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Museo Thyssen-Bornemisza Área de Investigación y Extensión Educativa La representación de la luz en la pintura del Museo Thyssen-Bornemisza

De la luz metafísica a la plástica

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Milagros, historias sagradas, personajes divinos y retratos son las temáticas de este itinerario que arranca en el primer Renacimiento y finaliza en los primeros años del siglo XVI.

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EDUCATHYSSEN│LA REPRESENTACIÓN DE LA LUZ EN LA PINTURA DEL MUSEO THYSSEN-BORNEMISZA

M u s e o T h y s s e n - B o r n e m i s z a Área de Investigación y Extensión Educativa

La representación de la luz

en la pintura del Museo T h y s s e n - B o r n e m i s z a

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La representación de la luz en la pintura del Museo Thyssen-Bornemisza

TextosDiana AngosoCarmen BernárdezBeatriz FernándezÁngel Llorente

CoordinaciónÁrea de Investigación y Extensión Educativa

Museo Thyssen-BornemiszaPaseo del Prado, 828014, MadridEspaña

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De la luz metafísica a la plástica

C1. Benedetto Bonfigli. La Anunciación. Pág. 6.

C2. Maestro de la Virgo inter Virgines. La Crucifixión. Pág. 13.

C3. Joachim Patinir. Paisaje con el descanso en la huida a Egipto. Pág. 21.

C4. Domenico Ghirlandaio. Retrato de Giovanna Tornabuoni. Pág. 27.

C5. Hans Memling. Retrato de un hombre joven orante (anverso), Florero (reverso). Pág. 36.

C6. Domenico Beccafumi. La Virgen y el Niño con san Juanito y san Jerónimo. Pág. 43.

Itinerario I

Capítulos

EDUCATHYSSEN│LA REPRESENTACIÓN DE LA LUZ EN LA PINTURA DEL MUSEO THYSSEN-BORNEMISZA

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Benedetto Bonfigli. La Anunciación, c. 1455. Madrid, Museo Thyssen-Bornemisza / The Annunciation

De la luz metafísica a la plástica

Milagros, historias sagradas, personajes divinos y retratos son las temáticas de este iti-nerario que arranca en el primer Renacimiento y finaliza en los primeros años del siglo XVI. Las concepciones metafísicas de la luz basadas en el misticismo medieval siguen vigentes en la obra de Benedetto Bonfigli, el primer artista del recorrido. En La Anunciación la Gracia divina se materializa a través del oro, metal mágico y eternamente brillante que ilumina a los per-sonajes sagrados y al cielo celes-tial. El Maestro de la Virgo inter Virgines convierte la luz pintada en el elemento narrativo que guía la lectura de los episodios de la pasión de Cristo, que culmina en La Crucifixión, tema central de la tabla. El pintor neerlandés se mantiene atento al mundo de las apariencias recreándose en las luces reflejadas, brillos y detalles centelleantes de los objetos re-presentados. La siguiente obra es un óleo sobre tabla pintada por

ambos lados de la mano de Hans Memling. El anverso muestra el Retrato de hombre orando, con una iluminación suave y difusa que unifica el espacio. Aunque se trata del retrato de un donante, todavía apegado a la temática religiosa, el pintor renano mues-tra una concepción de la luz que atiende a los fenómenos ópticos y empíricos. En Florero (reverso), la naturaleza muerta contiene una simbología cristiana, pero las delicadas gradaciones to-nales y la plasmación de sombras proyectadas, son testigo de una nueva manera de observar los objetos. La siguiente obra es Retrato de Giovanna Tornabuoni, reflejo de la aristocracia floren-tina durante el Renacimiento. Ghirlandaio domina el trata-miento de la luz plástica, que permite modelar las formas sólidas atendiendo a la luz y a las sombras según los dictados del tratadista Alberti. Además de la creación de volúmenes, el pintor florentino recrea con gran

exquisitez las joyas de la joven, metáforas visuales de la luz. La Virgen y el Niño con san Juanito y san Jerónimo, del manierista Domenico Beccafumi, intro-duce un tratamiento lumínico que combina delicadeza, expre-sividad e intención poética. Los personajes están suavemente velados gracias a la técnica del sfumato, que aporta una ilumi-nación moderada sin aplanar las formas. De nuevo encontramos un signo místico en la jerar-quización de luz que iluminan principalmente a la Virgen y al Niño. Por último Joachim Pati- nir, en el Paisaje con descanso en la huida a Egipto, la luz se esta-blece como medio principal para crear el espacio, un espacio vasto y profundo. La luz del ocaso es la elegida por el pintor para crear profundos contrastes entre zonas oscuras y zonas iluminadas, incidiendo en la naturaleza como protagonista absoluto del lienzo.

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Benedetto Bonfigli. La Anunciación, c. 1455. Madrid, Museo Thyssen-Bornemisza / The Annunciation

Esta pequeña tabla de formato vertical presenta una esce-na religiosa tradicional: la Anunciación a la Virgen María. Fue pintada a mediados del siglo XV por Benedetto Bon-figli (c. 1420-1496), pintor italiano de la región de Umbría que combina elementos tardo góticos con otros aspectos propios del primer Renacimiento. En torno a la fecha de nacimiento de Bonfigli, en los años veinte del siglo XV, surge una generación de artistas en Florencia que impul-sarán el fenómeno artístico que conocemos como Proto-Renacimiento, así llamado por preceder al Renacimiento clásico. Brunelleschi, Donatello y Masaccio renovarán la arquitectura, la escultura y la pintura inaugurando una vuelta a las fuentes clásicas de la Antigüedad.

Benedetto Bonfigli. La Anunciación, c. 1455. Madrid, Museo Thyssen-Bornemisza / The Annunciation

Capítulo ID e la luz met af í s i ca a l a p lás t i ca

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En Umbría, región cercana a la Toscana, el nuevo hu-manismo llega de la mano de Fra Angelico y Domenico Veneziano y es a través del contacto con sus obras como Benedetto Bonfigli se aproxima al Renacimiento toscano. En esta época de transición, a caballo entre dos mundos, Bonfigli es un ejemplo de cómo se entremezclan elemen-tos contradictorios como lo ingenuo y lo decorativo, lo rudo y lo amable, lo gótico y lo renacentista.

Siguiendo la iconografía convencional, el arcángel Gabriel se presenta de rodillas ante María, portando unos lirios en una mano mientras que alza la otra en señal de bendición. Pronuncia las palabras: “AVE MARIA GRATIA PL…” (Ave María llena eres de gracia), pero no lleva una filacte-ria, como era habitual en los modelos góticos. En su lugar, las palabras están escritas en letras doradas y ocupan el espacio entre María y el arcángel. Estas figuras muestran una solidez desconocida en otras obras de Bonfigli, resul-tado de una interpretación más decorativa de los modelos rigurosos de Fra Angelico. No todo son referencias de otros pintores; un elemento propio de Bonfigli es el modo de separar netamente los primeros planos del fondo paisa-jístico.

Detrás de la figura de María encontramos dos muebles de estilo gótico descritos minuciosamente: el escritorio abierto para mostrar los libros y una silla finamente ta-llada. La escena tiene lugar en el exterior, en una terraza con un parapeto all’antica cuyos detalles —los mármoles de distintos colores, las pilastras acanaladas y las guir-naldas— permiten al artista mostrar un clasicismo recién adquirido tras su estancia en Roma. A la derecha se alza una doble logia renacentista, posiblemente la casa de María, con ventanas de arco apuntado y crestería calada típica de la arquitectura tardo gótica (Fig. I.1.1).

El fondo se abre con un paisaje profusamente detallado. Vemos una ciudad amurallada, con sus edificios civiles y religiosos alternando elementos medievales —como las torres defensivas y el campanario— con otros detalles renacentistas. Dos cipreses separan la ciudad del paisaje, compuesto por unas montañas y un lago surcado por em-barcaciones (Fig. I.1.2).

La obra está llena de referencias iconográficas comunes en la pintura del siglo XV, cuando las pinturas religiosas todavía tenían la función de predicar un mensaje claro y directo. El motivo de los rayos dorados de luz que acom-pañan al Espíritu Santo se refiere al pasaje del Evangelio

Fig. I.1.1: Detalle logia renacentista.Fig. I.1.2: Detalle ciudad amurallada y paisaje.

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Fig. I.1.3: Detalle atributo mariano, rosas en un florero en primer término.Fig. I.1.4: Detalle cuello, cinto y puños de la túnica de la Virgen.

de san Lucas (Lucas 1, 35): “El Espíritu Santo ven-drá sobre ti, y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra”. Tres rayos dorados, símbolo de la Santísima Trinidad, salen de la mano de Dios Padre y atraviesan en diagonal la composición hasta llegar a María en forma de paloma con dos llamas de fuego. La paloma, repre-sentación del Espíritu Santo, casi toca a la Virgen; es el momento previo al milagro de la Encarnación. El rayo de luz y las lenguas de fuego son manifestaciones visibles de la gracia de Dios. Otro atributo, esta vez mariano, son las rosas en un florero en primer término (Fig. I.1.3), entre la figura del ángel y la Virgen, un detalle que los expertos describen como cita directa de Fra Angelico. Los lirios —originalmente un atributo de Cristo— simbolizan en este contexto la pureza de María antes, durante y después del nacimiento de Jesús. Incluso los fenómenos naturales es-tán supeditados a lo sobrenatural: la sombra que proyecta la figura del arcángel Gabriel se interrumpe bruscamente para no tocar a María. En caso contrario se podría interp-retar de manera errónea la famosa frase del Evangelio de san Lucas arriba citada.

El oro, un material mágico

Bonfigli consigue recrear una atmósfera mágica e irreal a través de las reverberaciones del oro, como si se hubiese detenido el tiempo ante la expectación del milagro a punto de acontecer. El uso del oro era un recurso me-dieval empleado para enriquecer la representación de las figuras sacras, alejándolas espacial y lumínicamente del mundo profano. En esta tabla el pan de oro está aplicado sin restricciones: lo vemos en el cielo, en las aureolas de los personajes sacros, en las alas del ángel, en el puño de su túnica y en el cuello, cinto y puños de la túnica de la Virgen (Fig. I.1.4). Asimismo se ha aplicado en las letras doradas y en el rayo que sale de la mano de Dios Padre.

Bonfigli no era el único que hacia uso del oro en el siglo XV. Otros como Benozzo Gozzoli o Gentile da Fabriano, este último autor de la célebre Anunciación de los Reyes Magos (1423, Galleria degli Uffizzi, Florencia), mostraron el gusto por el brillo de los oros. Dentro del estilo corte-sano y decorativo del gótico internacional el oro era uno de los signos característicos del estatus social y la riqueza.

Entre lo divino y lo humano

La Anunciación de Bonfigli transita entre dos ámbitos, el sagrado y el profano, claramente diferenciados por la

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luz empleada. Una luz, que podríamos llamar metafísica, emana del fondo dorado y crea un espacio de ingravidez e inmaterialidad, donde los ángeles y Dios Padre vuelan porque son sólo espíritu. Otro tipo de luz, esta vez física, modela las figuras e ilumina el paisaje y los edificios bajo el nuevo rigor de la perspectiva geométrica.

En la composición, los elementos dorados funcionan como una luz propia ajena a la construcción formal. Las aureo-las de los personajes sacros contienen una luminosidad que se circunscribe a su espacio, a su circunferencia, sin recibir luz del exterior ni proyectarla hacia los objetos cir-cundantes. De la misma manera que las llamas de fuego en el Espíritu Santo no irradian luz, porque son la mate-rialización del milagro de Dios, el dorado no ilumina los objetos más próximos, porque es un símbolo de la gracia divina. La luz divina es perfecta, ilumina todo por igual, y por eso carece de sombras donde pueda esconderse el mal.

Sin embargo, iluminada por la luz de las velas o por la tenue luz natural de una iglesia, los dorados de esta tabla tendrían la capacidad de producir reflejos reales —y aún la tienen, aunque con mucha menor fuerza por las luces controladas de los museos—. Las pequeñas incisiones grabadas en los nimbos de los personajes servían para realzar e incrementar los destellos del oro. El espectador se convierte así en elemento activo cuando hace centellear la luz sobre las figuras sagradas con su movimiento. De esta forma, la obra creaba un efectismo mágico que facili-taba la ascensión del fiel cristiano del mundo material al espiritual a través de su percepción visual. Este centelleo resulta inapreciable en una reproducción, y sólo se puede experimentar colocándose ante la obra y haciendo que nuestro movimiento lo active. Son dos factores externos los que producen estos reflejos reales sobre la obra: la ilu-minación exterior y la posición del espectador.

En el tratado De la Pintura y otros escritos sobre arte, publicado en 1436, Leon Battista Alberti censura el uso del dorado porque el artista no controla del todo la bri-llantez y refulgencia del oro, que son inherentes al ma-terial, y aconseja sustituir el oro por su representación pictórica. Su actitud hacia la luz busca la contención, apartándose deliberadamente de la fascinación medie-val por el fulgor y el brillo. Benedetto Bonfigli combina ambos procedimientos en la túnica inferior de María. Si-guiendo el consejo de Alberti, recrea admirablemente los ricos damascos de hilo dorado y carmesí; al tiempo que en E

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Detalle. Benedetto Bonfigli. La Anunciación, c. 1455. Madrid, Museo Thyssen-Bornemisza / The Annunciation

la misma túnica se mantiene apegado a los modelos góti-cos cuando utiliza pan de oro en el cuello, cinto y puños.

El resplandor de la luz eterna

El oro siempre ha sido reconocido como el más valioso de los metales, pero en la Edad Media se le consideraba además un símbolo de Dios. El brillo fulgurante del oro transmitía una belleza que apelaba directamente a los sentidos. Era una belleza física, directa y sensorial, muy alejada de lo racional. Las teorías desarrolladas en el siglo XIII por el neoplatonismo en torno a la metafísica de la luz seguían todavía vigentes cuando Bonfigli pintó La Anunciación hacia 1455.

