claro, serán más los que buscarán letras en otros autores para quitarse esa sensación amarga en la lengua con su nombre y su firma.

Pero quedémonos en este momento con los cercanos, y concedamos a su más reciente afición un sorbito más.

Ellos se ganaron este “derechito”, o por lo menos la garantía de reclamarlo más o me-nos cada dos meses. Nosotros, por nuestra parte, vamos también a seguir “derechito”, porque pa´tras, ni pa´coger impulso…

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Contenido

Imagen de Inicio 5 por Omar Castillo

Todo el mundo habla del ombligo de Don Ramiro 6 por Mateitoh

Sólo con Tres 8 por Juanita Rayuela

Oficio 12 por Nerön Navarrete

MiRazón 13 por Juliana Gómez Sarrazola

Elniñocabellosdefuego 14 por @morcheros

Bipolar 16 por Momo Suheskun

LaObradelAmor 18 por Vichugo

TresBreves19 por José Raúl Jaramillo Restrepo

PóngaleTítulo20 por Usted (si quiere)

Acuérdese de buscarnos en Facebook comoRevista Cuadernícolas y también puede encontrartodos los números de la revista en versión digital:

http://issuu.com/cuadernicolas(nos puede leer desde cualquier máquina de escribir con conexión a internet)

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Imagen de Inicio Omar Castillo

Un día los habitantes de Medellín se encontraron despavoridos, pues las montañas que circundaban la ciudad habían despegado y avanzaban hacia el espacio sideral dejando despejada toda la extensión del Valle de Aburrá y más allá. Pasado el desconcierto se dieron a inspeccionar la planicie dejada tras el vuelo de la cadena de montañas y, ¡vaya sorpresa!, las tierras se veían óptimas para la construcción de zonas residenciales y de comercio.

Rápidamente los habitantes del Valle olvidaron que su existencia alguna vez estuvo en-marcada por las montañas que los rodeaban como una muralla natural. Los periódicos y demás noticieros hablaban de las nuevas tierras en disputa por su propiedad y de las posibles soluciones de vivienda propiciadas por estas.

Adjudicados los títulos de propiedad, los dueños se dedicaron a construir sobre los nuevos terrenos, pero, para sorpresa de todos, cuanto construían en el día desaparecía en la noche. Toda vigilancia resultaba inútil. No conseguían explicarse las razones para tal fenómeno. Ensayaron desde los materiales tradicionales para la construcción hasta los más sofisticados, empero todos resultaban inútiles. Incluso probaron construir en las noches.

Cansados de tanto fracaso desistieron y abandonaron los proyectos de construcción. Y se echaron al olvido de la quimera de esas tierras procurando continuar con su exis-tencia, haciéndose a la idea de que las montañas se mantenían ahí y todo había sido consecuencia de un mal sueño colectivo.

En tanto otras montañas fueron retoñando y creciendo silenciosas, ajenas en su reali-dad a la vista de los habitantes del Valle.

...................

Este cuento hace parte del más reciente libro del escritor Omar Castillo,Relatos instantáneos (Ediciones Otras palabras, Medellín, 2010).

La publicación, que aún conserva el aroma evocador de sala de imprenta,es una compilación de textos que fusionan ideas poéticas y de sutil travesía,con la narración cuidadosa que caracteriza al autor.

Omar dirige desde 1985 Ediciones Otras palabras y, desde 1991,la revista de poesía Interregno. Ha sido incluido en antologíasde poesía colombiana e hispanoamericana.

Relatos instantáneos se consigue en Palinuro.

[email protected]

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Todo el mundo habla del ombligo de Don Ramiro Mateitoh

Vea, la cosa fue así. Un día sintió un dolor muy profundo en el estómago, tan fuerte que lo tumbó al piso. El tipo pensó que se había cagado porque sentía los pantalones húmedos y pesados, entonces lo ayudaron a entrar a un baño de un almacén, por ahí por Carabobo. Y ahí el tipo se extrañó cuando vio que no había cagado mierda, sino sangre y pedazos de carne cruda. -Pero si yo no he comido carne desde hace dos días y menos cruda-, dijo. Otra fulca lo cogió y lo tumbó, y ahí sentado en la taza del inodoro veía como le salía sangre a borbotones y más pedazos de carne y ñervo. La impresión fue brutal porque el señor no sabía qué le pudo asentar mal, y ahí cayó en la cuenta de que estaba cagando sus propias tripas. Se desmayó.

