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De Nuevo Estamos Tú y Yo

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Relato bélico basado en universo de Infinity The Game

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Page 1: De Nuevo Estamos Tú y Yo

(Relato 1) “De nuevo estamos tú y yo, mi inês”, pensó mientras acariciaba con suavidad el

agarre de su arma con la derecha y movía lentamente los dedos de la izquierda sobre el gatillo. Aquello le ayudaba a destensar un poco los músculos sin perder su posición. Miró el pequeño auricular de comunicaciones, apagado, colgando por el cuello de su chaleco y se preguntó si sería posible que la misión hubiera acabado sin que él se enterara y lo hubieran dejado en aquel agujero de mierda. Si había pasado aquello sin lugar a dudas se encargaría de Diogo cuando lo viera. El sargento había ordenado silencio por radio durante las próximas horas y eso había hecho, silencio absoluto. Soltó un bufido. Odiaba al sargento. En realidad odiaba cualquier cosa que no fuera su inês: los mosquitos, el verde, el marrón, el olor a fango, el cielo azul, todo aquello también lo odiaba… ¿Cuánto había pasado desde que llegara a aquella posición? ¿Cuatro horas? Miró una vez más a través del telémetro de la mira telescópica de su rifle de francotirador. Era antigua, aunque la información se presentaba digitalmente sobre la lente de la mirilla, todos los ajustes eran analógicos, pero le gustaba aquella sensación. Le gustaba acariciar a inês de aquella forma que sólo él sabía.

Dos horas más y sólo el zumbido de una cosa que parecían mosquitos, pero

demasiado grandes para serlo ya que eran como una de sus manos, rompía el silencio. Y entonces, de súbito vio un resplandor amarillo anaranjado luchando por dejarse ver a través de la densidad de la jungla. El sonido de la explosión le llegó unos instantes después. A la primera luz de muerte le siguieron otras. Miró por la mirilla y distinguió algunos objetivos: se quedó sin aliento. Le habían mostrado fotos de aquellas criaturas alienígenas pero verlas en realidad era más asqueroso. La piel le recordaba a la de una babosa y la figura a la de algunos insectos, “shasvastii” los llamaban en los informes y el sargento. Movió lentamente su arma buscando su objetivo. ¿Cuántos había de aquellas criaturas? Se preguntó sin dejar la tarea de búsqueda. Demasiadas, fue la respuesta que le vino a la cabeza. Ahora entendía qué infiernos hacía su unidad y qué hacía allí él. El trabajo sucio que las demás tropas de Panoceania no eran capaces. Había conocido algunos fusileros que ya habrían delatado su posición, al primer picotazo de insecto, pero desde luego ningún regular e Acontecimiento haría eso. Todos eran tipos duros, aunque eso no quería decir que quisieran morir y eso es lo que habían hecho, enviarlos a la muerte, aunque desde luego, si tenía que morir no lo haría sólo: inês estaba allí y, mientras la guadaña le buscaba le marcaría el camino con varios cadáveres. Sonrió, localizó su primer objetivo: una de aquellas babosas con lo que le habían comparado con un spitfire. Disparó. La bala le atravesó la cabeza mientras el ser toqueteaba algo en la placa de la armadura en su antebrazo, seguramente el dispositivo de camuflaje. Se dejó caer ladera abajo aprovechando el barro deslizante y corrió, sin demasiada prisa, pero sin pausa, hacia la nueva posición.

Se dejó caer entre las raíces de un enorme árbol y recolocó a inês con mimo.

