Cuentos para leer después del baño (Camilo José Cela).txt

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Camilo Jos Cela

Cuentos para leer despus del bao Coleccin: Narrativa Moby Dick, n 58 Cuarta edicin: noviembre 1987

Ediciones Juan Granica, S.A. Bertrn, 107 - 08023 Barcelona Tel. 2112112 Impreso por: Lifusa-Maestro J. Corrales, 82-84 08950 Esplugas de Llobregat (Barcelona) I.S.B.N.: 84-7577-074-6 Depsito legal: B. 23.495-1987 ------------------------------------------------

Camilo Jos Cela, nacido en 1916 y conocido ya en Espaa por sus siglas, C.J.C., es, -desde 1942 en que public _La familia de Pascual Duarte_- no slo el principal protagonista de la narrativa espaola de la postguerra, sino el hombre que en los ltimos 30 aos ha sabido mantener, -a travs de libros de relatos, de viaje y de estampas-, la tradicin de nuestras letras y la aficin por los minsculos y pintorescos sucesos de nuestro pueblo. -----------------------------------------------(5) +2

DON ANSELMO ----------------------------------------------- I

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Don Anselmo, ya viejo, me lo cont una noche de diciembre de 1935, poco ms de un mes antes de su muerte, en el Club de Regatas. Era una noche lluviosa y fra, y en el Club no quedbamos sino don Marcelino, don David, don Anselmo y yo. Don Marcelino y don David jugaban lentamente su interminable y cotidiana partida de chap; la partida la ganaba, como siempre, don David, y don Marcelino, como siempre tambin, todas las noches, al ponerse el abrigo, exclamaba resignadamente: --No s lo que me pasa esta noche; pero estoy flojo, muy

flojo... (6) Despus acababa de sorber su copita de ans, se calaba su gorrilla de marino, empuaba el bastn y se marchaba, arrimadito a la acera y tosiendo todo el camino, hasta su casa. Don Marcelino tuvo la mala ocurrencia de venirse a Madrid en mayo de 1936. --Por la primavera, Madrid es muy agradable, -deca a los amigos, y adems..., las cosas hay que cuidarlas... Los amigos nunca supieron cules eran las cosas que don Marcelino tena que cuidar en la capital, pero todos encontraban edificante el celo que demostraba por sus asuntos. --S, s, don Marcelino; no hay duda: _el ojo del amo engorda el caballo_... -decan unos-. _El que tenga tienda, que la atienda_. Y todos se sentan satisfechos con la sonrisa de agradecimiento que don Marcelino les dedicaba. Pobre don Marcelino! Al ao, o poco ms, de haber llegado a Madrid, se muri, sabe Dios si de hambre, si de miedo... La noticia lleg hasta el pueblo, al principio confusa y contradictoria; despus confirmada por los que iban llegando, y don David, como si no esperase otra cosa para seguirle, se qued una tarde como un pajarito, sentado en la butaca de (7) mimbre desde donde contemplaba silencioso el "violento domin de los jvenes", como sentenciosamente, -durante tantos aos-, llamaba a la partida que, despus del almuerzo, se celebraba en el bar del Club. ----------------------------------------------- II

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Don Anselmo estaba de confidencias aquella noche. No s qu extraa sensacin de confianza deba causarle mi persona, mas lo cierto es que me contaba cosas y cosas, interesantes y pintorescas, con una lentitud desesperante, cortando las frases y aun a veces las palabras de un modo caprichoso; pero incansablemente. Como incansablemente caan las gotitas de agua sobre el vaso de "baquelita" -ltima compra de don Anselmo, secretario del Club-, que estaba debajo del filtro, plateado y reluciente. Don Anselmo entornaba sus ojos para hablar, y su expresin adquira toda la dulzura y todo el inters de la faz de un viejo y retirado capitn de cargo, altivo y bonachn como un milenario patriarca celta... -----------------------------------------------(8) III

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Corra el 1910, y don Anselmo tena, adems de sus treinta y cinco juveniles aos, un "atuendo de tierra", como l lo llamara, que era la envidia de los petimetres y la admiracin de las pollitas de la poca. Zapatos picudos de reluciente charol, botines grises, -de un gris claro y brillante, como el mes de mayo en el mar del Norte, deca l-, pantaln listado de corte ingls; americana con cinturn y una gardeniaperennemente posada sobre la breve solapa; cuello alto con corbata de nudo y un bombn caf que manejaba con destreza y que obedeca al impulso que don Anselmo, siempre que entraba en algn

sitio, le imprima para que alcanzase algn saledizo: el paragero del Club, la lmpara que tena la fonda _La Concha_ en el vestbulo, rodeada de macetas y de sillas de mimbre; la cabeza de ciervo que tena don Jorgito, el gerente del_The Workshop_,en el hall de su casa... Don Anselmo haca una inflexin en su voz para darme a conocer que introduca un nuevo inciso en su relato, y me hablaba de don Jorgito, a quien respetaba y admiraba, que ya por entonces llevaba una magnfica barba blanca y era todo correccin y buenos modos. Don Jorgito era un ingls apacible que hablaba el espaol con acento gallego y que viva lo mejor que poda, preocupado de su mujer y de sus siete hijos; yo no le conoc, pero cuando afirm haber sido compaero de colegio de un nieto suyo, -en los Maristas de la calle del Cisne, de Madrid-, muchacho flacucho y antojadizo, mal acostumbrado a llevar siempre por delante su santa voluntad, tmido, pero con un orgullo sin lmites, y que hoy, segn creo, anda por ah dedicado -cmo no?- a hacer sus pinitos literarios, don Anselmo se me qued mirando alegremente, como si mi amistad con el nieto viniese a avalar todo su aserto, y termin por confesarme, -casi misteriosamente-, que el mundo era un pauelo. Esto sirvi para que me explicase cmo en Melbourne haba encontrado, tocando el acorden por las calles, a un marinero, a quien desembarc por ladrn en Valparaso; pero me voy a saltar todo este nuevo inciso, porque, si no, iba a resultar demasiado diluido mi relato. ----------------------------------------------- IV

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Era la poca de las fiestas del pueblo, y don Anselmo con sus zapatos, su gardenia (10) y su bombn, sonrea desde la terraza del Club, -por entonces todava joven, como l-, a las tobilleras de amplias pamelas que pasaban camino de los puestos de la verbena callejera, y a algunas horas de la tarde, distinguida. Despus de tomar -_five o'clok_- su tacita de t (don Anselmo, oh manes de don Jorgito!, tomaba todas las tardes _su tacita de t_) y de fumar su cigarrillo despus de la tacita de t (la pipa de loza holandesa en aquel tiempo todava no formaba parte de su atuendo de tierra), se una al primer grupo que pasase y, entre bromas y veras, transcurra el resto de su tarde, alegre y honradamente, charlando con los amigos, inclinndose ante las encorsetadas mams de las nias, e invitando a stas a todo lo que se les antojase, porque -dicho sea de paso-, a don Anselmo no le faltaba ninguna tarde un duro decidido a hacerle quedar bien. Se montaba en el tiovivo, -ellas, en los cerdos o en los automviles; ellos, en los caballos-, se daba una vueltecita por el laberinto, se beban gaseosas que ponan coloradas a las jovencitas, se jugaban algunos nmeros a la tmbola, se tiraba al blanco... Y as un da y otro da... Don Anselmo era la admiracin de todos con sus (11) buenos modales, su gesto siempre afable, su palabra siempre gil y ocurrente. Si haba que entretener a doa Lola, -la mam de Lolita, de Esperancita y de Tildita-, don Anselmo tiraba velozmente su real de bolos contra los grotescos muecos. Si haba que dar palique a doa Maruja, -la mam de Marujita, de Conchita, de Anita y de Sagrarito-,

don Anselmo le hablaba de sus estancias en Londres o de su ltimo viaje por los mares del Sur. Si haba que distraer a doa Asuncin -la mam de Asuncionita, que era una monada de criatura-, don Anselmo era capaz hasta de meterse en el tubo de la risa... ----------------------------------------------- V

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Aquella tarde haba verdadera expectacin en el pueblo. Entre don Knut, -don Knut era el primer piloto de una bricbarca noruega, _La Cristiana_, anclada por aquellos das en la baha, y amigo antiguo de don Anselmo-, y don Anselmo se haba concertado un singular desafo -una botella de _whisky_, de una parte, y una comilona de langosta, de la otra-, para discernir cul de los dos hara ms blancos seguidos en la barraca del Dominicano, la misma que durante tantos aos, (12) y hasta que se muri, haba sido regentada por Petra, la del guardia civil. Cuando Knut y don Anselmo aparecieron, charlando amigablemente, ante el puesto del Dominicano, una multitud, casi abigarrada, les esperaba ya. Escogieron con lentitud sus escopetas; seleccionaron con ms lentitud, si cabe, sus flechas; negras, las de don Knut; rojas, las de don Anselmo; echaron una moneda, -una peseta-, al aire, y empezaron a tirar; cinco tiros seguidos cada uno. Empez don Anselmo; porque don Knut, cuando la peseta andaba por el aire, haba dicho _caras_ -_cruces_ no lo saba decir-, y no haban salido _caras_. Cinco tiros, cinco blancos. "Tira don N", gritaba el Dominicano, incorporndose y desclavando a una velocidad vertiginosa las cinco flechas rojas de don Anselmo. Don Knut tir: cinco tiros, cinco blancos. "Tira don Anselmo", volva a repetir el Dominicano al volver a desclavar las cinco flechas negras esta vez y de don Knut. Don Anselmo volva a tirar y volva a hacer cinco blancos: el Dominicano volva a gritar; don Knut volva a echarse la escopeta a la cara... "cinco blancos"... El inters de la gente tena ya sus salpicaduras de emocin; se llevaba tirando ya largo rato, y don Knut y don Anselmo seguan a los (13) treinta y cinco tiros desesperadamente pegados. "Tira don Anselmo", grit el Dominicano; nadie sabe cmo fue: don Anselmo levant la escopeta y tir...; la flecha fue a clavarse en el ojo derecho del Dominicano; ste se llev ambas manos a la cara sangrante, la gente rompi a gritar, las mujeres comenzaron a correr... Don Anselmo tuvo que marcharse aquella misma noche del pueblo: "Un par de meses", le aconsejaban los amigos, y en _La Cristiana_, que marchaba con estao de las Ces para El Havre, se march, comentando con don Knut el desgraciado accidente. Un marinero de la bricbarca lleg, an no pasadas tres horas del percance, a casa de don Jorgito con un encargo de don Anselmo: un saquito de cuero con veinte duros dentro para el Dominicano. En el pueblo, el rasgo de don Anselmo caus una feliz impresin, y cuando ya nadie se acordaba del ojo del Dominicano, todava haba alguien que sacaba a relucir los veinte duros de don Anselmo... ----------------------------------------------- VI