Lo que dicen es que no lo llevaron ni al médico ni nada, sino que el cura del barrio fue por él y lo trajo a la iglesia y lo metió justo ahí en ese cuartito, el que queda atrás de esa puerta. Esta salita, aquí donde estamos, es donde la gente espera mientras los llaman y después entran allá.

Entonces desde ese día es que tienen a don Ramiro ahí metido y ni lo sacan a pasear ni nada. Y ni siquiera come; digo, de comer comida así como nosotros por la boca, masticando y tragando por la garganta; nada. Él se mantiene ahí metido y la gente va y habla con él, eso lleva así como desde hace cinco años; me acuerdo porque yo tenía cinco recién cumpliditos cuando lo trajeron.

Y de eso el cura nunca ha dicho nada, solamente da la misa y confiesa a la gente, eso sí, muchas veces las penitencias que les pone es que vayan y visiten a don Ramiro. Es que la gente viene y lo ve cuando tienen problemas muy graves, entonces él los aconseja y les resuelve los problemas, y todos los que han ido dicen que sí es de verdad que los resuelve.

Lo que yo sí sé es que eso no sale gratis, la gente tiene que ofrecer algo para que don Ramiro pueda ayudarlos. Lo que pasa es que como uno no puede ofrecer lo que no tie-ne, y lo que es la plata, cosas bonitas y hasta la casa eso va y viene, por eso es que hay que pensar muy bien qué se va a entregar. Algo que de verdad sea propio de uno. Unos le entregaron el pelo, otros las uñas; pero hay gente que tiene vidas muy complicadas y no les alcanza sólo con eso entonces les toca entregarle un dedo, una mano, un pie o la pierna entera, las orejas, los ojos. En fin, hay que tener cuidado porque la gente se acostumbra a pedir y a entregar hasta que ya no queda nada. Por ahí me contaron de una señora que ya no tenía nada para dar y entregó lo que le quedaba del cuello para abajo, y se murió ahí, porque una cabeza sola no puede vivir. Y a la final también me-tieron la cabeza dizque para que muriera tranquila.

Entonces vea, lo que pasa es que don Ramiro no habla propiamente, digo, no por la boca como nosotros. Lo que pasa es que después de ese día en que empezó a cagar tri-pas y la carne de él, eso no paró ahí. Mejor dicho, desde ese día él no ha parado de cagar tripas y sangre. Además, él nunca se despertó del desmayo que le dio en el almacén; digo, despierto así como nosotros. Y a medida que iba botando y botando carne por atrás cuentan que se le empezó a abrir el ombligo de a poquitos.

Si hermano, a abrírsele el ombligo. Todos tenemos ahí como un nudito que le hacen cuando uno nace, a él ese nudito se le deshizo y se le empezó a abrir un hueco en la barriga, pero no un hueco chiquito, un hueco grande; no ve que por ahí es que recibe lo

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que la gente le lleva. Por eso es que la gente habla del ombligo de don Ramiro, porque por ahí es por donde come lo que le ofrecen, y también por ahí es que habla.

Dicen que conversa medio enredado, además dizque que tiene un montón de diente-citos chiquitos ahí alrededor del hueco, y que con eso es con lo que mastica las cosas que le echan. El resto de don Ramiro es siempre quieto y con los párpados cerrados, no ve que también cagó los ojos por allá en el primer año. Lo único que se mueve de don Ramiro es la barriga para hablar y comer, y atrás cuando caga, porque él siguió cagando como le dije.

¿Yo? No, yo no lo he visto; yo le digo lo que cuenta la gente. Yo es la primera vez que vengo aquí; es que estoy acompañando a mi mamá. Ella sí lo ha visto, no ve que a mi mamá le faltan las orejas y los dedos chiquitos de los dos pies; el pelo no fue capaz de entregarlo.

