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Los indios charrúas, del actual territorio de Uruguay, aunque muy debilita- dos, mantuvieron su libertad hasta 1831. El dominio de la equitación y la consti- tución de bandas relativamente numerosas les permitió jugar un papel de cierta importancia durante las guerras de independencia. Unos 650 charrúas colabora- ron con Artigas en el asedio de Montevideo (1812). Posteriormente se optó por su eliminación con la excusa de que robaban rebaños a los hacendados. En 1831, mediante una traición, el Ejército oriental masacró y destruyó la nación de los charrúas en el combate de Salsipuedes. En 1840 sólo quedaban dieciocho cha- rrúas (Pi Hugartc, 1993). Joan del Alcázar ct ai. ¡46

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De Alcazar, Joan H. Contemporánea de América 3,1

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Los indios charrúas, del actual territorio de Uruguay, aunque muy debilita­dos, mantuvieron su libertad hasta 1831. El dominio de la equitación y la consti­tución de bandas relativamente numerosas les permitió jugar un papel de cierta importancia durante las guerras de independencia. Unos 650 charrúas colabora­ron con Artigas en el asedio de Montevideo (1812). Posteriormente se optó por su eliminación con la excusa de que robaban rebaños a los hacendados. En 1831, mediante una traición, el Ejército oriental masacró y destruyó la nación de los charrúas en el combate de Salsipuedes. En 1840 sólo quedaban dieciocho cha­rrúas (Pi Hugartc, 1993).

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3. La época oligárquica en América Latina. Los orígenes de la hegemonía de Estados Unidos

3.1 La integración de América Latina en el mercado mundial

El proceso que globalmente considerado llamamos «transición hacia el ca­pitalismo periférico» presenta dos etapas: la de los procesos de independencia y sus repercusiones inmediatas (hasta 1870), y la de la plena integración del sub­continente en este capitalismo. A su vez, esta segunda etapa presenta (desde 1870 hasta 1930) diversos ejes alrededor de los cuales se materializa la incorporación de las antiguas colonias hispánicas en el sistema mundial, de la mano de la ex­portación masiva de productos primarios y de la importación de manufacturas, lo que supone el período más largo y profundo de crecimiento económico de la historia de America Latina. La cada vez mayor demanda europea sujeta al proce­so de industrialización pudo ser aprovechada por las economías latinoamerica­nas por las buenas condiciones de su oferta: la revolución en los transportes abarató los costes en los mercados de consumo, y la expansión de los factores de producción durante este período hizo que el aumento de las exportaciones se mantuviera como el motor de la economía durante tanto tiempo. La ampliación y modernización de las explotaciones, el aumento destacado de la población acti­va, tanto por el incremento vegetativo de la población como por el efecto de la inmigración, y la llegada masiva de capitales externos -orientados ya no exclusi­vamente a la financiación de los estados, sino a la construcción de infraestructuras y a la actividad productiva en general-, fueron determinantes (Glade, 1991).

Efectivamente, desde los años centrales del siglo, las transformaciones en la situación interna de las repúblicas latinoamericanas confluyeron con un claro cambio en la coyuntura europea. La llegada al poder de una nueva generación de

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liberales latinoamericanos -capaces de superar las anteriores luchas y tensiones interoligárquicas y caudillistas con la imposición de un proyecto político y eco­nómico nacional y liberal- se vinculó al fin de) período revolucionario en Euro­pa y al comienzo de un período de expansión de su demanda de materias primas y alimenticias, por efecto de la generalización de la industrialización.

Efectivamente, la revolución industrial había configurado, ya a mediados del siglo xx, cuatro grandes potencias industriales: Gran Bretaña, Francia, Ale­mania y Estados Unidos. Sus altas tasas de crecimiento generaron una demanda de importaciones, que creció más rápidamente que el pib real, y que reunía unas características que permitieron a las exportáciones latinoamericanas crecer por encima de las importaciones mundiales. Debernos poner énfasis, por su trascen­dencia, en el cambio en la composición de las importaciones de los países más industrializados, marcado por la necesidad de materias primas para la industria y de productos alimentarios. La demanda de éstos últimos se vio estimulada por el aumento en ingreso real de la población de los países industrializados y por la reducción en éstos del proteccionismo en la agricultura, una reducción motivada por la necesidad de hacer frente a los efectos de la transferencia de recursos de la agricultura a la industria y de la migración hacia las ciudades. Estos cambios en la demanda de los países industrializados favorecieron la modificación en los patrones de las exportaciones, reduciendo la importancia de los productos de exportación tradicional o colonial (como la minería), ante la expansión de nue­vas exportaciones de origen agrícola. Unas eran necesarias para la industria, co­mo el caucho o la lana; otras, para mantener la alimentación básica de la crecien­te población urbana europea, como la carne y los cereales; y otras, más suntuarias, respondían al creciente nivel de ingresos de esta población (café, cacao, pláta­nos, etc.) (Bulmer-Thomas, 1998).

Las nuevas oportunidades que se ofrecían en la región por el crecimiento del mercado internacional fueron, con diferencias nacionales evidentes, hábil­mente aprovechadas durante estas décadas, y asimismo fortalecieron los proce­sos de consolidación de los estados nacionales y de estabilización política que ya estaban en marcha. Los mayores recursos fiscales generados por las crecientes exportaciones, y la nueva y relevante afluencia de inversiones y créditos extran­jeros, contribuyeron decisivamente a mantener los estados oligárquicos del mo­mento. Sus propuestas -que analizaremos más detenidamente después-, de «or­den y progreso» o de «paz y administración» dieron mayor seguridad a los capi­tales externos e internos que, al mismo tiempo, contribuían a sostener estos pro­yectos gracias al extraordinario aumento de los recursos del Estado, que se gene­raban ya fuera por la vía fiscal (subida de los ingresos aduaneros por las exporta­ciones) o por la vía crediticia (incremento de los empréstitos contratados en los mercados financieros internacionales).

En líneas generales, este período de la historia económica de América La­tina supuso un aumento espectacular de la riqueza de la región, aunque esto tam­bién implicara el aumento en la diferenciación estructural entre países y entre regiones, dependiendo de la diferente respuesta a los estímulos externos y de las diversas posibilidades de aprovechamiento de este modelo (siguiendo el esque­

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ma estructuralista de la cepal, «Comisión Económica para América Latina» y el Caribe de la onu) mayores entre los países de exportación de productos de agri­cultura templada que en los volcados a la agricultura tropical o a la exportación minera.

Algunas cifras son indicativas del cambio experimentado en el ámbito ge­neral. En la región, debido a su integración en el mercado mundial: se duplicó su población entre el último cuarto del siglo xix y las primeras décadas del siglo xx; se multiplicó, en ocasiones hasta por diez, el volumen de algunas de las exporta­ciones, así como el valor de éstas, en una media del 3,2 % anual; y, como última cifra emblemática, se multiplicó por cuatro el conjunto de las inversiones extran­jeras, que llegaron a ser en 1914 poco más de ocho mil millones de dólares.

Las bases de estos espectaculares resultados, así como las de sus debilida­des, se encontraban fundamentalmente en la expansión de los factores de pro­ducción y en el posible mantenimiento de unas buenas condiciones en la oferta de los productos latinoamericanos en el mercado mundial. La confluencia de estos elementos hasta la Primera Guerra Mundial explica la alta participación de la región en el comercio mundial de la época, al convertirse en el principal abaste­cedor de alimentos y materias primas de los países occidentales. Algunos ejemplos nos muestran la importancia de esta participación: de América Latina procedía, en 1913, el 18 % de la exportación mundial de cereales, el 11 % de los productos pecuarios, el 62 % del comercio de bebidas (café, cacao, etc.), el 37 % del azúcar y el 25 % del caucho, pieles y cueros.

Sin embargo, esta alta participación en el comercio internacional mostraba también algunos puntos de desequilibrio. A pesar de la aparición de nuevas ex­portaciones, el índice de concentración se mantuvo demasiado elevado, excepto en Argentina, donde la diversificación de productos agrícolas y ganaderos fue muy destacada. En la mayoría de los países, sin embargo, un único producto representaba más del 50 % de las exportaciones. Esta elevada concentración hizo que las economías latinoamericanas, vinculadas de manera excesiva a un artícu­lo principal de exportación, se volvieran mucho más vulnerables a los cambios del mercado de determinados productos.

El mantenimiento de este modelo de agroexportación también dependía extraordinariamente de una tasa de crecimiento de las exportaciones muy supe­rior a la obtenida en la mayoría de los casos y que pudiera compensar el menor desarrollo y productividad del sector no exportador y el efecto del crecimiento demográfico. De nuevo, excepto en Argentina y Chile, la tasa de crecimiento de las exportaciones no consiguió la tasa regional anual del 4,5 %, considerada ne­cesaria a largo plazo para mantener un ingreso real per cápita. Sí que puede decirse que, en diversos subperíodos, algunos países consiguieron estas tasas de crecimiento mínimo, como fueron los casos de Honduras, Costa Rica o Guate­mala entre 1870 y 1890, o de México y Perú entre 1890 y 1912. Aun así, es muy indicativo del estrangulamiento del modelo el hecho de que durante este último subperíodo fuera, en general, menos beneficioso para la región, cuando teórica­mente la economía mundial estaba en plena expansión y se encontraban mayores posibilidades para las exportaciones latinoamericanas (Bulmer-Thomas, 1998).

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Otro elemento a destacar tiene que ver no ya con la concentración de las exportaciones en muy pocos productos, muy próxima a la monoexportación, sino con la concentración en los mercados. En efecto, desde mediados del siglo xix, el principal mercado para las exportaciones latinoamericanas era Gran Bretaña, posición que siguió ocupando hasta fechas anteriores a la Primera Guerra Mun­dial. Desde entonces, esta primacía sólo permaneció en los casos de Argentina, Bolivia, Chile y Perú. A esas alturas del siglo xx, Estados Unidos ya era el nuevo centro económico y el principal importador para el resto, y llegaba a extremos como los de Honduras o Panamá, que vendían a Estados Unidos más del 80 % de sus exportaciones, o el de México, con cifras próximas al 70 %. Fuera como fue­ra, la concentración de los mercados parecía evidente, puesto que los cuatro principales países industrializados (Estados Unidos, Gran Bretaña, Alemania y Francia) recibían más del 90 % de las exportaciones de diez países y más del 70 % en otros dieciocho.

Todas estas exportaciones, como señala Glade, se inscriben entre aquéllas que proceden de un uso más intensivo de la tierra, por lo que hay que entender que el gran aumento de la provisión de tierra fue el móvil para el desarrollo ca­pitalista de este período. Este incremento en el mercado de tierras se produjo fundamentalmente por tres vías: la apropiación privada de tierras de dominio público, el uso más eficiente y modernizado de las haciendas, y la supresión de las propiedades de la Iglesia y de las comunidades indígenas (Glade, 1991).

La apropiación privada de tierras públicas estuvo estrechamente relaciona­da con la ampliación y el control de la frontera, ejemplificados en la conquista de La Pampa húmeda en Argentina, de los territorios al sur del río Bío Bío en Chile o de los territorios del norte de México, entre otros. Una ampliación territorial que estaba dirigida al incremento de las explotaciones agroganaderas (café en Sao Paulo, el ovino y el vacuno en La Pampa) o mineras (guano en Perú, nitrato en el norte de Chile o plata en México) para la exportación, lo que ocasionó un auténtico desplazamiento de la agricultura de consumo interno hacia zonas mar­ginales y menos rentables. Las cifras de México son clarificadoras: entre 1877 y 1910, la producción agrícola para la exportación (goma, café, tabaco o azúcar) creció un 75,5 %, mientras que la producción de maíz y trigo para el consumo interno en los mismos años descendió un 22 %.

Veamos la incidencia de este proceso de ampliación de la frontera en Ar­gentina. El antiguo virreinato del Río de la Plata tenía dos centros de gravedad: el Alto Perú (con una minería en retroceso desde el siglo xvin) y Buenos Aires (puerto y capital, cada vez más importante). Entre estos dos polos quedaba la actual Argentina, dedicada a actividades agrícolas diversas: cereales, caña, viña y olivos. En este marco se producirá la supremacía económica y política del li­toral argentino, muy acusada desde el momento en el que el ferrocarril integró a las economías del interior en un verdadero mercado nacional (finales del siglo xix).

