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De la forma-Estado a la forma-Comunidad.
Aproximaciones críticas al estudio del Estado desde el marxismo
Por:
JUAN FELIPE GONZÁLEZ JÁCOME
Trabajo de grado para optar por el título de abogado
Directora del trabajo de grado
ASTRID LILIANA SÁNCHEZ MEJÍA, S.J.D.
PONTIFICIA UNIVERSIDAD JAVERIANA
FACULTAD DE CIENCIAS JURÍDICAS
CARRERA DE DERECHO
2017
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NOTA DE ADVERTENCIA
“La Universidad no se hace responsable por los conceptos emitidos por sus alumnos en sus trabajos de tesis. Solo velará por que no se publique nada contrario al dogma y a la moral católica y por qué las tesis no contengan ataques personales contra persona alguna, antes bien se vea en ellas el anhelo de buscar la verdad y la justicia”.
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Agradecimientos
Hoy, después de largos meses de lectura, re-lectura, escritura y re-escritura, puedo decir
con mucha satisfacción que mi monografía de grado ha dado a luz. No obstante, en este
punto es imprescindible hacer una pausa y reflexionar sobre todo lo que este proceso ha
significado... Tal como lo expongo en la introducción, este trabajo investigativo hace parte
de mi vida misma, está insertado en mi historia de vida y en mi historia como estudiante de
Derecho en la Pontificia Universidad Javeriana. Si pudiera definir esta monografía, me
atrevería a decir, sin temor a equivocarme, que es un canto de libertad y de esperanza. Un
canto para no claudicar, un canto para no ser derrotado…
Ahora bien, mal haría en no reconocer que mi canto no hubiese podido ser entonado sin el
apoyo incondicional de mujeres y hombres maravillosos que han rodeado mi vida y mi
formación intelectual y política.
Quiero dar gracias en primera instancia a la Doctora Astrid Liliana Sánchez Mejía, gracias
por acompañarme en este proceso investigativo, gracias por las apreciaciones y los
comentarios constructivos; sin duda alguna, este escrito no hubiera podido dar a luz sin sus
acertadas y justas opiniones. Los errores, por el contrario, solo pueden ser adjudicados a
este humilde autor.
De igual manera, me gustaría darles las gracias a mi padre y a mi madre. A ellos les debo el
valor de la ternura y la virtud de la perseverancia. Sin ternura no existirían utopías, y sin
perseverancia jamás podrían materializarse.
Así mismo, no se me puede escapar darle las gracias a todos los que militan por la vida y
por la esperanza, a todos y todas las que me han enseñado que, como lo dijera Neruda, mi
vida no termina en mí mismo…
Y finalmente, debo mil palabras de gratitud a Ana María, mi imprescindible compañera;
quien me mostró su cara dulce en los momentos en donde solo pululaban caretas amargas.
Gracias por ser simplemente incondicional. Gracias por creer en este proyecto y darme
fuerza y coraje para terminarlo. Amor est vitae essentia.
Sin lugar a duda, nombrar a todas y todos los que contribuyeron en este proceso sería una
tarea interminable, no obstante, a pesar de lo anterior, quisiera expresar un sentimiento de
gratitud a todas y todos aquellos que me brindaron un atisbo de esperanza y de luz en
medio de un espinoso camino.
Inquisidor: “¿Y usted no cree que la verdad, si es tal, se impone también sin nosotros?”
Galileo Galilei: “No, no y no. Se impone tanta verdad en la medida en que nosotros la impongamos.
La victoria de la razón sólo puede ser la victoria de los que razonan”
Bertolt Brecht: Galileo Galilei
Gracias… infinitas gracias…
4
A mis padres.
Aquí les dejo una parte de lo que soy…
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Tabla de contenido
I. Introducción ...................................................................................................... 7
II. Repensando el estudio del Estado desde el marxismo ................................. 12
1. “¿El Estado como instrumento?” Perspectivas marxistas en torno al
estudio del Estado y sus críticos ............................................................................ 13
2. Superando el instrumentalismo: Gramsci y el Estado ampliado .............. 22
2.1.Estado, clases sociales y bloque histórico ........................................ 28
2.2.Estado de clase, dominación, consenso y resistencia ....................... 33
3. El Estado como Comunidad Ilusoria ........................................................ 37
3.1. Desarrollos del concepto de Comunidad Ilusoria. Max Adler y el
austro-marxismo ............................................................................... 44
3.2. Indagando los alcances de la Comunidad Ilusoria .......................... 48
3.2.1. El Estado: condensación material de relaciones de fuerza .......... 48
3.2.2. La paradoja del Estado: Idea-Materia, Comunidad-Monopolio .. 50
III. El Estado de transición ................................................................................... 60
1. Breve interludio sobre la noción de crisis de Estado .................................. 61
2. El socialismo como proceso transicional ....................................................... 68
3. El Estado como campo estratégico de transformación social .................... 70
4. Estado socialista y forma democrática ........................................................... 73
4.1. El debate sobre la dictadura de clase ...................................................... 73
4.2. La forma democrática ................................................................................ 81
IV. De la forma-Estado a la forma-Comunidad ........................................................ 91
1. El debate sobre la extinción del Estado .................................................. 93
2. Transgredir la ilusoriedad: desmonopolizar el poder del Estado ...... 96
3. Forma-Comunidad: autogobierno, autogestión y democracia plena
....................................................................................................................... 102
V. Conclusiones ............................................................................................................ 107
VI. Bibliografía ............................................................................................................. 112
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Homo sum, humani nihil a me alienum puto
(Hombre soy, y nada de lo humano me es ajeno). -Terencio-
Tesis XI.
Los filósofos se han limitado a interpretar
de diversos modos el mundo,
pero de lo que se trata es de transformarlo. -Marx-
Los revolucionarios no hemos venido para administrar
de mejor forma el capitalismo. Estamos aquí,
hemos luchado y seguiremos luchando por construir
la Gran Comunidad Universal de Los Pueblos.
-Álvaro García Linera-
7
I. Introducción
Todo texto tiene una historia. Y este escrito, afortunadamente, no escapa a esa situación. Y
digo “afortunadamente”, porque muchas veces cuando se escribe se olvida este pequeño
detalle. Se olvida que se escribe por algo. Se olvida que lo que escribimos deviene de algo
y apunta a algo. Es una doble interacción. Somos hijos de la historia y padres de la historia.
¿No es esto algo increíblemente maravilloso?... Cuando escribí estas líneas pensé en esto
que acabo de mencionar. Quizá por eso su redacción muchas veces se tornó ardua y difícil.
Pero bueno, pienso que hasta este punto puedo sentirme satisfecho de lo que he podido
labrar.
Estudiar la carrera de Derecho no fue una labor sencilla. No tanto porque sus contenidos
fueran lo suficientemente tediosos, ni tampoco porque la carga académica hubiese sido lo
bastante pesada como para vencerme. La dificultad de la carrera fue de otra estirpe: fue una
dificultad en el orden de lo ético, en el orden de lo ideológico y en el orden de lo político.
Por eso pienso que esta monografía se empezó a redactar desde aquel momento en que
entré a la Facultad y tomé la decisión de conservar y profundizar mis imperativos en
contravía de una forma de existencia que los negaba. Esta monografía trazó sus primeros
pinos, al momento en que me negué a ser un abogado más en medio de un ejército de
juristas funcionales a una sociedad unidimensional.
No obstante, esa decisión implicaba al mismo tiempo un reto intelectual. A la vez que mi
formación como abogado avanzaba, es decir, en medio del aprendizaje de los modos, los
discursos, la estética y las herramientas conceptuales; debía también nutrirme de otras
herramientas, de otros discursos, de otras prácticas, de otras ideas y de otros referentes que
me permitieran encontrar equilibrios y que alimentaran mis perspectivas estratégicas en
medio de un ambiente francamente hostil.
En ese sentido, este escrito no es más que el producto de esa búsqueda insaciable por
aprender lo que no se enseñaba, y por discutir lo que no se discutía. Aprender y entender el
marxismo para, a partir de sus herramientas epistemológicas, estudiar críticamente el
Estado.
8
Solo a partir de esa historia, y bajo ese interés intelectual, es que es posible entender cómo
y porqué este proyecto de investigación dio a luz…
La monografía de grado que tiene entre sus manos tiene el objetivo de ser un “documento
reflexión”, el cual parte de la base de la siguiente pregunta general: ¿de qué manera
podemos aproximarnos al estudio del Estado desde el marxismo en los albores del siglo
XXI?
Al momento de realizar la investigación, concluí que para aproximarme al estudio del
Estado desde el marxismo, debía abordar tres líneas gruesas de discusión y de debate sobre
la base de tres preguntas problema: ¿cómo es posible repensar el estudio del Estado desde
el marxismo más allá de las conceptualizaciones que tradicionalmente se han difundido en
el medio marxista? ¿De qué manera el marxismo ha insertado al Estado en su proyección
política transformadora? ¿Cómo se puede leer actualmente la premisa marxiana sobre la
“extinción del Estado”? En mi perspectiva, si logramos dar respuesta a estos interrogantes y
acercarnos al estudio del Estado desde estas ópticas de discusión, será perfectamente
posible revitalizar el estudio del Estado desde el marxismo, y, además, al marxismo mismo
como teoría crítica y transformadora de la realidad.
Ahora bien, antes de entrar a exponer la hoja de ruta que se tuvo en cuenta para el
desarrollo de la monografía, es necesario plantear una serie de advertencias que deben
tenerse muy en cuenta a lo largo de la lectura del texto. En primer lugar, es fundamental
poner de presente que el estudio del Estado desde el marxismo se acompaña de dos
complejidades específicas. La primera de ellas, es del orden político-académico. Nos
encontramos en un momento en donde, infortunadamente, el marxismo sigue cargando con
estigmas y preconceptos que impiden que se le asuma con rigurosidad, con seriedad y con
ánimo investigativo. Si bien no se le ha desterrado del todo del campo universitario, hay
que confesar que sí se le continúa viendo con precaución y amenaza. Por ello, sobre este
aspecto en particular, esta monografía de grado busca revitalizar al marxismo como una
perspectiva teórica vigente y necesaria para el estudio de las realidades humanas
contemporáneas.
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La segunda complejidad que es indispensable mencionar, tiene que ver directamente con el
estudio del Estado desde el marxismo. Frente a esto, hay que sostener de entrada que este
texto no busca encontrar, desarrollar o profundizar una Teoría Marxista del Estado. Esto
último por una razón precisa: porque pienso que en el marxismo no es posible encontrar tal
teoría del Estado. Existen por el contrario aproximaciones y perspectivas sobre su estudio,
pero no una Teoría totalmente delimitada y sistematizada. Recalcando que su no existencia,
además de complejizar la búsqueda bibliográfica, necesariamente influyó en las preguntas
problemas que rigieron este estudio. Por ejemplo, al no existir una Teoría del Estado, la
pregunta no podía ser la de dónde encontrarla, sino más bien, la de qué insumos podríamos
extraer del marxismo a la hora de estudiar el Estado.
Una vez realizadas las anteriores advertencias, procedo a exponer de forma sucinta la
estructura del documento:
En la primera parte de la monografía, el objetivo central es el de repensar el estudio del
Estado desde el marxismo, o sea, discutir la manera en que el marxismo ha conceptualizado
al Estado a lo largo del tiempo, y proponer una perspectiva nueva de análisis y
aproximación conceptual. En este punto, considero necesario aclarar que mi intención es
meramente aproximativa. No busco agotar la totalidad de la discusión, ni mucho menos
traer a colación la extensa bibliografía que se ha propuesto frente a la temática. Lo que más
bien me preocupa, es buscar nuevos caminos y horizontes epistemológicos que permitan
repensar el estudio del Estado desde la filosofía de la praxis. Para ello, es imperioso
cumplir con tres elementos: en primer lugar, es importante que nos aproximemos a los
marcos referenciales sobre los cuales tradicionalmente la temática ha sido abordada. En
segundo lugar, es pertinente hallar puntos de quiebre que nos permitan superar dichos
marcos referenciales. Y, en tercer lugar, es crucial proponer una perspectiva renovadora y
crítica de estudio del Estado desde el marxismo. En esto se tendrá por base el concepto
marxiano de comunidad ilusoria.
Una vez realizado lo anterior, en la segunda parte del texto la tarea será la de encontrar otra
forma de aproximación al estudio del Estado desde el marxismo. Ya no a partir de la
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renovación de sus marcos de análisis conceptual, sino a partir de la discusión de su
proyección política estratégica. A esto se le denominará: el debate sobre “el Estado de
Transición”.
Tal como se mencionó hace un momento, el marxismo no solo es una teoría crítica de la
realidad, sino también, y primordialmente, una teoría crítica en función de la
transformación de esa realidad. Por ende, no es posible analizar críticamente al Estado, si al
mismo tiempo no se comprende la manera en que el marxismo ha proyectado su
transformación. En aras de tratar esta discusión, se dialogará sobre el “Estado de
transición” a partir de varias perspectivas: la crisis del Estado; la noción de socialismo
como proceso histórico transicional; y sobre todo, la relación entre socialismo y
democracia.
Finalmente, en la tercera parte de la monografía, se articulará la perspectiva crítica de
análisis del Estado y su proyección política estratégica, para, de esa manera, lograr discutir
la última aproximación al estudio del Estado desde el marxismo: el debate sobre su
extinción. En esta última aproximación, el eje articulador de la propuesta teórica será el
concepto de forma-Comunidad. De ahí que este escrito comparta estos dos polos: de la
forma-Estado a la forma-Comunidad.
Por tanto, lo último que resta por decir es que el texto que usted tiene entre sus manos, es
un texto escrito con la mayor de mis convicciones. Es un texto que busca aproximarnos al
Estudio crítico del Estado: de sus vacíos, de sus incoherencias, de sus grietas y de sus
posibilidades. Pero un estudio crítico que se encamina hacia un horizonte esperanzador, un
horizonte en donde la humanidad pueda construir un referente de mediación social
transparente y solidario.
Este es un escrito cargado de utopías; pues solo con utopías me fue posible sobrevivir en
medio de un ambiente desesperanzador. Lo que aquí se escribe tiene muchos aspectos que
no están totalmente acabados y finiquitados, pues desearía profundizarlos en escenarios de
formación intelectual venideros. Por ahora, invito de todo corazón a que leas estas líneas.
No solamente las escribí con el mayor empeño que me fue posible, sino que las escribí
11
siguiendo mis más preciados imperativos. Creo en la sociedad de lo común, en la forma-
Comunidad, y creo que la humanidad podrá construirla.
He aquí mi aporte a este sueño colectivo…
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II. Repensando el estudio del Estado desde el marxismo
“En política el error procede de una comprensión inexacta
del Estado en su sentido pleno: dictadura + hegemonía.”
Antonio Gramsci
Tal como lo expusimos en la introducción, en esta primera parte del texto se pretende
alcanzar un objetivo central: buscar nuevos caminos y horizontes epistemológicos que nos
permitan repensar el estudio del Estado desde el marxismo. Para ello, hemos decidido
dividir el presente capítulo en tres partes.
En la primera parte, buscamos presentar un panorama más o menos general de las posturas
que tradicionalmente han influido el estudio del Estado desde el marxismo. Tanto las
emanadas desde la tradición marxista, como las defendidas por los detractores de dicha
tradición de pensamiento. Sobre ese punto en particular, pretendemos sugerir que, para
repensar el estudio del Estado desde el marxismo, es imprescindible superar dicho “marco
de discusión tradicional”. Es decir, se plantea que solamente será posible aproximarnos a
nuevas conceptualizaciones y comprensiones del Estado, si superamos los “marcos
conceptuales y referenciales” que comúnmente han influido dichos debates. Toda vez que,
en nuestro entendido, estos últimos han coartado la potencialidad investigativa del
marxismo y lo han condenado al reduccionismo teórico.
En la segunda parte, proponemos que la única manera de superar las posturas
“tradicionales”, consiste en recuperar una de las perspectivas más influyentes del marxismo
heterodoxo del siglo XX: el pensamiento de Antonio Gramsci. Quien, además de proponer
una conceptualización ampliada de lo estatal, nos legó una serie de proposiciones
metodológicas en el estudio del Estado y variadas categorías de análisis que deben
articularse a cualquier forma renovadora de comprensión del mismo. A este respecto,
rescatamos los conceptos de hegemonía y de bloque histórico.
Finalmente, en la tercera parte, trataremos de exponer una forma de repensar el estudio del
Estado desde el marxismo a partir del rescate de la noción marxiana de comunidad ilusoria.
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Ello, en el entendido de que, a partir de esta categoría, es posible no solamente romper con
el dogmatismo, sino también revitalizar herramientas de análisis y comprensión del Estado
desde un sentido crítico y complejo.
1. ¿El Estado como “instrumento”? Perspectivas marxistas en torno al estudio del
Estado y sus críticos.
Si tomamos al Estado como objeto de estudio, debemos reconocer que de entrada estamos
ante una cuestión intelectual bastante compleja. Pero si al mismo tiempo el estudio del
Estado trasciende de los círculos estrictamente académicos para posicionarse en medio de
los espacios políticos, la cuestión se vuelve doblemente compleja y extremadamente
conflictiva. En vista de que el marxismo es una filosofía de la praxis: pues de lo que se trata
es de interpretar el mundo para transformarlo. Y dado que, sobre la base de lo anterior, los
análisis intelectuales repercuten en lo político y viceversa; hay que comenzar diciendo que
el estudio y la comprensión del Estado en el marxismo ha sido una realidad poco pacífica y
harto heterogénea. Pues, a lo largo de las décadas, han surgido disímiles apreciaciones
conceptuales que han abonado un terreno bastante amplio e inhóspito de indagación e
investigación. Podríamos decir que además de la complejidad del objeto de estudio, el
despliegue teórico de “los marxismos” ha difundido un sin número de tesis políticas y
teóricas a las cuales hay que aplicarle un vigoroso racero crítico.
Ahora bien, como lo aclaramos en la introducción, es importante mencionar de la mano de
Colin Hay (1999, pág. 153) que en el marxismo no es posible encontrar una teoría del
Estado en estricto sentido. Es decir, si por teoría entendemos un corpus sistemático,
coherente y delimitado de ideas y premisas relacionadas a algún tema en específico,
debemos partir de la base de que el marxismo no ofrece tal teoría del Estado. Por el
contrario, si se hiciera un rastreo en medio de la bibliografía más importante que se ha
producido a lo largo de los años, si bien no se encontrarían definiciones concretas y
sistemáticas, podrían hallarse en cambio un sinfín de aproximaciones diversas y disímiles
sobre el estudio del Estado.
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Por consiguiente, si queremos adentrarnos en esta relación entre marxismo y Estado,
debemos hacer un análisis mínimo de algunas de las proposiciones más importantes que se
han hecho al respecto. Todo esto, en aras de valorar cuales de ellas las consideramos
valiosas para poder avanzar en la comprensión marxista del Estado en los albores del siglo
XXI, y cuales otras debemos considerarlas como caducas y dogmáticas a la luz de las
exigencias de nuestra realidad teórica y práctica.
Así pues, para efectos de lograr sintetizar algunas aproximaciones marxistas al concepto del
Estado, tendremos como referencia a dos autores: a Ernesto Laclau y su texto Teorías
marxistas del Estado: debates y perspectivas (1997[1981], págs. 25-26) y a Colin Hay y su
texto Marxism and the State (1999, págs. 153-155). Acogemos las proposiciones de los
autores, en la medida de que, si bien ambos textos se separan radicalmente en el tiempo,
ambos, tanto Laclau como Hay, definen lúcidamente tres tipos de determinaciones que han
estado ligadas a las versiones “tradicionales” de la teoría marxista del Estado:
1. La aproximación que define al Estado como epifenómeno o simple superestructura
del modo de producción capitalista.
2. La aproximación que define al Estado como un instrumento y arma de la
dominación de clase.
3. Y, por último, la aproximación según la cual el Estado se presenta como un
elemento de cohesión de una formación social.
1) El Estado como epifenómeno o simple superestructura del modo de producción
capitalista. Con relación a esta primera determinación, Laclau sostiene que en ella el
Estado se aprecia como un simple reflejo de la contradicción básica entre las relaciones
sociales de producción y las fuerzas productivas. En cierta medida, bajo esta óptica
meramente superestructural, el Estado no reputa ningún interés real, ya que si aquel refleja
solamente las contradicciones económicas que perviven en la estructura de la sociedad, el
cambio histórico y el interés auténticamente político escapan a cualquier ámbito que no sea
el económico. De ahí que Laclau insista que bajo este paradigma el Estado es relegado a
una instancia periférica y subordinada (1997, pág. 26).
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2) El Estado como instrumento de la dominación de clase (o como instrumento de la clase
dominante). Por otro lado, la segunda determinación es la que más ha irradiado al
pensamiento marxista a lo largo de la historia, y la que ciertamente ha sufrido mayores
críticas. Bajo esta óptica “instrumental” el Estado es reducido a ser un mero instrumento de
la dominación de clase. ¿Por qué? Porque sobre la base de esta determinación se crea la
idea de que los grupos sociales y sus antagonismos fundamentales se constituyen al nivel
económico y utilizan al Estado como simple herramienta exterior para el logro de sus fines.
El Estado se repliega entonces a ser un aparato que cumple una doble función: mantener el
poder de la clase dominante y dominar y coartar a las clases dominadas.
A simple vista, esta lógica instrumental parece igual de pobre a la primera, no obstante,
tiene un efecto político aún más perjudicial, y es que, como lo dijera Laclau, conduce a
delimitar una estrategia según la cual: “si el Estado es el instrumento y la fuente absoluta de
la dominación de clase, basta su posesión por parte de la clase obrera para que se sigan
cambios rápidos y necesarios que disolverán la vieja sociedad. De ahí la fetichización del
momento de “la toma del poder” (1997, pág. 28).
Como lo dijimos hace un momento, el efecto político de esta estrategia es sumamente
nocivo, pues si se comprende al Estado como un mero aparato que basta con ser ocupado
para ser transformado, no solamente se corre el riesgo de reproducir prácticas políticas que
han sido sumamente caras al movimiento obrero a nivel mundial1, sino que también se
pierde de vista que el propio Estado es un escenario social, político e institucional que debe
ser transformado para transformar a la sociedad en general.
3) El Estado como elemento de cohesión de una formación social. Por último, Laclau
(1997, págs. 28-47) hace referencia a una tercera perspectiva de conceptualización del
1 Sobre este punto hacemos referencia a las prácticas políticas stalinistas, bajo las cuales se buscó reforzar el
papel del Estado en el exclusivo cumplimiento de la supuesta transformación del sistema productivo
soviético. Recordemos que en el año de 1933 (en Balance del Primer Plan Quinquenal) Stalin advertía sobre
la importancia de reforzar al máximo el Estado. Todo ello, bajo el entendido de que el “aparato del Estado”
garantizaría las condiciones de fuerza necesarias para avanzar en la industrialización del país. “La
desaparición del Estado no llegará debilitando el Poder del Estado, sino vigorizándolo al máximo” (Stalin,
1953, pág. 87) (nótese que la palabra poder se redacta en mayúscula). Al respecto remitirse también a la
Entrevista con el escritor alemán Emilio Ludwig (Stalin, 1953, pág. 44).
16
Estado como un elemento o instrumento de cohesión de una formación social. La tercera
forma de conceptualización partía de la base de encontrar ciertas especificidades del Estado
en la reproducción del sistema social. Entendía, por ejemplo, que el Estado jugaba un papel
específico en el proceso económico, mas no que era su mero reflejo. De igual manera, se
buscaron especificidades en relación con las funciones sociales del Estado, en concreto, en
su papel a la hora de dar movilidad a la fuerza de trabajo y de potenciar las fuerzas
productivas en beneficio del capital monopolista privado2. Al mismo tiempo, bajo este
paradigma se buscó ahondar en los rasgos materiales del aparato del Estado y de esa
manera encontrar su relación directa con el proceso de articulación económica, política,
cultural e ideológica del modo de producción capitalista.
Ahora, con relación a lo anterior, señala Hay (1999, pág. 155) que a pesar de que los
aportes de esta última determinación conceptual dieron paso a que se avanzara en la
comprensión del Estado como un escenario de relaciones sociales; no se pudo profundizar
del todo en el estudio y comprensión de las complejidades del mismo. Ello, en el entendido
de que, si bien se superaron de alguna manera los rasgos más pobres de la primera y
segunda aproximación teórica, ciertos autores no lograron superar su instrumentalismo –no
se profundizó totalmente en la relación Estado-sociedad, por ejemplo–, ni su economicismo
–se siguió reproduciendo de alguna manera la ambigüedad entre lo político y lo
económico–. Lo que en últimas ocasionó, o bien que se separara la sociedad política de la
sociedad civil, o bien que se propusieran disquisiciones teóricas en donde la base
económica de la sociedad determinaba abstractamente a la “superestructura” estatal
(Lechner, 1997, págs. 301-302).
En síntesis, de acuerdo con los dos autores mencionados, en la medida en que las apuestas
críticas mencionadas no lograron impugnar del todo las perspectivas de análisis dominantes
en el estudio del Estado: el instrumentalismo y el economicismo; ambas continuaron
reproduciéndose en el medio intelectual marxista hasta encontrar un “lugar común” en su
propio desenvolvimiento. Por consiguiente, y como lo veremos enseguida, este “lugar
2 Como promotores de esta aproximación Laclau (1997, págs. 28-47) encuadra a una serie de autores
sumamente importantes, tales como a Ralph Miliband, Bob Jessop, La escuela lógica del capital (John
Holloway), e incluso a Nicos Poulantzas (a quien, no obstante, le dedica un apartado en específico).
17
común” se definió como una tendencia del marxismo al “reduccionismo instrumental” del
Estado. Valoración que se acompañó al mismo tiempo de una sentencia intelectual bastante
perjudicial: proponer que para dicha tradición de pensamiento el Estado era un mero objeto
u aparato de clase destinado exclusivamente a la dominación violenta de las clases
dominadas y a la mera reproducción del capitalismo.
En consecuencia, bajo esta definición pobre y dogmática, se fue construyendo un debate en
torno a los límites del propio marxismo en la comprensión de la realidad del Estado. Este
debate, que incluyó intelectuales no-marxistas bastante renombrados, fue labrando una
especie de “círculo vicioso” intelectual, toda vez que, como lo veremos a continuación,
tanto la premisa discutida: “el instrumentalismo marxista”, como sus correspondientes
críticas, no se erigieron sobre la base del estudio certero de la realidad del marxismo y de
sus potencialidades investigativas.
Por lo tanto, si bien nuestro objetivo es sugerir una reformulación de la manera en que
podemos aproximarnos al estudio del Estado desde el marxismo, consideramos bastante
prudente detenernos en analizar primero las críticas más importantes a la perspectiva
instrumentalista del Estado. Ya que, además de superar el instrumentalismo, también es
imprescindible impugnar la falta de rigurosidad intelectual de las críticas emitidas al
mismo. Esto último no por el hecho de que consideremos errado criticar el
instrumentalismo en sí, sino por el contrario, porque creemos que variados autores
limitaron el marxismo a su lectura instrumental: cambiaron su adversario teórico por una
caricatura del mismo, reproduciendo así el denunciado “círculo vicioso”.
En ese orden de ideas, para analizar las críticas, valdría la pena traer a colación un
fragmento de la obra del profesor Vladimiro Naranjo Mesa, el cual señaló al respecto lo
siguiente:
Para los marxistas la teoría del Estado y del poder político es esencialmente evolutiva. Por su
propia naturaleza, el Estado y el poder político son un conjunto de medios de dominación
(policía, ejército, tribunales de justicia, prisiones, etc.) que oprimen al hombre (…) Para el
marxismo-leninismo, en una sociedad basada sobre la apropiación privada de los medios de
18
producción, el Estado es un arma en la lucha de clases, en manos de la clase propietaria (2010,
pág. 621).
La anterior referencia nos parece fundamental, en la medida en que sintetiza gran parte de
las críticas que se le propinaron al marxismo en cuanto al supuesto reduccionismo teórico
del cual fue acreedor a la hora de abordar el estudio del Estado. En síntesis, refiriéndose al
estudio del Estado desde el marxismo, el profesor Naranjo señaló: 1) que el Estado se
apreciaba solamente como un conjunto de aparatos; 2) que estos aparatos se concebían
primordialmente como aparatos para la coacción y represión de las clases dominadas; y 3)
que estos aparatos “primordialmente represivos”, se entendían como un arma de la cual se
valía una clase en concreto (la burguesía) para oprimir al hombre.
En aspectos similares a la crítica anteriormente reproducida, no podemos perder de vista
que Hans Kelsen es quizás uno de los autores que con más insistencia también criticó al
marxismo en sus aproximaciones teóricas al Estado. Kelsen (1957, págs. 280-281) sostuvo
que uno de los grandes errores del marxismo a la hora de aprehender la temática, se
encontraba en el problemático reduccionismo economicista y en la insistencia en ver en el
Estado un exclusivo aparato para la coerción de las clases dominadas. De igual manera, el
teórico austriaco planteó que de acuerdo con este paradigma se generaba un tipo de
estrategia “mecánica” por la cual: si se abolía la propiedad privada sobre los medios de
producción y, en consecuencia, el sistema capitalista, esto conduciría indefectiblemente a la
supresión del Estado.