Pues yo la verdad no le voy a pedir nada todavía, yo vine a acompañar a mi mamá y ella le está preguntando a ver si puedo entrar para conocerlo. Mirá que ya salió ella, ahí viene. Está como llorando, quién sabe qué le habrá dicho don Ramiro. ¿Qué? ¿Sí puedo entrar? Vea mamá le presento al muchacho, es que él tampoco conoce a don Ramiro y yo le estaba contando. ¿Me tengo que empelotar? ¿Y por qué? ¡Ah bueno! yo me empeloto, a mí no me importa. ¡Si toca para conocerlo de una!

¡Oiga mamá! ¿Y usted por qué está con lágrimas? ¿Qué fue lo que le dijo don Ramiro? No llore mamita que seguro se le resuelve el problema que tenga. ¡Hermano! Se cuida, chao pues que yo me voy. Piense bien en qué le va a entregar a don Ramiro cuando hable con él, vea que tiene que ser algo suyo valioso de verdad verdad.

¡Que sí mamá, ya voy! Vea que ya estoy en calzoncillos, vamos pues. Ve mamá, ¿y esta vez qué le ofreciste a don Ramiro?

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elamoreslacausa.blogspot.com

Asociación de Entidades Culturales

Nacida en el año de 1979 como iniciativa de un grupo de gestores y artistas de la ciudad, la Asociación ha trabajado por el fortalecimiento y proyección del gremio cultural.

Fue declarada Patrimonio Cultural de Medellín en 1992.

En su sitio web puede encontrar contenidos periodísticos, reflexión sobre políticaspúblicas, avances del sector, y agenda.

www.asencultura.com

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Sólo con Tres Juanita Rayuela

Previamente asegúrese de anestesiar a la víctima con un beso. Aplíquelo despacio, con elegancia y sobriedad. Cuando el corazón se acelere lo suficiente como para que haya peligro de una posible explosión, deténgase. Aparte sus labios de los labios de quien va a morir y sonría. A continuación extiéndalo en un prado y descúbrale el pecho. Véndele los ojos para que no le martillen el pensamiento mientras realiza la operación.

Si el paciente es un hombre trace con un bisturí de fina precisión una línea vertical que atraviese el pecho de arriba abajo; si es una mujer trace una sutil línea curva en la parte inferior del seno izquierdo. Cerciórese de hundirlo con la suficiente presión como para que traspase todos los tejidos superiores. Improvise con el material que desee (preferiblemente metal) unos fórceps para que mantengan la piel del pecho abierta en el caso del hombre y el pequeño orifico del seno al descubierto en el caso de la mujer.

Emplee sus dos manos para adentrarse en el pecho, (es recomendable que lo haga con ellas desnudas para que sienta el calor humeante de aquél que usted calló con un beso). Cuando las haya sumergido comience por separar cada costilla que protege el órgano, una a una ábralas y disfrute el espectáculo del corazón emergiendo del fondo a sus manos.

En el caso de la mujer, penetre la tibia carne que rodea el seno y sin mirar despliegue una a una las costillas blandas que protegen el corazón. Procure no moverse mucho para no prolongar la incisión y al sentir el corazón en sus manos, deténgase.

Cuando lo tenga totalmente despejado y a merced suyo, notará como la víctima co-mienza a despertarse. Si esto sucede y hay peligro de recobrar, posiblemente, la con-ciencia, dele otro beso en la boca, esta vez demórese más de lo habitual y rócele con su lengua los labios. Si por alguna razón las dosis osculares no son suficientes para anestesiar al paciente es recomendable que le hable cariñosamente al oído y le susurre alguna verdad. Dígale por ejemplo que usted sabe hacer pájaros con los dientes mien-tras se come una berenjena, o que puede tumbar la luna de una pedrada y bajársela en un plato de mermelada. Dígale lo que sea necesario, y cuando esté seguro de que la víctima está totalmente dormida proceda a romperle el corazón.

Adviértase que en el caso femenino la operación debe hacerse con el corazón oculto, así que quien pretenda hacerlo deberá tener bastante experiencia para que la acción sea todo un éxito.

Primero tómelo entre sus dos manos y oiga como late, acarícielo un poco para que su víctima sienta placer antes de perderlo, mientras lo roza observe cómo en los labios de su paciente una infantil sonrisa comienza a florecer sin razón aparente.

