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ANATOLE FRANCE

CUENTOS DEL ALBA

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Anatole France

Nació el 16 de abril de 1844 en París, Francia. Fue cuentista, novelista y poeta, galardonado con el Premio Nobel de Literatura en 1921.

En 1868 publicó su primer libro Alfred de Vigny, un estudio sobre la obra de este poeta romántico; posteriormente, publicó su primera novela El crimen de Silvestre Bonnard (1881), y, en 1892, lanzó el folletín La Rôtisserie de la reine Pédauque, sátira al gusto del siglo XVIII en la que figura el abad Coignard, personaje que predicaba una moral de escepticismo tolerante. Al estallar la Primera Guerra Mundial publicó Sur la voie glorieuse (1915) y Ce que disent les morts (1916), textos de fuerte connotación patriótica, entre otros escritos.

Falleció el 12 de octubre de 1924 en Francia.

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Cuentos del albaAnatole France

Christopher Zecevich Arriaga Gerente de Educación y Deportes

Juan Pablo de la Guerra de Urioste Asesor de educación

Doris Renata Teodori de la Puente Gestora de proyectos educativos

María Celeste del Rocío Asurza Matos Jefa del programa Lima Lee

Editor del programa Lima Lee: José Miguel Juárez ZevallosSelección de textos: Jerson Lenny Cervantes LeonCorrección de estilo: Claudia Daniela Bustamante BustamanteDiagramación: Ambar Lizbeth Sánchez GarcíaConcepto de portada: Melissa Pérez García

Editado por la Municipalidad de Lima

Jirón de la Unión 300, Lima

www.munlima.gob.pe

Lima, 2020

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Presentación

La Municipalidad de Lima, a través del programa Lima Lee, apunta a generar múltiples puentes para que el ciudadano acceda al libro y establezca, a partir de ello, una fructífera relación con el conocimiento, con la creatividad, con los valores y con el saber en general, que lo haga aún más sensible al rol que tiene con su entorno y con la sociedad.

La democratización del libro y lectura son temas primordiales de esta gestión municipal; con ello buscamos, en principio, confrontar las conocidas brechas que separan al potencial lector de la biblioteca física o virtual. Los tiempos actuales nos plantean nuevos retos, que estamos enfrentando hoy mismo como país, pero también oportunidades para lograr ese acercamiento anhelado con el libro que nos lleve a desterrar los bajísimos niveles de lectura que tiene nuestro país.

La pandemia del denominado COVID-19 nos plantea una reformulación de nuestros hábitos, pero, también, una revaloración de la vida misma como espacio de

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interacción social y desarrollo personal; y la cultura de la mano con el libro y la lectura deben estar en esa agenda que tenemos todos en el futuro más cercano.

En ese sentido, en la línea editorial del programa, se elaboró la colección Lima Lee, títulos con contenido amigable y cálido que permiten el encuentro con el conocimiento. Estos libros reúnen la literatura de autores peruanos y escritores universales.

El programa Lima Lee de la Municipalidad de Lima tiene el agrado de entregar estas publicaciones a los vecinos de la ciudad con la finalidad de fomentar ese maravilloso y gratificante encuentro con el libro y la buena lectura que nos hemos propuesto impulsar firmemente en el marco del Bicentenario de la Independencia del Perú.

Jorge Muñoz Wells Alcalde de Lima

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ADRIENNE BUQUET

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Cuando estábamos terminando de cenar en el restaurante, Laboullée me dijo:

—Lo admito, todos esos hechos relacionados con un estado aún mal definido del organismo como doble visión, sugestión a distancia o presentimientos verídicos, la mayor parte del tiempo no son constatados de una manera suficientemente rigurosa como para satisfacer todas las exigencias de la crítica científica. Casi todos se basan en testimonios que, aunque sinceros, dejan subsistir algo de incertidumbre acerca de la naturaleza del fenómeno. Esos hechos están aún mal definidos, lo admito. Pero su posibilidad ya no plantea dudas para mí desde el momento en que yo mismo he constatado uno. Por pura casualidad, pude reunir todos los elementos de observación. Puedes creerme cuando te digo que he procedido metódicamente y he puesto cuidado en evitar cualquier causa de error. —Mientras articulaba estas frases, el joven doctor Laboullée golpeaba con las dos manos su pecho hundido, atiborrado de folletos y, por encima de la mesa, acercaba hacia mí su cráneo agresivo y calvo—. Sí, querido amigo —añadió—, por una suerte única, uno de esos fenómenos clasificados por Myers y Podmore bajo la denominación de «fantasmas de vivos»,

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se desarrolló en todas sus fases ante los ojos de un hombre de ciencia. Lo constaté todo, lo anoté todo.

—Te escucho.

—Los hechos —continuó Laboullée— se remontan al verano de 1891. Mi amigo Paul Buquet, del que te he hablado con frecuencia, vivía entonces con su esposa en un pequeño apartamento de la calle de Grenelle, frente a la fuente. ¿Conoces a Buquet?

—Lo he visto dos o tres veces. Es un chico grueso, con una barba hasta los ojos. Su mujer es morena, pálida, de grandes facciones y grandes ojos grises.

—Eso es: un temperamento bilioso y nervioso, bastante bien equilibrado. Pero en una mujer que vive en París, los nervios ganan ventaja y… ¡a hacer puñetas!… ¿Has visto alguna vez a Adrienne?

—La encontré una tarde en la calle de la Paz, detenida con su marido delante de una joyería, con la mirada encendida contemplando unos zafiros. Me pareció una mujer hermosa y asombrosamente elegante para ser la esposa de un pobre diablo sumergido en los sótanos

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de la química industrial. ¿Buquet no había triunfado en la vida?

—Buquet trabajaba desde hacía cinco años en la casa Jacob, que vende productos y aparatos para la fotografía en el bulevar Magenta. Esperaba ser socio de un día a otro. Sin ganar millones, su posición no era mala. Y tenía futuro. Era un hombre paciente, sencillo, trabajador. Había nacido para triunfar a largo plazo. Mientras tanto, su mujer no era una carga para él. Como auténtica parisina, sabía ingeniárselas, y a cada instante encontraba buenas ocasiones para comprar ropa interior, vestidos, encajes, joyas. Sorprendía a su marido por el arte que tenía para vestirse maravillosamente por casi nada, y Paul se sentía feliz de verla siempre tan bien vestida con ropas elegantes. Pero esto carece de interés.

—Esto me interesa mucho, mi querido Laboullée.