Después de la crisis de la ganadería del saladero, en la década de los trein­ta, durante el gobierno de Juan Manuel de Rosas, fueron introducidas ovejas merinas para potenciar la exportación lanera. Esta innovación cambiará radical­

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mente las características del desarrollo ganadero. Entre 186-5 y finales de los ochenta, después del gobierno de Urquiza y especialmente a partir de la presi­dencia de Mitre -que marca el inicio de la Argentina real después del enfrenta­miento militar entre Buenos Aires y el resto de las provincias del Río de la Pla­ta-, la mitad de las exportaciones eran lanas, el resto cueros y productos salados. La demanda creciente de productos alimentarios en Europa fue percibida por las élites dirigentes del país que, tras la organización constitucional de 1853, enten­dieron que la «conquista del desierto» y la incorporación a la explotación agrí­cola y ganadera de La Pampa fortalecerían su proyecto de desarrollo económico. El Estado se convertiría en el elemento fundamental de este desplazamiento de la frontera, puesto que la adquisición de los nuevos territorios no fue resultado de un movimiento de población hacia tierras más fértiles, sino de una conquista militar, que sometió entre 1867 y 1881 a unos 14.000 indígenas nómadas e incor­poró más de cuarenta millones de hectáreas. Así, en la provincia de Buenos Aires se ordenó la venta de las tierras públicas en 1871, con lo cual cerca de cuatro millones de hectáreas pasaron a manos privadas, y la Ley Nacional de 1878 per­mitió concluir este proceso de privatización, con otros nuevos 3,8 millones de hectáreas hasta 1898 (Cortés Conde, 1979). Este proceso pondrá en marcha la expansión de la frontera hacia al sur y el oeste de La Pampa, un proceso que tendrá como ejes más notorios la apropiación masiva de nuevas tierras y la con­solidación de una poderosa clase terrateniente. La inmigración europea, aunque había sido iniciada hacia 1840 por irlandeses, escoceses, vascos y franceses -los cuales participarán en la introducción de la ganadería ovina y se integrarán en la clase terrateniente del litoral-, empezará a alcanzar cifras espectaculares desde la década de los ochenta. Una nueva oleada inmigratoria se producirá en los primeros años del siglo xx (100.000 europeos por año), pero llegará a una Pampa ya repartida en cuanto a la propiedad. Los grandes propietarios ganaderos proce­derán a la parcelación de la tierra, que arrendarán a los colonos europeos, asegu­rando una coordinación entre la producción agraria y las necesidades ganaderas (plantas forrajeras). Esta complementariedad entre la agricultura y la ganade­ría permitirá una expansión sin precedentes de las exportaciones de cereales y lino, así como de productos ganaderos. Este tipo de poblamiento preservó la hegemonía del sector terrateniente y determinó un desarrollo caracterizado por escasas inversiones. Esta política, visible durante las presidencias de Sarmiento y Avellaneda, será sustancialmente modificada durante ios años de gobierno de Roca, quien abre el período de la transformación que convirtió a Argentina en el país más próspero de toda América Latina.

La afluencia de capital extranjero (fundamentalmente británico) fue esen­cial en este proceso expansivo, especialmente para la construcción de una red de ferrocarril que, además de proporcionar el transporte indispensable para los productos de exportación-entre los cuales es necesario incluir la carne que, con­gelada, empezará a llegar a Europa transportada en barcos frigoríficos-, subordi­nará la economía argentina a los intereses británicos. El ferrocarril, a la vez, permitió la creación de un auténtico mercado nacional, creación que potenció -al calor del desarrollo de La Pampa- el vino de Cuyo y el azúcar de Tucumán.

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En México se promulgaría en 1883 una ley que permitiría a los coloniza­dores mexicanos o extranjeros denunciar tierras vírgenes y establecer compañías partidoras en las mismas, que marcaban los límites de las tierras, y con las que el Estado estableció beneficiosos acuerdos. Estas empresas recibían como pago o compensación por la denuncia y la delimitación un tercio de las tierras marcadas y un derecho de opción para comprar el resto. Cuando esta ley se abolió en 1889, estas compañías habían comprado unos 27,5 millones de hectáreas, equivalentes a un 13 % de la superficie total del país. Obviamente, esta tierra privatizada se obtuvo principalmente de las aldeas y comunidades indígenas, entre las cuales no existía el concepto de propiedad privada y no poseían títulos legales para evitar la calificación de sus tierras como yermas.

Los ataques contra las propiedades de las comunidades indígenas y de las aldeas, así como contra las propiedades de la Iglesia, se inscriben estrechamente en este proceso de ampliación del mercado de tierras, que sostiene la expansión continuada de las exportaciones. La supresión de este tipo de propiedades surgi­rá de la legislación liberal que se aprueba progresivamente en todo el continente desde 1850, desde la Ley Lerdo, en el México de 1856, a la Ley de Desamortiza­ción colombiana de 1861, por ejemplo. Podemos concretar dos modelos básicos de reformas liberales: 1) aquéllas en las cuales las formas comunales son elimi­nadas casi completamente y las que subsisten no tienen prácticamente relevancia en el funcionamiento de la economía de exportación -caso de México, El Salva­dor, Colombia, Venezuela y Chile-; y, 2) aquéllas en las cuales las formas co­munales subsisten masivamente, articuladas en torno a la expansión del sistema exportador -caso de Ecuador, Perú, Bolivia y Guatemala- (Cardoso y Pérez Bri- gnoli, 1984).

Con respecto al primer modelo, resulta especialmente revelador el caso mexicano. En la primera mitad del siglo xix, algunos de los ejes centrales de la estructura colonial -el monopolio comercial, la concentración de poder político y económico en la Ciudad de México, la minería- desaparecieron durante el proceso de luchas por la independencia y siguientes, y esto sin que se les diese alternativa alguna. Durante el mismo período, a la vez, se puede decir que perma­necen prácticas coloniales al no existir un poder central suficientemente fuerte como para emprender cambios radicales. Los problemas centrales se encontra­rán en la existencia de economías regionales no integradas entre sí, en la inexis­tencia de una red de comunicaciones, en un sistema financiero arcaico, en el gran comercio bajo control extranjero, en las balanzas comerciales y de pagos clara­mente deficitarios y en la competencia de las manufacturas británicas y norte­americanas. Además, hay factores coyunturales que casi son permanentes, como las revueltas indígenas y el bandolerismo, que evidencian otro problema estruc­tural: que los gobiernos no controlan las zonas rurales. También habrá interven­ciones extranjeras, la más grave y significativa de las cuales será la guerra de 1845-1848 con Estados Unidos.

Durante el proceso de reformas liberales (1854-1862 y 1867-1876), la le­gislación fue el instrumento eficiente de transformación de la sociedad mexicana en beneficio de la oligarquía agraria, minera, comercial y del ferrocarril (evi-

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denlemente con sus secciones extranjeras). La clase victoriosa fue una élite diri­gente que conscientemente aceptó la colocación que se le había otorgado en la división internacional del trabajo, vinculándola al sector primario.

Desde el punto de vista económico, lo más importante de las reformas libe­rales son la Ley Lerdo (1856) y la Ley Juárez (1859), que en palabras de uno de sus promotores, debían convertir a México en un país de campesinos libres co­mo Francia (Fagg, 1970). Estas reformas no fueron sino, como ya se ha dicho, los instrumentos de disolución y apropiación del patrimonio eclesiástico y del de las comunidades indígenas. En éste último, su aplicación fue implacable hasta el porfiriato, pese a las frecuentes revueltas indígenas, que fueron siempre dura­mente reprimidas. La política agraria potenciará el latifundio y, así, se expondrá a miles de indígenas desposeídos al mercado laboral, con el empleo tanto de mé­todos legales como ilegales. Entre 1889 y 1890 nuevas leyes aceleraron la con­centración de la tierra a costa de las aldeas, al ordenar la división de sus tierras y el establecimiento de la propiedad privada. Aquéllas que poseían títulos tendie­ron a vender sus tierras a especuladores que las revendían a las haciendas próxi­mas o a las compañías partidoras o las de ferrocarril. Se estima que con este mecanismo se transfirieron de las aldeas a las haciendas más de 14 millones de hectáreas (cerca del 5 % del territorio nacional) entre 1889 y 1906. Este período de expansión y concentración de la tierra conduce a estimar que, en 1910, el 1 % de la población poseía el 97 % de la tierra y que el 99 % de la población sólo disfrutaba de un 3 % de las propiedades.

Especial interés tendrá también la intensificación en la construcción del ferrocarril, que potenciaba el papel de la capital y beneficiaba las conexiones con el mercado mundial, muy especialmente el norteamericano. Se pondrán en mar­cha medidas financieras (legislación monetaria, bancaria y de aduanas), que sólo serán eficaces parcialmente, a la vez que se intenta reactivar la minería. Medidas todas ellas que harán evidente el reforzamiento de los órganos de intervención económica del Estado.

Con respecto al segundo tipo, es interesante detenernos brevemente en el caso de Perú. La fragmentación política y la desarticulación económica son dos constantes de la historia peruana del siglo xtx. Los veinte años posteriores a la independencia se caracterizan por la ruptura de las articulaciones básicas del período colonial. En la década de los cuarenta, las exportaciones de guano abri­rán nuevas perspectivas que se manifestarán en un intento de reforma institucio­nal y que proveerán al Estado de cuantiosos recursos, a la vez que despertarán el interés español hasta el punto de enviar a la marina de guerra que, con la excusa de la reclamación de indemnizaciones por las pérdidas ocasionadas a los penin­sulares durante la independencia, tomó militarmente las islas Chincha, que pro­porcionaban la mitad del guano peruano. La firma de la paz con España coinci­dió con el inicio de la guerra del Pacífico. Aquella prosperidad anterior acabará, pues, con la tragedia de la guerra contra los chilenos -que consiguieron tomar Lima, donde permanecieron tres años-, en la cual Perú perdió la zona meridional de Tarapacá, rica en nitrato.

Lo más parecido a un proceso de reforma liberal habían sido las reformas mediante las cuales se suprimieron los mayorazgos y los fueros de la Iglesia, se

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abolió la esclavitud y se suprimió el tributo indígena. Estas medidas deberían haber acabado con las estructuras coloniales, que era lo que deseaban los libera­les peruanos; el resultado, no obstante, fue otro. La abolición de la esclavitud con­sistió en realidad en una transferencia de recursos del Estado a los propietarios de esclavos: trescientos pesos por esclavo (unos veinte mil), una indemnización de las más altas pagadas en el continente. Y esto en el momento de la abolición, en el que la mano de obra esclava ya no era rentable desde el punto de vista de los hacendados: la inmigración de trabajadores chinos (esclavitud disfrazada) ofre­ció una alternativa efectiva que todos calificaron de más beneficiosa.

El mayor efecto de la supresión de los tributos de los indios fue la ofensiva de los terratinentes sobre las tierras comunales, que era la mejor forma de que los grandes propietarios se aseguraran el control de la mano de obra. A estos factores es necesario añadir la epidemia de fiebre amarilla que diezmó a la población in­dígena a mediados de siglo. Estas reformas, además, habían sido financiadas por los excelentes resultados de la exportación de guano a la que nos hemos referido antes. Puede decirse que la prosperidad exportadora de la costa -en que juega un papel esencial la mano de obra china- se pudo dar sin cambios estructurales en la sierra, cosa que proporcionará un incentivo para el mantenimiento del sistema de explotación de las comunidades indígenas (en condiciones todavía más penosas que en el tiempo de la colonia). La expansión paralela de las propiedades serra­nas profundizó la heterogeneidad regional, que se manifestó en un mercado in­terno cada vez más desestructurado.

Después de la guerra del Pacífico, y sobre todo con las posibilidades abier­tas por el ferrocarril, las exportaciones de lana del sur andino abrirán una nueva época de prosperidad para los hacendados de la sierra. Un reforzamiento impor­tante se producirá hacia finales del siglo xtx (el «Contrato Grace», 1886): la ce­sión de la explotación de los ferrocarriles y de una parte importante del guano a inversores norteamericanos a cambio de que éstos asumieran el pago de la deuda externa peruana. Esta y otras concesiones a intereses extranjeros consagraron una situación para la economía peruana que muchos han calificado de «econo­mía de enclave» (Caldoso y Pérez Brignoli, 1984).

Como ya señalamos en un principio, el desarrollo agroexportador estuvo acompañado y condicionado no sólo por el incremento y uso más eficiente de la tierra en explotación, sino también por la expansión demográfica y por la inyec­ción de capitales extranjeros. En efecto, este período se dibujó en un contexto marcado por el crecimiento demográfico, tanto por el aumento vegetativo como por efecto de la inmigración. Mientras que en la primera mitad de siglo las tasas de crecimiento natural de la población rondaban el 1 %, en la segunda mitad las tasas oscilaron entre el 1,4 % y el 1,7 % anual. A pesar de este incremento, el conjunto del sector externo necesitó un creciente número de trabajadores, que tuvo que completarse con migraciones internas y, sobre todo, externas.

Aunque encontramos casos que nos muestran la atracción de mano de obra al sector exportador por efecto de la diferencia salarial (los casos de los trabaja­dores agrícolas del valle central de Chile en las minas del norte), no debemos olvidar que, en muchos otros, la necesidad de mano de obra de las haciendas

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modernas dedicadas a la exportación fue cubierta con unos sistemas de atracción y control muy coercitivos. Nos referimos al uso de peones deportados al sur de México, procedentes de las revueltas indígenas o de la disidencia política del centro y del norte (como la que afectó a los indios yaquis de Sonora), o al control legal ejercido sobre los gauchos en La Pampa, o al enganche y a la peonada por deudas, muy extendido también en el sur de México (Yucatán, Tabasco, Chiapas). En estas zonas, el aumento de la demanda de productos estaba condicionado por una relativa escasez de mano de obra, que consolidó durante muchas décadas este mecanismo de sujeción de la mano de obra: contratación de trabajadores que se endeudaban automática y casi permanentemente con el amo de la hacienda, por la obligación de devolver los gastos adelantados de transporte, vivienda o alimentación (Vio Grossi, 1990).