A continuación tome las arterias superiores, presiónelas un poco y sienta la sangre fluir por entre esos tejidos blandos. Ahora tome un listón y apretando fuertemente haga un ramillete con las venas que salen del corazón; cuando ya no haya sangre que penetre a los ventrículos tome unos cuantos alfileres y clávelos en el músculo. Al hacer-lo note cómo el paciente ríe sonoramente con cada pinchazo que usted efectúa.

Tome el bisturí y realice una pequeña incisión en la parte superior del ventrículo de-recho, justamente antes de la arteria pulmonar. Páselo sin ganas como acariciando el músculo con la vil cuchilla. Ahora tome uno a uno los filamentos que recubren el

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corazón y comience a arrancarlos. Las miofibrillas irán saliendo y usted verá cómo cambia el color muscular que recubre al miocardio. A medida que cada hilo de carne se va desprendiendo del corazón comenzará a sentir un calor en sus dedos y una sus-tancia lacrimosa lubricará sus manos. Un tinte rojo comenzará a brotar tan sutilmente que su paciente no sentirá que se está desangrando. En el momento en que esté des-prendiendo la carne, los alfileres pueden caerse y lastimar sus manos. Guárdelos en un lugar limpio para usarlos en otra ocasión.

Escuche los gemidos de su paciente mientras desgarra poco a poco el músculo que recubre al órgano y disfrute al ver como llora silenciosamente mientras deleita el dolor que usted le causa.

Tome aguja e hilo y suture la poca carne que queda. Note que la amorfa silueta de un puñado de músculo que palpita arrítmicamente es lo que queda de ese corazón que antes latía por usted.

Selle el pecho y suture la herida. Limpie las gotas de sangre que en la piel pudieron haber quedado y lávese las manos. Dele un beso en la mejilla y abandónelo para que, cuando despierte, sólo sienta sus besos en la piel y un corazón cansado y roto que quiere seguir palpitando.

Contacto [email protected]

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Oficio Nerön Navarrete

Al llegar a la entrada advirtió la presencia del hombre que aguardaba a sólo unos pasos del umbral. La puerta entreabierta dejaba escapar un vaho nauseabundo que aparen-temente él no percibía con igual facilidad. Frente a frente, ambos se limitaron a levan-tar la cabeza con un movimiento seco, simulando un saludo de cordialidad inexistente, una camaradería que no pasaba de un par de ocasiones en las cuales el deber los ponía en la misma situación.

Y entonces, al trabajo. Ella dejó de observar al sujeto aquel que ahora desviaba la mira-da hacia una pequeña ventana sin dos celosías, y el marco de aluminio empolvado por la falta de limpieza. Al otro lado, la superficie de ladrillos separados por líneas finas de cemento gris, recibía la poca luz que se permitía el frío atardecer.

Entró en la habitación, y guardó su escarapela, lentamente fue midiendo sus pasos con cautela suficiente para no alterar el espacio. Aunque en realidad consideraba am-bos actos sin importancia alguna, era firme su supersticiosa costumbre de meter en el bolsillo la identificación, y no dejar rastro como parte de su labor. A otros les tocaba lo demás. Lo suyo era observar y dar un reporte seco, luego de organizar los detalles para corroborar que nada se escapara en el cometido.

-Ya llegué. Estoy entrando al cuarto- dijo activando el radio comunicador, sin cambiar el volumen de su voz por el olor penetrante que le recordaba los peores momentos de este oficio. Se acercó a la mesa de noche, donde el teléfono descolgado emitía el monótono pitido. Le pareció ver algo semejante a la ceniza del cigarrillo en uno de los costados de la cama, pero notó con desconcierto el cenicero completamente limpio, y el lugar sin una sola colilla como prueba de su hipótesis. En el baño, la bombilla encen-dida y las gotas de agua en la puerta de vidrio de la ducha, daban pie para suponer que había sido usada recientemente.