Calibró de nuevo la lente mientras escuchaba el repiquetear de proyectiles donde había estado unos segundos antes. Contuvo la respiración, acarició el gatillo y disparó: dos veces. “Tres”, se dijo mentalmente y se arrastró fuera de las raíces para meterse tras un enorme montículo de piedras, barro y arbustos. Aquella vez notó el calor de los proyectiles enemigos pasarle por encima del hombro. Tenía que reconocer que aquellos bichos eran buenos, normalmente podía llegar a matar a cinco como mínimo antes de

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que el enemigo oliera tan siquiera donde estaba. Volvió a mirar por la mirilla y se encontró cara a cara con el enemigo: el maldito bastardo estaba apuntándole, apretó el gatillo, pero no logró ver si le había dado o no. El impacto hizo que el rifle se le incrustara en el hombro. Rodó para quitarse de ahí y se metió cuanto pudo en el agujero de fango. Acababan de herir a inês, la mira telescópica estaba atravesada y la mayoría de las lentes destrozadas. Maldijo en voz alta. A cuánto estaban, ¿a un kilómetro? Posiblemente un poco más, uno doscientos metros. Tiros difíciles, por eso estaba él allí y nadie más. Aspiró resignado, tendría que ponerse a mil metros.

Avanzó arrastrándose, tragando fango y aguantando los picotazos de un montón

de bichos. Se preguntó si alguna de aquellas alimañas sería alienígena. Su uniforme verde y marrón era solo marrón cuando llegó a la base de un enorme árbol. Se puso a inês en la espalda y comenzó a trepar. Sus brazos se tensaron y sintió como los bíceps y los tríceps trabajaban. Las lianas y plantas trepadoras que abrazaban el enorme tronco le ayudaban en su ascenso.

La rama era lo suficientemente gruesa como para que se pudiera tumbar sobre

ella. Sacó un pequeño trípode con forma de garra y lo ancló a la recia madera. Luego aseguró a inês sobre él y retiró con mimo la mira telescópica destrozada. Tenía demasiada mala pinta, seguramente tendría que cambiarla por una de aquellas modernas que hacían todo el trabajo solas. Usó la guía al final del cuerpo del arma para apuntar. Dejó que sus ojos se acostumbraran a la semioscuridad rota por los destellos de las armas y las explosiones. Unos segundos después distinguía algunas figuras. Torció el gesto, el que había herido a inês no se dejaba ver. Esperó que no lo hubieran matado todavía mientras seleccionaba un nuevo objetivo, otro bicho en algo que parecía una torreta y que disparaba como un poseso. A sus compañeros les debían de estar dando bien. Disparó. El alienígena desapareció, muerto. Volvió a disparar y el otro que estaba a su lado se desplomó hacia un lado y quedó colgando en el murete. Sintió como algunos disparos pasaban muy cerca, pero casi sin efecto, estaba muy lejos, pero el otro francotirador tenía que estar allí, aún así era un disparo difícil. Buscó de nuevo sin éxito. “¿Dónde te escondes?” Volvió a abrir fuego contra la otra torreta, en aquella ocasión le costó cuatro disparos, la cosa se negaba a morirse. Y entonces sí recibió un buen disparo de vuelta. El proyectil se quedó clavado en la madera a unos centímetros de su cara. Contuvo la respiración y desplazó el arma levemente hacia su izquierda. Con suavidad apretó el gatillo: dos veces. Escuchó todo el proceso, desde que la bala se metía en la recámara hasta que el percutor golpeaba y el proyectil comenzaba su ignición. Luego visualizó cómo le atravesaba la cabeza al francotirador enemigo y éste se desplomaba sobre lo que debía ser el techo de una estructura. Sonrió y acarició a inês. “Ya te he vengado, mi pequeña”. En ese momento se dio cuenta de que estaba sangrando. La bala enemiga le había atravesado limpiamente el hombro derecho. Apretó los dientes mientras sacaba un par de gasas del bolsillo de su pantalón y se las aplicaba. Después de eso todo comenzó a ponerse negro.