La luz se identificaba con Dios, porque para el hombre medieval Dios era Luz Pura, Verdad y Belleza. La esté-tica medieval establecía un sistema en torno a la signifi-cación mística de la luz con los binomios Luz-Verdad, Luz-Belleza y Luz-Bien. En otras religiones la poderosa fuerza de la luz ha sido adorada y celebrada como un dios, por ejemplo, el Baal semítico, el Ra egipcio y el Mazda iraní. Todas estas divinidades son personificaciones del sol y de su acción benéfica, el calor, imprescindible para el ciclo vital de las horas y las estaciones.

Frente al simbolismo del dorado todavía anclado en la Edad Media, el artista, con el empleo de la luz natural, se muestra absolutamente moderno y muy cercano a las posturas del Renacimiento. En esta composición se reconocen dos tipos de iluminación: una contrastada y otra uniforme. La primera proviene de una fuente de luz ubicada fuera del marco compositivo de la obra, que entra desde arriba y por la izquierda, coincidiendo con la posición de la figura de Dios Padre. Su haz potente enfoca el lado izquierdo del arcángel Gabriel, cae sobre el rostro, aclara la frente y la nariz y produce reflejos en su rubio cabello. Luego ilumina la túnica amarilla del arcán-gel logrando un claroscuro de asombrosa plasticidad. Su proyección sobre la Virgen es más suave y difuminada.

La segunda iluminación es uniforme y sin un foco de luz determinado, y cumple la función de aclarar toda la obra. En los siglos XV y XVI era común esa pluralidad de fuentes de luz. La iluminación era principalmente un recurso plástico para crear relieve y modelar las figuras. La luz plástica se diferencia de la luz natural y física en que ésta no describe con rigor científico la percepción de la luz en los distintos momentos del día ni diferencia entre luz natural de exterior y luz artificial.

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La luz al servicio de la perspectiva

Bonfigli sorprende por su gran capacidad de observación y por el dominio de la perspectiva, un método nuevo de representación de la tridimensionalidad que había sur-gido unos treinta años antes en Florencia y que se servía, además de la geometría, de la luz para crear profundidad. En este primer Renacimiento de Alberti y Brunelleschi, los contornos todavía se perfilan nítidos y mensurables por muy distantes que se encuentren del ojo del observa-dor. Los paisajes de los fondos, como en esta tabla, eran ficticios, pero a la vez mostraban un estudio de la luz mucho más natural que los góticos.

El mismo foco de luz que cae sobre el arcángel Gabriel se proyecta sobre el paisaje y las arquitecturas del fondo. Alumbra el lago, produciendo reflejos blancos; modela las montañas, con sus laderas izquierdas bañadas por el sol, y crea edificios según la perspectiva geométrica. Bon-figli sugiere hábilmente la caída de la luz sobre las torres defensivas, los campanarios y edificios civiles, iluminados desde un lado y con las gradaciones precisas de blanco y medios tonos para esclarecer la forma y la orientación de las paredes. Los únicos que parecen ajenos a la acción del sol son los dos cipreses oscuros y planos, colocados algo descentrados respecto al eje central de la tabla. Su apa-riencia actual es probablemente el resultado del deterioro del verde de cobre llamado cardenillo que empleó el pin-tor, un pigmento que se oxida y oscurece en contacto con el aire. Originalmente el verde debía de ser brillante y con toques de luz que modelaban los cipreses.

El toque de luz

Como bien expuso el historiador del arte Ernst H. Gom-brich, la distribución de la luz y la sombra es fundamen-tal para ayudarnos a percibir la forma de las cosas, siendo el toque de luz un recurso que se remonta a la Antigüedad clásica. La regla llamada de Filópono daba por sentado que en la naturaleza las concavidades son siempre oscuras y las aristas siempre blancas. Bonfigli parece haber tenido en cuenta esta norma cuando reserva los toques de máxi-ma luz para las aristas y esquinas, como en los detalles del friso all’antica (guirnaldas, pilastras) o como en la frente, nariz y pómulos de los rostros del arcángel y María.

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La fuerza del toque de luz se convierte igualmente en un importante indicador, tanto de la forma del objeto como de su textura. El florero dispuesto en primer término intuimos que está hecho de un material como el cristal por su capacidad reflectante; percibimos una forma curva basándonos en nuestra memoria visual. Una super-ficie curva siempre reúne y refleja más que una plana las imágenes de una extensión amplia del entorno y, además, parece recoger la luz de forma más intensa.

A pesar de lo detallista y observador que se muestra Bonfigli, no consigue expresar el carácter peculiar de cada material, como lo harán sus contemporáneos del norte de los Alpes, los flamencos. Una causa sería que el pintor emplea el temple, una técnica mate que no absorbe la luz ni la refleja de la misma manera que el óleo, cuyo aceite proporciona saturación y brillo a la superficie pictórica. Además, el temple al huevo carece de brillos y seca muy rápidamente, no permitiendo las suaves transiciones y fundidos que hace posible el lento secado del óleo. Con el temple sólo se pueden crear gradaciones mediante trazos menudos de color degradado, siempre visibles a corta distancia, como, por ejemplo, en las columnas de la logia donde reconocemos las líneas del sombreado paralelo y los toques de luz.

Cita

“Hay algunos que hacen un uso inmoderado del oro, porque creen que éste da cierta majestuosidad a la ‘histo-ria’. No los alabo en absoluto. Incluso si quisiera pintar la Dido de Virgilio, cuyo carcaj era de oro y sus cabellos estaban sujetos con oro, su vestimenta se sujetaba con un broche áureo, conducía su carro con frenos áureos y todo lo demás resplandecía de oro, intentaría imitar esta abundancia de rayos áureos antes con color que con oro, que casi deslumbra los ojos de los espectadores desde cualquier parte. Pues, ya que la mayor admiración y alabanza del artífice está en los colores, también es ver-dad que, cuando se pone oro en una tabla plana, muchas superficies que tendrían que haber sido presentadas claras y fúlgidas aparecen oscuras a los espectadores y otras que quizá debían ser más sombrías se muestran más lumino-sas.”

Leon Battista Alberti, De la Pintura, 1436 [1].

[1] Alberti 1999,p. 111.

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Maestro de la Virgo inter Virgines. La Crucifixión, c. 1487. Madrid, Museo Thyssen-Bornemisza / The Crucifixion

En el monte Gólgota, Cristo ha muerto en la cruz, y re-cibe la lanzada en el costado (Juan 19, 31-34). Los azules profundos del cielo y el paisaje recuerdan que ese día “al eclipsarse el sol, la oscuridad cayó sobre toda la tierra” desde el mediodía hasta las tres de la tarde (Lucas 23, 44-49; Mateo, 27,45; Marcos 15, 33-41). Un sinfín de per-sonajes participan en la escena, y sus ropajes, de colorido intenso predominantemente cálido, parecen ajenos al duelo del cielo. Dos jinetes se cruzan en el centro del primer plano; detrás de ellos, otros conversan agrupa-dos, y uno, situado en el centro y destacado por la pluma blanca de su sombrero, señala hacia arriba las tres cruces en el monte. Colin Eisler identifica a este jinete con el cen-turión romano que reconoció las señales de la divinidad de Jesús en el momento de su muerte y dijo: “Verda-deramente éste era Hijo de Dios” (Mateo 27, 51-56; Mar-cos 15, 38-41), convirtiéndose posteriormente al cristia-nismo.

Maestro de la Virgo inter Virgines. La Crucifixión, c. 1487. Madrid, Museo Thyssen-Bornemisza / The Crucifixion

Capítulo II

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Nuestra mirada sigue la dirección que marca su dedo índice (Fig. I.2.1) —apoyado por otras manos a derecha e izquierda que también señalan hacia arriba— y ve a Cris-to más atrás, desnudo entre los dos ladrones; otra escena se observa a sus pies: un soldado ayuda a un jinete ciego, con turbante, a dirigir su lanza hacia el costado de Jesús. Este jinete es el soldado romano Longinus, quien, según cuenta la Leyenda Dorada, recuperó la vista al tocarse los ojos con las manos manchadas por la sangre de Cristo, que descendía por su lanza. El milagro le haría también convertirse al cristianismo.

Desde ahí, nuestra mirada es atraída hacia la izquierda por la mancha roja del vestido de san Juan y el rosado de una de las Santas Mujeres, ambas figuras rodean e inten-tan sujetar a la Virgen María, que desfallece en su camino hacia el Calvario. Más lejos, siguiendo la dirección de ese grupo, vemos en la distancia otra escena anterior en el tiempo: Cristo cae de rodillas, cargado con la cruz, ro-deado de sayones. Entre las últimas figuras que le siguen, se distinguen un obispo y un rey. Tras ellos vemos una puerta almenada con un gran arco y la masa oscura de la vegetación.

Este cuadro fue atribuido a un pintor flamenco conocido como Maestro de la Virgo inter Virgines por una tabla, actualmente en el Rijksmuseum de Ámsterdam, en la que representó a la Virgen con el Niño sentada entre cuatro santas: Bárbara, Catalina, Cecilia y Úrsula. Friedländer considera a este maestro contemporáneo de Geertgen y El Bosco, aunque cada uno de ellos haría su propia carrera independiente en un entorno distinto de los Países Bajos, sin que formaran una escuela. El Maestro de la Virgo trabajó en Delft, una ciudad del sur que tenía en aquel tiempo catedral y universidad. Las crucifixiones se con-sideran sus obras más personales y Ebbinge-Wubben [1] dató la que estudiamos en torno a 1487, periodo en que el pintor había alcanzado su madurez, como demuestra la intensidad expresiva que consigue a través de la luz y el color. El cuadro revela influencias de Hugo van der Goes y Justo de Gante; seguramente el Maestro de la Virgo pasó una corta estancia en Gante antes de pintarlo.

La luz guía la narración religiosa

“Sucederá aquel día —oráculo del Señor Yahvéh—que, en pleno mediodía, yo haré ponerse el soly cubriré la tierra de tinieblas en la luz del día.Trocaré en duelo vuestra fiesta […]”.

(Libro del Profeta Amós 8, 9-10)

Fig. I.2.1: Detalle cruz de Cristo[1] Ebbinge-Wubben 1969. 14

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El cielo y la vegetación del paisaje permanecen en som-bras, pero la luz ilumina el camino por el que se acerca la Virgen, el monte Gólgota y los puntos de mayor claridad guían nuestra lectura y crean el espacio, que no responde a las leyes de perspectiva. El punto de vista es elevado y es la luz la que modela las figuras y activa una paleta muy intensa de colores cálidos. Hay una gran presencia de rojo, que puede tener aquí un valor tan simbólico como las tinieblas. Desde la Antigüedad el rojo simboliza la sangre, y la sangre derramada expresa el sacrificio.

En el primer término, los jinetes y soldados están tan cerca de nosotros, que el borde del cuadro corta por la izquierda y por abajo la figura de uno de ellos, también el casco derecho del caballo castaño en el centro. Colin Eisler atribuye estos abruptos cortes a que la pintura fue transferida desde su primer soporte, actualmente sólo el borde superior y el derecho corresponden con los origina-les, los otros dos se recortaron descuidadamente. Según Eisler, en la parte izquierda, actualmente perdida, pudo haber otra escena, como una Piedad o una Lamentación ante Cristo muerto.

El efecto de profundidad espacial se consigue en el grupo de jinetes y soldados solapando las figuras, que se entre-cruzan entre sí, y no utilizando una degradación de la luz ni una pérdida de nitidez en relación con la distancia. El pintor utiliza sabiamente sus colores: la mayor luminosi-dad de los rojos y los blancos hacen que los percibamos más próximos. La grupa del caballo blanco en escorzo y las robustas piernas vestidas de blanco del soldado que sigue al jinete de rojo, son dos notas muy claras de luz en el primer término. Se recortan además sobre un suelo oscuro, sin ningún detalle.

En segundo término se levanta el monte Gólgota, una cuesta pelada, sin vegetación, cuyo tono ocre, más pálido, sirve para separar las tres cruces y la escena que ocurre a sus pies del grupo en el primer término. El cuerpo des-nudo de Cristo y los de los dos ladrones, envueltos con túnicas blancas, están intensamente iluminados frente al cielo oscuro, pero sus cruces no proyectan ninguna sombra a sus pies, ni sobre el suelo ni sobre Longinus y sus acompañantes. Resulta muy austero y abstracto ese monte reducido a tono de fondo, sin el menor detalle de vegetación o textura. Sugiere un espacio elevado que carece de perspectiva. Sólo la relación de color entre las figuras, iluminadas y modeladas por la luz y el fondo neutro, permite una sensación de profundidad espacial.

Detalle. Maestro de la Virgo inter Virgines. La Crucifixión, c. 1487. Madrid, Museo Thyssen-Bornemisza / The Crucifixion15

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Otra vez hay un solapamiento de partes para sugerir el retroceso hacia dentro del cuadro: por ejemplo, tras la cruz de Cristo, el pequeño pie rosado de un hombre, seguido por las piernas del soldado que sujeta la lanza de Longinus y por los cascos del caballo del propio jinete ciego.

Sólo el grupo que acompaña a Cristo cargado con la cruz, que se distingue a lo lejos, a la izquierda, está más oscuro y desdibujado. Ahí se ha tenido en cuenta la posición en el espacio respecto al ojo del espectador. En sus figuras predominan los atuendos verdosos y azulados oscuros, y los tonos rojizos no tienen la intensidad que encontramos en los primeros planos. La sensación de distancia se ha conseguido además reduciendo el tamaño y la nitidez de las figuras. Es interesante comparar el efecto con el grupo que acompaña y sostiene a la Virgen María. En este caso, los vestidos rojizos de san Juan y una de las dos Santas Mujeres no han rebajado la luminosidad de su color ni el agudo contraste que forman con el manto oscuro de la Virgen y el verde de suelo y los arbustos. No hay una visión atmosférica del color: no se tiene en cuenta la dis-tancia al espectador. Pese a que estas figuras son peque-ñas, sus colores y el detalle de los pliegues de sus túnicas las acercan al grupo de jinetes en primer término, traicionando la profundidad espacial.