En la pared, la mancha de algo parecido al aceite de automóvil, combinada con las sábanas sucias y el sonido de los gritos retumbando en su cabeza, le hizo cerrar los ojos por un par de segundos, y contener una necesidad creciente de vomitar. Cada caso era diferente, pero cómo quisiera acostumbrarse, verlos todos igual, incluso hacer su trabajo con más premura que destreza, con más ritmo aprendido y menos sorpresa. Pero en estas carreras, el sentido se convierte en un extraño umbral entre lo que se permite a la imaginación, los sonidos, los rostros, la brusquedad abriendo la cortina del silencio, y el resultado final, espacio invadido por este olor tan fuerte que se enreda hasta en las telarañas.

La cabeza de la joven, cuyo cuerpo ya no estaba allí, había dejado dibujadas sobre la almohada un millar de líneas, arrugas sobre la tela que antes era blanca, y tres cabellos enredados en los filamentos, como pequeñas raíces. La violencia aún retumbaba en las paredes.

No por directrices de arriba, sino por higiene, no tocaba nada. Avanzaba como un fan-tasma recorriendo la mansión donde cumplía su eterna condena, con su escarapela y su radio comunicador, al tiempo que abandonaba en el cuarto los rostros, los gritos, los movimientos, la ducha y la necesidad de limpieza de quien habría usado el baño. Las nauseas sólo daban un poco más de prórroga, pero con el siguiente caso, tendría una vez más el imperioso apuro de cerrar los ojos y sentir que todo volvía a comenzar.

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Un último vistazo al techo, y descubrió que no había mancha alguna. Ya tenía lista su conclusión, pero del otro lado sólo esperaban una respuesta, una orden simple. Encendió el aparato que sostenía en su mano y dirigiéndose con paso firme hacia la puerta entreabierta afirmó: -que venga la niña del oficio. Puede salir la pareja de la habitación 114-.

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Mi Razón Juliana Gómez Sarrazola

Podría estar inconforme de estar conforme, tal vez gritar en el silencio tranquilo para desatar una tormenta que no quiero, quisiera saltar el balcón que me separa del sufri-miento. Sufrir pidiendo a gritos el silencio de antes, morir corriendo, gritar viviendo; agotar la vida hasta el punto final del retorno, retornar con maletas vacías para em-prender de nuevo un viaje sin destino, con la felicidad como diadema. Estallar en mil colores que suenen a risa, a llanto de niño y momentos de viejo, nostalgia futura del reconocimiento.

Brillar sin conocer el final, cantar la letra de una canción que no vendrá jamás, morir de ilusión y renacer por la certeza. Mirarte el alma, el llanto sucio de niño acalorado, comer algodón de azúcar, aunque nunca me haya gustado su empalago que adoro en la boca. Dormir con ganas de madrugar, trabajar con ganas de descansar… descansar la vida en la fiesta más estridente, en el ocaso último del paisaje verde que antes era negro.

Disiparme dos segundos queriendo estar presente, porque sí, porque no y tal vez por-que nada… rozarte la mañana del milagro en que me hablaste, rozarte la cara con rosas azules, con fresas alucinadas de este mundo que es tan tuyo y quiero que sea mío, mío por siempre, mío nunca, nunca mío en esta entraña dormida…

Tranquilidad sonámbula, vida ardiente convoco a mi ser, ser entero lleno de vida, vida negra y roja y verde, azul sobre todo. Vida que no sea vida, al otro lado de esta isla en la que veo olas palpitantes impulsadas por el motor que duerme mi hastío, hastío vuelve y déjame de nuevo, revíveme la vida que es vida dormida y es vida como la quería. Cuentos de hadas, miles de ellos. Chispas de magia, magia en la cabeza… tan real, tan absolutamente intangible… ¿puedes darme un poco?

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lajuliaysusbotas.blogspot.com

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El niño cabellos de fuego @morcheros

Hoy soñé con Mario. Iba subiendo la montaña asfaltada del barrio Buenos Aires de Medellín. Al menos así lo asumí entre la nebulosa y premonitoria magia de los sueños, como recordando sus historias que casi siempre tenían ese escenario empinado. No sé por qué nunca me gustó ese barrio y por una obvia razón, durante esta mañana, sentía un peligro acechando en sus calles oníricas.

