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De historias y otras flores Miren Valero Vera

De historias y otras flores

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De historias y otras flores

Miren Valero Vera

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Miren Valero Vera

Estudió Psicología en la UPV de Donostia ytrabajó durante veinte años como animadorasociocultural y deportiva especializada endiscapacidad visual en diferentes centrosONCE.

En este contexto de múltiples actividades re-lacionadas con el mundo de la cultura, en elaño 2005 surge su interés por la escritura ysus posibilidades expresivas. Desde entoncesy en sus momentos de ocio, ha participado engrupos de teatro, diversos talleres de escri-tura y ha obtenido un accésit y otros premiosen diferentes concursos literarios. “De histo-rias y otras flores” es su ópera prima: en suprimera parte compuesta de relatos confuerte carga emocional en prosa poética y ensu segunda parte de variaciones líricas endonde la poesía y la nostalgia acampan libresen todas sus formas.

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DE HISTORIAS Y OTRAS FLORES

Miren Valero Vera

Trabajo subvencionado con una de las ayudas para iniciativasculturales de la ONCE en su edición de 2021, gracias a la venta

de los productos de lotería que tiene autorizados.

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IPAR SL, Donostia-San Sebastián

ISBN 978-84-09-34611-0

D L / L G D 01365-2021

Este libro será distribuido a familiares y amigos. Además,todos aquellos que os sintáis atraídos por su lectura, podéis

hacerlo a través del blog:

dehistoriasyotrasflores.com

En esta página tenéis la posibilidad de descargar el libro yofrecer vuestras opiniones. Nos encontramos allí. Gracias

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Más que un prólogo es una invitación a adentrar-nos en este recopilatorio de relatos, en esta escrituraa veces con humor, otras con sorpresa, pero dondesiempre nos topamos con la hebra dorada y finísimade lo poético que los ensarta a todos y los hace atem-porales.

Algunos de estos relatos nos acompañarán conlas ocurrencias de Desatraco o Tarde de playa, otrosse reservan hasta el final La mujer del diputado yLo tuyo es el cine, sin olvidar los inquietantes Undomingo cualquiera y Morfeo, qué feo. Además deese pequeño puzle poliédrico que es Estrella, en elque hay que ir encajando las piezas seleccionadas dela vida de la protagonista.

Es este un espacio de ficción en el que aparecenalgunos personajes que nos seducen como el relo-jero de ¡Dioptrías a mí! o nos perturban como el Ju-lián de Muerte por chocolate o la protagonista deDiez segundos de duda y otros a los que conocemosdurante el relato y que terminado este, quisiéramos

Prólogo

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acompañar un rato más e incluso seremos persona-jes a los que nos llegan a encerrar en la jaula con elloro de los Tontoliver y también porque todos noshemos sentido como el Juan de Azucena tronchadame pareces.

Aunque este sea el primer libro recopilatorio derelatos de Miren Valero, algún relato no incluido enesta selección ya ha sido publicado antes, ademásde que en la senda tortuosa de la literatura, siendolo narrativo su vocación primera, también ha sidoarrastrada por la creación poética y se ha dejadoarrebatar por los efluvios de lo teatral como drama-turga e incluso como actriz ocasional, mundo estepor el que está abducida en los últimos tiempos.

“Y otras flores” de la segunda parte son un con-junto de escritos en prosa poética que giran alrede-dor de su infancia en Zumaia, cuando todavía teníanombre de flor. Casi todo en la vida de la autora serelaciona con las flores, desde los tulipanes que ela-bora en su afición a la papiroflexia, que gusta de irabandonando en las mesas de cafeterías o las mesi-llas de los hoteles y que regala a sus amigos o los li-rios con que se premia a sí misma y que decoran su

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casa. Cualquiera podría imaginársela como la pin-tora enzarzada siempre entre acuarelas florales. Deahí que esta segunda parte esté formada por floreci-llas como “La falda de pana”, “Gautxori”, “La colada”o “El melonero” y algunas más plenas de lirismo.

Nada más queda por decir, salvo aceptar la invi-tación y sumergirnos en estas historias y, cómo no,entre sus flores.

Teresa Insausti

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A mi madre, infatigable contadora dehistorias de mi niñez.

A ella, cuya cara conocía palmo apalmo, los lunares de su mejilla, el

laberinto de sus orejas desembocando enpendientes de bolitas y, sobre todo, esos

ojos de café y caramelo en los que memiraba pegando mi nariz a la suya.

Los andares de pasodoble y corto, un baile sin pareja, envuelta en sus

batas de topitos.

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A Eutiquio Cabrerizo por su sabiapaciencia guiándome en la escritura.

A Teresa Insausti por tantadisponibilidad en momentos de duda,

atenta al ritmo de mis textos.

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Mira, no pido mucho,solamente tu mano

tenerla como un sapito que duerme así contento.

Julio Cortázar

De historias

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Las mujeres del barrio San Lorenzo guardabancola para el pescado.

—Más fresco no lo hay y mira que desde la playahasta Carabanchel…

—¡Ay, hija! ¡Pero qué antigua! Si los traen enavión.

—¡Mira tú! ¡Ya será en camión, rica!

Jacinto contemplaba el revuelo de boqueronesentre escotes, pendientes y monederos abatidos porel gesto de la conversación.

Mudo como su padre manejaba manos y tijerascomo el más fino de los sastres, volteando escamas,arrancando espinas y tripas de rubí, mostrando enel mármol sus pescados como perlas.

“Que si el besugo y la raspa”, “que si se lo hice ami marido a la sal”. “¿No ves qué pinta tiene el em-perador?”. “Para emperador, aquí el muchacho, quesólo le faltan los laureles”.

Él se pasa el dorso de la mano por la frente y suojo lanza un tic sobre una turba de silencio.

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Paparruchas

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Hasta el hijo de la Inés aparece cada día bañadoen colonia, que le ha dado ahora por las fanecas.

Jacinto mira el reloj de la pared con una sonrisay un leve cierre de ojo que atrapa Mari Luz rela-miendo su alborozo. Son las dos y la pescadería contres chipirones y unas pocas gambas cierra la puertahasta las ocho de mañana.

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Hoy es uno de octubre, hay más gente de lo habi-tual en el banco “Eurodolar”. Me coloco en la fila,abro el periódico y me dispongo a esperar mi turnoque sospecho será largo. Mujeres y hombres de bas-tón y pelo blanco sujetan sus cartillas en la mano.Doña Julia se abanica con la suya dejando caer unbillete de cincuenta euros al suelo. Sale tras el papelvolador que aterriza en los pies de un cliente queacaba de entrar. El recién llegado lo pisa, carraspeay alza la voz.

—¡Quieto todo el mundo! Esto no es una película,señoras y señores, es un puñetero atraco —sueltapor la boca el de las gafas y mascarilla a juego. —Hagan el favor de tirarse al suelo o si no mi preciosapistola, les puede agujerear sus trajes, ya saben:¡Pum, pum! Así que lo dicho: ¡Venga, vamos, joder!

Al señor de la ventanilla le empieza a sudar lacalva, levanta las manos tembloroso. El atracador leapunta:

—Vaya preparando los billetes en fajos de cienmil. ¡Ah! ¡Y rapidito!

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Desatraco

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—Pero tendré que bajar las manos primero, ¿no?,digo yo… —con un hilo de voz.

—¡Deprisa! ¡Déjese de monsergas! —Grita el dela pistola.

—Oiga, que yo no puedo tirarme al suelo con miprótesis de cadera, joven —dice una clienta levan-tando su muleta.

—¡Cállese, señora! —Le apunta él.

Julia se agacha e intenta mover el pie del atracador.

—¡Haga el favor de levantar su zapato de mi bi-llete que lo está dejando hecho un asco, hombre!

—¡Hay que joderse! —Sacude su pie para libe-rarse de las insistentes manos de la abuela.

Don Joaquín abre su cartera y saca diez euros.

—¡Ande, tome, convídese a un cafelito con bollos!¡Déjenos tranquilos! ¿No ve usted que somos pobres?

El de la mascarilla mueve la pistola de un lado aotro y el banquero se agacha en la ventanilla. —¡Me“cagoen” la tercera edad! ¡No me toquen las cosqui-llas, que tengo muy malas pulgas! ¡Hostias!

Se le acerca la mujer de Don Joaquín con los bra-zos en jarra, lo mira desde abajo.

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—Oiga ¿no me dirá que ha venido usted solito aatracarnos a todos? —El ladrón abre mucho los ojospara ver cómo la anciana echa su cabeza hacia atrássoltando una tremenda carcajada.

—¡Cállese, mujer! —le dice el cajero —que elseñor se va a enfadar…

—¡Anda que no es gilipollas ni nada el muchacho!—sigue ella —seguro que la pistola es de juguete —se vuelve a la fila donde está su marido.

—¿Saben ustedes que me están hinchando las na-rices? —Suelta dos disparos al techo. —¡He dichoque todos al suelo! —Los clientes gritan y se tapanlos oídos. Doña Julia aprovecha para darle con elbastón en la espinilla.

—Usted sí que me está cansando a mí, joven.¡Deme mi dinero, ya!

El atracador pega un alarido y comienza a saltara la pata coja. Doña Julia agarra su billete, lo estiray lo guarda de nuevo en la cartilla.

—¡Que usted ya es mayorcito para estas cosas,leñe! —Vuelve a su sitio.

—Será desgraciada la abuela. ¡Mucho cuidadoconmigo, que estoy muy loco! —Coge la pistola conlas dos manos apuntando a todas partes.

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Los abuelos gritan asustados.

De pronto, el hombre comienza a caminar haciaatrás, posiblemente buscando la salida. Se me vieneencima, me pisa y se desequilibra. Sin pensarlo dosveces, le meto mi rodilla de kárate en las lumbarespara agarrar su pistola que ya estaba cayendo al suelo.

El cajero, que había pulsado la alarma, avisa a lapolicía y empieza a aplaudir.

—¡Es usted un héroe, sí señor! ¡Todo un héroe! —Me dice emocionado. Los clientes aplauden también.

—¡Viva el desatraco! —Grita la señora de la pró-tesis.

—¡Viva! —Responden los demás.

Un par de agentes entra para esposar al ladrón.

—¡Ande y llévense a este chorizo que menuda ma-ñanita que nos ha dado! —Apunta Doña Julia. —Debo de tener la tensión por las nubes…

Don Joaquín se acerca al hombre sin pistola.

—¡Ah, y devuélvame usted mis diez euros, que nolos merece!

Él indica al agente que saque el billete de su caza-dora.

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—¡Me “cagoen” la tercera edad!

Don Joaquín lo coge y se dirige a la deshecha hi-lera de ancianos.

—En cuantito que cobremos, nos vamos todos atomar unas tapitas, al bar “Paco”, que invito yo. ¡Fal-taría más!

El grupo vuelve a dibujar la fila mientras el cajeroles va entregando los sobres sepia de uno en uno.

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Tina se alzó sobre sus puntas para llegar a la baldadel chocolate. No había nadie a quien le gustara másese sabor a cacao… excepto a Julián, claro. Ella lohabía visto por las noches levantarse sonámbulo ycomer una barra tras otra, de pie frente a la alacena.

—Tú no puedes, Julián, —dijo Tina pasándole lastabletas por el morro —ya lo sabes, el dichoso azú-car…

—Mamá dice que sí que puedo… un poquito...

—Ya, pero hoy no es tu cumpleaños. —La niña co-menzó a jugar con sus rizos, —aunque… podríadarte unas onzas, si haces lo que yo te pida...

Él dio palmas alborozado.

—¿Qué quieres que haga, Tina? Puedo saltar a lapata coja durante una hora seguida. ¿Quieres verlo?

Ella cogió la tableta de almendras, le quitó la pla-tilla y comenzó a masticarla con deleite.

—¿Lo harías por mí? —Y mordió otro trozo dechocolate dejando ver los pedacitos blancos que a éltanto le gustaban.

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Muerte por chocolate

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Julián gimió sin quitar su mirada de Tina.

—Anda, ve a la casa del maestro y tráeme su den-tadura. Si no estás aquí antes del mediodía, te que-darás sin chocolate. —Se subió los calcetines rosasy se alejó cantando.

El niño quedó apesadumbrado, luego se acercólentamente a la escuela, entró en ella, cerró la puertatras de sí y la bombilla iluminó un aula.

A las doce Tina estaba en el escalón de su casa es-perándolo con la boca manchada de cacao.

—¿Y la dentadura, Julián? ¿Dónde está? —Le son-rió con unos ojos pequeños, inquietos.

Él sacó del bolsillo algo envuelto en un paño.

—Pero antes quiero mi chocolatina.

Una nube cubrió el sol, a lo lejos se escucharonlos alaridos de Don Antonio, postrado de rodillascon su perro tendido en los brazos. Tina desenvolvióel trapo y una mancha pintó su vestido de rojo.

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El aroma a café convertía aquel salón sencillo, enun lugar tan confortable como lleno de relojes. Juanse colocó la manta de cuadros sobre las rodillas ydio lentos sorbos a la taza mientras mordisqueabauna rosquilla bañada en azúcar. Por fin dejó las len-tes sobre la mesita y cabeceó en su sillón, comohacía después de cada comida.

Quién le iba a decir a él que sería el mejor relojerode la ciudad. Vamos, que era para mondarse de risa,el anciano soltó una carcajada sin muelas. Se res-tregó los ojos con las manos que entrelazó despuésen un atrapar del tiempo.

Con el reloj de doña Pepa entre los dedos, Juanintroducía una finísima pieza pegándosela a las gafasen un prolongado guiño.

—Si me viera mi pobre padre… —Sacó el pañuelodel buzo y se sonó la nariz, algo sentimental. —Dejóel reloj sobre la mesita de trabajo y se enredó a aquelrecuerdo tan lejano.

—Su hijo tiene miopía magna —sentenció el ocu-lista—. En otras palabras, sus ojos son como los de

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¡Dioptrías a mí!

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un topo. Así que váyase usted haciendo a la idea deque quizás algún día…—Un nubarrón flotó sobre suscabezas y, antes de que acabase de hablar, su padrelo cogió de la mano y se lo llevó dando un portazo.Juanillo lo miró con aquellos cristales de culo de vaso.

—Papa, ¿a que ese hombre es gilipollas? —Pegóuna patada a la lata de tomate que rodaba con elviento solano.

—Claro, hijo, mira que decir que no ves… serácafre el tío –le alborotó el flequillo y lo agarró porlos hombros —Tú, no le hagas caso, Juanillo — seagachó para hablarle de frente —quiero que sepas,hijo, que puedes hacer todo lo que te propongas enesta vida, te lo juro por lo más sagrao, Juan. Tienesque creerme.

—Sí, papa, te creo… —y se miraron a las gafas.

—Anda, vamos antes de que me arrepienta y lesuelte un par de mamporros. Pues no nos ha clavaotres mil pelas del ala, el muy ladrón, Vamos pa casaque tu madre nos estará esperando —le dice al oído,—hoy tenemos rosquillas pal postre. —Juanillo secogió a su cintura y los dos caminaron por la polvo-rienta carretera.

El relojero sonrió con aquella escena, tan lejana ya.

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—Pues aquí estoy, señor Sabelotó, —miró paraarriba como si se lo estuviese contando a él. Abriólas piernas y se acomodó más si cabe en su taburetede madera.

El sonido de la puerta, detuvo sus pensamientos.La Lina llegó haciendo temblar los colgajos de cristalque pendían de la entrada. Lanzó la mochila a cual-quier parte y con voz enfurruñada gritó:

—Papa, que dice Don Pascual que quiere hablarcontigo.

—¿Y qué tripa se le ha roto ahora a ese pintamo-nas?

La niña se hurga la nariz y sigue hablando:

—Pues que dice que por qué no hago figurillas deplastilina y dejo las pinturas que no valgo pa eso. Peroyo le he dicho que no me da la gana, papa. —Puchereay se sienta sobre una silla abarrotada de papeles.

—¿Que mi Lina no pinta bien? ¿Y quién lo hadicho? ¿Es que no ha visto ese mequetrefe las mar-garitas que pintaste ayer? Que parecía que la prima-vera se hubiera colgado a la pared de la cocina.¡Menudo maestro de mierda el Pascual ese!

—Eran tulipanes, papa. —Siguió gimoteando.

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—¡Como si son alcachofas, hija! Que no te vea yollorar, ¿me oyes? –Se acercó un momento a ella, sacósu pañuelo para limpiarle los mocos y también losdos lagrimones que le corrían ya por la garganta. —Habrase visto el Velázquez este de las pelotas. Si miniña quiere pintar, pintará. —Besa a la Lina en la ca-beza. —Tú tienes que creer a tu padre, que sabe loque dice.

—Sí, anda, papa, dile algo. —Se quitó las gafas yse las acercó para rascar con su uña una cagadita demosca pegada al cristal.

—¡Pos faltaría más! Mi Lina será pintora como yosoy relojero. ¡Y no hay más que hablar! ¡Toma! —Leda treinta euros. —Cómprate lápices y un buen cua-derno que tu padre se encarga de tó.

