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Dali Ana Maria - Salvador Dali Visto Por Su Hermana

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Ana María Dalí S a l v a d o r D a l í v i s t o p o r s u h e r m a n a

1

Ana María Dalí

SALVADOR

DALÍ VISTO POR SU HERMANA

Traducción María Luz Morales

EDICIONES DEL COTAL S. A.

Praga, 50. Barcelona-24

Título original:

“Salvador Dalí, vist per la seva germana” Portada:

Retrato de Salvador Dalí, por Federico García Lorca © Ana María Dalí © de la presente edición: EDICIONES DEL COTAL, S. A. Praga, 50 / Barcelona-24 ISBN: 84-7310-061-1 Depósito Legal: B. 22.370-1983 Gráficas Badalona I. Iglesias, 26 / Badalona

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Muy poco se sabe de la vida de Salvador Dalí antes de formar parte del grupo surrealista y entrar

en la élite artística internacional de la que sería y es uno de los principales y más originales representantes.

El presente libro, lleno de recuerdos y anécdotas y escrito con una naturalidad asombrosa, nos describe las vicisitudes personales y artísticas del joven Salvador Dalí, sus amistades el ambiente donde transcurrieron los primeros veintiséis años de su vida.

Nadie puede conocer a fondo a este complejo controvertido artista sin tener en cuenta estas páginas que son un precioso documento, sincero y objetivo, sobre la personalidad del pintor y la evolución de su obra.

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I

INFANCIA

CAPÍTULO PRIMERO

L'Angel de la Son

té les ales blanques,

té d'or fi el cabell

i el vestit de plata.

No bé s'ha fet nit

que del cel davalla,

per obrir-li pas

els estels s'aparten.

L'Angel de la Son,

quan clareja l'auba,

dret al paradís

bat de nou les ales.

En veure'l passar

les aloses canten

i s'aixeca el sol

i les flors esclaten (1).

(Canción popular.)

N Figueras, en un piso de la calle de Monturiol, se repite una y mil veces esta canción de cuna. Cuando mi hermano Salvador cuenta cuatro años, nazco yo, y la canción continúa, aun siendo él ya mayorcito.

Fue en ese piso, del que sólo me queda el recuerdo de un umbráculo y una galería llena de nardos, donde nacimos y pasamos los primeros años de nuestra vida. Esos años en que todo se confunde, en que se mezcla la noche con el día y no se tiene aún noción del tiempo. Años en que los padres y otras personas de la familia parecen seres fabulosos que sólo sirven para protegernos de esos miedos insólitos que todos hemos sufrido, de pequeños...

La canción del «Ángel del Sueño» nos dormía siempre, en una sensación de seguridad. Pues estábamos ciertos de que ese Ángel, al que confundíamos con el Ángel de la Guarda, tenía el poder de preservarnos de todo mal.

Nuestra infancia transcurrió, más que dentro del piso, en aquella galería, adornada por grandes

1 «El Ángel del Sueño — tiene alas muy blancas; — de oro es su cabello, — su traje de plata. — Al caer la noche,

— de los cielos baja; — todas las estrellas — al paso se apartan. — El Ángel del Sueño, —cuando apunta el alba, — hacia el paraíso — remonta sus alas; — al verlo pasar — las alondras cantan, — y se abren las flores — y el sol se levanta.»

(Canción popular catalana.)

E

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tiestos rebosantes de nardos y azucenas, y en el umbráculo lleno de pájaros (a nuestra madre le gustaban mucho y criaba tórtolas y canarios) que daba, a la salida del comedor, una sombra suave.

Esta galería, orientada a Poniente, caía exactamente sobre el jardín de la Marquesa de la Torre, del que se alzaban las copas de unos castaños hasta los balaustres de nuestra baranda. A uno y otro lado, la casa daba a las dos calles, más céntricas de Figueras. La fachada principal a la calle de Monturiol; la otra, a la de Caamaño.

Las calcomanías eran uno de nuestros entretenimientos favoritos. Todo el día corríamos de un lado para otro; de todas partes nos echaban porque todo lo ensuciábamos con el platito de agua que siempre se vertía, llenando mesas y sillas de aquellos papelitos retorcidos que, como piel muerta, desprendíanse de la calcomanía, dejándola estampada sobre los papeles donde la pegábamos, con sus colores alucinantes, los mismos colores de los sueños infantiles.

Teníamos un juego de cisnes y patitos de celuloide que era una preciosidad: tan perfectamente formados estaban, que hubiéranse dicho porcelanas de vitrina. Salvador se divertía aplastándolos con un martillo hasta dejarlos planos y sin forma. Y a mí me entristecía ver cómo los blancos cisnes, que con tanta gracia flotaban sobre el agua, se convertían en aplastados trozos de celuloide.

Un día que, como de costumbre, estábamos jugando en la galería, se oyeron las sirenas de los bomberos. Había estallado un incendio en la calle Ancha.

— ¿Quieres ver los bomberos? — preguntó mi padre a Salvador. Mi hermano se levantó, rápido, y con la cabeza entre los balaustres de piedra (era tan pequeñín

que no llegaba a la baranda) se los quedó mirando. Mas al ver que no eran como él se los había imaginado, con cascos relucientes y atavíos brillantes, dijo convencido:

— Ésos no son bomberos: son pobres... — y vino brincando a sentarse a la mesita roja donde yo le aguardaba para almorzar.

Esta mesita, de dimensiones apropiadas para chiquitines como nosotros (mi hermano debía tener seis años, y yo dos), era una mesa con dos banquillos unidos a ella, todo de una pieza. Sobre esta mesa fue donde Salvador dibujó por vez primera. Con la cuchara o el tenedor, según le conviniera, rascaba la pintura roja de la madera del tablero y dibujaba así, vaciando el color, los cisnes y los patos de celuloide que con tanta maña acababa de destrozar.

Contemplándole, mi madre olvidaba que hubiese roto el lindo juguete, y decía, satisfecha: —Sí, sí. Cuando dice que dibujará un cisne, dibuja un cisne; y cuando dice que será un pato, es

un pato... Y se iba, tan contenta, a cuidar de sus pájaros. Su rostro, bellísimo, se volvía para mirarnos desde

el umbráculo, entre nardos y azucenas; la suave sombra de los arbustos llenaba de frescor y misterio su vestido blanco, de falda larga, amplísima, según la moda de aquel tiempo. Mientras, dentro de casa, mi padre, sentado en una mecedora y ante un fonógrafo semejante a una enorme campanilla de enredadera, escuchaba el «Ave-María», de Gounod, o el «Racconto» de Lohengrin.

En el jardín de la Marquesa de la Torre, los pájaros cantaban exaltados por la música, mientras, de los balcones del primer piso, llegaban hasta nosotros las risas y las charlas alegres, divertidas, de Tieta (1) y sus amigas, las chicas Mata, que vivían allí.

Nuestra abuela materna, de quien he de hablar mucho, cosía en silencio, rebosante de serenidad. Y era su figura como una evocación de pintura flamenca, en contraste con las sombras, los pájaros y las flores de aquella galería, tan puramente impresionista.

Salvador era un chiquillo encantador; su carita infantil denotaba ingenuidad al mismo tiempo que una gran viveza. Sus ojos han tenido siempre una mirada penetrante, y la sonrisa era y es algo de viejo, aunque la boca, una vez cerrada, tenga un candor de infancia que jamás ha perdido. Un hecho curioso es que, tanto mi madre como él y yo, tenemos sólo dos dientes superiores en vez de cuatro, pero hay que saberlo para darse cuenta, pues los incisivos están configurados de tal modo que lo disimulan completamente. Mi hermano tiene, además, otra anomalía, y es que cambió todos los dientes de leche, menos dos: los inferiores del centro. Estos dientecitos, que son como dos gra-nos de arroz, hacen que la configuración del labio inferior forme una leve depresión. Todos los de

1 Diminutivo cariñoso que en catalán se da a la palabra tía.

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casa queremos mucho a esos dos dientes, que le quedaron como recuerdo de la más remota infancia. A veces, Salvador se fijaba mucho en ellos, y con frecuencia lo comentábamos, y él decía que se le volvían transparentes y que dentro de uno de ellos, mirándolo bien, podía verse a la Virgen de Lourdes, como en los palilleros de marfil que de allí vienen.

Siendo aún pequeño Salvador, mi padre tuvo la idea de editar las sardanas de Pep Ventura (1), y encargó la letra a autores conocidos como Maragall, Llongueras, Ignacio Iglesias, Trullol... Pero la edición fracasó...

En casa, sin embargo, cantábamos siempre aquellas letras. Eran, realmente, muy bonitas. En algunas noches de verano, mi padre hacía tocar las sardanas de Pep Ventura en la calle de Monturiol. Entonces la galería de nuestra casa estaba de gran fiesta. Venían las familias íntimas de casa: los Matas, los Llonch, los Pichot. En la calle había gran jolgorio. Hasta la galería llegaba la fragancia sensual de la tierra mojada, olor característico del baile de la sardana, pues antes de empezar a bailar se riega la calle. Las melodías de Pep Ventura estallaban, románticas, mientras los bailadores repartían los compases, contando, hasta hallar la geometría de la música.

Mas de toda la exaltación de aquellas noches estivales, cuando, en la galería, el amplio vuelo de las faldas claras y el perfume de los nardos armonizaban maravillosamente bajo la claridad de la luna, nosotros captábamos tan sólo un lejano rumor de voces que se elevaba desde la calle, el gemido de la tenora (2), que nos despertaba inundándonos de ternura, y la dulce voz de nuestra madre, que cantaba en la galería:

Era en ma vida, la nit encar,

dormia l'anima sense somniar;

una mirada, despertar vol

tota confosa de veure el sol... (3) Su voz llegaba hasta nuestras camitas, donde, en efecto, empezaban nuestras miradas a despertar

a la vida y nuestras almas dormían sin soñar. De día, los juguetes y las calcomanías nos absorbían por entero; mas, apenas empezaba a

oscurecer, ya no veíamos sino el regazo de nuestra madre y el de Tieta. Y allí corríamos a cobijarnos. Una sola madre no habría bastado en aquellos momentos para acogernos y mimarnos. Por ello, acaso Dios nos dio también a Tieta. Así, uno en cada regazo, podíamos tener todo el calor que necesitábamos. Allí acurrucados, éramos como dos pajarillos, cada uno en su nido. Y escuchando las canciones que ellas aprendieran en el «Orfeó Catalá», del que eran asiduas cuando vivían en Barcelona, y que ahora entonaban para nosotros, asomaban a nuestros ojos lágrimas de bienestar y de ternura.

El «Ángel del Sueño» era la canción clásica de nuestra casa, la que siempre nos acunó para dormirnos. Majestuosamente bello, con las blancas alas extendidas, la veste plateada como un rayo de luna, el «Ángel del Sueño» bajaba del cielo, nos dormía y nos traía dulces sueños, mientras mi madre y Tieta, andando de puntillas, nos acostaban en nuestras camitas. Yo seguía durmiendo, a pesar de los gritos que lanzaba mi hermano apenas se quedaba solo. Mi madre tenía que cogerlo de nuevo, pues no consentía en dormirse sino en sus brazos. Y así pasó muchas y largas noches, sentada en la cama, con el niño en el regazo. Apenas ella se echaba, él empezaba a chillar. Con gran amor, cuidaba de que el niño durmiera, aun a costa de permanecer ella en vela; y el «Ángel del Sueño» no podía cerrar los ojos de una madre a quien todos adorábamos. El chico era un rabiosillo, pero ¡se hacía querer de tal manera!

«Este chiquillo es terco como una banya de marrà (4), era una frase que se oía en casa con

1 José Ventura, compositor español, creador de la sardana moderna; nació en Alcalá la Real (Jaén) el 2 de febrero de 1818 y murió en Figueras (Gerona) el 24 de marzo de 1875. 2 Instrumento de música, del Ampurdán, impropiamente llamado antes ministril. Es de madera y pertenece a la clase de los de viento. Es el acompañante típico de las sardanas y desempeña un papel importante en las «coblas». 3 Era, en mi vida, aun de noche, — mi alma dormía sin soñar; —una mirada quiere despertar, — pero el sol la deslumbra...

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frecuencia. No he podido desentrañar nunca su sentido; sin duda, en una casa de campo lo entendería. Pero no puede dudarse, según se desprende del dicho, que tal banya debe ser la encarnación misma de la terquedad, de la tozudería.

Sí, terco, tozudo como asta de morueco, pero también cariñoso y sentimental como... Y aquí nunca he podido encontrar la frase justa, porque era tan terco y tan rabioso como bueno y sentimental, y se hacía querer a pesar de su genio terrible, porque éste era accidental y las otras cualidades, en cambio, permanentes.

Una de las rabietas más fuertes con que nos obsequió estalló cierto día, estando en Barcelona. Pasábamos siempre las fiestas de Navidad, Año Nuevo y Reyes en casa de nuestro tío José María Serraclara (a la sazón alcalde de Barcelona), esto es, en casa de nuestra abuela paterna, que se llamaba Teresa. (La materna, a quien ya me he referido, se llamaba Ana y vivía con nosotros.) En cuanto a los respectivos abuelos, no los conocimos: habían muerto ya al nacer nosotros... Pues bien; estábamos, como digo, pasando en Barcelona las fiestas de Navidad. En esos días, mi hermano se ponía tan nervioso que lloraba y rabiaba de continuo. Le regalaban tantos juguetes que llegaba a perder la cabeza. Elegía siempre uno entre todos, y le tomaba tal cariño que no podía separarse de él. Un año en que los Reyes fueron extraordinariamente espléndidos y le trajeron cosas preciosas, él pareció no ver sino un mono pequeñín que subía y bajaba por un cordel. Al verlo, su emoción fue tan viva que temblaba, y ya no quiso separarse de él.

Y ese año del mono Fue, justamente, el de la célebre rabieta. Pasaba, con mi madre, por la calle de Fernando. Al cruzar ante la confitería de Massana, vió en

el escaparateuno de esos manojos de ajos de azúcar que se venden por esa época y se le antojó. La tienda estaba cerrada y el chiquillo empezó a rezongar. Mala señal; así empezaba siempre. Mi madre siguió andando sin hacerle caso, mas él, de una carrera, retrocedió huta hallarse de nuevo ante la confitería y empezó a gritar: «Vull cebes! Vull cebes!» (¡Quiero cebollas!)

Con un gran esfuerzo, ella logró arrancarlo de allí y llevárselo a rastras, mientras él, afianzándose en la acera, continuaba chillando, como si le mataran: «¡Cebooooollaaaas! ¡Quiero ceboooollaaaas!»

Y el manojo de ajos, semejante a una trenza de niña rubia, continuaba allí en el escaparate, inmóvil, impertérrito, mientras los viandantes empezaban a formar corro y el tráfico callejero se paralizaba. Pero mi madre, además de la imposibilidad de complacer al chico en que la ponía el hallarse cerrada la confitería, estaba decidida a no dejarle salir con la rabieta y sabía de cierto que no le compraría el manojo de ajos que él ya daba por suyo. Y, desde entonces, en mi casa la frase «Vull cebes!» (¡quiero cebollas!) ha quedado como sinónimo de quien pide imposibles.

Un día, cuando, pasadas las fiestas de Navidad y Reyes, reanudábamos la vida habitual en el piso de la calle de Monturiol, ocurrió algo que sorprendió mucho a toda la familia.

Mi padre acababa de cobrar el importe de una factura, todo en billetes de veinticinco pesetas. Entre ellos había uno falso y se dijo a Salvador a ver si sabría encontrarlo... Mi hermano, sin dudar un instante, empezó a mirar los billetes, uno tras otro, y al llegar al falso se detuvo. Y con la mayor naturalidad dijo:

— Es éste. Todos nos sorprendimos, porque era muy difícil distinguirlo; sólo luego, al saber el don que

posee para el dibujo, comprendimos por qué había visto inmediatamente que en aquel billete había algo distinto de los otros.

Los días en que se celebraba alguna fiesta en el castillo de Figueras, mi padre gustaba de llevar con él a su hijo; pronto, sin embargo, hubo de desistir.

La carretera del castillo es una pendiente muy recta y empinada, desde donde la mirada abarca todo el llano del Ampurdán. Es uno de los más bellos paseos de Figueras. Desde que salían de casa, cogidos de la mano, hasta llegar a mitad de la carretera, todo transcurría de manera normal, mas apenas iniciada la cuesta, cuando ante nuestros ojos destacaba, flameante sobre el azul del cielo, la bandera roja y gualda del castillo, Salvador empezaba a rezongar que la quería. Mi padre trataba de

4 Literalmente, «cuerno de morueco».

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persuadirlo buenamente, dándole todo género de explicaciones, pero todo era inútil: Salvador quería la bandera, y nada más. Sus gritos pidiéndola desesperadamente eran cada vez más imponentes, y al llegar cerca del castillo la rabieta había tomado las alarmantes proporciones de costumbre. Llorando amargamente, mi hermano chillaba: «¡La quieeroo!», mientras mi padre, consternado, volvía atrás para llevarlo a casa, sin haberle podido mostrar la fiesta que se celebraba en el castillo.

Cierto día, no obstante, pudieron llegar hasta el castillo sin que se produjera el drama acostumbrado, pues acertó a contarle cosas que le distrajeron (así empezamos a advertir que no se le podía negar nada, sino que era mejor distraerle de lo que pedía), con lo que no se fijó en la bandera que, como siempre, flameaba, optimista, sobre el azul del cielo. Mas, a pesar de todo, también se produjo un incidente, si bien éste no fue de orden dramático.

Los soldados se hallaban formados en espera del rancho. Dos de ellos trajeron un gran perol, que vinieron a colocar ante un respetable general, cargado de condecoraciones, quien, después de probar una cucharada, hizo señal de que podía repartirse. El chiquillo, curioso, miró interrogante al general, y con amable interés le preguntó:

— ¿Ya estás harto? Lo que en aquel momento resultaba tan cómico que todos se echaron a reír. A cualquier dolor, en -alguna parte del cuerpo, le llamaba «dolor de muelas». Así, a veces, decía:

«Tengo dolor de muelas en este dedo», o: «Tengo dolor de muelas en un pie». También nos hacía gracia cuando, para indicar que una persona tenía la nariz aguileña, aplastaba

la suya con el dedo para darle forma de gancho y decía: — Tiene la nariz así, remangada...

Lucía estaba en casa desde algunos años antes, cuando destetaron a Salvador. Nuestra madre nos crió a los dos: nunca tuvimos nodriza. Lucía era la niñera, y hablo de ella porque es imposible recordar nuestra infancia sin verla.

Era una mujer alta y gruesa. Tenía una cara redonda, como de barro, con una gran expresión de bondad. Mas toda su gracia y simpatía parecían haberse acumulado para formar una nariz de patata, que siempre recordábamos con gran cariño. ¡La nariz de Lucía! Ella era la paciencia y la buena fe personificadas. Bajo aquella nariz querida había una boca que sonreía siempre. Era una mujer pobre pero optimista, alegre y limpia a más no poder.

Nuestros padres salían de paseo por la vía los domingos, con Lucía y el niño. Lucía llevaba pañuelo a la cabeza, prendido al cabello con alfileres; el chiquillo se divertía

queriendo arrancárselo. Entonces padre decía: — Deja el pañuelo de Lucía, que vas a hacerle daño... Oír esto y querer arrancárselo, con alfileres inclusive, y del modo más violento, todo fue uno,

pero como el pañuelo no se desprendiera y Lucía se quejara y el pequeño continuara aferrado al pañuelo, mi padre empezó a tirar de Salvador desesperadamente, y mi madre a tirar de mi padre, y allí, en mitad de la vía, se armó el gran escándalo porque todos gritaban y nadie sabía lo que hacía.

Lucía chillaba porque le hacían daño. Mi padre, porque no le hacían caso. El niño, porque de ningún modo quería renunciar a arrancar el pañuelo, y mi madre, porque temía que llegase el tren y nos cogiera a todos.

Hubo que desistir del paseo y regresar a casa, todavía peleándose. No hay que decir que la rabieta de mi hermano fue en aquella ocasión una de las suyas más brillantes. En casa no sabían cómo solucionar estas rabietas, hasta que comprendieron que no había sino un remedio: cuando Salvador se encaprichara por una, cosa no debía negársele, sino hablarle de otra por completo distinta y que le resultara interesante... Entonces él, escuchando con atención, olvidaba el propósito de armar uno de sus famosísimos escándalos.

Por entonces, las chicas Matas, que, como he dicho, vivían en el primer piso, sobre nuestro entresuelo, y eran muy amigas de mi madre y de Tieta, decidieron irse a vivir a Barcelona.

Hasta entonces, las dos hermanas, Úrsula y Toña, se pasaban la vida en nuestra casa; a veces se colocaban formando grupos armoniosos en los que resaltaba la belleza incomparable de mi madre y la de Ursulita. Al saber que se marchaban, no podíamos siquiera imaginar lo que sería aquel piso sin ellas. La noticia coincidió con la de que estaba decidido suprimir el jardín de la Marquesa de la

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Torre y construir casas en el solar, con lo que nuestra querida galería, llena de pájaros y flores, vendría a quedar como encerrada dentro de un patio.

Inmediatamente se decidió cambiar de casa, y como justamente en la misma calle, formando esquina con la plaza de la Palmera y la calle de Caamaño, se estaba construyendo una muy grande, incluso lujosa para aquel tiempo, a ella decidimos trasladarnos.

Mi hermano armaba cada día un drama porque no quería ir a la escuela del señor Traiter. Le causaba verdadero espanto. Tanto era así, que mis padres acordaron llevarlo, al curso siguiente esto eso, al regreso del veraneo en Cadaqués —, al Colegio de los Hermanos de la Doctrina Cristiana, a los «Fosos», como en Figueras lo llamaban.

Estaba, por lo tanto, acordado el cambio de casa y el cambio de escuela, coincidiendo ambos acontecimientos con la despedida de la familia Matas y el derribo del jardín de la Marquesa de la Torre.

En casa recordamos todavía con amargura y tristeza el día en que derribaron los grandes castaños de rosadas flores que, con sus ramas pobladas de pájaros, daban tanta intimidad a nuestra galería. Fue una pena muy grande tener que desmontar el umbráculo, lleno de tórtolas y canarios, de azucenas y nardos, donde nuestra abuela repasaba pacientemente la ropa de la semana y donde nuestra madre, con un piñón en la boca, llamaba a los pájaros, que venían allí a buscar la golosina, mientras mi hermano y yo la mirábamos sonriendo, los labios húmedos, la boca entreabierta.

La fragancia de los nardos, que ha sido ya para siempre el perfume dilecto de Salvador, se esparcía por el aire cálido del estío, que por entonces se iniciaba. Al día siguiente nos íbamos a Cadaqués y el regreso señalaría un cambio total en nuestras vidas.

Como todas las noches, nos dormimos en el regazo de mi madre y en el de Tieta; el Ángel del Sueño descendió suavemente a cerrarnos los párpados; pero aquella noche, con los castaños y el umbráculo, se derrumbó también toda nuestra primera infancia.

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CAPÍTULO II

CADAQUÉS

OBRE la roca lisa aparece una raya de musgo que, bordeando el agua de la charca, se adentra en ella. No parece que esta afelpada materia haya nacido de la misma roca; mejor diríase que es el gris de la piedra el que se ablanda, tornándose tiernamente húmedo en ese tono

aterciopelado de cáscara de almendra. Este musgo, una vez dentro del agua, crece, se eleva y transforma en algas de formas variadas y

colores diversos, que se mecen suavemente. Si miramos con atención, pronto nos daremos cuenta de la intensa vida que se mueve dentro del

diminuto paisaje. Ya es un pececillo plateado que, resbalando entre las algas, se refugia bajo una piedrecita de mármol blanco, ya una bandada de camarones transparentes que avanzan, a sacudidas, casi a flor de agua; más allá, un cangrejo se mueve lenta, muy lentamente, arrastrándose de costado, mientras, perdido entre las piedras grises del fondo, entre un poco de arena, brilla el nácar de un «zapatito de la Virgen» (1).

Todo va tomando vida, poco a poco, bajo los ojos que, atentos, quieren mirar a ese mundo tan misterioso y lleno de silencio, pero que no es ciertamente más extraño que este otro que nos rodea siempre y que la costumbre nos hace ver ya sin sorpresa.

A nivel de estas charcas de agua clarísima está la playa, y en ella esas mil maravillas que de niños buscamos con afán y después olvidamos. Uno de esos prodigios es llamado «ojos de Santa Lucía».

Son piedrecillas de forma ovalada como un ojo humano. Estas piedras, lisas por encima, blancas y aplastadas, exactamente como el blanco de los ojos, tienen sobre esa superficie una línea muy fina, algo como un lejano vestigio de la pupila. Por debajo son rosadas como un trozo de carne.

Ojos perdidos entre las piedras de la playa, entre las algas, entre el musgo, entre la arena húmeda; ojos que los chiquillos, rebosantes de curiosidad, buscan y coleccionan.

La calma-blanca acaba de cubrir el mar que la tramontana ha pintado durante todo el día de un azul vivísimo y opaco. Ahora el aire transparente se ha cubierto de manchas de oro y de hormigas aladas que vuelan al crepúsculo. Algunas caen al mar y, húmedas, muertas ya, parecen los andrajos de sí mismas.

Todos los colores suben al cielo; un polen de luz se eleva y forma nubecillas. Esparcidos por la playa, los «ojos de Santa Lucía» duermen en eterna oscuridad y aunque, por un instante, la luz del sol poniente coloree su opaco marfil, nada puede avivarlos (sólo toman vida al cubrirse de un ácido), igual que muchos seres a quienes todas las maravillas del mundo dejan impasibles y sólo se tornan sensibles cuando el ácido de la vida los ataca. No ocurre así, desde luego, en mi casa, donde todos los ojos brillan, buscando la belleza.

Ese polen de luz que, elevándose hacia el cielo, esculpe las nubes, se encuentra también — y no sólo por un instante de luz y de color, sino materializado y para siempre —, en los «zapatitos de la Virgen», que en la playa y en las charcas brillan como un milagro de colores, como si un pedacito del arco iris se hubiese encogido en forma de chinela para amoldarse con la máxima ternura a la planta del pie de la Madre de Dios.

Entre el pedregal de pizarra y mármol encontramos conchas y caracoles pulidos por el mar y pedernales, que al ser frotados entre sí desprenden chispas. Piedras que buscamos con más afán que ningún otro tesoro de la playa, acaso porque esa chispa que no nos cansamos de producir debe encender la luz dentro de nosotros.

1 Sabateta de la Mare de Déu, poético nombre que los pescadores de la Costa Brava dan a este marisco, cuya concha toma la forma de diminuto zapatito de nácar.

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Aquí, cerca de esas grandes charcas, delante mismo de nuestra casa, nos entretenía Tieta

contándonos cuentos y jugando con nosotros, mientras mi madre, ataviada con amplio matinée

blanco, bordeado de festones y puntillas, cuidaba de que en casa estuviera todo limpio y arreglado. A veces oíamos un ruido y, al apartar los ojos de las charcas que nos tenían fascinados, mirábamos hacia el balcón de madera pintada de verde. En aquel momento ella lo abría. Sus cabellos, de un negro azulado, relucientes y ondulados, brillaban al sol, y su cara de facciones perfectas aparecía sonrosada por el trajín de la mañana.