Algunos países de la vertiente atlántica experimentaron un fenómeno de inmigración masiva, que iba más allá del traslado selectivo de población, como el conocido entre los cuites chinos ocupados en la industria azucarera y del algo­dón de Perú. Argentina y Brasil, junto con Uruguay y Cuba, fueron los países que se vieron más afectados por este fenómeno, en cierta medida estimulado desde el Estado, ya fuera para blanquear a la población, para sustituir la mano de obra esclava o para intentar colonizar áreas vacías y en expansión productiva, como La Pampa de Buenos Aires y Santa Fe, o la región cafetera de Sao Paulo. Incluso considerando el elevado porcentaje de retornos y la persistencia de las emigra­ciones temporales o de golondrina que implicaban, ai largo de una vida, varios viajes de ida y vuelta de Europa a América -aprovechando la reducción en los precios de los pasajes y la diferencia de salarios en los trabajos estacionales ame­ricanos-, el impacto de la emigración en estas economías fue extraordinario.

En Argentina se recibió, con diferencia y entre los años 1871-1914, el ma­yor número de emigrantes que permanecieron (alrededor de 2,5 millones de una cifra superior a los cuatro millones), y pasó de tener una población de 1,1 millo­nes en 1850 a 4,6 millones en 1900 y 11,9 en 1930. Los italianos y los españoles fueron los que en gran mayoría nutrieron este flujo migratorio, que no se limitó a ayudar en la colonización de La Pampa húmeda, sino que contribuyó decisiva­mente a convertir a Buenos Aires en una gran urbe millonaria, que pasaría de ser «la gran aldea» de los años setenta al París del sur, en los primeros años del si­glo xx (Devoto y Rosoli, 1988; Sánchez Alonso, 1992). En Brasil, las cifras se reducen un poco: recibió cerca de tres millones de inmigrantes, de los cuales permanecieron en el país alrededor de dos millones, entre los años posteriores a la abolición de la esclavitud en 1888 y la Primera Guerra Mundial. También aquí la mayoría de ellos procedían de Italia y España, y se establecieron alrededor de dos millones, la mayor parte en el Estado de Sao Paulo, inmerso en plena expan­sión del café.

El aumento vegetativo de la población y esta emigración masiva, aunque dejara de lado al mundo andino, redundó en un aumento del peso relativo de América Latina en el conjunto de la población mundial (del 2,1 % del total en 1800, al 3,9 % en 1900), sólo superado por el incremento relativo de Estados Unidos, también marcado en esta segunda mitad del siglo xix por un acelerado flujo migratorio procedente primero de la Europa anglosajona y, conforme avan­zaba el siglo, de la Europa del Sur y del Este (Calvo, 1996).

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Un último y relevante elemento que cabe destacar para entender la capaci­dad de crecimiento y de recuperación frente a las crisis coyunturales del modelo agroexpoitador es el capital. Hasta los años centrales del siglo, el mercado de capitales en América Latina era bastante ineficiente e incapaz de responder por sí mismo a las crecientes necesidades de inversión del sector externo, tanto para poner en marcha y mejorar las infraestructuras básicas (transportes, infraestruc­turas públicas, puertos, etc.) como para adquirir y ampliar la maquinaria, hacer las mejoras adecuadas de las explotaciones, etc. Ni los prestamistas tradiciona­les, como la Iglesia, ni los pocos y recientemente creados bancos comerciales nacionales podían hacer frente a las múltiples posibilidades abiertas. Tras los primeros bancos británicos abiertos en 1862 (el London and Brazilian Bank y el London and River Piale Bank) aparecieron muchos otros, con múltiples sucursa­les, aunque los franceses, los alemanes y los italianos tardaron un poco más en implantarse. Su presencia evidenciaba el nuevo dinamismo de las economías latinoamericanas, que empezó a atraer no sólo préstamos y compradores para las emisiones de bonos públicos -con los que podía refinanciar la anterior deuda que servía para mantener a las administraciones estatales- sino también nuevas in­versiones directas. La superación de crisis coyunturales de la deuda, como las de 1873 y 1890, abrió paso a un período de mayor confianza y de creciente endeu­damiento, especialmente entre 1904 y 1914, que elevó la deuda latinoamericana en los mercados internacionales a más de dos mil millones de dólares, la mitad de los cuales correspondían a deuda acumulada en el período anterior.

La inversión extranjera directa llegó allí donde las barreras tecnológicas y el acceso de capital obstaculizaba la entrada de empresas locales. Por eso, la ma­yor parte en este período se concentró en la construcción de ferrocarriles, en las compañías de servicios (alumbrado, gas, etc.), en la minería, en la banca y en las empresas navieras. Como correspondía al papel central que ocupaba la econo­mía británica en el tercer cuarto del siglo xtx, era el capital británico el dominan­te en este mercado de inversiones directas, orientado hacia los ámbitos financie ros, de comercialización y de servicios. Se percibe una relevante dispersión geo­gráfica en estas inversiones británicas, aunque el 80 % de ellas fueron dirigidas hacia los países con un mejor resultado del modelo: Argentina (37 %), México (17 %), Brasil (14 %), Chile (7 %) y Uruguay (5 %) (Malamud et al., 1993).

Pero progresivamente se fue constatando el cambio de estructura de las inversiones extranjeras directas, de mano de la creciente presencia de capitales franceses, alemanes y, evidentemente, norteamericanos. Estos últimos se orien­taron en mayor medida al sector primario (agricultura, sobre todo tropical, y minería), que mostró una mayor integración de la inversión extranjera con el carácter exportador de la economía latinoamericana. Hacia 1900, el predominio en el subcontinente del capital de Estados Unidos es evidente y orienta sus inver­siones directas en un 42 % a los ferrocarriles, en un 40 % a la agricultura y la mine­ría, y en un 4 % al comercio. Hasta 1929 las inversiones directas norteamericanas fueron incrementándose, estando ya presentes en un 4 % del total en el sector manu­facturero, hecho que demuestra que el capital extranjero, en general, fue integrán­dose de forma más completa en todas las actividades productivas (Marichal, 1995).

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La transferencia de gran parte de los beneficios generados por estas inver­siones en los países de procedencia del capital no debe hacer olvidar algunos de sus efectos positivos sobre las economías latinoamericanas de difícil cuantifica- ción. Tanto Glade (1991) como Bulmer-Thomas (1998) han destacado la intro­ducción de nuevos métodos de producción que acompañaban estas inversiones directas, las cuales favorecieron tanto al sector exportador como al orientado hacia el mercado interno; la transmisión social del capital que permitía la rein­versión de parte de los beneficios; la ampliación del ahorro interno y, especialmen­te, la contribución en la formación de capital humano, con la consiguiente trans­ferencia de ejemplos y conocimientos sobre la gestión empresarial e industrial.

3.2 El orden oligárquico en América Latina

Hemos visto cómo la integración de América Latina en el mercado mun­dial mediante su dedicación a la exportación de materias primas y a la importa­ción de manufacturas se mantuvo con relativo éxito y superando crisis coyuntu­rales hasta la Primera Guerra Mundial. Los efectos de ésta se unirían a otras muestras del estrangulamiento del modelo agroexportador, que anticiparían la denota generalizada con la crisis de 1929.

Este buen comportamiento de las economías latinoamericanas durante las décadas finales del siglo xtx y las primeras del siguiente permitió, sin duda, la consolidación de los sistemas políticos existentes, basados en el predominio oli­gárquico. En la mayor parte de los países el panorama político se vertebró en torno a un sistema bipartidista que generalmente enfrentaba a liberales y a con­servadores. Se oponían dos formas diferentes de entender la política y ia dirección de los asuntos públicos que, en la práctica, tenían pocas divergencias pero que eran compartidas por la oligarquía, la burocracia estatal, los profesionales libera­les y otros grupos urbanos. Pese al aparente bipartidismo, el carácter oligárquico honrogeneizaba las formas de gobernar. Los sistemas políticos eran de participa­ción restringida y el clientelismo y el fraude electoral estaban presentes en todos los países, sin alejarse mucho de la práctica común en buena parte de los países europeos.

Por eso, cuando aquí hablamos de la época oligárquica nos referimos al período histórico durante el cual la clase dirigente latinoamericana puso en mar­cha un sistema que le aseguraba la dominación económica, social, política y cultural en sus respectivos países. Nos referimos a una etapa que se extendió también, aproximadamente, hasta la crisis de 1929 y que, siguiendo la periodi- zación de M. Carmagnani, se articuló en tres fases: la de elaboración del proyec­to, entre 1850 y 1880 (ya vista en el capítulo anterior); la de consolidación del proyecto, de 1880 a 1910 / 1914; y la que cierra la fase final del proyecto polí­tico de la oligarquía, entre 1910 / 1914 y 1930, modificado por la vía reformista, como en Argentina, Chile o Uruguay, o por la vía revolucionaria, como en Méxi­co (Carmagnani, 1984).

Si la periodización de la época oligárquica puede realizarse con relativa claridad, la definición del término oligarquía suscita mayores problemas. Para

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unos es una clase social, entendida generalmente como aquella formada por te­rratenientes o propietarios de explotaciones mineras; para otros consiste en una alianza de clases o de fracciones de clase; y para unos terceros se trata de una con­fusa combinación de clase y de forma de dominación por parte de un sector social reducido a un grupo cernido de familias (Ansaldi, 1992). Nosotros prefe­rimos entender que la oligarquía formaba un colectivo que se autodefinía, en primer lugar, por la riqueza, generalmente nueva y, precisamente por esto, osten­tada; en segundo lugar, por un estilo que sistemáticamente buscaba imitar al de las grandes burguesías europeas; y, finalmente, por un acceso privilegiado al poder. Tenemos que entender, pues, que estamos frente a un grupo social cuya actuación fue capaz de suministrar una dirección peculiar a la marcha histórica de la sociedad.

Esta dirección señalaba como objetivo teórico la construcción de un orden político e institucional que importa el modelo europeo y el norteamericano de Estado independiente, centralizado y formalmente basado en la soberanía popu­lar y en la democracia liberal. Aunque el desarrollo político e institucional no coincidiera con este modelo, sirvió para consolidar el aparato político-institu­cional oligárquico, que cumplirá las funciones y tareas específicas en las necesi­dades de la élite y del modelo de desarrollo. El Estado, en su forma oligárquica, aparecerá ante las élites como la única instancia capaz de movilizar los recursos y de crear las condiciones que permitieran superar el período anterior, marcado por el desorden y el atraso. El liberalismo será la doctrina predominante en la política, el cual inspirará al sistema institucional y se convertirá en el centro de las opiniones sobre la vida, la moral y la convivencia, en combinación con el positivismo de Comte y el cientificismo de Spencer. El progreso, entendido co­mo inseparable de una concepción liberal de la vida, fue la bandera de una época en la que parecían incuestionables los principios del liberalismo eco­nómico (Hale, 1991).

El seguimiento de la política científica dio forma a un acuerdo básico sobre los valores económicos y sociales que implicaba el fortalecimiento del Estado, dirigido por una élite elegida y casi predestinada para gobernar, para garantizar la paz política, el orden social y el progreso económico. Un progreso que, según los dictados del liberalismo económico, iba unido fundamentalmente a la pro­moción de las exportaciones y a la atracción de capitales extranjeros.

El ejercicio de la política oligárquica reunía dos dimensiones: una tácita y restrictiva, que tenía como fin el mantenimiento del control de toda la participa­ción y organización política de sectores y grupos ajenos a la élite dominante, y otra expresa y participativa, limitada a la élite con acceso al poder. En ambas dimensiones, los partidos de notables eran los agentes políticos típicos de la épo­ca y uno de los más importantes mecanismos de exclusión y dirección de la po­lítica, muy vinculados a su capacidad para controlar clientelas electorales y a su papel como generadores de consenso para garantizar el reparto anticipado y sin violencia de los cargos.

Este control oligárquico de la política en los países mayores -Argentina, Chile, Brasil y México- fue objeto de los primeros ataques en la década de los

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noventa por parte de sectores críticos, que exigían una limitación de los poderes excesivos del ejecutivo y una apertura y limpieza del sistema, implícita en una lectura más fiel de sus constituciones liberales. Sin embargo, el fracaso inicial de estas primeras demandas de regeneración del orden oligárquico en Argentina (1890), en Chile (1891), en México (1892) o en Brasil (1896) dotó a la oposición de unos rasgos más definidos. Las demandas en favor de una democratización del sistema se hicieron presentes incluso en la Administración. Los reformistas liberales, ya en el poder en la década de 1910-1920, pudieron, en Argentina y Chile, poner en marcha una democratización por la vía de la reforma electoral. En México, la oposición de los científicos de los años noventa no debilitó el poder de Porfirio Díaz, y el proyecto reformista defendido por Madero en 1910 no pudo concluir con la derrota del dictador pero sí con el desencadenamiento de un proceso revolucionario de gran violencia.

