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De la biopolítica a la necropolítica: la vida expuesta a la muerte | Ignacio Mendiola
De la biopolítica a la necropolítica: la vida expuesta a la muerte Ignacio Mendiola. Universidad del País Vasco
1.- Esbozo preliminar sobre la vida expuesta a la muerte
Comencemos con dos imágenes, dos relatos, en los que poder intuir ya aquello que
habrá de recorrer la reflexión que aquí se propone. La primera alude a lo que narra
Hans Erich Nossack en su libro El hundimiento, en donde cuenta cómo vive él en 1943
la destrucción de la ciudad de Hamburgo llevada a cabo por británicos y
estadounidenses mediante una sucesión de ataques aéreos. Literatura del desastre
que expone la confrontación con un paisaje devastado, con un espacio inédito que
lleva incorporado la destrucción, la erradicación violenta y súbita de los hábitats que
antes se habitaban, la evaporación de aquellas formas de vida que daban forma a los
hábitats. Nossack habla de las ruinas que contempla horrorizado, avanza en medio
de la destrucción dejándonos escenas de un mundo casi inaprehensible, de un vivir
que busca retazos a los que asirse para poder recomponer lo social; un tránsito entre
las ruinas que es también un recorrido por los restos de un lenguaje que hay que
rearticular para nombrar esa destrucción. Desde esa dificultad para nombrar algo
que se ha tornado irreconocible, Nossack propone lo siguiente: “Se entendería mejor
si lo contáramos como un cuento al anochecer. Erase una vez un hombre al que
ninguna madre alumbró. Un puñetazo lo arrojó desnudo al mundo, y se oyó una
voz: “tú verás cómo te las arreglas”. Entonces abrió los ojos y no supo qué hacer con
lo que lo rodeaba. Y no se atrevía a volver la vista atrás, porque a sus espaldas no
había más que fuego” (2010: 37). Vivir desnudo en la intemperie, vivenciar la
extrañeza radical: “Lo que nos rodeaba no recordaba en absoluto lo que habíamos
perdido. No tenía nada que ver. Era algo distinto, la extrañeza en sí misma, lo
imposible por antonomasia” (2010: 56). Habitar aquello en lo que apenas hay nada
reconocible, experimentar lo extraño, vivenciar un espacio que si bien antes quedaba
revestido de la familiaridad de lo cotidiano ha quedado ya inmerso en un proceso
que lo torna radicalmente ajeno, un espacio que acaso parece evacuar la posibilidad
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de poder ser habitado, un espacio que podríamos convenir en definirlo como
inhabitable (Mendiola, 2014), aún cuando ahí también se podrán activar estrategias
para recomponer la cotidianidad, para rehacer esa vida que ha sido negada.
La segunda imagen no nos confronta ya a un espacio que se descompone sino
al modo en que el sujeto mismo se descompone porque es llevado a una geografía
que se articula para dañar, para deshacer al sujeto. Relatos, en este caso, provenientes
de personas torturadas en la dictadura militar argentina. Nora Strejelevich narra así
en Una sola muerte numerosa el momento en que es detenida: “Pero no todos los días
¿o todos los días? Se rompen las leyes de la gravedad. No todos los días una abre la
puerta para que un ciclón desmantele cuatro habitaciones y destroce el pasado y
arranque las manecillas del reloj. No todos los días se quiebran los espejos y se
deshilachan los disfraces. No todos los días una trata de escapar cuando el reloj se
movió la puerta torció la ventana trabó y una gime acorralada por minutos que no
corren. No todos los días una tropieza y cae manos atrás atrapada por una noche que
remata su vida cotidiana. Una se marea por la vorágine de retazos de ayeres y ahoras
aplastados por órdenes y decretos. Una se pierde entre sillas dadas vuelta cajones
vacíos valijas abiertas colores cancelados mapas destrozados carreteras inacabadas.
Una apenas siente que los ecos modulan -¡te querías escapar, puta!- y que una boca
inmensa la devora. Quizás murmuren voces conocidas: ni ella ni él están en nada.
Pero una está aquí, del otro lado, en este cuerpo precario. Suelas tatuadas en la piel
bota en la espalda arma en la nuca” (1997: 15-16). Pasaje sin comas en donde acaso se
quiere transmitir la impresión de un torbellino que te atrapa sin darte un mínimo
respiro; no hay pausas, momentos en los que pararse a reflexionar sobre lo que está
pasando. Uno ha quedado capturado por una lógica que le asalta y que rompe en un
instante con todo aquello que le resultaba reconocible: todo queda desmantelado, los
espejos se quiebran, los minutos no corren, la vida cotidiana, en definitiva, se remata.
Pilar Calveiro, por su parte, en su ensayo Poder y desaparición, nos habla, por así
decirlo, desde dentro, cuando ya se está inmerso en lo inhabitable: “La vida del
hombre cobra sentido en su relación con otros hombres. Cuando se rompen todas las
referencias personales, afectivas, intelectuales y… se sigue viviendo, la existencia
cobra un carácter irreal” (Calveiro, 2005: 104); vivir sin referencias, desgajado de lo
cotidiano, confrontado frente a un poder que opera sin límites, con la sensación de
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que allí, para quien inflige la violencia, todo es posible: “Como si ese poder, que se
pretendía casi divino precisamente por su derecho de vida y de muerte, pudiera
matar antes de matar; anular selectivamente a su antojo prácticamente todos los
vestigios de humanidad de un individuo, preservando sus funciones vitales para una
eventual necesidad de uso posterior” (Calveiro, 2005: 49). Y ese poder que mata antes
de matar no es, podríamos decir, sino la consecuencia de haber rematado la vida
cotidiana: experimentar la captura que te aleja de la trama de relaciones en las que se
estaba inmerso, que te despoja de los refugios a los que uno podría asirse para paliar
mínimamente la violencia que llega, experimentar en la piel misma la insoportable
cercanía de lo inhabitable.
Tenemos aquí, en los dos relatos presentados, una doble bifurcación que
remite, en primer lugar, a lo bélico y lo punitivo en tanto que escenarios en donde lo
inhabitable irrumpe con una claridad aterradora, límpida. Lo bélico se acomete
desde una lógica de la destrucción: el espacio habitado, reconocido, desaparece
mediante una violenta y radical desestructuración; lo punitivo, por su parte,
despliega (cuando se practica transgrediendo los criterios mínimos de la dignidad
humana) una lógica de la sustracción: el cuerpo detenido, retenido, al que se le
despoja de los hábitos y hábitats reconocibles para quedar expuesto a una violencia
irrestricta. Aún cuando no sea este el ámbito en el que nos moveremos, sí es preciso
acotar que esta bifurcación entre lo bélico y lo punitivo, lejos de ser la antesala de
caminos diferenciados, designa una distinción (como aquella que se abre entre lo
militar y lo policial), en la que es posible aprehender toda una serie de remisiones e
interferencias mutuas (Neocleous, 2014). En según lugar, la otra bifurcación que de
ahí se desprende, aquella que remite a lo espacial y lo corporal, es aún más
refractaría a cualquier intento por oponer ambas cuestiones, demandando un
recorrido en donde estos ejes devienen indisociables, ya sea en el plano teórico
(Lefebvre, 2013) o histórico, referido este, por ejemplo, a la conformación de la
ciudad (Sennet, 2003). Recorriendo esas interacciones entre lo bélico-punitivo y lo
espacial-corporal, veríamos, en los ejemplos citados, cómo la destrucción de los
espacios incide indudablemente en la corporalidad que experimenta esa situación,
pasa por la piel, por el sentido, por el sujeto que incorpora la precarización vital
desatada, del mismo modo en que el cuerpo sustraído experimenta la violencia en la
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geografía de privación de libertad que el poder punitivo recrea en su hacer. Es en el
marco de esos entreveramientos atravesados y conformados por prácticas violentas
que se abren a lo material y a lo simbólico, que poseen manifestaciones estructurales
y cotidianas, en donde habrá que indagar en la irrupción de lo inhabitable, allí, como
trataremos de argumentar, donde la vida queda constreñida y tendida hacia una
exposición a la muerte.