Nosotros seguíamos mirando el silencio de las charcas y escuchábamos con deleite cómo dentro de casa se sacudían los colchones y se hacían las camas.

Pasábamos las mañanas en aquellas rocas de delante de casa. Por las tardes, cuando hacía buen tiempo, salíamos casi siempre en barca para ir a merendar a alguna playa, un poco más alejada del pueblo que esta en que vivíamos. Al regreso reinaba casi siempre la calma-blanca. Por esta época, mi hermano pintaba ya, sobre madera, unos cuadros pequeños y llenos de luz.

Yo no me daba todavía cuenta de lo que era Cadaqués, pero me hallaba allí, como vulgarmente se dice, «como el pez en el agua», frase apropiadísima para expresar mi sensación, ya que después, durante toda mi vida, he encontrado allí precisamente la clase de aire que necesito para respirar.

Cuando, después de comer o de cenar, servidos ya los postres, mi madre y mi tía, sin hacernos caso, se ponían a hablar de sus cosas, se oían nuestras voces preguntando:

— ¿No hay nada para bajarnos de la mesa y quitarnos el babero? Entonces ellas iban a buscar un caramelo, un bombón, una almendra o cualquier otra golosina,

pues sabían que sin ello, como nosotros decíamos, no habría medio de que nos bajásemos de la mesa ni nos quitáramos los baberos. Y éramos capaces de permanecer allí, estorbando, horas y horas, pues en cuanto a tercos, no nos ganaba nadie.

Apenas nos daban lo que pedíamos nos íbamos a jugar, escapados. Esto de jugar fue siempre cosa que nos gustó con delirio; yo no comprendía cómo pueden vivir sin jugar las personas mayores.

El juego que más nos gustaba era el de las cuevas. Este juego consistía en meternos en algún sitio, cuantos más chiquillos juntos, mejor. Habíamos descubierto verdaderos escondrijos; uno de ellos era la ventana del comedor. Como las paredes de la casa son muy gruesas, en la ventana había dos postigos, uno por la parte de fuera y el otro por la parte de dentro, dejando en medio un espacio del ancho de la pared. Entre ambos postigos nos escondíamos nosotros. A veces éramos seis chiquillos los que allí nos cobijábamos y, al salir, parecía imposible que hubiésemos podido caber tantos... Cuando el postigo de la parte del comedor se abría, literalmente nos desbordábamos, bajando de aquel nido, y nuestros padres quedaban asombrados. Nosotros, porque viesen los mayores nuestra maña en acomodarnos, volvíamos a apretujamos allí y, cerrando los postigos, gri-tábamos como desesperados para demostrar que no había trampa y que no faltaba nadie. Tanto gritamos cierto día que llegué a marearme y, no encontrando manera de salir de allí dentro, ni de hacer callar a mis amigos, propuse que jugásemos a pensar.

— ¿Cómo se juega a eso? — preguntaron los otros. — Yo lo sé — dijo mi hermano —. Callad todos y que cada uno piense lo que quiera. Y, en medio de un gran silencio, todos nuestros amigos fueron quedándose dormidos, mientras

mi hermano y yo pensábamos, pensábamos, mirando las rendijas de luz que penetraban por entre los postigos.

Nunca he podido entender por qué, cuando éramos niños, nos calzaban, para ir a la playa, con calcetines blancos y una especie de borceguíes de lona con suela de alpargata, que sólo con gran dificultad podían abrocharse por medio de ojetes y cordones. No éramos nosotros los únicos que íbamos así calzados, sino también nuestros amigos y amigas. Y esta clase de calzado absurdo era lo que nos amargaba el verano a todos, chicos y grandes. A los niños, porque era inevitable que nos mojásemos los pies mil veces al día, y a los mayores, o sea a nuestros padres, porque no querían que llevásemos los pies mojados, y ello los obligaba a cambiarnos zapatos y calcetines también mil veces al día, con la dificultad de que, como los pies estaban húmedos y, con la prisa de volver a la playa, no nos los dejábamos secar bien, las famosas botas no nos entraban y había que sostener

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verdaderas luchas apretando el pie hacia abajo, mientras los mayores, con esfuerzos sobrehumanos, tiraban de la bota hacia arriba para calzarla, por las buenas o por las malas. Lo maravilloso fue la sencillez con que acabó todo esto que parece tan complicado. De repente, un verano nos pusieron alpargatas sujetas con cintas y sin calcetines, y más tarde simplemente, para andar por la playa, con los pies descalzos, llegamos al límite de nuestro bienestar. Y ya no hubo que hablar, ni en casa ni en las casas de nuestros amigos, de calcetines ni de botinas, cosas que un día nos parecieron imposibles de eliminar. Y así la vida continuó mucho más alegre y más fácil que cuando calcetines y borceguíes resultaban tan absurdamente imprescindibles.

A la entrada de nuestra casita de Cadaqués teníamos una cortina de bambú de colores que motivó algunos disgustos, pues los chiquillos arrancábamos las cañitas para jugar a hacer con ellas pompas de jabón. Era cosa que nos gustaba muchísimo. Deshacíamos un trozo de jabón en una taza de agua, mojábamos el extremo de las cañas y, soplando por el otro lado, hacíamos salir del bambú magníficas pompas, que, impulsadas por nuestro aliento, se inflaban, se inflaban temblorosas, hasta desprenderse de la caña donde se habían formado. Estas pompas maravillosas flotaban ante nosotros reflejando el paisaje, un poco deformado, en sus contornos lisos y relucientes. Pero esto duraba un solo instante. En seguida estallaban, salpicándonos de espuma, y no quedaba de ellas sino el recuerdo que en nosotros dejaban.

El crepúsculo se revestía de los más delicados matices. Levantándose desde el mar, la luna aparecía roja como pulpa de sandía, extendiendo sobre el agua un camino de luz. Más tarde, al ascender en el cielo y alejarse del horizonte, la luna va perdiendo aquella su primera rojez y un nuevo tono plateado lo cubre todo, con esa luz de ideal que tan preciso es encontrar hasta en las cosas más insignificantes de la vida.

En noches así, nuestro padre nos daba clase de astronomía. Con unos gemelos muy potentes veíamos las constelaciones un poco más cerca que las otras noches. También en estas noches brillantes del mes de agosto, bajo un cielo azul marino, nos hacía aprender las fábulas de Samaniego, que se nos aparecían con los mismos colores que las calcomanías. Jamás hemos olvidado esas noches estivales, que constituyen uno de los recuerdos más vivos de nuestra infancia.

Mi hermano decía siempre que quería ser Napoleón. Un día que íbamos de excursión a la ermita de San Sebastián, estaba tan rendido que ya no podía ni andar. Tieta le hizo un gorro de papel y, poniéndoselo en la cabeza, le dijo que ya era Napoleón. Inmediatamente se espabiló. Montado en una caña a modo de caballo, subió, animoso, la empinada cuesta que lleva a la ermita. Cuando desfallecía, bastaba que Tieta imitase el redoble de los tambores para que Salvador, montado en su Pegaso, que en aquel momento era un vulgar trozo de caña, subiera galopando hasta la misma ermita, a pesar de la intensa fatiga que indudablemente sentía. Y a lo más alto llegó sin caer del caballo alado que con tanta propiedad representaba a 'su fértil imaginación.

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CAPÍTULO III

A casa nueva donde fuimos a vivir en Figueras era más grande y más lujosa que la anterior. Aunque también tenía una galería, nosotros añoramos siempre «la otra». Por lo demás, el piso era mucho mejor. Pasé en él tantos años, que lo recuerdo como si lo estuviera viendo.

Se entraba directamente a un pequeño hall iluminado mediante vidrieras de colores. Y la galería no tenía balaustres de piedra, sino barandilla de hierro, que daba a una plaza grande y espaciosa, al fondo de la cual, desde nuestra galería, veíamos un trozo del golfo de Rosas y las montañas de San Pedro de Roda.

Esta plaza se llamaba plaza de la Palmera, porque en ella había una palmera más alta que las casas; en ella se celebraban las ferias de Santa Cruz. Para ir al colegio teníamos que atravesarla cuatro veces al día.

Al morir la abuela Teresa se acabaron las estancias en Barcelona durante las fiestas de Navidad y Reyes. Ahora celebrábamos tales festividades en Figueras, con las familias Pichot, Llonch y Cusí, que eran los amigos íntimos de nuestros padres.

Tales fiestas nos producían siempre gran excitación. Al hacer los preparativos para el belén, nuestra fantasía llegaba al límite. Mi madre, Tieta y Lucía trabajaban las tres para dar vida, en algún rincón de la casa, a ese paisaje del Nacimiento que es todo un mundo en miniatura. Mi hermano compraba dos o tres metros de papel azul oscuro, sobre el cual, con purpurina de plata, pintaba la luna, los luceros y, destacando entre todos, la estrella de Oriente. Una vez clavado este telón, a modo de fondo y de cielo de todo el paisaje, que no tardaba en aparecer, como por arte de magia, sobre los tablones previamente colocados, llegaba Lucía cargada con los corchos que servían para formar las montañas. Después íbamos al paseo Nuevo a buscar arena y musgo. Todo empezaba a cobrar vida. Ya formado el paisaje, cuando el río de ácido bórico brillaba como escarcha, bajando de las montañas de corcho, salpicadas de harina por mi madre, lo poblábamos todo con las típicas figuras. A la orilla del río poníamos las ocas blancas, un pastor con barretina y algunas payesas

ataviadas con faldas coloradas, verdes y azules, de pliegues rígidos y duros, que iban a buscar agua. Un payés, encorvado bajo el peso del haz de leña que llevaba a la espalda, bajaba por las montañas de corcho, con los pies hundidos en auténtico musgo. No lejos de esta figurilla que, inclinada por el trabajo, no levantaba los ojos de la tierra, aparecían cabalgando los tres Reyes Magos.

En el rincón más escondido y, al mismo tiempo, más bonito, colocábamos el Portal, y así como allí se aglomeraban todas las figurillas de barro, así ante ellos nos agrupábamos nosotros y nuestros amigos, y con ellos, con la abuela y Lucía cantábamos los villancicos.

La Nochebuena era la fecha que más nos maravillaba. En casa no poníamos Árbol de Noel, sino el «Tió» (1), que consistía en un tronco de olivo muy grande y nudoso que se ponía junto al lar y se tapaba con una manta. Entonces, dándole golpes con un bastón, que en aquellos momentos tenía el don de una varita mágica, le pedíamos que nos trajera juguetes. Y dicho y hecho: levantábamos la manta, alzábamos el tronco de olivo... y debajo de él hallábamos muchos juguetes pequeños, casi insignificantes, pero que a nosotros nos entusiasmaban a causa del misterioso procedimiento por el que los habíamos obtenido.

Después de Navidad llegaban unos días en que mi madre y Tieta parecían como si ya no nos quisieran. Se encerraban en el cuarto de costura y no nos dejaban entrar por nada del mundo. Lucía y la abuela cuidaban de entretenernos o nos mandaban a jugar a casa de nuestros amigos.

¿Por qué ocurría aquello? Tardamos muchos años en saberlo. Allí, encerradas en aquel cuarto, ellas materializaban para nosotros la gran ilusión del día de Reyes, que era la fiesta de mayor alegría y exaltación. Cuando, al abrir el balcón, encontrábamos la galería llena de juguetes y com- 1 «Tizón» de Nochebuena, costumbre navideña catalana, según detalla la autora.

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pletamente vacías las palanganas que habíamos dejado con agua para que bebieran los caballos, permanecíamos un momento atónitos, conmovidos. En un platito encontrábamos también siempre el famoso carbón de azúcar con que nos obsequiaba el Rey Negro, y para mi hermano no faltaba nunca... algún manojo de ajos, de aquellos ajos que tanto deseara en cierta ocasión, y a los que siempre denominó «cebollas».

Nuestro padre, ante tanto trajín y tanto jolgorio, decía seriamente a mi madre y a Tieta:

— Sí, están muy contentos, pero yo creo que vosotras todavía lo estáis más. Después Lucía, a quien los Reyes siempre traían algo, nos acompañaba a las casas de los Pichot

y de los Llonch. También allí los Reyes habían dejado paquetes para nosotros, si bien, al mismo tiempo, dejaban en aquellas casas amigas alguna carta que nos daba que pensar.

De cuando en cuando estábamos enfermos. Fiebres altas que pasaban rápidamente. Decían en casa que era porque crecíamos; y así era, en efecto. Cada vez, después de pasar dos o tres días en cama con mucha fiebre, nos levantábamos más crecidos. Íbamos ya perdiendo las formas redondas, suaves y graciosas de la primera infancia, y nos volvíamos un tanto desgarbados.

La señora Pichot solía decir, hablando de mi madre: — No he conocido otra mujer que se dedique tan por entero a sus hijos, no sólo cuidándolos,

sino mimándolos y distrayéndolos. Y era muy cierto. No sólo cuando estábamos enfermos vivía únicamente para nosotros, sino que,

cuando estábamos buenos y sanos, tomaba parte en nuestros juegos y se interesaba por todo cuanto hacíamos.

Ella y Tieta pasaban los domingos por la tarde y los días de fiesta, en que no íbamos al colegio, jugando con nosotros y con los niños y niñas que venían a casa. Formábamos verdaderas bandadas de chiquillos. Pues lo que mi madre y mi tía deseaban era que nos divirtiésemos sin tener que salir del nido.

Teníamos un cine con películas de Charlot y de Max Linder. Como era de los primeros que se pusieron a la venta, no se accionaba por la electricidad, de modo que mi madre, con toda su paciencia, iba dando vueltas a la manivela para proyectar las películas, que, a veces, eran bastante largas. Mientras, Tieta, recogiendo la cinta de celuloide desenrollada después de la proyección, volvía a enrollarla en una caja redonda y plana de hierro, o la volvía a proyectar si así se lo pedíamos.

Mi hermano y yo, con nuestros amigos sentados todos en fila como en un cine de verdad, reíamos, chillábamos o quedábamos conmovidos y silenciosos según las escenas que en la pantalla se sucedían.

Después del cine se proyectaban vistas de linterna mágica. Y de nuevo aparecían allí colores de las calcomanías que ahora teníamos ya olvidadas, reproduciendo diversas imágenes. Ahora era, por ejemplo, una señora montada en bicicleta, ataviada con enormes mangas de aquellas que se llamaban «de jamón», de tela blanca con lunares negros, y un sombrerito con dos plumas como antenas. Parecía una mariposa... Mas luego aparecía en la blanca pared un caballero de nariz redonda, chata, y muy simpático. Todos gritábamos, a una: «¡Lucia, Lucía!» Y Lucía, que no faltaba tampoco a estas sesiones, estallaba en una carcajada fresca, que se nos contagiaba a todos. Mi hermano y yo corríamos hacia ella, nos subíamos a su regazo, le hacíamos mover la nariz, que parecía deshuesada, y la cubríamos de besos, pues la queríamos de veras.

Salvador tuvo una de aquellas fiebres altas que de cuando en cuando nos atacaban. Toda la vida de casa se concentró en su cuarto, alegre, espacioso, inundado de sol. Le llamábamos el cuarto amarillo porque todos los muebles eran de melis y las paredes, de un tono crema. Además el sol, al bañarlo durante toda la mañana, hacía resaltar más aquel color. A la cabecera de la cama pendía una reproducción en colores de la «Virgen de la Silla», de Rafael.

Todos procurábamos que no se le hiciese pesada la permanencia en cama. La abuela cogía papel y, doblándolo en muchos pliegues, lo cortaba con unas tijeras; al desplegarlo formaba blondas de figuras geométricas llenas de fantasía. También sabía cortar el papel de tal manera que, de una sola pieza, salían de él una casa con una palmera al costado, un lavadero, una mujer lavando y las cuerdas con la ropa tendida. Nunca pudimos aprender, por más que hicimos, la magia con que

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nuestra abuela movía las tijeras para que salieran del papel todas aquellas maravillas. También mi madre lo entretenía haciendo, con velitas de colores, unas figuras de cera que

seguramente no ha olvidado, por su mucha belleza y el movimiento que tenían. Las más bonitas eran unas bailarinas con tonelete color de rosa o azul celeste.

Además Lucía le contaba cuentos y él miraba los Gowans, que no dejaba nunca de la mano. En un cuaderno de papel Campson dibujaba el campanario y el lago de Villabertrán, a donde íbamos con frecuencia con nuestros amigos Reig a pasar la tarde.

Cuando se levantó, ya convaleciente, Salvador estaba mucho más delgado y larguirucho que las otras veces. Durante la larga convalecencia se entretuvo copiando un cuadro que a mi madre le gustó tanto que lo enmarcó y lo colgó en el comedor, declarando que nunca querría que aquel cuadro se apartase de nosotros, tanto la atraía el ambiente íntimo que en él se respiraba.

El doctor Brusés, que era el médico de casa, recomendó que Salvador pasara unos días en el campo. Y nuestros amigos los Pichot se lo llevaron al Molino de la Torre, una finca que poseían cerca de Figueras.

El Molino de la Torre era una casa señorial, con un jardín algo triste. Los campos y olivares de la finca se extendían en una vasta y rica amplitud de terreno. Había en la casa un pequeño oratorio, de techo azul marino con estrellas de plata, como el cielo que Salvador pintaba para el belén.

Mi hermano pasó quince días en esta finca, situada en pleno Ampurdán. Al regreso se había restablecido por completo y pintaba mucho. No dibujaba nada, todo era multicolor. Tal como él decía, era un pintor «impresionista».

Era sumamente inteligente, pero más niño de lo que requería su edad. Cierto día en que nuestros padres fueron a visitar a una señora amiga que se hallaba indispuesta,

al volver a casa dijeron que estaba embarazada. — Entonces no volváis, no se os vaya a contagiar — recomendó mi hermano, con la mayor

prudencia. Al ver después que esta señora estaba como hinchada, tampoco se dio cuenta de lo que hacía al

caso, sino que, interpretándolo a su manera, un día que otra amiga, de busto bastante abultado, vino a vernos, él comentó: «Esta sí que está embarazada de los pechos.»

Mi padre, algo preocupado, creyó que esto debía terminar. Al año siguiente, Salvador empezaría el bachillerato y tendría que concurrir al Instituto. Decidió, pues, llevarlo a unas conferencias que a la sazón se daban en Figueras sobre agricultura y sobre los misterios de la procreación. Al salir de la última de estas conferencias, mi padre avanzaba lentamente, con su hijo del brazo, calle de Monturiol arriba, camino de casa. Las dos figuras se reflejaban en los cristales de los escaparates. Una de ellas, algo encorvada, venerable, con el cabello blanco, los ojos azules de serena mirada. La otra figura, joven, esbelta y larguirucha, con el cabello negro, los ojos penetrantes. Mas ambas figuras con la misma expresión de inteligencia y de bondad, base fundamental de sus exaltados temperamentos.

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II

ADOLESCENCIA

CAPÍTULO IV

N los campos, las flores que dormían bajo tierra despuntan, llenas de vitalidad, adornándolo todo con sus colores.

Las amapolas rojas se balancean como mariposas, formando manchas de fuego. Grandes matas de margaritas, de blancas hojas y botones dorados, resaltan entre el verde de los márgenes. Los cardos color malva aparecen también bellísimos, con sus tonos suaves y sus púas erizadas. Los tréboles extienden indefinidamente su forma obsesionante.

Las flores, hasta hace poco guardadas en sus verdes estuches, salen de ellos marchitas y arrugadas para abrirse en seguida, espléndidas, lisas y relucientes. Sobre los verdes prados caen lentamente, como si nevara, a medida que el paisaje se colorea, las blancas hojas de las flores de almendro. Las abejas, presintiendo el milagro que se opera fuera de la colmena, salen de ella para libar, entusiasmadas, entre los pétalos.

Pían los pájaros con delicia, cruzando el espacio. Las golondrinas, al hundir el pico en el agua inmóvil del lago, hacen aparecer circunferencias concéntricas, que van engrandeciéndose al mismo tiempo que desdibujan el cielo en el lago retratado, nube por nube, reflejo por reflejo.

Enredaderas de todos colores trepan por los muros y se extienden por la tierra. Salen de sus agujeros las hormigas para formar largas hileras. Con las tenazas de su boca agarran objetos de mayor tamaño que ellas mismas y los arrastran hacia el agujero que por la noche se las tragará y que durante el día aparece lleno de un incesante ajetreo.

Sobre las losas ardientes de sol, lagartos y lagartijas se tuestan a placer. Las ranas, de espalda humana y color verdoso, se sientan sobre las hojas o sacan del agua sus cabezas estrafalarias, inflan unas burbujas a cada lado de la mandíbula y cantan. Cantan, mientras los renacuajos diminutos nadan dentro del agua, llevando, en su insignificancia, el secreto de la transfiguración.

Como una manta de terciopelo, el musgo cubre piedras y márgenes. En las hojas de la menta brillan con su tornasol metálico, verde y oro, las «mariquitas», que viven de esta planta.

Toda la savia de la tierra, filtrándose por los troncos de los árboles y por las flores, trepa hacia la luz, formando los frutos y llenando de óleo las verdes aceitunas.

Vuelos de gaviotas cubren el cielo y planeando van a posarse sobre el mar, en espera de los peces que nadan sobre un fondo de algas y arena. Las rocas que unen el mar con la tierra surgen de aquél hoscas y estériles, mientras las partes cubiertas por el agua están llenas de algas que, como musgos y culantrillos, llenan las grutas marítimas.

Extraños seres, mitad plantas mitad animalejos, viven adheridos a las rocas, esperando el instante en que la presa pase cerca de ellos para extender sus redes y absorberla dentro de la pulpa roja que forma su cuerpo. También los cangrejos, que son engullidos por estos monstruos, se ocultan en las rocas para comerse a otros seres que a su vez son capturados también. En el mar, lo mismo que en la tierra, toda cosa lleva su arma y su defensa. En el silencio que forma el agua, en la extraña claridad que la penetra, se desarrolla la misma lucha implacable que en la aparente paz y serenidad de los campos.

Mientras las medusas, pájaros gelatinosos y transparentes, dan al paisaje submarino una gran lentitud y una belleza de cuento de hadas, los colorados bogavantes abren sus infernales tenazas

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para destrozar a quien los ataque. Las «cabras de mar», como arañas grandes y peludas, arrastran su panza llena de racimos rojos, en los que están latentes millones de monstruos semejantes a ellas. Los pulpos extienden sus larguísimos brazos, llenos de ventosas. Y los peces huyen al ver avanzar aquella cabeza extraña, que enseña sólo los ojos bajo la redonda capucha, como un verdugo antiguo.

Es en ese mundo de silencio donde se desarrolla también la vida de los caracoles y de las conchas. Los limácidos segregan cáscaras maravillosas. Las porcelanas se retuercen, exquisitamente barnizadas, y los caracolitos componen una espiral perfecta. Se adornan de rayas finas y simétricas; las conchas y los «zapatitos de la Virgen», tan lindamente nacarados, están formados también por un ser vivo. La pulpa de los moluscos alienta entre dos hojas de nácar negro. Los «ermitaños» salen de su concha como la garra de un pájaro a la que siguiera un brazo humano lleno de nervios.

Los pececillos plateados, que las inmóviles gaviotas vigilan para hacerlos su presa, flotan en la superficie del mar, dando a este mundo, tan maravilloso como el de los prados y los olivares, un bello matiz de fantasía.

Entre Figueras, ciudad situada en mitad del Ampurdán, y Cadaqués, que se refleja en las aguas del Mediterráneo, transcurrió no sólo nuestra infancia, sino también nuestra adolescencia. Ya, para siempre, estos paisajes aparecerán en los lienzos de mi hermano, demostrando con cuánta fuerza los captó y los retuvo su retina.

Separada tan sólo de la playa por un macizo de geranios rojos hundido en el propio pedregal, se extiende la terraza de nuestra casa. Un eucalipto le da sombra. Los geranios color de fuego resaltan sobre el mar en un primer término lleno de luz. Al fondo, las casas blanqueadas del pueblo bordean el agua, y cuando reina la calma-blanca se reflejan en ella, alargando la simetría de sus muros. Hay un gran silencio y en el invierno podemos oír los rumores del pueblo, que llegan a nosotros en una perfecta resonancia.

El eucalipto proyecta su sombra móvil, de tonos malva y violeta, sobre la blanqueada pared de la casa, a la que da entrada una puerta pequeña de madera, pintada de verde. Dentro una imagen barroca de la Virgen, en tonos verdes y dorados, sonríe plácidamente desde su hornacina, hundida en la blanca pared del comedor. La encuadran unas cortinillas de damasco verde. No sabemos qué Virgen es, pero cuando, años después, García Lorca le puso una rama de coral rojo en la mano, fue ya para nosotros la Virgen del Coral y ella preside nuestra casita perdida en una playa de pizarra y de mármol, donde el mundo de las pequeñas balsas se mueve constantemente, igual que nuestros ojos, ávidos de buscar en todo el arte y la emoción.

Un fuerte olor a aguarrás guía hacia el taller donde pinta mi hermano. Es una sala cuadrada, color gris plomo. Dos espaciosos divanes de arpillera forman uno de los ángulos. En el opuesto, unos estantes llenos de botes y botellas, tubos y pinceles, quedan tapados por una cortina, de arpillera también. En uno de estos estantes están los Gowans y las revistas de arte. Las paredes se hallan cubiertas de cuadros, excepto el lugar ocupado por la ventana, desde la cual vemos el pueblo y el mar. La Torre de las Creus da al paisaje una pátina de grabado antiguo.

En este taller pinta mi hermano infatigablemente. La luz de todo Cadaqués viene a posarse sobre las telas, como la nieve al caer se agarra a los paisajes. Aquí la luz, al inundar las telas, produce sólo manchas de color, espesas, fértiles, llenas de vida; cada una de ellas engendra a la que sigue. Muchas de ellas, aplicadas con la espátula, se salen de la tela con gran relieve, y tal estallido de luz no permite distinguir, en el primer momento, lo que representa, mas está cada una tan armoniosamente colocada, con tanta realidad y justeza, que basta alejarnos unos metros del cuadro para ver como, juntas, forman los más bellos paisajes de Cadaqués.

Todo está tranquilo en casa; un poco de claridad se filtra por las rendijas, y el ruido suave, casi imperceptible, del mar, que durante unas horas no hemos oído, continúa.

Seis campanadas vuelan, se esparcen en los finísimos colores de la mañana. Mi hermano está pintando en el taller y, como siempre, canta con los labios apretados. Mientras trabaja, produce un ruido inconfundible. Años después, García Lorca dirá: «Suena como un abejón de oro.» Nada más cierto. Sabemos cuándo pinta por ese ruido especial, semejante al de las abejas. Es indudable que su cerebro liba en las luces que recuerda y que están dentro de él, y las busca y elige hasta captar todo su néctar y llevarlo cuidadosamente a la tela, para elaborar de nuevo allí la luz. Él transforma la luz

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en arte, como la abeja transforma el néctar en miel. Durante toda la mañana se escucha ese rumor que produce al pintar. El sol, ya más alto, pone sobre el mar triángulos brillantísimos que se mueven vertiginosamente

y sin reposo. Mientras ponen la mesa en la terraza, la sombra malva del eucalipto se mece sobre el blanco

mantel. Mi hermano se chapuza en el mar, del que sale en seguida. Mojado aún, se sienta a la mesa y,

por un instante, el sabor de los moluscos a la brasa nos abstrae a todos. Se oye el rumor del mar, que sólo nos abandona cuando estamos dormidos. Después del día de trabajo intenso vamos a pasear por los olivares. A los muros de piedra seca se

adhiere un musgo color de cobre que, por contraste, aviva el gris de las piedras. La tierra, bien labrada, tiene un tono dorado cuando el sol poniente, esculpiendo con su luz las ramas y los troncos, alarga todas las sombras de modo inverosímil. Es, precisamente, en estas manchas de sol de ocaso en los olivares donde hemos mirado una y mil veces las hileras de hormigas que avanzan pacientemente, brillantes por encima, barnizadas por el estallido de luz que llega del Paní (1).