—En todo caso, esta charla nos aleja de nuestro objetivo. Como sabes, yo fui compañero de estudios de Paul Buquet. Nos conocimos en la clase de seconde en el instituto Louis-le-Grand, y no habíamos dejado de relacionarnos cuando, a los veintiséis años y sin posición, se casó por amor con Adrienne y, como él decía, con lo

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puesto. Este matrimonio no interrumpió nuestra amistad. Al contrario, Adrienne me aceptó con simpatía y cenaba frecuentemente con la joven pareja. Como sabes, soy el médico del actor Laroche; tengo buena relación con los artistas que, de vez en cuando, me regalan entradas. A Adrienne y a su marido les gustaba mucho el teatro. Cuando tenía un palco para la noche, iba a cenar con ellos y luego los llevaba a la Comédie-Française. Estaba siempre seguro de encontrar en el momento de la cena a Bouquet —que regresaba normalmente a las seis y media de la fábrica—, a su esposa y al amigo Géraud.

—¿Géraud? —pregunté—. ¿Marcel Géraud, el empleado de banca que llevaba siempre unas corbatas tan bonitas?

—Sí, el mismo, que era amigo de la casa. Como estaba soltero y era un invitado amable, cenaba allí a diario. Les llevaba bogavantes, patés y todo tipo de golosinas. Era gracioso, amable y hablaba poco. Buquet no podía estar sin él, y nos lo llevábamos también al teatro.

—¿Qué edad tenía?

—¿Géraud? No sé. Entre treinta y cuarenta años… Un día en que Laroche me había regalado un palco, fui

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como de costumbre a casa de los amigos Buquet, en la calle Grenelle. Iba un poco retrasado y cuando llegué la cena estaba servida. Paul decía que tenía mucha hambre, pero Adrienne no se decidía a sentarse a la mesa porque Géraud no había llegado aún.

—Amigos míos —dije—, tengo un palco para el Français. Se representa Denise.

—¡Vamos! —dijo Buquet—. Cenemos rápido e intentemos no perdernos el primer acto.

La criada sirvió la cena. Adrienne parecía preocupada y se veía que con cada cucharada de sopa se le levantaba el estómago. Buquet tragaba ruidosamente los fideos, cuyos hilos pegados al bigote recuperaba con la lengua.

—Las mujeres son extraordinarias —dijo—. Imagina, Laboullée, que Adrienne está preocupada porque Géraud no ha venido a cenar esta noche. Se está montando mil ideas en la cabeza. Dile que es absurdo. Géraud puede haber tenido algún impedimento. Tiene sus asuntos. Es soltero; no tiene que darle cuentas a nadie de lo que hace con su tiempo. Lo extraño, por el contrario, es que nos dedique casi todas las veladas. Es muy amable por su

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parte, pero es justo que le dejemos un poco de libertad. Yo tengo por costumbre no inquietarme por lo que hacen mis amigos, pero las mujeres son distintas.

La señora Buquet respondió con voz alterada:

—No estoy tranquila. Temo que le haya ocurrido algo malo al señor Géraud.

Mientras tanto Buquet activaba la cena.

—¡Sophie —le gritaba a la criada—, la carne, la ensalada, el queso, el café!

Observé que la señora Buquet no había comido nada.

—Vamos —le dijo su marido—, ve a vestirte. Anda, no nos hagas perder el primer acto. Una obra de Dumas no es como esas operetas en las que basta con escuchar un aria o dos. Es una sucesión lógica de deducciones de la que no hay que perderse nada. Anda, querida. Yo solo tengo que ponerme la levita.

Ella se levantó y se marchó a su habitación a paso lento y como a regañadientes. Su marido y yo tomamos el café mientras fumábamos un cigarrillo.

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—Me siento algo contrariado porque el bueno de Géraud no haya venido esta noche —me dijo Paul—. Le habría gustado ver Denise. Pero ¿puedes creer que Adrienne se atormente por su ausencia? De nada sirve intentar hacerle comprender que este excelente chico puede tener asuntos que no nos cuenta. ¿Quién sabe? Tal vez asuntos de mujeres, pero Adrienne no comprende. Pásame un cigarrillo.

En el momento preciso en que le tendía mi petillera oímos salir de la habitación contigua un prolongado grito de terror seguido del ruido de una caída pesada y desmadejada.

—¡Adrienne! —exclamó Buquet.

Y salió corriendo hacia el dormitorio. Yo le seguí. Encontramos a Adrienne tendida en el suelo, con la cara pálida y los ojos vueltos, inmóvil. No presentaba ningún síntoma de estado epiléptico o similar. No tenía espuma en los labios. Tenía los miembros tendidos, pero sin rigidez. El pulso era irregular y corto. Ayudé a su marido a ponerla en un sillón. La circulación se restableció casi de inmediato, y su tez, normalmente de un blanco mate, se inundó de rosa.

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—¡Ahí! —dijo señalando el espejo del armario—. ¡Ahí! Lo he visto ahí. Cuando estaba abrochándome el corpiño, lo he visto en el espejo. Me di la vuelta creyendo que se encontraba detrás de mí. Pero al no ver a nadie, lo he comprendido y me he desmayado.

Mientras tanto indagué si la caída le había producido alguna lesión, pero no encontré ninguna. Buquet le hacía beber agua de melisa con azúcar.

—Vamos, querida —le decía—, reponte. ¿Qué diablos te ocurre? ¿Qué dices?

Ella palideció de nuevo.

—¡Oh! ¡Lo he visto! ¡He visto a Marcel!

—¡Ha visto a Géraud! ¡Qué curioso! —exclamó Buquet.

—Sí, lo he visto —repitió gravemente—; me ha mirado sin decir nada, así —Y ponía una cara desencajada.

Buquet me interrogó con la mirada.

—No te inquietes —respondí—; estos trastornos no son graves; es posible que respondan a una afección del

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estómago. Lo estudiaré gustosamente. Por el momento no hay que preocuparse. Yo conocí en el Hospital de la Caridad a un enfermo gastrálgico que veía gatos debajo de todos los muebles.

Unos minutos después, como la señora Buquet se había recuperado por completo, su marido sacó el reloj y me dijo:

—Laboullée, si consideras que el teatro no le producirá daño, es hora de marcharnos. Voy a decirle a Sophie que vaya a buscar un coche.

Adrienne se puso bruscamente el sombrero.

—Paul, Paul, doctor, escuchen: pasemos antes por la casa del señor Géraud. Estoy inquieta, mucho más inquieta de lo que puedo expresar.

—¡Estás loca! —exclamó Buquet—. ¿Qué quieres que le haya pasado a Géraud? Lo vimos ayer en perfecta salud.

Ella me lanzó una mirada suplicante, cuya ardiente luz me atravesó el corazón.

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—Laboullée, amigo mío, pasemos por la casa del señor Géraud, por favor.

Se lo prometí. ¡Me lo había pedido de tal modo! Paul estaba gruñendo, porque quería ver el primer acto. Le dije:

—Vamos a casa de Géraud, no supone un gran rodeo.

