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1 DEL MAR A LA MONTAAA Una mañana de julio de 189'1. D EL fondo de la D:?:"uma marina, en ple- na gloria, en la aurora, surge lenta· • •• mente, mancÍ1a blanca tras mancha blanca, Puerto Colombia. Rápidamente otros detalles van perfilando un gran paisaje bronceado por la luz, momificado por el entumecimiento, vagamente inquietante al prin- cipio, propio de los países cálidos. Sobre el fondo de todo el panorama se desarrolla, maciza y verti- cal, humeante y rojiza, la costa que prolonga por algún tiempo su meseta altiva para luégo volver- se bruscamente hacia el oep.te, no sin dejar atrás, al huir, una coquetería, un faralá, aquel cabo de suave declive. Todavía vuelve hacia él otras cres·· terías más alejadas, azules ondulaciones tristes, deliciosas, en retirada sobre el matiz pálido y di- fuso del cielo. Arrancando de la orilla que, ya com- pleta, se curva con pereza inefable, una línea ne- gra, tenue como un hilo, corta en dos el centelleo más rojo que nacarado de las águus, esa placidez de bella concha marina. Al aproximarse se con- vierte en una fina escollera donde un tren espe- ra -nos espera-o Crece casi demasiado de prisa para que se puedan sentir el goce extremo y fugaz y los sedantes efluvios de que nos llenan estas ex- tensiones tan noblemente tranquilas de la tierra y del mar.

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DEL MAR A LA MONTAAA

Una mañana de julio de 189'1.

DEL fondo de la D:?:"umamarina, en ple-na gloria, en la aurora, surge lenta·

• •• mente, mancÍ1a blanca tras manchablanca, Puerto Colombia.

Rápidamente otros detalles van perfilando ungran paisaje bronceado por la luz, momificado porel entumecimiento, vagamente inquietante al prin-cipio, propio de los países cálidos. Sobre el fondode todo el panorama se desarrolla, maciza y verti-cal, humeante y rojiza, la costa que prolonga poralgún tiempo su meseta altiva para luégo volver-se bruscamente hacia el oep.te, no sin dejar atrás,al huir, una coquetería, un faralá, aquel cabo desuave declive. Todavía vuelve hacia él otras cres··terías más alejadas, azules ondulaciones tristes,deliciosas, en retirada sobre el matiz pálido y di-fuso del cielo. Arrancando de la orilla que, ya com-pleta, se curva con pereza inefable, una línea ne-gra, tenue como un hilo, corta en dos el centelleomás rojo que nacarado de las águus, esa placidezde bella concha marina. Al aproximarse se con-vierte en una fina escollera donde un tren espe-ra -nos espera-o Crece casi demasiado de prisapara que se puedan sentir el goce extremo y fugazy los sedantes efluvios de que nos llenan estas ex-tensiones tan noblemente tranquilas de la tierray del mar.

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Los matices y los colores de sus superficies mu-das apenas varían con la creciente fuerza del sol.El éter azul hasta los abismos del horizonte, sinuna vedija blanca, está impregnado de esa perezaadormecida en la que, en las mañanas ecuatoria-les, se incuba la postración del medio día.

Hacia la izquierda la costa de Colombia descien-de y se recorta en lenguas de verdura que brotande la bruma dorada. Una marejada imperceptibleva a morir allí, la misma que desde Méjico hastaaquí ha rizado el espejo del mar Caribe, la mismaen que se ha reflejado el encanto de las Antillas.

Sin quererlo, a los que por vez primera se lespresenta de este modo el Nuevo Mundo, vuelven aencontrar, con una sencillez exquisita, las emocio-nes, el entusiasmo curioso de los aventureros de150~, y al fijar en él una mirada casi tan ardient':Ocomo fuera la de éstos, comprimen en su sonrisaindecisa, algo, talvez unas palpitaciones similaresa las que sintiera un Cristóbal Colón.

De modo que ies ella, la tierra un poco legenda-ria de los Andes, la tierra de los tesoros inauditos,la tierra de los incas, la tierra de los cóndores! ¡Lalibre América! iTierra joven, joven sociedad sacu-dida por los temblores y las revoluciones, en la qU':lel hombre había soñado durante tanto tiempo,donde se había dormido sin historia; en la que elesplendor muisca pasó, hijo débil del sol; en laque los ríos acarrean sangre y los caminos oro;en la que la cruz y la espada tantas veces confun-dieron sus sombras; en la que Cipango había re-vivido!

Ya por dos veces, al peregrino que escribe es-tas notas, el Africa se le había mostrado entrea-bierta, varia en su aspecto, una en todo su horror,idéntica en la desolación de sus arenales y bajola masa opresora de su vegetación. El Senegal, laCosta de Oro, el Dahomey, todo eso significa elhumano jadear hacia un cielo sin piedad; de loprofundo de los espacios inundados de un brillo

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triste, sin viento y sin montañas, asciende la as-piración febril del enterrado vivo, la añoranza de-solada de otras orillas sobre las que aun sopla labrisa de Dios ...

y he aquí, bajo una latitud idéntica, la natura-leza y la gleba rivales. ¿ Qué serán éstas a suvez? ¿ Qué recuerdos, qué desencantos o qué nos-talgias habremos de llevarnos dentro de ocho odiez meses? Entre tanto -efecto habitual tal-vez de toda novedad- este interrogante mudo, es-ta primera ojeada a las Indias occidentales pare-cen llenos de promesas y de compensaciones. Lamirada, ante el alto basamento de este continen-te, no evoca ya esa sombría monotonía del mar deGuinea bordeado por· una barra continua, ni lalínea delgada y muerta del horizonte, del bosqueencabritado ante las olas en una extensión de seis-cientas leguas, peristilo de las soledades infinitasque se acumulan detrás con todo su espanto ver-de o seco. En el momento de hollar esta NuevaGranada que recorrieron antaño tantos ricos hom-bres, en la que Heredia alzó en las épocas fabu-losas

Una ciudad de plata a la sombra de una palmera de oro,

la aurora triunfal brilla profética y la brisa que selevanta parece fragante mensajera de felices pers-pectivas, de los espectáculos que nos aguardan.

A bordo del buque, listo ya a zarpar dé nuevo,se precipita el supremo barullo de los baúles, delos bultos multiformes, de todas esas cosas pesa-das o ligeras, poderosas o frágiles que fueron se-pultadas sin orden ni concierto en el in pace de lasbodegas en el muelle de Francia, que ahora se ex-human oliendo al moho del viaje y como atónitasal encontrarse bajo la gran luz de América.

Abajo, en el salón, donde esta noche nuestrositio estará vacío y que ya tiene un aire de aburri-miento y de deserción, algunas cadencias se oyen

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por última vez a través del ruido de los portazos.Una muchacha, tocada con un sombrero de pajay con el guardapolvo echado sobre los hombros,arranca al piano una fuga de Vieuxtemps, fami-liar a sus dedos y a nuestros oídos. 'Esta vez se daprisa porque ya el mayordomo anuncia, al pasar,que todos los equipajes están sobre cubierta. Yun no sé qué de invenciblemente triste se despren-de de esos acordes precipitados, algo así como unadiós más eolio, más fugaz, dado a la casa flotan-te donde hemos pasado tantas horas de contem-plación. ¿ De dónde provienen esas melancolías sinmotivo y sin expresión que van unidas a la mar-cha de un balneario, a la subida a un ómnibus,llevando consigo la postrera sonoridad desenfrena-da de una orquesta de gitanos? Llamamiento in-definible del destino, señal de una despedida in-acabada, dicha apresuradamente por los que noshan cónocido en la gran hostería de la vida y quepronto, ellos también, habrán desaparecido, comoen la muerte, en el torbellino de los seres ...

Dós o tres horas más tarde estamos en el um-bral de una ciudad polvorienta, con hilos telegrá-ficos; es Barranquilla, el puerto principal y la pri.mera aduana de la república.

Después de recorrer treinta o cuarenta kilóme-tros en zig-zag a lo largo de la orilla y luégo a tra-vés de una región poco fértil y uniforme con laque se inicia el delta interior del Magdalena, eltren pita y se detiene.

Una infinidad de edificaciones grises lame, co-mo una espuma, el borde de la vía férrea. Estánrodeadas de bosques poco espesos, poco tupidos,de árboles pequeños, de vegetación espinosa, acha-parrada, que parece brotar con difucultad de estatierra agotada y polvorienta que huele a escom-bros y a sed. No se necesita más para provocarya ciertas decepciones, algunas reflexiones de fi-losofía barata. j De lejos tenía tal aspecto de oasisacogedor! Sin embargo, a este estercolero, a esta

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orilla nada pintoresca, a este esfuerzo de instala-ción hecho de cualquier manera sobre una tierraingrata, sustituye por fin, a medida que se avan-za, la verdadera ciudad sudamericana moderna,vulgar y demasiado joven, preocupada única-mente de comercio, de industrias, de relacionesmarítimas, creada por la fuerza de la necesidadbajo la presión económica del rico país que des-emboca en ella. En suma, es una aglomeración in-mutable de casas a la española, de tejados planos,de fachadas con colores suaves y ventanas enreja-das, que se ha yuxtapuesto desde hace cuarentaaños alrededor del muelle natural que ofrece tancerca de su desembocadura el majestuoso Mag-dalena. Pero mientras la proximidad del río atraehacia la izquierda, a los barrios opulentos, el en-jambre humano se extiende sin cesar hacia la Ha-.nura de la derecha, mezclándose las cabañas depaja con las pobres viviendas diseminada~, por lacampiña rojiza, viviendas cada vez más pobres ymás diseminadas a medida que se acercan a loscementerios, a esas zonas que tienen el aspecto decampos de demolición enterrados en los guijos ycuya apariencia desolada constituye una introduc-ción natural a las lecciones de la hostería de losmuertos.

El polvo, he ahí el enemigo de Barranquilla, delmismo modo que la vialidad es su punto débil; apasos quedos en la arena, en esa arena atroz, ro-jiza, que el viento se lleva en remolinos, arena decorales y de calizas, las gentes y las cosas circulanpausadamente. Marcha trabajosa y abrumadorabajo la luz que asaetea.

Pero ioh eternos desquites del colorido! Al lle-gar el atardecer, toda esa multitud de edificacio-nes surgidas de la ceniza blanca se ilumina contintes desvaídos de una suavidad infinita, besosdel sol en la frente de su hija que se duerme. Y to-dos aquellos viejos muros de cal, antes lechosos,jaspeados perpendicularmente de tiznones negros

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PIERRE D'ESPAGNA'l'

y los lienzos de pared de ladrillos amarillentos yaquéllos de un rojo subido y las calles abarranca-das por las que los carricoches bailarines y chi-rriantes ruedan dando barquinazos fantásticos yel campanario español y los tejados de paja dela calle de San BIas y hasta nuestras mismas per-sonas reciben su parte de tintes violados indefi-nibles. Y entre tanto, en el azul desfallecido delcielo, con una lentitud, con una majestad agranda-da por la noche, se ciernen los pesados gallinazos.

Extinguido el crepúsculo, otra vida más íntimay más apacible empieza al encenderse las luces.Mi soledad se pierde en el barrio de las quintas,donde se encuentran los hoteles y las casas de re-creo de los ricos, hacia el extremo de la ciudad.El camino, traicionero ya de por sí, se agrava conla noche sin luna, la noche negra exagerada de lazona tórrida. El pie tropieza; muros inciertos yverjas se pierden bajo los penachos de sombrasdesbordantes, árboles de invisibles jardines. Y aesa misma hora, sobre toda la paz oscura del mun-do ecuatorial, empieza el gran concierto de todoslos murmullos, de todas las estridencias, de todaslas vibraciones exacerbadas que acompañan losfuegos artificiales de las luciérnagas. Luciérnagaspor todas partes, en los matorrales deshojados ycomo espolvoreados de ceniza, en la altura miste-riosa del follaje, alrededor de esas famiiias recos-tadas en las mecedoras delante de las puertas desus casas, alrededor de esas muchachas lánguidas,vestidas de blanco, cuyos dedos arrancan cancio-nes de las guitarras y cuyos cabellos encierran,cual coronas de estrellas, otras claridades más bri-llantes.

Hay en las tinieblas de estas tierras vírgenesun insecto -cuyo menor mérito no está tal vezen las estrofas que ha inspirado-, el cocuyo, quesólo vive en América y para eso en los lugaresmás cálidos, en ciertos sectores que le son pro-pios, como si todos los demás climas del mundo,

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hasta los más ardientes, no fueran propicios paramantener viva la llama que irradia a su alrededor.

Imagínense un gusano pardo, largo y delgado, enel que, durante el día, nada llamaría la atención.La cabeza, re:ativamente enorme y desprOViSta deantenas, se une estrechamente al cuerpo aplasta-do; los movimientos de resorte extraños y bruscosde que está dotada esta articulación permiten alanimal, mediante un salto bastante considerable,escapar a los contactos inoportunos, y dos man-chas glaucas, dispuesas lateralmente, constituyenel aparato de sus irradiaciones fosforescentes.

He ahí el brillante elatérido, pariente de ese lam-pírido portalinternas, caro a las bellas brasileñas,que sirve de joya eléctrica para adornar algunosdescotes seductores y cuya claridad aureo~a lascabelleras como una diadema con la suavidad desu luz de lamparilla. A través de ese velo naturalla llama del cocuyo adquiere una delicadeza amor·tiguada, una discreción de confidente. Se pued':lconservar el insecto dentro de un tallo hueco decaña. Además, su captura no ofrece dificultad;cuando circula por la noche brillante y purpúreocomo una brasa, eclipsa por completo a las luciér-nagas, de luz más pálida con claridades más ver-dosas y gélidas. Durante el día duerme, no se sa-be dónde; es un malacodermo negro y perezosoque al llegar la noche, la cálida oscuridad sepul-cral, se despierta súbitamente, se va y empiezasu vuelo trémulo, sus largos zig-zags de latigazo;rey de las sombras, pasa con su rojez violenta ylejana de faro, con su brillo' de ascua cual el ojoinquieto de cíclope que se multiplicase en todoslos rincones de su caverna.

Pronto la instintiva asociación de ideas hace le-vantar la vista. Lo mismo que allí en esas playa')de la Costa de Marfil, en la selva de Inserum, don-de tantas veces la he contemplado, donde brillasobre paisajes que no volveré a ver, la Vía Lác-

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tea, con una intensidad desconocida en nuestrocielo parisino, con su aspecto de pequeñas boyasaborregadas, rueda, bifurca su torrente de mun-dos en esta primera noche de América, y la Cruzdel Sur, además, se incorpora solemne a los piesde Centauro.

Al día siguiente, siempre fiel a su cita con laaurora, nuestra curiosidad de viajeros impacien-tes traba conocimiento con el camino que voy aseguir, con el turbio y magnífico Magdalena.

Para penetrar en el interior de este país la cos-ta caribe no ofrece más, en efecto, que una solavía; pero ésta es grandiosa. Es realmente la ave-nida natural de ese Capitolio que el Tolima, reydel aire helado y de las nieves, corona, allá en elcorazón de Colombia. Nos ofrece a nuestros mis-mos pies un caño que subdividido a su vez, hastaen el más insignificante de sus arroyuelos, que sir-ve de galería minúscula y tortuosa para los des-files de patos, conserva una parte de su fuerza,se siente el Magdalena. Este se nos aparece porfin. Desde los confines del horizonte, ancho y po-deroso como un brazo de mar, se exhibe, pasa. To-da su masa tranquila corre con una soberbia hijade las cimas de donde desciende. En sus agua3,que son por eso perpetuamente amarillas y li-mosas, arrastra algo de sus montañas y es' parasus márgenes un Nilo de fertilidad. Al contem-plarle tan apacible y colosal a trescientas cuaren-ta leguas de la roca 'aérea de donde rezuma su pri-mera gota, se evocan con una inquietud respetuo-sa las extensiones que atraviesa; se presiente de-trás de las lejanías cerradas la sucesión de esaszonas distintas, tan salvajes y tan grandes, queel hombre no ha podido aun recorrerlas todas;abajo la de las selvas, la luminosa y la arisca;más arriba la de los cultivos y la de las ciudadesy, en fin, dejando atrás a todas, la de las monta-ñas, cuyas últimas y supremas estribaciones no

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reciben, ni siquiera, la visita de las águilas, y notienen por vecinos más que a las estrellas.

y he aquí que ante las proporciones tan ines-peradas de este río, del que ayer sólo tenía una va-ga idea, ante este "camino que anda" y que sinembargo no es uno de los mayores de Américadel Sur, me invadió, con una especie de estupor,la intuición repentina de un mundo gigantesco ala vez que, lo confieso, una sensación de nuestrarisible ignorancia europea. ¿ Cómo? iPensar quede esta arteria, que equivale a dos Senas empal-mados, hay más de diez millones de franceses queignoran hasta el nombre! ¿ Pero, entonces, cómoserán los panoramas que están ya catalogados?¿ Cómo debe ser el Amazonas? ¿ Cómo serán losAndes?