[Para la teoría marxista del derecho y del Estado3] ninguno de ambos fenómenos [el derecho
y el Estado] es un elemento esencial de la sociedad humana; existen sólo bajo condiciones
económicas definidas, es decir, cuando los medios de producción están a la disposición
exclusiva de una minoría que usa o abusa de este privilegio con el fin de explotar a la
inmensa mayoría (…) El Estado, junto con el derecho, forma la maquinaria coercitiva
3 Sin lugar a dudas, las críticas formuladas por Kelsen estaban profundamente impregnadas del marxismo
oficial de la URSS, prueba de ello es su insistencia en analizar las prácticas políticas “marxistas” a la luz de la
práctica institucional-estatal de la Unión Soviética de Stalin. Esto último es esencial para entender los
diversos tipos de marxismos que han abundado a lo largo de la historia, y para comprender a su vez que en
medio de este pululado de formas intelectuales que se recogen en la tradición marxista, casi siempre los
detractores del marxismo han englobado la teoría de Marx y el marxismo (en general) a partir de su
concepción dogmática estalinista. Para profundizar en este tema, invitaría a la lectura de una excelente
conferencia de Manuel Sacristán titulada “Sobre el estalinismo”. Para tales efectos remitirse a:
http://www.rebelion.org/docs/44627.pdf.
19
destinada a mantener la explotación de una clase por otra, instrumento de la clase de los
explotadores que, por medio del Estado y de su derecho, llega a ser políticamente dominante
(Kelsen, 1957, págs. 280-281).
Al mismo tiempo, Kelsen denunció también ciertas contradicciones en relación a dos
aspectos fundamentales en la llamada “teoría marxista del Estado”: 1) el debate sobre la
transición, o sea, el papel que jugaba el Estado socialista en la extinción del propio Estado
en general; y 2) la naturaleza de la llamada “dictadura del proletariado”, ya que, si bien uno
de los elementos medulares en la comprensión marxista del Estado era la crítica de éste
como aparato coactivo, el autor austriaco encontraba una seria contradicción y confusión en
la manera en que los marxistas comprendían y proponían un viraje en la “naturaleza de
clase” del ejercicio de dicha coerción (1957, pág. 295).
Por último, otro de los autores que no podemos obviar a la hora de analizar las diversas
críticas promovidas al marxismo, es el teórico político italiano Norberto Bobbio. Bobbio,
quien fue un intelectual bastante renombrado en la segunda mitad del siglo XX, se
caracterizó por entablar múltiples diálogos y discusiones con la tradición marxista europea
de su tiempo. Entre sus discusiones acaloradas se encuentra por supuesto la concepción
marxista del Estado, del derecho y de la política.
En primera medida, hay que plantear que Bobbio nunca fue dubitativo en reconocer que en
Marx no era posible encontrar una teoría del Estado en estricto sentido. Por el contrario,
reconoció que en el pensador alemán existían una serie de aproximaciones al estudio del
Estado que apuntaban sobre todo a la crítica de su realidad institucional y teórica. De
acuerdo con el autor italiano, al ligar la teoría del Estado con la teoría de la sociedad (en
donde claramente se involucraban sus estudios de economía política), Marx logró finiquitar
una crítica del Estado burgués en las distintas formas en que se presentaba, brindando así
herramientas para la formulación de propuestas relativas a la construcción del Estado
socialista y, de igual manera, presupuestos teóricos y políticos para pensar la extinción del
Estado (1999, pág. 134).
De acuerdo con Bobbio, uno de los aspectos centrales de las valoraciones hechas por Marx
al problema del Estado, radicó principalmente en la superación de la idea liberal clásica que
20
apreciaba en el Estado un fenómeno por encima de la sociedad civil. En contraposición a
esta idea, Marx, dice Bobbio:
Consideró al Estado como el conjunto de las instituciones políticas, en que se concentra la
máxima fuerza imponible y disponible en una determinada sociedad, pura y simplemente
como una superestructura respecto a la sociedad pre-estatal, que es el lugar donde se forma y
se desarrolla las relaciones materiales de existencia y, en cuanto a superestructura, destinado
a desaparecer a su vez en la futura sociedad sin clases (Bobbio, 1999, pág. 136).
Aun cuando su crítica no es explícita en el texto referenciado, Bobbio (1999, pág. 136)
plantea que una de las limitaciones más destacadas a la hora de estudiar el Estado desde la
tradición marxista, consiste en la reducción “superestructural” a la que ha sido sometida la
temática en mención. Esta reducción teórica ha dificultado ciertamente el desarrollo de
otras ideas centrales en el marxismo, tales como el debate con relación a la “transición
socialista” y, en específico, el debate relacionado al papel del Estado en dicha
transformación histórica.
Para Bobbio, la reducción superestructural-instrumental del Estado, ha condenado a que se
le estudie y se le aprehenda como un simple “aparato” exclusivamente dedicado a la
opresión/coerción de clase; cercenando así la posibilidad de profundizar en una serie de
complejidades que, de alguna forma u otra, involucran al Estado, verbigracia: su papel en la
construcción de la hegemonía; el papel de la democracia en la transición socialista; y el rol
de la institucionalidad estatal en la articulación hegemónica de los grupos sociales y en el
desarrollo de la participación democrática.
En definitiva, los puntos comunes de las críticas que se lograron percibir con anterioridad,
podrían exponerse de la siguiente manera:
1) Que al ser una teoría economicista, el marxismo tiene una tendencia estructural al
reduccionismo teórico. Es decir, que a partir de su método de estudio de la realidad,
el marxismo tiende irremediablemente a confinar al Estado a un rincón
estrictamente superestructural.
2) Que su forma de estudiar el Estado solo puede responder a una aproximación
instrumental. O sea, que el marxismo siempre tenderá a reducir al Estado a ser un
arma en poder de la clase dominante para la opresión de las clases dominadas.
21
Así pues, tanto las construcciones teóricas dominantes en la tradición marxista, como sus
correspondientes “críticas demoledoras”, han girado en torno a los mismos ejes de
referencia conceptual: el instrumentalismo y el economicismo. Lo cual, lastimosamente, ha
degenerado en un “círculo vicioso” donde, ni se suman aportes novedosos, ni tampoco se
indaga en profundidad sobre nuevas potencialidades investigativas. Por ende, nos
atrevemos a preguntar: ¿no existen acaso algunas otras lógicas de análisis dentro del
marxismo que nos permitan superar estos reduccionismos? ¿No existen acaso otros marcos
conceptuales y referenciales por los cuales sea posible repensar el estudio del Estado desde
el marxismo? Estamos seguros de que tales lógicas de análisis y marcos referenciales sí
existen, pero para encontrarlos, es importante que nos fijemos tres puntos nodales.
En primer lugar, es fundamental definir la especificidad de lo político y de lo económico a
la hora de profundizar en el estudio del Estado. Sobre este punto, es crucial superar la
ambigüedad que se ha generado en torno a la relación entre lo estatal y la reproducción del
modo de producción. Es cierto que entre ambos no puede haber una relación excluyente,
pero también es igualmente cierto que no puede existir una relación de subsunción entre la
una y la otra. En este aspecto habrá que profundizar.
En segundo lugar, es esencial reconocer la relación que existe entre el Estado y los grupos
sociales, ya que no es posible comprender al Estado al margen de esta compleja interacción.
Lo fundamental en este punto es superar del todo la perspectiva instrumentalista, es decir,
abolir la idea de que lo estatal es un mero aparato institucional que se maniobra
unilateralmente por alguna clase social en específico. Recalcando que si se logra este
cometido, será mucho más sencillo entender la manera en que las relaciones de fuerza
cohabitan en el Estado, la forma en que se disputan y, al mismo tiempo, ampliar nuestra
visión del conflicto social más allá del antagonismo de clase. Si se entiende al Estado en la
cotidiana trama social, se deben incluir a los nuevos sujetos que desde el campo político
han emergido con sus respectivas demandas y reclamos sociales.
En tercer lugar, si se pretende superar el reduccionismo en el que incurrió cierta tradición
marxista, es indispensable indagar en el estudio del Estado a partir de otra lógica teórica y
22
práctica. Como se pudo apreciar anteriormente, cada una de las aproximaciones que fueron
defendidas en el medio intelectual marxista respondían a una lógica de pensamiento de lo
político y lo institucional. La tesis instrumentalista del Estado, por ejemplo, es una tesis que
deviene de una concepción profundamente economicista del marxismo; una concepción
que, además de marginar lo político de la mano de la absolutización de lo económico,
también delimita una estrategia política según la cual el Estado se transforma
exclusivamente de la mano de la transformación de las relaciones sociales de producción.
Para este tipo de aproximación, insistimos, el Estado no se encuentra en un horizonte
estratégico real, se busca “tomar el poder”, “ocupar el estado”, mas no transformarlo.
En ese orden de ideas, tendremos que delimitar nuevos paradigmas de indagación que nos
posibiliten ampliar nuestra manera de entender al Estado más allá del reduccionismo
teórico de ciertos marxismos y de sus críticos. Para ello, estimamos importante vislumbrar
nuevos paradigmas y líneas metodológicas de aprehensión e investigación que nos permitan
superar el instrumentalismo y, consiguientemente, nos ayuden a hallar aproximaciones
marxistas al Estado que sean auténticamente críticas y complejas.
2. Superando el instrumentalismo: Gramsci y el Estado ampliado
En el desarrollo del marxismo del siglo XX, y como lo veremos más adelante, varios
autores marxistas empezaron a indagar en el reduccionismo instrumental al que había
estado sumida la tradición marxista en su intención de estudiar el Estado. Quizá una de las
inquietudes que permitió avanzar hacia elementos claros de renovación teórica, fue
precisamente la de cuestionarse si el Estado podía seguir siendo aprehendido como una
cosa, o como un aparato de clase que detentaba el poder absoluto. Tal vez al sujeto a quien
debemos atribuirle este grandioso paso intelectual es a Gramsci. El cual comprendió, entre
otras cosas, que era necesario profundizar en una concepción ampliada del Estado a partir
de tres ideas fundamentales (1993, pág. 174):
Primero, que el Estado ya no podía seguir siendo solo un “aparato” de coerción, sino
fundamentalmente una institución educadora del consenso político. Si bien el Estado
23
democrático seguía siendo un Estado de clase, su más importante tarea no sería la de
reprimir a los grupos sociales, sino elevarlos a un nivel cultural y moral que correspondiera
a los intereses socio-culturales y político-económicos de las clases sociales dominantes4.
Segundo, que el Estado de clase ya no podía seguir siendo exclusivamente comprendido
como “el aparato gubernamental”, sino también, como la relación entre las funciones de
gobierno con los aparatos privados de hegemonía de la sociedad civil. Esto, en la medida de
que, como lo dijimos antes, Gramsci era incisivo en reiterar que el consenso no solamente
se educaba desde el Estado, sino primordialmente desde los escenarios propios de dicha
sociedad civil.
Y tercero, que en el siglo XX el Estado-coerción se iba debilitando de la mano del
reforzamiento de la sociedad regulada (o Estado ético o sociedad civil). Lo cual dio pie para
que Gramsci (1993, pág. 178) sostuviera que: en la noción general del Estado entraban
elementos que debían referirse a la noción de sociedad civil. El Estado era igual a la
sociedad política más la sociedad civil, es decir, la hegemonía reforzada por la coerción.
Bajo estas perspectivas renovadoras y amplificadoras del concepto de Estado, es que el
autor italiano empieza a cuestionarse sobre la naturaleza compleja de dicha “institución”.
Precisando que ya Lenin en el Estado y la Revolución (1974 [1917]) había logrado
delimitar puntos de quiebre que llamaban la atención sobre la importancia de estudiar
seriamente el Estado como un fenómeno político de suma trascendencia en la
transformación de la sociedad capitalista5.
Retomando entonces la importancia de Gramsci en el desempeño de estas nuevas
perspectivas de análisis, debemos decir que su apuesta central fue la de proponer una
4 Este punto también es vital para comprender la con cepción que Gramsci tenía del Derecho. En el cuaderno
XXX, redactado entre 1932 y 1935, el marxista italiano adujo lo siguiente: “Si cada Estado tiende a crear y a
mantener cierto tipo de civilización y de ciudadano (y, por tanto, de convivencia y de relaciones individuales),
y tiende a provocar la desaparición de ciertas costumbres y actitudes y a difundir otras, entonces será el
Derecho el instrumento de esa finalidad (…) En realidad, el Estado debe concebirse como “educador”, en
cuanto que tiende, precisamente, a crear un nuevo tipo o nivel de civilización” (Gramsci, 2010(1970), págs.
399-400). Por tanto, el Derecho para Gramsci juega un papel inigualable en el rol educador del Estado. 5 Al respecto recordemos que Lenin planteó en El Estado y la revolución que: “si todos intervienen realmente
en la dirección del Estado, el capitalismo no podrá ya sostenerse” (1974, pág. 94).
24
concepción ampliada del Estado. Siguiendo la argumentación propuesta por Cristine Buci-
Glucksmann (1979), esta concepción ampliada del Estado plantea varias proposiciones
metodológicas de estudio y comprensión. A continuación, delimitamos algunas de ellas:
La primera proposición metodológica es el realce de lo político en el entendimiento de las
relaciones sociales e institucionales que cohabitan en el Estado. A diferencia de la tesis
economicista según la cual el Estado es el simple instrumento de la clase dominante,
Gramsci percibe la necesidad de encontrar los lazos existentes entre el Estado y la lucha de
clases. Si se continuaba acogiendo la idea del Estado como simple instrumento de la clase
dominante, implícitamente se reproducía el paradigma de ver en dicha clase una clase
“todopoderosa”; una clase obscena que lo controlaba, conservaba y definía todo. Lo que de
alguna forma u otra descartaba el papel de la actividad política real y minaba la iniciativa
histórica de las masas subalternas (Buci-Glucksmann, 1979, pág. 121).
En aras de impugnar la conceptualización mencionada, y con el objetivo de desarrollar esta
noción ampliada de lo estatal, en los cuadernos de la cárcel, el dirigente italiano procedió a
formular una de sus tesis centrales en relación con el Estado, a saber: “En política el error
se debe a una comprensión inexacta de lo que es el Estado en su significado integral:
dictadura + hegemonía” (Gramsci, 1993, pág. 193).
Así pues, esta concepción ampliada presuponía un aporte esencial para romper las barreras
del instrumentalismo y oponer a estas tesis “unilaterales” una concepción novedosa según
la cual: el Estado era el escenario preciso en el que se articulaban los medios de dirección
intelectual y moral de una clase sobre el conjunto de la sociedad (Gramsci, 1993, pág. 123).
Resaltando que, cuando Gramsci habla de “la sociedad” y no exclusivamente de “la clase
dominada”, propone una perspectiva sumamente rica de la noción de dirección y
conducción política. Todo esto, en la medida de que logra entrever que, si la clase
dominante está inmersa en un paralelogramo de relaciones de poder, no solo debe
conquistar la hegemonía de los grupos sociales subalternos, sino de los grupos sociales en
general (tanto sus adversarios como sus aliados).
25
El Estado es entonces el escenario perfecto para cultivar los “equilibrios de compromiso”6,
que no son más que la estrategia según la cual la clase dominante disputa el consenso de los
grupos sociales bajo la delimitación de medidas materiales y concretas. Esto último en el
entendido de que, para decirlo con Poulantzas: “la relación de las masas con el poder y el
Estado en lo designado particularmente como consenso, posee siempre un sustrato
material” (2005, pág. 30).
Por otro lado, la segunda proposición metodológica que valdría la pena esbozar, va en una
doble vía. En primer lugar, Gramsci propone durante sus escritos de 1918 a 1920 seguir
comprendiendo al Estado como Estado de clase; es decir, plantea que no es posible obviar
el papel del Estado en la constitución y unificación de la clase dominante, toda vez que “el
Estado conduce la composición, en el plano jurídico-político, de las disensiones internas de
clase, los desacuerdos entre intereses opuestos, unifica a las capas y modela una imagen de
la clase en su conjunto” (Buci-Glucksmann, 1979, pág. 168). En síntesis, si la clase
burguesa es heterogénea y se encuentra dividida a la luz de diversos intereses
contradictorios, se requiere de un escenario en donde puedan recomponerse jurídica y
políticamente estos lazos quebrantados. Para Gramsci, esta sutura, esta unidad, no puede
pensarse por fuera del propio Estado.
Ahora bien, esta última idea no puede desligarse de los análisis realizados por Gramsci
(2001[1926]) en relación a la realidad del fascismo en Italia. A partir de la comprensión de
este fenómeno, en especial, del decidido y abrumador apoyo de la pequeña burguesía
urbana y rural al movimiento fascista, Gramsci extrae una conclusión elemental: el Estado
siempre debe contar, necesariamente, con una base social-histórica7. “Si el Estado no es un
6 En los cuadernos de la cárcel, Gramsci define los “equilibrios de compromiso” de la siguiente manera: “El
hecho de la hegemonía presupone indudablemente que se tengan en cuenta los intereses y tendencias de los
grupos sobre los cuales se ejerce la hegemonía, que se forme un cierto equilibrio de compromiso, es decir, que
el grupo dirigente haga sacrificios de orden económico-corporativo, pero es evidente que estos sacrificios y
estos compromisos no pueden referirse a lo esencial, pues si la hegemonía es ético-política, no puede dejar de
ser también económica, no puede no tener su fundamento en la función decisiva que el grupo dirigente ejerce
en el núcleo decisivo de la actividad económica” (Gramsci, 1999, pág. 42). 7 Sobre este punto, son bastante pertinentes las conclusiones que decanta Nicos Poulantzas sobre la
fascistización de la sociedad alemana e italiana; al respecto sostiene: “el proceso de fascistización y el
fascismo corresponden a una situación de crisis política de la pequeña burguesía y a su constitución en
auténtica fuerza social por el medio indirecto de los partidos fascistas (…) En suma, el papel histórico del
fascismo [y del Estado fascista], fue realizar una alianza entre gran capital y pequeña burguesía, en una
coyuntura precisamente en que sus contradicciones atravesaban una fase de intensificación aguda”
(Poulantzas, 1981, págs. 292-293).
26
simple instrumento en manos de una clase que lo “maniobra”, ¿no será porque se extiende
más allá de esa clase o fracción de clase, poniendo en acción mecanismos más complejos
que el aparato del Estado?” (Buci-Glucksmann, 1979, pág. 130). En efecto, esta aparente
paradoja entre la unidad de clase, por un lado, y la expansión de la base social-histórica del
Estado más allá de la clase dominante, tendrá que ser dirimida bajo el concepto de
hegemonía y de aparatos de hegemonía.
Por tanto, y aunado con lo anterior, la tercera proposición metodológica que se podría
definir es la relación que encuentra Gramsci entre el Estado y los aparatos de hegemonía.
Como bien se dijo anteriormente, el Estado no es un simple instrumento meramente
maniobrado por la clase dominante, por el contrario, éste se encuentra insertado en una
serie de mediaciones sociales, políticas e institucionales. Tal como lo plantea Buci-
Glucksmann:
La ampliación del Estado, por incorporación al Estado de los aparatos de hegemonía,
presupone así mismo la ampliación del aparato de Estado. Este doble proceso dialéctico
autoriza un análisis diferencial de las relaciones clase/Estado a partir de las mediaciones
clase/sociedad y Estado/sociedad. Mediaciones, bisagras, puntos de apoyo que constituyen la
dialéctica concreta de las relaciones entre la infraestructura y las superestructuras (1997, pág.
143).
En efecto, encontrar en el Estado un equilibrio inestable de relaciones de fuerza permite
complejizar los análisis. En primera medida, porque refleja un escenario de múltiples
contradicciones entre los grupos sociales y entre el bloque social dominante en el poder. Y
en segunda medida, porque nos permite superar la concepción de la lucha de clases como
una lucha entre dos grupos fundamentales: burguesía/proletariado. Las relaciones de fuerza
responden a una multiplicidad de actores que se relacionan con el Estado y que toman
diferentes posturas políticas de acuerdo a ciertas coyunturas determinadas (Buci-
Glucksmann, 1997, pág. 143).
Finalmente, la cuarta proposición metodológica que podemos rescatar de la perspectiva del
Estado ampliado, es la nueva manera de concebir la superestructura. De acuerdo con Buci-
Glucksmann (1997, pág. 319), Gramsci encuentra que las superestructuras tienen
efectivamente una existencia material (en ese sentido, no están aisladas de la estructura o
base de la sociedad). Pero, al mismo tiempo, define que esta existencia material no
27
necesariamente define su formación como superestructura, ya que esto depende en cambio
de la lucha de clases.
Claro está que no podremos en este texto profundizar en cuestiones de método marxista. No
obstante, pensamos que vale la pena acotar que la relación entre estructura–superestructura
no puede abordarse desde la óptica dogmática según la cual la estructura determina
abstractamente a la superestructura. Por el contrario, es esencial reiterar una vez más que si
bien en el marxismo la estructura económica (en su relación con la totalidad social) cumple
un papel determinante en última instancia8, dicha determinación se gesta en virtud de la
centralidad de la producción en la constitución de las relaciones humanas (esto último es
central en Gramsci).
Al respecto, Adolfo Sánchez Vázquez sostuvo que: “el papel determinante de lo económico
responde al lugar central que la producción ocupa en la sociedad humana y en la historia de
ella, en cuanto que no es solo producción de un mundo de objetos, de bienes útiles, sino en
cuanto que por su carácter social es también producción de relaciones sociales y condición
necesaria de todo tipo de producción” (2003, pág. 421). En otras palabras, para el marxismo
“la economía no es solo producción de bienes materiales, sino también la totalidad del
proceso de producción y reproducción del hombre y la mujer como seres humanos sociales.
La economía no es solo producción de bienes materiales, sino también, y al mismo tiempo,
producción de las relaciones sociales en el seno de las cuales se realiza esta producción”
(Kosik, 1976, pág. 209), de ahí su preponderancia al estudiar cualquier fenómeno social.
8 El alcance teórico del concepto de determinación ha suscitado innumerables debates entre marxistas y no
marxistas. Ello, en la medida de que su acepción conceptual puede ser entendida: o bien como “un proceso
total” sujeto a un desarrollo inherente y predecible (acepción férreamente determinista); o bien como un
proceso de “fijación de límites”, en donde lo determinado conserva autonomía en los marcos de un sistema
que, por más que sea concreto, no es, per se, inmodificable. De acuerdo con Raymond Williams (1992, págs.
85-86), las dos concepciones de determinación son sumamente trascendentales a la hora de dar alcance a la
valoración sobre la objetividad del sistema social, ya que ambas conducen a efectos totalmente opuestos. Por
un lado, la posición determinista ha derivado en lo que se conoce como el “economicismo”, según el cual, el
sistema económico se rige por leyes objetivas/abstractas que escapan a cualquier incidencia humana. Mientras
que por el otro lado, el concepto de determinación en última instancia, responde a una perspectiva dialéctica e
histórica según la cual: si bien la estructura socioeconómica fija ciertos límites y ejecuta ciertas presiones a la
dinámica social humana, dicha estructura responde a una objetividad histórica, la cual, por supuesto, está en
relación/contradicción recíproca con la praxis humana.
28
En ese orden de ideas, y una vez realizado este pequeño interludio sobre la relación entre
estructura-superestructura, es indiscutible que el análisis del Estado deba estar atravesado
por esta forma heterodoxa y compleja de entender esta relación indisoluble. Sin esta nueva
apuesta metodológica, hubiese sido imposible para Gramsci encontrar y reencontrar el lugar
de lo político en la constitución de lo estatal-institucional. De hecho, solo bajo este
paradigma es que logra entender la relación entre las clases y el Estado. Una relación que,
por lo demás, no es de exterioridad sino de constante reciprocidad. El Estado es un eje
articulador de las relaciones sociales y, al mismo tiempo, es un escenario para la
constitución de las clases y para su unificación. De ahí que nuestro siguiente paso deba ser
el abordaje de la relación que encuentra Gramsci entre el Estado, las clases sociales y el
bloque histórico.
2.1. Estado, clases sociales y bloque histórico
Ya que pudimos avanzar de la mano de Gramsci en el entendimiento del Estado como
relación institucional compleja, nos falta referirnos con mayor detalle a la relación entre el
Estado, las clases sociales y el bloque histórico. Puesto que si bien el marxismo crítico y
heterodoxo9 jamás ha considerado al Estado como un mero “ente” subordinado a la “base”
económica; tampoco ha caído en la falsa comprensión de entenderlo como un ente aislado
de cualquier relación social de producción. Así como lo “superestructural” no deviene
mecánicamente de la “base económica”, tampoco puede considerarse como un campo
exteriorizado de lo económico.
Con ánimos de profundizar en esta interacción, es trascendental poner de presente que para
el marxismo la división de la sociedad en clases sociales es fundamental para entender los
conflictos sociales que abundan en la historia de la humanidad, aclarando de entrada que la
conflictividad social no se reduce exclusivamente al antagonismo de clase. Si bien es
9 Cuando hacemos alusión al marxismo crítico y heterodoxo, pensamos en la tradición marxista que ha
propuesto una lectura no-esquemática, no-dogmática y contextual de la obra de Marx. De igual forma,
comprendemos esta noción a partir de los teóricos y políticos marxistas que han reconocido en su vida y obra
la importancia de no comprender el marxismo como un corpus teórico cerrado, sino como un conjunto de
ideas que deben someterse constantemente a la realidad, y que deben reinventarse bajo el faro iluminador de
la praxis social e histórica de los seres humanos. En aras de profundizar en el debate ver: (Fernández Buey,
2006, págs. 197-204)
29
absolutamente imposible señalar en este pequeño texto las implicaciones intelectuales y
políticas de la teoría de las clases sociales, podríamos atrevernos a señalar, sin obviar la
complejidad del tema, que las clases sociales son: 1) grupos sociales heterogéneos; 2)
históricamente determinados por su relación con los medios de producción; 3) que cumplen
un papel determinado en la organización social; y 4) que, dependiendo de su posición en la
estructura social, participan amplia o minúsculamente en la distribución de la riqueza
producida en una determinada economía social (Lenin V. I., 1961, pág. 228).
De la anterior definición de Lenin, sería elemental rescatar dos aspectos claves que
posteriormente retomaría Gramsci en su formulación del concepto de Estado ampliado. En
primera medida, hay que resaltar que las clases sociales se caracterizan por ser grupos
sociales heterogéneos. Esta idea había estado presente desde el propio Marx (1976[1852]),
quien en su texto el 18 Brumario de Luis Bonaparte expuso con lucidez como la clase
dominante no era de por sí una clase homogénea y singular, sino que, por el contrario,
estaba compuesta por diferentes sectores sociales que, aún teniendo profundas diferencias
políticas, económicas, sociales y culturales, eran capaces de constituir alianzas político-
económicas y socio-culturales en beneficio propio10.
En segundo lugar, hay que resaltar que las clases, y en especial la clase dominante, cumple
una función de organización social. Bajo esta lógica es que, de acuerdo con Buci-
Glucksmann (1979, pág. 76), Gramsci logra concretar su teoría de la hegemonía. Ello,
sobre la base de que en el Estado las clases dominantes (resaltamos el plural) tenían la
característica de ser un bloque social dominante, es decir:
1) Un conjunto de clases que, sobre la base de una serie de alianzas estratégicas
lograban construir un proyecto político compacto de sociedad-nación.
10 En el 18 Brumario de Luis Bonaparte, Marx expone la disputa entre dos facciones de la burguesía francesa,
los orleanistas y los legitimistas. Los unos representaban la alta finanza, la gran industria y el gran comercio;
y los otros, representaban los intereses de la gran propiedad territorial. Si bien ambas facciones respondían a
intereses materiales contrapuestos, en circunstancias adversas pujaban la conformación de alianzas políticas
de dominación común en donde se lograran mantener sus intereses de clase. El ejemplo directo de lo anterior,
según Marx, es el consenso por la disputa de la “república parlamentaria” (Marx & Engels, 1976a, pág. 469).
30
2) Y un conjunto de clases que, sobre la base de la hegemonía, articulaban una serie de
mecanismos sociales para lograr en última instancia el consenso de las masas hacia
su política de clase11.
Tal y como lo establecimos en líneas precedentes, la noción de conflicto en el marxismo
tiene una directa relación con la interacción antagónica de las clases sociales (sin que por
ello, se agote en ellas), las cuales, cabe agregar, se implican antagónicamente en la medida
en que responden a una lógica de dominación. Es decir, de acuerdo con la teoría marxista,
el conflicto antagónico de la sociedad se produce en el entendido de que la dominación y el
conflicto –por y para la dominación- son inherentes a las clases sociales. Y ello es así, dado
que el conflicto de clase, entre otras cosas, ancla sus raíces en el proceso de extracción y
apropiación del producto del trabajo humano. Lo que nos lleva a aducir dos tesis
fundamentales: la primera, que la dominación en Marx tiene vínculos sustanciales con la
teoría de la explotación; “la clase social que domina políticamente, no puede volverse
contra la dominación económica que ejerce por el lugar que ocupa en las relaciones de
producción” (Sánchez Vázquez, 2007, pág. 38). Y la segunda, que la dominación de clase
no puede ser valorada como un simple factum, sino por el contrario, como un proceso,
como un continuo esfuerzo por parte de la clase o de las clases dominantes para mantener,
reforzar, extender y defender dicha dominación (Miliband, 1978, pág. 27).
Bajo este último punto, es que se hace comprensible la pregunta de cómo las clases
interactúan con el Estado y en el Estado. Ya que, por ejemplo, el concepto de hegemonía
que Gramsci desarrolló en los marcos de su análisis amplificador del Estado, partieron de la
base de percibir dicha hegemonía como un conjunto complejo de instituciones, de
ideologías, de prácticas y de agentes (entre estos los intelectuales) que encontraban su
unificación en un proyecto de expansión de clase (Buci-Glucksmann, 1979, pág. 66). Lo
que conduce a pensar que si la hegemonía está traspasada por la lucha de clases, de igual
11 En relación a este punto dice Joachim Hirsch que: “la burguesía no constituye una clase políticamente
homogénea: está, al contrario, constituida de capitales individuales de un desarrollo desigual que compiten
entre sí y que están sometidos a fraccionamientos importantes (…) Por eso las fracciones de la(s) clase(s)
dominante(s) constituyen un “bloque en el poder”, marcado por contradicciones internas y relaciones de
hegemonía, cuya cohesión y capacidad de acción política deben estar organizadas por una instancia
formalmente separada de las fracciones de clase de la(s) clase(s) dominante(s), a saber: por el Estado (Hirsch,
1977).