La Lina se echó la mochila a la espalda y corrióa colgarse del cuello del relojero para llenarlo debesos.

—¡Anda, suénate esa nariz! —Dijo quitándose conla manga el barrillo pegado a la cara. La Lina saliócorriendo por la acera con los euros en la mano ysus ojos repletos de flores.

Juan cogió un finísimo destornillador, luego cerróun ojo para no bizquear con aquellas piezas minia-

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tura. El reloj era de Don Pascual, un ejemplar único,de valor incalculable. Lo dejó sobre la mesa, alcanzóel teléfono y tecleó:

—Nueve, dos, tres… sí, ¿Es usted Pascual Giran-dillo? Yo soy el padre de la Lina, sí, Lina Cabrera, esamisma. Ná, que ya puede pasarse a por su reloj, mireusted, es que no hay manera de que funcione. Sí, sí…ya me dijo que era una pieza de colección, pero… ¿Yyo qué quiere que le haga? ¡Oiga! Acérquese y lo re-coja que no hay ná que hacer. Sí ¡Vaya, como si sehubiera muerto, lo mesmo!

Cinco minutos después, entraba Don Pascualcomo un basilisco, llevaba los bigotes despeinadosy la chaqueta a medio abotonar.

—Pero ¿cómo me dice que no ha podido arreglarmi reloj? ¿No es usted el mejor relojero de toda laciudad?

—Pues sí, oiga, pero su peluco está hecho un des-trozo.

—No es posible, si es una reliquia, me ofrecieronuna barbaridad por él y yo no quise desprendermede semejante tesoro.

—¡Y a mí qué me cuenta! La vida, que lo que ayervalía… hoy, no sirve pa ná. —Juan siguió trabajando

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sin tomarse mucho interés por los agobios de DonPascual.

—¿Qué me está diciendo usted? ¿Que no me lo vaa arreglar? Todo un profesional. ¡Qué vergüenza!

Juan se levantó con toda su grasa corpulencia, lomiró por encima de las gafas, se chascó los dedos yle habló puesto en jarras.

—Por mi santa madre que este profesional que veaquí no toca su antigualla, a no ser que el pintacho-rras de usted… —Acercó su cara a la del extrañadohombre y soltó envuelto en su halitosis matutina. —Sí, usted, no enseña a mi Lina a dibujar como esdebido. ¡Ea! ¡Pues dicho queda!

—¿Su Lina? Pero… si emborrona con la nariz loque pinta con el lápiz. Perdone que se lo diga, perodebería saber ya que su hija se come el papel con losojos, así no puede pintar. No tiene perspectiva, notiene…

Juan le corta:

—Eso es porque le gusta, ¡so zopenco! ¿O no love? A ver, ¿quién es el ciego aquí? —Mi niña se dejalos ojos para pintar, me lo está diciendo usted, y ¿nova a ayudarla?

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—Pero tengo que ser sincero ¿Por qué no la llevaa tejer cestos, por ejemplo? Y conste que le estoy ha-ciendo un favor diciéndole esto. Le será de mayorprovecho.

—Mi Lina hará lo que se le ponga a ella, no lo quese le ocurra a un profesor de pacotilla como usted.¡Ande y lárguese con su reloj a freír buñuelos!

Don Pascual va a salir por la puerta, de pronto, separa.

—Está bien, hagamos un trato. Usted me arregla mireloj y yo daré clases a su hija un año gratis. —Muy re-suelto y atusándose el bigote. —Pero si no aprende…

Juan se le acerca con una carcajada

—No me fastidie, lo que quiere es tener su reloj ya mi Lina que le den dos duros. —Se le encara y grita.—¡Que no me fío de usted, oiga!

—Se lo juro por mi santa. —Muy serio mirando altecho. —Haré todo lo que esté a mi alcance, pero nose haga muchas ilusiones.

—Bueno, si entramos ya en esos terrenos… Ten-dré que creerle, Don Pascual. —Le tendió la mano.El profesor se la estrechó, Juan la apretó y acercósu cara a la del hombre.

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—Y a decirle que puede, y que va a ser una buenapintora. Que yo seré un simple relojero, pero tengomás psicología que el Freud ese. Me la enseñe biena mi niña y le arreglaré todos los relojes gratis hastaque alguno de los dos empiece a criar malvas. —Pas-cual asintió y salió del establecimiento.

Juan tomó un sorbo de café ya frío y se levantódel sillón con la manta colgada del brazo. Se acercóa la pared para contemplar un enorme cuadro demargaritas y violetas emborronadas que iluminabanaquel saloncito. Lo acarició con sus dedos.

—¡Qué jodía la chiquilla! Tan cabezota como supadre. —Rio casi sin dientes. —Algo debían de teneraquellas pinturas porque se vendían como rosquillas.El anciano deslizó su mano por el lienzo y tocó untrazo verde a la derecha: una l, una i, una n y una a.

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I

Me gustan tanto las flores que no lo he podidoevitar.

La pequeña tienda de la esquina bulle de color,apenas si puedo ver la entrada con tantas plantas.Macetas de geranios prendidas en las paredes, jardi-neras de hortensias a ambos lados de la puerta y uncarrito cuajado de siemprevivas.

La floristería está en penumbra y al fondo intuyoa un hombre que arregla unos arbustos con su grantijera de podar.

—¡Buenos días! ¿Puedo coger unas cuantas flores?

El joven se acerca al mostrador con la cara roja ylas manos llenas de tierra, me mira y tartamudea unpoco al decir:

—Claro que sí, elige las que quieras, luego te haréun ramo con ellas.

Voy por el pasillo, entre ramas y bambúes. Cojounas varitas de azahar, rosas encarnadas y unaspocas azucenas.

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Azucena tronchada me pareces

Page 33: De historias y otras flores

De pronto siento un calor en mi espalda que mepersigue y camino en zigzag intentando esquivar esasensación ya conocida. Es el peso de unos ojos queno se apartan de mí y hacen que pierda el equilibrioen lo que se ha convertido una acelerada compra deflores.

Por qué habré entrado, si siempre me ha parecidoun tipo raro, asomado a la puerta con ese delantalmanchado de polen y su pelo revuelto como unamata de zanahorias. Un pequeño jardín urbano cus-todiado por su espantapájaros.

Me acerco con el ramillete, rebuscando la carteraen el bolso.

—Son diecisiete euros. ¿Quiere que le haga unramo con celofán y lazada?

—No, no es necesario, me las llevo así, vivo aquícerca y las quiero poner en agua en cuanto llegue acasa.

Dejo un billete sobre la mesa, salgo con mis floressueltas, taconeando en exceso por aquel pasillo decalas y bambúes, en un silencio de aromas hasta ce-rrar la puerta tras de mí para respirar en la calle.

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II

Juan tintineó sus llaves como cada mañana antesde entrar a la tienda. Le encantaba ese momento conregusto a café y la ciudad bien despierta. Encendiólas luces y ahí estaban ellas, con sus pétalos multi-colores.

Las flores atraían a los transeúntes y él lo sabía,sabía que los cuidados que les proporcionaba au-mentaban la belleza de sus formas y tonos, hasta elaroma se tornaba más intenso, perfumado…

Se dirigió a un pequeño aparador y Chaikovski co-menzó a sonar en toda la estancia mientras ordenabacon cuidado las diferentes especies. No había quecolocar nunca a las margaritas con las rosas, sin em-bargo, qué bien se veían junto a los tulipanes. Susadoradas azucenas, no necesitaban la compañía deotras flores para realzar su belleza, solo unas ramitasverdes eran el complemento ideal, y a él nunca le fal-taban en el jarrón de Sèvres que se mantenía peligro-samente subido a una peana.

Esa mañana entraron pocos clientes, aun así, con-siguió vender cuatro tiestos, dos ramos de primaveray tres docenas de bambúes, que, por lo visto, se ha-bían puesto de moda.

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Page 35: De historias y otras flores

Estaba algo nervioso, no conseguía apartar de sucabeza a la mujer de las dos y veinte. Cada día, pocoantes de cerrar la tienda, Juan la veía pasar a todaprisa, con el pelo suelto, los pantalones anchos, peroinsinuantes, y una sonrisa sin carmín, que no le hacíaninguna falta a esa boca.

Salía a la puerta para verla, desde aquel tres deabril en que se cruzó con ella por vez primera, hacíaya dos años. Diez minutos antes de cerrar el estable-cimiento, lo dejaba todo para observarla desde la en-trada. Incluso había bajado varios domingos a lacalle con la esperanza de encontrársela a la mismahora, pero nunca aparecía.

Si no fuera por su timidez, pensó Juan, que yahabía cumplido los treinta y cinco, no dudaría enabordarla y regalarle un ramo de rosas. Cogió unastijeras y se dispuso a redondear algunas adelfas.

La campanilla sonó alegre al compás de unos ta-cones, entonces vislumbró el contorno de una mujer.Casi al instante se incorporó para mirar su rostro.Notó que le invadía un calor y con toda seguridad uncolor púrpura ya asomaría a su cara.

Ella lo saludó con una sonrisa, pidió permiso paracoger algunas flores.

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El semblante de Juan se tornó blanco, casi gris,camuflándose con la pared del fondo, único espaciosin colorido en toda la tienda. De pronto oyó la vozque tantas veces soñó dulce, convertida en un graz-nido. Vio sus labios pronunciar cada palabra y, aquelchirrido pisó la melodía de los cisnes.

Él se acercó, colocó sus manos sobre el mostra-dor, casi para sostenerse. Trataba de procesar esesonido más propio de una urraca, que no dejaba deresonar en sus oídos.

La mujer comenzó a caminar como si hubiera bebido, de un lado a otro, cogiendo flores sin ton nison. Juan tuvo miedo de que tirase algún tiesto por-que sus manos eran torpes, nada parecidas a las quehabía soñado.

Por fin se acercó hasta el mostrador con un rami-llete incompatible, incluso absurdo. Las varitas deazahar junto a dos azucenas y una rosa no eran unacombinación apropiada, todo lo contrario. A quién sele ocurriría semejante idea, solo a alguien sin el másmínimo sentido del gusto. Las varas de azahar, admi-tían tan solo unas pocas hojas de culantrillo que hi-cieran resaltar su blancura. Las rosas encarnadas ylas pobres azucenas no tenían nada que ver entre sí,eran bellas, no permitían una combinación semejante.

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Oh, Dios mío, cómo no podía darse cuenta aquellamujer, que perfumaba el aire con sus andares, queconjugaba colores de forma exquisita y cuya sonrisaembriagaba los sentidos.

Descompuesto por esa imagen en la que sus floresreposaban entre unos brazos que las estrujabanmientras buscaba la cartera, se apresuró a abrir elcajón de los cambios para devolverle unas monedasy acelerar el momento en el que se desvanecían dosaños de espera.

La miró salir a toda prisa con el pelo suelto y supantalón ancho alborotando los bambúes a su paso,con la seguridad de que ya no volvería a verla, o sí,pero no de la misma manera.

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Fotos a color

I

Un olor a pan caliente acarició su sueño desper-tando a Estrella. “¡Ummmm…! ¡Bollitos y crema dearroz!” Se relamió golosa, saltó sobre las chancletas,cepilló su pelo y lo recogió en una flojísima trenza.Tras un lavado de gato se acercó a la mesa, se sentójunto a Fabián, que le guardaba siempre un hueco asu lado.

Su padre le dirigió un gesto para que dejase alhombre tranquilo.

—No hagas caso, chiquilla —le dijo al oído —a míme gusta que te sientes conmigo —al momento lesacó una nuez de detrás de la oreja. La pequeñaaplaudió y se la guardó en el bolsillo.

Platos de pasas y nueces, bollos de sésamo conalmendras, algunos bizcochos de manzana adorna-ban el mantel. La fruta apiñada en un gran recipientey los sonidos de tazas y cubiertos orquestaban lahora del desayuno. Fabián cogió la gran fuente de la

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Estrella

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que todos se servían, llenó su taza y la de Estrellahasta los bordes.

—Toma un pedazo de bizcocho antes de que se locoman todo. —Ella le sonrió con sus pocos dientesy encogió la nariz llena de pecas.

II

Aquella madrugada ya hervía el aire de agosto enVillamor. Los dorsos morenos brillaban bajo el sudorreciente. El trajín alborotaba la casa, tatuajes de cír-culos y letras pendulaban en brazos y pantorrillas.Estrella se empeñaba en borrarlos chupándose undedo y frotando con él las carnes al menor descuido.

—Estate quieta, chiquilla, que me voy a caer —leregañó Fabián, apartándola de su pie.

Sonrió satisfecha al comprobar lo linda que se veíasu madre con margaritas prendidas al pelo, corrió asus piernas y las abrazó para mirarla desde abajo.Ella le enhebró una flor en aquella trenza de cobre.

Antes de emprender la jornada, Fabián encendiósu gran pipa, que desprendía un humo blanco, dulce...La niña cerró los ojos, se recostó sobre su madre,mientras tanto el artilugio pasaba de mano en manoen una calmada charla hasta que cesó la humareda.

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Muy despacio, el grupo iba saliendo de la casapara iniciar las tareas: algunos se dirigían a la huertacon pequeños aperos para la tierra, otros se acerca-ban en bicicleta hasta el pueblo en busca de enseresy productos necesarios. Hombres y mujeres corta-ban verduras sumidos en una tranquila conversa-ción: boles de guisantes, zanahorias, maíz, patatasaromatizaban la cocina y un color satinado y frescose reflejaba en sus caras. Las cazuelas burbujeantesbalanceaban sus tapas aderezando la comida de esedía.

Un jolgorio de niños desnudos caminaba haciael río con Dora, la curandera. Sin embargo, Estrellaprefirió quedarse en la puerta de la casa mordis-queando una gran tajada de sandía mientras las ga-llinas se le acercaban para picotear las pipitas queella iba escupiendo al suelo. Partió en trocitos lacáscara y entonces un remolino de plumas cacareóa su lado.

—¡Pitas, pitas! —Reía la niña y apartaba los piesno fueran a confundir sus dedos con gusanos.

III

Su madre la sentó en sus rodillas y comenzó a ce-pillarle el pelo.

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—Estrella, recuerda que hoy Mamá Carmen cum-ple setenta años, ve y tráele unas flores, se pondrámuy contenta. Ya sabes cómo te quiere, que siempreguarda quemaditos para ti.

Dicho esto, se levantó, sacudió su falda y despuésde abrazar a su hija entró a la casa.

La pequeña relamió el recuerdo: Mamá Carmencon su delantal, el pucherito a fuego lento donde re-movía azúcar con almendras. Ese olor la arrastrabahasta la cocina para subirla a una banqueta y acabardando vueltas con la gran cuchara de palo a la dese-ada golosina.

—¡Atenta, Estrella! ¡Verás lo que hago! —MamáCarmen echó el contenido sobre una mesa mo-viendo sus dedos en un pase de abracadabra. El lí-quido se endurecía, cambiaba de color poco a pocohasta convertirse en un gigantesco caramelo del quelos niños no se separaban hasta acabar con el úl-timo trocito.

IV

Cientos de margaritas moteaban la gran campa yEstrella elegía a pequeños saltos las más lindas. Ex-trajo de su bolsillo una larguísima hebra de lana

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verde para atarlas en un ramillete y cuando llegó ala casa con su cesta de flores las colocó en una granjarra. Miró los tallos partidos por el juego de la luzen el agua que verdecían su cara. Se dirigió a la co-cina con el recipiente entre sus manos y un beso quereventó en la mejilla de la abuela

—¡Gracias, princesa! Verás que en tu vida habráluces y puntas, pero nunca dejarás de brillar —le dijoMamá Carmen. Estrella giró una margarita entre susdedos y jamás lo olvidó.

Encuentro en la hojarasca

La carta de Emilio la desveló toda la noche, apesar de la gran taza de cacao caliente con hojas demelisa que acababa de tomarse mientras volvía a le-erla por tercera vez. La dobló, la metió en el sobre yla dejó sobre su mesita de noche. Fue deshaciendosu trenza para colarse entre las sábanas, extendiólos cabellos sobre la almohada como un gran ovilloencarnado y dio unas cuantas palmaditas al colchón.

—¡Ven aquí, chatita! —La gata subió de un saltoacurrucándose en su pecho a la vez que acompasa-ban sus alientos camino del sueño.

La letra de Emilio danzaba ante sus ojos:

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“Querida Estrella: necesito verte. ¿Recuerdas elbosque de las hojas dormidas? Allá donde los juegosen otoño y las siestas en verano... Yo no he podidoolvidarlo, chiquilla. ¿Lo has olvidado tú? Te esperojunto al árbol de los latidos, mañana a las diez. Lle-varé tus chocolatines de fresa. ¿Vendrás?”

Estrella caminaba descalza balanceando sus san-dalias rojas con la mano. La mañana era fresca y lahierba seguía húmeda, pero ella no quería perderseese pisar entre las hojas, aquel crujir de la arboledabajo sus pies...