Desde los olivares, Cadaqués ofrece los puntos de vista más inesperados. Ahora es la iglesia, que, encuadrada por un olivo, forma como una alegoría de la paz. Ahora, como en un sueño de sensibilidad, las hojas grises se balancean sobre un trozo de nacarado mar. Y cuando más dulce y suave es el paisaje, aparece súbitamente, entre ramas y troncos, la abrupta roca que se refleja dentro del agua verde.

La gama de grises, rosados por el crepúsculo, nos distrae de las idas y venidas de las hormigas diminutas, que van perdiendo brillantez a medida que el incendio del cielo se, suaviza.

Nuestras sombras, exageradamente alargadas, avanzan ante nosotros entre muros de piedra seca, cubierta aquí y allí por musgo de color cobrizo.

De pronto advertimos que los colores han desaparecido. Es la luz de la luna la que ahora nos estiliza. A un lado y otro del camino tiemblan los hojas finísimas y luminosas de los olivos, mientras el canto de los grillos y los otros murmullos de la noche se esparcen y se elevan hasta las estrellas más lejanas.

En nuestra casa, bajo su dosel de damasco, la Virgen sonríe, complacida. La fragancia del jazmín de la terraza ha trepado hasta ella como una guirnalda de perfume.

Salvador pinta constantemente. Durante los veranos, que pasamos siempre en Cadaqués, es justamente cuando más trabaja; no toma vacaciones, corno los otros chicos.

Muchos días, al salir el sol está ya dispuesto para irse a pintar; otros se queda en el taller, pero trabaja siempre desde el alba hasta que el sol se pone, y cuando, al caer la tarde, vamos a pasear por los caminos que rodean Cadaqués — cada uno de ellos tan distinto, aunque sin apartarse del clásico ambiente que los caracteriza —, mi hermano trabaja también. Ni un solo instante deja de contemplar intensamente las luces y las nubes, el mar y las playas, captando hasta los detalles más pequeños. La calma-blanca de estas tardes, que refleja en el mar la estructura de las rocas, se fija ya para siempre en su alma.

1 Sierra de unos 700 metros de altura, que domina Cadaqués.

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CAPÍTULO V

ALVADOR empezó el bachillerato. Sólo por este motivo dejó de ir a los Hermanos de la Doctrina Cristiana, escuela a la que asistía con verdadero gusto, pero en donde no preparaban a los chicos para estos estudios. Todos sentimos que no pudiera continuar allí y que hubiese

de trasladarse a los Maristas. Sus dotes de dibujante iban precisándose, y mi padre le matriculó en la Escuela Municipal de

Dibujo, en aquella época dirigida por don Juan Núñez. Este buen amigo fue para Salvador un profesor inteligente, que supo comprender sus dotes extraordinarias y le orientó acertadamente, sin dudar nunca que llegaría a ser un gran pintor y un gran dibujante. Entonces fue cuando mi padre concibió la idea de que, terminado el bachillerato, su hijo se dedicase plenamente al arte. Mas como temía que la lucha por el triunfo fuese difícil, como suele ocurrir, quiso que tuviera también la misma profesión que el señor Núñez, con lo que la parte material de su vida quedaría mejor asegurada. Ya sin inquietud por la existencia, podría dedicarse plenamente, en las horas libres, a la obra que tanto le obsesionaba. Esta idea le pareció a mi hermano perfecta. Su porvenir iba ya concretándose. Después del bachillerato ingresaría en la Academia de Bellas Artes, de Madrid.

Por esta época pintó bodegones y los retratos de la abuela, de Tieta, de mi padre, de Lucía y el mío. El acuarelista Ramón Reig (más tarde catedrático de dibujo en Figueras) tenía por entonces la edad aproximada de mi hermano, siendo uno de sus amigos más íntimos. Juntos contrataban modelos y pasaban largas horas pintando.

No tardó mi hermano en ser el primero de la clase en la Escuela Municipal de Dibujo de Figueras, así como el discípulo predilecto de don Juan Núñez. Mi hermano tiene un carácter afable y cordial y un gran sentido del humor. Sólo cuando un deseo anormal de llamar la atención le domina es cuando le vemos capaz de hacer las cosas más absurdas. Si las premeditara no podría hacerlas, pues su inteligencia o su timidez se lo impedirían. Mas cuando en uno de estos ex abruptos se ha puesto en ridículo o se ha equivocado, no quiere de ningún modo reconocerlo; jamás da su brazo a torcer. Con la misma terquedad de cuando era niño, sostiene su punto de vista, buscando mil subterfugios, mil torturadas explicaciones, a fin de que su acto o su rareza aparezca como evidente prueba de una brillante inteligencia y de un temperamento único. Nadie, sin embargo, menos convencido que él mismo de la excelencia de su procedimiento... Y es entonces cuando sus argumentos llegan a ser enervantes, hasta hacerse imposible discutir con él, pues cuando no sabe cómo salir del paso, se obstina en dar a sus respuestas un aire cínico, por completo forzado y poco sincero.

Las ideas, una vez formadas en su cerebro, adquieren tanta fuerza que incluso su aspecto físico se resiente de ello. Sus atavíos, aunque extravagantes, no son disfraces, sino expresión de su manera de ser, que sale a la superficie, como si sus emociones, anegadas de exaltación, transpirasen a flor de piel, formando las raras indumentarias que le cubren.

Durante su adolescencia, Salvador llevó el cabello larguísimo y unas patillas hasta media mejilla, haciendo marco a un rostro delgado y pálido, de una palidez algo verdosa.

A veces, este tono oliváceo se acentúa y entonces todos en casa nos inquietamos pensando si se encontrará enfermo.

Una chalina, una cazadora (jamás quiso llevar americana ni chaleco), unos pantalones bombachos con polainas hasta la rodilla, vestían la figura, rematada por el inconfundible rostro, del que más tarde sería el pintor Dalí.

De aquel rostro pálido y delgado, más afinado todavía por las negras patillas, me queda el vivo recuerdo de dos ojos también verdosos, de mirada intensa, que en los momentos en que una brizna de reposo se infiltraba en su alma, tomaban el aspecto sereno y reposado de los ojos de mi padre.

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Su afición a las clases del señor Núñez era tan viva que una tarde en que llovía a cántaros quiso ir igualmente. Fue el único discípulo que no dejó la clase, y el señor Núñez, comentándolo, decía: «Creo yo que aunque cayeran garbanzos, él vendría también.»

Sus trabajos de academia eran sorprendentes. Un año en que fueron extraordinarios y obtuvo un buen premio, mi padre organizó una exposición a fin de curso, integrada por los dibujos que tantos elogios habían merecido de don Juan Núñez. Esta exposición, organizada en una salita de nuestra casa, fue visitada por todos nuestros amigos. Mi padre, con el optimismo y el entusiasmo que ha re-flejado siempre su carácter vehemente, quiso ofrecer una garotada (1) en el terrado para celebrar el primer éxito de su hijo.

Así fue como, entre la más cordial amistad, tuvo efecto una de las más famosas garotades que se han celebrado en mi casa.

Los erizos de mar nos gustan con delirio; es un manjar único. Es tan grato el placer que se experimenta al comerlos, así como el de su digestión, que ninguna otra comida ni bebida se les puede comparar.

En Cadaqués, durante el invierno, en aquellas mañanas de sol en que el aire y la temperatura del pueblecito marinero son una maravilla, no es cosa extraña ver a un grupo de personas echadas en el suelo, sin sentido, al lado de un montón de cáscaras de este marisco. Mientras el sol se oculta, alargando las sombras, esas gentes permanecen amodorradas, sin darse cuenta hasta que el frío del anochecer las despierta. Entonces se van, apresuradas, a sus casas, donde, ensimismadas, contemplan el fuego del hogar.

Es una sensación que casi todos los pescadores del pueblo han experimentado, pero que fuera de ellos pocas personas pueden sentir y comprender.

Si en un bodegón o casa de mariscos pedís garotes, seguramente no os gustarán. Y aunque os gusten y las comáis, no creáis tampoco por ello saber lo que es este marisco.

Los erizos de mar tienen que ingerirse acabados de pescar, y, a ser posible, pescados en el Cabo Creus. Deben comerse en lugar retirado y a pleno sol. Así, después de ingeridos, el calorcillo nos adormece, produciendo una sensación agradable. El pensamiento se adentra en la fantasía, mientras en torno nuestro se mueven las cáscaras cubiertas de negras espinas relucientes, y el sol corre a su ocaso.

En nuestra casa, las garotades tuvieron siempre gran importancia, si bien, invariablemente, las hacíamos en Cadaqués. Ésta fue la única que celebramos en Figueras, también a pleno sol, como exige el ritual. Por ello, el banquete tuvo lugar en el terrado de la casa, desde donde se contempla el llano hasta las montañas de San Pedro de Roda y, a lo lejos, la última montaña se remata en una lengua de mar plateada de sol, que brilla señalando el lugar del Golfo de Rosas.

Mi padre, sonriente de felicidad, comía, comentando con sus amigos Pichot, Llonch, Cusí, Costa y Alomar el éxito de su hijo, que, delante de ellos, iba también abriendo parsimoniosamente los negros redondeles erizados de móviles espinas.

Pocos brindis se habrán hecho con más claro presentimiento del éxito futuro. Todos los comensales participaban de nuestro entusiasmo, deseando al joven pintor un brillante triunfo en el mundo del arte. Todos brindaron de corazón, pues en mi casa no hubo nunca amigos que de corazón no lo fueran.

Los blancos cabellos de mi padre, inundados de luz, encuadraban su rostro sereno cuando, alzando la copa, apareció en un primer término, majestuosamente optimista. Las líneas simétricas de los campos que a lo lejos forman la perspectiva del llano del Ampurdán se extendían al fondo. Éste fue el primer homenaje rendido al pintor Salvador Dalí.

1 Comida a base de garotes, erizos de mar.

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CAPÍTULO VI

los quince años mi hermano es un temperamento exaltado, un espíritu inquieto que busca en el arte la vida misma. Con ojos penetrantes y labios apretados absorbe todo cuanto se muestra ante él. Cuando no pinta ni estudia, su espíritu, sin reposo, se entretiene

redactando, junto con sus amigos, una revista que se edita en Figueras. Se titulaba «Studium» y estaba impresa sobre papel de estraza, pero el tipo de imprenta era claro y preciso, y el formato muy decorativo. En esta revista había una sección a cargo exclusivamente de mi hermano. Se titulaba: «Los grandes Maestros de la Pintura». Creo que puede tener interés saber lo que a la edad de quince años opinaba Salvador sobre Velázquez, Leonardo, Durero, el Greco, Goya, etc., por lo que copio textualmente estos artículos, a cada uno de los cuales acompañaban dos reproducciones de obras del pintor comentado:

«VELÁZQUEZ. — El vigor y la energía predominan en los retratos de Velázquez; sus contornos, de líneas crudas v agudas, dan al principio una impresión honda de brusquedad, que disminuye luego por la profunda y tranquila expresión de sus semblantes, aunque éstos estén siempre cargados de una inteligente fuerza.

»Los retratos de personas de alto linaje, reyes, nobles, orgullosos, cínicos, persuadidos de su valor, de ojos centelleantes, con ráfagas luminosas y reflejos de odio; de hombres embrutecidos por el vicio o princesas inocentes y mimadas; enanos, bufones, llenos de secreta y profunda melancolía: todas estas figuras, llenas de fuerza y de vida, nos revelan una España que Velázquez copió, mejor diríamos, «creó», tomándola de la realidad.

»Era nuestro pintor, además de esto, un técnico formidable, y nos presenta sus obras con una aparente sencillez que resalta en sus cuadros de género como «Las Meninas» y «Las Hilanderas», que son de una técnica admirable y por nadie superada. La distribución y colocación de los colores parece, en ciertos casos, de un impresionista. Velázquez debe considerarse como uno de los más grandes, tal vez el más grande de los artistas españoles, y uno de los primeros del mundo.»

«GOYA. — Nada fue extraño al pincel de Goya y nada pasó delante de sus ojos sin que sintiera

curiosidad; todo le interesaba y todo le inspiraba amor artístico. »Goya llevó al lienzo toda la España de su tiempo y el ambiente en que vivía el pueblo español.

En cada uno de sus geniales retratos supo traducir el carácter y los sentimientos de los modelos, y en sus tapices y cuadros de género reprodujo admirablemente la época en que vivía; aquellas escenas galantes entre majas y toreros y aquellos fondos alegres y reposados, llenos de armonía, junto con el color suave y delicado que alegró sus telas, nos trasladan rápidamente a los tiempos goyescos.

»Considerando las obras de Goya en su conjunto, observaremos un cambio brusco de idea creadora. Comparemos, si no, sus tapices y cuadros festivos, de clara y sencilla concepción, con aquellas escenas que decoran sus quintas y los dibujos de sus últimos tiempos que representan los desastres de la guerra, alucinaciones espantosas y horripilantes, llenas de misterio y melancolía. Ante los tapices se experimenta una impresión de tranquilidad y alegría; en los últimos, la de lo horrible y retorcido. Mientras en los tapices las figuras se mueven rítmicamente al compás de una música oculta, en los «desastres» gesticulan bruscamente al compás de gritos y gemidos.

»Además, Goya era un excelente grabador y acuafortista. Entre sus grabados más conocidos están los llamados «Caprichos», copia fiel de las costumbres corrompidas de su tiempo. Se atribuye a Goya un corazón empedernido y exento de emoción simpática. Esto no es exacto; sus cuadros,

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llenos de sentimiento y espiritualidad, lo demuestran sobradamente. En sus telas se traducen los deseos y aspiraciones de su pueblo, al compás de sus propios sentimientos e ideales. Beruete advierte esta circunstancia en que muchos habrán parado atención: el parecido físico (hasta en la sordera) y artístico de Goya y Beethoven. Hay un Goya, el de los tapices con figuras en paso de danza, y un Goya doloroso, el de los grabados; como hay un Beethoven de los minuetos y gavotas, y un Beethoven de las sinfonías.

Claro que el pintor y el músico vivieron en la misma época, pero lo que los asemeja no es la cronología, sino el temperamento. Este gran artista nació en 1746 y murió en 1828. En este día perdió España uno de sus mejores artistas, pero el nombre de Goya ha permanecido y permanecerá eternamente.»

«EL GRECO. — Alma, todo alma son los lienzos de este gran artista. »Sus obras son puramente espirituales y divinizadas. El Greco huyó de la academia como de un

fantasma perturbador, prescindió de lo que vulgarmente llamamos materia para remontarse al verdadero arte, un arte puro y sincero, completamente ideal, sin disfraces técnicos que lo alteren. No buscaremos en sus retratos la elegancia de Van Dyck ni la realidad de los holandeses y de Holbein, ni tampoco el carácter reinante en los de Velázquez. Sus retratos viven fuera de nuestra atmósfera y de nuestra tierra, son seres idealizados, apartados del bullicio del mundo con la espe-ranza de otro más puro y más justo, y en la expresión y claridad de sus ojos se adivina algo misterioso y no terrenal.

»Así vemos aquellas figuras de santos demacrados y esqueléticos, con mirada angustiosa y suplicante, y aquellos fondos misteriosos y sin distancias, junto a una coloración indefinida. Este conjunto nos produce una impresión honda de tormento, junto con el goce de algo inmaterial. »Aquellas prolongaciones tan exageradas que caracterizan sus geniales pinturas son de un sentimiento y espiritualidad tan grandes, que trasladan nuestra imaginación fuera de lo que nos rodea y nos parece hallarnos en una vida celeste sin contraste, pero dulce y tranquila.

»Y esta sensación de sus obras no deja en paz nuestro cerebro y su visión se repite atormentadora, pero con un tormento dulce a la vez.

»Son muchos los que, frente a sus obras, ven sólo la materia que las forma, la tela, la pintura..., el marco, pero no saben o no quieren esforzarse en ver más allá del lienzo y no comprenden lo que el

artista nos quiere hacer sentir por medio de aquellas discutidas prolongaciones en que con tanta armonía y sinceridad el Greco grabó su arte y su personalidad.

»Y por esto, al no comprender su lenguaje, han creído cómodo decir que su arte era debido a un defecto óptico, o bien que era un loco o desequilibrado.

»Entiendo que todo esto es puramente erróneo; el Greco pintaba lo que sentía, y para llegar a este fin empleó lo que tantos consideran como un defecto, que en realidad es la verdadera perfección de su sentir. Pues el verdadero arte no tiene leyes que exijan ninguna ejecución para los sentimientos. Nada se sabe de cierto hasta ahora del pueblo y fecha de su nacimiento; sólo se sabe que era griego y de la isla de Creta, por el modo de firmar sus cuadros (Doménikos Theotokópoulos).

»Su incesante trabajo y su alma nacida para artista labraron su inmortalidad.» «MIGUEL ÁNGEL. — Es el pintor académico. Logra dar a sus lienzos una impresión de

grandiosidad, de fuerza y de vigor. Sus frescos y sus pinturas decorativas, aunque excesivamente cargadas de dibujo, son de una concepción precisa y clara, se mueven armoniosamente, encajan per-fectamente en todas las partes arquitectónicas. Todas sus obras dan una intensísima emoción de belleza. En la pintura mural del Juicio Final (Vaticano, de Roma) se halla en toda la plenitud de su grandeza la obra de Miguel Ángel, imaginación fértil y entusiasta y, al mismo tiempo, el reposo y la serenidad de los mejores tiempos clásicos; tales son las primordiales cualidades de esta obra formidable. La obra del Juicio Final, técnicamente es la lucha del dibujo con el color. Miguel Ángel compendia la obra del Renacimiento. Primordialmente envuelto en sus obras pictóricas, se refleja claramente como tal.»

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«DURERO. — Nadie como Durero interpretó las' creencias y costumbres del pueblo alemán.

Sus telas están dotadas, al mismo tiempo, de una energía y una sencillez, además de estar poseídas de un intenso sentido decorativo, poco común entre los pintores alemanes, que solían atestar sus obras de figuras que se movían bruscamente, de líneas y contornos pesados y poco elegantes, de rostros contraídos y de proporciones groseras y a veces ridículas. Durero se apartó por completo de este arte rústico y a la vez sentimental, que atrae al principio por su sencillez, pero que es un arte de campesinos y hasta de mal gusto. Formó este artista un arte completamente suyo y original. Los retratos de Durero meditan, piensan y, en la exagerada expresión de sus semblantes, se mezclan recuerdos lejanos que se esfuman y se pierden en el aire fresco y quieto de los armoniosos fondos. Un velo de melancolía y tristeza enturbiala claridad enervante de sus ojos fijos y atormentadores, que miran lejos, indefinidamente, buscando entre las sombras del misterio de la mitología algo que no alcanzarán nunca...

»Sus fondos, reposados y tranquilos, duermen plácidamente al son de una música lejana y triste, y contrastan con las figuras enérgicas, fuertes, cargadas de una expresión exasperante.

»Durero fue tan pensador como artista, pudiéndosele colocar al lado de Leonardo da Vinci y Miguel Ángel, sobre todo en sus composiciones y grabados, como «El descanso en Egipto», «La melancolía», «El caballero y la Muerte», «San Jerónimo en su celda», los cuales son de una profun-didad de pensamiento tan grande, que pocos artistas han llegado a tan alto nivel.

»Nació Durero en Nuremberg, y después de una vida infatigable, minada su existencia por el trabajo incesante y por unas fiebres malignas procedentes de los Países Bajos, sucumbió tan grande artista, dejando tras sí un camino abierto, donde se precipitó tumultuosamente el arte alemán.»

«LEONARDO DA VINCI. — Nació Leonardo da Vinci en la ciudad de Vinci, en 1452, y murió

el 2 de mayo de 1519. Estudió anatomía, arquitectura, escultura, pintura y jardinería. »Leonardo, el hombre del Renacimiento, fue un espíritu apasionado y entusiasta de la vida; todo

lo estudiaba y analizaba con el mismo ardor, con el mismo deleite; en la vida, todo le parecía alegre y atractivo. Sus cuadros dan la impresión de inquietud, de vitalidad; es una impresión extraña que se acentúa al ir siguiendo el largo proceso de su arte. En el estudio de sus obras se ve lo que es el trabajo reflexivo, constante, amoroso. Leonardo trabajó incesantemente, con cariño, con la fiebre del creador, resolviendo problemas de gran dificultad, que dieron al arte un empuje formidable.

»Uno de sus más notables retratos es la célebre «Gioconda», en la cual está reunido y concertado el talento y el alma de Leonardo da Vinci. Sus tonos suaves y húmedos, que envuelven el busto esbelto y gracioso de la Gioconda, dan a ésta una gran solemnidad; su faz, lisa, parece moverse imperceptiblemente como mecida por el aire morado que refresca su tersa frente... Parece que una gran quietud reina en el ambiente y una gran placidez lo invade todo... Su sonrisa enervante se burla de las lejanas montañas...»

Salvador, que tan grande interés se tomaba por todo, no se interesó nunca por el valor material de

las cosas. Su vida transcurría fácil, sin lucha alguna que no fuese puramente intelectual. Apenas sentía un deseo, lo veía inmediatamente realizado. Los colores con que trabajaba debían ser de los mejores, lo mismo que las telas; los pinceles, insuperables, de piel de marta. Con un instinto único, sabía perfectamente lo que pedía y lo que le convenía, pero siempre parecía ausente de lo que pudiera costar.

No tenía la menor idea del valor del dinero; cuando íbamos al cine, que era muy a menudo, tenía que ser yo quien tomara las localidades. Las taquillas, el teléfono y los saltamontes son cosas que siempre le han causado horror. Temía, además, a las taquillas porque no entendía gran cosa la cuestión de los cambios y prefería no ocuparse de ello.

La vida en nuestra casa transcurría fácil y tranquila. Después de una magnífica infancia, nuestra adolescencia se desenvolvió armoniosa, entre los estudios y los veranos pasados en Cadaqués, temporada que aguardábamos, cada año, con ilusión creciente. Contábamos los meses, las semanas y los días que faltaban para ir a instalarnos en la casita de la playa. Nuestra casita, que cuando reina

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la calma-blanca se refleja en el agua con todos sus detalles; hasta el eucalipto de la terraza se mece dentro del nácar con que el cielo cubre todo el mar en esos crepúsculos estáticos.

Contábamos los días que faltaban para el verano. Habíamos pasado todo el invierno en la añoranza de aquella luz, y al llegar nos parecía siempre descubrir algo nuevo en aquel lugar que, para nosotros, era el sueño que nos había acompañado tanto tiempo.

En aquellos años, mi hermano tenía una novia rubia, de cutis claro; una chica de Figueras, muy buena muchacha, con una sonrisa un poco triste y enigmática. La novia y el cine eran sus únicas distracciones. El trabajo le absorbía casi por completo. En esta época leía los cuentos de «Las mil y una noches» y no perdía una sola película de Charlot.

Las pinturas impresionistas de Dalí pertenecen casi todas a este período de su adolescencia. Los colores, un poco oscuros al principio, van precisándose y aclarándose hasta hallar las incomparables tonalidades nacaradas que adquirirán más tarde. Si se miran estos cuadros detenidamente, maravilla la sencillez con que están ejecutados, mejor dicho, parece casi arte de magia cómo dos o tres manchones de pintura embadurnados sobre la tela, como si hubiesen caído del cielo, pueden formar un olivo fino, de tronco duro y retorcido, o los bellos reflejos de unas casas dentro del mar, todo ello envuelto en el nacarado polvillo del atardecer o resaltando en los fuertes claroscuros de la dorada luz de las mañanas soleadas.

Estos cuadros de los últimos años de su adolescencia son un prodigio de ambiente y de luz. En ellos aparecen los colores en los sitios más insospechados. En uno, la playa es de color violeta, mas no se aparta de la realidad, antes al contrario. Después de esto veremos con frecuencia cómo la playa, pareciéndose a la del cuadro, tomará ese tono malva, que de momento tanto nos sorprendió. Los retratos de esa época son también interesantes. En especial su «Autorretrato», realizado con dos o tres manchas de color que ofrecen un parecido tan extraordinario con el Dalí de aquella época, que sería imposible captar con mayor intensidad toda la vida y la expresión de su rostro, disminuí-do por las oscuras patillas, y de la mirada llena de vitalidad, comunicación de su alma, rebosante de curiosidad insaciable, con el mundo que le rodea.

Los paisajes son casi siempre los olivares de Cadaqués o algún rincón del pueblo. Los reflejos del agua y las luces del cielo tienen una infinita ternura. ¿Cómo pueden lograrse con estas manchas de pintura, que de cerca no representan nada absolutamente, unos paisajes tan bellos y tan reales, una luz tan de Cadaqués, que parece incluso perfumada de romero o de marisco?

Crea con gran facilidad y se prodiga en una intensa producción. A fines de verano regala con verdadero placer sus cuadros al hermano de nuestra madre, Anselmo Doménech, que con gran acierto elegía siempre los mejores, y al hermano de nuestro padre, Rafael Dalí, que cuando mi hermano era aún pequeñín y dibujaba patos auguraba ya que sería un gran pintor.

Durante las comidas, mi padre y mi hermano lo discutían y comentaban todo. Jamás callaban. Y

el resto de la familia los escuchábamos en silencio. Sus conversaciones eran en extremo interesantes y muchas veces mi padre, en el calor de la discusión, se olvidaba hasta de ir al «Sport», el casino donde cada noche se reunía con sus amigos y a donde rara vez dejaba de ir. Mas ahora empezaba a encontrar en su hijo el mejor compañero, y como ambos eran exaltados y absolutos, sus charlas eran vivas, agudas, sus argumentos, enérgicos y llenos de sincera convicción.

Mas como todos en casa hemos tenido siempre el sentido del humor, muchas veces se tomaba la parte cómica de un hecho y acabábamos por caricaturizarlo de tal modo, que la conversación no podía seguir en el tono de seriedad en que había empezado. Salvador explicaba anécdotas del Instituto que nos hacían saltar las lágrimas de risa. Y en esa época ocurrieron en casa hechos de increíble comicidad.