No cabe duda que los escenarios bélico-punitivos son ámbitos que han
posibilitado en mayor medida la irrupción de lo inhabitable; no que ahí se produzca
inevitablemente esa inhabitabilidad cuanto que las condiciones de posibilidad que
esta precisa encuentran en lo bélico-punitivo un terreno sin duda fértil en el que
propagarse; por eso comenzábamos el artículo con dos relatos (más allá de sus
específicas condiciones sociohistóricas) ubicados en esa trama y que poseen, además,
una notable fuerza narrativa. Pero también es preciso tener presente, desde el inicio
mismo, que la alusión a lo inhabitable dista mucho de ser un asunto “sectorial”, una
suerte de geografía específica quizás relevante en sí misma pero carente de
relevancia si atendemos a su imbricación en un análisis de carácter más global en
torno a la producción de espacios y cuerpos en el despliegue de la modernidad. La
remisión a lo bélico-punitivo permite trazar los contornos de un escenario que
promueve la irrupción de lo inhabitable pero también posibilita contextualizar la
importancia y significatividad de lo inhabitable en la trama de relaciones de poder y
violencias que subyacen a la conformación de la modernidad.
No se trata ahora de acometer un análisis detallado de lo bélico y sus
conexiones con la modernidad (Dal Lago, 2005) ni tampoco un desbroce
pormenorizado de las relaciones entre punitividad y crueldad (Mendiola, 2014); me
interesa, más bien, sobre el trasfondo que dibujan esas relaciones, trazar un
semblante genérico sobre la (recurrente) producción de lo inhabitable, sobre lo que
supone, por volver a utilizar las palabras de Calveiro, pergeñar intentos para “anular
selectivamente a su antojo prácticamente todos los vestigios de humanidad”: lo
inhabitable funciona a contracorriente de lo que es el con-vivir, del co-existir con
otros en contextos sociales que aun estando inmersos en tramas de relaciones de
poder, posibilitan lógicas de dependencia e interacción a través de las cuales la vida
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se mantiene con vida sin que sea mutilada en su propio vivir. Lo inhabitable arranca
los vestigios de humanidad, los disuelve, hace estallar los mínimos de dignidad que
la vida requiere y exige, confina los derechos humanos a la letra muerta de unas
declaraciones olvidadas, atenta directamente contra el vivir sin necesidad de matar
porque lo que lo caracteriza, en última instancia, no es sino la posibilidad de
producir una vida expuesta: un vivir al que se le quiere despojar de refugios y
protecciones de diverso signo, un vivir puesto a disposición de un régimen de poder,
una vida expuesta a la intemperie, al dolor, al sufrimiento, una vida que no quiere
ser vivida.
Para llevar a cabo esta propuesta se realizará un doble movimiento. En primer
lugar, se abordará el horizonte analítico que encierra el concepto de lo inhabitable,
poniendo de manifiesto sus dimensiones y rasgos más sobresalientes. En segundo
lugar, se procederá a dialogar con algunas de las aportaciones que han tenido más
repercusión en el ámbito de lo biopolítico, en especial la propuesta foucaultiana
(2003, 2006) de imbricar distintos regímenes de poder y la agambeniana (1998)
concernida con la producción de nuda vida. Lo inhabitable tomará elementos de
ambas aportaciones pero recorta sobre ellas una diferencia que posee lazos estrechos
con la propuesta en torno a lo necropolítico desarrollada por Mbembe (2011, 2012).
Este recorrido permitirá articular un relato en torno a lo inhabitable que pone
en conexión espacios y cuerpos, un relato que imbrica escenarios en apariencia
diversos pero que revisados bajo la imagen de lo inhabitable pueden ser
contemplados como ejemplos de una narrativa de largo alcance que en ningún caso
pretende hacer las veces de un metarrelato omnisciente. Una narrativa desde la que
revisitar, en última instancia, las lógicas de producción de los hábitats que
habitamos, como si lo inhabitable fuera también un síntoma (Didi-Huberman) que se
reactualiza, un espejo desde el que ver(nos), desde el que confrontarnos con aquellas
subjetividades que, careciendo de reconocimiento, son más proclives a habitar lo
inhabitable.
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2.- El régimen espectral de lo inhabitable
La filosofía, dicen Deleuze y Guattari, es una disciplina que consiste en crear
conceptos (1997: 11). Más allá de cualquier intento por trazar férreos límites
disciplinares y bajo la premisa de que la tarea misma de pensar debe ser un ejercicio
que atraviesa, problematiza y conecta diferentes ámbitos del saber, desde estas
páginas, retomando la apreciación del devenir Deleuze-Guattari, se pretende trazar
una semblanza del concepto de lo inhabitable, esbozar una reflexión que dibuje sus
contornos, mostrar sus recorridos, sus líneas de conexión, sus potencialidades en
tanto que herramienta con la que repensar procesos sociales que inciden en las
geografías en las que estamos inmersos; eje directriz de una reflexión que indaga en
el ordenamiento de lo social mostrando el trasfondo de violencias simbólicas y
materiales que lo recorren como parte consustancial.
Pensar el concepto de lo inhabitable, exigiría asumir, desde el inicio, que todo
concepto es un campo de intensidad variable en donde tienen lugar articulaciones,
reparticiones e intersecciones; es “una encrucijada de problemas donde se junta con
otros problemas existentes”, componiendo así una “heterogénesis, es decir una
ordenación de sus componentes por zonas de proximidad” (Deleuze y Guattari,
1997: 24, 25). El concepto irrumpe entonces como una hilazón que problematiza, que
entabla vínculos con otros conceptos con el fin de articular un territorio discursivo
que recompone el ejercicio de pensar sobre la base de las conexiones móviles que se
desatan entre sus distintos componentes. Por todo ello, el concepto no está llamado a
reproducir el pensamiento imperante, no se concibe como un ámbito acotado de
fronteras bien delimitadas: el propio concepto trabaja a contracorriente de lo que
sugiere la etimología de la definición (el establecimiento de límites) porque es un
campo, como decía, de intensidad variable cuyos componentes pueden modificarse o
redefinir su trama de relaciones y cuya potencialidad habrá de evidenciarse en su
propio uso. El concepto, en este sentido, opera bajo la lógica de una ciencia
ambulante, itinerante, que consiste “en seguir un flujo en un campo de vectores” con
el fin último de “inventar problemas” (Deleuze y Guattari, 1988).
La fuerza de un concepto como lo inhabitable habrá de contrastarse sobre la
base de estas premisas analíticas, sobre la base de su heterogénesis subyacente que
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abre territorios por indagar. Y aquí hay ya una dimensión de esa heterogénesis –
aquella que orbita en torno a lo que supone habitar- que es preciso encarar en la
medida en que está en el sustrato de todo lo que a continuación se irá exponiendo. La
propuesta de lo inhabitable se levanta sobre la consideración de que la ontología de
lo social está ineludiblemente vinculada a toda una trama de espacios que posibilitan
la conformación de la subjetividad. No tanto reconocer que lo social se da en el
espacio sino que lo social acontece en paralelo a lo espacial, que lo social es
producción de y desde espacios. Lo inhabitable, por ello, se presenta en su propia
formulación como un concepto inherentemente geográfico; dialoga con lo que
supone habitar y, sobre todo, con lo que es o tendría que ser lo habitable. Podríamos
haber aludido a la imagen de lo invivible pero me interesa mantener esta continua
alusión a lo geográfico que la inhabitabilidad comporta porque el vivir, en última
instancia, es una práctica espacializada, un habitar, un estar, ocupar y experimentar
los espacios. Hay toda una corriente del pensamiento que en sus proyecciones
filosóficas (Deleuze y Guattari, 1988; Foucault, 2006; Pardo, 1992; Serres, 1995),
sociológicas (Lefebvre, 2013; Massey, 2005), antropológicas (Ingold, 2000; Whatmore,
2002) o geográficas (Lussault, 2015), proporciona un andamiaje teórico-analítico
necesario para tener presente en todo momento la espacialidad del vivir. Todo ello,
cuyo desarrollo más pormenorizado no tendría cabida en este artículo, queda ahora
como trasfondo, como el sustrato teórico desde el que aproximarnos a la geografía de
lo inhabitable.