31
manera el Estado tiene influencias decisivas de dicho conflicto antagónico12. Todo ello, en
la medida de que el Estado, volvemos a repetir, también se inserta en el proyecto de
expansión de clase. Que no es otra cosa que la intención de las clases en constituir un
bloque histórico–hegemónico.
En consecuencia, de lo que precede se deduce que si la teoría del Estado en el marxismo
tiene directa relación con el estudio de la lucha de clases en el Estado y por el Estado. En
ese orden de ideas, debe renunciarse a la idea de Estado-cosa y Estado-sujeto13 para dar
paso a una perspectiva ampliada en donde la dinámica de la lucha de clases juegue un rol
constitutivo y/o constituyente. Al respecto, Poulantzas sostiene lo siguiente:
Aunque el Estado no sea el “producto” de esas clases [las clases dominantes], esta
correspondencia [entre clases dominantes-Estado] no es debida al azar de alguna astucia de la
Razón, porque, el Estado, poseyendo una realidad objetiva propia, está constituido a partir del
mismo campo en el que se sitúan la lucha de clases y las relaciones de explotación y de
dominación (…) El Estado político moderno no traduce al nivel político los “intereses” de las
clases dominantes, sino la relación de esos intereses con los de las clases dominadas.
(Poulantzas, 1975, pág. 50)
En efecto, esta relación entre intereses de clase; bien entre las facciones de la clase
dominante, bien entre las clases dominantes y las clases dominadas, no nos puede conducir
a pensar que el Estado es el depositario instrumental del “poder poseído” por la clase
dominante. Si hemos sido reiterativos en algo, es en el hecho de que si tenemos la intención
de decantar una aproximación crítica y ampliada al estudio del Estado desde el marxismo,
es imprescindible que aprehendamos al Estado como un lugar de organización estratégico
de la clase dominante en su relación con las clases dominadas. Parafraseando a Poulantzas:
como un lugar y un centro de ejercicio del poder, pero sin que por ello posea poder propio
(2005, pág. 178).
12 Al respecto, consideramos relevante señalar que el conflicto de clase incide en el Estado bajo el entendido
de que dichos conflictos tienen planos diversos de enunciación y confrontación. De acuerdo con Miliband
(1978, pág. 40), es necesario reconocer que si bien a menudo el conflicto de clase se localiza en los marcos de
las demandas económicas (tensión constante entre capital y trabajo), también el conflicto se diversifica en el
plano cultural (lucha permanente por la comunicación de ideas, valores y perspectivas alternativas y
contradictorias) y en el plano político (estrategia de alianzas y pactos sociales para conservar la hegemonía). 13 Estado-cosa: en el entendido de que el Estado no es un mero instrumento represivo; Estado-sujeto: en el
entendido de que el Estado no refleja mecánicamente (ni exclusivamente) los intereses de las clases
dominantes.
32
Por tanto, para lograr afrontar esta realidad de interacción de las clases con el Estado, sin
caer nuevamente en el instrumentalismo antes denunciado, es fundamental volver a
Gramsci y utilizar varias de las herramientas conceptuales que el dirigente comunista
italiano legó para poder comprender al Estado más allá de sus reducciones conceptuales.
Quizás la más importante herramienta teórica que puede ser utilizada en la superación de
este ostracismo es la de “bloque histórico”. Según Laclau, para poder rechazar la relación
mecánica entre base y superestructura, Gramsci tuvo que oponer la idea de bloque
histórico; definida como “unidad orgánica de la infraestructura y la superestructura,
resultante de las prácticas hegemónicas de las clases sociales” (1997, pág. 53).
Es decir, bajo la noción de bloque histórico y hegemonía, Gramsci desarrolló aportes
importantísimos para complejizar el estudio del Estado desde el marxismo. En primer lugar,
el concepto de hegemonía le fue indispensable para comprender que las disputas entre las
clases y los grupos sociales, eran disputas –en el plano universal- por la “unidad de los
fines políticos y económicos, y por la dirección intelectual y moral” (Gramsci, 2010(1970),
pág. 415). Y en segundo lugar, el enfoque “articulador” del concepto de bloque histórico le
permitió, por un lado, el rechazo de la separación tajante y excluyente entre base y
superestructura, y, por el otro, la eliminación de su mecánica subsunción. En ese orden de
ideas y gracias al faro irradiador de estos conceptos base, fue posible que Gramsci
decantara un paradigma ampliado del Estado.
El campo del Estado y de la política resultan considerablemente ampliados. Del Estado, en
primer término, por cuanto si él es el factor de cohesión de una formación social y la unidad o
separación de los elementos de una formación social es el resultado de prácticas hegemónicas
concretas y no de leyes universales dictadas por una infraestructura omnipotente, se sigue que
la forma del Estado define las articulaciones básicas de una sociedad y no solo del campo
limitado de una superestructura política. Esta es la concepción del Estado integral (Laclau,
1997, pág. 54).
Por lo tanto, de todo este tipo de aseveraciones, se derivan una serie de consecuencias
bastante relevantes en el estudio del Estado: i) que la conquista de la hegemonía presupone
no solamente obtener la dirección política, sino modificar el sentido común de las masas y
lograr una rearticulación general de la sociedad; ii) que la “clase dominante” no es una
clase plenamente homogénea, sino que más bien se compone de una multiplicidad de
grupos sociales disímiles que deben ser articulados en un proyecto de bloque histórico; iii)
33
que el bloque histórico necesariamente incide y se constituye a partir de un proyecto de
Estado; y iv) que, por todo lo anterior, la conquista de la hegemonía se logra a través de la
modificación paulatina de las relaciones de fuerza -tanto en el Estado como en la sociedad
civil-, lo que implica que no exista “el acto revolucionario” como un factum. Hay que
hablar más bien de una serie de rupturas revolucionarias que alteran las relaciones de fuerza
existentes.
En ese orden de ideas, bajo estos presupuestos valorativos para Gramsci:
El Estado es concebido… como el organismo propio de un grupo, destinado a crear las
condiciones favorables a la máxima expansión de ese grupo. [No obstante,] este desarrollo y
esta expansión son concebidos y presentados como la fuerza motora de la expansión
universal, de un desenvolvimiento de todas las energías “nacionales”, es decir, que el grupo
dominante está coordinando concretamente con los intereses generales de los grupos
subordinados y que la vida del Estado se concibe como un continuo formarse y superarse de
equilibrios inestables (Gramsci, 1999, pág. 37).
En últimas, la única manera de romper con el economicismo y la consecuente
instrumentalización del Estado, es retomando en profundidad el concepto de hegemonía en
Gramsci, y así, aprehender al Estado como un campo central en donde se articulan esas
prácticas hegemónicas. Incluida, claro está, la del bloque dominante en el poder.
2.2. Estado de clase, dominación, consenso y resistencia
Así pues, los conceptos de bloque histórico y hegemonía dan un vuelco a la forma en que
tradicionalmente se había entendido el concepto de dominación. Si la dominación va más
allá de la violencia represiva que una clase social imprime sobre otra, consiguientemente la
conceptualización del Estado como herramienta central para la consumación de esos fines
se altera radicalmente. La relación entre las clases sociales y el Estado da un giro
copernicano.
Ahora, si bien el concepto de dominación se amplía y se complejiza, ello no implica que se
difumine de la teoría marxista. En otras palabras, si bien gracias a Gramsci el antagonismo
entre los grupos sociales comprende realidades que antes se perdían de vista, esto no abole
el hecho de que la relación entre el Estado y el bloque histórico se siga pensando a la luz de
un proyecto de clase. Por ello, cuando en el marxismo se emplea la noción de Estado de
34
clase, debe reconocerse que: si entendemos el concepto de bloque histórico como la
articulación dialéctica entre estructura y superestructura a la luz de un proyecto “universal”
de clase, es indispensable que este proyecto cuente con un escenario que garantice su
desarrollo y expansión. El cual, para Gramsci, es esencialmente el Estado.
Por ende, el bloque histórico solo puede ser real y efectivo en la medida de que sea un:
“bloque histórico en el poder” (Buci-Glucksmann, 1979, pág. 120). En efecto, al hablar de
Estado de clase, el marxismo debe conceptualizar la manera en que, a partir del Estado, el
bloque histórico irradia y proyecta su idea de sociedad.
A lo largo de la década de los 70tas, varios autores marxistas retomaron las anteriores
premisas para construir una propuesta teórica que lograra acompasar la idea del Estado de
clase junto con la idea del Estado ampliado; es decir, un Estado que en medio de un
conjunto de equilibrios inestables se constituye a partir de la hegemonía de un bloque social
dominante. En ese sentido, para responder al interrogante de cómo se debía comprender la
dominación de clase a partir de una perspectiva amplia y crítica del Estado, era
fundamental tener de cerca la noción del consenso y de la hegemonía, ya que solo bajo esas
categorías era posible forjar nuevos paradigmas de análisis.
En sus investigaciones sobre el Estado, Umberto Cerroni (1977, págs. 76-77), por ejemplo,
reconoció que una de las grandes características del Estado democrático occidental,
radicaba en que a la vez que continuaba soportando su base formal sobre el monopolio de la
violencia14, al mismo tiempo condicionaba el uso de la coerción a la capacidad de captar y
mantener un consenso. Lo que implicaba, en otras palabras, que “el Estado burgués podía
ejercitar la violencia de clase mediante el trámite de su legitimación consensual”.
14 Con el ánimo de profundizar en esta idea, cabe mencionar que uno de los grandes exponentes de la teoría
del Estado-Fuerza fue el sociólogo alemán Max Weber, el cual, entre otras cosas, sostuvo que si las
configuraciones y entidades sociales ignorasen el medio de la violencia, el Estado sería sustituido por la
“anarquía”. Lo que implicaba que si bien el Estado no solo se valía de la violencia, esta última era su medio
de acción más específico. Con relación a esto último aseveró: “Hoy, precisamente, la relación del Estado con
la violencia es especialmente íntima (…) El Estado, como todas las asociaciones o entidades políticas que
históricamente lo han precedido, es una relación de dominación de hombres sobre hombres, que se sostiene
por medio de la violencia legítima (es decir, de la que es considerada como tal). Para subsistir necesita, por
tanto, que los dominados acaten la autoridad que pretenden tener quienes en ese momento dominan” (Weber,
1979, págs. 83-85).
35
Por consiguiente, era fundamental para Cerroni que la percepción del Estado tuviese
inmerso el análisis dialéctico entre hegemonía y coerción. O, como lo dijera Gramsci: entre
dictadura de clase y hegemonía. Precisando que la noción de hegemonía no podía reducirse
al simple concepto de ideología dominante o de “sujeción ideológica”, ya que,
precisamente, el avance del marxismo debía estar en entrever cómo a partir de una lógica
de socialidad consensual era posible mantener la dominación, pero, al mismo tiempo, cómo
también era posible resistir a ella y disputarla.
En otros términos, si se entendía al Estado como un conjunto de relaciones sociales en
donde cohabitan el consenso/coerción y la dictadura/hegemonía de clase, también se debía
comprender que en la medida de que la dominación no era absoluta, sino que se tramitaba
bajo formas de legitimación consensual (la democracia liberal era una de estas formas), en
el Estado, así como pervivía la dominación de clase, también existía la posibilidad latente
de la resistencia y de la transformación subalterna. Agregando además que estas lógicas de
resistencia y de transformación subalterna tenían incidencia real en las instituciones
estatales, lo que implicaba que el Estado también sufría dinámicas de mutación sobre la
base de la relación entre dominación y resistencia.
En ese orden de ideas, cuando estos autores hablaban de la existencia de contradicciones en
el Estado, buscaban proponer que la lucha de clases tenía una expresión propia en el Estado
y en sus instituciones. El profesor Jordi Solé-Tura (1977, págs. 24-26) ejemplificaba esta
realidad poniendo de presente que, por ejemplo, el derecho al sufragio universal había sido
una consigna del movimiento obrero europeo que poco a poco se había ido conquistando
hasta erigirse en una institución democrática indiscutible. Por lo que, a raíz de esto, la
propia clase dominante había tenido que re-articular su propia hegemonía sobre la base de
otro tipo de contradicciones estatal-institucionales: fortaleció el ejecutivo sobre el
legislativo, implementó formas novedosas de cooptación y corrupción electoral, etc.
Por ende, uno de los grandes legados de la teoría política de Gramsci, consistía en asumir
reflexivamente que la experiencia del movimiento revolucionario a nivel mundial enseñaba
que la construcción de un nuevo bloque histórico tenía profundas implicaciones
36
institucionales, ya que no existía lucha revolucionaria alguna que hubiese podido crear sus
instrumentos institucionales al margen del Estado. Por el contrario, estas luchas incidían
necesariamente en las instituciones de este último, y las confrontaban ininterrumpidamente
hasta lograr nuevas síntesis en la gestión estatal.
En consecuencia, los autores mencionados con anterioridad retomaron la idea de que, si
bien el Estado no se construía simplemente de abajo hacia arriba, o sea, tenía lógicas de
dominio político profundamente marcadas, tampoco era simplemente acaparado o
maniobrado por las clases dominantes, ya que la relación entre el bloque histórico y las
clases subalternas transcurría por canales dialécticos, contradictorios y complejos.
Así pues, en aras de recapitular algunas ideas que hemos tratado de posicionar a lo largo de
este apartado, debemos decir que, hasta el momento, la concepción ampliada del Estado:
1. Busca complejizar la manera en que entendemos el antagonismo de clase y la forma
en que las clases se articulan social y políticamente.
2. Propone los conceptos de hegemonía/bloque histórico para entender la articulación
anteriormente referida. Precisando que desde Gramsci, la dominación de clase pasa
por la construcción de la hegemonía y la organización de la sociedad a partir de la
constitución de un bloque histórico.
3. Reconoce que el Estado es un escenario fundamental para la constitución del bloque
histórico. Bajo el cual, claramente, se persiguen intereses “articulados” de clases y
grupos sociales concretos. No sin antes mencionar, que la consecución de esos
intereses pasa por canales contradictorios y complejos de consenso, socialización
política, resistencia y transformación institucional.
Si nos detenemos en este punto, podríamos plantear que a partir de las referencias que se
han traído a colación es perfectamente posible superar aspectos cruciales del
“reduccionismo instrumental”. No obstante, independientemente de que se haya podido
avanzar en la superación de dichos errores conceptuales y teóricos, es menester reconocer
que existe aún un elemento problemático del “instrumentalismo” que no se ha desarrollado
37
con la suficiente precisión. Para plantear la problemática formularemos los siguientes
interrogantes: ¿cómo es posible analizar y entender al Estado, si al mismo tiempo que se
presenta como una asociación universal de sujetos libres e iguales, también se percibe
como el escenario en virtud del cual se proyectan intereses específicos de clase a partir de
la constitución de un bloque histórico “en el poder”? ¿Cómo integramos en el Estado su
forma de generalidad y su contenido de clase, sin volver a caer en el instrumentalismo?
3. El Estado como Comunidad Ilusoria
En general, uno de los grandes vacíos teóricos existentes en el marxismo, se sintetiza en los
interrogantes que se expusieron en las líneas que nos precedieron. No hay manera de
profundizar en el estudio y la comprensión del Estado, si no indagamos en una formulación
teórica contundente capaz de dirimir la relación “paradójica” entre generalidad y
particularidad; entre intereses universales e intereses de clase.
Así pues, teniendo como horizonte la subsanación de esta deuda intelectual y práctica,
rescataremos una conceptualización, a nuestro modo ver “olvidada”, que se recoge de las
obras clásicas del marxismo (en especial de La Ideología Alemana) y que posteriormente
fue desarrollada, fundamentalmente, por Nicos Poulantzas (2005) y por Álvaro García
Linera (2011; 2015). La propuesta de conceptualización, radica en plantear una línea de
análisis e investigación que parta de la base de entender al Estado como una “comunidad
monopolizada” o como una “comunidad ilusoria”. En nuestra consideración, si logramos
comprender el hilo lógico que guía esta proposición, podremos hallar la manera de
aproximarnos al Estado rompiendo una vez por todas con el tan criticado instrumentalismo
que ha hecho mella a lo largo de la historia de la filosofía de la praxis. No sin antes recoger,
al mismo tiempo, las herramientas de análisis crítico más importantes que esta tradición de
pensamiento nos ha legado.
Con el objetivo de rescatar instrumentos teóricos que nos permitan indagar en una
propuesta crítica, heterodoxa y compleja de estudio del Estado desde el marxismo, es justo
empeñarnos en realizar una breve exposición de las diversas perspectivas teóricas del
38
Estado que permearon la obra de Karl Marx. Así pues, vale la pena iniciar planteando que
en variadas oportunidades –tanto en sus textos juveniles, como en los de madurez- Marx
concibió diversos elementos de análisis de lo estatal, sin que por ello, vale precisar, tuviera
una línea de sistematicidad conceptual, ni mucho menos una postura completamente
uniforme.
Al respecto, Norbert Lechner (2012, pág. 553) resalta dos perspectivas de aprehensión de lo
estatal en la obra de Marx. Destaca, en primer lugar, un rasgo común a sus obras juveniles:
la preocupación por discutir “la forma de Estado”. Desde su crítica a la filosofía del
derecho de Hegel, pasando por las discusiones con Arnold Ruge en los anales franco-
alemanes, la cuestión judía y, finalmente, La Ideología Alemana, Marx encuentra en el
Estado una efectiva forma de generalidad, una forma de abstracción real. Sin embargo, a
diferencia de lo que planteaba Hegel, insiste en que esta abstracción real no es una
abstracción ajena a la sociedad, sino una abstracción de la sociedad misma en su condición
real, “una abstracción del hombre real que satisface al hombre total de una manera
imaginaria” (2008, pág. 102) . Así mismo, en las discusiones teóricas entabladas en los
anales franco alemanes con el filósofo alemán Arnold Ruge, Marx sustenta la idea de que
“la crítica al Estado debía involucrar la crítica a la división social que el Estado rodeaba de
un halo de generalidad, lo cual no obstaba para que éste expresara, desde el interior de su
forma, las necesidades y las luchas sociales” (2008, pág. 90). Como se puede apreciar, la
crítica a lo estatal envolvía dos ideas bastante ambiciosas: una, que el Estado era una forma
de generalidad; y dos, que al mismo tiempo, el Estado, como generalidad, estaba totalmente
permeado de una particularidad social concreta. Este último aspecto sería condensado
finalmente en La Ideología Alemana a partir de la noción de Comunidad Ilusoria. No
obstante, a esta noción volveremos más adelante.
Por otro lado, Lechner (2012, pág. 556) plantea la existencia, en la obra de Marx, de otra
manera de aproximarse a la comprensión del Estado. Al respecto, sostiene que en variados
textos y obras el teórico alemán tendió a equiparar la idea del Estado con la de “aparato del
Estado”, o, en otras palabras, con la de “Estado-gobierno”. Esta forma aproximativa
posterior a la Ideología Alemana es aquella que aprehende el fenómeno estatal como el
39
gobierno de la clase burguesa. El Estado-gobierno es visto como la “máquina de guerra”
del capital contra el trabajo, lo que de alguna forma u otra, pudo dar pie para alimentar una
mirada instrumentalista del Estado como órgano ejecutor de la burguesía. Esta perspectiva
de análisis es la que en cierta medida acompaña textos cruciales de la obra de Marx, tales
como el Manifiesto del Partido Comunista, los escritos sobre Francia y algunos pasajes de
El Capital. En referencia a ello, es muy diciente la definición del Estado que se defiende en
el Manifiesto. En dicho texto, Marx y Engels sostuvieron lo siguiente:
Cada etapa de la evolución recorrida por la burguesía ha ido acompañada del correspondiente
progreso político (…) la burguesía, después del establecimiento de la gran industria y del
mercado universal, conquistó finalmente la hegemonía exclusiva del poder político en el
Estado representativo moderno. El gobierno del Estado moderno no es más que una junta
que administra los negocios comunes de toda la clase burguesa (subrayado fuera del texto
original) (Marx & Engels, 2012, pág. 16).
De acuerdo con todo lo anterior, es importante mencionar que en la obra de Marx existe
una clara tensión teórica y práctica a la hora de conceptualizar al Estado como una realidad
social. En definitiva, es prudente recordar que todas las formas de categorización se ven
envueltas en un espacio contextual. El caso de Marx no es la excepción. Si bien es posible
apreciar un viraje conceptual en su forma de referirse a lo estatal, ello debe comprenderse a
la luz de su contexto político; ya que, si en Marx prima en cierta medida el rol coercitivo y
represivo del Estado en sus análisis posteriores a 1846, ello se debe a que, como lo sostiene
Lechner: “desde la restauración pos napoleónica y la represión de la Revolución de 1848,
hasta el aplastamiento de la Comuna de Paris y las leyes antisociales de Bismark, el
movimiento obrero vive la opresión directa y abierta por parte del aparato gubernamental”
(Lechner, 2012, págs. 59-60).
Por ende, la tensión conceptual que vemos en Marx, responde a una apreciación teórica del
Estado, pero al mismo tiempo a un problema del orden estratégico y táctico. El problema
entonces, no es achacarle a Marx vacíos imperdonables, sino ser autocríticos con cierto
marxismo que no asumió la problemática en su complejidad y en sus múltiples vertientes.
Si bien esta falencia produjo perspectivas instrumentalistas del Estado (las cuales se
esbozaron al inicio del capítulo), no hay que obviar la existencia de otras perspectivas
40
marxistas que buscaron retomar elementos trascendentales de la obra de Marx a la hora de
complejizar y estudiar críticamente la temática en mención. El estudio del Estado en el
marxismo no se redujo pues a su mistificación instrumental, sino que se amplificó hacia
nuevos horizontes teóricos y prácticos de la mano de un concepto que ya hemos traído a
colación con anterioridad: el concepto de comunidad ilusoria. Pero para profundizar en él,
debemos remitirnos nuevamente a La Ideología Alemana.
La Ideología Alemana fue un texto redactado por Marx y Engels entre el año de 1845 y
1846 en Bruselas. Durante seis meses continuos, ambos dedicaron su tiempo en elaborar un
manuscrito que, como lo dijera Marx en su célebre prólogo de la contribución a la crítica
de la economía política: lograra contraponer sus puntos de vista con el punto de vista
ideológico de la filosofía alemana, es decir, liquidar cuentas con su conciencia filosófica
anterior. En definitiva, bajo el interés de los autores, el texto fue un estudio polémico en
donde se impugnaron diversas perspectivas del materialismo de Feuerbach y del idealismo
filosófico “pos-hegeliano” imperante en Alemania (Marx, 1974, pág. 519).
En cuanto a la idea de Estado que los jóvenes comunistas expusieron en La Ideología
Alemana, debemos señalar que esta discusión fue inmersa en medio de la crítica a las
concepciones historiográficas que imperaban en el ambiente intelectual de la época, pues
para los autores, la mejor manera de plantear críticamente las realidades sociales, era
precisamente exponiéndolas a la luz de un debate sobre la historia. En efecto, dado que una
de las grandes deficiencias de los historiadores era la manera idealista en que apreciaban e
interpretaban el devenir histórico, los dos jóvenes intelectuales alemanes buscaron oponer
una propuesta teórica y práctica que lograra superar dichas deficiencias a partir de dos
premisas elementales (Marx & Engels, 1974, págs. 26-27), a saber:
1) Que los seres humanos “hacían la historia”, es decir, que la historia no se les podía
presentar como un hecho extraño y ajeno, como un proceso sin sujeto, sino más bien
como el producto de la propia interacción humana.
2) Que esta interacción humana requería de unos presupuestos materiales. En otras
palabras, si una de las críticas más destacadas al idealismo alemán era la poca
“terrenalidad” de sus elaboraciones historiográficas, era pertinente oponer una
41
concepción histórica bajo la cual: para “hacer historia”, los seres humanos “tendrían
que poder vivir”, o sea, el género humano debía crear y recrear sus condiciones de
existencia para poder forjar la historia. Por lo cual, no era posible desligar esta
última del proceso de producción de los medios de vida necesarios para la
satisfacción de las necesidades humanas; tanto las naturales como las sociales.
Siguiendo el hilo conductor de las premisas señaladas con anterioridad, en el mismo acápite
sobre Historia, Marx y Engels prosiguieron con la postura de que: en el desarrollo de la
producción de los medios de vida, la sociedad se escindía a partir de la división del trabajo.
Lo cual desataba inevitablemente una serie de contradicciones entre: las actividades
espirituales y las materiales; el disfrute y el trabajo; la producción y el consumo, etc. Todo
esto, bajo el entendido de que estas posibilidades de existencia, al estar asignadas a sujetos
diversos, llevaban aparejada una distribución desigual, tanto cuantitativa como cualitativa,
del trabajo y de sus productos (Marx & Engels, 1974, págs. 26-27).
Es claro entonces que en el libro en mención, los autores tuvieron la lucidez de reconocer la
relación conflictiva que imperaba en la sociedad. Una relación conflictiva que, por lo
demás, se desprendía de la división del trabajo y de la manera en que a partir de este
fenómeno se producían y reproducían ciertas condiciones de existencia social.
Ahora bien, es pertinente señalar que Marx y Engels no fueron los primeros en avizorar esta
relación contradictoria. Incluso, ya el propio Hegel había reconocido precisamente que en
las relaciones que entablaban los seres humanos para lograr satisfacer sus necesidades (lo
que Hegel denominaba como “sociedad civil”), surgían contradicciones en las relaciones
éticas entre los hombres. Según Lukács (1985, pág. 397), sobre la base de la lectura de la
obra de Adam Ferguson An Essay on the History of Civil Society, Hegel fue capaz de
reconocer que en la medida de que el trabajo se dividía, se generaba, por una parte, riqueza
abundante, y por otra parte, mísera pobreza; lo cual implicaba un desgarramiento social y
ético evidente (Ávalos Tenorio, 2001, pág. 153).
De igual manera, tal como lo expone Lukács (1985, pág. 402), durante su estancia en Jena
entre los años de 1801 a 1803, Hegel reconoció que en las relaciones económicas-
capitalistas que se empezaban a gestar a lo largo del siglo XVIII e inicios del XIX, se
42
consumaba una “tragedia de lo ético”. Esta tragedia, grosso modo, daba cuenta de una
tensión insalvable entre el desarrollo progresivo e ilimitado de las fuerzas productivas, y la
degradación y bajeza de lo humano que necesariamente llevaba consigo ese proceso. Al
respecto, señaló Lukács:
Hegel ve –y con esto se acerca al ámbito de intereses de Balzac o Fourier- que el tipo
humano producido por este desarrollo de las fuerzas productivas en el capitalismo y por el
capitalismo es la negación práctica de todo lo grande, alto y significativo que ha engendrado
la humanidad hasta el presente. Esta contradicción de dos contrarios necesariamente ligados
el uno al otro, esta indisoluble y contradictoria unión del progreso con el rebajamiento de la
humanidad, esta compra del progreso mediante ese rebajamiento, es el núcleo real de la
“tragedia de lo ético” (Lukács, 1985, pág. 402).
Ahora bien, a pesar de reconocer esta realidad tensa y contradictoria, y de describir la
paradoja existente entre el desarrollo y la miseria, la grandeza y la pobreza y lo individual y
lo colectivo, Hegel no se resigna en hallar un contenido social que dé solución a esta
dinámica autodestructiva. En efecto, la forma que el filósofo halla para dirimir esta
problemática concreta, se encuentra en la “domesticación”, históricamente cambiante y
diversa, “de la economía por el Estado, la sumisión de la economía a los intereses del
hombre plenamente desarrollado, realmente social” (Lukács, 1985, pág. 398).
Por lo tanto, como bien lo señala Gerardo Ávalos (2001, pág. 156), si para Hegel las
relaciones éticas debían superar su propia tragedia, era imprescindible formar una
“comunidad superior” que fuera capaz de reconciliar las relaciones e intereses que se
presentaban en constante conflicto. El Estado debía entonces constituirse como el ente
sobre el cual gravitara la síntesis y realización de la idea de eticidad, ya que el individuo
solo podría reconciliarse con la comunidad en y a través de éste. En síntesis, para Hegel el
Estado no sería el servidor de los intereses privados sino más bien un lugar orgánico que,
además de ser garante de lo social, fungiría como la “unión de personas que actúan
libremente” (Ávalos Tenorio, 2001, pág. 156).