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CAPITULO VII

ADIE en casa tenía ni el más leve presentimiento de la tragedia que se acercaba. Estaba allí y no sabíamos verla; comentábamos las cosas, reíamos, íbamos al cine y todo continuaba alegremente hermoso. No obstante, la tragedia estaba allí dentro de nuestra casa, dentro de

nuestra madre, que nos miraba con más amor que nunca, como si temiera dejarnos, como si ya sintiera que algo tiraba de ella para apartarla de nosotros. Su rostro, que siempre tuvo de modo natural el color rosado con que las mujeres se maquillaron algo después, iba afinándose y se tornaba cada día más pálido. Pero en casa la vida continuaba sin la menor alteración. La abuela cosía detrás de los cristales, repasando la ropa recién lavada, lo mismo que años atrás hacía, entre las flores del umbráculo, o rezaba el rosario ante la urna dorada en donde, noche y día, una lámpara encendida iluminaba un Cristo de talla, esculpido por un antepasado nuestro que fue escultor. Y nuestro padre aguardaba con afán la hora de subir del despacho para comentar con su hijo las últimas anécdotas.

Un día mi hermano trajo la noticia de que el Ayuntamiento de Figueras le había encargado la realización de una carroza para la cabalgata de los Reyes. Como es de suponer, hicimos en torno al encargo muchos comentarios. Y como siempre, él nos contó con vehemencia sus proyectos.

La ejecución de esta carroza le llevó largos días de trabajo. Todos seguíamos su proceso con enorme interés, según las explicaciones que él iba dándonos. Salvador posee una vitalidad tan exuberante que se contagia a las personas que le rodean, haciendo su vida sumamente inquieta, al mismo tiempo que muy interesante.

El día de Reyes se acercaba, dejando cada vez más y más lejos aquellos años en que nuestra madre y Tieta, encerradas por tal fecha en el cuarto de costura, creaban para nosotros los juguetes más ambicionados. Y ahora sentíamos envidia de los niños que todavía podían colocar en el balcón, al lado de un par de zapatos, ingenuamente embelesados, un plato con agua para los caballos y para los camellos de los Reyes.

Aquel año, Salvador trabajó con afán para que los chiquillos de Figueras viesen realmente a los tres Reyes de Oriente acompañados de su majestuoso cortejo, cosa que nosotros, de niños, sólo pudimos ver con los ojos de nuestra imaginación, que por fortuna no era corta de vista.

Oíase a lo lejos el redoblar de los tambores. Figueras estaba bellamente iluminada. Los escaparates de las tiendas rebosaban de juguetes. La multitud recorría las calles charlando con animación. De pronto, se escucharon los primeros compases, tocados por la banda del Regimiento de San Quintín. Los soldados abrían la marcha a la cabalgata de los Reyes. Las mentes de los niños creaban sueños de colores. Sobre un cielo estrellado se recortaban los grandes plátanos de la Rambla y las calles profusamente iluminadas. Todo parecía redoblar alegremente al compás de una marcha militar. Los criados de los Reyes venían a continuación de los soldados. Al fin, entre gritos de gozo y silencios emocionados, aparecieron los tres Reyes de Oriente, ataviados con colores de esmalte y cubiertos de pedrería. Después de las tres augustas figuras, que con tanta fantasía y belleza representan la más viva emoción de la infancia, aparecía la gran carroza, inmensa, altísima. A fin de que pudiera pasar por las calles de Figueras, hubo que cortar ramas de los árboles (entonces las calles estaban bordeadas de acacias). La carroza consistía en una gran mole cerrada por todas partes. En sus altas paredes aparecían gigantescos dragones alados, con lenguas de fuego y ojos fosforescentes. Sobre colores vivísimos y muy decorativos, brillaban encendidos los dragones. En las alas, en los ojos y en la boca veíanse trozos de papel transparente que les daban una gran luminosidad. Por encima de esta enorme caja sobresalían muñecas, caballos de cartón y una gran cantidad de juguetes. La música del regimiento y el redoble de los tambores hacían palpitar los corazones infantiles. Los niños de Figueras, llevando farolillos decorativos, seguían a la monumental carroza, que recorría las calles de la ciudad precedida por los tres Reyes Magos

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montados a caballo, extendiendo el oro y el colorido metálico de sus capas, como abiertas colas de pavos reales, sobre las robustas grupas.

Entre la infinidad de farolillos que seguían a la cabalgata, todos ellos muy adornados, percibí ase la débil claridad de una bujía que flameaba tímidamente en medio de un trozo de papel de estraza retorcido en forma de cucurucho. En los ojos del niño que llevaba aquella especie de farol aparecían huellas de lágrimas, su naricilla estaba todavía colorada, pero su mano sostenía con firmeza el humilde farolito que, entre todos los demás, formados de papeles y vidrios de vistosos colores, aparecía como un lirio cuyo pistilo se hubiese encendido, iluminando así las hojas.

La música continuaba recorriendo las calles de Figueras, abriendo paso a la fantástica cabalgata, seguida por la multitud de farolillos que las pequeñas manos de los niños sostenían, como ofrendando la llama de su ilusión, vestida de fiesta, a un cielo azul oscuro tachonado por estrellas de plata.

Salvador, que había organizado la cabalgata, ideado y pintado la carroza, formaba también parte del Jurado que debía dar el premio al farol más bonito.

No podía ser de otro modo. El cucurucho de papel de estraza, que con tal sencillez iba en la comitiva, sin proponerse otra cosa que calmar el llanto del niño que lo llevaba, fue el que obtuvo el premio.

La madre del chiquillo quedó muy sorprendida. Nunca hubiese creído que aquel trozo de papel ordinario que, impulsada por el llanto del hijo al encontrarse sin farol en el último instante, ella misma había retorcido colocándole en medio una vela vulgar, pudiese obtener, en modo alguno, la admiración y el premio del Jurado.

Y, en efecto, puede darse por seguro que, a no ser Salvador quien debía decidir el fallo, el hecho no se hubiese producido. Sin embargo, fue realizado con toda sinceridad y ciertamente sin el menor deseo de llamar la atención.

Mi madre no pudo ver la cabalgata ni la carroza ideadas y realizadas por su hijo. No pudo

disfrutar de aquella noche de Reyes, que hubiera sido para ella una compensación a todas las noches que pasara en vela cuando el niño no quería dormir, si no era en su regazo. La gran tragedia de nuestra casa iba acercándose, hipócrita y silenciosa, como si nada importante pudiera suceder. Mas ya la inquietud, con sus dedos temblorosos y afilados, empezaba a hurgar nuestras entrañas. Evitábamos mirarnos los unos a los otros. Permanecíamos silenciosos, tratando de arrancar de nuestras mentes los pensamientos de temor que desde el corazón subían.

Mas estos temores fueron esculpiéndose, concretándose, hasta convertirse en espantosa realidad, hasta robarnos lo que más queríamos, dejándonos dolorosamente abatidos, como esos árboles mutilados a los que se arranca la rama más indispensable.

Por las mañanas, cuando el dolor, presintiendo la primera claridad del alba, nos despertaba, era más agudo, más penetrante que a otra hora cualquiera, y físicamente tan insoportable, que no creíamos tener fuerzas para llevarlo agarrado al corazón un día más.

Era increíble, pero podíamos continuar la vida; el tiempo, al pasar, iba dejando un leve rastro de consuelo. Parecía como si su contacto quisiera hacer germinar en nosotros ideas de conformidad que el dolor no aceptaba todavía.

A la hora de las comidas no se cruzaban ya brillantes controversias entre padre e hijo. Se escuchaba el ruido de los cubiertos al chocar. Y nunca me ha producido una música tanta tristeza como en aquellos días el sonido de un triste organillo que, a veces, se paraba a tocar cerca de casa.

Mientras comíamos, Lucía entraba con frecuencia. Al ver en los platos la comida que ninguno podía tragar, nos rogaba con mirada suplicante que la comiéramos, diciendo: «Esfuercense, esfuercense...» Mas su cara redonda, llena de bondad, que antes aparecía siempre sonriente, nos apenaba más, al evocarnos recuerdos de ternura, y entonces, mientras las lágrimas rodaban mejillas abajo, nos esforzábamos, como ella aconsejaba, pero no podíamos soportar aquello.

La plaza de la Palmera aparecía desolada. Por las noches, la tramontana movía el arco voltaico colgado en su centro, balanceando tétricamente las sombras de los árboles y de las casas, ya iluminando, ya oscureciendo la figura de la castañera, que en una esquina permanecía acurrucada de

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frío, junto al fogón, del que saltaban rojas chispas. Oíase a lo lejos el pito del tren, subrayando con energía la desolación de nuestro hogar. Las

diligencias que venían de la estación hacían retemblar un momento los vidrios. Después todo quedaba de nuevo en el más absoluto silencio; sólo se dejaban oír las ráfagas del viento, y las cortinas del balcón se movían un poco.

Nos íbamos a la cama, sin valor para permanecer levantados durante la velada. Con el temor del doloroso despertar, nos dormíamos ateridos de llanto.

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CAPÍTULO VIII

AE abundante la lluvia, empapando la tierra de agua. El llanto desconsolado de la Naturaleza en busca de sus frutos despierta las simientes dormidas. Y surgen tallos rectos, rebosantes de vitalidad, que trepan tierra arriba, presintiendo el aire fresco, y asoman a flor

de ella como por arte de magia, tapizándola de bellos colores. Crecen las espigas. Ya altas, se balancean suaves, y el verde de los campos toma reflejos y

rumores de ondulación marina. Más tarde, al dorarse, pierden flexibilidad y aguardan mirando al cielo el momento de la siega. Pasa el tiempo. En el taller continúa el rumor del trabajo. La luz en los cuadros de Salvador

pierde belleza y se hace más decorativa. Los óleos se han transformado en temples. Es éste un momento extraño y desconocido en la obra de mi hermano. Imagina la composición de los cuadros, en los que aparecen los más variados temas. Una fiesta en una ermita, en la que jóvenes esbeltos y muchachas de rojas mejillas y cabello trenzado aparecen bailando sardanas. Un grupo de artistas merendando bajo unos pinos. Escenas de circo, bailarinas con tonelete, castillos de fuegos artificiales. Todo es decorativo. Uno de ellos, sin duda el que a mí más me gusta, está realizado en tonos de azul. En él vemos a la Virgen acompañada de angelitos, que parecen niños del pueblo, sentada ante los arcos de casa Pont, reflejados en el agua inmóvil de una noche de luna.

Las dos espaciosas habitaciones que forman el taller de mi hermano en Figueras dan a la calle de Monturiol. Por las tardes, cuando empieza el ocaso, el sol entra en ellas oblicuamente, haciendo el efecto de un reflector sobre las pinturas al temple, de brillante colorido. Estas dos habitaciones están siempre llenas de gitanillos que vienen a servir de modelos. A la luz color naranja que inunda el taller, sus figuras parecen de cobre, relucen sus caras bronceadas, sus cabellos negrísimos. No dejan nunca de charlar, y como su parloteo tiene un sonido especial cuando hablan todos juntos, no se entiende lo que dicen; sólo un rumor, una cantinela semejante a la de los pájaros, invade el taller, inundado de claridad. A veces tocan la guitarra y cantan. El taller parece una pintura de las de mi hermano, que hubiese cobrado movimiento.

Estos gitanillos nos querían mucho; en especial, sentían por mi hermano verdadera pasión. Él los hacía hablar; le hacían mucha gracia explicando cosas que apenas entendíamos o cuando salían al balcón para llamar a otros gitanos que estaban en la calle esperando a que «el señor Patillas», como ellos le llamaban, los quisiera también pintar.

Las pinturas al temple surgían como por encanto. Pintaba dos o tres diariamente, a cuál más llena de fantasía. Al verse retratados, los gitanos chillaban y reían. Fue un verdadero estallido de luz en el taller aquel invierno, el último antes de ir a Madrid, donde debía operarse un gran cambio en Salvador, tanto en su aspecto físico como en sus obras pictóricas. En Madrid hallaría mi hermano amigos de gran valer intelectual, que indudablemente influirían en su formación; además, las obras del Museo del Prado, tanto tiempo admiradas, penetrarían de manera real y efectiva en su espíritu inquieto.

Parecía renacer en nosotros algo de calma, como si empezase a cicatrizarse la herida por al muerte de mi madre, cuando, al volver a Cadaqués, al ver de nuevo todas las cosas que allí también la rodearon siempre, renació la nostalgia. Los recuerdos de otros veranos acudían rápidos, agravando el dolor hasta hacerlo insoportable. Todos los sitios, todos los paisajes reclamaban una presencia necesaria, que en modo alguno podíamos admitir que no estuviera allí. Su ausencia nos oprimía el corazón como una garra, apretándolo hasta arrancarnos lágrimas.

Sobre el azul del cielo y del mar, nuestras negras figuras movíanse abatidas; en casa todo estaba silencioso. En parte alguna hallábamos al ser querido que vivía en nuestros corazones y al que sólo

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podíamos ver ya con los ojos del pensamiento. Fue hacia fines de este triste verano del año 1921 cuando estalló la borrasca que aun recuerda

todo el mundo en Cadaqués. Una mañana, Tieta entró en mi cuarto atemorizada. — No te asustes — dijo, pues sabía que a mí

todo me daba miedo —. No te asustes, pero hace muy mal tiempo y tendrás que levantarte. En el primer momento no entendí lo que significaban aquellas palabras, mas en seguida un

trueno hizo retemblar las paredes de la casa, y mi hermano gritó, desde el taller, para que acudiéramos. En aquel momento pareció como si un terremoto abriera la tierra y lo arrastrara todo. Despuntaba el día, color de barro; el mar y el cielo aparecían oscuros, espesos como lodo, y la Naturaleza entera aullaba tristemente. Nuestra casita (y nosotros temblando dentro de ella) quedó, de pronto, rodeada de agua. Un torrente que baja a su costado se despeñaba, rebosante de agua, arrastrando árboles, muros y también nuestra barca, a la que, como un copo blanco, vimos relucir por un instante, engullida entre el agua espesa y negra, para desaparecer entre las olas del mar, que, alzándose, se retorcían para rebotar luego contra las paredes de nuestra casa, cubriéndolas de espuma y de chorreones de fango.

Avanzaba el día, pero el sol no logró aclarar el cielo, que, como el mar, tenía color de arcilla. Los rayos llameaban aquí y allí. El rugido de los truenos retumbaba sin parar, con un ruido fúnebre, inacabable, enervante, agotador.

De pronto el torrente, bajando con más fuerza, lleno a rebosar de troncos, de árboles y ramas rotas, agujereó la pared del patio que había al lado de casa. Temiendo una desgracia, Tieta, con toda serenidad, para que no nos asustáramos más, dijo que debíamos dejar la casa e ir a refugiarnos a la de los únicos vecinos con quienes teníamos comunicación. Salvador, envolviendo a la abuela en un mantón negro, la cogió en brazos y, abriendo la puerta de entrada, salió para afrontar la espantosa tormenta. El viento no lo dejaba avanzar, y el peso de la abuela hacía más difícil su paso. El agua que, formando cascada, bajaba por el camino que conducía a casa de los vecinos, le llegaba hasta las rodillas.

Zigzagueaban los relámpagos, y los truenos parecía que materialmente abriesen las montañas, mientras el cielo, como masa de plomo, se oscurecía cada vez más.

Los treinta o cuarenta metros que debíamos recorrer para llegar a casa de nuestros amigos fueron interminables. Al llegar creímos que el torrente habría derribado parte de nuestra casa, que dejamos abandonada. Mas este triste presentimiento no se realizó. La noche que siguió a la formidable tormenta fue completamente serena. Algunas nubecillas deshilachadas y transparentes daban movimiento a la luna, que en el cielo temblaba, reluciente como una gota de mercurio. Desde el terrado de los vecinos contemplábamos nuestra casita, que tanto temiéramos perder y que ahora aparecía envuelta en plateada luz. Todavía, sin embargo, las olas se alzaban imponentes ante ella. Al deshacerse en la playa, extendíanse como un gran abanico de espuma que, al replegarse mar adentro, hacía crujir las piedrecillas con un ruido monótono. La luna brillaba en la franja húmeda que por un instante dejaba la onda al descubierto, descarnada de la suave blancura de su espuma.

Aquella borrasca pareció un mal presagio. El cielo plomizo, los truenos que retumbaban de una en otra montaña, el mar golpeando contra las paredes de nuestra casa, el torrente que bajaba ululante, llevándose nuestra barca, nosotros mismos resbalando por las pendientes, con la ropa empapada en agua..., todo pareció predecir una catástrofe que no tardó muchos años en llegar y que, al igual que aquella tormenta, tuvo lugar en Cadaqués.

Las ideas destructoras del surrealismo llegaron a Cadaqués con la misma fuerza de aquel torrente, y al estallar, rebosantes de odio y de perversidad, destruyeron la paz de nuestro hogar, haciéndonos víctimas de ese movimiento maléfico al que, por desgracia, se adhirió Salvador.

Me interesa hacer constar como, siempre que en estas páginas aluda al «surrealismo», no me refiero al que, como sinónimo de «inspiración pura», ha producido grandes obras de arte, sino a las ideas iconoclastas que un grupo muy limitado englobó bajo tal denominación.

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III JUVENTUD

CAPÍTULO IX

L viento de la imaginación hincha las velas del pensamiento. Como la proa al cortar el agua, así el presente penetra en el futuro, dejando un rastro de inquietud.

Avanzando en el tiempo, llegamos al día en que mi hermano debía marchar a Madrid. Le acompañamos mi padre y yo. Nunca hubiese creído que debiéramos convertirnos allí en nota discordante. Nuestro aspecto debía de ser sumamente curioso, pues la gente formaba corro en la calle para vernos, y en los rostros de quienes se cruzaban con nosotros aparecía una sonrisa. Nada más lejos de nuestro ánimo, no obstante, que la idea de preocuparnos por la expectación que despertábamos. Nuestro único, obsesionante pensamiento, que jamás nos dejaba, era saber cómo saldría Salvador de los exámenes. ¿Le admitirían en la Academia de San Fernando? Ésta era la pregunta que nos hacíamos constantemente. No hablábamos de otra cosa cuando a nuestro paso se volvían los rostros, entre curiosos y burlones, para mirarnos. Estábamos inquietos y, como siempre hemos sido en todo exagerados, dábamos a estos exámenes de ingreso tanta importancia como si nos fuera la vida en ello.

Cuando Salvador se hallaba dibujando en la Academia, mi padre y yo, paseando arriba y abajo ante la puerta del edificio, andábamos kilómetros para calmar nuestra impaciencia. Mi padre hacía al bedel unas preguntas tan especiales, que el pobre hombre no sabía cómo contestarlas. En tanto, los transeúntes tropezaban con nosotros, que ni siquiera los veíamos, tan absortos estábamos en nuestras meditaciones. De esta estancia en Madrid sólo recuerdo las interminables caminatas, arriba y abajo, ante la Academia de Bellas Artes y el ambiente acogedor de la Residencia de Estudiantes, donde nos alojamos. Algunas noches íbamos al cine, donde nuestra presencia producía tan gran alboroto, que un día mi padre declaró que con el chico disfrazado de aquel modo no se podía ir a ninguna parte, pues acabarían por apedrearnos.

En efecto, la indumentaria de Salvador llegaba ya a un grado de extravagancia alarmante. Acaso por ser los últimos tiempos que le quedaban de ser el «señor Patillas», acentuaba más los rasgos que como tal le caracterizaban. La melena le cubría enteramente el cogote; la chalina asumía unas proporciones enteramente anormales; llevaba, además, una boina negra y peluda y una capa muy extraña. Mi padre, con su cabello blanco y su aspecto venerable; yo, niña todavía, peinada con tirabuzones; los tres vestidos de negro, preocupados, sin ver siquiera dónde poníamos el pie, tropezando con todo el mundo, debíamos de tener, ciertamente, un aspecto inquietante. En todas partes a donde íbamos se formaban en seguida grupos de curiosos que nos rodeaban haciendo comentarios, sin la menor discreción; pero nosotros no hacíamos caso, ni comentábamos siquiera lo que pasaba. Absortos solamente en el dibujo que Salvador realizaba y que ya nos parecía haber visto de tanto hablar de él, ambulábamos por las calles de Madrid, sin saber por dónde íbamos ni lo que hacíamos.

Para tener una idea de lo sugestionable que es Salvador, baste contar que, como mi padre temiera que el dibujo que estaba haciendo para su ingreso en la Escuela fuese demasiado pequeño, le convenció de que acaso lo era efectivamente; mi hermano lo borró y lo rehizo, pero la sugestión era tan grande, que al hacerlo de nuevo lo dibujó ¡más pequeño todavía!

A pesar de no hacer el menor caso de la expectación que producía nuestra presencia por las calles, yo siempre deseaba llegar a la Residencia como a un refugio donde me sentía al amparo de los rostros de mirada burlona que por las calles nos seguían. Aquí, en la Residencia, si es cierto que se nos miraba con interés, era éste un interés amable, respetuoso; allí desaparecía la impresión de

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aquellas miradas absurdas, que no nos abandonaban. Cuando, a las horas de comer, padre e hijo, reanudando las controversias largo tiempo olvidadas,

discutían, gesticulando acaloradamente, yo miraba a las interesantes personas que en aquel comedor nos rodeaban. Y observaba sus miradas de simpatía hacia nuestro grupo estrafalario, como si trataran de comprender de qué se trataba, quiénes éramos y qué discutíamos.

Advertía también en los estudiantes de la Residencia simpatía e interés hacia nosotros. Y no me equivocaba. Uno de ellos, que no dejaba un momento de mirarnos, con mirada inteligente y penetrante, sólo a la de mi hermano comparable, había de ser muy pronto nuestro mejor y más querido amigo: Federico García Lorca.

Salvador fue admitido en la Academia de Bellas Artes, a pesar de que su dibujo, realizado bajo la sugestión de que iba a ser demasiado pequeño, lo era, en efecto, para las normas que se habían dado. En Madrid quedó, en fin, Salvador bajo la tutela del poeta Eduardo Marquina, gran amigo de mi padre y a quien mi hermano quería mucho, como todos en casa. Fue Marquina quien le recomendó en seguida muy especialmente a Jiménez Fraud, a la sazón director de la Residencia. Dejamos, pues, a Salvador en Madrid, y mi padre y yo regresamos a Figueras, un poco agotados por las angustias pasadas, pero confiando en que el ambiente en que habíamos dejado a mi hermano sería para él inmejorable.

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CAPÍTULO X

L llegar a casa nos encontramos con lo más inesperado. La abuela Ana, que se había pasado la vida cosiendo en silencio detrás de los cristales, con mirada serena y suaves movimientos, ya no cosía. La muerte de su hija había trastornado en tal forma su espíritu,

que sus ojos relucían inquietos. Y como transportada a otra época, una época bella y romántica, relataba cosas de su juventud que antes jamás contara.

No era que desvariase; todo cuanto narraba estaba de acuerdo con la realidad; sólo ella, al relatarlo, lo coloreaba suavemente, como si fuese un grabado iluminado, del que el sol hubiera apagado el color. En él, mi abuela aparecía a veces como una jovencita, peinada con tirabuzones semejantes a los míos, tan tímida que no se atrevía a llevar abanico ni sombrilla. Una vez que le hicieron un miriñaque, le dio tanta vergüenza ponérselo que, cuando todas sus amigas paseaban por el «Jardín del General» con las pomposas faldas extendidas sobre los aros de hierro que les daban forma de campana, ella las lucía también de seda crujiente y bellísima, pero sus pliegues, gruesos y amplios, caían hasta el suelo, sin la forma acampanada que debían tener, de acuerdo con la moda de la época.

Su padre (esto es, nuestro bisabuelo materno) fue quien hizo construir la primera casa en la calle de Pelayo. Es la casa que lleva hoy el número 36. Entonces aparecía tan estrecha y tan alta en mitad de un campo, que los amigos y los estudiantes decían a su dueño: «Señor Ferrés, esa casa se la llevará el viento.» Sin duda, el bisabuelo era tan sugestionable como el bisnieto, pues acabó por creerlos y la vendió... También explicaba mi abuela cómo su padre fue el primero que trabajó la concha en Cataluña. En casa hay todavía cajas, bastones, abanicos, una urna y otras cosas, todo trabajado artísticamente, con un gusto y una sencillez exquisitos. Conservamos incluso un libro encuadernado en concha, que es una verdadera obra de arte. Las peinetas con que mi madre y Tieta,

al llegar Semana Santa, se colocaban, alta y airosa, la mantilla, fueron hechas también por él. Parecían una filigrana de encaje.

También le gustaba contar cómo ella y su padre habían viajado en el primer tren de España, que fue de Barcelona a Mataró, y cómo pudieron beber un vaso de agua sin que se vertiera ni una gota.

Relataba todo esto con gran profusión de detalles. Además recitaba las poesías de Góngora con entonación perfecta y sin equivocarse. No hubiera sido extraño que otra viejecita se entretuviera contando sus recuerdos, pero en ella, por naturaleza tan quieta y silenciosa, tal torrente de verbosidad era algo verdaderamente extraordinario. Y a todos nos inquietaba, aunque la escucháramos con interés, pues todo lo describía maravillosamente.

Además hablaba con gran frecuencia en verso; sus frases rimaban sin que ella se lo propusiera. Tan habituada estaba a hablar en un ritmo perfecto, que un día en que lo que contaba no le sonó tan bien, se sorprendió y guardó silencio, pensativa. No era que supiese que sus palabras poseían una cadencia poética, pero sin duda notó algo anormal y desagradable al darse cuenta de que no rimaban. Por ello quedó silenciosamente adolorida. A nosotros no nos conocía. Sabía que éramos su familia, y nada más. Nos confundía a todos. Del niño (1), que era como llamaba siempre a mi hermano, no hablaba nunca, como si lo hubiese olvidado por completo.

A lo que daba más importancia era a tener siempre un merengue para postre. Procurábamos no olvidarlo, pues si no nos acordábamos de ello sentía un gran pesar.

Menos la abuela, que, como digo, parecía no recordarle, todos echábamos cada vez más de menos a Salvador, que tanta animación dio siempre a nuestra casa. Él nos escribía cartas en las que claramente se transparentaba el cariño con que nos recordaba, pese a la vida interesante que llevaba en Madrid, rodeado de amigos inteligentes y de un ambiente magnífico. Mas en ninguna de estas 1 Nen, en catalán.

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cartas, tan afectuosas y llenas de recuerdos, habló nunca de la abuela, a pesar de que, al escribirle, nosotros le contábamos siempre con todo detalle lo que le ocurría.

Por las noches, la abuela y Lucía rezaban el rosario ante la urna dorada, en la que, levemente iluminado por una lamparilla que ellas cuidaban de que nunca se apagara, envuelto en una trémula y amarillenta claridad, veíase el Cristo de talla que un escultor antepasado nuestro creó y que era una maravilla. Ante esta imagen, considerada de gran valor artístico y bendita por algunos obispos, las dos viejecillas rezaban horas enteras en la penumbra de la habitación, en la que sólo se oía el bisbiseo del rosario, que, con la fe absoluta de que les abría el camino del cielo, iban sus manos y sus labios desgranando.

Cuando, al salir de esta penumbra del dormitorio de la abuela, volvíamos a entrar en la luz y la normalidad de la vida, nos parecía como si acabáramos de pasar siglos en un mundo lejano, en el que ella y Lucía se hallaban maravillosamente bien. Las dos mujeres, después de rezar el rosario, y sin encender la luz, comían azúcar cande.

Las sombras que la móvil claridad de la lamparilla daba al contorno de los muebles y a las dos encorvadas figuras, movíanse en un ambiente inquietante, a pesar del aire de fe y conformidad que en la estancia se respiraba y del agradable aspecto de las dos viejecillas, que ahora charlaban de sus tiempos, del frío y del calor.