Se adentró en una espesa muralla de árboles, susdedos comenzaron a palpar los troncos para recono-cer muescas, letras y dibujos… Cerró los ojos y di-visó entre el follaje una pequeña figura depantaloncillos rotos, una risa de cuatro dientes y elflequillo alborotado que se columpiaba en las ramas.El alborozo de una niña corría entre los pinos pin-tándolos de púrpura con el roce de su pelo. Estrellase escondía tras los troncos recogiéndose la falda,asomando su cara silenciosa, para dirigirse a otrotronco más estrecho, al que se pegaba, se estiraba,se reducía a la mínima Estrella posible.

Emilio, sigiloso como un gato, se acercaba y ti-raba de su larga trenza en un grito de loca algarabía.

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—¡Te pillé, árbol con liana! —Luego rodaban porel suelo levantando un polvo de hojas hasta quedarsin aliento. Jugaban entre besos con el pelo enmara-ñado de palitos y briznas secas. Agotados, mirabanpanza arriba paisajes azules y verdes, chorreantes deluz y sombras, cogidos de la mano en una comunión,dulce, mareante…

Algún pájaro posado en las peladas ramas la de-volvió al ahora, más de cuarenta años después.Cómo habían podido estar tanto tiempo sin verse,sin una carta siquiera…

Un silbido la hizo girarse, pero no vio a nadie.

—Emilio, ¿eres tú? —Y la hojarasca crujió bajosus pies al caminar para buscarlo. Un ave revoloteómuy cerca y Estrella miró a lo alto. Allí lo descubrió,subido a la copa desnuda del árbol amigo. Divisó uncorazón grabado entre el musgo, “E ama a E”.

Estrella sonrió reconociendo al niño que fue haceya tanto tiempo…

—¡Vuela, pajarillo, que aquí te espero! —Pinzócon los dedos su falda estampada de flores, como sifuera una lona de bombero. —¡Anda y vuela hastamí, colibrí!

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Emilio saltó muy cerca de ella. Después de mirarsedurante largos segundos, se acariciaron la cara el unoal otro y, por fin, se fundieron en un abrazo quieto.

—Sigues siendo linda como una aurora —dijo él.

—Y tú tan pintado de pecas como cuando erasniño.

Se sentaron, más tarde se tumbaron, observaronla maraña de ramas, que imploraban al cielo sol ynubes, ese otoño…

Se contaron cosas, pero otras no. Sus corazonesya eran viejos conocidos. Llegó la noche y con el ras-tro del ocaso tomaron sus manos hasta que alcanza-ron el asfalto. Estrella giró con las sandalias puestasy le lanzó un beso al aire. Emilio lo atrapó y se locomió con un trocito de chocolate.

Sirope, Siropá

—De acuerdo, Luisa, a las cinco en el “Sirope”,démonos un capricho.

Estrella colgó el teléfono y comenzó a prepararse.Recogió su trenza en un rodete de horquillas antesde darse una ducha rápida. Rita la observaba con in-terés subida a la taza del váter, sobre el montoncito

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de ropa allí colocado. Envuelta en su toalla, Estrellacorrió la cortina para hacerla bajar.

—Venga chatita, no me hagas esto que me dejastodo perdido de pelos.

Se vistió en un minuto y dudó si ponerse el suje-tador, nada, vuelta a desafiar a la gravedad. Se rocióde agua de violetas, trenza y bolsa incluidas y cerrócon llave al salir. Allí estaba su amiga, esperándola.

—Perdona, Luisa, estos minutos de retraso se losdebo a Rita y su pelo, llevo fatal su indisciplina,pero… es tan adorable…

Cogidas del brazo entraron en el “Sirope”. Se sen-taron junto a una de las ventanas y Luisa leyó lospostres con sus gafas de miope.

—Hoy estoy de fresa, quiero una crepe conmucho sirope rosa —rio —¿Y tú qué vas a tomar?

—Yo esos buñuelos rellenos de…

—Chocolate —cortó Luisa y llamó al camarero.

—¡Bingo! —Estrella se dirigió al baño —ense-guida vengo.

Sorteó las mesas llenas de gente, abrió el grifo, sefrotó las manos hasta que una voz demasiado estri-

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dente estalló sus pompas de jabón. Salió y pegó eloído a la puerta de la cocina.

—Eres un inútil, Nacho, otra vez grumos en el si-rope. Te lo advertí, esto va en tu sueldo, ¿quedaclaro? Una más y te vas a la calle.

Estrella dio un salto hacia atrás dejando salircomo una bala al jefe de cocina. Quedó paralizadamirando por la rendija a aquel hombre casi amora-tado, rígido, estrujando un trapo y mascullando entredientes. Se arrancó el gorrito blanco y lo tiró al suelo.

—¡Pues me voy a la puñetera calle! —Abrió latapa de una gran cazuela y se quitó el bisoñé. Diounas cuantas vueltas con él entre los dedos hastaque lo untó y reuntó bien en el sirope de chocolate.Estrella se llevó las manos al estómago sosteniendouna arcada.

—¡Qué asco!

Y ahora qué. Lo había visto todo. Se quedó petri-ficada unos minutos e intentó ordenar su cabeza.Por qué, por qué había tenido que verlo.

Pero… qué tonterías estaba diciendo. Pues claroque era mucho mejor así. ¿Qué prefería entonces?¿Comer buñuelos con sirope de pelo sintético y gra-siento de peluquín?

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—¡Me muero! —Corrió al váter para vomitar.Seguro que Luisa ya habría pedido los postres.¿Qué más estaría haciendo ese energúmeno en lacocina?

De pronto oyó la comanda:

—¡Una crepe de fresa y una ración de buñuelosde chocolate para la cuatro!.

Allí estaba Luisa, en la inopia limpiando sus gafasy ella con ese estómago y ese terrible dilema.

Tendría que decirlo, ¿cómo iba a dejar que lagente se tragase ese sirope...? Pero por otro lado…aquel pobre diablo debía tener unos sesenta años…¿cómo iba a encontrar otro trabajo? Negó con la ca-beza igual que si agitara su conciencia.

Se sobresaltó, vio a los camareros llevar racionesde todo acompañado con chocolate a las mesas. Depronto se vio alzada a una banqueta dispuesta a nosabía muy bien qué. Luisa dio un mordisco a su crepede fresa, levantó la mirada y abrió mucho los ojos,“pero ¿qué haces?, ¡baja ahora mismo de ahí, loca!”,vocalizaba en silencio. Estrella quedó pasmada sobre-saliendo como un faro entre la gente que la mirababurlona. Despegó los labios para decir algo, carraspeóy por fin se remangó la falda antes de saltar al suelo.

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Caminó entre las mesas tirando de su amiga. Luisacogió su abrigo.

—Pero Estrella, ¿y tus buñuelos?

—Vámonos al “Tazón de azúcar”, luego te locuento todo.

Se cubrieron bajo los paraguas y ciñeron sus abri-gos. Aquella tarde aún prometía un buen chocolatecon churros tras los cristales empañados por suspropias risas.

Tuvieron que ser los monguis

Esa mañana se le habían pegado las sábanas, losdías de lluvia la hacían dormir hasta rebosar la copadel sueño. Ulises chillaba:

—¡Pipas, pipas!

Estrella se levantó con la manta a rastras, mediodormida y fue hasta la cocina para preparar el desa -yuno a sus compañeros de piso.

Rita lamía el cuenco de leche mientras ella cor-taba trocitos de manzana.

—¡Ya voy, ya voy, Ulises! ¡Calla, por lo que másquieras, que va a estallarme la cabeza! —Colocó la

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fruta entre los barrotes de la jaula. —Un día de estoste abriré la puerta —y le acarició el lomo verde consu dedo.

Miró sus profundas ojeras en el espejo. ¿Y si sequedaba en la cama con un libro…? Pero no, sabíaque eso no solucionaría nada.! ¡Venga, ducha y calle!Al cabo de una hora besaba la nariz de Rita antes decerrar la puerta.

—¡Adiós, misina, pórtate bien!

Envuelta en su abrigo de lana tan oscuro como lamañana, cogió la llamada del móvil.

—¡Hola, Lorenzo…! Iba a dar una vuelta por ahí —dijo Estrella, quitándose una pelusa de la solapa —Prefiero ir sola, de verdad, además hoy no soy buenacompañía, tengo uno de esos días raros… déjate de bo-badas, no, no estoy con la regla, anda, no seas troglo-dita … solo que no soporto las mañanas lluviosas… no,no he comido aún... déjalo que no tengo ganas… pre-fiero que quedemos en otro momento. ¡Ciao, Lorenzo!

Abrió su paraguas, caminó un rato hasta divisar losárboles del parque y subió hacia las secuoyas dóndese agachó para recoger algunas setas del suelo.

No me digas que van a ser monguis, pensó y co-menzó a rastrear el césped. Sacó un pañuelo de su

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bolsa al comprobar que las pequeñas setas estabanpor todas partes, nunca hubiera pensado que habríatantas y tan cerca de su casa.

Los pocos paseantes la miraban sin que Estrellareparase en ellos; seguía en cuclillas de acá para alláhasta llenar su pañuelo. Hizo un nudo y lo metió enla bolsa. Con una sonrisa cerró el paraguas y soltósu pelo para que la lluvia la empapara.

Ya en casa se desnudó, abrió el grifo dejando quela bañera rebosara de espuma. Colocó un vaso deleche caliente y un platito con las setas sobre el ta-burete. Recordó que tenía un disco de Marley y lopuso antes de meterse al agua. No oía la lluvia, soloel maullar de Rita acompañando la canción “Nowoman, no cry”. Se sumergió en la bañera, lloró,sola, como una estrella en el océano, llenita de pun-tas. Alargó su mano para coger un puñado de setas,sabían un poco a tierra, pero la leche las volvía dul-ces y tiernas. Se adormeció, y al cabo de unos minu-tos despertó de nuevo. Alcanzó unos cuantos más.Abrió la boca y nubes de espuma volaron en sus sus-piros. Estrella siguió el ritmo de la canción con piesy manos. Se levantó para descolgar la alcachofa.

—¡No woman, no cry! —Cantaba a gritos. Rita lamíaalgunos monguis, Estrella se desternillaba de risa.

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—¡Anda, Rita, dame uno! —Cogió otro puñado,bebió un trago de leche y así, hasta que el plato es-tuvo vacío.

De pronto se dobló, cayó en el agua salpicando elsuelo de espuma. Se llevó las manos al pecho y abriósus ojos muy grandes… vio a su gata de orejas deasno y bigotes verdes; a su pierna que asomaba fueradel agua enfundada en una media de colores, a la quecontó diecisiete dedos, nada menos; sintió el aguaborboteante como cráteres de lava y quiso levan-tarse, pero no pudo.

Cerró los ojos temblando de miedo y vio en cine-mascope tantos momentos… aquella niña de pecastras las gallinas, la chica peinando su trenza junto ala alberca, el beso tierno de lengua y fresas, la mujeren su colmena de piedra. Ahora, sobre aquel lechode rosas y espuma soñaba entre el rumor de abejas.

La inundó una fragancia a sándalo, su pecho seestremeció liberando en cada latido un pétalo, dos,tres… hasta dejar solo un tallo de luz y puntas quese elevaban muy poco a poco al infinito.

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Marta caminaba a prisa con su falda tubo y mediasde cristal. Se ahuecó el cabello y presionó el bolsocontra su cadera. Susana la estaría esperando, unalarga semana sin verla, cómo la echaba de menos…pero ella sabía que esto tendría que ser así. Era cons-ciente de que lo que estaba sucediendo le causaríaproblemas. Sin embargo, demasiado tarde ya.

El nombramiento de Carlos como diputado pro-vincial fue el inicio de esa endiablada relación. Lacena de gala y todas esas presentaciones. Cómo ibaa imaginar que tras aquella noche su vida daría se-mejante giro.

—¡Hola! No nos han presentado, Soy Susana Oro-noz. ¡Enhorabuena, Marta! —le tendió la mano, quemás que estrecharla, le pareció una caricia.

Ahora sintió ese mismo rubor en las mejillas. Elrecuerdo de su sonrisa la turbaba como el primerdía. Unas cuantas palabras y el intercambio de telé-fonos lo cambiaron todo: su vida reposada sin ape-nas sobresaltos. Las emociones fuertes nunca lehabían interesado, no como a otras amigas suyas, alas que tuvo que ayudar a salir de la boca del lobo en

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La mujer del diputado

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más de una ocasión. Ella disfrutaba en soledad delos libros, la música… si acaso acompañada por superro Sol y, su marido… qué remedio.

—Te llamaré —dijo Susana —y salió del salón conaquel hombre del sombrero, del que nunca más vol-vió a hablarle.

Comenzaba octubre, a esas horas de la tarde ape-nas si había gente paseando por las calles, al menosen la zona de Miraflores donde vivía Susana. Es ver-dad que Marta quiso caminar, despejarse, le gustabala ciudad en calma, sin embargo, se sintió intran-quila, creyó escuchar los ecos de sus propios pasosen el asfalto. Paró, se retocó los labios y prosiguiósu camino hasta oír las pisadas de nuevo tras de sí,no quiso girar la cabeza, mejor que nadie la recono-ciera.

Siguió por la acera, haciendo resonar sus tacones,solo quedaban dos portales para llegar al 208. Unapremura feroz por estar ya en la casa la angustió,sacó su llave del bolso y abrió con dificultad el por-tón. No, no lo había imaginado, alguien la estaba si-guiendo. Antes de entrar miró hacia atrás, entoncesun flash la cegó.

—¡Dios mío, Carlos! —Cerró de un golpe, se pegóa la puerta con las piernas temblorosas.

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Susana apareció con un whisky en la mano y unasonrisa que se disipó al mirarla.

—¿Qué sucede, cariño? Estás blanca como la pared.

Marta entró y corrió hacia la ventana, vio a unhombre que la observaba fijamente. La saludó desdeabajo tocándose el ala del sombrero. ¡Qué desfacha-tez! Pero si la estaba fotografiando de nuevo. Echóla cortina y bajó con rabia la persiana.

Susana se acercó, Marta le arrebató el vaso.

—Necesito un trago. Carlos sospecha de lo nuestro.

—No digas tonterías. Nadie nos ha visto juntas ysi nos vieran ¿Qué? Somos amigas… podemos que-dar, incluso ir del brazo, hay mujeres que lo hacensin que nadie piense que eso tenga que ser algo ex-traño. La ciñe por la cintura y reposa su cabeza sobreel hombro de Marta.

—No frivolices, por favor. —Se aparta —Sabesque esto sería el fin de Carlos y el mío también. Novoy a dejarle, y mucho menos a su dinero. Tú eresjoven y tienes un hermoso futuro por delante… —leacaricia la cara —yo dependo de él ¿Te das cuenta?

—Cariño, tu marido no tiene tanta imaginación. —Marta se acerca a la ventana.

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—Entonces, ¿qué hace ese hombre ahí abajo?Tengo un mal presentimiento —se dirigió a la cocinapara echar hielo al whisky.

En ese momento, Susana retiró la cortina y entrelas tablillas sonrió al hombre del sombrero. Él lelanzó un beso, esfumándose después entre los setoscon su Canon al hombro.

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Un grupo de gente esperaba ya en la entrada. Elreloj marcaba las ocho de la mañana y Lidia, sentadatras el mostrador encendió el ordenador, colocó lasmonedas en el cajón, se cambió las botas de lluviapor unos zapatos cómodos y ahuecó su pelo para eli-minar las gotas de agua.

La fila se ordenaba tras una línea marcada en elsuelo, ella sonrió a la primera mujer para que seacercase.

—Buenos días, quiero hacer una transferencia alBanco Chequeblank. —dijo.

La cajera se detuvo a mirar su D.N.I que cayó alsuelo sobresaltado por el estrépito. Dos figuras in-mersas en sus impermeables salpicaban de lluvia alos clientes con bruscos movimientos.

—¡Quieto todo el mundo! ¡Sin tonterías! ¡Y estoacabará pronto!

Un griterío contenido se albergaba en cuerpos rí-gidos o encorvados.

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Lo tuyo es el cine

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Aquellos ojos claros la miraron muy de cerca,Lidia cubrió su cara con las manos ante la pistolaque le apuntó nerviosa.

—¡Llevároslo todo! ¡No me hagáis daño, porfavor!

El atracador abrió una bolsa de hule y la zarandeódelante de ella para que introdujese el dinero.

—¡Muévete o te dejo la cara como un Picasso! —La mujer lloró y tiró los fajos de billetes dentro yfuera de la bolsa.

—¡Eres una estúpida! —El atracador corrió hastala puerta atropellando a un matrimonio de ancianos.Los dos hombres se evaporaron cuando unos rayosde sol cayeron en la alfombra.

Lidia suspiró profundo para dar la espalda a losclientes. Ahí estaba el mensaje en su móvil: “Nena,deberían darte un Óscar, lo tuyo es el cine”.

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Marina no dejaba de mirar tras los cristales. Sor-bía su tacita de té y se acomodó las gafas empañadaspor el vapor. Su mano apartó la cortina del salón yhabló a Alfonso.

—¿No te parece extraño, que aún no haya salidode su casa? —Lo miró preocupada.