Volviendo entonces a La Ideología Alemana, debemos reiterar una vez más que uno de los
aspectos esenciales de la obra, es el reconocimiento que hacen Marx y Engels de la
existencia de relaciones sociales contradictorias; las cuales provenían, claro está, de la
subsistencia de una organización social desigual y –cuantitativa y cualitativamente–
43
dividida. Ante esta realidad, los autores reconocieron, al igual que Hegel, que una de las
consecuencias más relevantes de este fenómeno antagónico era la contraposición entre los
intereses comunes y los intereses privados. No obstante, las aguas se parten al momento en
que, a diferencia de Hegel, Marx y Engels no perciben en el Estado una forma orgánica de
reconciliación entre estos dos tipos de intereses, sino más bien, perciben en aquel una forma
de comunidad ilusoria, la cual estaría constituida por las siguientes características
esenciales (1974, págs. 31-32):
i. En primera medida, Marx y Engels aprecian que en el Estado hay una forma de
interés común. Lo cual, de entrada, suprime la idea de cierto marxismo posterior en
el que el Estado se apreciaba únicamente a la intemperie de los intereses exclusivos
de una clase social (presentada, por lo demás, como homogénea). Recordemos esta
idea siempre: el Estado, necesariamente, debe crear una forma de interés común;
una forma de socialidad.
ii. Sin embargo, para Marx y Engels, el Estado, como forma de interés común, aguarda
una “ilusoriedad”. Esta “ilusoriedad” consiste en que el interés general proyectado
desde el Estado, sigue insertado en los vínculos antagónicos y contradictorios
existentes en la sociedad divida. Lo que implica que la realidad del Estado y su
forma de interés general no deviene del auténtico interés colectivo (como pensaba
Hegel), sino más bien, de la base real de los vínculos existentes, vínculos que se
condicionan por los antagonismos sociales y que, además, perpetúan relaciones de
dominación.
iii. Finalmente, el último punto nodal de discusión sobre el Estado, se abre paso a partir
de comprender que en éste se condensan una multiplicidad de luchas; en especial, la
lucha de clases. Con ello, Marx y Engels fijan la idea de que las disputas sociales
cohabitan en el Estado e influyen en su devenir. Por lo que disputar el poder
político, y transformar la realidad social en su complejidad, implica al mismo
tiempo disputar el sentido del “interés general” que se anida en el Estado.
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En nuestra consideración, los aspectos recogidos en La Ideología Alemana son de
obligatoria referencia para una apuesta crítica y compleja de análisis del Estado desde el
marxismo, ya que, como nos empeñaremos en exponer a continuación, consideramos que
los puntos nodales que nos precedieron, tienen la capacidad conceptual para dirimir la
paradoja con la que iniciamos este subcapítulo, recordemos: ¿cómo es posible analizar y
entender al Estado, si al mismo tiempo que se presenta como una asociación de sujetos
libres e iguales, también se percibe como el escenario en virtud del cual se proyectan
intereses específicos de clase a partir de la constitución de un bloque histórico “en el
poder”? ¿Cómo integramos en el Estado su forma de generalidad y su contenido de clase,
sin volver a caer en el instrumentalismo?
3.1. Desarrollos del concepto de Comunidad Ilusoria. Max Adler y el austro-
marxismo
Una de las inquietudes que surgieron en torno a esta investigación, fue la de por qué el
concepto de comunidad ilusoria no había tenido un despliegue académico mayor en medio
de la tradición marxistas. De acuerdo con la búsqueda bibliográfica que se pudo realizar, el
único autor que durante la primera mitad del siglo XX realizó aportes sustanciales al
estudio del Estado acogiendo la mencionada noción de comunidad ilusoria, fue el marxista
austriaco Max Adler, quién, para esa época, pertenecía a la corriente teórica denominada
austro-marxismo, la cual tuvo una meridiana influencia en la intelectualidad de izquierda
europea de mediados de la década de los 20.
Indagando sobre múltiples hipótesis, consideramos que una de las razones por las cuales
este concepto no tuvo una mayor repercusión, radicó en que gran parte de los textos
juveniles de Marx fueron descubiertos y publicados hasta bien entrado el siglo XX. El
manuscrito de La Ideología Alemana, por ejemplo, fue dado a conocer al público por
Eduard Bernstein hasta 1921, y publicado en ruso hasta 1924 gracias al trabajo
investigativo y editorial de David Riazanov, quien para esa época destacaba como director
45
del Instituto Marx-Engels de Moscú y tenía a su cargo la constitución del Archivo Marx-
Engels del mismo instituto15 (González Varela, 2008).
Ahora, es importante mencionar que el trabajo de compilación de textos y manuscritos
hecho por Riazanov fue realizado de la mano de algunos intelectuales marxistas de la
llamada corriente austro-marxista, entre los cuales se encontraba el jurista y filósofo
austriaco Max Adler (González Varela, 2008). En mancomunidad, estos intelectuales
rescatarían fuentes importantes de la obra de Marx; los cuales servirían, entre otras cosas,
para que Adler, de la mano de propuestas teóricas y conceptos inéditos dentro del
marxismo tradicional, redactara su texto La concepción del Estado en el marxismo
([1922]1982), con el cual, a partir del rescate de conceptualizaciones realizadas por Marx
en sus textos de juventud, impugnaría las críticas al marxismo difundidas por el jurista
austriaco Hans Kelsen (ver el primer apartado del presente capítulo).
El texto de Max Adler La concepción del Estado en el marxismo apareció publicado en
1922 en la revista marx-studien (1904–1923), y se concibió como un proyecto de respuesta
y análisis a las posturas propuestas por Hans Kelsen en su libro Socialismo y Estado. El
texto de Adler reputa de una magna relevancia en los estudios sobre el Estado desde la
concepción marxista, en la medida de que no solamente recoge las posturas que de cierta
forma se habían difundido con más empeño en la literatura revolucionaria de la época (el
ejemplo más palmario es el del texto de Lenin El Estado y la Revolución), sino que también
buscó articular nuevos elementos de análisis del Estado a partir de las obras juveniles de
Marx, entre estos, el concepto de comunidad ilusoria esbozado en La Ideología Alemana.
Gracias a que el autor en mención tuvo la posibilidad de ser receptor de innumerables
manuscritos que hasta el momento eran desconocidos, fue loable para él profundizar en
aspectos cruciales y complejos de la teoría de Marx, entre ella, su forma de aproximarse a
la realidad del Estado.
15 Riazanov, quien figuraba como un destacado intelectual marxista, había iniciado un proyecto editorial que
buscaba compilar la mayor cantidad de manuscritos de Marx y Engels dispersos en diferentes archivos de
Europa, entre ellos: el archivo de la biblioteca del museo británico, el archivo del SPD (Partido
Socialdemócrata Alemán), el archivo histórico de Colonia e incluso el archivo familiar de la hija de Marx
Laura Lafargue; donde se encontraba, por ejemplo, la importante correspondencia entre Marx y Vera Zasulich
sobre la comuna rural rusa (González Varela, 2008).
46
Hacemos todo este esbozo contextual, en la medida de que consideramos que la obra de
Adler fija elementos centrales en la reformulación del estudio del Estado desde el
marxismo. Los cuales, por supuesto, valdría la pena que revisáramos con detenimiento. En
primera medida, el marxista austriaco plantea que uno de los errores de la concepción
formalista de Kelsen, es que no logra percibir que en el marxismo existe la idea de que el
Estado es efectivamente una forma histórica de manifestación de la vida social en general.
Es decir, hay un reconocimiento de que los lazos de socialidad forman inevitablemente
formas de comunidad. Al respecto dice Adler: “en toda socialización se constituye una
cierta organización que tiene por objeto mantener y defender esta forma de vida de los
hombres unificados en ella. Esta organización, junto con sus portadores, constituye el
“gobierno”, el “Estado” de esta forma social” (1982, pág. 118).
Ahora, a la vez que reconoce que la socialidad genera formas de organización, Adler no
obvia que este devenir histórico de la vida social envuelva en su seno formas de
conflictividad, tensión y antagonismo. Haciendo alusión a los aportes teóricos de Marx,
plantea que en esta organización social general (el Estado) se encuentran ciertos gérmenes
que tienden a obnubilar su propia identidad general; toda vez que la “cantidad de poder”
que se les “concede” a ciertos sujetos, los pone en una circunstancia en la que fácilmente
pueden explotar su posición en nombre del conjunto, pero, ciertamente, para su propio
interés.
El elemento propio de la forma estatal es, pues, éste, el hecho de que ella considera siempre
la socialización bajo el concepto de interés general, mientras que, en realidad, siempre son los
intereses particulares de las fuerzas dominantes en el interior de la socialización los que
constituyen el estado y manifiestan su esencia (…) la forma estatal es la ideología
contradictoria en que se vive y se forma la realidad social. Es contradictoria porque, de
acuerdo con su forma, siempre está orientada a la universalidad de la comunidad, pero de
acuerdo con su contenido, siempre representa únicamente intereses parciales (Adler, 1982,
pág. 119).
Sin lugar a dudas, Adler logra contribuir enormemente a la discusión sobre el Estado a
partir del rescate de proposiciones teóricas que no habían sido del todo exploradas por la
tradición marxista. Uno de los aspectos fundamentales del texto en mención, es que rescata
la noción de comunidad ilusoria y trata de desarrollarla a partir de una argumentación
47
bastante convincente. En síntesis, la importancia de Adler en términos de este estudio, es
que es uno de los primeros marxistas del siglo XX que, además de retomar aspectos
fundamentales en la construcción de una aproximación crítica y compleja del marxismo al
fenómeno de lo estatal, como por ejemplo el realce de la noción de comunidad ilusoria; al
mismo tiempo busca indagar en la paradoja del Estado a la que hemos hecho previa
referencia: la paradoja entre “generalidad y particularidad”.
Ahora bien, a pesar de que el autor austriaco intenta profundizar en la comprensión de
dicha paradoja, en su propuesta teórica se encuentran una serie de vacíos que trataremos de
llenar más adelante. El primer vacío evidenciado, consiste en que Adler insiste en ver al
Estado como una simple forma ideológica de la estructura social, lo que le impide ver de
entrada aspectos cruciales de la materialidad del Estado, de su armazón institucional. Por
otro lado, el segundo vacío que encontramos, se devela al momento en que el autor propone
una distinción tajante y automática entre forma de Estado y contenido de Estado. Ante lo
cual, termina planteando que el contenido del Estado es impuesto exclusivamente por las
clases dominantes, obviando el hecho de que, por más que se reconozcan la existencia de
antagonismos en la sociedad (que per se presuponen relaciones desiguales de dominación)
el contenido del Estado continúa sometido a las innumerables disputas sociales.
En ese orden de ideas, reconocemos que si bien el marxista austriaco nos lega insumos
esenciales para repensar el Estado bajo los marcos del concepto de comunidad ilusoria, no
logra profundizar en dos aspectos centrales: a) en reconocer del todo que el Estado es una
condensación material de relaciones de fuerza entre grupos sociales y b) en asumir en su
basta complejidad los alcances de la paradoja por él mismo definida: que el Estado, al
mismo tiempo que es idea, es materia; al mismo tiempo que socializa-universaliza lo
común, lo monopoliza-particulariza en beneficio de pocos. Sobre estos puntos, nos
tendremos que referir a continuación.
48
3.2. Indagando sobre los alcances de la Comunidad Ilusoria
Con el objeto de profundizar sobre los alcances del concepto de comunidad ilusoria,
pensamos que es importante desbrozar sus dos componentes esenciales. En primer lugar, su
aspecto relacional. No hay forma de profundizar en un concepto heterodoxo de Estado en el
marxismo, si al mismo tiempo no se asume una postura teórica relacional del mismo. Y, en
segundo lugar, desarrollaremos las paradojas del Estado que han sido propuestas desde
Max Adler hasta Álvaro García Linera: la relación Idea-Materia y la relación Comunidad-
Monopolio. Cuando hablamos de paradojas, nos referimos a situaciones que aparentemente
envuelven una contradicción lógica. En consecuencia, nuestra tarea será la de plantear
como una “aparente” contradicción lógica del Estado, realmente es un elemento
constitutivo de su propia existencia.
3.2.1. El Estado: condensación material de relaciones de fuerza
Sin lugar a dudas, uno de los aspectos esenciales de las perspectivas críticas en el Estudio
del Estado desde el marxismo, en donde podemos incluir a autores como Adler, Gramsci,
Poulantzas, entre otros, es la definición del Estado como una relación social. Tal como lo
vimos en el segundo apartado de este capítulo, uno de los aspectos cruciales del aporte de
Gramsci a la comprensión ampliada del Estado, fue su teoría sobre la hegemonía y los
alcances dados a la noción de bloque histórico. Conceptos que no hubiesen podido ser
concebidos sin que se comprendiera al mismo tiempo que el Estado implicaba una forma de
relación social. Resaltando los anteriores aportes de Gramsci, Poulantzas fue enfático en
señalar que el Estado capitalista no podía ser considerado como una entidad intrínseca y
autosuficiente, sino más bien, como una relación, más exactamente como: “la
condensación material de una relación de fuerzas entre clases y fracciones de clase”
(2005, pág. 154).
Frente a esta categorización, es importante hacer hincapié en el adjetivo: material, ya que
precisamente la particularidad del Estado se centra en que no solamente condensa un
conjunto de relaciones sociales –las cuales, por lo demás, van más allá de las relaciones de
49
clase-, sino que también y especialmente, las condensa material e institucionalmente. Por
ende:
El Establecimiento de la política del Estado debe ser considerado como el resultado de las
contradicciones de clase inscritas en la estructura misma del Estado (Estado-relación). Captar
el Estado como la condensación de una relación de fuerzas entre clases y fracciones de clase
tal y como estas se expresan, siempre de modo específico, en el seno del Estado, significa
que el Estado está constituido-dividido de parte a parte por las contradicciones de clase (…)
Las contradicciones de clase constituyen el Estado, están presentes en su armazón material, y
estructuran así su organización (Poulantzas, 2005, pág. 159).
Sobre este punto, es importante mencionar y recalcar que las relaciones sociales que
cohabitan en el Estado no se reducen bajo ninguna manera a las relaciones de clase. Lo
anterior es de sobra reconocido por Poulantzas. No obstante, en el desarrollo de su obra, su
interés se centra primordialmente en hallar puntos de análisis entre este tipo de relaciones
sociales de clase y el Estado. Por lo cual, queremos insistir en que esta “prevalencia” emana
de un interés intelectual, mas no de un férreo reduccionismo de “clase”.
Volviendo pues a nuestra discusión inicial, es importante recalcar que si entendemos al
Estado como un complejo de relaciones sociales, podremos observar de mejor manera
cómo la lucha de clases y la dominación política de clase, como marco de lo político, tienen
recepción en el devenir cotidiano de la institución estatal. Los grupos sociales entablan
relaciones entre sí que tienen una incidencia institucional. No moldean las instituciones y el
Estado simplemente a su gusto, sino que someten este proceso “constituyente” al devenir de
las relaciones sociales. En efecto, el Estado es una trama social entre gobernantes y
gobernados, en la que todos, con distintos niveles de influencia, eficacia y decisión,
intervienen en torno a la definición de lo público, lo común y lo universal (García Linera,
2015, pág. 37).
Por ende, bajo este punto podremos decir que a partir del marxismo crítico y heterodoxo, la
cuestión del Estado no se presenta como un problema “instrumental”, sino más bien, como
un problema relacional-material. Esta será la clave para desbrozar los alcances del concepto
de comunidad ilusoria a la luz de las paradojas que encierra el Estado en su existencia
material e ideal.
50
3.2.2. La paradoja del Estado: Idea-Materia, Comunidad-Monopolio
Hay que señalar una vez más, que cuando hacemos mención al Estado como comunidad
ilusoria, reconocemos en primicia que el concepto nos debe arrojar dos elementos
relevantes. En primer lugar, que el Estado reputa siempre una forma de socialidad. Es decir,
para ser Estado, el Estado debe siempre encarnar una forma de “interés general” o de
interés común. Pero, en segundo lugar, esta forma de socialidad-comunidad aguarda una
ilusión; esta ilusión, consiste en que este “interés general” está constituido por relaciones
antagónicas y contradictorias de dominación, en donde el “interés general” decantado, por
más que tenga forma general, asume valores y aspectos estrictamente particulares en
beneficio de grupos sociales específicos. En consecuencia, aun cuando el Estado debe
necesariamente producir elementos comunes-universales que den cuenta de su forma
“general”, estos elementos comunes también, y paralelamente, están sometidos a procesos
de gestión-monopólica y usufructo-particular.
En ese orden de ideas, la paradoja central del Estado radica en que, para ser Estado, debe
crear comunidad, o sea, socializar y constituir bienes comunes. Pero al mismo tiempo, en la
medida de que estos aspectos comunes cobran existencia, son sometidos a procesos de
monopolización y usufructo particular por parte de grupos sociales concretos. No sin antes
obviar que esta relación tensa entre socialidad y monopolio transcurre por canales
dialecticos de relacionamiento social, pues no olvidemos que, como lo señalamos hace un
instante: el Estado es una condensación material de relaciones de fuerza.
Siguiendo nuestro hilo conductor, vale la pena señalar que cuando planteamos que el
Estado implica una forma de comunidad, hacemos referencia a que en nuestra realidad
concreta lo estatal funge como un referente fundante de la convivencia social. “Se trata, por
así decirlo, del “espíritu” de las leyes y de las instituciones, espíritu en el cual se cristalizan
los significados de la interacción social y por medio del cual los hombres y las mujeres se
afirman en tanto miembros de una sociedad” (Lechner, 2012, pág. 551). En efecto, la
socialidad presupone dos aspectos relevantes, la materialidad institucional del Estado, y los
patrones ideales y simbólicos que el mismo Estado fija en la interacción social.
51
Ahora, el punto crítico sale a relucir, al momento en que cuestionamos la manera en que
emergen estas instituciones y estos patrones ideales. Ya que, si consideráramos al Estado
como una comunidad autosuficiente y plena, diríamos que estos patrones de socialidad son
producto de un auténtico consenso social. No obstante, esto último es a todas luces
desprovisto de la realidad: tanto la materialidad institucional del Estado, como los patrones
simbólicos e ideales, son producto de las luchas sociales en medio de una sociedad
cualitativa y cuantitativamente dividida.
Sobre ese punto, García Linera (2015, pág. 38) hace un símil entre las instituciones del
Estado y la geografía, aduciendo que al igual que ésta, aquellas son solidificaciones
temporales de luchas, de correlaciones de fuerza entre distintos sectores sociales y de un
estado de esa correlación de fuerza que, con el tiempo, se enfría y solidifica como norma,
institución y procedimiento. Esto último está íntimamente relacionado con la definición de
Estado que Poulantzas propone. Si nos fijamos bien, el marxista greco-francés expone que
el Estado liga dos cuestiones básicas, a saber: un conjunto de relaciones de fuerza entre
clases y facciones de clases y una condensación material de dichas relaciones. Para
Poulantzas (2005, pág. 154) el Estado no es exclusivamente un conjunto de relaciones
sociales contradictorias –aun cuando esto sea quizá el pilar elemental de su definición-;
también, el Estado es una condensación material de esas relaciones, lo que implica que, tal
y como lúcidamente lo expone García Linera, el Estado concrete, condense o solidifique
esas luchas en instituciones y aparatos de gestión, es decir, en materia de Estado.
Así pues, no se trata entonces que las instituciones terminen primando sobre las relaciones
sociales y de fuerza que cohabitan en el Estado. Se trata más bien de encontrar una
interacción dialéctica entre el aspecto relacional del Estado y su aspecto institucional e
ideal. En este sentido, Juan Carlos Monedero (2009, pág. 25) plantea que el reto intelectual
consiste en rechazar toda idea que pone a lo institucional por encima de la sociedad, es
decir, que cosifica el Estado. Pero también toda idea que infravalora a lo institucional y
desconoce su capacidad de condensar materialmente las relaciones sociales. El quid del
asunto, es ver que en la medida de que estos aspectos están en una constante interacción de
52
equilibrios/desequilibrios, el Estado está siempre en disputa; pero las disputas, al mismo
tiempo, deben dar paso también a otras síntesis institucionales.
Por lo tanto, la forma Estado, como forma de comunidad-socialidad, no puede prescindir en
ningún momento de su aspecto material institucional. El Estado en su función “general” se
presenta ante los sujetos como un conjunto de instituciones, de trámites, de leyes, de
reconocimientos educativos, laborales, territoriales, etc. Al mismo tiempo, el Estado son los
tribunales, las cárceles, los procesos sancionatorios que nos inducen al cumplimiento de la
legalidad, pero también las universidades y escuelas públicas, la seguridad social, la
memoria histórica oficial, la intervención económica, en fin, un conjunto de lazos comunes
que se crean y recrean constantemente. Por otro lado, no hay que perder de vista que,
aunado a su aspecto material institucional, el Estado representa también un conjunto de
ideas y de símbolos. Los procesos de socialidad-comunidad en el Estado se atraviesan por
un conjunto de ideas-fuerza que permean a los sujetos en su devenir cotidiano. El Estado
entonces se compone de un “conjunto de saberes aprendidos sobre la historia nacional, la
cultura, la civilidad, los procedimientos legales, la aprehensión de las jerarquías (…) en ese
sentido se puede decir que significa una manera de conocer el mundo existente y de
desenvolverse en éste tal y como ha sido instituido” (García Linera, 2015, págs. 39-40).
En consecuencia, de lo que precede se deduce que el Estado encarna un conjunto de
materialidades e idealidades. A la vez que forja instituciones de gestión, al mismo tiempo
crea y reproduce patrones simbólicos. Por ello, Álvaro García Linera (2011, pág. 309) ha
establecido que el Estado genera un “capital estatal”, el cual se compone de un poder sobre
distintas especies de capital (económico, cultural, social y simbólico) y sobre la producción,
reproducción, tasas de reconversión, control y dirección del mismo. Por lo que, el escenario
de disputas y competencias sociales en el Estado está constituido, en el fondo, por
confrontaciones sociales por las características y la direccionalidad de ese capital estatal
“burocráticamente administrado”.
Siguiendo el mismo hilo conductor, además de generar un “capital estatal” y de definir los
espacios de su control y direccionamiento, la organización del Estado contiene tres aspectos
53
estructurales que definen la manera en que ese capital es gestionado. Podríamos sintetizar
estos tres aspectos estructurales de la siguiente manera (García Linera, 2011, pág. 309):
a) Armazón de fuerzas sociales: Tal como lo hemos enunciado anteriormente, en la
medida en que el Estado se presenta como la condensación de relaciones entre
clases y facciones de clase, tiene la capacidad de ser una síntesis política de la
sociedad en un momento histórico determinado; de ahí que tenga un aspecto de
comunidad y generalidad. No obstante, vale aclarar que esa síntesis se da de forma
jerarquizada y desigual, toda vez que las formas de jerarquización responden a
relaciones de fuerza en donde: mientras unos grupos poseerán mayor capacidad de
decisión sobre el capital estatal-burocrático -forma de monopolización-, otros
tendrán menores o escasas capacidades de influencia en la toma de decisiones de los
grandes asuntos comunes. Lo que da pie para argumentar que la dirección de la
gestión del Estado y la eficacia en la ejecución de las políticas públicas depende de
la correlación de fuerzas que las clases y los grupos sociales logren imprimir en el
medio social; de ahí que el Estado cumpla un papel esencial en la construcción de la
hegemonía.
b) Sistema de instituciones: Así mismo, sobre la base de las disputas y las síntesis
“jerarquizadas”, el Estado es un régimen de instituciones políticas y administrativas.
Una “maquinaria” donde se materializan decisiones en normas, reglas, burocracias,
presupuestos, jerarquías, hábitos burocráticos, papeles, trámites etc. Agregando que
dichas normas y reglas de carácter público: 1) materializan la correlación de fuerzas
que dieron fundación al régimen estatal y 2) logran que las fuerzas sociales puedan
coexistir jerárquicamente durante un periodo duradero de la vida política de un país.
c) Sistema de creencias movilizadoras: Finalmente, el último rasgo de la organización
del Estado que permite entender ciertos elementos fundamentales en la gestión del
“capital estatal”, corresponde a la “estructura de categorías de percepción y de
pensamientos comunes” que el Estado permite diseminar en los sectores sociales
gobernados y gobernantes. De acuerdo con este aspecto, la gestión del Estado
54
necesita de la producción y reproducción de patrones de conformismo social y
moral sobre el sentido del mundo, los cuales se afianzan mediante los repertorios y
ritualidades culturales del Estado. Con este tercer componente, nos referimos al
Estado como relación de legitimación política16 o, en palabras de Pierre Bourdieu
(2005, págs. 67-72), como monopolio del poder simbólico17.
Como se evidencia en la descripción anterior, el autor establece dos tipos de sistemas, un
sistema de instituciones y un sistema de creencias movilizadoras. Sin embargo, propone
que la gestación de estos sistemas son el producto y la condensación de procesos de síntesis
social y política jerarquizada. De ahí que sostenga, además, que el Estado es también un
armazón de fuerzas sociales en donde la decisión sobre lo público pasa por constantes
disputas políticas.
Por lo tanto, lejos de ser una comunidad autosuficiente y neutral, el Estado se constituye en
medio de procesos sumamente contradictorios, procesos que se ven ensanchados por la
relación dialéctica entre la comunidad y el monopolio, entre la universalidad y la
particularidad y entre la garantía de bienes comunes y su usufructo particular. Ahondemos
entonces en esta paradoja fundamental, la cual, por lo demás, nos servirá de apoyo para
comprender los alcances reales del Estado como comunidad ilusoria.
16 A pesar de que sus tesis no pueden ser equiparadas con las de Bourdieu, y aun cuando sus postulados
teóricos han sido ampliamente criticados en el marxismo, pensamos que el trabajo de Louis Althusser: “La
ideología y los aparatos ideológicos del Estado”, contiene análisis bastante acertados en relación a cómo el
Estado construye paradigmas de consenso que logran la producción y la reproducción del sistema social
capitalista. Con relación a esto, Althusser sostuvo que: “ninguna clase puede detentar durablemente el poder
del Estado sin ejercer al mismo tiempo su hegemonía sobre y en los aparatos ideológicos del Estado”.
Haciendo énfasis (y en esto claramente acoge la teoría gramsciana de la sociedad civil) de que si bien el
aparato (represivo) del Estado, unificado, pertenece por entero al dominio público, la mayor parte de los
aparatos ideológicos del Estado (en su aparente dispersión) pertenecen, por el contrario, al dominio privado
[sociedad civil] (Althusser, 2011, págs. 116-118). 17 De acuerdo con Bourdieu: “Los símbolos son los instrumentos por excelencia de la “integración social”: en
cuanto que instrumentos de conocimiento y de comunicación (cf. el análisis durkeimniano de la festividad),
hacen posible el consenso sobre el sentido del mundo social, que contribuye fundamentalmente a la
reproducción del orden social: la integración “lógica” es la condición de la integración moral” (Bourdieu,
2005, pág. 68). De igual manera, al referirse al tema, Wilmar Peña Collazos cita de Bordieu un argumento que
me parece fundamentar replicar aquí: “Si el Estado está en condiciones de ejercer la violencia simbólica es
porque se encarna a la vez en la objetividad bajo forma de estructuras y de mecanismos específicos y en la
«subjetividad» o, si se prefiere, en los cerebros, bajo la forma de estructuras mentales, de percepción y de
pensamiento” (citado por: (Peña Collazos, 2009, pág. 70)).
55
Recapitulando algunas ideas, recordemos la premisa central de la indagación teórica que se
propone desde La Ideología Alemana hasta los autores marxistas que hemos traído a
colación: “El Estado es una forma de generalidad necesaria por la división de la sociedad,
pero que solo puede actuar como sentido legitimador en tanto prescinde de esa división
concreta” (Lechner, 2012, pág. 552). En otras palabras, el Estado solo puede producirse en
la historia si produce (producto de las luchas y las relaciones sociales) bienes comunes,
recursos pertenecientes a toda la sociedad y un sentido de generalidad. Pero, al mismo
tiempo, estos bienes solo pueden realizarse en la medida de que son monopolizados,
concentrados, administrados y usufructuados por unos pocos (García Linera, 2015, pág.
43). ¿Por qué entonces se habla de concentración, monopolización y usufructo por unos
pocos si al mismo tiempo se resalta que el Estado contiene una idea de generalidad?
Veamos.
Podríamos decir de entrada, que una de las características esenciales del Estado es su
capacidad de monopolizar, ya que el Estado conserva diversos tipos de monopolio. Por un
lado, asume el monopolio sobre el uso legal de la fuerza, el monopolio sobre el sistema
tributario, el monopolio sobre la moneda de curso legal, entre otros. Y, por el otro lado,
también conserva un monopolio extremadamente fundamental: el monopolio sobre el
sentido del orden; lo que Hermann Heller denominó: la capacidad del Estado de ser una
organización de seguridad jurídica (2004, pág. 257).
La monopolización de este conjunto de funciones y procedimientos es una de las
características más imprescindibles del Estado, con el agregado de que estas formas de
monopolio articulan un conjunto de saberes que igualmente se monopolizan. Al respecto,
Poulantzas (2005, pág. 66) era clarividente en exponer cómo la materialidad institucional
del Estado involucraba a simple vista una división tajante entre trabajo intelectual y trabajo
manual. Para él, esta concentración de saberes específicos en el Estado se traducía en
técnicas particulares de ejercicio del poder que ocasionaban directa o indirectamente, la
distanciación permanente de las masas populares de los centros de decisión. Los ritos, las
formas de discurso y los modos estructurales de tematización, de formulación y tratamiento
de los problemas por los aparatos del Estado, están concebidos de tal modo que vastos
56
grupos poblacionales -entre ellos, las masas populares- se encuentran excluidos de su
gestión.
Ahora bien, a pesar de la idea esbozada anteriormente, en donde evidenciamos procesos
claros de monopolio y centralización de funciones materiales y simbólicas por parte del
Estado, no es posible obviar el hecho de que no puede existir un monopolio estatal legítimo
sin un grado de socialización o universalización de dichas funciones materiales y
simbólicas. Si el Estado monopoliza la gestión de lo público, lo hace a expensas de ciertos
grados de necesaria universalización. Entendiendo que cuando hablamos de Estado no
hablamos de un ente abstracto, sino de un conjunto de relaciones de fuerza permeadas por
prácticas hegemónicas que sintetizan jerárquicamente estas luchas. El Estado siempre
implica una forma de comunidad, si eso no es así, deja de ser Estado.