Lucía se levantaba las faldas para contar los refajos que llevaba debajo, todos muy gruesos, unos de punto, otros de felpa, otros de franela e incluso de terciopelo, a cual más vivo de color y mejor remendado. Entonces, bajo su nariz redonda y rebosante de bondad, aparecía aquella sonrisa que tanto nos conmovía, por recordarnos siempre nuestra infancia, y, dando vueltas como si bailara un vals, hacía que las faldas se abrieran, y exclamaba: «Vaya yo caliente, y ríase la gente.» Y daba vueltas y más vueltas, mientras los refajos se movían y levantaban airosamente. La abuela la miraba sonriente, sentada en su sillón, un poco como si se dignara mirar sólo para complacerla, y se arreglaba la toquilla de encaje negro que llevaba siempre, y entre la cual aparecían sus blancos cabellos. Su rostro, fino y pálido, de facciones perfectas, recordaba ahora al de su nieto. Y su mirada tenía una viveza poco frecuente en una persona de su edad.

Tenía cerca de noventa años, y un día que se hallaba muy cansada, se quedó en cama. No le dolía nada. Tenía sólo mucho sueño. Mandamos a buscar al médico de casa, el doctor Brusés. «No tiene nada — dijo —. Es muy vieja, y nada más.» Después le preguntó a ella directamente qué sabía de su nieto, y ella, al contrario de lo que esperábamos, pues creíamos que no lo recordaba, se incorporó en la cama, mirando fijamente el rostro bondadoso del doctor, y dijo con toda claridad:

— Mi nieto está en Madrid. Mi nieto será un gran pintor. El mejor pintor catalán. Dicho esto, reclinó de nuevo la cabeza sobre la almo-liada y mirando la urna ante la cual tantos y

tantos rosarios desgranara, se quedó dormida, mientras la luz de la lamparilla parpadeaba sobre sus ojos cerrados. Y todo quedó en una silenciosa penumbra, que nosotros abandonamos respetuosamente.

Cuando, al cabo de una hora, entramos de nuevo en la habitación, andando de puntillas, no podíamos imaginar que ya ruido ninguno la despertaría. Igual, exactamente igual, en la misma posición en que se quedó dormida, pasó del mundo del sueño al mundo de la muerte. Este cambio no dejó en su rostro ni el más leve signo. Su expresión aparecía serena y tranquila, como si durmiera, igual que cuando, silenciosamente, salimos de la estancia. ¿Cómo no la despertó la muerte? ¡Con cuánta serenidad debía de aguardarla su alma! ¡Cuánto debía de haberse familiarizado con ella para que, al llegar, no la sorprendiera y pudiese arrancarla del sueño poniéndose en su lugar sin que ella lo advirtiese!

Dos seres queridos faltaban ya en nuestra casa. Afortunadamente, mi hermano llegó pronto para ir a Cadaqués, y su presencia confortó nuestra soledad.

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CAPÍTULO XI

VANZANDO por la carretera de Rosas, camino de Cadaqués, veo venir, a los lados del coche, los altos árboles que, a una y otra orilla del camino, se alinean para juntarse en la lejanía.

Me complace mirar cómo este ángulo, inexistente pero visible, se ensancha a medida que me acerco a él. Exactamente igual ocurre con los momentos difíciles de la vida. Al acercarse pierden dificultad y se abren igual que ese enigmático punto, que, siempre visible, se aleja también constantemente.

Todo es transformación. Nosotros mismos no somos sino una sucesión de metamorfosis y acaso las crisálidas que la religión prepara para convertirnos en seres más perfectos, más cercanos a Dios. Y la muerte, a la que a veces tememos tanto, esa barrera que creemos definitiva, quizá también, al acercársenos, se abrirá suavemente, como estos árboles de la carretera, para dar paso a una continuación desconocida de nuestro propio ser.

En el taller, la elaboración de las pinturas hacíase cada día más interesante. Indudablemente, la influencia que los amigos de Madrid habían operado en el carácter de mi hermano, tan fácilmente sugestionable, no podía ser más beneficiosa. Su aspecto era sereno y agradable. El cabello, bien peinado y cortado normalmente, como debía ser, brillaba algo engomado, siguiendo la forma del cráneo y sin cubrir ni el más pequeño detalle de su frente. Ya no existían las patillas. El rostro, algo más lleno, si bien había perdido mucho de su aspecto romántico, parecía mejor dibujado y, sobre todo, los ojos, sin abandonar su mirada aguda de siempre, mostraban ahora un tono más claro, una expresión más reposada. Todo él tenía un aire más preciso: su ropa, antes desaliñada, siempre en desorden, aparecía ahora pulcramente planchada y de corte impecable, siendo en todo como si su exaltación hubiese hallado un cauce adecuado que la encaminara, sin permitirle desbordarse. En sus cuadros todo era también construido y concreto; ya no le preocupaban precisamente el color y la composición puramente decorativos de la pintura al temple, ni tampoco la sensibilidad de los cuadros impresionistas, sino la estructura de las formas y de los colores. Sus cuadros cubistas eran un estudio de colores y formas que, lejos de no tener otro valor que el bello y mero interés decorativo, poseían vida por sí mismos. Y en los que no tenían otro sentido que el de ser la quintaesencia de un bodegón o de una figura, o expresión puramente de formas, colores y volúmenes, aparecía, despojada de todo otro elemento que no fuese pintura, su alma de pintor y dibujante, nacida exclusivamente para el arte.

De cuando en cuando, entre los cuadros cubistas surgía alguna pintura al temple, que era como una evocación de los últimos años de su adolescencia. No tardaron mucho, sin embargo, en desaparecer por completo. Su trabajo continuaba infatigable. Más tarde, en los mismos cuadros cu-bistas pintó figuras normales y bellas, dentro de su monstruosidad. Eran casi siempre mujeres enormes, de grandes volúmenes, tendidas sobre las rocas, bronceándose al sol. Su carne rosada y abundante resalta sobre un mar azul cobalto. Yo creo que el cuadro más característico entre éstos es el que tiene en su centro un marinero cuyo rostro muestra un ligero parecido con las esculturas de Escopas.

A estas mujeres semiadormecidas por el calor del sol las llamábamos «trozos de Quóniam» (1); mirándolas sentíamos toda la pesadez y somnolencia de las mañanas de agosto, cuando, antes de echarnos sobre la arena, tenemos que mojarnos para que no nos abrase ésta.

Fue durante ese verano cuando Salvador se llamaba a si mismo «el hombre de las rocas», porque, descalzo, hacía sobre ellas verdaderos prodigios. De un brinco iba a parar, saltando sobre 1 Expresión catalana, equivalente a «madero» o «tocho».

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una balsa de resbaladizo musgo, a una roca que un poco más allá aparecía lisa y reluciente, como papel de plata, pero completamente vertical, y, desde ella, saltaba a otra, de superficie tan áspera que parecía imposible que sus pies se pudiesen adherir a ella. Otro brinco y quedaba afianzado en la parte más gelatinosa de la roca, exactamente donde empieza a estar húmeda y sobre la que es casi imposible no resbalar.

Era verdaderamente prodigioso lo que llegaba a hacer, saltando de una roca a otra, descalzo, y yendo a parar a los lugares más inestables. Allí se sostenía, tan fresco y tranquilo, con un rostro vivo y espabilado como el de una ardilla, como si la carita de cuando era niño apareciese de nuevo una vez más.

Nos gustaba alejarnos nadando de la costa y contemplar las formas ondulantes de las montañas cubiertas de olivos, en las que la brisa despierta una armoniosa sinfonía de grises que se desliza hasta el mar. Un bienestar incomparable nos invade cuando, todavía mojados, descansamos sobre la arena cálida y, entornando los ojos, vemos aparecer en cada una de nuestras pestañas los colores del arco iris. Mirándolos vibrar nos adormecíamos, y el sol, filtrándose por la piel de los párpados, quería arrastrarnos hasta el mundo del sueño, pero nosotros reíamos, charlábamos y comentábamos los «trozos de Quóniam», famosos en mi casa en aquella época.

Mas la vida seguía y estos veranos huyeron pronto a reunirse con los otros recuerdos. De nuevo por la carretera de Rosas adelante, pero de regreso a Figueras, yo miro fijamente cómo los árboles, a ambas orillas del camino, se abren para dejarnos paso.

Al llegar a Figueras se hicieron los preparativos para el próximo regreso de Salvador a Madrid. Cierto día, mientras estábamos comiendo, llamaron a la puerta. Un parloteo de voces infantiles

llegó hasta el comedor. No entendimos de qué se trataba; la propia criada se encontró en un apuro. Al fin entró, diciendo que había llegado un grupo de gitanillos que traían un ramo de flores silvestres y que estaban llorando, pero que no podía entender qué deseaban.

Fui a ver lo que ocurría. Jamás vi unas caritas más sinceramente consternadas. Al verme rompieron a llorar, pidiéndome que fuese con ellos a llevar aquellas flores a «Patillas».

— ¡«Patillas» ha muerto! ¡«Patillas» ha muerto! — lloraban. Los hice entrar al comedor para que le vieran. Salvador los abrazó. Los gitanos le miraban y

remiraban, atónitos, pues, además de lo que habían creído, no acababan de reconocerle, por lo muy cambiado que estaba. Mas, de pronto, rompieron a saltar y bailar, palmoteando y chillando:

— ¡Sí que es él! ¡Sí que lo es! Lo ocurrido era que hacía mucho tiempo que no veían a mi hermano. Durante el verano

estuvieron en casa alguna vez, mas, como nos hallábamos en Cadaqués, no encontraron a nadie. Un día en que fueron al cementerio vieron, tras el vidrio de un nicho, una paleta, unos pinceles y algu-nos tubos de colores, objetos que tan sólo habían visto en poder de «Patillas» o del «señor Patillas», como con frecuencia le llamaban. Y, naturalmente, pensaron que...

Todo esto nos explicaron con gran profusión de detalles, demostrando, en la vivacidad de sus palabras y en su sincera emoción, el gran afecto que sentían por Salvador.

Entre chillidos y carreras bajaron la escalera, que tan apenados habían subido. Nosotros quedamos sonriendo, como si todavía los viéramos, pero, de pronto, recordamos la cara y el tipo de Salvador cuando llevaba la extravagante indumentaria y, a pesar de que lo preferíamos como era ahora, todos sentimos un poco de nostalgia. Ciertamente, «Patillas» ya no existía. Ni un cuadro impresionista ni una decorativa pintura al temple salía ya de sus pinceles. Las formas adquirían solidez, su alma se iba esculpiendo.

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CAPÍTULO XII

ARCHÓ de nuevo Salvador a Madrid, donde, rodeado de amigos inteligentes y de un gran valor, se acabó de formar. Eduardo Marquina, Federico García Lorca, Eugenio Montes, Ernesto Halffter, M. Fernández Al-magro, Manuel Abril, Claudio Díaz,

Benjamín Palencia, Barradas, Moreno Villa, Vázquez Díaz... Sería interminable la lista de personas de valer intelectual con quienes Salvador convivió durante su estancia en Madrid y en el ambiente, lleno de prestigio, de la Residencia de Estudiantes. A todo el mundo interesaron enormemente su pintura y su temperamento excepcional. Además, era gran amigo de sus amigos y sentía por todos un vehemente entusiasmo.

Sus trabajos en la Escuela de Bellas Artes eran magníficos, mas debía ocurrir allí un lamentable acontecimiento que no se hizo esperar.

De pronto, recibimos la noticia de que le habían expulsado de la Academia de San Fernando. ¿Cómo podía ocurrir tal cosa, siendo, como era, el mejor alumno?

Indignado porque no dieron a Vázquez Díaz el título de profesor de pintura, que a su juicio merecía, sin duda, por ser infinitamente superior a los otros concursantes, mi hermano, asistente al acto, se levantó inmediatamente después de dictado el fallo y salió ostensiblemente de la sala, antes de que el presidente de la Academia concluyera el discurso final que estaba pronunciando.

Esta actitud fue la chispa que encendió el barullo que, después de su salida, promovieron los otros estudiantes, todos, desde luego, de acuerdo con él.

Mi padre quedó consternado con la noticia, pues ella derrumbaba su proyecto de que Salvador, siendo profesor de dibujo, tuviese un medio de vida adecuado a su indiscutible disposición para el arte, así como muchas horas libres para dedicarlas plenamente a él. En consecuencia, envió a Madrid a Tieta (que ya entonces era nuestra segunda madre) para averiguar lo sucedido. Sus cartas eran el único consuelo que mi padre recibía, ya que en ellas Tieta afirmaba, una y mil veces, el valor indiscutible que, según todas las personas de criterio a quienes visitó, poseía la obra de Salvador. Romero de Torres le dijo textualmente: «Dalí está dotado para la pintura de modo excepcional. No deben ustedes dedicarle a otra cosa. Su vocación es firme y su triunfo como pintor, indudable». Así mi padre se calmó y convenció de que sus previsiones eran acertadas al creer que su hijo poseía dotes excepcionales para la pintura, ya que, en el momento de recibir la noticia de la expulsión de la Academia, pudo creer, transitoriamente, con el susto natural que todos nos llevamos, haber desvariado al pensar que su hijo era un gran artista.

Fueron días de gran angustia. Mi padre, que en los momentos decisivos de la vida tiene una gran clarividencia, y a quien la reflexión conduce siempre, indiscutiblemente, a la única solución justa e inteligente, decidió que, aun cuando todo se pusiera en contra, Salvador sería pintor y que sólo a ello lo encaminaría.

Las cartas de Tieta, pese al fracaso de la Escuela, respiraban optimismo. Recuerdo que una de ellas nos hizo reír de nuevo, después de mucho tiempo de no hacerlo y a pesar de los momentos difíciles que estábamos pasando. Era una carta en que ella y mi hermano nos contaban una excursión a El Escorial, en la que Salvador cayó de espaldas, pero literalmente y sin exagerar, cayó de espaldas al suelo, ante un cuadro del Greco.

Además, el motivo por el cual nos explicaba que habían expulsado a Salvador de la Academia no dispuso a mi padre desfavorablemente contra su hijo; más bien le pareció que hablaba en favor del temperamento de mi hermano. Esperábamos, pues, con impaciencia su llegada con Tieta para comentar todas estas cosas. Al llegar Salvador a Figueras halló, pues, a mi padre muy bien dispuesto para ayudarle absolutamente en todo lo preciso para su formación artística, evitando así que hubiera de perder el tiempo en otras actividades que no fueran su arte.

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Del entusiasmo con que mi padre reanudó sus proyectos respecto a Salvador puede dar una idea lo que sigue:

Cuando éramos niños, detrás de la casa de Cadaqués, o sea mirando hacia Poniente, había un altozano de rocas escarpadas. A veces mi padre las miraba con interés. Nunca hubiésemos imaginado lo que pensaba al mirarlas si un día no nos hubiese dicho, con toda naturalidad, que quería hacer allí un jardín.

Las rocas eran duras y no brotaba de ellas ni una gota de agua que pudiese darnos la más leve esperanza. No sólo faltaba el agua, sino también la tierra. Buscando bien, tal vez entre las grietas de las rocas hubieran podido recogerse dos o tres puñados.

Es indudable que sólo a un carácter de un optimismo único podía ocurrírsele que aquello llegara nunca a ser un jardín y que sólo un carácter muy firme y tenaz lo podría lograr. Pues bien; ahora es un jardín, un precioso jardín, construí do todo él con muros de piedra seca, como los olivares. Un jardín que trepa, montaña arriba, lleno de geranios y adelfas, de pinos y cipreses, cubriendo todo el otero que antes era roca viva.

En su centro, una amplia escalera, también de piedra seca, conduce hasta la cima. Esta escalera, con cipreses a cada lado y hiedra que cubre parte de los peldaños, da al conjunto un aire italiano. Algunos jarrones bien situados recuerdan el clasicismo del paisaje.

En este jardín, creado por el optimismo y la tenacidad de mi padre, hay también agua, que aparece en la forma más romántica. Se encuentra ya al entrar, entre unas rocas cubiertas de hiedra, formando un estanque lleno de nenúfares y lirios blancos, entre los que se eleva, esbelto, el más bonito y bien dibujado de todos los cipreses.

A mi padre le gusta sentarse en este lugar, lleno de poesía, y se entusiasma escuchando el murmullo del agua, que cae abundante entre la hiedra. A veces, escuchándolo, se quedaba pensativo, como asombrado al ver su optimismo, su tenacidad y su romanticismo brotar, como por milagro, de una roca dura y estéril.

Mas esto no es aún todo. En lo alto del jardín hay un surtidor, al que la aurora y el crepúsculo, el sol y la luna, prestan los más finos colores y los más variados aspectos.

Fue este carácter tan románticamente entusiasta y tenaz de mi padre el que en todo momento estuvo dispuesto a facilitar a Salvador todas aquellas necesidades que su temperamento de artista requería. A pesar de que nunca hemos sido ricos y de que mi padre, que es notario, se ganó la vida siempre trabajando, en cuanto se trataba de algo que pudiera ser beneficioso para la obra de mi hermano, siempre había dinero de sobra y de ningún gasto se quejaba. Todos reconocíamos como lo más importante que él pudiese desarrollar, sin ningún contratiempo ni privación espiritual, su temperamento de artista. En cuanto al trabajo que Salvador rendía, era imponente. Pronto el taller estuvo lleno de pinturas que, del cubismo puro, pasaban a representar paisajes construidos de manera robusta.

Sintió interés por aprender a grabar, e inmediatamente, en una de las habitaciones que formaban el taller, se instaló el tórculo y todo lo preciso. El señor Núñez, su antiguo profesor de dibujo, a quien mi hermano consideraba como un maestro académico, tal como él estimaba que debían ser, venía por las tardes a darle clase de grabado. Era un grabador admirable. Durante este tiempo se hicieron en casa muchos proyectos, que, poco a poco, fueron realizándose, excepto el del viaje a Italia, que desgraciadamente no pudo efectuarse por haber ocurrido antes el triste desenlace de aquel entrañable afecto que nos unía. Y ello debido a las ideas destructoras del surrealismo, que consideraba como una verdadera herejía incluso el amor familiar.

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CAPÍTULO XIII

E acercaba la primavera. En mi casa aguardábamos la llegada de un amigo de Salvador a quien no conocíamos. Por ello decidimos ir a pasar la Semana Santa a Cadaqués, creyendo que le gustaría más que estar en Figueras. Y así Fue, realmente. Federico García Lorca, que

era el amigo a quien esperábamos, quedó maravillado del paisaje de Cadaqués. «Es un paisaje eterno y actual, pero perfecto», nos dijo conmovido; y cuando, en los anocheceres, íbamos con él a dar los acostumbrados paseos por los olivares, solía decir que le parecía hallarse en Tierra Santa. Más tarde diría de aquellos olivos:

Olivos de Cadaqués, ¡qué maravilla!

Cuerpo barroco y alma gris...

En seguida sentimos por él un gran afecto. Al contarnos Salvador que su amigo había escrito una

obra de teatro, él declaró que le gustaría leerla para nosotros, pues jamás había podido soñar hacerlo en un ambiente tan íntimo y tan acogedor.

Y así, en medio del mayor silencio y expectación, en el comedor de la casa de Cadaqués, presidido por la Virgen barroca que, desde su hornacina encuadrada en damasco verde, nos contemplaba sonriente, tuvo efecto la lectura de «Mariana Pineda».

Al terminar, todos estábamos conmovidos. Mi padre gritaba, exaltado, diciendo que Lorca era el más grande poeta del siglo. Yo tenía los ojos llenos de lágrimas y Salvador nos miraba, curioso y enorgullecido, como diciendo: «¿Eh, qué os creíais?», y al mismo tiempo, complacido ante nuestra reacción, miraba también a García Lorca, quien no se cansaba de repetir lo agradecido que estaba a nuestro entusiasmo.

Desde aquel momento, García Lorca fue para mi padre como un hijo más. Llegó a compenetrarse de tal modo con las cosas de nuestra casa, que tomaba parte en los conflictos más insignificantes.

Ha dicho alguien que García Lorca era como un cisne, que fuera del agua es pesado y sin gracia, pero que apenas se desliza por el lago, no sólo es bellísimo, sino que irradia belleza a cuanto le rodea.

Así era, realmente; fuera de su ambiente, que era recitar, tocar la guitarra o el piano y hablar de cosas que le interesaran, su rostro, duro y preocupado, tenía una expresión inteligente, rebosante de vitalidad, pero no eran muy atractivos ni su figura, poco esbelta y cuadrada, ni sus movimientos, más bien pesados. Apenas, sin embargo, se encontraba en su ambiente, adquiría movimiento y todo él aparecía de una elegancia perfecta. La boca y los ojos armonizaban de modo tan admirable que no se podía permanecer insensible al gran atractivo que se desprendía de su persona. Las palabras fluían, entonces, agudas y penetrantes, y la entonación de su voz, más bien ronca, era de una belleza única. Todo quedaba transformado a su alrededor. Efectivamente, su presencia embellecía cuanto le rodeaba, como el cisne embellece el lago en que, al deslizarse, se refleja.

García Lorca era de una gran sencillez. Aunque, seguramente, comprendía su mucho valer, nunca tuvo la enorme pretensión que siempre fue la característica de mi hermano. Además, no era nada sugestionable; cuando una idea no le parecía justa o no estaba de acuerdo con ella, por nada del mundo se hubiera dejado influir en ese punto.

De regreso a Figueras, el entusiasmo de mi padre por este amigo, que ya era como de la familia, le hizo reunir a unos cuantos íntimos de casa para que García Lorca leyera ante ellos su obra «Mariana Pineda». Todos quedaron maravillados. La víspera de su marcha le dieron un banquete de despedida, y mi padre hizo tocar sardanas de Pep Ventura en la Rambla, sardanas que a García Lorca, que nunca las había escuchado, le causaron hondísima emoción.

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La queja de la tenora nos llenaba el corazón de tristeza. Mientras la próxima separación acercábase, rápida, ya hacíamos proyectos para su vuelta. Quedamos incluso en que yo le haría confeccionar una de esas pescadoras azul marino que llevan los marineros en Cadaqués; él me recomendó que los cordones, en vez de ser del mismo color, fueran rojos. Este pequeño detalle daba cierta solidez a la esperanza de un próximo regreso.

La sardana se ensancha y se contrae como si respirase; indecisa, se mueve de un lado para otro. Parece como si un ligero vientecillo la balanceara, mientras llena la noche la melodía de su canto.

García Lorca y yo paseábamos arriba y abajo por la Rambla, contemplando las sardanas. Un aire cálido, al rozarnos las mejillas, parecía acariciarnos, diciendo que no tardaríamos en volver a encontrarnos en nuestra casita de la orilla del mar para reanudar los días que apenas acababan de transcurrir y de los que ya sentíamos nostalgia.

La música de Pep Ventura nos ha gustado siempre extraordinariamente. Casi más que desde el punto de vista artístico, como una música que desde toda la vida ha tenido el don de conmovernos, despertando en nosotros los recuerdos más dormidos. A veces, no podemos ni aun concretar qué es lo que nos recuerda, mas lo indudable es que a esta música va unida la parte más profunda, más fuerte y más inolvidable — aun cuando no la recordemos — de toda nuestra vida. Sabemos la letra de casi todas sus sardanas, cosa que poca gente conoce, por lo poco que se han cantado; mas estas sardanas fueron una pasión de mi padre, que sin duda se nos contagió.

Dentro de un cajón, muy bien guardada, tuvimos la tenora que fue del propio Pep Ventura, mas llegó un día en que mi padre consideró que tal objeto no debía pertenecer a una familia particular, sino que debía ser por todos admirada y un poco propiedad de todos. Ello le decidió a regalarla al Museo de Música de Barcelona. Recuerdo aún cuando vinieron a buscarla Folch y Torres y Borralleras. Tuve yo que sacarla de donde tan bien guardada la teníamos. Al tomarla en mis manos, la miré detenidamente por última vez. Durante muchos años, un aliento genial, atravesando estos agujeros, estremeció a toda Cataluña con sus cantos. Aliento que, al desprenderse del cuerpo que lo retenía, huyó a reunirse con los sonidos que durante toda su vida había hecho vibrar, y a quien ya esperaban en el Cielo.

La entregué con pena, mas comprendía perfectamente el criterio de mi padre al hacerse un deber el entregarla al Museo de Música de Cataluña, que era donde realmente debía estar.

Los retratos míos que mi hermano pintó en esta época son incontables. Muchos de ellos eran meros estudios de los bucles y de un hombro siempre descubierto. Pintaba paciente e infatigablemente, y a mí no me cansaba posar para él, pues nunca me ha aburrido el permanecer quieta y silenciosa.

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CAPÍTULO XIV

N tanto, me llegaban cartas de García Lorca rebosantes del recuerdo de los días pasados en Cadaqués y comentando anécdotas. En una de ellas decía:

«Querida amiga Ana María: Recibo en Granada tu carta deliciosa. Es muy bonito lo que dices de

mis pobrecitos guantes... (que eran prestados para presumir en tu casa...). Muy bonito. »En los guantes y en los sombreros está toda la personalidad cuando se han usado y empapado.

Dame un guante y te diré el carácter de su dueño... En los desvanes de casa X debe de haber guantes de todos ellos: negros, de cabritilla, blancos, pequeñitos, de Primera Comunión, de punto... Debe de ser impresionante verlos en el cesto de mimbre... ¡Sobre todo los de las madres!... ¡Y el ruido del mar! No quiero pensar en este tema de Ibsen. Pensemos en Niní, que viene vestida de Orfeo, cantando como un marinero borracho, sobre una concha de hojalata,

»Lo de Lydia es encantador. Tengo su retrato sobre mi piano. «Xénius» (¿conde de qué?) dice que ella tiene la locura de don Quijote (aquí hay que apretar los labios y entornar los ojos), pero se equivoca. Cervantes dice de su héroe «que se le secó el celebro». ¡Y es verdad! La locura de don Quijote es una locura seca, visionaria, de altiplanicie, una locura abstracta, sin imágenes. La locura de Lydia es una locura húmeda, suave, llena de gaviotas y langostas, es una locura plástica. Don Quijote anda por los aires, y Lydia por la orilla del Mediterráneo. Es ésta la diferencia. Y quiero que conste, para que no eche raíces esta ligereza de «Xénius». ¡Qué admirable Cadaqués! ¡Y qué cosa tan divertida poder hacer un paralelo entre Lydia y el último caballero andante! Y tú... ¿me perdonas este breve análisis de temperamentos? Creo que sí, porque muchas veces hemos hablado de estas cosas. Escríbeme diciéndomelo. No te olvides de este pobre náufrago andaluz».

Esta Lydia a la que García Lorca se refiere era una mujer de Cadaqués que tendría unos

cincuenta años. Su rostro era muy expresivo, y los ojos, algo saltones, le daban aspecto de cangrejo. Unos rizos blancos cubrían su frente como reminiscencia de su atractiva juventud.

De joven tenía huéspedes. Picasso y Derain habían vivido en su casa. Recordando aquella época, contaba que la gente del pueblo miraba con cierto recelo a Picasso, porque su mujer llevaba unas faldas muy estrechas y, además, porque en sus cuadros no se veía nada.