—Pero, cariño, todavía es pronto, hace frío estamañana, mira, hay hielo en los tejados, —y dibujócon su dedo el cristal cubierto de vahos.

—Es tan raro… si nada más entrar el sol en susbalcones, ella sale a la calle, rodea en su paseo lentola casa de los Sobera, luego se dirige hasta la Fuentedel Pico y ya cansada se sienta en aquel banco paradar de comer a los gorriones. Cada día lo mismo,desde hace ya tanto…

Él se levantó, dejó el periódico sobre la mesa yluego la atrajo hacia sí para besarle la sien.

—No sufras, Marina, ella es mayor, quizá hoy pre-fiera quedarse en la cama. Pero anda, coge tu abrigoy vayamos a buscarla, te sentirás más tranquila, —secolocó la bufanda dispuesto a abrir la puerta.

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El sol en lo alto

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—Cariño, no te das cuenta… —Alfonso se acercóa su mujer, que crispaba los visillos entre las manos.

Le echó el abrigo por los hombros y miró a la casadonde ella fijaba sus ojos.

—¿No lo ves? —dijo Marina con la mirada bri-llante de lágrimas —hoy el sol luce alto y su balcónrebosa de gorriones…

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Elsa saca la toalla del capazo, la extiende a favordel aire y los colores ondean asentándose por fin enla orilla.

Desliza su vestido desde los hombros hasta laarena y el pelo le cubre la espalda. Lo recoge en unalarguísima cola de caballo para embadurnarse decrema solar, a pesar de estar ya bronceada.

Con un suspiro se tiende y sonríe al aire que leeriza el vello. Había sido una mañana dura: el ritmode trabajo la tenía baldada. Encima el plasta de Eu-sebio no la dejaba tranquila ni un momento: la invi-taba a cenar, a tomar una copa y, a partir del verano,a ir a la playa con él cada día. Desde su divorcio conJuan, no podía quitárselo de encima. Ya era malasuerte que su jefe se creyera un adonis y encima sehubiera encaprichado de ella.

Mira al horizonte, doble espejo de cielo y mar, sedeja adormecer por la brisa y el rumor de las olas.Gira la cara hacia un lado y un hilillo de saliva se en-hebra en su toalla.

De pronto, la sobresalta una voz.

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Tarde de playa

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—¡Elsa, Elsa…! ¿Qué haces tú aquí? ¿No decíasque te daba tanta pereza venir a la playa?

Ahí estaba él, con su diminuto traje de baño yaquel cuerpo de neumático. Elsa traga saliva, sonríe.

—Ya ves, que me he animado con este sol quehace, anda y siéntate a mi lado.

Eusebio coge su montoncito de ropa y se colocacerca de Elsa sin dejar de mirarla. Ella siente comosi una máquina de rayos X le perforase los triángulosde flores que acababa de comprar esa mañana. Semuere por un baño, pero no puede moverse sin quelos ojos de Eusebio se muevan con ella.

—¡Cómo me apetece un helado de fresa! ¡Hacetanto calor! ¿No crees?

Elsa va deshaciendo su coleta, la divide en dospara colocarlas sobre sus pechos. Los rayos se apa-gan de repente y, Eusebio contrariado, saca de supantalón un billete.

—Enseguida vuelvo. Has dicho de fresa, ¿verdad?

—¡Ajá! —Ella se levanta y dirige al agua, se zam-bulle y rastrea el fondo con los ojos bien abiertos,como si buscara una respuesta en los jeroglíficos on-dulantes de la arena.

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Descubre una cinta de algas, la coge para restre-garse las piernas y los brazos, incluso se frota lacara. Después asoma a la superficie y se entrega alsol con los ojos cerrados. En cinco minutos, ¡voilá!,se produciría el milagro. Pasaría un mal rato, peroquizás fuera la manera de acabar con todo esto.

Tumbada en la toalla, ve acercarse a Eusebio conun cucurucho rosa en la mano. Su jefe frena degolpe, la mira con cara de asco.

—Pero ¿qué te ha pasado? Si tienes ampollas enla cara… — se toca a sí mismo por todo el cuerpo.

—¡Ah! —dice Elsa —no te preocupes, esto mepasa cada vez que vengo a la playa, es una alergiamuy contagiosa, pero no me duele en absoluto, solounos picores muy desagradables que ya tengo con-trolados con un buen antihistamínico. Chico, es queno sé vivir sin el mar. ¡Anda! ¡Ven, siéntate aquí cer-quita! que compartimos el helado.

Eusebio retrocede un par de pasos y ella alargasu mano para hacerse con la golosina. Él se la dacomo quien entrega una rata muerta. Toma la ropadel suelo y mira su reloj.

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—¿Quieres un poquito? No hay nada como los he-lados a dos para calmar estos calores —sacude sumelena y se refresca de gotas los brazos y espalda.

—No, no, tengo que volver a la oficina, olvidé…las gafas de buceo y así no podré disfrutar del baño.

—¿Cómo te vas a ir ahora? Ten las mías, son adap-tables, mira, ponlas a tu medida ¡Toma, anda! —Eu-sebio la mira horrorizado.

—¡Que no, que no! Llámame maniático si quieres,pero prefiero mis gafas. —Da la vuelta, limpiándoseen su apolíneo abdomen la mano con la que le dio elhelado. —¡Hasta mañana! Nos vemos en la oficina.

Elsa suspira aliviada y gira la cabeza al otro ladodel sol para seguir con su siesta.

—Lo que es capaz de hacer una para disfrutar deuna tarde de playa.

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La mesa se veía perfecta, platos de filigrana, man-tel de hilo, un jarrón con tulipanes en el centro y lacubertería de plata antigua, tanto como sus viejosamigos. Dora encendió la chimenea, sacó una botellade Rioja y observó desde la puerta el trío de sillasdispuestas para sostener risas y confidencias toda lavelada. Por algo era su cumpleaños. El mejor día desu aburrida existencia.

“¿Cómo dejaste escapar a Ramiro?”, le pareció es-cuchar a su madre: “Hija mía… sonríele, agrádale, aellos les gustan las mujeres zalameras, que losmimen. Anda e invítalo a cenar, dile que venga acasa, él es el marido que tú necesitas ¿No ves cómote mira? ¡Ay… tontina! Si voy a tener que enseñarteyo a conquistar a los hombres”.

Sin embargo, a Dora nunca le pareció fácil, másbien escurridizo como una pastilla de jabón, aunquesabía que Ramiro la miraba con deseo desde que erauna chiquilla. Ahora en cambio, tenía tantas dudas…

Tendría que tomarse en serio lo de su incipientecalvicie, la hacía mucho mayor. Nunca fue guapa,pero tampoco fea. Quizás hoy debería decirle algo,

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Cumpleaños final

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invitarlo a cenar a solas, por ejemplo. Sí, hoy loharía, aunque le aflorase ese maldito rubor, lo inten-taría. Los años iban pasando y algún día tenía quellegar este momento.

Ella soñaba con Ramiro desde hacía tanto, pero…¿y sí se ponía en evidencia y él la rechazaba? Se sir-vió una copa de vino y pellizcó sus mejillas. Se miróal espejo colocando su vestido a la altura de las ro-dillas y marcó un escote algo atrevido. Sonrió y es-polvoreó una dulce fragancia en muñecas y canalillo.Hoy se lanzaría.

En la puerta Adela y Ramiro restregaban sus za-patos contra el felpudo.

—Dale tú la tarta, yo no puedo, no soporto queme bese y me mire de esa manera.

—No seas cruel, Ramiro. Dora nos necesita y no-sotros somos sus únicos amigos.

—Odio cada veintisiete de febrero. Siempre elmismo teatro. Tenemos que decirle lo nuestro de unavez, esto es insoportable —aprieta los dientes des-esperado. —¿Crees acaso que la estamos ayudandocon tanta mentira?

—¿Y qué hacemos, Ramiro? ¿Es mejor dejarlasola?

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—¡Que no podemos seguir así toda la vida, Adela!¿Cuánto dura ya esta farsa? ¿Diez años?

Ella sacó una tableta de pastillas del bolso, ex-trajo una con sonido metálico, dio un trago a su bo-tellita y se recompuso alzando el rostro.

—Quizás tengas razón, aunque no me lo perdoneen la vida… me odiará para siempre… me odiará. —Negó con la cabeza triste, nerviosa.

Él le acarició el pelo y ambos se colocaron frentea la puerta.

Adela cerró los ojos con fuerza para contener unalágrima y tocó el timbre. Unos pasos rápidos juntoal conocido “ya voooyyyyy…” se oyeron antes deabrirles con una gran sonrisa.

Adela besó a su amiga y le entregó la tarta.

—¡Feliz cumpleaños! Es de chocolate, ya sabes…—Dora la besó y se dirigió a la cocina con el paquete.

—Poneos cómodos que traigo el champán, quierobrindar con vosotros...—dijo radiante.

Los invitados se miraron, más tarde se sentaron ala mesa, apenas si probaron bocado, bebieron, estavez no rieron y por fin, con una losa en la espalda sa-lieron de la casa, seguros de haber apagado la leve

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llama de Dora para siempre, a base de mentiras, yacertándole en su centro con la única verdad que ladejó temblando y rota en el suelo de la traición.

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El ensayo

El espejo le devolvió su imagen en aquella barrade ejercicios. Con su malla negra, Rosana marcabaun cuerpo joven a pesar de estar ya lejos de la edadóptima para el baile: sus hombros rectos y bien for-mados, las piernas sensualmente musculadas y ellargo cuello donde culminaba un rostro enamoradode la danza. Elevó su pierna derecha, formando unavertical perfecta que se sujetó con el brazo. Admirósu figura y se colocó las horquillas de aquel rubio re-cogido. Finalmente bajó hasta sus pies y quedó encuclillas. El doctor había sido tajante, no podríahacer nada por ella, la artrosis seguiría su curso y elbaile ayudaría a que esta se acelerase, era cuestiónde dejarlo ya. Rosana se levantó y negó con la ca-beza, cómo iba a poder vivir sin la danza…

Aún no, antes debía estrenar su última obra, Ellago de los cisnes no podría apartarla de los esce-narios. Aguantaría, pero necesitaba que Luis la apo-yase con sus palabras y con sus abrazos, en lugarde repetirle que se alejara de lo que más amaba enesta vida.

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Bailarina

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Si se hubiera casado con Enric, su pareja debaile… él sí que la habría entendido. Lástima quesolo pudo enamorarse de sus piernas…

Salió tras el ensayo y se entregó al viento deenero, dejando que le arrancara la bufanda y tam-bién los pensamientos.

El ocaso

Rosana frotó su tobillo antes de calzarse la zapa-tilla de raso. Estiró el pie en una horizontal imposi-ble desde hacía algunas semanas: un cuchillo leatravesaba el empeine cada vez que intentaba aquelmaldito relevé. Se mordió los labios y ató las cintasdejando una perfecta y prieta lazada. Miró a sus com-pañeras que, ataviadas con tules y diademas de plu-mas, se colocaban a paso ligero una tras de otra,preparando la entrada a escena.

Todas las localidades estaban vendidas, lleno total,pensó mientras guardaba las pastillas en su pequeñoneceser. Recorrió la fila de mujeres, sintiendo los ner-vios de cada una de ellas en sí misma. Se colocó a lacabeza y miró las luces, igual que si fueran estrellas.No podía fallar en aquel estreno, había ensayadohasta la extenuación, consiguiendo clavar cada pasode baile. No sería justo fracasar en un día como ese.

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Sacudió hombros y brazos e irguió la frente enuna súplica al cielo: “Dame fuerzas”.

—¿Preparadas? —Se oyó decir a Mario. —¡Tres,dos y… adelante, cisnes!

En platea

Se metió un caramelo en la boca aunque hubierapreferido fumarse un cigarro o dos. Cruzó las pier-nas y se rebulló en el asiento. Odiaba el roce del ter-ciopelo contra la ropa, pero le resultaba imposibleestar quieto. El murmullo le crispaba los nervios, re-cordó la cara de Rosana preocupada, con profundasojeras y una mirada huidiza, ensayando obsesiva-mente aquel paso de baile; plié, relevé, plié, relevé.Cada vez que él se le acercaba, Rosana le volvía laespalda, ese dorso recto, de líneas tan bellas que loemocionaban de pura admiración.

Miró hacia atrás y comprobó que la platea estabarepleta, tan solo faltaban dos minutos para que co-menzase la actuación. Las luces bajaron lentamentea la vez que un silencio envolvía el teatro. Cerró losojos y se santiguó. “Venga, cariño, puedes hacerlo,eres la mejor”.

El primer acorde sonó, se alzó el telón.

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El inmenso escenario se iluminó como un ascuadorada y ella pareció volar hasta el centro mismo consus zapatillas de raso. Aquel tutú le resultó demasiadoalmidonado, permaneció quieta un largo segundoantes de mirar al público con la sonrisa descom-puesta. Un mechón rubio se deslizó por su frente y enel pecho oscilante brillaron gotas de sudor.

Al compás de la orquesta, Rosana movía unosbrazos desnudos y blancos como alas que ahora sin-tió tensos igual que alambres. Arrastró unos piesmiedosos de ascender a sus propias puntas. Ese ca-minar grácil que todos habían adulado desde niña,eran un martirio hacía ya algún tiempo. Las plumasde la diadema se le pegaban al cabello y notó la es-palda húmeda.

El escenario fue suyo durante los primeros minu-tos de aquella maldita danza.

Sintió las miradas fijas en ella, a cada paso, encada movimiento, por leve que este fuera. Notó sucuerpo envarado ir tras la melodía que parecía ace-lerarse cada vez más. Un frío le recorrió la columnay el aire se negó a fluir por su garganta. Las manosle temblaban ligeramente y aquel pellizco se tornómás agudo en el pie derecho, a medida que transcu-rría el baile.

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Rosana miró la primera fila donde encontró losojos de Luis que la observaban, quizás espantados:No sigas por favor, no te castigues.

Irguió la frente apartando una lágrima de su meji-lla, se alzó, elevando los brazos en una elipse dededos y levantó finalmente la pierna izquierda hastarozarle la cabeza.

Un crujido interno fue el preludio del fin. Rosanase rompió, se plegó y con un grito de dolor se des-plomó. Sus lágrimas mojaron el brillo del escenario.Un silencio se alzó a la vez que los violines caían enescala hasta el vacío. La bailarina respiraba en unagitado palpitar tomando aire por nariz y boca.

A su alrededor plumas y tules se esparcieron igualque si hubieran abatido un ave herida.

Luis corrió, subió al escenario, la tomó entre susbrazos, con las cintas de las zapatillas agitándose enel aire y las manos abiertas a los lados.

—Mi amor, mi cisne.

La gran ovación del público acariciaba sus oídosy, sobre todo, aquel corazón de niña, sujeta a unabarra de ejercicios con un pequeño tutú y un moñorubio lleno de horquillas.

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La bocina de Ana sonó con tal estrépito que tuveque asomarme a la ventana para hacerla callar.

—¡Chsssssss…! ¡Que ya voy, loca! —Cerré la ven-tana con una sonrisa.

Cogí la maleta y giré sobre mis talones haciéndolavolar. Antes de llegar a la puerta me detuve frente al es-pejo para retocarme los labios de color fucsia verano.

Ana me abrió la portezuela tras haber colocadolos bártulos en el maletero.

—¡Anda! —Le dije —Déjame el mapa, que quierover los lugares recomendados en Videsjunco.

—¡Uy, sí…! Hay ofertas a porrillo, Lola. ¡Cuidadoy no te dé un mareo! —Dijo burlona.

—Ya sé que no te apetece este viaje, pero te pro-meto que lo vamos a pasar como nunca. Verás quépueblo tan lindo y, sobre todo, qué tranquilo. —Anasuspiró y se colocó el cinturón de seguridad.

—Hombre, Lola, tranquilidad, tranquilidad… noes precisamente lo que más me apetece en estos mo-mentos, pero si son solo tres días, podré soportarlo,

Presagio

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luego tiramos para la costa, ¿eh? —Y arrancó de-jando una estela de polvo y cientos de papelillos dan-zantes en la carretera.

—¡Ay, Ana, que sí! Pero necesito este tiempo, nopensar, quitarme a Ramón de la cabeza. ¡Esta obse-sión mía! ¡Anda, ayúdame…! —Le dije buscando susonrisa.

—¿Y en ese pueblito tan apacible, crees que vas adejar de pensar en él? ¡Que no, Lola! ¡Te lo digo yo!—Dijo Ana mientras movía el retrovisor —Además,pero si no ha habido nada entre vosotros.

—Eso díselo a mi corazón, que se desboca cadavez que pienso en sus ojos. Cómo me miraba Ana… —mordiéndose los labios. —Eso no se puede olvidartan fácil…

—¡Mira que eres puro merengue, chica! ¡Si solofue un beso mal dado!

—No me lo recuerdes, —se ruborizó— con unprofesor y a estas alturas ¡Qué cabeza la mía! ¡Anda,ponme algo de música!

Dos horas más tarde llegamos a Videsjunco. Tal ycomo indicaba en el catálogo, era un pueblo dimi-nuto, de doscientos habitantes en verano y una bo-dega de excelente vino.