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Relato 2 (continuación relato 1) La cabeza le martilleaba, abrió los ojos y poco a poco se encontró con que la oscuridad también estaba fuera. Aunque en esa se veían algunos puntos de luz brillante en el cielo. Los martilleos no eran nada comparados con la ola de dolor que le vino desde el hombro derecho cuando intentó mover el brazo. Casi se mordió la lengua y los labios para evitar gritar. Respiró profundamente y esperó a que el dolor se mitigara un poco. Al menos no se había muerto desangrado, las malditas gasas bióticas, o algo así las habían llamado, funcionaban. Despacio sacó la cantimplora y pegó un largo trago, luego se pasó la lengua por los labios resecos. No dejaba de ser irónico cómo con toda aquella humedad a su alrededor el cuerpo se secaba. Se intentó incorporar. Al moverse con más calma seguía doliendo un infierno pero podía aguantarse. Lo que iba a ser difícil era bajar de allí. Tanteó sobre el chaleco buscando el auricular. Al fin sus dedos se cerraron sobre el pequeño dispositivo. Cuando apretó sobre el botoncito para encenderlo no le gustó el tacto. No lo veía, no podía sin luz, pero no le hacía falta: el aparato estaba estropeado. Sólo esperaba que no estuviera tan jodido como para que no funcionara.

Se lo acopló en la oreja y el ridículo micrófono quedó ajustado y pegado a su mejilla. Al principio sólo logró escuchar un zumbido, pero después de unos cuantos chasquidos de estática que casi le dejan sordo, comenzó a escuchar una voz entrecortada: “zzRrrrrZzz-posición-RrrrrZzzz-tropas-RrrrrZzzz-trans-zz-te”. Después de eso el aparato se quedó silencioso. Al menos daba la impresión de que su unidad aún andaba por ahí, seguramente en la base, lo que significaba que tenía que recorrer cerca de quince kilómetros de apestosa jungla, con un río de por medio. No pudo evitar preguntarse quién había llamado a aquel lugar “Paradiso”. Tenía que ser alguien con un extraño y ácido sentido del humor. También le venía a la cabeza la pregunta de qué habría pasado con el asentamiento que habían atacado hacía, consultó el reloj en su muñequera, más de quince horas. No debía faltar demasiado para el amanecer entonces. Bajó despacio, descolgándose de una liana y apoyando los pies sobre el tronco del árbol. El último par de metros los hizo en caída libre, su brazo izquierdo simplemente dijo basta cuando perdió pie. Por suerte logró llegar primero con las piernas, flexionar las rodillas y rodar, pero eso no evitó que en la herida se desatara el infierno y el golpe en la espalda le sacara el aire. No se movió en unos segundos, porque no podía y por prestar atención a sus oídos: si había enemigos cerca sin lugar a dudas habrían escuchado el estruendo que acababa de armar. Si le descubrían lo tendría merecido y si lo mataban, también. El cielo, sin prisa, se tornaba más celeste aunque en la espesura selvática en la que estaba inmerso apenas se apreciaba diferencia. Tropezó y trastabilló, pero logró mantener el equilibrio. Maldijo mentalmente las raíces y el fango. Llevaba tres horas andando y sentía los pies como si fueran a reventarle en las botas y el brazo derecho como si quisiera arrancárselo, así que decidió que lo mejor que podía hacer era descansar un poco. De nada le iba a servir morirse por el camino. Nadie saldría a buscarlo. Sólo esperaba que la palabra “transporte”, no significara que se retiraban, porque en ese caso únicamente iba a cambiar de lugar donde morirse y no quería hacerlo en aquel agujero. Aunque era algo que sabía que acabaría sucediendo antes o después, porque no tenía pinta de que fueran a sacarlos de Paradiso en breve. Torció el gesto en una mueca, medio sonrisa, al recordar el nombre del planeta. Luego se