-----------------------------------------------Don Anselmo se march para dos meses, pero tard ocho aos en aparecer por el pueblo. De El Havre, donde lo desembarc (14) _La Cristiana_, sali para Amrica, y all, con sus apurillos al principio, pero ayudado por la guerra despus, se fue abriendo camino y lleg a crearse una posicin casi privilegiada. Cuando volvi para ac, vena gordo y moreno, casado con una seorita portorriquea y acompaado de dos criadas negras, dos loros verdes y rojos y un acento antillano, dulzn y pesaroso como el calor del trpico: bagaje ultramarino. Ya nadie se acordaba en el pueblo del Dominicano, que haba levantado el ala con sus veinte duros, y don Anselmo volvi a ser otra vez, y con mayor intensidad que la vez primera, -si esto fuera posible-, el motivo de todas las conversaciones. Don Jorgito estaba indignado, porque, segn l, se le daba mayor importancia a don Anselmo que al Armisticio, que era mucho ms fundamental... A poco de llegar de nuevo a Espaa se le muri su mujer, la seorita portorriquea, de un doble parto mal atendido (segn don Anselmo), y como los males, -segn don Anselmo tambin-, se dan cita para no aparecer solos, los dos loros amanecieron una maana ferozmente asesinados por _Genoveva_, la gata de la fonda _La Concha_, y las dos negras, -una detrs de la otra, pero muy seguiditas(15) se acatarraron y se murieron tambin; de suerte que don Anselmo volvi a quedarse tan solo como ocho aos atrs. Tuvo una pequea poca de murria, en la que apenas si hablaba y menos sala, pero como era hombre de entero carcter, pronto reaccion y volvi a su vida de Club y de sociedad. De cuando en cuando daba alguna correra por los pueblos, o se acercaba hasta Vigo, -o hasta Porto o hasta La Corua, como algunas veces-, y cuando volva se le notaba radiante y rejuvenecido, pero un da volvi mucho antes de lo acostumbrado en aquellas excursiones, se encerr en el Club y en un mutismo absoluto, y lo nico que se le sacaba, despus de mucho insistir, es que jams volvera a abandonar el pueblo. Nadie sabe lo que le pas, porque a nadie, -sino a m, que a nadie lo dije-, se lo dijo jams; pero como don Anselmo ha desaparecido y lo acaecido no puede conducir sino a su mayor aprecio, me considero relevado de guardar secreto, -que tampoco l me lo exigiera, que, si no, no lo hara por nada del mundo-, y autorizado para decir en breves palabras y para terminar mi relato lo que ocurri. -----------------------------------------------(16) VII

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Don Anselmo haba ido a Cesures. Haba cenado, ya tarde, en el puerto, en casa Castao, y haba cruzado despus el puente, atrado por las luces, pocas ya, que quedaban al otro lado de l, y de las barracas de la fiesta del Patrn, que por aquella fecha y en aquel lugar se celebraba. La gente haba marchado ya a dormir, y nicamente algn marinero semiborracho o algn

pollito rezagado se entretena en tirar al blanco o en intentar, desafortunadamente, colar los arillos por el cuello de la botella de sidra. De la ra sala un vaho hmedo y tibio que todo lo rodeaba, y las ltimas voces de los de los puestos, anunciando su mercanca o su atraccin, sonaban un poco tristes y cansinas, y recordaban, -don Anselmo no saba por qu- a las voces de los serenos de Santiago anunciando la lluvia y las dos de la maana... Don Anselmo, antes de irse a la cama, quiso entrar en todas las chabolas. Tir un poco al blanco, vio la mujer barbuda; sac una botella de sidra, que regal, ante su pasmo, al dueo del puesto.. Don Anselmo se aburra, y decidi visitar el ltimo que le quedaba por ver: la caseta del hombre-fiera, que a grandes voces (18) anunciaba una mujeruca al extremo de la doble calle de barracas. Pag veinte cntimos -"preferencia"- y entr; no haba nadie... Al poco rato se oyeron unos aullidos, e inmediatamente apareci -peludo y semidesnudo-, el hombre-fiera, lanzndose contra los barrotes y comiendo carne cruda. Don Anselmo mir con detenimiento al hombre-fiera y se sobresalt. El monstruo segua dando saltos y aullando, y pareca hacer poco caso de don Anselmo. Don Anselmo no daba seales de querer marcharse... El hombre-fiera, cansado de haber estado dando saltos durante toda la noche, pareca que ceda en su fiereza...: se le qued mirando y dej de saltar; se apoy con ambas manos en los barrotes, y mir con su nico ojo, -el izquierdo-, a don Anselmo. --Caramba, don Anselmo! Qu gordo est usted! Don Anselmo no saba qu decir: --Y buen color que le ha salido, s seor! Don Anselmo temblaba, y, -propia confesin-, llor por primera vez en su vida, porque se averigu que no eran tan malos los hombres como queran pintarlos. El hombre-fiera apareci por detrs de la cortinilla de cretona que serva de (19) fondo a la jaula, y se sent al lado de don Anselmo. --Pues no s lo que decirle; ya ve usted... Don Anselmo tampoco saba lo que decir; cogi las manos del hombre-fiera y las acarici. El hombre-fiera llor tambin. --Ya lo deca yo, don Anselmo. No hay mal que por bien no venga!... Gano bastante ms que antes, y... ya ve usted: con tanta carne como como, qu buenas grasas estoy criando!... Fuera, la niebla y el silencio lo confundan todo... A don Anselmo se le empaaban los ojos al recordarlo. -----------------------------------------------(21)

DON DAVID ----------------------------------------------- I

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Don David se qued muy abatido. Tan abatido como no le haba visto nunca. A m me remorda un poco la conciencia. Pobre don David, con lo bueno que era! Don David no haba sido mareante, como don Anselmo, ni buen vividor y hombre de

recursos, como don Marcelino. Don David, tan maosito, tan meticuloso, tan detallista en todo lo suyo, no haba pasado de ser un ilusionado, un imaginativo, un hombre obstinado en vivir de espaldas a la realidad y a quien la realidad hubo de azotar tan despiadadamente, tan sin consideracin, en las espaldas... l, que tantos proyectos tuvo y que tan pocos pudo ver realizados! (22) Don David estuvo un largo rato con la cabeza cada sobre el pecho, con la mano cada sobre el brazo de la butaca, sosteniendo el largo cigarrillo emboquillado, con el flexible cado sobre los ojos... Cuando se cans de la postura, se ech el sombrero para atrs, levant la cabeza, dio unas menuditas y veloces chupadas al pitillo y se me qued mirando fijamente, como un poco extraado de haberme podido contar, de un tirn, sin preocuparse -quin lo hubiera de decir!- de la ceniza que rodaba por su chaleco, todas las cosas que me dijo. En sus ojillos grises brillaban las lgrimas que la memoria de su desgracia le trajo; temblaron un instante bajo el nervioso parpadeo y rodaron limpiamente, sencillamente, con una limpieza y una sencillez que daban miedo, sobre sus mejillas. Despus, como disculpndose, sonri: --Usted me perdonar. Yo no tena nada que perdonarle. Quien tena que perdonarme era l a m. Tena que perdonarme el haberle hecho caso, cosa que probablemente -quin sabe si por caridad!- haca aos que nadie haba hecho, tena que perdonarme el haber prestado atencin a sus tristes recuerdos; el no haberle interrumpido, el (23) no haber desviado la conversacin... Pero -qu le bamos a hacer!- ya no haba remedio; le hice caso, le prest atencin, no le interrump... No pude hacerlo. Saba que el hablar de lo que hablaba le haca padecer; pero no me compensaba de mi posible crueldad el hecho de que tambin me haca padecer a m y de que don David lo notaba. Senta el pobre, probablemente, tanto consuelo en su pena al transmitrmela, aunque no fuese ms que como lo haca, en pequeas porciones, como temeroso de herirme demasiado ntimamente con su tristeza!... Don David se levant. Dio unos pasetos por la sala, ya desierta, y se qued mirando detenidamente, durante un largo rato, a travs de los cuadrados cristales de la galera, hacia el mar oscuro y mudo como un muerto. Slo Dios sabe qu sombras figuraciones le traeran las olas en su rodar aquella noche!... Le propuse acompaarle hasta su casa, pero, -cosa extraa en l, que rehua la soledad-, me rog que no lo hiciese. Despus me enter que antes de irse a dormir, antes de meterse en la amplia cama de matrimonio, -de caoba centenaria de la mejor, con incrustaciones de bronce-, que con tanto cario haba mandado traer de Inglaterra, de la casa "James (24) Clark and Son", de Londres, se pas por la barbera de Benjamn. En la barbera de Benjamn se reuna todas las noches lo peor del pueblo a tocar la guitarra y a beber vino tinto. Cuando don David lleg, todos se pusieron en pie. --Caramba, don David! Tanto honor que nos hace! Usted por aqu! --Sentaos, sentaos... --Pues ya lo ve el seorito don David... Por aqu nos ajuntamos todas las noches un rato, por eso de matar en compaa

la fatiga... Como somos pobres!... Segn cuentan, a don David tuvieron que llevarlo hasta su casa, ya muy metida la madrugada, completamente borracho... Pobre don David, a sus aos, tan maosito, tan meticuloso, tan detallista en todas sus cosas, bebiendo para olvidar, como cualquier criada de servir, en aquel antro de la peluquera! ----------------------------------------------- II

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--Haba sido la primera gran ilusin de mi vida, -empez a decirme don David-. Tena veinticinco aos... dorada edad!... Lo prepar todo con cuidado, como si tuviese miedo de que el ms pequeo detalle (26) mal cuidado me lo echara todo a rodar. Yo no soy supersticioso, pero... por qu ser que, en algunos momentos de mi vida, cuid de las cosas como si temiera contrariarlas, como si temiera la desgracia que su contrariedad pudiera acarrearme? La cama la mand comprar a Inglaterra, a la casa "James Clark and Son", de Londres. Era grande, muy grande, y toda de caoba centenaria de la mejor, con una gran incrustacin de bronce. Si viese usted el cario que puse en el encargo!... Los dems muebles los hice yo mismo; unos del todo, otros solamente el diseo. Mi pequeo taller de aficionado no tena condiciones para que pudiera enfrentarme con muebles grandes, y aqullos con los que no me atreva se los encargaba a Domnguez, -usted habr odo hablar de l a sus padres-, el afamado ebanista de Santiago. Entre unas cosas y otras tard cerca de un ao. Yo siempre he sido muy cuidadoso, y la construccin de aquellos muebles que iban a ser -triste de m!- testigos de mi felicidad terrena, distraa mis ocios y me compensaba en parte de la forzosa separacin de ella. Ella estaba en Santiago, ya ve usted, a cuarenta kilmetros!... Pobre Matilde, cmo sufra con nuestra separacin! Yo iba a verla los (27) domingos en el The West, y volva el lunes por la maana, feliz y preocupado al mismo tiempo, trayendo de Santiago un pauelito con su olor, unas violetas que tuvo posadas sobre el pecho como mariposillas sobre la flor, un mechoncito de su pelo castao, cualquier cosa que sirviese para alimentar nuestro amor durante los siete siguientes das de forzada ausencia... Aquellos eran amores, don Camilo Jos! Cmo quiere usted hacerme creer que los jvenes de ahora pueden quererse con el mismo santo cario con que se quisieron sus padres? No, imposible de todo punto. Aquellos eran otros tiempos! Una mirada, una sonrisa, no digamos un beso!, colmaban la felicidad del ms exigente de los amantes. Hoy, ya ve usted! qu ilusin pueden tener esos jvenes de ambos sexos que se pasan la maana retozando medio en cueros por la arena de la playa? Nuestra boda dio mucho que hablar en todo el partido. Mi pobre madre, que era una santa, se gast conmigo sus ahorrillos, y la ceremonia hubo de ser la ms lucida de todas las que se celebraron por la poca. Con decirle que hubo de ser comparada con la de Mara Berta, la hija de los marqueses de N... (28) Yo no caba en m de gozo y, despus de casado, estuve lo menos veinte das sin darme cuenta de nada, como si me hubieran