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Daríamos paseos por el campo, visitaríamos la er-mita de los nardos y comeríamos sano, no aquellosplatos de quinceañera, a base de azúcares y grasas...Además disponíamos de dos entradas para conocerla bodega de los tintos. Un plan perfecto.

En la habitación busqué el selfi que nos hicimosRamón y yo esa noche de locos, bajo una luna ta-llada como de oro, donde charlamos en aquella inti-midad inesperada… Sí, la magia fluyó. Dando unlargo sorbo a mi tercera copa de vino le dije sin dejarde mirarlo.

—A pesar de que el curso haya acabado y novuelva a la Universidad… usted y yo nos encontra-remos en algún lugar, muy pronto.

Quizá estuviera algo ebria, pero lo solté tal comolo sentía, como la luna me susurró al oído y me di-jera, “anda y díselo a él”. Entonces Ramón me quitóla copa y habló bajito.

—Una licenciada en medicina debería saber que elalcohol no es recomendable, que el organismo no lo to-lera bien, especialmente después de la segunda copa.

—¡Oh, claro, señor catedrático! Es usted tan,tan… poco romántico, pero deje que yo suelte milengua de una vez, usted, usted… me… —dije y

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cerré los ojos algo mareada, entregándome al besoque prometía con su aliento tan cercano al mío.Aquel fue un roce que prendió en mí y cuando quisemirarlo de nuevo, se había esfumado. Apreté mispuños y miré al cielo, pidiendo venganza a ese bo-rrón que, ahora, doraba los tilos del jardín.

Ana tocó la puerta de mi habitación y bajamos lasescaleras dejando un aroma a rosas vagando en eldescansillo.

Los pájaros crispaban el cielo con sus vuelos, ypequeñas nubes se deshacían como pompas dejabón lanzadas al aire por un niño. El verde caminonos introdujo en un bosque orquestado por zumbi-dos de insectos. El olor a resina recorría todo el sen-dero. De pronto vi un manzano y me tendí bajo susombra como cuando era pequeña.

—A las dos estoy de vuelta, perezosa. —Dijo Ana,perdiéndose entre los árboles. Arranqué una briznade hierba, me la llevé a la boca y una noche de es-trellas se coló en mis párpados.

Ramón sonreía con la luna flotando sobre su hom-bro y los dientes muy blancos. Sus labios se movieron.

—¿Cree usted —me preguntó— en algún presa-gio, cabe en su alma superstición?

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Nos encontrábamos sentados, tomando el frescoa la puerta de la bodega. Él esperaba muy atento mirespuesta. Su sonrisa había desaparecido, solo sumirada permanecía. Intenté contestar, pero mi len-gua no despegaba de aquel paladar reseco, iman-tado.

“¡Estás aquí!”, intenté articular sin conseguirlo“Lo sabía, lo sabía”, pensé sin decir nada.

Sentí como Ana agitaba mi mano para desper-tarme.

—Lola, vamos, espabila mujer que ya es hora.

Abrí los ojos, un ejército de hormigas subía pormi pierna. Las sacudí y sacudí también ese sueñohecho añicos.

Vimos la bodega, con sus mesas y unos pocosclientes tomando el aperitivo.

—¡Anda, Lola! ¡Vamos! ¿Qué tal un vinito antes decomer?

Colocamos los bolsos y sombreros en una silla yAna cogió la carta.

—Uno de la tierra, ¿verdad?

—Estupendo. —Asentí.

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El camarero descorchó una botella de cosechaNoches de selenio. Pedí algunos frutos secos paraacompañar el vino. Leí la etiqueta una y otra vez.

—¿Crees en los presagios, Ana? —le preguntédando un sorbo a mi tercera copa.

Y antes de que pudiera contestar escuché:

—¡Buenas tardes, Lola!

—¡Buenas tardes, señor catedrático!

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A Rosa se le cerraban los ojos ante aquella mon-taña resplandeciente de anchoas. El color plata lahipnotizaba hasta llevarla al sueño.

—Pequeña, mediana y grande —Se repetía mien-tras lanzaba cada pieza según su tamaño a las cestascolocadas en la alargada mesa.

Pensó que jamás volvería a comer aquel pescadodespués de los cientos, quizá miles que habrían pa-sado por sus manos desde que empezó a trabajar esamisma primavera.

Le habían asignado un lugar para el descabezadode anchoas: horas y horas sentada sin tiempo ni pararascarse, solo manos para voltear cabezas hastahacer un gran montón antes de tirarlas a la basura.

Las conversaciones de las mujeres se cruzabansobre el montón amortiguando el hastío mecánicode la tarea. Algún chiste verde de vez en cuando conexplosión de carcajadas, canciones por lo bajinis y,según le diera a la encargada, rematadas a coro ocon voz en grito:

—¡Esos dedos! ¡Venga, venga!

Paseo y escamas

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Fuera lucía el sol, y dentro esa maldita humedadque chorreaba por las cuatro paredes.

Rosa llevaba algunas escamas colgando del peloy salpicones de sangre en los brazos. Tenía la narizroja, por no hablar de los sabañones que le estabancolonizando manos y pies. Se acercó a la tina llenade anchoas, esperó un poco antes de meter sus do-loridas manos en la salmuera helada.

—¡Que es para hoy, Rosa! ¡Venga, venga! —Chillóde nuevo la cuñada. Otra vez llamándole la atención.Menuda mañana que le estaba dando.

Tanto insistir en que fuera a trabajar a la conser-vera, que si iba a estar muy a gusto una vez le hubieracogido el tranquillo, que si no se gana tan mal, que sipor aquí qué si por allá y ahora… todo el día corrigién-dole cualquier cosa que hiciera. Encerrada en ese agu-jero mañana y tarde sin parar de arrancar cabezas,sacando anchoas desde las profundidades saladashasta las ocho de la tarde, hora en la que se derrum-baba en la bañera para frotar su cuerpo largamente,antes de dirigirse a la cama con un libro que amanecíaabierto en su regazo siempre por la misma página.

Rosa se dobló en la tina para sacar pescado y unagudo pinchazo en el costado la hizo morderse loslabios. Calculó que faltarían unos diez minutos antes

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de salir a almorzar, pensó en su bocadillo y un cafédoble al aire libre. Se quitó el delantal de un mano-tazo dejándolo bamboleante en la alcayata para ce-rrar la puerta con un golpe tras de sí. Ya no podíamás, necesitaba calle, aire, sol o lo que hubiera fuera,aunque cayeran chuzos de punta. Se soltó el pelo ybajó la cabeza para ahuecarse la melena con losdedos. La sal y la humedad podían hasta con el ca-bello más hermoso, lo dejaban todo relamido, singracia. Sacudió sus pantalones haciendo saltar unpolvillo de escamas. Sabía que la envolvía ese pe-sado olor a pescado, pero eso no iba a impedirle pa-sear, incluso tomar algo en una terraza ya que el díaera de un azul acuarela, digno de ser enmarcado.

Bajó la cuesta con sus botas de goma hasta llegaral puerto. Le pareció que amanecía de nuevo, comosi acabara de despertar. Con la cara mirando al cieloabrió los brazos entregándose al sol. La brisa le tem-pló los huesos y caminó cerca del agua. Ni un barcoen el muelle, solo el tintineo de las barcas con susleves toques de camaradería entre sí y el ligero cha-poteo de las ondas en los cascos.

Se llevó la mano al bolsillo para sacar un paquetede tabaco, pero desistió, no quiso perturbar ese mo-mento que consideró puro.

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Allí estaba el pequeño asador San Antón, a los piesdel monte que llevaba su mismo nombre. Vio un parde mesas fuera, las dos vacías. Justo lo que buscaba:contemplar el puerto y rodear con las manos una tazade café con leche caliente. Le dolían las muñecas yse las frotó con los dedos. Un par de gatos tumbadosal sol ronroneaban junto a un carro repleto de redes.Varios hombres paseaban haciendo las paradas habi-tuales en los pequeños bares del muelle. Rosa aspiróel olor a brasa y pescado con deleite.

—Un día de estos me vas a preparar un buen besugo,Juanjo. —Dijo al camarero entregándole un billete.

Tomaba su café a pequeños sorbos cuando, depronto, lo vio. No se lo podía creer ¿Era Vicente? Perosi estaba hecho un pincel, nunca lo hubiera imaginadocon traje. Claro que él siempre tuvo muy buena per-cha, sin embargo, ella… allí, con esos pelos.

“¡Joder, joder! ¡Que no venga, por favor!” se dijoagachándose a recoger no sabía qué.

Vicente se acercó, guiñó los ojos, la miró, la re-miró y finalmente preguntó.

—¿Rosa?

Ella levantó la cabeza y sonrió tímidamente conla cara encendida.

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—¡Hombre, Vicente! ¡Qué sorpresa! ¿Cómo tú por aquí? ¿Qué tal estás? —Soltó un poco aturullada.

—Pues… bien, ¿y a ti? Cuánto tiempo sin verte.Estás muy guapa.

—Hombre, guapa, guapa … precisamente ahora...—Se atusó el pelo y consideró que aquel sí era mo-mento para un cigarro. Rebuscó en su bolsillo y leofreció uno.

—Gracias, pero ya no fumo. —Ella arqueó lascejas a modo de sorpresa y dio la espalda al aire paraencender el pitillo.

—Pero cómo me alegro de verte, ¿sigues viviendoen Zumaia?

—Noooo, hace ya tiempo que vivo fuera, unosquince años, al poco tiempo de que lo dejáramos túy yo. —Lanzó una gruesa bocanada de humo.

—¿Tanto tiempo ya…? ¿Y Mavy�s? ¿Sigues en latienda?

—Mírame bien, ¿crees que me aceptarían así enuna boutique? —se cogió la camiseta con las pinzasde sus dedos. —No, tuve encontronazos con mi socia,por cierto, una amiga menos. —Torció la boca congesto de desagrado. —No fue buena idea, ¿sabes?

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—Aspiró el humo. —Ahora estoy trabajando en unaconservera, sueño con las anchoas. —Sonríe con unrictus de amargura —Ya ves, nada interesante, ganopoco comparado con mi anterior trabajo, casi parajabón y colonia. ¡Ah, bueno, también para masajes!Tengo la espalda hecha puré —Se toca un hombro,—pero de momento no encuentro nada mejor. Almenos hasta acabar esta temporada, creo que mequedaré.

—Oye… ¿sabes si habría sitio para mí?

—¿Para ti? Pero si pareces un jefazo, ¡no fastidies!

—Estoy en paro y Marta embarazada. Ya ves quela situación deja fuera todo tipo de remilgos. Estetraje es mi uniforme de las entrevistas.

—Lo siento, Vicente. Dame tu teléfono, veré sipuedo ayudarte, la encargada es cuñada mía. Eso sí,te advierto que tiene muy malas pulgas, pero en elfondo es buena gente…

Se dieron un beso de despedida y Rosa subió lacuesta fijándose en los adoquines, tan descolocadoscomo ella misma tras haber visto a Vicente.

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Busco con la mirada un vagón lo bastante vacíocomo para viajar tranquilo, aunque sea este cortotrayecto.

Me siento junto a la ventana, por fin solo, libre demiradas. Muy pocas veces se me había dado unabaza así. ¡Vaya! Dos asientos más adelante un niñojuega a cucús asomándose tras el respaldo, mientrassu madre lee y lo sujeta del pantalón. Dejo de miraral pequeño que ríe con cara de luna haciéndomecómplice de su alborozo. Aflojo mi corbata, abro elperiódico de par en par, cierro los ojos tras las pági-nas y me muerdo los labios ante esa imagen que llevadanzando en mi frente toda la mañana.

Ella recogía las grapas desparramadas por el des-pacho.

—Déjelo, no es necesario ya lo hará luego Emilia —le dije.

Roberta sonrió y apoyó su mano sobre mi pierna.El recuerdo me hace cruzarlas ahora, en este trenque poco a poco va llenándose de gente.

Eros y estornudos

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—Quería pedirle algo —dijo ella, me miró sofo-cada.

Roberta había cumplido cincuenta años y se laveía como una flor reventona justo antes de marchi-tarse; con aquella camisa de escote nada pretenciosovisto de frente que me resultó vertiginoso desde lasilla. Algunas gotas de sudor brillaban, en su pechoterso que palpitaba al ritmo de su nariz.

—Juan, sueño cada noche con usted, sí, ya sé quesoy algo mayor, pero le aseguro que eso está muy lejosde jugar en mi contra, y por supuesto, tampoco en lasuya. —Dicha la frase, mostró su sonrisa de garza.

Nadie mira, comienzo mi balanceo lento, muylento; un vaivén inexistente en este tren de seda. Elperiódico cubre mi agitación, siento mi boca como lade un pez que se ahoga en una contracción de muslos,un retorcerse de jadeos internos como las imágenesque me acarician los párpados y a ratos la vejiga.

Las manos de Roberta se multiplicaban, palpabanmis piernas, mis gemelos hasta alcanzarme las inglespara permanecer palpitantes allí, ante sus grandesojos que contemplaban el fenómeno ascendente,creciente, rebosante. Fue entonces cuando sin to-carme siquiera se sentó sobre mí, con la falda des-

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atada balanceando su cabello, como me balanceo yoen este trajín de voces.

Mis dedos se crispan en anuncios y esquelas, porfin lanzo un estornudo que me dobla en el asiento.Levanto la cara congestionada ante un vagón deojos. Les sonrío a la vez que me anudo la corbata.Vuelvo al periódico y observo la bajada de bolsa, quehoy no podrá arrugarme el día.

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Ese día Lorenzo había preparado unos bocadillos yropa cómoda para ir al campo. Estaba nervioso. “Veny disfruta de una visita a Villa Époque con nosotros yverás…”, decía el anuncio del Dominical. Esa frasehabía dibujado una incógnita que le perseguía a todaspartes. ¿Villa Époque…? Y volaba su imaginación.Buscó mapas, callejeros, preguntó a algunos amigos,pero nadie ni nada pudo darle una respuesta. Tendríaque averiguarlo por sí mismo dentro de muy poco.

Agarró su mochila, cerró la puerta con doble llavey bajó de dos en dos las escaleras. Comenzaría la ma-ñana con un buen paseo hasta llegar al lugar de en-cuentro. Silbó su canción favorita, dio un puntapiéa la única piedrilla que divisó en la acera y se detuvoen el kiosko de Doña Rosita para hacerse con unaspastillas de regaliz mentolado.

Al doblar la esquina pudo ver la estación delMuérdago abarrotada por el grupo de personas quese identificaba con una banderola blanca y el dibujode un reloj en ella.

Según se acercaba, sus ojos se iban abriendo des-mesurados al comprobar que las mujeres, tocadas

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Un domingo cualquiera

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con sombreritos de flores, llevaban guantes y som-brillas de volantes, mientras que ellos lucían bigotesbien peinados, bastón y pajarita. Un grupo muy dis-tinguido, pero algo inquietante para él, que en chán-dal y zapatillas caminaba con su mochila al hombro.

Lorenzo deceleró la marcha para contemplar lapeculiar escena.

—Buenos días. —Se atrevió a decir. —Supongoque esta es la excursión a Villa Époque. Soy LorenzoPiñón, encantado de conocerlos. —Titubeó.

La más joven se dirigió a él para darle la bienvenida.

—Hola, mi nombre es Amalia, buenos días. Esusted el nuevo, ¿verdad? Venga, le presentaré a losdemás.

Sorprendido observó a las damas posar su manoenguantada sobre la suya en un ademán de acercar-las a sus labios para que él las besara. Así lo hizo,suave e impregnándose de un aroma a violeta encada roce.

Los hombres se presentaban tocando el ala de sussombreros.

—Soy Norberto. ¿Qué tal está?

—Yo Ginés, mucho gusto

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—Mi nombre es Eduardo, encantado…

Lorenzo los miraba de uno en uno y estrechabafirme sus manos con asentimiento de cabeza.

El tren se acercó lento, envuelto en una nube devapor, despidiendo chorros de humo a ambos ladosdel andén. Un murmullo de entusiasmo se produjoen la estación. Las damas subían cuidando de reco-gerse las faldas para no pisarlas, iban colocando suscestas bajo los asientos y dejando los sombreros enlos diminutos colgadores.

Un silbido puso en marcha la locomotora y conella comenzó el vaivén de los vagones.

Asientos rojos de terciopelo, pinturas en las pare-des, lamparitas de gas y pequeñas mantas de cuadrospara el viaje. Lorenzo se acomodó en un rincón, co-menzó a observarlo todo: las conversaciones de talanterefinado, los gestos delicados de las mujeres, y el atusede perilla y bigote en los caballeros durante su charla.

¿Qué demonios estaba pasando? Ya no existíaneste tipo de trenes, ni la gente procedía de aquellasformas, ni llevaban semejantes vestimentas. Las cor-tinas recogidas a los lados dejaban ver una campiñaplagada de margaritas de un blanco rabioso y un solque rozaba árboles y flores.

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La imagen se volvió borrosa por una repentinaniebla que dejaba gotitas en las ventanas.