Al principio lo confundí con su hermano. Quizás -pensé, soñé- su cabello se había agriado y ya no era de ese naranja chocolate que hacía que, bajo la luz vespertina, bri-llara como un sol rabioso. En la sombra se le acentuaban las mil pecas que estrellaban su cara, y su cabello se oxidaba un tanto.

Ahí estaba él, de espaldas a la ciudad y yo, acercándome. ¿O sería su hermano? Toda-vía de espaldas a mí, pude ver la ‘v’ en su cabeza. Sus más amigos podíamos decirle ‘Vario’ y escapar de sus nudillos telúricos. Era un chico de calle. De los que en tres segundos acierta cuatro golpes en el rostro. Era flaco y bajito. Y por eso los que vimos cómo molió a golpes a un infeliz no volvimos a tentar sus puños. Todos, hasta los más amigos, le tomamos una distancia prudente cuando fruncía el ceño de verdad.

Era un pelado de calle, rodeado de hijos de la calle. Uno de estos le asestó el golpe que lo marcó para el resto de su vida. Con toda su fiereza en los nudillos, Mario no pudo ver al traicionero que le puso un palo de sombrero. La cicatriz, enorme, la única parte blanca de la parte posterior de su cabeza, dibujaba una gaviota que volaba entre el atardecer crepuscular de su cabellera naranja.

Vivía en un orfanato con su hermano, en Buenos Aires, en el “hogar”, como él le decía. Allí gastaba gran parte de su tiempo con el auricular en la oreja. Pasaron años sin ver-nos pero sentía su ausencia si pasaba más de una semana sin recibir una llamada tele-fónica. Hoy me da vergüenza admitir que a veces quería cortar esa amistad a distancia. Hasta el día de hoy no nos habíamos vuelto a ver. No había mucho de qué hablar, pero cada vez que lo hacíamos podía sentir ese extraño cariño que Mario sentía por mí. Por Andrés también.

Creo que Andrés y yo siempre fuimos para él una especie de padrinos. El colegio -pri-vado, costoso, con uno que otro niño malcriado-, sospecho, fue un mundo diferente, que aunque no lo rechazaba porque casi todos lo queríamos, no dejaba de ser apabu-llante.

Lentamente fui descubriéndolo: Primero su perfil, el pelo que perdía la opacidad que creí advertir y que se encendía de nuevo. Luego por fin su rostro. Era él: ¡Carlos Mario!

Sólo hasta esta línea me llega de repente su nombre completo: Carlos Mario Montoya. Se sentaba a mi lado porque compartimos el mismo apellido paterno.

También ahora me da vergüenza admitir mi mojigatería infinita. Cansado de que Ma-rio se ufanara de haber ganado séptimo por cuenta de sus miradas furtivas a la hoja de mi examen, le había dicho que lo mejor sería que rompiéramos esa relación. “Por su bien”, me mentía. Sentía un poco de falsa injusticia, pero también creí que Mario

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era muy inteligente. Tanto que no necesitaba estudiar ni tener una linda mesita con computador para pasar los exámenes. En ese entonces creí que tampoco necesitaba mirar mi hoja.

A pesar de esta situación -la cual nunca nos causó problemas-, después de que salió del colegio, Carlos seguía llamándome sagradamente cada semana. Y hoy también re-cuerdo a Mario por otra cosa. Termino de leer un libro en el que el autor exorciza, por medio de la escritura, la figura de su padre asesinado.

Es Medellín, es Buenos Aires en una calle empinada y Mario me mira, sonríe y entrevé que dudo que sea él. Un día, sin más, dejé de recibir sus llamadas. Creo que tuvo que ser vacaciones cuando recibí la llamada telefónica de Andrés. Me dijo unas palabras cortas, tímidas, que hoy se confunden en mi memoria como si hubiera sido parte del sueño de hoy.

Años han pasado y ni Andrés, ni yo, hemos tocado el tema abiertamente. Por muchos años hice como si nunca hubiera recibido esa llamada. Me imaginé que Carlos, sim-plemente, se había cansado de llamar. Un día nos encontramos Andrés, el hermano de Carlos -que estaba gigante- y yo. No tocamos el tema. Yo pude quedarme en la ilusión y por unos días más pude evitar el duelo.