Cuesta trabajo, después de estas divagaciones,retrotraer sin más ni más, sencillamente, el pen-samiento hacia la superficie real de esta inmen-sa zanja que corre a pleno raudal, a través de lasllanuras aluviales más imponentes que existen,en las que proyecta esas mil pequeñas cajetas qu~son otras tantas señales y jalones de las vacila-ciones de su curso. Alguna de éstas que solicitami atención desaparece bajo las manchas verdeoro de los nenúfares; más allá empieza la impre-sión inicial que da el gran paisaje colombiano conese río de metal sobre el verde intenso de las pra-deras, salpicado aquí y allá con los plumeros delos cocoteros; fértiles praderas' de tinte musgosoy dorado en las que los pantanos humean, en lasque los sonidos matinales se contestan, en las queel campesino de pie sobre su campo, mira. Lashierbas de las orillas ocultan bueyes inmóviles,sumidos hasta medio cuerpo en ellas. Pero el de-talle típico por excelencia' lo constituyen esos en-

. jambres numerosos, esos vuelos torcidos, irregu-lares en el aire azul, de las cotorras gritonas y par-leras, en tan'to que, con aire desdeñoso, alguna her-mosa garza, posada en la orilla, vuelve su largo.

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pico inquieto, inquieto por los círculos que los pe~ces al saltar desarrollan en la superficie del agua.Sin la esbeltez de esos delgados fustes exóticos conpenachos de plumas, sin esas bellas palmeras quemiran hacia el suelo, se podría uno creer trans-portado a las ricas campiñas de que habla el poe-ta, que enmarcan las vertientes de los Alpes. Idén-tica alegría anima este paisaje igualmente bucóli-co en el que casi se busca con los ojos al labradormantuano. Aquí como allí el despertar de las al-querías, la evaporación de los tallares, se ador-nan con idéntico encanto pastoril y la mirada pa-sa sin fatiga de toda esta luz a los mil caprichosde la sombra.

Un francés simpático, dueño de una considera-ble explotación agrícola, me invitó a recorrerla.Su propiedad, feracísima y parcialmente inunda-da en este momento, se extiende a lo largo delrío, mucho más allá de la vía férrea de Puerto Co-lombia. Desde luego no hay nada que ofrezca unavista más alentadora, un aspecto más sano que es-tos pastos en los que los animales desaparecen porcompleto, hundidos hasta la panza, en su propioalimento, del que sólo emergen los cuernos y losmorros que pacen levantados.

Monto un buen caballo que me ofrece mi hués-p'ed, uno de esos animales seguros, acostumbradosa andar a trancos obligados por las matas y lasserpientes y que llevan constantemente una mar-cha contorsionada, poco garbosa pero continua ysin sacudidas, el paso.y echamos a andar por las praderas, por los po-

treros, que son prados espesos y bajos; por entrelos algodoneros altos y calurosos en extremo ya través de campos cubiertos de melones que searrastran naturalmente sin necesidad de cuida-dos, sin campanas ridículas, al azar de la natura-leza.

De prisa, de pl'isa, hender ese mar de hierbasdel que no se ven los límites, emborracharse a

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fuerza de andar, pasar a escape con el ancho som-brero gacho por debajo de las acacias que, consus ramas, azotan la cara; disfrutar por un se-gundo, pero intensamente, de la ilusIón de po-seer, de tener para sí en este mundo una propie-dad tal que en cualquier punto de ella donde unose sitúe no se diVIsen todos los linderos, una pro-piedad que no esté estrictamente descrita, evalua-da en papel sellado como lo están las más peque-ñas parcelas de nuestra tierra de Francia; disfru-tar de la intensa emoción de sentirse dueño de unacosa casi ilimitada, de poder subir al horizonte ydecirse: j todo eso es mío!

j Oh vértigo de la carrera desenfrenada, embria-guez del espacio y de la velocidad! j Locas fanta-sías! Soñar con que se disfruta de un destino queno está escrito, soñar que se vive al aire libre,que se hacen jornadas de galope bajo la lluvia yel sol, que, con la imaginación artificialmente entensión, se pasa a escape por entre esos rebañosque, plantados, le miran a uno de hito en hito conmirada plácida y con las mandíbulas inactivas,sentir por algunos instantes, en el alma loca deinmensIdades, el efecto de la osadía, de la existen-cia intrépida y altiva de los gauchos.

Pasa otro día y ya navego, muy despacio, por lahermosa y lenta onda de este gran río, en una delas tardes más calurosas, camIllO del interior, ca-mino de la capital, de Bogotá. Embarcados en elgran steamer de fondo plano y con rueda a popa,construído de acuerdo con el modelo uniforme delos buques flUviales de América del Sur, que avan-za por esa extensión de agua, por ese abanico ce-nagoso dando una sensaCIón de deslizamiento enextremo sedante, desfilamos ante las grandes le-janías verdes, a la vez rasas y sobreelevadas porencima de las que, Barranquilla, que ya se ha que-dado atrás, emerge tan sólo por la rojez de sus te-jados semejante a un rebaño echado en el 3spe-sor de los prados. La ciudad va disminuyendo de

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tamaño, cada vez se pierde más y más entre lospastos, entre esos inconmensurables espacios quela rodean, en los que la selva y el río, soledadesgemelas, parecen mirar con ironía agitarse en susmárgenes al átomo. Bastarán algunas vueltas másdel álabe para que desaparezca todo lo que aunrecuerda al hombre, hasta las últimas praderas enlas que se disemina el-ganado, hasta esos rinconesde campiña que recuerdan los paisajes al estilo dePotter, enriquecidos con bosqueeillos y escenascampestres. Sin transición, tras un recodo del río,se presenta de improviso la naturaleza de estaslatitudes en su totalidad y nos encontramos -i porfin 1- cara a cara con el mundo que yo he venidoa ver, con el mundo tropical, exuberante y virgenen el marco soberbio de este Magdalena que apar-ta sus dos tupidas orillas para dejarnos ver me-jor el hJrizonte de aguas y de bosques inverosí-milmente abrumados por la luz. Y todavía estosprimero:; esplendores no son, según parece, másque un llrólogo. un entremés para abrir el apetito;no me cuesta trabajo creerlo, ya que aquéllos sedespliegan sobre las últimas prolongaciones de lo:>légamos más diluídos de los aluviones magdaléni-coso En efecto, en algunos sitios se advierten bo-quetes, ralos, en el manto regio de la vegetación,se acumulan estepas desiertas, salvajes y grises,pobladas tan sólo de cactos-cirios muertos o apunto de morir y eUYOR estipes delgados se ase-mejan a los rodrigones de un majuelo abandonado.

Se presiente que lOS guijos están casi a flor deagua y que el ler~lOdel río, repleto de cantos ro-dados acumulados durante siglos y siglos, prepa-ra su desquite ayudado por las lluvias disolven-tes y torrenciales. Pero, y como para compensarlo desabrido del panorama, éste se anima convuelos inesperados en torno de esos cactos, de pá-jaros de las Mil y una noches, de grullas de níveoplumaje, de turpiales negros y amarillos y de esoságiles y deslumbrantes papagayos de penas afila-

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das que tienen la parte superior del cuerpo azuly el vientre naranja, que llevan el nombre inde-finiblemente onomatopéyico de guacamayas.

Y, finalmente, la garza, pájaro feudal, que vue-la sobre el río con el cuello angallado y con las pa-tas extendidas hacia atrás, como una S se deslizaa lo largo de la cortina de los bosques azulados.

A veces nos cruzamos con otro' barco, hermanogemelo del nuéstro, que desciende arrastrado rá-pidamente por la corriente. Se ven los dos pisos,la alta torrecilla azul, las dos chimeneas a proaque parecen las antenas de un enorme insectoacuático. Y al cambiar de lejos los roncos, los tris-.tes mugidos de ritual, nos damos cabal cuenta delefecto que debemos producir nosotros mismos connuestro gran carapacho flotante que resulta ex-travagante en esta sucesión de magnificenciasbárbaras e inmóviles, desiertas para nosotros entodo el curso de la navegación, excepto en algunospuntos ,habitados.

En algunos sitios se aventuran propiedades cul-tivadas; se distinguen la frondosidad lanceoladade los plátanos, la ondulación del cafetal achapa-rrado, el verde vivo de la caña de azúcar y la ve~getación más oscura y que gusta más de lt1. som-bra de los cacaos. Todo surge confuso en el límitemismo de la selva, sin barreras que lo defiendande la vegetación que amenaza arrollarlo, pero que,venciendo su empuje avasallador, acaba por cons-tituir una sucesión ininterrumpida de. plantacio-nes, magníficas unas, pobres otras, que costea-mos hasta que llega la noche.

Con la noche teatral y repentina llegamos aCalamar, de donde arranca el ferrocarril de Car-tagena.

Y aquí donde nos hemos detenido silenciosos,arrimados a la negra orilla donde nada se mueve,al poco rato empieza a llover. iY cómo cae el agua!Afiebrada en la noche cálida, con tanta prisa quese diría que le falta tiempo, produciendo una múl-

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tiple crepitación sobre nuestro techo de zinc, unmurmullo fugitivo, nervioso, tan lúgubre que danganas de echarse a llorar. Parece que toda la tris-teZa de este día ardiente, acumulada en las zonassupremas del aire, se derrame ahora en millonesde gotas a través de la oscuridad. Nada se muev~a bordo, todo duerme. No se oye más que el ruidocontinuo de esa cascada que se expande por do-quier. Por debajo de mí, un poco de claridad, queproviene del fogón de la máquina, permite ver consu débil luz los hilos blancuzcos de agua que caenverticales sobre la impetuosa corriente del río co-lor de chocolate claro, de castaño oscuro. Y de re-pente me pongo a soñar con todas estas tinieblas,con todos estos silencios amontonados a mi alre-dedor, y me veo a mí mismo bajo esta lluvia tris-te; incesante, perdido en esta inmensa región dela noche, solo, solo y tan lejos de mi casa ...

Durante el segundo día de navegación el aspec-to de la región experimenta pocas modificaciones.Son siempre hasta el infinito la& mismas exten-siones cubiertas de bosques, de ese terciopelo deárboles que tapiza la tierra ecuatorial; a veces pa-rece que hubieran sido cuiaados con esmero, pe-ro con más frecuencia se muestran en todo su sal-vajismo primitivo y fastuoso, amenazador y la-beríntico; en ocasiones cesan bruscamente paraceder el sitio a un océano de hierbas poblado dereses en ceba que domina la silueta altiva del va-quero.

Y, sin embargo, estamos todavía lejos del cora-zón extraordinario del reino vegetal. ¿ Cuando lle-guemos a él tendrán los ojos todavía alguna curio-sidad? Con las lentas horas de inacción, con elacercamiento a que obliga la vida de a bordo, lospasajeros del Vicente Lafaurie se han descubier-to los unos a los otros y se van formandú tertu-lias. Como es natural; en el pasaje domina el ele-mento nacional. Entre él hay caballeros bogota-nos simpáticos que vuelven de París, dos o tres

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franceses que, como yo, van camino de la capital,donde residen, y cuya compañía fue para mí unode los más felices imprevistos que me deparó estatravesía; finalmente, viajando con sus familias,había un enjambre de bellas colombianas, todasseductoras y algunas con facciones de una graciacautivadora. ¿ Qué encanto, verdaderamente difí-cil de comprender fuera de aquí, emana de esa per-petua sonrisa un poco soñadora, de esa despreo-cupación un poco infantil, tan alegre, con que rea-lizan un viaje en el que han atravesado, casi sindarse cuenta, las selvas más formidables del Nue-vo Mundo? iSon tan jóvenes, tan jóvenes! Unade ellas, sobre todo, que toca la guitarra, bonitacomo un querubín de Rafael, con la tez mate, conlos ojazos llenos de luz y con unas pestañas soña-doras que Murillo puso en la Virgen de la Con-cepción, j qué bonita es! Causa una emoción refi-nada y profunda el ver una suavidad tan delicadarodeada de tantos peligros. Sin que ella se décuenta contemplo furtivamente, casi con la in-auietud trémula del artista, esa exquisita y frágilflor nacida entre el bárbaro esplendor de la tierraamericana.

Después de todo un día de no hacer nada, de ca-lor, de añoranzas soñolientas del hogar, cae, siem-pre rápidamente, la noche, la gran noche llena deestrellas. Flota en el aire inefable y rara laxi-tud en que los sonidos extraños, las apariencias deruido pasan como un floreo sobre el chirrido in-cansable de los élitros de las cigarras. Identificotodas las sensaciones ya experimentadas en mi no-che de Indenié, igualmente azulada, igualmente in-cendiada por las luciérnagas y los astros. Y brus-camente se oye una música inesperada, una armo-nía humana, que, más que vibrar, punza con todala fuerza de la queja musitada por las cuerdas dela guitarra, con toda la fuerza del amor y del do-lor que expresa. Es a proa del barco, en plena som-bra sobrenatural y exagerada, donde, en medio

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de cuatro guitarristas, reconozco a mi Murillo dehace un momento. Ahora cantan, unen las modu-laciones ardientes, la fuerza apasionada de las es-trofas españolas con los sollozos metálicos quearrancan a las guitarras sus dedos finos. Y un es-calofrío de deleite, de ensueño, me sacude, sensa-ción que se va con las notas expiran tes de su can-ción en el deslizamiento de estas aguas oscuras.Todo vuelve al silencio. Todo se desvanece, los pa-sajeros, el barco, hasta la respiración jadeante dela selva, hasta el gran sudario de sombra que nosrodea, de tal modo me siento presa de esa dulzurasincopada -eco de los mundos paradisíacos conque todos hemos soñado-, de ese timbre de so-prano que termina sus ritmos, sus trinos de ben-galí para caer como una cascada de perlas en lastinieblas del Magdalena.

Hacia la mitad de la tercera jornada recibimosinopinadamente el aporte del caudal de otro ríoque viene a confluir en frente de nosotros y quees tan potente, tan soberano como éste por el quenavegamos. Es el Cauca.

Este hermano gemelo del Magdalena le aventa-ja por la violencia de su corriente. Más que éste,aquél desciende de las cimas donde se encuentranlas cataratas y los saltos; perpetuamente acarrea,arrancados de las regiones que atraviesa, restosde todo género, islotes de hierbas -verdaderostrozos de las orillas-, troncos grises de árbolesque flotan con las raíces al aire. A veces tambiénarrastra cadáveres, piltrafas inmundas de anima-les y hasta de hombres, según dicen. Derivan esaspestilentes viajeras girando en la superficie de lasaguas amarillentas, hinchadas y con el vientre alsol. De lejos se advierte sobre las mismas peque-ñas siluetas que parecen estar muy atareadas yque atraen a otras que vienen no se sabe de dón-de, y que se posan al lado de las primeras dandograndes aletazos. Esos zopilotes, con su plumajede enterradores, se dejan arrastrar río abajo re-

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gistrando aquel pudridero con su pico horrible ysacando, a tirones, las entrañas ...

Tan pronto como la visión de ese torrente quedaatrás, la potente tranqUIlidad del Magdalena rena-ce, sus orillas no son ya más que una selva sin so-lución de continuidad. Empiezan a surgir de su le-cho grandes bancos de arena amarilla y el miste-rio y el silencio de sus bosques son los mismosque debieron ser en los primeros tiempos de lacreación.