El coche nos estaba esperando. Le grité al cochero: «Al n.o 5 de la calle del Louvre. Y vaya rápido».

Géraud ocupaba en el n.o 5 de la calle del Louvre, no lejos de su banco, un apartamento de tres habitaciones repleto de corbatas. Era el gran lujo de aquel buen chico. Apenas nos detuvimos ante la casa, Buquet saltó del simón e, introduciendo la cabeza en la portería, preguntó:

—¿Cómo está el señor Géraud?

La portera le respondió:

—El señor Géraud regresó a las cinco y recogió su correo. No ha vuelto a salir. Si quiere usted verlo, es en la escalera del fondo, cuarto piso a la derecha.

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Pero Buquet se encontraba ya junto a la puerta del simón y decía:

—Géraud está en su casa. Ya ves que no tenías razón, querida. Cochero, a la Comédie-Française.

Entonces Adrienne sacó casi medio cuerpo del coche.

—Paul, te lo suplico, sube a su casa. Ve a verlo. Ve a verlo, es necesario.

—¡Subir cuatro pisos! —dijo encogiéndose de hombros—. Adrienne, vas a hacer que no lleguemos al teatro. En fin, cuando a una mujer se le mete algo en la cabeza…

Permanecí en el coche con la señora Buquet, de la que veía brillar los ojos en la oscuridad vueltos hacia la casa. Paul regresó.

—¡Caramba! —dijo—, he llamado tres veces. No me ha contestado. Sin duda tenía razones para no querer ser molestado. Tal vez esté con una mujer. ¿Qué tendría de raro?

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La mirada de Adrienne adoptó una expresión tan trágica que incluso sentí una sensación de inquietud. Y luego, pensándolo bien, no me parecía demasiado normal que Géraud, que no cenaba nunca en su casa, se hubiera quedado allí desde las cinco hasta las siete y media.

—Espérenme —dije al señor y la señora Buquet—, voy a hablar con la portera.

Esta también encontraba raro que Géraud no hubiera salido para ir a cenar como de costumbre. Era ella quien le hacía la limpieza al inquilino del cuarto, por lo que tenía la llave del apartamento. Cogió la llave del rastel y se ofreció a subir conmigo. Cuando llegamos al rellano, abrió la puerta, y desde el vestíbulo llamó tres o cuatro veces: «Señor Géraud». Al no recibir respuesta, se arriesgó a entrar en la habitación siguiente que servía de dormitorio. Llamó de nuevo: «Señor Géraud, señor Géraud». No había respuesta; todo estaba a oscuras. No teníamos cerillas.

—Debe haber una caja de cerillas suecas en la mesita de noche —me dijo la mujer que estaba empezando a temblar y no podía dar un paso.

Me puse a palpar sobre la mesita y sentí que mis dedos se impregnaban de algo pegajoso: «Conozco

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esto —pensé—; es sangre». Cuando por fin encendimos una vela, vimos a Géraud tendido sobre su cama, con la cabeza destrozada. El brazo le colgaba hasta la alfombra, sobre la que había caído su revólver. Una carta manchada de sangre se hallaba sobre la mesita. Escrita de su puño y letra, iba destinada al señor y la señora Buquet, y empezaba así: «Mis queridos amigos, ustedes han sido la alegría y el encanto de mi vida…». Luego les anunciaba su decisión de quitarse la vida, sin revelarles exactamente los motivos. Pero daba a entender que eran los problemas económicos los que habían determinado su suicidio. Reconocí que la muerte se había producido hacía una hora aproximadamente; por lo que se había suicidado en el instante mismo en que la señora Buquet lo había visto en el espejo.

—¿No es este un caso perfectamente constatado de doble visión o, para hablar con más exactitud, un ejemplo de esos extraños sincronismos psíquicos que la ciencia estudia en la actualidad con más celo que éxito?

—Tal vez sea otra cosa —contesté yo—. ¿Estás seguro de que no había nada entre Marcel Géraud y la señora Buquet?

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—Pues… nunca me di cuenta de nada… Pero ¿qué podía importar eso?…

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EL ALBA

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Cours-la-Reine estaba desierto. El gran silencio de verano reinaba sobre las verdes márgenes del Sena, sobre las viejas hayas taladas, cuyas sombras empezaban a alargarse hacia oriente y en el azul tranquilo de un cielo sin nubes, sin brisas, sin amenazas y sin sonrisas. Un paseante, procedente de las Tullerías se dirigía lentamente hacia las colinas de Chaillot. Tenía la agradable delgadez de la primera juventud y llevaba el atuendo —los pantalones y las medias negras— de los burgueses, cuyo reinado había llegado por fin. No obstante, su rostro expresaba más ensoñación que entusiasmo. Llevaba un libro en la mano; su dedo, introducido entre dos páginas, marcaba el lugar de su lectura, pero ya no leía. Por momentos se detenía, prestaba atención para escuchar el murmullo ligero, y a la vez terrible, que ascendía de París, y en aquel ruido más débil que un suspiro, adivinaba gritos de muerte, de odio, de alegría, de amor; toques de tambor, disparos, en fin, todo cuanto de ferocidad estúpida y de entusiasmo sublime hacen subir las revoluciones desde el pavimento de las calles hacia el cálido sol.

A veces volvía la cabeza y se estremecía. Todo lo que había sabido, todo lo que había visto y oído en unas cuantas horas llenaba su cabeza de imágenes espantosas:

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la Bastilla tomada y ya casi destruida por el pueblo; el preboste de los comerciantes muerto de un disparo en medio de un gentío furioso; el gobernador, el viejo de Launay, masacrado en la escalinata del Hôtel de Ville; una plebe terrible, pálida como el hambre, ebria, fuera de sí, perdida en su sueño de sangre y gloria, desplazándose de la Bastilla a la Plaza de la Grève y, por encima de cien mil cabezas alucinadas, los cuerpos de los inválidos colgados de un farol; y la frente coronada de un triunfador en uniforme blanco y azul; los vencedores, precedidos por los registros, las llaves y la vajilla de plata de la antigua fortaleza; y delante de ellos, los magistrados del pueblo, La Fayette y Bailly, conmovidos, gloriosos, sorprendidos, con los pies en la sangre y la cabeza en una nube de orgullo. Luego, el miedo reinando aún sobre la masa desatada por el rumor difundido de que las tropas reales iban a entrar de noche en la ciudad; las rejas de los palacios arrancadas para hacer picas, los arsenales saqueados, los ciudadanos levantando barricadas en las calles, y las mujeres subiendo piedras a los tejados de las casas para aplastar con ellas los regimientos extranjeros.