sorbido el seso, sin ganas para trabajar, presa de una terrible y agotadora mezcla de preocupacin y de alegra... Me pasaba las horas enteras pensando en Matilde y, aunque la tuviese delante y pudiese tocarla con la mano, prefera imaginrmela hermtica y distante como una gaviota o una lejana nube... Cuando iba por la calle senta una gran satisfaccin mirndome pasar, -tan derechito como andaba entonces-, reflejado en los cristales de las tiendas o en las lunas del Caf Comercio, y cuando pasaba cerca de algn amigo que por distraccin no me saludaba, le llamaba jovialmente la atencin para evitarme el remordimiento de conciencia que me hubiera producido el no hacerle partcipe de mi alegra. As era yo entonces! A las muchas cualidades que hube de observar en Matilde de soltera, aad muchas ms encontradas despus de casados. Era buena, limpia, cariosa, hacendosa. Administraba como una sabia y me cuidaba con regalo y con mimo. Pobre Matilde, y qu pronto quiso Dios raptarla de este valle de lgrimas! Un da, llevbamos cinco meses de casados, (29) me puse a hacer una cuna. Revolv Roma con Santiago en busca de las mejores y ms ligeras maderas y las trabaj con un celo y un orden como usted no puede figurarse. Tard tres meses en terminar la carpintera; despus la recubr de organd azul celeste y le puse, para tapar los botones del cuerpo, unas rosetas blancas y rosa que hizo Matilde... El colchn tambin lo hice yo; mejor dicho, los dos colchones, porque tena dos: uno grande y profundo de crin, y otro pequeo, para poner encima, de pluma... Cmo escog la pluma! Ahora me ro pensando el trabajo que me cost. La pluma es una cosa que engaa mucho; cuando uno cree que tiene bastante, y an que le va a sobrar, se encuentra con que no tiene para la mitad. Una vez terminada la cuna, y aunque todos los das aada nuevos detalles, ya no haba sino esperar. Al principio me impuse serenidad; pero a mediada que el tiempo pasaba, llegu a tener tan poca, tan poca, que hasta dud si no sera que Dios quera probarme. Para combatir la desazn que me invada di en recortar, sobre una delgada tablilla que me haba sobrado, dos anagramas con las dos nicas inicialesque lo esperado, -no me haga usted decir _mi hijo_- podra tener: (30) una "M" si hubiera sido nia; una "D" si Dios hubiera querido que fuera nio. La "M" la hice de letra inglesa, con una ramita cruzada. La "D" de letra gtica, apoyada sobre una corneta y un remo. Era el ao 18, de triste recuerdo para tantas familias gallegas. Matilde, en el octavo mes, cogi la gripe, aquella funesta gripe que llen de dolor y de luto a tantos desgraciados hogares... Yo estaba sin sombra. Vea pasar los das, vea que mi mujer no mejoraba, vea que se acercaba el momento... Fueron unos das terribles, amigo mo! No se puede usted figurar lo que sufra; pareca como si presintiese lo que iba a pasar, lo que pas por fin, porque no tena ms remedio que pasar... Yo estaba en la habitacin de al lado. Estaba sentado en un sof que, no s por qu, me pareci en aquella ocasin desusadamente cmodo. Usted no se puede imaginar la cantidad de cosas que hube de pensar en aquellos momentos... Algunas no tenan nada que ver con todo aquello y a m me entraba una gran preocupacin por tenerlas... Encenda los pitillos nerviosamente, unos detrs de los

otros, y los tiraba no ms que mediados contra el suelo y hasta contra las paredes. (31) Si mi madre me hubiese visto tirando las colillas al suelo! El reloj no se mova; lo miraba de vez en cuando, y lo ms que haba avanzado eran cinco minutos. Estaba en una terrible tensin. Don Alejandro, el mdico, sala de vez en cuando y me deca siempre lo mismo: --nimo, muchacho; la cosa no puede ir mejor. Pero a m no me tranquilizaban las palabras de don Alejandro. Segua fumando pitillos; seguan asaltndome ideas que me atormentaban... Me acuerdo que hubo un momento que me qued mirando para el mar y que las olas me parecieron atades... Me interrumpi, al cabo de un rato ms largo que los anteriores, don Alejandro con su voz tonante, que me llamaba. Me volv; don Alejandro estaba en medio de la habitacin, metiendo sus lentes en el estuche... Cuando acab, vino hacia m, me puso una mano en el hombro y me dijo, casi cariosamente: --David..., todava eres joven!... --No siga, don Alejandro! -------------------------------------------------No quise saber nada ms. Me encerr en el despacho, y mi hermano, el que (32) era mayor que yo, el pobre Enrique, se ocup de todo. Le aseguro que en aquel momento, si hubiera fallado -quiso San Jos bendito que as no ocurriese!- mi fe en Dios slo un instante, no hubiera sobrevivido mucho tiempo a la pobre Matilde. Desde entonces anduve siempre un poco errante por mi casa. La cuna, de las mejores y ms ligeras maderas que haba por entonces, y en cuyo trabajo puse un celo y un orden como usted no puede figurarse, sigui estando vaca, y en la cama, de caoba centenaria de la mejor, con una gran incrustacin de bronce que haba mandado -no sabe usted con cunto cario!- traer de Inglaterra, de la casa "James Clark and Son", de Londres, sobraba la mitad... -----------------------------------------------(33)

CATALINITA -----------------------------------------------Catalinita llevaba varias horas al piano. 3 Toca esa vals, toca esa vals, toca esa vals..., Pepita! El candelabro saltaba, temeroso, y la cabeza de Beethoven, de escayola pintada de color de bronce, frunca el ceo ms de

lo acostumbrado. 3 Toca esa vals, toca esa vals, que es mi nica ilusin! Catalinita deca siempre _esa vals_. Haca tan bien! (34) Era primavera, la estacin en que Catalinita tena puestas todas sus ilusiones, y los guisantes de olor que trepaban por el balcn y las violetas de las figuras del jardn aromaban con su olor toda la casa. Ola a violetas y a guisantes de olor en su alcoba, con su coqueta y su cama tan elegante que pareca una gndola; ola a violetas y a guisantes de olor en el recibidor, con su perchero, que, -ella no saba por qu- le daba tanto miedo; ola a violetas y a guisantes de olor en la salita, con sus pequeas butacas forradas de crudillo: ola a violetas y a guisantes de olor en el comedor, con su trinchero francs que tena un espejo ovalado; ola a violetas y a guisantes de olor hasta en el pasillo, que tena acuarelas inglesas por las paredes, y en la escalera, con su pasamanos de terciopelo azul que terminaba en una hermosa bola con todos los colores del Iris... El balcn estaba abierto, y a travs de su reja, caprichosa y labrada como una mantilla, vease la calle, con yerbitas entre las losas, sin aceras, con sus pequeas casitas cubiertas de verdn, con sus altas casas de mayorazgo cubiertas de enredadera, como para presumir. Por encima de las casas, por encima de los tejados que suban y bajaban como un vals (35) de Chopin en el pentagrama, en equilibrio, sin caerse, sin derramarse, estaba el mar, con sus azules que se perdan a la vista, con los humos de sus grandes vapores que el progreso pareca multiplicar, con sus pataches llenos de marineros que tan ordinarios son; el mar, con Inglaterra al otro lado, con sus acantilados inhspitos como los que hay por la parte de San Pedro, con sus prados verdes a cuadraditos, como en Gusamo; el mar, por donde l, un da u otro, acabara viniendo para hacerla suya... 3 Toca esa vals, toca esa vals... Catalinita segua cantando; le ruborizaban esos pensamientos... 3 Que es mi nica ilusin! Pom! Pom! Pom!... Catalinita aporreaba el piano y se rea. Su risa cristalina retumbaba por toda la casa; sus ltimos ecos iban a esconderse entre las doradas cornucopias de la sala, entre los recovecos del marco del retrato que de su madre pintara Rosales... Al otro lado de la casa, en la galera, su madre, doa

Elvira, bordaba, -por entretenerse-, un almohadn. (36) --Nia! --Mam! --No te distraigas! Aplcate! Catalinita se quedaba un momento pensativa; se sonrea era tan feliz!- y volva a hacer correr sus manos, blancas y pequeitas, sobre el teclado. El balcn estaba velado por una cortina de gasa, recogida, como un cors al revs, a cada lado; la cortina prestaba un no s qu de cmara nupcial a la salita... El aire pareca que pasaba como a travs de un filtro, suave y oloroso como una mata de pelo, y la luz, -a travs de la gasa-, perda su violencia para hacerse tan entraable como un regazo... Qu bien se estaba en la sala, al piano, tocando valses y ms valses sin parar! Catalinita era feliz, lo ms feliz que se puede ser esperando. El mar! Ella conoca bien la alta arboladura de la _Joven Marcela_ -donde l haba de venir-, y las velas no le daban confusin. No haban entrado en el puerto otras velas iguales! Ni la _Zaphire_, la esbelta bonitera francesa, que recalaba de vez en vez por all, las tena parecidas... La _Joven Marcela_, de lejos, pareca como una blanca gaviota que volase a ras de las olas, como una nubecilla que la brisa marina empujase hacia la tierra, como un (38) pauelo puesto a secar al sol sobre un espejo... 3 Toca esa vals, toca esa vals... Catalinita tocaba y tocaba, y cantaba y cantaba, toda llena de alegra. El mar! La _Joven Marcela_ l! ... Que es mi nica ilusin!... Tan elegante, tan seor, tan bien plantado; tena treinta y cinco aos, la edad que debieran tener todos los hombres!, y era rubio, de ojos azules y soadores, y alto y delgado como todos los marineros de buena raza; tena una hermosa barba y una gorra de plato toda llena de entorchados dorados; tena tambin unos pantalones blancos como la nieve, y una sonrisa... 3 Toca esa vals, Pepita!... Cmo le gustaban los valses! Los bailaba todo estirado, todo lleno de empaque, y siempre dando vueltas y vueltas... Yo no s cmo no se mareaba! Catalinita volvi a quedarse pensativa, (39) con la mirada fija en el candelabro o en la cabeza de Beethoven -de escayola pintada de verde bronce-, o en los pliegues de la cortina... Su madre, doa Elvira, que al otro lado de la casa, en la galera, bordaba, -por entretenerse-, un almohadn,

levantaba la cabeza de la labor. --Catalinita! Hija! --Mam! --No te distraigas! Aplcate! Catalinita volva a sonrer -era tan feliz!-; volva a hacer correr sus manos... 3 Toca e... toca e... Catalinita estaba toda nerviosa. Mira que ahora, -con lo estudiado que lo tena-, no salirle!... 3 Toca e... toca e -ahora!- sa vals, Pepita!... A veces, la felicidad abruma tanto, que no se puede resistir... No cabe dentro de uno; es como si quisiera salrsele a uno para inundarlo todo, para contagiarlo todo, para teirlo todo de color de rosa... (40) Catalinita estaba toda colorada. Esos pensamientos! Sus mejillas y sus orejas estaban teidas de arrebol; se le haba venido a la memoria aquel verso (_aquella poesa, hija, aquella poesa_, como le deca don David) que l haba compuesto para ella. 3 Yo s cul el objeto de tus suspiros es; yo conozco la causa de tu dulce secreta languidez. Qu hermosos eran! Y qu sabios! Cmo conoca el corazn de las mujeres! El muy pcaro! Catalinita se rea. Don David -que haba de meterse en todo-, hubo de decirle un da, estando paseando por el rompeolas: --Catalinita, hija; jurara que esa poesa es del seor Bcquer, un poeta que ha dado que hablar mucho por Madrid an no hace muchos aos. Pero Catalinita prefera seguir creyendo que era de l. 3 Te res? Algn da sabrs, nia, por qu. T acaso lo sospechas, y yo lo s. (41) Cmo fluan! Con qu naturalidad! No; era imposible. Aquellos versos haban de ser, forzosamente, de l. Entornara los ojos al decirlos, todo arrebatado por las musas, como transportado... Ella conoca de sobra los versos del seor