En cambio, sobre las islas pedregosas, en ple-no adormecimiento de la luz, descansa toda la fau-na variada y numerosa propia de las aguas cáli-das. La garzota, la garza real, estira su silueta im-periosa y escuálida que proyecta una tenue som-bra, los buitres, los gallinazos, negros como cuer-vos, posados en el suelo, parecen meditar o espe-rar a percibir el hálito precursor del aire porta-dor de emanaciones, con el pescuezo desplumadohundido en la gorguera gris que le rodea comq enuna levita de provmcíano endomingado, bajo lamirada burlona de una hilera de calmanes. Estossaurios se alinean en filas, por tribus, a medio su-mergir en el agua con una inmovilidad cadavéricaque ofrece una semejanza peligrosa con lascar~comidas trozas. Sólo de cerca se alcanza a distin-guir sus mandíbulas estrechas y entreabiertas,que parecen bostezar, que miran al sol con una ex-presión en todos sus rasgos de glacial beatitud y,por decirlo así, de envidiable epicureísmo.

El número de ellos acaba por sorprender menosque la confiada seguridad de que parecen gozaren estas playas, en esos islotes de que ahora estáprofusamente salpicado el curso del río, apiñadosalrededor de un árbol muerto que van cubriendolos incesantes aluviones. Apenas si, entre ellos,esos islotes dejan canales mal definidos que danla impresión, un poco exagerada, de un Loira pe-rezoso cuyas curvas se desarrollaran por entre to-dos los horizontes sucesivos de la selva. Suaves

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sinuosidades que constituyen algo así como el len-to valse del Magdalena.

Valse que más bien baila el enorme insecto d~madera y zinc que nos lleva en su seno, valse qUtla la larga acaba por atontar con este calor, conesta orquesta de cigarras, bajo la luz de la arañasuspendida de este enorme techo de terciopeloazul, de destellos cada vez más implacables.

y así es como se nos aparece Magangué comoincendiada, como devorada por el más des~um-brante resplandor; de lejos muy blanca, sentada omás bien oscilante al borde del agua, sobre lasfiltraciones del río, con un parecido -que con laproximidad se desvanece- a la ciudad indostáni-ca que b:;tña su graderío en las aguas del Ganges.Unico aspecto pintoresco que ofrecen estas aglo-meraciones urbanas a las que atracamos variasveces en el día, aglomeraciones de importancia va-riable, pero de aspecto t,erriblemente idéntico -po-bres oasis humanos perdidos en la gran selva co-lombiana- que contemplan correr el río desde laorilla escarpada, negra y carcomida. Una gran pla-za cuadrada cubierta de hierba, cuyo fondo ocupauna mediocre iglesia con las campanas delicada-mente alineadas contra el cielo, con cocoteros me-lancólicos cuyas palmas caen hacia el suelo, tal esel panorama con que tendrán que conformarse pa-ra siempre esos miles de vidas, de esperanzas y deañoranzas que en ellas residen.

La población muy mestizada y amarillenta, ves-tida con pantalones blancos y camisetas, conchambras y faldas de color, que ha encerrado enaquel marco su vida y sus ilusiones no parece tris-te, sin embargo. Tiene para entretenerse la eternaguitarra y el paso casi cotidiano de los barcos quedistrae, a los que se va en busca de noticias, d3refrescos, por curiosidad, del mismo modo que enprovincias los burgueses van a la estación al pasodel expreso de las 8-15. Mientras se cargan a bor-do las provisiones de madera, con antelación ali-

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neadas y cubicadas sobre el muelle, nos mezcla-mos con gusto a esas gentes cordiales y corteses,humildes, inteligentes y activas bajo su aspectode indolencia. En ellas no hay nada de la baja do-blez de nuestro labriego, nada de la fraterniza-ción sentimental y pegajosa del obrero; los oríge-nes se acusan innegables; es el resultado de launión de la paciencia y de la mansedumbre indíge-nas con el donaire castellano que adornó al Cid ya Almaviva.

y la comparación se impone entre estas gentesy nuestras plebes europeas sin cesar acuciadas porla miseria desamparada y por la necesidad de tra-bajo. iQué diferencia a favor de las primeras consu sistema del mínimum de preocupaciones, delmenor número de necesidades materiales! Hayciertamente un fondo de filosofía en esa decisiónde no trabajar más de lo necesario. En efecto, ¿ pa-ra qué acumular dinero y matarse a. trabajar? Ysi esos peones conociecen al popular Bonhome (1),¿ no suscribirían ellos también su triste sabiduría?

El bienestar llega tarde y dura poco ...Pero esto dicho, y próximos ya a Tamalameque,

en un punto en que el río describe una curva, meseñalan una de las orillas y me dicen un nombre.La orilla es alta, verde, una verdadera banca dehierba; el nombre es siniestro, y lo mismo que lainolvidable página de Hugo sobre Sedán, proyec-ta de inmediato una sombra feroz sobre el lugarque designa: La Humareda. Esas cuatro sílabasno significan nada para aquéllos que no habiendotenido, como yo, que venir por aquí, se han abste-nido de empollar los fastos de la historia colom-biana. Pero yo, por casualidad, sí; y con ciertacuriosidad miro, miro esa orilla. de La Humareda,testigo en tiempos pretéritos de una de las bata-llas más encarnizadas que hayan ensangrentadolas revoluciones de este país, tumba del partido

(1) Debe referirse al libro muy popular de Frankl1n "L~science du bonhome Richard".

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radical que desde entonces no volvió a levantarse.Mientras el barco se aleja disputo con la mira-

da al recodo del río que me lo va a raptar, el terre-no donde tiempos atrás tuvo lugar esa loca ma-tanza. j Qué verde está todo! iCómo olvida latierra! j Dios mío, qué poco rencor! Y viene a mimente otro paisaje, otra excursión a lo trágico yal ensueño.

Era en Waterloo, entre los trigales que en ju-nio maduran, entre los campos de espigas delMont-Saint-J ean, entonces segados por las cargasfuriosas de seis caballos lanzados a galope tendi-do y donde en aquella mañana no pasaba sobre ello~más que la larga ondulación de la brisa que ha-cía estremecer las espigas hasta los horizontesde Hougoumont y de Wavre. Mentalmente pedíayo a ese suelo épico una evocación, algo de aque-llos a quienes la muerte había derribado y tritu-rado sobre él. Instintivamente agucé el oído. Meparecía que iba a percibir el eco enloquecido, elclamor sin nombre rodando todavía desde el fon-do de la historia a través de estas llanuras, estre-mecido aun por los hechos de 1815... Chocar desables, frentes inmóviles de regimientos, voces demando lejanas que se van repitiendo, la pequeñasilueta gris en lo alto de la BeHe Aliance y cienmil pechos clamando: j Viva el Emperador! Erauna quimera y ... de repente una voz .... "No hayque meterse por las centeneras, s.abes, señor", gri-ta de improviso a mi espalda el guarda jurado.Pensé en aquel escalofrío desagradable, luégo enWaterloo, allá, tan lejos; y estaba contemplando elpequeño .rincón de La Humareda, tan verde, tanlozano, cuando de nuevo (fatal coincidencia aquí lomismo que allá) una voz me interpeló, pero estavez era una voz arrulladora, alegre, que decía:"¿ Un cigarrillo, 'Señor?", y acompañando el gestocon una sonrisa, la bonita mano blanca de mi Mu-rillo me presentó la pitillera.

Con este Murillo y con todos los demás Muri-

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Hos que formaban el alegre grupo de sus compañe-ras, jmltamente con mis ya buenos amigos M. yF. Y con otros distinguidos colombianos, entre losque figuraba el doctor Insignares, ministro de Edu-cación Pública, de quien conservo el mejor re-cuerdo, constituyó para mí un verdadero placer elfamiliarizarme con las peculiaridades y las ex-quisiteces del castellano, del que antes sólo sabíaaquellas frases sueltas de los manuales de conver-sación indispensables para vivir y acampar.

j Qué rica, flexible y profunda para expresar eldeseo es esa lengua en que hablaron Carlos V yVelázquez! Es perfectamente adecuada para aque-llos que divinizaron en la Virgen el culto mundn-no y un poco idolátrico de la mujer. Está lleno debonitas expresiones que parece que no pueden su-surrarse más que con una rodilla en tierra y conuna mano puesta sobre el corazón. A aquella mu-jer cuya mano fue estrechada con ardor por lavuéstra y cuyos ojos buscaron los vuéstros, habráde expresársela la aquiescenci~ con esta frase sua-vísima: "¡Sí, su merced!" "¡ Oh, esto no tiene tra-ducción en francés! Quiere decir: j Sí, vuestra gra-cia! Esa frase pone de manifiesto la omnipoten-cia, la soberanía del encanto de la elegida, expre-sa la entrega total, el abandono absoluto que sehace del destino entre sus manitas suaves y bajosu mirada adorable. Y tal vez acaricie vuestro oídola palabra tierna por excelencia: "Mi amo", quequiere decir también "amigo mío".

Hay, además, en esa lengua, un no sé qué d'adignidad, de reserva, hasta en el trato íntimo,hasta entre padres e hijos. Da una sensación difí-cil de definir, pero que respira cierta grandeza he-reditaria, una encantadora Dobleza, cuando se oyea una muchacha dirigirse a su madre con la pa-labra "Señora"; tiene un poco de sabor a ese sigloXVIII en que el conde de Chateaubriand al hablara su hiio le llamaba "caballero".

En los niños se advierte ya una conciencia de

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sus derechos, de su altivez natural, de su rango,de una especie de fueros familiares análogos a losde las ciudades, que observan y que les gusta quelos demás observen para con ellos. A este respec-to me refirieron la siguiente anécdota de Arbole-da, el gran orador y literato neogranadino: un díaque su madre, señora seca y autoritaria, le expre-saba sus deseos en tono terminante, como éstosno parecieran al hijo ni justificados ni oportunody éste opusiese una resistencia respetuosa perodecidida, la colombiana, acostumbrada a ver do-olegarse todo ante su autoridad, impacientóse,perdió poco a poco la serenidad materna y encole-rizada exclamó: "¡Por la vida que usted me de-be 1" "No la debo nada, señora, replicó secamen-te Arboleda. Me ha engendrado usted por placer,me ha llevado en su seno por necesidad y me hadado a luz por casualidad." Poco antes de llegara Morales, en un recodo del río, el horizonte seensancha. El río parece retroceder, como un es-pectador, y en su totalidad, inmenso, el previs-to grandioso panorama se despliega ante nuestrosojos. ¡Los Andes! Pocas veces sílabas tan sono-ras han provocado en mí intuiciones tan descon-certantes. Experimento un gozo ingenuo en repe-tírmelas a mí mismo y contemplo esas cordille-ras con la emoción que la geografía produce enlos niños dotados de imaginación. ¡Los Andes 1Lavoz y el pensamiento ascienden a la par hacia losfestones azulados de sus cumbres como si no sepudiera pronunciar ese nombre más que levantan-do la mirada.

y realmente, ¡qué aparato escénico más fasci-nador! iEspectáculo inmóvil lleno de solemnidadsilenciosa 1 A nuestro alrededor el verdor ecuato-rial, las aguas cálidas y doradas, y allá arriba, enlos miradores del infinito, esas cimas están tanpróximas al cielo que se han revestido con su azul,el invierno irguiéndose límpido sobre el verano;

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la tranquilidad olímpica de los viejos titanes que,sentados, contemplan la alegría del universo.

El milagro de la latitud rodea por completo alas cordilleras. Y las nubes, que de costumbre em··pañan la frente sublime de los Andes, se apartanahora como en señal de respeto. Se pueden apre·ciar los repliegues, los valles, se adivinan las ca-denas, las depresiones reales marcadas por trazosde azul marino. Las más lejanas, las más altD,s,forman una sierra continua sobre el azul del cieloque va palideciendo con la languidez del crepúscu-lo. Contraste magnífico con el color violeta de subase, con el horizonte raso de la selva que extien-de finalmente su color verde oscuro, que el decli.nar del día descompone; mientras que los eternosurubus, tan inmediatos a nosotros, parecen no obs-:tante planear sobre la vertiente misma de las mon-tañas.

Luégo, la silueta aborregada de la selva que lle·ga en pocos minutos al negro violento y e! dibujogeométrico de las cimas que se funden en la ato-nía del cielo mueren ambos.

Por encima de ellos pronto ascenderán colum-nas de humo, verdaderos sacacorchos de nubesque precipitan su frescura en el Magdalena to-rrentoso, invisible y mudo entre todos los confu-sos cánticos de la sombra. Y la noche, la inmen-sa noche sepulcral desciende sobre el conjunto.

En las proximidades de Somagoso se entra pOtOfin en el corazón del más suntuoso de los imperiosque pueda ofrecer la naturaleza virgen. Infinidadde bambús reunidos en haces como las fasces delos lictores, espléndidos árboles y tramas apreta-das de bejucos, cortinas de hojas que tapan 103intersticios del bosque, todo esto brota sin esfuer-zo de este suelo ubérrimo. Esta vez experimentototal, poderosa y viva la sensación de la Guinea,con sus excesos de vegetación, con sus verdaderascataratas de follaje. Y sin embargo, allí había,además, po~ encima del océano de cabelleras yer-

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des, una sensación especial de desesperanza ili-mitada que nada aquí recuerda. Aquellas soleda-des eran agobiadoras, más sombrías, pesaban mássobre la ruin miseria humana. Uno se sentía másinexorablemente emparedado. En los reducidosclaros de las aldeas encerradas en el círculo de loslinderos del bosque, cortados a pico como un acan-tilado, se aspiraba febrilmente hacia el círculo d8cielo que dejaban ver sus cimas; pero hasta esecielo era de plomo y no irradiaba más que abati-miento y dolor. Todos los árboles, derechos, per-manecían inmóviles, a medio cubrir por su pesa-do follaje muerto. A veces el paisaje era tan mu-do, tan implacablemente rígido, que parecía metá-lico, como si se hubiera súbitamente petrificado.Nunca se divisaba un trozo de horizonte: no sepodía ascender a una colina para ver, para respi-rar sin encontrar por encima y alrededor de sí lamisma profundidad entumecida de la selva y elmismo suelo triste bajo la humedad del día sin luz.De continuo se suspiraba con angustia por ese dis-co de aire libre que era toda la vida y por el qu~jamás pasó un soplo de brisa. Aquí hay un no séqué de menos pesado, de más aireado que le de-fiende a uno de un poder vegetal casi semejante aaquél. Talvez -de ello estoy seguro- el sol esaquí menos violento, está menos cargado de mal-dición,· de rencorosa luz. Parece menos empeñadoen derribar al mundo, y finalmente se encuentraen estos amontonamientos de follaje más varie-dad, más alegría. Son menos tupidos, presentan re-trocesos, avenidas encantadoras, fugas de sombray de luz en medio de profundidades tentadoras.No se ve aquella sombra precipitarse sobre el ríoen cascadas monótonas durante leguas y leguas,desde lo alto de las copas de los bambúes; y, sobretodo, sus matices son vivos, claros. Pasan rápida-mente del verde jade al esmeralda. No es el ver-de oscuro barnizado, el verde inglés de la maniguaafricana. Aquello es colosal y esto es ligero.

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Henos aquí en él corazón de los territorio.s delsol, donde vuelan pájaros espléndidos, en l<;lsquelos caimanes, extendidos sobre el cieno, contem-plan con los ojos entornados el reflejo de lasaguas. Nada perturba a estos reyes del Magdale-na; ni siquiera se dignan salir de su letargo cuan-do pasa, ante los bancos de arena donde sestean,nuestra casa flotante, con el estrépito que produ-ce el álabe; hasta tal punto se considtlran verda-deros amos de este reino del agua en el que lossaurios precedieron a los hombres.

y mientras de codos en el empalletado contem-plo con miradas insaciables desfilar todo este de-noche de lujo ecuatorial, entumecido y fastuosl),el sonido de la mandolina, que tanto me gusta,musita una vez más, quejumbroso y tierno, a tra-vés de esta luz inmisericorde, en este escenariosalvaje de aguas y de verdores, un suspiro comojamás frase humana pudo expresar ... El paso dela reina. " y hasta se oye y hasta, se ve por unade las calles de Toledo, en un día de sol como éste,pasar majestuosa su sombra delicada a lo largode las paredes ... Luégo, la reina que pasa, la rei-na hermosa como un ángel, ataviada de seda yoro y que aun siendo reina no puede menos dedetenerse sorprendida para escuchar encantada,y de aproximarse, conteniendo la respiración, a laventana enrejada por donde se filtra el encantode la tonadilla de una guitarra. Y oyéndola me pa-sa a mí lo mismo que a la rei~" de Toledo; unaasociación de ideas misteriosa pero indisoluble unepara mí el espectáculo de este mundo virgen a lasmelodías que lo acompañan y no puedo ya contem-plar las cimas de los bosques, su eterno verano, laorilla sumergida en su tibio sopor, sin oír en elacto el murmullo de la mandolina, tan triste, tansonriente como una de esas obsesionantes melo-peas que a determinadas horas parecen constituirla trama de la vida.