Lorenzo sintió frío, tuvo que echarse la mantasobre los hombros. Fue entonces cuando se produjouna sucesión de túneles que creaban intermitenciasde luz y rostros serios en los viajeros.

Como si estuvieran esperando un acontecimiento,el vagón quedó paralizado. Él no podía mover unsolo dedo, un aturdimiento le hizo cerrar los ojos ysumergirse en la densa atmósfera hasta que la luzvolvió a colarse por la ventana secando los cristales.

Las ruedas chirriaron en un frenazo que devolvióel murmullo y descongeló la foto de hacía unos mo-mentos.

Piñón tardó un rato en recomponerse, le costabacaminar tras el viaje. Era como si sus músculos hu-bieran estado inmovilizados durante días, ignorabaqué había sucedido, desde luego, algo extraño.

Amalia se cogió a su brazo y le ofreció un som-brero.

—Póngaselo, no hay que fiarse del sol de la ma-ñana, todavía nos queda un buen paseo hasta llegara Villa Époque ¿Ve aquellos chopos? Justo debajoestá el lugar donde nos dirigimos.

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El serpenteante camino de piedra los conducía auna casa de enormes ventanales, balconadas de ge-ranios y enredaderas. Las pocas nubes se iban disi-pando hasta dejar un cielo turquesa que enmarcabajardines, tejados y un jolgorio de pájaros.

El grupo se había distribuido en charlas de a dospor aquel sendero que le recordó alguna película. Unpeculiar desfile de sombrillas, bastones y risas cami-naba a las doce del mediodía hacia la colina. Lorenzono entendía que el tiempo hubiese trascurrido tan rá-pido. Puede que se hubiera dormido en el tren, sinembargo, se sentía cansado.

La cocina resplandecía de sol: cazos y sartenes seamontonaban sobre las repisas. Cucharones, cazue-las, jarras de agua, algunas aceiteras de aluminio seapilaban junto a la ventana. Un par de manteles blan-queaban sobre la silla y algunos recipientes lucíanflores recién cortadas.

Las damas envueltas en sus delantales iniciabanlas tareas previas al almuerzo. Un trajín de harina ynueces lo mantuvo absorto observándolas unos mo-mentos hasta que, por fin, lo invitaron a salir junto alos demás caballeros.

Según se acercaba a la puerta, distinguió un anti-guo almanaque en el que creyó ver impreso: mil

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ochocientos setenta y…entonces un leve pero firmeempujón de la dama pelirroja lo obligó a salir. Ella sesonrojó haciendo resaltar su verde y astuta mirada.

Los hombres conversaban en el jardín formandovarios círculos. Eduardo se le acercó y mostró subastón de fina empuñadura.

—¿Le gusta? Puedo regalárselo si lo desea, verácomo pronto empezará a ver sus ventajas. Lorenzole dio las gracias y lo aceptó intrigado en un rápidomanejo malabar del obsequio.

Tenía un aspecto ridículo con aquel sombrero yahora el bastón, pero ambos complementos se adap-taron a él, o él a ellos inmediatamente.

Los dos hombres caminaron por un recoleto bos-que donde los árboles aparecían grabados con fe-chas: mil ochocientos veinte Angélica Sansuán, milnovecientos treinta y cinco Leonor Rigado, dos mildiecisiete Lorenzo Piñón.

¿Cómo era posible que su nombre estuviera es-crito en aquel lugar? Quiso preguntar a Eduardo,pero ya no estaba a su lado.

Se vio rodeado de esbeltísimos troncos, todos ins-critos con números y letras. Intentó salir de allí sinconseguirlo en un buen rato. Algunos nombres le re-

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sultaron familiares, aunque no entendía qué signifi-caba aquella arboleda plagada de fechas. Comenzóa sentir frío incluso miedo.

Por fin descubrió un sendero, lo siguió y vio lacasa a lo lejos. Se dirigió a la mesa rebosante decolor, donde suculentos platos de verdura fresca ali-ñada en generosas ensaladas y fuentes de arrocesvariados se distribuían a diferentes alturas del man-tel. Los rollitos calientes de pollo y nueces, la cremade brócoli con patata y rebanadas de pan completa-ban los primeros platos. Las jarras de agua y vinotinto, se servían con abundancia.

Los comensales lo miraron, algunos le sonrieron,incluso Amalia le guiñó un ojo mientras colocaba sustirabuzones detrás de las orejas. Lo tomó del brazoy le pidió que se vistiera para la ocasión.

—Es una comida informal a la vez que con ciertaetiqueta. Verás cómo la disfrutas —le acercó una ca-misa y un chaleco.

—¡Toma! ¡Cámbiate en un momento!

Dirigiéndose a la casa comprobó que en el vesti-dor también había un pantalón blanco de su talla.Dejó el chándal sobre una silla, se miró y vio trans-formada su figura en el espejo. Con un aspecto

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asombrosamente nuevo se acercó a la mesa dondeun hambre atroz lo invadió.

Las tartas de jengibre y frambuesas, los bizcochoscon mermelada de mora y grosellas no dejaban decircular en aquella mesa de delirio. Embriagado porel crisol de sabores contemplaba el cuadro donde élmismo se encontraba llevado por una extraña eufo-ria de pertenencia en la que el color, las texturas ylos sabores transformaban su propio sentir.

Eduardo sacó su reloj con leontina, apoyó lamano sobre su hombro y le susurró al oído:

—Querido amigo, no olvides traer un reloj en lapróxima salida al campo, todo varía en función deltiempo. Recuérdalo.

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Maite se quitó el camisón para darse una duchacon los ojos aún entornados. Ese ritual venía siendoel tránsito del sueño a la vida desde ni sabía cuántotiempo.

Ángel trajinaba ya en la cocina, a él no se le pega-ban las sábanas. Sin embargo, ella arañaba los se-gundos al reloj para aprovechar las últimas hebrasde sueño.

Abrió la puerta del baño, se acercó a la taza delváter, alargó su mano y retrocedió al comprobar queestaba tocando las teclas de un piano. Se restrególos ojos y los abrió del todo. ¿Qué era aquello? Desdeluego el baño no. Alguien estaba gritando,

—Cris, date prisa mujer, que vas a llegar tarde alConservatorio.

Dos niños entraron a la habitación todavía en pi-jama y se abalanzaron sobre ella.

—Mamá, mira a Juan, me ha pinchado el balón.¡Ríñele! —Cada uno se le colgó a una pierna llori-queando.

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Morfeo qué feo

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Ella los miró sin reconocerlos.

—Pero... ¿Quién demontres sois? Dejadme tran-quila que yo no os conozco. —Gritó apartándolos desí.

Los pequeños la observaron extrañados y volvie-ron a gritar a dúo:

—¡Mami, ven a desayunar, que papá nos quemalas tostadas!

La mujer no escuchaba, lo examinaba todo sin re-conocer nada. Salió corriendo hacia su habitación yse encontró en un pasillo con al menos diez puertas.Esa no era su casa, de eso estaba segura. Miró en de-rredor sin saber qué hacer ni a dónde dirigirse.

Por una de las puertas entró un señor en calzon-cillos.

—Cristina, querida, ¿cómo estás así todavía? —Le dio un beso y la empujó a un baño tan grandecomo su dormitorio. —Anda, dúchate, que te pre-paro tu zumo, hay galletitas saladas, ¿te apetecen?

Hecha un manojo de nervios se desprendió de él.

—Pero ¿usted quién es? ¡Deje de mirarme de esamanera! —Cruzó los brazos para cubrir su casi des-nudez ante aquel desconocido.

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—¿Estás bien, cariño? Te noto rara. —Le dijo pre-ocupado.

—Yo no soy tu cariño, ni me llamo Cristina, ni séde dónde han salido esos chiquillos —contestó des-concertada.

—Pero qué cosas dices. ¡No me asustes, Cris!

—¿Y mi habitación? ¿Dónde está? —Iba abriendotodas las puertas y volviéndolas a cerrar.

—Nuestra habitación está aquí —le cedió el paso,allí estaban ella y Ángel durmiendo todavía. Entró yempujó tras de sí la puerta, dejando a ese hombrefuera.

Se sentó al lado de sí misma y contempló el pro-fundo sueño del matrimonio. Bocarriba, Ángel lan-zaba ronquidos al aire.

Asustada comenzó a zarandear a la mujer dor-mida en la cama.

—¡Maite!, ¡Despierta! ¡Despierta por favor!

Su marido la agitó insistentemente.

—Pero, cielo, ¿qué te pasa? ¡Despierta! Solo esuna pesadilla.

Ella abrió los ojos, esta vez de par en par y loabrazó.

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—¿Me has llamado Maite? ¡Sí, soy yo! ¡Qué ale-gría! —Se tocó pelo y camisón. Recorrió el cuartocon su mirada, en efecto, era el suyo. Se levantó yabrió la puerta.

—He tenido un sueño tan extraño y a la vez tanreal que no sé si creerme que estoy despierta todavía. —Entró al baño y vio allí sus toallas y todo lo demás,tal y como quedara la noche anterior.

De pronto escuchó la voz de Ángel:

—Cariño, pero si me has preparado un zumo con galletitas. ¡Qué detalle!

Su marido se le acercó con una galleta salada yun dulce beso.

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Todos los días lo mismo. Hoy llevo cuatrocientossetenta y dos saltos en lo que va de mañana. Un pi-coteo de manzana, guarnición de pipas con su aguafresquita y este trajín de plumas, que me trae loco,sin que a nadie de la casa parezcan importarle yamis colores por lindos que sean. Ni me miran, oiga.Y anda que no me esfuerzo en aprender palabritaspara repetirlas con gracia, pero nada. No como haceun año, cuando llegué a la casa, que si lorito real,que si qué guapo eres. ¡Ay… desmemoriados, cabe-zabuques! Un día de estos os pego un susto, que oscagáis. No me han traído a mí desde Brasil para se-mejante indiferencia.

Diré a favor de mi familia que los sábados a lahora de la cena, me parto este pecho verde que Diosme ha dado. También es de agradecer el detallazo dedejarme en el salón sin que me tapen con una sábanapara que así pueda divertirme un rato con la cena deinvitados; que no sólo de pipas vive el loro.

Los señores Oliver frecuentan la casa y a pesar deque mis amos Jack y Lisa, los llaman los “Tontoliver”,una vez al mes aquí están sin faltar a la cita.

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Tontoliver

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¡Ay!, si supieran que mis dueños se burlan sobretodo de ella que no pronuncia la ese y se deja loscuartos en estrambóticas terapias para su lengua...

Claro que no hay nada como ser jefe para que lehagan la rosca a uno y a su mujer por muy tontos quesean. Que si ¡qué vestido tan ideal Josephine! Es deDior, ¿no, querida?, atacaba mi ama, y ella con suceceo habitual: Zi, zi, claro, Liza, zolo Dior, ya lozabez.

También él recibía su dosis de jabón mensual quemi amo le proporcionaba: ¿quiere un Coiba, Tho-mas? Me los han traído unos amigos en su últimoviaje a Cuba, son excepcionales. Como si no hubieravisto yo con estos ojitos reales comprarlos del es-tanco de enfrente. ¡Ay… qué gilipollas!

Mi dueño acaba de tomarse un Orfidal como cadacena con su jefe. ¿Que por qué? Pues porque hoy essábado con los Tontoliver.

Como les iba diciendo, son las ocho en puntocuando el timbrazo a la vez que el carillón ya estánsonando.

Que si “muac, muac”, ellas, que si apretón demanos ellos, el aperitivo de rigor y vamos ya para lamesa. Mantel de hilo egipcio, vajilla nueva y unas

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cuantas velas. Hasta la vecina con uniforme a la quele viene de cojones las tres horitas de hacer y servirla cena, aunque sea una vez al mes. Angélica sí quese muere por mis plumas y me enseña palabritascuando no están los señores delante, claro.

Durante los entrantes y los primeros platos, laschorradas de siempre, ya se sabe: Este año nosvamos de vacaciones a las Bahamas con los Jhonson,también la bolsa, que si sube que si baja. ¡Ah! Y queno falte el temita del servicio o las dietas de limón,alcachofa o tomate, dependiendo de las modas.

Ya vamos a los segundos, las copas repetidas devinito y la sonrisilla tonta permanente. Las corbatasen el sofá, uf, qué calor… ellas abanicándose los es-cotes. ¡Buena ración de pipas os daba yo a vosotros!En fin, ya están aquí los postres.

Lisa, como siempre, se acerca a la cocina paraayudar a Angélica y el señor Thomas va al servicio aatender a su próstata. Aún a riesgo de que se me sal-gan los ojos de las cuencas, los abro así para no per-der ripio de lo mejor de la velada.

Solos la Tontaliver y mi amo, comienzan los ges-tos y miradas en el comedor. Acercándose a él consus labios entreabiertos, Josephine lanza miles de fe-romonas en su “Jack, bezame que Liza no noz ve” se-

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guido de una risita. Él se pega a la silla como una cal-comanía, pintando redondeles en su camisa de seda.

¡Ay, que me troncho! Allá van la Tontaliver y suwhisky a sobar la pierna de mi dueño bajo el mantel,justo cuando entra el postre y llega Thomas compo-niendo su figura sin arreglo.

Las manos sobre la mesa sujetan los platos mien-tras la vecina coloca trozos de colores y heladosrosas a cada comensal. Por fin están los cuatro dis-puestos a degustar el último plato. He aquí mi granmomento. Comienzo mi parloteo y Angélica melanza un guiño al que yo respondo: “Jack, bezameque Liza no noz ve”.

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Hoy he madrugado más de la cuenta, ni siquierahe tomado el café, solo unos bocados de pan conmantequilla para taponar mi estómago. El sol aclarala madera y mis manos están frías.

Busco en mis partituras a Beethoven y como si lagarganta tuviera una íntima conexión con las cuer-das del chelo, carraspeo obsesivamente en este pun-teo loco de dedos.

Diana estaría esperando en la estación del Sol conun par de maletas y dos billetes para Lisboa. Apenassi faltaban treinta minutos para que el tren partiera.

La imaginaba en su paseo corto, repetido, devo-rando cigarrillos y pintándose los labios tras apagarcada uno de ellos.

“¡Cómo me haces esto, Ricardo! Me lo prometiste,eres un cobarde” y sus tacones pisarían cada una deesas palabras en aquel andén sin retorno.

Los raíles chirrían en mis sienes y a lo lejos oigoel teléfono. La foto de Alicia lo ocupa todo, abrazadaa los niños, yo besándola a ella.

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Adiós en re mayor

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Me sirvo una copa de Jerez y las notas se disuel-ven en el vaso, me ahogan con sus silencios, suscompases rotos y sus tiempos derrumbados.

La llave gira en la puerta, yo me abrazo a mi cheloy beso a una Diana de vino y sauce.

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Marga se dejó caer de la cama quedando de rodi-llas frente al colchón. Apoyó los codos sobre las sá-banas y rezó para adentro con hipos y lágrimas comocuando era niña, solo que entonces estaba su madrepara abrazarla. En realidad, era un único abrazo bajolos puños de un loco.

Después de tanto tiempo, Luis dormía ahí, en-vuelto en la colcha, con el culo al aire y esa horriblecamiseta gris subida hasta los riñones.

Marga contuvo una náusea. Salió corriendo haciael lavabo, se apoyó en él, vomitó como solía hacerloquince años atrás, enjuagó su boca y alzó la cabezapara encontrarse en el espejo unos ojos hundidos ylos labios tan hinchados que apenas pudo sonreíragriamente. Le dolían las costillas y orinó sangre.¿Cómo podía haberle ocurrido de nuevo?

La engañó, sí, eso es, la había engañado como tan-tas otras veces. Ella debía haberlo adivinado, sin em-bargo, lo creyó y él se había cebado como años atrás.Seguro que le arderían los puños, era especialista endar fuerte, sin compasión, Marga se tocó la cara.

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Diez segundos de duda

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—¡Maldito seas! —Le rechinaron los dientes yapretó sus puños clavándose las uñas en las palmasde las manos.

Entró de nuevo a la habitación sin hacer ruido,cogió ropa y un bolso. Él resoplaba como quien hin-cha un gran globo que no revienta jamás. Salió depuntillas para vestirse apresuradamente.

Hacía una semana que lo había vuelto a ver en lacalle, quince años después de aquella tremenda rup-tura. Portaba una gran sonrisa en su cara, igual quela de un vendedor de coches. Si no hubiera sido por-que la llamó, habría pasado de largo sin reconocerlosiquiera.

Fue esa imagen la que borró parte de su memoria:una mirada de hombros encorvados y cuatro pelospegados a la cabeza antes rizada y oscura.

Luis se le acercó, le extendió la mano en son depaz y la invitó a tomar un café, como en los viejostiempos. Marga lo ignoró, siguió caminando mien-tras él continuaba con su manso monólogo.

—¡No te vayas! ¡Por lo que más quieras! Piensomucho en ti. ¡Necesito tu perdón! —Insistió él.

