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Del capitalismo competitivo al capitalismo transnacional Una exploración panorámica de las diferentes etapas evolutivas del sistema capitalista mundial Contenido A manera de advertencia 2 Introducción a la primera lectura 3 Esboso histórico del capital 4 El mundo en los tiempos de Marx y Engels 5 El imperialismo 6 Las aristocracias obreras y el imperialismo 8 El imperialismo yanki 9 El imperialismo y la Revolución Soviética 13 Estados Unidos durante el receso de las guerras imperialistas 14 La Gran Depresión de 1929 y el Nuevo Trato 15 La Guerra y después de la Guerra 18 Apéndice I - El Patrón Oro 24 Apéndice II - Los ferrocarriles en Estados Unidos 26 PRIMERA PARTE: DEL CAPITALISMO EN TIEMPOS DE MARX HASTA EL DESGASTE DE LAS CONTIENDAS INTER IMPERIALISTAS Este material está disponible, libre de costo, a los estudiantes de la Escuela Vladimir Lenin. La segunda parte de esta lectura lleva el subtítulo: La hegemonía de Estados Unidos y el capitalismo transnacional. Para preguntas o comentarios puede escribir a: [email protected] Para información suplementaria, visite: www.manuelfranciscorojas.org

Del capitalismo competitivo al capitalismo transncional

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Del capitalismo competitivoal capitalismo transnacionalUna exploración panorámica de las diferentes etapas evolutivasdel sistema capitalista mundial

Contenido A manera de advertencia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 2

Introducción a la primera lectura . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 3

Esboso histórico del capital . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 4

El mundo en los tiempos de Marx y Engels . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 5

El imperialismo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 6

Las aristocracias obreras y el imperialismo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 8

El imperialismo yanki . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9

El imperialismo y la Revolución Soviética . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 13

Estados Unidos durante el receso de las guerras imperialistas . . . . . . . . . 14

La Gran Depresión de 1929 y el Nuevo Trato . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 15

La Guerra y después de la Guerra . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 18

Apéndice I - El Patrón Oro . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 24

Apéndice II - Los ferrocarriles en Estados Unidos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 26

PRIMERA PARTE: DEL CAPITALISMO EN TIEMPOS DE MARXHASTA EL DESGASTE DE LAS CONTIENDAS INTER IMPERIALISTAS

Este material está disponible, libre de costo, a los estudiantes de la Escuela Vladimir Lenin.

La segunda parte de esta lectura lleva el subtítulo: La hegemonía de Estados Unidos y el capitalismo transnacional.

Para preguntas o comentarios puede escribir a:[email protected]

Para información suplementaria, visite:www.manuelfranciscorojas.org

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A manera de advertencia a los camaradas del PCPR

Estas lecturas, obligatoriamente esquemáticas, adolecen seriamente de una falta de profundidad, tanto en sus fundamentos empíricos como en el análisis de la materia que pretenden cubrir. Nadie debe engañarse a considerarlas como un tratado exhaustivo sobre un tema tan amplio y complejo como el que se refleja en el título. Su propósito —y la única jus-tificación de siquiera abordar el proyecto de escribirlas y publicarlas— es que su carácter incompleto, esquemático, y algunas veces polémico, debe incitar a los lectores a la investigación, al debate y a la lucha ideológica. La investigación empírica, ardua y minuciosa, abrumadoramente extensa y profunda, que queda por efectuarse, es una de las bases metodológicas del proceso de elaborar en el plano de las ideas un reflejo objetivo de la realidad material. Otros componentes del trabajo teórico son también fundamentales en ese proceso: hay que abstraer de los datos los orígenes de las nuevas formas con las que se reviste el capital para adaptarse a las contradictorias circunstancias que genera ese sistema a través del tiem-po, y reconstruir su funcionalidad compleja, y cargada de factores que tienden a negar su propia existencia.

Ése es un segundo componente fundamental de la elaboración de un esquema —se espera que con aproximaciones objetivas a nuestra reali-dad— del capitalismo en el siglo 21 en Puerto Rico. Ante nuestros ojos se desarrolla hoy una etapa más de las continuas mutaciones de ese mons-truoso sistema, una que ya choca en contra de los límites de sus propias contradicciones, y que parece generar secuencias interminables de crisis, polarizaciones y estancamientos. ¿De dónde surge? ¿Cómo funciona? ¿Hacia dónde va dirigido? ¿Cómo se puede derrotar y trascender?

En efecto, un tercer componente de elaborar una “economía política” de nuestros tiempos, generado en la lucha ideológica, es llevar el trabajo individual al plano de la crítica colectiva. El producto de este proceso consiste en su aplicación práctica y revolucionaria; en el mejor de los casos en eficaces líneas de acción de vanguardia del partido del prole-tariado. Lo que determina lo acertado, o lo errado, de una producción teórica no es ni el trabajo de un individuo, ni el voto de una mayoría en un colectivo. Nuestro método científico —el materialismo histórico— no funciona de esa manera. La prueba del valor científico, o de su falta de valor, lo determina su aplicación en la práctica colectiva del partido revo-lucionario de los trabajadores. Ésa, a fin de cuentas, es la única justifica-ción aceptable para el trabajo teórico: sin aplicación revolucionaria es un ejercicio estéril, de la misma manera que la práctica revolucionaria, sin el trabajo teórico colectivo, es como un barco al garete en la tormenta.

En ese ánimo es que se produce y se publica este trabajo, y en esos térmi-nos es que debe ser leído, debatido, y adelantado con la contribución de todos los camaradas y aspirantes a comunistas.

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Introducción a la primera lectura

Ésta es la primera parte de una lectura que cubre la evolución del sis-tema capitalista mundial a partir de la publicación del primer libro de El Capital en 1867 hasta el presente.

La primera parte cubre el periodo desde mediados del siglo 19 hasta mediados del siglo 20. La historia comienza con Inglaterra en su máximo poderío, primera y única potencia industrial, dueña de los mares, y de un imperio donde literalmente no se ponía el sol. Concluye con el descenso de esa gran potencia al rango de socio menor de Estados Unidos.

En esa historia se registró una Gran Guerra Imperialista en 1914, una re-volución proletaria exitosa y la constitución de un Estado proletario, una segunda extensión de la Gran Guerra, esta vez con un carácter antifas-cista, y el establecimiento de Estados Unidos como la potencia sin rival dentro del sistema capitalista. Su rival, en efecto, estaba fuera de ese sis-tema, —la Unión de Repúblicas Soviéticas Socialistas— y al final de esta lectura queda establecida como la principal fuerza terrestre en Europa y en Asia, y fortaleza solidaria de las revoluciones que comienzan a estallar por todo el planeta, principalmente la revolución China.

La etapa que da forma a la primera mitad del siglo 20 corresponde a la fase imperialista del sistema capitalista. El imperialismo surge como una adaptación económica del sistema capitalista, mediante la cual se intenta evadir sus propias “leyes de hierro” que generan profundas contradic-ciones internas que socavan su propia existencia. La competencia entre capitales, la fuerza motriz de los avances técnicos en la productividad del trabajo, genera también tendencias que entorpecen y retrasan la acumu-lación. La concentración y centralización de capitales, tendencias defensi-vas del sistema, ya captadas por Marx en El Capital, evolucionan después de su muerte hacia la formación de monopolios dentro de las fronteras de los estados nacionales.

Lenin escribe su fascículo titulado El imperialismo - fase superior del capitalismo, obra que resume las tesis de varios economistas burgueses que estudian esta evolución del capital, desde una perspectiva marxista revolucionaria. En ese escrito, como en otros de la época, Lenin critica la traición de los líderes colaboracionistas de la Segunda Internacional, y expone las bases materiales de su abandono de la causa del proletariado internacional.

El imperialismo conduce a la guerra, a conflictos de carácter mundial y de unos resultados destructores en escalas jamás imaginadas. El segundo episodio de las guerras imperialistas concluye con las detonaciones de dos artefactos nucleares, eventos que encierran el potencial del extermi-nio de la vida humana sobre este planeta.

Como se ha advertido en otro lugar, este trabajo esquemático e incom-pleto encuentra su justificación sólo si sirve de estímulo a la ampliación del estudio de los temas de interés, y al debate y la lucha ideológica.

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Esboso histórico del capital

En El Capital Marx analizó un sistema que maduraba y se expandía ante sus propios ojos. Ese sistema se propulsaba mediante los resortes que de la com-petencia entre los distintos capitalistas. Esa competencia implacable llevaba al sistema que Marx estudió a revolucionar incesantemente sus bases tecnológicas y derrumbar todas las antiguas trabas y tradiciones. Más significativo aun para la humanidad, iba arrojando a las masas de la sociedad, separadas de los medios de producir su sustento, a las filas de un inmenso ejército desposeído que sólo podía sobrevivir vendiendo su fuerza de trabajo, y sometiéndose a la esclavitud

asalariada. Esa creciente masa humana —el proletariado— no tenía otra cosa que perder que no fueran sus propias cadenas. El capital creaba una clase antagónica a sus intereses de explotación y acumulación; creaba sus propios sepultureros. Una vez prendieran en esa clase las ideas del socia-lismo científico, se transformaría en clase revolucionaria, que al eman-ciparse, liberaría para siempre a toda la humanidad de miles de años de opresión y explotación.

La competencia entre capitales, ese resorte dinámico que propulsaba al capitalismo en tiempos de Marx, creaba los medios para aumentar la productividad del trabajo. Al abaratar el costo de producir las mercan-cías, iba encerrando el propio sistema en un callejón sin salida que Marx descubrió y que parecía arrastrarlo irremediablemente a la ruina.

El sistema de libre competencia producía mayor abundancia a la misma vez que generalizaba la miseria, y tropezaba con el límite de producir más mercancías de lo que la población, mayoritariamente pobre, podía comprar con sus míseros salarios, si es que lograba emplearse.