En Puerto Berrío, expuesto al sol en un mean-

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dro del río un poco más majestuoso que los otros,se divisan, al pie de una colina en saliente, unosvagones grises, algo así como una estación em-brionaria unida a un hotel. Es la cabeza de la lí-nea del ferrocarril de Medellín. En la actualidadsólo avanza en la 'dirección proyectada unos sesen-ta kilómetros, pero se desquita de la lentitud conque progresan las obras con el atrevimiento, muyamericano, de su tendido. Tiene trincheras de unaaudacia infantil, pendientes espantosas que sue-len terminar en curvas tangentes a verdaderosabismos. Sin esperar a que esté terminada la lí-nea, la "tracción" y la "vía" hacen ya de las su-yas, talvez para no ser menos que las grandes lí-neas europeas. El mes pasado se inauguraron al-gunos kilómetros. El sol y el champaña tomaronparte en la fiesta. Después de comer y beber elelemento oficial subió al tren. En esta clase desolemnidades las corporaciones prefieren, con pru-dencia digna de loa, los vagones de cola, dejandoel papel de paracqoques eventuales a los villanos,a los caballeros descalzos que llevan costal y ga-rrote. Suerte tuvieron. El tren, ebrio él también,por tan importante ceremonia, perdió la cabeza olos frenos, descendió en pleno vértigo la trágicapendiente, y dando una voltereta, fue a parar alprecipicio, de donde se extraj eron treinta y trescadáveres.

jj Bah! j Gente de poco más o menos! Y por otraparte, aquí se está acostumbrado a estos tropie-zos. Nuestra vida europea parecería aquí, con susavenidas terminadas, con sus parapetos obligato-rios, con su máximo de seguridad, insípida. Has-ta el mismo río, que parece tan inofensivo, estálleno de restos de buques similares al nuéstro. Ca-si todos los días cruzamos una torreta a flor deagua, calderas rescatadas y sacadas a la orilla,desastres debidos a algún tronco de árbol flotan-te, a uno de esos temibles escollos que pululan enlos limos amarillentos. ¿ Creen ustedes que la gen-

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te se asusta? iQuiá! El gobierno posee dos dragasdestinadas a retirar los troncos, que operan con lamisma prudente lentitud con que las Danaides lle-naban su tonel. Ayer precisamente cruzamos a lasegunda de ellas. Los marineros en su mayor par-te llevaban pantalones rojos. Con el tono más na-tural se me explicó esta particularidad: un bata-llón que viajaba por el río naufragó sin que lamayor parte de esos desgraciados pudiera salvar-se y los "devastadores" de ocasión, por derecho denaufragio, quitaron a los cadáveres las prendascon que los vimos vestidos. iOh filosofía de loútil!

Más abajo, aguas abajo de Angostura, el río derepente se estrecha. Es un desfiladero sobre cu-yo horror, hasta hace poco, se ejercitaba la ricaimaginación de los narradores. Lástimá que lo ma-ravilloso de las descripciones disminuya con 103progresos de la locomoción y con Jas.mayores po-sibilidades de control. Hoy, un millar de viajerospor semana franquea el paso de Angostura sinencontrarse con Caribdis ni Escila amenazantescon sus mandíbulas crujientes y sus manos tré-mulas. Profundo y rápido, sin más, el río corre en-tre dos acantilados abruptos horadados por su pa-ciencia secular, y el nombre del pueblo colgado enla orilla en este sitio recuerda precisamente elabismo por el que corre tormentoso el Magdalena.

Con Buenavista casi llegamos al término denuestra navegación. Los Andes reaparecen, peroesta vez muy cerca, como si al conjuro de una va-rita mágica se hubiesen súbitamente aproximado,hiriendo el cielo con sus agujas brillantes. Mejorahora que nunca se perciben los mil detalles, lasarquitecturas, la multitud de oquedades netas yazuladas. Ese mundo confuso de valles, de torres.de nubes, de aguileras aéreas, de contrafuertessuperpuestos, parece reflejar su frescura, la in-comparable transparencia de su atmósfera, sobrela aldea luminosa y alegre que está a su pie, ma-

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tizada por el verde de los cocoteros, por el gris desus tejados de hierba y con un aspecto tan bucó-lico al borde del magnífico cauce.iBuenavista la bien llamada, con su aspecto de

centinela, de vivaque avanzado al pie de las pri-meras grandes cadenas de montañas americanas!Esta es la cordillera de Samaná. Constituye el se-gundo ramal importante del nudo montañoso deAntioquia, del que en ocasiones ya hemos adverti-do, durante estos últimos días, las ramificacionessecundarias. En espera de que algunas vueltas delálabe -una galopada- traigan a nuestros pieslas aristas centrales, se puede ya conjeturar lo queserá la realidad por las promesas que de lejosofrecen; respiran entusiasmo bajo este cielo nue-vo y esta magia de luz y de éter. Permanecen fie-les a ese hermoso epíteto griego: graderío del in-finito. Theon ocherna. Con la voz débil y embruja-dora de sus torrentes y de sus aludes nos fascinan,nos llaman, tienen prisa de apoderarse de nuestrocorazón, de quitarnos la: respiración, de entregar-se a nosotros sobre los últimos picachos al igualde las prometidas salvaj es que quieren ser con-quistadas por la fuerza. El poeta las llamó am-paro y refugio de la libertad sacrosanta. Nada haymás cierto aquí, y sobre todo aquí.

El Eskualdunac que colgaba en el hogar, repi-tiendo su feroz canto de guerra, las flechas quesirvieron en Roncesvalles, el arquero rebelde deAltorf que bebía en el torrente la altivez de Rütli,tuvieron su hermano póstumo en el pobre indiode tierra fría inclinado sobre las vertientes de losAndes, cuyo acoso sólo cesaba allí donde el airefaltaba a los pulmones de sus perseguidores. Enefecto, la montaña es el último tramo en la subi-da del hombre hacia Dios, afina al que la conquis-ta y un ejemplo convincente nos suministra laprueba de cómo la diferencia de altitud hizo dedos razas hermanas dos antípodas humanos: losincas, muiscas y toltecos arriba, los motilones y

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orejones antropófagos abajo. Y esta afirmaciónse puede apoyar si fuera necesario con un hechopoco conocIdo. Los andaquíes, antaño una de lastribus más civilizadas de Nueva Granada, que de-jaron en las alturas de San Agustín, en el Huila.'templos y estatuitas de oro curiosísimas, entraronen una evolución retrógrada el día en que los es-pañoles, después de haberse entregado sobre ellos -al exterminio sin excusa del Llano de la Matanza,les obligaron a abandonar sus mesetas. Volvierona la barbarie en los bosques del Caquetá, en el queaun se les encuentra ignorantes y degenerados.j El mar y la montaña, he ahí los dos grandes ci-vilizadores' del género humano!

Ya se perfila el término de nuestro viaje flu-vial. A nuestra derecha aparece una larga aglo-meración de cobertizos, al pie de la selva brusca-mente cortada. Contra la orilla hay otros barcos,otros carapachos de zinc oblicuamente amarrados.Es La Dorada, cabeza de línea del ferrocarril d\~Honda, importante centro comercial, puerta úni-ca del tránsito para el alto Magdalena, para Bogo-tá, para Cundinamarca, para el Tolima, para to-do ese inmenso país que está detrás. Desde lue-go, se advierte el mayor desorden entre tantascosas heteróclitas amontonadas sin orden ni con-cierto en almacenes rudimentarios, en espera deser expedidas hacia el interior o hacia la costa.Pesados o frágiles, intactos o desfondados los sa-cos de minerales o de café, las barricas de resi-na, las canastas de loza que desbordan, los far •.dos de tejidos cuyos cinchos han saltado, los tra-piches para la caña de azúcar y los cascos enor-mes de las locomotoras atestiguan, no obstante,una vitalidad comercial tan en auge como sedien-ta de orden.

Con buen humor todos los pasajeros del barcohan logrado acomodarse en el tren que corre aho-ra presuroso, a toda velocidad, a través de un pai-saje variado, interesante, constituido, primero,

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por malezas pantanosas, y después por mesetasde aluviones auríferos en las que los acantiladosalzan sus siluetas desgarradas, restos de erosio-nes terciarias. A la izquierda el Magdalena, porun instante desaparecido, se nos une de nuevo,ahora iracundo, innavegable, estrechado él, el ríoancho de un kilómetro, hasta el punto de que susorillas están al alcance de la pedrada de un niño.y para franquear con él la brecha gigante queabriera con sus esfuerzos de siglos en estas mon-tañas, la vía que de un lado domina los ocres bur-bujeos, por el otro se pega a la muralla sonoraconstituída por areniscas y vetas de areniscas deun espesor prodigioso, prensadas, cimentadas yaglomeradas en las edades antediluvianas por elagua, el calor y los agentes dinámicos. Una mura-lla suspendida sin puntales, una muralla aurífe-ra lo mismo que todo el fondo detrítico del valle .

. Después el corte se aleja un poco de ella y el trense detiene, por fin, en un horno, en una estaciónminúscula, caldeada al rojo por el sol, en el hue-co de un circo de montañas rojizas, desnudas, de-voradas por la luz melancólica.

¡Honda! j Honda! Ciudad pequeña, blanquecina,que domina este paisaje severo, desolado. Los es-pañoles la designaron exactamente con ese adje-tivo que significa profunda. Lo que en el acto im-presiona es el exceso y el matiz sin encanto de lareverberación. Por todas partes no se ven másque alturas escarpadas, próximas las unas a lasotras; sólo se ven los tres perfiles de unas cimasrugosas que descienden suavemente. Recogida ensí misma, en su árida jofaina, Honda está, a suvez, horadada por los barrancos de dos ríos, pueses aquí mismo, a dos pasos del puente de hierro,donde el Magdalena, ya tan enfurecido, recibe lasaguas rojizas y tumultuosas del Gualí.

Ese confluente de aguas limosas que desciendede Neiva y de las cordilleras blancas, ese torren-te color de ladrillo que viene de la región de las

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minas, saltando sobre rocas enormes con su eter-no murmullo, esa brecha del Magdalena encajo-nada entre orillas de cantos, y finalmente esas es-carpaduras que la circundan, desnudas, pedrego-sas, de un color a la vez pardo, rosa y violáceo,todo ello da a la antigua ciudad un aspecto de ca-taclismo, una apariencia desgarrada, lúgubre y ala vez atrayente. .

Todo arde en la límpida refulgencia del cenit;los círculos que lentamente trazan los buitres secortan unos a otros, y el sol de medio día, de plo-mo, cayendo perpendicular, aplasta ese amontona-miento de cantos grises y de cales blancas.

Los urubus, los montes color de rosa, las pare-des blancas y las piedras, las cosas y hasta el ai-re mismo que circula entre estos contrafuertes delos Andes, todo reviste una tonalidad ardiente,violácea.

También hay ruinas, paredes que permanecenen pie por milagro, huecos sin puertas ni venta-nas, casas antiguas cuyos tejados se han venidoabajo. Dramáticos escombros del terremoto queen 1805 sacudió .la ciudad entonces tan florecien-te, y que en una noche se tragó, según afirma lacrónica local, de seis a siete mil de sus habitantes.

Aquello fue el fin de esta capital que había co-nocido épocas de esplendor cuando, siendo depósi-to general de las riquezas de América del Sur, veíaafluir, al amparo de sus tesorerías, las barras deoro y de plata del Perú, obligadas a seguir la ru-ta andina por temor a los corsarios ingleses delPacífico. Hoy sólo los minerales de Frías se amon-tonan, dentro de sus sacos negros, en el mismositio en que desembarcaban, antaño, para fran-quear los chorros, los futuros doblones de Feli-pe II.

Pero la brecha que en la lejanía de los tiemposabrió el furor impetuoso del río, también hace so-ñar. A las orillas a pico tan violentamente hora-

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dadas, a las rocas pulidas que yacen por doquier,se las piden cuentas del trabajo de titán que de-bió en su día rendir esa masa de agua para lle-varse por delante la barrera levantada por los An-des, para abrirse un cauce entre sus dos ramales.En los flancos paralelos de las colinas del este,entre los que el río corre relativamente sin esfuer-zo, se advierten como pisos sucesivos que vandescendiendo hasta su nivel actúal. Se piensa enlas épocas prehistóricas, en las que las sombrasllegaban hasta allá arriba, hasta esa última ero-sión de las cumbres, en las épocas en las que es-te embudo que ahora recorremos era el fondo deun lago de doscientos metros de profundidad, enlas que todo el hermoso y gigantesco valle quepor detrás se extiende hasta Neiva, talvez no eramás que una capa de agua limosa. iQué cataclis-mos, qué abismos sin testigos oculares que les con-templaran!

y por una asociación de ideas muy íntima, mipensamiento retrocede hasta uno de esos lejanospanoramas que siempre me parecieron impresosde la melancolía más personal y menos suscepti-ble de análisis, hasta esa llanura encajonada delValais que antaño llenaron también, hasta que seescaparan forzando los Alpes, las aguas del Ró-dano; hasta el adorable paisaje qu.e dominan lastorres calcáreas de la Muela de Morcles, las des-lumbrantes nieves de la Dent de Midi, más alláde la que el castillo de Chillon, en saliente sobresu roca, refleja sus techumbres de pizarra en elespejo inefable del lago Leman, ..

Así, pues, en el camino de Bogotá, en el que latierra y. los guijos sobre los que ando me quemanya los pies, donde la fiebre de las alturas se nu-tre con los 379 que marca el termómetro, Hondano es más que una etapa obligada y de las mástransitorias. La posada -un eufemismo generos)la califica de Gran Hotel- permite darse cuentaexacta de lo que fuera el ventorrillo de tiempos

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pasados, en el que se cambiaba de botas y de ca-ballos antes de aventurarse en los pasos acciden-tados del camino. En efecto, como el ferrocarriltermina aquí, al pie de las montañas, es a lomo demula o a caballo como habremos de continuar elviaje. El grupo cordial que formábamos casi des-de Francia se va a dislocar ahora, según las exi-gencias de la edad o del carácter de cada cual.Cuatro de nosotros tomaremos la delantera encalidad de jinetes consumados y los demás nos se-guirán de lejos a su paso, por jornadas cortas, al-gunos llevados en sillas.

Con verdadero sentimiento, con votos reitera-dos y fervientes como se acostumbra en todaspartes y más aún en este país tan cortés, nos se-paramos, no sin repetir mil veces: ihasta la vis-ta! ihasta Bogotá!, y a través de ellos me parecióadivinar en algunos ojos bonitos algo así comouna ligerfl desilusión al ver partir la alegre van-guardia que constituíamos; pero es que contába-mos devorar el camino a la francesa para llegar entres días.

y sin perder tiempo nos dirigimos hacia el co-rral, a la entrada misma del hotel, y en medio deun barullo indescriptible de gentes y de animales,del estrépito de coces, de palabrotas, del tintineoque producen los frenos al ser arrastrados por laspiedras, vamos a dar el vistazo del amo a la ba-tahola decisiva que precede y que hace posibleslas odiseas. Desembalaje ruidoso de las sillas, delas bridas, de los estribos, entradas y salidas atro-pelladas de las bestias, mulas de carga, que ofre-cen a nuestro examen y que tropiezan con violen-cia en el quicio de las puertas; finalmente, em-_balaje, acondicionamiento e impermeabilizacióndel equipaje envolviéndolo en una tela embrea-da, equipaje que nos escoltará llevado por las mu-las, no sin correr el riesgo casi reglamentario dechoques, de roturas y hasta de rodar por el fan-go y de despeñarse por los precipicios.