La pasión por los fuertes contrastes, que ayudan a estructurar la composición general, se utiliza más como elemento narrativo que guía la lectura de los distintos episodios, que como un verdadero estudio del espacio. Las tinieblas simbólicas que ennegrecen el cielo no consiguen apagar los vivos colores de las figuras, que se recortan frente al paisaje más que integrarse en él. Es un paisaje convencional, con pequeños toques de luz para dibujar las hojas de los arbustos. El espíritu narrativo del maestro, que reúne en una tabla diversos episodios en torno a la muerte de Cristo, está inspirado en la literatura popular de la época, escrita e ilustrada para acompañar la medi-tación religiosa. El Maestro de la Virgo fue un importante ilustrador, además de pintor, y trabajó para los tres prin-cipales impresores de la ciudad de Delft, produciendo mu-chos dibujos para ser grabados sobre madera. Ilustró dos de las primeras ediciones holandesas de la Vita Christi, de Ludolph de Sajonia, un monje cartujo que escribió en el siglo XIV. El texto de Ludolph pudo inspirar un detalle de la Crucifixión de la colección Thyssen-Bornemisza: ¿por qué la Virgen y san Juan están tan lejos de Cristo?

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Según este escritor ambos personajes se adelantaron por otro camino para intentar acercarse a Jesús. Cuando alcanzaron un cruce de caminos fuera de Jerusalén, la Virgen se volvió y vio a su hijo, y sufrió una conmoción de dolor.

La técnica del óleo para trabajar la luz

La luz es sobre todo una cualidad que modela las figuras. Éstas no proyectan sombras sobre el paisaje, convertido en un telón de fondo. La luz está aún muy identificada con la forma y el color: todos los soldados, sus caballos y sus armas están iluminados. No se concibe como un elemento independiente, con su propia trayectoria que ilumine ciertas partes teniendo que dejar otras en la oscu-ridad. No sabemos de dónde procede ni parece seguir una dirección determinada que dé coherencia al cuadro.

La técnica del óleo es un factor importante para explicar el efecto luminoso del modelado y el colorido conseguido por el Maestro de la Virgo; esta técnica comenzó a ex-tenderse entre los pintores flamencos del siglo XV, adelan-tándose en fechas a Italia o España. Los pintores flamen-cos utilizaban como aglutinante el aceite de linaza y este procedimiento les facilitó aumentar la gama cromática, porque el aceite es compatible con gran cantidad de pig-mentos de color. Además, consiguieron un mayor natura-lismo en la representación de los objetos y de la atmós-fera. El óleo les permitió combinar zonas profundas y brillantes, logrando unas diferencias de color que eran imposibles de conseguir con la pintura anterior al temple.

Un cuadro al óleo sobre tabla, como el que estamos estudiando, parte de una preparación blanca, cuya última capa o imprimación es también blanca para aumentar su efecto reflectante a la luz. Esta blancura servía como base de color para los tonos más claros del cuadro que se pinta-ban encima. Antes de trabajar el color, el pintor traslada-ba sobre la tabla un dibujo previo hecho sobre cartón. A continuación, generalmente se cubría el esbozo con una imprimación de color carnoso al óleo, muy ligera y trans-parente, y sobre ella se aplicaban los distintos colores por veladuras. El trabajo con el color respetaba cuidadosa-mente las líneas compositivas del dibujo, manteniendo a lo largo de todo el proceso los contornos que dan nitidez a las figuras y los objetos. Los pliegues de las ropas son un buen ejemplo de esta importancia concedida a las líneas del dibujo, como así se puede observar en la Crucifixión del Maestro de la Virgo estudiando, por ejemplo, el manto E

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rojo del jinete central o la figura rosada del hombre de espaldas con traje y sombrero que queda tras la cruz de Cristo (Fig. I.2.2).

En ese hombre vestido de rosado, los tonos claros son capas muy delgadas de color que transparentan la base de color blanco de la figura. Los rojos más oscuros, como el manto del jinete central, se conseguían utilizando una capa pictórica más densa: se ponía un tono compacto de base y se progresaba superponiendo capas transparentes del mismo color por veladuras. La intensidad de la luz de un color quedaba reforzada en esta técnica de trabajo de abajo a arriba por superposición de capas translúcidas. Se evitaba la mezcla con negro y con blanco para iluminar u oscurecer un tono, y se lograba así la intensidad máxima del color en las partes moderadamente iluminadas o “tonos medios”.

Panofsky explica cómo la unidad y el brillo del cuadro, así como su verosimilitud, quedaron reforzadas gracias a la introducción de la técnica del óleo. La intensidad de un color, según una ley óptica fundamental, se rebaja por el exceso o por la falta de luz, volviéndose negro en las partes muy sombreadas o blanco en las muy iluminadas. El nuevo procedimiento sacaba el máximo partido a los efectos luminosos a través del trabajo con el color. Los verdes y los rojos eran los que tenían más capacidad de superponerse hasta lograr un tono oscuro. La tabla que estudiamos es un buen ejemplo de esta técnica y de la maestría de su autor en el uso del color y las veladuras.

La respuesta de los materiales a la luz

El Maestro de la Virgo heredó la preocupación por repre-sentar el efecto de la luz sobre los objetos de la tradición de los mejores pintores flamencos de principios del siglo XV, como Jan van Eyck. El historiador italiano Giorgio Vasari, en su biografía de Jan, observa admirado la lumi-nosidad que era capaz de conseguir gracias a la técnica del óleo: “[...] que una vez seco no sólo no temía el agua en absoluto, sino que también hacía arder a los colores hasta tal punto que les proporcionaba una radiación pro-pia, sin ningún barniz” [2].

Gracias al trabajo con veladuras superpuestas, Jan van Eyck restringió el uso del blanco de plomo y lo reservó, sobre todo, para acentuar determinados detalles de la superficie, más que para la construcción de la forma plás-tica. Esos toques de luz le permitieron revelar y sugerir

Fig. I.2.2: Detalle pliegues del vestido[2] Panofsky 1998, p. 483, nota 9 18

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las diferentes texturas de los objetos, según su respuesta a la iluminación, y estudiar los reflejos de unas superficies sobre otras. Trabajó con una atención muy minuciosa a los detalles, desde los primeros planos hasta los objetos más distantes, sin perder por ello una visión de conjunto.

En la tabla del Maestro de la Virgo el gusto arcaizante en la elección de las armas y los sombreros de las figuras sigue especialmente modelos de Jan van Eyck, del que aprende también la técnica de los pequeños toques de blanco que expresan el comportamiento de la luz al con-tacto de los diferentes materiales. En el soldado vestido de rojo y situado de espaldas, a la derecha de la tabla, la hoja de su hacha proyecta un reflejo verdoso sobre su yelmo, realzado además por pequeños brillos conseguidos con toques de luz blanca. Esos efectos luminosos dan la textura metálica del casco y su volumen redondeado (Fig. I.2.3).

En el grupo de jinetes en primer término, la luz reflejada nos obliga a detenernos en objetos destacados por su brillo, como el yelmo y el brazo con armadura del jinete sobre caballo blanco; o el detalle de las crines y las colas de los caballos; o los finos hilos blancos que dibujan las afiladas aristas de las armas. Muchos de estos objetos animados por pequeños puntos de luz que atraen nuestra mirada, no tienen un gran tamaño ni un colorido intenso ni están situados en el centro de la composición, como la herradura del casco del caballo castaño o su bocado.

Esta Crucifixión resulta arcaizante en su representación del espacio, sin perspectiva ni un planteamiento atmos-férico del color. La luz crea el volumen de las figuras y dirige la lectura de la escena destacando puntos de aten-ción que coinciden con los distintos detalles narrativos (como, por ejemplo, la larga lanza que hiere a Cristo en el costado). La técnica del óleo ilumina los colores, cuida-dosamente trabajados con veladuras hasta conseguir un acabado resplandeciente, animado además por los bri-llos centelleantes de los detalles metálicos en las armas, los cascos, el bocado de los caballos, las armaduras y los escudos.

Cita

“No fue en Italia donde se dieron los primeros pasos en la representación de la textura superficial. Todos asociamos el arte florentino con el desarrollo de la perspectiva cen-tral y, de este modo, con el método matemático de revelar

Fig. I.2.3: Soldado de rojo, de pie y de espaldas a la derecha de la tabla,

detalle de la hoja de su hacha y su reflejo sobre casco oscuro19

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la forma en luz de ambiente. El otro aspecto de la teoría óptica, la reacción de la luz ante superficies distintas, fue investigado por primera vez en la época moderna por pin-tores al norte de los Alpes. Fue allí donde se alcanzó por primera vez el dominio del lustre, del destello y del cen-telleo, permitiendo al artista expresar el carácter peculiar de cada material. De hecho, durante algún tiempo, las primeras décadas del siglo XV, las dos escuelas de pintura parecieron haberse repartido el reino de las apariencias.”

Ernst H. Gombrich, El legado de Apeles. Madrid, Debate, 2000.

“En conexiones tan estrechas como la de la sangre y el color rojo, es evidente que ambos elementos exprésanse mutuamente; las cualidades pasionales del rojo infunden su significado simbólico a la sangre; el carácter vital de ésta se trasvasa al matiz. En la sangre derramada vemos un símbolo perfecto del sacrificio. Todas las materias líquidas que los antiguos sacrificaban a los muertos, a los espíritus y a los dioses (leche, miel, vino) eran imágenes o antecedentes de la sangre, el más precioso don [...].”

Juan Eduardo Cirlot, Diccionario de símbolos. Madrid, Siruela, 2005, pp. 398-399.

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Joachim Patinir, Paisaje con el descanso en la huida a Egipto. Madrid, Museo Thyssen-Bornemisza / Landscape with the Rest on the Flight into Egypt

La pintura representa un momento de reposo en la huida a Egipto de la Sagrada Familia para salvarse de la ma-tanza de los inocentes decretada por Herodes. La Huida es uno de los episodios de la vida de Jesús más conocido popularmente y uno de los más frecuentes en la pintura de Patinir (hay tablas de este pintor con este tema con-servadas en museos de Amberes, Berlín, Darmstadt, El Escorial, Génova, Londres, Madrid, Roma y Viena). La huida a Egipto se recoge sólo en uno de los cuatro evan-gelios, el de San Mateo, y de manera concisa (Mateo 2, 13-15), al contrario que en los evangelios apócrifos (como en el del Seudo Mateo) y en el Evangelio Infantiae Salva-toris Arabicum, donde se relatan los pormenores del viaje, especialmente los dos milagros que ayudaron a escapar a la Sagrada Familia. Ambos milagros están representados en la tabla del Museo del Prado.

El tema del Descanso fue muy frecuente en la pintura de los países del norte de Europa durante el siglo XVI y en el arte de la Contrarreforma de los católicos. Las tablas del flamenco Gerard David fueron uno de los precedentes principales de Patinir (algunos historiadores han pen-sado que David pudo ser uno de sus maestros), pero en ellas la Virgen y el Niño ocupan la práctica totalidad de

Joachim Patinir.Paisaje con el descanso en la huida a Egipto, 1518-1524. Madrid, Museo Thyssen-Bornemisza / Landscape with the Rest on the Flight into Egypt

Capítulo IIID e la luz met af í s i ca a l a p lás t i ca

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la pintura y se “distancian” del paisaje, no están dentro, como sí ocurre en las tablas de Patinir. Otro precedente iconográfico fueron las pinturas de El Bosco, por lo que se ha supuesto que Patinir pudo ser uno de sus aprendices.

La historia le sirve al autor como un pretexto para pintar la naturaleza. En un espacio abierto e iluminado, dentro de un camino elevado y bordeado por árboles, la Virgen María descansa sentada cerca de una fuente abierta en la roca con su Hijo sobre su pierna derecha (Fig. I.3.1), que sujeta una fruta con sus manos, mientras que la Madre sostiene otra con su mano derecha, posiblemente una manzana o naranja, pues ambas aludían al árbol del conocimiento y, con ello, al Niño como futuro redentor del pecado original, mientras que detrás San José coge frutos de un árbol. Junto a María y el niño Jesús hay en el suelo un bastón con dos hatillos y una cesta de mimbre. Delante de la fuente crecen dos lirios, uno de los atributos marianos símbolo de pureza e inocencia, frecuente en la pintura de los primitivos holandeses, en vez de la azuce-na, y también alusión redundante al segundo (la Huida) de los Siete Dolores de la Virgen. Alejado de la Sagrada Familia pace un burro ensillado. Más lejos vemos, a nues-tra izquierda, un edificio detrás de un estanque con dos cisnes, por delante del cual cruza un jinete; un molino, campos, árboles, un río y varias líneas de montañas que se recortan a contraluz (Fig. I.3.2). A la izquierda del grupo central, en un nivel inferior al camino, discurre un riachuelo, que viene en zigzag desde el fondo, sobre el que hay un sencillo puentecillo que conduce a un sendero. Más distantes y a más altura se abren unos prados y más lejos aún se ve una granja, delante de unas montañas rocosas y abruptas con un castillo sobre una de ellas. Además de estos elementos que se ven a primera vista, encontra-mos otros en la lejanía, una casa diminuta cerca del río y un camino serpenteante en la ribera opuesta; incluso se pueden apreciar detalles, como las ventanas del castillo, hechos con toques muy pequeños de pincel.

La pintura tiene un ligerísimo craquelado, que se aprecia mejor en el cielo y las nubes. A mediados de la década de los años sesenta del siglo pasado el soporte, una fina tabla de roble, fue reforzado y restaurado, al igual que la pintu-ra, para corregir el ampollado y las pérdidas de color de la parte inferior.