Por otro lado, la mayor productividad se basaba en mayores inversiones en tecnología, plantas físicas y maquinarias, y en reducciones al número de trabajadores necesarios para la empresa. Menos trabajadores en la empresa significaba una reducción del integrante del capital que produce valor. Marx le llamó capital variable, para distinguirlo del capital cons-tante —edificios, maquinarias, materias primas— que transfiere su valor en el proceso de producción, pero no crea ningún valor nuevo. El capital variable —la fuerza de trabajo, los trabajadores— es el componente vivo del capital que no solamente se paga a sí mismo, sino que produce valor nuevo, valor adicional —plusvalía— del cual se apropia el capitalista, y lo registra en sus libros como su ganancia.

Menos trabajadores en la empresa, que contaría ahora con una enorme, moderna y productiva fábrica, resultaría en menos plusvalía extraída

Marx publicó el primer libro de El Capital —Das Kapital en su pri­mera edición alemana— en 1867, después de más de una década de investigaciones y estudios. Es la obra culminante de una vida entera dedicada a los trabajos teó­ricos y prácticos de organizar una revolución proletaria en Europa. El Capital descubrió el movimiento económico real que se esconde detrás de los fenómenos visibles del capitalismo, e.g.: la producción, los mercados, las ganancias, los salarios, el dinero, etc. El sistema que nos presenta es similar a una mons truosa máquina que devora vidas humanas para extraer plusva­lía de la aplicación de la fuerza de trabajo, y sostener la acumulación. El lado inverso de esa monstruosi­dad, no obstante, era su capacidad de revolucionarlo todo, y de crear las bases materiales de abundancia, y la clase social —el proletariado—para una revolución mundial que de una vez y por todas acabaría con la explotación de unos seres humanos por otros, y daría paso a una sociedad comunista. El sistema capitalista sobre el que Marx escribió en 1867 ha experi­mentado mutaciones profundas. Una de ellas, su fase imperialista, se materializó después de su muerte, por lo que no forma parte de su obra genial. Le tocó a Lenin, y otros estudiosos de esa nueva fase, des­cribir su génesis, su funcionalidad y su estructura. Los comunistas del siglo 21 estamos viendo otra mutación, considerablemente profunda, del sistema capitalista; una que produce efectos diferen­tes a los que describió Lenin en su Imperialismo. ¿Cómo se diferen­cian estas etapas? ¿Cuáles son sus continuidades y descontinuida­des? ¿Cuáles son sus debilidades y contradicciones internas? ¿Cómo puede ser derrotado? Estas son preguntas cruciales que requieren trabajo, pero cuyas respuestas nos abrirán el camino hacia el triunfo de la humanidad trabajadora.

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y apropiada en proporción al capital invertido —la suma del capital constante y el capital variable. Marx expuso en El Capital que el sistema capitalista, por su propia contradicción interna, creaba una tendencia inexorable —una de sus “leyes de hierro”— hacia la reducción de la tasa de ganancias, que conllevaría su eventual crisis insalvable. La lucha de clases que se desarrollaría en camino a esa crisis iría preparando al prole-tariado para la toma del poder, para trascender el capitalismo, socializar los medios de producción, y dirigir la humanidad hacia el socialismo.

Marx tardó varios años en escribir El Capital. Entre las varias razones que explican esta prolongación se encuentra el hecho objetivo de que el sistema se transformaba ante sus propios ojos, obligándolo a reconsiderar, re estudiar y revisar lo que ya estaba escrito, antes de publicarlo. Iden-tificó las mutaciones que experimentaba el capital, buscando evadir sus propias “leyes de hierro”. Mientras escribía su importantísimo trabajo, pudo señalar los procesos de concentración y centralización de capitales, que resultaban en la reducción del número de empresas en competencia, a la vez que éstas se hacían cada vez más gigantescas. En cierta medida, vio en estos intentos del capital de evadir los estragos de la competen-cia como un reconocimiento tácito de la inevitabilidad de la progresiva socialización de la economía.

El mundo en los tiempos de Marx y Engels

Marx escribió El Capital en alemán —Das Kapital fue su título original. Le advirtió al lector alemán que lo que estaba por leer era un análisis del capitalismo según éste se desarrollaba en Inglaterra. Ese lector no se debía llamar a engaño: si leía sobre el capitalismo inglés realmente estaba mirándose en el espejo de lo que estaba comenzando a ocurrir en Alemania. Le presentó al lector las leyes inexorables de ese sistema, y su efecto inevitable sobre los alemanes que, aunque pudieran mitigar algunos de sus extremos —aliviar los dolores del parto— los procesos fundamentales del desarrollo del capitalismo en Inglaterra se reproduci-rían inevitablemente en Alemania.

En aquellos años, Inglaterra se destacaba como la promotora del libre-cambio. ¿Qué significa esto? Que las mercancías y los capitales pudieran moverse a través de todo el mundo, libres de restricciones y barreras. Eso es lo que promovía Inglaterra, como país hegemónico industrializado. Los demás países “en desarrollo”, como Estados Unidos y Alemania, erigían barreras tarifarias precisamente para proteger a sus industrias nacientes de la competencia brutal que ofrecían las mercancías inglesas.

Todos los capitales industriales se definían como capitales nacionales —ingleses, alemanes, franceses, estadounidenses— con sus garras bien clavadas en el territorio nacional, pero su vista puesta en el mercado mundial. Eso fue lo último que Marx llegó a ver de las transmutaciones del sistema, dejando su monumental obra inconclusa cuando llegó la fecha de su muerte.

En algún momento, durante los últimos años de su vida, Engels pudo

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llegar a ver las primeras manifestaciones de una etapa nueva en la evolu-ción del sistema capitalista. Estados Unidos, después de su Guerra Civil, y Alemania después de su victoria en la Guerra Franco Prusiana y la uni-ficación de su “Segundo Reich”, irrumpieron en el escenario internacio-nal como potencias industriales de primer orden. Rápidamente experi-mentaron las crisis industriales y comerciales —que ahora sacudían todo el régimen mundial— y respondieron, como ya hacían los capitalistas ingleses, con la concentración y centralización de sus capitales. Sólo que en este caso no se trató de un proceso paulatino, de crisis en crisis, como el que se había experimentado por varias décadas en Inglaterra, sino de uno desconcertadamente acelerado, el cual comenzaba a transformar, desde sus propias bases, a todo el sistema mundial, formalizándose la nueva etapa imperialista del capitalismo.

El imperialismo

Se asocia el imperialismo con el estudio de Lenin, en el cual él enumeró cinco atributos de esta etapa del capitalismo: (1) la formación de mono-

polios nacionales de escala descomunal, capaz cada uno de ejercer el control sobre su sector correspondiente del mercado nacional; (2) el surgimiento de un poderoso sector bancario, y con él, la consolidación de una oligarquía financiera muy cercana a las riendas del poder del Estado; (3) la preponde-rancia de la exportación de capitales, en distinción de la exportación de mer-cancías; (4) la formación de alianzas y cárteles de monopolios con el fin de facilitar la apropiación de los recursos de los países más débiles; y (5) la etapa final en el reparto de todos los territo-rios susceptibles al dominio colonial o semi colonial.

Vale la pena detenernos y analizar esta etapa del capitalismo en algún de-talle. Economistas reformistas burgueses como Hobson (quien fue el pri-mero en señalar el fenómeno del imperialismo, en un libro que llevó ese título) vieron los monopolios como una desnaturalización del sistema de libre competencia, el cual se entendía como un atributo medular del capitalismo. Sin la libre competencia —se planteaba con cierta alarma— el sistema se estancaría, o por el contrario, se movería hacia la economía planificada, y supuestamente hacia el socialismo.

El problema realmente serio que presentaba el imperialismo es que no trascendía el carácter nacional de las etapas anteriores de la evolución del sistema; por el contrario, lo recrudecía y aumentaba su peligrosidad. En efecto, los monopolios —excepto los ingleses— requerían una mayor intervención de sus respectivos Estados nacionales en el mantenimiento

Lenin escribe su Imperialismo.

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de altas barreras tarifarias que encarecieran las mercancías importadas. Únicamente de esa manera podían mantenerse los precios monopolistas, en sus mercados nacionales, tan altos como fuera necesario para sostener artificialmente las tasas de ganancias de las corporaciones.

La tendencia ya no era la de abrir, ampliar y liberar el mercado mundial para las mercancías y capitales, sino la de crear grandes fortalezas estata-les de monopolios nacionales que generaban un nuevo fenómeno econó-mico: la gran industria armamentista, hija de los gigantescos monopolios del acero y de los químicos.

Inglaterra, como potencia hegemónica incontestable durante la segunda mitad del siglo 19, y hasta 1914, sostuvo unilateralmente su política eco-nómica del librecambio, pero sólo al precio de cederle a Estados Unidos y a Alemania —con sus economías protegidas por barreras tarifarias— los primeros rangos en la producción industrial. Inglaterra redefinió su hegemonía al hacerse dueña de los mares, y de las palancas financieras del comercio internacional, un comercio basado en el patrón oro (vea el Apéndice I) impuesto por los bancos británicos. Las inmensas transaccio-nes de ese comercio internacional —los movimientos de recursos natura-les y materias primas, de mercancías manufacturadas, y de capitales— se suscribían en las firmas financieras del City de Londres, se garantizaban por las gigantescas firmas aseguradoras londinenses, y se transportaban en los buques de la marina mercante inglesa, la más grande del mundo. Las rutas marítimas y los puertos del gran comercio internacional, esta-ban protegidos por el Royal Navy, la armada más poderosa del mundo.

Como era de esperarse, las potencias de primer rango que quedaban supeditadas a Inglaterra en el sistema capitalista mundial —Estados Unidos, Alemania, Francia y Japón— buscaban la manera de zafarse del control hegemónico británico. Ese control, hay que entenderlo, no era nada de benigno. Primeramente, era un control rentista que succionaba riquezas —oro que iba a parar a los bancos del City de Londres— de toda la actividad económica internacional de todos los países del mundo. Segundo, Inglaterra aseguraba el funcionamiento saludable del sistema usando la fuerza cuando fuera necesario, y la amenaza del uso de la fuerza siempre. La omnipresencia de los grandes acorazados ingleses protegían los tentáculos financieros del City de Londres, que interfería sin reparos con la soberanía económica y política de todos los países.

