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Cuento de ficción original que explora la vida en un futuro donde la mayoría son personas mayores.
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CUANDO LAS AVES RONDAN
CUANDO LAS AVES RONDAN
Cuento escrito por: Sandra Leal Larrarte
--Y esa es la música de un antiguo jazzista llamado Charlie Parker, no requiere de palabras
habla de la sonrisa y de la lluvia. Habla de que podemos ser más de lo que somos. Piensen
cómo era ser negro en una sociedad que odiaba a los negros, pero él logró amansar sus
espíritus con la suavidad de su ritmo- la maestra de literatura mantenía los ojos cerrados
mientras decía esto–. Escúchenlo con el corazón y podrán entender por qué su música
formó parte de la historia de Julio Cortázar, por qué la tituló “El Perseguidor”- la maestra
Lucero por fin pareció salir de su ensoñación-. Bueno, por hoy no es más quería dejarles
este recuerdo antes de que se fueran. En un mes será su graduación y yo me iré a descansar.
Con esta canción sólo quería decirles que siempre recordaré la forma en que sonríen.
Los diez estudiantes, siete mujeres y tres hombres, tomaron sus cosas sin siquiera poner
mucha atención a la música que la profesora les puso como despedida del curso de
literatura avanzada. Tenían muchos pendientes, no sólo se trataba de la graduación, el
Estado mismo se ocuparía de celebrarles ese logro como una manera de agradecerles que
quisieran continuar con el proceso de conocimiento, era su futuro el que los distraía.
--¿Saben que no hay más estudiantes? Hasta dentro de tres años, quizá, vuelva a ocupar este
salón –susurró la maestra, pero ya nadie la escuchaba-. El siguiente grupo se acaba de
matricular apenas en el octavo grado y son sólo cinco niños.
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CUANDO LAS AVES RONDAN
Los chicos le dieron la espalda y cerraron la puerta tras de sí. Ahora lo más urgente era
consultar los obituarios del día.
Juana y Manuela se adelantaron al café.
--Doña Patricia dos capuccinos por favor- pidió Juana sin siquiera mirar a quien le hablaba.
--Y el periódico de hoy doña Paty –puntualizó Manuela, la pelirroja que era un poco más
empática.
La señora asintió, sus ojos azules estaban casi tapados por los párpados superiores y
muchos se preguntaban cómo hacía para ver. Indudablemente necesitaba una blefaroplastia,
ya se lo habían dicho los muchachos estudiantes, pero eso superaba su presupuesto. A pesar
de que dicha operación estaba contemplada en el plan de salud estatal, ella, junto con casi
todos los empleados temporales, no gozaba de ese beneficio. Lentamente preparó lo que le
solicitaron, tomó su bastón con la mano izquierda mientras que con la derecha llevaba la
bandeja hacia la mesa, pero al ver que otros chicos conversaban en la puerta se detuvo.
--Doña Paty, ¿le pasa algo?
--No. Estoy esperando a que ellos entren y pidan algo para no tener que hacer dos viajes a
la mesa.
Juana, respiró profundamente mientras se acariciaba la cara con brusquedad. Manuela solo
sonrió y se apresuró en ir al mostrador.
--No se preocupe, yo llevo los capuccinos- ya se iba cuando recordó lo que se le quedaba-.
Y el periódico.
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CUANDO LAS AVES RONDAN
Se sentó junto a Juana y mientras ambas revolvían el azúcar en el café, Manuela abrió en la
ansiada página. Revisaron rápidamente haciendo un rastreo de las palabras que buscaban.
--Amado padre…profesión archivista. Querida hermana… florista. Estimado esposo…
constructor, ¡ja! Se nota que la viuda ya no lo soportaba –se burló Juana-. Bueno, aquí
sigue: desconocido 1… barrendero. Fulano sin familia, tendero. Floresmira, sin familia
también, guardia de tránsito.
--No –exclamó Manuela desilusionada-. Ningún crítico literario, ni ningún sociólogo. Así
está como difícil que encontremos algo para nosotras.
--Paciencia amiga, apenas empezamos a buscar, todavía tenemos un mes.
--¿Hay algún “sin familia” ahí? –Preguntó Sebastián acercándose a las chicas, los demás
del grupo llegaron después de él y con su presencia llenaron la cafetería.
--Hay varios, porqué te interesan.
Sebastián tomó la mano de Teresa, entonces, como si se hubieran puesto de acuerdo, ambos
sonrieron mirándose a los ojos. Los chiflidos no se hicieron esperar, todos empezaron a
darles palmadas en espalda y cabeza celebrando la decisión.