Fig. I.3.1: La Virgen María descansa sentada cerca de una fuente abierta en la roca con su Hijo sobre su pierna derechaFig. I.3.2: Detalle del paisaje 22

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El maestro Joachim, el buen pintor de paisajes

Son pocos los datos biográficos de que se dispone de Joachim Patinir (o Patenier). Nació hacia 1485 en Bou-vignes o en Dinant, junto al río Mosa. Debió trabajar en Brujas antes de 1515 y ser maestro en Amberes en ese año, pues aparece en una relación de esa fecha de los gre-mios de esa ciudad. Patinir fue amigo y colega de grandes artistas, como Quentin Metsys, quien en varias ocasiones debió pintar las figuras en los paisajes del primero, como fue en el caso de Las tentaciones de San Antonio (Museo del Prado). Conoció a Alberto Durero en el viaje que hizo éste por los Países Bajos en 1520-1521. El alemán hizo varias anotaciones sobre el holandés en su diario y en una de ellas, del 5 de mayo de 1521, escribió “el domingo que precede a la semana de Rogativas el maestro Joachim, el buen pintor de paisajes, me ha invitado a su boda y me ha atendido con todos los honores” [1]. Murió en Amberes en octubre de 1524. A pesar de que fue un pintor reconocido y de que sus tablas se vendían en varios países, llegando, como atestigua Marcantonio Michiel, a coleccionistas de Venecia, una ciudad en la que la pintura de paisaje apare-ció de la mano de Giorgione, se han conservado pocas pin-turas, todas son de tema religioso y algunas de ellas son atribuidas. Entre sus colaboradores y seguidores destaca Joos van Cleve, que representó un paisaje muy similar al del Descanso del Museo Thyssen-Bornemisza en algunas de sus pinturas —especialmente en el Descanso del Museo Real de Bellas Artes de Bruselas—, de modo que se ha pensado que tal vez alguno de sus fondos fuese pintado por Patinir.

Patinir fue uno de los primeros artistas de Occidente que pintó paisajes a los que dotó de una cierta autonomía, por lo que se le ha considerado inventor del denominado por algunos historiadores “paisaje de mundo”, caracterizado por un punto de vista elevado, un horizonte en ascenso y el uso de tres colores (primer plano marrón, plano medio verde y fondo azul) para sugerir el espacio. En los paisa-jistas de los Países Bajos del siglo XVI, de los que Patinir fue el precursor, la luz es el medio principal para crear el espacio, un espacio vasto y profundo. Al protagonismo de la luz, ligada al color, se une la composición. La ampli-tud vertical se logra mediante los árboles, las rocas y las montañas y por la adopción de un punto de vista elevado. La amplitud horizontal se consigue por la representación de una parte extensa de la naturaleza (de ahí el formato apaisado de las tablas). La profundidad se sugiere por los planos diferentes y la disposición de formas y vacíos, de

[1] Cita del Diario del Viaje a los Países Bajos (1500-1521) de Alberto Durero, Garriga J. (ed.): Fuentes y documentos para la historia del Arte. Renacimiento en Europa. Barcelona, Gustavo Gili, 1983, p. 545.

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luces y sombras, unido, por supuesto, al color; y en menor medida por el recurso de disminuir los elementos lejanos y, menos aún, por líneas convergentes en el horizonte. Existía además una convención sobre el colorido que se debía emplear, que se reducía a tres colores. Los pardos se utilizaban en los primeros planos, los verdes en las zonas intermedias y los azules y grises azulados en los fondos.

Aunque los primeros paisajes ya aparecieron en la pintura de la antigüedad romana, siempre estaban supeditados a la narración mostrada por las figuras representadas. Los primeros paisajes de la Edad Media tardía los encon-tramos en los Libros de Horas del siglo XV. Los paisajes formaban parte del tema, que solía ser preferentemente religioso.

Luz y espacio

La gran sensación de profundidad que transmite esta pintura se debe a la cuidada distribución de los elemen-tos de la composición y al empleo magnífico de la luz. La gran masa de árboles del centro acerca al contemplador esta parte del paisaje, lo mismo que el árbol fino; mien-tras que las montañas con el castillo lo alejan, al situarlos por encima de la línea de horizonte, que en esta tabla es más baja de lo que se acostumbraba en este tipo de obras; el vacío con el río es donde la profundidad es mayor. Mirando con atención puede observarse que el empeque-ñecimiento de los elementos es menor de lo que debería ser atendiendo a una perspectiva rigurosa. Así ocurre con los árboles de la derecha y con las casas, especialmente con la granja. También podemos apreciar sutiles cambios del punto de vista elegido para la representación: mien-tras que la disposición de las casas supone que el pintor las tendría a su izquierda, la Virgen y el Niño, por efecto de la luz, parecen estar situados algo menos en esa misma dirección; por otro lado, la montaña con el castillo se encontrarían a la derecha del artista. Además, aunque el paisaje esté contemplado desde una perspectiva a ojo de pájaro, hay elementos vistos a la altura de la cabeza, como las verticales de los edificios y el muro de la fuente.

La iluminación es desigual, en parte natural y en parte artificial. Al tratarse del ocaso, la luz más intensa, la natural procedente del sol que acaba de ocultarse, se sitúa en el fondo, por lo que la Madre y su Hijo deberían estar en una zona oscura, mientras que, al contrario, están ilu-minados en exceso. La razón es que constituyen el motivo principal de la tabla, lo que se reafirma al situarlos en el E

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centro de la composición (la cabeza de María coincide con la línea vertical imaginaria que divide la pintura en dos mitades) y por ser el lugar en el que acaba deteniéndose más tiempo la mirada del observador, cuyo recorrido, tras la primera visión de conjunto, iría rápidamente a la gran luz blanca de la izquierda, seguiría el río hasta llegar al grupo central y desde él, primero hacia los prados verdes de la derecha y después a las montañas y al castillo. Este recorrido de la visión no responde sólo a la forma de mirar de la cultura occidental, sino que está relacionado con la división del conjunto en tres partes. La de la iz-quierda podría ser el lugar de procedencia de los viajeros; el central, el de mayor tamaño, es el del descanso, y el de la derecha el lugar al que se dirigirán, una zona boscosa y, por consiguiente, potencialmente peligrosa, según el pensamiento de la época sobre la naturaleza no habitada; lo que es, por tanto, un procedimiento narrativo. Esta división ha llevado a algunos historiadores a reconocer en esta tabla la presencia de tres paisajes unidos y a comen-tar que mientras el espacio del río podría estar basado en la observación de la realidad (se ha creído ver el río Mosa), el de nuestra derecha sería más fruto de la imaginación del artista que de la realidad, aunque también se ha advertido de la existencia de formaciones de montañas en la tierra natal de Patinir. Pero, como han explicado otros historiadores, la presencia de montañas, ríos y árboles y, especialmente su colocación similar a la de esta pintura, responde a la tradición de los fondos de paisajes de los pintores primitivos de los Países Bajos. Así pues, Patinir se habría basado en la realidad, en la invención y en la tradición del arte religioso flamenco.

Vamos a detenernos, brevemente, en los elementos “natu-rales” representados y sus relaciones con la luz y el color. La luz principal, natural aparentemente, procede del fondo a la izquierda, donde predominan los tonos claros: azules y grises para las aguas y cielo, blancos para las nubes. En el centro los tonos oscuros rodean a la Virgen y el Niño, pintados con colores claros; a la derecha se sitúan los tonos intermedios, que van desde los pardos y verdes oscuros de la parte baja a los grises azulados de la parte alta, pasando por los verdes más claros de los prados. El grupo de María y el Niño está muy iluminado, de modo que destaca como si estuviese bañado por la luz proyectada por un foco situado en alto, por delante y a la izquierda de las figuras, lo que explica las sombras pequeñas del asa sobre la cesta y la de ésta sobre el suelo. La disposición de ambas figuras es muy parecida a la de otras obras similares de este pintor, así como de algunos E

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de sus predecesores y seguidores, pero están menos cuida-das que las de otras tablas, ya que aquí los rostros carecen de la precisión y finura propias de la pintura de los Países Bajos, por lo que se cree que en ésta no intervinieron ayudantes o colaboradores.

Como puede apreciarse, la gama cromática es reducida y cambia en función de la profundidad y de la división del espacio en su dimensión vertical. Los tonos más oscuros (dominan los pardos, marrones), más aún por efecto del paso del tiempo, están en los árboles del centro y de la derecha, así como en la parte izquierda entre el asno y la Virgen. Los intermedios (verdes) se localizan sobre la casa del estanque, sobre el molino y tras la Virgen (más mez-clados con tierras) y en los prados de la derecha. Los más claros (azules y grises) están en el río, las montañas y el cielo (con abundancia de blanco en el horizonte y más gris en lo alto). Aunque los tres colores también se distribuyen verticalmente (los marrones en la parta baja, los verdes en la media y los grises y azules en la alta), no hay una división en franjas, sino que se trata de pasos graduales en todo el cuadro, logrados mediante veladuras. De este modo, podemos analizar la pintura como una sucesión de estratos horizontales enlazados entre sí, en los que el más claro y luminoso ocupa el centro y los más oscuros los bordes.

Además de reconocer a Patinir como iniciador de la pintu-ra de paisaje, los estudiosos de este pintor han recalcado que aportó una nueva manera de organizar el paisaje, al unir detalles de pequeño tamaño, a la manera de los segundos planos de artistas como Jan van Eyck y Roger van der Weyden, con la construcción en tres planos expli-cada.

Cita

“Que de todo este conjunto, no ha de verse ninguno cuya apariencia, forma y ser sean expresadas de manera tan vivaz como el tuyo, Joachim, se debe no sólo a que fuera grabado en cobre por la mano de Curtius —cuya destreza no debe temer la competencia de nadie— sino porque Durero vio y grandemente admiró los paisajes, casas y riscos que tan hábilmente pintaste, y hace mucho tiempo dibujó tus rasgos con un estilete de cobre sobre pizarra. Cort siguió esas líneas y con su habilidad no sólo superó a todos los demás, sino incluso a sí mismo.”

Karel van Mander, Schilder–boeck, 1603-1604 [2].

[2] Van Mander, Karel: The lives of the Illustrious Netherlandish and German Painters [trad. Wade A. Matthews]. Doornspijk, Davaco, 1994, vol. I, p. 134.

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Domenico Ghirlandaio. Retrato de Giovanna Tornabuoni, 1489-1490. Museo Thyssen-Bornemisza / Portrait of Giovanna Tornabuoni

La joven Giovanna ha sido retratada de perfil y de medio cuerpo, en un espacio interior, delante de una hornacina con una balda de madera. Sujeta un pañuelo con las manos que, sorprendentemente, quedan recortadas por el marco que remata la composición. La luz es lateral, procede de la izquierda, de un foco exterior al cuadro, y baña el rostro y pecho de la joven, dibuja sus rizos y las ondas de su moño, de la misma manera proyecta sombra en el fondo oscuro de la hornacina. El profundo contraste con esa oscuridad realza la palidez de la piel de Giovanna y su nítido perfil, y agudiza la distancia entre el retrato y el fondo. Sin embargo, los cuatro elementos colocados en la hornacina, pese a su pequeño tamaño, destacan por su simbolismo y su lugar en la composición.

Domenico GhirlandaioRetrato de Giovanna Tornabuoni, 1489-1490. Madrid, Museo Thyssen-Bornemisza / Portrait of Giovanna Tornabuoni

Capítulo IVDe la luz met af í s i ca a l a p lás t i ca

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Un rosario de cuentas de coral, rematado con hilos dora-dos, cuelga de la balda de arriba tras el moño de la joven, interrumpiendo con ligereza el esquema piramidal de la composición y conduciendo nuestra mirada hacia abajo. Ahí encontramos un papel rectangular, medio en sombra, que atrae nuestra atención, con una inscripción latina en renglones horizontales para suavizar la intensa vertical marcada por el esbelto cuello iluminado de Giovanna. Es un epigrama escrito por el poeta romano Marcial en el siglo I: “Ars utinam mores / animunque effingere / posses pulchrior in ter / ris nulla tabella foret / MCCCCLXXX-VIII”. La traducción es: “¡Ojalá pudiera el arte repro-ducir el carácter y el espíritu! En toda la tierra se encon-traría un cuadro más hermoso. 1488”.

El texto alude a la belleza del alma de la joven, cuya piedad expresan el rosario rojo y el libro de oraciones en-treabierto, encuadernado en piel oscura y opaca, que hace resaltar los cierres finamente dibujados y el canto dorado. El libro sobresale y proyecta su sombra en el borde infe-rior de la alacena, interrumpiendo las líneas horizontales y sugiriendo el espacio, como el rosario colgado arriba, que proyecta el dibujo de sus cuentas trazando una curva en el fondo oscuro del mueble.

La joven lleva un broche colgado del cuello, tras él vemos otro similar colocado en el estante inferior de la horna-cina, marcando una dirección de lectura hacia dentro del cuadro que interrumpe momentáneamente el recorrido por la silueta de perfil.

Giovanna pertenecía a una de las más importantes fa-milias florentinas: los Albizzi. Se casó con Lorenzo Torna-buoni dos años antes de que se pintara esta tabla. Un inventario de las posesiones de los Tornabuoni, llevado a cabo en 1498, revela que el retrato aún estaba colgado en la habitación de su esposo, diez años más tarde de ser pintado y mucho tiempo después de la muerte de la joven y del segundo matrimonio de Lorenzo.