Bcquer; eran aquellos otros que empezaban diciendo 3 Volvern las oscuras golondrinas en tu balcn sus nidos a colgar,

todos tristes y acongojados. Buena diferencia haba! stos no iban dirigidos al corazn de las mujeres; eran como una queja, como una maldicin; en cambio, aqullos, qu armoniosos!, qu sonoros!; parecan como perlas que cayesen lentamente de un collar. Eso! S! Como perlas que cayesen lentamente de un collar!... --Ah, si yo supiese!, qu verso ms hermoso podra componer para contestarle! 3 Como perlas que cayesen lentamente de un collar,

lentamente de un collar, lentamente de un collar... Catalinita estaba como en trance potico: collar, mar, amar, odiar... (42) Las consonantes llegaban, empujndose unas a otras, y tan de prisa, que pareca que iban a escaparse de nuevo: 3 y que al murmullo del mar el mago conjuro oyesen;

eso s que va bien: el mago conjuro oyesen... qu tal? 3 recibe t en este verso con mi maana y mi ayer, mi corazn todo terso y mi alma de mujer! Catalinita no poda ms; estaba agotada, cada sobre el piano, suspirando, rendida... --Nunca hubiera credo que me saliese! Cmo le va a gustar! A ver si ahora don David sale tambin diciendo que son del seor Bcquer! Al otro lado de la casa, en la galera, su madre, doa Elvira... -----------------------------------------------Pasaron los meses, vino el otoo, esa estacin en que Catalinita tena puestas todas sus desesperanzas; ya el mar se haba vuelto gris como la tristeza... (42) Catalinita segua cantando, al piano, su vals:

3

Toca esa vals, toca esa vals... l no haba llegado; se habra entretenido con cualquier flete que le hubiera salido. La vida era tan dura! 3 Toca esa vals, Pepita! No quera pensar en el naufragio. No; no era posible que la Virgen del Carmen la abandonase. Se habra entretenido... 3 Toca esa vals, toca esa vals, que es mi nica ilusin!... l! Ay! Se acordara de ella en aquel momento? Estara en su camarote, mirando para su retrato? Su madre ya no estaba en la galera; en la galera ya haca fro. Su madre, que estaba en el cuarto de la costura, preparando, -por entretenerse-, la ropa de invierno, levant la cabeza de la labor. --Catalinita! Hija! --Mam! (44) --Aleja esos pensamientos! Su madre estaba ya enterada de todo. Qu vergenza! --No te distraigas! Aplcate! Catalinita estaba como apagada. El otoo, esa estacin en la que ella haba puesto toda su desesperanza!... Intent seguir cantando, pero no pudo. Tosi un poco, se apoy con las dos manos sobre el teclado, que hizo un ruido como si le cantaran las tripas, y arroj un poco de sangre... Catalina tard an un ao y medio en morir; no estaba triste, saba que l no la olvidaba...; seguira querindola lo mismo!... Fue a quedarse en una primavera, la estacin en que ella tena puestas todas sus ilusiones, cuando ms segura estaba de que, de un momento para otro, acabara l por llegar... -----------------------------------------------(45)

MI TO ABELARDO ----------------------------------------------- I

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Mi to Abelardo es pequeito, pequeito como Napolen, -dice l-, o como Kant, aquel filsofo cervecero, o como Cromwell, que una vez peg un susto tremendo a los ingleses.

Mi to Abelardo tiene el pelo blanco, el traje gris y la corbata negra. Tiene tambin un automvil que parece que no anda y un chinchorro que navega por aguas del Parrote y que se llama _Martnez_. Mi to Abelardo tiene una mujer noruega y espiritual que se llama Greta, Greta Tromsen, y nueve hijos, todos de Betanzos, todos rubios y soadores como las princesas de Rubn, que languidecan (46) de amor, o como los prncipes de la Dinamarca, que parecen, cuando son pequeos, anuncios de la leche condensada. Mi to Abelardo tiene tambin un piano de cola que hace unos ruiditos agradables cuando lo acarician, como si fuera un gato; no un gato callejero, de esos feos, blancos y negros, que se pasan la noche pegando gritos por los tejados, no; sino una de esas gatitas mimosas, de bonitos colores, que andan por el saln como duquesas, con la mirada altiva y noble y el ademn sereno y acostumbrado. Oh, el piano de mi to Abelardo, que est siempre enseando las tripas, con la tapa levantada, y que hace "prim-prin-pirrn", como un jilguero, cuando le dan suavemente en su dentadura blanca y negra! En el piano de mi to Abelardo aprendan mis primas el solfeo. Mis primas se llaman con nombres bonitos: la mayor, que ya est casada, se llama Pepita; _Pepita_ se llama tambin un vals que la abuela cantaba al piano, all por el ao 18 o 20. 3 Toca ese vals, Pepita; toca ese vals, hermosa; toca ese vals, toca ese vals, que es mi nica ilusin. Era el vals a cuyos compases, como ya sabis, se haba muerto la pobre Catalinita, que jams se cansaba de esperar. Mi prima Pepita y yo lo oamos extasiados, sentados en el sof, mientras nuestra imaginacin volaba muy lejos, detrs de las notas del piano que se escapaban por el balcn abierto. Mi prima Pepita se sentaba al piano de mi to Abelardo y, como iba muy adelantada, tocaba _Momento musical_, de Schubert, y los valses de Chopin. Mis otras primas, las pequeas, se llamaban tambin con hermosos nombres. Una tena nombre de infanta, Cristina; otras dos, nombres de flor o de brisa marinera, Maria y Chiruca; otra, la ms pequea, que era de la piel del diablo, se llamaba Marucha, y tocaba sentada encima de los dos gordos volmenes de _El Quijote_. Ahora es ya una seorita. ----------------------------------------------- II

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Mi to Abelardo se baj del coche, de ese coche que nadie se explicaba por qu andaba, y subi por la calle Real hablando con su sobrino Francisco Jos, que era alto y delgado como un pino. Mi to Abelardo y su sobrino Francisco Jos se llevaban muy bien, andaban siempre juntos,

(48) jugaban todos los das su partidita de chap... Francisco Jos sola ganar a mi to Abelardo casi todas las partidas; pero mi to Abelardo no se incomodaba. Se consolaba diciendo: --Bah! Eso que haces t no es jugar al chap ni es nada. Eso no es ms que pegar trallazos... y a lo que salga. Francisco Jos se sonrea con la sonrisa del memo, y la cosa segua igual un da que el anterior, igual el que ya pas al que est por venir todava... Cuando mi to Abelardo se sentaba al piano, su sobrino Francisco Jos se situaba en un silln, bien cmodo, para escucharle. Mi to tocaba una sinfona que haba compuesto y que empezaba as: "la la r pirrn". Despus se iban a tomar el t y a ver lo que pintaba Heliodorito, que era el hijo mayor. Abelardito, el segundo hijo varn de mi to, a quien todo el mundo llamaba, -yo nunca supe por qu- con un apodo que pareca un apellido cataln, se entretena dando vueltas y ms vueltas por la baha como si fuera una pescadilla. Cuando haba regatas de balandros siempre se apuntaba; llegaba el ltimo, pero la gente, no s por qu extrao fenmeno (48) de sociologa, exclamaba con admiracin: --Poca suerte tiene este chico, poca. Se ha fijado usted en aquella virada? Ha visto usted cmo se ci a la boya? Fue una maniobra de verdadero patrn! ----------------------------------------------- III

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Mi to Abelardo estaba furioso aquel da. Haba estado riendo con Prez, el bombardino de la Sinfnica. Prez, segn mi to Abelardo, no saba una palabra de msica. --No sabe en qu consiste, -deca muy lleno de razn-, no tiene idea. Prez era un tipo rechoncho y vulgar, que se crea genial y que tocaba el bombardino cuando lo llamaban. Se pasaba el da haciendo trampas a las siete y media, su juego favorito, y no tena profesin conocida. Cuando le preguntaban, responda enfticamente: --Mi oficio es el del Arte, seor. Simplemente. Mi to Abelardo estaba furioso. Prez negaba lo evidente. Pues no deca el indigno que Mozart no saba por dnde andaba, que Chopin era un cursi, que Wagner no saba ni solfeo, que Beethoven careca de inspiracin? Ah, la osada de los bombardinos! (50) La audacia de los bombardinos! La falta de vergenza, -s, seor, la falta de vergenza-, de los bombardinos! Prez pona una sonrisa de hombre que est de vuelta de todo, cuando discuta; una sonrisa que exasperaba. Mi to Abelardo le haba preguntado, furioso, como ltimo argumento: --Vamos a ver! Y el _Septimino_, qu me dice usted del _Septimino_? Y Prez -era para matarlo!- se limit a perfilar su sonrisita de hombre enterado y a exclamar, con un gesto

displicente: --El _Septimino_? Pues... qu quiere que le diga? No est mal instrumentadito. Mi to Abelardo se suba por las paredes. ----------------------------------------------- IV

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--Y, entonces, Prez va y..., saben ustedes lo que tuvo la desfachatez de decirme? Pues que no estaba mal instrumentadito. --El _Septimino_? --S, el _Septimino_; qu les parece? En el saln del Old Club la estupefaccin rebotaba de seor en seor como una pelota de tenis. (51) --Pero.., del _Septimino_, de Beethoven? --S, seor, del _Septimino_, de Beethoven. --Es increble! --Es inaudito! --Es... El seor Garca Mero, siempre de luto, siempre fumando su pitillo, siempre ocurrente, la estaba gozando con la indignacin de mi to Abelardo. --Pero, vamos a ver, Abelardo. A ti te dijo eso Prez, el bombardino? --S. Delante de mi sobrino Francisco Jos. --Ese largo que es de Madrid? --S. El seor Soutn, gordo, viejo, aficionado a los toros y a las chicas que se paseaban por la calle Real, le deca a mi to Abelardo, mitad en broma, mitad en serio: --A ti lo que te pasa es que no sabes bien lo que es el Arte. Quieres que te diga unos versos que le hice a "Rosa, la de Alicante"? El seor Soutn no esper la contestacin. Se incorpor un poco en su butaca, tosi, carraspe, gargariz, busc entre los muchos papeles que llevaba en los bolsillos, y comenz a declamar con (52) su voz medio de catarro, medio de aguardiente: 3 Rosa, la de Alicante, mujer alta y hermosa, que a su nombre de Rosa une la armoniosa suavidad de su cante. Su mirar de diamante, su risa vaporosa y su talle juncal, trata a la mariposa, tmida y arrogante, casi de igual a igual. --Eh, qu te parece? El seor Garca Mero, casi ahogado por un golpe de tos, gritaba:

--Bravo, Soutn! Vivan los ripios! Mi to Abelardo no saba si rer, si incomodarse. Su sobrino Francisco Jos pasaba en aquel momento por la calle. Mi to Abelardo dio unos golpecitos en la luna de la amplia ventana con su sortija. --Eh! Espera, que me voy contigo. Francisco Jos esper. Mi to Abelardo lleg ponindose el abrigo. --Pues est bueno el pueblo entre el bombardino, con sus ideas, y este brbaro de Soutn, con sus versos! --Quieres que vayamos a ver el mar? (54) --S, vamos. ----------------------------------------------- V