Entre todas las potencias rivales con aspiraciones a reemplazar a Inglate-rra como la potencia hegemónica, la más agresiva era Alemania. En efec-to, Estados Unidos estuvo a punto de enfrascarse en un conflicto armado con Inglaterra, relacionado con la conducta hostil británica en contra de Venezuela. El conflicto se desactivó justo cuando estaba a punto de esta-llar, al presentarle Alemania otra situación peligrosa a Inglaterra, la cual prefirió pactar con Estados Unidos para poder confrontar a los alemanes.

Las carreras armamentistas y las feroces rivalidades por el reparto colo-nial y de esferas de influencia movía los engranajes del sistema, inexora-blemente, hacia una gran conflagración de repercusiones inimaginables.

Inglaterra mantuvo su hegemo­nía sobre el sistema capitalista mundial mediante el predominio del City de Londres sobre las tran­sacciones comerciales y financie­ras internacionales, y su control comercial y militar de los mares.

En la carrera por repartirse el mun­do, Inglaterra llegó primero y se llevó las mejores partes.

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En efecto, eso fue lo que ocurrió, desatándose la Gran Guerra Imperialis-ta en 1914, que se reinició en 1939, en la llamada Segunda Guerra Mun-dial. No fue hasta que la Unión Soviética finalmente desangró y derrotó los poderosos ejércitos del Tercer Reich alemán en 1945, que concluyó esta fase de la evolución del sistema capitalista.

Las aristocracias obreras y el imperialismo

Antes de finalizar con esta fase, debemos analizar otras características del imperialismo, que Lenin identificó amargamente no sólo en su Impe-rialismo, sino en toda su crítica a la traición (con muy pocas excepciones) del liderato de la socialdemocracia alemana, y los grandes debates en torno al desahucio de la Segunda Internacional.

La repugnante traición del liderato socialdemócrata, no sólo de Ale-mania, sino de todas las potencias imperialistas, no podía explicarse solamente en el plano subjetivo, como las acciones individuales de unos renegados a la causa del proletariado. Los líderes de las socialdemo-cracias europeas no hacían sino expresar las inclinaciones, prejuicios y chovinismos de los sectores mejor organizados y más influyentes dentro del movimiento obrero de Europa y Estados Unidos.

Después de una prolongada etapa de feroces confrontaciones entre los monopolios y los movimientos obreros dentro de las diferentes potencias imperialistas (fueron los años, por ejemplo, de los mártires de Chicago, que celebramos todos los años el Primero de Mayo), el imperialismo bus-có desactivar la lucha de clases revolucionaria, otorgándole al proletaria-do concesiones económicas y sociales que dividieron la clase trabajadora entre un sector reformista y la vanguardia revolucionaria.

El primero se acomodó a las necesidades laborales de los monopolios, y recibió a cambio unos sobornos imperialistas, financiados por las extrac-ciones de superganancias en las colonias.

Los salarios de los trabajadores de los monopolios se establecieron ligera-mente por encima del valor de la fuerza de trabajo. Esta concesión, por sí sola, materializó las bases de lo que Lenin describió como una aristocracia laboral privilegiada, que en sus estilos de vida semejaba más a la pequeña burguesía que a la gran masa proletaria y su ejército laboral de reserva.

A las concesiones salariales se le añadieron, por parte del Estado impe-rialista, beneficios de seguridad social, servicios de salud, y educación pública universal gratuita para los hijos de los trabajadores.

Consecuentemente, esta aristocracia laboral, de gran influencia en el mo-vimiento obrero, cuyas condiciones materiales de vida la distinguían de la gran masa proletaria, fue adhiriéndose paulatinamente a los intereses de la burguesía imperialista, nacionalista, chovinista y patriotera, abando-nando su inclinación revolucionaria internacionalista, y a fin de cuentas renegando de su misión emancipadora de todas las sociedades y toda la humanidad.

Supuestos líderes socialistas como Gustav Noske (arriba), asesino de Karl Liebknecht y Rosa Luxembur­go, se alió con las fuerzas proto nazis de los Freikorps para aplastar la revolución proletaria esparta­quista en Alemania, y exterminar a miles de trabajadores comunistas.

Karl Kautsky, admirado por Lenin como el heredero de la ortodoxia marxista, no demostró solidez ideológica en el momento de la verdad, y traicionó los intereses del proletariado revolucionario.

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El Partido Socialdemócrata Alemán, el cual Lenin había admirado profunda-mente, se fue deslizando, poco a poco, por la vertiente reformista y colabo-racionista. Cuando se le presentó el momento de la verdad, con el inicio de la Gran Guerra Imperialista en 1914, lejos de retar al imperialismo con un llamado a la resistencia revolucionaria, y a la guerra de clases, como hicieron los Bolcheviques en el Imperio Ruso, se plegó al abyecto papel de lacayo de la burguesía imperialista. Colaboró con la más espantosa carnicería humana

experimentada hasta esa fecha, que llevó a millones de jóvenes trabajado-res y campesinos a matarse y mutilarse los unos a los otros, en defensa de las ambiciones insaciables de las burguesías imperialistas.

Lenin y los bolcheviques mantuvieron vivos los principios del proletaria-do revolucionario, pero las aristocracias obreras de Alemania, Francia, Inglaterra y Estados Unidos —las principales fuerzas imperialistas— claudicaron vergonzosamente a su rol histórico, y se lanzaron de pie y de cabeza a la colaboración fratricida.

Este episodio hay que seguirlo estudiando con la mayor rigurosidad cien-tífica, pero las primeras lecciones extraídas condenan inmediatamente las políticas reformistas dentro del movimiento obrero, y las define como lo que siempre han sido: capitulaciones serviles de sectores privilegiados de la clase trabajadora, y su bochornosa subordinación a los intereses de la burguesía.

El imperialismo yanki

En los años en que Marx escribía El Capital, existían muchas diferencias históricas entre Estados Unidos y las potencias capitalistas europeas, algunas de las cuales ejercieron cierta influencia en cuanto a las conse-cuencias políticas y militares del imperialismo en aquel país.

Estados Unidos tuvo su origen en una revolución independentista victo-riosa que le permitió a las burguesías de las Trece Colonias británicas de Norteamérica constituirse como un Estado federado. La Constitución de la República estableció que las ex colonias individuales le cederían al sistema de gobierno federal, de forma republicana, ciertos aspectos de sus soberanías, con el fin de establecer una unión federal representativa de los intereses de las burguesías locales. La permanencia de esa unión se puso a prueba mediante la Guerra Civil entre los estados del Norte y los del Sur. Los intereses de la burguesía plantadora esclavista de los estados del Sur resultaron ser antagónicas al creciente poder de la pujante bur-guesía industrial que se desarrollaba en los estados del Norte. La burgue-sía industrial norteña victoriosa impuso a la unión federal el atributo de ser inquebrantable, y en el proceso, se le cedió al gobierno central aun

Marx llegó a sentir gran curiosi­dad, incluso cierto respeto, por Abraham Lincoln, a quien llegó a dirigirle en 1865 una carta a nom­bre de la Asociación Internacional de Trabajadores. (Imagen tomada de la portada del interesante libro de Robin Blackburn, The Unfinish­ed Revolution.)

La traición de la socialdemocracia europea a la causa del proletariado internacional fue la causa de que millones de jóvenes trabajadores y campesinos se descuartizaran y se mutilaran los unos a los otros para defender los intereses imperialistas de la clase capitalista.

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mayores poderes de los que tenía antes de la Guerra, constituyendo un poderoso estado nacional que representaba sus intereses industriales.

La sociedad de Estados Unidos se ha debatido por años cuál es el balance apropiado entre los poderes propios de los estados y la naturaleza y lími-tes de los poderes que éstos ceden a la autoridad federal. Se ha debatido también la preeminencia de los derechos de propiedad en contraposición con los derechos democráticos del pueblo. La tendencia clara, no obstan-te, ha sido hacia una mayor centralización del poder y mayores recortes a las libertades del pueblo.

Marx y Engels sentían gran curiosidad por este país que se desarrolla-ba ante sus ojos como un poderoso coloso industrial, libre del lastre del pasado feudal que gravaba a las potencias europeas, en particular a Alemania. Ambos escribieron numerosos e importantes artículos que se publicaron en la prensa de Estados Unidos.

La Guerra Civil no sólo liquidó la oligarquía terrateniente del Sur, e impuso a la burguesía industrial del Norte como la clase hegemónica de la República, sino que también puso en manos de ésta unos recursos fabulosos y enormemente variados. La propia Guerra había provisto un poderoso incentivo industrial, y una vez en control de un Estado federal con mayor autoridad que nunca antes, esa clase capitalista comenzó a forjar con ímpetu la economía más dinámicas del planeta.

No obstante, la deuda de guerra del Estado federal —y las generadas por el propio desarrollo capitalista— hicieron de Estados Unidos un país pre-eminentemente deudor, especialmente en relación a los bancos británicos.

El acceso al crédito británico, y la disposición de los bancos ingleses a suministrarlo, dio paso a una época de especulaciones desenfrenadas. El ejemplo más dramático lo suministró la construcción de ferrocarriles.

(Para una descripción de este proceso, consulte el Apéndice II)

Por ahora, vamos a enfocar sobre otro aspecto de la expansión industrial de Estados Unidos: la creación de un combativo proletariado.

Los 25 años entre 1870 y 1895 se registraron como una de las épocas más turbulentas en la guerra de clases entre el capital —que se hallaba en

mutación hacia el imperialismo— y un proletariado joven e imbuido en las doctrinas revolucionarias del anarquismo, y en un menor grado, del socialismo científico.