Ghirlandaio retrató dos veces a Giovanna, y es posible que utilizara para ambas un mismo dibujo hecho del natural antes de su muerte prematura. La figura de cuerpo entero de la joven, también de perfil y con el mis-mo vestido y el mismo pañuelo entre las manos, aparece en el fresco de La Visitación, en la capilla Tornabuoni de la iglesia de Santa María Novella, en Florencia. Según cuenta Vasari en su biografía de Domenico Ghirlandaio, Giovanni Tornabuoni, suegro de Giovanna E

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y tío de Lorenzo de Medicis, financió la nueva decoración de esta iglesia. Vasari comenta detalladamente los frescos que decoraban esa capilla y cómo el pintor retrató a los grupos de personajes que asisten a los episodios sagra-dos, “mostrando que a los sacrificios concurren siempre las personas más notables, [...] retrató a un buen número de ciudadanos florentinos que entonces gobernaban el estado; y en particular a todos los de la casa Tornabuoni, jóvenes, ancianos y otros” [1]. En la Visitación de la Virgen a santa Isabel se encontraban dos cortejos y Gio-vanna degli Albizzi, retratada de cuerpo entero, presidía uno de ellos. Tanto ella como sus acompañantes tenían una actitud distante y no parecían participar en la escena que contemplaban.

Domenico Ghirlandaio nació en Florencia en 1449 y se formó allí con el maestro Alessio Baldovinetti. Recibió también influencias de Verrocchio, Pollaiolo y Hugo van der Goes, cuyo tríptico Portinari se colocó en un anejo de la iglesia de Santa María Novella, antes de 1485. De 1481 a 1482 participó en Roma en la decoración de los muros laterales de la Capilla Sixtina; después se instalaría defini-tivamente en Florencia, donde tuvo un gran taller.

El tratamiento de la luz en Cennini y Alberti

“Procura que, al dibujar, la luz sea moderada y el sol te venga por la izquierda”, había recomendado Cennino Cennini en su Libro dell’Arte (cap. VIII). Una luz como ésa ilumina a Giovanna y permite a Ghirlandaio retratar-la sin que la mano derecha con la que sostiene el pincel se interponga entre la fuente de luz y la tabla en la que está trabajando.

La técnica que utiliza es tradicional, pinta sobre una tabla preparada y combina el temple al huevo con el óleo. Comenzaba grabando con una punta afilada el dibujo de las líneas generales de la composición y, a continuación, coloreaba los tonos de la piel y de las telas cubriendo el dibujo subyacente. Los pequeños detalles y las principales luces se ejecutaban meticulosamente con colores al tem-ple aplicados con la punta de un pincel fino. Los tonos de la piel o carnaciones se coloreaban según el tradicional sistema del verdaccio (la “terra verde”) descrito por Cennini. El óleo se reservaba a menudo para la aplicación de los colores de los vestidos [2].

El retrato italiano en el siglo XV se desarrollará inde-pendizándose de las escenas religiosas donde aparecieron

[1] Bellosi y Rossi (eds.) 2002, pp. 403-404.[2] Cadogan 2000, pp. 149-150.

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los primeros donantes y retratos en grupos, pero conser-vará durante un tiempo efectos heredados de la pintura al fresco. La pintura mural se contemplaba desde lejos, por lo que daba más importancia al efecto de conjunto que a los detalles. En retratos, como Giovanna Tornabuonni del Museo Thyssen-Bornemisza, se aprecia ese afán por lograr la perfección a través del equilibrio de los colores, la creación de los volúmenes y el dibujo de contornos definidos; la psicología de la joven es aún una cuestión secundaria. Tanto el pelo rubio y rizado de Giovanna, cui-dadosamente recogido y adornado con una cinta, como su esbeltísimo cuello, son elementos de la belleza femenina fuertemente idealizados. La silueta algo rígida nos recuerda que las medallas fueron junto al fresco los mo-delos artísticos de los primeros retratos renacentistas.

En el capítulo LXVII de su Libro dell‘Arte, Cennini da la receta del color que sirve para pintar la carne y para hacer las sombras y contornos: “Haz un color verdaccio, con una parte de negro y dos de ocre”. Es un método transmitido de maestro a discípulo desde Giotto, que se basa en un principio muy sencillo: para conseguir el volu-men, el color más claro (el más diluido) se reserva para las partes más salientes, y las más hundidas se expresan con el color más oscuro (el más puro). El color sombra es el color carne (incarnazion) en su estado menos diluido, más puro. Así explica Cennini el procedimiento a seguir en la pintura al fresco en el mismo capítulo de su libro: “Y supongamos que has de pintar durante el día sólo una cabeza de santa o de santo joven, como es la de Nuestra Señora Santísima [...]. Procura hacerte un pincel fino y agudo, de cerdas largas y delgadas [...] y con este pincel dale expresión al rostro que hayas de pintar (recordando que se divide el rostro en tres partes: el cráneo, la nariz y la barbilla con la boca). Y ve con tu pincel casi enjuto, poco a poco dando este color, que se llama en Florencia verdaccio [...]. Después toma un poco de tierra verde bien líquida, en otro vasito y con un pincel romo de cerdas, exprimiéndolo entre el pulgar y el índice de la mano izquierda, empieza a sombrear debajo de la barbilla y más allí donde haya de ser más oscuro, insistiendo debajo del labio, en los extremos de la boca y debajo de la nariz; y un poco en los extremos de los ojos hacia las orejas. Y así con sentimiento ve tocando la cara y las manos y donde haya de ir la encarnación. Después, con un pincel agudo de pelo de marta, ve acentuando los contornos: nariz, ojos, labios y orejas con aquel verdacho (verdaccio). Maestros hay que, estando la cara en esta forma, toman un poco de blanco “de san Juan”, desleído en agua, y van

Detalle. Domenico Ghirlandaio. Retrato de Giovanna Tornabuoni, 1489-1490. Museo Thyssen-Bornemisza / Portrait of Giovanna Tornabuoni

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tocando los relieves del rostro por su orden; después hacen las roséolas de las mejillas y tocan con encarnado los labios; luego, con una aguada muy líquida de color en-carnación, lo acaban, terminando por darle encima unos toques de blanco”.

El tratamiento de la luz aprendido en la tradición flo-rentina contribuye a lograr esa solidez y claridad espa-cial que nos transmite la tabla de Ghirlandaio, y que no depende sólo de la pureza geométrica de las líneas del dibujo. Como señala E. H. Gombrich: “Es la atención a la apariencia de las formas sólidas modeladas en luz y sombra lo que da a la pintura florentina su calidad escul-tural [3]”

Leon Battista Alberti en su tratado De Pictura, (1435-1436), Libro II, 46-47, da instrucciones muy minuciosas sobre la relación entre sombra y color: “[...] Se advertirá inmediatamente que, sobre una superficie tocada por los rayos del sol, el color es más vivo y más claro y que a partir de ahí la fuerza de la luz decrece progresivamente, el color se oscurece. Finalmente es preciso señalar que las sombras responden siempre a las luces del lado opuesto, de modo que ningún cuerpo puede presentar una super-ficie iluminada por la luz sin que se encuentren sobre este mismo cuerpo las superficies opuestas cubiertas de sombras. En lo que respecta a reproducir las luces con el blanco y las sombras con el negro, te aconsejo poner un cuidado especial en reconocer las superficies que la luz o la sombra tocan por completo. Y esto lo aprenderás per-fectamente a partir de la naturaleza de cada cosa”.

Podemos ahora observar la cabeza de Giovanna: la cara iluminada destaca su nítido perfil frente al fondo oscuro de la hornacina, es la zona de mayor contraste lumínico de la tabla y sirve para establecer la distancia entre la figura y el fondo (Fig. I.4.1). El volumen de la cabeza se consigue con una cuidadosa observación de los cambios de tono y las medias tintas del color, siguiendo los consejos de Cennini. El detalle del rostro se completa con la aten-ción al brillo y la sombra que modelan el volumen en el peinado (Fig. I.4.2). Toques de luz dibujan las ondas más salientes de los rizos y destacan también el borde lumino-so del moño trenzado. Luz y detalle coinciden: un pincel muy fino dibuja las líneas del pelo iluminado, que destaca por el contraste con la sombra, como había aconsejado Alberti. La espalda de la joven y la parte posterior de la manga de su vestido son también zonas en sombra, pero aquí el efecto se consigue con un estudio minucioso de los

Fig. I.4.1: Detalle de rostro

Fig. I.4.2: Detalle peinado.

[3] Gombrich 2000, p. 21.31

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cambios de color sobre un vestido de seda, adornado con brocado, cuyo tejido se ha observado al detalle.

El lujo y la reflexión de la luz en los tejidos

El vestido de Giovanna muestra su elevado rango social y el gusto que se había desarrollado en la ciudad de Floren-cia en el siglo XV por los tejidos de calidad. En la Europa de su tiempo sólo los reyes y los nobles tenían derecho a usar ropas tan suntuosas. Dice Hills: “Las cortes terrenas eran, teóricamente, reflejos de la corte celestial, y la luz que brillaba con tanta intensidad en los ricos vestidos que en ellas se gastaban ofrecía una idea de la gloria de la luz eterna y celestial [...]. En los siglos XI y XII las telas se bordaban, se adornaban con brocados de oro —aurum battutum—, con oro y plata en hilos, láminas, placas estampadas, o con cuentas de cristal o perlas, producien-do el efecto de unos vestidos adornados con puntos de luz. [...] Pero hacia el 1300 el foco de atención se dirigió más que hacia estos adornos hacia la tela en sí, y [...] al aprecio de la calidad del tejido y de las distintas formas en que la luz se reflejaba sobre sus pliegues” [4].

Las sedas chinas decoradas con brocado y los tejidos en raso, que serían los más apreciados, empezaron a llegar a Europa con regularidad a finales de la Edad Media. Desde finales del siglo XIII, tras el viaje de Marco Polo, se es-tableció una ruta comercial con la ciudad china de Catay a través del Mar Negro, que se volvió muy segura en el siglo XIV. Italia recibió a través del puerto de Venecia la influencia del estilo bizantino y sasánida, que unió a la in-fluencia islámica procedente de Sicilia y España. La España musulmana fue uno de los centros sederos más importante de Europa. En el siglo XV, los mercaderes compraban en Granada la mayor parte de las sedas que enviaban a Italia para hacer los paños de seda. Había también una industria textil importante en Toledo y Valencia. A partir del siglo XIV, los tejedores italianos fueron capaces de copiar diseños orientales y desarro-llaron entonces las formas geométricas de la tradición hispano-árabe, y el arabesco del Islam. Tras la caída de la industria de Lucca en 1314, Florencia se convirtió en el principal centro textil de la Toscana.

Junto a la influencia de los tejidos orientales, la pintura toscana recibió la influencia de la cerámica islámica, sobre todo, de las brillantes bandas blancas adornadas con animados diseños, que trasladaron el gusto por el blanco y los tonos casi blancos a los vestidos que aparecen en la pintura de la región.

[4] Hills 1995, p. 124.

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La atención a los cambios de color y el brillo del vestido de Giovanna permite a Ghirlandaio un minucioso estudio de la iluminación, el relieve y la ilusión de profundidad. Es un magnífico vestido de seda con dibujos que pare-cen bordados, esta decoración se llama brocado, y en sus ejemplos más lujosos se hacía entretejiendo los motivos con hilos de oro o plata. Ghirlandaio observa los cambios del color del brocado según el lugar del vestido en que se encuentre: sobre el pecho es muy claro y apenas contrasta con el fondo amarillento de la seda. (Ese color de seda se llamaba “leonado”, sólo se conseguía en los tejidos de seda). Unas líneas muy finas dibujan el borde luminoso y el opuesto oscuro de cada uno de los motivos, producien-do un ligero relieve sobre el fondo. A la altura del hombro, hay una suave transición de la luz a la sombra, el brocado se oscurece y pierde relieve, mientras el fondo del tejido se convierte en un rosado luminoso que cae por la espalda, conservando en parte el brillo de la seda aún en la sombra posterior. Nuestra mirada oscila entre el motivo del tejido y su fondo brillante. En unas zonas el brocado es más claro y en otras más oscuro que la seda. Es el mismo efecto que se produce al contemplar los tejidos orientales más luminosos y la cerámica de Oriente Medio, por la interacción de motivo y fondo.

Los cambios del color en el paso de las zonas de luz a la sombra se tratan con el mismo detalle en la seda de las mangas, adornada con tiras y diminutas flores que van oscureciéndose a medida que la tela gira hacia abajo y ha-cia atrás, alejándose de la luz. Es más intenso el rojo del tejido de la manga en primer término, en su parte de sombra, que el del rubí que cuelga sobre el pecho de la joven y el del broche que destaca con pequeños brillos en la hornacina un poco más atrás. Entre ambas joyas se establece un juego visual, porque son parecidas, pero no idénticas, y porque el broche de atrás nos permite ad-mirar con más detalle sus lujosas formas, que en el otro apenas vemos en escorzo. La manga de seda acuchillada, siguiendo la moda italiana del siglo XV, tiene varias aberturas que dejan ver unos pliegues de la camisa blanca que Giovanna llevaba bajo el vestido y que se recoge primorosamente con cordones. Esa manga carmesí rica-mente adornada, compite en detalle y esplendor con los dos broches, que combinan también los colores rojos y blancos: rubíes y perlas, transparentes y brillantes a la luz (Fig. I.4.2).

Fig. I.4.2: Detalle manga de seda acuchillada, siguiendo la moda italiana del siglo XV 33

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Las joyas

En la Italia del siglo XV en las ciudades fabricantes de seda, los pintores dibujaban modelos para los tejidos y algunos diseñaron también joyas. Ghirlandaio, según cuenta Vasari, “fue orfebre en su primera juventud”. Giovanna lleva un colgante con un rubí engastado en una moldura de oro, con un pequeño berilo o aguamarina encima y tres perlas debajo. En la hornacina de detrás hay un broche de oro con un dragón alado que custodia un enorme rubí rodeado por tres berilos y dos perlas. (El berilo era una piedra preciosa de cristales hexagonales azules.) De la balda superior de la hornacina cuelga un rosario de cuentas de coral, como los que se fabricaban entonces en Génova y Nápoles.