Por ende, una vez más es imprescindible impugnar la falsa conceptualización de cierto
marxismo que reduce el Estado a ser una simple “cosa” que se detenta unilateralmente por
una clase. El Estado, insistimos, es una forma de comunidad; pero una comunidad que está
atada a formas de monopolización, es decir, que se ve atravesada por las relaciones
existentes de dominación social. Las relaciones sociales que se estabilizan y se
institucionalizan en el Estado –bajo una forma de generalidad- no pueden desligarse de las
relaciones de dominación política, económica, cultural y simbólica que perviven en el
medio social capitalista. Y no pueden desligarse, porque ahí reside la ilusoriedad de la
comunidad: del interés por usufructuar y monopolizar la gestión de sus bienes comunes.
La dominación estatal es la correlación de fuerzas sociales que instala en la vida cotidiana y
en el mundo simbólico de las personas, una doble comunidad ilusoria. Por una parte, la
comunidad de los bienes comunes que da lugar a los bienes del Estado, a saber, los tributos
comunes (es decir, la universalización de la tributación), la educación común (es decir, la
universalización de la educación escolar y universitaria), los derechos de ciudadanía (es decir,
la universalización de los derechos sociales y políticos), las instituciones y las narrativas
comunes (es decir, la universalidad de la comunidad nacional), los esquemas morales y
lógicos de la organización del mundo (es decir, la universalización del sentido común y del
orden simbólico de la sociedad).
Nos referimos a bienes comunes construidos para todos (primera comunidad), pero que son
organizados, propuestos y liderados por unos pocos (primer monopolio); aunque a la vez,
estos bienes comunes son repartidos y distribuidos para ser de todos los miembros del Estado
57
(segunda comunidad), no obstante esa distribución es al mismo tiempo gestionada y regulada
por unos pocos para que solo ellos puedan usufructuar en mayor cantidad, con mayor
facilidad, y con capacidad real de decisión y administración de ella (segundo monopolio)
(García Linera, 2015, pág. 44).
En síntesis, podríamos mencionar que lejos de ser un objeto o un “instrumento” de la clase
dominante, la institución estatal está atravesada por procesos sociales que, en cierta medida,
le otorgan un grado de autonomía política y social. Al mismo tiempo, esta autonomía
permite desarrollar procesos cuya lógica se desenvuelve al interior del propio aparato
estatal, pero que, de igual forma, jamás se separa de las relaciones sociales dominantes,
relaciones de dominación y antagonismo que tienen cabida en los procesos de
monopolización y usufructo de los bienes comunes (Rajland, 2016, pág. 85).
Es decir, cuando el marxismo reconoce en el Estado un escenario de interacción social,
propone directamente que las decisiones institucionales se ven afectadas por los agentes
sociales que actúan en el Estado (lo cual rompe necesariamente con la perspectiva
instrumental). Pero, al mismo tiempo, cuando se reconoce que el Estado sigue
reproduciendo patrones de centralización, monopolización y usufructo particular, se está
reiterando la idea elemental de que el Estado responde a intereses de grupos sociales en
concreto, ya que, por más que estos se sometan constantemente a procesos de disputa
política, siguen incidiendo jerárquicamente en la conducción política del Estado y en el
sentido del orden que este constituye.
Por ello mismo, el análisis del Estado como comunidad ilusoria desemboca necesariamente
en el problema de las prácticas hegemónicas que se entrelazan en el Estado y que influyen
en la construcción del “interés general” y en la monopolización y usufructo de los bienes
comunes. Cuando hicimos alusión a los aportes de Gramsci en la búsqueda de una
concepción ampliada de Estado, mencionamos que un aspecto central de su apuesta era que
el proyecto de Estado no podía marginarse del proyecto del bloque social dominante. Ya
que precisamente, la ilusoriedad de lo común en el Estado radica en que: si bien el Estado
es una forma de mediación social, no es una forma de mediación totalmente transparente,
sino que sus patrones comunes se ven afectados por procesos de monopolización, jerarquía
y usufructo particular. Ahora bien, ello es posible, no bajo un procedimiento de coerción y
58
destrucción de todo referente comunitario, sino por el contrario, bajo constantes procesos
de construcción de hegemonía.
Por ende, aquí reside la clave para entender el secreto de la dominación en el Estado sin
caer en el instrumentalismo. Son las prácticas hegemónicas las que permiten que, bajo un
sentido del orden que tiene pretensiones de validez general, los grupos sociales dominantes
realicen sus intereses (particulares) de monopolización y usufructo de los bienes comunes.
O sea, cuando el marxismo estima que el Estado es un Estado de clase, lejos de caer en
reduccionismos, pretende reafirmar que las prácticas hegemónicas y de jerarquía política
influyen en la organización del Estado, en la gestión de los bienes comunes y en la
propagación de determinado sentido del orden.
Ahora, en la medida de que el sentido del orden se somete a procesos de tensión constante
(pues las prácticas hegemónicas no son cósicas ni instrumentales), esto último trae una
consecuencia doble. En primer lugar, al buscar ser universal, el sentido del orden debe
implicar grados de socialización de sus componentes elementales, tanto los materiales
como los ideales; y en segundo lugar, al corresponder a intereses particulares y generales a
la vez, está sometido siempre a un equilibrio inestable, a vacíos insaturables; de los cuales,
por lo demás, pueden emerger procesos de transformación y revolución social.
Por ello, si a partir de la tradición marxista en la que nos recogemos, se ha denunciado al
Estado como una comunidad ilusoria, no hay que perder de vista que esta denuncia se
acompaña de un clamor; un clamor por construir una forma de comunidad transparente que
rompa con su ilusoriedad. Parafraseando a Norbert Lechner podríamos asegurar que: “la
crítica de la falsa generalidad implica la anticipación y el imperativo de una generalidad
verdadera y auténticamente transparente por construir” (Lechner, 2012, pág. 552).
En conclusión, el concepto de comunidad ilusoria devela aspectos positivos y negativos de
lo estatal. Lo estatal es comunidad, es forma de “interés social”. Pero este sentido de
comunidad es al mismo tiempo ilusorio: responde a prácticas monopolizadoras y de
59
usufructo particular de los bienes comunes. ¿Cómo se rescata lo positivo y se supera lo
negativo?
Sin lugar a dudas el marxismo debe buscar respuestas al mencionado interrogante. Debe
asumir un ideal político de transformación del Estado a partir del despliegue de diversas
prácticas hegemónicas que permitan configurar nuevas relaciones e instancias de poder
social. En últimas, el objetivo debe ser el de construir un bloque histórico que sea lo
suficientemente potente como para auto-cristalizarse hegemónicamente en una
configuración total de relación de poder distinta a la actualmente existente (García Linera,
2015, pág. 53). Distinta a la forma ilusoria de mediación social. Pero para ello, nos es
necesario adentrarnos en otra de las aproximaciones al estudio del Estado desde el
marxismo, la aproximación al estudio del Estado de transición.
60
III. El Estado de transición
“La libertad consiste en hacer del Estado, de un órgano situado por
encima de la sociedad, un órgano completamente subordinado a ésta.”
Karl Marx (Crítica al Programa de Gotha)
En el capítulo anterior, expusimos que al indagar sobre el concepto de comunidad ilusoria
como eje de estudio crítico de lo estatal, no solamente buscábamos encontrar una nueva
manera de comprender al Estado, sino también, y primordialmente, una nueva manera de
entender su transformación. Por lo tanto, en este tercer capítulo, no hay otro objetivo que el
de continuar analizando las aproximaciones al estudio del Estado. Pero ya no a partir de
repensar su conceptualización (pues ello trato de cumplirse en el capítulo precedente), sino
más bien, a partir de repensar la forma en que el marxismo ha entendido su transformación
y la transformación de la propia sociedad.
En aras de cumplir con esta meta, hemos querido organizar el presente capítulo a partir de
tres bloques importantes:
En primer lugar, es sumamente valioso clarificar dos nociones fundamentales en cualquier
aproximación al estudio de la transformación del Estado desde el marxismo. La noción de
“crisis” de Estado, y la noción de socialismo. Con ello, buscamos posicionar dos ideas. En
primera instancia, la idea de que la crisis de Estado permite comprender los momentos de
liminalidad histórica. O sea, los momentos en donde los seres humanos pujan por
reorganizar su vida social institucional. Y en segunda medida, la idea de que el socialismo
es un proceso histórico complejo, un proceso transicional. El cual, entre otras cosas, debe
tener la particularidad de potenciar procesos de transformación social, política, económica
y cultural.
En segundo lugar, nos hemos propuesto dedicar unas cuantas líneas explicitando la
importancia que el Estado asume en el proceso de transformación de la sociedad.
Sucintamente, el argumento que se quiere soportar, consiste en que el Estado cumple un
papel estratégico durante el proceso de transición, en el entendido de que tiene la capacidad
de ampliar la base social de gestión de lo común y de reconocer a la multiplicidad de
61
actores que se deben sumar a dicha tarea. Para el marxismo, el Estado es un campo
estratégico en el entendido de que es un escenario imprescindible en el proceso
democratizador.
Finalmente, en el último apartado de este capítulo, titulado “Estado socialista y forma
democrática”, se pretende dialogar sobre dos cuestiones. Por un lado, se piensa
problematizar el concepto de “dictadura de clase”. Para tales efectos, se incluirá la
discusión sobre las nociones de “forma de Estado” y “tipo de Estado” en su relación
indisoluble. Y, por el otro lado, nos concentraremos en dialogar otro punto crucial: la
relación estrecha entre democracia y socialismo. Recalcando que solamente es posible
forjar una práctica hegemónica socialista de la mano de formas de Estado que desplieguen
la participación social. Es decir, que solo la democracia “plena” o “radical” podrá
conducirnos a la forma comunidad.
1. Breve interludio sobre la noción de crisis de Estado
Uno de los aspectos centrales a la hora de aproximarnos al estudio del Estado desde el
marxismo, es sin lugar a dudas el concepto de crisis de Estado. Este concepto ha
acompañado la tradición marxista a lo largo de toda su historia: desde Marx, pasando por
Lenin, por Gramsci, por Poulantzas, hasta más recientemente la obra de Álvaro García
Linera. En primera medida, hay que decir que el alcance conceptual de esta noción no ha
sido para nada pacífica, ya que a lo largo de la obra de estos autores el concepto ha sufrido
mutaciones importantes. Si bien por cuestiones de espacio y tiempo no es posible
extendernos con demasía en la noción de crisis, vale la pena centrar la importancia del
concepto y su relación con los procesos de transformación del Estado y de la sociedad
misma.
En primer lugar, hay que señalar que en el texto sobre La lucha de clases en Francia (1976,
pág. 209) Marx encuentra momentos históricos en donde hay cabida para lo que él
denominará como: una época revolucionaria. Según él, en ésta “época” se abre un proceso
de antagonismo social en donde, por un lado, se conjugan contradicciones económicas,
sociales y políticas; y, por otro lado, existe un incremento en la capacidad organizativa de
las masas subalternas que permite la maduración de un proyecto de subversión del orden.
62
Como se puede ver, si bien Marx no habla explícitamente de la existencia de una crisis de
Estado, reconoce que la época revolucionaria atraviesa la institucionalidad vigente y fuerza
su mutación. En esto, por ejemplo, hace una explícita alusión de la institución del sufragio
universal como elemento catalizador de las luchas sociales, pero a la vez, como institución
sumamente peligrosa para el libre desarrollo de los intereses de la burguesía francesa de
mediados del siglo XIX (la cual, por si fuera poco, abole la institución en mención en 1850)
(Marx, 1976, pág. 292).
En efecto, el concepto de “época revolucionaria” propuesto por Marx, buscó la
comprensión de los períodos históricos en donde sucedían cambios políticos abruptos y en
donde se alteraban significativamente las relaciones de poder entre las fuerzas sociales. De
igual manera, el concepto pudo dar paso al entendimiento de “la crisis” más allá de las
contradicciones económicas de clase, ya que propuso estudiar la “época revolucionaria” no
solamente desde la óptica de la “crisis económica”, sino también, y fundamentalmente,
desde el análisis de las articulaciones políticas de clase y sus incidencias institucionales. En
últimas, para el teórico alemán, los procesos de flujo y de reflujo social incidían
necesariamente en la estructura de la dominación política, la cual, no sobra decirlo, no
podía prescindir del Estado.
Así pues, a partir del concepto anteriormente enunciado, será Lenin (1973[1915]) quien
plantee una novedosa propuesta de análisis sobre este tipo de acontecimientos históricos. El
dirigente bolchevique, a diferencia de Marx, no hablará concretamente de “época
revolucionaria” sino más bien de “situación revolucionaria”. El viraje conceptual entre
“época” y “situación” no se define muy bien en el autor, sin embargo, podríamos presumir
que el concepto de “situación” puede resultar más preciso a la hora de comprender los
momentos de ruptura social e institucional. De acuerdo con Carlos Matus, la situación debe
definirse como el espacio de producción social donde “nosotros jugamos un papel al igual
que nuestros oponentes, y donde todo lo que allí ocurre en términos de producción social
depende de nosotros y ellos, en interacción con el escenario que nos envuelve a ambos”
(1987, pág. 265). En ese orden de ideas, podríamos pensar que para Lenin la situación
revolucionaria es un escenario de contradicciones emergentes que puede resultar en
63
transformaciones concretas. Recalcando que esas contradicciones deben permear a todos
los grupos sociales en disputa, pues como enunciamos anteriormente: la “situación”
envuelve un “ellos” y un “nosotros”.
En desarrollo de lo anterior, es importante definir que la “situación revolucionaria”, como
momento de “liminalidad” histórica, se compone según Lenin de la conjugación efectiva de
varias realidades en tensión (1973, pág. 102):
a) En primera medida, la “época revolucionaria” debe dar cuenta de una crisis
orgánica del bloque social dominante, que, además, pueda dar paso al descontento e
indignación de los grupos sociales. Parafraseando a Lenin, podríamos decir que la
“situación revolucionaria” debe presuponer que los “de arriba” no puedan seguir
viviendo como antes.
b) En segundo lugar, al tiempo en que existe una crisis en los escenarios de
dominación política, debe a su vez presentarse un momento de crisis
socioeconómica y de pauperización de la vida en general que sea rechazado por los
vastos grupos poblacionales. Por lo que, así como los “de arriba” no pueden seguir
viviendo como antes, los “de abajo” tampoco deben querer seguir viviendo como lo
han hecho siempre.
c) Finalmente, en correlación con estos dos aspectos de la crisis, debe existir una
intensificación considerable de la movilización social que permita dar emergencia a
propuestas novedosas y alternativas por parte de los grupos sociales oprimidos.
Debe darse paso a acciones históricas independientes por parte de los grupos
subalternos que permitan la emergencia de nuevas propuestas, proyecciones y
alternativas de sociedad y de institucionalidad.
Ahora bien, de acuerdo con Christine Buci-Gluksmann, la noción de “situación
revolucionaria” propuesta por Lenin no puede separarse de la noción de “crisis de Estado”,
ya que para este último el problema fundamental de la revolución era el poder del Estado y
64
su transformación; de ahí que hablara de la necesidad de forjar una democracia de nuevo
tipo, y una organización estatal basada en la autogestión y la decisión colectiva en cabeza
de los soviets. En últimas, para el político ruso, la “situación revolucionaria” debía arrastrar
por sí misma una crisis de Estado que conllevara a su transformación institucional (1977,
pág. 82).
Años después, Gramsci (1999, págs. 38-39) interpreta esta conceptualización de
situación/crisis revolucionaria y de crisis de Estado a partir de una problematización
bastante pertinente. En sus cuadernos de la cárcel, el revolucionario italiano establece un
deslinde entre las condiciones políticas, sociales y económicas de la Rusia de 1917 y las
condiciones políticas, sociales y económicas de los países de “occidente”. En la medida de
que en Rusia las clases dominantes no tenían grandes reservas políticas, ello permitía que
una crisis económica y social en general permeara casi directamente la estabilidad del
Estado. Por lo que una crisis revolucionaria podía desembocar casi que directamente y sin
mayores obstáculos en una crisis de Estado. Por su parte, en occidente ocurría todo lo
contrario. Dado que el bloque social dominante contaba con reservas políticas y
organizativas bastante rígidas, ello generaba como consecuencia que la política estuviera
retrasada frente a la economía y que el Estado fuera más resistente a sufrir alteraciones
institucionales, organizativas y de composición orgánica.
Ahora, esto no obsta para presumir que en Lenin existiera un análisis mecánico entre crisis
económica y crisis de Estado. Lo que los análisis de Gramsci platean, por el contrario, es
que en la medida de que en Rusia la relación entre política y economía se encontraba al
imperio de contradicciones diferentes a las de occidente, la estrategia revolucionaria
bolchevique debía ser valorada a partir de claros matices históricos y políticos.
En ese sentido, Gramsci (1999, pág. 49) propone un concepto bastante importante para
entender la metamorfosis del concepto de crisis de Estado a lo largo de la historia del
marxismo. En aras de complejizar y complementar la propuesta conceptual de crisis de
Estado o de crisis/situación revolucionaria, sugiere el concepto de crisis de hegemonía o
crisis orgánica. Teniendo por base los elementos dilucidados por Lenin en su
65
caracterización sobre la “situación revolucionaria”, Gramsci plantea que la crisis de
hegemonía o crisis orgánica se produce: bien porque la clase dirigente ha fracasado en
alguna gran empresa política o económica para la que ha solicitado o impuesto el consenso
de las grandes masas. O bien porque vastas masas (de capas medias o bajas) han pasado de
la pasividad, a una cierta actividad política en la que plantean reivindicaciones que en su
conjunto demandan transformaciones estructurales. Cuando se habla entonces de crisis de
hegemonía, se habla de "crisis de autoridad" o crisis del Estado en su conjunto.
Bajo estos elementos claves de comprensión de la crisis orgánica y de la crisis de Estado,
Álvaro García Linera (2009) ha propuesto relacionar dos elementos cruciales de la teoría
marxista: a) la noción de crisis de Estado (que incluye los lúcidos aportes de Gramsci), y b)
la noción de la “transicionalidad”, o sea, la discusión con respecto a la transición de una
estructura de relaciones políticas de dominación y legitimación a otra estructura, es decir, a
otra forma de relación-Estado. Para ello, de la mano de Marx y de los autores marxistas que
hemos traído a colación, García Linera ha delimitado una serie de condiciones generales
que permiten aproximarnos al entendimiento contemporáneo de la crisis de Estado y al
entendimiento de cómo esa crisis tiene la potencialidad de hacer emerger procesos de
transformación institucional del mismo (García Linera, 2009, págs. 505-504):
En primer lugar, el marxista boliviano reconoce que no puede existir una crisis de Estado si
no existe al mismo tiempo una crisis de autoridad. Para que podamos hablar de crisis de
Estado, es fundamental que los grupos subalternos, además de perder tolerancia y
acompañamiento moral hacia el grupo social dominante, se erijan también en un bloque
social disidente con capacidad de movilización y expansión de su influencia territorial.
En segundo lugar, es esencial que ese bloque social disidente construya nuevas propuestas
de liderazgos y de organización social e institucional y que tenga la capacidad de desdoblar
el imaginario colectivo de la sociedad en dos estructuras políticas estatales diferenciadas y
antagonizadas. Con la salvedad de que no se trata de forjar un “doble poder”, sino de hallar
la manera de consumar lo que García Linera llama un “empate catastrófico”. Es decir,
66
oponer al discurso dominante un discurso alternativo con capacidad expansiva de
incidencia social.
En tercer lugar, el vicepresidente del Estado plurinacional de Bolivia, sostiene que la
convergencia de los dos factores anteriormente dilucidados, puede provocar un hecho
político-histórico denominado punto de bifurcación (2009, pág. 505). La noción de punto
de bifurcación, que no es originaria de las ciencias sociales, proviene de la obra científica
del premio nobel de química Ilya Prigogine, el cual, a partir su adscripción a la teoría de la
realidad que sostiene que el universo está en permanente construcción, plantea que este
último se compone de estructuras disipativas. Estas estructuras disipativas son estructuras
que son auto-organizadas y ordenadas y que se encuentran alejadas del equilibrio. Así pues,
para Prigogine existe un punto en donde el sistema no puede mantener su orden estructural
y se vuelve caótico e inestable, permitiéndose así que éste pueda ser empujado hacia una
infinidad de respuestas posibles. Ese punto es el que se denomina punto de bifurcación:
En términos matemáticos, "una bifurcación es simplemente la aparición de una nueva
solución de las ecuaciones para algún valor crítico". Pero desde el punto de vista físico, la
noción de bifurcación introduce un aspecto novedoso: las bifurcaciones son los puntos
críticos a partir de los cuales "el comportamiento del sistema se hace inestable y puede
evolucionar hacia varios regímenes de funcionamiento estables (Lombardi, 2000, pág. 59).
En consecuencia, extrapolando lo anteriormente establecido al análisis de la crisis de
Estado, habría que señalar que las estructuras estatales en crisis se caracterizan por la
inestabilidad y la confrontación política. No obstante, existe un momento en el que este
permanente estado conflictivo se somete a un punto de bifurcación, donde, si bien es
posible que el orden en crisis se reconstruya, también es perfectamente posible que se
consolide un nuevo sistema político sobre la base de nuevas relaciones de fuerzas
parlamentarias, alianzas y cambios en la composición orgánica del gobierno, entre otros
aspectos.
En efecto, lo valioso de esta categoría, es que permite comprender que los procesos de
crisis no pueden ser perpetuos. Estos deben llevar aparejados momentos de estabilidad,
momentos en los que “la sociedad, tarde o temprano, ha de inclinarse por la estabilización
67
del sistema o por la construcción de un orden estatal que devuelva la certidumbre a las
estructuras de dominación y conducción política” (García Linera, 2009, pág. 523).
Por lo pronto, en aras de culminar con este pequeño apartado, es importante mencionar una
última idea en relación con el estudio de la crisis del Estado en el marxismo.
Anteriormente, establecimos que existe una relación directa entre crisis orgánica y crisis de
Estado, pues de existir una crisis de autoridad y de hegemonía del bloque social dominante,
ello puede conducir paralelamente a que dicha crisis se filtre en las instituciones del Estado.
No obstante, aun cuando esta sea una idea central dentro de las disertaciones políticas
contemporáneas, es importante no perder de vista que la crisis orgánica, o crisis de
autoridad, o de hegemonía, puede repercutir de manera diversa en las relaciones estatales.
Por un lado, pueden existir escenarios históricos en donde una crisis de Estado se refleje en
un colapso de los dispositivos administrativos de gobernabilidad, es decir, en las
instituciones mismas del Estado: la administración pública, el aparato de justicia, los
servicios públicos, la seguridad, etc. Como también, por el otro lado, pueden concurrir
momentos en donde la crisis orgánica conduzca al desgaste y caducidad de un modelo
político y social, sin que por ello se erosionen ciertas instituciones del Estado, en especial
las de administración pública y de administración de justicia (Iglesias Turrión, 2015, págs.
29-31).
Aun así, a pesar de las salvedades propuestas anteriormente, es claro que para el marxismo
una situación de crisis orgánica y de crisis de Estado presenta una posibilidad excepcional
de transformación política e institucional. De igual manera, es elemental precisar también,
que los procesos de transformación son posibles en el entendido de que se inicien al mismo
tiempo procesos de transición. ¿Qué papel juega entonces el Estado en los procesos de
transición? Adentrémonos entonces en la solución de esta inquietud.
68
2. El socialismo como proceso transicional
Es indiscutible que a lo largo de la historia del marxismo el concepto de transición ha
jugado un papel bastante relevante en la comprensión de las dinámicas políticas de
transformación. La transición, pues, ha significado el proceso histórico complejo por medio
del cual se vislumbran las transformaciones de lo real. Transformaciones que, como ya lo
hemos dicho, no se surten en marcos de inmediatez, sino que se van articulando
paulatinamente en la medida de que, como lo dijeran Marx y Engels en La Ideología
Alemana (1974[1846]): el proceso de lo real vaya anulando y superando el estado de cosas
existente. En ese orden de ideas, debemos comenzar diciendo que el Estado ha estado
inmerso en el ideario político del marxismo a partir del entendimiento del socialismo como
momento histórico transicional. A este respecto, Negri ha señalado:
Ni el Marx de la Comuna de Paris, ni el Lenin de El Estado y la Revolución han considerado
nunca el socialismo como una época histórica: lo han concebido como un estado de
transición… que hacía realidad el proceso de extinción del aparato de poder. El comunismo
vivía ya en la transición, como su motor, no como un ideal sino como subjetividad activa y
eficaz, que se enfrentaba con el conjunto de las condiciones de producción y reproducción
capitalistas, reapropiándose de ellas, y podía con esta condición destruirlas y superarlas. El
comunismo, en tanto que proceso de liberación, se definía como el movimiento real que
destruye el estado de cosas actual” (Negri & Guattari, 1999, págs. 152-153).
Si nos detenemos en analizar el significado de la noción de “transición”, tendríamos que
decir de entrada que este concepto da cuenta de un proceso por medio del cual, a partir de
ciertas condiciones políticas, sociales y económicas, una sociedad, bajo el reconocimiento
de una situación existente, labra o idea una situación inexistente (utópica) a la cual pretende
llegar.
El término “transición” no es monopolio de las ciencias sociales, por el contrario, en la
bioquímica, por ejemplo, el “estado de transición” es el punto intermedio de la reacción o
colisión de una o varias moléculas en el cual se concentra la mayor cantidad de energía, y
gracias al cual se generan nuevos productos químicos de la mano de catalizadores que
tienen la función de acelerar el proceso reactivo. En el estudio del proceso social y político
de transición hay que tener en cuenta varios elementos de relativa similitud. El primero,
69
consiste en que este proceso de transición debe emanar necesariamente del choque de
fuerzas sociales en pugna. Un choque que, como bien lo expusimos anteriormente, se
traduce en una crisis orgánica y de Estado. Y el segundo, tiene que ver con que la transición
es indispensablemente el producto de la actividad humana que se acompaña de elementos
catalizadores, entre ellos, el Estado (Sanz, 2011, págs. 79-80).
De acuerdo con Rodolfo Sanz (2011, pág. 80), cuando Marx expuso su idea de la
transición, su desarrollo lógico iba encaminado a comprender los procesos de
transformación en los marcos de un proceso de transición. Para el teórico alemán, la
transición era concebida como un momento histórico en donde la praxis social creadora
podía desplegarse en su máxima expresión. No sin antes mencionar, que dicha actividad
creadora debía relacionarse a su vez con una multiplicidad de catalizadores, los cuales (al
igual que en la bioquímica), tendrían por función lograr potencializar la capacidad
transformadora de los seres humanos en el reto de superar el modo de producción
capitalista. Entre estos catalizadores, Marx fijaba esencialmente al Estado.
Por ende, hasta este punto es claro que para el marxismo, el socialismo no es en sí mismo
un modo de producción autónomo, ni mucho menos una formación socioeconómica
independiente. El socialismo es por el contrario un proceso histórico complejo. Un proceso
en donde se transforman las relaciones sociales y las relaciones de poder de clase. No
obstante, en el desarrollo del cambio revolucionario, es evidente que el Estado cumple un
papel preponderante. Un papel que emana del hecho de que en el propio Estado se
entrelazan los componentes contradictorios de una sociedad: las clases sociales, las ideas-
fuerza, las identidades colectivas, el monopolio de la decisión de lo público, etc. En fin, en
la medida en que el Estado tiene la capacidad de condensar material, simbólica e
institucionalmente la relación de fuerzas existente en una sociedad, su conquista es un
imperativo político en la construcción de formas sociales renovadoras y alternativas a las
actuales.
Tal como lo menciona Álvaro García Linera (2015, págs. 57-58), el proceso transicional
atraviesa al Estado cuando, desde el ejercicio del poder político en el Estado, las clases
70
subalternas son capaces de avanzar en la democratización sustancial de las decisiones
colectivas y de gestión de lo común, en la desmonopolización creciente de la producción de
los universales cohesionadores, en la irrupción de nuevas formas de la democracia en las
condiciones materiales y simbólicas de la existencia social y, en últimas, en la construcción
paulatina de formas auténticamente transparentes de mediación e interacción social.
En síntesis, si el Estado es un catalizador de la actividad humana, se erige como un campo
estratégico de transformación social. Prosigamos entonces con esta discusión.
3. El Estado como campo estratégico de transformación social
Hay que recalcar que el Estado juega un papel crucial en la transformación social, en la
medida en que, como lo señalamos en el segundo capítulo, es un escenario fundamental en
la concreción de realidades comunes. Al exponer su composición orgánica a través de
materialidades e idealidades, propusimos que la gestión de las mismas, es decir, del “capital
social estatal”, tenía una incidencia efectiva en el devenir cotidiano de las y los ciudadanos.
La manera como se gestiona el capital estatal, puede dar paso a transformaciones crecientes
en el plano social; no solamente en términos de acceso a derechos y justicia distributiva,
sino también en términos de renovación de las formas de mediación social e institucional
que hoy por hoy ciñen nuestra vida.
En ese sentido, cuando sobre la base de un momento de crisis orgánica y de Estado, un
nuevo bloque social emergente logra conquistar espacios de gobierno y de dirección estatal,
esta nueva situación política debe asumirse de manera estratégica. Y debe asumirse de esa
manera, porque al tener la capacidad de direccionar aspectos fundamentales del Estado
(como capital estatal y como referente social general), ese nuevo bloque social emergente
debe impulsar una serie de transformaciones institucionales que, en palabras de Íñigo
Errejón (2014, pág. 3), deben concentrase fundamentalmente en ampliar la soberanía
popular. Es decir, ampliar el margen de incidencia y decisión que la población -sobre todo
la subalterna- tiene sobre lo común; sobre las relaciones inter-étnicas, de género, sobre la
71
regulación económica, sobre el uso de los recursos naturales, sobre la política nacional,
sobre los medios de comunicación, entre otros.