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y como para completar este desorden pintores~co y necesario llegan, como una tromba, unos ji-netes, con aire de importancia y con trazas de te-ner mucha prisa, se detienen en el umbral, cam-bian entre sí monosílabos sin importancia, mano-tean y se marchan al galope. Y yo mismo, conta-giado, no puedo soportar ya mi traje de peatóny en cuanto escojo la cabalgadura que me ha dellevar a través de los Andes, me divierto endo-sando el traje de viaje que se usa en Colombia.

Primero el pantalón: dos inmensas fundas de te-la gris unidas por la cintura, que se llaman zama·rros, en las que se meten las piernas. Después pa-so la cabeza por la hendedura de la ruana, que esun sencillo rectángulo de paño sumamente prácti-copara resguardarse del sol y que cae formandopliegues alrededor de los hombros. Me encasque-to luégo el gran sombrero llamado de Panamá,pero que se hace en Guayaquil, blanco, con la co-pa de forma cónica que preserva de la lluvia ydel sol y, finalmente, hago poner unas correas alas formidables espuelas cuyas rodajas, levanta-das a la mexicana, son más grandes que un do-blón, espuelas taraceadas de las que cada losaarranca un tintineo conquistador y que acabé porcalzarme; completan la silla de perilla alta y defrontera levantada los estribos, casi morunos, queson unos pesados zuecos de cobre cincelado, ex-celentes para protegerse de las rozaduras de lasrocas y de los choques contra los estribos del ve-cino. Y he aquí que instantáneamente, j oh mágicainfluencia de un simple traje y del medio ambien-te!, me siento ya un poco americanizado, dispues-to a todos los gongorismos y a todas las fatuida-des. Como a Tartarín me ilumina la inocencia .\'espontáneamente se me ocurren actitudes pica-rescas. Me muevo en un ambiente de exageracióny de fe y mi satisfacción no conoce límites si alcruzarme con un peón éste me saluda tomándomepor un hijo auténtico de esta tierra. Por un mila-

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gro de intuición comprendo cuánto haya podidopensar Quesada. Y no me admiraría si Benalcázar,al salir de la plaza, gritara al verme caracolear:¡Muy bien, hijo! .

Después de haber desempeñado en esta forma,concienzudamente, el papel de majo de pueblo, elpoeta que todo viajero lleva en sí resurge a la lla-mada del crepúsculo, tan conmovedora en estos'anfiteatros llenos de colorido. Un sibaritismo in-tuitivo nos lleva a dos amigos y a mí a escoger co-mo observatorio una colina que se alza frente anosotros para desde allí percibir la postrera iri-sación del sol. Atravesando de nuevo el Gualí, es-ta vez por un puente de madera bárbaramente in-estable y oscilante, nos encontramos en el flancode una cúspide acariciada por los rayos oblicuos,violáceos del sol, que exige para llegar hasta ellauna subida áspera y trabajosa por entre piedras.Sobre el suelo se alarga desmesuradamente la si-lueta parda y azulada de los cactos demasiado es-beltos y cuyas columnas endebles parecen desa-fiar el equilibrio; otros cactos más achaparra-dos tuercen sus palas estrelladas de espinas do-radas, y pájaros que no se ven se recogen piandoal amparo de las malezas.

Pero cuando llegamos a lo alto del todo, anteel espléndido y sinuoso valle del Magdalena, tapi-zado ya de vapores azulados, cuando dominamoseste panorama de barrancos, de derrumbes, deosamentas, de mesetas acariciadas por una luz ca-si rosa, la suavidad lastimera de semejante pa-norama nos hace enmudecer. Esta luz desoladaque muere sobre América, pero que baña aun lospicos de sus montes con un reflejo malva y oro,ese cielo preñado de una suprema paz, de una pa-lidez agotada, esos círculos que trazan los bui-tres .. , Mientras hay una claridad en la cúspidede los últimos Andes permanecemos inmóvilesprolongando fugaces ensueños. E implacable elsol se pone del todo a nuestros ojos.

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Los cascos de la recua de mulas resuenan ale-gremente contra las piedras de las calles tortuo-sas, entre las tiendas, aun cerradas, del pueblo;principia la. tercera semana de viaje. Como siem-pre, la partida tiene lugar en una mañana radian-te y neblinosa. Detrás de las ventanas cerradas delas viejas casas españolas los hondeños duermenal arrullo del río que canta durante la noche y queacuna lo mismo que el ruido del mar.

Casi en seguida hemos vuelto a encontrar alMagdalena, siempre encajonado y saltando sobrenuevos obstáculos en miles de cascadas diminu-tas, en una palabra, volviendo al desfiladero, asus puertas de hierro de Yegua. Aquí la monta-ña es de tierra mueble, resbaladiza, y el caminoangosto, trazado entre ella y la impetuosidad deltorrente, se desmorona cada día un poco más, ba-jo el influjo de su infatigable roedura.

El Salto de Honda, raudal intermitente d~ doskilómetros de largo, es el umbral que separa lo,~dos feudos del río, el inferior y el superior, vi-niendo a constituir una especie de marca entredos regiones completamente diferentes. Más allá,aguas arriba, empieza una segunda Colombia, unaColombia de amontonamientos ciclópeos y de so-ledades rasas, de horizontes más grandiosos y másmuertos: es el ensimismamiento de la estepa y dela montaña que reemplaza a las orgías y al liber-tinaje de la selva virgen. De ella tendremos, den-tro de poco, la visión más alta y definitiva cuan-do hayamos cruzado el río, del otro lado del cualpasa el verdadero camino de Bogotá.

La balsa tradicional, una polea que rechina alcorrer·a 10 largo de un cable. Inmediatamente des-

I pués de haber saltado a tierra montamos de nue-vo a caballo, abandonando a su suerte a los peo-nes y a la impedimenta, y tomamos a escape la de-lantera para llegar antes de que la noche vengaa la posada del Vergel.

Carretera propiamente dicha no existe. Un ca-

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mino de montaña, pedregoso, roído por las lluvias,obstruído por los derrumbes y, en resumidas cuen-tas, lleno de imprevistos. La carretera, según pa-rece, se va construyendo sin afán, diez leguas másal norte, y mientras tanto este sendero, cuya solapreocupación es la de abreviar la distancia, cortapor lo más derecho, sube, baja, escala desfilade-ros, unas veces es una cinta blanca y polvorien-ta que ladea las colinas, otras un incierto apel-mazamiento de fango, tan pronto es un túnel deverdura o vuelve a presentarse tortuoso en el fon-do de un barranco trágico entre los salientes pan-

. zudos de las rocas que lo estrechan. ¿ Atravesare-mos algún bosque? Los saltamontes nos envíansus reflejos metálicos; a veces se ve multiplicar-se por el suelo extraños regueros verdes, proce-siones interminables de hormigas arrieras que tan-to abundan en este país: cada una de ellas llevadiligente hacia sus nidos misteriosos, en el fondode espesuras impenetrables, un trozo de hoja,siempre verde, cortada por ella misma. ¿ Es el ofi-cio lo que ha hecho que se las dé el mismo nombreque a los que van detrás -en arriere- de la mulade carga? Pero, además, ¿ en qué emplean tantosmateriales sin cesar acumulados? ¿ Qué extrañanecesidad experimentan de recorrer tanta distan-cia en regiones en las que las hojas, a Dios gra-cias, no faltan? O en el caso de que se trate de ho-jas especiales, ¿por qué sus nidos o sus habita-ciones no se encuentran al pie de los árboles quelas producen? Misterio. Pero siempre impresionala eterna lección de actividad insensible a los cli-mas más tórridos. ¿ De dónde ,proviene ese instin-to de trabajo asiduo? ¿ Qué puede ocultar el en-céfalo de una hormiga '/

Entre tanto, hacia la derecha, se descubren to-davía, por intervalos, entre las rocas, las hermo-sas sinuosidades del río, que brillan en las hoya-das de los valles cubiertos de árboles. Los bosque-cilIos se suceden y sus bóvedas susurrantes se aní-

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man con el continuo ir y venir de recuas de mulasque vuelven de vacío con los flancos ensangren-tados y cuyo encontronazo ciego sólo se puedeevitar con un quiebro rápido; los arrieros que val}a pie detrás de ellas se quitan el sombrero cuan-do nos ven. (No sabría definir la especie de com-pasión singularísima que me invade cada vez alver las caras con expresión sumisa y apagada deesos fieles servidores, al devolverles, como amigo,el saludo que me hacen con una mirada tan humil-de de sus ojos tan buenos.)

Un poco má,s arriba las vertientes de las monta-ñas que nos oprimen, retroceden. Entonces la vis-ta vaga tranquila sobre las ricas sabanas cuaja-das de ganado. En el resplandor del día ya calien-te las laderas en las. que el camino ha trazado snsurco estrecho y porfiado, se escalonan. Cada me-dia hora, por lo general, aparece al borde de un.campo, a la orilla de un bosque, la casa rústica,enjalbegada, que alberga los bueyes de labor, querodean los perros, los piscos (pavos de América),de cuerpo fino y, en fin, y sobre todo, los rapaces,minúsculos hombrecillos con expresión demasiadoseria para. su edad, que corretean por todas par-tes salpicados de barro, con sus ojos de esmaltenegro, con sus curiosas pupilas indias que brillanen una careta de chinito descolorizada por el pol-vo. Contiguo a la casa hay casi siempre un ran-cho de techo alto, circular, por el estilo de los re-fugios rústicos del Bois de Boulogne, en los quese entra a caballo y al trote para beber, sin apear-se, la jarra de leche que sirve el honrado labra-dor de esa pequeña propiedad. A veces se sustitu-ye esta bebida espumosa por un trago de aguar-diente, anisado, al que pronto se acostumbra uno.

Después de todo no me quejo de lo pintoresco,de lo duro de este camino, ya sea que se adentrepor zonas de sombra azul que contornean gran-des alturas, ya sea que descubra perspectivas porentre la pesada poesía de las lejanías o que pa-

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se a lo largo de estrechos desfiladeros en los quenos entumece la humedad que rezuman. Por lodemás, el camino se hace cada vez más accidenta-do, presentándose a manera "deescaleras o de co-ronamientos sobre abismos, según el capricho, olos trastornos de las entrañas del globo. Y tam-bién cada vez más en las vueltas y revueltas, depor sí tan abruptas, es preciso ceñirse rápidamen-te a la montaña para librarse del tropel de los es-cuadrones de mulas ligeras que a gran velocidadse presentan de improviso, casi sobre nuestras ca-bezas.

Sin embargo --como me advirtieron mis compa-ñeros de viaje avezados al tránsito por los cami-nos de este país- hasta el momento el verdaderoaspecto grandioso, la apoteosis de la naturalezaandina no se ha manifestado. Esta región de losprimeros contrafuertes parece haber sido monta-da aquí por un escenógrafo sin rival, sólo para pre-parar nuestra admiración y para servir de aperi-tivo a nuestra curiosidad. En efecto, he aquí quedesde lo alto de un tramo más abierto, todo el pai-saje que hemos dejado atrás reaparece a nuestravista; él también, a la vez que nosotros, ha ido ele-vándose, ha ido saliendo de la penumbra de susvalles, del luminoso entumecimiento de sus cres-tas. Verdadera fantasmagoría sin límites aprecia-bles que se desarrolla, que se completa por mo-mentos en su majestad emocionante de extensiónbrumosa, de inmovilidad triste, fenómeno habi-tual de tales excesos de luz.y esta perspectiva de la que no se pueden apar-

tar los ojos, que se renueva, que tan pronto apa-rece a la derecha como a la izquierda, según lasrevueltas del camino, en el que nos vemos a nos-otros mismos caminando en sentido inverso en es-calonamientos superpuestos, esta escena inolvida-ble que nos hace presenciar la lucha de los rayosde luz y de las brumas, en la que el relieve de latierra termina por emerger con lentitud, que se

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plasma en cúspides, en depresiones, en horizontesindefinidos o en nubes, esta visión capaz de cor-tar la respiración a un Humboldt, se prolonga du-rante dos horas para alcanzar su máxima expre-sión en la hostería del Consuelo, en la que estápreparado el almuerzo. Pero las emociones másexquisitas son mudas. Es, pues, en silencio, porno encontrar palabras a la medida, como uno seabisma en la contemplación de los Andes, de losAndes que cierran el cielo con su altura triunfal,con su mar de cimas.

y entre ellos y nosotros, a una profundidad in-conmensurable, ese algo minúsculo, el Magdalena,serpentea hacia el Tolima la infinita ondulaciónperezosa, el reflejo de acero torcido de su curso,perdido en una bruma de ensueño. Yeso sería to-davía poco si todo el espacio intermedio, si esastreinta leguas, no estuviesen no ya sembradas si-nó llenas, salpicadas de un amontonamiento de ca-denas de montañas, de valles, de eminencias quetal vez serán estupendas pero que aparecen, vistasdesde la altura en que nos encontramos, achicadas,comprimidas, dando la sensación de toperas aplas-tadas contra el suelo.

Esas profundidades extremadas en las que contrabajo el pensamiento puede seguir a la vistaconstituyen los macizos de la Cordillera Central,que, con su colorido azul marino oscuro, con susolemne basamento, diríanse enormes olas de tie-rra petrificadas y detenidas. Por encima de la te-chumbre de cúmulos, por si aquello fuera poco,gravitan regueros de nubes amarillentas sobreesas nubes, aumentando con su constante tedio elvioláceo oscuro de las lejanías increíblemente fú-nebre, a pesar de los raudales de luz que vierte elsol, y esto es lo que constituye, creo, la bellezaparticular, el sentido hondamente dramático de es-tas montañas. Si se exceptúan algunas columnasde humo que ascienden muy lentas, que en oca-siones se invierten, nada se estremece, nada se

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mueve en la tranquilidad infinita de sus coloresmuertos, de sus matices apagados. Instintivamen-te el oído, después de la vista, se afina, desacos-tumbrado a estas grandiosas quietudes.

Por otra parte, toda esta ascensión camino deBogotá parece tender hacia lo desconcertante.Apenas pasado el Consuelo otra perspectiva, máscompleta, si cabe, se despliega ante nosotros. Al-canzamos, en efecto, el punto culminante al quenuestra penosa ascensión en zig-zag, desde por lamañana, nos ha conducido. Pero nuestra subida sehabía realizado constantemente por la vertienteoccidental, por el conjunto de contrafuertes quedan vista al curso del Magdalena. ¿ Qué nos reser-varía la cúspide? ¿Mesetas, sinuosidades indefini-das ? Nada de eso. He aquí lo que descubro: antelos pasos de mi mula parece que va a faltar el sue-lo, que desaparece por un súbito hundimiento enun nuevo valle que corre, a pérdida de vista, denorte a sur, y que allá, en el horizonte, se levanta,formando una barrera de cortes vertiginOf';lOS,yun declive espantoso, un declive tenebroso sube delfondo del abismo hacia esta región de águilas. Así,pues, me encuentro exactamente en la divisoria deuna cordillera mediana, bordeada por abismos pa-ralelos; el uno, del que venimos, enmarca todo elMagdalena; el otro, al que nos dirigimos, no en-cierra más que una ciudad, una ciudad alegre,blanca y atrayente, y tan linda como su nombre:Guaduas: "Los Bambúes".

Pero, a pesar de todo, también se experimentauna sensación de cansancio al considerar que seestá sólo en el primer escalón de los Andes, al pen-sar que únicamente se ha subido para volver abajar, al comprobar que nos encontramos frentea un nuevo escalón más olímpico, más alejado queéste que acabamos de coronar y en el que tendre-mos que pernoctar a la intemperie. En nuestra jor-nada habremos franqueado dos de esos burletes

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montañosos y nos quedará por salvar un tercer.)para llegar a Bogotá.

La marcha en fila se emprende de nuevo, peroahora tropezando, cojeando entre las piedras ylos derrumbes del repecho lleno de baches, congrandes resbalones de las infelices mulas que, sen-tadas sobre las ancas, hacen tocar el suelo a losestribos de los jinetes y van dejando grandes hue-llas dobles sobre las pobres alfombras de las sa-banas, con arrugamiento de los follajes de las lin-das ramas que se estremecen como los élitros delos saltamontes, con tropezones contra los bloquesde rocas peladas que parecen tumbas olvidadasentre las gramíneas. Hacia el final del descensotodo se amalgama en una profusión de malezas,de arbustos poco espesos que revisten los colori-dos de nuestros climas, de pequeñas ramas en lasque los pájaros, cobijados al borde del sendero,gorjean a más y mejor, gorjean, gorjean ...