— Pero, cuando él pintaba así — decía Lydia resumiendo —, su secreto debía tener, Por esta época fue cuando un nuevo huésped — Eugenio d'Ors — estuvo, un verano, en casa de

ella. Esto cambió totalmente su vida. El atractivo de Eugenio d'Ors, aureolado por sus lentos

movimientos y su cálida voz, penetró en lo más hondo del alma de esta mujer, como un aguijón que jamás se pudo arrancar.

Aquel amor imposible por un ser a quien miraba como a un dios fue transformándose, hasta encender la más extraña de las manías; creía ser Teresa la Bien Plantada.

Escribía a d'Ors y creía que él le contestaba en sus artículos, o bien que en ellos hacía referencia a los hechos creados por su imaginación.

Habitualmente, hablaba en metáfora. Algunas veces ella era la fuente y «Xènius» el agua. En torno a este tema explicaba las cosas más extraordinarias, y no era extraño que García Lorca y mi hermano pasaran muchos ratos escuchándola.

Los tiempos y la vejez acentuaron estas extrañas manías, y Lydia lo abandonó todo. Sus hijos

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(los dos «Bravos Pescadores de Culip», según ella los llamaba, invariablemente) tuvieron trágico fin, y ella vivía ya siempre sola en una barraca de la Conca, como una anacoreta, rodeada de libros de Eugenio d'Ors, que releía constantemente y a los que daba la interpretación que su espíritu necesitaba. Y así fue acabándose, hasta que un día la llevamos al Asilo de Agullana, donde murió al cabo de dos años.

«Esto no es un asilo — decía, al escribrirme —; esto es un palacio, y aquí estoy limpia como un lirio del valle.»

Cuando, años más tarde, hablé con la viejecita de ese asilo que había sido más amiga de Lydia en sus últimos tiempos, recogí de ella estas palabras:

— La Lydia conocía a esos que escriben con letras de imprenta y siempre me contaba lo que decían, pues yo no sé leer. Recuerdo que uno de los últimos le decía que ya iban camino de la gloria, y que allí se encontrarían...

Y, al preguntarle yo si podía recordar quién era, contestó: — Sí, un tal Oros, era el que más a menudo le escribía y el que le dijo eso: «Nos encontraremos

en la Gloria.» Lo recuerdo muy bien. En tanto, en el taller continúa el zumbido del trabajo. En los cuadros todo adquiere solidez. La

luz construye formas geométricas que las paredes de piedra seca se afanan por subrayar. Ya los caminos no tienen (como en las pinturas impresionistas de la adolescencia) tonos oscuros que los señalen, sino muros robustos que los sostienen firmemente.

No hay todavía detalle. Los paisajes son una armonía de volúmenes y de claroscuros que se conjugan maravillosamente.

El detalle, con una precisión sorprendente, llega más tarde, y llega en unión de la luz. Esa luz de los primeros cuadros, que torna a aparecer, pero ahora más viva, más clara, más precisa. Se han encontrado, por fin, la forma y el color en una unión perfecta. Las pequeñas olas aparecen ahora, una por una, con todo detalle, como esculpidas, como petrificadas, y el aire se hace tan transparente que casi parece no existir, para dejar al descubierto todos los detalles, aun de los paisajes más lejanos.

Esta evolución en la pintura de Salvador, que ahora resumo aquí, fue operándose lentamente, pero con perfecta continuidad; ni un solo espacio separó esas obras unas de otras.

A los paisajes en que los volúmenes constituyen la base principal, siguen otros más luminosos, hasta que, al fin, aparecen estos en que la luz, al unirse con la forma, ofrece los detalles.

Llegan a casa las mejores revistas de Arte: «L'amour de l'art», «L'Art Vivant», «L'Art

d'aujourd'hui», «Revista de Occidente», «Studium», «Museum», «D'Ací, d'Allà», «La Gaseta de les

Arts», «L'amic de les Arts», «Variétés», «Der Querschnitt» (a todas ellas estábamos suscritos), además de innumerables libros de las materias más heterogéneas, según lo que nos interesaba más en cada momento.

Mi padre no pone nunca límite a estas compras y se complace en interesarse vivamente por todo. Tiene gran empeño en que visitemos el Museo del Louvre y los de Bélgica, pues Salvador tiene gran interés por ver las obras de Bosco, Brueghel y más especialmente las de Vermeer de Delft, a quien toda la vida ha admirado. Y ya está el viaje decidido; pero antes Salvador quiere hacer una exposición en Barcelona.

Sea cual fuere el estilo que Salvador haya querido dar a sus pinturas, siempre hay en ellas algo del paisaje de Cadaqués.

En los claros, luminosos y detallados paisajes de ese verano aparece Cadaqués más que nunca. Junto con la pintura con que Salvador cubre las telas, parecen éstas absorber todo el ambiente claro, construido y luminoso de este rincón del mundo, y ya para siempre lo respirarán por todos sus poros.

Cómo Salvador captó en su retina este incomparable ambiente clásico, cómo se difundió por todo su cuerpo hasta salirle por las puntas de los dedos en un exceso de vida, para ir a colocarse para siempre sobre las telas, es un proceso que siempre me maravilló, con el misterio que es toda verdadera obra de arte.

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Pues este milagro se cumplía en mi casa a cada instante y con la mayor naturalidad y sencillez. Salvador no quedaba nunca contento de sus obras, seguro de que el caudal de belleza y

sensibilidad que en sí llevaba era todavía superior al que tenía la facultad de proyectar. El gran momento de la obra de su juventud iba acercándose. Ahora... Todavía no... Sus cuadros mostraban las pequeñas ondas que, una tras otra, corrían hacia la playa, para dibujar sobre la arena una raya de espuma. El mar cada vez estaba más en calma...

Durante las horas en que le servía de modelo, yo no me cansaba de observar aquel paisaje que ya, para siempre, ha formado parte de mí misma. Pues siempre me pintaba cerca de alguna ventana. Y mis ojos tenían tiempo de entretenerse en los detalles más pequeños.

Así, contemplando los olivos, que la brisa movía a pelo y contrapelo, produciendo bellos plateados y sombras muy suaves; el mar, que brillaba, salpicado de estrellitas de sol; las rocas lisas, que relucían como plomo, y las balsas de delante de casa, que yo sabía llenas de peces y de nidos de musgo y de conchas, pasaba las horas hasta que los puntos brillantes y movedizos del mar desaparecían y un leve vientecillo lo tornaba azul y opaco. Y entonces, aunque a lo lejos la brisa recorriese los olivares, cubriéndolos de luces y de sombras, esta señal era el signo evidente de que debíamos bañarnos e irnos a comer.

La sesión de la mañana había terminado. El agua clarísima nos acogía. Flotábamos sobre ella, chapuzando la cabeza y abriendo dentro los ojos para ver balancearse las algas entre las manchas de sol que el agua hacía móviles y gelatinosas, y los peces que huían al vernos avanzar hacia ellos.

Comíamos a la sombra del eucalipto, en la terraza, que viene a ser como una continuación de la playa, sólo separada de ella por el borde de fuego de los geranios.

Moluscos, dentones, chuletas a la parrilla eran la base de aquellas comidas inolvidables en la terraza de casa, después del baño, en aquellos días de estallido de sol, bajo la sombra del eucalipto, que suavizaba el ardor de las piedras y prestaba frescura a los manteles blancos. Una franja de aire cálido y vibrante se desprende de la playa. Todo se ve como dentro de un cristal clarísimo y tembloroso. Hasta el aire se hace visible en estas mañanas maravillosas. Después de comer nos dormíamos echados en la terraza, escuchando el rumor del mar. Un día, durmiendo así, soñé que era muy vieja y que tenía entre mis manos una caracola que, mostrándome sus curvas, parecía decirme: «Toda yo tengo el movimiento de las olas; mis líneas, al retorcerse, te lo dicen; y si me acercas a tu oído, podrás escucharlas.»

Y yo, escuchando perpetuarse el ya muerto rumor, era como si asimismo tuviera entre las manos mi pasado y lo mirara y lo oyera sin inquietud.

Cuando, al despertar de estas siestas, abría los ojos, el cielo había perdido el azul cobalto de la mañana y apuntaban en él los tonos rosados y malva del crepúsculo.

Ocultándose tras la montaña del Paní, el sol cubre de nácares el mar. Una luz dorada broncea los rostros. Manchas de oro llenan aquí y allá la calma-blanca, que, como un tornasol de seda, se extiende hasta el horizonte, cubriendo el sueño del paisaje que dentro del agua se refleja.

Más tarde, puesto ya el sol, se esfuman lentamente los colores hasta hacer resaltar, como joyeles de brillantes, la mágica geometría de las constelaciones.

Los días transcurrían, bellos y perfectos. Las cartas de Lorca, rebosantes de añoranza por el

recuerdo de Cadaqués y de nuestra familia, venían a hacernos compañía. Copio aquí algunos de sus párrafos:

«Pienso en Cadaqués. Me parece un paisaje eterno y actual, pero perfecto. El horizonte sube

construido como un gran acueducto. Los peces de plata salen a tomar la luna y tú te mojas las trenzas en el agua. Entonces mi recuerdo se sienta en una butaca. Mi recuerdo come crespell (1) y vino rojo. Tú te estás riendo y tu hermano suena como un abejón de oro. Bajo los pórticos blancos suena un acordeón. Yo quisiera oír en este momento, Ana María, el ruido de las cadenas de todos los barcos que suben el anda en todos los mares, pero el ruido del mar me lo impide. Estoy

1 Buñuelos típicos de Semana Santa, propios de Cadaqués.

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demasiado solo en el comedor. Pero no puedo levantarme. Un dibujo de Salvador me enreda los pies. ¿Qué hora será?

»A la orilla del mar, bajo los olivos, en la Rambla de Figueras, bajo la Divina Pastora, tengo un portfolio de recuerdos tuyos y de risas tuyas, que no se pueden olvidar. Además yo no olvido nunca; podré no dar señales de vida, pero mi intensidad no varía. Así es que en tu comedor estoy; mi recuerdo es siempre intenso.»

«He pasado unos días en Madrid; ahora en Andalucía soy otro, el mismo que estuvo en

Cadaqués. ¡Cuántas veces me he acordado de aquel verdadero conato de naufragio que tuvimos en Cap de Creus! ¡Y qué rico aquel conejillo que nos comimos con sal y arena, al pie del águila naranja!

»¡Aquel mar es mi mar, Ana María!» «Me dices que has pasado un verano delicioso; yo, en cambio, lo he pasado bastante mal. He

trabajado mucho, pero tenía una ansiedad enorme por estar en el mar. Luego estuve y me he curado completamente. Puedo decir que Málaga me ha dado la vida.

»¿Por qué no vienes tú y tu hermano a Granada? Mis hermanas te escribirán, invitándote.» «Lo he pasado tan bien en Cadaqués que me parece un sueño bueno que he tenido. Sobre todo al

despertar y encontrarse con «aquello» que se ve desde la ventana. Ahora recuerdo hasta el menor detalle de mi estancia en tu casa.

»Estoy, como sabes, en la Huerta de San Vicente, y dentro de varios días marchamos a la Sierra, y después a Málaga. Aquí estoy bien. La casa es grande y está rodeada de agua y de árboles corpulentos, pero esto no es verdad. Aquí existe una cantidad increíble de melancolía histórica que me hace recordar la atmósfera justa y neutral de tu terraza, donde resalta la gracia visible del aire.

»Dame noticias de todo lo que pase en Cadaqués y cómo sigue el mar...» «Como hace buen tiempo, las señoritas de Granada se suben a los miradores encalados para ver

las montañas y no ver el mar. Las rubias se ponen al sol, y las morenas a la sombra. Las de pelo castaño están en el primer piso, mirándose a los espejos y poniéndose peinillas de celuloide.

»Por las tardes se visten con trajes de gasas y sedalinas vaporosas y van al paseo, donde corren las fuentes de diamante y hay viejos suplicios de rosas y melancolías de amor. Luego se hartan de pasteles y bombones de chocolate en una tienda que se debía llamar «París de Francia», pero que se llama «La Pajarera». La vida social de Granada es prodigiosa de poesía y lirismo.

»La flora mediterránea brilla aquí con toda la delicadeza de sus grises maravillosos. Pitas y olivos. Pero las señoritas de Granada no quieren el mar. Tienen grandes conchas de nácar, con marinas pintadas, y así lo ven. Tienen grandes caracolas en sus salas de estrado, y así lo oyen.

»Dichosa tú, Ana María, sirena y pastora al mismo tiempo, morena de aceitunas y blanca de espuma fría. ¡Hijita de los olivos y sobrina del mar!»

En casa echábamos de menos la presencia de Lorca. Deseábamos que volviese. Según ya he

dicho, era para mí como otro hermano y todos le queríamos. Como, al madurar los frutos, el verde estridente de su piel tórnase dorado, así el otoño empezó a

suavizar los vivos colores del estío. El día del regreso a Figueras se acercaba, hasta que, llegado ya, nos llevó de nuevo a la ciudad natal, en torno a la cual los campos, como una alfombra de bellísimos colores, se extienden hasta el Canigó.

Allí se concentró toda nuestra actividad en la preparación de la exposición de Barcelona. Debía celebrarse del 14 al 27 de noviembre de aquel año 1925.

El taller se llenó de telas, que Salvador seleccionaba con cuidado. El retrato de mi padre, retratos míos, paisajes de Cadaqués, los retratos de dos amigas suyas, las dos rubias, bonitas, de tez clara. Una de ellas era una muchacha elegantísima, con andar de gacela. Los días en que Salvador quería descansar, iba a pasar la tarde a su casa, donde decoró una habitación que daba a una terraza llena

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de glicinas. Era un estudio, en el que puso un gran Buda, pintado de colores brillantes, y en las paredes frescos de temas orientales. De esa época tenemos todavía en casa un biombo con farolillos de colores y pájaros fantásticos, rojos y amarillos, encuadrando una gran profusión de figuras japonesas muy estilizadas, sobre fondo azul oscuro. Todo ello reminiscencias de la época de su pintura al temple.

Salvador continuaba con el aspecto pulcro que adquiriese en Madrid. Sus trajes eran impecables y elegantes; llevaba el cabello bien peinado, siguiendo la forma de la cabeza. De todo él se desprendía serenidad y bienestar.

Leía mucho. Era muy metódico en su trabajo. Un libro que nunca abandonaba eran las Pensées,

de Ingres. En el catálogo de su exposición, en el que figuraban dos reproducciones de cuadros y la de un dibujo, leíanse tres pensamientos sobre pintura que, sin duda, resumían su concepto acerca de ella en esa época; eran los siguientes:

«Le dessin est la probité, de l'art.» — Ingres. «Celui qui ne voudra mettre à contribution aucun autre esprit que le sien même, se trouvera bientôt

réduit á la plus misérable de toutes les imitations, c'est-à-dire, á celle de ses propres ouvrages.» — Ingres. «Les belles formes, ce sont des plans droits avec des rondeurs. Les belles formes sont celles qui ont de la

fermeté et de la plénitude, les détails ne compromettent pas l'aspect des grandes masses.» — Ingres. Y, al fin, llegó el día de la exposición. El éxito fue rotundo. La crítica de Cataluña se mostró

entusiasta y vehemente. Las obras, acompañadas de los más elogiosos comentarios, se reprodujeron en profusión.

En la tranquilidad de nuestro hogar, mi padre ha encontrado un placer nuevo. Es un gran cuaderno que ha hecho encuadernar en pergamino, como un protocolo. En él colecciona los artículos que hablan de su hijo. Y el libro va haciéndose más y más voluminoso. Cada día llegan periódicos y revistas comentando los cuadros que con tanto amor hemos visto elaborar. Pacientemente, lleno de ilusión, de ternura y de entusiasmo, mi padre, al ver convertidos en realidad sus entusiasmos, va pegando artículos y reproducciones en las blancas páginas, anotando en las márgenes, al mismo tiempo, comentarios acertados y fechas importantes, con lo que inicia la más viva y la más real bibliografía.

Salvador se quedó una temporada en Barcelona, donde tenía amigos, todos ellos de gran valía: José María de Segarra, Alejandro Plana, Francisco Pujols, José María Planes, Borralleras, Sebastián Gasch y otros. A su regreso a Figueras estaba ya decidido el viaje a París y no tardamos en marchar. Como nuestro único motivo era visitar el Museo del Louvre, allí pasamos horas y horas, mañanas y tardes enteras. Creo que puede ser interesante anotar quiénes eran entonces los artistas que más llamaban la atención de Salvador: Leonardo de Vinci, Rafael, Ingres. Ante las obras de estos tres pintores, mi hermano quedaba literalmente extasiado.

Salvador sentía un interés vivísimo por los pintores flamencos. Fuimos, pues, a Bélgica, con el objeto de que pudiera admirarlos. Por fin, durante este viaje pudo contemplar en su realidad original los cuadros que durante tan largos años había admirado mil veces en los Gowans.

Cuando, al regreso de este viaje, que tanto influiría, ya para siempre, en la pintura de Salvador, volvimos a Figueras, encontramos a mi padre recortando todavía artículos que hablaban de su hijo. La primera exposición había sido, realmente, un éxito de prensa. Y casi todos los cuadros se vendieron.

Salvador volvió a Barcelona para pintar los decorados de la obra de García Lorca, «Mariana Pineda», que Margarita Xirgu debía estrenar, a poco, en el Teatro Goya.

García Lorca fue a reunirse con él en Barcelona; los dos colaboraron en los decorados. «Mariana Pineda» tuvo éxito, aunque no el que requerían la exquisitez de la obra, la magnífica

interpretación de Margarita Xirgu y los bellos decorados. Nunca he podido comprender cómo la noche del estreno no obtuvo un éxito desbordante. Fue una de las obras mejor logradas que se hayan representado en Barcelona y sólo conoció un triunfo muy relativo.

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CAPÍTULO XV

ARCHAMOS a Cadaqués, y García Lorca viene con nosotros. Otra vez junto a las rocas y el agua clara de las balsas, después de haber visto en su realidad las obras de arte que ya admirábamos de niños, todo para nosotros toma valor de obra clásica perfecta. El mismo

cielo con sus nubes nos habla nostálgicamente de los ojos, aguzados de inteligencia, que durante tantos siglos lo supieron mirar.

La sinfonía de los olivares, tema del paisaje, se funde con la del cielo, que poco a poco pasa del gris al magenta, encendiéndose con luz incandescente. El mar se torna de cristal, mezclando las luces de su fondo con los reflejos del cielo, que espejea en la lisa superficie.

A cada instante las luces del crepúsculo toman aspectos impresionantes, como si de un momento a otro pudiese acontecer algo sorprendente; pero nada extraordinario ocurre, solamente que Federico y yo avanzamos cogidos de la mano por un camino que, cruzando entre los olivares, nos conduce hasta el pueblos Las blancas casitas, corno flores de almendro sonrosadas por el ocaso, aparecen al final del camino, cuando escuchamos las campanas que llaman al rosario.

No, nada extraordinario sucede; mas, como si desde un punto invisible el cielo absorbiera los colores, éstos desaparecen, dando paso a una claridad azul y en el margen del camino brilla, enigmáticamente verde, una luciérnaga.

El aire cálido y perfumado que forma la unión de la primavera con el estío despierta en nosotros el recuerdo de momentos olvidados, que no por ello han dejado de existir. Y esta noche nos los devuelve como seguro de que los añorábamos.

Al llegar a casa encontramos a mi hermano trabajando todavía. Es infatigable. La luz, la forma y el detalle tienen ahora la pátina del clasicismo. Sus cuadros han llegado a una cima de belleza que parece continuar la de las obras incomparables que hemos visto en los museos.

En un momento de exaltación, Salvador recoge de la playa arena, corchos y piedrecillas, que pega a sus cuadros. Quiere poseer intensamente y por entero a la Naturaleza, mas los corchos y la arena, arrancados a las mismas playas que tanto nos maravillan, y colocados materialmente sobre los lienzos, no resultan tan exactos al propio Cadaqués como cuando éste aparece en formas y colores, surgiendo, como un rayo de luminosidad, de los mágicos pinceles.

Pasada esta fiebre, Salvador pinta pacientemente el «cestito de pan» que cada día ponemos en la mesa.

El milagro se ha hecho. En estas rebanadas de pan pintadas con tanta ternura, en los mimbres del cesto y en la blancura del mantel está todo el Ampurdán, plasmado con la plena fuerza y el pleno realismo de un país que no puede olvidarse.

Los cuadros de esta época son maravillosos. Respiran la serenidad que sólo un espíritu sosegado, lleno únicamente de inquietudes de arte y de belleza, podía realizar. Entre ellos figura un «Venus y Cupido», que yo veo como la obra maestra de su juventud y que demuestra hasta qué punto es clásica su alma de veintitrés años. ¿En qué lugar de la Costa Brava están situadas las figuras? En ninguno y en todos. Su fértil imaginación crea un paisaje en el que vive toda la costa, rebosante de luz, de serenidad y clasicismo, como una alegoría del Mediterráneo.

En tanto, García Lorca también trabaja. Está escribiendo «El sacrificio de Ifigenia». Por las noches, en la terraza, se comenta el trabajo del día. El mar, inmóvil, refleja en su fondo las estrellas y las luces de las casas que bordean la orilla.

Todo es calma y bienestar. Una leve brisa mueve las hojas del eucalipto. Se oye lejano rumor de remos. García Lorca recita versos de su libro «Canciones» y del «Romancero Gitano». Lo escuchamos respetuosamente silenciosos. Calla su voz, un poco ronca, y la belleza de sus frases

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continúa en la noche. Un rayo de luna arranca un canto de amor al mar. Es por la mañana, muy temprano. Aparece el sol, como una fresa. Su color rosado entra

horizontalmente hasta el comedor, dando una claridad de fuego al suelo y a las paredes. Estoy preparando el desayuno. La barca nos espera para ir a Tudela. En el cuadrado de la puerta,

que forma un marco al mar rojo y dorado, aparece la figura de García Lorca. Sus ojos, su cabello, se han teñido también de esa luz roja que hoy se desprende de la aurora. Lleva en la mano una rama de coral; diríase la sangre de unas venas que se hubiera solidificado. Todavía me parece, ahora mismo, verle entrar con la rama encendida por la luz de aquel momento, y colocarla en la mano de la Virgen.

Las cortinitas de damasco verde tomaron un tono sonrosado y él vino a darme los buenos días, con aquella sonrisa que suavizaba tanto sus facciones duras. Los dos quedamos contemplando la rama de coral, que ahora, en la mano de la Virgen, unía los tonos magenta de la hora matutina, y la hallamos perfecta.

Uno de los recuerdos más intensos de nuestra vida son las excursiones a Tudela. Queríamos que García Lorca viese este paisaje único. La barca y el marinero aguardaban en la playa. Después del desayuno emprendimos la ruta. El paisaje de este trozo de costa que sigue al del Cabo de Creus es mágicamente bello, especialmente a pleno sol.

No falto a la más estricta realidad si digo que las rocas de Tudela son de mármol color oro viejo, con curvas blandas y suaves, formando las calas más maravillosas.

El llano de Tudela es un prado verde, no muy extenso, a cuya orilla se levantan con majestad y fantasía estos monumentos de luz que, al igual que las nubes, forman imágenes. Uno de ellos tiene la forma de un águila gigantesca que parece proteger el verdor del prado. Más lejos, entre la bruma caliginosa, otro aparece como un monstruoso camello. Y los que nada representan ostentan, por sí mismos, formas impresionantes y grandiosas.

Mi hermano, ya de niño, gustaba de trepar a las cimas de estas rocas extrañas y señalar con el dedo el horizonte. Rocas doradas que destacan sobre un mar azul cobalto y a las que el sol arranca fulgores centelleantes, de una gran belleza, al reflejarse en la mica que con profusión se encuentra en ellas.

Nosotros vemos siempre en este paisaje único de Tudela el rostro bellísimo de mi madre, sonriendo dulcemente, y no podemos olvidar con cuánto sentimiento lo abandonaba: «¡Adiós, Tudela, quizá no vuelva a verte!», decía una y otra vez cuando, al atardecer, regresábamos a casa. Y su mirada, lo mismo que la luz, dejaba a Tudela con nostalgia.

Aquel año vino a casa otro amigo de Salvador, el guitarrista Regino Sáinz de la Maza. Él contribuye a enriquecer más el ambiente de nuestro hogar. Por las noches, en la terraza, nos ofrece magníficos conciertos. El «Tremulo Studi», de Tárrega, es lo que con más frecuencia le pedimos que toque. No se hace de rogar y, mientras su música llena la noche, la playa va llenándose de las sombras de gentes que vienen a escucharla. Nuestros amigos de la infancia pasan la velada con nosotros. García Lorca recita, canta canciones andaluzas y habaneras. En estas noches cálidas del mes de agosto, todo parece vibrar, rebosante de una vitalidad suave, dulce como la de las notas de este Estudio de Tárrega que, como decía Simonne, una francesa amiga nuestra, producen el cafard.

Salvador zumba furiosamente en el taller. Su trabajo es intenso. Está creando cuadros de pura fantasía y, al mismo tiempo, de un gran realismo, que recuerdan los de

Brueghel y Bosco. García Lorca y yo le dejamos trabajar y nos marchamos al Sorteli. En la arena de esta playa, un poco más amarilla y más áspera que la de las otras, encontramos una especie de fósiles, de piedras y de vidrios pulidos por el mar que sirven a Salvador para crear sus objetos, a un tiempo reales y fantásticos. Nosotros los vamos a buscar en tanto que él trabaja. Los llamamos «aparatos». Así pasamos las mañanas en esta playa, buscando entre la arena objetos extraños y sólidos, que, en muchos casos, es difícil concretar de dónde ni de qué proceden.

Quedamos absortos, encantados, cuando en las aguas transparentes vemos algún cangrejo o alguna bandada de gambas. De nuevo, como cuando era niña, encuentro un gran placer en contemplar cómo se desenvuelve la vida en estos lugares. Mostrándolo a García Lorca, a quien todo esto entusiasma, vuelvo a vivir mi infancia. «¡Qué monstruos!», exclama a menudo, mirando la vida

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de las balsas; y, en efecto, cuando se los contempla detenidamente, resultan impresionantes estos seres que se mueven concentrando su fuerza y su agudeza en la tarea de destruirse los unos a los otros.

Durante largas horas los contemplamos, inclinados sobre las rocas, mientras el sol nos quema la espalda.

A la hora del baño, mientras Salvador y yo nos alejamos un poco en unión de nuestros amigos, Lorca se queda en la playa aguardándonos. Por nada del mundo se metería en el mar no estando nosotros cerca de él. Teme que las pequeñas olas se lo traguen, o bien hundirse en el mar para siempre. Mientras se baña, junto a la playa misma, yo tengo que sostenerle de la mano. Tiene miedo de ahogarse.

Después de visitar el Prado, el Louvre y el Museo de Bruselas, hallamos en todas partes nuevas bellezas. Hemos aprendido a contemplar la Naturaleza desde muchos aspectos que hasta entonces no habíamos visto. Sirviéndose de un solo paisaje, el del Ampurdán, Salvador lograba expresar toda la intensidad de su temperamento de artista, así como su evolución. Este paisaje, y, más concretamente, el de Cadaqués, viene a ser para mi hermano como un prisma que tuviese en la palma de su mano y en el que hiciese iluminar por el sol la faceta que, en cada momento, creyera más conveniente, para expresar el estado de ánimo en que se halla.