En efecto, la particularidad del Estado en el proceso de transformación, reside en que éste
se presenta como un conjunto de materiales e idealidades, de relaciones y de instituciones,
las cuales inciden en los procesos de socialidad. Por ende, si bajo un conjunto de prácticas
hegemónicas y de relaciones de fuerza favorables hacia sí mismo, un bloque social
subalterno logra acceder a los espacios de decisión estatal, estos escenarios van a permitir,
aunque no pacíficamente, alterar ciertas realidades existentes que son cruciales para
impulsar procesos de transformación social. Siendo así posible, en últimas, impulsar un
proyecto de Estado de transición.
En consecuencia, bajo ese horizonte político, es que es lógico que el Estado transicional
tenga la obligación de diseñar maneras activas y crecientes de intervención popular dentro
del propio Estado, a la vez que es comprensible que, como lo señalamos hace un momento,
el Estado deba también generar posibilidades de intervención social de su propio “capital
estatal”. Así pues, como lúcidamente lo delimita García Linera, los nudos de
transformación estatal en donde debe concentrarse esta creciente participación social-
popular, deberán ser los siguientes (García Linera, 2015, pág. 63):
(3) Nudos estructurales
A. Las formas de propiedad y
gestión sobre las principales
fuentes de generación de
riqueza, en la perspectiva de su
socialización y
comunitarización.
B. Los esquemas morales y
lógicos con los que las
personas conocen y actúan en
el mundo, capaces de ir
desmontando procesualmente
los monopolios de la gestión de
los bienes comunes de la
sociedad.
(2) Nudos decisivos
1) Experiencia organizativa
autónoma de los sectores
subalternos.
2) Participación social en la
gestión de los bienes
comunes.
3) Uso y función
redistributiva de los recursos
públicos
4) Ideas fuerza u horizontes
de época con las que las
personas se movilizan
(1) Nudos principales
a) El Gobierno
b) El Parlamento/Congreso
c) Los Medios de
Comunicación
Nudos de Transformación social desde el Estado
72
Como bien se puede detallar, la participación social debe calar en cada uno de los nudos de
transformación social desde el Estado, desde los nudos principales, en donde se encuentran
los escenarios de monopolización de la gestión pública por excelencia, hasta los nudos
estructurales, en donde las clases subalternas logran apropiarse de los medios por los cuales
se produce y reproduce lo real. Recalcando que lo anterior puede consumarse, siempre y
cuando el proceso político socialista intensifique los grados de democratización de la vida
social, productiva, cultural y económica. Lo cual, de entrada, solo puede lograrse mientras
el Estado de transición propicie un constante proceso de construcción de hegemonía y de
consenso activo entre la población.
La hegemonía como democracia, como índice de formas de democracia que van de abajo
hacia arriba, se apoya sobre la “democracia de productores” (…) La hegemonía es ante todo
una estrategia de adquisición del consentimiento activo de las masas por medio de su auto-
organización, a partir de la sociedad civil y en todos los aparatos de hegemonía: de la fábrica
a la escuela o a la familia. Esto a fin de crear una voluntad política colectiva, a la vez
nacional y popular: un bloque histórico del socialismo capaz de homogeneizar infraestructura
y superestructura [sociedad política y sociedad civil] (Buci-Gluksmann, 1979, p. 382).
Solamente en la medida en que los grupos sociales subalternos logren intervenir en la
totalidad de los nudos de transformación social desde el Estado, es decir, en el capital social
estatal y en la configuración del sentido del orden, será posible toparnos ante momentos de
transición social y estatal que catalicen igualmente procesos de transformación estructural.
Y ello, porque solo así lograran la construcción de un nuevo bloque social dirigente, la
consolidación de la democratización creciente de la política y de la economía, y, lo que es
decisivo, el desarrollo de un proceso de desmonopolización de la gestión de los bienes
comunes de la sociedad: impuestos, derechos colectivos, servicios básicos, recursos
naturales, sistema financiero, identidades colectivas, cultura, símbolos cohesionadores,
redes económicas, etc. Así pues, en los marcos de esa óptica, el Estado como monopolio de
decisiones universalizantes se ve interpelado desde adentro. Y su fundamento escondido de
comunidad deseada emerge en las expectativas de la población, dando lugar a la irrupción
de voluntades colectivas que se reapropian de las capacidades de deliberación, imaginación
y decisión, surgiendo así esperanzas prácticas de maneras distintas de gestionar lo común
(García Linera, 2015, pág. 52; 64).
73
Entonces, ¿qué labor cumple el Estado en medio del horizonte revolucionario? La labor del
Estado debe ser una labor catalizadora, debe ser una labor de despliegue de las capacidades
organizativas, planificadoras y autogestionarias de la sociedad. Un Estado cumple un papel
estratégico durante el proceso de transición en el entendido de que amplía la base social de
gestión de lo común y reconoce la multiplicidad de actores que se deben sumar a dicha
tarea. El Estado, finalmente, debe potenciar los proyectos y las articulaciones de lo social y
lo comunitario sin caer en la praxis burocratizada; o sea, sin tender a controlarlos (Svampa
& Stefanoni, 2007, pág. 12; 21). No obstante, para que ello no sea ilusorio en la práctica, es
esencial ligar el proceso transicional con la construcción de la forma democrática. La cual
es la única que nos puede permitir institucionalizar los procesos de socialización de lo
común sin que ello dependa de la acción monopolizada. En síntesis, la institucionalización
de la democracia radical permite que estas conquistas colectivas, ni se estanquen, ni se
subviertan.
4. Estado socialista y forma democrática
4.1. El debate sobre la “dictadura de clase”
Tal como lo expusimos más arriba, el proceso de transición es un proceso que se debe
cimentar sobre la construcción política de un bloque social subalterno. El proyecto de
Estado de transición en el marxismo no pude desligarse de los procesos de construcción de
bloque social, ni de los proyectos que ese mismo bloque logra emprender. Así pues, esa
relación entre bloque social y Estado, o sea, la valoración sobre la capacidad de influencia
que puede conquistar un bloque social a partir de un conjunto de prácticas hegemónicas,
fue definida por Marx bajo la idea de “dictadura de clase” (1976b, pág. 288; 1976c, pág.
23). Ciertamente, esta definición ha generado un sin número de discusiones a lo largo de
varias décadas, llegándose incluso al dislate de pensar que el marxismo predica la “tiranía”
como forma de ejercicio político legítimo. Pues bien, a pesar de que este razonamiento –por
demás estulto- se aparta del desarrollo teórico hecho por cierta tradición marxista en
relación con este concepto, fue éste el que, infortunadamente, permeó no solamente las
discusiones políticas del siglo XX, sino también, el cual influyó en cierta tradición del
marxismo que buscaba distanciarse de la práctica política estalinista imperante en la URSS.
74
Uno de los acontecimientos que con mayor claridad ejemplificó esta situación, fue el debate
propuesto en el XXII congreso del Partido Comunista Francés (PCF) frente a la vigencia o
caducidad de la noción de dictadura de clase. Al respecto, Étienne Balibar (1977, págs. 6-
8) expuso en su momento que uno de los grandes yerros cometidos en el marco de la
deliberación teórica y política, fue el no haber profundizado las raíces históricas sobre las
cuales esta categoría se había construido. Por el contrario, gran parte de los comunistas
franceses propusieron el debate sobre la base de cuatro oposiciones irreconciliables, las
cuales, por lo demás, tenían por eje rector una oposición matriz: la oposición entre
dictadura de clase y democracia socialista. Según Balibar, las cuatro oposiciones que
influenciaron del debate fueron las siguientes (1977, págs. 6-8):
1) La oposición entre medios violentos y medios pacíficos. Argumentando que la vía
democrática al socialismo tendría que prescindir de la violencia.
2) La oposición entre legalidad e ilegalidad. Aduciendo que la vía democrática al
socialismo debía desarrollarse bajo el estricto cumplimiento del ordenamiento
jurídico vigente.
3) La oposición entre entender a la clase obrera como el único y exclusivo sujeto
revolucionario, o, por el contrario, articular una mayoría social democrática en
función del horizonte socialista.
4) La oposición entre pluralidad de partidos y partido único. Esgrimiendo que la
dictadura del proletariado conducía indefectiblemente a lo segundo.
Así pues, sobre la base de estas premisas, es posible apreciar como la noción de dictadura
de clase se confinó al desprecio político e histórico de cierta tradición marxista; toda vez
que según esta tradición (englobada en lo que se conocería posteriormente como el
eurocomunismo) este concepto era el faro irradiador de los errores y desviaciones de la
práctica política de la URSS. Ante ello, para el eurocomunismo era sumamente imperioso
oponer ciertas categorías que permitieran subsanar, táctica y discursivamente, los vicios
denunciados. Bajo este objetivo, se resaltaron significantes como: defensa de la
democracia, vía democrática al socialismo, pluralismo de partidos, entre otros.
75
Ahora bien, como lo evoca Balibar (1977), esta drástica interpretación deja de lado un
sinfín de elementos teóricos que desdibujan la real pretensión política del concepto; por
ende: ¿no habrá en la tradición marxista alguna otra vía de interpretación epistemológica
que nos permita extraer otros análisis políticos y teóricos?, ¿realmente podemos plantear
que Marx, Engels y Lenin veían una extrema oposición entre “dictadura de clase” y
“democracia”?, o peor aún, ¿podemos acaso decir que estos últimos predicaban la dictadura
(en el sentido “totalitario” y “tiránico” del concepto) como una práctica política legítima?
Adentrémonos pues en esta discusión.
El concepto de dictadura de clase está presente en pocos textos de Marx, entre estos
podrían mencionarse: La lucha de clases en Francia (1850), La carta a Weydemeyer de
1852, y la Crítica al Programa de Gotha (1975). Si bien la manera en que Marx hace
referencia al concepto no es del todo uniforme y sistemática, es posible extraer de sus
apreciaciones una serie de elementos comunes que nos permitan indagar sobre los alcances
de dicha noción.
De acuerdo con Sergio Job (2006, pág. 3), la categoría dictadura del proletariado no fue
propia del acervo conceptual de Marx. Por el contrario, este último tomó el concepto del
socialista francés Augusto Blanqui, quien por esa época poseía una gran influencia dentro
del movimiento obrero europeo. Ahora, si bien Marx extrajo el concepto de Blanqui, lo
resignificó radicalmente. En efecto, y siguiendo los rasgos principales de su argumentación,
a diferencia de Blanqui (quien veía en la dictadura una forma de ejercicio político
jacobino), para Marx el uso del significante dictadura del proletariado tenía por objeto
recalcar la idea según la cual: para poder concretar una transformación revolucionaria de la
sociedad, era imprescindible que las clases revolucionarias se organizaran como clases
dominantes. Lo que da pie para aseverar que en el revolucionario alemán, la referida
categoría daba cuenta de un proceso transicional de transformación social en el cual las
clases subalternas debían ser política, económica e ideológicamente dominantes (Fernández
Cepedal, 1979, págs. 6-8).
76
Por su parte, en los textos de Engels se encuentran a su vez unas vagas referencias al
concepto. Entre los escritos en donde hay presencia de la categoría podrían enunciarse: el
prólogo a la edición de 1891 de la obra de Marx La lucha de Clases en Francia y la crítica
al Programa de Erfurt, también de 1891. En cuanto al prólogo, a la hora de hacer referencia
a los alcances de la noción de dictadura, Engels fue enfático en invocar a la Comuna de
París (una experiencia asombrosa de democracia directa18) como ejemplo lúcido y
fehaciente del ejercicio de dicha dictadura. De igual manera, y por ese mismo tiempo, en su
Crítica al Programa de Erfurt el propio Engels volvió a insistir, bajo la lectura del contexto
político de la socialdemocracia alemana, lo siguiente: “nuestro partido y la clase obrera sólo
pueden llegar a la dominación bajo la forma de la república democrática. Esta última es
incluso la forma específica de la dictadura del proletariado, como lo ha mostrado ya la Gran
Revolución francesa” (Engels F. , 1976, pág. 456). Como podemos apreciar, para el
revolucionario alemán no era lógico ni acertado políticamente escindir la democracia de la
dictadura.
Años después, fue a Lenin (1974[1917];1977 [1920]) a quien le correspondió la ardua tarea
intelectual de defender el concepto de dictadura de aquellos marxistas que abogaban por su
caducidad y consiguiente abandono. En síntesis, la posición de Lenin consistía en que estos
marxistas habían obviado un aspecto central en esta discusión, siendo este el de que la
dictadura no correspondía a una forma de Estado ni mucho menos a una forma de ejercicio
de gobierno. Por el contrario, la dictadura daba cuenta del lugar que la clase se disputaba en
el ejercicio del poder político. En ese orden de ideas, Lenin abordó la discusión de la
siguiente manera:
18 Carlos Antonio Aguirre Rojas (2011, págs. 15-20) definió a la Comuna de París como un “gobierno basado
en la democracia directa”. Para soportar tal definición, delimitó seis trazos de su apuesta democratizadora. 1)
el primer trazo de la Comuna es definido bajo la siguiente máxima: “representar mas no suplantar”. La
comuna no suprimió toda forma de representatividad, más bien la transformó radicalmente; 2) el segundo
trazo de la Comuna fue que su sistema de decisión sobre lo público tuvo como referente central la “Asamblea
Popular”, a la cual todos los funcionarios públicos estaban en la obligación de acatar; 3) el tercer trazo de la
Comuna, radicó en alterar la visión dominante sobre el funcionario público, para ello, se redujo el salario de
todo funcionario al de un obrero; 4) el cuarto trazo fue el de reducir la burocracia y suprimir el ejército
permanente por el “pueblo en armas”; 5) el quinto trazo fue el de prevalecer la participación cualitativa sobre
la cuantitativa; entendiendo así la democracia como la búsqueda permanente de consensos. Y finalmente 6) el
último trazo definido por el autor, consiste en que la Comuna luchó por una de las apuestas más importantes
del movimiento emancipador, velar por la erradicación de las diferencias entre gobernantes y gobernados.
77
“Las formas del Estado han sido sumamente variadas. En la época de la esclavitud, en los
países más adelantados, más cultos y civilizados de aquel entonces, por ejemplo, en la
antigua Grecia y Roma, basados íntegramente en la esclavitud, tenemos diversas Formas de
Estado. Ya entonces surge la diferencia entre monarquía y república, entre aristocracia y
democracia. La monarquía, como poder de una sola persona, y la república, como ausencia
total de un poder que no sea electivo; la aristocracia, como poder de una minoría
relativamente reducida, y la democracia, como poder del pueblo [demos-cratos]. Todas estas
diferencias surgieron en la época de la esclavitud. Pero, a pesar de estas diferencias, el Estado
de la época de la esclavitud era un Estado esclavista, cualquiera fuese su forma: monarquía,
república, aristocracia, democracia” (Lenin, 1961, pág. 266).
En definitiva, con esta apreciación teórica Lenin buscó decantar una serie de precisiones
conceptuales que nos ayudaran a comprender el papel del Estado en la transición socialista
y su relación con el concepto de dictadura del proletariado. En ese sentido, la primera
acepción conceptual que vale la pena destacar es la de tipo de Estado, ya que, con esta,
Lenin pretendió definir con mayor precisión la categoría de dictadura de clase. De acuerdo
con esta expresión, el tipo de Estado, antes que significar una forma de ejercicio de poder
“dictatorial”, implicaba la relación entre el ejercicio del poder político en el Estado y las
relaciones sociales y productivas que una clase social pretendía producir y reproducir. En
palabras de Umberto Cerroni: “la dictadura de clase de que se habla no define una
particular forma de gobierno [dictatorial], sino más bien un orden socioeconómico [un
sentido del orden]” (Cerroni, 1977, pág. 78).
Lo cual implica que si bien la hegemonía de la burguesía se concretaba en el Estado
burgués (como “dictadura burguesa”), de igual manera, la hegemonía de las clases
subalternas, al constituirse en medio del Estado transicional, debía implicar su “dictadura
subalterna”, es decir, la construcción de nuevas relaciones sociales, políticas, culturales y
económicas que buscaran la gestación de un nuevo orden socioeconómico, cultural y
simbólico.
Por otro lado, el segundo concepto desarrollado por Lenin es el de la Forma de Estado, el
cual, como se puede apreciar en la cita, corresponde a la manera en que un Estado se
desenvuelve institucionalmente en relación dialéctica con el bloque social hegemónico. En
ese entendido, la forma de Estado consistiría en la manera en que los grupos sociales
78
dominantes, de acuerdo a la correlación de fuerzas sociales y a los escenarios históricos
concretos, desarrollan institucional, legal y consensualmente sus intereses; bien
monárquicamente, aristocráticamente, autárquicamente o democráticamente.
Entendiendo esta distinción/relación, es que Lenin denuncia que:
Una de las repúblicas más democráticas del mundo es la de los EE.UU., y en ningún otro
país, en ninguna otra parte, el poder del capital, el poder de un puñado de multimillonarios
sobre toda la sociedad se manifiesta en forma tan grosera, con tanta venalidad como allí. El
capital, una vez que existe, domina toda la sociedad, y ninguna república democrática, ningún
derecho electoral cambia la esencia del asunto” (Lenin, 1961, pág. 272).
Ahora bien, si nuestro interés se centra en indagar más sobre los rasgos principales del
Estado transicional, es fundamental conjugar estas dos discusiones: la del tipo de Estado, y
la de la forma de Estado. Pues, como ya lo dijimos hace un instante, el Estado de transición
es un Estado de clase, un Estado que debe ser conquistado por las clases subalternas en
función de su proyecto político. En la medida de que la transformación social
revolucionaria debe atravesar al Estado, debe encontrar en este un motor relacional para la
transformación de la realidad, dialogar sobre la forma de Estado (en su comprensión
leninista) es crucial en este proceso transicional transformador.
Sobre este punto, hay que decir que disentimos abiertamente de Norberto Bobbio, quién en
alguna oportunidad sostuvo que en el marxismo lo único que se consideraba relevante en el
proceso de transformación era el cambio de sujeto histórico (o sea, el recambio estratégico
del bloque histórico en el poder), dejando de lado la importancia de las formas orgánicas y
organizativas de ejercicio del poder en el Estado de transición (Bobbio, 1977, pág. 250). Si
bien reconocemos que efectivamente falta profundizar en ciertos aspectos elementales
sobre la organización político-jurídica del Estado de transición, es a todas luces errado
insinuar que el marxismo ha obviado la importancia de la forma de Estado en el desarrollo
del proceso transicional y en la comprensión y ejercicio de la dictadura de clase.
Por otro lado, otra de las posiciones que podríamos impugnar sobre la base de las
precisiones teóricas que hemos hecho, es la posición del eurocomunismo de la década del
79
70ta y la del 80ta. En resumen, tal como lo expone el profesor José Manuel Fernández
Cepedal (1979, pág. 13), el eurocomunismo, al disociar la dictadura del proletariado de la
hegemonía de clase, cometió un error político devastador, y fue el de identificar la
dictadura del proletariado con una forma de gobierno: con una forma concreta “totalitaria”
de Estado. Recayendo así en el mismo vicio teórico que Lenin atribuía a Kautsky:
confundir e identificar el concepto lógico de dictadura del proletariado con las formas
específicas de su realización.
En síntesis, las premisas discutidas con anterioridad, suprimen la relación indisoluble que el
marxismo ha resaltado entre tipo y forma de Estado. Lo que les ha hecho desconocer a su
vez la relación igualmente indisoluble entre dictadura de clase y democracia; es decir, entre
la naturaleza de clase del Estado transicional y las formas de gobierno que deben desplegar
los procesos de transformación social. En aras de profundizar en esta idea, reproduciremos
in extenso una cita de Lenin en donde el dirigente ruso intentó dirimir este vacío:
Los órganos de poder descritos por nosotros [los soviets] eran, en germen una dictadura, pues
este poder no reconocía ningún otro poder, ninguna ley, ninguna norma, proviniera de quien
proviniere. Un poder ilimitado, al margen de toda ley, que se apoya en la fuerza en el sentido
más directo de esa palabra, es precisamente lo que se entiende por dictadura. Pero la fuerza
sobre la que se apoyaba y tendía a apoyarse este nuevo poder, no era la fuerza de las
bayonetas en manos de un puñado de militares, ni la fuerza del “puesto policial”, ni la fuerza
del dinero, ni de ninguna otra institución creada anteriormente (…) ¿En qué se apoyaba, pues,
este poder? Se apoyaba en la masa popular. He aquí la diferencia fundamental de este nuevo
poder con relación a todos los demás órganos anteriores del viejo poder (…) El viejo poder
desconfiaba sistemáticamente de las masas, temía la luz, se mantenía con engaño. El nuevo
poder, como dictadura de la inmensa mayoría, podía mantenerse y se mantuvo
exclusivamente con la ayuda de la confianza que en él depositara la inmensa masa,
exclusivamente porque atraía con la mayor libertad, del modo más amplio y más potente, a
las masas a participar en el poder (…) Este era un poder abierto para todos, que lo hacía todo
a la vista de las masas, órgano directo de la masa popular y ejecutor de su voluntad (Lenin,
1977, págs. 266-267).
Sobre esta cita, valdría la pena introducir una nota aclaratoria en el cuerpo del texto. En su
libro La teoría de las formas de gobierno en la historia del pensamiento político, Norberto
Bobbio (2004, págs. 184-187) reconoce la existencia de dos acepciones teóricas del
concepto de dictadura. La primera de ellas hace referencia a la dictadura comisaria y la
80
segunda a la dictadura soberana o constituyente. La característica compartida de ambas,
radica en que han sido tratadas por el pensamiento político como formas legítimas de
ejercicio político (ello, en contraposición a la tiranía). No obstante, mientras la dictadura
comisaria refiere a un poder excepcional que se encuentra limitado en su función ejecutiva
y no tiene capacidad legislativa; la dictadura soberana hace referencia por el contrario a un
poder excepcional que tiene la potestad política de ser constituyente, es decir, de no estar
limitado por poderes preestablecidos. En nuestra consideración, la noción de Lenin se
encamina hacia esta acepción: un poder insurgente con capacidad de constituir nuevas
realidades institucionales (poder constituyente).
Preguntamos entonces: ¿acaso lo anterior no anula la supuesta “oposición marxista” entre
democracia y dictadura? Por supuesto que sí. A partir de las referencias esbozadas en las
líneas que nos precedieron, es perfectamente comprensible que para estos autores
revolucionarios (Marx, Engels y Lenin) la dictadura de la clase proletaria no significaba
otra cosa que el despliegue de las potencialidades democráticas. Por consiguiente, el
problema de la dictadura no tiene sentido, ni puede aprehenderse en su complejidad,
cuando se incrusta en la falsa dicotomía entre “dictadura” o “democracia”.
En consecuencia, la dictadura de clase debe entenderse como la necesaria construcción
hegemónica desplegada por el bloque social subalterno en función de sus intereses políticos
y su proyecto de sociedad. Pues bien dice Sergio Job (2006, págs. 5-6), que toda
“revolución” popular, por muy convincente que sea, irá al desastre si el bloque social
subalterno no asegura la condición absoluta de supervivencia de la revolución: la
hegemonía. Es decir, su liderazgo en la producción, en las ideas movilizadoras y en la
conducción política institucional. Recalcando una vez más, que esta hegemonía debe
acompañarse y catalizarse por una forma de Estado que garantice la más amplia democracia
de masas, es decir, que lleve la democracia hasta sus últimas consecuencias.
81
4.2. La forma democrática
Desde Marx y Engels, pasando por Lenin y Gramsci, hasta llegar a los aportes teóricos de
Poulantzas y García Linera, se puede presenciar en la tradición marxista un lazo indisoluble
entre socialismo y democracia. No es posible dar alcance político al Estado de transición
(socialista) si al mismo tiempo no se le comprende como un proceso radicalmente
democratizador.
Esta idea se encuentra primigeniamente en Marx, quien en sus escritos de juventud había ya
delimitado la importancia del desarrollo de la democracia en la consecución de realidades
sociales plenamente humanas. Recordemos que en la comunicación epistolar mantenida
con Arnold Ruge, por ejemplo, definía al Estado democrático como una comunidad de
seres humanos libres capaces de realizar sus altos fines (Marx, 2008, pág. 83), y que en el
manifiesto se consignó también que la revolución proletaria debía implicar la conquista de
la democracia (Marx & Engels, 2012, pág. 39). En suma, podría señalarse que el concepto
de democracia en el pensador alemán plantea tres puntos nodales a destacar: “1) unidad de
lo universal y lo particular, de la esfera política y social (a diferencia de la democracia
burguesa, liberal, que limita esa unidad); 2) democracia para la mayoría (que se distingue
por ello de la democracia antigua) y 3) democracia de la libertad (opuesta a toda
democracia basada en la servidumbre)” (Sánchez Vázquez, 1983, pág. 5).
Por consiguiente, como igualmente lo señala Adolfo Sánchez Vázquez (1998, págs. 106-
107), desde Marx existe la plena conciencia de que todo proyecto emancipador implica un
momento democrático; no hay forma de concebir la emancipación humana si al mismo
tiempo no se concibe esta como un proceso de extensión y ampliación de la democracia.
Con base en esto: ¿cuál debe ser entonces la relación entre socialismo y democracia a la luz
del devenir del Estado transicional?
Esta pregunta no es por sí misma novedosa, por el contrario, ha sido una de las inquietudes
más recurrentes en el marxismo a lo largo de las últimas décadas. Por lo cual, es
conveniente mencionar, antes que nada, que, entre otras cosas, la inquietud por la relación
entre socialismo y democracia se ha visto precedida por la pregunta sobre las formas de
82
Estado que ha adoptado el Estado burgués a lo largo de la historia. Como lo vimos en
párrafos precedentes, el Estado burgués ha adoptado múltiples formas de Estado, no
obstante, la más interesante, la más compleja y la que hoy por hoy domina el escenario
político es la forma democrática. Como bien diría Lenin (1974[1917]): la dictadura de la
burguesía, y el correspondiente desarrollo de su ejercicio político institucional, ha venido
siendo predominantemente democrático.
Ahora, aun cuando se reconoce explícitamente el papel central de la democracia en el
desarrollo del Estado burgués, no hay que perder de vista que esta forma democrática de
Estado se ha valorado como profundamente restringida. Si puede existir algún consenso en
la teoría marxista, es precisamente en juzgar a la democracia burguesa como una
democracia “formal” totalmente inacabada, la cual encuentra gran parte de sus obstáculos
inmediatos en la formación socioeconómica capitalista:
“Si observamos más de cerca el mecanismo de la democracia capitalista, veremos siempre y
en todas partes restricciones y restricciones de la democracia: en los detalles “pequeños”,
supuestamente pequeños, del derecho al sufragio (censo de asentamiento, exclusión de la
mujer, etc.), en la técnica de las instituciones representativas, en los obstáculos efectivos que
se oponen al derecho de reunión (¡”los edificios públicos no son para los miserables”!), en la
organización puramente capitalista de la prensa diaria, etc., etc.” (Lenin, 1974, pág. 83)
Tal como lo vislumbra la anterior cita de Lenin, desde el marxismo ha existido una
apreciación bastante crítica de lo que podríamos denominar como la “democracia liberal
burguesa”. Estas apreciaciones no han sido pacíficas ni unilaterales, por el contrario, han
tenido por base un sinfín de disputas ideológicas en donde, desafortunadamente, se ha
tendido en ciertas ocasiones a despreciar a la democracia en general, al asimilarla al
concepto vago de democracia burguesa. No obstante, para comprender las tensiones que se
han suscitado alrededor de esta discusión, hay que dividir esta exposición en dos partes. En
primera medida, es necesario contextualizar las apreciaciones del marxismo de inicios del
siglo XX y entender los conflictos ideológicos generados con relación a la noción de
democracia. Y en segunda medida, hay que proponer un deslinde entre la tradición
democrática y la tradición liberal, toda vez que a partir de ello, será más fácil encontrar los
83
lazos intrínsecos entre socialismo y democracia a la luz del proyecto de Estado de
transición.
En primer lugar, debemos contextualizar las apreciaciones críticas en torno al concepto de
democracia burguesa, el cual atraviesa gran parte de la literatura marxista de inicios del
siglo XX, en especial, los textos de Lenin19. En aras de entender sus críticas, debemos
precisar que entre finales del siglo XIX e inicios del siglo XX podríamos rescatar dos
instituciones esenciales de la democracia política. La primera de ellas, es la institución de
representación “soberana” por excelencia: el parlamento, el cual se erigía como la máxima
expresión de la institucionalidad política burguesa. Y la segunda de ellas, es sin lugar a
dudas la otra institución política que juega un papel importante en medio de esta
construcción: el sufragio universal. Institución que, a diferencia del parlamento, no
provenía estrictamente de la tradición política burguesa, pues su disputa a lo largo del siglo
XIX había estado en cabeza del movimiento obrero emergente en Europa (Hobsbawn,
2010, págs. 122-123).