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acurrucó tras unos arbustos, con la espalda y la cabeza sobre una piedra llena de musgo y líquenes. Con el cañón del rifle hizo un pequeño espacio para ver a través de las hojas. “Sólo estamos tú y yo, pequeña, como siempre”. Sacó un bote de pastillas calmantes y se tomó una, pero acto seguido se lo pensó mejor y se metió otras dos en la boca. Un ruido suave, casi como un susurro, le despabiló. Contuvo la respiración y se concentró en el sonido. No demasiado lejos escuchaba el roce de la vegetación contra algo que se movía. Se incorporó un poco y miró por el pequeño espacio que había abierto. Pudo ver a dos alienígenas, diferentes, pero de aquel aspecto baboso y estilizado, seguramente diferentes especies de la misma raza. Si hubiera prestado más atención a los informes tal vez podría saber qué eran, pero no solía hacerlo, así que, al menos debían de ser cosas que con un disparo se morían si se les daba de lleno. Aquella información era la única a la que solía atender. Se fijó más en lo que estaban haciendo, parecían arrastrar algo o, a alguien. Al principio pensó que se trataba de alguno de los suyos heridos, pero luego se dio cuenta de que no, de que era uno de los suyos y no parecía estar vivo. No los tenía a más de treinta metros. Podía verlos e, incluso, olerlos. Y olían mal, como unos mejillones después de un rato al sol. Empezaron a hablar o a gruñirse, no estaba claro, era como escuchar a un par de grillos enormes. Luego, uno de ellos se agachó un poco sobre el tropa de choque muerto y comenzó a pasarle algún tipo de aparato que emitía algunas luces. Le recordó a los ecógrafos portátiles que llevaban los malditos matasanos de campaña. Despacio llevó la mano a la funda de la pistola y quitó la presilla que la mantenía sujeta en la funda. “¿Qué demonios está haciendo?” Casi un segundo después de que se hiciera la pregunta el ser se transformó, lentamente en el soldado. “Por lo sagrado”. Ahora tenía delante al soldado tendido en el suelo, con la misma cara, el uniforme sucio y manchado de barro, incluso con algunas salpicaduras de sangre. Si no hubiera visto aquello con sus propios ojos jamás habría podido imaginar que aquel soldado en realidad era un bicho de esos. A su memoria acudió una palabra: “especular, asesinas especulares”, alienígenas con la capacidad de tomar la apariencia del enemigo e infiltrarse en sus filas. Tenía que impedir que aquello llegara a la base. Se movió despacio para buscar una mejor posición de disparo, pero el terreno traicionero, húmedo y un buen tanto fangoso, cedió bajo su peso, lo que provocó que hiciera un poco de ruido. Se quedó completamente inmóvil y miró hacia los seres, que ahora miraban en su dirección. El que aún conservaba el aspecto de alienígena alzó su arma, algo parecido a un fusil combi, dijo algo al otro, que asintió y desapareció. El bicho se quedó mirando a su alrededor en busca del ruido que habían oído. Avanzó despacio, con cautela. Podía ver como se acercaba hacia él, con esfuerzo se estiró para coger una piedra, luego guardó la pistola y sacó el cuchillo que puso entre los dientes. “Venga, bicho, mira para otro lado, vamos”. Pensaba, como si pudiera influir en él. Pero no, seguía recto hacia el arbusto tras el que se escondía. Se reincorporó un poco y cogió apretando con fuerza el mango. Notaba como el sudor comenzaba a recorrerle aún más la frente, la espalda, los brazos. Vio como el cañón del arma entraba en el seto y, en ese momento se lanzó contra el alienígena. El cuchillo se clavó profundo donde suponía que debían de estar las entrañas del bicho que lo miraba con una expresión extraña, como confuso o sorprendido. Luego se desplomó. No pesaba demasiado, sin duda eran más ligeros de lo que parecía, lo que agradeció cuando comenzó a arrastrarlo para ocultarlo. Estaba seguro de que en unas horas los insectos y demás alimañas de aquel lugar pronto darían cuenta del alienígena si es que era comestible.

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Se acercó al cuerpo del soldado. No lo conocía. Rebuscó entre sus ropajes en busca de su petaca, pero cuando dio con ella estaba completamente destrozada, aún así la guardó en su mochila. Después de eso rebuscó en su cuello y encontró lo que buscaba, una pequeña placa identificativa: muchas de las tropas de choque de Acontecimiento las llevaban. Leyó el nombre: Joâo Palai. El símbolo del regimiento era una serpiente, eso sí lo reconocía. Se la guardó también y volvió a ponerse en marcha hacia el campamento tras consultar la dirección en la brújula en su muñequera. El día ya estaba bien empezado y la temperatura comenzaba a subir poco a poco, resultando cada vez más sofocante.