Aquellas escenas violentas se reflejaron en su imaginación con tintes melancólicos. Cogió su libro

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preferido, un libro inglés de meditaciones sobre las tumbas, y se marchó a lo largo del Sena, bajo los árboles de Cours-la-Reine, hacia la casa blanca, hacia la que día y noche vuela su pensamiento. Todo está en calma a su alrededor. Ve sobre la ribera a pescadores de caña, sentados, con los pies en el agua y, soñando, sigue el curso del río. Al llegar a las primeras rampas de las colinas de Chaillot, tropieza con una patrulla que vigila las comunicaciones entre París y Versalles. Aquella patrulla, armada con fusiles, mosquetes y alabardas, está compuesta por artesanos que llevan el mandil de sarga o de cuero, por hombres de leyes vestidos de negro, un sacerdote y un gigante barbudo en camisa, y sin pantalón. Detienen a todo el que pretende pasar porque se han descubierto contactos entre el gobernador de la Bastilla y la corte, y temen una sorpresa.

El paseante es joven y de aspecto ingenuo. Apenas pronuncia unas palabras y la patrulla lo deja pasar sonriendo. Asciende por una calleja inclinada, perfumada por los saúcos en flor, y se detiene a mitad de la pendiente ante la verja de un jardín. El jardín es pequeño, pero las veredas sinuosas y los pliegues del terreno prolongan el paseo. Dos sauces introducen el extremo de sus ramas

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en el estanque en el que nadan algunos patos. En la esquina de la calle, sobre una loma, se levanta un ligero cenador y un césped fresco se extiende por delante de la casa. Allí, en un banco rústico, se encuentra sentada una mujer joven; su rostro se encuentra cubierto por una gran pamela de paja adornada con flores naturales. Sobre un vestido de rayas blancas y rosas lleva una pañoleta atada a la cintura que, colocada algo alta, le da a la falda una largura esbelta llena de gracia. Los brazos, apretados por mangas estrechas, descansan. Un cesto de forma antigua repleto de ovillos de lana se encuentra a sus pies. Cerca de ella, un niño, cuyos ojos azules brillan a través de las mechas de cabellos dorados, hace montones de arena con una pala.

La joven permanece inmóvil sin ver nada y como encantada, mientras que él, delante de la verja, se niega a romper aquel encanto tan dulce. Finalmente, ella levanta la cabeza y muestra un rostro joven casi infantil, cuyas facciones redondas y puras tienen una expresión de dulzura y amistad. Él se inclina ante ella. Ella le tiende la mano.

—Buenos días, señor Germain; ¿qué noticias? ¿Qué noticias trae? Como dice la canción… Yo solo sé canciones.

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—Perdone, señora, que haya interrumpido su ensoñación. La estaba contemplando. Sola, inmóvil, me ha parecido el ángel del sueño.

—¡Sola! ¡Sola! —responde como si solo hubiera oído este término—. ¡Sola! ¿Está uno solo alguna vez? —Y como veía que él la miraba sin comprender, añadió—: dejemos eso; son ideas mías… ¿Qué noticias hay?

Entonces, él le contó lo ocurrido en aquella gran jornada, la Bastilla vencida, la libertad instaurada. Sophie lo escuchó atentamente, luego dijo:

—Hay que alegrarse, pero nuestra alegría debe ser el gozo austero del sacrificio. A partir de ahora los franceses ya no son dueños de sí mismos; se deben a la revolución que va a cambiar el mundo.

Mientras pronunciaba estas frases, el niño se arrojó alegremente sobre sus rodillas.

—Mira, mamá; mira qué jardín más bonito.

Ella dijo besándolo:

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—Tienes razón, Émile; no hay nada más útil en la vida que hacer un bonito jardín.

—Es cierto —añadió Germain—; ¿qué galería de pórfido y oro puede compararse a una verde alameda?

Y pensando en la dulzura de conducir hacia la sombra de los árboles a aquella mujer apoyada en su brazo, exclamó lanzándole una mirada profunda:

—¡Ah! ¡Qué me importan los hombres y las revoluciones!

—¡No! ¡No! —contestó ella—. Yo no puedo dejar de pensar en el gran pueblo que quiere instaurar el reino de la justicia. Señor Germain, mi adhesión a las nuevas ideas parece sorprenderle. Hace poco tiempo que nos conocemos. Usted no sabe que mi padre me enseñó a leer en el Contrato social y en los Evangelios. Un día, durante un paseo, me mostró a Jean-Jacques. Solo era una niña, pero rompí a llorar al ver el semblante taciturno del más sabio de los hombres. Crecí odiando los prejuicios. Más tarde, mi marido, que profesaba como yo la filosofía de la naturaleza, quiso que nuestro hijo se llamara Émile y que se le enseñara a trabajar con las manos. En su última

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carta, escrita hace tres años a bordo del buque en el que pereció unos días después, me recomendaba una vez más los preceptos de Rousseau acerca de la educación. Estoy imbuida del espíritu nuevo. Creo que hay que luchar por la justicia y la libertad.

—Al igual que usted, señora —suspiró Germain—, siento horror del fanatismo y de la tiranía; como usted, amo la libertad, pero mi alma está desfallecida. Mi pensamiento se escapa de mí a cada instante, no soy dueño de mí y sufro mucho.

La joven no respondió. Un anciano empujó la verja y avanzó con los brazos en alto agitando su sombrero. No llevaba ni polvos ni peluca. Unos cabellos grises y largos le caían a ambos lados de un cráneo calvo. Estaba vestido de ratina gris; sus medias eran azules, sus zapatos carecían de hebillas.

—¡Victoria! ¡Victoria! —gritaba—. ¡El monstruo ha caído en nuestro poder y vengo a darle la noticia, Sophie!

—Estimado vecino, acabo de conocer la noticia gracias al señor Germain, que tengo el gusto de presentarle. Su madre era amiga mía en Angers. Desde hace seis meses

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que se encuentra en París y tiene la amabilidad de venir de vez en cuando a visitarme al fondo de mi retiro. Señor Germain, le presento a mi vecino y amigo, el señor Franchot de La Cavanne, hombre de letras.

—Diga más bien: Nicolas Franchot, labrador.

—Ya sé que es así como firmó usted sus memorias acerca del comercio de cereales. Por lo tanto, para darle gusto, y pese a que considero que es usted más diestro manejando la pluma que el arado, le llamaré Nicolas Franchot, labrador.

El anciano saludó a Germain y exclamó:

—¡Ha caído pues la fortaleza que tantas veces devoró la razón y la virtud! Han caído los cerrojos tras los cuales pasé seis meses sin aire y sin luz. Hace de ello treinta y un años; el 17 de febrero de 1768 me mandaron a la Bastilla por haber escrito una carta sobre la tolerancia. Hoy, por fin, el pueblo me ha vengado. La razón y yo triunfamos juntos. El recuerdo de este día pervivirá tanto como el universo: lo juro por este sol que vio morir a Hiparco y huir a los Tarquinos.