Así pues, para inicios del siglo XX, estas dos instituciones no se hallaban en una directa
relación. Por el contrario, existía una pugna recurrente entre las instituciones propiamente
liberales y las instituciones que progresivamente se iban enarbolando por el movimiento
obrero europeo, en especial, la lucha por la universalización del sufragio. En consecuencia,
hay que tener claro que las críticas a la democracia formal que maduran entre finales del
siglo XIX e inicios del siglo XX están atravesadas por esta tensión política, tensión
caracterizada por: 1) el reconocimiento de derechos políticos plenos exclusivamente a
propietarios y a hombres con nivel de cultura elevada; 2) restricción del derecho al sufragio
y exclusión de la clase trabajadora de la decisión de lo público; 3) exclusión de las mujeres;
4) persecución a organizaciones sindicales y socialistas. En últimas, la posibilidad de
participar en los círculos de la democracia recaía en el ciudadano óptimo: macho,
propietario, adulto y culto (además de ser, la mayoría de veces, blanco y cristiano)
(Cerroni, 1995, págs. 210-211; 233).
19 Al respecto, además de los textos de Lenin que ya se han traído a colación, es importante analizar las
apreciaciones que, sobre la democracia, pueden encontrarse en el texto de Rosa Luxemburgo ¿Reforma o
Revolución?, y las apreciaciones “anti-críticas” de Karl Korsch en Marxismo y filosofía.
84
Sobre la base de lo anterior, se hace comprensible que los dirigentes socialistas fueran
sumamente críticos con la democracia de su tiempo, una democracia a todas luces
restringida e inacabada, en la cual se desarrollaba un continuo antagonismo entre las
libertades en ascenso, verbigracia: la libertad de asociación y de reunión, la libertad de
manifestación, la libertad de prensa y la reglamentación de la huelga, contra los intereses
privados de un minúsculo grupo de propietarios. En síntesis, la impugnación hacia la
democracia formal burguesa sienta sus raíces en medio de un contexto conflictivo, un
contexto de avances democráticos, pero también de restricciones políticas profundas
impuestas por parte de los grupos sociales dominantes20 (Mandel, 1978, págs. 215-216).
Sin embargo, como lo señalamos anteriormente, no es loable equiparar vagamente la
noción de “democracia liberal burguesa”, con la de democracia “en general”. Recordemos
que debido a este error político y teórico, gran parte de la tradición marxista construyó un
discurso abiertamente “antidemocrático”, el cual incidió negativamente en los procesos
políticos gestados en el siglo XX en nombre del socialismo. Por lo tanto, para rescatar la
democracia y encontrar nuevamente sus lazos con los proyectos de emancipación (entre
ellos, por supuesto, el socialismo), es importante deslindar la tradición democrática del
liberalismo; o, en otras palabras: el liberalismo político del liberalismo económico. Toda
vez que como lo vimos anteriormente, la una no necesariamente ha presupuesto a la otra.
A este respecto, hay que mencionar en primera instancia que el marxismo recoge múltiples
elementos del liberalismo político. Es más, podríamos decir concretamente que no es
posible entender muchos aspectos del movimiento socialista (de tradición marxista) sin
antes comprender aspectos básicos de dicha tradición liberal. Desde sobre la cuestión judía
(1843), hasta los escritos de la Guerra Civil en Francia (1871), Marx reconoció los avances
que trajo consigo la “emancipación política” en medio de las revoluciones burguesas, la
20 En su libro Contrahistoria del liberalismo, Domenico Losurdo insiste en que el proceso de ampliación
democrática disputada en Europa a lo largo del siglo XIX estuvo cargada de fulminantes obstáculos y
retrocesos. Al respecto, sostiene que pensadores como Tocqueville protestaron contra “la revolución ultra-
democrática que extendió el sufragio más allá de los límites conocidos”, e incitaron a suspender las libertades
constitucionales y ejercer el terror con tal de demoler al “partido demagógico” [es decir, a los socialistas]”
(Losurdo, 2005, págs. 322-323).
85
institución de la democracia representativa y por supuesto la disputa por el sufragio
universal. Si bien Marx veía en estas instituciones límites y restricciones insalvables
impuestas por la sociedad capitalista en la que se desenvolvían, no era dubitativo en
aseverar que la construcción de un nuevo poder social debía permitir el despliegue y la
potencialidad de aquellas.
Por tanto, en segundo lugar, es vital que insistamos en el deslinde entre la tradición
democrática y la tradición liberal (ligada al desarrollo del capitalismo), ya que solo de esa
manera será posible salvar este tipo de instituciones de su límite histórico, rescatando así
sus potencialidades emancipadoras.
Una de las pensadoras que más ha insistido en la importancia de concretar este deslinde, ha
sido la filósofa política Chantal Mouffe (1995). Frente a esto, la filósofa belga ha planteado
que uno de los grandes errores del pensamiento político ha sido el de identificar el proyecto
político de la modernidad con un vago concepto de liberalismo, en donde, además, se
incluyen tanto al capitalismo como a la democracia. Para la autora, la historia ha
demostrado que estas dos corrientes no están en una relación de implicancia ni
reciprocidad: “la modernidad política no es igual que el proceso modernizador desarrollado
por las relaciones sociales capitalistas” (1995, págs. 288-289); su falsa fusión, lo único que
conlleva es a alabar al capitalismo y a minar cualquier espacio de crítica transformadora de
la democracia.
Por ende, el deslinde entre la tradición democrática y la tradición liberal, debe conducir a
revitalizar y profundizar la tradición democrática en su máxima expresión. Reconociendo
que la democracia formal -de raigambre parlamentaria y representativa- debe trascender a
una democracia real: económica y social. Por consiguiente, esta trascendencia no solamente
presupone el mantenimiento de instituciones de carácter liberal que han significado una
conquista política de la humanidad, sino que también presuponen, utilizando una expresión
de raíz hegeliana, su aufheben, es decir, su conservación/superación/elevación21. De ahí que
21 “Usualmente el verbo aufheben se ha traducido al castellano como “asumir/asunción”, que significa a su
vez suprimir, conservar y elevar. Esa supresión implica pues, al punto, una “conservación” de tal
determinación, pero en un plano de integración superior; (…) y esa “conservación” implica también una
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consideremos acertada la posición de Laclau y Mouffe en cuanto a que: “la tarea de la
izquierda no puede consistir en renegar de la ideología liberal y democrática sino, al
contrario, consiste en profundizar en ella y expandirla en la dirección radicalizada y plural”
(2001, pág. 222).
Entonces, está claro que por más que juzguemos a la democracia formal como inacabada o
restringida, no da pie para enviarla a los anaqueles de la historia. Mucho menos, cuando se
reconoce que la propia tradición democrática no ha sido el constructo unilateral de una
clase social (la burguesía), sino el resultado de innumerables tensiones gestadas a lo largo
de la historia. O sea, así como la democracia formal puede ser apreciada como la forma de
Estado liberal-burgués más acabada y definida, debe también ser asumida como el producto
de un sinfín de confrontaciones sociales en los marcos de dicho Estado de clase.
Por lo que, si uno de los debates esenciales del Estado socialista es precisamente el de su
posición ante la forma de Estado democrática. La discusión que se debe poner sobre la
mesa, debe partir de la base de que: si un Estado socialista pretende ser históricamente un
Estado de transición al comunismo, es decir, a la autogestión directa de los productores
libremente asociados, dicho Estado requiere necesariamente de una forma de gobierno que
esté ligada consustancialmente con este fin político e histórico. Lo cual implica que, al ser
el comunismo un ideal de sociedad en donde los seres humanos participen activa y
autónomamente en la gestión de todas las esferas de su vida social, es evidente que la forma
socialista de gobierno debe necesariamente ser la democrática.
Si la dictadura burguesa [como llamaba Marx al Estado burgués] puede ejercerse en
diferentes formas políticas, incluso con la república democrática y la democracia política (…)
“elevación”, ya que algo es de más alto rango cuando está aunado con lo demás: se entrega a ello y a cambio
es reconocido como participe (…) El mejor ejemplo del uso del concepto “asunción” nos es dado por el
lenguaje religioso: hablamos de la elevación o Ascensión de Cristo al Cielo, porque ésta se hace en virtud de
la sola fuerza de su propia divinidad, y en cambio de la Asunción de María (que es elevada, no se eleva a sí
misma), porque ésta sube por su función relativa (ser Madre de Dios), por estar “integrada” en la “economía
de la salvación”, y no por su mera condición individual” (Duque, 1998, págs. 327-328). Pensamos que el
concepto de aufheben (“asumir/asunción”) debe aplicarse a la cuestión debatida, en el entendido de que para
que la democracia formal transcienda, o logre un desenvolvimiento “superior”, es imperioso que (en vista de
que no reviste un carácter autosuficiente), se ligue o se integre a otros elementos (tales como la democracia
directa “de base”, el proyecto emancipador socialista, entre otros), que le permitan su conservación
trascendida y elevada.
87
De ello se deduce que, en consecuencia, también la dictadura del proletariado, entendida
como orden socioeconómico, puede ejercitarse en diferentes formas políticas, sin excluir –
como punto de partida– la democracia política (Cerroni, 1977, pág. 78).
La relación entre socialismo y democracia es entonces una relación indisoluble. Y esto es
así por una sencilla razón: porque, por un lado, la democracia consecuente, radicalizada y
profunda, al no limitarse a la esfera política formal e impregnar todos los escenarios de la
vida social, conduce necesariamente al socialismo. Y el socialismo, a su vez, entendido
como la sociedad que pone la economía y el Estado bajo su control, y cultiva la
participación de sus miembros en todas las esferas de la vida social, es la democracia
radical. Por tanto, solo bajo un socialismo auténticamente democrático es que será posible
lograr la construcción de un Estado de clase verdaderamente transicional.
“La transición al comunismo se realiza, pues, mediante un proceso de constitución de los
sujetos colectivos productivos que crean una máquina de gestión de lo social orientada a su
liberación. El gobierno a través del cual debe realizarse el proceso de transición es un
gobierno de los sistemas de abajo, un proceso por lo tanto radicalmente democrático. Proceso
de un poder constituyente, de un poder que, asumiendo radicalmente desde abajo toda tensión
productiva, material e inmaterial, explicando su racionalidad y exasperando su potencia,
establece la configuración de un sistema dinámico, un poder constituido, nunca cerrado,
nunca limitado” (Negri & Guattari, 1999, pág. 163).
La hipótesis de Toni Negri que transcribimos con anterioridad, abarca en profundidad la
idea central de la transformación social en los marcos de un Estado socialista transicional.
En efecto, la idea de transición va aparejada a la idea de construir formas de gestión de lo
común que rebosen la forma estatal-monopolizada de dirigir la cosa pública. Sin olvidar,
por supuesto, que estas formas de lo común son impensables si la democracia radical no se
erige como eje rector de la forma de Estado. Una transformación del aparato de Estado
orientada hacia la extinción de sí mismo solo puede ser posible si se apoya en la
participación creciente de las masas populares; solo puede alcanzarse si la gente logra
desplegar sus iniciativas propias en el seno mismo del Estado.
Luego entonces, podríamos decir con toda convicción que: el socialismo, o será
democrático, o no será. Y esto es así porque solo en virtud de la formación de amplios y
cualificados espacios democráticos, será posible concretar dos horizontes políticos
ineludibles del Estado transicional. (1) El de socializar el ejercicio del poder político
88
monopolizado en la forma-Estado. Es decir, no será posible alterar la forma representativa-
burocratizada del Estado, si no se logra socializar el ejercicio del poder político a partir de
la irrupción de formas creativas e innovadoras de participación. Y (2) el de socializar la
economía. O sea: socializar los medios de producción y reproducción de lo real e idear
formas libres de asociatividad productiva que irrumpan en el desarrollo económico.
El Estado transicional debe aspirar entonces no sólo a defender las condiciones de vida y de
trabajo de las masas populares, sino también a desposeer a las clases dominantes del poder
económico (tanto a nivel de empresa como de Estado), y a organizar a la clase subalterna
para la dirección y el control, es decir, para el ejercicio del poder (Poulantzas, 1977, pág.
16). En síntesis, para el marxismo las relaciones entre Estado, poder político y economía
son inseparables: así como la expansión de la democracia política es un aspecto específico
de la lucha contra el capitalismo, solo la lucha contra el capitalismo podrá abrirnos las
compuertas históricas de auténticas formas autónomas y humanas de participación social.
Por ende, la pretensión socialista de fortalecer la participación popular en el Estado, tiene
una correlación directa con el problema de qué formas de participación democrática se
incentivan desde ese mismo Estado. Sobre este punto, Rosa Luxemburgo era clara en
argumentar que:
[la dictadura del proletariado] no consiste en la eliminación de la democracia, sino en la
forma de practicarla, esto es, en la intervención enérgica y decidida en los derechos
adquiridos y en las relaciones económicas de la sociedad burguesa, sin la cual no cabe
realizar la transformación socialista. Pero esta dictadura debe ser la obra de una clase y no la
de una pequeña minoría dirigente que actúa en nombre de la clase; es decir, debe avanzar
paso a paso partiendo de la participación activa de las masas; debe estar bajo su influencia
directa, sujeta al control de la actividad pública; debe surgir de la educación política creciente
de las masas populares (Luxemburgo, 2015, pág. 441).
Como lo hemos planteado, la irrupción democrática del Estado transicional, debe ser una
irrupción amplificadora y expansiva, una irrupción que logre articular las formas
democráticas que ha conquistado la humanidad con otras formas más amplias y avanzadas
de participación. No se trata de negar la democracia formal burguesa (de raigambre
representativa), sino más bien, articularla con el despliegue de formas de democracia
directa (de base) que susciten al autogobierno y a la autogestión. Por ello mismo, se hace
89
imperioso salir de la falsa dicotomía entre: o bien desplegar exclusivamente la democracia
representativa -delegativa-, propia de la estrategia socialdemócrata. O bien potencializar
exclusivamente la democracia directa -de base-, propia de la estrategia corporativista. Tanto
la una, como la otra, en su autosuficiencia, no permiten asumir el reto democrático-
transformador en su complejidad.
En ese sentido, Poulantzas (2005, págs. 313-314) es clarividente en señalar que el problema
esencial del socialismo democrático consiste en cómo emprender una transformación
radical del Estado articulando la ampliación y la profundización de las instituciones de la
democracia representativa y de las libertades civiles (muchas de ellas auténticas conquistas
populares) con el despliegue de las formas de democracia directa de base y de autogestión.
La democracia representativa y la participativa no son pues antípodas, ambas deben estar
articuladas en medio de un proyecto de transformación social que involucra también al
Estado mismo. En consecuencia, el bloque social subalterno “en el poder” debe forjar
mecanismos de conducción política que permitan modificar las relaciones de fuerza en el
Estado y, de esa manera, potencializar el proyecto democratizador en función de las masas
subalternas.
Para ello, como lo sostiene García Linera (2009, pág. 510), cobra absoluta relevancia que se
tomen una serie de medidas que permitan generar rupturas efectivas en medio de la
institucionalidad dominante. Entre estas podrían destacarse: a) la participación activa de las
organizaciones sociales y los movimientos sociales en la definición de las principales
políticas públicas del Estado, las cuales, por supuesto, deben ser la hoja de ruta de los
poderes públicos; b) es indispensable a su vez que los diversos sectores sociales se apropien
de los escenarios de democracia representativa y forjen representantes que sirvan de puente
entre los sectores sociales movilizados y los diferentes niveles de gestión institucional
(presidencia, ministerios, direcciones, Parlamento, Constituyente); c) finalmente, la tercera
medida que reviste suma importancia en este proceso democratizador-transformador, es lo
que podríamos denominar: la “desmonopolización” del poder político del Estado en manos
del creciente protagonismo de la sociedad civil. Con esto se busca hacer hincapié en la
90
importancia de promover que en la gestión de lo público exista espacio para incentivar la
autogestión, planificación y comunitarización de los bienes comunes.
Así pues, los términos de la discusión política sobre el Estado de transición no pueden
plantearse bajo las falsas dicotomías entre: dictadura/democracia, democracia-
directa/democracia-representativa, estatismo/no-estatismo, etc. Contrario sensu, la
democracia socialista ha de entenderse como democracia plena y radical, como democracia
en la totalidad de las esferas de la vida social. Por ello mismo, el quid del asunto no se
concentra en la eliminación de la representatividad y la implantación del asambleísmo
absoluto, por el contrario, el socialismo no niega las conquistas democráticas burguesas
sino que las supera, dándoles un contenido social más allá del límite que les impone su
carácter de clase.
El socialismo, así como no niega el principio de representatividad, tampoco le interesa
mantenerlo en su forma tradicional. Le interesa más bien desarrollarlo hasta conjugar
democracia representativa y democracia directa (Sánchez Vázquez, 1983, pág. 15). Solo
así, bajo esta forma democrática plena, es que las clases subalternas podrán hacer del
Estado un auténtico Estado de transición. Y lo harán en la medida de que, forjando una
sociedad democrática en lo político, en lo social, en lo cultural, en lo económico y en lo
ideológico, construyan una nueva forma de mediación social y de gestión de lo común: una
forma-Comunidad.
91
IV. De la forma-Estado a la forma-Comunidad
“El Estado no "se suprime", sino que se extingue”.
Friedrich Engels
Con el objeto de iniciar nuestro último apartado, es importante que recapitulemos ciertas
ideas que hemos venido desarrollando a lo largo del texto. Tal como se expuso en el
segundo capítulo, una de nuestras intenciones en la redacción del presente documento fue la
de hallar nuevos horizontes epistemológicos en el estudio del Estado desde el marxismo;
horizontes que nos permitieran rebosar la mirada instrumental y economicista a la que
había estado ligada cierta tradición marxista relativamente contemporánea. En ese sentido,
encontramos dos pilares esenciales que nos permitieron dar vuelta a esta nefasta realidad: la
propuesta del Estado ampliado de Gramsci y el concepto de comunidad ilusoria.
En relación a Gramsci, podríamos hasta este punto sintetizar tres aspectos elementales en su
contribución al estudio crítico de lo estatal: 1) la comprensión del Estado como una relación
social conflictiva; 2) la introducción del concepto de hegemonía y bloque histórico en la
comprensión de la lucha de clases y su incidencia en la constitución del Estado y 3) su
insistencia en ver en el Estado no solamente un aparato de coerción, sino también un
conjunto de instituciones educadoras del consenso –para lo cual, fue crucial que el pensador
italiano reconociera la relación existente entre Estado y sociedad civil–.
Por otro lado, el segundo pilar que destacamos en la comprensión crítica y heterodoxa del
Estado, fue el concepto marxiano de comunidad ilusoria. La gran lucidez del concepto de
comunidad ilusoria es que no solamente nos permite impugnar el instrumentalismo y
superar del todo el economicismo, sino que también permite hallar la paradoja del Estado y
la manera en que las relaciones de dominación se anidan en el mismo. En últimas, el Estado
es comunidad en el entendido de que necesariamente implica grados de socialidad, es decir,
el Estado en su apariencia de gestionar de forma común los bienes comunes, debe
necesariamente aplicar formas de gestión colectiva. No obstante, dicha forma de gestión
colectiva es a la vez una forma ilusoria, y lo es, porque, en última instancia, los bienes
comunes se gestionan de forma monopolizada y en beneficio de un conjunto específico de
92
grupos sociales; quienes, además, persiguen la producción y reproducción de una realidad
social, económica, cultural y simbólica dominante.
Ahora bien, una vez concluimos los alcances del concepto de comunidad ilusoria, fuimos
enfáticos en sostener que la premisa ético-intelectual y ético-política que acompañaba esa
conceptualización, se canalizaba en el clamor por construir una forma de comunidad social
transparente que rompiera con la ilusoriedad dominante en el Estado contemporáneo. Así
mismo, fuimos enfáticos en acotar que la superación del economicismo y el
instrumentalismo, además de permitirnos ampliar y complejizar la comprensión y el estudio
del Estado desde el marxismo, debía también impulsarnos a renovar la manera en que era
posible construir nuevas formas de mediación social, y el modo en que analizábamos el rol
del propio Estado en ese proceso transformador.
En ese hilo conductor, se introdujo el tercer capítulo, en el cual pretendimos realizar unos
breves aportes en la manera en que comprendíamos el “Estado de transición” hacia nuevas
formas de mediación social y humana. Grosso modo, las dos ideas que atravesaron el
apartado en su integridad fueron las siguientes: 1) que la garantía de transformación del
Estado y la consiguiente construcción de nuevas formas de mediación social, dependen
esencialmente de la formación de un nuevo bloque histórico de poder que altere la
correlación de fuerzas en el Estado e imprima un nuevo ideario de generalidad social; y 2)
que la construcción de una nueva forma de mediación social depende a su vez de la
transformación radical del Estado contemporáneo; lo cual debe ir absolutamente ligado al
fomento de un proceso profundamente democratizador de lo político, lo económico, lo
social, lo cultural y lo institucional.
Por lo tanto, a partir de las anteriores ideas, mencionamos de forma conclusiva que el
Estado “transicional” solo será transicional en la medida de que delimite nuevas relaciones
de lo común que, a partir de la consolidación de una comunidad radicalmente democrática,
vele por la construcción de una nueva forma de mediación social y de gestión de lo común.
A esto lo denominamos: forma-comunidad. ¿Qué es entonces la forma-comunidad? ¿Cómo
93
la entendemos en términos de su proyección histórica? A esto queremos dedicarle nuestros
últimos esfuerzos.
1) El debate sobre la extinción del Estado
Uno de los aspectos más problemáticos del marxismo ha girado en torno a la tensión latente
entre dos de sus elementos constitutivos, a saber: 1) su pretendido estatus de ciencia, y 2) su
proyecto utópico de emancipación. La sinergia entre lo uno y lo otro explica, por ejemplo,
por qué Marx evitó siempre realizar mayores referencias a la sociedad comunista, y por
qué, en general, emitir juicios de valor sobre proyecciones futuras que no tienen una
concreción definida, fue catalogado por el propio Marx como una empresa intelectual
bastante infructuosa.
En ese sentido, hablar de comunismo envuelve siempre una complejidad muy grande. Si el
marxismo requiere de lo científico para comprender certeramente la realidad, debe cerrar
paso a cualquier forma de especulación. Pero, si al mismo tiempo, el marxismo pretende ser
un proyecto político de emancipación, debe necesariamente labrar horizontes utópicos de
expectativa. En ese orden de ideas, bajo la relación entre la razón y la utopía, se han
decantado una serie de consensos sobre las características que deben signar a una sociedad
de lo común. Al respecto, Paul Sweezy (1973, pág. 1) afirmó que, sobre la base de un
análisis minucioso de la tradición marxista, las consignas centrales que han sido
enarboladas en la construcción de una sociedad comunista se han referido principalmente a:
i) la desaparición de las clases sociales; ii) la extinción del Estado; iii) la superación de las
mutilantes formas de división del trabajo; iv) la abolición de las distinciones entre la ciudad
y el campo y entre el trabajo manual e intelectual; v) la distribución de acuerdo a las
necesidades, entre otras.
Por lo tanto, a pesar de que reconozcamos que en la tradición marxista se ha buscado
definir características centrales de la sociedad comunista, para efectos de esta investigación,
profundizaremos exclusivamente en un aspecto crucial de ellas: la idea de la extinción del
Estado.
94
En líneas precedentes, expusimos que la tarea de proyectar horizontes utópicos envuelve
una complejidad muy grande; por lo que en el marxismo ha existido una tendencia a no
profundizar con demasía en aspectos que escapen a la praxis concreta de la humanidad. Es
decir, a partir del estudio del “movimiento de lo real” el marxismo ha podido definir ciertas
“tendencias” de transformación de la sociedad, las cuales, valga decirlo, no pretenden un
estatuto de “ley natural” o de “fatalidad futura”, sino más bien de posibilidad histórica. Por
ende, la discusión sobre la “extinción del Estado” en vez de envolver un conjunto de
elucubraciones futurológicas, debe referirse por el contrario a un conjunto de ideas que nos
permitan entender aspectos cruciales del proyecto de emancipación humana que el
marxismo propone dentro de su concepción teórica y política.
Siguiendo ese hilo conductor, es imperioso decir en primera instancia que la discusión
sobre la “extinción del Estado” debe partir de la base de una conceptualización del Estado
mismo. Pues, para hablar de la extinción del Estado, debemos también clarificar ¡qué es lo
que realmente queremos que se extinga!
Si hacemos una revisión de algunos de los textos de Marx, Engels y Lenin que se han traído
a colación, podemos encontrar que la idea de la extinción del Estado tiene una relación
directa con la idea del Estado en su sentido estricto (para usar la expresión de Gramsci): ya
que para estos autores el Estado se asocia primordialmente con el gobierno, el aparato
burocrático, y el aparato militar-coercitivo. En Marx, Engels y Lenin esta idea es
absolutamente central. Para ellos, el comunismo implicaba relaciones humanas
profundamente transformadas, relaciones libres y soberanas en donde se podía prescindir de
la violencia organizada y de la coerción de unos grupos sociales sobre otros. Por tanto, si la
sociedad erradicaba de la faz de la tierra todo atisbo de forma represiva (que hallaba un eje
de articulación central en el Estado) era pertinente hablar de la imprescindible extinción de
lo estatal (Bobbio, 1999, págs. 237-238).
No obstante, si continuamos en nuestra indagación, encontraremos que en los clásicos del
marxismo la extinción del Estado no solamente halla sustento en la superación de toda
95
forma de violencia organizada en el devenir de las relaciones sociales, sino que también se
ve desarrollada en la idea de las nuevas formas de organización social que deben emerger
en la sociedad comunista, a este respecto es bastante diciente la idea de Engels que se
reproduce a continuación:
El Estado era el representante oficial de toda la sociedad, su síntesis en un cuerpo
social visible; pero lo era solo como Estado de la clase que en su época representaba a
toda la sociedad [veamos que se vislumbra la idea de comunidad ilusoria]: en la
antigüedad era el Estado de los ciudadanos esclavistas; en la Edad Media, el de la
nobleza feudal; en nuestros tiempos es el de la burguesía. Cuando el Estado se
convierta finalmente en representante efectivo de toda la sociedad, será por sí mismo
superfluo (…) La intervención de la autoridad del Estado en las relaciones sociales se
hará superflua en un campo tras otro de la vida social y se adormecerá por sí misma.
En lugar del gobierno sobre personas aparece la administración de cosas y la
dirección de procesos de producción. El Estado no será “abolido”: se extinguirá
(Engels F. , 1975 , págs. 341-342).
Si bien ya adujimos que uno de los puntos nodales de la idea de la extinción del Estado
consiste en la superación de las formas de violencia institucional organizada en el devenir
de las formas de mediación social. En nuestra consideración, la anterior cita de Engels es
sumamente valiosa para comprender otros dos elementos indispensables en esta discusión.
El primer elemento, es sin lugar a dudas el de comprender el concepto de “extinción”. ¿Por
qué usar el concepto de extinción en vez de usar el de supresión, abolición o erradicación
(como propugna el anarquismo)? Y el segundo elemento clave, es la manera en que
podemos ligar el concepto de comunidad ilusoria con la idea de la extinción del Estado.
En cuanto al primer elemento, es importante sostener que Engels aduce la idea de la
extinción del Estado en medio de una premisa bastante diciente: “el Estado tendrá que ir
siendo superfluo”. Pero tendrá que serlo, “en la medida de que se convierta realmente en
representante de toda la sociedad”. En ese orden de ideas, acogemos como nuestra la idea
de que la extinción implica dos cosas: primero, un proceso transitorio o transicional: la
extinción no es una imposición, un factum, es un camino por recorrer (Guastini, 1984, págs.
30-31). Y segundo, creemos que la extinción del Estado implica la progresiva “ausencia”
96
de un referente de mediación social (la forma-Estado), de la mano del progresivo realce y
construcción de una nueva forma de mediación social humana (la forma-Comunidad).
Esto último nos permite conectarnos con la relación entre el concepto de forma comunidad
y la extinción del Estado, ya que, si para Engels la extinción del Estado presupone que éste
debe erigirse como representante auténtico y real de la sociedad, esto obsta para pensar que
detrás de la extinción del Estado se encuentra indefectiblemente la formación histórica de
una verdadera forma de comunidad democrática. Por lo cual, en la medida en que para el
marxismo, el Estado representa fundamentalmente una comunidad ilusoria, el horizonte
comunista no puede ser entonces el de fortalecer esta ilusoriedad. De forma inversa, el
horizonte debe estar fijado en la democratización creciente y la desmonopolización
absoluta de decisiones colectivas por las cuales pueda ser posible la construcción de
escenarios realmente comunitarios; es decir, espacios de auténtica gestión común de los
bienes comunes.
Por lo tanto, para poder continuar con la argumentación, proponemos que la idea de la
extinción del Estado en la tradición intelectual y política del marxismo se entienda, entre
otras cosas, como: a) la superación de toda forma de violencia institucional-organizada en
las relaciones humanas; b) la construcción de una comunidad plenamente democrática
compuesta por seres humanos autogobernados y libremente asociados, en donde la “libertad
de cada individuo se convierta en la premisa para la libertad de todos” (Korac, 1968, pág.
27) y c) la construcción de una comunidad de auténtica gestión común de los bienes
comunes que en sus banderas escriba la siguiente máxima de justicia distributiva: “de cada
quien según su capacidad, a cada quien según su necesidad” (Marx, 1976c, pág. 15).
2) Transgredir la ilusoriedad: desmonopolizar el poder del Estado
Cuando hicimos referencia a que el horizonte comunista debía velar por la construcción
progresiva y paulatina de nuevas formas de mediación social que superaran la ilusoriedad
contenida en el Estado contemporáneo, de entrada renunciamos a una de las estrategias
características del instrumentalismo y del economicismo: la idea de que “solo basta con
97
tumbar la máquina del Estado para alterar la realidad”. A diferencia de lo anterior, es
importante destacar que una de las ideas que hemos tratado de exponer con mayor
insistencia, consiste en que la única manera de construir nuevas formas de mediación
social, es transformando las existentes e impulsando novedosos espacios de agencia,
participación y gestión de lo social.