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Relato 3 (continuación relato 1 y 2) Dos horas más de caminata y apenas había avanzado cinco kilómetros. El hombro amenazaba con hacerle gritar en cualquier momento. Volvió a detenerse, una vez más, jadeando. Se tocó la herida y notó las gasas calientes: eso no era buena señal. En total había recorrido, si no le engañaba el taquímetro incorporado en su reloj, unos doce kilómetros, lo que implicaba que no debía de estar demasiado lejos, pero aquello significaba que quedaba la peor parte: el río. Conforme más se acercaba más se oía el ruido del agua. Del alienígena no había ni rastro. Sólo esperaba que no cambiara de rostro, porque si no, no podría reconocerlo. El río se presentó ante él, ancho y rápido, pequeños saltos de agua se precipitaban un par de metros hacia abajo cada varios cientos de metros. Las barcazas en las que habían cruzado al otro lado cuando se inició la ofensiva debían de estar ahora justo al otro lado, en un recodo invisible desde aquel lado, lo que significaba que no podría lograr ayuda para cruzar. Se preguntó cómo se las habría ingeniado el bicho. Tal vez era un buen nadador, aunque él no era malo y, aún con el hombro sano, se habría pensado dos veces y, tres, el meterse en aquellas aguas. Suspiró. Se alejó un poco de la orilla del río y se ocultó entre un buen montón de una especie de juncos que terminaban en unas inmensas flores de color blanco con un enorme saliente rugoso y granulado de un intenso color amarillo. No sabía si lo otro ya habría cruzado o no, así que no le quedaba otra que ser prudente. Volvió a asomarse, por tercera vez a la ribera del río y comenzó a recalcular los metros entre un lado y otro. Le salían unos quince metros. Tal vez podría lanzar una cuerda desde uno de los altos árboles con la esperanza de lograr engancharla en los que tenía enfrente y poder deslizarse por ella, aunque tenía que reconocer que, si lograba aquello sin lugar a dudas el golpe iba a ser tremendo, además de que corría el riesgo de precipitarse en cualquier momento al agua, lo que casi sería su muerte segura. La cuerda cayó con un fuerte chapoteo. Cada vez que tocaba el agua pesaba más con lo que le costaba más alcanzar el otro lado. Comenzó a hacer girar la cuerda, en cuyo extremo había atado una gruesa rama. Cuando alcanzó la suficiente velocidad y soportando el dolor la lanzó otra vez. Trazó un arco en el aire primero muy vertical y luego comenzó el avance horizontal. Parecía que volaba lejos y que alcanzaría los árboles pero no lo hizo, volvió a caer al agua. La corriente arrastró la rama y se enganchó en un montón de rocas. “No, no…”. Por más que intentaba tirar de ella no lograba liberarla. “Si la corto no tendré cuerda suficiente, maldita sea…”. Finalmente cortó la cuerda y se ayudó de lo que le quedaba para bajar, del árbol en el que estaba subido, más o menos despacio. El hombro seguía molestando y ya no le quedaban más calmantes, los había devorado todos en la última hora. Se detuvo un momento a mirar como el trozo de cuerda cortado se agitaba en el agua como una larga serpiente. Se acercó más a la ribera, sacó la pistola y pegó un tiro al aire. El ruido hizo que algunas aves salieran volando. “Si aún queda alguien en la base habrá alguien vigilando y si es así, deberían haberlo oído”. Esperó un par de minutos y volvió a apretar el gatillo. No tuvo que hacerlo una tercera vez, de entre los arbustos aparecieron