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La voz estridente del señor Franchot asustó al pequeño Émile que se agarró al vestido de su madre. Viendo de repente al niño, Franchot lo levantó y le dijo con entusiasmo:

—Tú serás más feliz que nosotros, pequeño, pues crecerás en libertad.

Pero Émile, asustado, echó hacia atrás la cabeza y lanzó grandes gritos.

—Señores —dijo Sophie secando las lágrimas de su hijo—, les invito a cenar. Estoy esperando al señor Duvernay, que vendrá si no lo retiene ninguno de sus enfermos —Y, volviéndose hacia Germain, dijo—: cómo sabe, el señor Duvernay, médico del rey, es elector del extrarradio de París. Sería diputado de la Asamblea Nacional si, como el señor de Condorcet, no hubiera renunciado por modestia a este honor. Es un hombre de mucho mérito; les resultará agradable y provechoso oírlo.

—Joven —dijo Franchot—, conozco al señor Jean Duvernay y sé algo de él que le honra. Hace dos años, la reina lo mandó llamar para que atendiera al delfín que se hallaba sumido en una especie de languidez. Duvernay

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vivía entonces en Sèvres, donde un carruaje de la corte acudía cada mañana para conducirlo a Saint-Cloud junto al niño enfermo. Un día, el vehículo regresó vacío a palacio. Duvernnay no llegó. Al día siguiente, le reina le reprochó:

—Señor, ¿se olvidó del delfín?

—Señora —respondió el excelente hombre—, atiendo a su hijo con humanidad, pero ayer tuve que atender a una campesina que estaba de parto.

—¿No es hermoso? —dijo Sophie—. ¿No es para estar orgulloso de nuestro amigo?

—Sí, es muy hermoso —respondió Germain.

Una voz profunda y suave se oyó cerca de ellos.

—No sé qué es lo que tanto les entusiasma —dijo—, pero me gustaría oírlo. ¡En estos días se ven tantas cosas admirables!

El hombre que así hablaba llevaba una peluca empolvada y una chorrera de fino encaje. Era Jean

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Duvernay; Germain reconoció su rostro por haber visto un grabado suyo en las tiendas del Palacio Real.

—Vengo de Versalles —dijo Duvernay—. Le debo al duque de Orléans el placer de verle en este día señalado. Me ha traído en su carroza hasta Saint-Cloud. El resto del trayecto lo he hecho de la manera más cómoda: andando.

Efectivamente, sus zapatos de hebilla de plata y sus negras medias estaban cubiertos de polvo. Émile agarró con sus diminutas manos los botones metálicos que brillaban en el traje del médico, y Duvernay, apretándolo sobre sus rodillas, sonrió por unos instantes a los destellos de aquel alma incipiente. Sophie llamó a Nanon.

Una gruesa doncella apareció, cogió y se llevó en brazos al niño, ahogando con sonoros besos los gritos desesperados del pequeño.

La mesa había sido preparada en el cenador. Sophie colgó su pamela de paja en una rama del sauce: los bucles de sus rubios cabellos cayeron entonces sobre sus mejillas.

—Van a cenar de una manera muy sencilla —dijo ella a la moda inglesa.

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Desde el lugar en el que se sentaron se divisaba el Sena y los tejados de la ciudad, las cúpulas, los campanarios. Permanecieron en silencio ante aquel espectáculo, como si vieran París por primera vez. Luego hablaron de los asuntos del día, de la Asamblea, del voto unipersonal, de la reunión de las Órdenes y del exilio del señor Necker. Los cuatro estaban de acuerdo en que la libertad había sido conquistada para siempre. El señor Duvernay veía erigirse un orden nuevo y alababa la habilidad de los legisladores elegidos por el pueblo. Pero su pensamiento no era entusiasta y, a veces, parecía que alguna inquietud se mezclaba con sus esperanzas. Nicolas Franchot no era tan comedido. Anunciaba el triunfo pacífico del pueblo y una era de fraternidad. En vano le decían tanto el científico como la joven:

—La lucha acaba de empezar, esta no es sino nuestra primera victoria.

—La filosofía nos gobierna —les respondía—. ¡Cuántos beneficios no derramará la razón sobre los hombres sometidos a su imperio todopoderoso! La Edad de Oro imaginada por los poetas se hará realidad. Todos los males desaparecerán junto al fanatismo y la tiranía

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que les dieron la vida. El hombre virtuoso e ilustrado gozará de todo tipo de felicidad. ¿Qué digo? Con la ayuda de los físicos y de los químicos, logrará conquistar la inmortalidad sobre la tierra.

Al escucharlo, Sophie movió la cabeza.

—Si usted pretende privarnos de la muerte —dijo—, encuéntranos un manantial de eterna juventud. Sin él, su inmortalidad me da miedo.

El viejo filósofo le preguntó riendo si la resurrección cristiana la tranquilizaba más.

—Yo temo —dijo después de haber vaciado su vaso— que los ángeles y los santos se sientan inclinados a favorecer al coro de vírgenes antes que al de las viejas viudas.

—No sé —respondió la joven con voz lenta y levantando los ojos—, no sé qué valor tienen a los ojos de los ángeles estos pobres encantos formados de barro; pero creo que el poder divino sabrá reparar mejor los ultrajes del tiempo si fuera necesario de lo que su física y su química podrán conseguir jamás en este mundo.

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Usted, señor Franchot, que es ateo y que no cree que Dios reina en los cielos, no puede comprender nada de la revolución que no es sino el advenimiento de Dios al mundo.

La dama se levantó. Había anochecido y se divisaban a lo lejos las luces de la gran ciudad. Mientras que los dos ancianos seguían charlando en el cenador, Germain ofreció su brazo a Sophie, y juntos se pasearon por los oscuros paseos. Ella le iba diciendo el nombre y la historia de cada uno de ellos.

—Ahora estamos en el paseo de Jean-Jacques, que conduce al salón de Émile. Este paseo era recto, yo lo curvé con el fin de que pasara por debajo de este viejo roble que, durante todo el día, le da sombra a este banco rústico que he denominado «El descanso de los amigos». Venga, sentémonos un momento en este banco.

Germain oía en el silencio los latidos de su corazón.

—Sophie, yo la amo —susurró tomándola de la mano.

Ella la retiró suavemente, mostrando al joven las hojas que una ligera brisa hacía estremecerse:

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—¿Está oyendo?

—Oigo el viento en las hojas.