Sólo hasta hoy, que sentí su ausencia al despertar, después de que pensé que estaba vivo, de que él mismo me decía en sueños que no era una copia de su hermano, que no había muerto -como me dijo Andrés en esa llamada que aún me niego a recordar- por una bala perdida, en manos de su hermano, en el barrio de Buenos Aires, en Medellín, mientras salía del “hogar” a comprar un par de empanadas; sólo hasta hoy, cuando Carlos entre sueños me dice que era él mismo, me hago a la idea de que quizás, tan sólo en sueños, pueda volver a verlo mientras yo permanezca en este mundo.

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“Esta mañana llegué a la estación del metro y compré dostiquetes: uno para mí, y otro para la soledad, porque la soledad

también es pasajera.” Juan Pablo Ricaurte

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Bipolar Momo Suheskun

Cuando desperté, tenía los ojos cerrados y sentía unos labios besando los míos. Al parecer estaba besando a alguien, y mi boca seguía un movimiento mecánico. Abrí los ojos y los de él estaban cerrados. No sabía quién era. En ese momento no entendía qué pasaba, no podía recordar nada, pero el beso me tenía atrapada, y creo que empecé a disfrutar la situación.

Su lengua trataba de entrar en mi boca, pero la mía empujaba la suya de vuelta, en un constante jugueteo. Yo había cerrado los ojos nuevamente, y sólo podía sentir su nariz fría que se aplastaba junto a la mía. Sus labios me daban pequeños apretones, como si me mordiera, pero no. Su saliva tenía un sabor a café y tabaco, y hasta un poco de vai-nilla; la mía sabía a papas fritas y sentía como si hubiese fumado un cigarrillo barato.

De un momento a otro me invadió un miedo terrible, e inmediatamente pasó a ser una profunda tristeza. Mis ojos cerrados se llenaron de gotas hasta que algunas se derra-maron por mis mejillas y nariz. Nuestros rostros se sentían mojados, y comprendí que allí no sólo había lágrimas mías. Mientras el beso se hacía más lento, se tornaba más melancólico, y el miedo volvió cuando se detuvo, y sentí cómo, lentamente, nuestros labios se despegaban y se separaban. Mantuve los ojos cerrados y el rostro se me em-pezó a helar. El frío iba en aumento y me vi obligada a secarme la cara con las mangas de la chaqueta.

Bajé mi cabeza, y mientras abría los ojos, sentí, y medio vi, una última lágrima que rodaba por mi nariz hasta llegar a la punta y precipitarse al suelo brillante, recién encerado, de color grisáceo, salpicado por puntos blancos y negros. Y la pequeñísima gota quedó en medio de dos lunares oscuros.

-- ¿Y qué pasó después?

-- Desperté… pues, esta vez sí desperté de verdad

-- Y… ¿qué crees que signifique?

-- Yo no sé, se supone que tú eres la que lo debe saber, eres mi terapeuta, para eso te pago

-- Tú no me pagas, sólo me ofreciste un Tic Tac, y no soy tu terapeuta por el mero hecho de que te sientes a esperar el metro conmigo

-- Está bien, discúlpame. Pero ¿te puedo preguntar algo?

-- Sí, pregunta

-- ¿Te dije mi nombre? Es que no lo recuerdo

-- No, no me lo dijiste. Pero tienes cara de Cristina

-- ¡Gracias! tú tienes cara de terapeuta

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La Obra del Amor Vichugo

Él pasó toda la semana buscando las palabras exactas para pedirle que se casaran, ella estuvo toda la semana extrañada por el comportamiento de él, algo diferente a lo normal.

Llegó el sábado y él venía en el autobús susurrando y fijando los últimos detalles en su mente, determinando las palabras precisas para pedirle a ella que fuera su esposa. Su camisa a rayas llevaba la fragancia varonil de una reconocida loción.

Pasaba nerviosamente, de mano a mano, el estuche con el anillo de compromiso que eligió para regalarle a ella. Quería que nada fuera improvisado, que el momento fuera tal como lo soñó y lo planeó durante toda su relación.