En 1871, el proletariado de París se levantó en armas y fundó la Comuna, ejemplo que le impartió energía revolucionaria a los trabajadores del mundo. En 1877 el proletariado de Estados Unidos se enfrascó en una huelga ferroviaria que abarcó todo el país y que manifestó una combatividad, organización y solida-ridad de clase en una escala nunca antes vista. Los

La invasión yanki de Puerto Rico

Los puertorriqueños debemos conocer la historia de las luchas de clases en Estados Unidos. De ahí provinieron —y aún provie­nen— muchas decisiones que de­terminan el desarrollo de nuestra sociedad. La historia de las luchas de clases en Puerto Rico, y las tesis sobre la cuestión nacional, relacio­nadas con las aspiraciones de la clase obrera boricua de construir una sociedad que sirva los intere­ses de las mayorías trabajadoras, son la contraparte dialéctica de los intereses determinantes que emanan de las fuerzas en contien­da en Estados Unidos. Los comu­nistas estamos particularmente obligados a generar una estrate­gia revolucionaria, para la toma del poder por la clase trabajadora, que esté guiada científicamente. Sólo los comunistas podemos unificar el desarrollo científico de la teoría, con la práctica revolu­cionaria que la pone a prueba y la enriquece.

Comuna o muerte no fue una consigna retórica. El prole­tariado de París estableció en 1871 un ejemplo de arrojo y coraje revolucionario que perdura hasta nuestros días.

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sangrientos hechos, de mayo de 1886, en Haymarket Square en Chicago, se conmemoran anualmente el Primero de Mayo por el movimiento obrero inter-nacional. Los trabajadores agrícolas y los pequeños agricultores le lanzaron el reto populista a la burgue-sía terrateniente, los bancos y los ferrocarriles —reto que se extendió en confrontaciones de clases por todo el sur y el suroeste de Estados Unidos.

Según se aproximaba el final del siglo 19, Estados Unidos era una sociedad en rápida transformación, cambios que se expresaban en grandes concentracio-nes de capital en las corporaciones, y en intensas (y generalmente violentas) confrontaciones entre dife-rentes sectores sociales antagónicos por el control del

derrotero de la República. La Depresión de 1893 agudizó las contradiccio-nes, al punto de desestabilizar el país. La situación no podía sostenerse indefinidamente sin provocar una guerra civil revolucionaria. El movi-miento obrero y el Populismo agrario parecían estar a punto de converger en un imparable movimiento popular.

En medio de este torbellino, la oligarquía financiera respondió al reto con una contraofensiva política financiada por el capital corporativo de los monopolios. Además de aplastar violentamente a los movimientos anti sistémicos que amenazaban el orden burgués, lanzando al Ejército de Estados Unidos a suprimirlo a tiro limpio, obtuvo el establecimiento del patrón oro sobre la economía, y la desmonetarización de la plata. El efecto de estas medidas se sintió inmediatamente, estrangulando a los sectores deudores de la economía, como por ejemplo, los agricultores, quienes se vieron amenazados con las pérdidas de sus tierras. Se enca-reció el dinero, y se redujeron grandemente las inversiones industriales, lanzando cientos de miles de trabajadores a la desocupación.

Estas medidas provocaron la movilización del movimiento populis-ta. Aprendiendo las lecciones represivas que se estaban escribiendo en

sangre, optó por apoderarse del Partido Demócrata, que le presentó al electorado en 1896 una plataforma que rechazaba el patrón oro y la exclusión de la plata como metal monetario. Presentó un programa inflacionario de dinero barato, tarifas bajas que favorecieran a los agricultores, a los deudores, y a los pequeños pro-pietarios. Su candidato a Presidente fue William Jennings Bryan.

Los Republicanos presentaron una plata-forma netamente pro-monopolios, pro-oro, pro-tarifas protectoras, antipopulista y anti obrera. Añadió un ingrediente: el nacio-

La gran huelga ferroviaria de 1877 fue una feroz confrontación entre el proletariado y la clase capitalis­ta en Estados Unidos que obligó a la burguesía imperialista a redefinir su estrategia en relación a la guerra de clases y a lanzar su contraofensiva.

La contraofensiva capitalista provocó la convergencia del populismo agrario con un resentimiento anti burgués. Los trabajadores y agriculto­res alimentan la vaquita, y Wall Street la ordeña

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nalismo. Su candidato presidencial fue William McKinley.

El ganador de la contienda aventajaría al sector que representaba, y determi-naría, en esta encrucijada, el futuro de la República.

Triunfó el Partido Republicano, el partido de la oligarquía financiera y los monopolios. En menos de dos años, enfrascarían a Estados Unidos en una

“pequeña y esplendida guerrita” en con-tra de España, y apoderándose de las colonias de ese decrépito imperio.

El decisivo giro imperialista de Estados Unidos le permitió a la oligar-quía financiera extraer súper ganancias de sus colonias, protectorados y esferas de influencia, con las que pudo sobornar al liderato de la Ameri-can Federation of Labor (AFL). Su presidente, Samuel Gompers, fue un asiduo colaborador de las fuerzas que promovían los políticas imperialis-tas en el exterior, y la paz laboral en el interior del país.1 Pronto Estados Unidos iniciaría intervenciones armadas en México, Nicaragua, Cuba, la República Dominicana, Haití, y Colombia (y su provincia de Panamá), además de hacerle la guerra genocida al pueblo Filipino, y apoderarse de la economía de Puerto Rico y de Hawái, sucesos a los cuales la American Federation of Labor no interpuso ninguna resistencia.

Estados Unidos entró al siglo 20 como una potencia imperialista de primer orden. Sus grandes corporaciones penetraron todos los mercados del mundo —Singer, Edison, Westinghouse, Eastman Kodak, General Electric, National Cash Register, Otis Elevator, International Harvester, US Steel, la American Sugar Refining Company la Standard Oil Com-pany. Aunque continuaba siendo una economía endeudada, su capacidad industrial ya sobrepasaba la de cualquier país del mundo. Su adopción del patrón oro insertó a Estados Unidos firmemente al mercado mundial como una poderosa economía industrial exportadora aunque financie-ramente continuara girando como un satélite del epicentro del City de Londres. Era la libra esterlina, y no el dólar, la moneda que utilizaban las empresas de Estados Unidos en sus transacciones internacionales.

No obstante su enorme desarrollo, y sus claras políticas imperialistas, 1. Gompers se opuso inicialmente a la anexión de Las Filipinas, pero no por razones antiimperialistas. Temía, más bien, al influjo de trabajadores filipinos a Estados Unidos, y la competencia de estos trabajadores inmigrantes con los tra­bajadores blancos de Estados Unidos. De esa manera, Gompers adoptó las peores tendencias racialistas que ya se habían apoderado de muchos sectores pequeño­burgueses arrinconados por el gran capital. En el caso de Puerto Rico, Gompers se convirtió en el mentor de Santiago Iglesias Pantín y de la Federación Libre de Trabajadores (FLT). El objetivo inmediato fue conseguir de las administraciones federales suficientes reformas al gobierno colonial de manera que se evitara una emigración en masa de los trabajadores puertorriqueños hacia Estados Unidos.

Desde una infancia y adolescencia anticolonialista revolucionaria, en 1861 Estados Unidos comienza a convertirse en un encopetado hombre de negocios que para 1898 es un regordete imperialis­ta. Para 1899 le ha arrebatado a España sus colonias y se gana los saludos de las grandes potencias y mercados del mundo.

Samuel Gompers (derecha en la foto) y Frank Morrison, cabecillas del movimiento obrero reformista en Estados Unidos que respaldó incondicionalmente las políticas imperialistas de la clase capitalista.

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Estados Unidos se mantuvo al margen de las rivalidades europeas, y de las alianzas y tratados secretos entre las potencias. Cuando estalló la Gran Guerra Imperialista, la producción industrial de Estados Unidos había aumentado, de un 23% de la producción mundial, en 1870, a un 36% en víspera de la Guerra (1913). Aún así, Estados Unidos fue la única potencia que se mantuvo marginada del conflicto. Aprovechó su “neutra-lidad” para fiarle a Francia y a Gran Bretaña el suministro de todas sus necesidades, tanto civiles (alimentos, ropa, combustible) como militares. Cuando intervino finalmente lo hizo del lado del que llevaba la ventaja2, aunque quedaría todavía más de un año de matanzas de jóvenes obreros y campesinos.

Al final, de la Gran Guerra Imperialista de 1914, Estados Unidos habría pasado de ser un país deudor a ser la principal potencia imperialista acreedora del mundo, y un serio rival de Gran Bretaña por la hegemonía sobre el sistema capitalista mundial.

El ascenso de Estados Unidos fue uno de los productos de la Gran Gue-rra Imperialista de 1914. Otro resultado importante fue la creación del primer estado proletario revolucionario en la historia. En octubre de 1917, los bolcheviques condujeron a las fuerzas revolucionarias en Rusia a la toma del poder y a la formación del Estado Soviético.

El imperialismo y la Revolución Soviética

Las potencias imperialistas aprovecharon el desequilibrio político del Estado Revolucionario Soviético para tratar de arrancarle pedazos terri-toriales al antiguo imperio Zarista, ahora Unión de Repúblicas Soviéticas Socialistas. El imperio Alemán fue el primero, aprovechando el inque-brantable compromiso de los bolcheviques de terminar con la parti-cipación rusa en la guerra, le impuso a los negociadores soviéticos en Brest-Litovsk unas condiciones de paz onerosas, en las que se apoderaron

de inmensas extensiones de territorio.

Una vez suspendida la Gran Guerra Imperialista con la rendición incon-dicional de Alemania, los ejércitos victoriosos invadieron la recién fun-dada república proletaria, y alentaron moral y materialmente las fuerzas de la contrarrevolución, que desataron una sangrienta guerra civil. Los bolche-viques tuvieron que pagar un precio altísimo para derrotar la contrarrevo-lución, recobrar los territorios arran-cados por Alemania, por Japón, y por

2. La oposición a la participación de Estados Unidos en el conflicto fue vigorosa. El sector antiimperialista de la República, así como el ala izquierda, socialista, del mo­vimiento obrero, se opusieron tenazmente a la militarización de Estados Unidos y a su involucramiento en la Gran Guerra Imperialista. Muchos de sus líderes fueron encausados por sedición y fueron encarcelados.