Ella movió la cabeza y dijo con una voz tan suave como una melodía:

—¡Germain, Germain! ¿Quién le dice que es el viento en las hojas? ¿Quién le dice que estamos solos? ¿Será usted pues una de esas almas vulgares que no han adivinado nada del mundo misterioso? —Y como él la interrogara con una mirada repleta de ansiedad, dijo—: señor Germain, tenga la amabilidad de subir a mi habitación. Encontrará un librito sobre la mesa, tráigalo…

El joven obedeció. Durante el tiempo que estuvo ausente, la joven viuda contempló el oscuro follaje movido por el viento de la noche. Germain regresó con un librito de cantos dorados.

—Los Idilios, de Salomon Gessner; eso es —dijo Sophie—; abra el libro por la página señalada, y si sus ojos le permiten leer a la luz de la luna, lea.

Él leyó: «¡Ah! con frecuencia mi alma vendrá a colocarse a tu alrededor; con frecuencia, cuando

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henchido de un sentimiento noble y sublime medites en soledad, un suave soplo rozará tus mejillas, ¡que un dulce estremecimiento embargue entonces tu alma!». Ella lo detuvo.

—¿Comprendes ahora, amigo mío, que no estamos nunca solos y que hay palabras que yo no podré escuchar mientras un soplo procedente del océano pase por entre las ramas de los robles?

Las voces de los dos ancianos iban aproximándose.

—Dios es el bien —decía Duvernay.

—Dios es el mal y lo suprimiremos —decía Franchot.

Ambos, al mismo tiempo que Germain, se despidieron de Sophie.

—Adiós, señores —les respondió esta—. Digamos: «¡Viva la libertad y viva el rey!». Y usted, vecino, no nos impida morir cuando nos llegue la hora.

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EL HUEVO ROJO

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El doctor N. depositó su taza de café sobre la chimenea, arrojó su cigarro al fuego y me dijo:

—Querido amigo, hace tiempo contó usted el extraño suicidio de una mujer atormentada por el terror y los remordimientos. Su naturaleza era fina y su cultura exquisita. Sospechosa de complicidad en un crimen del que había sido testigo mudo, desesperada por su irreparable cobardía, agitada por continuas pesadillas en las que veía a su marido muerto y descompuesto señalándole con el dedo a los curiosos magistrados, era la víctima inerte de su exacerbada sensibilidad. En este estado, una circunstancia insignificante y fortuita decidió su suerte. Su sobrino pequeño vivía con ella. Una mañana, como de costumbre, estaba haciendo sus deberes en el comedor. Ella estaba presente. El chiquillo se puso a traducir palabra por palabra unos versos de Sófocles. Iba pronunciando en voz alta los términos griegos y franceses a medida que los iba escribiendo: «La cabeza divina de Yocasta está muerta… arrancándose la cabellera, llama a Laïs muerto… vimos a la mujer ahorcada». Hizo una rúbrica con tal fuerza que agujereó el papel, sacó la lengua manchada de tinta y luego cantó: «Ahorcada, ahorcada, ahorcada». La desgraciada, cuya

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voluntad estaba destruida, obedeció sin defensa a la sugestión de la palabra que había escuchado por tres veces. Se levantó, sin voz, sin mirada, y entró en su habitación. Varias horas después, el comisario de policía requerido para constatar la muerte violenta hizo esta reflexión: «He visto a bastantes mujeres suicidadas, pero es la primera vez que veo a una ahorcada».

Se habla de su gestión. De la más natural y creíble. Yo desconfío un poco, pese a todo, de la que se prepara en las clínicas. Pero que un ser en el que la voluntad está muerta obedezca a todas las excitaciones externas, es una verdad que la razón admite y la experiencia demuestra. El ejemplo que usted aporta me recuerda otro bastante similar. El de mi infortunado compañero Alexandre Le Mansel. Un verso de Sófocles mató a su protagonista. Una frase de Lampride perdió al amigo del que quiero hablarle.

Le Mansel, con el que realicé mis estudios en el instituto de Avranches, no se parecía a ninguno de sus compañeros. Parecía a la vez más joven y más viejo de lo que era en realidad. Menudo y flacucho, a los quince años tenía miedo de todo aquello de lo que se asustan

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los niños pequeños. La oscuridad le producía un pavor invencible. No podía encontrarse, sin echarse a llorar, con uno de los empleados del instituto que tenía un grueso lobanillo en la parte superior del cráneo. Pero, por momentos, cuando se le veía de cerca, tenía aspecto de viejo. Su piel seca, pegada a las sienes, nutría deficientemente sus escasos cabellos. Su frente estaba despejada como la de algunos hombres maduros. Por lo que respecta a los ojos, carecían de mirada. En numerosas ocasiones, las personas que no lo conocían lo tomaron por ciego. Solo la boca le daba expresión al rostro. Sus labios móviles expresaban alternativamente alegría infantil o misteriosos sufrimientos. El timbre de su voz era claro y encantador. Cuando recitaba las lecciones le daba a los versos el número y el ritmo, lo que nos hacía reír mucho. Durante el recreo, compartía los juegos y no era torpe en ellos, pero aportaba un ardor febril y unos gestos de sonámbulo que, a algunos de nosotros, le inspiraban una antipatía insuperable. No era querido; lo habríamos convertido en nuestro hazmerreír si no nos hubiera impuesto por no sé qué arrogancia salvaje y por su fama de alumno aventajado. Aunque desigual en su trabajo, era con frecuencia el primero de la clase. Decían que hablaba por la noche en el dormitorio y que incluso

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se levantaba dormido. Pero esto es algo que ninguno de nosotros había observado con sus propios ojos, pues estábamos en la edad del sueño profundo.

Durante mucho tiempo me inspiró más sorpresa que simpatía. Nos hicimos amigos de repente en una excursión que realizamos toda la clase a la abadía del Mont-Saint-Michel. Habíamos caminado descalzos por la arena llevando nuestros zapatos y nuestro bocadillo en la punta de un bastón y cantando a pleno pulmón. Pasamos por debajo de la poterna y luego, tras haber arrojado nuestro paquete a los pies de las Michelettes, nos sentamos uno al lado del otro sobre una de esas viejas lombardas de hierro que la lluvia y la bruma descascarillan desde hace cinco siglos. Allí, paseando su vaga mirada desde las viejas piedras hasta el cielo y balanceando sus pies descalzos, me dijo:

—Me habría gustado vivir en el tiempo en que sucedieron estas guerras y haber sido caballero. Habría conquistado las dos Michelettes, habría conquistado veinte como ellas, habría conquistado cien; le habría arrebatado a los ingleses todos los cañones. Habría combatido solo delante de la poterna, y el arcángel san

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Miguel habría permanecido por encima de mi cabeza como una nube blanca.