Desde la Antigüedad las piedras preciosas se relacionaron con la magia, quizá porque los hombres no entendían bien su origen: ¿procedían de las estrellas? ¿De las plan-tas? ¿Del agua? Y, sin embargo, veían en ellas la per-fección de la Naturaleza. En el siglo XV todavía se man-tienen algunas de estas creencias, sólo en el siglo XVIII se puede hablar de un verdadero conocimiento científico en relación con estos temas. Y desde la Antigüedad las piedras preciosas se llevaron como amuletos. El rubí era la joya más apreciada en la época medieval, venía de la India y se llegó a pensar que nacía en el interior de la granada, historia que ya no se creía en el siglo XV. El rubí se relacionaba con lo espiritual, protegía a su poseedor de cualquier influencia maligna, incluso en el agua o el aire. El coral se creía de origen mineral. Fue muy utilizado en la Edad Media y el Renacimiento contra el mal de ojo y para prevenir la esterilidad, las mujeres lo llevaban en co-llares y brazaletes, y aparece muchas veces en los cuadros de la época. También se consideraban piedras preciosas las perlas, porque no se conocía bien su origen.

Se conservan retratos de orfebres y joyeros del siglo XV ofreciendo sus joyas a nuestra vista. Estos cuadros son anteriores a los primeros retratos de pintores, y hablan del reconocimiento social de los orfebres. Las joyas realza-ban la belleza y dignidad de la persona y eran símbolo de poder y prestigio; durante la Edad Media, distinguieron a las figuras divinas y a los señores de la tierra, que tenían su poder por la gracia de Dios. El Papa, los obispos y el emperador, como representantes de Dios en la tierra se adornaban con piedras preciosas para señalar su rango.

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A lo largo de la Edad Media, el oro fue la imagen mate-rial del poder temporal de los reyes, que había sido otor-gado por Dios, el supremo Rey. Y el oro se asociaba con la luz del sol, con la fuente de la vida y con el simbolismo divino de la luz. El sol y la luz, como fuentes de vida, simbolizaron en la estética de la luz a Dios, fuente de la vida espiritual. La arquitectura de la catedral gótica desarrolló este simbolismo y, en ella, las grandes vidrieras iluminadas por la luz se equipararon con joyas. Permitían a los fieles imaginar los muros de la Jerusalén celeste, que estaban hechos de piedras preciosas, como correspondía a la santidad de la ciudad de Dios y sus elegidos, que se conocería después del Juicio Final.

Los dos broches de rubíes y perlas y el luminoso rosa-rio de coral que acompañan a Giovanna no sólo subrayan su elegancia, sugieren también su pureza espiritual, equiparada a la belleza natural y la condición luminosa de las joyas. La luz entrando por la izquierda ilumina el perfil de la joven y la destaca frente a los pequeños y pre-ciosos objetos de la hornacina. Su pose de perfil nos niega su mirada y da un aire ausente a este retrato, nacido del deseo de conservar la presencia de la esposa amada.

Cita

“[...] Domenico di Tommaso Ghirlandaio, [...] fue puesto a la fuerza en el arte de la orfebrería, y no agradándole éste, se pasaba el tiempo dibujando. De manera que, habiendo sido dotado por la naturaleza de un espíritu perfecto y un gusto admirable y certero en la pintura, aunque en su primera juventud había sido orfebre, con la costumbre de dibujar continuamente, adquirió tal agili-dad, destreza y soltura, que muchos dicen que mientras que era lento como joyero, al retratar a los campesinos o a cualquier otra persona que pasara por el taller, les sacaba inmediatamente el parecido. Así lo prueban, en efecto, in-numerables retratos suyos donde se advierte una extraor-dinaria fidelidad.”

Giorgio Vasari, Vida de Domenico Ghirlandaio, pintor florentino, 1550 [5].

[5] Bellosi, opus cit., p. 398

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Hans Memling. Retrato de un hombre joven orante (anverso), y florero (reverso), c. 1485. Madrid, Museo Thyssen-Bornemisza / Portrait of a young Man praying (front), Flowers in a Jug (reverse)

Hans Memling, el retratista más célebre de Brujas, pintó esta pequeña tabla por ambos lados en torno al año 1485. Retrato de un hombre joven orante (anverso) presenta al donante dirigiendo sus plegarias hacia la derecha: una posición y un gesto que sugieren la existencia de una tabla central con la Virgen y el Niño, hoy en paradero desconocido. Según la tipología de los retablos de la época, esta obra formaba parte de un conjunto —díptico, tríptico o políptico— que se completaba con el retrato de una mujer. El Florero pintado en el reverso con lirios, iris y aquileas se mostraba al cerrar el retablo y era un testi-monio de la devoción mariana del donante.

Detengamos nuestra atención en el retrato. Un hombre en posición de tres cuartos se presenta de medio cuerpo con sus manos juntas en gesto de oración (Fig. I.5.1). Va ataviado con una ropa rica, privilegio propio de un alto nivel social: camisa blanca de lino con el cuello fruncido y

Hans Memling. Retrato de unhombre joven orante(anverso), y Florero (reverso)c. 1485. Madrid, Museo Thyssen-Bornemisza / Portrait of a young Man praying (front), Flowers in a Jug (re-verse)

Capítulo VDe la luz met af í s i ca a l a p lás t i ca

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cordones dorados y negros. Sobre los hombros, una capa negra con aplicaciones de piel cae con el peso de un paño caro y se abre a la altura de los brazos dejando ver el sobredorado que cubre la camisa. El tejido centellea con pequeños toques de amarillo muy claro, un brillo que sólo puede irradiar del más precioso de los metales, el oro. El joven se sitúa en el interior de una habitación al lado de una logia abierta al jardín. Nuestra mirada se dirige hacia el exterior enmarcado por la majestuosa columna de pórfido rojo y el tapiz oriental colocado en el antepecho. El jardín ocupa una franja sorprendentemente estrecha de la tabla, sin duda porque el paisaje continuaría en las tablas central y lateral, hoy perdidas. La composición piramidal de la figura se repite, invertida, en el triángulo de luz formado por la apertura de la capa que deja ver la ropa blanca.

Brujas y su tiempo

El retrato del joven revela un rostro de expresión sosega-da, con nariz recta, boca firme y ojos serenos bajo unas pobladas cejas. Se desconoce la identidad del retratado aunque algunos estudiosos le consideran italiano o español por su cabello moreno y sus facciones medite-rráneas. No resultaría insólito, porque entonces más de un veinte por ciento de la clientela de Hans Memling era del extranjero. En la segunda mitad del siglo XV Brujas se había convertido en la ciudad más próspera y dinámica del norte de Europa, y en ella se habían asentado comer-ciantes y artesanos procedentes de Italia, Francia, España, Inglaterra y Alemania. Entre Flandes y Castilla se crearon unas relaciones comerciales muy fluidas debido al comercio de la lana y fueron muchas las obras encarga-das por españoles a Memling.

El propio Memling era extranjero, nacido en Seligenstadt, Alemania. Tras la muerte de su maestro Rogier van der Weyden en Bruselas, se había trasladado a Brujas en 1465 atraído por las mayores posibilidades de obtener clientes para su especialidad: la pintura sobre tabla. Memling heredó de su maestro muchas de sus fórmulas compositivas, pero también se diferencia notablemente de su obra. La colección Thyssen-Bornemisza posee un retra-to atribuido a Van der Weyden, supuesto retrato de Pierre de Bauffremont, conde de Charny, donde reconocemos su estilo y las diferencias respecto a su discípulo. Donde Van der Weyden muestra pasión y expresividad a través del uso prodigioso de la línea, Memling se mantiene sereno y equilibrado; donde Van der Weyden ensalza el patetismo,

Fig. I.5.1: Detalle de las manos del joven orante37

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Memling conserva la quietud y la armonía. Ambos desta-caron por una admirable destreza técnica, consiguiendo un gran virtuosismo a través de la representación minu-ciosa de los detalles. Los primitivos flamencos, con Jan van Eyck y el propio Van der Weyden a la cabeza, habían logrado tal grado de perfección descriptiva que los clientes daban por hecho que un pintor fuera capaz de imitar la realidad convincentemente. Se esperaba que aportasen algo más: en el caso de Van der Weyden con-mover, inquietar y en el caso de Memling agradar, de-leitar.

Nace el retrato

Fue en el retrato donde Memling aportó las novedades más destacables, acuñando una tipología de belleza y contención. Introdujo todas las variaciones posibles de fondos y, además, logró una síntesis de estilización y vero-similitud entre la obra de Van der Weyden y Van Eyck.

Retrato de un hombre joven orante es un buen ejemplo. Aunque desconozcamos la identidad del retratado, se deduce por su indumentaria y por la tipología de la obra que se trataba de un joven noble y acaudalado. En esa época, los clientes decidían el tamaño, la postura y el tipo de fondo con los que querían ser inmortalizados. Memling podía ofrecer fondos lisos, interiores, interiores con vistas de paisaje y vistas continuas de paisajes. El fondo liso era siempre más económico que el paisaje y según su comple-jidad se iba incrementando el coste. Era costumbre entre los extranjeros encargar retratos de pequeño formato que cumplían una doble función: ser retratados de la mano de un artista célebre y llevarse un recuerdo de Brujas.

Unificado por la luz

En el retrato la iluminación suave y difusa unifica el espa-cio y crea una atmósfera envolvente en torno a la figura. No encontramos luces contrastadas ni fuertes claroscuros, sino una delicada gradación de los tonos. El color restrin-gido del vestuario sirve para que Memling establezca una escala tonal desde el profundo negro de la capa hasta la blancura intensa de la camisa, pasando por infinitos matices de tonos en las carnaciones. El pintor observa los fenómenos ópticos de manera empírica y advierte que la luminosidad que percibimos en los objetos no depende de su luminancia, sino de su valor tonal respecto del con-junto. Algunos años antes, el teórico renacentista Leon Battista Alberti había prevenido a los pintores sobre este fenómeno óptico y aconsejaba unificar las fuentes E

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de iluminación en una sola para hacer más comprensi-ble la distribución de las luces. Un consejo que el artista renano parece haber tenido en cuenta por la coherencia que aporta al unificar la luz que ilumina al joven desde el exterior. Se trata de una luz natural y única que entra por la ventana y produce un reflejo vertical en la columna, captando su textura lisa y pulida. En cambio, el tapiz oriental se mantiene mate por su textura lanuda, que absorbe la luz sin producir brillos. En el rostro del joven unos pequeños toques de luz blanca en las pupilas, en el caballete de la nariz y cinco ligerísimos toques de blanco en la boca nos informan de la dirección lateral de la luz.

El modelado del rostro y de las manos está construido por superposición de veladuras. El artista trabajaba partien-do de un fondo monocromo de tono medio, al que añadía las luces y sombras desde los primeros dibujos subya-centes, yuxtaponiendo delicadas y sutiles veladuras hasta crear un efecto blando y fundido. Componía distribuyen-do planos de luz y de sombra para dinamizar un espacio pictórico plano. Primero, el rostro iluminado se recorta en un óvalo formado por el sombreado que comienza en el pómulo y sigue por la barbilla hasta el cabello oscuro del orante. Siempre alternando los juegos de luz-sombra y sombra-luz, a continuación siluetea el cabello oscuro sobre un fondo iluminado creando el efecto de halo lumi-noso. Esta combinación de luces, medios tonos y sombras es una de las cualidades que más modernidad aporta la obra de Memling.

El fenómeno de las sombras

El reverso muestra una naturaleza muerta con un sencillo florero de cerámica que recoge lirios, iris y aquileas. El florero apoya sobre una mesa vestida con un tapiz orien-tal, cuyo vibrante cromatismo aporta luz y movimiento a una composición de tonos apagados; al mismo tiempo crea un foco de atención donde fijar la mirada para acer-carnos el plano de la mesa. La composición es armónica y serena; predomina la verticalidad marcada por el eje cen-tral de los lirios que atraviesa la obra de arriba a abajo, mientras las flores se distribuyen simétricamente a cada lado. Ningún elemento desordena la pulcra disposición de los objetos, todo está medido y estudiado. Incluso los tres pliegues del tapiz están distribuidos coincidiendo con los tres campos geométricos dominantes. El tapiz, que se conoce como tipología “a lo Memling”, era un accesorio decorativo del taller del artista incluido en muchas de sus obras. E

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Además de ser un ejemplo muy temprano del género de las naturalezas muertas —según Pächt el más tempra-no— Florero ha llegado hasta nosotros en un excelente es-tado de conservación, especialmente la cerámica y el tapiz oriental. En el gótico los objetos se incluían en las escenas religiosas como atributos iconográficos y su papel era muy secundario. Sin embargo, en esta tabla se independi-zan y adquieren un protagonismo absoluto, al tiempo que mantienen el simbolismo religioso aludiendo a la Virgen María, a sus gozos y penas. Los lirios blancos simbolizan su pureza y el milagro de la Inmaculada Concepción, los iris recuerdan a María como Reina de los Cielos y su papel de Mater Dolorosa durante la Pasión. Por último, las casi imperceptibles aquileas eran conocidas en tiempos de Memling con el nombre francés ancolie, por melancolía, y además, se refieren al Espíritu Santo. Hasta el florero contiene una referencia religiosa: esta cerámica española o italiana lleva pintada en su cuerpo globular el mono-grama de Cristo.

Memling se sirve de un efecto ilusionista para situar al florero dentro de una hornacina, pintando una estrecha franja de menos de un centímetro en ambos márgenes verticales. Casi imperceptibles, estas líneas crean un juego de planos en el que la luz y la sombra adquieren el pro-tagonismo absoluto para definir el espacio pictórico (Fig. I.5.2). Con este artificio el pintor combina distintos nive-les de realidad y percepción, un recurso heredado de Jan van Eyck y Rogier van der Weyden, quienes a menudo pintaban marcos y antepechos fingidos en sus tablas.