El 26 de octubre de 1917, Lenin firmó el Decreto de Paz aprobado por el Segundo Congreso de los diputados de los Soviets de traba­jadores, soldados y campesinos. El decreto llamó a un cese inmedia­to de las hostilidades, y al retiro del Estado revolucionario del conflicto imperialista. Alemania aprovechó la debilidad militar y política del Estado proletario para arrancarle grandes extensiones territoriales, lo que tuvo que ser aceptado amargamente, y después de intensos debates, por Lenin y los bolcheviques.

Territorios cedidos por el poder soviético al Imperio Alemán en

Brest Litovsk.

Un calladito juego de póker, en el cual el Tío Sam pone a sudar a Sagasta. Las apuestas son altas: todas las posesiones de España en ultramar, incluyendo a Puerto Rico. Las demás potencias imperialistas observan en silencio. El único que se muestra consternado, al ver la raquítica mano de los españoles, es el Káiser alemán.

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otras potencias imperialistas, expulsar las fuerzas extranjeras y consolidar el poder del Estado revolucionario. En todo momento, los bolcheviques contaron con que el proletariado ale-mán lograría impulsar una revolución victoriosa, que finalmente desencade-naría la revolución mundial.

Cuando la revolución alemana fue aplastada, los bolcheviques tuvieron que reconocer su aislamiento, y la amenaza imperialista de estrangular la revolución.

En efecto, el mundo capitalista conti-núo su desenfrenada carrera de acumulación, con Estados Unidos ahora compartiendo algunos atributos hegemónicos con Gran Bretaña. Habría que tolerar el Estado Soviético —discurrieron los imperialistas— como un fenómeno pasajero que colapsaría próximamente por su aislamiento político y económico.

Estados Unidos durante el receso de las guerras imperialistas

Estados Unidos fracasó en imponer su agenda sobre el sistema mundial capitalista. Esta agenda enfatizaba la conversión de los antiguos sistemas coloniales a un mercado subordinado, pero abierto a la competencia de todas las potencias imperialistas. Francia e Inglaterra, en todo caso, expandieron su sistema colonial, apoderándose de los territorios de los imperios derrotados de Alemania y de Turquía Otomana.

Estados Unidos se retiró a una década de prosperidad doméstica, y de consolidación armada de su imperio informal en el hemisferio. La represión del movimiento obrero y del radicalismo socialista en Estados Unidos no se hizo esperar. Antes de desmovilizar completamente el ejér-cito, Wilson aprovechó para lanzarlo sobre las filas de un frente laboral radicalizado y militante.

Encarceló al líder socialista Eugene Debs, quien, desde la cárcel de Atlan-ta, corrió para presidente en 1920 y sacó casi un millón de votos (posi-blemente le robaron cientos de miles). Su total incluía el 22% del voto popular en el estado de Nueva York.

A la vez que se aplastaba al liderato radical, se elevó a Samuel Gompers y la American Federation of Labor a su función de representante legítimo

—y aceptable para la clase capitalista— del obrerismo en Estados Unidos.

Durante la década de los 1920s, el valor en libros de la inversión directa del capital de Estados Unidos en manufactura en el exterior aumentó por 129%, En América Latina, desplazó a Gran Bretaña como el principal proveedor de capital, pero de una manera más profunda —más imperia-lista, como quien dice. Inglaterra acostumbraba proveer los recursos de

Trabajadores y marinos revolucio­narios alemanes marchan juntos en Berlín en 1918. El liderato socialdemócrata una vez más trai­cionó a los interese de los trabaja­dores y conspiró con la burguesía para aplastar el movimiento revolucionario.

Eugene Debs (a la izquierda en la foto), desde la cárcel federal de Atlanta, visitado por su compañe­ro de papeleta, Seymour Stedman.

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capital para que las burguesías locales expandieran sus propios negocios. Las inversiones de capital de Estados Unidos no le generaban deudas a los países extranjeros, pero los capitalistas de Estados Unidos se apro-piaban directamente de las empresas en las que invertían, cuyas acumu-laciones se convertían en torrentes de extracciones económicas que se desplazaban desde América Latina hacia Wall Street.

Este “imperialismo sin colonias” (había que esconder a Puerto Rico) resultaba muy productivo, y sostenía una poderosa economía doméstica en expansión. Como muestra: Estados Unidos producía sobre el 80% de todos los automóviles en el mundo. Esto, sin contar que gran parte del 20% restante lo producían empresas como Vauxhall en Inglaterra, y Opel en Alemania que eran propiedades de General Motors y Ford.

Al final de la década de los 1920s, habían unos 30 millones de autos en Estados Unidos. Compraban su gasolina en estaciones de despacho de las grandes compañías petroleras. En 1921 habían unas 12 mil de esas estaciones. En 1929 habían 143 mil. En 1929, en víspera de la caída de los valores en Wall Street el 42% de la producción industrial en el mundo se registró en Estados Unidos.

El sistema financiero mundial dependía de la interacción concertada entre el Banco de Inglaterra y el Banco de la Reserva Federal de Nueva York (que desde estos años funciona como una dependencia de Wall Street). A pesar de que el 40% de las reservas de oro del mundo estaban depositadas en las bóvedas del Banco Federal, (en contraste con el 20% en el Banco de Inglaterra), el City de Londres mantenía su status de ser el epicentro de las finanzas mundiales.

Con mucha cautela —ya que la economía inglesa no había recupera-do todo el vigor que tenía antes de la Guerra— Wall Street (dominado por la Casa de Morgan) y los bancos del City de Londres comenzaron a imponer el regreso al patrón oro en el comercio internacional. Ya para 1925-1926, habían cumplido su propósito, pero nunca lograron imponer la disciplina que las finanzas —y el poder de las armas— británicas le habían brindado al sistema capitalista mundial durante el siglo 19.

Después de 1926, la Reserva Federal mantuvo los intereses artificialmen-te bajos, con el fin de ayudar a Inglaterra en su regreso al patrón oro. Los intereses bajos del Fed resultaron en el desplazamiento de los recursos inmensos de reservas de capital hacia la Bolsa de Valores en Wall Street, y a la frenética especulación en acciones y bienes raíces, inflando rápida

—y peligrosamente— dos inmensas burbujas de valor artificial.

En 1928, el Fed elevó ligeramente los intereses, con el fin de desinflar las burbujas especulativas. Sólo consiguió el retiro masivo de recursos de inversión y financiación de los mercados internacionales, causando resul-tados deflacionarios que estremecieron la economía mundial.

La Gran Depresión de 1929 y el Nuevo Trato

Cuando reventaron las burbujas especulativas en octubre de 1929, la eco-

El arreglo financiero de la Casa de Morgan con los bancos de Londres, que muchos en Estados Unidos consideraban oneroso, lo impo­nía personalmente J.P. Morgan. Pudiera entenderse que la Casa de Morgan fue la institución precur­sora del capitalismo transnacio­nal. A pesar de tener sus oficinas centrales en Wall Street, la Casa de Morgan se alimentaba de extrac­ciones que rebasaban las fronteras de Estados Unidos. Favorecía al City porque sus antiguas tradicio­nes bancarias, surgidas al amparo del Imperio Británico, le ofrecían a sus inversiones transnacionales un sentido de seguridad y estabili­dad financiera, pero realmente su capital no estaba atado a ningún estado nacional.

Cargando con las fortunas del pla­neta, el prototipo del capitalista transnacional, J.P. Morgan se lleva por el medio a los poderosos reyes de Europa.

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nomía mundial ya se había debilitado, y los efectos del colapso total del crédito en Estados Unidos fueron de una escala catastrófica.

Para evitar una fuga de oro de sus arcas, el Fed aumentó nuevamente la tasa de interés, agravando hasta un punto casi irreversible la crisis de parálisis en que se había sumido el sistema capitalista mundial.

La Gran Depresión que comenzó en octubre de 1929 le dobló las rodillas a todo el sistema imperialista.

Para 1932, el comercio mundial había caído a un tercio del nivel alcan-zado en 1929. Todas las transacciones se efectuaban al contado, ya que todas las facilidades de crédito habían desaparecido. Gran Bretaña abandonó nuevamente el patrón oro en 1931, acción que imitaron otros 40 países inmediatamente.

Se elevaron las barreras tarifarias entre las economías de los diferentes Estados, cada uno buscando proteger su mercado interno para las corpo-raciones nacionales.

Inglaterra concentró su actividad económica dentro de su consorcio formal de colonias y estados mancomunados. Alemania, Italia y Japón se lanzaron por la ruta del fascismo y el militarismo.

Franklin Delano Roosevelt fue inaugurado presidente de Estados Uni-dos en marzo de 1933 —el día antes que Adolfo Hitler se convirtió en el Canciller de Alemania.

La producción industrial en Estados Unidos se había reducido a la mitad. La inversión doméstica se redujo al 10% del volumen alcanzado antes de la crisis. Cinco mil bancos habían desaparecido, con los ahorros de millones de ciudadanos. Los ingresos apenas alcanzaban el 20% del nivel de 1929, y el 25% de la fuerza laboral se encontraba desocupada.

La producción de automóviles se redujo a un tercio de su volumen ante-rior, y la mitad de sus 450 mil empleados se hallaban desempleados.

Abrumados por la crisis, los gobiernos estatales y municipales se vieron paralizados.

Las protestas, muchas promovidas por los comunistas, alcanzaron una escala nunca antes vista. En marzo de 1930, un millón de personas mar-charon en contra de un sistema perverso que defendía el capital y aban-donaba a la gran mayoría de los ciudadanos a la miseria colectiva.

La influencia comunista, especialmente entre la población afroamericana, creció en extensión y profundidad.

En la inauguración de Roosevelt, en marzo de 1932, el país se aproxima-ba a una situación pre revolucionaria. La retórica del discurso inaugural del nuevo Presidente —un gran manipulador político— adoptó el voca-bulario de lucha de clases de la agitación comunista.

Décadas antes de existiera el movimiento de Occupy Wall Street, los comunistas de Estados Unidos tomaban las calles del distrito financiero con sus masivas protestas.