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un par de regulares, sucios, con el rostro reflejando un cansancio extremo pero con los ojos alerta. “Chicos duros”, pensó. La barcaza no tardó en recogerlo con un trauma doc que rápidamente le suministró un sedante que le hizo dormir. Mientras el sueño inducido por la droga se apoderaba de él maldijo al hombre por no darle tiempo a hablar. Tenía que contarle a alguien lo que había visto, no podía permitir que un enemigo anduviera por la base libremente. En aquella ocasión cuando abrió los ojos tenía sobre él un grupo de fluorescentes parpadeantes y el ronroneo de un generador de electricidad mal aislado. Rebuscó con sus manos. -Ya era hora.-reconoció la voz de inmediato. Lizia, una experta en colocar minas dentro de su unidad.- Has sido el último en llegar. -Ya, como si te preocupara.-aún estaba aturdido y sentía que tenía algo importante que decir.- ¿cuánto llevo inconsciente? -Día y medio. -¿Tanto tiempo?-se incorporó desorientado, pero sonrió cuando encontró lo que buscaba: Inês estaba echada dulcemente contra la pared justo a la derecha de la cabecera del camastro. Aprovechó para echar un vistazo a las camas de la enfermería, la mayoría, aunque no todas, estaban ocupadas. -Te dábamos por perdido. -Siempre lo hacéis. Se encogió de hombros. No era una mujer especialmente bonita, pero tenía unos ojos dulces y unos labios rojos como la sangre, además de unas pecas en sus mejillas sobre una piel siempre demasiado blanca. Resultaba curioso que no tomara ni siquiera un poco de color. -Diogo querrá verte. -El sargento… imagino que tendrás que informar de que he despertado, ¿no? -Ya lo hice. -Te debo una.-la ironía era evidente en su voz.- ¿Cuántos? -Uno.-el rostro se volvió serio. -¿Sólo uno? No está mal…-miró al techo.- ¿El novato? La mujer asintió. -Lo dije, estaba muy verde. -Pero lo necesitábamos. -Lo sé, ¿al menos lo consiguió? -Sí, hizo su trabajo hasta el final. Tomamos el campamento de esos bichos y entramos en lo que parecía una estación de comunicaciones. Todo estaba tranquilo cuando un par de ellos aparecieron de dios sabe donde y dispararon. Le atravesaron el estómago antes de que pudiéramos hacer nada.-hizo una pausa.-pero se agarró las tripas con una mano y continuó su tarea. -Un chico duro. -Demasiado. Intentamos sacarlo de allí, pero los alienígenas regresaron con refuerzos y cayó una granada de nadie sabe donde. Los dos que lo arrastrábamos logramos apartarnos, él no. -¿Quedó algo? -La chapa y las botas. -Supongo que entonces no volveremos a verlo nunca. -Tampoco es que lo hubiéramos hecho de haber logrado traerla.

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-Eso es cierto…-en esos instantes su memoria pareció activarse al fin y la imagen de los alienígenas arrastrando un cuerpo y uno de ellos transformándose en el soldado hizo presencia.- ¿Cómo le dije al muchacho cuando nos lo asignaron? -¿Qué? -Respóndeme a la pregunta. -¿Qué sucede? -Sólo responde.-habló muy despacio. -Que no era más que un novato y los novatos en este destacamento eran menos valioso que los gusanos que uno usa como carnaza cuando va de pesca. Fuiste un poco cruel, ¿no crees? Y ahora, ¿qué es lo que te sucede? Suspiró algo más relajado. -Ahora no te lo puedo contar. Traía una petaca conmigo, sabes qué ha pasado con ella. -Inservible. -¿Y las chapas? -¿Qué chapas? -Las que le cogí de su cuello, maldita sea, ¿cuáles van a ser? -No había ningunas chapas. -Mierda. -¿Me quieres decir qué pasa? -Ahora no, aquí no. -Estás muy raro, demasiado incluso para ser tú. -Me alegra que digas eso y te enfades como siempre haces.-sonrió.-Necesito un cuchillo o, mejor, una pistola. -Lo que necesitas es descansar. -Y si no tengo lo que te he pedido lo haré, para siempre. -Esa herida te ha afectado la cabeza.-aún así le entregó un cuchillo que sacó de una funda colgada en su ante pierna. -Gracias y… ten cuidado, no te fíes de nadie.-le dijo cogiéndole el brazo. -¿Pero qué infiernos te pasa?-tiró para liberarse.-Vendré luego, espero que cuando venga el sargento te comportes o tendrás problemas.- Lizia se marchó con paso rápido, visiblemente molesta. Mientras miraba como salía del barracón de los heridos, guardó la hoja bajo la almohada.