--Ah, si es por eso tenemos que buscar un lugar bonito y grande donde se puedan hacer
reuniones –aclaró Manuela-. Algo así como la casa de un arqueólogo, esos guardan muchos
cachivaches.
--Más fácil la de un escultor –opinó Jorge, el muchacho de color.
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CUANDO LAS AVES RONDAN
--Velos –exclamó Teresa sonriente-. Aún no nos hemos mudado y ya amenazan con
invadirnos.
--Admítelo Teresita –agregó Juana pasando su brazo por encima del cuello de su amiga-,
sin nosotros ustedes terminarían aburriéndose, en un mes no se soportarían. ¿Te imaginas lo
tediosas que terminarán siendo las conversaciones de Sebastián? –hizo un ademán con sus
manos tratando de imitarlo-: “luego del Big-bang el universo se expande y los hoyos negros
se contraen, por lo tanto si a esto le aplicamos las leyes del salto cuántico, podremos
determinar que…”
--¡Yo nunca diría una sarta de tonterías como esa! –saltó Sebastián de su asiento fingiendo
que iba a ahorcar a la chica.
Al acercarse a ella el periódico calló de la mesa, sólo Jorge lo notó.
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La profesora Lucero se agachó para recoger el marcador que se le había caído, lo guardó
con el resto de sus implementos. Dos doctorados en el área de ciencias sociales, decenas de
investigaciones finalizadas, libros publicados, conferencias en todo el mundo y aún así se
sentía abatida por no poder dar más clases.
Salió del salón de clases. Afuera de este sólo estaba el aseador, quien la saludó con la
mano. Casi ni lo notó, continuó su camino pensativa. Un escalofrío le recorrió el cuello, por
un instante se sintió viviendo en uno de los libros de Stephen King. Igual, continuó su
camino.
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CUANDO LAS AVES RONDAN
Siempre le pasaba, se encariñaba con los estudiantes y cuando creía que por fin la
comprendían y que le corresponderían a ese cariño, se graduaban. Se iban a buscar mundo,
a encontrar ese esquivo reconocimiento que le era prometido a los pocos, que como ellos,
decidían continuar el crecimiento del potencial humano. Nunca más regresaban. Entonces,
ella entraba a ser materia de olvido, pero ella no los podía olvidar.
En su carrera profesional de más o menos 45 años, sumando los años en que le dieron
cursos habría dado clases unos diez o quince años, a duras penas. Con grupos de
estudiantes que no superaban las quince personas. Los recordaba a todos, con nombres y
apellidos. Muchos de ellos llamaban continuamente a la rectoría a preguntar si algún
profesor había muerto. Por eso los demás docentes los odiaban.
“Es que parecen aves de rapiña Lucerito”, le decía la doctora Lilia cuando a veces se
reunían a charlar. “Nada más están esperando que nos muramos para ellos venir corriendo a
ocupar la plaza”. Qué más podían hacer, desde que se eliminó la jubilación los jóvenes
tienen escasas oportunidades de entrar al mercado laboral; solía responderle. “Pues
Lucerito, que se empleen como ayudantes de dormitorio en las casas de los docentes. Así
empieza la mayoría y van aprendiendo a trabajar al lado de uno”. Pero no todos querían ser
ayudantes. Su ayudante actual, Octavio Mora, ya tenía 32 años y estaba cansado de limpiar
su casa y de hacer tareas menores de investigación. No lo decía, pero lo intuía. De morir
ella, él sería el candidato más opcionado para ocupar su lugar. Pero Lucero Giraldo estaba
muy bien de salud, como para pensar en que pudiera morir. Ahora mismo Octavio debía
estar haciendo las entrevistas de su última investigación, le daría crédito por eso, claro
estaba, y algo de dinero, pero no era lo mismo y lo sabía.
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CUANDO LAS AVES RONDAN
Caminó por el pasillo solitario, en dirección a la salida del edificio. Sacó de su bolso, los
marcadores y el borrador de tablero e inmediatamente los tiró a la caneca de basura que
estaba en el lugar. Pasaría mucho tiempo antes de volverlos a necesitar.
Un click muy sospechoso y demasiado fácil de reconocer sonó a su espalda. Rápidamente
recorrió uno de los bolsillos de su maletín de trabajo y sonrió para sus adentros al reconocer
una escena de Dashiel Hammet, uno de sus favoritos. Inmediatamente el silencio del pasillo
se rompió con dos sonoros: ¡bang!
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--¡Bang! Luego hubo otro ¡bang! –explicó Manuela al policía, quien tuvo que desajustarse
las gafas porque se le metían entre la arruga del puente de la nariz y le molestaban-. Eso fue
todo, corrimos a ver y la maestra estaba tirada en el piso.