Lo inhabitable dialoga entonces con lo habitable (lo vivible) en tanto que
articula una determinada forma de habitar que se caracteriza por su negatividad, por
la imposibilidad misma de habitar esos espacios, por la peculiaridad de estar en unos
espacios que se conforman para negar la vida misma. Lo inhabitable, decía antes,
funciona a contracorriente del vivir, atenta contra la vida, la expone a la intemperie:
en lo inhabitable el habitante se aleja de aquella banalidad que impregnaba los
hábitats y los habitantes, queda suspendido, sin anclajes, sin espacios en los que
reconocerse, sin cuerpos que sentir como propios. Lo inhabitable impone, con
violencia, lo extraño, lo ajeno. Lo inhabitable, entonces, lejos de ser una elección se
impone como castigo, porque en el vastísimo campo de formas de vida que lo
humano ha ido pergeñando no cabría pensar una forma de vida que quisiese para sí
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un vivir que atenta directamente contra la vida misma. Se puede querer la muerte y
practicar el suicidio pero otra cosa, sustancialmente distinta, es querer vivir en una
geografía que atenta precisamente contra cualquier formulación que el querer vivir
pudiera enunciar.
Pensar lo inhabitable desde la exposición a la muerte exige clarificar un matiz
fundamental que hasta ahora no ha sido enunciado, un matiz que alude a la propia
significatividad ontológica de la exposición. Entender en toda su radicalidad la
violencia que subyace a la exposición a la muerte precisa tomar en consideración
previamente que la propia cualidad de lo viviente se da y acontece desde la exposición.
Esta afirmación exige una doble acotación. La primera se rebela contra el principio de
la interioridad en tanto que primacía de la racionalidad y la reflexividad para
entender las formas de estar en el mundo y se rebela porque el inicio mismo de estar
en el mundo pasa ineludiblemente por la corporalidad de la subjetividad, porque
vivir es sentir desde y con el cuerpo, con lo que todo sentido arrastra ya el modo en
que ese mundo se ha experimentado a través de los sentidos que imbrican al cuerpo
con el mundo. La profunda imbricación entre el sentido y el sentir (Nancy, 2010)
estaría en el sustrato de una ontología biopolítica de la habitabilidad (Mendiola, 2014) en
la que el hábito irrumpe como bisagra que conexiona el hábitat con el habitante, una
forma de estar encarnada que deriva del ordenamiento de los espacios habitados y
que se proyecta hacia el proceso de subjetivación. El cuerpo adquiere así una
centralidad irrenunciable en todo ejercicio para pensar el devenir biopolítico en el
que estamos inmersos.
La segunda acotación, por su parte, vendría a reconocer que el vivir encarnado
no puede ser sino un con-vivir, que el cuerpo no está cerrado sobre sí mismo sino
que se abre a otros cuerpos, que los precisa por la simple razón de que vive, y sólo
puede vivir, en tramas de interdependencia. El ideal de una subjetividad centrada
que había olvidado el sustrato ontológico de lo corporal y que, significativamente,
había enfatizado la corporalidad de la diferencia (de esa diferencia indígena,
marginal, sexualizada) despojándola de racionalidad, se revela él mismo como una
falacia que ignora o silencia su propia geografía y esas tramas de interdependencia
que posibilitan toda subjetividad, incluida lógicamente la de aquellos que obvian la
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interdependencia misma. Asumir la apertura corporal de lo humano y su entronque
con tramas de interdependencia es asumir que lo humano se asienta sobre una
vulnerabilidad ineluctable (Butler, 2006), que hay una suerte de herida abierta que
posibilita lo humano y que vivir es, en gran medida, habitar esa herida, habitar la
exposición misma: “El cuerpo es el ser-expuesto del ser” (Nancy, 2010: 28).
Decir que vivir es habitar la vulnerabilidad de lo humano es decir que el vivir
mismo está compelido a encarar, desde la heterogeneidad que se desprende de toda
una miríada de formaciones simbólico-culturales, la apertura misma pero no tanto
para cerrar la herida, como si esta pudiera en última instancia clausurarse, cuanto
para articular formas de vida interdependientes que permitan con-vivir con la
herida, con-sentir formas en las que poder reconocerse y reconocer al otro que
posibilita mi vivir. La asunción de la vulnerabilidad ontológica de lo humano
supone, en definitiva, conferir al cuidado una centralidad irrenunciable ya que ahí se
gesta la posibilidad misma de la vida. Ello en modo alguno supone idealizar el
cuidado mismo: las relaciones de poder lo atraviesan, lo marcan como terreno de
desigualdades y exclusiones, algo que el feminismo no ha dejado de enfatizar. Pero sí
supone subrayar su indudable importancia en tanto que prerrequisito desde el que
pensar y practicar el convivir. Estar expuesto es estar tendido y tenido por cuidado.
Sobre este trasfondo, la expresión que enhebra esta reflexión, aquella que se
despliega en torno al estar expuesto a la muerte, puede ser ahora entendida en toda
su radicalidad porque lo que ahí se suscita, en última instancia, no es sino una
exposición a la cual se le quiere cercenar la posibilidad misma del cuidado con lo que
esa vida, lo inhabitable, se mantiene como mera exposición, esto es, se produce de tal
forma para que conserve su carácter de exposición, imposibilitando al mismo tiempo
que se pueda restaurar lo que la propia exposición demanda y requiere para
convivir. Lo inhabitable vendría a designar entonces la producción misma de la
exposición en tanto que tal, un ensañamiento en y con la herida sobre la que se
asienta la vulnerabilidad de lo humano, la crueldad de querer posicionarse en la
apertura para negar desde ahí toda forma de cuidado. Esto es lo inhabitable: socavar
todo asomo del mundo con-sentido que propicia el cuidado; esto es lo que la
exposición a la muerte desencadena: quedar sumidos en la exposición sin posibilidad
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de cuidado, quedar abiertos, desnudos, a la intemperie, sufrir en la piel y en el
sentido esa violencia que deshace la ontología de lo humano. Expuestos a la muerte,
tendidos hacia su posibilidad, sin que necesariamente haya que matar. Esto es lo que
late, como peligro, en todo el campo de actuación desplegado en torno a lo
inhabitable.
Por todo ello, por esa violenta marca que nos confronta directamente a la
destrucción de la ontología sobre la que se levanta la subjetividad, nos apercibimos
rápidamente de una cierta dificultad para nombrar lo que aquí está en juego. Hay,
cabría acaso sugerir, un cierto aire espectral que rodea lo inhabitable, una suerte de
extrañeza radical, lo inhóspito mismo, un aire espectral desde el que opera no sólo el
ya aludido quiebre de los hábitos, sino también un quiebre de ciertos hábitos
conceptuales para poder pensarlo en su radicalidad. Sin embargo, en el marco de esta
indudable dificultad, quizás la propia figura de lo espectral nos puede ayudar a
pensar lo inhabitable. Si es así, creo que ello pasaría por poner en relación tres
dimensiones que se suscitan en torno a la imagen del espectro.
En primer lugar, constatar que el espectro adviene como huella de algo que le
precede; en su acepción física compone una imagen producto de la interacción entre
una sustancia y la luz, un vestigio en el que leer el modo en que esa sustancia se
comporta bajo unas determinadas circunstancias. El espectro aquí no es un
acontecimiento cerrado sobre sí mismo cuanto la plasmación de algo que le precede,
una suerte de concreción de una realidad más amplia que se atisba tras la imagen
producida. Si llevamos esto a nuestro campo de reflexión podríamos argüir que el
espectro dibujado es la violencia misma que recorre lo inhabitable, sus prácticas
concretas, su quehacer bélico-punitivo, pero todo ello estaría aconteciendo bajo el
influjo (por seguir utilizando el símil) de una luz que responde a un ordenamiento de
lo social que posee derivas político-jurídico-simbólico-económicas. No podríamos
minusvalorar ninguna de estas dimensiones citadas: lo inhabitable se desprende de
un modo de hacer política en tanto que aglutinante de formas de hacer y pensar
desde las que se establece cómo han de quedar configurados los espacios que
habitamos y en donde se dirime el modo en que ahí se produce la vida y (la
posibilidad de) la muerte; requiere de un entramado jurídico que reglamenta cómo
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debe ser el sustrato normativo de lo social y el modo en que este puede quedar
subsumido en una lógica securitaria marcada por la excepcionalidad para hacer
frente a lo que se define en términos de riesgo y amenaza; demanda unas lógicas
simbólicas de ausencia de reconocimiento para un determinado tipo de subjetividades
(aquellas que encarnan la exclusión, el peligro) que quedan definidas mucho más por
lo que son que por lo que han hecho o pudieran haber hecho; y, por último, contiene
toda una forma de entender la gestión económica de lo social, asociada ya al
neoliberalismo, en lo que este tiene de proyecto para mercantilizar y financiarizar la
existencia. Descuidemos cualquiera de estas dimensiones, así como las
interpenetraciones que se desatan entre ellas, y la comprensión de lo inhabitable
comenzará a tambalearse. Podríamos decir, en consecuencia, que la luz (el
ordenamiento multidimensional) que se proyecta sobre la sustancia (la práctica
concreta bélico-punitiva) deja un espectro (la violencia que se desprende de esas
prácticas) que únicamente deviene comprensible atendiendo a las peculiaridades de
las interacciones desatadas entre la luz y la sustancia. La insoportable violencia de lo
inhabitable, el espectro que deja, no puede ocultar todo aquello que lo envuelve y
posibilita.