—Déjalo, tú y yo no tenemos nada de qué hablar.Nuestros hijos ya crecieron y nosotros también

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hemos debido hacerlo. —Aceleró su paso dejándoloatrás.

—Ya no soy el que era, los años amansan a las fie-ras y sino, mírame —dijo sacándose las manos delos bolsillos.

Marga aminoró la marcha, lo observó, asintió anteaquel hombre descolorido, escuálido y tras un breveintercambio de palabras, entraron al Cafedefé. Suscejas bajaban pesarosas como nunca las había visto,sus manos rudas parecían torpes, inseguras. Lomiró, lo escuchó y lo compadeció.

Y ahora no había maquillaje que cubriera todo sudolor, toda su vergüenza.

Ese lunes debía asistir a la reunión en la asocia-ción que ella misma había creado con el nombre de“Mujeres al mando de la vida”, donde consoló, con-venció a tantas compañeras de su propia fuerza que,ahora no podía presentarse ante ellas, con semejantedolor y comida por la rabia. Quizás la excusa de unajaqueca le diese tregua para recomponer su ánimo,aunque no sería suficiente para recuperar la sonrisaen aquel rostro magullado.

Salió de casa cubriéndose como pudo la cara, ca-minó igual que un autómata hacia el edificio de la

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calle Princesa, se detuvo frente a las escaleras, re-trocedió algunos pasos negando con vehemencia.Rebuscó un pañuelo, frotó su cara con él, desmaqui-lló su mirada y subió lenta cada uno de los peldañospara tomar aire antes de tocar el timbre con los ojosarrasados de lágrimas.

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La luna entraba por el lucero de mi cuarto comoun gran ojo abierto. Me encogí y pegué a la espaldade Luisa para dormir al compás de su respiración. Elsomnífero me arrastró hacia un pozo templadodonde permanecí inmóvil toda la noche.

Antes de salir de casa, tomé un zumo de naranjacon pastillas. Por el camino, el neceser daba brincosen el fondo de mi maleta dirección al hospital.

La habitación permanecía silenciosa, sumida enuna blanca espera. Apenas una conversación de hil-vanes y de pronto aquellos nudillos en la puertadando paso a la inquietante camilla.

—Necesito ir al baño, solo será un momento.Entré y me observé en el espejo; una mirada arrít-mica, opaca... tapé mi ojo derecho con la mano,aquel lucero apagado, consumido por el tiempo. Unojo jíbaro, como en los documentales de la tele. Medespedí de él con una punzada de dolor.

En el trasiego del quirófano permanecía sola, mi-rándolo todo con mi cruz pintada sobre la ceja.

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Ojo de luna

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—Por favor, no os equivoquéis, tengo muchomiedo. Busqué la mano de la mujer que ya introducíauna aguja en la mía.

—No te preocupes, todo va a ir bien. Respira des-pacio, cuenta hasta cinco y si aún no duermes, ima-gina un gran cielo de girasoles.

Desperté en una neblina de sonidos y verdes ca-rreras.

—Ya está. —La enfermera me palmeó el hombroy acercó su sonrisa a mi cara. —¿Viste las flores?

La camilla giró por los pasillos de luces turbias ymi trocito de alma quedó tirada en un cubo esterili-zado. Me hundí en el sopor de la almohada, llorandopor dentro la ausencia de paisajes, rostros amigos yel despliegue de colores brillando en su flanco.

—Total, si no te servía para nada, mucho mejorasí. Fuera con ese ojo del diablo. —Asentían las vi-sitas al unísono.

Cómo explicar a quien no sabe, la complicidad desus guiños, de las líneas pintadas en mi mirada ado-lescente, el realce de la expresión durante toda unavida. Ese recuerdo dorado que me acompañó unospocos años ya lejanos, aunque vivos en mis cuader-nos de niña.

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Mis amigas salieron y en la cama, subida la almo-hada hasta el infinito, miré la luna velando mi nochedesde su peana. La vi blanca, altiva y supe que ellatambién me observaba con su ojo cerrado.

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El sol, el sol y el cielo azul, como los bikinis. Tú, yoy nuestros pocos años, ahora pocos, que cumplo eldoble, o puede que más. Septiembre, años ochenta…

Nosotras en las tumbonas y la música en losoídos, Bowie, cables de auricular, coca colas conhielo de peces. El aire que mueve las gotas de mar,la sal que pica los ojos, que arruga los labios.

Días de playa y bocadillos. ¿Que cuánto dinerotengo? Diez talegos para una semana, billetes devuelta en tren.

Siéntelo amiga, la brisa en los oídos, el calor, tum-bada, mientras yo muerdo peces coca cola.

Lo vivido, vivido; apartamento y sábanas revueltas,noche loca principiante de besos y piel morena. Sobremí un lenguaje en cuerpo y boca, los ojos cerrados.

Tu junto a la otra ventana y cerca. Un idioma desusurros blancos se alzó como la luna sobre tushombros.

Se nos va la noche con un adiós roto de besos porel camino, amiga.

El sol

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Yo miro sus pasos hasta que me queman los ojos,cómo escuece el aire. Tú te recoges el pelo sentadaen la cama.

Una noche, quince días de espera. Porritos en losbares de la calle Granada, juntas tú y yo como gara-batos grises en las escaleras.

Sueño que se esfumó, noches insomnes llenas desol y más sol junto a un cielo azul que cerramos enlas mochilas. El tren, los ojos en la nuca, la sonrisanublada. Vuelta a casa donde se aplaca la luz y losbikinis lavados clarean. El sur corre por el desagüey la arena se nos incrusta dorada por siempre.

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Lili bat hartuEta hostoz hosto erantziEta harek zu ere amets

Eta harek zu ere erantzi

Coge una flory desnúdala pétalo a pétalo

que ella tambiénte sueña y te desnuda

Canción de Mikel Laboa

y otras flores

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Gautxori

Para llegar a mi casa había que subir varios tra-mos de escalera que remataban el final de una hilerade viviendas plantadas a un lado de la calle.

En frente, otras más bajas se alineaban una juntoa la otra como los vagones de un tren. Las mujerescharlaban desde sus ventanas haciendo vibrar laquietud del paisaje.

El barrio se dividía en calles de diferentes alturas.De lejos, era una gran tarta salpicada de antenas yventanas contra un fondo de hierba y un cielo batidode nubes.

Sus calles bullían de voces y gente caminando poraceras y cuestas.

Una de sus caras se asomaba a la curva de Txi-kierdi, observando camiones y coches en un ir yvenir constante, en el que arrastraban las hojas y pa-peles perdidos en el asfalto. Algunos baches sorpren-dían las ruedas con un salto, lanzando quejidos dechapa y goma.

El resto del barrio miraba a una muralla de verdestonos, desde las brillantes y redondeadas cimas delos montes tocados por el sol, a las más frescas yprofundas arboledas cuajadas de manzanos.

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El río Urola emanaba un penetrante olor a cienoen cada bajamar, mostrando en sus orillas, plácidashuertas de lechugas, puerros y tomates. La tierra seelevaba en una extensa mezcla de colores que abríasu corazón hacia el húmedo techo.

Entre saltos y risas, pasaban las últimas horas dela tarde, en medio de una agradable corriente de aireque hacía volar nuestras faldas al menor descuido.

Mi casa sobresalía blanca y verde entre las demás.Con su tejado rojo y plano daba por finalizado aquelbreve ascenso de balcones. Su entrada ancha de es-calones nos abría una puerta al juego los días deviento y lluvia.

Barrotes de hierro se incrustaban como filigranasen la hoja de madera donde nos encaramábamos,para balancearnos de dentro a fuera echando haciaatrás nuestras cabezas, rozando el suelo con trenzasy coletas en un divertido vaivén de cielos que se tor-naban carruseles de mareantes nubes.

Los balcones, rodeados por verdes columnitas,eran miradores desde donde contemplar la gran fá-brica de conservas Ortiz.

Un humo denso trazaba el cielo, impregnándolode olores a atún cocido todo el verano. Las negrasfumatas rotas por la brisa, rasgaban el azul inestabledel día, mientras jugábamos a la cuerda en cantine-las quebradas por los saltos.

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La colada

Los sábados amanecían llenos de ropa. Una lava-dora daba vueltas hasta la hora de la comida, empe-ñada en remover montones de prendas. Mi madreseparaba sábanas, buzos de trabajo, mudas… el olora jabón se mezclaba con el vapor de la olla y un so-nido de hogar se convertía en telón de fondo juntoal parloteo de la tele.

Sentada en la salita ojeaba los cuentos tantasveces repasados, dejaba mis gafas sobre el asientopara llevarme los dibujos a los ojos y así poder dete-nerme en los pequeños detalles: Las sartenes y loscazos colgando sobre el fogón de la cocina, una si-llita de madera con el respaldo en forma de corazón,la pequeña mesa cubierta por un mantel de cuadrosy cuatro platos humeantes colocados sobre ella. Laventana con sus cortinas recogidas a los lados pordónde miraba Ricitos de oro, que enseñaba la punti-lla de sus pololos rosas.

Mis hermanos llegaban a la hora de comer, yo losesperaba ansiosa de esos momentos de juego, cadavez menos compartidos. Rafa me levantaba de ungran impulso acercando mi cabeza al techo.

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—¿Quieres ver a Dios? —Yo decía que sí y lo mi-raba desde arriba con los picos de mi melena rozán-dole la cara.

Mis piernas se habían estirado y eran ya tan largasque pendulaban patosas en el aire. Me dolían las cos-tillas del propio peso alzado desde ellas y finalmentebajaba de un salto con un suspiro de alivio.

La secadora eléctrica expulsaba chorros de aguapor su boca y yo me sentaba encima para evitar quesaliera danzando en espiral por la cocina.

Mi madre recorría las habitaciones limpiando ytendiendo la ropa cada vez que la máquina cesaba ensu tarea. Sacudía sábanas con todo su cuerpo, luegolas colgaba de espalda a nosotros y de cara a un marrepleto de pinos.

Los primeros pisos eran tan bajos que no dispo-nían de espacio para tender la colada en sus venta-nas, por lo que detrás de la casa comenzaron aalzarse unos cuantos palos en la tierra húmeda. Ro-llos de pita iban de un lado al otro muy tensos, for-mando una hilera de tendederos.

Cada mañana las vecinas recorrían un senderoabierto en la hierba para colgar la ropa recién lavada.Guadalupe subía la cuesta balanceando su barreño

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en la cadera. Tras los rápidos movimientos de susmanos, aparecían decenas de sonrisas tendidas lu-ciendo en las comisuras pinzas de madera. Calceti-nes, camisetas, pantalones... colocados por familiasde colores pendían inquietas, y las blancas sábanasse retorcían como gigantes desprendiendo aromas adetergente.

Un chasquido blanco traspasó las nubes y el granestruendo precipitaba el chaparrón que acompañabaa las vecinas corriendo y llamándose unas a las otraspara recoger la ropa después de una breve mañanade sol.

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Un ramo de margaritas

Abril soplaba nuestras frentes, las templaba delluvia y sol. La primavera se colaba entre bufandas yguantes arrancándolos para poder cortar aquellasmargaritas que brotaban en el paisaje repentino que,como presa del hipo, salpicaba con cientos de floreslas campas rabiosas de verde.

En una hermosa alfombra bicolor, los insectosplaneaban bajos y lentos sobre sus corazones bri-llantes de polen.

Algunos libros rodaban olvidados en el césped, alcompás del viento y las verdes calvas, dibujabanmanchas de ausencia y clorofila. Puñados de floresllenaban el hueco de nuestros uniformes. Lancé lasmargaritas al aire y las volví a recoger enmarañadasy vivas con el vuelo de mi falda.

Camino a casa, empuñaba la primavera en ungran ramillete y con él, la llegada de aquellos días delargas horas de luz y juegos hasta finalizar agosto.Ese eterno verano…

Mi madre abrió la puerta secándose las manos enun trapo de cocina y al verme, corrió en busca de un

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jarrón para sumergir las flores en agua. Las colocabaa distintas alturas, ahuecándolas, colmando el jarrónde pétalos. Sus dedos se esmeraban en la tarea hastaconseguir un ramo deslumbrante. Sobre la mesa elrecipiente lucía unos tallos aumentados por el lí-quido transparente.

Separé del jarrón sagrado una margarita y la des-hojé despacio. En un rincón sentada, dejé que losrayos del sol me permitieran ver cada pétalo unidoa su botón dorado.

Con la flor ante mis ojos arranqué de una en unalas finísimas hojas cuidando de no llevarme entre losdedos un blanco “no me quiere”.

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Tomates

Puede que fuera verano, aunque el cielo se empe-ñase en negarlo con aquél circular de nubes infladasde gotas. El monte verde como las huertas cercanasa la casa rezumaban una humedad de acuarela. Conel pantalón remangado y la espalda encorvada, An-tonio arrancaba tomates al ritmo de sus crispadasmanos. Las ausencias dulces flotaban en las matasrevueltas de flor y tierra.

Ese mediodía sonó el timbre y Antonio asomótras la puerta con un cigarro colgando en los labiosde tristes comisuras, pelo oscuro de hebras plata en-treveradas y profundos tachones en la frente.

—Dale esto a tu madre —parpadeaba tras las dan-zas del humo, dejando sobre la mesa unos cuantostomates rojos, aterciopelados… —Son para ensa-lada, dile que no espere a mañana. ¡Ah!, y que se losregalo yo. Salió lento y con sus piernas algo zambas,bajó los tramos de escalera acompañado por un sil-bido de nicotina mentolada.

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Por la tarde el cuchillo de las patatas abría un car-noso corazón de semillas, partido en dos medias de-licias para la merienda, a la sazón, unos granitos desal.

Un agosto de cuerda barría el suelo en saltos de“al pasar la barca”, faldas al vuelo y mordiscos de to-mate.

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La falda de pana

El espejo la mira soltarse el pelo y ella gira sucuerpo de un lado a otro hasta que la falda abre suvuelo como una flor quebrada. Junta las piernas depalillo, se mira las rodillas magulladas por los juegosde la calle y pasa su dedo con saliva sobre un pegoterojo mercromina. Rosa salta cogida a las manos desus padres, con la falda de colores. Las voces sobre-vuelan su cabeza.

—Saca tú los billetes, Manuel, que yo te esperoaquí con la niña —dice Carmela sentada en la esta-ción sombría de carteles gigantes, anuncios de “ColaCao” y “La Casera”.

Tras una intensa tarde en el asiento de madera,un largo aburrimiento satura los vagones con carre-ras y cantos infantiles. Mientras Rosa juega con losbotones plateados, el tren alcanza su destino. En elandén, el sol deja ver los últimos rayos por encimade los altos edificios. Trazos violeta y oro se fundensobre la ría gris, tornasolada.

—Abuela, ¿estoy guapa? —Da vueltas como unapeonza —se tambalea mareada, aparta los rubiosmechones de su cara y ríe —Todo el mundo miraba

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mi falda —alza con el pellizco de sus dedos un picode pana rosado y se lo acerca tirando de sí mismahacia ella.

Rosario suelta una carcajada en la mecedora. Elpelo blanco, la boca oscura y las chispas de sus ojosiluminaban aquel vestido negro por años de luto.

—Ven aquí, chiquilla —se da unos golpecitos enel faldón y extiende sus manos. Rosa se le encaramaa las piernas. Abuela y nieta mecen juntas sus carasen lo que quizás fuera el último abrazo.

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Mis primos

El verano traía consigo a la familia. Mis primosasomaban por las escaleras que daban a Gautxoricada junio con un balanceo de bolsas en la mano.Sus figuras avanzaban proyectando dos finísimassombras al caer la tarde. Por todo equipaje un baña-dor, pantalones y camisetas de quita y pon, bocadi-llos para el tren y un taco de Tebeos en la otra mano;una balanza equilibrando la ilusión y la cuenta atrásde los días de vacaciones.

Los colchones desfilaban desde las habitacionesal pasillo improvisando camas verticales de día, ho-rizontalmente estrechas por las noches. Un hueco enel armario para dos montoncitos de enseres.

Los vasos de gaseosa pintada con vino saciabanla sed del viaje en aquella cena de tortilla de patatasy un buen tazón de leche con galletas.

Instalados en cualquier lugar de la casa, orienta-ban su mirada al mar igual que un par de girasolesatraídos por su astro. La noche removía nervios pro-vocando vueltas en la cama, carreras en las repetidasvisitas al baño hasta que caían rendidos de madru-gada tras saborear sus propias ganas de verano.

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Un sol tacaño de luces no impedía que la playa seconvirtiera en ese peregrinaje diario de toallas alhombro y meriendas hasta casi oscurecer el día. Lasespaldas enrojecidas los traían de vuelta a casa consus camisetas desbocadas y las chancletas a rastras.Dormían boca abajo cubiertos hasta la cintura conla sábana y unos pañitos de vinagre para alivio desus quemaduras.

Un par de caracolas reposaban junto a sus sonri-sas dulces, cansadas…

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El melonero

El barrio despertaba lento mientras un camiónsubía renqueante por la cuesta con su cargamentode melones y sandías.

La lluvia de piedrecillas nos saltaba a las piernas,haciéndonos retroceder para verlo pasar tambale-ando su toldo de rayas verdes.