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El mar estaba terso como un plato. Era hacia la cada de la tarde y el castillo de San Antn se recortaba sobre el cielo de la baha, ventrudo y perezoso como un monstruo que durmiese. --Te gusta el pueblo, Francisco Jos? --Mucho, to Abelardo. Es muy bonito. Tanto mi to Abelardo como Francisco Jos sentan como un descanso el encontrarse solos, paseando a orillas del mar, despus de escapar de la ciudad con sus bombardinos y sus poetas. --Por aqu es por donde Abelardito hace sus proezas con el balandro, no? --S. Mi to Abelardo se qued un instante callado. De repente interrumpi su silencio como un rayo que pasase, sin avisar, por el horizonte. --Oye, t crees que ese chico sabe...? --Qu chico? --Abelardito, hombre, Abelardito! T crees que sabe...? --Que sabe qu? --Pues..., lo que es un balandro! (55) --Hombre... Ms que t o que yo... --No le pasar lo que al bombardino? --Yo creo que no. Abelardito es un chico serio. --Y lo que a Soutn? --Hombre, no. Soutn es una calamidad. --Ya, ya. Pero t fjate que no gan una regata en todo el ao. --Y eso qu ms da? Eso es cuestin de suerte. Pero aquella bordada..., te acuerdas? Te acuerdas de cmo se ci a la boya de Santa Cristina? Ah, aqulla s que fue una ceida maestra! --Ya, ya! Y aquella manera de venir con toda la vela desplegada al viento? Y aquella...? Mi to Abelardo y su sobrino Francisco Jos se pasaron el resto de la tarde recordando las hazaas de Abelardito. Mi to Abelardo y su sobrino Francisco Jos eran dos soadores. Por eso se llevaban bien. Ya haba anochecido. En el muelle, la oscuridad era completa; slo el triste farol de los pataches brillaba en lo alto de los palos como una estrella olvidada.

A sus espaldas, la ciudad apareca baada por la luz. Prez, el bombardino, estara diciendo, (56) entre baza y baza de siete y media: --Chopin? Chopin era un cursi El seor Soutn, poeta, estara declamando en el Old Club: 3 Rosa, la de Alicante, mujer alta y hermosa... -----------------------------------------------(57)

EL CLUB DE LOS MESAS -----------------------------------------------Juanito Ortiz Rebollado, socio del casino, un da que estaba medio bebido empez a contar aquello del Brasil que tanto gustaba a don Anselmo. Los viejos de tierra firme, -el registrador, el boticario, el cura-, le miraban con la boca abierta, con los ojos espantados por la admiracin. Para ellos, Juanito Ortiz Rebollado era lo ms que se poda ser. Los viejos marinos... Juanito empez as: ----------------------------------------------- I

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Cuando me echaron del Brasil dicindome que si no sala en el primer barco que zarpase de Santos me metan en la (58) crcel, el _Clair de la lune_, sucio, caliente y resoplante como una criada negra, me descarg en Miami, en la dorada Miami. En Norteamrica no conoca a nadie (mis primos los Coffin no cuentan, por que ya por entonces no queran ni saludarme); pero me consolaba pensando que, verdaderamente, mucho peor hubiera sido que el _Clair de la lune_ hubiera hecho el viaje al frica del Sur o a la Tierra del Fuego o a las islas Spitzberg. El consuelo depende de la voluntad. Al poner pie en tierra no tena ni una peseta, y ahora, al acordarme del trabajo que me cost ganar el primer dlar, pienso con pena en aquel dulce olor a caf que en la bodega del _Clair de la lune_ se me peg a la ropa y en los buenos cuartos que ahora podra hacer dejndome lamer por los desesperados bebedores de malta y otras porqueras. Pero, bueno, qu le vamos a hacer! El tiempo pas, las noches que dorm al raso y las carreras en pelo que me daban los _policemen_ cuando robaba pltanos en los cercados, acabaron por aventar aquel alimenticio aroma que despedan mi chaqueta y mi camiseta, y hoy, despus de tantos aos, lo mejor es ya ni acordarse de aquello. En diez aos que han pasado, ustedes (59)

calcularn la cantidad de veces que puede cambiar de olor la chaqueta de un hombre de accin! Y la cantidad de veces que un hombre de accin puede cambiar de chaqueta! Desembarqu al atardecer. El _Clair de la lune_ haba atracado por la maana temprano, a eso de las nueve, pero cuando quise saltar a tierra, un seor vestido de blanco que haba en la Aduana no debi encontrarme lo bastante apto para codearme con los ciudadanos de la Unin y me dijo, de muy malos modos, por cierto, que all no me bajaba. Yo me defend, como es natural, le dije que a ver qu se haba credo, que yo no era ni chino ni negro, etc., etc.; pero el seor de la Aduana se limit a cambiar de postura, a coger el puro entre los dientes y a hacer una sea a un _policeman_ que estaba al lado de l y que pareca un boxeador. El hombre me cogi por el cuello, igual que cogen los porteros de los cabarets a los seoritos borrachos, y me puso en la pasarela. Como las intenciones eran claras y como con la pinta de burro que tena, lo mejor pareca no provocarle, pens que lo ms sabio fuera estarse quieto y no rechistar y tir para arriba, haciendo como que estaba ms azorado y ms (60) corrido que una mona. La procesin iba por dentro, porque bien sabe Dios que si hubiera asomado aunque no fuera ms que una punta, aquel brbaro me desloma. En el _Clair de la lune_ no fue bien acogida mi vuelta. No les haba podido pagar todo el pasaje y me miraban con ese mirar homicida que dedican a los polizones los capitanes de cargo; esa mirada que no se olvida en la vida y que mismamente parece decir las intenciones. A los capitanes de cargo, lo que ms rabia les da es no poder echar al agua a los que se cuelan. A esa agua sucia y como grasienta de los puertos americanos bajo cuya superficie se adivinan los nadares siniestros del tiburn o de la manta... No nos pongamos romnticos! Le promet solemnemente al capitn (un irlands ms borracho que Baco, y tan traidor, por lo menos, como don Oppas) que a la cada del sol intentara pasar otra vez a tierra, a ver si tena ms suerte, y baj a la cocina a lavar cazuelas o atizar la lumbre para que a la hora de la comida el cocinero no se olvidase de m. Cuando lleg la tarde me desped del cocinero, que, cosa rara!, no se haba portado demasiado mal conmigo, y anduve dando tumbos por la borda atracada hasta que, aburrido de mirar para el muelle, (61) donde el _policeman_ que me haba echado, -u otro muy parecidosegua plantado ms tieso que un pino, me li la manta a la cabeza (es un decir), hice en el nombre del Padre, del Hijo y del Espritu Santo, Amn (esto de verdad) y me tir al agua por la banda de afuera. Recuerdo que el chapuzn me caus una impresin macabra, porque me record el chapoteo de las mantas cuando asoman a la superficie, pero como era buen nadador, como la ropa no me estorbaba, porque no llevaba ms que la que a la vista apareca, y como la pacotilla tan pobre era que la sostena en la boca atada con un pauelo, pronto llegu a los botes que all estaban medio inundados para que se hinchasen, y pronto tambin me desapareci el temor. Como no tena reloj no s el tiempo que tardara en achicar el bote, pero para m que no debieron ser menos de las cinco o

seis horas. Cuando estuvo a punto eleg un sitio de la baha que me pareci a propsito y bogando a popa y con un solo remo para no hacer demasiado ruido, all me acerqu para acabar de una buena vez. No s si Cristbal Coln habr sentido la satisfaccin que yo sent al tocar el suelo. Imaginar a los Estados Unidos tan (62) grandes, al _policeman_ tan chico y a la polica brasilea tan lejos, me caus un momento de tal felicidad que difcilmente lo olvidar en los das de mi vida. Me desnud para ayudar a la ropa a secarse y me sent, como Adn en el Paraso Terrenal, slo que con ms fro, sobre una piedra. Enfrente, el _Clair de la lune_, medio descargado ya, enseando su roja lnea de flotacin... La luna estaba en el cielo, el _policeman_ en el muelle y el tiburn en el mar. ----------------------------------------------- II

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A veces es un peligro tener la conciencia tranquila. La preocupacin aleja los sueos y evita el que le roben a uno la ropa. Cuando me despert de madrugada, con ms tos que una oveja y ms fro que un paldico, vi con tristeza que en el pas del oro haba alguien an ms pobre y miserable que yo. Doy mi palabra de honor de que no s qu me caus ms honda pena, si la desgracia de quien me llev la ropa (que muy mal vestido tena que andar) o la certeza de no ser ya el nico atorrante en la lujosa Miami. (64) Pas algn tiempo, el Sol extendi su blonda cabellera, etc., y yo, con una mano delante y otra detrs (ustedes comprendern que algo tena que hacer!), me dirig con paso presuroso hacia el chalet ms prximo. El chalet se llamaba _My Cottage_. Llam al timbre, un golpecito seco para poder volver la mano a su honesta misin, y esper. Al cabo de un rato me abrieron. Probablemente mi aspecto no debiera tener mucho de tranquilizador, pero es probable tambin que la cosa no fuera tan grave como para producir un desmayo. La seora se dio un golpe criminal contra el suelo. Trat de reanimarla, vino un seor que deba ser el marido, dos nios, una nia, una criada... Yo al principio volv a mi posicin de una mano delante y otra detrs, pero despus, cuando la seora volvi en s y todos me acosaban como si fuera un perro rabioso, me arrim a la pared y me defend con la mano que me quedaba libre, porque pens que no era cosa de dejarse aspar como un San Sebastin. Como el poco ingls que saba era distinto del de aquella familia, y no haba manera de que nos entendisemos, y (65) como ya me estaban cargando con tanto grito y tanto bastonazo, en cuanto tuve ocasin y el dueo me arrim la cara le arre un lapo a un lado que le hice escupir las muelas y quin sabe si la

mitad de la lengua, y que fue la seal que esperbamos todos para tranquilizarnos. Al seor se lo llevaron a rastras escaleras arriba y a m me echaron un pantaln que me vena un poco estrecho, pero que me serva para tapar mis carnes pecadoras. Ya con las manos libres pens que lo ms prudente sera no tentar a la Divina Providencia y marcharme de _My Cottage_, y sin pararme demasiado a discurrir (cosa que siempre me haba dado mal resultado), cog una gabardina que haba encima de una silla, me la ech sobre los hombros y sal a la calle por la misma puerta por donde haba entrado. Eso de que las viejas tienen el corazn tierno debe ser cosa de la anciana Europa. Lo digo porque ms debiera parecer el aspecto que llevaba digno de lstima y compasin que de achucharme perros, nios y policas, como no obstante todas las viejas de aquel pueblo se divertan en hacer. La carrera que me dieron desde que la emprendieron conmigo hasta que me (66) met de cabeza en aquella capilla evanglica, es algo cuyo recuerdo me sobresalta. La santidad del lugar calm los mpetus de la multitud; el pastor me llam hijo suyo y me dio una taza de t; su mujer me cosi el pantaln, que, con los saltos que me hicieron pegar, se haba rasgado y dejaba al aire partes hechas para estar tapadas, y yo, vayan ustedes a saber por qu lejana asociacin de ideas, pens en aquel momento en mi infancia pastoril y en aquella vaquita blanca y negra que tenan mis padres. Momentos de flaqueza, quien no los tiene? El pastor solt desde el plpito un hermoso sermn, que la mujer (que se lo deba tener aprendido de memoria) me fue repitiendo en la cocina, y la patulea de mis perseguidores fue calmndose poco a poco, hasta que algo ms entretenido que perseguir a un extranjero con el pantaln roto les distrajo, loados sean los cielos!, su atencin. El pastor se reuni con nosotros (con su mujer y conmigo), y me dijo algo as como "De buena te has librado, muchacho, si llegas a ser negro!", a lo que yo no me acuerdo qu le contest, aunque s s que algo parecido a un "No, seor; (67) gracias a Dios, soy de Betanzos. La Corua, Espaa." Me pregunt despus por mis proyectos, y cuando le dije que la nica ilusin de mi vida era no tropezar con los guardias brasileos, me empez a hablar de las altezas de miras y dems zarandajas, para acabar tratndome de catequizar en la doctrina de su secta: una secta que no era tal secta, segn l deca, sino la base de la futura prosperidad espiritual y material de la Humanidad. Como los europeos y los asiticos somos los nicos mortales que tenemos abuelos conocidos, a m siempre me olieron un poco a timo esos especficos de los norteamericanos. Qu quieren ustedes! No es que uno sea una monja de la Caridad, ni mucho menos; pero por lo menos, los espaoles y los chinos, los franceses y los japoneses, y los italianos y los indios, cuando no sabemos ya qu resolver ni con quin meternos, nos fastidiamos y nos aguantamos, pero no nos dedicamos a fundar religiones. Les estoy hablando a ustedes en serio. Pues bien. el pastor, como me viera un poco reacio a