Para comprender mejor la naturaleza del orden político oligárquico en su etapa de mayor auge, podemos comparar dos claros ejemplos: Argentina y Chile.

3.2.1 Argentina y Chile bajo el Estado oligárquico

En la evolución de las historiografías recientes de Argentina y Chile se constata una preocupación común por revisar sus regímenes políticos finisecu­lares y reinterpretar el papel de la oligarquía y de los partidos políticos en los primeros procesos de democratización.

La interpretación más extendida hasta hace pocos años mantenía que la llegada a la presidencia de Hipólito Irigoyen, en 1916, y de Arturo Alessandri, en 1920, representaba el triunfo del ataque mesocrático a los regímenes oligárqui­cos previos, caracterizados por la exclusión política y la manipulación electoral. Estas visiones resultan ya poco explicativas, ante la evidencia: el orden oligár­quico en Argentina y en Chile no responde sólo a estos esquemas, y su compleji­dad se percibe también en su proceso de disolución durante las primeras déca­das de este siglo. Algunos importantes trabajos, como los de N. Botana (1977), E. Zimmerman (1995), José S. Valenzuela (1985) o C. Malamud (1997) -por mencionar tan sólo algunos nombres-, han mostrado la pertinencia de alejarse de los enfoques lineales al analizar los procesos políticos, teniendo en cuenta, entre otras cosas, aspectos antes marginados, como el reformismo oligárquico, la per­sistencia y transformación de las prácticas clientelares o el papel de los partidos regionales en la conformación de un sistema de partidos competitivo. Hay tam­bién que alejarse de las visiones pesimistas de los procesos políticos finisecu­lares de estos países y de la creencia en la perversidad política intrínseca y la esencia antidemocrática de sus oligarquías (Alcázar y Tabanera, 1998).

Por otro lado, también debemos alejarnos de visiones, relevantes por su aparente capacidad explicativa, que sostienen que la disolución del régimen oli­gárquico se debió a la combinación de los cambios de situación y a la influencia de los países centrales (pensando en Gran Bretaña), junto a la presión ya incon­trolable en la segunda década del siglo xx de las clases medias y del proletariado. De esta manera, pues, se infravaloraba la fuerza y trascendencia que en la cvolu-

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ción de la vida política tuvo también una oligarquía mutable, adaptativa y, en mayor o menor medida, dispuesta a aceptar y a apoyar a instituciones cada vez más democráticas.

Entre la proclamación real de la independencia en 1810 y aproximadamen­te 1870, Chile realizó un desigual proceso de modernización capitalista, propi­ciado por la expansión de su comercio exterior, en buena medida controlado por las firmas comerciales mayoritariamente inglesas establecidas en su territorio. Las élites autóctonas se asociaron con estas firmas compartiendo con ellas el comercio, el transporte exterior, la banca y el crédito, al mismo tiempo que se reservaban el control de la producción de las mercancías exportables.

Entre 1831 y 1861 discurre la denominada «República Autoritaria», inspi­rada en los ideales portalianos (Diego Portales, asesinado en 1837), un régimen centralista y autoritario con un fuerte poder ejecutivo que mantuvo el control absoluto del país. Vertebrado en torno a la primacía del eje Santiago-Valparaíso, con un ejército centralizado, una democracia censitaria y un comercio bien con­trolado por el Estado, el régimen portaliano se sustentaba en los comerciantes- banqueros (chilenos y extranjeros), los hacendados y los propietarios mineros.

La crisis minera de 1873 y la monetaria de 1878 afectaron gravemente al sistema económico portaliano, y la élite empresarial criolla entró en una fase de auténtica decadencia. Aunque los ingresos de divisas vinculados a la expansión del comercio del salitre (tras la guerra con Perú y Bolivia, 1879-1883) fueron extraordinarios, la mayor parte de los excedentes fueron acaparados tanto por las compañías extranjeras como por el Estado. Más tarde, tras la guerra civil de 1891, la hegemonía extranjera se impuso en todos los ámbitos de la economía chilena, por lo que las élites económicas nacionales adoptaron una posición sub­sidiaria. Puede decirse que, desde 1880, la clase dominante en Chile estaba for­mada por los descendientes de los comerciantes y técnicos extranjeros que se habían establecido en el país y por sus asociados mercantiles.

Para W. Ansaldi (1992), esta oligarquía ejerce su dominación a partir de tres principios: identifica los intereses generales con los particulares de esta cla­se o de una fracción; el Estado y los recursos de éste han de orientarse en benefi­cio privado de las actividades públicas; ocupa e instrumentaliza la política en beneficio suyo. A pesar de esto, pensamos que la dominación oligárquica no es hegemónica en Chile. Y no lo es porque, como veremos, de la misma oligarquía surgirá una alternativa política (Alessandri y la Alianza Nacional) con el claro objetivo de modificar el orden imperante.

Así pues, el período oligárquico chileno clásico es el que transcurre entre 1891 y 1920, es decir, entre la guerra civil y la elección de Alessandri. Ambos hechos están ubicados al principio y al final del período aludido. El primero constituye una crisis institucional que nos remite a la consolidación del liderazgo oligárquico pero competitivo; el segundo marca el comienzo de una evolución hacia un sistema presidencialista, con la hegemonía de nuevos actores sociales y basado en el sufragio universal masculino.

El sistema político chileno se caracterizaba por el multipartidismo desde 1861. Alrededor de 1850 existía, como en otros muchos países latinoamericanos.

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un partido conservador y un partido liberal; entre 1861 y 1887 ya había cuatro: el conservador, el liberal, el nacional y el radical. Tras la victoria del Congreso, el campo político estaba dominado por un número estable de siete organizacio­nes entre las que es necesario añadir al Partido Democrático, fundado en 1887, y dos vertientes liberales: el Liberal Democrático (o balmaceclista) y una minúscu­la agrupación fuertemente personalizada llamada Liberal Independiente (Alcá­zar y Cáceres, 1997).

La pluralidad de fuerzas políticas presentes en el período es resultado de dos fenómenos. En primer lugar, la continuidad en el tiempo de aquel trío de or­ganizaciones políticas que habían constituido originariamente el sistema de par­tidos. Organizados en torno al conflicto clerical-anticlerical, conservadores, li­berales y radicales politizaron la disputa entre las élites constructoras del Estado y la jerarquía eclesial sobre el lugar que debía ocupar la Iglesia católica en la institución republicana. En segundo lugar, la fragmentación partidaria del libera­lismo. De ideología parecida, pero permanentemente incapaces de superar un intenso fraccionamiento, los liberales -incluyendo en el término a nacionales y balmacedistas- eran paradójicamente la corriente política más votada.

A partir de 1861, el Partido Liberal controló la política chilena desarrollan­do unas ideas que se habían difundido en el continente y que habían inspirado el nacimiento de los partidos políticos. Es el mismo período en el que en Argentina ejercen la presidencia de la República Mitre, Avellaneda y Sarmiento. La presen­cia de los liberales en el poder implicó una serie de cambios relevantes en el panorama político chileno, impregnados como estaban de un reformismo legis­lativo que patrocinó desde la libertad de cultos (1865) hasta la aprobación del Código de Comercio (1867), pasando por la primera reforma constitucional que prohibió la reelección del presidente de la República en períodos consecutivos.

El Estado moderno argentino, mientras tanto, avanzaba hacia su consolida­ción entre 1852 y 1880, en el período denominado de Organización Nacional. Todavía el enfrentamiento entre regiones y entre élites, o entre las provincias del interior y Buenos Aires, estaba presente y era sangriento, aunque bajo la Consti­tución de 1853 progresaba la centralización del poder. Hasta la centralización institucional argentina, ultimada con la federalización de Buenos Aires en 1880, Mitre y sus sucesores en la presidencia trabajaron en la realización del proyecto liberal de la generación del 37, definida por J. L. Romero como «la realización de la política realista y conciliadora» (Romero, 1992), para dar a Argentina una organización de autoridad que garantizara el orden necesario para el progreso económico.

Los años de Organización Nacional concluyeron con la consecución de algunos de los objetivos de sus líderes (institucionalización del Estado, creci­miento económico sin precedentes y aumento significativo de la inmigración), aunque desde el punto de vista de la organización del sistema político fueron años en que se esbozaba la pretensión de conseguir un sistema de transferencia de poder, gracias al cual una minoría excluiría a la oposición peligrosa y cooptaría a la moderada.

Tras largas décadas de formación, en 1880 se consigue la definición con­cluyente de! marco institucional del Estado argentino. De la mano también de

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la oligarquía, se puso en marcha la segunda fase de su gran proyecto para dar al gobierno central todos los atributos de la soberanía y definir en la práctica polí­tica la aplicación de los principios constitucionales de 1853. Según éstos, de la voluntad del pueblo elector expresada con el sufragio surgían, sin mediación, el gobernador y la legislatura provincial, así como los diputados nacionales y, me­diante el Colegio Electoral, el presidente y, de las legislaturas provinciales, el Senado.

Sin embargo, la élite creó un dispositivo electoral que sólo en la forma conservaba esta distinción en el origen de los poderes, puesto que el contenido efectivo del sistema era el de una «república electiva», en la que un bloque de notables (sobre quienes pesaba la voluntad del presidente) definía a los candida­tos a la sucesión. En los hechos, el presidente se convertía en el gran elector de su sucesor y supervisaba estrictamente las sucesiones provinciales y la integra­ción de los cuerpos legislativos.

De esta manera, y no sin conflictos internos, un conjunto reducido, cerrado y con gran permanencia de notables asumía el gobierno, el control de la suce­sión y aseguraba el orden político y la continuidad jurídica de la república con­servadora, siendo la intervención federal en las provincias y el fraude electoral lo que caracterizó al régimen.

Entre 1880 y 1912, la conversión del voto popular en voluntad del gober­nante se produjo mediante una compleja red de manipulaciones, que incluía un amplio círculo de fraude y una progresiva adaptación -por un lado-, a los cam­bios que se producían en las relaciones sociales, y en las costumbres y formas de sociabilidad de Argentina, y -por el otro-, a la aparición de nuevas prácticas políticas impulsadas por nuevos grupos políticos, ya muy determinantes des­de la crisis de 1890 (Tabancra, 1997).

En efecto, fieles al modelo francés de orientación del proceso político de arriba a abajo -que propuso Alberdi y que tuvo su máxima expresión en el ro- quismo- , el fortalecido ejecutivo maniobró para controlar estrechamente el mer­cado de votos gracias a un extenso fraude electoral burocrático. Un fraude soste­nido económicamente por la expansión de la década de los ochenta, que ofreció al gobierno nacional circunstancias excepcionales para disponer de recursos fi­nancieros mayores de los que disfrutaron gobiernos anteriores y cohesionado por la ampliación de las recompensas y gratificaciones que se derivaban de la distribución de los cada vez más numerosos cargos públicos.

La situación normativa de los procesos electorales en los ochenta no varió en relación con el momento anterior: sufragio universal masculino, voluntario y no secreto para los mayores de dieciocho años, con el sistema de lista completa o plurinominal. Se partía de unos niveles de participación muy exiguos, que se mantendrían a lo largo de todo el período aunque con una tendencia al alza, hasta llegar en 1910 al 21 % de la ciudadanía, lo cual representaba una participación del 8 % de la población total; cifras muy por debajo de las conseguidas en Euro­pa con regímenes censúanos, donde se conseguían participaciones próximas ai 60 % del censo electoral (Devoto y Ferrari, 1994).

Entre las intervenciones contrarias a la limpieza de las elecciones realiza­das por los cargos institucionales, antes o después de la jornada electoral, y la

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emisión del voto por los electores, se desarrollaban las acciones de una figura fundamental en este sistema de participación invertida: el caudillo electoral. Pre­sentes tanto en el ámbito rural corno en el urbano, estos mediadores ofrecían su cuenta de votantes (empleados, paisanos, peones de haciendas, miembros de co­mités y clubes locales, extranjeros naturalizados) a los políticos notables a cam­bio de favores políticos, de la administración de ocupaciones públicas y de otras ventajas económicas, todo ello derivado de la connivencia con el poder.

Con la importante figura del caudillo se conseguía cerrar una organización política que no se caracterizaba por la exclusión por bajo, al estilo de los siste­mas censuarios, sino que la presencia del sufragio universal se definió por la combinación de la participación de las capas más bajas de la población con el control del proceso por sectores minoritarios que dominaban el poder político.

Y en este marco, el centro de la vida partidaria hasta 1890 fue el partido oficial, el pan (Partido Autonomista Nacional) que, respondiendo a los intereses de las élites provinciales, se convirtió en el primer partido de ámbito nacional argentino. El lema «Paz y administración», expuesto por Roca como máxima de su mandato, así como el que tomó Juárez Celman, «Paz, tolerancia y administra­ción», reflejan fielmente la visión de la política que se mantenía en el pan: la política era el medio pacífico en el que distintos intereses encontraban un acuer­do común, reduciéndose la «verdadera y sana política», en palabras de Juárez Col­man, a meros procedimientos administrativos para asegurar el progreso económico.