Entre las grandes paradojas del Estado que fuimos capaces de delimitar, se encontraba la
paradoja entre “los bienes comunes” y la gestión monopolizada de los mismos. Aclarando
que el monopolio de los bienes comunes no hacía referencia exclusiva al usufructo
particular que de ellos extraía un bloque social dominante en “el poder”, sino también, a la
manera excluyente y restringida por la cual, desde el Estado, estos bienes eran gestionados.
Así pues, esta deconstrucción debe ir encaminada hacia un doble objetivo: alterar la
correlación de fuerzas sociales condensadas en el Estado, y modificar la forma
monopolizada de gestionar los bienes comunes.
Por lo tanto, siguiendo los elementos anteriores, la extinción-superación del Estado debe
ubicarse en medio de la deconstrucción de la estatalidad misma, de sus instituciones, de sus
patrones simbólicos y de sus referentes materiales. Ante esto, consideramos que esta
deconstrucción debe pasar por los siguientes puntos de quiebre (de Sousa Santos, 2010,
págs. 100-101):
a) Es necesario comprender la importancia que juega la sociedad civil en este proceso
de transformación de lo estatal. En este punto, vale la pena traer nuevamente a
colación la idea gramsciana de hegemonía y bloque histórico para comprender la
necesidad de una nueva articulación de actores sociales que impulsen cambios
estructurales: “se requiere de la confluencia de muchos universos, culturas e ideas”.
b) De igual manera, otro de los puntos de quiebre en este proceso, es la comprensión
de la necesaria transformación de la estructura organizacional, institucional y
política del Estado. Para ello, no solamente se deben alterar las relaciones sociales,
culturales, políticas y económicas dominantes, sino que también se deben
desarrollar espacios de descentralización real de las decisiones de lo público.
98
c) Finalmente, el último elemento de quiebre se bifurca entre: el rescate de valores y
prácticas de nuestros pueblos que tengan como eje rector la solidaridad, la
cooperación y las perspectivas comunitarias; y el rescate de experiencias políticas
del pasado que hayan buscado la transformación de las relaciones estatales (por
ejemplo: la comuna de parís, la experiencia del Estado de los soviets, entre otros).
Ante estos puntos de quiebre existen una multiplicidad de aspectos en los cuales se debería
profundizar, sobre todo en lo que tiene que ver con la construcción de una nueva economía
alternativa a la capitalista. Sin embargo, como esto excedería nuestros objetivos, queremos
plantear que a pesar de la limitación anteriormente esbozada, consideramos que la relación
entre Estado y economía es consustancial, por lo que un cambio en la estructura
organizacional de aquel tendría profundas incidencias en lo que tiene que ver con esta
última; desde la producción, hasta la distribución y el consumo de los bienes y servicios.
Por su parte, el aspecto en el que sí podremos profundizar, aun cuando ya nos hemos
referido al mismo, es el que tiene que ver con la participación democrática de la sociedad
civil en el Estado. Desde autores como Boaventura de Sousa Santos (2010) o como el
mismo Álvaro García Linera (2011), esta problemática se ha dirimido a partir del enlace de
dos conceptos fundamentales: la “plurinacionalidad” y la “descentralización”.
Por un lado, a partir de la categoría de “plurinacionalidad”, se ha buscado insistir en la
importancia de que los procesos políticos transformadores re-contextualicen la sociedad
civil a partir del reconocimiento de subjetividades y comunidades anteriormente
marginadas de los escenarios de decisión política. Y, por el otro lado, bajo el concepto de
“descentralización” se ha buscado plantear la importancia de desmontar la excesiva
centralización y burocratización de la administración pública y su efecto retardador en las
operaciones concernientes al aparato público (de Sousa Santos, 2010, págs. 144-145). No
sin antes señalar que, de igual manera, se ha resaltado que la autonomía de ciertas
instancias sociales (territoriales, barriales, comunitarias, étnicas, productivas) es la única
garantía para que las demandas y exigencias que maduran en la sociedad civil se vinculen
exitosamente en la “dialéctica real de las instancias generales de mediación social”, las
99
cuales se agrupan primordialmente en la estructura orgánica del Estado (Ingrao, 1978, pág.
82).
Ahora, si bien reconocemos que los alcances de ambas conceptualizaciones son
transgresoras de la ilusoriedad dominante en el Estado, pensamos que de acuerdo a los
objetivos de transformación social e institucional defendidos por el propio de Sousa Santos,
el concepto de “descentralización” debería sustituirse por el concepto de
“desmonopolización”. Esto por una razón fundamental. Porque si bien la
“descentralización” busca que el Estado ceda poderes centrales a instancias no-
centralizadas, ello no necesariamente implica que el ejercicio de poder se ejerza de forma
democrática. La mejor manera de ejemplificar lo anteriormente argumentado, es poniendo
de presente que, tal como el propio Boaventura de Sousa lo enuncia, incluso los defensores
del Estado-empresario velan por la descentralización de poderes estatales pero siguiendo
mecanismos de mercado (2006, págs. 92-93). Es decir, se persigue la descentralización pero
para que otras instancias vuelvan a monopolizar la capacidad de gestión y usufructo de los
bienes comunes. En últimas, la ilusoriedad perdura, mas no se supera.
Por lo tanto, si acogemos la noción de desmonopolización, en nuestra consideración
seríamos más precisos y certeros al enarbolar los siguientes principios: a) la necesidad de
reconocer y potenciar sujetos sociales dispuestos a incidir en la gestión colectiva de los
bienes comunes, y b) la necesidad de que el Estado ceda funciones específicas y
determinadas de gestión a esos sujetos sociales22 (Caruso Azcárate, 2015, pág. 108). En
síntesis, para nosotros la tarea central de un Estado de transición (o transicional) debe ser la
desmonopolización, ya que solo a partir de esta será posible crear nuevos referentes de
mediación social más allá de la forma-Estado. Referentes que tengan como eje central la
gestión y el usufructo común de los bienes comunes.
22 En aras de abordar con mayor profundidad lo anterior, sería crucial estudiar en profundidad dos textos:
Democracia y Participación. El ejemplo del Presupuesto Participativo de Boaventura de Sousa Santos. Y el
texto de Marta Harnecker y José Bartolomé Planificando desde abajo. Una propuesta de planificación
participativa descentralizada.
100
De igual manera, cabe señalar que la transformación del Estado y su desmonopolización
atraviesan dos escenarios complejos: lo institucional-estatal y lo extra-institucional-estatal.
En cuanto a lo institucional, dicha transformación debe velar por alterar ciertas estructuras
orgánicas que refuerzan la burocratización y concentración privilegiada de poder decisorio.
Ante esto, y recogiendo piezas concretas del marxismo clásico, Ernest Mandel (1976)
propuso que un auténtico Estado transicional debía cambiar profundamente las lógicas de
ejercicio del poder político en el Estado; ante ello, delimitó tres condiciones inherentes a lo
transicional:
1) Imbricación entre los espacios deliberativos y los espacios ejecutivos. Más allá del
debate sobre la división de los poderes públicos, el pensador germano-belga hace
énfasis en la crítica a la excesiva concentración del poder político en el Ejecutivo. A
partir de dicha realidad institucional, argumenta que un Estado transicional no
puede reproducir esa brecha abismal entre el ejecutivo y el legislativo. No basta con
reemplazar una asamblea deliberante por otra, dice Mandel, es necesario que los
espacios deliberantes tengan un poder ejecutivo real a su disposición (Mandel,
1976, pág. 51).
2) Elegibilidad y revocabilidad popular de los cargos públicos. Si bien esto puede
causar extrañeza en los países que han seguido la tradición napoleónica, recuerda el
autor que en algunas democracias específicamente burguesas, como la de USA,
Suiza, Canadá o Australia, por ejemplo, se han conservado el carácter electivo de un
cierto número de funcionarios públicos. De igual manera, agrega que es importante
que la elección se acompañe del derecho de revocabilidad de los funcionarios que
no cumplen sus obligaciones para con la sociedad (Mandel, 1976, págs. 51-52).
3) Los salarios no deben ser excesivamente altos. Ante esto, Mandel es enfático en
recalcar la idea de que ningún funcionario, ningún miembro de los cuerpos
ejecutivo y legislativo y ningún individuo que ejerza un poder del Estado en
general, debe recibir un salario más alto del que recibe un trabajador especializado.
Todo ello, porque el Estado de transición debe estar conformado por personas que
101
no se vean en situación de privilegio respecto a la masa de la sociedad (1976, págs.
52-53).
Sumado a lo anterior, es vital señalar que, tal como lo mencionamos en el segundo capítulo,
desde lo institucional debe impulsarse un profundo proceso democratizador. En relación
con esto, debemos ser enfáticos en que la participación ciudadana no debe confundirse con
participación electoral o plebiscitaria. Por el contrario, participación debe implicar
incidencia real y efectiva en los procesos de producción y reproducción de la vida real; la
participación debe acompañar la vida cotidiana. Para ello, es importante explorar nuevas
vías de acceso al debate público, en esto los medios de comunicación juegan un papel
fundamental. Profundizar la democracia en el socialismo pasa necesariamente por la
apropiación de la técnica comunicativa en medio de una inminente transformación de lo
estatal (Echeverría, 2011, pág. 113).
Por otro lado, deben incluirse una serie de reconocimientos a la participación democrática,
para ello, es crucial dar paso a: i) diferentes formas de deliberación democrática; ii)
diferentes criterios de representación democrática (cuantitativos y cualitativos) en los
espacios institucionales de debate público; iii) variadas formas de participación democrática
comunitaria; iv) el reconocimiento de Derechos Colectivos de los pueblos; v) el
reconocimiento de nuevos Derechos Fundamentales tales como: agua, tierra, soberanía
alimentaria, recursos naturales, biodiversidad, saberes tradicionales (de Sousa Santos, 2010,
pág. 146).
Así mismo, a la vez que se impulsan cambios en el orden de lo institucional-estatal, es
importante impulsar espacios comunitarios y colectivos de la sociedad civil no
necesariamente circunscriptos a las redes organizativas de dicho orden estatal. Para ello, es
imprescindible que desde el Estado de transición se dé vía libre a los procesos de
autogestión y autogobierno.
102
3) Forma-Comunidad: autogobierno, autogestión y democracia plena.
Tal como lo sostiene Michael Hardt (2010, pág. 129), es recurrente que a la hora de
abordar el tema del Estado desde el marxismo, se restringa la discusión al binomio:
privatización-estatización. Sobre la base de tal marco referencial, los males de la
estatización solo pueden ser subsanados bajo la privatización, al mismo tiempo que los
males del capital, solo pueden ser contrarrestados bajo la estatización. A lo largo de nuestra
exposición, hemos buscado exponer con amplitud que el marxismo no debe reproducir una
lógica estatista. Por el contrario, la apuesta central del marxismo debe estar centrada en la
búsqueda insistente de lo comunitario y de lo democrático, “tenemos que explorar otra
posibilidad: ni la propiedad privada del capitalismo ni la propiedad pública del estatismo,
sino lo común en el comunismo” (Hardt, 2010, pág. 129).
Sin embargo, como lo vimos anteriormente, esta búsqueda de lo común no puede cumplirse
al margen de lo estatal, ya que estos procesos de transformación social también se deben
impulsar desde este último. Desde el Estado se debe potenciar e impulsar lo comunitario
político –autogobierno- y lo comunitario colectivo –autogestión- en las comunidades, en los
barrios, en los territorios, en las empresas, y en los demás espacios de desenvolvimiento
social (García Linera, 2010). En cuanto a esto, hay que ser insistentes en que la vitalidad y
la fuerza de lo comunitario, bien como deliberación sobre los asuntos públicos, y bien como
administración y gestión de bienes comunes, es lo único que nos garantiza realmente la
construcción transicional de un Estado en medio de un horizonte plenamente democrático.
Sobre este particular, valdría la pena volver nuevamente a Gramsci y retomar una de sus
ideas centrales con respecto a la susceptible extinción del Estado en la historia. Para el
autor italiano, la extinción podía ser posible siempre y cuando el Estado fuera
despareciendo de la mano de la paulatina afirmación de la “sociedad regulada” o sociedad
civil. En efecto, éste verá justamente en el Estado ampliado, pleno, la condición de su
desaparición, de su extinción, la condición de la absorción de la sociedad política en la
sociedad civil, la condición de una sociedad sin clases o sociedad regulada. Para Gramsci,
el fin del Estado de transición debía ser su propio Fin (Buci-Glucksmann, 1979, pág. 321).
103
Ahora, ese fortalecimiento de la “sociedad civil” no solamente se garantiza bajo el hecho de
que el Estado de transición realce las perspectivas comunitarias, cooperativas y asociativas,
también, y al mismo tiempo, debe reforzar la autonomía comunitaria a partir del incentivo a
la formación en tecnología, conocimientos científicos y conocimientos técnicos de gestión.
Sin embargo, en relación con esto, ha existido un debate en torno a una serie de
“contradicciones” que, al obstaculizar los procesos de desmonopolización del poder en el
Estado, ponen en tela de juicio la idea marxista clásica de la extinción del Estado en la
historia. Estas “contradicciones” pueden ser sintetizadas de la siguiente manera (Guiducci,
1977, págs. 91-92):
a) Es claro que en un proceso de autogestión y de autogobierno la exigencia de
democracia es siempre creciente. No obstante, esta necesaria democratización se
presenta en condiciones cada vez más desfavorables, toda vez que el mundo
moderno tiene organizaciones cada vez más grandes y distantes (pág. 91).
b) Por otro lado, al aumentar la democracia, se deben aumentar los organismos al
servicio de los ciudadanos. Sin embargo, con esto, se aumenta la burocracia que, en
vez de estar a su servicio, les oprime (pág. 92).
c) De igual manera, en la medida de que los problemas se vuelven cada vez más
difíciles y complejos, la especialización se hace cada vez más necesaria y la
tecnocracia antidemocrática pasa a ser dominante (pág. 92). Esta idea puede
conectarse perfectamente con el argumento según el cual nuestra sociedad se
desenvuelve actualmente a partir de canales eminentemente pos-políticos, o sea,
puramente técnico-instrumentales.
d) Finalmente, la última paradoja que se podría señalar consiste en que al ser los
problemas de la sociedad cada vez más difíciles, se requieren en consecuencia
mayores competencias para solventarlos. Pero, según se piensa, en la medida de que
la participación va siempre en detrimento de la competencia: a mayor democracia
mayor ineficiencia (pág. 92).
Ante estos señalamientos podrían plantearse las siguientes cuestiones:
104
En cuanto a la primera contradicción, habría que recordar una idea que ha sido sistemática
en esta investigación: que el proceso democratizador no se reduce a la democracia
asamblearia. Así mismo, vale la pena señalar que la extinción del Estado no supone la
abolición de todo referente de organización social, ni de toda instancia de mediación social.
Por tanto, si bien existe una tendencia al crecimiento demográfico y a la amplitud de las
organizaciones sociales, ello no implica que el proceso de democratización se sumerja en
una inevitable desventaja. Es pertinente relacionar múltiples formas de participación que
permitan una armónica relación entre lo general y lo particular23.
Con respecto a la segunda contradicción, podría resumirse su contenido a partir de la
siguiente pregunta: ¿acaso todo proceso de democratización reputa al mismo tiempo un
paralelo proceso de burocratización? En nuestra consideración, plantear una conclusión de
esa estirpe obnubila el hecho de que es precisamente la falta de un proceso de
democratización real el que permite la irrupción de estructuras sociales burocráticas. No
compartimos la idea de que se debe frenar el proceso de democratización en búsqueda de
un menor despliegue burocrático. ¡Al contrario, hay que insistir en la democracia plena
para acabar con la praxis política burocratizada!
Por su parte, frente a la tercera contradicción, nos parece relevante traer a colación las ideas
del marxista italiano Achile Occhetto (1977, pág. 131) en relación al interrogante sobre si
es posible exigir mayores canales participativos, democráticos y comunitarios en medio de
una sociedad cada vez más especializada y tecnificada. Sobre la base de sus ideas,
podríamos proponer tres aclaraciones metodológicas pertinentes:
i) Para impugnar la aparente contradicción entre la tecnificación (especialización) y la
democracia, el autor italiano reproduce un aforismo bastante lúcido: en el Ágora
23 Sobre este punto en específico, nos gustaría decir que la noción de autogobierno no puede asemejarse a la
noción de “asambleísmo”; por el contrario, y como lo propone Giorgio Ruffolo (1977, pág. 237) ,
autogobierno debe leerse en clave de un equilibrio, a posteriori, entre la información pasiva y la activa; en el
sentido de que todo momento decisorio es reconducible a una voluntad colectiva (retroacción social), en un
circuito que se desarrolla en tres momentos clásicos del proceso de decisión: finalidad, acción y control (esto
último tiene plena relación con la idea de la planificación).
105
“todo” el pueblo decidía sobre la paz y la guerra, pero no sobre la técnica de la
batalla (Occheto, 1977, pág. 132). Ante esto, podemos extraer una apreciación
central. Es claro que el horizonte comunista no implica la erradicación de cualquier
forma de mediación social organizativa, sino más bien, la construcción de formas de
mediación social auténticamente transparentes y generales. Ante ello, el quid de la
democratización se concentra en la socialización de la dirección política y
económica de la sociedad; volvamos al aforismo: en el Ágora no todo el mundo
decidía sobre la técnica de la batalla, pero “todos” eran llamados a decidir sobre la
paz y la guerra.
ii) Por otro lado, Occhetto sostiene que en un proceso transicional no es posible
conservar una percepción estática de las posibilidades del ser humano. En concreto,
la solución a la aparente contradicción entre la tecnificación y la participación, se
encuentra al mismo tiempo en el “desarrollo de las competencias plurilaterales del
ser humano (…) es necesaria una amplia socialización de los conocimientos tenidos
hasta ahora como instrumentos de dominio, con el fin de poner la técnica, la
información, el sistema educativo, y toda la organización de la sociedad al servicio
de este objetivo” (1977, pág. 132).
iii) Esto último se acompasa con una de las inquietudes más penetrantes de Gramsci:
“¿Se quiere que haya siempre gobernantes y gobernados o bien se quieren crear las
condiciones para que desaparezca la necesidad de la existencia de esta división?”
(1999, pág. 175). En cuanto a esto, hay que ser incisivos en que para el marxismo el
Estado de transición debe dar un vuelco a la concepción social y política del
“individuo experto”. Como lo menciona Roberto Giudicci (1977, pág. 94), no es
una fatalidad que “los expertos” se conviertan en “tecnócratas”. El meollo del
asunto está en que “los expertos” cambien democráticamente el “destinatario”, o
sea, que los economistas, los sociólogos, los juristas, los urbanistas, los arquitectos,
los planificadores, etc., en vez de lanzarse a una competencia insensata para
convertirse en los “primeros y pocos servidores” del poder centralista, se
distribuyan “al servicio” de los numerosísimos centros descentralizados.
106
Finalmente, con respecto a la última contradicción esbozada, estamos plenamente seguros
de que: si una sociedad logra desplegar las potencialidades humanas y la construcción de
una organización social transparente que cree canales participativos y potencie los lazos
comunitarios, dicha sociedad logrará confrontar y dar solución a los problemas sociales que
tienen cabida en el diario vivir de la humanidad.
Así pues, sobre la base de todo lo anterior, urge señalar que en este capítulo solamente
quisimos delimitar unas líneas de aproximación que nos ayudaran a entender el horizonte
de la extinción del Estado en los marcos de un Estado transicional. Por tanto, cabe
mencionar que la gran síntesis que podemos extraer, es que la extinción del Estado no
implica la erradicación fulminante de cualquier forma de mediación social. Por el
contrario, lo que este paradigma pretende, es que la praxis humana se encause hacia la
creación de una nueva forma de mediación y síntesis social que tenga como epicentro un
referente auténticamente comunitario.
Por lo tanto, si al inicio del texto iniciamos hablando sobre la noción de Estado como
comunidad ilusoria, en este punto quisimos acercarnos a lo que entendíamos por la forma-
Comunidad, es decir, por la forma de mediación social que supera la ilusoriedad y refuerza
el referente de lo común. Lo que nos lleva a concluir que el socialismo, como proceso
histórico de transición, debe entenderse como menos gobierno en el Estado monopolizador
y más autogobierno en la sociedad civil; como autonomía global; como rescate del sujeto:
de su capacidad de decidir las figuras deseadas de su propia socialidad, y, con ello, los
modos específicos de concreción de su propia vida. Y esto, lo mismo en el ámbito de la
economía que de la vida cotidiana, en la esfera cultural y en sus relaciones de género, en
sus relaciones políticas, en su arte, su educación y sus relaciones sociales en general
(Aguirre Rojas, 2008, pág. 23). El socialismo implica entonces la tarea histórica de
construir un nuevo horizonte humano de mediación social: una forma-comunidad.
107
V. Conclusiones
Al iniciar este estudio, nuestro objetivo principal fue el de posicionar nuevamente al
marxismo como una teoría crítica de análisis e interpretación de la realidad. Quisimos
demostrar su vigencia y su vigorosidad aproximándonos al estudio de una de las realidades
humanas más importantes: el Estado.
Para tales fines, nos propusimos dar respuesta a tres interrogantes base: ¿cómo es posible
repensar el estudio del Estado desde el marxismo más allá de las conceptualizaciones que
tradicionalmente se han difundido en el medio marxista? ¿De qué manera el marxismo ha
insertado al Estado en su proyección política transformadora? ¿Cómo se puede leer
actualmente la premisa marxiana sobre la “extinción del Estado”?
Una vez hemos culminado la totalidad de la exposición, creemos que estos interrogantes
han sido resueltos a cabalidad. Por tanto, para desarrollar nuestras conclusiones nos
referiremos sucintamente a los puntos más neurálgicos de cada respuesta; todo ello en aras
de evitar reiteraciones innecesarias, pero con el objeto de recordar los aspectos más
relevantes de la monografía.
En primer lugar, es importante resaltar que en el texto se lograron superar los marcos
referenciales con los cuales tradicionalmente se había venido estudiando el Estado desde el
marxismo, a saber: el instrumentalismo y el economicismo. Para lograrlo, nos remitimos a
Gramsci y resaltamos de éste dos aportes fundamentales: a) su concepción del Estado
ampliado, y b) su entendimiento de la política a partir de las prácticas hegemónicas de los
grupos sociales.
Una vez rescatada esta perspectiva relacional del Estado, nos dispusimos a ahondar en el
concepto marxiano de comunidad ilusoria. En nuestra consideración, el concepto de
comunidad ilusoria nos permitió acompasar tanto los aportes críticos de Marx en el estudio
del Estado, como los aportes posteriores en esa temática, tanto los de Gramsci, como los de
108
otros marxistas del siglo XX y XXI. Sucintamente, los alcances que le atribuimos al
concepto respondieron a tres aspectos centrales: a) el de entender que el Estado es
primordialmente una condensación material de relaciones de fuerza; b) que el Estado
implica una forma de socialidad, de creación de bienes comunes, de referentes ideales y de
aparatos institucionales y c) que la gestión de estos elementos se realiza de forma
monopolizada, es decir, por grupos sociales específicos a partir de una síntesis jerarquizada
de las relaciones sociales que cohabitan en el Estado.
Por ende, a partir de lo anterior, pudimos caracterizar cuatro dimensiones del Estado. El
Estado es: i) condensación material de relaciones de fuerza; ii) idea: patrones simbólicos e
ideales; iii) materia: aparatos institucionales y bienes comunes; iv) monopolio de gestión:
de gestión de recursos públicos, de legitimidad (seguridad jurídica) y de la fuerza. Si bien
estas dimensiones se esquematizaron para lograr una mejor exposición, vale la pena
precisar que estas se presentan en un todo indisoluble. No es posible lograr una conducción
y gestión monopólica de los recursos, si al mismo tiempo no existe una correlación de
fuerzas determinada en función de un proyecto social dominante; pero a la vez no pueden
existir formas de monopolización de recursos, si el Estado al mismo tiempo no ha creado
referentes y bienes comunes.
Por todo lo anterior, dijimos que: si bien el Estado es una forma de mediación social, no es
una forma de mediación totalmente transparente, sino que sus patrones comunes se ven
afectados por procesos de monopolización, jerarquía y usufructo particular. Ahora bien,
ello es posible, no bajo un procedimiento de coerción y destrucción de todo referente
comunitario, sino por el contrario, bajo constantes procesos de construcción de hegemonía.
Así pues, concluimos ese argumento con la idea de que el marxismo debía no solo
conceptualizar el Estado a partir de dichas realidades contradictorias, sino también insertar
su estudio bajo la intensión de construir una forma de mediación social auténticamente
comunitaria. En ese punto, quisimos conectarnos con nuestro segundo interrogante: ¿de qué
manera el marxismo ha insertado al Estado en su proyección política transformadora?
109
Sobre ese aspecto, planteamos dos cuestiones base. En primera instancia, sostuvimos que
el marxismo debía entender al Estado como un campo estratégico de transformación social.
Ello, básicamente, porque el Estado, aun cuando es una comunidad ilusoria, al mismo
tiempo es constructor de realidades comunes y gestor de un “capital estatal” indispensable
para catalizar cualquier proceso transformador. No es posible construir un nuevo bloque
histórico, si no se accede a los patrones de creación simbólica y a los recursos comunes de
la sociedad gestionados desde la esfera estatal.
En ese contexto, sostuvimos que la estrategia debía ser la de utilizar el Estado para
democratizar la vida social y para, fundamentalmente, democratizar al Estado mismo, es
decir, tanto su “capital social estatal”, como sus escenarios de decisión y gestión sobre lo
común y sobre lo público. Sobre esto, resaltamos la necesidad de incidir en tres nudos de
transformación desde el Estado. Desde los nudos principales –Gobierno, Parlamento,
Medios de Comunicación-, hasta los estructurales –apropiación de los medios de
producción y reproducción de lo real-.
Al mismo tiempo, con el objeto de profundizar en lo anterior, nos fue necesario incluir otra
discusión, la discusión sobre el socialismo y la forma-democrática. Ante ello, el más
importante aporte fue el de aducir que no podía pensarse el socialismo al margen de la
forma-democrática, o sea, al margen del despliegue de todas las formas de participación
democrática en el Estado y en la sociedad en general.
Finalmente, la última apreciación teórica que quisimos poner de presente, consistió en
abordar lo que “ambiciosamente” denominamos como la forma-Comunidad. Antes que
nada, no sobra reiterar una vez más que este concepto pretende dar cuenta de la necesidad
de consolidar una comunidad radicalmente democrática que vele por la construcción de
una nueva forma de mediación social y de gestión de lo común. Este aspecto estratégico fue
un eje central para comprender dos cosas: 1) la manera en que se debía asumir la propuesta
de la “extinción del Estado” y 2) la manera en que el marxismo se pensaba una nueva
institucionalidad social y humana.
En cuanto a lo primero, lo más rescatable del texto es que propone entender la “extinción
del Estado”, no como la supresión de todo referente comunitario ni incluso social-
110
institucional, sino más bien como la manera de definir un horizonte social en donde: a) se
superen todas las formas de violencia institucional-organizada en las relaciones humanas;
b) se construya una comunidad plenamente democrática en donde la “libertad de cada
individuo se convierta en la premisa para la libertad de todos”; y c) se construya una
comunidad de auténtica gestión común de los bienes comunes cuyo criterio de igualdad sea
comprendido bajo la máxima: “de cada quien según su capacidad, a cada quien según su
necesidad”.
Por último, en torno a la segunda idea esbozada más arriba, lo que se buscó sostener en el
texto es que la forma-Comunidad debía implicar una forma de institucionalidad social que
se erigiera sobre la base de desmonopolizar el poder del Estado en la sociedad civil, y sobre
la base de favorecer el autogobierno y la autogestión a partir del despliegue de la
democracia plena. En esto fuimos incisivos: no puede existir la forma-Comunidad sin el
despliegue de las capacidades humanas y sin la garantía de que los bienes comunes serán
gestionados y usufructuados por la comunidad democrática.
Así pues, al llegar al final de esta monografía, es importante decir que quedan temas que
deben ser profundizados en investigaciones venideras. En un futuro proyecto de
investigación, por ejemplo, podría profundizarse más sobre la organización institucional y
la vida orgánica del Estado transicional y de la forma-Comunidad; sobre la autogestión, el
autogobierno y la planificación; y, por supuesto, sobre la relación indisoluble entre la
economía y las relaciones institucionales.
Ahora, si bien reconocemos las anteriores limitaciones, pensamos que en el desarrollo del
texto se pudieron hallar aproximaciones bastante útiles en el estudio del Estado desde el
marxismo; por lo que, en cuanto a esto, creemos haber cumplido con nuestras expectativas.
Por lo pronto, y para terminar con este escrito, estimamos importante volver a traer a
colación el objetivo con el que iniciamos este proceso. Creemos firmemente en que el
marxismo tiene mucho que aportarnos para este siglo XXI, y creemos a su vez, que el
estudio del Estado no puede prescindir de la óptica marxista y de sus proposiciones
111
intelectuales y políticas más importantes. Y no puede prescindir de ellas por una sencilla
razón, porque el marxismo permite estudiar el Estado a partir de sus contradicciones, de su
ilusoriedad y de sus paradojas.
Sin embargo, esa meta crítica debe efectuarse siempre bajo la convicción de cambiar dicha
realidad. En otras palabras, sin esa convicción no hay razón para conectar la potencialidad
crítica del marxismo con el estudio del Estado. El escudriñamiento intelectual debe ponerse
en función de defender lo no ilusorio: la forma-Comunidad y su potencialidad
emancipadora.
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