apuntarme como socio fundador en su secta, apel a hablarme de una cooperativa donde los asociados (68) podan comprar con la garanta de sus bienes futuros, si no los tenan presentes, y aunque al principio la idea no me pareca demasiado pura, despus pens que Dios me perdonara alimentarme de lo que pudiese y le dije que me apuntase. Hubo algunas pequeas dificultades para darme el carnet de la cooperativa; pero, al final, acabaron dndomelo con fotografa y todo. El pastor me llev a la _Philanthropic Society_ y qued iniciado en mi nueva idea. All me encontr con el dueo de _My Cottage_, que me dijo muy fino que le perdonase, que no saba nada de nuestra comunidad de pensamientos; con el _policeman_ que me haba agarrado del cuello y con el seor vestido de blanco que se lo haba mandado, quienes me dijeron algo parecido; con la vieja que iniciara mi persecucin; con un jovencito flaco y barbilindo que titubeando me entreg un paquete con la ropa que me haba robado en la playa y una tarjeta que deca: JOHN UNDERPETTICOOAT _se avergenza ante nuestro profeta Louis Hatchway de haber dejado en cueros a su hermano_, (69) con la seora a quien desmay mi aparicin... Era verdaderamente ejemplar aquella solidaridad. Un paisano que me encontr entre los hermanos (Modesto Loureiro, de Chantada, Lugo) me dijo que los turistas llamaban despectivamente _El Club de los mesas_ a la _Philanthropic_, y el hombre estaba tan indignado cuando me lo deca, que por nada del mundo me hubiera atrevido a contradecirle. Le dije a Modesto que me presentase a las fuerzas vivas, porque Miami, aunque ustedes se crean lo contrario, es un pueblo donde el alcalde, -como en todas partes-, se cree el ombligo del mundo, y el hombre, que era ms gallego que el obispo Gelmrez, me dijo que vivas, lo que se dice realmente vivas, no haba all ms fuerzas que los que momentos antes haba saludado. No insist, no por nada, sino porque vea que iba a dar lo mismo, y dirig mis pasos hacia un grupito donde haba un par de hermosas muchachas. Me qued espantado cuando les o hablar de Ibsen con la irreverencia con que lo hacan. En aquel tiempo en que el demonio de los viajes se haba acomodado en mi corazn, cmo no vibrar de ira al sentir menospreciado (70) al glorioso descubridor del Polo Sur? Les dije que en mi presencia, hasta entonces, nadie haba osado hablar mal de Ibsen, ni de Amundsen, ni de Walter Scott, y, como por arte de birlibirloque, se guardaron sus necedades para mejor ocasin. Habrse visto? Un vejete que estaba en la tertulia y que aseguraba, con un nfasis impertinente, que tena un to francs, meti baza en la conversacin y tuvo la bastante habilidad de ir derivando las cosas lejos de Ibsen, -punto que nadie, en mi presencia, se atrevi jams a tocar-, para acabar llegando, despus de dar muchos tumbos, a las varias definiciones que, segn l, haba

dado la Humanidad -como si no tuviera la Humanidad cosas ms importantes que hacer!- del concepto de dignidad. El hombre hablaba y hablaba como un verdadero diputado por Marsella o por Saint-tienne, y como deca cosas que yo no entenda, pero que me parecan contrarias a las buenas costumbres, le interrump de sopetn y le dije que se callase, que ya haba dicho bastantes sandeces. El sobrino del francs me dijo que le deletrease eso de sandeces, que no crea (71) haber odo bien, pero cuando yo acab de decirle vocalizando lo mejor que pude, F-o-l-l-y, empez a gesticular, a decirme que yo no conoca la correccin, que era un torero ambulante y un inadaptado, un trnsfuga del pensamiento y un hermano indigno; cosas que si le aguant fue por la mucha gracia que me hicieron. Cuando la calma le fue volviendo, se brind a reanudar la conversacin, pero puso como condicin previa para hablar conmigo de aquellos asuntos el que me comportase con dignidad. Ya nunca he pretendido tener ideas originales sobre la dignidad, aunque siempre he pensado que fuera virtud para barrigas llenas. El caso es que, casi sin pensarlo, le solt un largo espich hablndole de lo que me iba saliendo, espich que tuvo una gran acogida y que termin con un "Me exigs dignidad? Dadme dinero!" a modo de broche, que fue muy celebrado. En aquel momento me acord de aquel sabio griego, me parece que fue Issceles, cuando deca al Senado: "Queris que mueva la Tierra? S? Pues dadme un punto de apoyo!". (72) Sent que la grandeza del pensamiento y la elegancia de la actitud que en aquellos momentos posea, corran parejas con la beldad de Dafnis y Cloe o con la honradez de Cosme y Damin. Loado sea Dios que est en los cielos y todo lo dispone! Con cuatro momentos como aqul, qu fama de tribuno no se hubiera cimentado? ----------------------------------------------- III

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Cuando me hicieron presidente de la Cmara de Comercio de Miami, diez aos ms tarde, y director del economato de la _Philanthropic_, me acord un buen da de repente de Betanzos. Tuve unas terribles luchas conmigo mismo, de las cuales mi espritu sala con harta frecuencia destrozado. Hice mi equipaje y me march. Antes escrib una tarjeta al secretario de la Cmara. Deca as: 3 "Hay un pinche de Betanzos que se llama Serafn y que cuece los garbanzos en la marmita de Papn. Good bye!"

-----------------------------------------------(73) Juanito haca ya un rato que tartamudeaba. --El alcohol va a terminar con l! -deca don David. --Ser posible, -exclamaba indignado don Lorenzo-, que siempre lo deje todo a medio acabar? -----------------------------------------------(75)

A LA SOMBRA DE LA COLEGIATA ----------------------------------------------- I

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Doa Julia haba dicho a sus nietos: --Y si sois buenos, ahora que viene la Navidad, os traer a comer. Pero la Navidad lleg cuando ya doa Julia se haba marchado, como un pajarito, sin moverse siquiera, camino del cielo. Fue la vspera de la Nochebuena. El entierro, que presidieron sus hijos y que llev muchos coches detrs, pas por todas las nevadas calles de la ciudad, camino del cementerio, haciendo correr los visillos tras los helados balcones, espantando en su alegra a los nios que cantaban villancicos al lejano y bronco sonar de las zambombas. Pobre doa Julia! En la ciudad su marcha dej un vaco inmenso, y aquellas (76) Navidades... Ay, aquellas Navidades fueron tristes y desamparadoras, como aquellas otras, ya casi remotas, que agu la peste, o aquellas ms cercanas, pero igualmente crueles, que preocup la guerra de Melilla! Don Estanislao, y don Po, y don Juan y don Miguel, y don Lorenzo, y don Jess dejaron caer pesadamente la cabeza sobre el pecho. --Cuntas sorpresas nos depara esta vida, este bajo mundo! Quin lo haba de decir aun ayer!... Don Sebastin haba dado vacaciones a sus muchachos. De no haber sido as, hubiera podido al da siguiente decir, con el solemne empaque de siempre: "Y cuando el astro del da apagaba en los mares de Occidente su cabellera de fuego..."? Eso es cosa que nadie sabe. Quin es capaz de leer en el insondable fondo de los corazones? ----------------------------------------------- II

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En la ciudad, cuyos orgenes se perdan en las sombras misteriosas de la Edad Media, haba una Colegiata. Sus campanas se estremecieron aquella noche de pavor, y su granito, varias

veces centenario, (78) sinti sus luengos aos y el remordimiento de vivir. La Colegiata era una Colegiata como las dems. Los hombres que la gobernaban (sistematicemos, en homenaje a don Sebastin, que en el fondo de su conciencia nos lo agradecer) eran los siguientes: Don Estanislao, su rector; sonrosado y barbilindo como una manzana, hablador y reverencioso como una duea, menudito y satisfecho en su inefable y casi anglico ademn... Sus cuatro cannigos, a saber: Don Po, orador sagrado, de grave y campanuda voz... Don Santiago, padre de los pobres y organizador de cofradas y catequesis, y a quien todo el mundo distingua con su respeto. Don Juan, que tena una rara semejanza con Figueirido, el criado del abuelo. Don Julio, flaco y escurrido como una avutarda... Su chantre, don Miguel Garca, inquieto y recortadito, con su voz de damisela encelada, que se pona colorado al hablar... Su sochantre, don Lorenzo Salgado, grande y peludo como un rbol... Su organista, don Jess, con azules (79) ojos de artista, su flotante cabellera de artista, su fnebre chalina de artista, sus largas y huesudas manos de iluminado... La Colegiata tena tres torres, -la Torre Gorda, la Torre del Miserere y la Torre del Francs-, y un reloj que haca desgranar en suaves arpegios, -de cuarto en cuarto de hora-, su campanil para que los vivos se estremecieran, tambin de cuarto en cuarto de hora, ante la inexorable marcha hacia la muerte. La primera vez que don Po dijo, hace ya muchos aos, en unos Juegos Florales en los que actu de mantenedor, eso de los suaves arpegios, el seor obispo y el seor Gobernador le felicitaron. Como recuerdo, y con todas las firmas elegantemente grabadas sobre plata, sus amigos le dedicaron un pequeo homenaje: una placa, entonces lozana y brilladora y hoy olvidada en una pared de la vieja sacrista, al lado de un _Descendimiento_, dicen que de mucho valor. De aquello hace ya tanto tiempo, que... quin se acuerda? ----------------------------------------------- III

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La Colegiata agrupaba las casas a su alrededor, como una gallina a sus polluelos. Bajo la blanca toalla de la nieve, (80) todas las casas parecan iguales; nadie, al verlas as, adivinara ese mundo de graves preocupaciones, de profundos mnimos problemas, que familias enteras se obstinaban en no resolver; de alegras fugaces que duran tan slo un da de boda, unas horas de bautizo o de primera comunin... Y, sin embargo, si ahora nos fuera dado verlas al claro y violento sol del esto, nos percataramos de que no haba dos iguales, de que se levantaban unas por encima de las otras, de que refulgan cada una de ellas con mil brillos o mil sombras diferentes.