Los demás asintieron confirmando no sólo la versión sino su propia coartada, después de
todo ellos eran unos sospechosos potenciales.
El teniente Rodríguez se sentía fastidiado con la situación. En sus muchos años de carrera
nunca le había tocado lidiar con un posible asesinato. Este parecía fácil, pero a la vez no lo
era, pues la mujer agredida no tenía familia, ni esposo, o novio conocido y lo único que
alguien podría desear de ella era su puesto en la universidad. Cualquier egresado del área de
conocimientos de la señora Giraldo era un sospechoso, afortunadamente no eran muchos,
pero a la vez todos podían demostrar que no estaban cerca en el momento del ataque. Ya
los había indagado. Los más próximos estaban en la cafetería de la universidad, el más
lógico estaba a diez kilómetros efectuando entrevistas; los más necesitados, es decir, los
egresados con más años, o estaban con sus parejas, o trabajando en cualquier otra cosa;
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igual pasaba con los otros profesionales que podrían estar interesados en “mejorar” sus
opciones de carrera, tenían coartadas.
--Teniente –un joven se le acercó con un periódico en la mano.
El teniente lo miró interrogativamente, abriéndole el espacio para que le dijera lo que
tuviera que decirle.
--Mire este obituario –le enseñó el periódico-, ayer falleció don Benjamín, de oficio
barrendero. Yo lo conocí personalmente, era el aseador de este edificio. Un hombre muy
viejo.
-- Bueno, eso qué tiene que ver.
--Sólo quería señalar que hace poco salió un hombre con uniforme de aseador, cargando
una enorme bolsa de basura sobre su hombro –el policía lo miró sin comprender, el joven
suspiró ante la poca suspicacia que mostraba su interlocutor-. Le recuerdo que por muy
bueno que sea el sistema de reemplazo de vacantes, en un día no se pueden completar ni
siquiera los papeles del seguro.
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--¿Estás seguro de que eso es lo que quieres hacer? ¿Estás seguro que podrás vivir con eso
el resto de tu vida?
La maestra miraba entre las brumas del dolor y los calmantes al hombre alto que le
apuntaba por segunda vez en ese día. Esta vez en su cama de hospital. Octavio se tocó el
hombro, la sangre había empapado la tela.
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CUANDO LAS AVES RONDAN
--Creíste que estaría indefensa –le respondió con voz entrecortada-. No es la primera vez
que enfrento amenazas. Pero, debo admitirlo, sí es la primera vez que las llevan a cabo.
--Tengo que poder, -le responde el ayudante. Diez años antes ya había pensado en que se le
presentara esta posibilidad, era hora de hacerla realidad-. Ya es mi turno de ser el
investigador principal, de presentar conferencias, de dar clases. Yo, que he estado al
pendiente de todo lo nuevo que sale me lo merezco más que usted.
--¡Por favor! –exclamó ella con cierto desprecio-. ¿Cree que eso le hace especial?
--¡Por Dios mujer! ¿Acaso se ha escuchado usted misma en los últimos años? Sigue
hablando de Chesterton, de Cortázar, de Borges, de García Márquez. Para usted nadie que
supere el siglo XX es escritor, qué me dice de autores como Sandra Leal, Enrique Alvaro,
Jean Carlo…
--Bah. Autores menores –respondió golpeando el colchón con las manos, se mordió el labio
como si algo le hubiera dolido en ese momento. Quería cortarle la disertación, pues ya
empezaba a aburrirla, además nunca había tolerado que la contrariaran-. Ninguno ha
cambiado la literatura.
--Definitivamente disfrutaré matándola –exclamó el ayudante, ocultando a su vez una
mueca de dolor-. Nadie sospechará de mí, mi hermano está haciendo entrevistas y lleva mi
credencial, nadie pondrá en duda mi presencia allá. Además, a nadie se le ocurre que
alguien hoy en día pueda tener hermanos.
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CUANDO LAS AVES RONDAN
El disparo lo tomó por sorpresa. Eso se evidenció en la expresión de sus cejas, arqueadas
sobre sus ojos y en su boca entreabierta mientras caía lentamente. La muerte lo atravesó
desde atrás.
Apenas el cuerpo inerte de Octavio cayó al suelo, entró el viejo teniente a revisar cómo
estaba la víctima. La enfermera que lo acompañaba le tomó el pulso.
--Falleció. Parece un paro cardíaco.
Inmediatamente, no lejos de ahí, sonó un timbre. Las aves de rapiña son capaces de oler la
muerte, aunque estén a muchos kilómetros de distancia.
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