En segundo lugar, y retomando su acepción médica, cabría hablar de un
espectro para aludir al abanico de síntomas que se pueden tratar con un
medicamento, las circunstancias en las que puede aplicarse. Si la anterior acepción
física nos remite directamente a una determinada plasmación, esta nos conduce, por
el contrario, a una proyección. Llevado a nuestro ámbito de reflexión, cabría sugerir
que lo inhabitable en tanto que espectro no responde únicamente a lo que acontece
en una determinada geografía cuanto a las conexiones que se desatan entre distintas
espacialidades. Es decir, lo inhabitable no es una isla; puede tener contornos muy
precisos y delimitados, pero irrumpe porque ya hay lazos pasados y presentes con
otras geografías. Lo inhabitable, en su acepción geográfica, alude a una trama de
espacios interconectados, a circunstancias que se repiten, a prácticas que sucedieron
en otros lugares, a violencias que operan simultáneamente en geografías distintas. La
geometría euclidiana de contornos nítidos no nos ayuda aquí; precisamos una
topología compleja de lo inhabitable, descomponer la madeja de espacios, sus
cercanías, alejamientos o solapamientos, su conectividad, los flujos de distinto tipo
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que los imbrican. Afirmar que lo inhabitable no es una isla es testificar, en última
instancia, su heterogeneidad constitutiva. Habrá que ver, en consecuencia, en todo
aquello que cubre la proyección de un espectro, las relaciones trenzadas entre esas
inhabitabilidades: componer un relato que posibilite ver las conexiones, desentrañar
lo específico pero verlo al mismo tiempo como huella de algo que lo supera y lo
conecta a otras realidades. Mirada bifocal que transita, conectándolas, por diferentes
geografías evidenciando que todo espacio lleva la huella de otros espacios, del
mismo modo en que el yo lleva la huella de una(s) otredad(es) constitutiva(s).
Y habría, por último, una tercera acepción de lo espectral que merece ser
traída a colación. La etimología del espectro nos recuerda que ahí se alude a una
imagen; imagen de algo cercano, que se está acercando pero que permanece invisible
o invisibilizado, algo que se barrunta que puede estar más allá de lo conocido, de lo
habitual pero que por su propia cercanía ha dejado de ser ajeno, una suerte de
extrañeza que linda con la cotidianidad. En el espectro, cuando se asocia ya a lo
fantasmal, a lo monstruoso, cuando la proximidad se atisba, se desencadena un
quiebre en la normalidad de lo cotidiano, nos confronta con otro orden, con otra
alteridad: “El espectro de lo Otro, de lo no susceptible de domesticación, o sea,
literalmente, de lo inhóspito” (Duque, 2004: 26; subrayado en el original). Hay, por
ello, algo liminar en el espectro (Derrida, 1995), una suerte de conexión de realidades,
la sospecha de que en lo monstruoso no anida una diferencia radical cuanto un
espejo en donde se reflejan temores, deseos, una huella que nos interroga sobre esta
habitualidad que ahora se resquebraja cuando contempla algo inasible e inasumible,
el ejercicio violento, en nuestro caso, por deshacer lo humano, el terror desnudo. La
etimología de lo monstruoso, como es bien sabido, remite a ese mostrarse
(monstrum), pero también expresa una advertencia (monere), acaso el mensaje de que
en esa diferencia, aparentemente extraña, inasumible, que lo espectral encierra, está
adherido algo que nos es propio, cercano, demasiado cercano. Lo inhabitable como
imagen monstruosa muestra la vida mutilada, dañada, doliente, la vida que ve
quebrados los hábitats que habitaba, la vida que es expulsada de donde habitaba, la
vida sustraída que experimenta en la piel la destrucción de los hábitos, su reducción
a mera corporalidad expuesta a un poder que dispone impunemente de ella. Lo
inhabitable es la vida que vive una vida que no es vida porque niega el vivir mismo.
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Eso nos muestra pero acaso también nos advierte que, como ya se ha sugerido, lo
inhabitable no nos es ajeno y que el horror que destila, lejos de ser un error, algo
circunstancial y anecdótico, responde a algo que incide y atraviesa en la trama de
hábitos que habitamos, que nuestra habitabilidad tiene vínculos subterráneos con lo
inhabitable y que, en consecuencia, la producción de lo inhabitable se revela como
nuestra monstruosidad, la inmundicia de nuestro mundo.
Esta última afirmación expresa con más contundencia algo que ya se había
sugerido en las anteriores acepciones del espectro, aquellas referidas a la plasmación
y a la proyección, esto es, lo referido a un ordenamiento político-jurídico-simbólico-
económico subyacente y a una geografía abigarrada que conexiona espacios
distintos. Lo inhabitable no es el horror carente de conexión con lo que conocemos, es
lo que emana de unas formas de pensar y hacer, de una racionalidad, de algo que
dista mucho de ser(nos) ajeno. En la liminaridad de lo espectral que nombra lo
inhabitable vemos nuestros hábitats, nuestros hábitos. Vemos la conexión, el pasaje.
Cabría hablar, por todo ello, cuando las tres acepciones de lo espectral pueden ser ya
puestas en relación, retroalimentándose, de un régimen de espectralidad articulado en
torno a lo inhabitable, un régimen con sus ordenamientos, sus geografías, sus
monstruosas y violentas reconfiguraciones de lo conocido y reconocible, un régimen
que borra de raíz cualquier lectura de lo inhabitable como error, como anomalía,
como algo que no nos atañe, para, por el contrario, afirmar con una contundencia
inquietante, que lo inhabitable es el régimen espectral que se incuba en nuestros
hábitats, en nuestros hábitos, la cara oculta del progreso occidental, el residuo de una
lógica securitaria que compone peligros, miedos y enemigos. Lo inhabitable es la
destrucción de la vida sobre la que se levantan otras vidas, la grieta por la que se
precipitan las vidas sustraídas de un régimen de reconocimiento que las salvaguarde
en sus derechos básicos para quedar, en última instancia, expuestas a la muerte: la
imagen que (nos) ilumina lo que se oculta.
3.- Necropolítica y poder cinegético
Si respetamos la conocida distinción foucaultiana en torno a la diferenciación de tres
regímenes de poder que se proyectan, respectivamente, hacia la violencia directa del
soberano sobre los súbditos, hacia la producción de cuerpos dóciles que habrían de
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De la biopolítica a la necropolítica: la vida expuesta a la muerte | Ignacio Mendiola
incorporar el discurso de la disciplina y hacia la articulación de procesos de
gubernamentalidad que actúan fundamentalmente sobre el medio con el fin de
“conducir las conductas”, cabría concluir que la figura de lo inhabitable acontece de
un modo intersticial en el marco de esa diferenciación. Intersticial porque sus lógicas
de funcionamiento no responden por entero a ninguno de esos regímenes de poder,
pero también porque su propia peculiaridad (en la propia heterogeneidad de
situaciones que se desatan en torno a lo inhabitable) pone en relación formas de
hacer y pensar que presentan ligazones con el escenario propio de esos regímenes de
poder aludidos.
El escenario de lo inhabitable no precisa la violencia impune del hacer morir
que despliega el soberano sobre el cuerpo de aquellas personas que se alejan del
orden simbólico y normativo, y menos aún precisa ese “teatro del sufrimiento” en
donde se individualiza el sufrimiento para colectivizar el terror (Foucault, 1995,
2003). Tampoco precisa de un trabajo sobre el cuerpo para moldearlo con el fin de
que se avenga a reproducir lo que el decir y hacer disciplinar demanda para obtener
sujetos desprovistos de todo potencial político-crítico, al tiempo que quedan
subsumidos en una lógica de rentabilidad económica (Foucault, 1990). E, igualmente,
lo inhabitable no concuerda del todo con una lógica gubernamental que articulando
regímenes de movilidad jerarquizados internamente parece incidir más sobre el
medio que sobre el cuerpo con el fin de modular el campo de posibilidades de los
sujetos (Foucault, 2006). Y sin embargo, si nos desprendemos de lo que se suscita en
esta triple caracterización que ofrece Foucault, tendríamos que desprendernos de
elementos que son centrales en la propia caracterización de lo inhabitable. Tenemos
aquí, por tanto, una tensión, una trama de relaciones con sus paradojas internas, que
es necesario encarar.