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En 1930, le escribió a un amigo: “…no tengo dudas de que llegó el mo-mento de que el país se radicalice un tanto, al menos por una generación. La historia nos enseña que donde esto ocurre ocasionalmente, las nacio-nes se inmunizan en contra del cambio revolucionario”.

Roosevelt propuso un Nuevo Trato en el cual empujó a la clase capitalista a hacer concesiones significativas a los trabajadores con el fin de evitar una confrontación revolucionaria.

El plan de acción incluía, además de las reformas sociales, fundir el Esta-do con una agenda proactiva de desarrollo económico.

En el proceso, Roosevelt logró adquirir un enorme poder ejecutivo, que utilizó para lanzar proyectos estatales de infraestructura en gran escala, como el Tennessee Valley Authority (TVA).

En el plano financiero usó su poder para romper el agarre con que “la Casa de Morgan” controlaba el Banco de Reserva Federal de Nueva York. Se alió con los Rockefellers para impulsar una agenda que estableciera a Wall Street, y no al City de Londres, como el epicentro del sistema finan-ciero mundial.

Consiguió a cambio el apoyo de los grandes bancos a sus reformas, co-menzando con el Glass-Steagall Act, que separaba la banca comercial de la banca de inversiones.

Otras reformas bancarias por un lado protegían los depósitos de los ciudadanos, y por otro, facilitaron el ascenso de Wall Street al dominio del sistema mundial. El efecto neto fue la reactivación de la inversión exterior del capital de Estados Unidos, especialmente en operaciones de extracción petrolera.

Todas estas reformas, sin embargo, no lograron detener las luchas de clases. Después de 1934, nunca se registraron menos de 2,000 huelgas anualmente. Ese año, la matrícula en las uniones aumentó en 20%. El Wagner Act estimuló el crecimiento sindical, y mantuvo al movimiento obrero dentro de los márgenes de la legalidad. El Social Security Act ori-ginó el sistema estatal de beneficencia y alineó a los trabajadores con la prolongación del Nuevo Trato y las políticas del Partido Demócrata.

La oposición de la clase capitalista al Wagner Act fue más intensa que la que interpusiera a cualquieras otras reformas del Nuevo Trato.

Entre enero de 1934 y junio de 1936, General Motors gastó un millón de dólares en compañías de detectives que infiltraran y trataran de sabotear las compañas del Congress of Industrial Organization (CIO) para organi-zar los trabajadores automotrices. Ford desató lo que el National Labor Relations Board calificó de una verdadera guerra de clases, empleando un ejército privado y estableciendo el más extenso y eficiente sistema de espionaje dentro de una empresa en Estados Unidos. A pesar de que no levantó un dedo en defensa del Wagner Act, se estima que con tan solo estampar su firma, Roosevelt alcanzó el apoyo masivo de la clase tra-

Claro está, la tesis del Presidente de darle paso al radicalismo no aplicaba a sus colonias. En Puerto Rico, las reformas del Nuevo Trato se emplearon para apretar aun más el control federal sobre la Isla. Con el colapso de los precios agrícolas, la industria azucarera confrontaba una seria crisis, que consecuentemente pagaba el pueblo trabajador. La crisis azu­carera se convirtió en una crisis colonial cuando Pedro Albizu Campos asumió la presidencia del Partido Nacionalista. El gobierno federal y sus subalternos colonia­les aplastaron el nacionalismo tan pronto éste se convirtió en una amenaza al dominio del imperia­lismo en Puerto Rico.

Hampones empleados por Ford atacan organizadores de la UAW, entre ellos, a Walter Reuther.

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bajadora (y del Partido Comunista de Estados Unidos) que lo llevó a su descomunal victoria electoral en 1936.

Ese año se escenificó la huelga en Flint, que triunfó cuando cientos de miles de trabajadores pararon sus labores y se lanzaron a la calle en so-lidaridad con los obreros en huelga. Alfred Sloan, presidente de General Motors, describió los sucesos como “un ensayo formal de la sovietiza-ción de todo Estados Unidos”, según se desataban cientos de conflictos huelgarios más en los que participaron militantemente cientos de miles de trabajadores.

Al final de 1937, la matrícula del movimiento sindical había aumentado de 4 a 7 millones de unionados.

Para 1938, ante una creciente oposición de la clase capitalista (y una recaída recesionaria que le restó apoyo político al Nuevo Trato), Roosevelt optó por medidas keynesianas de estímulo económico a la acumulación capitalista.

Al final del Nuevo Trato, según se desataban nuevamente los conflicto interimperialistas en Europa, Roosevelt había consolidado un enorme poder ejecutivo, había integrado el movimiento obrero al Partido De-mócrata, según impulsaba la hegemonía de Wall Street sobre el sistema financiero mundial.

Ahora quedaba repetir los eventos de la Primera Guerra Imperialista: es-perar que las potencias europeas se desangraran las unas a las otras, para hacer su entrada triunfal al teatro de guerra.

La Guerra y después de la Guerra

La fecha que muchos historiadores asocian con el reinicio de las hosti-lidades entre las potencias imperialistas es el 1 de septiembre de 1939, como resultado de la invasión alemana de Polonia. Seguidamente, Fran-cia le declaró la guerra a Alemania, y el Reino Unido, junto a sus colonias y sus dependencias mancomunadas lo hicieron también.

Esta interpretación no considera que ya en 1936 - 1939, la Unión Soviéti-ca tuvo que enfrentarse sola, en defensa de la República de España, a las fuerzas fascistas de Italia y Alemania, que respaldaban a Francisco Fran-co en la Guerra Civil española. Fue el escenario de un doloroso primer revés que envalentonó a las derechas fascistas de toda Europa.

En 1937, Japón invadió y ultrajó brutalmente a la República de China y puso grandes extensiones de su territorio bajo el dominio colonial del Imperio del Sol Naciente. Los japoneses también invadieron a Mongolia, y atacaron a su aliada, la Unión Soviética en 1938, tal vez pensando que el Ejército Rojo sería tan fácil de derrotar como el ejército y la armada zaristas, unos treinta años antes. Después de recibir dos sendas palizas en la Batalla del Lago Jasán (julio - agosto 1938) y en la Batalla de Jaljin Gol (agosto 1939), los japoneses escarmentaron y no buscaron más plei-tos con la Unión Soviética. Estas victorias liberaron la atención del alto

Franklin Delano Roosevelt

Dentro de las fábricas, los trabaja­dores sorprendieron a los patronos y se sentaron. Afuera, impidieron la entrada de los rompehuelgas.

El Ejército Rojo pone al Ejército Imperial de Japón en retirada en Jaljin Gol.

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mando soviético de su posible frente oriental, permitiéndole concentrar sus preparativos para contrarrestar un inevitable ataque de Alemania. Adolfo Hitler había pronosticado una guerra de exterminio en el que la “raza aria” se extendería hacia el Este, y haría desaparecer a las “razas inferiores” eslavas y judías.

Por su parte, los japoneses decidieron olvidar cualquier pretensión de provocar otro conflicto con la Unión Soviética, y reconfiguraron sus planes bélicos para enfocar en su expansión hacia Indochina y even-tualmente la India y Australia, en contra de los imperialistas franceses y británicos, y hacia Las Filipinas, en contra de los imperialistas yankis.

A la vez que el general Gueorgui Zhúkov derrotaba los ejércitos japoneses en Mongolia, la Unión Soviética firmó un pacto secreto de no agresión con Alemania (Pacto Molotov - Ribbentrop). Los nazis, que anticipa-ban las declaraciones de guerra de los franceses y los británicos al ellos proseguir con sus planes de invadir a Polonia, querían evitar una reac-ción armada de la URSS en su frente oriental. Su estrategia dictaba una guerra inicial de un solo frente —el Occidental— en lo que lograban do-blegar a Francia y a Inglaterra. Por su parte, los comunistas necesitaban desesperadamente ganar tiempo para lograr desarrollar una industria de armamentos a la par con la poderosa maquinaria alemana. Además, con la firma del pacto, pudieron correr las fronteras del Estado Socialista cientos de millas hacia al Oeste, creándose un cojín de protección cuan-do ocurriera la inevitable invasión alemana.

Esa invasión ocurrió en junio de 1941 (conocida como la Operación Barbarroja). El asalto fue tan salvaje, y las atrocidades tan masivas —la intención estratégica de los nazis era la despoblación de los territorios conquistados— que de no haberse asegurado el cojín estratégico, segu-ramente el Estado Socialista hubiera sucumbido en la mayor confronta-ción militar terrestre de la historia. El saldo fue pavoroso para la Unión Soviética —decenas de millones de seres humanos muertos, víctimas de las más inhumanas atrocidades nazis. Se calcula que el 65% de todas las bajas militares de las fuerzas aliadas durante toda la guerra las sufrieron las fuerzas soviéticas. Para Alemania, no obstante, significó su derrota eventual. El 95% de las bajas alemanas en la guerra, desde 1941 hasta su rendición en 1945, ocurrieron en su conflicto armado con el Ejército Rojo. Como se desarrollaron los eventos, el Ejército Rojo logró detener, rodear y destruir a los ejércitos alemanes en Stalingrado, y tomar la con-traofensiva, que no se detuvo hasta la toma de Berlín en mayo de 1945.

Este segundo episodio de las guerras imperialistas concluyó con un saldo destructor para todas las potencias capitalistas de Europa y Asia. La Unión Soviética —“la gran patria proletaria”— había recibido la más sal-vaje embestida de los nazis. No sólo fue capaz de resistirla —a un costo humano descomunal— sino que logró destrozar los ejércitos que fueron lanzados en su contra, efectuar una feroz contraofensiva, y llegar hasta Berlín antes de que los ejércitos imperialistas aliados pudieran alcanzar esa meta estratégica.