Trabajando en el interior de su taller, iluminado por luces artificiales, el artista aprovecha la libertad que le aporta el pintar ante el motivo y se recrea en los efectos lumíni-cos que producen las distintas superficies de los objetos. Según el artista contemporáneo británico David Hockney [1], el tapiz oriental en esta obra contiene la prueba vi-sual que demostraría que los artistas del norte de Europa se servían de instrumentos ópticos desde finales del siglo XV. Este tapiz está pintado con dos puntos de fuga dis-tintos, uno para el campo geométrico delante del florero y otro para el de detrás. Hockney señala que los diferentes puntos de fuga se deben al uso de un aparato óptico en lugar de a la perspectiva geométrica. Sugiere que proba-blemente pintase la parte delantera primero y volviera a enfocar su lente antes de pintar la zona de atrás debido a problemas de profundidad de campo. Esta sería la razón de encontrar dos puntos de fuga en un mismo espacio.

Fig. I.5.2: Detalle de florero y sombra[1] Hockney 2001.

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Frente a la coherencia y unidad que aporta la luz única de Retrato de un joven orante, el Florero del reverso supone un derroche de luz artificial y arbitraria. Memling investiga los fenómenos visuales sirviéndose de una luz principal y una complementaria para enriquecer los efectos lumínicos de los objetos. La luz principal cae lateralmente desde la derecha sobre el jarrón, proyectando su sombra sobre el tapiz y la pared del fondo. Mancha el tapiz, enturbiando los colores, y vela la pared del fondo definiendo la es-quina de la hornacina. En la parte superior de la tabla se proyecta otra sombra esbatimentada, cuyo origen queda fuera del marco de la obra. Las sombras proyectadas eran tan naturales como difíciles de explicar y el pintor me- dieval prefería ignorarlas porque “manchaban” el brillan-te color local y alteraban las composiciones cromáticas. Los primitivos flamencos las introducirán como un fenó-meno natural inseparable de la luz. En las obras de Jan van Eyck y Robert Campin las sombras de los objetos emergen pintadas con convencionales triángulos oscuros. Una generación después, Memling hace alarde de su fina observación de los fenómenos ópticos cuando emplea unas sutiles veladuras de óleo muy transparente para definir el suave perfil de la sombra sobre la pared.

La segunda luz complementaria ilumina frontalmente la cerámica esmaltada creando dos pequeños realces blan-cos que definen su volumen y devuelven un reflejo, para continuar encendiendo los vivos colores del tapiz y alum-brando la parte izquierda de la hornacina. La textura de lana de la alfombra, el lustre de la cerámica vidriada o la frescura de las flores son propiedades particulares de los objetos que Memling consigue sacar a relucir captando los efectos más transitorios: un toque de luz, una sombra fugaz.

Cita

“Pero, en cuanto a lo que pertenece a imitar las luces con blanco y las sombras con negro, te aconsejo que pongas el mayor estudio en conocer las superficies que están cubiertas de luz o sombra. Esto puedes aprenderlo muy bien de la naturaleza y de las cosas mismas. Cuando luego las hayas dominado de modo perfecto, entonces cambiarás el color con un poco de blanco, que aplicarás en su lugar correspondiente tan levemente como puedas y añadirás en el lado contrario un negro semejante. Pues con esta contrabalanza, por así decirlo, de blanco y negro, los relieves que surgen se hacen más evidentes.”

Leon Battista Alberti, De la Pintura, 1436.

Detalle. Hans Memling. Retrato de un hombre joven orante (anverso), c. 1485. Madrid, Museo Thyssen-Bornemisza / Portrait of a young Man praying (front).

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“El marfil y la plata son de un color blanco que, puesto junto a plumas de cisne, parece pálido. Por esa razón, en la pintura las cosas parecen muy luminosas cuando hay una buena proporción de blanco y negro, como la hay de iluminado a sombrío en los propios objetos; pues todas las cosas se conocen por comparación.”

Leon Battista Alberti, De la Pintura, 1436.

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Domenico Beccafumi. La Virgen y el Niño con san Juanito y san Jerónimo, c. 1487. Madrid, Museo Thyssen-Bornemisza / The Virgin and Child with the Infant Saint John and Saint. Jerome

Este tondo, realizado en la segunda década del siglo XVI, nos remite al primer manierismo toscano, particular-mente de la Escuela de Siena. Beccafumi es su principal representante junto con Il Sodoma (1477-1549) —maes-tro activo en la ciudad desde principios del siglo— y Bal-dassare Peruzzi (1481-1536). Nacido de humilde origen, adoptó el nombre del que fue su protector, Lorenzo Beccafumi, gracias al cual pudo formarse en Roma y Florencia. En él dejaron su huella las pinturas de Perugino, Fra Bartolomeo y Rafael, admirando tam-bién las de Miguel Ángel y Leonardo. Por encima de estas influencias, Beccafumi destacó por un gusto muy personal en el sombreado y una estilizada delicadeza. Su estilo maduro se fue alejando de los postulados del clasi-cismo romano que habían impregnado sólo temporal y parcialmente su obra durante sus estancias en la Ciudad Eterna (en 1511, 1519 y, en menor medida, 1541). Un fuerte énfasis en los efectos lumínicos fue definiéndose y adquiriendo carta de naturaleza en su creación madura, a la que pertenece esta tabla. Este cuadro ha sido datado

Domenico Beccafumi. La Virgen y el Niño con san Juanito y san Jerónimo, c. 1523-1525. Madrid, Museo Thyssen-Bornemisza / The Virgin and Child with the Infant Saint John and Saint. Jerome

Capítulo VIDe la luz met af í s i ca a l a p lás t i ca

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por su proximidad estilística con la Natividad de la iglesia de San Martino en Siena, algo anterior a 1524, ya de vuelta de Roma. De esa obra dijo Vasari que fue en ella donde Beccafumi mostró su estilo propio, diferenciado claramente del de Sodoma, hasta entonces de mayor reputación en el entorno local, y cuya influencia también se había dejado sentir en la primera época de Beccafumi. Esto es, al menos, lo que sostenían muchos biógrafos del pintor. En realidad, entre Beccafumi y Sodoma existió una fuerte rivalidad.

El manierismo delicado de Beccafumi

Cuando hablamos de manierismo aludimos a un pe-riodo artístico que, desarrollándose durante el cinquecento, consumó el fin del Renacimiento clásico. Diverso en sus opciones y en las creaciones de los artistas, ofreció la originalísima obra de los primeros manieristas florentinos (Pontormo, Rosso, Bronzino) y la de los artis-tas romanos (Perino del Vaga, Giulio Romano, Daniele da Volterra, Salviati, etc.) más apegada al legado de los grandes maestros Leonardo, Miguel Ángel y Rafael. Por su parte, la Escuela Veneciana (Tintoretto, Veronés, etc.) se dife-renció siempre con claridad de los estilos centro-italianos. El manierismo era una búsqueda de nuevos lenguajes a partir de la lección de la Antigüedad clásica y de la obra de los maestros; una tensión entre el respeto a aquellos y un impulso anticlásico, imaginativo y sub-jetivista. Sobre esa tensión, unos aplicarían fórmulas más convencionales combinando las “maneras” de los maestros y desarro-llando a partir de ellas sus vocabu-larios pictóricos, otros emplearían una auténtica e inno-vadora distorsión de los valores del pleno Renacimiento. Se producirá entonces una alteración expresiva de las proporciones corporales, un concepto del color antinatu-ralista, un gusto por el movimiento y la tensión de las figuras con énfasis en giros y poses inusitados del cuerpo, y una tendencia a la desestabilización de la composición que contrasta con el deseo renacentista de solidez formal ideal. Beccafumi estaba más próximo a las libertades de los manieristas florentinos que a los modos formales de los romanistas. Como aquellos, alargó el canon de propor-ciones, como vemos en la mano y el cuello de esta Virgen, aunque no tanto como lo haría con sus figuras el pintor Francesco Mazzola “Il Parmigianino” (1503-1540). En este tondo, el pintor sienés retuerce la postura del Niño en un acusado contrapposto —cabeza, brazos y piernas están dispuestos en direcciones divergentes— y opta por dotar a sus luces y colores de una intensidad especial, suavemente E

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expresiva. Vemos cuatro personajes: los niños Jesús y san Juanito, la Virgen María en el centro y detrás san Jeró-nimo. Representado éste como anacoreta, viste un sayo burdo y lleva en su mano una piedra: uno de los atribu-tos con los que suele aparecer, simbolizando con ella la piedra con la que se golpea el pecho. Siempre con larga barba, este santo, que fue también estudioso y traduc-tor de la Biblia además de consejero papal y doctor de la Iglesia, constituye aquí el contrapunto formal de san Juan Bautista niño que porta en sus manos una filacte-ria donde se lee parcialmente “ECCE AN[GNUS]” (Fig. I.6.1). Beccafumi pintó muchos tondos al óleo sobre tabla como éste, realizando en varias ocasiones una escena muy parecida, como la Sagrada Familia con san Juan niño, en donde la figura en penumbra de san José ocupa el lugar que aquí se reserva al santo. El formato circular posee resonancias simbólicas al ser el círculo, para la estética renacentista, una forma perfecta, cerrada y contenida, sin principio ni fin. Podemos recordar también otros tondos famosos anteriores, como el miguelangelesco Tondo Doni (c. 1503-1504) y la Madonna della sedia (Virgen de la silla, 1514-1515) de Rafael, que Beccafumi pudo conocer. Como en estos casos, el formato fuerza la concentración de la composición hacia delante, reduciendo el fondo, que casi desaparece, pues son las figuras las que ocupan la totalidad del espacio. El perímetro redondo potencia esquemas compositivos cerrados, como el grupo central de la escena, la Virgen y el Niño, que se inscriben en un triángulo. Esta composición piramidal queda equilibrada y se asienta con firmeza en una base amplia —el regazo de María— que ocupa la totalidad del cuadrante inferior de la circunferencia.

El sombreado de los cuerpos

La pintura de Beccafumi se caracteriza por un uso par-ticular de los efectos lumínicos. Pero al decir “efectos lumínicos” hemos de diferenciar dos partes: el sombreado particular de cada figura u objeto y la iluminación gen-eral de la escena. En el Renacimiento los tratadistas distinguían claramente ambas premisas. La iluminación particular —el juego de luces, sombras y medias tintas— tenía por objetivo fundamental realzar las formas, ha-ciendo que simularan el relieve. Cuanto más apariencia de relieve, mejor valorada era una pintura.

La forma en que el pintor sienés ha resuelto el cla-roscuro de las figuras es preciosista y sutil. Constituida por transparentes veladuras, describe los cuerpos me-

Fig. I.6.1: san Juan Bautista niño porta en sus manos una filacteria45

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diante delicadas transiciones de la luz a la sombra, re-creando el procedimiento del llamado sfumato, por el que fue especialmente renombrado Leonardo da Vinci. Casi imperceptibles, ligeras y transparentes, las sombras se deshacían como “humo” sobre la carne. Esta metáfora del humo, repetida por Cennini y Leonardo, reaparece en Giorgio Vasari en su biografía de Beccafumi, a quien atribuyó esa misma maestría y a quien consideraba, además, “brioso en el dibujo, copioso en las invenciones y muy delicado colorista” [1].

Es necesario señalar la manera que representa el artista sienés las figuras con arreglo a su edad, como prescribía la tradición. San Jerónimo tiene una carnación oscura, aunque no sólo por estar situado en penumbra, sino por su edad y condición. Para representar los cuerpos de los ancianos, los tratadistas daban directrices sobre lo apro-piado de testimoniar la vejez dándole a la piel un aspecto oscuro, cetrino y surcándola de arrugas. En cambio, los niños pequeños debían ser pintados con colores claros, bien iluminados por tonalidades carnosas, rosáceas y transparentes. También así debía de ser la pintura de las jóvenes mujeres en la plenitud de su edad: mejillas rosa-das, piel luminosa y suave claroscuro. Desde la Antigüe-dad, el color sonrosado de la piel evidenciaba la presencia de luz en el cuerpo, siendo ésta también calor, por lo cual la figura mostraba belleza y salud. La forma de realizar el claroscuro de los cuerpos que lleva a cabo Beccafumi buscaba emular la tridimensionalidad escultórica, lo cual era posible cuando la iluminación general era uniforme, sin contrastes fuertes. Alberti y muchos teóricos rena-centistas posteriores insistían en que la iluminación ideal debía ser moderada: ni muy fuerte ni muy débil, porque las luces intensas aplanan las formas y no permiten apre-ciar sus redondeces, y las excesivas sombras las ocultan a la vista.

Una iluminación jerárquica

Según Leon Battista Alberti, debía existir un único foco luminoso en la escena representada. La fuente de luz no debía ser visible en el cuadro, pero sí sus efectos unifi-cadores, mostrando las formas incluso a través de las sombras, que debían ser ligeras y velar más que ocultar. En este tondo de Beccafumi podemos apreciar cómo el dulce sombreado de las carnaciones modela suavemente y proporciona relieve a las figuras. Sin embargo, la ilu-minación a la que somete toda la composición se aleja del concepto lumínico clásico para adoptar un tono muy

[1] Vasari 1967, vol. V, p. 384.

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personal. Podemos ver que no hay uno, sino dos focos de luz. El primero, cenital, cae a plomo desde arriba e ilu-mina la coronilla de la Virgen con las telas plegadas de su manto, su frente y la parte alta de las mejillas, así como el frente de su nariz. Sigue hacia abajo, iluminando el escote y haciendo que el rosado de la tela se aclare hasta ser casi blanco (Fig. I.6.2). Luego llega al libro y toca la manga y la muñeca de la Virgen. El otro foco estaría en el lateral izquierdo (según lo vemos nosotros) no en el cen-tro, sino algo más bajo, e ilumina plenamente al Niño. En él solo hay sombras que en ningún momento ocultan su cuerpo, a base de veladuras que describen las calidades y brillantez de su tierna piel. A la filacteria de san Juanito le llega también esa luz, cerrando la composición por ese lado y devolviendo la mirada al centro visual del cuadro: el libro y la cabeza del Niño.