Lo inhabitable, ya se ha dicho, es una producción de vida tendida hacia la
(posibilidad de) muerte y esta misma afirmación exige pensar la producción de
muerte en un contexto como el actual; un contexto en el que si atendemos a una parte
sustancial de las reflexiones que se han desplegado en el ámbito de lo biopolítico,
está más concernido con la producción de vida que con la producción de muerte.
Foucault ya encaró esta cuestión, la innegable permanencia de la función muerte en
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De la biopolítica a la necropolítica: la vida expuesta a la muerte | Ignacio Mendiola
el marco de lo biopolítico, en estos términos: “¿Cómo es posible que un poder
político mate, reclame la muerte, la demande, haga matar, de la orden de hacerlo,
exponga a la muerte no sólo a sus enemigos sino a sus propios ciudadanos? ¿Cómo
puede dejar morir ese poder que tiene el objetivo esencial de hacer vivir? ¿Cómo
ejercer el poder de la muerte, cómo ejercer la función de la muerte, en un sistema
político centrado en el biopoder?” (Foucault, 2003: 218). Teniendo en cuenta, como él
mismo matiza, que “cuando hablo de dar muerte no me refiero simplemente al
asesinato directo, sino también a todo lo que puede ser asesinato indirecto: el hecho
de exponer a la muerte, multiplicar el riesgo de muerte de algunos o, sencillamente, la
muerte política, la expulsión, el rechazo, etcétera” (Foucault, 2003: 220; el subrayado
es añadido). La respuesta de Foucault, como es sabido, pasa por el modo en que el
biopoder, en determinadas circunstancias, interactúa con el racismo. La
tanatopolítica asociada al régimen nazi irrumpe aquí como ejemplo paradigmático,
pero si únicamente circunscribimos la respuesta a este ámbito, la potencia misma de
la pregunta lanzada por Foucault comienza a palidecer.
En un texto sin duda relevante para comprender cómo se integra la función de
muerte de la que habla Foucault en el seno de las citadas lógicas gubernamentales y
todo lo que de ello se deriva, Mbembe aludirá a una formación necropolítica (2011,
2012) que en modo alguno designa algo previo o posterior a la biopolítica, sino una
forma de hacer y pensar que atraviesa el propio desarrollo de la modernidad, desde
sus inicios, adhiriéndose de un modo paradójico y tensional a formas de corte más
biopolítico. La necropolítica que enuncia Mbembe remite a una lógica de la
excepcionalidad securitaria asumida por una soberanía (neo)liberal-(neo)colonial que
instrumentaliza la existencia humana posibilitando la destrucción de cuerpos y
sujetos considerados superfluos, siendo este carácter superfluo algo que, en gran
medida, viene acompañado de un discurso que no deja de construir una noción
ficcionalizada o fantasmática del enemigo. Desde ahí, la necropolítica se refiere entonces
a “ese tipo de política en que la política se entiende como el trabajo de la muerte en la
producción de un mundo en que se acaba con el límite de la muerte” (Mbembe, 2012:
136).
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De la biopolítica a la necropolítica: la vida expuesta a la muerte | Ignacio Mendiola
Mbembe retoma la centralidad que Foucault confiere al racismo pero la ubica
en una reflexión sin duda más pormenorizada en términos ontológicos e históricos y
en donde la referencia al nazismo queda ya desprovista de esa centralidad
incuestionable que, como ya denunciara Cesaire (2006), no deja de destilar una cierta
postura etnocéntrica. Para Mbembe “por principio de raza es necesario entender
también una forma espectral de división y de diferenciación humana susceptible de ser
movilizada para estigmatizar, excluir y segregar; prácticas con las que se busca aislar,
eliminar, inclusive destruir físicamente a un grupo humano” (2016: 106; el subrayado
es añadido). La forma espectral que inaugura y perpetua el racismo estará presente
de un modo determinante en las conexiones desatadas entre “lo político y el poder
de matar, entre el poder y las mil maneras de matar o dejar (sobre)vivir” (2016: 107).
El racismo y sus concomitancias coloniales, dibujarán toda una apropiación del
espacio que desencadena una zoologización de la vida, ya apuntada por Fanon
(2001), por medio de la cual se pierde la capacidad para gestionar el “hogar”, el
cuerpo y con ello la posibilidad de adquirir un status político en tanto que sujeto
reconocido; la vida del esclavo, del que está subsumido en una lógica racial-colonial
deviene, en consecuencia, “una forma de muerte-en-la-vida” (2011 :33).
Me interesa tener presente esta relación tensional entre el hacer-vivir y el
hacer-dejar-morir y la centralidad que ahí adquiere el racismo, pero me interesa
también ahondar en la propuesta lanzada por el pensador camerunés cuando alude a
la existencia de un devenir-negro del mundo (2016: 32), porque ello permite abrir la
respuesta, limitada, que da Foucault y nos posibilita el ejercicio introspectivo de
rastrear esas formas del hacer-dejar-morir, del exponer a la muerte, de “la
humanidad en suspenso” que la necropolítica inaugura de un modo recurrente y
fragmentario en tanto que precarización radical de la existencia humana. Tenemos
así, por una parte, la premisa de que la función muerte está lejos de constituir una
forma del pasado que no dice ya nada del presente y, por otra, la tarea de indagar,
desde un pensamiento concernido con lo actual, tal y como queda tematizado por
Foucault, en los modos en que esa función se produce tanto en lo que pueda quedar
concernido con el racismo pero también, como sugiere Mbembe, en lo que acontece
en ese devenir-negro, en las circunstancias que acaban con el límite de la muerte y que,
por tanto, la propagan como posibilidad para unos sujetos definidos diferencialmente en
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De la biopolítica a la necropolítica: la vida expuesta a la muerte | Ignacio Mendiola
función del grado en que quedan asociados a esa figura fantasmática del enemigo,
convertido en el objetivo principal y absoluto de lo político (Mbembe, 2012: 134). Algo
que sin duda resuena con lo que antes hemos llamado el régimen espectral de lo
inhabitable.
Creo que la noción central para ahondar en toda esta cuestión orbita, en gran
medida, en torno a la noción ya aludida de exposición; las prácticas sociales que
producen y gubernamentalizan unas formas de vida que quedan signadas por
quedar expuesto en una situación de indefensión, de desnudez. La hibridación
desatada entre el hacer-vivir y el hacer-dejar-morir sin que la muerte acontezca
necesariamente como producto de ese hacer directo del poder soberano-estatal sobre
el cuerpo, pasa así por producir una forma de vida que se ve descontextualizada de
sus anteriores formas de estar en el mundo, de modo tal que queda subsumida en un
proceso de exposición que precariza de un modo intenso sus condiciones vitales. En
este debate deviene central, indudablemente, la ya conocida postura de Agamben, en
toda su articulación de una reflexión biopolítica que orbita en torno a las nociones
del bando (una lógica de captura que incluye lo viviente en el espacio del poder
desencadenando al mismo tiempo su exclusión), la excepcionalidad (una lógica
político-jurídica que posibilita el despliegue del bando a través de las hibridaciones
complejas entre derecho y violencia, permitiendo así que el derecho suspenda la
norma vigente para salvaguardar un determinado ordenamiento de lo social), el
campo (la plasmación geográfica de la vida subsumida en el bando) y el homo sacer (el
habitante del campo cuya muerte deviene impune). No es necesario volver aquí a
glosar el planteamiento de Agamben enfatizando sus puntos más sobresalientes;
pero sí me interesa, por las indudables concomitancias que existen con la figura de lo
inhabitable, enfatizar dos cuestiones.