Esta preocupación por el acuerdo y la conciliación, necesarios para la su­peración de un pasado cargado de enfrentamientos armados, que asignaba a la política un papel tan limitado, se correspondía con el papel que los oficialistas del pan asignaban a ios partidos políticos y al suyo propio, reducido a conseguir para sus candidatos un lugar electivo.

El «unicato», identificado con las presidencias de Roca (1880-1886) y de su sucesor Miguel Juárez Celman (1886-1890), se podría considerar como la máxima encarnación de la alberdiana «república posible», puesto que en aquel período se impuso una serie de cambios institucionales que concluyeron con una fuerte concentración del poder en el ejecutivo: la federalización de Buenos Ai­res, la profesionalización del Ejército, la introducción de la educación primaria nacional (1884) -que creó una escuela pública sin distinciones étnicas ni religio­sas y que dotó a la enseñanza impartida de un fuerte contenido integrativo-, o las diversas leyes laicas, que implantaron el registro civil en 1884 y el matrimonio civil en 1888.

Este sistema consiguió su pleno funcionamiento en la década posterior a la federalización de Buenos Aires, empezando a sufrir fracturas y adaptaciones en­tre 1890 y 1912 a causa de una fuerte voluntad reformista en una parte de la élite que controlaba el poder en las primeras décadas del siglo xx, desarrollada como respuesta a nuevos problemas abiertos en una sociedad que había experimentado profundas transformaciones. Cambios acelerados ante el desarrollo de la inmi­gración masiva y la expansión de las exportaciones agroganaderas que hicieron posible que, entre 1880 y 1913, las tasas de crecimiento anual de la población y del pib fueran, respectivamente, del 3,4 % y del 2 ó 2,5 %.

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La fuerza conciliadora del pan se fue diluyendo ante las críticas de los gru­pos oligárquicos marginados por el oficialismo, mientras que la crisis económica iniciada en 1888 ensombrecía el panorama laboral. La «Revolución del 90» su­puso el primer gran ataque al unicato. Ésta fue organizada por aquellos sectores excluidos del oficialismo que, con apoyo del Ejercito, pedían la regeneración moral de su sistema, degradado por la corrupción y por el afán especulador.

Mientras que en Argentina la respuesta política contra el estrecho control político del ejecutivo y contra la corrupción electoral se saldó en el noventa, como veremos, con soluciones conciliadoras que, aunque debilitaron al régimen, permitieron mantenerlo; la guerra civil del 91 en Chile abrió y cerró una crisis institucional de manera mucho más violenta que fortaleció y consolidó el lide­razgo oligárquico competitivo, bajo la primacía del legislativo.

En Argentina la oposición se nutrió del mitrismo, de la Unión Católica de Pedro Goyena, organizada en el período de discusión de las leyes laicas, de los dirigentes más populistas del autonomismo, como Leandro N. Alcm e Hipólito Yrigoyen, y de grupos estudiantiles y juveniles, creadores de la Unión Cívica de la Juventud en 1889. Junto a ésta, y ya desde 1887, no hay que olvidarla presión de una conflictividad laboral en aumento, alimentada por los trabajadores urba­nos de los sectores más afectados primero por la política deflacionista (obreros industriales, empleados del ferrocarril...) y después por la quiebra de numerosos establecimientos comerciales.

Aunque la participación de estos sectores no fue destacada en el alzamien­to, la conflictividad laboral contribuyó a aumentar la debilidad del Gobierno en los momentos previos a la insurrección de julio de 1890. El resultado de la tenta­tiva de golpe de Estado se debió en gran medida a la actitud de los militares implicados en la sublevación, enemigos de Juárez Celman, pero opuestos a la posible llegada de Alem a la Presidencia. Así, su actitud defensiva más que ofen­siva y la disposición conciliadora de parte de los implicados en la tentativa deter­minaron la caída del presidente pero el mantenimiento del sistema.

Para el consenso historiográfico, compartido por historiadores radicales y germanianos, los acontecimientos del noventa supusieron un momento decisivo en la progresiva ampliación de la participación popular en el Gobierno, al supo­ner «el despertar cívico de un pueblo, descuidado en sus fueros, que tomaba conciencia de sus derechos y de su potencial para hacerlos valer», representado desde 1891 por la Unión Cívica Radical (Etchepareborda, 1968).

Sin embargo, otros autores matizan la trascendencia del noventa en el pro­ceso de ampliación de la ciudadanía, dado que las propuestas de los revoluciona­rios del noventa mostraban más conexiones con el viejo modelo, al proponer mayores garantías para el ejercicio del sufragio universal, sin que se planteara ninguna preocupación sobre las condiciones que tenían que cumplir los que ejer­cían el derecho. La falta de definición de los planteamientos sobre los términos de la ciudadanía recuerda a las formas políticas de la vida porteña del período de Organización Nacional, que también tuvo como protagonistas a dos de los pro­motores de la revolución del 90: Arislóbulo del Valle y Leandro N. Alem (Sá- bato, 1990).

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La revolución del 90, y a pesar de estos elementos poco innovadores pre­sentes en las propuestas y en los grupos que la desencadenaron, fue vencida pero acabó con el Gobierno, forzó la dimisión de Juárez Celman, puso fin al predomi­nio del pan y posibilitó la ruptura de las fuerzas políticas. La buena disposición de parte de los opositores para llegar a acuerdos con los nuevos hombres fuertes, Roca y Pellegrini, condujo en 1891 a la división de la Unión Cívica en dos gru­pos: la Unión Cívica Nacional, dirigida por el incombustible Bartolomé Mitre, y la Unión Cívica Radical, encabezada por Alem, intransigente ante cualquier tipo de conciliación.

Pese al fracaso de la tentativa revolucionaria, el noventa abrió de nuevo los márgenes a la competencia partidaria, restringidos a lo largo de la década ante­rior por la hegemonía del pan, capaz hasta el momento de integrar los diversos intereses de las élites. Los acelerados cambios sociales y económicos experi­mentados por Argentina hasta y desde el noventa diversificaron y diferenciaron cada vez más unos intereses que ya no resultaban fácilmente conciliables con los límites impuestos por el oficialismo.

Así, al contrario que en Chile, donde los tres principales partidos del perío­do tuvieron un origen parlamentario, el primer sistema argentino de partidos completo tuvo su inicio desde fuera del sistema a partir de 1890, con la creación en breve tiempo de la Unión Cívica Radical (ucr) y del Partido Socialista, ya en 1896. Para autores como K. L. Remmer (1977), la naturaleza original de la ucr, contraria a todo tipo de acuerdo, cooperación y práctica legitimadora, marcó la evolución posterior del sistema político argentino al acentuar las diferencias entre el Gobierno y la oposición, sobre la base de negar la legalidad del otro.

Desde ese momento, la aparición de nuevos partidos, la progresiva descom­posición del pan, la modernización de la organización de los nuevos y viejos partidos, el despliegue de formas específicas de participación popular en el sis­tema y los cambios en las prácticas electorales alterarán la vida política anterior.

Los nuevos grupos políticos, empezando por la Unión Cívica Radical y el Partido Socialista, rompen con las viejas organizaciones esporádicas, carentes de programa y de estructura territorial permanente, e inician una nueva tradición constituida por las formas orgánicas de reclutamiento y la consolidación de cua­dros y bases militantes; la aplicación de prácticas democráticas internas para elegir a sus representantes; una propuesta de organización articulada a nivel lo­ca! y con proyección regional y nacional permanente; la elaboración de estrate­gias para el mantenimiento económico del partido, y la creación de órganos de difusión y propaganda para captar al elector.

Si las organizaciones internas de! la ucr y del ps tenían estos rasgos comu­nes, también ambos compartían el ideal liberal de progreso indefinido con el eje integrador de sus propuestas doctrinarias y su acción política, aunque las mayo­res diferencias surgían entre sus programas, sus prácticas políticas y sus dirigen­tes y seguidores.

La nueva situación abierta en 1890, junto con la modificación del panora­ma partidario producido por la aparición de la ucr y el ps, y junto con la crisis

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política y económica, también abrirá una fractura entre los grupos políticos e intelectuales gobernantes. A través de la crítica a la corrupción administrativa, la especulación financiera, el fraude electoral, el materialismo y la exagerada opu­lencia de las costumbres sociales se fue formando una visión alternativa de la evolución social argentina, opuesta al optimismo previo, dentro incluso de las mismas élites.

En 1891 también en Chile encontraron su expresión diversos conflictos entre diferentes grupos de la élite, enfrentados, más que por una contraposición de intereses económicos, por problemas políticos referidos al papel y a las fun­ciones del Estado. La insurgencia parlamentaria encabezada por Ramón Barros Luco (presidente de la Cámara de Diputados) y por Waldo Silva (vicepresidente del Senado) fue apoyada por la marina de guerra bajo el mando de Jorge Montt. Los sublevados obtendrán la victoria y el presidente Balmaceda se asilará pri­mero (en la embajada argentina, por cierto) y se suicidará después.

A propósito de la crisis de 1891, Bernardo Subercaseaux (1988) ha estable­cido la existencia de cinco conflictos superpuestos y sincrónicos que es necesa­rio tener presente para comprender un proceso bélico corto pero intenso (ocho meses de lucha y más de diez mil muertos) en el que el poder ejecutivo y el poder legislativo pugnarán por su preeminencia en el gobierno del país. El primer con­flicto de los cinco anunciados es el jurídico-político, el cual se produce entre el Parlamento y el ejecutivo. Existen otros cuatro: el conflicto económico-social, relacionado con la oposición de Balmaceda al control monopolístico de los inver­sores extranjeros; lo que Subercaseaux ha llamado conflicto de casta, es decir, un enfrentamiento interno entre sectores de la élite política, económica y social chilena; el conflicto de personalidades, que atiende básicamente a la compleji­dad del carácter de Balmaceda; y, finalmente, el conflicto para reconducir la modernización capitalista, en el que se discutía el papel asignado al Estado en el desarrollo económico y ante la creciente complejidad social.

Tras la guerra, una vez derrotada la propuesta balmacedísta de modernizar desde arriba, sin mayores exigencias de participación y de democracia, los parti­darios del Estado débil que se habían alzado con la victoria no fueron capaces de percibir que una solución de estas características hubiese sido plausible décadas atrás. En aquel momento, sin embargo, su alternativa era inadecuada para resol­ver aquellos antiguos y nuevos problemas que una sociedad más pluralista y compleja estaba forjando. El objetivo de la guerra fue impedir un retorno al pasa­do, a la etapa de fuerte liderazgo presidencial, en el que los equilibrios del po­der dependían más del carácter del gobernante que de las normas reguladoras (Moulian, 1985).

La complejidad adquirida por la sociedad chilena se evidencia en la exis­tencia, desde la última década del siglo xix y la inicial del siglo xx, de un sistema de partidos más amplio y competitivo que el que había existido hasta el momen­to. A mediados de siglo existían dos partidos políticos: el conservador y el libe­ral. Entre 1861 y 1887, a estos dos se agregaron el nacional y el radical. En 1887, como ya se ha dicho, apareció el Partido Democrático, junto con dos nuevas corrientes liberales: el Partido Liberal Democrático (balmacedísta) y el pequeño

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Partido Liberal Independiente. En 1912 surgió el Partido Obrero Socialista, cuyo programa era una reproducción del del psoe de 1880 (Gil, 1969). Este pluralismo político es, en primer lugar, el resultado de la disputa entre conservadores, libe­rales y radicales en torno al papel que debía jugar la jerarquía católica en la institucionalidad republicana; en segundo lugar, por la fragmentación partidaria del liberalismo; y, finalmente, por la eclosión de los conflictos clasistas, vincula­dos a la aparición del socialismo en Chile.

Tras la elección en 1896 del presidente Federico Errázuriz Echaurrcn -el primer mandatario elegido sin haber sido el candidato oficial designado por su antecesor-, las organizaciones partidarias se convirtieron en los instrumentos fundamentales para la elección de todas las autoridades del país, tanto las locales como las nacionales.

La mayor competencia y el aumento en la participación electoral a partir de 1891 tienen que integrarse en la oleada de cambios institucionales, entre los que hay que señalar la trascendencia de la nueva Ley de Comuna Autónoma, de di­ciembre de aquel año, que cedió a los gobiernos locales el control del proce­so electoral. A partir de entonces se fortaleció el poder de las élites locales sobre las elecciones, ya que se les asignó también la responsabilidad de la inscrip­ción electoral y del nombramiento de los funcionarios de las mesas electorales. Parece evidente que este cambio aumentó sensiblemente la influencia política de los notables locales, a través de sus representantes parlamentarios, así como tam­bién se agudizó la dimensión personalista de la política y se alimentó la red clientelar y la venalidad de votos (Villalobos el al., 1995).

Esta nueva realidad, además de consolidar a los partidos, los situó en el centro del sistema político chileno. Existía una gran homogeneidad ideológica entre ellos (poco más que la pugna entre laicos-clericales, mucho más atenuada que en el período anterior), lo que no es sino una evidencia de que, hasta la apa­rición del Partido Obrero Socialista en 1912, el conjunto de las organizaciones partidarias representaban en mayor o menor grado los intereses oligárquicos.