También García Lorca sentí ase influido por el ambiente de este rincón de mundo, y la obra que creaba quedó impregnada de él. Esta obra es «El sacrificio de Ifigenia», mas no trabaja mucho en ella. Toda su actividad se concentra en observar la Naturaleza hasta en sus más pequeños detalles, en mirar cómo Salvador pinta y en los paseos que damos al anochecer por los olivares o por las playas. Cuando la calma-blanca, borrando las pequeñas ondas, llena el mar y las rocas alargan dentro del agua su estructura, se queda embelesado.

Federico y Salvador, con sus miradas penetrantes, parecen literalmente devorar la belleza que los rodea. Dijérase que «Venus y Cupido» recoge todo el ambiente de ese gran momento.

La personalidad de Lorca era tan vivaz, tan absorbente y atractiva, que todos nos sentíamos impresionados por él; además, se hacía querer por su carácter espontáneamente infantil. Quería que le cuidasen, que le mimaran constantemente. Iba siempre de nuestra mano. Tenía miedo a morir y le parecía que así, cogido de nuestras manos, se aferraba a la vida.

A veces se quejaba de dolor de garganta y su voz enronquecía más. Inmediatamente se convencía a sí mismo de que estaba muy enfermo. Quería que le cuidásemos, sin dejarle un instante. Pedía que se le hicieran vahos de eucalipto. Su alcoba quedaba llena de este perfume. Pedía también el termómetro para ponérselo continuamente. Le hubiese gustado que le diéramos muchas medicinas, pero, como no tenía fiebre, nos limitábamos a mimarle mucho.

Le obsesionaba un gran miedo a la muerte. Si íbamos por mar y reinaba calma-blanca, la visión del fondo le daba vértigos; le parecía que volábamos y que teníamos que caernos. Si había oleaje, temía que las olas pasaran por encima de la barca y nos engulleran.

Tan sólo no sentía miedo a la muerte los domingos, en misa, cuando presentía la vida eterna. El altar barroco, que se alza majestuoso, recargado por el áureo bordado de alegorías y al pie del cual el sacerdote se mueve suavemente, parecía recoger la música del órgano y de los cánticos que, como leve brisa, acariciaba las imágenes, los ángeles y las flores antes de elevarse hasta el Cielo.

Si entornábamos los ojos, la pálida claridad de los cirios desprendía una raya finísima, como un hilo de miel que llegaba desde el altar hasta el fondo de nuestra retina. Un hálito de misticismo penetraba nuestra alma. La música del órgano y las voces humanas que con ella se confundían quedaban envueltas entre la fragancia de la cera y el incienso.

De pie, a mi lado, García Lorca parecía en éxtasis. No temía a la muerte entreviendo el esplendor de vida que de ella nacía.

Por las mañanas había en casa una gran actividad. Apenas el alba encendía — según solía decir García Lorca —el coral que la Virgen sostenía en su mano, ya las notas de la guitarra de Sáinz de la Maza se esparcían por toda la casa. El maestro estudiaba. En el taller, Salvador había ya empezado su captación de la luz, y Lorca construía con gran pasión su «Sacrificio de Ifigenia».

Nuestra casita se reflejaba en el agua clarísima de la mañana. Los pescadores extendían sus redes

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en la playa. Mientras preparaba el desayuno en la terraza, yo hablaba con ellos, mirando con amor aquellas paredes blanqueadas, dentro de las cuales se abría el arte como una flor.

La mañana avanza y en el jardín el olor de las rosas y el canto de los pájaros elevan al cielo una plegaria. Los cipreses ponen un matiz de serenidad en la mística exaltación.

Llegan unas niñas con cestos llenos de flores. Piden para la iglesia. A la tarde veré lucir estas flores sobre el altar de Cadaqués, ese altar barroco que, como una gran concha de oro, se inclina, protector, hacia los fieles que ante él se arrodillan, y recoge las miradas suplicantes de todos esos ojos que le traen la luz del mar y de los olivares como la más preciosa ofrenda. Recoge también con amor este canto solemne y acompasado de las olas, transformado en rosario, y cada «Dios te salve, María...» es una gran oleada de rezo que se levanta majestuosa, mientras la resaca del «Santa María...» es un aire de fe que, bajando del cielo, nos llena a todos de serenidad.

El aire es húmedo, el mar se oscurece, la blancura de las casas se torna más luminosa. Sobre las montañas cubiertas de olivares, que el viento mueve, poniendo en ellos reflejos plateados, aparecen imponentes nubes color gris plomo, que se extienden rápidas y se transforman hasta cubrir el cielo enteramente. Y, antes de que llueva, todo huele ya a tierra mojada.

Árboles y flores toman un colorido metálico. Retumba el primer trueno. Dentro de las casitas blancas del pueblo, las lenguas rezan, movidas por una brisa de temor.

El mar se oscurece; los truenos aúllan por los olivares adelante, repercutiendo en las montañas. El ruido del agua da al corazón una esperanza, pues sabemos que esta canción de la lluvia es preludio a la exuberancia de la vegetación.

Esta esperanza es la que también nos sostiene en las tormentas de la vida; la que más tarde, transformada en bienestar, nos iluminará con las luces más inesperadas. Igual que en estas tardes, cuando después de la lluvia aparece, por un instante, un rayo de sol y arranca a la Naturaleza bellezas increíbles, esculpiendo o descarnando con claridad de milagro los más lejanos contornos de las rocas, y arrancando sorpresas de emoción cuando las manchas de sol van a caer exactamente en los lugares donde pueden ser más hermosas.

Las nubes se estrían, formando pequeños lagos azules y dorados. Las flores y los árboles relucen, empapados en agua. Para coronar tanta belleza, aparece en el cielo un arco formado de agua y luz.

Las trémulas gotas que en el espacio brillan como un torrente de piedras preciosas nos muestran, durante un místico instante, todos los colores de la Naturaleza, formando un arco inexistente y grandioso. El mar, que, inmóvil, completa dentro del agua la sublime circunferencia, parece decirnos cómo es posible ver más allá del horizonte.

Sobre este fondo de colores nacarados destaca, fuerte y bronceada, la figura de García Lorca, que contempla cómo esta claridad de prodigio se esfuma para dar paso a las pálidas y vibrantes estrellas.

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CAPÍTULO XVI

L invierno en Figueras transcurre plácidamente. Estamos preparando la segunda exposición, en las Galerías Dalmau, que se celebrará del 31 de diciembre de 1926 al 14 de enero de 1927.

En ella expuso Salvador, entre otros, los siguientes cuadros, de gran interés dentro de su obra: «Ana María», pintura sobre cobre (1). Estudio para el cuadro «Ana María» (2). Estudio para el cuadro «Ana María» (3). «La niña de los tirabuzones» (4). «Muchacha cosiendo» (5). «Cesto de Pan» (6). «Muchacha en la ventana» (7) «Rocas del Llaner» (8). «Penya-segats» (9). «Venus y Cupido» (10). Cito estos cuadros porque son los más importantes de esta época. En ellos se refleja un alma

sana, clásica y brillante, que el aliento del «surrealismo» no tardaría en empañar. Esta exposición no sólo tuvo un gran éxito de crítica y de venta, sino que las obras que la

integraban llamaron la atención en el extranjero. Un delegado del Instituto Carnegie vino expresamente a Figueras para llevarse dos cuadros de

mi hermano a la Exposición de Pittsburgh. Esos lienzos obtuvieron un éxito definitivo; el titulado «Cesto de Pan» fue adquirido por el Museo de Arte Moderno de aquella ciudad, que no se llevó también el cuadro «Ana María» por ser mi retrato y no consentir mi padre que se vendiera.

Acudieron marchands de París vivamente interesados por la obra de Salvador. Su popularidad se extendía, amplia y rápidamente, y en nuestro piso de Figueras se recibían las visitas más inesperadas. Los mejores críticos de arte se ocupaban de él, suscitando controversias interesantes.

Don Raimundo de Abadal encargó a Salvador el retrato de su hija, que es, asimismo, una de las obras más bellas de la época. En abril de 1926, la «Revista de Occidente» publicó la «Oda a Salvador Dalí», de García Lorca. Son innúmeras las reproducciones de sus cuadros que aparecieron también en las revistas.

Por ello, a quien desee estudiar con atención y sin partidismos la obra de la juventud de Salvador, le será sumamente interesante buscar en los diarios y revistas de Barcelona los números aparecidos entre 1924 y 1928. Sólo entonces podrá darse cuenta de que, mucho antes de marchar al extranjero, cuando aun vivía entre nosotros, Salvador Dalí era ya, en España, uno de los pintores más admirados y que más discusiones había suscitado. Además, la infinidad de reproducciones, incluso en color, que hallará en esas revistas le hará comprender la enorme capacidad de trabajo que

1 Colección Ana María Dalí. 2 Colección Ana María Dalí. 3 Colección Ana María Dalí. 4 Colección Joaquín Cusí. 5 Colección Carlos Cusí. 6 Museo de Arte Moderno de Pittsburgh. 7 Colección Luis Marquina. 8 Colección Víctor Català. 9 Colección Anselmo Doménech. 10 Colección Mercedes Ros.

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Salvador tuvo desde muy joven, y admirar los magníficos cuadros que pintó en esa época. En el año 1928, mi hermano envió dos obras al Salón de Otoño, exposición colectiva que se

celebraba en las Galerías Maragall. Una de esas obras era un pedazo de corcho; la otra, un extraño organismo primorosamente pintado.

Estos cuadros, que salieron de nuestra casa de Figueras muy bien embalados, a fin de que el corcho no se estropeara, estaban predestinados a promover gran alboroto, a quitar algunas horas de sueño a nuestros buenos amigos Maragall y Dalmau y a motivar en casa los más divertidos comentarios.

Al recibir aquellos cuadros, Maragall quedó profundamente preocupado. El organismo que Salvador había pintado tan cuidadosamente y que, en concreto, no representaba nada, hizo pensar a Maragall que, expuesto en sus Galerías, podría ser motivo de escándalo.

Y así fue cómo Maragall escribió a mi hermano algunas cartas muy afectuosas pidiéndole, por favor, que le relevase del compromiso de exponer aquel cuadro. Pero mi hermano, con terquedad digna de mejor causa, no quiso ceder de ninguna manera.

— Si en el cuadro no se ve nada — decía Salvador —, ¿por qué no se puede exponer? Y si, sin significar nada, puede hundir una Galería de Arte..., entonces es que soy un genio.

En tanto, Maragall pasaba malos ratos y escribía carta tras carta, rogando que Salvador se hiciera cargo del compromiso en que se hallaba; pero Salvador quería exponer la obra sin más, y, a su vez, escribió a José Dalmau para que él la expusiera en sus Galerías... Y así fue cómo Dalmau se halló también enredado en este asunto. Apenas recibida la carta de mi hermano, llovieron sobre él las pre-ocupaciones y no supo qué hacer. Sus cartas, como las de Juan Antonio Maragall, eran ¡una pura queja!

Como mi padre lamentara lo que ocurría, trató de hallar solución al conflicto, pero Salvador no se avenía a razones.

Tratando de complacerle, y al mismo tiempo de no perjudicar a sus Galerías, se le ocurrió a José Dalmau una idea que en casa calificamos de «peregrina». Se le ocurrió contemplando el trozo de corcho que llevaba el título de «Desnudo Femenino»; la idea consistía en tapar la parte del cuadro que podía promover discusiones, con otro pedacito de corcho, lo que no fue aceptado por Salvador.

Afortunadamente, todo esto ocurría entre personas ajenas al grupo surrealista, al que mi hermano, por entonces, no tenía aún el gusto de conocer, y todo el mundo reaccionó del modo más correcto.

El incidente no dejó, incluso, de ser cómico; las cartas que entre todos se cruzaron fueron siempre afectuosas, y el tema, tan estrafalario como absurdo, al ser tratado con tanta inteligencia como cordialidad, adquirió una gracia extraordinaria.

Durante este tiempo, Salvador pintó su cuadro «La sangre es más dulce que la miel», en el que aparece un burro en descomposición. Según Salvador, este burro podrido parecía un ramo de rosas. En 1929, bajo la influencia directa y personal del grupo surrealista, creía ver en un ramo de rosas un burro podrido.

No ganó en el cambio. Dejó el momento en que el estiércol se transforma en flores, por el momento en que las flores, marchitas y deshojadas, se transforman en estiércol...

No, ciertamente no ganó en el cambio. Lo primero es el milagro, la maravilla, lo que tan sólo el arte puede conseguir. Lo segundo es lo

que el ser más inculto y menos inteligente puede realizar. Nada cuesta deshojar un ramo de flores y dejar que se marchite y que se pudra; mas crear ese

ramo y darle vida, eso es algo grandioso, lleno de magia, y eso es precisamente lo que constituye el arte de Salvador Dalí; lo otro no es él.

Por esta época, las controversias y discusiones que promovió mi hermano fueron realmente divertidas; los argumentos, convincentes. Por ejemplo, en una controversia sobre arte, sostenida en las Galerías Maragall, al ser preguntado Salvador acerca de por qué pintaba cosas tan extrañas, repuso que en esto no hacía sino imitar a la Naturaleza, que no puede ser más extraña en sí. «La costumbre dijo es lo que hace que nos parezca normal lo que es extraordinario y sorprendente.»

Este punto de extravagancia, que no era tal, sino espontaneidad, humorismo y necesidad de

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proyectar en todos sentidos su fecundo pensamiento, se transformó, al contacto con las gentes del grupo surrealista de París, en insinceridad, agresividad y despotismo. Salvador se fue a París con Luis Buñuel para realizar la película Un chien andalous (1), y allí estableció contacto con ciertos elementos de ese grupo, que, al verano siguiente, vinieron a Cadaqués.

Fue en el verano de 1929. Sólo aquel verano fue preciso para operar en Salvador el cambio que le alejó de sus amigos, de

nosotros y hasta de sí mismo. El río de su vida, tan bien encauzado, se desvió, bajo la presión de aquellos seres complicados, que del clásico paisaje de Cadaqués nada podían comprender.

La mica de las rocas de Tudela, el brillo del sol sobre el mar, la plata en las hojas de los olivos, todo temblaba de temor cuando aquellos extraños personajes, sin advertir el caudal de ternura de las luces, las miraban con sus ojos enrojecidos. Su afán por destruir las bases que forman la moral y la bondad en los seres humanos era tan fanático, que su indignación llegaba al límite cuando, por un instante, entreveían un mundo bueno y puro que se oponía al suyo.

Parecía imposible que mi hermano se dejara arrastrar por ellos, mas así Fue; y, con aquella pasión que caracteriza siempre sus impulsos e ideas, a aquello se aferró como si en ello hubiese de hallar la solución a todas sus inquietudes. Pero no sólo no fue así, sino que perdió la paz de su espíritu y aquel bienestar que hasta entonces habían reflejado sus obras. Los cuadros que pintaba eran horriblemente alucinantes. Esculpía sobre las telas verdaderas pesadillas y eran una tortura aquellas figuras inquietantes, que parecían querer explicar cosas inexplicables, esas cosas que, como en los sueños, parecen entenderse mientras se las ve, pero que luego dejan sólo el recuerdo de una alucinación. «Le jeu lugubre» es la más viva representación de los cuadros de esa época y el que mejor señala el cambio operado en su espíritu.

Mi hermano tuvo siempre un carácter vehemente y encontró a estos amigos suyos muy inteligentes. Lo eran tal vez, pero otro menos apasionado que él hubiese podido ver en el acto cómo su inteligencia era perversa y destructiva, y, aun cuando se llevaron a mi hermano con ellos a París, nada pudieron contra nuestro Cadaqués, que continuó sereno, tranquilo, lleno de belleza, en el ritmo acompasado del sol y de la luna, pasando suavemente de la oscuridad a la luz. Mas el tiempo iba acercándose a una nueva tragedia. Veíamos como Salvador vivía sugestionado por aquellos seres amorales y comprendíamos que aquello no podía acabar bien.

Mi padre estaba seriamente preocupado; sus ojos, claros y bondadosos, miraban fijamente los pensamientos que tras ellos se formaban, densos y oscuros como nubes de tormenta. Retorcía sus blancos cabellos, signo evidente en él de una gran preocupación, y en su rostro, por lo general sonriente y optimista, se dibujaba el temor de algún acontecimiento trágico.

Salvador regresó de París. Su rostro tenía una expresión de exaltado rencor. Mi padre permitió que se fuera a Cadaqués con Luis Buñuel, creyendo que una temporada de reposo y separación lograría que, encontrándose a sí mismo, volviese a amar lo que hasta entonces amara. Sus cartas eran afectuosas y ya empezábamos a esperar que para la próxima Navidad volviera a ser el mismo de siempre, pues no podíamos ni remotamente imaginar, ya que ello pasó todos los límites, lo que Salvador había hecho durante su última permanencia en París. Nos enteramos de ello por un artículo de Eugenio d'Ors. Este artículo se publicó en «La Gaceta Literaria» de Madrid, y en «La Vanguardia» de Barcelona, a fines de 1929. Durante el tiempo pasado en París en unión de aquel grupo que viniera a Cadaqués, Salvador había renegado públicamente de la base fundamental de su vida.

Al saberlo, mi padre no quiso consentir su presencia en casa. Podía marcharse inmediatamente de nuestro hogar, ya que sentía por todo lo nuestro un odio tan grande.

De nuevo un silencio absoluto y doloroso planeó sobre nuestra casa. Era como si Salvador se hubiera muerto, o como si nos hubiese matado a nosotros con el estupor que nos causó lo ocurrido. No alcanzábamos ni aun a comprender cómo había podido producirse un hecho semejante. Su afán de llamar la atención, obrando bajo el impulso de una influencia nefasta, fue la única explicación

1 «Un perro andaluz», cinta que es célebre en la historia del cine.

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que nos pudimos dar. Este hecho, que destrozó nuestro hogar, creo yo que ya para siempre, originó en él los conflictos

más absurdos. Este furor surrealista le dominó con la máxima intensidad desde 1929 hasta 1935. Más tarde, la inercia de tan fuerte ímpetu le ha hecho divagar, acaso inconscientemente, en torno a su infancia y su juventud, aun cuando es difícil que puedan existir confusiones, pues su obra de esas épocas lo evita por completo. Si no fuera por este hecho tan evidente, este libro mío tendría, tal vez, muy escaso interés, mas este hecho innegable le otorga la gran fuerza de la verdad y la de sacar y volver a la luz la vida, que no es secreta, de Salvador Dalí y que, por una extraña paradoja, habría quedado como tal.

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CAPÍTULO XVII

Vendrá el amanecer a poner

encendido el coral que la Virgen

tiene en la mano.

FEDERICO GARCÍA LORCA

ONTEMPLO a la Virgen barroca, dorada y verde, que preside nuestra casita perdida en una playa de pizarra y de mármol.

El coral que Lorca le colocó en la mano en aquella mañana en que el sol, todavía de color fresa; dio un tono de cobre a sus cabellos negros, me llena de tristeza, trayéndome el recuerdo de días inundados de luz, que ahora están ya tan lejos.

El mismo Salvador ha dicho que, cuando lejos de la familia, veía nuestra casita del Llaner, donde viven todavía su infancia y toda su adolescencia, le parecía ver un terrón de azúcar empapado en hiel. Creo que esta imagen no puede ser más real, pero será preciso que él, para siempre, recuerde cómo la hiel que veía era la que él mismo, por obra y gracia del surrealismo, puso allí, haciéndonos víctimas de un mundo decadente que, por desgracia, le sugestionó, pero del que nosotros siempre vivimos alejados.

No buscan los surrealistas, como ellos dicen, la realización de sus instintos; no obran espontáneamente y sin trabas, dando libre expansión al subconsciente, sino todo lo contrario. En ellos todo es premeditado, todo sigue una estricta doctrina destructiva, todo se encauza por una norma de perversión.

No son sus actos saetas que, desprendidas casi involuntariamente de la parte más desconocida de su espíritu, salgan disparadas y sin rumbo cierto.

Nada de eso. Son saetas cuidadosamente preparadas con los ingredientes más venenosos y disparadas a

conciencia contra todo aquello que más amamos y respetamos, para destruir precisamente las verdaderas expansiones del alma, estas expansiones que sí son espontáneas y que salen de lo más profundo de nuestro corazón, sin saber adónde van ni por qué existen.

Estas saetas envenenadas, perversas, conscientes y premeditadas, son las armas con que el grupo surrealista ha querido destruir lo indestructible: religión, familia, amor, bondad... Todo cuanto puede llamar a los ojos lágrimas de ternura, todo cuanto el alma, con plena espontaneidad y libre de trabas, asimila, nutre y crea hasta dar realidad luminosa a los actos que forman la estructura de nuestra vida.

Pero tú, Salvador, que es indudable que estás lejos de participar de corazón en estas ideas, tú debes desear que los años en que obraste bajo su impulso sean estiércol que nutra el árbol de tu vida, y no tierra que lo cubra. Porque el Cielo está arriba.

Hacia allí donde todo se eleva al purificarse, como el estiércol al transformarse en troncos y ramas, hojas y flores, hasta alcanzar gran altura, como el fuego al convertirse en humo...

FIN

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APENDICES

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CRITICAS APARECIDAS EN LA PRENSA BARCELONESA CON MOTIVO DE LAS

DOS PRIMERAS EXPOSICIONES DE SALVADOR DALI EN LAS GALERIAS DALMAU. La Publicidad, 20 noviembre 1925. “Hace unos cuatro años tuvimos ocasión de hablar de este joven pintor figuerense con motivo de

una exposición de estudiantes aficionados celebrada en las antiguas Galerías Dalmau. El pintor tenía entonces diecisiete años. De todo cuanto había en aquella exposición, tan pródiga en optimismo y buena voluntad, los dibujos tan llenos de color de Dalí eran de las pocas cosas que evidenciaban un temperamento y especialmente unas evidentes aptitudes instintivas. Han transcurrido cuatro años desde entonces, el pintor tiene ahora veintiún años, y hoy en las Galerías Dalmau ofrece al público su primera exposición individual. Ciertamente, desde aquella manifestación de adolescencia hasta ahora ha caminado tanto que esta primera exposición lo consagra como uno de los valores más positivos de la última generación artística catalana.”

Gaseta de les Arts, diciembre 1925. “Esta exposición revela un artista de grandes dotes. Alma sensible y viva, siente todas las

inquietudes del momento y se lanza a todas las especulaciones con gran ímpetu, y podríamos decir con verdadera majestad.

A los veintiún años, lo que hace este hombre es sorprendente, y tenemos la seguridad de que a través de todas sus rebuscas se hallará al fin a sí mismo, que de toda la exposición es lo que más nos interesa. El, queremos decir ese fondo tierno, humanísimo, poético y romántico que se trasluce en su pintura, en la que una vez más repite el tema de un perfil de muchacha que mira al mar por una ventana.”

Gaseta de les Arts, 1.° noviembre 1926. “La pintura de Salvador Dalí está llena de precisiones lo suficientemente sugestivas para

alcanzar valores divinos de sensaciones imprecisas verdaderamente inefables. Su pincel es un agudo bisturí que inicia el misterio de la realidad y os lo muestra, como el

filósofo, envuelto 'en la melancolía de lo trascendente con que las cosas humildes se revisten. Recuerdo una de sus telas memorables: una tez femenina en escorzo con jóvenes trenzas, unas

paredes blancas con ventanas y un lejano paisaje con olivos por las colinas, precisos, evocando cosas imprecisas, pero transformados todos los elementos, humanizados por el espíritu de la figura contemplativa al contraluz de una ventana; imagen elocuente y sencilla de una filosofía, alma considerativa de la realidad viva e indiferente.

Salvador Dalí por esta sola obra merece que se le conceda un lugar entre los espíritus selectos de nuestra época que son el mayor orgullo de nuestra cultura. Merece que, complacidos, nos inclinemos a su paso sencillo sobre los caminos apenas pisados de nuestro porvenir, merece que le queramos y, sobre todo, que le acompañemos con el calor de nuestro afecto, de nuestra consideración expectativa ante la obra de su juventud. Yo no creo que el fondo y el valor del arte sean en los modos que en el arte lleva el tiempo. Asisto con curiosidad e interés a la sugestiva gimnástica higiénica y ascéticas represiones del cubismo y de Salvador Dalí, quien habla el lenguaje de nuestro tiempo, que lleva en las arterias de su organismo artístico la más pura sangre de nuestra hora especulativa y depuradora. Me interesa profundamente, pero no por esto sólo, sino principalmente por esta gravedad sensible que pesa en las cosas insignificantes, indiferentes y usuales que él nos presenta; por esto que hay en el fondo y que el lenguaje de un sienés del XIV diría en otra forma y que el lenguaje de un holandés del XVII expresaría de una manera pastosa, con su técnica característica, como hacía Manet explicar a la niebla su ambiente. Por aquella cosa única hecha de alma humana que Maragall reconocía en el estremecimiento producido por la emoción estética, por esta emoción de un velo que nos descubre la profundidad del mundo real, yo amo la obra de Salvador Dalí.”

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D'Ací, d'allá, enero 1926. “Pocas veces un joven pintor se presenta al público con tanto aplomo como este Salvador Dalí,

hijo de Figueras, que con creces ha mostrado su obra en la sala Dalmau. Aplomo dentro de la inquietud que protege su catálogo por unos pensamientos oportunísimos. Si Salvador Dalí ha fijado su vista en Francia es porque podía hacerlo, porque estas dotes de pintor que Dios le ha dado tienen que fermentar. No importa que Dalí para avivar el fuego se sirva de las finas astillas del lápiz plomo de Ingres o de la gruesa madera de las realizaciones cubistas de Picasso. El joven Salvador Dalí tiene un alma fuerte, tiene el don de materializar la visión pictórica, de reflejar la corporeidad de las cosas del mundo sin que pierdan una intensidad que no elimina nunca la gracia. Y por eso tenemos la absoluta seguridad de que si el joven artista no divaga será uno de los que darán más gloria a la pintura catalana de nuestro siglo, rica ya en positivos y auténticos valores.

La pintura de Dalí nunca es temerosa; el artista no se conforma con no salirse de una normal armonía de tonos suaves de fácil armonización para el truco de la gama limitada. Dalí no; él llega hasta allí donde sea necesario, ataca el negro de los cabellos de las fuertes doncellas con un vigor que impone, y si también hace resaltar los negros sobre grises o “terres”, motivo por el cual podría decirse que cae también en la trampa que ahora mismo criticábamos, no lo hace por cobardía ni mucho menos por picardía: lo hace porque la fortaleza y la gracia que van siempre unidas en su obra se lo exigen. Así, tanto las muchachas catalanas que ha interpretado con una comprensión absoluta, como el mar que ellas de espalda al público contemplan, o los mansos que les pone el pintor en la lejanía, contienen una serenidad de arte que ha alcanzado un vibrante y casi sutil idealismo de tan intensamente como ha sabido entrar en las entrañas de la tierra y en las profundidades del mar, y de tan espiritualmente como ha sabido esculpir los cuerpos virginales que loa con una nobleza soberana.