La primera de ellas es que, a juicio de Agamben, el régimen biopolítico que
atraviesa la biopolítica occidental está marcado, en gran medida, por el modo en que
la zoe, aquello que viene a designar a la vida en su dimensión más propiamente
animal en tanto que sustrato biológico-corporal que posibilita el hecho mismo de
estar vivo, queda proyectada (capturada, cabría decir, mediante la lógica del bando y
toda la trama de violencias simbólicas y materiales que ahí pudieran activarse) hacia
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De la biopolítica a la necropolítica: la vida expuesta a la muerte | Ignacio Mendiola
un determinado ordenamiento político de un modo tal que, en última instancia,
imposibilita una nítida distinción entre esa zoe y la bios en lo que esta tiene de vida
cualificada, pensada y vivida según las prácticas sociales que operen en un
determinado contexto cultural. La indistinción entre zoe y bios (y la que se desata de
un modo ulterior entre hecho y derecho), será a la postre la que desencadene una
vida que queda ya signada por esa indistinción, una vida, la nuda vida, que está en el
sustrato mismo de la biopolítica occidental, una vida que dice la peculiaridad de ese
régimen biopolítico, una vida desprovista de cualquier lógica de reconocimiento, que
ha dilapidado la posibilidad misma de la protección quedando así, en definitiva,
confrontada, desde su propia desnudez, ante un poder que podrá disponer
impunemente de esa vida. Desde esta premisa sucintamente enunciada, Agamben
afirmará, problematizando la biopolítica foucaultina, que “la vida expuesta a la muerte
(la nuda vida o vida sagrada) es el elemento político originario” (Agamben, 1998:
114; el subraya es añadido). Aquí estar expuesto es estar desgajado de la bios que
permitía vivir en formas de vida reconocibles, dotadas de contextos socionormativos,
impregnadas de tramas simbólico-culturales que conferían un sentido al vivir. Y la
exposición a la muerte, dirá Agamben, está lejos de ser un acontecimiento puntual,
algo que acaso sucedió una vez; muy al contrario, dicha exposición opera mediante
una lógica de la repetición, de su reactualización y es esto, precisamente, lo que
revela su centralidad en tanto que elemento político originario que se da recursivamente
hasta el presente. La nuda vida acompaña a la biopolítica occidental y, como
consecuencia, la propia categorización de la vida expuesta a la muerte debe
entenderse en un sentido procesual, en el sentido de que es algo que se está
haciendo, que no deja de hacerse, que la vida queda expuesta porque hay una lógica
subyacente recursiva conducente a la producción de esa exposición. Allí donde para
Foucault la exposición a la muerte es una práctica que acontece dentro de un marco
más general concernido con lo biopolítico, para Agamben esa exposición signa la
relación política central de Occidente, confiriéndola una suerte de telos que atraviesa
el devenir de lo social.
El segundo elemento que quería subrayar alude a las peculiaridades
geográficas de la vida expuesta, lo que en Agamben queda nombrado con la figura
del campo. Tomando como sustrato histórico-existencial la experiencia de los campos
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De la biopolítica a la necropolítica: la vida expuesta a la muerte | Ignacio Mendiola
de concentración nazis y lo que ellos supusieron en términos de articulación de un
espacio de indistinción entre hecho y derecho, Agamben sugiere un principio de
definición del campo que es preciso traer a colación: “Al haber sido despojados sus
moradores de cualquier condición política y reducidos íntegramente a nuda vida, el
campo es también el más absoluto espacio biopolítico que se haya realizado nunca,
en el que el poder no tiene frente a él más que la pura vida biológica sin mediación
alguna” (Agamben, 2001: 40). El campo reduce la vida a su mera condición biológica
corpórea, despojando a sus habitantes de todo derecho reconocible, de cualquier
condición política desde la que interactuar con un sujeto inmerso en un marco
consentido de reconocimiento simbólico que actuaría como freno para la imposición
de violencias. El habitante del campo, el homo sacer, aquel a quien se puede dar
muerte sin que de ello se deriven consecuencias de tipo jurídico-político, deviene un
ser liminal, excluido de lo social pero incluido en una violencia irrestricta. Un ser
sometido a la captura, a una inclusión que le excluye, una vida que no es la vida
cualificada de la bios ni la propia dimensión biológica de lo viviente que nombra la
zoe, es la vida nuda que torna indistinguibles bios y zoe, vida que experimenta en su
propio cuerpo, inerme, que todo es posible. El campo de concentración nazi actúa
aquí como antecedente paradigmático de lo que constituye el campo pero, como el
propio Agamben reconoce, “si la esencia del campo consiste en la materialización del
estado de excepción y en la consiguiente creación de un espacio de nuda vida como
tal, tendremos que admitir entonces que nos encontramos virtualmente en presencia
de un campo cada vez que se crea una estructura de esta índole, con independencia
de los crímenes que allí se han cometido y cualesquiera que sean su denominación y
sus peculiaridades topográficas” (1998: 221). Para Agamben, la geografía del campo
expone y reactualiza así, en su propia materialidad, la lógica recursiva que subyace a
la producción de vida expuesta a la muerte y es, precisamente por ello, que la noción
de campo adquiere una centralidad indudable toda vez que este deviene “la matriz
oculta de la política en que todavía vivimos”, el “nuevo nomos biopolítico del
planeta” (1998: 224).
Hay aquí, indudablemente, fuertes conexiones con el planteamiento que
estamos tratando de desplegar, toda vez que la imagen del campo es la que más
resonancias posee, en el ámbito de los debates biopolíticos, con el concepto de lo
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De la biopolítica a la necropolítica: la vida expuesta a la muerte | Ignacio Mendiola
inhabitable. Pero también hay diferencias; y algunas de ellas no son menores. En
Agamben hay una poderosa intuición, acaso una sugerencia: la articulación de una
geografía crítica que indague en la producción de los campos. Sugerencia, porque no
hay un desarrollo que profundice en ese sentido; ni históricamente ni en sus
formulaciones actuales. La producción del campo queda subsumida en una relación
política (la que marca el abandono) convertida en una suerte de designio que recorre
la política occidental mediante una lógica expansiva que no deja de producir
excepcionalidad y campo. Hay una indudable preocupación por la espacialidad de la
biopolítica en Agamben (Minca, 2007) pero también es cierto, cabría argüir, que hay
un escaso desarrollo teórico-conceptual de la conformación espacial de lo social. Y
esa insuficiente atención conferida a lo espacial acaso es el trasfondo desde el que se
levanta la primacía que adquiere el modelo de campo nazi, como si este campo fuera
el ejemplo por antonomasia en donde leer lo que supone la producción y vivencia del
campo, como si desde ese espacio hubiera que leer lo que sucede en otros espacios.
Se alude al campo pero se elude un desarrollo sociohistórico de la producción de
campos. El descuido, por poner tan sólo un ejemplo, de la profunda relación entre la
modernidad y la colonialidad por parte del filósofo italiano en la conformación de los
campos, incluso en la propia conformación del campo concentracionario nazi
(Morrison, 2012), actúa como huella de un modo de pensar ajeno a la especificidad
de toda producción espacial. La potencialidad del campo, como espacio clave en la
articulación de la biopolítica occidental, pasa menos por una metanarrativa que
afirma su ineludible expansión que por una geografía crítica que indague tanto en los
mecanismos a través de los cuales se produce la geografía de los campos como en el
desbroce de lo que supone la vivencia misma del campo. Ninguna de estas dos
cuestiones posee un desarrollo pormenorizado en Agamben. Concluiremos
abordando críticamente desde el escenario teórico que abre el concepto de lo
inhabitable esta doble problemática referida a la producción y vivencia de la nuda
vida.
3.1.- La vida expuesta a la muerte bajo el signo del saber-poder cinegético
La primera de ellas exige ahondar en lo ya dicho anteriormente en torno al
ordenamiento político-económico-jurídico-simbólico en tanto que proceso que
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De la biopolítica a la necropolítica: la vida expuesta a la muerte | Ignacio Mendiola
posibilita y envuelve lo inhabitable dando lugar a un saber-poder que podría quedar
categorizado como cinegético (Chamayou, 2010). Un saber-poder concernido con el
rastreo (la vigilancia de la presa, el control hipertecnologizado de los movimientos, la
detección de aquel espacio que ha devenido, por distintos razones político-
económicas, objeto de interés y que quiere ser gestionado), con la captura, con la
apropiación de espacios y cuerpos con el fin de tenerlos y retenerlos bajo unas
determinadas circunstancias. Es este saber-poder cinegético, desplegado en torno a lo
bélico y lo punitivo, el que teje una hibridación específica entre los regímenes
soberano, disciplinar y gubernamental, caracterizándose no tanto por su univocidad
cuanto por la heterogeneidad de situaciones que pudiera propiciar, teniendo como
hilo conector que sobre aquello que queda capturado, (sobre)cogido, se cierne la
amenaza de la socavación de hábitos y hábitats a través de los cuales se articulaba lo
cotidiano.