La llanura en la que se desemboca está, por elcontrario, cubierta de pastos, y parcialmente tapi-zada de flores altas. Y mientras, a poca distancia,ya se bosqueja la alegre acogida de Guaduas, losbambúes que le han dado su nombre se inclinanempenachados por encima de nuestras cabeza:3,multiplicando sus fustes lisos al pie de los que co-rren los arroyuelos, y las pequeñas charcas refle-jan, invertidas, las siluetas de las lavanderas conlas faldas hasta el agua. Las risueñas muchachasgolpean la ropa salpicando a la vecina e impresionael ver cómo un simple gesto da lugar, de uno a otroconfín, a una tácita francmasonería de costum-bres idénticas y perdurables.

Cuanto más se avanza, más el valle se revistedel color verde intenso de los cultivos. El vigor,la hermosa libertad tupida de los cafetales se ex-pansiona tras las tapias sucias que bordean el ca-mino en el que las ramas amarillentas de los co-coteros, deshilachadas como las largas plumas delpavo real, languidecen entre las señales dejadas

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por la lluvia en el dintel de yeso negro en el quelas hojas de los bananos, que se han aventurado através del enrejado, simulan brazos trágicos ex-tendidos como una amenaza o como una súplica ak caridad del transeunte.

y mientras las herraduras de nuestro alegrepelotón resuenan en el empedrado de las calles delpueblo, al atravesar la plaza -dormida en la queparece vivir hoy el reflejo de una historia melan-caliea, pienso en la cabeza ensangrentada que undía fuera expuesta en ella: la de Antonio Galán,cuyas armas osaron oponerse a la tiranía españo-la; la del primer revolucionario y del primer pa-triota que tuviera Colombia. Y ya vuelve por susfueros la lúgubre superposición de los pasajes dela historia sobre los de la naturaleza.

En esta única encrucijada de ambiciones cuyasituación geográfica de puerta de los Andes y deguardiana de dos mares hizo de Nueva Granada,por desgracia suya, a la vez depósito donde se al-macenaban los frutos de la rapiña y campo atrin-cherado de donde se lanzaron sobre América lamayor parte de los aventureros de la conquista;en esta tierra por la que pasaron, a su vez, con elcasco en la cabeza y la tizona al cinto, guiados porsu instinto de halcones, hacia diferentes presas,Quesada y Fredermann, Badillo y César, Almagroy Benalcázar, Robledo y Heredia, Balboa y Piza-rra, varias veces tendré, sin duda, ocasión de es-cuchar esa muda elocuencia de la tierra, de recor-dar que no hay tal vez una pulgada de nuestro pla-neta que no haya recibido algún día su bautismode sangre ...

Al perfilarse arriba, a la derecha, el campamen-to del Vergel, hace una noche de paz adorable.

Desde el fondo de la zona tórrida, de las tierrascalientes, hemos alcanzado las altitudes templa-das. Sobre una especie de brezo rosa, muy corto,que es el mismo de los Cévenes o de los Pirineos,corre la frescura penetrante, el verdadero hálito

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de una noche de marzo. El sol de las cinco de latarde, amarillo, parece indicarnos con sus rayosdigitados la vertiente misma en que estamos echa-dos; huye, sin embargo, ante las manchas de som-bra violeta que, después de haberse arrastradohasta la base del declive oriental que dejamos ha-ce un momento, galopan ahora en su persecución.Nada hay que repose tanto después de una durajornada como este espectáculo, ni nada hay tanextraordinario como esta claridad de occidenteque acaricia el terciopelo de las gramíneas y lascampanillas de los brezos.

A toda prisa se encienden las velas en la posa-da, oyéndose el ruido de la loza removida y las vo-ces de la patrona que dominan la zarabanda delas cacerolas, se ve salir el humo por el tejado, seven entrar balando las ovejas en la sombra grisdel establo y se oye chirriar su cierre de madera,y a la vez, de todas partes, de los escondrijos delas sombras; salen ruidos impresionantes, inaca-bados, propios de este silencio sin igual, el augus-to sueño de la montaña.

Algunos minutos más y la noche andina habráalcanzado su paroxismo de hostil negrura que atodos envuelve, que celosamente los inmovilizaen el radio de los objetos familiares. Rápidamenteel abismo crepuscular que dominamos se ha henochido de vapor dando la impresión de un lago, pe-,ro de un lago trágico, de Averno, a la que añadeuna ilusión de acantilados la terrible barrera de ti·nieblas del Consuelo, que se alza en el horizontea una altura inconmensurable, que lo cierra todo,que lo oprime todo con su amenaza, que en otrosmomentos parece losa levantada del inmenso se-pulcro que se entreabre a nuestros pies, y a todoesto se agrega la concentración de las estrellas es-tremecidas, que penetra por todas partes el azuloscuro del cielo, festonea su nitidez cortante y fríasobre lo que no es ahora ya más que un reflejode ultrasueño. Parece que descienda de lo incon-

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mensurable, que se multiplica ante nosotros en lavibración fugaz de las luciérnagas, de esas curio~sas candilejas dotadas de la facultad de encender-se y de apagarse súbitamente, de alumbrar y dedesaparecer, verdaderos policías de la sombra queproyectan inopinadamente delante de ellos la luzde su linterna sorda. .

Luégo, en el momento en que esos fuegos fa~tuos fijos o errantes por la atmósfera parecen ful-gurar en competencia, he aquí que uno a uno otrosfuegos, en la tierra éstos, rompen la oscuridad es-calonados en las montañas, resucitando minúscu-los cantones, retenes perdidos que revelan la vi-gilia de un pensamiento humano. Se les ve poco apoco extenderse, reunirse y apagarse, formar hile-ras caprichosas, proyectar angostos haces de luzsobre lomas intensamente foscas·. iSería hermoso,en verdad, si fuesen señales de una sublevaciónque se propagase ardiendo de uno a otro lado so-bre la cima de los Andes! Mucho, mucho tiempodespués de terminada nuestra frugal comida, ba-jo la humedad que lloran las estrellas, esos bra-seros encendidos como faros que anuncian a Bo-gotá, continúan rojeando ensangrentados en el es-pesor de las tinieblas.

El brillo alegre de la aurora acaricia el terra,.plén de la posada y nos sorprende ya con nuestrosarreos puestos, en medio de la pintoresca anima-ción de los peones que nos ponen las polainas, delas mulas que se ensillan, de los equipajes que secargan con grandes esfuerzos sobre las albardasresignadas. Esto nos da tiempo para echar unaojeada al fondo del abismo en el que la profundi-dad violácea de Guaduas surge, acribillada de ra-yos, de su sepultura humeante. Una trágica resu-rrección lenta, a través de vapores fantasmas, to-das las excitaciones de la vida suben hacia nos-otros con una especie de fascinación. ¿ Por qué '1Las cumbres que ayer se mostraban tan altivás,el gran muro de duda que se levantaba en el oro

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helado del crepúsculo, detrás del que la gloria de!. sol se había eclipsado, reaparece ahora disminuídobajo la luz precisa; una parte del encantamiento,del misterio nocturno, se ha desvanecido. Así suce-de con todas las ilusiones.

Y, sin embargo, a la luz del día que les da obli-cuamente, esos relieves, que hasta hace un mo-mento estaban ocultos, surgen, se reconstituyen,mientras que las inconmensurables ramificacionesque de ellos descienden se prolongan en la llanu-ra como las gruesas raíces de un árbol y desapa-recen en la tierra. Esas ma::oasde las que la vistapercibe por fin las verdaderas dimensiones, gananen potencia, en detalle, lo que habían perdido delatractivo crepuscular. Una alegría serena las ba-ña con los barrancos de sombra recortada sobre elcolor rosa que domina en el conjunto. Un no séqué de vida se estremece sobre los cultivos. La na·turaleza entera, una orquesta invisible, susurra laPastoral de Haydn que "celebra la alegría del la-brador al contemplar sus ricas cosechas".

Ante este derroche de gracia no se queja unode tanto tener que trepar todavía para alcanzarel mirador supremo de esta cadena de montañas.Desde él, naturalmente, es otra zona más de en-sueño fascinante la que se descubre, por encima dela barrera del Consuelo -que ya ha perdido suprestigio-: lo que se ve es nuestro primer hori-zonte de ayer, pero ensanchado, increíble, es elMagdalena, es el valle de Neiva, es toda una qui-mera dorada de brumas. ¿ A qué repetir todo estoque al escribirlo parece tan apagado, tan sin va-lor? .

Por detrás de su mula detenida, un arriero seña.-la con el brazo extendido algo en el sol, por enci-ma del fondo maravilloso de este valle; necesitoun momento de atención para distinguir lo que seme quiere mostrar, dos diminutas cosas blancassuspendidas en el cielo, altas, muy altas, tan al-tas que parecen no tener relación alguna con la

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tierra. Son nada menos que los dos gigantes de losAndes centrales, uno es el Páramo del Ruiz, es-pléndido y brillante como su nombre, ancho y ten-dido, y parece tener una mano de nieve puesta so-bre su cima; el otro, más lejano, más fino, máspequeño, más triangular, allá en las lejanías delsur, es la muela aguda y empolvada del Tolima.

Es la coronación que el cuadro necesitaba. Cuan-do el hijo del carpintero se dejó tentar en el de-sierto y el tentador, raptándolo in mente, le hi-zo ver desde la cima de una montaña la exten-sión incalculable de los pueblos, de las ciudades,de los reinos, debió aquello ser algo parecido'a es-to. En verdad que cuesta trabajo arrancarse de lacontemplación de la blancura sonriente de estosdos colosos rivales. j Y pensar que bajo su mantode hielo perpetuo eleva cada uno de ellos' su si-lencio a cinco mil metros!

-Guarde usted un poco de su admiración parael Alto del Trigo -me dijo riendo mi peón.

Pues bien, ya estamos en él, pero a pesar detodo, a primera vista no ofrece nada de particu-lar; una plataforma ante un abismo presentido.Hay cortinas de árboles que estorban la vista; seadivina un no sé qué de velado, de vedijoso esca-lonado más allá. Luégo, de repente, se hace un cla-ro en el alto ramaje de los cedros y la vista verti-ginosa del horizonte .. , y entonces sí, esta vez :'sun grito de admiración, incontenible, espontáneo:un grito que expresa la admiración o el estupor,tal vez ambas cosas, suple a la falta de palabraspara describir el espectáculo inaudito que se des-pliega ante mí.

Ahí está escrito por una mano divina el poemade los Andes. Un circo, como siempre, una terce-ra frontera de crestas, pero tan prodigiosamenteescarpada bajo la luz de la mañana, tan increíble-mente sobreelevada está, que no parece posible, amenos de un milagro razonable, poder alcanzarla.Por encima de las nubes que se extienden desde su

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base hasta nosotros alzan un muro perpendicularde color azul agrisado, un muro llano, almenadoél a su vez por brechas blancas asentadas sobreuna segunda fila de cirros plateados.

Pero de pronto, en este mar de vapor que lameel acantilado donde nos encontramos, se abrenclaros azules, hiatos de sombra, vacíos espantosos,tod.o un sistema complicado y como siempre ultraazul, de elevaciones y de depresiones, que por de-bajo de las nieblas va a conectarse con el sistemafantástico que emerge a lo lejos. Poco a poco laluz va surgiendo del fondo de los valles, cortadasólo por las cimas de esas montañas secundarias;parece una cuba formidable en la que las burbu-jas atravesaran los vapores amontonados y flotan-tes. Con esas filas de agujas, con su aspecto demarejada que avanza hacia el horizonte, hacia laola monstruosa y última cuya amenaza domina,la ilusión, por un instante, es sobrecogedora. j To-das esas olas en movimiento!... Luégo las me-dias tintas, las coloraciones indecisas e innume-rables del arco iris, ponen su juego de luces enesas sedas quiméricas de la bruma. Las marejadassólidas que aquéllas acarician sólo muy lentamen-te vuelven a su inmovilidad petrificada, mientrasque a nuestros mismos pies, sobre la cara del va-cío, sobre el vértigo de los valles, los zopilotes consu eterna asiduidad enlazan y desenlazan los círcu-los que describen.

j Esta es la tierra de promisión!, exclamaban losespañoles de Hernán Cortés al avizorar a Méxicodespués de tantos días de sufrimiento. Ante estepanorama se experimenta algo de esa misma emo-ción. iOh tierra prodigiosa de América!

Después hay que descender por los caminos másagrestes que darse puedan hasta Villeta.

Unos precipicios se abren sobre otros precipi-cios. A un momento dado en el que, sin cuidarmede mi cabalgadura, tenía los ojos fijos en esagrandiosidad cuya contemplación nunca cansa, una

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huída de mi mula estuvo a punto de enviarme alfondo de un barranco bastante profundo. Era unamula muerta que obstruía el camino con su bandu-llo por el suelo. Espectáculo frecuente en la región,y son siempre los pasos más peligrosos.. las gar-gantas más tortuosas, las que algún diablo taima-do escoge para decretar la muerte de esos infeli-ces animales. No se entera uno más que cuando seestá encima por la presencia de los buitres que,posados en círculo sobre el cadáver, sacan con dig-nidad, de su costado, cada uno a su vez, todas lasinmundicias.

Nada más silencioso, nada más agorero que elfestín de esos -pájaros fúnebres. Si uno se acercaremontan el vuelo, pero sin apresurarse, impelien-do ruidosamente el aire con sus grandes alas, y encuanto el importuno pasa, esos sepultureros mon-tañeses, todos juntos, a la vez, se dejan caer de .nuevo sobre los restos pestilentes.

Nuestra bajada, interrumpida un momento pa-ra arrojar al abismo la horrible carroña, prosiguióentre la fronda barnizada de los cafetales y loscampos de lanzas de los altos bananeros, alegran-do la vista los tonos diversos de los variados cul-tivos, que, incrustados en las vertientes, pasan delverde esmeralda al jade oscuro, al gris rosáceo.Sobre los declives abruptos se presentaban de vezen cuando espacios de sombras violáceas, mientrasen el fondo la hierba de los potreros estaba toda-vía cubierta por la bruma de la mañana; termi-naba el descenso en una larga avenida que, bor-deada de arbustos poco frondosos y cubierta porel polvo de las pizarras, conducía al pueblecillo deVilleta que, de ordinario tranquilo, presentabahoy, por ser día de mercado, la animación pinto-resca que da el ir y venir de gentes ocupadas ensus menesteres.

Este aspecto varía un poco la monotonía de lospueblos colombianos, todos iguales, con la mismacalle real o camino real empedrado con cantos ro-

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dados,' duros y resbaladizos, entre dos hileras decasas idénticas, bajas, blancas, con rejas salien-teso con ligeros adornos de madera pintada deverde o de encarnado, cuando no de azul. De mo-mento es principalmente en la gran plaza, al otroextremo de Villeta, donde se concentra esa aglo-meración confusa de sombreros en punta y de rua-nas pardas que dejan ver sobre el hombro del ca-ballero un pliegue del reverso, color rojo. En '::licentro se alza un árbol centenario, entre cuyas ra-mas resuenan las disputas de los pajarillos.

La caída de la tarde nos sorprende, como a losprovincianos, sentados a horcajadas en las sillas,al borde de la calle, delante de las ventanas de laposada, contemplando cómo fenece el día. Una me-lodía sui generis desciende sobre las blancas pare-des, sobre la pequeña encrucijada empedrada porla que, de vez en cuando, desemboca cuido so algúnjinete que entra a caballo en una tienda y sale algalope. Sobre las palmas de un cocotero que do-mina la casa de en frente, se ven, inmóviles, tresurubus. Finalmente, por detrás del cocotero, domi-nando los urubus, los tejados, las paredes enjalbe-gadas de las casas chaparretas, se alzan, escalona-dos, bañados por luminosidades que están a pun-to de extinguirse, los contrafuertes avanzados delas cadenas de montañas circunvecinas. j Qué tran-quilidad, qué inacción más absoluta y triste! Su-mido en una meditación instintiva dirijo mi vis-ta, sin querer, hacia esas ramificaciones de los An-des. Ahora toman el color del brezo rosa con gran-des manchas de amatista violeta; no hay nada mássuave que su misteriosa tonalidad, que comple-tan los ecos lejanísimos de ruidos indefinibles yexpirantes. Un pavo real endereza el regio airón yarrastra sobre el empedrado su larga cola com;>un manto de corte. Luégo el prisma de tonos deli-ciosos cambia y se descompone. La hechicería dela puesta del sol matiza la tierra con tintes de un

. mundo de maravilla.