Si bien no existe una rígida causalidad entre el sistema electoral y la defini­ción de características del sistema político, es necesario decir que la competencia política se hizo mucho más amplia. Fue el resultado de la puesta en marcha de un mercado electoral libre pero urbano donde los nuevos grupos sociales competían por el voto para obtener representación y poder, y los grupos oligárquicos ya consolidados, a su vez, pretendían controlar más directamente las dinámicas elec­torales.

El inicio de un sistema electoral libre de intervención gubernamental direc­ta obligó, en opinión de J. S. Valenzuela (1985), «a las colectividades políticas a maximizar sus esfuerzos para movilizar a los votantes en vez de descansar en los contactos con el Ministerio de! Interior para posicionar a sus respectivos candi­datos en las listas oficialmente favorecidas».

Es por eso que el período que transcurre entre 1891 y 1920 / 1924, que ha sido objeto de gran atención historiográfica, puede considerarse como una forma falsa de gobierno parlamentario (Blakmore, 1992) o como un régimen semipre- sidencial (Valenzuela, 1995). En el fondo, la discusión se centra en la necesidad

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de distinguir entre la vigencia de prácticas parlamentarias y la plena existencia de un régimen político parlamentario.

Durante este período, la tónica política chilena está definida por cuestiones tales como la preeminencia del Parlamento y la rotativa ministerial, junto con el mantenimiento de una política de notables con fuertes vínculos familiares entre quienes detentaban el poder. Paralelamente, Chile asiste a lo que podemos deno­minar el desbordamiento obrero-popular, que es necesario vincular a los efectos de la transición de una economía básicamente rural a otra de fisonomía urbana. Este desbordamiento, particularmente visible entre 1903 y 1907, será la eviden­cia de una problemática social agudizada por el notable incremento de los traba­jadores vinculados a la minería, al salitre, a la industria y también a la creciente urbanización. En este trienio se produjeron importantes conflictos sociales, sin­gularmente revueltas populares y huelgas. Las más importantes fueron las prota­gonizadas por los trabajadores portuarios, obreros salitreros o inmigrantes de origen campesino, y se produjeron en Valparaíso (1903), Santiago (1905), Anto- fagasta (1906) e Iquique (1907). En la práctica totalidad de estos conflictos serán batallones del Ejército los que restablecerán el orden. Se trata de un «sindicalis­mo de masa aislada espontaneísta» (Pizarro, 1986). Ante éste, como salvaguarda del propio sistema, el reformismo se presentará como necesario para una parte de la oligarquía, tanto de la chilena como de la argentina.

3.2.2 El triunfo del proyecto reformista en Argentina y en Chile

Como hemos visto, en el proyecto de construcción nacional y desarrollo económico de la oligarquía argentina, el liberalismo económico y la inmigración masiva eran fundamentales para conseguir el máximo aprovechamiento de las posibilidades ofrecidas en Argentina por el comercio internacional. La crisis eco­nómica de 1890, alentada por la especulación, la creciente conflictividad social y la agitación obrera; la heterogeneidad de la sociedad aluvial, no ajustada del todo a los moldes de los planes de «argentinización», vía educación, así como la deca­dencia del cientificismo y el evolucionismo positivista ante el empujón de un nuevo idealismo filosófico, fomentaron una cierta sensación de frustración y de fracaso entre los sectores discrepantes de aquella élite.

Junto con las reacciones derivadas de los profundos cambios sociales, los notables marginados por el roquismo (Roca ocupó por segunda vez la Presiden­cia entre 1898 y 1904) y muy desencantados por el mantenimiento del gobierno elector, desencadenaron un conflicto interoligárquico, irresoluble en los márge­nes del oficialismo. La crítica a la ilegitimidad del control político gozado por el roquismo se concretó en profundas divisiones internas, nutridas y alentadas por anteriores participantes del oficialismo, ahora desplazados por Roca.

La creación, en 1903, del Partido Autonomista, de la mano de Carlos Pelle- grini y de Roque Sáenz Peña, representaba la fuerza inicial del grupo de liberales reformistas que (gracias a la llegada a la presidencia de J. Figueroa Alcorta tras la muerte del presidente designado por Roca, M. J. Quintana), fueron dando cuer­po a la respuesta reformista a partir de 1906. Será una clase gobernante que

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«conservó una tenaz fidelidad hacia los aspectos programáticos de la vieja fór­mula y la combinó con una doctrina de reparación moral que procuraba redimir c! vicio de la oligarquía» (Botana, 1977).

La preocupación por la supuesta disolución de la nacionalidad ante el em­puje inmigratorio, la demanda de una regeneración moral, espiritual y política, y la inquietud por la resolución de la cuestión social dieron origen a sus proyectos reformistas de altos vuelos. Un proyecto de ingeniería y regeneración social que integraba propuestas de reforma política, centrada en la purificación de los me­canismos electorales y en la ampliación del sufragio, y propuestas de reforma social, que cubrieron las incapacidades del liberalismo clásico para resolver los nuevos problemas planteados por la inmigración, la salud pública, las condicio­nes de trabajo, el anarquismo o el aumento de la criminalidad y la inmoralidad, entre otros (Zimmermann, 1995).

Una nueva generación de políticos c intelectuales liberales guiados por el espíritu reformista del centenario y que convivió con otras vertientes reformistas, como la católica, representada por Indalecio Gómez, ó la socialista, con J. B. Justo o Alfredo Palacios, fue la mayor responsable de los cambios instituciona­les y normativos acontecidos a lo largo de las dos primeras décadas de este siglo.

Esta corriente puede definirse identificando algunos de sus rasgos distinti­vos. Por su base social se reconoce en profesionales, generalmente del derecho y de la medicina, con una fuerte vocación por la vida intelectual y académica. Por sus inclinaciones ideológicas se presenta en liberales de fuertes convicciones progresistas, anticlericales y partidarios, con respecto a la resolución de la cues­tión social, de posturas intermedias entre el laissez-faire y el socialismo de Esta­do, que tendrían en la vida parlamentaria su escenario de desarrollo.

Frente a la visión liberal clásica, hegemónica en la generación del 37 y en el oficialismo panista, que confiaba en la construcción espontánea del orden social, el reformismo liberal se involucró en un intento voluntarista de incorpo­ración a la ciudadanía de nuevas fuerzas sociales, a las que se les tenía que garan­tizar unos niveles mínimos en la sanidad, la educación y las condiciones labora­les para que pudieran desarrollarse las prácticas cívicas asociadas al concepto de ciudadanía y el ejercicio activo de los derechos políticos.

La integridad del proyecto reformista, con sus vertientes políticas y socia­les, es perfectamente visible en las actuaciones parlamentarias y profesionales de algunos de los más insignes integrantes de esta generación del «espíritu del centenario», como Joaquín V. González, promotor de la reforma electoral transi­toria de 1902 y del proyecto de código laboral de 1904.

Sin embargo, no hay que olvidar que este proyecto de reforma no sólo estuvo constituido por elementos inclusivos, representados, entre otros, por la Ley de Servicio Militar Obligatorio de 1901, las leyes de educación social de 1908 o la Ley Sáenz Peña de 1912, sino que se articularon también elementos repre­sivos, como la Ley de Residencia de 1902 y la Ley de Defensa Social de 1910.

La reforma política, para sus promotores, debía dirigirla la clase que osten­taba el poder, y se fundamentaría sobre el convencimiento de que la ley era un mecanismo de cambio trascendental. El objetivo final era conseguir un Gobierno

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de notables y capaces, ya con una autoridad derivada de la legalidad de comicios limpios y competitivos y un sistema político con ciertos espacios de incorpora­ción, lo suficientemente flexibles como para reducir la peligrosidad de las «nue­vas ideologías» y asegurar las instituciones. En opinión de J. V. González, el mal estaba en el gobierno elector, y el remedio en la incorporación supuestamente minoritaria de los nuevos partidos (Botana, 1977).

En la puesta en marcha de este proyecto de renovación y regeneración del sistema, sin que esto pudiese suponer la pérdida del poder, también jugó su im­portancia una razón táctica o de estrategia a corto plazo, manejada por los refor­mistas de Figueroa Alcorta y Sáenz Peña, en su lucha por resolver a su favor los conflictos en el seno de la élite conservadora. Y esto porque se esperaba que el cambio en la normativa electoral y el crecimiento de la competencia política redun­darían en una renovación de los liderazgos conservadores, lo que implicaría la derrota definitiva del roquismo y del sistema de poder político que lo mantenía.

Ante la posibilidad de diseñar desde el ejecutivo y el legislativo un marco legal para un nuevo sistema político, los mecanismos seleccionados fueron la reforma del registro electoral, el cambio en la naturaleza del voto y la modifica­ción de los sistemas de elección y representación. La definición final del modelo se resolvió tras la discusión en el ámbito parlamentario y extraparlamentario de varias alternativas, hasta llegar a la fórmula establecida en 1912 por la Ley Sáenz Peña, que implantaba el sufragio universal masculino y secreto para los argenti­nos mayores de 18 años inscritos en el padrón militar, con sistema plurinominal de lista incompleta en la elección de diputados nacionales, senadores por la capi­tal y electores de presidente y vicepresidente de la república.

Ampliamente victorioso en la lucha electoral chilena, el nuevo mandatario, Montt (que contaba con la experiencia de haber sido ministro del Interior), ocu­pó la primera magistratura entre los años 1906 y 1910. Durante su gobierno, inaugurado con un intento de tregua partidista-doctrinaria, la cuestión social -entendida como un conflicto emergente antes que como una denuncia intelec­tual-, no disminuyó. El descontento popular se hizo evidente, particularmente en la región salitrera, dada la negativa de las compañías explotadoras del oro blanco a conceder mejoras en los salarios y las condiciones de trabajo. Sin duda, el punto culminante de este primer ciclo de agitación social fue el movimiento huel­guístico que se propagó a finales de 1907 en diferentes oficinas salitreras y que convergió hacia la ciudad de Iquique.

Verosímil o no, lo cierto es que también el año 1910 constituyó un hito en la trayectoria histórica chilena. La justificación de esta peculiar importancia aflo­ra inmediatamente: durante septiembre de aquel año tuvieron lugar los actos re­lativos al primer centenario de la independencia. Sin menospreciar la relevancia de la celebración oficial, con su ordenada agenda de visitas ilustres, inauguracio­nes y desfiles, se trató también de un momento peculiar donde muchos ciudada­nos excelentes y responsables hicieron examen de conciencia, asumieron una actitud crítica y se dispusieron a la acción.

Sin duda alguna, para la vida de los pueblos ciertas fechas plantean proble­mas, suscitan análisis, debates, tomas de posición. 1910 y el despliegue de voces

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críticas que durante aquel año adquirieron plena publicidad constituyeron un punto de inflexión en el que se percibían las contradicciones derivadas del ini­cio de la crisis del proyecto oligárquico con la casi imperceptible aparición de aquellas fuerzas reformistas encargadas de administrar su reemplazo (Gazmuri, 1980). A pesar de todo, la oligarquía sintió el miedo con nitidez. Esta vez no era el miedo del siglo anterior: el miedo al saqueo o al robo, a la revuelta. Ahora se añadía el miedo al «peligro rojo». Fue este miedo el que produjo dos respuestas tácticas parlamentaristas, de naturaleza similar a las que hemos visto producirse en Argentina: la represiva contra los conflictivos y la integradora de la ciudada­nía. Esta segunda táctica fue la empleada a partir de 1910 y desembocaría en la elección de Alessandri en 1920 y, más tarde, en la Constitución Política Liberal del Estado de 1925 y en el Código Liberal del Trabajo de 1931.

Durante el quinquenio 1910-1915, gobernado por el anciano Ramón Ba­rros Luco (tenía 75 años cuando tomó posesión del sillón presidencial), se verifi­caron dos elecciones legislativas, en 1912 y en 1915, y en ambas el Gobierno observó una conducta abstencionista. En contraposición, los partidos emplearon el soborno y el fraude en votaciones y escrutinios. En vista de los grandes abusos cometidos en todo el país, que consiguieron su punto culminante en los comicios de 1912, se generó una corriente de opinión pública que exigió modificaciones en la ley electoral. Éste fue el origen de un conjunto de leyes dictadas a partir de febrero de 1914 (Vial, 1981).

Las leyes promulgadas en 1914 y 1915 gracias a las gestiones de un grupo de parlamentarios jóvenes propiciaron una reforma electoral que abordó cuatro aspectos. En primer lugar, se ordenó formar un nuevo registro de electores, da­do que el anterior se encontraba completamente falseado. Los registros, según la nueva normativa, tenían que renovarse cada nueve años. En segundo lugar, se extendió la jurisdicción de la Comisión Revisora de Poderes a los miembros del Senado. En tercer lugar, unas juntas especiales de contribuyentes, en reemplazo de los alcaldes municipales, tenían que formar los registros electorales. Por últi­mo, los senadores y diputados tendrían que ser elegidos en fecha distinta de la fijada para los municipales, a fin de impedir que unos y otros coincidieran y burlaran la voluntad del pueblo.