Este saber-poder cinegético, que aquí sólo podemos enunciar someramente
(Mendiola, 2016), es el que hibrida derecho y violencia en un régimen de
excepcionalidad securitaria que posibilita el diseño y el despliegue de la captura. El
apunte de Butler en torno a la soberanía espectral deviene aquí central: "Mi propio
punto de vista consiste en que en el momento de esta suspensión, se produce una
versión contemporánea de la soberanía que, animada por una agresiva nostalgia,
busca abolir la división de poderes. Tenemos que considerar el acto de suspensión de
la ley como un performativo que hace surgir una configuración contemporánea de la
soberanía o, más precisamente, como un acto que reanima una soberanía espectral
dentro del campo de la gobernabilidad. A través de este acto de sustracción, el
Estado produce una ley que no es una ley, un corte que no es un corte, un proceso que
no es un proceso” (2006: 91). Central porque la soberanía espectral impulsa y posibilita la
captura y la captura es lo que subyace a la vida expuesta a la muerte. La compleja (y
subterránea) relación entre derecho y violencia, nos arroja a un escenario en el que la
ley, lejos de ser la solución inequívoca a la exposición a la muerte, forma parte de su
propia lógica de producción en tanto que permea las exigencias bélico-punitivas que
la hibridación entre lo securitario y lo neoliberal-neocolonial demanda. En este
contexto, la necropolítica en modo alguno puede ser vista como una anomalía y sí
como el rastro que deja esa soberanía espectral regida por la excepcionalidad
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De la biopolítica a la necropolítica: la vida expuesta a la muerte | Ignacio Mendiola
securitaria, entendida esta no tanto como algo sustancializado sino como práctica
procesual que anuda discursos, normativas, tecnologías y medidas bélico-punitivas
(Balzacq et al, 2010) y como práctica radicalmente inconclusa, porque no se reconoce
en el presente, porque lo que la impulsa es la propia regulación de cada presente
mediante la identificación (deshistorizada, descontextualizada) de los peligros,
miedos y amenazas.
Las imágenes antes aludidas de la destrucción y la sustracción, en tanto que
plasmaciones de lo bélico-punitivo, operan aquí como lentes a través de las cuales
observar y detectar el quehacer del saber-poder cinegético componiendo el régimen
espectral de lo inhabitable en donde lo que queda capturado queda ya envuelto en
un desprecio que antecede y posibilita la violencia, el ejercicio del sufrimiento.
Destrucción y sustracción, decíamos, pero también, paralelamente, anudada a ellas,
la expulsión (Sassen, 2015) en tanto que consecuencia que se desprende de la
imposibilidad vital o denegación normativa para poder seguir habitando el espacio
en el que se estaba. La migración está ya aquí en ciernes: el sujeto sustraído de un
espacio destruido o apropiado, el desgaje con respecto a lo que articulaba el vivir, el
socavamiento de una vida que debe comenzar a transitar, la vida expulsada como
consecuencia de una formación depredadora y la vida, en definitiva, que se
confronta ya a partir de ahí con las violencias punitivas que regulan la movilidad,
con la incertidumbre vital propia de quien carece de hábitats reconocibles. La
expulsión, como práctica que descuida radicalmente la vida, que se despreocupa del
(sobre)vivir que ello depara, abre la temática del posible tránsito por lo inhabitable a
la búsqueda de un espacio habitable.
Aún cuando cada una de estas figuras que asociamos a la producción de lo
inhabitable posee sus propias especificidades, cabría también resaltar que un ámbito
paradigmático para ver el anudamiento de la destrucción, la sustracción y la
expulsión lo constituye la temática de la migración. En primer lugar, porque esta
puede desencadenarse por haber capturado un espacio ya sea socavando las formas
de vida que allí existían ya sea expulsando a sus habitantes. En segundo lugar,
porque la regulación diferenciada del movimiento expulsa a los migrantes a rutas
cada vez más largas y arriesgadas y en las que el propio desplazamiento conlleva
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De la biopolítica a la necropolítica: la vida expuesta a la muerte | Ignacio Mendiola
experimentar esa vida expuesta a la muerte (como la patera o atravesar fronteras en
zonas desérticas), la posibilidad misma de que el viaje tenga que darse en esas
circunstancias, es ya experimentar un recorrido por lo inhabitable. Y, en tercer lugar,
porque la migración está sobreexpuesta a un régimen punitivo de castigo tanto en
algunos países desde los que se inicia el intento por acceder a los lugares de destino
(Marruecos, por poner un ejemplo, un país con una larga tradición de violación de
los derechos humanos que asume la externalización de las fronteras llevada a cabo
por Europa), en la frontera misma (donde la violencia se despliega con impunidad –
una violencia que incluso puede llegar a cosificarse en esas vallas fronterizas que
incorporan las concertinas- permitiendo unas vulneraciones de los derechos
humanos como las que tienen lugar al llevar a cabo las llamadas devoluciones en
caliente) y en el interior de los estados a los que se ha llegado (ya sea mediante los
Centros de Internamiento de Extranjeros, unos espacios de los que numerosos
informes dan cuenta de una amplia trama de violencias simbólicas y materiales, o
mediante las prácticas de deportación).
No es de extrañar, por todo ello, que la reflexión en torno a la necropolítica
haya tenido un mayor desarrollo en aquellos países que están muy atravesados por
el tránsito migrante y por la continuada conculcación de una vida mínimamente
digna a través de prácticas que imbrican destrucción, sustracción y expulsión. En este
sentido, hay que subrayar la presencia de todo un corpus literario sobre México
(Estévez, 2014; Nattahí Hernández, 2014; Segato, 2006; Valencia, 2010; Varela Huerta,
2015) que muestra a este país como una geografía paradigmática en la captura de
espacios y cuerpos, geografía necropolítica en donde la complicidad entre soberanía
y crueldad expele precariedad, represión, desapariciones y cadáveres (Villalobos-
Ruminott, 2016). Geografía paradigmática de los rastros que el proceso de
acumulación de capital deja tras de sí, de las huellas bélico-punitivas que el
entramado securitario-neoliberal-neocolonial no deja de producir, rastros y huellas
que el saber-poder cinegético no deja de propagar por una multiplicidad de espacios.
El proyecto antes aludido de una geografía de los campos no sería sino el desbroce
de esa geografía, pero ello exige abandonar la metanarrativa deshistorizada que
destila Agamben, anteponiendo una mirada concernida con la etnografía del campo
(Agier, 2012; Ong, 2007).
242
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De la biopolítica a la necropolítica: la vida expuesta a la muerte | Ignacio Mendiola
3.2.- Etnografías de lo inhabitable
La segunda cuestión con la que confrontar nuestra aproximación a la de
Agamben, se refiere a la vivencia del espacio que inaugura el campo. Habría que
reseñar aquí, por una parte, que como producto de su lectura expansiva y
descontextualizada de los campos, se concluye que todos somos virtualmente homo
sacer. La metanarrativa del campo tiene su reflejo en una subjetividad asimismo
deshistorizada y homogeneizante que queda sometida cada vez en mayor medida a
los envites del campo. La afirmación de que todos somos virtualmente homo sacer
puede ser leída en clave deleuziana a la manera de que hay una potencialidad para
poder llegar a ser homo sacer que está latiendo pendiente de ser actualizada. Y esta
imagen es sin duda poderosa y sugerente. Pero precisa tener en consideración la
propia topografía de la subjetividad, sus posicionamientos diversos y el modo en que
están atravesados por relaciones de poder heterogéneas, con lo que esa virtualidad
para poder llegara a ser homo sacer, para habitar el campo, está distribuida
diferencialmente en función de la conformación sociopolítica de la subjetividad. Y en
esa diferencialidad vemos que las subjetividades predominantes que habitan el
régimen espectral de lo inhabitable son aquellas asociadas, retomando la poderosa
intuición de Mbembe, a la figura fantasmática del enemigo, fantasmática porque
carece de límites, porque se expande, aquellas subjetividades que vienen ya
impregnadas de un discurso de amenaza y exclusión: el (sospechoso de ser) terrorista
(que amenaza nuestra vida misma), el migrante (que amenaza nuestra forma de
vivir), el sujeto inferiorizado, colonial (que habita un espacio de interés estratégico),
el excluido socioeconómico (que ha fracasado como empresario de sí mismo), el
disidente (que problematiza el ordenamiento de lo social). Más que hablar de que
todos somos virtualmente homo sacer, sobre la base de lo que ya se ha dicho
anteriormente, creo más pertinente sugerir que hay subjetividades que incorporan un
desprecio y que son estas las que están virtualmente más cerca de habitar lo
inhabitable. Pero a ello también habría que añadir, en un giño a Agamben, todo el
campo de precariedad vital necropolítica que el neoliberalismo promueve y acentúa
en espacios en donde la función muerte había quedado en un segundo plano: la
implantación de toda una serie de recortes en campos tradicionalmente asociados al
estado de bienestar desencadena crecientemente procesos de exclusión, de abandono
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De la biopolítica a la necropolítica: la vida expuesta a la muerte | Ignacio Mendiola
(el enfermo a quien se le niega el tratamiento médico) en donde al sujeto se le niega
aquella parte del cuidado que precisa de un sustrato político-institucional.