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En los libros hechiceros de mi infancia o entiempos ya más recientes, en las antiguas histo-rias de viaj es, como las narraciones de Maude-ville, se describían países lejanos, colinas azules yríos violeta, regiones de jade, montañas de esme-raldas en las que pájaros azulados, se posabanen árboles de diamantes.

y contemplando esta noche la fantástica despe-dida del día por detrás de las cimas, recuerdo aque-llas ingenuas descripciones a las que la antigüe-dad añadía su magia. ¿Está lejos de aquí el paísen el que el cielo está tallado en un ópalo, dondelos ríos de leche arrastran mánstruos de topacio,donde el pájaro fabuloso que canta cada cien añosmueve su cola de zafiro posado sobre ramas decristal?

Al día siguiente era todavía de noche, cuandoemprendimos la última etapa. Acababan de dar lastres y media; un cielo sin luna, en el que nuestraspestañas todavía soñolientas prolongaban los hi-los dorados de las estrellas, apenas permitía adi-vinar los Andes ocultos por temibles sombras. Anuestra izquierda un fuego encendido en una delas cimas proyectaba claridades de volcán. Perofue precisa la luz pálida y escalofriada del ama-necer para acelerar el paso de nuestras mulas queandaban por milagro en plenas tinieblas, y tam-bién para revelarnos la profundidad de las que·bradas que bordeábamos y en las que, desde ha-cía un rato, oíamos musitar las cascadas. De re-pente, la cuesta se hizo más pronunciada y las mu-las volvieron a tomar el paso más lento y afianza-do que exigen las subidas fuertes.

La diafanidad del alba en las montañas prontose altera a medida que se alejan los valles y en lascúspides de las cimas la zarpa de oro del sol tar-da más en aparecer. El ambiente fresco hasta aho-ra desconocido empieza con la altitud, proyectamatices, que parecen como desorientados, sobre el,caos azulado que se ofrece a nuestra izquierda,

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¡sobre esa depresión llena de lomos formidablesque se sIguen, alzados todos en la misma direc-cIón, que ofrecen el aspecto de una manada de mas-todontes legendarios que subiesen con la cabezabaja, los unos detrás de los otros, al asalto. Des-pués, se ven, tristes y grisáceos, bajo el cielo hú-medo, pequeños establos, ranchos a caballo entreel cammo y el precipicio que se despiertan pere-zosamente con el canto de los gallos. Finalmente,a medida que el horizonte se ensancha y se eleva,los flancos mastodónticos se multiplican, se pre-sentan por todas partes a diferentes alturas enlos intervalos que éstas dejan entre sí. Se ve su-biendo de escalón en escalón trozos del caminoque ya hemos recorrido, serpenteando por sus de-clives. Y estas partes del gran zig-zag por el queavanzamos con fatiga, se van haciendo cada vezmás blanquecinas y empinadas.

Hacia los dos mil metros de altura las depresio-nes se llenan de grandes nubes y la vegetación em-pieza a escasear. j Qué pobre y corta es la hierbaque crece contra el reborde del camino del que elmantillo ha desaparecido casi por completo a im-pulsos del viento, de su bramido desesperado! Almismo tiempo la;s capas compactas de esquistosamenazan el camino con sus yacimientos oblicuos.Unas veces se presentan bajo la forma de bloquessuperpuestos, como un muro, otras desparramanpor la estrecha cornisa, sobre la que andamos, lalluvia de sus detritus que ofrecen todos los gradosdel laminado más fino, y entre las pizarras se ra-mifican las vetas de cuarzo cortadas por la trin-chera del camino.

j Sensación curiosa! A medida que esta soledadse hace más sombría, a medida que en las cimasla naturaleza se hace más avara y más áspera, ex-perimento un placer secreto al encontrar por pri-mera vez en estas altitudes la atmósfera de nues-tro país. j Son tan propios del paisaje francés es-tos pequeños taludes de hierba que se apoyan en

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las grandes rocas sombrías, esos acusados decli-ves que bordean una franja de brezos, esos árbo-les de ramaje seco que resaltan sobre el horizontegris! Un diminuto manantial, entre un amonto-namiento de piedras, en el que las cigarras lanzansu canto metálico, brilla como un ojo de agua. To-davía durante algún tiempo bordeamos barrancosque se precipitan perpendicularmente pobladospor las negras copas de los pinos, que atraen co-mo si fueran una chimenea la rápida ascensión delos grandes cúmulos blancos que parecen henchi-dos por el eco sordo de la caída de los guijos en elinfinito. Ya quedaron lejos, muy lejos, por deba-jo, los últimos vestigios de la zona tórrida y dela zona argelina. A su vez, los bosquecillo s de ár-

. boles septentrionales van escaseando para dar pa-so a grandes extensiones de hierba rala, abollona-das por bloques de areniscas que parecen en la ne-blina blanca rebaños acurrucados. Unas soledadesmojadas suceden a otras soledades, también mO-jadas, y un trueno lejano y continuo retumba enestas montañas. .

Y de esta suerte se llega a un lugar extrañamen-te alpestre: verdadero prototipo de un rincón deSuiza. Arboles aislados, ralos y pocos, cercas depiedras sueltas, vallados de madera que encierranvacas que pacen escalonadas con una campanilla alcuello, que tintinea en la bruma con el ademán deleterno viento de las alturas, que también bramaallí. Sí, esto produce la ilusión de aquello; me re-cuerda sobremanera el Oberland bernés y las ale-gres sendas que escalaban las cabras en el macizode Arhorn, en tiempos de grato recuerdo; y elnombre de este paisaje, además, también lo re-cuerda: se llama Los Alpes.

Es ahora cuando hay que hacer verdaderos es-fuerzos de imaginación para persuadirse de que seestá en el ecuador, a pesar de que en algunas ho-yadas abrigadas reverbere el sol y la naturalezadesposeída trate de reaccionar. Al ver los últimos

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PIERl1E D'ESPAGNAT ..,cafetales perdidos en este ambiente más propiciepara las ciperáceas y las coníferas y al escucharlas cigarras que, equivocadas de clima, lanzan ti-ritando su chirrido cristalino a intervalos más es-paciados, se experimenta una sensación de lástima.

La aldea de Agualarga está emplazada a unaaltitud desolada. Allí empieza, en las proximida-des de una altiplanicie, la carretera que va a Fa-catativá, y ya nos cruzamos con los carros del país,bajos, con ruedas macizas, tirados por bueyes, ca-rros que parecen copia de los que a través de l.ahistoria de Francia paseaban por las callejas deParís a los reyes haraganes. Pasan lentamente .:11pie de los acantilados que dominan el camino,constituídos por capas superpuestas alternadas detierra y de piedra. Luégo, al coronar una cuestaarenosa que forma espolón, se nos aparece otrositio que fue campo reñido de batalla, cuyo centroocupa un diminuto cementerio. j Qué aspecto deolvido, qué aspecto de abandono ofrecen esas ochoo diez tumbas, cómo oprime el corazón su silencio,su soledad! iUna rústica cruz sobresale del túmu-lo casi enrasado con el suelo! Apenas perduran al·gunas florecillas de los campos antaño sembradosen la cabecera de las tumbas y mustias desdeentonces, j símbolo de los humildes destinos queallí se desvanecieron! ¿ Los que allí cayeron en de-fensa de la tiranía o de la libertad se imaginaron,acaso, que un poco de gratitud recompensaría laofrenda que hicieron de sus vidas?y he aquí que después de un último repecho del

camino el horizonte se allana; un espacio casi sinlímites se presenta a la vista -a lo que uno yano está acostumbrado- y una llanura que se pier-de en el ensueño, una planicie, rasa como un d9-sierto, se extiende hacia la silueta terriblementealejada de nuevas montañas. En los primeros mo-mentos, y debido a la sorpresa que causa esta apa-rición, no se distingue más que una inmensidadde hierba, de pastos, de cultivos, que atraviesa

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un surco grisáceo, que es el camino de repente en-sanchado, y en la que el viento sopla a través delos eucaliptus tan lúgubremente como a través d0las tuyas de una necrópolis. Pero se necesita po-co tiempo para darse cuenta del valor que debetener por su situación y por su fertilidad el an-tiguo fondo del lago terciario en que nos encon-tramos, esa Sabana de Bogotá de la que tanto noshabían hablado.

Impresiona, en efecto, encontrar a dos mil seis-cientos metros sobre el nivel del mar, una exten-sión, una tabla tan perfectamente lisa, sin grietasni desgarrones, una Beauce suspendida en lo alto,tan generosa, tan pródiga en cereales ésta comoaquélla. Si no fuera por el tono brumoso de losAndes, el panorama sería idéntico, éste que cortatambién oblicuamente el mismo rayo de sol, son-riente y dorado, propaga a lo lejos idéntico estre-mecimiento continuado de las espigas' que la bri-sa aterciopela. Esta ilusión me envuelve totalmen.te hasta el punto de traerme recuerdos de mi os-cura vida militar de hace ocho años, vivida enaquellas llanuras de la provincia francesa, de laque tantas millas me sepanm. j Qué lejos están losdías en que la divisábamos desde Auneau hastaVoves, amplia y desierta bajo la nieve, salpicadade cuervos, mar de espigas que murmura bajo lalarga ondulación del viento en el verano. El jine-te del regimiento de cazadores de Vendome nopensaba entonces, al recorrerla melancólicamenteentre el humo del ferrocarril o inclinado sobre lasilla, en América, j en el mundo virgen! ...

Pero el interés que esta mañana me inspiran es-tos hermosos parajes tiene razones más elevadas,más impersonales. Es otra página de la historiala que se vuelve al llegar a estas altas tierras deCundinamarca, cuna y teatro del poderío muisca.El horizonte que tengo a la vista estuvo lleno delruido de su gloria, de sus luchas y de su decaden-

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cia. De aquí fue de donde el imperio chibcha re-montó su vuelo, en ocasiones sangriento, pero lobastante raudo para elevarse en el siglo XV al ter-cer lugar en importancia del Nuevo Mundo. Suhistoria, forzosamente muy tenebrosa por faltaabsoluta de documentos escritos, se esclarece untanto con la conquista; pero entonces los episo-dios se precipitan, se suceden casi tan variados,casi tan. curiosos como los de la guerra del Perú.Parecen una crónica de Villehardouin.

En un libro notable de R. S. Pereira, "Los Esta-dos Unidos de Colombia", encuentro la etimologíade ese nombre grande y sonoro de Cundinamar-ca, tan expresivo en su acepción india. Significa:"Alta región donde el cóndor se encuentra" (decundor, cóndor; ina, altura; mara, estar encima;cá, esta). Los españoles le dieron forma amalga-mando en una sola palabra las cuatro que constan-temente repetían los indígenas cuando querían de-signar a los conquistadores la meseta de Bogotá.

Antes de 1470, prosigue el historiador, es de-cir, con anterioridad al reino del emperador Sa-guanmachica, la historia de los chibchas permane-ció en las tinieblas que rodean la cuna de todoslos pueblos precolombinos. Sus tradiciones cosmo-gónicas ofrecen gran similitud con las de los an-tiguos peruanos; así, decían ser oriundos de unalaguna, vaga reminiscencia evidentemente de lasépocas geológicas durante las que la Sabana esta··ba cubierta por las aguas; tenían en gran venera-ción a las ranas y demás batracios, símbolo paraellos de su origen y nacionalidad. En cuanto a sunúmero, si Acosta los estima durante la segunda

. mitad del siglo XV en 1.200.000 otros, por el con-trario, dan cifras más elevadas. El soberano. se lla-maba! el Zipa, y la sucesión a la corona, aunque seregía por la ley de la primogenitura, no correspon-día a los hijos del difunto emperador sino, según -costumbre muy frecuente en los pueblos primiti··vos de América y de Africa, a sus sobrinos (los

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hijos de su hermana), o a falta de éstos a los her-manos del difunto. Pensaban, sin duda, que el pa-rentesco materno ofrece un grado de certidumbresuperior a la presunción, siempre impugnable, delpaterno. '

El imperio chibcha ejercía, lo mismo que el az-teca, ciertos derechos de soberanía sobre vasallosen constante sublevación. Muerto Saguanmachicaen guerra victoriosa contra los Sutagaos y su ca-cique Ubaque, o "Sangre de madera", el trono re-cayó en Nemequene (hueso de león). Este guerre-ro llevó más lejos sus armas victoriosas y ven-ciendo sucesivamente a los otros caciques Ubaté(sangre vertida), Susa (paja blanca) y Simijaca(pico de buho) llegó, por fin, hasta Saboyá, en olactual departamento de Boyacá, donde, al decirde algunos arqueólogos, habría hecho erigir, co-mo monumento conmemorativo, la curiosa pirá-mide india que aun se admira y cuyos jeroglífi-cos han estimulado, sin satisfacerla, la curiosidadde los arqueólogos. Pero desgraciadamente paraél, Nemequene extendió su yugo sobre otros vasa-llos menos dúctiles que esos reyezuelos de nom-bres tan broncos como significativos. Lo mante-nía con dificultad, especialmente sobre la valientetribu de los hunzas, la más numerosa después dela de los muiscas, y cuyo gran cacique o Zaque eramás bien rival que feudatario del Zipa. Una coa-lición de jefes secundarios dirigida por un Zaquerebelde- deshizo el ejército del Zipa en Chocontá,donde murió Nemequene, y obligó a su sucesor,Tisquesuza, el último de los emperadores, a firmaruna paz por veinte lunas.

Estas estaban a punto de cumplirse y el fogosovencido se apercibía al desquite, cuando un suce-so inesperado, pasmoso, hizo olvidar de momentotodas las querellas intestinas y sumió a unos y aotros en preocupaciones mucho más serias.

Hacia fines de julio de 1538, las tribus de laSabana vieron desembocar por tres puntos dife-

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rentes del horizonte tres grupos semejantes dehombres barbados, con las caras bronceadas, quebajo las hojas de acero que·les recubrían presen-taban un aspecto tan temible como inusitado. Es-tas tres bandas, que no parecían actuar de concier-to ni estar satisfechas con su encuentro, no sereunieron, sino que, observando una actitud hos-tillas unas hacia las otras, establecieron tres cam-pamentos, vértices imaginarios de un enormetriángulo, y luégo, después de un descanso, simul-táneamente cada una de ellas adoptó contra lasotras dos sus disposiciones para el combate.

He aquí lo que había sucedido.Desde hacía tiempo las zonas costeras del Atlán-

tico y del Pacífico, en una profundidad en ocasio-nes considerable, habían sido reconocidas ~i some-tidas por los Adelantados del rey de España. Envarios puntos se habían establecido factorías, enalgunos se habían fundado ciudades como Pana-má, Santa Marta, Cartagena. En ese año, precisa-mente, Pizarro terminaba la sumisión del Perúcon el asesinato de ·su antiguo compañero de ar-mas, Almagro. La Castiila de Oro y la Nueva An-dalucía quedaban abiertas gracias a Ojeda y a Ni-cuesa; el Cauca, gracias a Francisco César. El in-trépido Diego de Ordaz había remontado el Metahasta las marcas orinóquicas de Cundinamarca;así ésta, poco a poco, se vio cercada, rodeada poruna red estrecha de exploraciones, de campañas,de aproches sucesivos, sin que ninguna tentativadirecta se hubiese llevado a cabo contra el nido decóndores, contra la propia ciudadela.

Ahora bien, por una circunstancia poco frecuen-te en la historia, el deseo de apoderarse de aque-lla comarca surgió a la vez en la mente de treshombres que estaban. separados los unos de losotros por centenares de legua$ y que, desde luego,no tenían posibilidad de comunicarse sus intencio-nes, como lo confirma, por otra parte, lo sucedido.

El primero de esos atrevidos es Gonzalo Jimé-

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nez de Quesada, licenciado en Derecho, naturalde Granada, donde, no teniendo porvenir, pensó enprobar fortuna en América.