Percibidas desde una perspectiva temporal más amplia, el efecto acumula­tivo de las nuevas leyes electorales y de reforma municipal fue múltiple. Se redu­jo la amplitud del electorado en más de dos tercios, hecho que invirtió la cons­tante expansión del sufragio que tenía lugar desde la guerra civil de 1891. Mien­tras que en 1912 los votantes inscritos llegaban a 598.000, en 1915 habían caído a 185.000. Durante este mismo período, el porcentaje de votantes sobre la pobla­ción total cayó del 8,34 % al 4,24 %. Esta repentina contracción del electorado debía perdurar. Sólo a mediados de la década de los cincuenta, la proporción entre la población inscrita y la de los votantes recuperaría las cifras registradas en 1912 (Scully, 1992).

Si bien la contracción del universo electoral puede ser entendida como un planificado intento para limitar una movilización electoral potencialmente dcs- bordable, es evidente que la reforma electoral atacó al fraude, al purificar los

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registros electorales. El fin del registro electoral permanente, que hasta 1914 no sancionaba aquellas inscripciones falsas o viciadas que permitían hacer votar incluso a electores muertos, sin duda fue un procedimiento democratizador.

Más importante que esto, aunque más controvertido, fue la decisión de privar a los funcionarios gubernamentales en el ámbito local del control global de las votaciones (registro, recepción del sufragio y escrutinio). La supervisión de tan crucial procedimiento -traspasado a partir de aquel momento a comités locales compuestos por los cincuenta mayores contribuyentes- introdujo la posi­bilidad de disputar la primacía que poderosos parlamentarios en concomitancia con corruptos funcionarios públicos habían edificado en muchos centros urba­nos. Efectivamente, al traspasar la administración del proceso electora] a una heterogénea junta de conspicuos ciudadanos, entre los cuales había autoridades públicas, la ley cambiaba las reglas del juego y obligaba a incrementar la compe­tencia por el voto urbano de las diferentes maquinarias electorales.

Pese a los cambios incorporados, el uso de la violencia para impedir la votación de contrarios y el soborno se mantuvieron imperturbables. De acuerdo con una extendida percepción que concebía la compra de votos como un mal necesario, ninguna de las leyes dictadas entre 1914 y 1915 introdujo castigos ejemplificadores para una práctica tan extendida. Es más, en función de los cam­bios introducidos es muy probable que el soborno se expandiera en respuesta a la ampliación de las oportunidades de competencia por el voto urbano.

Los efectos electorales del reformismo se percibirán claramente en Argen­tina tras las elecciones de 1916, que llevarán a la presidencia al radical Hipólito Yrigoyen, rompiendo las previsiones con las que iniciaron la reforma confiados en su victoria y en la debilidad de sus opositores. Sin embargo, aunque la nueva ley redundó en un aumento del electorado, de la participación, de la competencia y en un cambio en las élites políticas en el Gobierno, la profundidad de estos cambios no fue la prevista.

En las elecciones a diputados de 1910, las últimas anteriores a la reforma, el cuerpo electoral representaba el 8 % de la población y la participación rondaba el 21 %. Con el nuevo padrón, los posibles votantes ascendieron hasta represen­tar el 13 % de la población, con una participación del 69 %. Comparando estas cifras con las conocidas para los casos europeos, tanto los aumentos en el padrón electoral como en la movilización resultan menos trascendentales de lo previsto. Y esto porque la ley dejó fuera de la ciudadanía al tercio de la población de origen extranjero.

El aumento en la participación se ha explicado por efecto de la obligato­riedad y por la movilización de los radicales y socialistas, aunque esta participa­ción descendió en las siguientes elecciones de 1922 hasta el 56 %, tal vez al com­probarse la no aplicación de las sanciones a los abstencionistas y al atenuarse la euforia inicial. Sin embargo, progresivamente se pone más en entredicho la in­clusión de nuevos sectores sociales (bien los de sectores medios-altos, antes de­sinteresados, o medios-bajos y bajos, antes supuestamente excluidos) y se presta atención al aumento de la participación gracias a una expansión transversal. Una ampliación que incluiría la extensión de las tradicionales clientelas electorales

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y el incremento del mercado sobre el cual actuarían los notables y los caudillos locales, tanto con las viejas prácticas electorales clientelares como con el fortale­cido patronazgo administrativo implantado por Yrigoyen.

También se destaca que la competencia de partidos igualó las oportunida­des políticas y permitió, aunque a corto plazo y a expensas del desarrollo poste­rior del pluralismo, a un nuevo segmento de la población participar en la vida pública (Remmer, 1977), hecho que no resultaba sólo de la llegada al poder de los partidos de base no oligárquica, sino que derivaba también de la sustitución de los notables por los caudillos locales, que pasan de gestionar el electorado a autoselecionarsc como candidatos, y de la progresiva profesionalización de la política.

Pero estas consideraciones forman ya parte de otra discusión, alrededor de la constitución de un nuevo sistema político, con unas características distintas al que lo precedió y del que conserva, entre otras cosas, las prácticas políticas clien­telares y del que hereda una relevante debilidad por la escasa adaptación de la élite conservadora a las nuevas circunstancias, incapaz de articular un mecanis­mo de intermediación partidaria como la ucr. Pese a su fracaso como herencia, el orden oligárquico dejó la sustitución de la violencia por formas más sutiles de coacción y por una extensa red de prácticas clientelares, que se mantuvieron a lo largo de todo el período como el instrumento básico en la construcción del con­senso.

En Chile, más allá de los cambios legales, el soborno y la violencia política continuaron como moneda de cambio en la política interna, lo que no fue obs­táculo para que las elecciones de 1915 marcaran una evolución del electorado hacia la izquierda. Al mismo tiempo, 1915 será el momento de la famosa victoria de Arturo Alessandri Palma en la septentrional provincia de Tarapacá. El fraude y el soborno serán armas también utilizadas con discrecionalidad por el mismo líder cuando, cinco años después, conseguirá la victoria en las elecciones presi­denciales.

La confrontación electoral de 1915 hará evidente el triunfo de un estilo populista de hacer política, ejemplo de la relación entre un hombre de clase alta, un líder y las masas. Esta victoria, conseguida en la provincia de mayor descon­tento laboral, fue obtenida por Alessandri con el apoyo de los radicales y de los demócratas, a pesar de la oposición de los socialistas, quienes advertían insisten­temente a los trabajadores que se trataba de un oligarca demagógico.

Alessandri triunfará en los comicios de 1920, al frente de la Alianza Libe­ral, después de una campaña en la que será acusado de comunista y descalificado como traidor a su clase (Blakemore, 1992). Esta victoria, que obligatoriamente remite a la de Yrigoyen en Argentina cuatro años antes, propiciará que la oligar­quía chilena pensara horrorizada que un aventurero y extraño italiano se había hecho con el poder en Chile.

El nuevo presidente era partidario de una «evolución rápida» que evitara la revolución. Entendía que las clases media y baja debían ser integradas en la po­lítica nacional, a partir de un Estado fuerte y expandido que regulara con fuerza no sólo las actividades económicas, sino las desavenencias entre los sectores

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sociales. A pesar de esto, la distancia que lo separaba de sus oponentes no era tanta como para que no podamos considerar que tanto las banderas de la Alianza Liberal como las de la Unión Nacional eran las propias de dos reacciones elitistas ante el cambio social y las perturbaciones que éste produjo. Sin embargo, donde la derecha ponía énfasis en la coerción, Alessandri lo hacía en las reformas. La movilización de los sectores más populares en la consecución de las mismas era también un motivo de enfrentamiento, puesto que la Unión Nacional prefería los pactos de caballeros del pasado antes que las manifestaciones en las calles. Así pues, como en la Argentina de Yrigoyen, la política abandonó las salas distingui­das, las discusiones entre íntimos amigos, y salió a la calle.

Es inmediata, por tanto, la relación que puede establecerse entre esta situa­ción histórica del Chile de 1920 con lo que había sucedido en el Uruguay de Batlle y Ordóñez, en 1903, o con la Argentina de Irigoyen, en 1916. Se ha argu­mentado la coincidente emergencia de un radicalismo mesocrático que habría hecho añicos el orden oligárquico preexistente, y ello desde una perspectiva que explique la victoria de la ucr y de Alianza Liberal como un hito que marca un antes y un después: antes, un régimen oligárquico inmune, excluyente y opuesto a cualquier forma de representación; después, un panorama democrático, com­petitivo y comandado por una clase media que se acababa de incorporar a la realidad nacional.

En nuestra opinión, la realidad es más compleja, puesto que en ambos ca­sos encontramos, en las décadas a caballo entre dos siglos, un sistema semipre- sidencial o con un fuerte poder ejecutivo, con una presencia activa de organiza­ciones partidistas que modernizará la política chilena. Se constata la existencia de varias formas de dominación oligárquica (distorsión del sufragio libre, marco electoral restringido), en las que se percibe, sin embargo, un abanico de partidos desde el que se abordó el conflicto de clases a través de las negociaciones y de los acuerdos. Estas formas de hacer política no resolvieron los problemas estra­tégicos que Chile tuvo que afrontar, pero sí que permitieron el consenso en la cúpula estatal, lo cual no sólo mantuvo a los militares en sus cuarteles, sino que excluyó el recurso a las armas como forma de mantener la solvencia política del Estado. Así pues, a modo de conclusión, podemos afirmar que el parlamentaris­mo chileno permitió que el país superara la violenta ofensiva popular que se da entre 1890 y 1907; que resistiera, igualmente, a la presión de la clase media desde 1914; y que, desde 1919 hasta 1925, hiciera frente a las movilizaciones reivindicativas de las clases media y popular.

Así pues, entendemos que ya durante la época republicana, especialmente desde los años de la «República Autoritaria» (1831-1861), se dan unas caracte­rísticas específicas que marcarán con una fuerte especificidad la que los histo­riadores llamamos época oligárquica. Esta especificidad vendrá determi­nada, fundamentalmente, por el abanico de partidos existente y por la dinámica electoral. Pese a esto, la dominación oligárquica será bien tangible, aunque mu­cho más matizada que en otras latitudes continentales, hasta el punto que pode­mos coincidir con quienes califican al régimen político instaurado tras la defe­nestración de Balmaceda en 1891 de «forma falsa de Gobierno parlamentario» o

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de «régimen scmipresidencial». Entre el fin de la guerra civil y la elección de Arturo Alcssandri, las formaciones políticas chilenas, con la excepción del pe­queño Partido Obrero Socialista (aparecido en 1912), presentan unos programas coincidentes en sus grandes líneas, lo cual nos permite afirmar que defienden intereses coincidentes. Sin embargo, lo que se ha producido es una incorpora­ción de los sectores medios y populares a la política en apoyo de alguna de estas formaciones (singularmente el Partido Democrático y el Partido Radical). Este apoyo, el de la «querida chusma» -como el líder llamaba a sus partidarios de extracción popular- será determinante en la victoria de Alessandri. No será sin embargo una victoria de la mcsocracia, sino la de una fracción reformista de la clase dirigente que disfrutará del apoyo de sectores medios y populares. Se abri­rá así una tónica de comportamiento político que no cambiará hasta la década de los treinta, con la irrupción electoral de la izquierda chilena de inspiración mar- xista (Alcázar y Tabanera, 1998).

3.2.3 Del México oligárquico al México revolucionario

La república restaurada en México en 1867, tras la derrota de los franceses y la ejecución de Maximiliano, vino acompañada de un aparente triunfo de los liberales de Benito Juárez. Decimos aparente, ya que los objetivos básicos de los liberales de la reforma no estaban en absoluto próximos a conseguirse: la Iglesia, tras las leyes de Lerdo, se mantenía todavía fuerte; el Ejército seguía siendo tras la guerra demasiado numeroso y excesivamente dependiente de sus jefes locales, sin que la administración central pudiera sustituirlos; y la admi­nistración del Estado, debilitada por la lucha y por la connivencia con los invaso­res franceses, no controlaba todo el territorio. El Partido Liberal mostraba graves divisiones, entre la facción que representaba a los grandes hacendados favoreci­dos por las políticas desamortizadoras y la que defendía los intereses de una reducida clase media de comerciantes locales, pequeños empresarios o funcio­narios. La división -acrecentada por los problemas derivados del escaso avance en la política modernizadora- de los efectos sobre el comercio de la crisis econó­mica mundial de 1869-1872 y de los continuos levantamientos estatales, indíge­nas y campesinos, se hizo evidente ante la reelección de Juárez en 1871. Su estrecha victoria sobre Sebastián Lerdo de Tejada y sobre Porfirio Díaz no fue aceptada por éste último, hombre fuerte y militar de prestigio del estado de Oa- xaca. Su sublevación, con el programa de «menos administración y más liber­tades», fracasó. Cuando la muerte de Juárez permitió la llegada a la presidencia de Sebastián Lerdo de Tejada en las elecciones de 1872, la situación de Díaz era desesperada y tuvo que aceptar la amnistía del nuevo presidente para esperar tiempos políticos mejores.