Hagamos penetrar nuestro espíritu dentro de ese magnífico paisaje que fermenta de estiércol y del sudor de los campesinos, ese magnífico paisaje con figuras en primer término. Veamos como todo el cuerpo de la muchacha palpita bajo la túnica. Contemplemos el roce de los dos tobillos de la muchacha que mira por la ventana, y el mar en calma emanando salubridad, y el olor de las algas, y la cala encantada al fondo, a lo lejos, bajo el cielo.

Salvador Dalí, como que es un pintor de verdad, ha superado el peligro, entre nosotros tan criticado, de hacer literatura en sus cuadros. Temas como éste, como el descrito últimamente, son propios para caer en esa falta. Salvador Dalí esto lo supera porque toda su fuerza pictórica va siempre aureolada por un lirismo, pero este lirismo no le aparta de la materialidadesencial de la paleta y estudia en todos los maestros del tiempo en que vivimos la forma como han resuelto no salirse nunca de la sensualidad pictórica, que es un secreto que quien no lo posee es inútil que intente pintar.”

Gaseta de les Arts, 1.° febrero 1927. “Lo mejor de Salvador Dalí está especialmente en esos ojos que ven tan clara y tan precisa la

realidad, en esos ojos que saben captar de ella su más mínimo sentido, el sentimiento, en fin, para usar una palabra romántica, y en sus dotes de pintor que saben expresarla con una minuciosidad virtuosa de lo esencial. Este es Dalí, un virtuoso de lo esencial, casi un enfermo de virtuosismo. Es él quien debe gobernar ese don de Dios que son sus facultades, espíritu lleno, verdadero jardín de inquietudes, sibarita de probar todo lo trascendental, máquina espiritual apta para todo cuanto se proponga hacer. Es él, repito, quien tiene que encauzar y preparar el camino a todas esas energías que son lo más importante en un artista.

Un gran ideal, una gran ambición de ideal únicamente puede canalizarlas. Atar el carro a una estrella, es esto lo que deben hacer esos potros espirituales cón demasiada sangre en las venas. Esto es lo que hace falta: una alta misión, tan alta como sus facultades, más alta aún si es posible, que ciertamente en Cataluña un Rafael no nos estorbaría y ningún profeta ha anunciado que algún día no lo tuviéramos.”

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La Publicidad, 9 enero 1927. “Actualmente no hallaríamos entre nuestros jóvenes pintores una figura más apasionante que la

de este joven figuerense. Posee un temperamento verdadero y un aplomo desconcertante. Flota su espíritu sostenido por estas poderosas cualidades externas, en espera de la hora de consolidarse con el peso de una convicción que le haga andar definitivamente en el mar agitado en que fluctúa.

Ni ahora ni nunca hemos puesto en duda su sinceridad. Lo hemos dicho anteriormente y lo repetimos. En cada tela da todo cuanto tiene y todo cuanto es, sin reservas ni fingimiento s.

El fulgor de sus aptitudes os deslumbra. Por una parte, halláis un sentimental que ante la Naturaleza se enternece y compone dulces elegías como “Muchacha cosiendo”, “Rocas del Llaner”. Paisajes de un romanticismo tierno e ingenuo que parecen un eco de la obra de Rigalet. Todas estas obras, a pesar de la precisión, a pesar del rigor analítico, a pesar de la, severidad de la composición, exhalan un perfume singular que las hace adorables. Por otra parte, halláis un virtuosismo tan eleva-do, que notáis que el pintor se extasía con los prodigios de su mano. Ejemplo: aquel agrietado del fondo del cuadro “Ana María”, o aquellos relieves arbitrarios del cuadro “Sandía y mandolina” o “Mesa frente al mar”.

Esta diversidad de dicción ya la habíamos señalado en obras anteriores. En cambio, en sus obras como “Composición con tres figuras”, “Figuras sobre la arena”, halláis la fría impasibilidad de los neoclásicos, el predominio de la armonía sobre la expresión, de la gracia fría y retenida sobre la emoción. Y para hacerlo más interesante, esa “Cesta de pan” pintada con paleta fría, rica en sutiles relaciones, que se entremezcla con la disparidad de esta obra que preside el retrato de Ana María, que parece haber sido pintado bajo la complaciente mirada de Rafael.”

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ARTICULO DE MELCHOR FERNANDEZ ALMAGRO DE LA REAL ACADEMIA DE LA HISTORIA

LA VANGUARDIA 2 ENERO 1950

“SALVADOR DALÍ VISTO POR SU HERMANA” Suele decirse, con razón, que el español es refractario a las evocaciones de tipo personal, a las

confidencias literarias, por lo que escasean esas publicaciones, tan frecuentes en otros países, gracias a las cuales se airean cartas, diarios y toda suerte de recuerdos íntimos. Pero he aquí la excepción de este “Salvador Dalí, visto por su hermana”.

Ana María Dalí, en efecto, nos cuenta la vida de su hermano Salvador: años de niñez, de adolescencia, de primera juventud, hasta los días en que Salvador cae en el secuestro del “mal del siglo”. Cada siglo tiene su “mal” específico, como producido por desviaciones de la inteligencia y de la sensibilidad, de fácil y peligroso contagio respecto al artista, de formación por lo común, poco rigurosa y temperamento impresionable. Ana María diagnostica el mal que arrebató a Dalí de su cristiano hogar y del clásico paisaje de Cadaqués, con un solo vocablo “surrealismo”. Pero esta tendencia, superficial en su doctrina, no haría estrago alguno de consideración si no concurrieran a producir ese morboso desequilibrio otras fuerzas de motivación y desarrollo mucho más profundo, empezando por el descreimiento y continuando por algo tan vago y tan cierto a la vez, tan ridículo y tan dramático al mismo tiempo, como el “snobismo”. Flor natural de los medios sociales cultivados por la pedantería y la insinceridad en las grandes ciudades. En la amorosa interpretación que Ana María realiza en su libro,

París viene a ser la cueva inmensa en que acecha el ogro. Luego, como ya es notorio, Dalí se ha liberado. Mas a este gozoso momento, no llega el libro de Ana María. Le basta con el pre-sentimiento indefectible, con la seguridad de que el retorno se produciría. Seguridad determinada por el conocimiento a fondo del hermano, en días felices de juegos compartidos, de lecturas y estudios simultáneos, de convivencia en la casa natal de Figueras, en los ocios veraniegos de Cadaqués, en blanca casita, abrazada por flores, sol y mar, “perdida en una playa de pizarra y de mármol”. Yo la conozco, estuve en ella, lejos de pensar que, tiempo adelante, la encontraría descrita en un libro de aquella niña de los largos tirabuzones, morena, bien torneada, risueña, con mucho de abismático y mediterráneo fulgor en sus grandes ojos. Llegué hasta allí, en rápida excursión veraniega —en 1926, exactamente—, atraído por el pregón de las bellezas del lugar, que tantas veces había oído a Dalí, mi amigo de años atrás: en la madrileña Residencia de Estudiantes, pálido, delgado, silencioso, con vocación y actitudes extraordinarias de pintor. Y para llegar al pueblo, dominado por alta y ancha iglesia de nítida blancura, hube de recorrer esa misma carretera que ahora ondula por el libro de Ana María Dalí, y que, en lejana tarde, me permitió contemplar, desde una de sus vueltas, el golfo de Rosas, geometría natural de impresionante hermosura.

Un fino y hondo sentido de la Naturaleza —la ola, el pájaro, la roca, la flor, el musgo, la nube...— se coordina en este libro con la ternura, la delicadeza, la penetración psicológica, con que la autora examina, sin casi aparentarlo —tan fluido y espontáneo en su arte— la vida de Salvador Dalí, según se desarrolla al compás del tiempo: revelación del mundo, primeros contactos con las cosas, los miedos, las ilusiones, el fallecimiento de su madre, el albor de la propia personalidad... Y no importa que luego haya sido y sea Salvador Dalí el gran artista que evidentemente es, ni que este o aquel escándalo coadyuve a la resonancia de su obra: Salvador Dalí, niño, en el libro que comentamos, no es un tema biográfico, de correlativo interés histórico, por tratarse de un hombre célebre. No importa el nombre propio; como quiera que se llame, el niño que centra esta novela poemática, es un personaje literario tal como Ana María Dalí lo desenvuelve. No cabe duda de que añade interés la calidad del protagonista. Pero la lectura nos interesa como si se tratase de una obra imaginativa. De ahí nuestro calificativo: novela poemática, con equivalencias plásticas y musicales: obra de arte, redondeada en prosa exquisita, de la que trasciende el efluvio de un lirismo campesino y patriarcal a lo Francis Jammes. Lo histórico viene después. Porque, evidentemente, no se trata de

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una ficción. Mi propia experiencia lo confirma. Conocí, sí, al eucalipto y a los geranios de la casa de Cadaqués. Y recuerdo la Virgen a que García Lorca hizo un día la ofrenda de una rama de coral. Y ¿cómo no he de recordar a Dalí, padre, don Salvador, notario sensatísimo y sensible...?

Obra de arte muy cumplida es la evocación —de hombres y paisajes— que Ana María ha compuesto con un propósito que va más allá. Arte por el arte, no. Arte y lección moral, surgida de la narración misma. Ana María alumbra las puras fuentes del espíritu de su hermano, sólo eventualmente cegadas. Hacía falta conocer cuanto la autora refiere, para darse cuenta del cambio experimentado por Dalí durante estos penúltimos años. “Dejó el momento en que el estiércol se transforma en flores— dice la autora —por el momento en que las flores, marchitas y deshojadas, se transforman en estiércol”. La metáfora es feliz por su fuerza expresiva y cuando hace unos meses, Salvador Dalí fue recibido por el Papa, es que reflorecía lo mejor de esa infancia y adolescencia que Ana María Dalí hace vivir de nuevo en su libro, tan poético y tan verdadero.

M. FERNANDEZ ALMAGRO de la Real Academia de la Historia

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CARTAS DE FEDERICO GARCIA LORCA A ANA MARIA DALI (1927)

1 Querida Ana María: Un abrazo y saludos cariñosos desde Barcelona. Las decoraciones del noy

son deliciosas. ¿Cómo se dice nublo? ¿Y cucharita? Dile a la Consuelo que no mueva tanto escándalo en la cocina, que no me deja escribir. Le darás muchos besos al osito. Hace cuatro días me lo encontré fumándose un puro en el monumento a Colón.

Adiós, Ana María. Celebraré que la tieta esté mejorada. Salúdala en mi nombre. Recuerdos de Federico.

Señorita Ana Mariquita Dalí.

Playa de Llené. Cadaqués. Prov. de Gerona.

2 Querida Ana María: llevo ya varios días en Granada y cada momento tengo necesidad de hacer

un retrato tuyo a mis hermanas que constantemente me preguntan por ti. Lo he pasado tan bien en Cadaqués que me parece un sueño bueno que he tenido. Sobre todo al

despertar y encontrarse “con aquello” que se ve desde la ventana. Mis ángeles buenos eran el precioso beato Salvador de Horta y Puig y Pujades que lo regaló. Ahora recuerdo hasta el menor detalle de mi estancia en tu casa. Y te pido perdones, rodilla en tierra, por alguna cosilla en que sin querer no haya estado completamente bien, como ha sido mi grave enfermedad de garganta que tantos latazos te ha dado.

Aquí me ha visto el médico y dijo que era una pequeña faringitis y que no ha tenido importancia aunque es molesto. Ya me lo había dicho Enriquet. Ahora estoy, como sabes, en la huerta de San Vicente, junto a Granada, y dentro de varios días marchamos a la sierra de Lanjarón y después a Málaga a terminar el verano. Aquí estoy bien. La casa es muy grande y está rodeada de agua y árboles corpulentos, pero esto no es la verdad. Aquí existe una cantidad increíble de melancolía his-

tórica que me hace recordar esa atmósfera justa y neutral de tu terraza, en donde a veces la Lydia pone un chorro de pimienta fuerte que hace resaltar más todavía la gracia visible del aire. He recibido L'amic de les Arts y he visto el prodigioso poema de tu hermano. Aquí en Granada lo hemos traducido y ha causado una impresión extraordinaria. Sobre todo a mi hermano, que no se lo

esperaba, a pesar de lo que le decía. Se trata sencillamente de una prosa nueva llena de relaciones insospechables y sutilísimos puntos de vista.

Ahora desde aquí adquiere para mí un encanto y una luz inteligentísima que hace redoblar mi admiración.

Yo empiezo a trabajar (en cosas muy malas, naturalmente), pero que me distraen y hacen alegre esta monotonía subrayada en que estoy. Espero que me escribirás y darás noticias de todo lo que pase en Cadaqués y cómo sigue el mar y cómo están de salud María, Eduard y la Margarita petita. Le darás recuerdos a Rosita muy cariñosos y cantaréis en mi recuerdo “una vez un Choralindo..., etc.” ¡Echale maíz a las ocas!

Saluda a Raimunda. Adiós, Ana María: El osito me ha puesto una postal contándome no sé qué cosa de Marquina y

diciéndome que casi me habéis olvidado, pero que él no puede olvidarme por la admiración que me

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tiene y por lo bien que lo he tratado. Dentro de varios días le mandaré un bastón. Te ruego se lo digas. Saluda a tu hermano el tontito (¿sabes?) ¿chaves? Recuerdos a tu padre y tú recibes el mejor

recuerdo y el cariño de tu amic Federico.

Escríbeme y cuéntame lo que pinta tu hermano. ¡Envíame las fotos! ¿No quieres?

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Querida amiga: No sé cómo tengo cara de ponerte estos renglones. Me he portado como un sinvergüenza. Sinvergüenza. SINVERGÜENZA. Los sinvergüenzas subirán así, hasta ponerse un sinvergüenza grande como el Citroën luminoso de la Torre Eiffel. Pero yo sé que tú me perdonarás. Todos los días he pensado escribirte, ¿por qué no lo he hecho? Yo no lo sé. Me he acordado así más de ti, pero tú creerás que te he olvidado por completo. A la orilla del mar, bajo los olivos, en el comedor de tu casa, en la rambla de Figueras, y el comedor de tu casa bajo la divina pastora, tengo un portafolio de recuerdos tuyos y de risas tuyas que no se pueden olvidar. Además, yo no olvido nunca. Podré no dar señales de vida, pero mi intensidad no varía (aquí una mosca ha puesto el punto en la I. Respetemos su opinión y ayuda).

¿Cómo está tu tieta? A tu hermano por más que le pregunto no recibo contestación a esta consulta. ¿Y tu padre?

Pienso en Cadaqués. Me parece un paisaje eterno y actual, pero perfecto. El horizonte sube construido como un gran acueducto. Los peces de plata salen a tomar la luna y tú te mojorarás las trenzas en el agua cuando va y viene el canto tartamudo de las canoas de gasolina. Cuando todos estéis en la puerta de vuestra casa, vendrá el atardecer a poner encendido el coral que la Virgen, tiene en la mano. No hay nadie en el comedor. La criada se habrá marchado al baile. Las dos bailarinas negras de cristal verde y blanco bailarán la danza sagrada que temen las moscas, en la ventana y en la puerta. Entonces mi recuerdo se sienta en una butaca. Mi recuerdo come crespell y vino rojo. Tú te estás riyendo* y tu hermano sueña como un abejón de oro. Bajo los pórticos blancos suena un acordeón.

En la puerta de la Lydia está llamando la Bien Plantada, pero nadie le contesta. Los dos “bravos pescadores de Culip” están llorando con sus voces sentadas en sus rodilla. La Lydia se ha muerto. Yo quisiera oír en este momento, Ana María, el ruido de las cadenas de todos los barcos que suben el ancla en todos los mares..., pero el ruido de los mosquiteros y del mar me lo impiden. Arriba, en el cuarto de tu hermano, hay un santo en la pared. Puig Pujadas con su globito en la barriga baja la escalera. Estoy demasiado solo en el comedor. Pero no puedo levantarme. Un dibujo de Salvador me enreda los pies. ¿Qué hora será?... Yo quisiera comer ahora mismo un trocito de mona. ¿Cómo

se dice nublo? Nub... Por la ventana pasan y pasan llorando amargamente esas mujeres polvorientas y enlutadas que van a ver al notario.

Así es que en vuestro comedor estoy, señorita Ana María. Mi recuerdo es siempre intenso. ¿Te acuerdas cómo te reías al verme los guantes rotos el día que íbamos a naufragar?

Espero que sabrás perdonarme. No seas vengativa. Mis hermanas no hacen más que preguntarme que cómo eres. Da recuerdos a tu padre y tieta.

Para ti el mejor de mis recuerdos. Federico.

¿Me contestarás?

* Así escrito en el original [Nota del escaneador].

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Querida amiga Ana Patera y Seachera de Cuca: Recibo tus preciosísimas fotos y tus lindos

dibujos en cama. He estado cuatro días malísimo con cuarenta grados. He tenido una grave intoxicación, y gracias

a Dios que no me he muerto, pero he estado muy mal. Hoy, sentado en la cama, te escribo para darte las gracias, gracias monísimas y pitititas, y mandarte esta foto de mis hermanas. No están muy bien, pero se conoce que son ellas. Te las han firmado.

Yo no puedo escribir mucho porque tengo la cabeza mareada. Esto lo hago en prueba de cariño y amistad, pirulita. A don Osito Marquina le contestaré muy pronto.

Es mono y remono. Adiós, hasta que esté mejor, que te escribiré. Recibe mil afectos de tu amigo tan seachero,

Federico.

5 Querida amiga Ana María: No te he contestado antes porque he representado durante varios días

un magnífico ataque de fiebre, y lo he tenido que atender como realmente se merecía. Me empezó con un temblor delicadísimo parecido a un tempo rubato de Chopin, que yo convertí

en un ritmo serio y acusado con objeto de asustar a la familia y hacerles subir y bajar las escaleras con gran confusión. Salía muy bien.

Pero yo tengo un sentimiento grande de que el ataque no haya sido de caries, que son los más suntuosos, los mejor organizados y los más alarmantes sin consecuencias. Este ha sido intenso y me ha dejado amarillo, con las orejas de papel. Ya se ha pasado.

Como hace buen tiempo, las señoritas de Granada se suben a los miradores encalados para ver las montañas y no ver el mar. Las rubias se ponen al sol y las morenas a la sombra. Las de pelo castaño están en el primer piso mirándose en los espejos y poniéndose peinillas de celuloide.

Por las tardes se visten con trajes de gasas y sedalinas vaporosas y van al paseo, donde corren las fuentes de diamante y hay viejos suplicios de rosas y melancolías de amor. Luego se hartan de pasteles y bombones de chocolate en una tienda que se debía llamar París de Francia, pero que se llama La Pajarera. La vida social de Granada es prodigiosa de poesía y putrefacción lírica.

La flora mediterránea brilla aquí con toda la delicadeza de sus grises maravillosos. Pitas y olivos. Pero las señoritas de Granada no quieren al mar. Tienen grandes conchas de nácar con marinas pintadas y así lo ven; tienen grandes caracolas en sus salas de estrado y así lo oyen. Dichosa tú, Ana María, sirena y pastora al mismo tiempo, morena de aceitunas y blanca de espuma fría. ¡Hijita de los olivos y sobrina del Mar!

Ya estoy un poco fastidiado en Granada. Quiero marcharme de aquí. Alguna vez, y quizá sea pronto, tendré el gusto de saludarte.

Hasta entonces recibe la millor amistad de

Federico. ¡Ya vienen las bestias! ¿Has visto cuánta bestia ha ido al homenaje de Rusiñol? SI.

6 Querida amiga Ana María: Recibo en Granada tu carta deliciosa. Nunca te he olvidado, y si no te

he escrito antes no ha sido por culpa mía, sino por culpa de mis días un poco tontos de Madrid.

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Ahora en Andalucía soy otro. El mismo que estuvo en Cadaqués. ¡Cuántas veces me he acordado de aquel verdadero conato de naufragio que tuvimos en Cap de Creus! ¡Y qué rico aquel conejillo que nos comimos con sal y arena al pie del águila naranja! Aquel mar es mi mar, Ana María.

Es muy bonito lo que me dices de mis pobrecitos guantes... (que eran prestados para poder presumir en tu casa), muy bonitos.

En los guantes y en los sombreros está toda la personalidad cuando se han usado y empapado.

Dame un guante y te diré el carácter de su dueño... En los desvanes de la casa Pichot debe haber guantes de todos ellos, negros, de cabritilla, blancos pequeñitos de primera comunión, de punto...; debe ser impresionante verlos en el cesto de mimbre..., sobre todo los de la madre, ¡y el ruido del mar! No quiero pensar en este tema de Ibsen. Pensemos en la Niní que viene vestida de Orfeo cantando como un marinero borracho sobre una concha de hojalata.

Me dices que has pasado un verano delicioso, y me alegro mucho. Un verano de canoas y gestos clásicos. Yo, en cambio, lo he pasado bastante mal. He trabajado mucho, pero tenía una ansiedad enorme por estar en el mar. Luego estuve y me he curado completamente. Puedo decir que Málaga me ha dado la vida. Así pude terminar mi Ifigenia, de la que te enviaré un fragmento.

Lo de la Lydia es encantador. Tengo su retrato sobre mi piano. Xenius (¿conde de qué?) dice que ella tiene la locura de Don Quijote (aquí hay para apretar los labios y entornar los ojos), pero ¡se equivoca! Cervantes dice de su héroe “que se le secó el celebro”, y es verdad! La locura de Don Quijote es una locura seca, visionaria, de altiplanicie, una locura abstracta, sin imágenes... La locura de Lydia es una locura húmeda, suave, llena de gaviotas y langostas, una locura plástica. Don Quijote anda por los aires y la Lydia a la orilla del Mediterráneo. Es esta la diferencia. Y quiero que conste para que no eche raíces, esa ligereza de Xenius. ¡Qué admirable Cadaqués!, y qué cosa tan divertida poder hacer un paralelo entre la Lydia y el último caballero andante! Y tú..., ¿me perdonas este breve análisis de temperamentos? Creo que sí, porque muchas veces hemos hablado de estas cosas. Y sobre todo... hemos podido salvar nuestras raras, las redes, las rocas, las ricas y las rucas.

¿No conocías a Halffter? ¿Verdad que es un tonto muy interesante? Tiene la bobería suficiente para llegar a ser un gran artista. ¿Por qué no vienes tú y tu hermano a Granada? Mis hermanas te escribirán invitándote. Saluda a tu tieta y a tu padre, a quienes agradezco tantos favores y cordialidades; recuerdos a Salvador, y sabes que no te olvida tu amigo,

Federico.

Y amigo de Cataluña entera, ¡eso siempre! ¡Visca! ¿Qué te parece, Ana María, el retrato de tu señorito hermano? Escríbeme diciéndolo. No te

olvides de este pobre náufrago andaluz.

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Señorita Ana María Dalí Domenech. Prov. de Gerona. Cadaqués.

Querida amiga Ana María: Con motivo de la fiesta de Navidad te envío mi más afectuoso saludo

en esta andalucísima “Torre de las Damas”. El decembre congelat está siendo lluvioso en Granada. ¿No te mareaste en el aeroplanito?

Sobre las nubes .y bajo las nubes siempre te recuerda

Federico. (que no está enterrado.)

Saluda respetuosamente a tus padres.

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Señorita Ana María Dalí. (Monturiol, 24)

Figueras. Prov. de Gerona.

Querida Ana María: Hasta mí han llegado rumores de que tu hermano se había ido a Francia y

otras cuantas noticias que no he creído, naturalmente. Como había quedado en mandarme unos dibujos para mis libros y no me los manda, he creído que podrá haber hecho una pequeña excursión al país vecino. Dime la verdad de todo esto y disipa estos rumores.

En casa hemos tenido muchos disgustos, pues hemos estado incomunicados más de dos meses con mi hermano, que está en París. Yo ahora trabajo mucho. En mi primer libro te dedico una canción que no sé si será de tu agrado, pero he procurado que fuese de las más bonitas. Contesta, y si tu hermano está ahí, dile que no sea gandul, que me hacen falta sus dibujos.

Recuerdos a tus padres y a tus amigos. Adiós, Ana María. Recibe la amistad más cariñosa de tu amigo y bobouet,

Federico. Acera del Casino, 31. Granada.

9 Mi más cariñosa felicitación en el día de tu santo. Recuerdos a tu tieta, padre y hermano.

Federico.

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Estamos en 1983 y a pesar de todo, este libro se ha abierto camino y es indispensable como

documento. Ha quedado incorporado a la biografía de Federico García Lorca. En los libros siguientes, lo citan e incluso en la mayoría de ellos reproducen párrafos enteros: FEDERICO GARCIA LORCA. Biefe an Freude. Enrique Beck Insel Verlag. LA POESIA ESPAÑOLA DE LA GENERACION DEL 27. José Luis Cano. Ediciones

Guadarrama. FEDERICO GARCIA LORCA. Ubaldo Bardi. Edizioni Provincia di Firenze. FEDERICO GARCIA LORCA. Revista cultural. Caracas (Venezuela). Ministerio de Educación. FEDERICO GARCIA LORCA. Ildefonso Manuel Gil. Ediciones Persiles. CONFERENCES; INTERVIUS; CORRESPONDENCE DE FEDERICO GARCIA LORCA.

Andre Belamic. Éditions Gallimard REVISTA ELS MARGES: FEDERICO GARCIA LORCA. Albert Manent. Creaciones gráficas. FEDERICO GARCIA LORCA. José Luis Cano. Ediciones Destino. FEDERICO GARCIA LORCA. Jean Shonberg. E. General de ediciones. México. FEDERICO GARCIA LORCA. Marcele Auclair. E. du Seuil. FEDERICO GARCIA LORCA. F. Vázquez Ocaña. Biografías Gandesa. Ediciones D.F. 1962.

México. LA POESIA MITICA DE FEDERICO GARCIA LORCA. Gustavo Correa. E. Gredos. MUJERES EN LA VIDA DE FEDERICO GARCIA LORCA. Eulalia Dolores de la Higueras.

Ediciones Excelentísima Diputación de Granada. LA VITA E L'OPERA DI GARCIA LORCA. José Lúis Cano. Nuova Accademia. FUEGO — GRITO LUNA. Fina de Calderón. Ediciones Litoral. GARCIA LORCA EN CATALUÑA. Antonina Rodrigo. Ediciones Planeta. LORCA-DALI, UNA AMISTAD TRAICIONADA. Ediciones Planeta. Finalista Premio Espejo

de España. LORCA. LA VITA E L'OPERA. Gabriele Morelli. Edizioni Accademia. OBRAS COMPLETAS DE F.G.L. Ediciones Aguilar.

Page 82: Dali Ana Maria - Salvador Dali Visto Por Su Hermana

Ana María Dalí S a l v a d o r D a l í v i s t o p o r s u h e r m a n a

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INDICE*

I. Infancia ....................................................................................... 7 II. Adolescencia ............................................................................ 39 III. Juventud ................................................................................... 79 Apéndices Ilustraciones ....................................................................................... 145 Críticas aparecidas en la prensa barcelonesa con motivo de las dos primeras exposiciones de S. Dalí en las Galerías Dalmau . . . . ................................................... 161 “Salvador Dalí visto por su hermana”, por M. Fernández Almagro. ............................................................... 167 Cartas de F. García Lorca a Ana María Dalí ..................................... 171 Libros sobre F. García Lorca que citan este libro .............................. 184

* La numeración corresponde al libro impreso [Nota del escaneador].