Por otra parte, Agamben nos presenta una forma de habitar el campo que está
marcada por la pasividad: el sujeto que está en el campo irrumpe a modo de una
superficie corporal que tan sólo recibe las violencias que ahí se infringen. Tenemos
aquí la presentación de un poder sin resistencia, un campo que silencia a su
habitante, que descuida su propia vivencia y lo que ahí pudiera acontecer en tanto
que ideación de una trama de tácticas que permitieran, al menos en parte, soslayar la
asfixiante presencia de ese poder. Incluso en la tortura misma cabría hablar de
formas de resistencia; tan sólo hay que (saber-querer) mirar. Deviene aquí urgente
enunciar, a contracorriente, la necesidad de articular no ya una mirada distante ni un
análisis únicamente concernido con el desbroce del ordenamiento político-jurídico-
simbólico-económico que posibilita lo inhabitable, sino también un acercamiento más
cercano, de corte más etnográfico, que se adentre en los detalles, en las prácticas que
ahí se suscitan, en las violencias que operan, pero también en las tácticas que se
pudieran desplegar para poder articular una cierta resistencia, aún cuando lo
inhabitable como proyecto que expone a la muerte, esté pensado para dificultar o
erradicar todo asomo de resistencia.
Cabe aquí, como muestra, retomar los relatos aludidos en el inicio de este
artículo: Nossack contaba estupefacto el gesto de una mujer que limpiaba las
ventanas de un edificio que se había mantenido en pie en medio de la destrucción
generalizada. Gesto desde el que intentar recuperar lo perdido, desde el que mostrar
el impulso por reapropiarse del espacio devastado. Strejelevich y Calveiro
enfatizaban igualmente la necesidad de acercarse al complejo espesor del sujeto
torturado para ver ahí las formas de resistencia que se activan. Lo inhabitable lleva la
marca de una captura, pero puede llevar también el sello de la huida, del intento
multiforme por arrancarse la inhabitabilidad adherida al cuerpo, al espacio. En este
sentido, lo inhabitable tiene que pensarse desde la producción de la vida expuesta a
la muerte (y es esto lo que aquí se ha enfatizado), pero también desde la propia
experiencia diversa de la inhabitabilidad, desde la vida que resiste esperando tan
sólo que el futuro no esté marcado por la exposición, desde la vida que en un último
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gesto de libertad se sustrae de lo inhabitable mediante el suicidio, desde la vida que
consigue restablecer habitabilidades mínimamente dignas en donde el vivir vuelva a
tener al menos una mínima impronta en la que reconocer una vida que quiere ser
vivida.
El régimen espectral de lo inhabitable precisa, por tanto, el análisis que
permita entender su producción pero también precisa una mirada cercana, de cariz
más etnográfico, que vaya más allá de todo sesgo omniabarcante y
descontextualizado, de toda lectura simplificada de la potencialidad
problematizadora de la subjetividad. En este tránsito (que nos aleja del acercamiento
de Agamben), cabría ya empezar a rastrear en detalle lo que sucede en aquellos
espacios que posibilitan la exposición a la muerte, mostrando, como ámbitos más
reseñables, el desbroce de una antropología de lo securitario que trata de evidenciar
lo que acontece en todo el espectro de la geografía de privación de libertad
gestionada por el estado; la reconstrucción de lo que acontece en la frontera para la
población migrante; la exposición de los ecocidios y etnocidios que se derivan de
contextos atravesados por una mercantilización salvaje de la naturaleza, analizados
desde la ecología política o desde las llamadas economías de la violencia; o, por
último, la muestra de lo que supone (sobre)vivir en contextos bélicos.
Desde el escenario que dejan estas acotaciones previas, podemos concluir ya
esta confrontación con Agamben afirmando que el concepto de lo inhabitable debe
mucho a la noción de campo, pero la ubica en otro plano epistemológico y
ontológico. Diferencia epistemológica porque la propuesta en torno a lo inhabitable
tiene su anclaje en una geografía crítica que ahonda en la espacialidad de lo social y
en la producción sociohistórica de los espacios y los cuerpos; diferencia ontológica
porque asume los posicionamientos múltiples de la subjetividad y las diferentes
lógicas de reconocimiento en la que están inmersos los sujetos al tiempo que, sobre la
base de las distintas líneas de fuerza implicadas (Deleuze y Guattari, 1988), se asume
la importancia de poner de manifiesto el espesor propio de la vivencia de lo
inhabitable para ver ahí los recorridos de las posibles resistencias. El campo nombra
algo que está en el núcleo mismo de lo inhabitable; pero se llega por caminos
diferentes y se recorre de formas disímiles.
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4.- Aperturas
Pensar el régimen espectral de lo inhabitable nos obliga, en definitiva, a pensar las
formas de hacer y pensar a través de las cuales opera el saber-poder cinegético en lo
que tiene de producción de unas geografías marcadas por la exposición a la muerte,
en las que se atenta contra el cuidado que la vulnerabilidad humana precisa y
requiere. Ahí late la monstruosidad de unas violencias simbólico-materiales que sin
tener que erradicar necesariamente la vida, atentan contra ella dejándola en
suspenso: ahí nos confrontamos con un horror que no proviene de una irracionalidad
cuanto de una forma de proceder conectada a unos determinados ordenamientos de
lo social, a unas narrativas que desprecian unas determinadas subjetividades. Dar
cuenta de todo ello permite traer a un primer plano las lógicas que subyacen a esos
ordenamientos, pero también nos permite, cuando el relato de lo inhabitable es
compartido, traído al presente que habitamos, confrontarnos directamente con una
realidad a menudo silenciada que está en los lindes de nuestra cotidianidad. La
potencia del relato (y por eso este artículo se iniciaba con muestras de relatos)
deviene entonces central para mostrar la hondura de lo inhabitable. Pero esto dista
mucho de ser tarea fácil. Si lo inhabitable atenta contra lo ontología de lo humano,
atenta también contra el lenguaje, contra la comunicabilidad de esta experiencia.
Ello no debería conducir, sin embargo, a poner el énfasis en un resto
incomunicable en donde anidaría una supuesta verdad de lo inhabitable cuanto a
subrayar, asumiendo la indudable dificultad de esta palabra, la necesidad de trabajar
conjuntamente para articular espacios dialógicos en los que dicha palabra pueda ser
enunciada, escuchada y compartida. Decía Calvino al final de Las ciudades invisibles
que a quien ha habitado el infierno hay que darle espacio y tiempo; lo inhabitable es
el infierno que para algunos ya está aquí, aconteciendo como realidad simbólica y
material que linda con nuestros hábitats, el espectro reactualizado que se esconde
bajo la máscara del progreso y la seguridad. Y al que vivencia lo inhabitable, al que
lo ha vivenciado, ciertamente hay que darle espacios y tiempos, sin que ello en modo
alguno suponga reactualizar una lógica heroica del sufrimiento. No se trata en modo
alguno de exigir el relato de lo inhabitable (porque es un relato que revive el
sufrimiento y, por ello, es posible que no quiera ser contado) cuanto de habilitar las
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condiciones de posibilidad para que pueda ser contado, para que la palabra no dicha
no reproduzca un silencio en el que se perpetua la violencia que causó el sufrimiento,
la cultura del terror (Taussig, 2002) que el régimen espectral de lo inhabitable
desencadena. Se trata, en suma, de habilitar esas condiciones de posibilidad para
contar cómo se vive cuando se ha habitado lo inhabitable y cómo se sigue viviendo
cuando se ha incorporado esa experiencia, para contar(nos), en definitiva, los modos
diversos en que lo inhabitable late como posibilidad en nuestra cotidianidad.
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