Estos dos focos están imbuidos de un sentido jerárquico y místico, pues quienes reciben plena luz son los personajes sagrados, el Niño y la Virgen; san Juanito está iluminado sólo parcialmente, sobre todo su ensortijado y encendido cabello rojo y su brazo derecho. En cambio, san Jerónimo permanece en un plano retrasado, envuelto en sombras que le mantienen a distancia de los personajes princi-pales. Estos tres planos de luz corresponden, así, a tres niveles de relevancia simbólica.

Beccafumi se mantiene fiel a las concepciones metafísicas de la luz derivadas del neoplatonismo y del misticismo medieval. La luz, reflejo de la Gracia divina, “toca” a los personajes. Sin embargo, el pintor sienés es también fiel a la imitación de la naturaleza y sus efectos, tan propia de su época, que le lleva a analizar otros efectos lumino-sos que confieren naturalismo a la imagen. Detrás de la Virgen sitúa un pilar, tectónicamente ambiguo, que cierra la composición por detrás y empuja las figuras hacia delante. No parece tener más sentido que el de propor-cionar una superficie lisa sobre la que simular la sombra proyectada de la Virgen. Ésta es coherente en tamaño con la cabeza, pudiéndose deducir que el foco de luz está a una altura suficiente. Las observaciones sobre el tamaño de las sombras proyectadas constituían un aspecto que los tratadistas no descuidaban, siendo fenómenos reseñables que proporcionaban información sobre la naturaleza y distancia del foco luminoso y, consecuentemente, sobre el talante de la composición pictórica. De este modo, no era lo mismo una sombra alargada, proyectada por una luz baja de atardecer o de hoguera, que la del sol en su cenit o aquella producida por antorchas o velas. Caso especial

Fig. I.6.2: Detalle iluminación jerárquica47

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es aquí el Niño que, aunque debería proyectar su propia sombra sobre el pecho de su madre no lo hace, pues no posee tal sombra: dato simbólico de la esencia espiritual de su persona divina, no material o mundana.

La luminosidad de los colores y los toques de oro

Utiliza Beccafumi una rica gama de colores que sabe iluminar sabiamente. Destaca el cromatismo del manto de la Virgen, en azul y verde amarillento, casi color lima, que con los amplios pliegues de la tela recibe la luz y se ve modelado por ella. Los pintores manieristas gustaban de colores no convencionales, optando por tintas poco natu-ralistas, muy buscadas por sus características propias, como efectos tornasolados y cambiantes, contrastes poco comunes —como este azul-verde— o la riqueza de textu-ras que propiciaban un notable virtuosismo y decorativis-mo presentes también en muchas creaciones manieristas. El azul del manto mariano es color simbólico habitual en este tipo de iconografía; es el color del cielo y, por tanto, manifiesta que María participa de lo celestial. También es un color muy valioso, ya que tradicionalmente se trata del azul ultramar, especificado en los contratos de los pin-tores al igual que la cantidad de pan de oro a utilizar en un cuadro. Por su parte, el color verde gozaba de aprecio desde la Baja Edad Media por simbolizar la primavera, el renacer de la vida. El valor material y el espiritual se con-centran en el indumento más característico de la Virgen.

Los colores brillantes que reciben directamente el impac-to de la luz son los de los cabellos de Jesús y san Juanito: amarillos y rojizos. El de María es también rojizo —lo cual es frecuente en las vírgenes de Beccafumi—, pero se oculta bajo el manto con que se cubre la cabeza. Cabellos infantiles, rizados y dinámicos, sedosos y alegres: Beccafumi parece recrearse especialmente en ellos. Los bucles de Jesús, dorados, sustituyen el tradicional uso del oro por los pigmentos amarillos, siguiendo la reco-mendación de Alberti: “Hay quienes emplean el oro de modo inmoderado, porque creen que el oro da una cierta majestad a la historia [...], intentaré imitar esta abun-dancia de rayos áureos antes con colores que con oro, que casi deslumbra los ojos de los espectadores desde cualquier parte” [2]. Para Alberti el oro deslumbra y hace que los colores parezcan apagados. Recomienda la virtuosa utilización de los pigmentos en una opción que también supone un gusto naturalista que hizo que mu-chos pintores renacentistas fueran abandonando los oros: pensemos en los reproches que en este sentido Julio II le

[2] Alberti 1999, p. 111.

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hizo a Miguel Ángel en la bóveda de la Capilla Sixtina por descartar el uso de oro.

Sin embargo, en este tondo Beccafumi no ha prescindido totalmente del resplandor áureo. Lo que sí ha hecho ha sido dosificarlo tanto y de tal manera que sólo una mi-rada atenta ante el cuadro en el museo —casi nunca su reproducción— puede descubrirnos la presencia del oro. No emplea panes, sino una pintura aplicada con pincel muy fino. San Juanito porta una delgadísima cruz de oro, y la Virgen tiene un nimbo casi imperceptible, visi-ble sólo en la parte superior a base de un rayado fino. Lo que resulta más curioso es el cabello del Niño Jesús: de rizos dorados, revolotean con gracia y están pintados con un amarillo muy vivo, pero en la parte alta de su cabeza el rizo deja de ser pigmento amarillo y se transforma en oro: apenas unos trazos curvados, rápidos, que repiten el ritmo circular de los demás rizos. También hay un frag-mento de nimbo en la parte baja de la cabeza del Niño, junto a los dedos de su madre que sujetan suavemente su espalda (Fig. I.6.3). Cennino Cennini en su tratado escrito a fines del siglo XIV [3] recomendaba dos técnicas para detalles muy pequeños y zonas concretas de oro. Una era mediante una pintura de oro falso (llamada por él por-porina, “purpurina”) a base de estaño, azufre y mercurio fundidos y aglutinados con clara de huevo y goma. Otra consistía en oro puro molido con clara de huevo. Con cual-quiera de estos procedimientos se lograban efectos como los que vemos en este tondo: unas sutilísimas líneas de oro que nos ayudan a valorar ciertos efectos entre lo visible y lo invisible, con los que el artista se entrega al detalle del más mínimo y sutil efecto de luz.

Cita

Vasari describe la figura de la Justicia en la Sala del Consistorio del Palacio Público de Siena: “Es una mara-villa, porque el dibujo y el colorido que tiene en los pies comienza oscuro, va hacia las rodillas más claro, y sigue así poco a poco hacia el torso, los hombros y brazos, de manera que la cabeza se va llenando de un esplendor celestial que hace parecer que la figura poco a poco se transforme en humo”.

Giorgio Vasari, “Vita di Domenico Beccafumi”, Le Vite, 1568.

“Como yo las he observado muchas veces, he compren-dido también que muchos utilizan esta luz de distinto

Fig. I.6.3: Detalle cabello del Niño Jesús[3] Cennini 2002, pp. 197-199.

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modo, porque la dan fiera, espaciosa, grande y muy abi-erta; en otros es escasa, débil, sombría, casi mortecina. Este último modo encierra mayor ciencia, destreza y conocimiento que el primero, pues bajo una luz débil el relieve y el natural muestran todos los detalles de sus músculos, aunque sean delicados, mejor que con la luz brillante”.

Giovanni Battista Armenini, De los verdaderos preceptos de la Pintura, 1587.

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Glosario.

La representación de la luz en la pintura del Museo Thyssen-Bornemisza

All’antica: Decoración de gusto clasicista que toma como modelo los restos arqueológicos del arte greco-romano encontrados durante el Renacimien-to.

Antepecho: Cierre inferior de un vano que sirve para apoyarse y mirar al exterior.

Blanco de plomo o albayalde: Carbonato básico de plomo. Hasta mediados del siglo XIX era el único pigmento blanco utilizado en la pintura al óleo.

Blanco de san Juan: Es un color blanco hecho de cal, compuesto por carbonato cálcico, llamado por Cennini Bianco di Sangiovanni.

Brillo: Luz percibida por el ojo como procedente de un punto luminoso, o reflejada por un objeto puli-mentado que parece él mismo el foco de ella.

Brillo fulgurante: Resplandor percibido por el ojo como procedente de un punto luminoso o reflejado por un objeto pulimentado que parece emitir él mismo esa luz.

Brocado: Tela de seda con dibujos en relieve que parecen bordados, y se hacen entretejiendo hilos de oro y plata, u otra clase de hilos. Los brocados de oro y plata fueron las creaciones más suntuosas del arte textil del siglo XV.

Cardenillo: Color verde compuesto de resinato de cobre. Se usó mucho a finales del siglo XV y du-rante el siglo XVI; desaparece poco después porque oscurece rápidamente.

Carmesí: Fue el color más apreciado para los teji-dos de seda, seguramente porque se utilizaba un tinte caro y difícil de conseguir.

Color local: El verdadero color de un objeto, sin

modificaciones por la luz, las condiciones at-mosféricas o por el color de los objetos del entorno.

Contrapposto: Término italiano que designa la postura de una figura pintada o esculpida. Las partes del cuerpo se hallan “contrapuestas”, en direcciones diferentes, respondiendo a un mo-vimiento coordinado. El artista debe conocer bien la anatomía y valorar correctamente los contrape-sos y equilibrios.

Craquelado: Fisuras o líneas de ruptura en la capa pictórica y en el aparejo, visibles en la superficie de la obra. Las fisuras se producen porque el óleo pierde flexibilidad con el paso del tiempo y se con-vierte en una capa frágil, vulnerable a los cambios de tensión. La causa de ruptura más frecuente se debe a los movimientos mecánicos del soporte, ya sea tabla o tela, cuando se contraen o dilatan por los cambios de humedad.

Dibujo subyacente: Los trazos del dibujo o esbozo de lo que va a ser la composición pintada. Se realizan sobre la preparación primero con carbón y después con color pardo o azul. Aunque permane-cen ocultos cuando la pintura está terminada, pueden apreciarse en todo su detalle por medio de la reflectografía infrarroja.

Esbatimentada: Término utilizado por los tra-tadistas renacentistas, que deriva del italiano, para nombrar las sombras que un objeto proyecta sobre otro.

Filacteria: Cartela o cinta en la que se inscribe al-gún nombre o texto, y que acompaña la represen- tación de una figura como, por ejemplo, un pro-feta.

Logia: Galería cubierta, abierta al menos en un lado al exterior.

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Luminosidad: Cualidad que tiene un color para ir-radiar luz.

Luminosidad: Cualidad que tiene un color para ir-radiar luz.

Manga acuchillada: Fue creada en la moda italiana del siglo XV, tenía varias aberturas que dejaban ver la camisa blanca que se llevaba debajo y que se recogía con finos cordones.

Reflejo: Es la proyección de la claridad del color de un objeto sobre otro. Los efectos del reflejo varían en color e intensidad según la diferencia de luz, materia y textura, y según la colocación del cuerpo sobre el que se producen. Sfumato: Término italiano que designa cierta cualidad en el sombreado de objetos y figuras a base de suaves transiciones de luz y sombra, como si se tratase de humo. También se puede utilizar la palabra castellana Esfumado. Con esta forma de sombreado los perfiles se desdibujan y hacen imprecisos, dando la sensación de que se funden con la atmósfera interpuesta.

Sombra proyectada: También llamada esbatimen-tada. La que arroja cualquier objeto o figura sobre otro, o sobre una superficie. Su intensidad, tamaño y longitud están en función de las dimensiones del objeto que la proyecta y, sobre todo, de la intensi-dad y dirección de la luz que lo ilumina. Temple: Técnica pictórica que consiste en diluir los pigmentos secos en agua y espesarlos formando una emulsión con un aglutinante que puede ser huevo, leche, látex de higo, gomas o ceras. Se seca rápidamente y consigue colores muy estables, lu-minosos y mates. Cae en desuso cuando se difunde la pintura al óleo.

Tondo: Palabra que procede del italiano rotondo y que define una obra pictórica o relieve escultórico de formato circular. Los tondos fueron frecuentes en el Renacimiento italiano.

Tono: Es el grado de saturación o luminosidad presentado por un color. El término también hace referencia al valor de un color (tonos claros u os-curos), al efecto predominante de los colores (una pintura fría de tono) y al grado de intensidad del colorido. Los tonos cálidos están en la gama de ro-jos y anaranjados; los fríos en la de verdes y azules.

Toques de luz: Los puntos en que la luz es más in-tensa, es decir, más luminosa, y produce el efectoóptico de relieve, porque lo claro rodeado de oscuro se percibe más cerca.

Valor tonal: Es la medida de la claridad de un color en relación con la escala que va del negro al blanco o del tono más oscuro al más claro de un color. Se aprecia contemplando la obra con los ojos entor-nados para olvidarse del dibujo y atender solo a los valores de claridad y oscuridad.

Veladuras: Se basa en la transparencia y es una capa muy fina de color al óleo muy diluido medi-ante el disolvente (esencia de trementina o aguarrás), que se aplica sobre la preparación o so-bre otro color, matizándolo. Se pinta superponien-do veladuras semitransparentes, pero cuidando de que la anterior haya secado bien.

Verdaccio (tierra verde): Según el Libro dell’Arte, de Cennini, es el color que sirve para pintar la carne y para hacer las sombras y contornos, y se prepara mezclando una parte de negro y dos de ocre.

Visión atmosférica del color: Los colores varían de tono según la distancia a que se encuentre el objeto en relación con el ojo del espectador. Los más cercanos se perciben con mayor intensidad que los más lejanos. La perspectiva atmosférica o aérea consiste en obtener un efecto de profundidad atenuando los contrastes de los colores en los pla-nos más alejados.

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