Se encontraba en Santa Marta en el momentoen que todo el mundo soñaba con los tesoros le-gendarios encerrados en la lejana ciudad chibchade Muequetá, a tal extremo que el propio gober-nador Luis de Lugo organizaba una expediciónpara apoderarse de ella. Las rivalidades e intrigasque la designación del mando suscitaron entre lagente de pro habían, hasta entonces, impedido ladesignación del jefe. Quesada, audaz, decidió pre-sentar su candidatura. Y en efecto, fue a él a quienLugo, para poner a todos los demás de acuerdo,confió el mando del pequeño ejército; y no se equi-vocó al contar con la energía de aquel muchach\)oEl 6 de agosto de 1536, Jiménez, con su lugarte-niente Juan del Junco, diez capitanes, entre losque figuraban Juan de Céspedes, Valenzuela yGonzalo Suárez Rendón, viejo veterano de Pavía,810 hombres y 85 caballos, salía de Santa Marta.Jiménez de Quesada, al frente del grueso de SUgente, debía penetrar en el país hacia el sur, entanto que un destacamento máS' reducido, embar-cándose en una flotilla, remontaría un río, explo-rado hacía poco por el portugués Melo, al que sedio el nombre de Río Grande de la Magdalena.

Hacia la misma época un alemán, Nicolás deFredermann, lugarteniente de Jorge Spira, gober-nador de Venezuela, fue también enviado por és-te a la conquista del fabuloso El Dorado, y creíadirigirse hacia él al penetrar en las magníficas lla-nuras del Casanare, al pie de la cordillera central.Después de mil rodeos, de muchas idas y venidas,terminó por descubrir un camino inverosímil queconducía y' que le condujo a las alturas orientalesde Cundinamarca.

El tercero, un teniente de Pizarro, Sebastián d~Benalcázar, que había tomado parte en la conquis-ta del Perú y no contento con haber fundado al-

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gunas ciudades en el reino de Quito, resolvió, éltambién, ir a la conquista de Muequetá, cuya famaalucinadora había llegado hasta la frontera del ac-tual Ecuador. Allá, pues, se encaminó seguido delos suyos.

Una casualidad única hizo que esos tres hom-bres, desembocando por el norte, por el oeste ypor el este, se encontraran, a la vez, cara a cara,en la Sabana. Pasado el primer momento de estu-por, los jefes comprendieron que, por lo menos,sobraban dos, y cada uno de ellos se aprestó a de-mostrar a los otros dos que él solo combatía porel rey. Sus gentes estaban más que cansadas, ren-didas de fatiga. La tropa de Quesada, la que máshabía sufrido, no contaba más que con 160 hom-bres casi desfallecidos, de los 810 que, meses an-tes, habían emprendido la expedición,llenos de en-tusiasmo, y esta circunstancia fue la que les sal-vó de una nueva y fratricida hecatombe. En el mo-mento de llegar a las manos, ¿ es que no se dancuenta de que las tres fuerzas constan exactamen-te del mismo número de hombres? Semejantecoincidencia parece demasiado extraordinaria pa-ra no revelar una intervención divina, y en el actolos frailes que acompañan a esos hermanos ene-migos, se precipitan entre ellos con la cruz en lamano. Se suspende la acción, que no había empe-zado, se abrazan y se ponen de acuerdo para ce-der al más heroico de todos, a Jiménez de Que-sada, mediante el pago de una cantidad bastantecrecida, todos los derechos a la ocupacióndel país.

El feliz elegido, que al pasar había saqueado laciudad santa de los hunzas, robado sus tesoros ycapturado a su rey, satisfizo en el acto la cantidaafijada y mientras Benalcázar y Fredermann, aho-ra amigos, regresan a España, Quesada da co-mienzo, sobre la sangre de los muiscas, a la fun-dación del Nuevo Reino de Granada, nombre ésteque, no obstante su impropiedad, prevaleció y seperpetuó durante tres siglos. Esto no impidió, an-

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tes de doce años, en 1550, la petición del gobiernolocal de instalar en Bogotá, para satisfacer losapremiantes requerimientos de los colonos,en sus-titución del antiguo Adelantamiento, una Real Au-diencia semejante a la de Caracas, institución que,catorce años después, ante la reprobación generalmotivada por las exacciones de los oidores, fuereemplazada por una presidencia. Los oidores, afuerza de intrigas, volvieron a ocupar el poderhasta 1578, fecha en que fue nombrado presiden-te Díez Aux de Armendáriz, destituído, a su vez,en 1580, por el siniestro visitador Juan BautistaMonzón. 'Este fue suspendido por el procuradordel rey, Orozco,encarcelado también él, por el juezPrieto de Orellana, que salió para la metrópoli en1585 llevando consigo, esposados, a varios oido-res de Santafé. Epoca estupenda ésta, como se ve,en la que el acusado tenía, por lo menos, algunapropabilidad de ser juez, a su vez. Vino luégo iaépoc'ade los gobernadores de capa y espada, unode ellos, el más cruel, Francisco de Sande, mere-ció el mote de doctor Sangre, principalmente conmotivo de la lucha contra los pijaos, una de laspocas tribus de Nueva Granada que haya infligidoserios reveses a los conquistadores.

El ciclo colonial se termina con el virreinato,de 1740 a 1810. Esta institución, después de ha-ber contado con algunos hombres notables y dehaber reprimido en la forma sabida la famosa in-surrección de los comuneros, obra de Berbeo y deAntonio Galán, se derrumba a los embates de larevolución. Y, por una ironía del destino, debíanser las manos débiles de un descendiente de LuisXIV, de don Antonio Amar y Borbón, último vi-rrey de Nueva Granada, prototipo resumen de unfin de raza, las que dejaran escapar para siemprelas riendas del poder monárquico.

Estas han estado desde entonces en manos deuna serie de presidentes, pero Colombia, sin em-bargo, no ha encontrado hasta el presente quién

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las asuma con energía bastante para guiarla ha-cia la estabilidad y el progreso.

Como si se diera cuenta de estas reflexiones desu jinete, el potro que en Agualarga cambié pormi mula, se lanzó, ávido de galopar, por la hermo--sa carretera llana para no detenerse hasta llegaral empedrado sonoro de las calles de Facatativá.

Tampoco aquí hay que perder un minuto en labatahola de seres humanos y de caballerías, si sequiere encontrar sitio en el tren de Bogotá, queespera formado en la estación y que maravillaencontrarlo a tales altitudes.

Arranca el tren y, aunque la~ sacudidas sonfuertes, se experimenta con gusto su sensación,ya olvidada. Durante dos horas largas el traque-teo, la oscilación de un lado para otro, acuna alviajero y adormece el desfile, contemplado a tra-vés de las ventanillas, de esas extensiones llanas,de esos campos que suceden a otros campos, sinque se pueda percibir el fin en la lejanía. La lla-nura parece ensancharse más todavía y los An-des, que no se alzan ahora más que a una distan-cia desconcertante, se adornan con un manto deplata de admirables y deslumbrantes reflejos gri-ses traspasados de oro.

Pero estaba escrito que la Sabana se me presen-taría en este primer contacto bajo sus dos o tresaspectos diferentes: con sol, con viento y llovien-do. Cinco minutos bastaron para que ese cielo tanclaro se oscureciese y para que una ráfaga violen-ta extendiese su manto negro violáceo sobre nos-otros. El tiempo preciso para subir los cristales, yel aguacero precipitó sobre el techo de zinc su cre-pitación sonpra, cubriendo a lo lejos la vista de ~allanura con un velo blanquecino, opaco, errante,con juegos de luz impresos de una triste grandio-sidad.

Bajo una trama de agua que une la tierra conel cielo se ven bueyes diseminados, caballos ape-lotonados bajo la borrasca, los unos contra los

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otros, con las crines y las colas chorreando agua,siluetas humanas encapuchadas y en cuclillas so-bre el suelo brillante y empapado. Todos esos cho-rros oblicuos 'que cortan la neblina y el horizonteanegado en lágrimas, todos esos millones y millo-nes de gotas que levantan de la tierra un vaporde agua flotante, dan, de repente, y tal vez paramí solo, una fisonomía impresionante, extraña yapropiada a una estación donde el tren se ha de-tenido.

En apariencia es un lugar sin importancia, Fun-za, nombre que no hubiera sugerido reflexión deningún género a un turista poco enterado de lahistoria de este país.

Y, sin embargo, ahí hubo una capital, esa mis-ma Muequetá objetivo de tantas ambiciones, lamisma que Quesada conquistó, perdió, volvió a to-mar y acabó por destruir. Ahí en la confluenciade los ríos Funza y Serrezuela se levantaban súsveinte mil cabañas que por su forma redonda tomóel conquistador por una llanura cuajada de to-rres, de donde viene el nombre que le dio de "Va-lle de los Alcázares". Ahí también latía el cora-zón de esa antigua civilización cuyo origen se pier-de en la noche de los tiempos; para algunos ten-dría conexiones con la problemática Atlántida, pa-ra otros -Humboldt parece inclinarse a e,sta hi-pótesis- ascendería hasta los limbos de la histo-ria asiática. G. Ponce observa, en efecto, que lascuatro grandes fiestas de los peruanos coincidencon las de los chinos, y que los antiguos glifos deéstos presentan analogías indiscutibles con los delos aztecas y los de los incas. El calendario mexi-cano, lo mismo que el de los tártaros, da a los me-ses nombres de animales. El propio Humboldt se-ñala curiosos paralelismos entre el gobierno de losmuiscas y el de los japoneses. Finalmente, no sepuede examinar a un indio de pura raza sin quesorprenda la similitud de sus rasgos -pómulo~ yfrente salientes, ojos negros y estrechos, cabello

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largo y lacio, cuerpo esbelto y fuerte- con lasmismas particularidades físicas de un individuo deraza amarilla.

Sea de ello lo que fuere, el hecho es que la cul-tura intelectual que imperaba en la Sabana a lallegada de los españoles era casi tan adelantadacomo la de México o la del Perú. Los muiscas ado-raban en Chiminigagua o el Sol al gran construc-tor del universo. Se vestían con telas de algodón,practicaban la agricultura, estaban distribuídosen comunidades y hablaban una lengua cuyos ele-mentos, recogidos por el dominico Bernardo deLugo, nos permiten apreciar la precisión y la rique-za de su léxico. Conservaban, dice Ponce, la tra-dición de un hombre fabuloso que no pertenecíaa su raza, pues que tenía barba negra y espesa.Ese semidiós había enseñado a los hombres a ves-tirse, a construir cabañas, a labrar la tierra y avivir en sociedad. En suma, era un pueblo dignode consideración, que todavía hoy nos sorprendepor las sabias disposiciones de sus leyes, por losvestigios de su industria activa e ingeniosa, queprofesaba el mismo respeto que los griegos al cul-to del hogar, que creía en las penas eternas y enla inmortalidad del alma, que conocía el sistemavigesimal, que tenía su escritura, su calendario,sus medidas, sus monedas de oro, que castigabacon pena de muerte el homicidio, el rapto, el in-cesto y el adulterio, que imponía al ladrón la pe-na de azotes y que consideraba la cobardía comoalgo infamante que sancionaba con vestir trajede mujer; en fin, que concentraba en manos desu jefe supremo la facultad de legislar, de decla-rar la guerra y dé ajustar la paz, la administra-ción de justicia y las atribuciones del arconte,dando la sensación, tal vez nunca vista desde en-tonces. de una autocracia absoluta, templada porel carácter apacible de sus súbditos.

J..a reja del arado español, despiadada, pasó porencima; la población aborigen, tan numerosa en

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los tiempos de los conquistadores -para algunosel nombre de muiscas no seria más que una co-rrupción de la palabra moscas, que daría a en-tender los enjambres, las muchedumbres, de esaraza apacible y laboriosa- se ha fundido, léaseaniquilado, al extremo de que el mismo Quesada,al volver, treinta y nueve años más tarde, a esaSabana que había conquistado a sus ciento cin-cuenta mil habitantes, declaraba en su ResumenHistórico que no había encontrado más que algu-nas tribus errantes y depauperadas. Su' interés,sin embargo, hubiera debido consistir en atenuarla verdad en esa apología general, similar a la queCortés había escrito sobre la conquista de Méxicoy cuya parcialidad puso una pluma indignada enla mano callosa de Bernal Díaz.

Algunos años habían bastado para arrasar lafloreciente ciudad de Tisquesuza, que desapareciódel lugar donde se elevara sin que quedase de ella,casi, piedra sobre piedra; se desmoronó con la exa-geración inaudita del aniquilamiento, con el som-brío ensañamiento de la ruina que se divierte conla desaparición de las antiguas ciudades medas deSusa y de Ecbatana, construídas de tierra apiso-nada.

En cuanto a la nueva capital, se trasladó a vein-te kilómetros más allá, hacia el sureste; el em-plazamiento central que los soberanos muiscashabían escogido como para poder recorrer circu-larmente con una sola mirada de sus pupilas deáguila esa Isla de Francia de su imperio, fue tro-cado por otro adosado a los Andes y de más fá-cil defensa contra los ataques de posibles compe-tidores.

Por otra parte, hay que reconocer que la elec-ción del sitio fue admirable; la situación de Baca-tá -en chibcha "gran cultivo"- debió agradar alconquistador "que creyó ver en ella algún pareci-do con la vega de Granada, su país natal". En elmismo emplazamiento en que se elevara la casa

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imperial de recreo de Teusaquillo, el Fontainebleaude los Zipas, se fundó el 6 de agosto de 1538 laciudad moderna a la que, en recuerdo del campa-mento español donde se firmaron las capitulacio-nes de Colón con los reyes católicos, se dio el nom-bre de Santafé.

La naciente Bogotá presentaba un aspecto mí-sero, humilde, con sus doce casas techadas con pa-ja, con su capilla, desaparecida luégo, donde cele-bró la primera misa. el padre Domingo de Las Ca-sas, como lo consignan con toda meticulosidad lascrónicas. Esta aldea europea no por eso dejó detener un gobernador, aquel Hernán Pérez de Que-sada, hermano del Adelantado y con razón llama-do "el espíritu maléfico de la conquista". Erigidaen villa por Carlos V en 1540 y elevada al rangode obispado, cuyo primer titular fue "el ilustrísi-mo hermano Juan de los Barrios y Toledo", seconvirtió sucesivamente, primero en capital deldistrito administrativo del Nuevo Reino de Gra-nada, que comprendía, además, el Ecuador y Ve-nezuela; después, en 1810, en la capital de la re-pública de Cundinamarca; en 1819 en capital· deColombia, en 1831 en la de Nueva Granada y fi-nalmente, en 1871, otra vez en capital de Colom-bia. Entre tanto, el advenimiento de la repúblicahabía consagrado dos reformas, una grande y unapequeña: la abolición de la Inquisición y la delnombre de Santafé, devolviendo así a su capital,.después de tres siglos, el sabor del terruño, su an-tigua denominación indígena de Bogotá.

Nunca olvidaré el momento en que por vez pri-mera la divisé. El chaparrón terminaba; ante unfondo violáceo que lo mismo podía anunciar únnuevo turbión, desfilaba una línea de tejados ro-jos y mi vecino acababa de decirme el nombre deese barrio -Chapinero-- cuando, j oh prodigio!,un gran desgarrón de las nubes dejó pasar la son-risa azul del cielo. Y por esa brecha, por la quemis miradas se elevaban hacia los Andes reapa-

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recidos bruscamente, pesados y graves sobre elcielo recién lavado, me sorprendió la impresión demajestad casi religiosa de las dos cumbres geme-las que se dibujan, redondeadas y sublimes, lle-vando cada una de ellas, como desterradas, en lomás alto de los Andes, su iglesia, minúscula porefecto de la lejanía. Dirigía la mirada de una aotra de esas masas gigantes; la de la derecha, lamás elevada, Guadalupe; la de la izquierda, Mon-sen'ate, antaño reunidas antes de que un terremo-to abriera entre ellas el corte colosal del Boque-rón. Casi me fascinaban. iQué sobriedad en eseinmenso gesto hacia el cielo por encima de laspreocupaciones de los hombres!

Un intermedio de hileras de árboles, de vago-nes, de paredes ennegrecidas. Un minuto despuésun landó desvencijado y chirriante me conducíapor las calles y los barrios excéntricos de la ciu-dad, que, complacida, se llama la Atenas de Amé-rica del Sur.