Los éxitos del mandato de Lerdo, centrados en la pacificación del país y en el control de díscolos caudillos locales, en el fortalecimiento de la administra­ción estatal con una decidida intervención del Estado en la economía y en los buenos resultados económicos, no sirvieron para calmar a la oposición. Tras pe­ripecias dignas de un aventurero profesional (Pérez Herrero, 1987), Porfirio Díaz

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consigue organizar un golpe de Estado con éxito en noviembre de 1876, bajo la bandera de la no reelección del presidente y de los gobernadores de los estados, uniendo a los liberales divididos por la radicalización anticlerical de Lerdo y ofreciendo la moderación que muchos esperaban.

La naturaleza del largo régimen de Díaz sigue siendo objeto de controver­sia, aunque su periodización sea clara: el porfirismo, entre 1876 y 1888, que incluye la primera presidencia de Díaz y la de su sucesor Manuel González; el porfiriato, de 1888 a 1904, marcado por la consolidación del poder autocrático del dictador; y, finalmente, el porfiriazgo, de 1904 a 1910, que marca la apari­ción de una oposición cada vez más amplia y la fractura del régimen (González, 1986).

A lo largo de los treinta y cinco años de gobierno de Díaz se fue tejiendo un sistema que combinaba represión y soborno, que tendía a mantener la estabi­lidad política y el consenso entre las diversas facciones de la élite (caudillos regionales, jefes del Ejército, jerarquía eclesiástica, altos comerciantes, financie­ros nacionales y extranjeros c intelectuales) y a asentar las bases de la moderni­zación económica de México: el orden (la Pax Porfiriana) como objetivo nece­sario para obtener el progreso.

Tres medidas políticas caracterizaron el largo dominio de la política mexi­cana por Porfirio Díaz: favorecer las inversiones extranjeras, fortalecer los lazos económicos y políticos con Europa con el fin de reducir la influencia norteame­ricana en el país y, finalmente, mantener la estabilidad política a cualquier precio (Katz, 1992). Esta deseada y necesaria estabilidad tenía que sustentarse sobre el consenso, del cual se obtenían beneficios económicos y políticos. Aquél estaba apoyado por una hábil combinación de favoritismos, cooptación y corrupción con un estricto control de la oposición, especialmente a partir de 1888, cuando el Congreso modificó la Constitución con el fin de permitir la reelección presiden­cial. El reparto de prebendas políticas, de posibilidades dadas a las díscolas élites regionales para convertirse en beneficiarías de la creciente llegada de inversio­nes extranjeras se amparaba también en la censura de prensa, en la represión de la oposición y, sobre todo, en la centralización del poder del ejecutivo.

Esta centralización tuvo dos pilares fundamentales. El primero aparece en 1885, cuando el presidente creó el cargo de jefes políticos en los diversos esta­dos. Estos funcionarios eran responsables del control del ejecutivo y tenían una cierta autoridad judicial en sus distritos. Aunque técnicamente estaban subordi­nados a los gobernadores de los estados, que los nombraban tras consultar a Díaz, de hecho se convirtieron en agentes e informadores directos del presidente. En 1910 llegaron a ser casi trescientos en todo el país.

Para hacer valer la ley, los jefes políticos contaban con otra creación del porfiriato: la policía montada, conocida como los rurales. Estas tropas profesio­nales y fieles a Díaz permitieron reducir la influencia del Ejército, al encargarse directamente de la represión. Con la ayuda de los rurales, los jefes políticos au­mentaron considerablemente la autoridad del gobierno central en todo el país y ayudaron a crear las condiciones favorables para la expansión del comercio y la llegada de nuevas inversiones (Ankerson, 1994).

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Las actividades de los jefes políticos y de los rurales despertaban animad­versión popular, pero sirvieron eficazmente para reducir la fuerza opositora de los jefes militares y de los caudillos locales. Sin embargo, la pérdida de poder político de estos sectores fue compensada en favor de la estabilidad del sistema. La compensación llegaba del papel de intermediación que ejercían estos grupos locales respecto a la creciente inversión extranjera, por lo que el orden y la paz se convirtieron en la base del compromiso, lejos de veleidades insurreccionales que hubiesen complicado la instalación y el mantenimiento de los negocios.

Con Porfirio Díaz, toda la autoridad se concentraba en el gobierno central, especialmente en un ejecutivo dominado por el presidente. Cuando la reelección de este se convirtió en algo meramente formal, el resto de la maquinaria electo­ral, legislativa y judicial fue sustituida por simples procedimientos administrati­vos. Los partidos regionales, cuando estaban consentidos y controlados, expre­saban los lazos de parentesco y clientelismo tradicional y servían para mantener las bases de amistad o de confianza que unían a todos los cargos con el presiden­te. El control absoluto por parte de Díaz de la maquinaria del gobierno local, pro­vincial y nacional se fortalecía por las concesiones, cargos y monopolios que con­cedía a cambio de la lealtad con él y del control de otras facciones de la oposición.

El Congreso Nacional estaba formado por hombres del régimen, carentes de independencia y dé posibilidades para mantenerse en el cargo y para legislar sin la aquiescencia del presidente. La sumisión al ejecutivo se extendía a los magistrados, jueces, jefes políticos, gobernadores y presidentes municipales, es­cogidos por Díaz y vinculados al sistema, por encima de lo que establecía la constitución federal de 1857. Las generosas recompensas materiales obtenidas por los jefes y caudillos regionales a partir del reparto de concesiones territoria­les o de la intermediación con los inversores extranjeros se completaban con nuevas oportunidades que la creciente burocracia (que aumentó en un 900 %) concedía a las clases medias y a los intelectuales positivistas.

Un excelente ejemplo de esta combinación de «pan o palo» se encuentra en la promoción y en los efectos de la construcción del ferrocarril.

Como se ha señalado de manera muy acertada, las deficiencias en las co­municaciones dentro del espacio mexicano eran una de las mayores trabas para el crecimiento de su economía, y la construcción del ferrocarril bajo el porfiriato vino a resolver, en gran medida, los problemas de integración y ampliación del mercado interno, así como de distribución de la producción para la exportación (Coatsworth, 1990). Partiendo de una posición poco propicia para la red de co­municaciones, entre 1867 y 1898 aumentó la red del ferrocarril de 650 a 12.800 kilómetros, y en 1910 se superaron los 19.000 kilómetros. La magnitud de este proceso puede percibirse si lo comparamos con el que se estaba produciendo en la otra gran economía latinoamericana del momento. Así, Argentina, un país de más de cuatro millones de kilómetros cuadrados y, por esto, con una extensión doble a la de México, consiguió en 1910 tener aproximadamente unos 26.000 kilómetros de vía férrea.

La construcción de los ferrocarriles en México partió en un primer mo­mento de la iniciativa estatal, pero el fracaso de esta vía hizo que desde 1880 se

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Joan cid Alcázar et al.

fundamentara en la venta o donación de concesiones a individuos o consorcios para la construcción de tramos específicos. Se podrían mencionar, como ejem­plo, las concesiones obtenidas por la Mexican Central Railroad Company, con sede en Boston, para construir la línea desde la capital a El Paso (Texas); por la francobritánica Mexican National Railroad Company, para unir México con La- redo (Texas); o por la Sonora Railroad Company de Thomas Nickerson, que construiría el ferrocarril entre Guaymas (en la costa del Pacífico) y Nogueros (en Arizona).

Con el reparto de estas concesiones, que podían revenderse con elevados beneficios, Díaz pudo favorecer a sus más fieles seguidores y atraer hacia su base de consenso a los dirigentes y caudillos regionales marginados de la alta política. Si este recurso no era suficiente para garantizar el orden, la rapidez que permitía el ferrocarril al traslado de tropas daba una nueva e importante ventaja al gobierno central.

Junto con estos efectos políticos del negocio del ferrocarril, en el que la participación extranjera -sobre todo norteamericana y francesa- en la financia­ción, construcción y explotación era muy elevada, los impactos económicos de este proceso fueron extraordinarios. Los precios de los fletes se redujeron drás­ticamente (de 10 centavos por tonelada y kilómetro en 1878, a 2,3 centavos en 1910), con lo cual los precios dejaron de comportarse regionalmente para hacer­lo de forma uniforme y se permitía la transformación de los mercados regiona­les gracias a una mejor integración económica nacional (Coatsworth, 1976). Esta mejora y el abaratamiento de los transportes facilitaron también una mayor inte­gración de México en el mercado internacional, al aumentarse el volumen de unas exportaciones más diversificadas que nunca. Aunque la plata en 1910 re­presentaba todavía un tercio de las exportaciones del país, el oro ya conseguía la sexta parte, y el cobre y el henequén llegaban casi a una décima parte cada uno. Junto con estos productos centrales, una amplia relación de otros iba cobrando relevancia, como el caucho, los cueros, el café, el plomo, los garbanzos o las maderas finas, entre los que destacaba, a partir de los primeros años del siglo xx, el petróleo (Glade, 1991).

Obviamente, la modernización de las infraestructuras que acompañó a la construcción del ferrocarril o de nuevos caminos, puentes y canales tuvo un mar­cado efecto en la producción minera y en la agricultura, sobre todo para la expor­tación. Los centros más dinámicos en este proceso serán los estados del norte (Sonora, Chihuahua, Nuevo León y Durango), estimulados por la victoria sobre las tribus indígenas, por la llegada de inmigrantes norteamericanos y por el fe­rrocarril; y la costa del Golfo, embarcada en la producción de azúcar, café o henequén. Como resultado de estos cambios, el centro manufacturero de Mon­terrey creció y pasó de 14.000 habitantes en 1876 a 78.000 en 1910, y la capital de La Laguna de 200 en 1892 a 34.000 en 1910. Mientras tanto, en todo el terri­torio se ampliaba el mercado de tiernas y se procedía a la modernización de las haciendas productoras para el mercado externo, con costes sociales muy eleva­dos, como se demostrará en 1910.

El desarrollo de la agricultura comercial se aprovechó de una amplia legis­lación agraria que respondía a la extensa confianza en los beneficios del libera-

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l.a época oligárquica en América Latina

Iismo. Desde la Ley de Desamortización de 1856 y la Constitución de 1857 se legisló contra las posesiones corporativas, ya fueran de la Iglesia como de las comunidades indígenas. Esta legislación liberal, que pretendía reducir la influen­cia económica de la Iglesia y convertir al indígena en un pequeño propietario que equilibrara el poder de los grandes propietarios, fue, como sabemos, un fracaso. La llegada de Porfirio Díaz al poder cambió los objetivos de la aplicación de las viejas leyes. Con una mezcla del liberalismo y del cientificismo de Spencer, los ideólogos del régimen entendían que el indio era inferior no por corrupción ge­nética, sino por deficiencias en su dieta que le socavaba las aptitudes mentales y físicas. Justo Sierra, autor de Evolución política del pueblo mexicano, principal figura del positivismo mexicano, decía, frente a Limantour, el influyente secreta­rio de Hacienda, que eran las fuerzas culturales y políticas y no las biológicas las que determinaban la inferioridad de los indios y sostenía que el indio podía ser educado.

En cualquier caso, desde el oficialismo se mantenía que las comunidades debían ser destruidas y que el indígena había de ser aniquilado como elemento de población y sustituido por inmigrantes mejor dotados para el progreso. Esta política legitimaba la actuación contra la propiedad comunal indígena que -co­mo ya se ha dicho- favoreció tanto la concentración de la propiedad, gracias al reforzamiento de las leyes de reforma. Las circulares de 1889 y la ley reformada de 1894 establecían la división de toda la propiedad comunal y su posible venta sin limitación de tamaño. La acción de las compañías deslindadoras sobre los terrenos no cultivados y sobre propiedades particulares y comunales sin el reco­nocimiento legal de sus títulos fue, con el consentimiento de la Administración, abusiva. El desmantelamiento de las economías campesinas conectado a la apli­cación de estas leyes tuvo graves efectos sociales entre la población afectada. Así, en el sur, donde la expansión de las haciendas comerciales vino acompaña­da de una relativa escasez de mano de obra, se consolidaron condiciones de tra­bajo casi forzado, como el peonaje por deudas. En el centro del país, tanto quie­nes participaban de las tierras comunales como los pequeños propietarios, los dos grupos expropiados por poderosos hacendados de Veracruz, Morelos o San Luis Potosí, se consideraron víctimas de un robo legal. El descontento y los re­sentimientos de esta población rural encontraron su expresión en la revuelta de Madero en 1910(Womack, 1969).

Estos resentimientos expresaban algunas de las fuertes debilidades del ré­gimen. Y es que mientras las cifras de la economía mexicana parecían indicar que el nuevo siglo xx empezaba con grandes expectativas de crecimiento y efica­cia, gran parte de los quince millones de habitantes de México, en 1904, no po­dían gozar de muchas esperanzas. La expansión de la agricultura de exportación, de la minería e, incluso, de la industria siderúrgica y de transformación para el mercado interno no fue equilibrada. La industria textil, papelera o del acero cre­ció lentamente hasta 1889, pero se vio favorecida desde entonces por la mayor integración del mercado interno determinada por la mejora en los transportes, la amplia disposición de créditos, la abolición de las aduanas internas y por la deva­luación progresiva de la plata, factores que encarecieron hasta 1906 las importa-

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