General Gueorgui Zhúkov

Afiche conmemorativo de la con­traofensiva del Ejército Rojo

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Estados Unidos, que no entró al conflicto hasta más de dos años después de éste haberse iniciado, en diciembre de 1941, expandió rápidamente su poderío naval, con el que confrontó exitosamente al Imperio de Japón. El 6 de agosto de 1945, Estados Unidos pulverizó la ciudad de Hiroshima detonando sobre ella el primer artefacto nuclear empleado por una po-tencia en contra de la humanidad. Tres días más tarde, repitió la misma criminal atrocidad sobre Nagasaki. Estados Unidos ha sido el único Estado que haya empleado armas nucleares con la intención de aniquilar masivamente poblaciones humanas.

Los fascistas y militaristas de Japón y Alemania son culpables de repug-nantes atrocidades en gran escala. Los ataques sobre Hiroshima y Naga-saki, sin embargo, no tienen paralelos en los anales de los crímenes en contra de la humanidad.

Cuando se “asentó el polvo”, el balance de la segunda parte de las guerras imperialistas fue el siguiente:

1. Estados Unidos se encumbró como la principal potencia capitalista en el mundo. Excluyendo el ataque sobre Pearl Harbor, una base de la marina de guerra, y los ataques japoneses a Guam, Las Filipinas y otras posesiones menores en Oceanía, no sufrió ataques enemigos en su propio suelo. Consolidó una industria de guerra que luego transformó en una enorme infraestructura capitalista sin rival en el planeta. Era dueña absoluta de los mares, con la marina de gue-rra más poderosa del mundo. Pasó de ser un Estado deudor a ser el principal país acreedor en todo el mundo, y había acumulado las principales reservas de oro en todo el planeta. Dentro del sistema capitalista, Estados Unidos no tenía rival alguno.

2. Se confrontaba, no obstante, con la principal potencia militar en Europa y Asia, que constituía ahora el centro de un sistema so-cialista que incluía todo el Este de Europa. La URSS era el foco de apoyo internacional de un impulso revolucionario que surgía impetuosamente en Asia, África y América Latina. Los Partidos Comunistas en Francia, Grecia, Italia y la propia Alemania, que ha-bían sido cruelmente perseguidos por los fascistas —y que habían encabezado las resistencias en esos países— crecían rápidamente en números, influencia y ánimo revolucionario. Las fuerzas comu-nistas en China habían tomado la ofensiva en contra del Kuomin-tang. El planeta convulsaba revolucionariamente.

3. Las otras potencias imperialistas —las aliadas y las del Eje— yacían postradas por los horrores de la guerra a los que todas contribuye-ron. En la victoria o en la derrota se hallaban todas, sin excepción, en situaciones pre revolucionarias.

4. La prioridad estratégica que confrontó Estados Unidos al concluir la guerra e iniciar la paz era rescatar, cuando menos, el sistema capitalista mundial, integrado mínimamente por las potencias imperialistas de Inglaterra, Francia, Alemania (al menos la parte

El Ejército Rojo toma a Berlín.

Nagasaki después de la bomba.

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que no ocupaban los soviéticos), Italia, España, Portugal, Grecia y Japón. China estaba en contienda, y el apoyo urgente al Kuomin-tang no se hizo esperar. El desenlace de la “situación china” estaba por realizarse.

5. Estaba por realizarse, también, el desenlace de la “situación colo-nial” de las potencias imperialistas, que por todos lados, con mayor o menor violencia, pulsaba con el reclamo de “autodeterminación e independencia”. En Puerto Rico, el Partido Nacionalista había sido reprimido, pero el nacionalismo no había sido erradicado. El imperialismo yanki, ahora el poder hegemónico incontestable den-tro del sistema capitalista mundial, promovía la liquidación de los viejos sistemas coloniales de las potencias europeas y su sustitución por un mercado abierto de comercio internacional. Como muestra, sostuvo la independencia de las Filipinas. El caso de Puerto Rico, sin embargo, era diferente. Durante la Guerra, se había hecho evi-dente que su posición estratégica era de un valor principal, consi-derada como insustituible. El imperialismo se valió del indiscutible arraigo social y fuerza política del Partido Popular Democrático —un partido indenpendentista y de posiciones sociales reformistas— y de la timidez de su caudillo, Luis Muñoz Marín, para formular una “solución” al problema colonial de Puerto Rico que pudiera evitar tanto la independencia como la anexión.

En mayo de 1942, en plena guerra, los editores de las revistas Fortune, Time y Life en Estados Unidos, organizaron una “mesa redonda”, inte-grada por empresarios prominentes, economistas reconocidos, líderes intelectuales y militares, diplomáticos, políticos y periodistas. El pro-ducto de estos señores llevó el título de “Una Propuesta Americana” (An American Proposal). El documento partió de la premisa de que, al final de la guerra, Estados Unidos se convertiría en la potencia capitalista más poderosa. El problema residía en si sobreviviría un sistema capitalista mundial, o si, por el contrario, el sistema desaparecería “ante la insurrec-ción del proletariado internacional”, que “constituía el factor principal de los últimos 20 años”, dejando a Estados Unidos solo en la estacada capitalista.

Ésta fue la respuesta de la “mesa redonda”:

“…un imperialismo muerto o moribundo tendría que ser reemplazado por… un nuevo ‘imperialismo’ americano, si queremos llamarlo así, que pueda —que tenga— que ser diferente al británico. Tendrá que ser diferente, también, del prematuro imperialismo americano que surgió en nuestra expansión al concluir la guerra con España. El imperialismo americano podrá concluir la tarea comenzada por Gran Bretaña; susti-tuiremos los comerciantes y plantadores por cerebros pensantes y equipo pesado, tecnólogos y maquinaria de fábricas. El imperialismo americano no requiere de posesiones extraterritoriales; [puede funcionar mejor en Asia si los sajibs permanecen en casa…] Ni teme ayudar a construir riva-les industriales que compitan con el poder industrial de Estados Unidos…

Después de prestarse a reprimir las últimas gestas heróicas del Nacionalismo, el imperialismo le rindió toda clase de honores a Luis Muñoz Marín.

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porque estamos conscientes que la expansión internacional de la indus-tria promueve la expansión internacional del comercio. Si este imperialis-mo americano suena muy altruista y elevado es porque ésa es la política viable para Estados Unidos, por que lo que necesita no es comida, sino amigos en el resto del mundo”.

Para llevar a cabo ese “imperio altruista” tuvieron que reclutar las ideas económicas reformistas de John Maynard Keynes.

Keynes sentó las bases del pensamiento económico burgués que predo-minó por 25 años después de la Segunda Guerra Mundial. Su obra más importante, Teoría general del empleo, el interés y el dinero, fue publicada en 1936, y recibida en amplios círculos burgueses como un trabajo deri-vado peligrosamente de las doctrinas de Marx.

Irónicamente, toda la obra reformista de Keynes, surgidas de las expe-riencias de la Gran Depresión, a pesar de que se aparta de los dogmas más sagrados de la economía burguesa que imperaba hasta entonces, no tiene otro propósito que el de crear las bases para la acumulación capita-lista en las condiciones reales de la segunda mitad del siglo 20. El cambio mayor vislumbrado por Keynes fue su propuesta de la activación de la intervención activa del Estado sobre los procesos económicos y el dinero. Predicó que, al aumentar la demanda a través de un déficit deliberado, pero controlado, del presupuesto gubernamental, sería posible estimular el crecimiento de la economía, ampliar la acumulación de capital, alcan-zar el empleo de toda la fuerza de trabajo, y financiar el estado benefactor.

Sus puntos de vista ganaron la aceptación mayor al final del Nuevo Trato (hasta entonces, Roosevelt insistía en los presupuestos balanceados), durante la guerra —actividad deficitaria por excelencia— y después de la Guerra, cuando Estados Unidos se dispuso a usar su poderío económico para reconstruir el sistema capitalista mundial, bajo su hegemonía.

En julio de 1944, representantes de 44 naciones aliadas se reunieron en Bre-tton Woods, New Hampshire, para la Conferencia Monetaria y Financiera de las Naciones Unidas, cuyo resulta-do fueron unos acuerdos para mante-ner el valor de las divisas y la creación de varias instituciones, entre ellas, el Fondo Monetario Internacional (FMI). Los países firmantes acordaron man-tener sus divisas en no más del 1% de la cantidad fijada en función del oro

—o como resultó en la práctica, del dólar de Estados Unidos. El dólar de Estados Unidos se mantendría inter-

cambiable por oro, a razón de $35 por la onza.

Durante 20 años, los acuerdos de Bretton Woods fueron parte del arma-

Adam Smith, Carlos Marx, Joseph Schumpeter y John Maynard Keynes se juntan para discutir el colapso del sistema capitalista.

Keynes se dirige a los represen­tantes de las naciones aliadas en Bretton Woods en julio de 1944.

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zón de la expansión dramática de la acumulación capitalista, en Estados Unidos y en todo el sistema mundial de producción para el mercado. Du-rante la década de 1960, no obstante, las tasas de crecimiento y la acumu-lación capitalista comenzaron a estancarse, fundamentalmente por las concesiones que el proletariado le había arrancado a la clase capitalista durante la Gran Depresión, la Segunda Guerra, y temprano en el periodo de la posguerra. Estas concesiones, que habían creado la ilusión de par-ticipación en la prosperidad en las ideologías reformistas y colaboracio-nistas del movimiento obrero de Estados Unidos —la supuesta creación de la clase media— ahora pesaban seriamente sobre unos engranajes de la acumulación capitalista, en Estados Unidos, principalmente, pero realmente sobre todo el sistema mundial.

La situación para la clase capitalista de Estados era más complicada, por razón de la paliza que estaban recibiendo sus fuerzas armadas en manos del pueblo de Viet Nam, dirigido por el Partido Comunista. Esa Guerra, que no podían ganar, le desató a la clase capitalista yanki una inflación descontrolada que amenazaba con evaporarle las acumulaciones. Las re-servas de oro de Estados Unidos se disminuyeron peligrosamente, ame-nazando su economía, y la estabilidad del Estado burgués se vio sacudida desde sus cimientos por una oleada de rebelión civil en todos sus centros urbanos.

