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— No existe la vida sin poesía — le gustaba decir tras follar conmigo, perdón, mamá, hacer el
amor.
Luego me pasaba el cigarro y echaba el humo contra el techo. Parecía el puñetazo que jamás
habría sido capaz de darme.
Me cansé, en aquella noche de marzo. En la que el frío traspasaba las paredes y nos calaba los
huesos, o al menos podía conmigo, haciéndome temblar sin que él se diese cuenta.
— La poesía es todo lo que tenemos. Lo que hace que en la vida haya algo bueno.
— Eres un bastardo, Tauro — le repliqué amargamente.
Echó más humo contra el cielo gris yeso del apartamento. Sus ojos brillaban en la penumbra.
Yo seguía en el borde de la cama, temblando, apenas dibujada por la luna, apenas menos que la
quimera que realmente era, desnuda por completo por fuera, desprotegida del todo por dentro.
Vulnerable, deseante. Tauro no miró.
— Te quiero, Aries. Lo sabes.
No me cupieron más mentiras en el corazón, mamá, créeme. Se acabó lo que tú decías, el amor
lo puede todo, porque también puede matarte, porque las no miradas de Tauro me mataban más
rápido que la enfermedad que no me había atrevido a contarle. Vi las flores en la ventana.
Brillaban, mamá, brillaban. Estaban húmedas. Y pensé que sabían que yo iba a llorar.
— Por eso te vas cada noche que no estoy a las calles, como una vil puta, ¿no, Tauro? —
contestaron mis curvas abandonadas con sabor a hiel. — Robin Hood que da amor a los que no
tienen. Eres un puto delirio de Robin Hood.
Me miró de reojo mientras echaba el humo de los labios, como una cafetera rota que es lo único
que sabe hacer, e ir rompiéndose más a cada intento de arreglarse.
— No cambia lo que siento.
Sus ojos se habían convertido en marchitos pétalos mojados. Apagué el cigarro en el colchón.
— Que te follen, Tauro.
— No tú — cogió aire, pero se quedó congelado ahí. Sin humo, sin roturas, sin veneno esa vez,
o quise creer —, tú haces el amor, Aries.