Aquellas palabras y el tono con el que las decía me estremecieron. Entonces le dije:

—Me gustas, Le Mansel, ¿quieres ser mi amigo?

Y le tendí la mano que él estrechó con solemnidad.

Tras una orden del profesor, nos pusimos los zapatos, y todo el grupo subió por la estrecha rampa que conduce a la abadía. A mitad del trayecto, cerca de una higuera trepadora, vimos la casita en la que Tiphaine Raguenel, la viuda de Bertrand du Guesclin, vivió junto al mar. Aquella vivienda era tan estrecha que parece mentira que hubiera sido ocupada por alguien. Para vivir en ella hacía falta que la buena de Tiphaine hubiera sido o una huraña viejecilla o una santa que llevara una existencia absolutamente espiritual. Le Mansel abrió los brazos como para abrazar aquella bicoca angélica; luego, tras haberse arrodillado, se puso a besar las piedras sin prestar atención a las risas de sus compañeros que, divertidos, empezaban a lanzarle quijarros. No narraré nuestro paseo por los calabozos, el claustro, las salas y la capilla.

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Le Mansel parecía no ver nada. Además, solo he contado este episodio para mostrarle cómo había nacido nuestra amistad.

A la mañana siguiente, en el dormitorio, fui despertado por una voz que me decía: «Tiphaine no está muerta». Me froté los ojos y vi a mi lado a Le Mansel en camisón. Lo invité bruscamente a que me dejara dormir y no pensé más en esta extraña confidencia.

A partir de aquel día, comprendí el carácter de nuestro condiscípulo mucho mejor de lo que lo había hecho hasta entonces, y descubrí en él un inmenso orgullo que no había sospechado. No le sorprenderé si le digo que a los quince años era un mediocre psicólogo, pero el orgullo de Le Mansel era demasiado sutil como para que uno lo percibiera de inmediato, pues abarcaba lejanas quimeras y no tenían una forma tangible. No obstante, inspiraba todos los sentimientos de mi amigo y le concedía una especie de unidad a sus ideas barrocas e incoherentes.

Durante las vacaciones que siguieron a nuestra excursión al Mont-Saint-Michel, Le Mansel me invitó a pasar un día en casa de sus padres, agricultores y propietarios en Saint-Julien. Mi madre me lo permitió no

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sin cierta reticencia. Saint-Julien está a seis kilómetros de la ciudad. Con mi chaleco blanco y una hermosa corbata azul, fui un domingo desde bien temprano.

Alexandre me estaba esperando en el umbral, sonriendo como un niño pequeño. Me tomó de la mano y me hizo entrar en la «sala». La casa, mitad rústica, mitad burguesa, no era pobre ni estaba descuidada. Sin embargo, al entrar se me oprimió el corazón hasta tal punto: reinaba allí el silencio y la tristeza. Cerca de la ventana, cuyas cortinas se encontraban un poco levantadas como por una tímida curiosidad, vi a una mujer que me pareció vieja. No aseguraría que lo fuera entonces tanto como me lo pareció. Era delgada y de tez amarillenta; sus ojos brillaban en sus órbitas negras bajo párpados rojizos. Aunque estuviéramos en verano, su cuerpo y su cabeza desaparecían bajo oscuras ropas de lana. Pero lo que la hacía completamente extraña era un aro de metal que rodeaba su frente como una diadema.

—Es mamá —me dijo Le Mansel—. Tiene jaqueca.

La señora Le Mansel me hizo un cumplido con voz doliente y observando sin duda mi mirada sorprendida fija en su frente.

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—Mi joven señor —me dijo sonriendo—, lo que llevo en las sienes no es una corona, es un aro magnético para curar el dolor de cabeza.

Estaba intentando responder de la manera más correcta cuando Le Mansel me arrastró hasta el jardín, donde encontramos a un hombre menudo y calvo que se deslizaba por los paseos como un fantasma. Era tan delgado y ligero que podía temerse que el viento se lo llevara. Su aspecto tímido, su largo cuello flacucho que tendía hacia delante, su cabeza del tamaño de un puño, sus miradas de reojo, su andar dando saltitos, sus brazos cortos y levantados como alones le daban, todo lo que es posible y más de lo que es razonable, el aspecto de un ave de corral desplumada.

Mi amigo Le Mansel me dijo que era su papá y que había que dejarle que se fuera al gallinero, porque solo vivía con sus gallinas y que, en compañía de estas, había perdido la costumbre de hablar con las personas. Mientras hablaba, el señor Le Mansel desapareció de nuestra vista, y pronto oímos felices cloqueos elevarse en el aire. Había llegado al gallinero.

Le Mansel dio conmigo unas cuantas vueltas por el jardín y me advirtió que, dentro de un rato, en la comida,

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vería a su abuela; que era una buena mujer, pero que no debería hacer mucho caso a lo que dijera porque, en ocasiones, no regía muy bien. Luego me condujo a un bonito cenador donde, ruborizándose, me dijo al oído:

—He compuesto unos versos en honor de Tiphaine Raguenel; otro día te los recitaré. ¡Ya verás! ¡Ya verás!

La campanilla avisó para la comida. Entramos en la sala. El señor Le Mansel llegó después que nosotros con una cesta llena de huevos.

—Esta mañana hay dieciocho —dijo con una voz que parecía cloquear.

Nos sirvieron una tortilla deliciosa. Yo me encontraba sentado entra la señora Le Mansel, que gemía bajo su diadema, y su madre, una vieja normanda de mejillas regordetas que, al no tener ya dientes, sonreía con los ojos. Me pareció absolutamente afable. Mientras saboreamos el pato asado y el pollo a la crema, la buena señora nos estuvo contando historias muy agradables, y no observé en absoluto que su cabeza estuviera trastornada como su nieto me había dicho. Al contrario, me pareció que era la alegría de aquella casa.

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Después del almuerzo pasamos a un saloncito en el que los muebles estaban tapizados con terciopelo de Utrech amarillo. Un reloj decorativo brillaba sobre la chimenea entre dos candeleros. Sobre el pedestal negro del reloj se apoyaba, protegido por el fanal de cristal que lo recubría, un huevo rojo. No sé por qué, tan pronto como vi aquel huevo me puse a contemplarlo atentamente. Los chiquillos tienen a veces esas curiosidades inexplicables. Debo decir también que aquel huevo era de un color extraordinario y magnífico. No se parecía en nada a esos huevos de Pascua que, sumergidos en jugo de remolacha, adquieren ese tono vinoso que admiran los niños en el escaparate de las fruterías. Estaba teñido con un color de púrpura real. No pude reprimir hacer la observación con la indiscreción propia de mi edad. El señor Le Mansel me contestó con una especie de quiquiriquí que mostraba su admiración:

—Mi joven señor, este huevo no está teñido como usted parece creer. Fue puesto tal como lo ve por una gallina ceilandesa de mi gallinero. Es un huevo fenomenal.