Pero la ciudad, era tan hermosa y tan disparatada! Por encima de esos tejados que eran toda la ciudad, la Colegiata levantaba sus agujas, no tan orgullosas como bellas; sus escalonados y verdinegros campanarios romnticos, casi tan viejos ya como los montes. La casa de doa Julia y de don Sebastin estaba en la Cuesta de Abajo, a la salida de la ciudad, ante una campia nevada y blanca por el crudo invierno, tmida y aireada como los caminos por donde bajan, en los belenes, los tres Reyes Magos, con sus caballos, sus camellos, sus criados (81) y su misterioso y entraable cargamento de sorpresas. La casa de doa Julia y de don Sebastin tena tres pisos, un balcn corrido con balaustrada de piedra, un escudo fusado con un yelmo que miraba hacia la izquierda -"No me explico quin de nuestros antepasados pudo haber pecado de bastarda", sola decir doa Julia, cuando todava poda decir cosas, a su tertulia de clrigos, de pensionistas y de catedrticos; "no me lo explico"- y un aldabn de bronce, grande y macizo, que doa Julia mandaba, cuando todava poda mandar, que lo quitaran por las noches. --Hay tanto desaprensivo! ----------------------------------------------- IV

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Don Sebastin era catedrtico de Instituto, catedrtico de Historia. Don Sebastin, por las maanas, a las nueve, daba su clase acostumbrada. Con idnticas bien medidas palabras, todos los aos explicaba idnticos y fundamentales sucesos histricos. Se los haba aprendido de memoria, a lo largo de treinta y cinco aos de labor docente, -como se dice-, y gozaba en repetirlos, montonos y exactos como la marcha de los pndulos, como el pasar de las horas sobre (82) la vieja ciudad universitaria y clerical, ante su juvenil auditorio, ante su moceril gento, todos los aos renovado y siempre eterno e inmutable. Don Sebastin hablaba como un orador, como un verdadero y bien probado orador, y su discurrir casi castelariano, su ampuloso y dogmatizador discurrir de catedrtico de Instituto de finales del XIX, haca un desconcertador efecto fluyendo de su figura casi franciscana. El da ms feliz del curso era aquel en el que tena ocasin para decir: --Y cuando el astro del da apagaba en los mares de Occidente su cabellera de fuego, todos los soldados, de rodillas, entonaron el _Tedum_, digno epinicio de tan gloriosa jornada. Aquello era realmente hermoso! Y, adems..., qu caramba, desde la ctedra tenemos el sacrosanto deber de hacer patria! Don Sebastin daba fin a sus lecciones con broche de oro. Carraspeaba despus, guardaba, con su cotidiano primor, sus finos lentes de pinza, beba su ltimo sorbito de agua, sonrea con aquella inefable y casi imperceptible sonrisa que luchaba por escapar a travs de su barba, ensayaba su "Queden ustedes con Dios!" de todas las maanas...

(83) Don Sebastin era querido de sus alumnos, muy querido; jams pona mala cara a nadie, jams se enfureca cuando hablaban o llegaban tarde, jams se haba dado el caso de que a nadie suspendiera... Podra ahora, sin embargo, de no estar de vacaciones sus muchachos, decirles con el empaque solemne de costumbre aquello del epinicio y de los mares de Occidente, aquello del _Tedum_ y de la cabellera de fuego? ----------------------------------------------- V

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Don Sebastin hizo de tripas corazn. --Que vengan los nios a comer. Don Sebastin no poda olvidar que doa Julia les haba dicho, pocos das antes de marcharse como un pajarito, sin moverse siquiera, camino del cielo: --Y si sois buenos, ahora que viene la Navidad, os traer a comer. Y los nios... Qu culpa tenan los nios para que nadie los invitara a comer, despus de haber sido buenos como santos? Don Sebastin daba vueltas alrededor de la mesa, ocupndose de todo. La mesa presentaba un aspecto brillante, con un albo mantel, su dibujada vajilla de loza (84) antigua, sus fuentes de turrn, de frutas escarchadas, de figuritas de mazapn. --Para los nios no ha pasado nada, me entienden? -haba dicho don Sebastin a las criadas, para aadir a rengln seguido, casi pensativamente: --Pobres criaturas... Y en una larga mesa, al fondo del comedor, el Nacimiento enseaba a los atnitos ojos infantiles su urea purpurina, su teido serrn, sus bruidos espejos que semejaban lagos. Sobre el Portal, pendida de un hilo casi invisible, una estrella de papel de plata se balanceaba mientras los nios hablaban. --Y la abuelita? Don Sebastin no supo qu contestar. Mir para la estrella que colgaba del cielo raso de la habitacin y carraspe un poco como si estuviera en clase. Sali lentamente del comedor y se encerr en su despacho. Se ech sobre el sof y dej caer pesadamente la cabeza sobre el pecho, como el seor rector, como los cuatro cannigos, como el chantre, como el sochantre, como el organista. Los muchachos de las zambombas seguan con su montono sonar, deambulando por las nevadas calles de la ciudad. La blanca toalla que todo lo envolva... -----------------------------------------------(85)

LA ETERNA CANCIN ------------------------------------------------

I

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Usted cree que estoy loco? No; yo le podra asegurar que no lo estoy, pero no lo hago. Para qu? Para darle ocasin a exclamar, como todos los que lo oyeran: "Bah!, como todos..., creyndose cuerdo! La eterna cancin!"? No, amigo mo; no puedo, no quiero proporcionarle esa satisfaccin... Es demasiado cmodo venir de visita y sacar la consecuencia de que todos los locos aseguran que no lo estn... Yo no lo estoy, se lo podra asegurar, repito, pero no lo hago; quiero dejarle con su duda. Quin sabe si mi postura puede inclinarle a usted a creer en mi perfecta salud mental! Don Guillermo no estaba loco. Estaba (86) encerrado en un manicomio, pero yo pondra una mano en el fuego por su cordura. No estaba loco, pero, -bien mirado-, no le hubiera faltado motivo para estarlo... Qu tiene que ver que se haya credo, durante una poca de su vida, Rabindranath? Es que no andan muchos Rabindranath, y muchos Nelson, y muchos Goethe, y muchsimos Napoleones sueltos por la calle? A don Guillermo lo meti la ciencia en el sanatorio..., esa ciencia que interpreta los sueos, que dice que el hombre normal no existe, que llama nosocomios a las cosas de orates...; esa ciencia abstrada, que huye de lo humano, que no explica que un hombre pueda aburrirse de ser durante cincuenta aos seguidos el mismo y se le ocurra de pronto variar y sentirse otro hombre, un hombre diferente y aun opuesto, con barba donde no la haba, con otros lentes y otro acento, y otra vestimenta, y hasta otras ideas, si fuera preciso... ----------------------------------------------- II

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Desde aquel da visitaba con relativa frecuencia, -casi todos los jueves y algn que otro domingo-, a don Guillermo. l me reciba siempre afable, siempre deferente. Don Guillermo era lo que se dice (87) un gran seor, y tena todo el empaque, toda la majestuosidad, toda la campesina prestancia de un viejo conde, cristiano y medieval. Era alto, moreno, de carnes enjutas y sombro y oscuro mirar... Vesta invariablemente de negro y en la blanca camisa -que lavaba y repasaba todas las noches, cuando nadie le vease arreglaba cuidadosamente la negra corbata de nudo, sobre la que se posaba, siempre a la misma altura, una pequea insignia de plata que representaba una calavera y dos tibias apoyadas sobre dos GG: Guillermo Gartner. Se mostraba cortsmente interesado por mis cosas, pero le molestaba mi inters por las suyas, de las que rehua hablar. Me costaba un gran trabajo el sonsacarle, y algunas veces, cuando pareca que lo consegua, se me paraba de golpe, me miraba, -con una sonrisa de conmiseracin que me irritaba-, de arriba abajo, se meta las manos en los bolsillos y me deca: --Sabe que es usted muy pillo? Y se rea a grandes carcajadas, despus de las cuales era intil tratar de hacer recaer la conversacin sobre el tema desechado.

-----------------------------------------------(88) III

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En el manicomio lo trataban con consideracin, porque, desde que haba entrado, -e iba ya para catorce aos-, no haba armado ni un solo escndalo. Entraba y sala al jardn o a la galera siempre que se le ocurra, se sentaba en el borde del piln a mirar a los peces, inspeccionaba, -siempre silbando viejos compases italianos-, la cocina, o el lavadero, o el laboratorio... Los otros locos lo respetaban, y los empleados de la casa, -excepto los tres mdicos-, no crean en su locura. ----------------------------------------------- IV

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Los das eran eternos, y don Guillermo, un da que estbamos hablando del otro mundo, me confes que si no se haba tirado a ahogar, -no por desesperacin, sino por cansancio-, era porque las temperaturas extremas le molestaban. --Me da grima figurarme, -deca-, medio acostado, medio flotando en el fondo del piln, con la camiseta empapada en agua fra...; a lo mejor se me quedaban los ojos abiertos y el polvito del agua se me metera dentro y los irritara todos... A usted no le estremece un ahogado? Pero no para ah lo peor; figrese usted que (90) de repente le toca a uno el turno, comparece, y como uno es un suicida, lo envan al infierno a tostarse...; el agua de la camiseta, del pelo, de los zapatos, empieza a cocer y uno a dar saltos, saltos, hasta que el agua se evapora y uno la echa de menos, porque empiezan a gastarse los jugos de la piel... ----------------------------------------------- V

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Al jueves siguiente, no bien hube pasado de la puerta, sali el portero de su cuchitril, como un caracol de su concha, y me dijo: --A dnde va usted? A don Guillermo le enterraron el sbado pasado. Pero no se haba enterado usted? El viernes por la maana apareci ahogado en el fondo del piln... El pobre tena sus grandes ojos azules muy abiertos; el polvillo del agua se los haba irritado como si se los hubieran frotado con arena... Estaba medio desnudo..., daba grima verlo, al pobre, con toda la camiseta empapada en agua fra... -----------------------------------------------(91)