Esperaba que la reserva en el restaurante estuviera confirmada, que ella estuviera más hermosa que nunca, que el vino fuera el que solicitó, que a los girasoles sobre la mesa no se les estuvieran cayendo los pequeños y tupidos pétalos, que no hubiese nada que interfiriera en la perfección de esa cita pactada.

Ella peinaba su cabello, pasó la tarde ‘empayasada’ con mascarillas que hicieron que su rostro estuviera radiante, pintó sus uñas con más esmero, su maquillaje tenue la hacía ver fresca y elegante a la vez. Ella no se imaginaba la razón de aquella cita tan poco casual.

Después de hacer varios intentos fallidos deliberadamente con su celular, decidió lla-marla, quería escuchar su voz, quería mitigar los nervios y avivar la alegría del com-promiso que decidió asumir.

Ella se encontraba una vez más frente al espejo, miraba de arriba abajo su reflejo y con sus dedos se peinaba de nuevo el cabello. Su rostro evidenciaba alegría aunque no conociera la razón de aquella cita. Cuando sintió sonar el celular sabía que era él y corrió a contestar. Emocionada lo saludó. Él no escondió su exaltación, le dijo palabras tiernas y se aseguró que ella estuviera lista para la cita.

Él la esperaba sentado a la mesa, ella llegó con 10 minutos de retraso, él no pudo dejar de expresar su alegría. La vio más hermosa que nunca, su vestido de flores la hacía ver elegante, su cabello castaño suelto brillaba con las luces del restaurante, su rostro hipnotizaba a quien la mirara. Llegó hasta la mesa en donde él aguardaba, él se levantó y la recibió con una sonrisa y un beso suave en los labios, recibió su cartera y la ayudo a acomodarse.

Las palabras sobraban, los nervios de él eran evidentes, ella estaba sorprendida y feliz. Llamaron al mesero y pidieron la orden. Hablaron de los acontecimientos de la sema-na, él sirvió una copa más de vino y desde la mesa del lado empezó a sonar una guitarra con las notas de una canción conocida por ellos, él se acercó, tomó su mano y al oído le dijo que la melodía era para ella.

- “Cuando desperté allí estabas tú, aquella mujer con la que soñé…”

El joven que cantaba se acercó a la mesa sin dejar de cantar y tocar su guitarra. Ambos siguieron la canción hasta el final, ella dejó ver algunas lágrimas en sus ojos y él no dejó de mirarla.

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Empezó una nueva canción, acordes suaves, letra romántica y un trago de vino más para acompañar la ocasión. Él sacó de su bolsillo el estuche con el anillo y tomando la mano de ella lo colocó en su dedo. Ella lo entendió todo. Él, con palabras cargadas de amor, más seguro que nunca, le pidió que fuera su esposa.

Ella mezcló en su rostro algunas lágrimas con una sonrisa, se veía hermosa.

- “Hoy quiero sentirte, quiero decirte que estrellas y luna son hoy tuyas…”

De nuevo empezó la guitarra y otra tonada; ella alguna vez le había pedido que se la dedicara el día que decidiera pedirle ser su esposa, él se acercó y la besó, ella pronunció el “sí” que selló el compromiso.

Con un beso, una canción, algunas lágrimas de alegría y los aplausos de los espectado-res que presenciaron este primer acto de la obra, cayó el telón.

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Tres Breves José Raúl Jaramillo Restrepo

BRILLO

En medio de la oscuridad vio el brillo de la hoja de acero y supo que en su filo estaba suspendida la muerte.

Cerró los ojos en el momento en el cual el arma desaparecía entre su carne temblorosa.

Y la oscuridad y el luminoso acero y el terror, se esfumaron al tiempo.

TROZOS

Reunió los trozos del espejo donde siempre se había contemplado, y vio reflejado el monstruo que siempre sospechó ser.

RUMBO

Cuando la nave capitana se enrutaba, certera, hacia la selva que ya se insinuaba con su sinfonía de olores --el mar era, allí, del color del hierro oxidado--, el timonel necesitó la ayuda del astrolabio, el sextante y la brújula para orientar los latidos de su desaso-segado corazón.

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Para nosotros existen dos tipos de personas:los que leen y los que escriben...

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