—¡El melonero, señoras! ¡Ha llegado el melone-rooooo!

Esta cantinela tan familiar reunía a las vecinasque salían de los portales enfundadas en sus batasde casa, sujetando bajo el brazo un monedero declic-clac. Se acercaban en grupitos al camión divi-sando el apelotonado y verde fondo del vehículo.

—¡Qué buena pinta tiene esa sandía, muchacho!Anda y ábrela que yo la vea, no vaya a ser queluego…

El melonero daba a probar la fruta cortando cua-draditos y pinchándolos con un afilado cuchillo.

El zumo impregnaba el suelo con sus gotas yalgún perro lamía la golosina, colocando sus patas

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delanteras sobre el improvisado mostrador demadera.

—¡Compren señoras, están dulces como la miel!

Las mujeres tomaban las piezas de fruta, se lasacercaban al oído y las golpeaban suavemente conlos nudillos.

—¿No estará pepino? Mira que si no me devuelvesel dinero…

Ese sábado el postre en las comidas ocupaba unvoluminoso espacio sobre la mesa: un melón o unaenorme sandía de Villaconejos. El sonido de un cu-chillo tropezaba con las pepitas y un abrir carnosoresplandecía rojo en los semblantes de la familia.

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A la escuela

Un txirimiri diario caía sobre tejados y aceras,perlando las calles del barrio. El olor a cal se agaza-paba en los portales subiendo por las escaleras hastalas casas.

Rachas de viento soplaban en la ventana, remo-viendo cortinas y la bolsa de agua navegaba en mispies ansiosos por mantener su contacto. Los sonidosde goma calmaban mis tiritones, en un duermevelaen el que esperaba a mi madre para que sellase misueño con un abrazo.

Al pie de la ventana miraba la calle mordiéndoselos labios y crispando entre sus manos los visillosblancos. Un recuerdo de invierno desempolvaba suálbum de niña, de fotos sepia... El cielo desplomado,una casa arrancada de cuajo y ella, en su rincón, apo-yaba la espalda contra la pared.

“Quédate en la cama, niña, que está lloviendo”, mesusurraba. Sin respuesta, busqué mis calcetines enel suelo, templándolos entre las manos como a pája-ros ateridos antes de ponérmelos. La camiseta se pe-gaba a mi cuerpo y el uniforme caía hasta las rodillascon sus tablas azules.

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La leche hervía en la olla mientras mi madre ibade una habitación a otra estirando mantas, mullendoalmohadas y colocando las colchas infladas de boa-tiné sobre las camas.

La lenta subida de la leche me mantenía pegada alrecipiente observando esa doble danza del humo. Bur-bujas de nata escalaban por las paredes del puchero,hasta que un bullir rabioso llegaba a su boca de latón.

—¡Amá, corre, corre, que se va la leche, que seva...! —y apartando mi cara de vahos, quitaba la olladel fuego. Un sonido se desparramó sobre el fogón,impregnando la cocina de vapores chamuscados.

La ventana goteaba hasta el suelo por los azule-jos y yo abría abanicos de agua con la mano sobrelos cristales dejando ver las tejas de la casavecina: una, dos, tres..., me perdía en la cuenta, in-tentando contarlas en una tarea imposible de con-cluir por el persistente movimiento de mis ojos.

Juanita esperaba en el portal y yo bajaba colocán-dome la capucha de lana sobre los hombros.

Un grupo de niñas caminábamos en hilera haciael colegio, hasta la verja forjada de picos. Aquellosmiradores de cielos, igual que mis ojos, buscaban pá-jaros y nubes desde el ventanal de primaria.

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Foronda

Foronda volvía a florecer, rodeando su castillocomo a un corazón de piedra. El verde esmeralda cu-bría las campas y se encaramaba a los árbolesabriéndose en las ramas. Los pájaros de plumóndulce llenaban la tarde con sus vuelos poblando detrinos las copas.

La primavera llevaba a las niñas de excursiónhasta aquel paraje que como una corona dominabalo más alto del pueblo.

Subían la cuesta formando filas de a dos, hacia lagigantesca puerta de hierro y el azul de sus batas co-loreaba el camino que las dirigía al castillo.

Una explosión de hojas asomaba furiosa entre lasrejas y las rendijas de piedra. A su paso, las alumnas,arrancaban las húmedas láminas para construir flau-tines, en un contagioso soplar de notas como verdesinsectos.

Rosa garabateaba un pez en la pared de la forta-leza y la brisa de arena la hacía guiñar. Se colocó lasgafas para observar desde su rincón el círculo decompañeras intercalado de algunas monjas, que re-mangaban sus faldones para sentarse en el césped

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junto a ellas. Aquel lugar pintado de hierbas y soleslas convertían en mujeres distintas, dispuestas parala risa y el juego. A Rosa le sorprendió verlas reír,morder a dentelladas las manzanas. Se acercó algrupo y abrió su bolsita de tela para merendar sen-tada en el redondel.

Las manos de las pequeñas se alzaban traviesasen un juego por rozar sus tocas queriendo adivinarqué escondían bajo esos oscuros velos. Los hábitoslas convertían en misteriosas mujeres iguales entresí, con sus caras enmarcadas por los rebordes blan-cos de tela. Solo el timbre de las voces y el volumende sus trajes les permitían ser reconocidas, al menospara Rosa.

La hermana Margarita sacó un gran manojo de lla-ves y condujo a las niñas hasta la entrada del castillo.Un griterío la rodeaba impidiéndole encontrar la ce-rradura.

Por fin, un chirrido precedió al portón que poco apoco se abría y dejaba que aquel silencio, las absor-biera hacia su interior. Sus corazones latían desbo-cados al pisar la estancia.

Los ojos abiertos como peces en un mar de pie-dra, buceaban alerta a los techos infinitos y muroscubiertos de pinturas. Las lámparas chispeaban en

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los salones con sus mil cristales y las alfombras im-primían pequeñas huellas, cruzándose en curiosospaseos por la fortaleza.

Atraídas por una gran escalera Juanita y Rosa sedieron la mano. El caracol de mármol subía hasta unlucero de sol y sus miradas ascendieron al unísono.Se apartaron del grupo y acercándose a la barandilla,comenzaron a subir poco a poco los escalones. Jua-nita tiraba de su amiga hasta llegar al primer rellano.A Rosa le temblaban las piernas como si fueran de ge-latina y tuvo que agarrarse más fuerte al pasamano.

—Sujétate bien, no mires hacia abajo. —Le decíaJuanita —Mírame a mí, solo a mí, que ya estamoscasi en la cima.

Las dos ascendían en una agitada carrera provo-cada por aquel misterio.

El murmullo de sus compañeras era cada vezmayor, lo que las tranquilizaba: nadie se acordaríade ellas inmersas en esa algarabía.

Las gafas de Rosa se empañaron por el miedo yemborronaban aquellas empinadas escaleras en sudespegue al cielo.

Una puerta estrecha chirrió al roce y ante ellas apa-reció una almena desde donde se divisaba Zumaia.

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En la diminuta terraza, el viento les deshacía lastrenzas, sus miradas volaban sobre el pueblo. Con-templaban las nubes levitando en el azul intenso y elcontinuo de montes rezumando clorofila a su alre-dedor las paralizaba. Grupitos de casas se apiñabanpor todas partes, mientras la parroquia se alzabacomo un gigante gris que rasgara el cielo.

La bandera del castillo sacudía su paño de coloresresonando de vientos como la vela de un barco. Lasráfagas de aire les alzaban las faldas, ellas rieron y seasombraron con todo lo que rodeaba Foronda del queeran dueñas desde aquella almena. Sus casas podíanverse tan enanas que Rosa no pudo distinguirlas.

—Sí, están allí, —Juanita estiró su mano hacia unborrón verde —con los tejados rojos y nuestrospinos detrás, qué oscuros son. Mira los manzanos, siparecen de juguete. —Volvió a señalar.

Un portazo sonó a sus espaldas acallando lasrisas, dejándolas pegadas a la barandilla.

En su continuo intento por abrir la puerta, Juanitaforcejeaba con la manilla. Su cara roja implorabaayuda.

—Ven, que no puedo sola. —Y en un frenéticobaile a dos, se alternaban hasta quedar con lasmanos doloridas.

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El frío de la tarde las acurrucó en el suelo unajunto a la otra, sin saber qué hacer. Aquel miedo fuetransformándose en llanto y las lágrimas en hipidos.

Tímidamente comenzaron a tocar la puerta, te-miendo y deseando ser descubiertas.

Las niñas recogían del césped algunos papeles yse ponían las chaquetas para volver a casa.

Desde la almena se escucharon gritos:

—¡Hermana Margarita! ¡Estamos aquí! ¡Sacadnosde aquí!

Unas llaves giraron ruidosas y entre tiritones demiedo y frío bajaron precedidas por la monja que, devez en cuando, se detenía en las escaleras para com-probar que la seguían en el lento descenso hasta lacalle.

Las pequeñas esperaban en su fila destartalada,mientras ellas se colocaron, cogidas de la mano y pe-sarosas por el castigo que supondría ese aventuradoascenso a lo más cerca del cielo que habían estadonunca.

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Las bombas de crema

Acurrucada en el sofá, Rosa escucha la lluvia quese interrumpe por el sonido de la llave, una leve tosantes de abrir la puerta. Carmela restriega los zapa-tos en el felpudo y entra con un quejido.

—¡Vaya viento! No se te ocurra salir hoy a la callecon este tiempo, ¿eh?

Rosa se envuelve en la manta al sentir el aire dela escalera pasar con su madre hasta la cocina. Elfrío le enrojece la cara y sus lunares sobresalen pun-tiagudos. Con un hábil movimiento deshace el nudodel pañuelo y lo deja sobre la silla sembrándola deflores. Se recoge el pelo crespo en una cola pocoapropiada para su edad y abre los armarios de las ca-zuelas...

—Niña, anda pon la mesa, que ya vienen tus her-manos. —Dice ciñéndose el delantal con una granlazada. Sus manos rojas palpitan en cada gesto y susonrisa curva las palabras de un dulce batata.

Rosa encoge los hombros, rebusca en la cesta re-pleta de verduras y carne aquel papel blanco de le-tras rojas: pastelería Zubia.

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Allí estaban, gemelas, tostadas, con su pátina deaceite y esa abertura que mostraba un centro amari-llo vainilla, sellado a fuego en su paladar. Las bom-bas de crema. Un beso estalla en la mejilla helada deCarmela, y con los labios fríos, la niña se arrellanaen el sofá para ver la tele con su boca crujiente deazúcar.

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A punto de nieve

La ciudad me pareció desnuda, como si se mos-trara por dentro, exhibiendo sus vísceras de estre-llas, su íntimo y blando universo.

Los paisajes mirándose sin reconocerse, cuajadosde plata, de montículos en páginas de cristal.

Las playas estremecidas al contacto de la fugazcaricia, y las olas, en acompasados vaivenes, la-miendo su helado tendido en la arena.

La isla, callada a lo lejos, hechizaba las aguas consu fulgor reciente, dormida entre nubes extendía suchal de lino gris perla.

En las calles la gente encorvada y sumida en hon-dos caparazones caminaba como tortugas de lanadeslizándose en idas y venidas… mientras el vientogiraba en loco remolino, arrebatando sombreros ycrispando las manos sobre abrigos y bufandas.

Con mi paraguas de motas invisibles, daba tras-piés en los torpes e improvisados patines de mis pies.

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Los niños volaban sus risas en cometas sin corde-les, salpicando las aceras de mágica algarabía cru-zando cadenetas en las prisas de la gente.

La nieve rebuscaba grietas, coronaba aleros y ad-hería a las fachadas su trazo de rotunda gloria. Losrelieves de arenisca y blanco fuego crepitaban enabrazos fríos, verticales…

Me detuve un momento junto al parque de Cris-tina Enea, que mudo de escarcha, brindaba susaguas, sus serpientes de azúcar soñando en lasramas… y un camino bullendo en ríos de espuma alos pies de sus recios guardianes.

Prohibido pisar el parque, no tocarlo siquiera, yasí, tuve que irme con mi alforja vacía de promesas.

Subí lenta la escalera, aspiré las húmedas pare-des. El pasamano crujía ritmos de madera en su úl-timo rellano. Allí, en lo alto, mi casa de puertas yluceros, tejía su diciembre de punto y flor.

Sacudí el paraguas y unos copos ya marchitoschispearon en la entrada.

Cerré con llave tras de mí y corrí hasta la ventana.

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Detrás de los cristales pude ver otros tejados, lostejados de Dickens inventando cuentos, su quinquétemblando sombras en renglones infinitos…

Veo de lejos los balcones, las familias en suscenas circulares, sopas de palabra, platos hondos dehumeante vida...

Mi gato, viajero de lunas, duerme sus siestas con-migo. Luego, cubierto de hilos rotos, salta a la callesin su disfraz de animal preso.

Las farolas despiertas y amarillas, tiritan en hile-ras. Un aroma a invierno me envuelve con soporesdulces, recién salidos de un gran horno azul.

Subo a la noria del sueño con mi lámpara encen-dida y un cuaderno en el regazo. La luna sonríe delado dejando regueros de acuarela en polvo.

La noche se estira a lo alto, gime y dobla su tallede flor. Yo me acurruco entre sus pétalos paradormir al amparo de ese lienzo plagado de copos yestrellas.

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Dedicatoria 3

Agradecimientos 5

De historias 11

Paparruchas 13

Desatraco 15

Muerte por chocolate 20

¡Dioptrías a mí! 22

Azucena tronchada me pareces I, II 30

Estrella 36

Fotos a color I, II, III, IV 36

Encuentro en la hojarasca 40

Sirope – Siropá 43

Tuvieron que ser los monguis 47

La mujer del diputado 51

Lo tuyo es el cine 55

El sol en lo alto 57

Índice

Page 148: De historias y otras flores

Tarde de playa 59

Cumpleaños final 63

Bailarina 67

El ensayo 67

El ocaso 68

En platea 69

Presagio 72

Paseo y escamas 78

Eros y estornudos 84

Un domingo cualquiera 87

Morfeo qué feo 95

Tontoliver 99

Adiós en re mayor 103

Diez segundos de duda 105

Ojo de luna 109

El sol 112

Page 149: De historias y otras flores

y otras flores 115

Gautxori 117

La colada 119

Un ramo de margaritas 122

Tomates 124

La falda de pana 126

Mis primos 128

El melonero 130

A la escuela 132

Foronda 134

Las bombas de crema 139

A punto de nieve 141

Page 150: De historias y otras flores

De historias y otras flores es mi primerlibro con el que deseo llegar a ti para suge-rirte, pellizcarte, animarte a que te cueles encada una de las partes que lo conforman,como si dispusiera de una varita mágica queespolvorease sus páginas.

La primera de ellas está elaborada con soplosde aires recientes, tonos dispares, con la in-tención de componer un ramillete fresco ymulticolor, formado por especies recogidasen las orillas de los caminos, son flores sil-vestres, algunas más salvajes que otras, tam-bién tiernas y delicadas se encaraman a lostallos salpicándolos con puntos de luz. Juntaspretenden reflejar momentos ilusionantes,inesperados o pensados a machamartillo. To-das forman un pequeño collage donde apa-rece poco a poco el contorno de esta que teescribe.

Ojalá que la última parte del libro te lleguecubierta con su pátina dorada extraída delos veranos infantiles, de los guisos y juegos,olores e imágenes persistentes aún hoy enmi memoria. Cuando cierro los ojos lleganlas voces, los rostros danzantes de aquel ho-gar, escenas transformadas en un rosa me-lancólico. Estas otras flores están en mis sue-ños, tamizadas por los años, emitiendo lafragancia más pura que puedo exhalar. ¿Lasientes?

Page 151: De historias y otras flores

Leer a Miren es un paseo por los sentidos. Sus relatos cortos llenos deimaginación y poesía nos llegan directos al corazón. A través de lospárrafos nos introduce en un baile de sinestesias convirtiendo lasvivencias y emociones en aromas, formas y colores que nos trasladan asu mundo, como si estuviéramos ahí, con ella en la cocina, metiendo eldedo en la cacerola de caramelo, sintiendo el frío mientras escuchamosel sonido de los pasos sobre la nieve, aspirando el brillo plateado de lasanchoas o reviviendo nuestros primeros besos de sol, arena y coca cola.

Begoña Gómez

De historias y otras flores es un crisol de sensaciones y paisajes, unálbum florecido de imágenes salvadas del repolvo oxidado del tiempo, unhuerto bien cuidado donde brotan los recuerdos más entrañables condestellos de luz que nos acarician e incitan a disfrutar en cada encuentro.

Lo tomamos entre las manos como si tomáramos una joya y sentimos enlas yemas de los dedos el latido del corazón que le da vida obligándonosa seguir leyendo, y lo hacemos página tras página, arrobados, como sirepasáramos las perlas nacaradas de un collar escogidas por su especialbelleza. Un libro para sentir y disfrutar, identificándonos con lo queleemos.

Eutiquio Cabrerizo