DON HOMOBONO Y LOS GRILLOS ------------------------------------------------

Don Homobono viva en la vieja ciudad de sus abuelos. Era un filsofo rural, verdaderamente lo que se llama un filsofo rural; se le notaba en el pantaln, de pana, que no era color de aceituna, como los vulgares pantalones de pana del alcalde o del jefe de la estacin, sino color de conejo de raza, de un gris perla de ensueo, tornasolado, con las irisaciones ms bellas por aquellos sitios donde el roce de tantas jornadas haba dejado su huella indeleble. Don Homobono era amante de las flores, de los prados, de los pjaros del cielo, de los insectos que el Seor cri para (92) que se metieran por los agujeritos del suelo y por entre las grietas de las piedras. Cuando algn mozuelo volva hacia las casas con un nido en la mano, o con algn grillo metido en una lata, o con un par de saltamontes en el bolsillo de la blusa, hua siempre de don Homobono, que, indefectiblemente, ordenaba volver la libertad al prisionero. --Te gustara que hicieran eso contigo? -les deca. El argumento no tena vuelta de hoja. A ninguna criatura le gustara que hicieran con ella la mitad de las cosas que ella hace con los grillos. Sin embargo, don Homobono, como queriendo dar mayor fuerza a su razonamiento, aada entre condescendiente y orgulloso: --Pues ya ves. Si la madre Naturaleza quiere... Don Homobono se quedaba como cortado. Era que se solazaba con la idea de lo que iba a decir. --Pues si la madre Naturaleza quiere, hace lo mismo contigo. Don Homobono sonrea satisfecho. El chiquillo lo miraba absorto. "Verdaderamente, don Homobono tiene razn, -pensaba-. Lo mejor ser soltar el grillo. Mira que si a la madre Naturaleza se le ocurre!... (93) No, ms vale no pensar en ello." El grillo caa al suelo, levantaba al aire sus cortas antenas y corra a esconderse debajo de la primera mata. -----------------------------------------------Las noches de agosto son lentas y pesadas como losas, aun en aquella ciudad, estacin veraniega. Don Homobono, completamente desvelado, estaba nervioso. Ese grillo! El grillo, como si no fuera con l, segua con su montona cancin, con aquella triste salmodia con la que ya llevaba tres horas largas. --_Cri, cri..., cri, cri..., cri, cri_... Don Homobono, el filsofo rural de los pantalones de pana, estaba desazonado. Verdaderamente, la cosa no era para menos. El grillo segua con su _cri, cri_ desesperadamente; con su _cri, cri_, que contestaba al _cri, cri_ del grillo de la huerta, al _cri, cri!_ del grillo de la carretera, al _cri, cri_ del grillo del vecino prado, al _cri, cri_... No, imposible! No se puede seguir as! Don Homobono se levant como una furia del Averno. Encendi la luz... All, en el medio de la habitacin, estaba el (94)

grillo gritando estpidamente _cri, cri, cri, cri_, como si eso fuera muy divertido. Al principio pareci como no darse cuenta. Despus se par, dijo un poco ms bajito su _cri, cri_, dio unos cortos pasitos... Don Homobono, con la imagen del crimen reflejada en su faz, con la mirada ardiente, el ademn retador y una zapatilla en la mano, se olvid de sus prdicas y... El grillo, despanzurrado, pareca uno de esos trozos de medianoche que quedan tristes y abandonados en el suelo despus de los bautizos. -----------------------------------------------(95)

CLAUDIUS, PROFESOR DE IDIOMAS ----------------------------------------------- I

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Me dio un vuelco el corazn cuando supe que Claudius, profesor de idiomas, era mi viejo y entraable amigo de los meses de Rotterdam, Claudius van Vlardingenhohen, a quien yo en un tiempo tanto quise y admir. A Claudius lo conoc enRotterdam,precisamente, el ao 34, con motivo de una reunin de veterinarios a la que fui invitado por su presidente, M. Paul Antoine de l'Aparcerie, un bretn calvo y ventrudo, que era amigo de mi familia y haba sido socio industrial de un to mo en no s qu contrabando por los campos del Mio. Claudius estaba de permiso y se pasaba (96) el da deambulando para arriba y para abajo, las manos en los bolsillos del abrigo y la cabeza descubierta. Recuerdo que la primera vez que lo vi, ensimismado y casi sonriente, fue en el puerto, mirando cmo descargaban unas cajas del "Monte Athos", un vapor griego, sucio y lleno de mataduras, que vena de Bremen. Yo hubiera jurado que era un profesor de tica o de Literatura; no s por qu, pero me pareca que sus noches deberan estar dedicadas al estudio y a la lucubracin. Cuando me dijeron que era el verdugo de Batavia, en las Indias Neerlandesas, sacudi todo mi cuerpo una extraa sensacin entre chasco, desilusin y sorpresa. --Es se? --S, seor; pero es afable y dulce, ya ver usted. Por los espaoles siente una gran admiracin; yo le o, hace ya aos, una conferencia en la Sorbona y pude percatarme bien a las claras. La titul..., no recuerdo bien..., algo as como "Aportacin al conocimiento de los espesores de la piel del cuello en la especie humana", y de ustedes hizo un cumplido elogio. Ver, venga, que se lo presente. Su sonrisa era clara como una fuente, su bigote intentaba vanamente dar a su faz un aire misterioso, y sus ojos, de un (98) azul pursimo, tenan un inefable aire de nostalgia; parecan ojos de un joven poeta marinero que hubieran quedado clavados, con su corazn, en cualquier punto de los lejanos mares del Sur.

--La vida, amigo mo, -me dijo a rengln seguido de la presentacin-, est toda ella rebosante de amargas decepciones. --Cierto, -le respond sentenciosamente y no muy convencido. --Y tan cierto! Ya ve usted, hace un rato yo me deca: "Claudius, si sabes de dnde viene este barco te compro medio kilo de salchichas", y me responda por lo bajo: "De Liverpool". Pues ya ve usted, pregunto finamente a un marinero: "Verdad que vienen ustedes de Liverpool?", y me responde con sequedad "No! De Bremen!" usted cree que esto es justo? --No. --Naturalmente que no. Claudius se qued un instante parado mirando para el barco; su ademn era ms misericordioso que solemne, ms humilde y apabullado que retador y colrico. --Ve usted aquel marinero de la camisa blanca que cojea un poco? --S, seor. (99) --Pues se fue! --Es terrible. --Ya lo creo. Pero no para ah todo. Despus de mi fracaso quise reivindicarme y me dije: "Claudius, si aciertas lo que va dentro de las cajas te compro medio kilo de salchichas." --Otro? --No, seor; el mismo. Yo entonces murmuraba para m: "Esas cajas llevan maquinaria agrcola". Pregunt y, efectivamente, las cajas no llevaban maquinaria agrcola; llevaban lavabos. Cre desesperar. Claudius mostraba, todo l, un gran abatimiento. Yo trat de reanimarle. --Amigo Claudius, -le dije-, le regalo a usted medio kilo de salchichas. --No, -me respondi con los ojos llenos de lgrimas-, no puedo decir que s. Tendra que ofrecerle algo mo a cambio, y usted no aceptar. Tendra al menos que acertar en algo, que complacerle en alguna cosa. --Vngase usted conmigo. --A dnde? --A la sesin de esta tarde del Congreso de veterinarios. --No puedo, amigo mo, y crame que lo siento; con gran dolor de mi corazn me veo obligado a decirle a usted que no (100) puedo. Usted habr podido observar que no le menta cuando le aseguraba que la vida est toda ella... --Llena de amargas decepciones! --Exacto. --Y a usted le violentara mucho...? --Acompaarle? Espantosamente! --Ni aun a cambio de medio kilo de salchichas? --Ni aun as, amigo mo. Estuve una vez en el Congreso y cre morir. Yo, sabe usted?, soy nacionalista, ferozmente nacionalista. Para m no hay nada mejor, ni ms bello, ni ms grande que mi dulce pas. Donde est un buen queso holands, que se quiten de en medio la muralla de China, o la raza de guerreros de la Marca de Brandemburgo, o las glorias de Napolen Bonaparte o, perdone usted! la catedral de Santiago de Compostela o las corridas de toros. Cuando empiezo a hablar de esto, -dijo bajando la voz-, no hay quien me pare; procurar ser breve esta vez. Como le deca a usted, yo soy nacionalista.

Usted cree que hago mal? --No seor; hace usted perfectamente. --Eso creo yo. Pues bien: se es el motivo. Yo no puedo ir al Congreso, porque enfermo. Yo no puedo tolerar que sobre la mesa de la presidencia se lea en (101) aquella horrorosa pancarta y en cinco idiomas diferentes: Veterinarios de todos los pases, Unos! Mi amigo Claudius estaba todo l iluminado como las cabezas de los santos en las estampidas. --Creo honradamente, -continu- que a eso no hay derecho. ----------------------------------------------- II

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La segunda vez que lo vi fue en Pars, aquel mismo ao. Me haba refugiado en el hall del "Mont Thabor", a or un poco de espaol, cuando sent que me llamaban con unos golpecitos en la espalda. --Hola! Cmo est usted? Yo soy Claudius, no recuerda?, Claudius van Vlardingenhohen. --S, hombre! Cmo no voy a recordar? Ya lo creo! Y usted por aqu? --Ya ve usted, a echar una canita al aire. Rotterdam es tan aburrido! --Pero usted... ha evolucionado? --Ah, no! Entendmonos: decir que Rotterdam es aburrido no significa que sea malo. --Ah, vamos! (102) --Significa que la vida es apacible, sencilla; una vida de hogar, dulce y patriarcal, hecha para el descanso de los armadores... uno an es joven, qu caramba!, uno an est de buen ver. Aqu lo paso muy bien; esto es una ciudad maravillosa. Por algo se llama "La Ville Lumire", no lo cree usted? Los bulevares son de ensueo; el "Bois de Boulogne" es encantador y el "Moulin Rouge", con sus aspas llenas de bombillas, y "Chez Maxim's"... --Usted va mucho al "Moulin" y a "Chez Maxim's"? --No; no he ido jams. No me atrevo a entrar; me da la sensacin de que todo el mundo se va a quedar mirando para m. Pero los veo por fuera. Son tan bonitos! Y Ntre Dame es monumental, no lo cree usted? --S, s. --Y la Tour Eiffel. Eso es un alarde de ingeniera, un verdadero alarde de ingeniera! Se qued un instante en silencio. Arrim una butaca y se sent. --Oh, Pars, Pars! Cmo enloqueces las mentes! Claudius estaba sentimental. Lleno de entusiasmo como un escolar, pareca ms que nunca un profesor de tica o de (103) Literatura; lo ms que se podra sospechar de l es que fuera un profesor de Filosofa del Derecho. --Yo aqu soy feliz, -continu-; siempre que quedo, hago una

escapada a Pars. Me siento como el pez en el agua. Se nota un indudable sosiego en el espritu deambulando, como un enamorado, por las orillas del Sena. Se est tan bien, apoyado sobre cualquier puente, viendo pasar las horas y las misteriosas aguas! Le ataj en su camino. --Usted ha ledo mucha literatura francesa? --Mucha; s, seor! -me respondi con entusiasmo. --A Baudelaire, ha ledo usted? --S, a Baudelaire; creo sinceramente que es genial. --Y a Verlaine? --Tambin he ledo a Verlaine, el nico, el inimitable... Hizo una leve pausa y continu, casi pensativamente, dejando caer las palabras con una voz ronca y venenosa que me sobrecogi. --Ese nombre trae a mi mente una serie de bellos y tremendos recuerdos... El ajenjo... Le interrump. --Habla usted como un poeta, amigo (104) Claudius, como un verdadero poeta maldito. --Lo dice usted de verdad? --Absolutamente de verdad. --Ah! Es usted muy bueno! Espaa es un hermoso pas! El hombre quera corresponder y me piropeaba indirectamente; cada cual corresponde como mejor le parece, y esa frmula, a Claudius, probablemente, le pareca inmejorable. --Ha ledo usted a Balzac? --S; pero no me gusta; lo encuentro un poco pesado, un poco lento. --Ya, ya le entiendo. Mi amigo Claudius haba arrimado otro poco su butaca y estaba ya casi encima de m. Sus ojos le brillaban de gozo. Me mir y volvi sbitamente sobre sus palabras. --Espaa es un bello pas; s, seor. Se lo digo a todo el mundo. --Muy galante. --No; no es galantera, es verdad, Yo siempre lo digo, con ligeras variantes. Unas veces digo Espaa, otras Servia, otras Italia, otras Irlanda... La educacin, amigo mo, es algo tan olvidado por los hombres! --Verdaderamente. Y usted tiene (105) muchos amigos espaoles, servios, irlandeses, italianos? --Muchos, s, seor! Tantos como he conocido. Me agradecan todos de tal manera unas frases sobre sus lejanos pases! --Es que somos todo corazn, amigo Claudius; es que somos unos sentimentales incorregibles, no lo cree usted? --Hasta cierto punto, amigo mo. Yo creo que si ahondamos un poco, con lo que nos topamos es con que todos tenemos un denominador comn; con que todos nos sentimos nacionalistas. Yo tena un viejo