—No hay que olvidar decir, amigo mío —añadió la señora Le Mansel con su voz doliente—, que ese huevo fue puesto el mismo día en que nació nuestro Alexandre.

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—Así es —dijo el señor Le Mansel.

Mientras tanto, la abuela me miraba con ojos burlones y repulgando sus labios flojos me hacía gestos de que no me creyera nada.

—¡Hum! —dijo en voz baja—, las gallinas a veces incuban lo que no han puesto y si algún taimado vecino ha deslizado en su nidal un…

Su nieto la interrumpió con violencia. Estaba pálido, sus manos temblaban.

—No la escuches —me gritó—. Ya sabes lo que te he dicho. No la escuches.

—Así es —repetía el señor Le Mansel mirando de reojo el huevo púrpura.

La continuación de mi amistad con Alexandre Le Mansel no ofrece nada que merezca ser contado. Mi amigo me habló con frecuencia de los versos dedicados a Tiphaine, pero no me los enseñó jamás. Además, pronto lo perdí de vista. Mi madre me envió a París para terminar mis estudios. Allí hice los dos bachilleratos y la

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licenciatura de medicina. Durante el período en el que estaba preparando mi tesis doctoral recibí una carta de mi madre en la que me anunciaba que el pobre Alexandre había estado muy enfermo y que, como consecuencia de una terrible crisis, se había puesto muy temeroso y desconfiado hasta el extremo, pero que era inofensivo; no obstante, y que pese a la perturbación de su salud y de su razón, mostraba una aptitud extraordinaria para las matemáticas. Aquellas noticias no me sorprendieron. Muchas veces, al estudiar los trastornos de los centros nerviosos, había pensado en mi pobre amigo de Saint-Julien y, en contra de mi voluntad, había pronosticado la parálisis general que amenazaba a aquel hijo de una jaquecosa y de un microcéfalo reumático.

Las apariencias no me dieron la razón en un primer momento. Alexandre Le Mansel, de acuerdo con lo que me comunicaban desde Avranches, alcanzó en la edad adulta una salud normal y dio pruebas evidentes de su inteligencia. Profundizó en sus estudios matemáticos; incluso remitió a la Academia de Ciencias la solución de varias ecuaciones no resueltas hasta entonces que fue considerada tan elegante como acertada. Enfrascado en sus trabajos, solo de tarde en tarde encontraba tiempo

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para escribirme. Sus cartas eran afectuosas, claras, bien ordenadas; no se encontraba en ellas nada que pudiera resultarle sospechoso al neurólogo más suspicaz. Pero pronto nuestra correspondencia cesó por completo y permanecí diez años sin oír hablar de él.

El año pasado me quedé muy sorprendido cuando mi criado me remitió la tarjeta de visita de Alexandre Le Mansel diciéndome que aquel señor me estaba esperando en el recibidor. Me encontraba en esos momentos en mi despacho tratando con uno de mis compañeros un asunto profesional de cierta importancia. Pese a ello, le rogué a mi compañero que me esperara un minuto y corrí a abrazar a mi antiguo amigo. Lo encontré muy envejecido, calvo, pálido y excesivamente escuálido. Lo tomé del brazo y lo conduje al salón.

—Estoy muy contento de volver a verte —me dijo—, tengo muchas cosas que contarte. Soy el blanco de unas persecuciones inauditas. Pero tengo valor, lucharé valientemente y triunfaré de mis enemigos.

Aquellas palabras me inquietaron, como habrían inquietado a cualquier otro médico neurólogo que se encontrara en mi lugar. Descubrí en ellas un síntoma de

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la afección de la que mi amigo estaba amenazado por las leyes fatales de la herencia, que había parecido controlada hasta entonces.

—Querido amigo, hablaremos de todo ello —le dije—. Espérame aquí unos minutos. Voy a terminar un asunto. Coge un libro para distraerte mientras esperas.

Usted sabe que tengo muchos libros y que mi salón contiene, en tres estanterías de caoba, alrededor de seis mil volúmenes. ¿Por qué tuvo que ocurrir que mi infortunado amigo cogiera exactamente el libro que podía hacerle daño y lo abriera por aquella funesta página? Permanecí hablando con mi colega alrededor de veinte minutos y, después de haberlo despedido, volví al salón donde había dejado a Le Mansel. Encontré al desventurado en un estado lamentable. Estaba golpeando un libro que tenía abierto ante sí y que reconocí inmediatamente como la traducción de la Histoire Auguste. Recitaba en voz alta esta frase de Lampride: «El día en que Alejandro Severo nació, una gallina perteneciente al padre del recién nacido puso un huevo rojo, presagio de la púrpura imperial que el niño revestirá». Su exaltación llegaba hasta el furor. Echaba espuma por la boca. Gritaba:

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—¡El huevo, el huevo rojo del día en que nací! ¡Soy emperador! Sé que quieres matarme. ¡No te acerques, miserable!

Se desplazaba por el salón. Luego volvía hacia mí con los brazos abiertos y decía:

—Amigo mío, mi antiguo compañero, ¿qué quieres que te conceda?… Emperador… Emperador… Mi padre tenía razón… El huevo púrpura… Emperador… ¡Infame! ¿Por qué me ocultabas este libro? Castigaré este crimen de alta traición… ¡Emperador! ¡Emperador! Tengo que serlo. Sí, es un deber. Vamos, vamos…

Salió. En vano traté de retenerlo. Se me escapó. Ya conoce usted el resto. Todos los periódicos contaron cómo, al salir de mi casa, compró un revólver y le levantó la tapa de los sesos al guardia que le impedía entrar en el Elíseo. Así, una frase escrita en el siglo IV por un historiador latino ocasionó mil quinientos años después la muerte de un infortunado soldado de infantería de nuestro país.

¿Quién podrá desenredar algún día la madeja de las causas y los efectos? ¿Quién puede presumir de decir al realizar un acto cualquiera: «Sé lo que hago»?

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Mi querido amigo, esto es todo cuanto tenía que contarle. El resto solo interesa a las estadísticas médicas y puede decirse en dos palabras. Le Mansel, encerrado en un psiquiátrico, pasó quince días presa de una locura furiosa. Luego cayó en una imbecilidad completa durante la cual su glotonería era tal que se comía hasta la cera para frotar el parqué. Se asfixió hace tres meses al tragarse una esponja.

El doctor enmudeció y encendió un cigarrillo. Tras un momento de silencio dije:

—Doctor, acaba usted de contar una historia horrorosa.

—Es horrorosa, pero real —respondió el doctor—. Me tomaría con mucho gusto una copita de coñac.

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