La clase capitalista de Estados Unidos, y de las principales potencias capitalistas de Europa, tenían que aceptar una situación de potencial pre-rrevolucionario, o tomar el toro por el cuerno y lanzar su contraofensiva mundial en contra de los vestigios del Nuevo Trato y la implantación del keynesianismo.

De esa contraofensiva se trata la segunda parte de esta lectura.

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Apéndice I - El Patrón Oro

En su genial exposición sobre el dinero en el primer libro de El Capital, Marx desga­rra el velo de misticismo con que la economía política burguesa arropa el concepto del dinero, y aclara lo siguiente:

1. En el desarrollo de la contradicción interna de la mercancía entre sus dimen­siones como valor de uso y como valor [de cambio], una mercancía termina representando el valor de todas las mercancías; esa mercancía se convierte en el equivalente universal, cuya forma desarrollada es el dinero.

2. El dinero surge y se va desarrollando por fuerza de la incesante repetición, a través de los siglos, de la actividad del intercambio de mercancías, que prece­de al capitalismo; el capitalismo no es necesario para la formación del dinero, pero el dinero es esencial para la formación del capitalismo.

3. Por muchas razones, los metales nobles son mercancías idóneas para ser adoptadas socialmente como el cuerpo material del dinero; el oro es particu­larmente favorecido a través del desarrollo de la mercancía y el intercambio.

4. El oro se adopta como la mercancía especial para cumplir con las múltiples funciones del dinero, y cuando el capitalismo se convierte en la base econó­mica dominante de las sociedades en el Oeste de Europa, la clase capitalista confirma el oro como la mercancía que deberá cumplir con las múltiples y complejas funciones que debe efectuar el dinero en el mercado capitalista; se establece el patrón oro en el régimen del capital.

5. Como todas las mercancías, el valor del oro se fundamenta en la cantidad de trabajo socialmente necesario para extraerlo, refinarlo y llevarlo al mercado; el precio del oro oscilará alrededor de su valor.

6. El descubrimiento de yacimientos de oro como los de California en 1848, inunda el mercado con mucho oro que requiere menos tiempo de produc­ción, y cuyo valor, por lo tanto, tiende a descender.

7. En una de las funciones del oro como dinero, el expresar el precio de las mer­cancías en cantidades de monedas de ese metal, por ejemplo, una reducción en el valor del oro tiene el efecto de un aumento general de los precios de todas las mercancías (una tonelada de acero, o una camisa, o un racimo de gui­neos, por ejemplo, se intercambiarían ahora por una cantidad mayor de oro).

8. Por el contrario, una escasez de oro, debido a un aumento en su tiempo de trabajo necesario para hacerlo disponible en el mercado, reduce los precios de todas las mercancías.

9. Poniendo a un lado las cada vezmás infrecuentes excepciones espectaculares de yacimientos recién descubiertos de oro, fácilmente explotables, una vez se explora todo el planeta, la clase capitalista sigue favoreciendo el oro en todas sus funciones como dinero, entre otras razones, por la estabilidad de su valor.

El oro entonces funciona muy bien para saldar las transacciones en el comercio in­ternacional. El comercio entre dos países generalmente crea un desbalance comer­cial —un país importa más de lo que exporta a otro país— lo que requiere un saldo,

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al final de algún periodo acostumbrado, en el que el país cuyo balance comercial es desfavorable debe saldar sus obligaciones con el otro. Los dos países completan la transacción comercial con un saldo en oro, el patrón aceptado —realmente impues­to por las potencias económicas— para los pagos en el mercado entre las naciones. Inglaterra, la potencia capitalista hegemónica del siglo 19, impuso el patrón oro en las transacciones comerciales internacionales.

Algo muy parecido ocurrió dentro de las economías nacionales. Allí donde existía una clase capitalista industrial dominante, fuerte y más o menos unida, se le hizo fácil imponer el patrón oro dentro de la economía nacional. El desarrollo de la eco­nomía capitalista, la formación de monopolios, y el predominio del capital bancario dentro de esa gran potencia, no hizo sino consolidar la preferencia por el patrón oro para las funciones del dinero dentro de la economía nacional.

En un país tan complejo como Estados Unidos a finales del siglo 19, sin embargo, las contradicciones entre las clases eran muy poderosas, pero también lo eran los conflictos regionales. La industria y la banca, por ejemplo, se concentraban en los estados del Norte y del Este. De ahí radiaban los ferrocarriles, y a lo largo de ellos, el dominio de la clase capitalista del noreste de Estados Unidos sobre los estados del Sur y del Oeste, cuyas economías eran fundamentalmente agrícolas y extractoras (petróleo, minas de plata, maderas).

La clase capitalista del noreste favorecía el patrón oro como el fundamento mone­tario de la economía nacional de Estados Unidos. El patrón oro les brindaba acceso a los mercados internacionales, y estabilidad en la economía nacional. Además, les mantenía los precios bajos de las mercancías necesarias para su buen funciona­miento: la comida para sus trabajadores (precios bajos le mantenían igualmente bajo el valor de la fuerza de trabajo), la madera para sus ciudades y sus ferrocarriles, y el combustible para sus fábricas.

Los agricultores, mineros y leñeros favorecían dinero barato: el llamado bimetalismo —oro para las transacciones internacionales, plata para la moneda de curso interno. Plata para pagar las deudas a los bancos con dinero barato. Plata para cotizar los precios de su producción agrícola, minera y leñera a precios más altos.

El conflicto llegó a su punto culminante cuando el movimiento populista se apo­deró del Partido Demócrata, y presentó en las elecciones de 1896 una plataforma claramente en favor del acuñamiento de la plata como moneda de curso en la economía nacional. Su candidato presidencial, William Jennings Bryan lanzó una emotiva campaña que arrastró los votos de los estados al oeste del Río Mississippi.

El Partido Republicano, que promovió una plataforma basada en el patrón oro, presentó a un candidato famoso por su accesibilidad a los grandes intereses mono­polistas del Noreste, William McKinley. McKinley salió victorioso, y el patrón oro se estableció en Estados Unidos definitivamente.

Durante las Guerras Imperialistas y la Gran Depresión, tanto Inglaterra como Estados Unidos, sin hablar de las otras economías, tuvieron que abandonar el patrón oro, tratando de reincorporarlo una vez trascendidas las crisis. Sin embargo, el patrón oro y las funciones disciplinarias que conlleva, nunca volvieron a alcanzar la fuerza que tuvieron durante el siglo 19 y la hegemonía británica.

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Apéndice II - Los ferrocarriles en Estados Unidos

La construcción de ferrocarriles en Estados Unidos representó un tipo de inversión que dio al traste con los presupuestos de la economía política burguesa. Este pro­yecto requirió “hundir” una cantidad enorme de capital en una red intercomunicada de rieles, estaciones, locomotoras, vagones, nódulos de redirección, almacenes de carbón, tanques de agua, y un sinnúmero de recursos como tierras, puentes, maderas y carreteras de servicio, mucho antes de que se registrara el primer dólar de recaudo.

Por su propia escala y complejidad, la construcción de ferrocarriles requiere el aban­dono de las sacrosantas doctrinas sobre la competencia, requiere la participación activa del Estado en la regulación del negocio y requiere una relación íntima entre el empresario de los ferrocarriles y el burgués de la banca y las finanzas. Requirió, además, la creación de las primeras agencias acreditadoras del mercado de bonos

—Moody’s y Standard & Poor’s.

Los ferrocarriles abrieron el camino para la transformación del capital en Estados Unidos, y la inauguración de la época del monopolio, y por consecuencia inevitable, del imperialismo yanki.

La construcción de ferrocarriles inauguró el proceso mediante el cual los bancos de Wall Street —en esta etapa satélites de la banca del City de Londres— llegaron a subordinar al capital industrial a un rol de facilitador de la especulación financiera. Estimuló la “creatividad” de los bancos en la nueva variedad de ofertas de instru­mentos financieros, y dio forma a nuevas prácticas institucionales de los bancos inversionistas en sus relaciones con el público en general, con la clase capitalista en particular, y con las burocracias estatales. Estas nuevas modalidades abrieron los canales para la aplicación de soluciones financieras a la tendencia hacia la concen­tración de capitales, que ya tomaba forma acelerada en Estados Unidos.

En el plazo de los años entre 1897 y 1904, sobre 4,200 empresas se combinaron en 257 oligopolios. Al final de ese período, 318 corporaciones de Estados Unidos eran dueñas del 40% de la capacidad industrial de ese país. Estas gigantescas empresas eran criaturas de la banca de inversiones en Wall Street, y servían de vehículos a las transacciones especulativas de los grandes “genios de las finanzas”, transacciones usualmente fraudulentas, que iniciaron una nueva etapa en la evolución del capital.

Pero regresemos a los ferrocarriles.

La década de los 1880s representó el momento de mayor crecimiento industrial en Estados Unidos. La fábrica promedio duplicó su tamaño y el capital fijo inverti­do, en relación a cada trabajador industrial, se elevó de $700 en la década anterior, a $2,000, reflejo de la introducción acelerada de nuevas tecnologías, y el mayor aumento en productividad laboral en todo el mundo. Esto a pesar del vertiginoso crecimiento poblacional en la República que recibió entre 1870 y 1913 más de 15 millones de trabajadores inmigrantes.

En medio de esa desenfrenada expansión industrial, la inversión en ferrocarriles durante ese década excedió la inversión en todas las ramas industriales juntas en Estados Unidos, y el valor en libros de los activos ferroviarios excedían las valores agregados de todos los demás activos industriales. Esa monstruosa escala de inver­

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sión la proveyeron los bancos del Reino Unido, e hicieron de la economía de Estados Unidos la más endeudada del mundo.

Fue una época en la que se escenificaron las más especulativas y corruptas manipu­laciones financieras, y una vez más los ferrocarriles abrieron el camino. La especu­lación febril con las emisiones de bonos ferroviarios produjo muchos millonarios instantáneos, pero también arrastró a la República a una serie de crisis financieras en 1873, 1884, 1890 y 1893.

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